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TRIGÉSIMA TERCERA SERIE

DE LAS AVENTURAS DE ALICIA

Los tres tipos de palabras esotéricas que encontrábamos en Lewis Carroll corresponden a
las tres clases de series: «el monosílabo impronunciable» que opera la síntesis conectiva
de una serie; el «phlizz» o el «snark» que asegura la convergencia de dos series y opera
su síntesis conjuntiva; luego, la palabra-valija, el «jabberwock», palabra = x de la que
descubrimos que ya actuaba en las dos otras, y que opera la síntesis disyuntiva de series
divergentes, haciéndolas resonar y ramificar en tanto que tales. Pero ¿qué aventuras
ocurren bajo esta organización?

Alicia tiene tres partes marcadas por los cambios de lugares. La primera (capítulos 1-3)
está enteramente sumergida en el elemento esquizoide de la profundidad, a partir de la
caída interminable de Alicia. Todo es alimento, excremento, simulacro, objeto parcial
interno, mezcla venenosa. La misma Alicia es uno de estos objetos cuando es pequeña;
cuando es grande se identifica con su receptáculo. Se ha insistido a menudo en el
carácter oral, anal, uretral de esta parte. Pero, la segunda (4-7) parece mostrar
claramente un cambio de orientación. Sin duda, todavía hay, y con una potencia
renovada, el tema de la casa llenada por Alicia, en la que impide que entre el conejo y de
la que expulsa violentamente al lagarto (secuencia esquizoide niño-pene-excremento).
Pero, se aprecian notables modificaciones: en primer lugar, ahora Alicia juega el papel de
objeto interno en tanto que demasiado grande. Además, crecer y empequeñecer no tienen
lugar solamente respecto de un tercer término en profundidad (alcanzar la llave o pasar
por la puerta, en la primera parte), sino que juegan por sí mismos al aire libre, uno
respecto de otro, es decir, en altura. Y Carroll se molestó en señalarnos que ahí existe un
cambio, ya que ahora es beber lo que hace crecer y comer lo que empequeñece (en la
primera parte era a la inversa). Y, sobre todo, hacer crecer y hacer empequeñecer están
reunidos en un mismo objeto, el champiñón que funda la alternativa en su propia
circularidad (capítulo 5). Evidentemente, esta impresión sólo se confirma si el champiñón
ambiguo cede su sitio a un objeto bueno, explícitamente presentado como objeto de las
alturas. A este respecto, no basta con la oruga, aunque se suba ala cima del champiñón.
El gato de Chester es precisamente quien juega este papel: es el objeto bueno, el pene
bueno, el ídolo o la voz de las alturas. Encarna las disyunciones de esta nueva posición:
indemne o herido, ya que tan pronto presenta su cuerpo entero, como su cabeza
decapitada; presente o ausente, ya que se esfuma dejando sólo su sonrisa o se forma a
partir de esta sonrisa de objeto bueno (complacencia provisional respecto de la liberación
de las pulsiones sexuales). En su esencia, el gato es aquel que se retira, se separa. Y la
nueva alternativa o disyunción que impone a Alicia, conforme a esta esencia, aparece dos
veces: primero, ser niño o cerdo, como en la cocina de la duquesa; luego, como el lirón
dormido que está entre la liebre y el sombrerero, es decir, entre la bestia de las
madrigueras y el artesano de las cabezas, o bien tomar el partido de los objetos internos,
o bien identificarse con el objeto bueno de las alturas; o sea, escoger entre la profundidad

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y la altura.1 La tercera parte de Alicia (8-12) cambia un elemento más: tras haber vuelto
brevemente al primer lugar, pasa a un jardín de superficie frecuentado por cartas sin
espesor, figuras planas. Es como si Alicia se hubiera identificado lo suficiente con el gato,
al que declara su amigo, como para ver desplegarse la antigua profundidad y convertirse
en esclavos o instrumentos inofensivos los animales que la poblaban. Sobre esta
superficie es donde distribuye sus imágenes de madre y de padre durante un proceso:
«Me han dicho que la visteis, a Ella - Y que le hablasteis, a El»... Pero Alicia presiente los
peligros del nuevo elemento: la manera como sus buenas intenciones corren el peligro de
producir resultados abominables, y cómo el falo representado por la reina amenaza con
volverse castración (« ¡que le corten la cabeza!», gritó la reina). La superficie revienta, «el
paquete de cartas salió volando, y luego cayó sobre Alicia».

Se diría que Al otro lado del espejo vuelve a comenzar la misma historia o la misma
tentativa, pero desfasada, suprimiendo el primer momento, desarrollando mucho el'
tercero. En lugar de ser el gato de Chester la voz buena para Alicia, es Alicia la voz buena
para sus gatos reales, voz reñidora, amante y retirada. Y, desde su altura, Alicia capta el
espejo como superficie pura, continuidad del afuera y el adentro, del encima y el debajo,
del derecho y el revés, donde se despliega el Jabberwocky en los dos sentidos a la vez.
Tras haberse comportado, también brevemente, como objeto bueno o voz retirada con
unas piezas de ajedrez (con todos los caracteres aterradores de este objeto o esta voz),
la misma Alicia entra en el juego: forma parte del tablero que sustituye ahora al espejo, y
se lanza a la empresa de convertirse en reina. Las casillas del tablero que hay que
atravesar representan evidentemente las zonas erógenas, y convertirse en reina remite al
falo como instancia de enlace. Pronto se hace evidente que el problema correspondiente
ha dejado de ser el de la voz única y retirada para convertirse en el de las palabras
múltiples: ¿cuánto hay que pagar? ¿Cuánto hay que pagar para poder hablar?, preguntan
más o menos todos los capítulos, remitiendo la palabra tan pronto a una sola serie (como
el nombre propio hasta tal punto contraído que es imposible de recordar), como a dos
series convergentes (como Tweedledum y Tweedledee, hasta tal punto convergentes y
continuos que ya no los distingue), como a series divergentes y ramificadas (como
Humpty Dumpty, dueño de los semantemas y habilitado de las palabras, que las hace
ramificar y resonar tan bien que ya no se las entiende, que ya no se distingue el derecho
del revés). Pero, en esta organización simultánea de palabras y superficies, el peligro
indicado ya en Alicia se precisa y se desarrolla. También aquí ha distribuido sus imágenes
parentales en la superficie: la reina blanca, madre doliente y herida, el rey rojo, padre
retirado, dormido desde el capítulo 4. Pero, a través de toda la profundidad y la altura,

1
El gato está presente en los dos casos, puesto que aparece la primera vez en la cocina de la duquesa, y en
seguida aconseja a Alicia a que vaya a ver a la liebre «o» al sombrerero. La posición del gato de Chester
sobre el árbol o en el cielo hace que todos sus caracteres, comprendidos los terroríficos, identifiquen al
superyó como objeto «bueno» de las alturas (ídolo): «Tiene aspecto de ser buena persona, pensó Alicia; sin
embargo, tenía grandes garras y muchos dientes, y ella consideró que sería mejor tratarlo con respeto.» El
tema de la instancia de las alturas, que se oculta o se retira, pero que también combate y captura a los objetos
internos, es constante en la obra de Carroll: la encontraremos con toda su crueldad en los poemas y
narraciones donde interviene la pesca con caña, to angle en inglés (véase, por ejemplo, el poema The Two
Brothers, donde el hermano más joven sirve de cebo). Y sobre todo, en Sylvie et Bruno, el padre bueno
retirado en el reino de las hadas, escondido tras la voz del perro, es esencial: haría falta un largo comentario
de esta obra maestra que pusiese en juego también el tema de las dos superficies, la superficie común y la
superficie maravillosa o mágica. Por último, en toda la obra de Carroll, el poema trágico The Three Voices
tiene una importancia particular: la primera «voz» es la de una mujer dura y ruidosa que elabora un cuadro
terrorífico del alimento; la segunda voz es todavía terrible, pero tiene todos los caracteres de la Voz buena de
las alturas que hace balbucear y tartamudear al héroe; la tercera es una voz edípica de culpabilidad que canta
el terror del resultado a pesar de la pureza de las intenciones («And when at Eve the unpitying sun Smiled
grimly on the solemn fun, Alack, he sighed, what have I done?»).

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llega la reina roja, falo convertido en instancia de castración. De nuevo, es el desastre


final, rematado voluntariamente esta vez por la misma Alicia. « ¡Cuidado! ... ¡Algo va a
pasar!», pero, ¿qué?: ¿regresión a las profundidades orales anales, al lugar en el que
volvería a empezar todo, o bien liberación de otra superficie, gloriosa y neutralizada?

El diagnóstico psicoanalítico formulado sobre Lewis Carroll frecuentemente es:


imposibilidad de afrontar la situación edípica, huida ante el padre y renuncia a la madre,
proyección sobre la niña, como identificada al falo y, a la vez, como privada de pene,
regresión oral-anal consecuente. Sin embargo, diagnósticos de este tipo tienen muy poco
interés, y es bien sabido que no es así como el psicoanálisis y la obra de arte (o la obra
literaria-especulativa) pueden anudar su encuentro. Ciertamente, no será tratando, a
través de la obra, al autor como a un enfermo posible o real, aunque se le conceda el
beneficio de la sublimación. Como tampoco «haciendo el psicoanálisis» de la obra.
Porque los autores, si son grandes, son más un médico que un enfermo. Queremos decir
que ellos mismos son sorprendentes diagnosticadores, sorprendentes sintomatólogos.
Hay siempre mucho arte en un agrupamiento de síntomas, en un cuadro en el que tal
síntoma está disociado de otro, aproximado con algún otro, y forma la nueva figura de un
trastorno o una enfermedad. Los clínicos que saben renovar un cuadro sintomatológico
hacen una obra artista; a la inversa, los artistas son clínicos, no de su propio caso ni
siquiera de un caso general, sino clínicos de la civilización. A este respecto, no podemos
seguir a los que piensan que Sade no tiene nada de esencial que decirnos sobre el
sadismo, o Masoch sobre el masoquismo. Y aún más, parece como si una evaluación de
síntoma no pudiera hacerse sino a través de una novela. No es por casualidad que el
neurótico se construye una «novela familiar», y que el complejo de Edipo debe buscarse
en los meandros de esa novela. Con el genio de Freud, no es el complejo quien nos
ilustra sobre Edipo y Hamlet, sino Edipo y Hamlet quienes nos ilustran sobre el complejo.
Podría objetarse que no es necesario el artista, y el enfermo se basta para construir él
mismo la novela, y el médico para evaluarla. Pero ello supondría descuidar la
especificidad del artista, a la vez como enfermo y médico de la civilización: la diferencia
entre su novela como obra de arte y la novela del neurótico. Y es que el neurótico nunca
puede más que efectuar los términos y la historia de su novela: los síntomas son esta
efectuación misma, y la novela no tiene otro sentido. Por el contrario, extraer de los
síntomas la parte inefectuable del acontecimiento puro -como dice Blanchot, elevar lo
visible a lo invisible-, llevar acciones y pasiones cotidianas como comer, cagar, amar,
hablar, morir, hasta su atributo noemático.» Acontecimiento puro correspondiente, pasar
de la superficie física en la que tienen lugar los síntomas y se deciden las efectuaciones a
la superficie metafísica donde se dibuja, se juega el acontecimiento puro; pasar de la
causa de los síntomas a la casi-causa de la obra: éste es el objeto de la novela como obra
de arte, y lo que la distingue de la novela familiar.2 En otras palabras, el carácter positivo,
2
Quisiéramos citar un ejemplo que nos parece importante para un problema tan oscuro. Ch. Lasègue es un
psiquiatra que, en 1877, «aisló» el exhibicionismo (y creó la palabra); trabajó así como clínico, como
sintomatólogo: véase Etudes médicales, tomo I, págs. 692-700. Ahora bien, cuando intenta presentar su
descubrimiento en un breve artículo, no comienza por referir los casos de exhibicionismo manifiesto.
Comienza por el caso de un hombre que se pone todos los días al paso de una mujer, y la sigue por todas las
partes, sin dirigirle una palabra ni un gesto («su papel se limita a hacer la función de una sombra...»). Lasègue
comienza, entonces, por hacer comprender implícitamente al lector que este hombre se identifica enteramente
con un pene; y sólo a continuación cita los casos manifiestos. El procedimiento de Lasègue es un
procedimiento de artista: comienza con una novela. Sin duda, la novela es construida desde el principio por el
sujeto; pero requiere un clínico-artista para reconocerla. No se trata sino de una novela neurótica, porque el
sujeto se limita a encarnar un objeto parcial que efectúa en toda su persona. ¿Cuál es, pues, la diferencia
entre una novela vivida, neurótica y «familiar», y la novela como obra de arte? El síntoma es siempre tomado
en una novela, pero éste en tanto que determina la efectuación, y en tanto que, por el contrario, desprende el
acontecimiento que contraefectúa en los personajes ficticios (lo importante no es el carácter ficticio de los

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altamente afirmativo, de la desexualización consiste en esto: que la carga especulativa


sustituya a la regresión psíquica. Lo que no impide que la carga especulativa se aplique a
un objeto sexual, ya que desprende su acontecimiento y pone al objeto como
concomitante del acontecimiento correspondiente: ¿qué es una niña?; y toda una obra, no
para contestar a esta pregunta, sino para evocar y componer el único acontecimiento que
hace de ella una pregunta. El artista no es sólo el enfermo y el médico de la civilización:
es también su perverso.

Sobre este proceso de desexualización, sobre este salto de una superficie a otra, no
hemos dicho casi nada. Sólo aparece su potencia en Lewis Carroll: la fuerza misma con la
que las series de base (las que subsumen las palabras esotéricas) son desexualizadas,
en beneficio de comer-hablar; y sin embargo, también la fuerza con la que es mantenido
el objeto sexual, la niña. El misterio está sin duda en este salto, este paso de una
superficie a otra, y en lo que se convierte la primera, sobrevolada por la segunda. Del
tablero de ajedrez físico al diagrama lógico. O bien, de la superficie sensible a la placa
ultrasensible: en este salto es donde Carroll, gran fotógrafo, experimenta un placer que se
puede suponer perverso, y que confiesa inocentemente (como dice a Amelia en una
«irresistible excitación...: Acercarme a usted por un negativo... Amelia, tú eres mía»).

personajes, sino lo que explica la ficción, a saber, la naturaleza del acontecimiento puro y el mecanismo de la
contraefectuación). Por ejemplo, Sade o Masoch hacen novelas-obras de arte de lo que los sádicos o los
masoquistas hacen simplemente una novela neurótica y «familiar», incluso si la escribiesen.

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