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El diseño arquitectónico que ha emergido en las urbes en los últimos años, más
que para ser vivido, se ha desarrollado para ser visto y para llamar la atención
[además de la muestra de poder ante otras naciones]. En este caso el quehacer
del arquitecto se desarrolla a partir de una serie de argucias en las que
predominan los efectos derivados del juego de colores, texturas y formas.
Hagamos hoy lo que tengamos ganas de hacer...-, esta frase del arquitecto
norteamericano Philip Johnson es sin duda la premisa bajo la que se ha venido
desarrollando gran parte de la arquitectura contemporánea. Y se justifica siempre
que una obra sea -razonable- desde el punto de vista económico, y -
estéticamente- agradable.
Para muchos arquitectos no hay reglas ni límites, todo puede ser posible y no
importa el contexto urbano, por lo que practicamente se ha cancelado el dialogo
con lo circundante.
Lo que se diseña, más que para ser vivido se diseña para ser visto y para llamar la
atención. Por lo que en la actualidad la apariencia es la verdadera sustancia de la
arquitectura, lo que la convierte en un objeto -singular- y en un producto para ser
exhibido dentro del gran aparador en el que se han transformado las ciudades
más grandes del mundo. De ahí que en muchas de ellas podamos ver obras con
soluciones formales espectaculares, audaces y novedosas, que en ocasiones
hasta parecen extraídas de una película de ciencia ficción.
En efecto, para las formas no hay límites, pero... ¿en dónde ha quedado el sujeto?
Tal parece que la verdadera finalidad de la arquitectura contemporánea no es
necesariamente ser el hábitat del hombre, ni mucho menos cumplir con una
función social, sino ella misma y los personajes que le dan forma.
Estos espacios son lo que Josep Maria Montaner denomina como los no lugares,
en los que el -usuario- pasa lo más rápido posible y en los que el vacío de la plaza
tradicional como lugar de comunicación es sustituído por el lleno de los objetos de
consumo en el espacio de la competitividad y el anonimato.