You are on page 1of 25

1

Publicado en HISTORIA, ANTROPOLOGÍA Y FUENTES ORALES, nº 40, 2008, pp. 129-148

HISTORIA DE LA FISIOGNOMÍA
INTERROGANTES ÉTICOS Y ANTROPOLÓGICOS DE UNA SEUDOCIENCIA

BELÉN ALTUNA

1. La fisiognomía o los dilemas del rostro

La tendencia de los humanos a leer los rostros es una inclinación natural,


universal, que sin lugar a dudas vendrá de nuestros orígenes: nuestros primeros
antepasados necesitaban saber de quién se podían fiar y de quién no. Como nos sigue
ocurriendo a nosotros, por supuesto. De hecho, la hipótesis antropogenética en la que
coinciden los expertos es que nuestro rostro se hizo lampiño, perdió la pelambrera
característica de otros homínidos y simios, para que los otros pudieran leer en él. Porque
las caras lisas amplían enormemente el vocabulario facial, hacen más claros, sutiles y
variados los mensajes; facilitan, en definitiva, el camino para las criaturas hipersociales
que somos. El caso es que los humanos poseemos más músculos faciales que ningún
otro animal sobre la tierra: veintidós en cada lado. Y ello nos lleva a la increíble
capacidad de generar más de 10.000 expresiones faciales1, es decir, a la posibilidad de
transmitir a nuestros congéneres una información de una variedad y una sutileza
expresiva extraordinarias.

Nuestra habilidad para descifrar esas expresiones y, más importante aún, para
hacer juicios y predicciones de actuación de más largo aliento basándonos en los rasgos
faciales y en la mirada de la persona que tenemos enfrente es fruto de una tendencia
instintiva y universal, de clara utilidad evolutiva. Se trata de una habilidad que
tradicionalmente se ha denominado “fisiognomía natural”. Así lo han llamado
especialmente quienes la han contrapuesto a la supuesta ciencia de la fisiognomía.
Como recoge el Diccionario de la Real Academia, “fisiognomía” (o “fisiognómica”) es

1
Aporta el dato P. EKMAN, ¿Qué dice ese gesto? Barcelona, RBA-Integral, 2004, p. 32.
2

“el estudio del carácter a través del aspecto físico y, sobre todo, a través de la fisonomía
del individuo”; define, al tiempo, “fisonomía” (o “fisionomía”) como “aspecto
particular del rostro de una persona”. Ciertamente, esta disciplina, existente al menos
desde la Antigüedad grecorromana, ha oscilado entre la denominación de arte
adivinatoria -especialmente en la edad antigua y media- y ciencia -en la edad moderna-,
y en todas las épocas ha sido tan popular como fuertemente criticada. La pretensión de
quienes la han desarrollado ha sido elevar esa habilidad intuitiva a riguroso
conocimiento científico. De hecho, la misma palabra Fisiognomía –de phisis
(naturaleza) y gnonom (conocer)- significa “reconocimiento, interpretación de la
naturaleza”. Y es que, así planteada, la fisiognomía sería una más de las artes y ciencias
que pretenden descifrar el orden oculto de la naturaleza; es decir, el orden del mundo.

Un repaso a las principales teorías de la fisiognomía2 a lo largo de más de dos mil


años nos servirá para plantear los problemas éticos y antropológicos que desarrolla
dicha seudociencia. Más concretamente, nos servirá para repensar, desde una
perspectiva que puede parecer original, la cuestión del determinismo y la libertad
humana. En efecto, el rostro es un escenario en el que los humanos hemos proyectado
nuestras diferentes creencias sobre la naturaleza humana, sobre la fatalidad de su
condición o, por el contrario, sobre el libre campo de su voluntad. “¡Ay, después de
cierta edad, todo hombre es responsable de su cara!”, le hace exclamar Albert Camus a
su narrador en La caída3. “A los cincuenta cada uno tiene la cara que se merece”,
escribió George Orwell4. Y es que, con variaciones en la edad (desde los 30 o los 40,
dicen otros), ésta es una idea que se repite en numerosos autores modernos.
Merecimiento y responsabilidad: dos criterios fundamentales que remiten a la idea de

2
El estudio más completo, denso y filosófico sobre la fisiognomía, desde sus orígenes hasta el s. XIX, es
sin duda el de Patrizia MAGLI, Il volto e l’anima, Fisiognomica e passioni. Milano, Bompiani, 1995. Un
breve adelanto del mismo en P. MAGLI, “El rostro y el alma”, M. Feher / R. Naddaff / N. Tazi (eds.),
Fragmentos para una historia del cuerpo humano II. Madrid, Taurus, 1991, ps. 87-127. En español,
prácticamente lo único que puede encontrarse es el estudio ya clásico de J. CARO BAROJA, Historia de
la fisiognómica. El rostro y el carácter. Madrid, Istmo, 1988, de gran erudición, si bien poco
interpretativo. Puede consultarse también J. BORDES, Historia de las teorías de la figura humana. El
dibujo/la anatomía/la proporción/la fisiognomía. Madrid, Cátedra, 2003, esquemático, pero
bellísimamente ilustrado. En italiano existen también otros estudios históricos interesantes como el de P.
GETREVI, Le scritture del volto. Fisiognomica e modelli culturali dal Medievo ad oggi. Milano, F.
Angeli, 1991; F. CAROLI, Storia della Fisiognomica. Arte e psicologia da Leonardo a Freud. Milano,
Electa, 2004; L. RODLER, Il corpo specchio dell’anima. Teoria e storia della fisiognomica. Milano,
Mondadori, 2004; G. GURISATTI, Dizionario fisiognomico. Il volto, le forme, l’expresione. Macerata,
Quodlibet, 2006. En francés es reseñable el volumen VV.AA., La Physiognomonie. Problèmes
philosophiques d’une pseudo-science. Paris, Kimé, 2005.
3
A. CAMUS, La caída. Madrid, Alianza, 1986, p. 53.
4
G. ORWELL, en su Cuaderno de Notas, entrada del 17-04-1949.
3

libertad humana como la principal escultora tanto de la propia vida como de la propia
fisonomía.
Sin embargo, no ha sido ésta la perspectiva dominadora a lo largo de la historia de
la fisiognomía, ni mucho menos. Al contrario, la visión general ha sido más bien que la
cara es un vaticinio que siempre acaba por cumplirse. Así, los antiguos fisiognomistas
se esforzaron por captar la visión de una esencia: especialmente en la cara, pero también
en la superficie completa del cuerpo, intentaron descifrar un estricto código moral,
atribuyendo a cada detalle, cada forma, línea o pliegue un significado preciso. En esas
letras creían captar un mensaje revelador del destino, un vaticinio.
Pero, entonces, ¿es el destino o el carácter lo que se puede leer en el rostro?
Normalmente, se suelen mostrar relacionados, como afirma Walter Benjamin en su
reflexión sobre los dos conceptos5: “Se suele ver al destino y al carácter como
causalmente conectados, e incluso se dice que el carácter es una de las causas del
destino”. Tanto el destino como el carácter se anuncian por signos, pero una clara
diferencia entre ambos, sigue Benjamin, es que “el sistema de los signos
caracterológicos suele limitarse al ámbito del cuerpo, si dejamos de lado el significado
caracterológico de los signos que investiga el horóscopo, mientras que de acuerdo con la
concepción tradicional también pueden ser signos del destino no sólo los fenómenos
corporales, sino todos los fenómenos de la vida exterior”.
Pero aún si nos ceñimos a la noción de “carácter” (recordemos su etimología:
impronta distintiva, signo característico, marca), hemos de recordar que a lo largo de
esta prolongada historia se ha utilizado tanto en un modo muy próximo al sentido
fatalista de “destino”, como en el sentido contrario de carácter autoconstruido,
voluntario. Es decir, a menudo se lo ha considerado tan inmutable como el
temperamento (producto de la fisiología), innato e irracional, esto es, ajeno a las
posibilidades reformadoras de la libre voluntad (como, por ejemplo, sostenía el mismo
Schopenhauer); mientras que otras veces se ha llegado a hablar del “cameleonismo del
carácter”, abierto a grandes metamorfosis, o se lo ha presentado, por lo menos, abierto a
un grado de perfectibilidad por la vía de la razón (como en Kant). Sin aceptar ni su total
invariabilidad ni su absoluta variabilidad, podemos entender aquí el carácter, siguiendo
a G. Gurisatti6, como “el complejo relativamente duradero, unitario y organizado de los

5
W. BENJAMIN, “Carácter y destino” (1921), Obras, libro II, vol.1. Madrid, Abada Ed., 2007, p. 175.
6
G. GURISATTI, Dizionario fisiognomico…, p. 33; para la distinción fisiognomía/patognomía que viene
a continuación, ibid., ps. 36-39.
4

modos de vida psíquica que dan una impronta particular tanto a la forma (configuración
del rostro y del cuerpo) como al movimiento (acción, mímica, gestualidad, postura,
forma de andar) del individuo singular”.
Generalmente, la fisiognomía ha tratado de descubrir la expresión de una esencia,
llamada alma, interioridad, carácter, personalidad, basándose siempre para ello en los
aspectos duraderos, estructurales; en definitiva, en el «ser (siempre) así» del individuo.
Le ha interesado, por tanto, la escritura del rostro: sus rasgos fijos, la figura estable, la
morfología. Ahora bien, existe también otra forma de entender la fisiognomía, no ya
como lectura del carácter (o del destino), sino como lectura de las emociones, de las
pasiones. En este caso se trataría de leer no los rasgos fijos, heredados, difícilmente
moldeables, sino el semblante que en cada momento adquiere un rostro, expresando una
u otra emoción. Más que fisiognomía, se ha denominado este tipo de lectura
“patognomía” o “patognómica” (términos en desuso en la lengua española, ni siquiera
recogidos por la RAE), de pathos, “pasión, emoción, movimiento del alma” y gnome,
“conocimiento, comprensión”. De lo que se trata en este caso es de comprender e
interpretar el estado de ánimo, esto es, el aspecto mutable, transitorio y temporal de la
interioridad humana. En definitiva, el «ser así (en este momento)» del individuo. Se ha
interesado, por tanto, por la palabra del rostro: su parte dinámica-motora, la plasticidad
de los rasgos móviles, la mímica y la gestualidad.
Pues bien, durante siglos la fisiognomía tradicional ha evitado el estudio de las
pasiones, de la patognómica, precisamente porque pertenecen al orden de la
temporalidad, de la fugacidad. No le ha interesado lo que expresaría el movimiento del
rostro; sólo le ha interesado éste como texto inmóvil, cerrado, como lenguaje grabado y
acabado. No le ha interesado la pragmática, el aspecto relacional del “lenguaje facial”,
no la fenomenología de la comunicación cara a cara, sino la semántica, la gramática del
rostro inmóvil, atemporal, esencial (o esencialista). Es sobre todo en los siglos XIX-XX
cuando esta visión ha comenzado a declinar: cada vez serán más los estudiosos que se
alejan de esta visión esencialista para explorar la teoría de la expresión y la mímica.
Veamos los principales momentos de esta evolución.
5

2. Los orígenes de la fisiognomía

De la Antigüedad greco-romana al Renacimiento


Uno de los textos más antiguos que se conoce sobre este tema -y que tuvo una
influencia decisiva hasta la época moderna- es el tratado denominado Physiognomonia
(siglo III a.C), atribuido durante siglos a Aristóteles, si bien actualmente no se considera
suyo, aunque se adscribe claramente a la tradición aristotélica. La práctica “profesional”
de leer rostros debió ser bastante habitual en la época, como se deduce de la referencia
en el texto a fisonomistas (fisiognomon) que dan conferencias populares y a los
metoposkopos, unos adivinos que predicen el porvenir de una persona leyendo su cara, o
más específicamente, las líneas de su frente (metopon).
El texto seudo-aristotélico inaugura los distintos tipos de lecturas de rostros7 en los
que después abundarán todos los fisonomistas, al menos hasta los siglos XVIII-XIX: 1)
la lectura zoológica, que establece analogías entre la figura humana y las especies
animales, buscando semejanzas entre la constitución de ambas y la predisposición que
se les supone; 2) la lectura etnográfica, que compara las constituciones corporales de los
hombres de distintas razas y su carácter correspondiente; 3) la lectura psicológica, que
deduce el carácter, de acuerdo sobre todo a la teoría de los humores y de los
temperamentos, que se caracterizan por una fisonomía determinada. Tres tipos de
lectura que siguen absolutamente vigentes en nuestros juicios fisonómicos cotidianos,
como cuando decimos que alguien tiene cara, por ejemplo, de caballo, de vasco, o de
pícaro, y le atribuimos, por consiguiente, las características que suponemos a esas
categorías.
La fisiognomía como sistema pasa del mundo griego (al que probablemente había
llegado procedente de Oriente y, en concreto, de la antigua Babilonia) al mundo árabe y
de éste al cristiano. Los textos del seudo-Aristóteles y de Polemón (Fisiognomía, siglo
II d.C.) inspiraron a distintas figuras de la ciencia arábiga, especialmente de la medicina
(como Avicena y Averroes), quienes dieron más relieve aún a la disciplina. Traspasados
a la Europa del siglo XIII, esos conocimientos basados en escritos árabes tuvieron una
notable influencia, sobre todo en médicos que, con frecuencia, eran además astrólogos y
quirománticos con fama de magos. Es el caso, entre otros, de Michael Scoto y de Pietro
d’Abano, en los siglos XIII-XIV.

7
PSEUDO-ARISTÓTELES, Fisiognomía. Madrid, Gredos, 1999, p. 41.
6

Así, “desde que comienza el interés teórico por la fisiognomía se dan dos
tendencias: una, psicológica, literaria e incluso artística, que es la que produce
resultados más valiosos. Otra sistemática, codificadora y dogmática, que hace que se
asocie con técnicas esotéricas, como la quiromancia y la astrología. Lo que en
psicología práctica y arte (también en medicina) puede ser un elemento valioso para
caracterizar se convierte en un ‘saber’, una ‘gnosis’, que conduce a un fatalismo casi
absoluto”8. De hecho, el que la fisiognomía apareciera -al menos durante toda la
Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, hasta el siglo XVII- vinculada a la
astrología y a la quiromancia, la convirtió en una disciplina sospechosa, tanto para los
teólogos cristianos que defendían los fueros del libre albedrío, como para los filósofos y
naturalistas que también amparaban un principio de libertad, o que consideraban
engañosas y carentes de base experimental a las artes adivinatorias en general. Ello no
significa, no obstante, que no fuera practicada por múltiples sacerdotes y hombres de fe,
así como por médicos y naturalistas.
El más famoso e influyente de esos tratados fue Humana Physiognomia (1586;
ampliada en 1601)9, de Gian Battista Della Porta (Nápoles, 1535-1615), que conoció
una multitud de ediciones en latín, italiano, francés y alemán, y fue considerado durante
dos siglos (al menos hasta Lavater) el compendio más completo de fisiognomía.
Siguiendo al seudo-Aristóteles, a Polemón y, en menor medida, a los tratadistas árabes,
Della Porta define su “ciencia fisiognómica” como aquella que “adivina el carácter y las
propensiones de los hombres según sus humores, su aspecto y sus proporciones”10, y
desarrolla de manera sistemática tanto la lectura psicológica, como la etnográfica y la
zoológica (por la que probablemente es más conocido, gracias a los espectaculares
dibujos que acompañaron el tratado).
En él se ve perfectamente cuál es el método clásico de la fisiognomía: un obsesivo
proceso de dividir, subdividir y clasificar pieza por pieza cada fragmento del cuerpo,
siempre en orden descendiente: estudio del pelo, frente, cejas, etc., hasta bajar al
vientre, ombligo, piernas, uñas, modo de andar, proporción y posición del cuerpo...
Dedica nada menos que 24 capítulos a los ojos y a las pupilas, y otros 45 a la
caracterología fisiognómica, basándose en la idea de que se pueden detectar los rasgos

8
CARO BAROJA, Historia de la fisiognómica…, p. 84.
9
Contamos con una reciente edición española: G. DELLA PORTA, Fisiognomía I-II. Madrid, Asociación
Española de Neuropsiquiatría, 2007-2008.
10
DELLA PORTA, Fisiognomía I, p.36.
7

físicos de los hombres justos e injustos, de los malignos y criminales, de los fuertes y de
los afeminados, etcétera.
A la hora de establecer la axiología subyacente a las partes del cuerpo y del rostro,
Della Porta sigue claramente a Aristóteles. Es decir: lo superior es mejor y más noble
que lo inferior, lo que está delante mejor que lo trasero, y lo que está a la derecha mejor
que lo que está a la izquierda. Además, tanto el cuerpo como el rostro (una reproducción
de aquél, según la visión fisiognómica clásica, que no puede aceptar ninguna
incoherencia entre lo revelado por el cuerpo y lo revelado por el rostro) están divididos
axiológicamente en tres zonas. Como la división tripartita del alma platónica (que
afectaba a la división del cuerpo: cabeza-racional, pecho-pasional, vientre-instintivo), el
rostro está repartido según ese eje que encomienda a las zonas superiores la tarea de
revelar las inclinaciones más espirituales, mientras que las inferiores representan el
mundo de los instintos, aquello que más aproxima el hombre al animal. Veremos
repetido este eje axiológico como una constante en toda la historia de la fisiognomía.
Dejemos a un lado la lectura etnográfica de los rostros, que todos los autores
(antes y después de Della Porta) gustan de desarrollar, para fijarnos en las poderosas y
duraderas formas de las otras dos lecturas: la zoológica y la psicológica. Partimos
siempre de la idea aristotélica de que el alma es la que da forma (eidós) a la materia (al
cuerpo), y es la que determina las características físicas de un ser. Así, a formas
fisonómicas semejantes corresponden cualidades anímicas o caracterológicas
semejantes, y de las primeras podrán deducirse las segundas. En la Retórica, partiendo
del presupuesto de que la estructura corpórea de las bestias es más simple y
comprensible que la de los hombres, Aristóteles ve en las posibles semejanzas entre
animales y hombre la clave para individualizar las cualidades esenciales de estos. Los
animales -fijados en imágenes emblemáticas- funcionan como un espejo invertido a
través del cual es posible reconocer las pasiones, los vicios y las virtudes de los
hombres. Por ejemplo, si a los leones les caracteriza la valentía, será necesario que, dada
la recíproca solidaridad existente entre alma y cuerpo, de esta afección exista un signo.
En el caso de los leones, el signo visible estaría representado, según la tradición
aristotélica, por las grandes extremidades. Si encontráramos este mismo signo en otras
especies como, por ejemplo, en los hombres, ello significa que éstos tienen la misma
afección: que son valientes. Della Porta desarrolla con fruición este mecanismo y llama
“silogismo del fisónomo” a este tipo de razonamiento. Así, de la premisa “Todos los
8

leones son fuertes”, y dado el caso “Algunos hombres se parecen a los leones”, resuelve
que “Estos hombres son fuertes”.
Se trata de un mecanismo que permite reconocer una forma compleja a través de
la mediación de una forma más simple y elemental, sobre todo gracias a un común
acuerdo (cultural) sobre el significado que se ha atribuido a esta forma. De este modo,
Della Porta confronta una compleja taxonomía de caracteres morales permanentes con
las partes correspondientes del cuerpo animal. Va apareciendo así una larga galería de
máscaras caracterológicas, como el Hombre-Cabra, el Hombre-Mono, el Hombre-
Pájaro... Tomemos, por ejemplo, a este último: según Della Porta, los pájaros son
móviles, vanos y locuaces, y están dotados de una cabeza pequeña; en consecuencia, los
hombres dotados de cabeza pequeña, serán móviles, vanos y locuaces.
Si bien esta tradición de lectura analógica del hombre con los animales fue
perdiendo partidarios y ganando críticos, la lectura psicológica del carácter en el rostro
(basada en la teoría de los temperamentos, tal y como la desarrolla también Della Porta)
ha permanecido hasta nuestros días, aunque debidamente actualizada. Para los antiguos,
por consiguiente, el carácter tenía una motivación orgánicamente fundamentada. Las
correspondencias entre macrocosmos y microcosmos que se originan en la antigua
medicina del s. V, que mezclaba la teoría de los cuatro elementos y humores del Corpus
Hippocraticum, derivaron más tarde en la famosa teoría de los temperamentos. La teoría
de los cuatro elementos fue formulada por primera vez por Empédocles, y las
derivaciones “médicas” de los humores y temperamentos se deben a Hipócrates y a sus
seguidores, como Polibio (s. IV a.C.), si bien todo ello fue elevado a categoría filosófica
especialmente de la mano de Platón (en su Timeo).
Para explicarlo de la manera más sintética posible: los cuatro elementos que
constituyen el universo (aire, agua, fuego y tierra) tendrían su equivalente en el cuerpo
humano bajo la forma de cuatro humores (sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema).
Según cuál de los humores prevalezca en su cuerpo, la persona será sanguínea, colérica,
melancólica o flemática (los cuatro temperamentos). La salud consistirá en el equilibrio
de los distintos humores, mientras que la enfermedad será precisamente fruto del
desequilibro. Esta doctrina domina durante siglos la fisiología y la psicología
(articulando el sistema mismo de las pasiones, desde los fisiólogos del siglo V a.C.
hasta Descartes).
De modo que las características psíquicas son reconocibles por el exterior, gracias
a precisos rasgos fisiognómicos. La mejor de las naturalezas, la del bene natus, se
9

aproxima a la del hombre sanguíneo, pues tiene “gruesa constitución física, color entre
blanco y rojizo, cuerpo y aspecto floridos, lozanos, alegres, joviales, sencillos y
afables”, según Della Porta; los hombres melancólicos, en cambio, suelen ser “delgados,
morenos, velludos y de venas anchas” y, dependiendo de que su bilis negra pueda
volverse caliente o fría, tendrán un carácter mejor o peor; los coléricos “son de color
amarillo oscuro, ágiles de mente, de inteligencia rápida e iracundos”; mientras que los
flemáticos son de “carne blanca y blanda; son hombres inactivos, pusilánimes y
timoratos”11. En definitiva, la tesis principal es que “el carácter lo da el temperamento”;
es decir, que tiene una causa fisiológica difícil de modificar.

La fisiognomía dentro de las artes adivinatorias


La lectura del carácter en el rostro, que arranca de la tradición de los cuatro
temperamentos, como estamos viendo, también supone un ejercicio de adivinación,
aunque un ejercicio moderado en comparación a la fisiognomía entendida abiertamente
como una mancia. Pues lo que esa lectura caracterológica puede sugerir son
probabilidades de acción, dada la tendencia natural del sujeto, pero siempre como
sujeto activo: difícilmente podrá pronosticar las acciones o desdichas que, como sujeto
pasivo, le puedan acaecer. Es decir, no podrá adivinar plenamente el destino. Dada esa
limitación, es comprensible que paralelamente se desarrollase otra forma de interpretar
los rasgos de la cara que sí pretendiese descifrar las oscuras letras de la fatalidad.
No hay más que recordar que el ser humano ha buscado signos del destino en las
más variadas superficies: en los astros y sus formas animales (el zodiaco), en las cartas
del tarot, en toda clase de superficies líquidas o brillantes (espejos, bolas de cristal,
barreños de agua…), en las entrañas de pájaros y otros animales, en los sueños
supuestamente premonitorios y, por supuesto, en el territorio privilegiado del cuerpo
humano, especialmente en la forma y las líneas de la mano (quiromancia) y, como no
podía ser de otra manera: en las líneas y los rasgos del rostro (fisiognomía,
metoposcopia). Lo que palpita detrás es, por supuesto, la idea del mundo como un gran
libro cifrado en múltiples signos que, sin embargo, se pueden conocer –leer- de algún
modo.
La antigua Babilonia inaugura una tradición adivinatoria y descriptiva sobre el
cuerpo que se mantendrá constante durante siglos, sobre todo en la operación de

11
DELLA PORTA, Fisiognomía I, ps. 55-59.
10

fragmentación del mismo en un inventario obsesivo de objetos parciales. Allí, se


inspeccionaba el cuerpo en todas sus manifestaciones, desde los lunares hasta las
vísceras más profundas, para interrogar al destino. También en la antigua Grecia son de
gran importancia las prácticas adivinatorias. Allí se comienza a hablar de signos y
aparece el término semeîon, que indica la revelación de Dios. A través del signo
oracular, Dios se comunica con el hombre, pero no le concede una revelación completa:
le da, a través del semeîon, una base para inferir una explicación. Muchos de estos
signos enigmáticos están escritos en el cuerpo, constituido como uno de los espacios
privilegiados de la comunicación entre los dioses y los hombres. Para comprender la
palabra divina se aíslan porciones del cuerpo, como la superficie del hígado que,
cargada de un valor simbólico, funciona como espejo del orden cósmico general. Así,
siguiendo esta tradición, la adivinación queda inscrita en el interior de la fisiognomía
“como una vocación fatal”: ha de revelar una “profecía escrita en el cuerpo”12.
La metoposcopía desarrollará, ya desde la época griega, esa tendencia. Del pintor
Apeles, el retratista oficial de la corte de Alejandro Magno, afirmaba una leyenda que
sus efigies eran tan exactas que un adivino podía prever el futuro y la hora de la muerte
del retratado con sólo echar una mirada al cuadro. Es el destino, y no meramente el
carácter, por lo tanto, lo que se encuentra cifrado en el rostro. Muchos siglos después,
en el XVI y XVII, proliferan las obras sobre metoposcopia, relacionada normalmente
con la astrología. Girolamo Cardano, médico y matemático del siglo XVI, fue el autor
de una famosa obra al respecto (Metoposcopia, publicada póstumamente en París, en
1658), en la que define así la disciplina: “Este arte, que es la parte principal de la
fisiognomía, intenta predecir el futuro a través de la inspección de la frente, de su
longitud, de su amplitud y de sus diversas líneas”. Las líneas de la frente
corresponderían a los “siete planetas” (“Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio,
Luna”). Así, una cierta línea de Júpiter convertiría al hombre en prudente y de sabios
consejos, otra de Saturno denotaría memoria y paciencia, etcétera. Y a partir de esas
líneas se podría pronosticar cosas tales como que “el hombre morirá de una enfermedad
incurable y contagiosa, que tendrá tres mujeres, que de rico se convertirá en pobre, que
recibirá una herida en el muslo izquierdo”13.

12
P. MAGLI, Il volto…, p.32.
13
CARDANO, Metoposcopia, citado por S. COURTINE-DENAMY, Le visage en question. De l´image à
l’èthique. Paris, Editions de la Difference, 2004, p.126.
11

A lo largo del siglo XVII siguen apareciendo numerosos escritos sobre el tema, si
bien ya en el siglo anterior la metoposcopia había recibido la censura papal y la condena
de diversos teólogos. Los tratados de fisiognomía astrológica aparecían en el Index
expurgatorius, y los autores eran perseguidos por la Inquisición como promotores de
una forma menor de herejía, como toda doctrina fatalista que negara absolutamente el
libre arbitrio. Sto. Tomás precisó repetidamente que si el influjo astral interviene en la
constitución del temperamento, lo hace en las partes del alma conexas al cuerpo (la
concupiscible y la irascible), pero no puede hacer nada sobre el alma racional y la
voluntad, libres de seguir o de contrarrestar las inclinaciones naturales. Es curioso
descubrir que, de hecho, “fue precisamente la cuestión del determinismo astrológico
suscitado en ámbito teológico lo que determinó una transformación en sentido
psicológico de la fisiognomía”14.
¿En qué consiste tal psicologización de la función adivinatoria? En ofrecer al
individuo una estrategia de compensación frente a los posibles ‘errores’ de la
naturaleza. Es decir, por convencimiento o por escapar de los rigores del castigo
inquisitorial, los autores de la época que aspiran a ser publicados y no perseguidos,
como Della Porta, marcan ciertas distancias con las explicaciones astrológicas y tratan
de evitar el determinismo natural del carácter mediante una exposición de los medios
necesarios (dieta, medicinas, sugestión) para enderezar los temperamentos viciosos.
Della Porta afirma así que la fisiognomía “ofrece los presagios más veraces fundándose
sólo en principios naturales y que permite, una vez conocidos tales presagios, que
podamos enmendar nuestros vicios o cultivar nuestras virtudes”15, enmienda que podría
ser posible “con libre albedrío, con suma resistencia y con la gracia de Dios”16. De esta
manera, poco a poco, en los siglos siguientes la fisiognomía irá derivando hacia la
lectura del carácter, más que del destino, hasta fusionarse con la incipiente psicología en
el siglo XIX.

Fisiognomía árabe y china


Otras tradiciones culturales, como la árabe y la china, también han cultivado
durante siglos su arte fisiognómica. También en estos casos se ha presentado
fundamentalmente como un saber adivinatorio, como un método de desciframiento de

14
L. RODLER, Il corpo…, p. 16.
15
DELLA PORTA, Fisiognomía I, p.36.
16
DELLA PORTA, Fisiognomía I, p.86.
12

signos corporales, preferentemente faciales, si bien se extienden asimismo a las palmas


de la mano, la voz y la totalidad del cuerpo.
Para los árabes, la fisiognomía fue durante siglos un arte17, una especie de don
innato que algunas personas poseían, y también un oficio estrechamente ligado al del
médico y el astrónomo. En esta fisiognomía el proceso conjetural funcionaba a través de
una especie de rápida intuición, designada con el término de firasa (término extraído del
vocabulario de los sufíes, quienes lo usaban tanto para designar las intuiciones místicas,
como las agudas formas de penetración y sagacidad). Era por tanto una práctica de
golpe de ojo, un arte del detalle. Consistía en la intuición fulminante de una verdad a
partir de indicios a veces infinitesimales del rostro, del cuerpo, de la superficie del
mundo. Así, los fisonomistas eran convocados a los tribunales para que ejercitaran su
habilidad: gracias a una corta investigación del aspecto de los imputados, debían
establecer presuntas culpas o posibles paternidades. En los mercados de esclavos
juzgaban la robustez de los hombres y la actitud sensual de las mujeres destinadas al
harem. Aconsejaban al sultán la selección de los consejeros, o la de ciertos caballos o
camellos, etc.
También en esta tradición nos encontramos con otra corriente naturalista, afín a la
metodología y a la práctica médicas, alimentada de textos griegos y desarrollada sobre
todo a partir del siglo X d.C. Uno de sus tratados más conocidos es el llamado Kitab al-
Firasa, de inicios del siglo XIII, cuyo autor es Fakr al-Din al-Razi, un médico
fuertemente influenciado por Aristóteles, y que propone también una lectura en clave de
humores y temperamentos, matizada por la influencia de otros factores, como los
climáticos, ambientales o sociales. En este periodo, la fisiognomía tiene gran prestigio
y, de hecho, Avicena lo coloca en tercer lugar en la clasificación de la física, después de
la medicina y la astrología. Sin embargo, a partir del siglo XIII la orientación
adivinatoria es cada vez más marcada, y la fisiognomía se liga estrechamente con la
astrología y la quiromancia, lo que terminará por traerle descrédito, relegándolo al
ámbito de las ciencias de lo oculto y la superstición.
La fisiognomía china18, por otro lado, parece haber surgido hacia el siglo V o VI a.
C., aunque sus obras más conocidas, y aún hoy utilizadas, datan de fechas muy

17
El texto clásico que estudia la Firasa es el de Y. MOURAD, La physiognomonie arabe et le Kitab Al-
Firâsa de Fakhr al Din al Razi. Paris, Librairie orientaliste Geuthner, 1939. Aquí sigo sobre todo a
MAGLI, Il volto…, ps. 44-49; también a CARO BAROJA, Historia…, ps.56-60.
18
Más que estudios serios, lo que están disponibles son manuales sobre fisiognomía china, como K.
MAN HO/M. PALMER/ J. O’BRIEN, Las líneas del destino. El lenguaje del rostro y las manos. Madrid,
13

posteriores (como el Ma-i, del comienzo de la dinastía Sung, 1000 d. C.; el Pap’u Tzu,
hacia el 1400 d. C., y el denominado Tijeras de Oro, escrito en el s. XVIII, a comienzos
de la dinastía Ch’ing). La influencia confuciana y taoista fueron decisivas para su
desarrollo, así como lo fue posteriormente el budismo, introducido en China en los
primeros cinco siglos de la era cristiana. De hecho, al parecer, muchos de los
fisonomistas profesionales chinos actuales son budistas.
Los manuales de Siang Mien (o Mian Xiang), que es la forma más extendida de
denominar al arte chino de lectura de rostros, insisten en que este tipo de adivinación no
es fatalista, no expresa lo que ocurrirá inevitablemente a la persona cuya fisonomía se
examina, sino el modo probable en que se desarrollará su vida dada su constitución
actual. El budismo enseña que los actos de misericordia y compasión pueden alterar el
karma, es decir, concede un amplio margen de actuación a la libre voluntad, al igual que
hacía Confucio (hacia el 500 a. de C.), a quien se le atribuye también la frase de que “un
niño no puede hacer nada con su rostro, pero un adulto es responsable de su propia
apariencia”.
Pero, ¿en qué consiste el Siang Mien? ¿Qué similitudes y qué diferencias
desarrolla respecto a la tradición fisiognómica occidental? Realmente, los chinos
elaboran una cartografía diferente del rostro, aunque con similitudes más que curiosas.
Para empezar, ellos también plantean en todo momento el rostro como un microcosmos,
reflejo del gran cosmos, y cuyos componentes y relaciones reproducen. Los humanos,
como cualquier otra manifestación física de la creación, llevarían en sí una combinación
de los diferentes elementos que constituyen el mundo, nacidos del yin y el yang, claro y
oscuro, macho y hembra. En lugar de los cuatro elementos de la tradición pitagórica
occidental, ellos hablan de cinco: metal (algunas veces llamado ‘oro’), tierra, fuego,
agua y madera. Cada persona (y cada rostro) se equipara con una de esas categorías,
aunque la mayoría es una combinación de dos o más elementos. Una vez establecida la
combinación correspondiente a cada rostro, han de observarse los Cinco Rasgos
determinantes (cejas, ojos, nariz, boca y orejas), y analizarlos tanto por separado como
en conjunto, observando la armonía o falta de armonía entre todos los rasgos. Siguiendo
la pauta que ya conocemos, todo lo que sea desproporcionado, asimétrico, etcétera,

Martínez Roca, 1989; L. YOUNG, Siang Mein: conozca los secretos de su rostro. Barcelona, Gedisa,
1985; o CHI AN KUEI, The Secret Language of your face: ancient chinese art of Siang Mien. Souvenir
Press Ltd., 1999. Sigo, sobre todo, a los primeros.
14

indica alguna característica negativa (los ojos salidos o saltones, por ejemplo,
pertenecerían a personas desgraciadas).
Además de ese análisis de los rasgos prominentes, la fisiognomía china establece
una topografía casi milimétrica del rostro, identificando numerosos puntos ausentes en
el mapa occidental. Los antiguos fisonomistas llegaron a identificar hasta 130
“posiciones” o puntos reveladores del rostro, aunque en la actualidad no parecen
manejarse más de 50, agrupados en conjuntos con llamativos nombres como “área de
los Doce Palacios” o “las Doce Ramas Terrenales”.
Otra curiosa diferencia es la establecida en la tripartición del rostro según la
tradición china. Porque, efectivamente, también ellos lo dividen en tres áreas que
corresponden aproximadamente a las nuestras, aunque difieren en su interpretación
semiótica. La zona celestial (desde la línea de crecimiento del pelo hasta justo por
encima de las orejas), la zona humana (desde ahí hasta el nivel de la punta de la nariz), y
la zona terrenal (desde la punta de la nariz hasta el mentón) se utilizan para predecir
acontecimientos en la juventud, madurez y vejez, respectivamente. Así, unos rasgos
bien desarrollados en la zona celestial son señal de tener unos buenos padres, una
educación sólida y apoyo por parte de la familia, mientras que si se trata de una zona
mal formada es probable que haya tenido una infancia desgraciada. Respecto a la zona
humana, unas facciones irregulares indican relaciones inestables; si se trata de una zona
bien formada y es más extensa que las otras dos, en cambio, revela una mente firme y
decidida. Correlativamente, la zona terrenal bien formada augura una vejez cómoda y
feliz. Y como en la tradición occidental, también el cuerpo se encuentra dividido en tres
zonas cuya axiología nos es de sobra conocida: la zona celestial, comprendida entre la
cabeza y los hombros; la zona humana, el tórax; y la terrenal, desde la cintura hasta los
dedos del pie. Como cabía esperar, la predicción más favorable se obtiene de un cuerpo
con las tres zonas bien proporcionadas.

3. El auge de la fisiognomía en la modernidad

J. Caspar Lavater, el genio fisiognómico


Pero volvamos a Occidente y a su tradición fisiognómica, que en la época
moderna vive un auge destacable, amparado y avalado además por las pretensiones de
cientificidad. El más insigne de todos los tratadistas modernos es seguramente Lavater
(1740-1801), un pastor protestante de Zurich. Su abundante obra fisiognómica
15

(Fragmentos fisiognómicos para la promoción del conocimiento y el filantropismo,


1775-1778, reeditado a lo largo de la siguiente centuria con gran éxito en numerosas
lenguas, en más de cien ediciones diferentes en total19) impresiona al lector por el
entusiasmo convencido que despliega el autor y la agudeza con la que realiza sus
“ejercicios fisiognómicos”, es decir, la deducción caracterológica que extrae de los 750
grabados de rostros y siluetas que ilustran la obra.
Lavater inicia su exposición enunciando el postulado del mundo como creación de
Dios y mostrando la fisiognomía como una ciencia fundada en la naturaleza divina.
Gracias a la unicidad de ese alfabeto divino, hay una red de correspondencias entre
todos los elementos de la naturaleza. Y puesto que la sabiduría divina excluye el azar, la
extrema variedad de las formas animales y humanas deben obedecer a una regla, debe
haber una coherencia y una correspondencia entre la parte exterior e interior de los
seres.
Lavater se hace eco de toda la tradición fisiognómica anterior, y recoge también la
lectura zoológica, la lectura etnográfica (las “fisonomías nacionales”) y la de los cuatro
temperamentos, si bien otorga a estos tres tipos de lecturas un valor claramente
secundario por primera vez en la historia de la fisiognomía. Su lectura caracterológica
de los rostros escapa de ese tipo de clasificaciones, como veremos. Sí se mantiene
firmemente aliado a la tradición, en cambio, en otros aspectos decisivos, como en la
división axiológica del rostro (y del cuerpo). Partiendo de la idea de que el hombre es
un “ser intelectual, moral y físico”, repite la idea platónica de que nuestra parte animal
reinaría en la región del vientre hasta los órganos de la generación, que serían su centro;
nuestra parte moral se alojaría en el pecho, teniendo el corazón como centro; y nuestra
parte intelectual reinaría en toda la cabeza, y encontraría su centro en el ojo. Como era
de esperar, el rostro representaría y resumiría esa triple división: “la frente hasta las
cejas reflejará el entendimiento; la nariz y las mejillas reflejarán la vida moral y
sensitiva, la boca y el mentón la vida animal, mientras que el ojo será el centro y la
suma de todo”20.
También se mantiene fiel a la tradición al mostrar su clara preferencia por la
fisiognomía frente a la patognómica. “La fisiognomía es el saber, el conocimiento de la
relación de lo externo con lo interno, de la superficie visible con el contenido invisible,

19
No existe edición española completa, por lo que utilizo un facsímil de la más conocida edición francesa:
J. K. LAVATER, La Physiognomonie ou l’art de connaître les hommes d’après les traits de leur
physionomie (1805). Lausanne, L’Age d’homme, 1998.
20
LAVATER, La Physiognomonie, p. 5.
16

de lo que visiblemente, claramente es animado, con lo que invisiblemente y sin que nos
podamos dar cuenta lo anima; del efecto visible con la fuerza invisible”. Y no hay que
confundirla con la patognómica: “una revela el carácter en reposo, la otra el carácter en
movimiento”; “una enseña lo que es el hombre en general, la otra lo que es en el
momento presente; aquella lo que puede ser, ésta lo que quiere ser”. Creer sólo en la
segunda, sin creer en la fisiognomía, sería “creer en los frutos sin la raíz”. Aunque sin
duda las dos son fundamentales, es la primera la más decisiva y reveladora porque,
además, la lectura patognómica tiene que luchar contra el arte de la simulación, y la
fisiognómica no.
Para Lavater existe una fisiognomía natural, ejercida por todos, pero generalmente
guiada por un ojo inexperto, distraído, confuso y, por tanto, sujeto a errores y esclava de
prejuicios. Sin embargo, hay algunas personas que tienen especialmente afinada esa
facultad intuitiva, aunque también ellos necesitan educar concienzudamente su mirada.
Esas personas, para empezar, deberán contar con “un cuerpo hermoso, bien
proporcionado”, porque “nadie será buen fisonomista si no está bien hecho”. A ello ha
de sumarse una inteligencia superior, una desarrollada capacidad de observación y de
imaginación, un corazón “enérgico, sereno, inocente” y un buen grado de
autoconocimiento. Han de ser también consumados dibujantes, pues dibujar y retratar
los rostros es uno de los métodos principales. Recomienda así que el aprendiz de
fisónomo comience por trazar figuras muy extremas por su forma y su carácter, como
un pensador profundo o un imbécil de nacimiento. Para ello le propone que frecuente
los hospitales de alienados, y que dibuje allí la forma fundamental y los rasgos más
llamativos de sus rostros; después, le sugiere que vaya a una reunión de hombres sabios
y haga lo mismo. Con el mismo fin comparativo, ha de coleccionar retratos, moldes de
yeso de rostros de fallecidos y cráneos de personajes conocidos, y proceder a una
taxonomía de las facciones con los respectivos rasgos morales que delatan.
Pero, sobre todo, anima al aspirante a fisónomo a que use el método que le es más
querido: las siluetas. Para Lavater, la silueta de una cara humana es “la imagen más
fiable, la más vacía, pero al mismo tiempo… la imagen más verdadera y la más fiel que
se puede dar de un hombre”, y ello porque es “la impronta más inmediata de la
naturaleza”21. Fijémonos en que una silueta no es más que una línea, una abstracción.
Por la misma razón, juzga más interesante observar las caras de la gente quieta,

21
LAVATER, id., p. 90.
17

inexpresiva, sin trucos, máscaras o simulaciones; y mejor si está dormida o, incluso,


recién fallecida.
Para Lavater la morfología es, a la vez, el “signo”, la “causa” y el “efecto”: cada
ser viviente es un todo armonioso, predeterminado, en el que forma y materia, interior y
exterior, son indisociables de modo que es imposible atribuir a uno más que a otro la
causalidad del todo. Así, “querer obligar a un hombre a pensar y a sentir como yo
significa querer imponerle mi frente y mi nariz”22. ¿Qué significa eso? Que el hombre
es “libre y no libre”, es decir, que fundamentalmente permanece tal como es, si bien
puede desarrollarse o deteriorarse hasta cierto punto, pues tanto la perfección como la
decadencia estarían limitadas a la constitución dada de un individuo. Escribe Lavater:
“Repugna a la razón humana que se pueda afirmar que Leibniz o Newton, el gran
metafísico y el gran físico, habrían podido habitar en el cuerpo de uno de esos idiotas de
nacimiento”, o de “un esquimal”, por ejemplo.
De modo que la lectura experta de las partes fijas, heredadas (y a menudo
descifrables a través de las siluetas) podría anunciarnos, según Lavater, cómo actuaría,
juzgaría o sufriría una persona en determinadas circunstancias; presentimos lo que el
hombre es, lo que será y lo que no será. Y es que el carácter moral vendría determinado
fundamentalmente por la herencia biológica; insiste, por tanto, en que los niños se
parecen tanto físicamente como en el carácter a sus padres. La filiación sería un destino
que se inscribe sobre la cara y que condiciona igualmente el carácter del individuo.
Entonces, ¿es el parecido físico/moral entre las generaciones una fatalidad contra la que
no se puede hacer nada? No del todo. Lavater tiende a dejar un cierto margen –limitado,
sin duda- a la libre determinación, igual que cuando declara que “la belleza y la fealdad
del rostro están en justa y exacta relación con la belleza y la fealdad de la naturaleza
moral del hombre”, y luego matiza que lo que afirma es que “la virtud embellece y el
vicio afea”23. Dicho de otra manera: deja un margen para que la libre voluntad actúe en
la fisonomía a medida que perfeccione o degenere el carácter o las inclinaciones
naturales del individuo. Si la mejora es continua, en unas cuantas generaciones –
sostiene-, se vería ya en la morfología y en la predisposición moral innata de los hijos.
Pues bien, las tesis de Lavater tuvieron un éxito inmediato, creando una cierta
“fiebre fisiognómica” en la Alemania de la época, como señala el propio Goethe, amigo
y colaborador de Lavater. Pero tampoco faltaron los detractores y, entre ellos, destaca

22
LAVATER, id., p. 50.
23
LAVATER, id., ps. 55-56.
18

principalmente Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), que además de ser físico,


astrónomo y filósofo, era también un hombre con joroba y reacio a cualquier doctrina
determinista sobre el carácter. En su texto Sobre la fisiognomía; contra los fisiognomos
(1778), y en otros escritos sueltos24, niega que haya ningún fundamento objetivo para la
fisiognomía y, sobre todo, alerta de sus posibles usos sociales. Porque si bien Lavater
muestra su labor fisiognómica ligada a la “filantropía y al amor a los hombres”, lo cierto
es que podría ser utilizada para ejercer un feroz control social: “Cuando la Fisiognómica
se convierta en lo que Lavater espera de ella, se colgará a los niños antes de que
cometan actos merecedores de la horca. Así, cada año se emprenderá un nuevo tipo de
confirmación, un auto de fe fisonómico”25, escribe Lichtenberg.
Ante la exclamación lavateriana de si “el alma de Newton podría residir en la
cabeza de un negro” o “un alma angélica en un cuerpo horrible”, responde,
provocadoramente: “Pero, ¿por qué no?”26. Y es que Lichtenberg no para de proclamar
que “el hombre es un mundo libre y dotado de transformabilidad camaleónica”27 y que,
en consecuencia, lo que expresa el carácter de un individuo es sobre todo la serie de
variaciones que intervienen en su rostro. Es decir, no cree en la fisiognomía y en la
carga heredada y determinante que supone, pero sí en la patognómica y en las marcas
legibles que las vivencias dejan en el rostro: “Nuestro cuerpo está en medio entre el
alma y el mundo externo, espejo de los efectos de ambos; no narra sólo nuestras
inclinaciones y nuestra capacidad, sino también los latigazos del destino, del clima, de
las enfermedades, de la alimentación y de otras mil adversidades”28. Por ello mismo,
frente a la observación de rostros dormidos o muertos, frente a los fríos dibujos y las
abstractas siluetas, propone mirar un rostro cara a cara, mientras está en movimiento,
expresándose.
Pues bien, en el siglo XIX se desarrollarán ambas tendencias: la que sigue a
Lichtenberg y se interesa especialmente por la “semiótica de los afectos” (como lo
llama él), por la parte móvil, cambiante, del rostro; y la que sigue e incluso radicaliza a

24
En castellano sólo pueden encontrarse breves antologías de sus cuadernos, como G. C.
LICHTENBERG, Aforismos. México, FCE, 1992; G. C. LICHTENBERG, Aforismos, ocurrencias y
opiniones. Madrid, El Club Diógenes, Valdemar, 2000. Toda su polémica con Lavater, con los textos de
ambos sobre la fisiognomía -como el aquí citado- está recogida y prologada en italiano por G. Gurisatti:
LAVATER/LICHTENBERG, Lo specchio dell’anima: pro e contro la fisiognomica: un debattito
settecentesco. Padova, Il Poligrafo¸ 1991.
25
LICHTENBERG, Aforismos, p. 31
26
LICHTENBERG, Lo specchio dell’anima, p. 116.
27
LICHTENBERG Lo specchio…, p. 101.
28
LICHTENBERG Lo specchio…, p. 110.
19

Lavater, afirmando el fatalismo de las partes duras, heredadas (Gall y, en gran medida,
Lombroso). Aquí vamos a centrarnos en estos últimos.

F.J. Gall y la frenología


Pocos años después de Lavater, un anatomista y fisiólogo alemán, Franz Joseph
Gall (1758-1828), daría un salto fundamental al extraer ese determinismo del contexto
teológico para incorporarlo ya definitivamente al discurso científico. Por primera vez,
alma y cerebro pasarían a ser considerados como una sola cosa, de modo que no sería la
lectura del rostro, sino la del cerebro (que podría ser, según Gall, deducida de la forma
del cráneo) la que proporcionaría una verdadera teoría del carácter. Eso es precisamente
lo que defiende la frenología29, cuyos principios estableció Gall en 1798, llegando a
producir un notable efecto en el gran público y en ciertos círculos científicos, después
de instalarse en París hacia 1807. En las dos décadas siguientes siguió escribiendo una
obra voluminosa, fruto en gran parte de la colaboración con otro médico alemán, J. G.
Spurzheim (1776-1832).
Según la frenología, el cerebro consiste en una serie de órganos que corresponden
a las diversas facultades de la mente, y puesto que el tamaño de un órgano nos daría la
medida de su capacidad, y que el cráneo se osifica sobre el cerebro durante su
formación, el análisis externo del cráneo nos proporcionaría el método para diagnosticar
el estado de las facultades mentales. Es decir, Gall creía que las distintas funciones
anímicas se hallan parceladas en el cerebro, y que en el caso de existir un desarrollo
excesivo del amor filial o de la agresividad, por ejemplo, las correspondientes zonas se
desarrollarán igualmente en exceso, dando lugar a la formación de protuberancias en el
lugar correspondiente de la bóveda craneana. En ese completo mapa, Gall diferenció 27
facultades, que después Spurzheim aumentó a 35; entre ellos: el instinto de
reproducción, el amor por la progenie, el instinto de apego y de amistad, el instinto de
defensa de sí y de la propiedad, el instinto homicida, la astucia, el orgullo, la prudencia,
el espíritu metafísico, el talento poético, la bondad, etcétera.

29
La obra de Gall es inencontrable en español; utilizo una edición italiana: F. J. GALL, L’organo
dell’anima. Fisiologia cerebrale e disciplina dei comportamenti. Venecia, Marsilio, 1985. Sobre su obra
véase G. P. LOMBARDO/ M. DUICHIN, Frenologia, fisiognomica e psicologia delle differenze
individuali in F.J. Gall. Torino, Bollati Boringhieri, 1997; una historia de la frenología en M.
RENNEVILLE, Le langage des crânes. Une histoire de la phrénologie. Paris, Ed. du Seuil, 2000; y sobre
la notable influencia que tuvo en el siglo XIX español, L. S. GRANJEL, La frenología en España.
Salamanca, 1973.
20

En esta cartografía es sobre todo el eje alto/bajo el que organiza la disposición


axiológica: la parte alta y frontal está constituida por la superficie referida a la
inteligencia y sus talentos, propia sólo del hombre; en el centro, compartida por el
hombre y los vertebrados superiores, las pasiones; en la parte inferior y posterior,
comunes al hombre y a todos los vertebrados, los instintos más ancestrales y,
especialmente, los sexuales. Una vez más, la antigua tripartición del cuerpo y del rostro
proyectada ahora a la superficie craneal.
En definitiva, la frenología es una deriva verdaderamente radical de la fisiognomía
tradicional. Por mucho que ésta mostrase también su preferencia por las partes óseas,
estructurales y hereditarias del rostro, la fisiognomía nunca solía ignorar del todo la
influencia de la expresión y del entorno en las partes blandas. La frenología, en cambio,
se basa en la sola lectura del hueso craneal, y es profundamente esencialista. Sea como
fuere, lo cierto es que en Inglaterra y en EEUU la frenología fue cultivada con
entusiasmo. En este último país, hubo locales donde –por una determinada tarifa- se
palpaba y leía el cráneo a particulares, así como servicios frenológicos ambulantes, lo
que da cuenta de la popularidad de la que gozó durante algunas décadas.
Pero los detractores de la frenología aparecieron también pronto, tanto entre los
científicos como entre los filósofos. Entre estos últimos, el propio Hegel, quien ya en
1807 parecía conocer bien a Gall y desgranó el absurdo de concebir “el cráneo,
aprehendido como realidad externa del espíritu”30. A ello se sumó la discusión científica
derivada de la puesta en cuestión de los códigos penales europeos en cuanto a la
imputabilidad moral del acusado. Se empieza a pretender que el imputado sólo puede
ser declarado culpable si está en sus plenas facultades mentales, lo que crea enormes
problemas teóricos, sobre todo a la incipiente psiquiatría moderna. Comienza así un
largo conflicto entre las ideas frenológicas y otras teorías psiquiátricas que se van
desarrollando a lo largo del siglo (como las de Pinel, Esquirol o Georget), un debate que
tiene como objeto las relaciones existentes entre las pasiones y las alienaciones mentales
debidas a causas orgánicas.
Así que, “la Fisiognomía, en el clima de las ciencias positivas, se convierte en otra
cosa”, como afirma Caroli. “El estudio del rostro humano (y de aquello que hay detrás)
continúa; es más, se incentiva. Pero se especializa, como ocurre con todas las ciencias
dignas de este nombre. Confluye con la Antropología. Confluye con la Criminología.

30
HEGEL, La fenomenología del espíritu. México, FCE, 1988, p. 197.
21

Confluye, a través de los estudios psiquiátricos, en el renovado impulso de la


Psicología”31.

Cesare Lombroso y la antropología criminal


Efectivamente, la psiquiatría, la antropología, la criminología y el derecho penal
hacen buenas migas en la segunda mitad del siglo XIX. Es el momento del auge de la
sociedad de masas, del crecimiento acelerado de población, de la industrialización y del
mercado naciente. La clase burguesa mira con temor a las clases populares, en las que la
miseria y la criminalidad van en aumento. Prevenir la delincuencia que proviene de esas
clases, hacerle frente y castigarla debidamente se convierte en una preocupación
fundamental.
Los frenólogos ya habían dado importantes pasos para ofrecer una base
supuestamente científica que explicara esa criminalidad, pero fue sobre todo un
psiquiatra italiano, Cesare Lombroso (1835-1909), el que elaboró una antropología
criminal que hubo de tener un éxito más que notable en su época, y que sirvió,
asimismo, para impulsar la Escuela positivista italiana, propulsora de cambios
fundamentales en el derecho penal en lo referente a la responsabilidad y el castigo de
los delincuentes.
La tesis más importante de Lombroso consistió en afirmar, basándose en un
estudio experimental comparativo, fundamentalmente antropométrico (en su obra más
conocida, L’uomo delinquente32, 1875, se refiere a 5.907 casos), que muchos de los
criminales lo eran de nacimiento, es decir, que se trataba de delincuentes natos y, por lo
tanto, irrecuperables. Ello se traslucía en que formaban un determinado tipo
antropológico, caracterizado por una anatomía patológica, claramente reconocible en el
rostro y en el resto del cuerpo. ¿Era el caso, según Lombroso, de todos los criminales?
No, la cifra que daba oscilaba entre el 30 y 40 % de los casos33. Sus estudios le llevaron
a establecer la siguiente tipología de criminales: 1) el criminal nato; 2) el criminal loco;

31
CAROLI, Storia della Fisiognomica…, p. 197.
32
En italiano existen varias reediciones (como la que utilizo: C. LOMBROSO, L’uomo delincuente.
Roma, Napoleone Editore, 1971); en español, la obra de Lombroso es difícil de encontrar actualmente.
Una importante antología suya, y de sus seguidores Ferri y Garofalo, está ampliamente prologada por J.
L. y M. PESET (eds.), Lombroso y la Escuela Positivista Italiana. Madrid, Eds. Castilla, 1975. Estudios
reseñables sobre Lombroso: M. GIBSON, Born to crime: Cesare Lombroso and The Origins of
Biological Criminology. Greenwood Press, 2002; D. FRIGESSI, Cesare Lombroso. Torino, Einaudi,
2003.
33
LOMBROSO en J.L. y M. PESET, ps 435 y 632.
22

3) el delincuente ocasional; 4) el delincuente por pasión; 5) el delincuente por hábito34.


Los dos primeros serían irrecuperables y mostrarían reveladores rasgos físicos (más los
natos que los locos, de todos modos), mientras que los tres últimos serían de alguna
manera recuperables y su fisonomía no estaría estigmatizada, o lo estaría sólo en un
grado menor. Sostenía, por consiguiente, que en los dos primeros casos el criminal no lo
hace por su libre voluntad, y que debería ser considerado un enfermo de cuya
peligrosidad la sociedad debe preservarse.
Y bien, ¿cuáles serían esos rasgos tan reveladores en los criminales natos? En
cuanto a su fisonomía, se trataría siempre de características de asimetría o dismorfia
facial: rostro desproporcionadamente grande, cara asimétrica con nariz torcida y boca
irregular; frente estrecha; orejas grandes y sobresalientes, o más pequeñas de lo normal;
cejas pobladas que a menudo se unen sobre la nariz; mandíbula simiesca; nariz
respingona que muestra las fosas nasales; cabello abundante y oscuro... A ello se
sumaría una serie de características corporales también anómalas, relativas al peso, el
volumen, la conformación del cerebro y la forma del cráneo, así como irregularidades
en los órganos internos, como el hígado, las vértebras o el estómago. Y, cómo no, todo
ello sería indicio o correlato de ciertas particularidades morales e intelectivas:
insensibilidad física y moral, crueldad, vanidad, deficiencia intelectual, etc.
Esa fatalidad orgánica de los criminales natos se explicaría, según Lombroso, por
la tesis del atavismo. Es decir, sostiene que del mismo modo que existe evolución,
existe también involución, una degeneración entendida como “bloqueo del desarrollo
fetal”, esto es, como desarrollo no completado de las posibilidades biológicas del
individuo, común a las razas inferiores, al niño y a la mujer. El atavismo y la regresión,
explicarían así el parecido de muchos de estos criminales con algunos animales (pues
muchos tendrían una cara más larga de lo normal, con pómulos marcados, y a menudo
con un prognatismo muy pronunciado que recordaría al morro de los animales) o con
razas como “el mongólico y a veces el negroide”.
Si bien esta descripción del tipo criminal fue la que le concedió mayor fama,
Lombroso no se limitó a ella, sino que también teorizó sobre los –a su jucio- otros dos
claros ejemplos de excepciones a la normalidad: el hombre genial, por una parte, y la
mujer, por otra. Respecto al primero, Lombroso declara que los hombres “superiores”
expían su genio con la inferioridad de algunas funciones psíquicas y físicas. Es decir,

34
LOMBROSO, L’uomo delincuente, p. 47 y passim.
23

que su excesivo desarrollo del cerebro es “compensado” por una falta en otro lugar, con
anomalías como una estatura demasiado baja, formas de raquitismo, excesiva delgadez,
calvicie, debilidad muscular, etcétera.
Respecto a las mujeres, en La donna criminale, la prostituta e la donna normale
(1893), Lombroso compara a la mujer criminal con la “normal”, pero a su vez compara
a la normal con el hombre, lo que hace de ella ya un ser “anormal”. Por supuesto, esto
no es una gran novedad. Sin ir más lejos, lo hemos visto en toda la tradición
fisiognómica: las obras de Della Porta y de Lavater, por ejemplo, apenas traen ejemplos
e ilustraciones de figuras o fisonomías femeninas; el varón es siempre la norma, y la
mujer no puede ser sino una desviación deformada de ese modelo. Pues bien, para
Lombroso, el equivalente al hombre criminal es, más que la mujer criminal, la
prostituta. Y es que, dado el menor porcentaje de mujeres criminales respecto a los
hombres, cree ver en las prostitutas el tipo de desviación femenina más habitual, y
donde se encuentran las mayores características de atavismo y de regresión. Es decir,
además de numerosas anomalías en el cráneo, etcétera, tendrían más pequeña la parte
noble del rostro, la frente, mientras que su boca se asemejaría al morro prominente de
los animales. Lombroso también distingue, en el caso de las criminales y prostitutas,
entre las innatas, las locas o histéricas, y las que lo son por pasión, ocasional o
habitualmente. ¿Y las mujeres excepcionales, de genio? ¿Existe tal cosa para
Lombroso? Sí, pero, evidentemente, son doblemente anómalas, caracterizadas por algo
de masculino no sólo en sus obras y comportamientos, sino también en su fisonomía:
casi todas presentarían, por ejemplo, mandíbula viril; y serían generalmente estériles,
pues la inteligencia, sostiene Lombroso, varía en todo el reino animal en función inversa
a la fecundidad35.
La obra de Lombroso causó estragos. Fue leída y utilizada profusamente a finales
del siglo XIX y principios del XX por científicos, médicos, juristas, sociólogos,
filósofos y literatos. Pero pronto sus teorías sobre el criminal de nacimiento y el
atavismo fueron quedando desacreditas. Hoy no queda mucho de esas teorías científicas
(y lo que queda está reformulado desde el punto de vista de la investigación genética,
obviamente), si bien el fondo de su tesis sigue más que vivo en el imaginario popular.
Simplificándolo mucho, podríamos decir que Lombroso ofrece una pátina de
cientificidad a la imagen del criminal feo, de apariencia bestial y con evidente cara de

35
Citado por MAGLI, Il volto…, p. 394.
24

malo, tal como luego nos hartaríamos de ver, por ejemplo, en caricaturas, tebeos,
comics, películas y teleseries mediocres.
La principal fuente de crítica fue, no obstante, por el hecho de que Lombroso
explicara predominantemente el comportamiento humano por la estructura biológica
individual, mostrando como secundarias la influencia del medio social y el aprendizaje.
A fines del siglo XIX, los criminólogos franceses Alexandre Lacassagne y Gabriel
Tarde, oponiéndose al determinismo biológico del italiano, incidieron en que es el
medio social el factor principal que convierte a una persona en criminal, y que se trata
fundamentalmente de un comportamiento aprendido e imitativo. Dicho de otra manera,
que el criminal no nace, sino que se hace.
Esta idea de que son las condiciones sociales las que transforman encantadores
rostros en fisonomías patibularias, niños inocentes en adultos brutales y corruptos se va
haciendo cada vez más popular a lo largo del siglo XIX. De modo que para muchos
observadores el rostro deja de ser un espejo de lo que la persona es, para convertirse
más bien en un muestrario de lo que le sucede. Resuena así la advertencia de
Lichtenberg de que el rostro adulto narra “los latigazos del destino, del clima, de las
enfermedades, de la alimentación y de otras mil adversidades”. Además, su afirmación
de que la patognómica es más interesante y más reveladora que la fisiognomía (entre
otras cosas, porque estudia también la capacidad de simulación facial) será, de hecho,
compartida por otra corriente de investigadores a lo largo de ese siglo. Se trata de un
cambio sustancial, pues, como va dicho, toda la tradición había privilegiado el valor de
ciertas formas preestablecidas, de carácter anatómico, fijo, mientras que ahora ciertos
médicos y naturalistas (y en menor medida, algunos artistas) empiezan a prestar más
atención a lo fisiológico y móvil y buscan el modo de establecer una teoría general de la
expresión de las emociones36.
No hay duda de que es ésta última tendencia, la que prima la expresión y la
emoción, la que más éxito tiene en la actualidad. Hoy, más que un vaticinio que se
cumple, se tiende a concebir la cara como algo tan moldeable como el propio carácter o
la propia personalidad. Frente al fatalismo de un destino biológico, teológico o social, se
subraya la interacción de la libre determinación con el medio. Así, a pesar del

36
Una primera recapitulación de las teorías de la expresión del s. XIX y principios del XX en K.
BÜHLER, Teoría de la expresión (1933). Madrid, Alianza Universidad, 1980, y una visión actualizada,
panorámica y polémica de las diferentes teorías de la expresión posteriores a la de Darwin, en A.
FRIDLUND, Expresión facial humana. Una visión evolucionista. Bilbao, Desclée de Brouwer, 1999.
25

desasosiego que pueda crear, muchos se suman a la exclamación de Camus, y aceptan


parte de la responsabilidad por el propio rostro maduro…

You might also like