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Indice

Dificultades con Nuestros Hermanos Protestantes


Sobre el Autor
Sobre el libro
1. HACIA UN SANO ECUMENISMO
Aunar fuerzas
Los buenos y los malos
Descubrir los valores del otro
Muchos Caminos
¿Qué hacer?
Los Tres Anillos
2. ¿CÓMO APARECIÓ EL PROTESTANTISMO?
Martín Lutero
El Concilio de Trento
En América Latina
Dura Lección
3. ¿BIBLIA CATÓLICA Y BIBLIA PROTESTANTE?
La Biblia de la Iglesia Primitiva
Los Libros Deuterocanónicos
El libre examen y el Fundamentalismo
El Peligroso «Iluminismo»
El Magisterio de la Iglesia
¿Yavé o Jehová?
Mi Biblia
4. ¿La BIBLIA sin la TRADICIÓN?
La tradición nos ayuda a interpretar la Biblia
Necesidad de la Tradición
El Magisterio
5. ¿IGLESIA o iglesias?
Jesús funda la Iglesia
El papel de Pedro
El Primado de Pedro
La Jerarquía
¿Infalible El Papa?
¿Fuera de la Iglesia no hay Salvación?
6. ¿NO VALE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS?
¿Qué es un Sacramento?
El Bautismo
Bautismo de niños
El Bautismo y la Confirmación
¿Sólo por Inmersión?

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Palabra y Sacramentos
7. ¿Dónde dejaron la santa misa?
La Tradición
No se puede repetir
Ningún invento
El Sacerdote
8. ¿CONFESARSE CON UN HOMBRE?
Un regalo del Resucitado
Una larga tradición
¿Un Invento?
El corazón es engañoso
La Unción de los enfermos
9. ¿ADORAMOS A MARÍA?
Veneramos a la Virgen María
La siempre Virgen María
El magisterio de nuestra Iglesia
Hijo Primogénito
¿Y los hermanos de Jesús?
María en ambientes protestantes
Llevar a María a la propia vida
10. ¿Y EL PURGATORIO?
¿Qué es el Purgatorio?
Bases Bíblicas
Tradición y magisterio
Don de la misericordia
Los sufragios
11. ¿ADORAMOS A LOS SANTOS?
Un Dios de vivos
¿Hacen milagros los Santos?
Modelos para imitar
Nuestros amigos en el cielo
12. ¿ADORAMOS LAS IMÁGENES?
¿Qué significa adorar?
¿Prohibido hacer imágenes?
Nuestra Iglesia
¿Idólatras y Santos?
13. Examen de conciencia
Examen de Conciencia
1. Sentido de Comunidad
2. Liturgias más vivas
3. Evangelización
4. Un laico más Comprometido

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5. La experiencia de Dios
6. Exceso de lo social
7. Medios de Comunicación
¿Dos clases de Iglesias?

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P. Hugo Estrada, sdb

Dificultades con Nuestros Hermanos Protestantes

Ediciones San Pablo, Guatemala

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NIHIL OBSTAT

Pbro. Dr. Luis Mariotti, sdb

Puede Imprimirse
Pbro. Lic. José Manuel Guijo, sdb
Provincial de los Salesianos en Centroamérica

CON LICENCIA ECLESIASTICA

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Sobre el Autor

EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de
Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene
programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.

Ha publicado 46 obras de tema religioso, cuyos títulos aparecen en la solapa de este libro. Además de las obras
de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía),
“La poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “Selección de mis cuentos”.

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Sobre el libro

DIFICULTADES CON NUESTROS HERMANOS PROTESTANTES. Desde hace tiempo, esperábamos este
libro del Padre Hugo Estrada, s.d.b. Muchas veces algunos católicos se encuentran desconcertados ante los
agresivos eslóganes, que los hermanos protestantes han aprendido a manejar con astucia para confundir a
muchos católicos, que desconocen los principios básicos de su religión. El libro del P. Estrada, toca puntos clave
que los hermanos protestantes le critican a la Iglesia católica; expone con altura y didáctica los puntos de vista de
la Iglesia católica; con bases sólidas en la Biblia, en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia. El Padre Estrada
no ataca a nadie. Simplemente expone lo que un católico debe conocer para no acomplejarse ante los insistentes
ataques de los hermanos protestantes. Creemos que muchos católicos encontrarán en este libro una respuesta
fácil, y bases sólidas para sus "Dificultades con nuestros hermanos protestantes". Este libro sencillo y claro
ayudará a muchos a despejar dudas y a disponer de argumentos seguros para saber en qué creen, por qué creen y
por qué pertenecen a la Iglesia en que se santificaron San Francisco, Santo Domingo, San Juan Bosco, San
Agustín y millares más de santos, que amaron y defendieron a la Iglesia católica.

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1. HACIA UN SANO ECUMENISMO

Ya es clásico en las campañas políticas que el «candidato» se presenta como un


personaje intachable. En cambio a su opositor le encuentra todos los defectos del mundo;
lo exhibe como el individuo más inepto para gobernar el país. Total ¿quién es el bueno y
quién es el malo? Con la religión puede suceder lo mismo. Hay en el mundo sinnúmero
de religiones: todas dicen que son las verdaderas . En una situación semejante, cómo es
de importante, desde un punto de vista cristiano, saber escuchar, ver, sintetizar, y, sobre
todo, respetar a los otros y evitar creernos los buenos y marginar a los otros como los
malos.

Aunar fuerzas

Moisés y Jesús -Antiguo y Nuevo Testamento- nos trazan pautas muy seguras al
respecto. Josué, alarmado, llega a donde Moisés, le informa que algunos, que no
pertenecen a su comitiva, están profetizando, que es necesario prohibírselo. Moisés,
sabiamente, responde: «¡Ojalá todos fueran profetas» (Núm. 11, 25-29). Juan, el celoso
apóstol, descubre que un individuo, que no pertenece al grupo de su Maestro, está
ejerciendo el ministerio de exorcista. Juan le dice a Jesús que se lo prohíba
terminantemente. Jesús, también sabiamente, le responde: «No se lo prohiban, porque el
que no está contra nosotros, está con nosotros» (Lc 9,50).
Moisés y Jesús no se dejaron dominar por los celos apostólicos. No quisieron poner
cortapisas a los que con la mejor buena voluntad estaban haciendo el bien. La ruta
trazada por Moisés y por Jesús es eminentemente «ecuménica». Un ejemplo maravilloso
a seguir.

Los buenos y los malos

Antes del Concilio Vaticano II, los católicos nos parecíamos mucho a los chicuelos
que, en la calle, juegan a policías y ladrones. Por supuesto, nosotros éramos los policías -
los buenos-; los demás eran los ladrones -los malos-. El Concilio nos hizo caer en la
cuenta que era un «escándalo» que los cristianos nos presentáramos divididos ante el
mundo. Por primera vez en la historia, el Concilio Vaticano II se atrevió a pedir perdón,
en nombre de la Iglesia católica, a los Protestantes por las ofensas inferidas por los
católicos a través de los siglos. También propuso que ya no se les llamara «Protestantes»
-un apodo que les habían puesto los católicos-, sino «Hermanos separados». Este nuevo
«nombre» no les agradó a los hermanos protestantes. Nunca ellos se llaman a sí mismos:

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«Hermanos separados». Prefieren su nombre clásico de protestantes. La intención del
Concilio no era ofenderlos, sino hacernos ver a los católicos que ellos son «nuestros
hermanos» en Cristo. Que, a pesar de las diferencias, seguimos siendo hermanos, aunque
estamos separados.
El mismo Concilio nos invitó a descubrir los valores religiosos y morales de las demás
religiones. El mismo Concilio alabó a los hermanos protestantes por su amor a la Biblia, y
nos invitó a imitarlos en su dedicación a la Palabra de Dios. El Concilio afirmó que
debíamos emular las cosas buenas que ellos tenían.
Juan XXIII -el gran papa ecuménico- era de la teoría que debíamos buscar las cosas
que nos unen y no las que nos separan. Juan XXIII fue duramente criticado porque
apareció retratado a la par de Kruscev, primer mandatario de la Rusia comunista en ese
tiempo. Pablo VI siguió la misma línea. Lo fotografiaron abrazando a Atenágoras, el
pastor principal de la Iglesia Ortodoxa. En otra fotografía, se le ve con el Obispo
Ramsey, el pastor principal de la Iglesia Anglicana. Duras criticas recibió también el Papa
Juan Pablo II, cuando se reunió con los dirigentes de las principales religiones del mundo
para orar juntos a Dios. Lo cierto es que todos estos papas querían darnos un ejemplo de
lo que debe ser un «sano ecumenismo».
En algunos lugares se han dado pasos gigantescos en lo que respecta al ecumenismo.
En Estados Unidos se han realizado grandes concentraciones de católicos y hermanos
protestantes con la única intención de rezar juntos y meditar juntos en la Palabra de
Dios. En Londres y en Dublín pude conocer bellas iglesias antiguas que son compartidas
por católicos y hermanos protestantes, en horarios distintos. Los teólogos europeos han
podido realizar varios encuentros ecuménicos para profundizar en determinados aspectos
teológicos, con la finalidad de buscar un mayor acercamiento. Se han obtenido grandes
logros.
En América Latina, el ecumenismo no ha tenido muchos avances. Los católicos
pensamos que muchas de las sectas y denominaciones protestantes han tomado una
actitud sumamente agresiva contra todo lo católico. Todo lo encuentran malo. Hasta
satánico. A la Iglesia católica la llaman «la Gran Ramera», al Papa, lo identifican con el
«Anticristo». A los católicos nos llaman «idólatras», «depravados», «no salvos». Antes
del Concilio Vaticano II, nosotros, a los hermanos protestantes, les devolvíamos las
piedras que nos lanzaban. Después del Concilio, nuestros obispos nos han prohibido
terminantemente esos enfrentamientos, que son escándalo para cristianos y no cristianos.
La Iglesia nos pide buscar todos los medios adecuados para un «sano ecumenismo».
Los católicos, que todavía se muestren agresivos y violentos contra los hermanos
protestantes, no están siguiendo las directivas de nuestros pastores, ni mucho menos las
directivas de Jesús. En un ambiente sumamente agresivo, por parte de muchas sectas y
denominaciones protestantes, nuestro ecumenismo debe comenzar por no contestar por
las rimas; en no guardar rencor; en saber respetar al otro y en no extenderle visa y
pasaporte para el infierno. No es nada fácil hacerlo, en muchísimas circunstancias: pero

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es el único camino, que Jesús nos muestra en el Evangelio, y que nos exigen nuestros
pastores.
Respetar, tratar de comprender, no condenar, no quiere decir que el católico no se
instruya acerca de puntos básicos, que son cuestionados continuamente por los hermanos
protestantes. El católico debe «dar razón de su esperanza»: debe saber en qué cree y por
qué cree. Debe estar preparado sobre bases sólidas, que le dan la Biblia y la Tradición.
Muchas veces, el católico ha sido desestabilizado por haber descuidado instruirse en los
puntos básicos de su religión católica. Sin agresividad, sin pleitos callejeros, debemos
saber respetar al otro, no condenarlo, pero, al mismo tiempo tenemos que dar razón de
nuestra fe con competencia y con convicción. No se puede ser «ecuménico», si uno
antes no conoce la doctrina de su propia religión.

Descubrir los valores del otro

El candidato político, por lo general, procura no ver las virtudes de su opositor. Si las
conoce, se industria para ocultarlas. En cambio, se esfuerza en exhibir los defectos de su
opositor. Jesús, en el ambiente judío, sumamente tradicionalista y celoso de su primacía
mundial, resaltó los valores espirituales de los que no eran judíos. Alabó la fe de un
centurión romano, que con humildad le pidió la curación de su siervo paralítico; Jesús le
dijo: «En Israel no he encontrado tanta fe» (Mt 8,10). Puso como ejemplo de caridad
auténtica a un samaritano (Lc 10,33): los judíos odiaban a los samaritanos. En su primer
sermón, en Nazaret, resaltó la fe de muchos paganos que habían sido sanados por los
profetas Elías y Eliseo. (Lc 4, 24-27).
En el Libro de los Hechos de los Apóstoles, se pone de relieve el momento histórico
en que Pedro es llevado por Dios a la casa del pagano Cornelio, para evangelizar las
varias familias, que allí se reunían para orar. Pedro no sabía qué hacer: si un judío
ingresaba en la casa de un pagano, quedaba «impuro»: no podía participar en las
ceremonias del Templo. Mientras Pedro predicaba, los paganos recibieron el «bautismo
en el Espíritu Santo». Fue la señal de Dios para Pedro, para que bautizara a los paganos,
para que fueran admitidos en la Iglesia (Hch 10, 44-48).
Pablo, un hombre de avanzada, no tuvo miedo de meterse de lleno entre los paganos.
En una visión, Jesús mismo le había dado ese encargo. Pablo se convirtió en el gran
defensor de los paganos .Cuando Pablo les fue a predicar a los cultos atenienses,
comenzó citándoles a algunos de sus poetas, que se habían aproximado al «dios
desconocido», el único Dios (Hch 17,28). Jesús y los apóstoles se mostraron
eminentemente ecuménicos.

Muchos Caminos

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Fue Cervantes el que escribió que son muchos los caminos por los cuales Dios lleva al
cielo a los suyos. Jesús afirmó, taxativamente: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6) Todos los caminos de los de buena voluntad,
convergen en el camino de Jesús. Aunque, expresamente, no lo mencionen. Esto es lo
que de manera estupenda expone san Pablo en su Carta a los Romanos, cuando afirma
que los paganos, al seguir la ley escrita por Dios en sus corazones, están en el camino de
Jesús (Rm 2, 14-16).
Para llegar a un sano ecumenismo, es indispensable que nadie crea que sólo él tiene el
monopolio de la verdad. Nosotros tenemos la verdad, pero no la verdad total. Nadie
todavía ha visto a Dios cara a cara. Nosotros pertenecemos a la Iglesia católica y estamos
convencidos, por la Biblia y la Tradición, que es la Iglesia que fundó Jesús. Pero, al
mismo tiempo, tratamos de respetar y comprender a los que afirman que «su» Iglesia es
la verdadera. Ante una situación tan complicada, no nos queda sino conocer más lo que
nos dicen la Biblia y la Tradición, para conocer mejor nuestra Iglesia, para amarla, y
servirla. Sólo Dios conoce el corazón del otro. Y el nuestro. Jesús nos enseñó que en una
situación como ésta, no hay como ir por el camino de la caridad, el único que El nos
enseñó.

¿Qué hacer?

A nuestro alrededor nos encontramos con sinnúmero de religiones y movimientos


religiosos. Es peligroso optar por la actitud del político, y comenzar a lanzar lodo al rostro
del que no piensa como nosotros. La tentación es grande; sobre todo cuando se ataca lo
que para nosotros es más sagrado. Los criterios que nos dejaron Moisés y Jesús siguen
siendo válidos. «¡Ojalá que todos fueran profetas» (Núm. 11, 25-29), «El que no está
contra nosotros, está con nosotros» (Lc 9,50).
El apóstol san Juan, en la primera etapa de su vida, se caracterizó por su intransigencia
contra el que no pensaba como él. Fue Juan el que le propuso a Jesús que condenara a
los exorcistas que no eran de su grupo. Fue el mismo Juan, en compañía de su hermano
Santiago, el que invitó a Jesús para que «hiciera llover fuego» sobre los que no habían
aceptado su predicación (Lc 9,54). Cuando Juan se convirtió, llegó a ser el apóstol del
amor. Así se proyecta en su Evangelio y en sus Cartas.
No hay que olvidar que nosotros odiamos el pecado, pero no al pecador. Combatimos
tenazmente el aborto -asesinato de niños-; pero no odiamos a los que practican el aborto.
San Juan era el apóstol del amor; pero no por eso dejó de combatir a una de las primeras
sectas que apareció en los primeros tiempos: los Gnósticos. San Juan expuso que no
estaban acordes con lo que Jesús había enseñado. Juan amaba a todos, pero, como
pastor, tenía la obligación de defender a sus ovejas de los falsos pastores; Juan las

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defendía proclamando la Palabra de Dios con valentía.

Los Tres Anillos

Una leyenda oriental. Un papá tenía un anillo maravilloso: el que se lo ponía se


convertía en un hombre bondadoso. Cuando el padre estaba por morir, no sabía a quién
de sus tres hijos dejarle el anillo. A cada uno de sus hijos, en secreto, el papá le hizo
creer que el anillo que le entregaba era el auténtico, que el de sus hermanos era una
copia. Cada hijo creía que tenía el anillo auténtico. Hasta que se descubrió la estratagema
del padre. Los hijos se pelearon entre ellos; cada uno alegaba que tenía el anillo
verdadero. Tuvieron que acudir a un juez. El profesional sonrió y les dijo que ellos
mismos tenían la respuesta. Si el anillo convertía al que se lo ponía en un hombre
bondadoso, el que fuera más bondadoso entre ellos, era el que tenía el anillo
«verdadero».
En el mundo existe pluralismo de ideologías y de religiones. Las luchas por motivos
religiosos han sido las peores. El fanatismo engendra odio, violencia. Un caso que da
escalofrío: por motivos religiosos, un grupo de musulmanes «fundamentalistas» estrelló
dos aviones llenos de gente contra las Torres Gemelas, en Nueva York. Murieron miles
de personas inocentes. Según los religiosos musulmanes, que rezan cinco veces al día,
ellos eran mártires: les correspondía, automáticamente, el cielo. Jesús, por su parte, nos
da una pauta de oro; dice Jesús: «Toda la ley y los profetas se resumen en amar a Dios y
al prójimo» (Mt 22,40). Es decir, toda la Biblia se resume en una sola palabra: amor. El
que tenga ese anillo, lo tiene que demostrar con los hechos, no con palabras.

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2. ¿CÓMO APARECIÓ EL PROTESTANTISMO?

Finales del siglo XV y principios del XVI. La Iglesia católica estaba pasando por una
de sus crisis más profundas. Lo mundano se había introducido de lleno en la Iglesia:
tanto Papas como obispos, en lugar de dedicarse a la evangelización del pueblo ignorante
de las cosas religiosas, se habían metido de lleno en el renacentismo. Le daban más
importancia al arte, a lo mundano que a la vida espiritual y a la evangelización. Por
consiguiente los sacerdotes y el pueblo iban a la deriva en cuanto a su vida espiritual. El
ambiente pagano predominaba en todas partes.
Al mismo tiempo que se evidenciaba esta crisis espiritual en la Iglesia, se daba el caso
de muchos santos, que brillaban como estrellas de primera magnitud y que con gemidos
y lágrimas pedían una conversión inmediata, tanto de los pastores como de todos los
fieles. Entre esos santos estaban Santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san
Cayetano, san Ignacio de Loyola, san Juan de Ávila, san Carlos Borromeo, san Felipe
Neri.

Martín Lutero

En medio de esta crisis espiritual de la Iglesia apareció, en Alemania, el sacerdote


Martín Lutero (1483-1546). Era muy inteligente y conocedor de las Escrituras. Martín
Lutero se contaba entre los que querían un cambio profundo en la espiritualidad de la
Iglesia. A Martín Lutero le chocó sobremanera que para concluir la Basílica de san
Pedro, en Roma, algunos predicadores le dieran excesiva importancia al dinero que se
debía dar para obtener las indulgencias. Comenzó por protestar enérgicamente contra las
autoridades eclesiásticas. Éste fue el primer paso. Luego, Lutero empezó a editar una
serie de panfletos contra ciertas doctrinas de la Iglesia católica. El carácter de Lutero no
brillaba por la mansedumbre. Todo lo contrario. Sus denuncias las hacía con altanería y
autosuficiencia e insultos. Se le llamó seriamente la atención de parte del Papa. La
respuesta fue intensificar sus virulentos ataques a la autoridad eclesiástica. Todo terminó
con la excomunión de Lutero. Martín Lutero se separó definitivamente de la Iglesia
católica y se casó con una monja.
En 1520, propiamente, se inicia lo que ahora llamamos el Protestantismo, que Lutero
y sus seguidores llamaron la Reforma. Es muy difícil definir el Protestantismo de Lutero.
Según los teólogos, Lutero no dejó una exposición sistemática y ordenada de lo que era
el Protestantismo. Puntos básicos del protestantismo de Lutero son: la justificación se
obtiene sólo por la fe sin las buenas obras. Sólo Cristo es el que nos salva sin necesidad
de la Iglesia y los sacramentos. Sólo nos debemos basar en la Escritura y no en la
Tradición y el Magisterio de la Iglesia. El sobrenombre de “protestantes” a los seguidores

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de la Reforma se lo dieron los católicos ante su actitud constante de protestar contra la
Iglesia católica.
A Lutero, lo secundaron varios personajes importantes, que comenzaron a difundir,
internacionalmente, las ideas de Lutero. En Suiza se destacó Zuinglio. En Francia,
Calvino. En Inglaterra, el Rey Enrique VIII. Por motivos políticos, también muchos
gobernantes se unieron a Lutero en su antipatía contra Roma. Mucho ayudó a la
expansión de las ideas de Lutero su manera ágil y directa de exponer con frases sencillas
y penetrantes su pensamiento. El pueblo, que no estaba preparado bíblica y
teológicamente, lo aceptó con facilidad.

El Concilio de Trento

La Iglesia católica se sintió cuestionada como nunca por esta división en sus filas. Eran
muchos los santos y teólogos que a gritos pedían una reforma en todas las esferas de la
Iglesia. Ante lo que los seguidores del Protestantismo llamaron Reforma, la Iglesia
católica preparó la Contrarreforma por medio del Concilio de Trento, que duró desde el
año 1545 hasta el año 1564. Casi veinte años. El Concilio de Trento estudió
detenidamente los problemas teológicos que había planteado el Protestantismo. Además,
buscó por todos los medios la reforma en todas las áreas de la espiritualidad de la Iglesia.
Ante los puntos básicos de la fe, que el Protestantismo había cuestionado, el Concilio
de Trento reafirmó la autenticidad de todos los libros de la Biblia consignados en la
Vulgata, la traducción al latín que san Jerónimo había hecho de la Versión de los Setenta
(46 libros del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo). Se volvió a establecer que es al
Magisterio de la Iglesia al que le corresponde determinar el sentido verdadero de la
Biblia. También se proclamó el valor de la Tradición para comprender mejor la Biblia en
su entorno. Se volvió a recordar que por medio del bautismo se borra el pecado original.
Se subrayó el valor de las buenas obras que deben acompañar a la fe en Jesús. Se
presentó un amplio estudio sobre los siete Sacramentos.
Para que se pusieran en práctica estas determinaciones, que no eran el producto de la
“cabeza” de una sola persona, sino el sentir de un “concilio de la Iglesia”, se ordenó la
presencia permanente de los obispos como pastores responsables de su diócesis. Se
estructuró la formación intelectual y espiritual que debía impartirse en los seminarios
eclesiásticos. Se editó un Catecismo para que sirviera como síntesis de la doctrina
católica ante los ataques del Protestantismo.
Los historiadores dan razón de la maravillosa “renovación” espiritual que se proyectó a
toda la Iglesia por medio del Concilio de Trento. Hubo una floración de santos y de
nuevas congregaciones religiosas con el afán de evangelizar y renovar la vida espiritual de
la Iglesia. De esa floración de santos insignes podemos recordar a Santa Teresa de Jesús,
san Juan de la Cruz, san Juan de Ávila, san Carlos Borromeo, san Felipe Neri, san

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Cayetano. Entre las más famosas congregaciones religiosas que aparecieron en esta
época destacaron los jesuitas, los capuchinos, los teatinos.

En América Latina

En 1910, la Conferencia Mundial de Misiones (protestante) se propuso iniciar la


evangelización de América Latina. Los luteranos y anglicanos se opusieron, puesto que
ya la Iglesia católica había emprendido la evangelización de América Latina. A pesar de
esta oposición, los misioneros norteamericanos se lanzaron a la tarea de evangelizar
América Latina. Fue así como a nuestro continente no llegó lo mejor del protestantismo
de las iglesias históricas de la Reforma. A nuestro continente americano llegaron, más
bien, sectas de pocas bases teológicas y bíblicas, como los Adventistas, los Testigos de
Jehová y los Pentecostales en sus múltiples divisiones. Todos ellos con un marcado
resentimiento contra todo lo católico.
En su estudio sobre el Protestantismo, Ernesto Bravo, escribe muy acertadamente: “El
protestantismo norteamericano se ha caracterizado por su fraccionamiento; cualquier
persona un poco audaz, sin preparación cultural ni teológica, se ha lanzado a fundar una
nueva iglesia. Los europeos suelen quedar sorprendidos de ver cómo personas de ese
nivel humano hayan podido encontrar un auditorio y reclutar a millares de adeptos. Pero
éste es un fenómeno típicamente norteamericano. Tal es el origen de muchas sectas que
se exportan afanosamente a nuestra América. Y también hallan seguidores entre nuestra
gente sencilla y pobre”.

Dura Lección

La dura lección que podemos aprender de este incidente, tan deplorable en la Iglesia,
el Protestantismo, es que una Iglesia que se descuida en la evangelización, decae en su fe
y, automáticamente, se deja invadir por lo mundano. Además, es fácil presa de los falsos
profetas, que con inteligencia y sagacidad pueden introducir una doctrina que no es
conforme a la Biblia y a la Tradición.
Ciertamente, la Iglesia, en su terrible crisis espiritual por la que estaba pasando,
necesitaba una “reforma” muy profunda. Muchos santos y teólogos lo hacían ver
insistentemente. Que la Iglesia se dividiera, ciertamente, no era la voluntad de Dios.
Jesús, en la Ultima Cena rezó: “Padre, que todos sean UNO”. También Jesús expresó su
deseo de que todos sus discípulos fueran “UN SOLO REBAÑO BAJO UN SOLO
PASTOR” (Jn 10,16). Lutero tenía buena intención; pero su poca humildad y santidad lo
llevaron a dividir la Iglesia. Muchos santos y teólogos católicos buscaron la “reforma” de
la Iglesia, pero “desde adentro”, sin división, sin insubordinación. Sin sectarismo.

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Ante la situación actual, de insistente ataque del Protestantismo contra puntos básicos
de la doctrina de la Iglesia católica, ningún católico debe quedarse tranquilo, hasta que
haya adquirido la necesaria instrucción acerca de lo que cree y por qué cree. Un católico
ignorante es presa fácil del protestantismo, que presenta a los incautos una manera fácil
de ser cristiano, pero a costa de manipular la Biblia y amputar la sana doctrina que
durante 2000 años la Iglesia Católica ha conservado como la “enseñanza de los
Apóstoles”. Las directivas que nos dejó el Concilio de Trento con respecto a los
problemas teológicos, que continúa planteando el Protestantismo, pueden ser para
nosotros un punto de partida para fijar nuestra posición de católicos frente al sinnúmero
de sectas y denominaciones que, manipulando la Biblia, pretenden presentar una teología
diferente de la que enseña la Iglesia Católica.
Una persona que de corazón se ha encontrado con la Eucaristía, con cada uno de los
Sacramentos, con el Magisterio de la Iglesia, con la devoción a la Virgen María, nunca va
a abandonar la única Iglesia que fundó Jesús. La misma en la que se santificaron Santo
Tomás de Aquino, San Agustín, san Francisco de Asís, Santo Domingo, san Juan Bosco
y los millares y millares de santos que nos muestran con evidencia que siendo “piedras
vivas” en la Iglesia católica se puede vivir en plenitud el Evangelio de Jesús.

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3. ¿BIBLIA CATÓLICA Y BIBLIA PROTESTANTE?

Cuando hablamos de Biblia católica y Biblia protestante lo que, en esencia, queremos


afirmar es que entre ambas Biblias hay una diferencia con respecto al número de libros.
La Biblia católica tiene 73 libros. La Biblia protestante tiene siete libros menos, es decir,
66 libros. Esta diferencia sólo corresponde al Antiguo Testamento: el Antiguo Testamento
de la Biblia de los católicos tiene 46 libros. El Antiguo Testamento de la Biblia
protestante, consta de siete libros menos, es decir, de 39 libros. En cuanto al Nuevo
Testamento, las dos Biblias son iguales: constan de 27 libros cada una. ¿ Cuál es el
motivo de estas diferencias?
Desde un principio aparecieron dos cánones o listas de “libros inspirados por Dios”:
una lista era la de los judíos que habitaban en Palestina, y otra, correspondía a los judíos
que vivían en Alejandría, que habían tenido que hablar en griego, que en ese momento
era, por así decirlo, la lengua “internacional”. El canon o lista de libros inspirados de los
judíos, que vivían en Palestina, constaba de 39 libros. El canon o lista de libros
reconocidos como “inspirado por Dios”, que usaban los judíos dispersos en varias
regiones del mundo, sobre todo en Alejandría, constaba de 46 libros: siete libros más. Era
la traducción que habían hecho los judíos de Alejandría, del hebreo al griego, con la
anuencia de las autoridades judías de Jerusalén. A esta traducción se la llamó la Versión
de los Setenta o Septuaginta.

La Biblia de la Iglesia Primitiva

Cuando los apóstoles y la iglesia primitiva comenzaron a evangelizar a los no judíos,


que ellos llamaban “paganos” o “gentiles”, tuvieron que echar mano de la traducción de
la Biblia en griego, la versión de los Setenta, que constaba de 46 libros. Esta versión en
este tiempo, sólo comprendía el Antiguo Testamento; el Nuevo todavía no se había
escrito. Con esa Biblia predicaron Pedro, Pablo y los demás apóstoles y discípulos de la
iglesia primitiva.
Cuando los hermanos protestantes se separaron de la Iglesia católica, Lutero, fundador
del Protestantismo, optó por aceptar como libros inspirados sólo los del canon de los
judíos de Palestina. Por eso no admitió como inspirados los siete libros de más de la
versión griega de la Biblia, que la Iglesia católica llevaba usando como inspirados desde
hacía casi 1500 años. Los siete libros, que faltan en la Biblia protestante son: Tobías,
Judit, Eclesiástico, Sabiduría, 1 Macabeos, 2 Macabeos, Baruc. A estos siete libros en
discusión los hermanos protestantes los llaman “apócrifos”. Los católicos los llamamos
“deuterocanónicos”, que significa: del segundo “canon”, ya que durante algún tiempo,
se dudó acerca de que fueran inspirados por Dios. Más tarde se los aceptó como

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“canónicos”. A los libros que siempre fueron admitidos como inspirados, los llamamos
“protocanónicos”, es decir, de la primera lista que se hizo de libros inspirados.
¿Por qué motivo Lutero y sus seguidores no aceptaron como inspirados los siete libros
deuterocanónicos del Antiguo Testamento? Ellos alegaron que sólo aceptaban como
“inspirados” los libros que habían sido escritos en hebreo y no los que habían sido
escritos en griego. Los hermanos protestantes alegan que ni Jesús ni los Apóstoles citaron
ninguno de los libros “deuterocanónicos”. Pero, hay que recordar que tampoco citaron
Abdías, Nahúm, Cantar de los Cantares, Eclesiastés, Ester, Esdras, Nehemías y Rut. Si
el criterio de los hermanos protestantes fuera válido, también habría que eliminar del
canon de los libros inspirados, los libros que no fueron citados por Jesús y los Apóstoles.
Los hermanos protestantes admitieron como inspirados sólo los libros que los judíos
establecieron como inspirados en el sínodo de Jamnia, hacia el año 90 d.C. Hay que
hacer constar que en esa fecha el nuevo pueblo de Dios era la Iglesia católica, fundada
por Jesús. Sólo a ella le fue prometida la asistencia del Espíritu Santo para establecer la
lista de libros inspirados. Y así lo hizo en el Concilio de Hipona, en el año 393. Luego lo
confirmó en el Concilio de Trento, en 1546. Lutero no tenía autoridad “como Iglesia”
para decidir qué libros eran inspirados y cuáles no. Esto sólo se podía definir “en Iglesia”,
y no sólo con la autoridad de un teólogo y de sus seguidores. Lutero prefirió “la
Tradición de los judíos”, que en ese tiempo habían dejado de ser el “pueblo de Dios”, y
despreció la “Tradición de la Iglesia”, que era la única a la que se le había garantizado la
asistencia del Espíritu Santo para decidir cuáles eran los libros inspirados por Dios.
En el fondo, a Lutero y a sus seguidores, les estorbaban los libros deuterocanónicos
para su planteamiento de que “sólo la fe salva”. No hay que olvidar que Lutero eliminó la
Carta de Santiago a la que calificó de “pura paja”; por eso no la incluyó entre los libros
inspirados en su traducción de la Biblia al alemán. Ciertamente a Lutero le estorbó lo que
dice la Carta de Santiago, que afirma: “¿De qué le sirve, hermanos míos, que alguien
diga: ‘Tengo fe’ si no tiene obras?” (St 2,14). “La fe sin obras es muerta” (St 2,17).
Lo mismo sucedió con los libros deuterocanónicos: el Segundo libro de los Macabeos
recuerda que Judas Macabeo mandó ofrecer un sacrificio en el Templo por sus soldados
difuntos. El texto en cuestión dice: “Si él no hubiera creído en la resurrección de los
soldados muertos, hubiera sido innecesario e inútil orar por ellos” (2Mac 12,44). Los
hermanos protestantes no aceptan la existencia del Purgatorio ni la oración por los
difuntos. Esto lo expone, claramente, el especialista de la Biblia, D. S. Russell, cuando
escribe: “Los reformadores rechazaban los libros deuterocanónicos, en gran parte,
porque Roma los utilizaba en apoyo de doctrinas como la importancia de las buenas
obras para la salvación, la intercesión de los santos, la plegaria por los difuntos y la
doctrina del Purgatorio” (“Comentario Bíblico Internacional”, Verbo Divino, Navarra,
1999, pág. 173).

Los Libros Deuterocanónicos

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Algunos hermanos protestantes, llevados del fanatismo, que les caracteriza a muchos
de ellos, toman la cita del Apocalipsis que dice: “Si alguno AÑADE algo sobre esto,
Dios echará sobre él las plagas que se describen en este libro” (Ap 22,18). Cuando
uno escucha este “biblazo”, no sabe si reírse o asombrarse de la ingenuidad de los que
hablan de esta manera. No saben esos hermanos protestantes que estos siete libros
estaban en la Biblia protestante que publicó Casiodoro de Reina en el año 1569. Cuando
Cipriano de Valera renovó la traducción de Casiodoro de Reina, en 1602, volvió a dejar
los mencionados siete libros, no como “inspirados”, pero sí como “muy útiles”. Según el
“Diccionario Ilustrado de la Biblia” (Protestante), fueron las Sociedades Bíblicas las que
en 1827 eliminaron definitivamente los siete libros deuterocanónicos.
Con sentido de humor, podríamos decir que si los católicos quisiéramos contestar por
las rimas a los hermanos protestantes que, con la Biblia en la mano nos ofrecen “plagas”
por tener siete libros más en nuestra Biblia, les podríamos mencionar la misma cita del
Apocalipsis que dice: “Y si alguno QUITA algo de las palabras de este libro profético,
Dios le quitará su parte en el árbol de la vida, y en la ciudad santa, que se describen
en este libro” (Ap 22,19) ¡Habrá plagas también para los que quitan algo de la Biblia;
Dios los quitará del libro de la vida!
La Iglesia católica optó por continuar incluyendo los siete libros deuterocanónicos del
Antiguo Testamento, como inspirados, porque fue la Biblia en griego la que empleó la
Iglesia dirigida por los mismos Apóstoles, para evangelizar a los paganos. Nuestros
especialistas de la Biblia nos informan que de las varias veces que Jesús menciona la
Biblia, sus citas corresponden al canon alejandrino, que usamos los católicos. Está
comprobado que los apóstoles emplearon la Biblia en griego para evangelizar a los
pueblos no judíos. Los Santos Padres, algunos de ellos discípulos de algún apóstol, en
sus obras citan la traducción de los Setenta. Por ejemplo san Clemente Romano, del siglo
primero. En la Didajé, libro del siglo primero, que recoge las enseñanzas de los apóstoles,
las citas de la Biblia son de la Versión de los Setenta, que contiene los 7 libros
deuterocanónicos.
San Jerónimo, al principio, dudó de que los libros deuterocanónicos fueran inspirados;
pero cuando se dio cuenta que el parecer de sus amigos y de la Iglesia era otro, dijo que
era mejor desagradar a los fariseos que a los obispos. Por eso san Jerónimo, en la
primera traducción que se hizo de la Biblia al latín, incluyó los libros deuterocanónicos.
La traducción al latín, que hizo san Jerónimo, se llama la “Vulgata”, es decir para el
“vulgo”, para el pueblo sencillo, que, en este tiempo, hablaba latín.
Cuando san Pablo escribió: “Toda la Escritura está divinamente inspirada” (2Tm 3,
15), estaba empleando, en ese tiempo, la biblia en griego para poder evangelizar a los
paganos. La Biblia que usaba san Pablo, que llama “inspirada”, es la misma que la Iglesia
católica continúa usando en la actualidad, traducida a los idiomas modernos.
Es de sumo interés lo que expone el especialista en la Biblia, Raymod Brown, con

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respecto a los siete libros deuterocanónicos, cuando comenta: “Católicos y protestantes
estudian juntos la Biblia, y estos libros resultan sumamente importantes para la
comprensión del judaísmo primitivo (el judaísmo que comenzó tras el exilio en Babilonia
en el 587-539 A.C.) y del Nuevo Testamento. Se escribieron más cerca de la época de
Jesús que muchos libros del Antiguo Testamento aceptados por todos y contienen
ejemplos conceptuales y puntos de vista que él aceptó. (Por ejemplo, tanto los libros de
los Macabeos como el libro de la Sabiduría testimonian la creencia en la vida después de
la muerte). Así pues, estos libros SON NECESARIOS para el estudio de la Sagrada
Escritura. A medida que los lectores y estudiantes protestantes se familiarizan con los
escritos deuterocanónicos, algunos de sus viejos recelos empiezan a desaparecer y dejan
de ser contemplados como armas arrojadizas en manos del enemigo. Y a propósito,
resulta interesante comprobar que, junto a los Salmos, el Sirácida (el Eclesiástico) fue el
libro del que más se sirvieron los Padres de la Iglesia, ya que en él hallaron una mina de
enseñanza ética que les resultó útil para la formación cristiana” (101 Preguntas y
respuestas sobre la Biblia, Sígueme, Salamanca, 1996).

El libre examen y el Fundamentalismo

Algo que nos separa de una manera muy radical con los hermanos protestantes, en
cuanto a la interpretación de la Biblia, es lo que técnicamente se llama «Libre examen de
la Biblia». Cito la definición que del libre examen expone Piero Petrosillo, que escribe:
“El libre examen es un criterio personal de interpretación de la Sagrada Escritura, ajeno al
magisterio o a cualquier otra autoridad”. También apunta el mismo autor: “Tal doctrina
fue propia de los reformadores, quienes sostenían que el ‘libre examen’ era posible
gracias a la asistencia personal del Espíritu Santo, que garantiza la recta interpretación de
los textos sagrados”. (“El cristianismo de la A a la Z “, San Pablo, Madrid, 1996, pág.
250). Esta manera de interpretar la Biblia es sobre todo, propia de los grupos más
radicales del Protestantismo.
A esto habría que añadir lo que se llama el “Fundamentalismo”, que es común a
muchas denominaciones y sectas protestantes. El fundamentalismo, en todo el sentido de
la palabra, consiste, según el biblista R. Brown, en “una lectura literal de la Biblia como
apoyo de la doctrina cristiana”. El mismo escritor añade: “En mi opinión, una lectura
literal de la Biblia no se puede defender intelectualmente y no es necesaria para preservar
la doctrina cristiana básica” (R. Brown, “101 Preguntas y respuestas sobre la Biblia”,
pág. 51).
El “Libre examen” de la Biblia y el “Fundamentalismo” han servido para que el
Protestantismo se fraccionara en infinidad de sectas y denominaciones. Uno de los
biógrafos de Lutero, el famoso historiador Grisar, escribe: “El mismo Lutero, en 1525, a
los cuatro años de haber iniciado su movimiento reformador, escribió: ‘Hay tantas sectas
y opiniones como cabezas. Este niega el bautismo; aquél los sacramentos; unos dicen que

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Jesucristo no es Dios; otros dicen lo que se les antoja. No hay palurdo ni patán que no
considere inspiración del cielo lo que no es más que un sueño y alucinación suya´”
(Grisar, LUTERO).
Habría que recordar también, que al poco tiempo de separarse de la Iglesia católica,
los de la Reforma, ya comenzaron a dividirse y subdividirse. Zuinglio no concordaba con
Lutero en muchos puntos de teología, sobre todo en lo referente a la Eucaristía. Calvino
enseñó la “Predestinación”. Según él, Dios creaba a unos para salvarse y a otros para
condenarse. Los demás protestantes no estuvieron de acuerdo con él. El Rey Enrique
VIII, conservó mucho de la Iglesia católica en lo que respecta a la liturgia, a los
Sacramentos. Todos ellos, con “interpretación personal” de la Biblia, expusieron
doctrinas diferentes.
Cuando se hace caso omiso del Magisterio de la Iglesia y de la Tradición, para
interpretar la Biblia, queda abierta la puerta para toda clase de sectas y divisiones, que,
con el pretexto de ser iluminadas directamente por el Espíritu Santo, exponen las
doctrinas más contradictorias y peregrinas. Esto impide la unidad de doctrina, de culto,
de jerarquía. Lo que san Pablo definía como: “Un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios y Padre” (Ef 4,5).
Con la Biblia en la mano, los Testigos de Jehová niegan el misterio de la Santísima
Trinidad. Los Mormones, también con la Biblia en la mano, afirman que Jesús no es
Dios, sino el principal de los profetas, nada más. Los adventistas se basan en la Biblia
para sostener que se debe santificar el “sábado” y no el “domingo”. Los protestantes más
radicales, con un tremendo “fundamentalismo” y exceso de “libre examen”, afirman que
el Papa es la “Bestia”, el Anticristo del que habla el capítulo 17 del Apocalipsis. También,
basándose en el Apocalipsis, presentan a la Iglesia católica como la “Gran Ramera”, la
nueva Babilonia. Por supuesto que esta manera irregular de interpretar la Biblia, no tiene
nada que ver con la de los grandes comentaristas protestantes de la Biblia. Nunca se
encuentra algo parecido en Oscar Cullman, ni en Bultman, ni en Charles Dodd, ni en
Joaquín Jeremías, ni en el comentario popular del Apocalipsis de William Barclay. Nunca
ninguno de estos escritores famosos ha afirmado semejantes barbaridades teológicas y
bíblicas; hubieran perdido su prestigio a nivel internacional.
Cuando no existe el Magisterio de la Iglesia, es fácil que el individuo se crea el único
depositario de la revelación, con hilo directo con el Espíritu Santo. El mismo Lutero, que
se creía el “gran enviado de Dios”, no dudó en afirmar que la Carta de Santiago era
“pura paja”. Cualquier comentarista protestante sabe que esto no es “una mentira
católica”, sino algo totalmente histórico. Pero resulta que, ahora, la Carta de Santiago
pertenece al canon de los libros inspirados, tanto para católicos como para protestantes.
El “libre examen” de la Biblia, como el “fundamentalismo”, son antibíblicos. Esto se
aprecia, sobre todo, en la segunda Carta de san Pedro, en la que el apóstol, al referirse a
las cartas de san Pablo, apunta: “Hay algunas cosas difíciles de comprender, cuyo
sentido los indoctos e inconstantes pervierten de la misma manera que las demás

22
Escrituras para su propia perdición. Así que, hermanos, avisados ya, estad alerta”
(2Ped 3,16: traducción de Reina Valera, protestante). En las misma carta, san Pedro,
expresamente, prohíbe el “libre examen” de la Biblia, cuando afirma: “...entendiendo
primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es DE INTERPRETACIÓN
PRIVADA” (2 Ped 1,20: Traducción de Reina Valera, protestante).

El Peligroso «Iluminismo»

La “interpretación privada” lleva a un peligroso “iluminismo”. La persona llega a creer


que sólo a ella el Espíritu Santo le ha soplado la interpretación correcta de la Biblia.
Algunos casos curiosos los encontramos en el libro del escritor protestante Hank
Hanegraaff, titulado: “Cristianismo en crisis”, en donde denuncia múltiples abusos en la
interpretación de la Biblia. Cita el caso del famoso predicador por televisión, Benny
Himn, que, al hablar del dominio que Dios le dio a Adán sobre el universo, afirma: “Las
Escrituras declaran que él tiene el dominio de las aves en el aire, y de los peces en los
mares -lo que significa que él podía volar-. Desde luego ¿cómo podemos nosotros tener
dominio sobre las aves sin poder hacer lo que ellas hacen? La palabra “dominio”, en el
hebreo, claramente señala que si usted tiene dominio sobre un sujeto, entonces usted
puede hacer todo lo que ese sujeto hace. En otras palabras, si el sujeto hace algo que
usted no puede hacer, entonces usted no tiene dominio sobre ese sujeto. Yo probaré eso
más adelante. Adán no solamente podía volar, él podía volar en el espacio.
(“Cristianismo en crisis”, Editorial Unilit, Miami 1993, pág. 125). ¡Sin comentarios!
El mismo escritor recoge la afirmación de Benny Himn, que «sostiene que el Espíritu
Santo le reveló que las mujeres fueron creadas originalmente para dar a luz por la parte
lateral de su cuerpo», porque Dios creó a la mujer de la misma manera que Adán, y Eva
salió del costado de Adán. Después del pecado, todo esto cambió. ¡Sin comentarios,
nuevamente! (Obra citada, p. 364).
También es asombroso lo que el mismo Hank Hanegraaff trae a colación en el mismo
libro, acerca de Frederick Price, otro predicador famoso por televisión, que hace un
fantasioso comentario acerca de la situación económica de Jesús. El pastor Frederick
Price explica que Jesús nadaba en la abundancia, cuando afirma: “La Biblia dice que El
(Jesús) tenía un tesorero... llamado Judas Iscariote; y el muy canalla robaba de la bolsa
por un período de tres años y medio, y nadie llegó a notarlo ¿Sabe usted por qué?
Porque allí había mucho... Si El (Jesús) hubiera tenido tres naranjas en el fondo de la
bolsa y Judas le roba dos, no vaya a decirme que Jesús no iba a darse cuenta. Y, además,
¿si Jesús no tenía nada, para qué iba a querer un tesorero?”. El mismo predicador Price,
después de argumentar que Jesús y los apóstoles eran muy ricos, puntualiza: “La Biblia
dice que Jesús nos dejó un ejemplo para que siguiéramos sus pasos. Esta es la razón por
la cual yo manejo un Rolls Royce” (Obra citada, p. 410). Pero el asunto no termina aquí.
Price también dice: “Si tú tienes una fe de bicicleta, todo lo que vas a obtener es una

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bicicleta”. Esto equivale a decir: “Si tienes una fe como la mía, vas a poder manejar un
Rolls Royce”.
Cuando uno, lleno de asombro, lee estos disparates bíblicos, se pregunta: «¿Cómo
interpretará Frederic Price lo que dice Jesús cuando, comenta: ‘Las aves tienen sus
nidos, las fieras sus madrigueras; sólo el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la
cabeza’ (Mt 8,20)? El mismo Hanegraaff apunta: «Sobre tales engañosos fundamentos
descansa una fantasía fundamental de la Fe: la de que Jesús fue rico, que vestía ropas
costosas y que sus discípulos vivían en medio del lujo» (Obra citada, pág. 371).
Éstos son casos clásicos de las aberraciones a las que se puede llegar por el «libre
examen de la Biblia» y el “Fundamentalismo”, tan “normal” en muchos hermanos
protestantes radicales . Hay que hacer constar que la gente, que quiere ser «entretenida»
con sermones fantásticos, se emociona al oír tales «barbaridades bíblicas», y los vemos
por televisión gritar jubilosos: “¡Gloria a Dios!”.

El Magisterio de la Iglesia

Dice el Concilio Vaticano II: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios
escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la iglesia”. Esto
ya lo había afirmado el Concilio de Trento (1546). El motivo de esta interpretación por
parte del Magisterio de la Iglesia lo explica muy bien el escriturista Raymond Brown,
cuando comenta que la Iglesia católica: «en cuestiones esenciales mantiene que el
Espíritu, que inspiró las Escrituras, no va a permitir que toda la comunidad de creyentes
se vea inducida a error en todo lo concerniente a la fe y a las costumbres. Algunos
individuos pueden llegar, tras su lectura de la Biblia, a conclusiones radicales, algunos
incluso han llegado a negar la divinidad de Cristo, la resurrección, la creación, y los diez
mandamientos. La Iglesia católica se dejará guiar en tales materias bíblicas por la
prolongada tradición de la enseñanza cristiana derivada de su reflexión sobre la Biblia»
(«101 Preguntas y respuestas sobre la Biblia», pág. 150).
La Iglesia católica está segura de que Jesús les dijo a sus apóstoles: «Quien a ustedes
los escucha, a mi me escucha» (Lc 10,16). A ellos, de manera especial, les prometió la
asistencia del Espíritu Santo para ser llevados a toda la Verdad (Jn 16,13). La Iglesia
católica, por eso, siempre se ha sentido instrumento del Espíritu Santo para preservar la
sana doctrina de la Biblia y para transmitirla a todo el mundo. La Biblia fue entregada a
la Iglesia y debe ser interpretada dentro del Magisterio de la Iglesia, que nos da seguridad,
pues sabemos que por medio del Magisterio vivo de la Iglesia, el Espíritu Santo nos sigue
hablando y conduciendo a toda la Verdad.
La manera de obrar de la Iglesia primitiva, fue siempre teniendo en cuenta el
Magisterio de la Iglesia. Así lo vemos maravillosamente cuando la Iglesia, en sus inicios
se enfrentó con el gravísimo problema de que algunos querían imponer la “circuncisión”

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como algo esencial para salvarse. Otro grupo de la iglesia opinaba que la circuncisión era
sólo para los judíos. La iglesia no solucionó el problema por medio de “una sola cabeza”.
Pedro no impuso su criterio, alegando que Jesús lo había dejado a él como su vicario.
Pablo no expuso que él era el más experto, de entre todos ellos, en la Escritura y que por
eso era la persona más capacitada para dar una respuesta al problema suscitado. Todos
dialogaron, se acaloraron, oraron muchísimo. Nadie dijo : «Sólo la Escritura y punto». Si
en ese momento se hubieran basado sólo en la Escritura, se hubieran encontrado con que
la Biblia, claramente, ordenaba que circuncidaran a los niños a los ocho días de nacidos
(Gn 17, 9-14). Por el contrario, todos expusieron su manera de pensar y de actuar: lo
que se estilaba en sus respectivas comunidades. De pronto experimentaron la presencia
viva del Espíritu Santo. Se acordaron que el Señor les había prometido Otro Paráclito
que los iba a llevar a toda la Verdad. En la carta pastoral, que los del primer concilio de la
Iglesia, el Concilio de Jerusalén (año 50), la Iglesia apostólica nos enseñó lo que significa
el Magisterio de la Iglesia para solucionar los problemas. Nadie de los participantes en el
Concilio dijo: «Sólo la Escritura». Cada uno expuso su manera de pensar y de actuar en
su comunidad. Por encima de todas las deficiencias humanas, que nunca faltan, se
impuso la presencia viva del Espíritu Santo. Por eso la Carta que enviaron a todas las
comunidades comenzaba diciendo: «Le ha parecido bien al Espíritu Santo y a
nosotros...» (Hch 15,28).
Si Martín Lutero, no se hubiera dejado llevar por su egocentrismo exacerbado, y
hubiera esperado con fe y paciencia, como lo hicieron los grandes santos católicos de la
Iglesia, para llevar a cabo la reforma desde adentro, la Iglesia no se habría dividido.
Todos seríamos uno, como Jesús lo expresó en la última Cena (Jn 17,21).
El Magisterio vivo de la Iglesia, al mismo tiempo que nos da seguridad, impide que
nuestra Iglesia, se divida en sectas y denominaciones. En nuestra Iglesia hay unidad de
doctrina, de culto, de jerarquía. En eso se cumple lo que dice san Pablo en su Carta a los
Efesios: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre» (Ef 4,5).

¿Yavé o Jehová?

Otra de las variantes con respecto a la Biblia protestante, es con respecto a la


pronunciación del nombre de Dios en la Biblia. En las Biblias católicas se le llama Yavé o
Señor. En las Biblias protestantes, Jehová. Al respecto, quiero citar la explicación que da
el comentarista protestante William Barclay acerca de la pronunciación del nombre de
Dios entre los judíos. Escribe Barclay: «Se ha sugerido que el nombre puede ser YHVH.
Este era el nombre que los judíos daban a Dios. En la Escritura hebrea no existen las
vocales. El lector debe saber cuáles son las vocales que corresponden a cada palabra, y
pronunciarlas aun cuando no estén escritas. Nadie sabe con exactitud cuáles eran las
vocales del nombre de Dios, YVHV. Nosotros, por lo general, decimos JEHOVÁ, pero
esta vocalización en realidad toma prestadas las vocales de la palabra Adonai, que

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significa Señor, el término que los judíos utilizaban para referirse a Dios sin pronunciar su
nombre. El nombre de Dios no se pronunciaba al leer, por considerárselo demasiado
sagrado para que pudiera pasar por los labios de un ser humano. Por eso, cuando
aparecía en un texto, se leía: Adonai. Las letras YHVH se llaman el tetragrama sagrado o
las cuatro letras sagradas. Muchos eruditos piensan que la pronunciación correcta es
Yavé, o Yahvéh (Apocalipsis, Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1975, p. 430). El
Diccionario Ilustrado de la Biblia (protestante), apunta: «Hay fundamentos para concluir
que la pronunciación original haya sido Yahveh, como escriben algunas traducciones
modernas» (Editorial Caribe, Miami, 1988, pág. 319). Cité, a propósito, el criterio de dos
especialistas de la Biblia, protestantes, para que los católicos no se acomplejen, cuando
se les acerquen algunos "fundamentalistas" echándoles en cara que hasta el nombre de
Dios han cambiado los católicos.

Mi Biblia

La Biblia, la Palabra de Dios es el gran regalo de Dios para que sea para nosotros
«lámpara a nuestros pies» (Sal 119), en el peregrinaje de la vida. Pero este regalo se
puede echar a perder, cuando, desobedeciendo la voluntad de Dios, comenzamos a
dejarnos llevar por una «interpretación privada» (2Ped 1,20).
Al respecto, es muy aleccionador el caso de san Pablo. En su carta a los Gálatas,
cuenta que sintió que Dios lo empujaba a rendir cuentas de su predicación a los dirigentes
de la Iglesia, que estaban en Jerusalén. Escribe Pablo: «Fui porque Dios me había
mostrado que tenía que ir. Y ya en Jerusalén, en una reunión que tuve en privado con
los que eran reconocidos como DIRIGENTES, les expliqué el mensaje de salvación que
predico entre los no judíos. Hice esto porque no quería que lo que había hecho y estaba
haciendo fuera trabajo perdido» (Ga 2, 2). Y continúa Pablo escribiendo : «Por eso
Santiago, Pedro y Juan, que eran tenidos por columnas de la iglesia, reconocieron que
Dios me había concedido este privilegio. Para confirmar que nos aceptaban como
compañeros, nos dieron la mano a mí y a Bernabé» (Ga 2, 9). Con qué humildad,
Pablo, que era mucho más versado en las Escrituras que los dirigentes de la Iglesia, se
presentó a ellos para recibir el visto bueno con respecto a lo que estaba predicando.
Pablo no se dejó llevar por una interpretación privada de la Biblia, alegando que sólo
obedecía al Espíritu Santo.
Muy impresionante también el caso de san Agustín y santo Tomás de Aquino,
hombres geniales, que expusieron con libertad y valentía sus puntos de vista en cuanto a
la teología, pero, que, como Pablo, se sometieron con humildad en todo al Magisterio de
la Iglesia.
El día domingo, en la Liturgia de la Palabra, se lee la Biblia; las lecturas son iguales
para todos, pero el Espíritu Santo, como cartero divino, se encarga de ir repartiendo a

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cada uno lo que Dios le quiere decir en ese momento. No se trata, aquí, de
«iluminismo», sino de la presencia viva del Espíritu Santo en medio de la comunidad,
reunida en nombre del Señor. Pero esto no nos da derecho para creer que pasajes, que
san Pedro llama «difíciles», puedan ser interpretados por cualquier fiel con el pretexto de
que el Espíritu Santo le habla directamente. Para estos casos especiales, Jesús dejó el
Magisterio de la Iglesia, al que nos sometemos con humildad y fe y con la que se
sometieron Pablo, Agustín, Tomás, los Santos Padres y todos los santos de la Iglesia.
Cuando tomo la Biblia católica en mis manos, estoy seguro que es la misma Biblia con
la que predicaron Pedro, Pablo, Juan, y todos los demás apóstoles y discípulos de la
iglesia primitiva y de la Iglesia católica a través de los tiempos.

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4. ¿La BIBLIA sin la TRADICIÓN?

«Sólo la Escritura», fue el lema de Martín Lutero, cuando se separó de la Iglesia


católica. Los católicos, en cambio, a través de los siglos, continuamos proclamando: «La
Escritura y la Tradición». Hay que hacer constar que existe mucho desconocimiento,
tanto en el ambiente protestante como en el católico, acerca de lo que significa la
Tradición. Por ejemplo, algunos hermanos protestantes, al contradecir a los católicos con
respecto a la Tradición, esgrimen la frase de Jesús a los fariseos : «Por sus tradiciones
ustedes han anulado el mandamiento de Dios» (Mc 7,9). Este versículo, los hermanos
protestantes, al tratar de llevarle la contraria a los católicos, lo citan fuera de su contexto.
No saben hacer la diferencia entre lo que eran las tradiciones de los fariseos y las
«tradiciones apostólicas». Los católicos no entendemos como Tradición el
tradicionalismo cerrado de los fariseos, que les impedía abrirse a la «buena nueva», que
Jesús proclamaba. Para nosotros la Tradición apostólica es algo muy distinto.
A veces, algunos confunden Tradición con «costumbrismo», con «folklor»; por eso es
básico saber qué significa la Tradición en la Teología católica. En su Diccionario de
términos religiosos y afines, Aquilino de Pedro, comenta: «(La Tradición) es un
elemento muy importante. Se aplica comúnmente a lo recibido que no pasó a constituir la
Sagrada Escritura». También añade el mismo autor: «Por otra parte, la Tradición
complementa a la Escritura, en la cual no cristalizó la totalidad de la enseñanza y de las
prácticas recibidas... A la enseñanza de los protestantes, que no aceptan sino la Escritura
(sola Scriptura), le falta, más que el complemento de lo no escrito, la seguridad de una
visión correcta de lo transmitido por escrito».
Me parece también muy adecuada la definición que de la Tradición da el famoso
teólogo de Tubinga, Johann A. Möhler, que afirma: «La Tradición, en sentido objetivo,
es la fe universal del la Iglesia a lo largo de los siglos, consignada en documentos
históricos externos; y en este sentido, la Tradición se llama ordinariamente norma de la
interpretación de la Escritura, regla de la fe» (Vea: Simbólica, Ediciones Cristiandad,
Madrid, 2000, p. 405). El mismo escritor añade: «La Tradición es la Palabra de Dios,
perpetuamente viva en el corazón de los creyentes» (Vea obra antes citada, p. 405).
San Juan en su Evangelio, nos pone sobre aviso al respecto, cuando escribe: «Jesús
realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este
libro. Éstos han sido escritos para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y
para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn 20,30). Jesús y los Apóstoles dijeron
e hicieron muchas cosas que no constan en la Biblia. La Tradición nos ha conservado
«verdades importantes» que no están en la Biblia. Una de esas verdades esenciales es el
«canon» o lista de libros inspirados de la Biblia. En ninguna parte de la Biblia se detalla
cuáles son los libros inspirados por Dios. Fue la Tradición la que nos conservó el
pensamiento de la Iglesia a través de los tiempos hasta llegar a catalogar como

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«inspirados» los libros de los que consta en la actualidad la Biblia. La Tradición es uno
de los conductos por medio de los cuales nos llega la Revelación de Dios. Por eso el
Concilio Vaticano II lo especifica muy bien cuando dice: «La sagrada Tradición y la
Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios
encomendado a la Iglesia, al que se adhiere todo el pueblo santo unido a sus pastores, y
así persevera constantemente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la
fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). (Divina Revelación, n. 10). Tiene razón
Piero Petrosillo al puntualizar: «El principio formal del catolicismo» no es, pues, la
Escritura, sino la Iglesia viva, apostólica, que transmite la Tradición, en la que la
Escritura tiene su lugar». Es por eso que los católicos no dejamos de proclamar como
verdad de fe: «Biblia y Tradición».

La tradición nos ayuda a interpretar la Biblia

Por medio de la Tradición logramos comprender mejor lo que la Biblia nos transmite.
Un caso concreto lo encontramos en el libro de Hechos, que, al referirse a los primeros
cristianos consigna: «Todos los días se reunían en el templo, y en las casas partían el
pan y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46). Cuando vamos a
la Tradición, a los escritos de los Padres Apostólicos (que vivieron en la época de los
Apóstoles), nos encontramos con que el primer nombre que se le dio a la Misa fue el de
«fracción del pan», en recuerdo de que Jesús había «partido» el pan en la última Cena.
Eso nos asegura que los primeros cristianos desde un principio, TODOS LOS DÍAS
celebraban la Misa (la fracción del Pan) en las casas particulares porque todavía no
disponían de templos.
Algo más. San Justino, en el año 150, nos deja un documento inigualable en el que
describe cómo era la Misa de ese tiempo. Escribe san Justino en su libro Apología: «El
día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que habitan en las ciudades
o en los campos; allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, las memorias de los
Apóstoles o los escritos de los profetas; luego, cuando el lector termina, el presidente,
generalmente el obispo, hace una exhortación e invitación a que imitemos esos bellos
ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras plegarias.
Cuando termina, se ofrece pan y vino, y el presidente, según su inspiración, eleva
igualmente a Dios sus plegarias y Eucaristías, y todo el pueblo aclama diciendo: ‘Amén’.
Viene a continuación la distribución y participación de los alimentos eucarísticos y su
envío, por medio de los diáconos, a los ausentes».
Estos aportes de la Tradición son valiosísimos. En primer lugar, si san Justino escribió
este texto hacia el año 150, está transmitiendo la «tradición apostólica», lo que pensaban
los Apóstoles acerca de la Eucaristía. Si se piensa que el último de los Apóstoles, san
Juan, murió hacia el año 100, san Justino está íntimamente ligado con la tradición
apostólica. La Misa no es invento posterior de la Iglesia. Otra cosa interesantísima: en el

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texto de san Justino se detallan las partes esenciales de la Misa, que son las mismas que
nosotros conservamos en la actualidad: el acto penitencial, la liturgia de la Palabra, la
homilía, el ofertorio, la oración eucarística, la comunión. Otro dato, que no debemos
soslayar, es el «envió de la comunión a los ausentes», es decir, a los presos, a los
enfermos. ¿Por qué enviaban la comunión a los ausentes? Porque los cristianos del
tiempo apostólico creían en la «presencia real» de Jesús en la Hostia consagrada.
Estos datos, que nos proporciona la Tradición, nos ayudan a comprender qué quiere
decir la Biblia, cuando recuerda que los primeros cristianos «todos los días se reunían
para partir el pan» (Hch 2,46). En muchos casos, no basta «sólo la Biblia» para
comprender más detalladamente qué nos quiere decir la Biblia misma en determinados
pasajes, que, a veces, se interpretan de maneras diferentes entre los hermanos
protestantes y nosotros. En el caso de la Misa, a nosotros nos respalda la Tradición para
comprender, en detalle, qué nos dice la Biblia acerca de la Eucaristía.
A la luz de estos aportes de la Tradición, con respecto a la «fracción del pan», nos
preguntamos: ¿Por qué los hermanos protestantes no celebran la Misa todos los días
como los primeros cristianos? ¿Por qué muchas denominaciones no le dan importancia a
la celebración de la Eucaristía? ¿Por qué los hermanos protestantes no creen en la
«presencia real» de Jesús en la Hostia consagrada, como los primeros cristianos de los
tiempos apostólicos? ¿Por qué los hermanos protestantes no envían la comunión a los
enfermos como lo hacían los cristianos del año 150? Todas estas interrogantes nos llevan
a una conclusión muy evidente: Los hermanos protestantes se han separado de la Iglesia
que fundó Jesús. Por separarse perdieron algo esencial de la iglesia apostólica: la
Eucaristía, el culmen del culto de la Iglesia.
Algo más. En el Evangelio de san Juan se recuerdan las palabras que Jesús le dijo a
Pedro: «Cuando seas viejo, extenderás tus brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde
tú no quieras» (Jn 21). San Juan hace su comentario a estas palabras, y escribe: «Con
esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió:
Sígueme» (Jn 21, 18-19). Si nos quedáramos sólo con lo que dice la Biblia, no sabríamos
de qué manera murió Pedro. Si tomamos en cuenta la Tradición, nos informamos que
Pedro murió crucificado, en el año 67, con la cabeza hacia abajo, porque él pidió morir
de esa manera, ya que no se consideraba digno de morir como Jesús. Eso es lo que hace
la Tradición apostólica: nos ayuda a comprender el sentido exacto de la Palabra de Dios.
Cuando los hermanos protestantes se encuentran con Mt 16, 18: «Tú eres Pedro y
sobre esta Piedra edificaré mi iglesia...», hacen acrobacias para explicar ese texto a su
manera. Si fueran sin prejuicios a la Tradición, se encontrarían, en primer lugar, con una
lista de 264 papas que dan razón de que la Iglesia apostólica, desde un principio,
consideró a Pedro como representante principal de Jesús en la tierra. Si los hermanos
protestantes consultaran lo que afirman los Padres apostólicos -los que estuvieron en
relación directa con los Apóstoles o con sus discípulos- se encontrarían con algo tan
sencillo y pacífico como es el primado de Pedro. Es por eso que san Pablo, en su carta a
los Gálatas (2, 2), nos cuenta cómo el Espíritu lo llevó a presentarse a Pedro y a los

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dirigentes para darles cuenta de su predicación... Además, Pablo, en la misma carta,
comparte su alegría de que Pedro y los demás dirigentes le hubieran «dado la mano», en
señal de aprobación de lo que estaba enseñando (Ga 2, 9). Pablo era más instruido que
Pedro y que los demás dirigentes de la Iglesia en ese tiempo. Pero se presenta a Pedro y
permanece en su compañía durante 15 días, porque lo consideraba el primero de los
apóstoles dejado por Jesús (Ga 1,18). Se podría añadir una larga lista de citas de los
Padres Apostólicos (que conocieron a los apóstoles) o de sus discípulos (que aprendieron
su doctrina), que dan cuenta de lo que la Iglesia apostólica entendía cuando recordaban
que Jesús le había dicho a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
iglesia».
San Pablo les escribió a los tesalonicenses: «Así, pues, hermanos, manténganse firmes
y guarden LAS TRADICIONES que han aprendido de mí, ya sea DE PALABRA, ya sea
POR CARTA NUESTRA» (2 Ts 2, 15). Pablo no habla, de ninguna manera, de que
enseñen SOLO LO ESCRITO. Nuestros especialistas en la Biblia, nos hacen ver cómo la
Biblia protestante, Reina Valera, en este texto de san Pablo, no traduce la palabra griega
paradoseis, del original, por «tradiciones», sino por «doctrina». En cambio cuando el
mismo término «paradoseis», lo aplica Jesús a los fariseos, entonces, sí lo traduce como
«tradiciones». Hay que hacer constar que Casiodoro de Reina, en su edición original de
1569, sí traduce la palabra «paradoseis», como «tradición». Ahora, en cambio, en la
Biblia protestante, ya no aparece la palabra «tradiciones» en el texto mencionado de San
Pablo. Lógicamente a los hermanos protestantes la palabra «tradición», les molesta, les
estorba, porque, al encontrarse con la Tradición apostólica, se dan cuenta de que muchas
de sus enseñanzas no concuerdan con las tradiciones apostólicas.
Junto a los escritos de los Apóstoles, encontramos costumbres que se originaron en
aquellos tiempos, y que fueron aceptadas por la Iglesia. Por ejemplo, las oraciones por
los difuntos, la veneración de los Mártires, de las imágenes. La imagen del Buen Pastor
se descubrió en las Catacumbas de Santa Domitila. La imagen de la Virgen con el Niño,
fue encontrada en las Catacumbas de santa Priscila, en Roma.
Al encontrarnos con toda esta riqueza de la Tradición, los católicos pensamos: No es
posible que durante 15 siglos la Iglesia hubiera estado equivocada, abandonada por el
Espíritu Santo, y que, al fin, cuando apareció el sacerdote rebelde, Lutero, se hubiera
descubierto que la Iglesia había permanecido en las tinieblas durante tantos siglos. Pero la
Tradición apostólica viene a confirmamos lo contrario. Lutero y el Protestantismo
enseñaron algo contrario a lo que la Iglesia había enseñado, basándose en la Biblia y en la
Tradición apostólica durante muchos siglos.

Necesidad de la Tradición

Para nosotros los católicos, la Biblia y la Tradición son fuentes indispensables por

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medio de las cuales nos llega la Revelación de Dios. Esto lo expone muy explícitamente
el gran teólogo Johann A. Möhler, cuando escribe: «Sin esa Tradición universal, no
puede determinarse nunca de manera firme, segura y con validez general cuál sea la
propia doctrina cristiana; sólo el individuo podría atreverse a afirmar: aquí está mi
opinión, ésta es mi interpretación de la Escritura. Con otras palabras: sin Tradición, no
hay doctrina de la Iglesia, ni Iglesia siquiera, sino sólo cristianos particulares; no hay
certeza ni seguridad, sino sólo duda y probabilidad» (Vea: Obra citada, p. 409).
Al respecto, es muy importante lo que pensaba acerca de la Tradición, John Newman,
que fue un famoso teólogo protestante, un gran pensador cristiano reconocido
internacionalmente. Cuando Newman se convirtió al catolicismo reflexionó al respecto de
la Tradición y escribió: «La opinión de un hombre no es mejor que la de otro. Pero no es
éste el caso en lo que respecta a los Padres de la Antigüedad. Ellos no hablan de sus
opiniones personales. No dicen: Esto es verdad porque nosotros lo vemos en la
Escritura (como dicen los evangélicos), sino que: Esto es verdad porque es afirmado y
fue siempre afirmado por todas las Iglesias desde el tiempo de los Apóstoles hasta
nuestros días sin interrupción» (Disc. ad Arg., 11,1). Esto se puede afirmar porque la
enseñanza de los Padres de la Antigüedad es la enseñanza que aprendieron de la
predicación de los Apóstoles. Esto es lo mismo que pensaba san Agustín, que llegó a
escribir: «Yo no creería en los Evangelios, si no me moviera la autoridad de la Iglesia»
(Epist. Man. 1,5). Esta afirmación de san Agustín demuestra hasta qué punto los Padres
de la Iglesia confiaban en la Tradición.
Sin la Tradición, queda abierta la Biblia a un sin número de interpretaciones
contradictorias que tienen como resultado multiplicidad de sectas. Éste ha sido el virus
que ha carcomido el Protestantismo y lo ha llevado a dividirse y subdividirse en
incontables sectas y denominaciones, que, con la Biblia en la mano, sostienen las
posturas teológicas más peregrinas y contradictorias. Podría recordarse el caso de
Calvino con su terrible teoría de la «predestinación». Según él, la Biblia revela que Dios
ha creado a unos para el cielo y a otros para el infierno. Algo tan «monstruoso», que ni
los mismos protestantes lo aceptan en la actualidad. Sin el Magisterio, como decía
Möhler, «no hay certeza ni seguridad, sino sólo duda y probabilidad» (Obra cit. pág.
409).
El famoso teólogo de la antigüedad Tertuliano (+222), también expuso cuál era el
sentir de la Iglesia de los primeros tiempos, cuando escribió: «La Escritura separada del
contexto de la Tradición de la Iglesia, sirve para destrozar el estómago y dar quebraderos
de cabeza» (De Praes. Her. 16, 3)

El Magisterio

La Carta a los Hebreos comienza recordando: «Muchas veces y de muchas maneras

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habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas. En estos últimos
tiempos nos ha hablado por medio del Hijo...» (Hb 1, 1-3). Dios siempre ha hablado a
sus hijos los hombres, pero ¿dónde están todos estos mensajes? En primer lugar en la
Biblia. Pero también los mensajes de Dios nos han llegado por medio de la predicación
de los apóstoles, de los Padres Apostólicos (discípulos de los Apóstoles) y de los que
llamamos Padres de la Iglesia, que, entre los años 150 y 600, brillaron por su vida santa,
por su sana doctrina y por la aprobación de la Iglesia. A ellos habría que añadir a los
Grandes Doctores de la Iglesia y los famosos Escritores eclesiásticos que recogieron la
predicación y las enseñanzas de la Iglesia apostólica. Todo éste es el gran tesoro de la
Iglesia, que nos ha conservado la Tradición, que nos ayuda a comprender mejor la Biblia
y a vivir según las enseñanzas y costumbres de la Iglesia apostólica.
Pero para que se preserve la sana doctrina y no se le añadan elementos fuera de la
ortodoxia, Jesús dejó el Magisterio de la Iglesia, que no está por encima la Biblia, sino a
su servicio para velar por su integridad, por su recta interpretación. El Magisterio de la
Iglesia también protege la pureza de la Tradición para que no se introduzcan doctrinas no
enseñadas por los apóstoles. Por eso muy bellamente dice el Concilio Vaticano II: «Es
pues evidente que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia,
por designio sapientísimo de Dios se traban y asocian entre sí de manera que uno no
subsiste sin los otros, y todos juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del único
Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salud de las almas» (Divina Revelación, n.
10).
Es muy consolador comprobar que nuestra Iglesia católica conserva la Tradición de
Pedro, de Pablo, de Juan, de los Apóstoles. Cuando Pedro escribía una carta era
aceptada por todas las iglesias particulares del mundo. Pablo escribía y su palabra era
autoridad para todas las iglesias particulares del mundo católico. En la actualidad,
también es lo mismo: escribe el Papa y su palabra es autoridad en todas las iglesias
católicas del mundo. Nos escribieron nuestros obispos y pastores desde el Concilio
Vaticano II y sus documentos son ley para todos los católicos del mundo. Esto mismo no
se puede apreciar en las iglesias protestantes. No tienen un centro de unidad y autoridad.
No tienen unidad de Jerarquía, ni de doctrina, ni de culto. Pero en la Iglesia apostólica, sí
había unidad de Jerarquía, de doctrina, de culto. Esto se puede apreciar en la Biblia, pero
más específicamente en la Tradición. Los hermanos protestantes con Lutero, dicen:
«Sólo la Escritura», porque le tienen miedo a la Tradición apostólica, que les echa por el
suelo muchas de sus enseñanzas y su falta de unidad de jerarquía, de doctrina y de culto.
Los hermanos protestantes tienen en común la Biblia, pero la interpretación de la misma
es muy diversa, según las distintas sectas y denominaciones.
La Tradición es el gran tesoro que nuestra Iglesia conserva. Nos ayuda a interpretar
mejor la Biblia. Nos enlaza con nuestro pasado apostólico y nos muestra con evidencia
que no somos una Iglesia improvisada, sino una Iglesia con una riquísima historia. Esto
nos lleva a conocer mejor a nuestra Iglesia, a amarla, a servirla y cuidarla, para que no se
eche a perder el inigualable tesoro que Jesús nos confió.

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5. ¿IGLESIA o iglesias?

Tanto los hermanos protestantes como los católicos, hablamos de la Iglesia a la luz de
la Biblia. Pero el concepto de Iglesia que tienen los hermanos protestantes es muy
distinto del que tenemos los católicos. Por allí hay que comenzar. Los hermanos
protestantes dicen que su Iglesia es la verdadera. Los católicos también afirmamos que la
nuestra es la verdadera. ¿Cuál es nuestro concepto acerca de la Iglesia?
Para comenzar, podemos anticipar que los católicos afirmamos que los hermanos
protestantes también pertenecen a la Iglesia de Jesús, porque creen en El y lo declaran su
Salvador y Señor. Cuando el Concilio Vaticano II propuso que, en lugar de llamarlos
protestantes, los consideráramos como «Hermanos separados», quería hacernos ver a los
católicos que no debíamos verlos como «enemigos», en cuanto a la religión, sino como
«hermanos» de una misma Iglesia. Hemos tenido serios conflictos: estamos «separados»;
pero pertenecemos a la Iglesia de Jesús.
A los hermanos protestantes, no les gusta para nada que se les llame «hermanos
separados» .Nunca ellos se autodenominan con ese nombre. Lo toman como algo
ofensivo. Muchos de sus escritores y teólogos prefieren seguir con su nombre clásico de
«protestantes». Algunas denominaciones protestantes se autodenominan «evangélicos»;
pero hay que hacer constar que no todos los que pertenecen al Protestantismo aceptan
que se les llame «evangélicos». Cuando el Concilio Vaticano II determinó que los
llamáramos «hermanos separados», no pensaba que les iba a chocar a los hermanos
protestantes . Más bien esperaba que aceptarían mejor ser llamados «hermanos
separados» y no «protestantes», que era un apodo que los católicos les habían puesto
por protestar contra el catolicismo.
El punto de partida es éste: los hermanos protestantes y los católicos tenemos
conceptos muy diferentes con respecto a lo que es la Iglesia de Jesús. Desde nuestro
punto de vista católico, pensamos que ellos, al separarse, han perdido elementos
esenciales de la Iglesia que fundó Jesús, como la Misa, los Siete Sacramentos (ellos
reconocen sólo dos: Bautismo y Santa Cena), la Jerarquía -el Papa, los obispos, los
sacerdotes-, la devoción a la Virgen María y a los Santos. Para los hermanos protestantes
todos estos elementos católicos les desagradan sobre manera, y no pocos de los
hermanos protestantes no pueden disimular su rencor que, en muchos casos, degenera en
verdadero odio.
En el fondo de todo esto, está el pensamiento de Martín Lutero, quien, al verse
confrontado con la Iglesia, que lo excomulgó, echó mano de un mecanismo de defensa:
construyó un nuevo concepto de Iglesia, con el que muchos de su seguidores no estaban
de acuerdo. En el nuevo concepto de iglesia, que armó Lutero, están excluidos el Papa,
los obispos y sacerdotes, que eran parte esencial y aceptada desde un principio en la
Iglesia apostólica. De allí la variedad de concepciones acerca de lo que es una Iglesia en

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las varias denominaciones protestantes. A los católicos nos impacta sobremanera de que
una persona pueda fundar su «propia iglesia» sin la autorización de una «jerarquía».
Nunca imaginamos a san Pablo, fundando su «propia iglesia» con el pretexto de que se
deja llevar por la Biblia y el Espíritu Santo. Con el carisma de líder, en grado superlativo,
que tenía san Pablo, muy bien hubiera podido arrastrar tras de sí una buena parte de la
Iglesia; pero Pablo se sometió a la jerarquía que Jesús había dejado. No nos explicamos
cómo un pastor protestante pueda imponer su propio criterio en «su iglesia», en cuanto a
la doctrina, las costumbres, la disciplina sin depender de una Jerarquía. El pastor alega
que se basa en la Biblia y que se deja guiar por el Espíritu Santo. Pero con esa misma
excusa, en el Protestantismo han pululado millares de «sectas», con las más dispares
teologías, que dicen basarse en la Biblia. Entre ellos no existe una autoridad que pueda
intentar, a nivel de todas sus iglesias, «aclarar» ciertos desvíos doctrinales o morales, no
acordes con la Biblia, con una sana teología.
Ante este panorama de centenares de iglesias, que con agresividad acusan
continuamente a la Iglesia católica, los católicos, debemos saber por qué creemos con
sinceridad que estamos en la Iglesia que fundó Jesús y que conservamos lo que los
Apóstoles nos enseñaron. Nosotros nos basamos en la Biblia y en la Tradición apostólica.
Respetamos a los hermanos protestantes, les reconocemos sus muchas cualidades, pero,
no podemos renunciar a los Siete Sacramentos, a la Jerarquía que nos dejaron los
Apóstoles. Tampoco podemos avergonzarnos de darles el lugar que les corresponde a la
Virgen María y a los Santos en la Iglesia católica.

Jesús funda la Iglesia

Jesús, desde un principio, comenzó a fundar la Iglesia como el «nuevo pueblo de


Dios». De entre muchos discípulos, que comenzaron a seguirlo, el Señor seleccionó sólo
a 12. Los llamó «Apóstoles», que significa «enviados». Los preparó debidamente, en la
teoría y en la práctica, y les dijo: «Vayan y proclamen la Buena Nueva a toda la
creación» (Mc 16,15). También les aclaró: «El que a ustedes los escucha, a mí me
escucha» (Lc 10,16). A sus Apóstoles no los envió desprotegidos. Les entregó poderes
espirituales para llevar a cabo su misión; les dio poder para «predicar», para «sanar a
enfermos» y para «expulsar espíritus malos» (Mt 10). Para que no se sintieran con
temor ante tan inmensa labor, les dijo: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin
del mundo» (Mt 28, 20). Para eso les garantizó que estaría dentro de ellos por medio del
Espíritu Santo, que les «recordaría» todo lo que les había enseñado, y «los llevaría a
toda la Verdad» (Jn 14, 16s).
Desde un principio se nota que el Señor está preparando una «jerarquía» para su
Iglesia. Además de los Apóstoles, el Señor también llamó a otros 72 discípulos. También
a ellos los preparó y los envió con poderes espirituales para realizar su misión. Los envió
a «predicar el Evangelio», a «sanar enfermos» y a «expulsar espíritus malos». Cuando

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estos discípulos cumplieron con una de sus misiones de evangelización, volvieron
gozosos diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre» (Lc 10,17).
Con lenguaje católico podríamos decir que estos 72 discípulos representan a los «laicos»
en nuestra Iglesia, en la que todos somos un «pueblo de sacerdotes» por el Bautismo,
pero en la que hay un «sacerdocio ministerial», como el de los Apóstoles, y un
«sacerdocio común», como el de los 72 discípulos. Desde un principio, también se
aprecia cómo el Señor da una enseñanza especializada a los apóstoles, distinta de la que
ofrece a los setenta y dos discípulos. El sentido de la Jerarquía en la Iglesia lo expresa
muy bien san Pablo, cuando escribe: «No es que pretendamos controlarlos en su fe -ya
que, por lo demás, en la fe se mantienen firmes-, sino que queremos más bien
contribuir a su alegría» (2Cor 1,24). En el sentido evangélico gobernar es lavar los pies
a los otros (Jn 13,14).
El libro de Hechos exhibe una preciosa «fotografía» de la Iglesia fundada por Jesús.
Se encuentra en el cenáculo en un retiro espiritual al que la envió el Señor antes de
recibir la «promesa del Padre”, el don del Espíritu Santo. En esta fotografía de la Iglesia,
se menciona, en primer lugar, a Pedro; luego se dan los nombres de los apóstoles; hay
más de un centenar de discípulos. De manera especial, se menciona a la Madre del
Señor, que está en la Iglesia con la misión que Jesús le dejó junto a la cruz, ser la Madre
del Jesús místico, la Iglesia (Hch 1,13). Esa es la fotografía de la Iglesia de Jesús. De esa
fotografía no hay que sacar a ninguno de los personajes. De otra suerte, no sería la
Iglesia que fundó el Señor.

El papel de Pedro

De entre los Apóstoles, Jesús le dio un lugar de preeminencia a Pedro. En el Evangelio


es la figura que más se destaca. Este «primado» de Pedro en la Iglesia tiene su origen en
el poder especial que Jesús le entregó. Cuando Pedro, inspirado por Dios, le dijo a Jesús:
«Tú eres el Mesías el Hijo de Dios”, el Señor le contestó: «Tú eres Pedro y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia y las puertas de la muerte no podrán con ella. Te daré las
llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo
que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,18-19). El comentario de
este pasaje, que hace la Biblia de América, es muy enriquecedor para comprender el
alcance de las palabras de Jesús. Comenta la Biblia de América: «El cambio de nombre
indica el nuevo encargo que Jesús le confiere: ser piedra de cimiento para el nuevo Israel
que empieza a ser reunido. Este nuevo Israel es la Iglesia, asamblea de los elegidos,
nuevo pueblo de Dios, cuya misión será arrancar a los hombres del imperio de la muerte.
A través de esta Iglesia viene el reino de Dios, que es semejante a una ciudad, cuyas
llaves se entregan a Pedro. Es él quien recibe el encargo de ser mayordomo y supervisor,
con autoridad para interpretar la ley (esto significa entre los judíos la expresión «atar y
desatar»), y adaptarla a las nuevas situaciones».

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Los comentarios del los hermanos protestantes son muy diversos al expuesto por la
Biblia de América. Es impresionante cómo los hermanos protestantes hacen verdaderas
«acrobacias» para restar importancia, en este pasaje, al puesto de relevancia que Jesús le
dejó a Pedro en su Iglesia, y que le fue reconocido por los apóstoles y Padres de la
Iglesia. Los comentarios de los hermanos protestantes no concuerdan con los de los
Padres Apostólicos (que vivieron con los Apóstoles) ni con los de los Padres de la Iglesia
(que vivieron entre los años 150 y 600). Todos ellos aceptan, sin más, el primado que
Pedro ha recibido en la Iglesia. Entre los hermanos protestantes pesa sobremanera el
pensamiento de Lutero, que, al verse confrontado con la Iglesia y excomulgado, enfiló
toda su batería de resentimiento contra el Papado y la jerarquía eclesiástica. Pero el
pensamiento de Lutero no está acorde con lo que enseñaron los Padres Apostólicos y los
Padres de la Iglesia, santos y sabios escritores, que en sus escritos nos legaron lo que
habían aprendido de los Apóstoles y de los discípulos de los Apóstoles, con respecto al
primado de Pedro y de los sucesores de Pedro en la Iglesia.
Hoy día, hasta eminentes teólogos protestantes, al comentar el pasaje de Pedro como
Roca en la Iglesia, reconocen que la interpretación corriente y obvia es la más aceptable.
Por ejemplo, el famoso teólogo protestante, Gúnter Bomkamm, escribe: «En la
interpretación de las palabras sobre Pedro y la Iglesia, la teología romano-católica y la
protestante se han aproximado entre sí desde hace bastante tiempo. La «roca» no es ni
Cristo, como ya pensaba Agustín y tras él Lutero, ni la fe de Pedro ni el oficio de la
predicación, como lo entendieron los reformadores, sino el mismo Pedro como director
de la Iglesia».

El Primado de Pedro

El lugar que Jesús le dejó a Pedro, se aprecia con evidencia en el libro de Hechos de
los Apóstoles, que es la primera historia de la Iglesia. Allí se constata cómo es Pedro el
que, al no más bajar del monte de la Ascención, propone que se nombre un sustituto de
Judas. Es Pedro el que, en nombre de la Iglesia naciente en Pentecostés, toma la palabra
para ser el primero que proclame el «kerigma», lo básico acerca de Jesús. Es Pedro el
que es llamado milagrosamente por el Señor para que sea el que abra la puerta de la
Iglesia para bautizar a algunos paganos, que se encuentran en la casa del centurión
Cornelio. Es Pedro el que, en nombre de Jesús, obra el primer milagro, sanando a un
paralítico. Es Pedro el que en el primer Concilio de la Iglesia, en Jerusalén (año 50), se
levanta para calmar los ánimos y exponer su punto de vista con respecto al problema de
la circuncisión de los paganos.
Todos recordaban muy bien que, en la última Cena, Jesús le había dicho a Pedro: «Yo
he orado por ti para que tu fe no decaiga; y tú una vez convertido, confirma a tus
hermanos» (Lc 22, 32). También recordaban que después de la resurrección, el Señor,
en lugar de destituir a Pedro por sus «fallos», lo reconfirmó en su primado en la Iglesia;

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le dijo: «Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos». Pedro había recibido la misión
de pastorear la Iglesia (ovejas y corderos). Se le había encargado como Pastor principal,
«confirmar a sus hermanos». Es muy impresionante ver en la Carta a los Gálatas, cómo
Pablo narra que, después de tres años de estar en Arabia, meditando y preparándose para
la misión que Jesús le había encomendado, fue a «conocer a Pedro» y estuvo con él
quince días. Varios años después, Pablo cuenta que volvió a Jerusalén a presentarse a los
dirigentes; escribe Pablo: «Fui porque Dios me había mostrado que tenía que ir. Y ya en
Jerusalén, en una reunión que tuve en privado con los que eran reconocidos como
dirigentes, les expliqué el mensaje de salvación que predico entre los no judíos. Hice
esto porque no quería que lo que había hecho y estaba haciendo fuera trabajo perdido»
(Ga 1,2). Además, añade Pablo: «Santiago, Pedro y Juan, que eran tenidos por
columnas de la Iglesia, reconocieron que Dios me había concedido este privilegio.
Para confirmar que nos aceptaban como compañeros, nos dieron la mano a mí y a
Bernabé» (Ga 2, 9).
La actitud de Pablo es muy ejemplar. Pablo era mucho más instruido en teología y
Biblia que todos los demás apóstoles. Sin embargo, Pablo con humildad, se presenta a la
Jerarquía de la Iglesia y le expone su manera de evangelizar. Todos le dan el visto bueno.
Pablo queda muy complacido de que le dieran la mano en señal de aprobación. Así
entendemos la Jerarquía en la Iglesia católica. Como la quiso Jesús. Una autoridad para
todas las «iglesias particulares». Hay un Pastor principal, Pedro; hay otros dirigentes que
colaboran con él. Pero la Iglesia es una. La autoridad de la Jerarquía es aceptada por
todos. Nunca a Pablo se le ocurrió fundar su «propia Iglesia», separarse de la Iglesia
encomendada a Pedro y los Apóstoles.
Los hermanos protestantes para negar el «primado de Pedro», aducen que Pablo le
llamó la atención a Pedro con relación a la actitud de Pedro de comenzar a frecuentar las
casas de los paganos de manera clandestina. Pablo le hizo ver que no era una manera
correcta de comportarse (Ga 2, 11-14). Pedro, en su manera de obrar, está intuyendo
que Dios lo llama a abrirse a los paganos. No sabe cómo obrar: el ambiente no estaba
preparado todavía para esa apertura. Eso se va a dilucidar más tarde en el Concilio de
Jerusalén. Lo cierto es que eso de «llamar la atención» al Pastor principal, no es ninguna
cosa nueva en la Iglesia. Varios santos y santas le escribieron o se presentaron a algún
Papa para hacerle ver sus errores y actitudes no convenientes. Eso para nosotros, los
católicos, no es algo «escandaloso». Lo vemos como algo natural, que se ha dado
muchas veces en la Iglesia. Eso no le resta nada al primado de Pedro. Más bien hace
resaltar la santidad de Pedro que acepta con humildad la «corrección fraterna» que le
hace Pablo. Este incidente ya se había comentado desde antiguo en la Iglesia. El famoso
escritor Tertuliano (+222) lo explicó diciendo: «El yerro de Pedro fue de
comportamiento, no de doctrina». De esta manera, el escritor antiguo recalcaba la
asistencia especial del Espíritu Santo para Pedro en asuntos de fe y moral.

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La Jerarquía

Entre los hermanos protestantes no existe la Jerarquía, que se aprecia en la Iglesia de


Jesús, en el Nuevo Testamento. No existen para ellos un sucesor de Pedro ni unos
sucesores de los Apóstoles -el Papa, los obispos-. No existe una autoridad que sea
aceptada en todas sus iglesias particulares. Eso de que se dejan guiar únicamente por la
Biblia y el Espíritu Santo, no es el lenguaje ni la práctica del Nuevo Testamento. Pablo
no alegó que no necesitaba presentarse a Pedro y a sus superiores, que le bastaba la
Biblia y el Espíritu Santo. Expresamente, Pablo afirma en su Carta a los Gálatas que fue
Dios el que lo impulsó a presentarse a la Jerarquía de la Iglesia, para recibir instrucciones
con respecto a su ministerio. (Ga 2,2).
Algo digno de recordarse. En una de sus visitas a la Jerarquía, Pablo se presenta a
Santiago, que en ese momento es el obispo de Jerusalén. Santiago y los ancianos le
notifican a Pablo que se dice que él enseña a no hacer caso de lo mandado por Moisés,
que afirma que no deben circuncidarse. Los dirigentes le indican a Pablo lo que debe
hacer para quitar de la gente esa mala impresión que tiene de él. Le dicen: «Lo mejor es
que hagas lo siguiente: Hay aquí, entre nosotros, cuatro hombres que tienen que
cumplir una promesa. Llévalos contigo, purifícate junto con ellos y paga sus gastos,
para que ellos puedan hacer cortar el cabello. Así todos verán que no es cierto lo que
les han dicho de ti, sino que, al contrario, tú también obedeces la ley» (Hch 21, 23-
24). Pablo dócil a la Jerarquía cumple al pie de la letra lo que le mandan. Ésa era la
manera de conducirse de los cristianos de los tiempos apostólicos . Ésa es la manera en
que los católicos seguimos siendo fieles a la Iglesia Jerárquica que Jesús fundó. Esta
actitud de Pablo me hace recordar lo que decía san Agustín con respecto al Magisterio de
la Iglesia: «Yo no creería en los Evangelios, si no me moviera la autoridad de la Iglesia».
Los hermanos protestantes sostienen que sólo se atienen a la Biblia con respecto a lo
que Jesús afirmó con respecto a Pedro : «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia», y lo concerniente a la entrega de las «llaves», y el significado de «atar y
desatar». A los hermanos protestantes no les conviene encontrarse con la Tradición
apostólica, en lo que respecta a la praxis de la Iglesia en cuanto al «primado de Pedro».
La Tradición apostólica en esto es muy concreta. Uno de sus documentos muy valiosos
para comprobar qué pensaba la Iglesia del tiempo de los Apóstoles, con respecto al
primado de Pedro, es la obra «Contra las herejías», de san Ireneo (año 202). Escribe
san Ireneo: «Nosotros podemos hacer una lista de todos los obispos establecidos por los
Apóstoles y sus sucesores hasta nuestros días. Mas, como sería excesivamente prolijo
enumerar en una obra como la presente, la sucesión de los Apóstoles en toda la Iglesia,
nos limitaremos a indicar la tradición apostólica y la predicación de la fe en la Iglesia más
grande, más antigua y conocida de todos, la cual fue fundada y establecida en Roma por
los Apóstoles más célebres, Pedro y Pablo. En ella perseveró hasta nuestros días la
sucesión de sus obispos. Después que los bienaventurados Apóstoles fundaron y
erigieron la Iglesia, transmitieron a Lino el Episcopado para el gobierno de la Iglesia .De

39
este Lino hace mención Pablo en su carta a Timoteo (2Tm 4,21). A éste sucedió Cleto.
Después recibió el episcopado Clemente, el cual todavía vio a los Apóstoles y conversó
con ellos. A Clemente sucedió Evaristo, a Evaristo, Alejandro. El sexto después de los
Apóstoles, fue Sixto, nombrado así, precisamente, por ser el sexto. Después de él, siguió
Telésforo, mártir glorioso; luego Higinio, Pío, Aniceto. Después de Aniceto sucedió
Sotero y, actualmente, como duodécimo sucesor de los Apóstoles, posee el Episcopado
Eleuterio» (Contra las herejías, Libro III, c. 3, no. 13).
Con frecuencia nos encontramos con que los hermanos protestantes con aplomo
afirman que la Iglesia de Roma inició a autonombrarse o imponerse sobre las demás
Iglesias de Occidente, con el Emperador Constantino, que emitió el Edicto de Milán en el
año 313. El documento citado de san Ireneo echa por tierra esta acusación, pues san
Ireneo murió 120 años antes de Constantino. San Ireneo fue discípulo de san Policarpo
que, a su vez, tuvo como maestro al Apóstol san Juan. Para nosotros la Tradición
apostólica nos ayuda a interpretar en su contexto la Biblia. Si los hermanos protestantes
no tuvieran tanto miedo de la Tradición apostólica, comprenderían mejor muchos datos
de la Biblia, que ellos interpretan a su manera, fuera de su verdadero contexto.
Este primado de Pedro pasó luego a sus sucesores. Jesús había profetizado que su
Iglesia duraría hasta el fin del mundo. La Tradición y la Historia recogen abundancia de
datos acerca de los sucesores de Pedro como obispos de Roma. A fines del siglo 1 hubo
un conflicto en Corinto. El Papa San Clemente les envió una carta llamándolos al orden;
les decía: «Si alguien no obedece a lo que Dios manda por medio de nosotros, sepa que
incurre en falta grave y en grave peligro» (c. 69). Además comunica el Papa que enviará
delegados desde Roma para ayudarles a solucionar el problema. Este documento es muy
revelador. Hay que hacer constar que en ese tiempo vivía en Efeso el Apóstol san Juan.
Efeso estaba más cerca de Corinto que Roma. No es Juan el que interviene, sino el Papa
San Clemente. Juan nunca fue nombrado Papa. Entre los Apóstoles, sólo Pedro fue
Papa.
A finales del siglo II tuvo lugar una controversia con respecto a la celebración de la
Pascua. Algunos obispos de Asia Menor querían cambiar el calendario litúrgico con
respeto a la Pascua. El Papa san Víctor los amenazó con excomunión, si procedían sin la
autorización de Roma. Este documento muestra con claridad, cómo a nivel internacional
se reconocía el primado del Papa con respecto a todas las iglesias.
Con el paso de los años, se encuentran cada vez más documentos que comprueban la
tradición apostólica de reconocer el primado del sucesor de Pedro, como Jesús lo había
establecido.

¿Infalible El Papa?

Los hermanos protestantes consideran como una «aberración» que los católicos

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hablemos de la «infalibilidad del Papa». Ciertamente la casi totalidad de ellos tienen ideas
muy extravagantes acerca de lo que los católicos entendemos por «infalibilidad» del Papa
y de la manera en que se ejerce este ministerio en la Iglesia. Piero Petrosillo lo explica de
esta manera: «El romano pontífice, cabeza del colegio Episcopal, goza de infalibilidad en
virtud de su ministerio cuando, como pastor y maestro supremo de todos los fieles, que
confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en
cuestiones de fe y moral».
Infalible, quiere decir que no se puede equivocar. Esta infalibilidad, en lo que
concierne al Papa, es sólo en asuntos DE FE Y DE MORAL . No en otras cuestiones
que no conciernen al la fe y la moral. «El Papa -apunta muy bien el Catecismo
Holandés- sólo puede proclamar lo que cree la Iglesia universal. Delibera con todos los
obispos católicos, sobre todo con el sínodo Episcopal». Hay que hacer constar que muy
pocas veces el Papa hace uso de este poder que le ha sido concedido como Pastor
principal de la Iglesia. El último dogma definido en la Iglesia, fue en el año 1950, cuando
se declaró el dogma de la Asunción de María al cielo.
Creemos en la infalibilidad del Papa en cuestiones de fe y moral, basados en «la
misión especial del obispo de Roma, que es la misma que la de Pedro: mantener unida a
la Iglesia, conservar la unidad de fe y de vida. De allí que el obispo de Roma -el Papa-
sea el presidente autorizado del colegio de los obispos. No está propiamente por encima
del colegio de los obispos, sino es el primero de ellos y el que guía. Es éste el sentido
como se puede decir que está sobre ellos, como la cabeza que forma parte del cuerpo y
lo domina. A partir del silo IV, se le llama papa, que quiere decir "padre". El Papa es el
primero entre todos los que enseñan y gobiernan la Iglesia» (Catecismo Holandés, p.
352).
Fue san Pablo el que describió la Iglesia como el Cuerpo de Cristo (1Cor 12,12). Jesús
es la cabeza, nosotros somos los miembros. De ninguna manera vamos a presentar al
Papa como la cabeza que le quita su lugar a Jesús. Dios siempre se sirve de instrumentos
humanos para continuar su obra en la Iglesia. Por eso, al Papa lo llamamos «Vicario de
Cristo», es decir, el primer representante humano de Jesús en la Iglesia. De ninguna
manera le vamos a quitar al Espíritu Santo que sea el «Otro Abogado» en la Iglesia. El
Espíritu Santo es el Otro abogado, pero es «espiritual». Dios se sirve de seres humanos
para prolongar su obra salvadora en la Iglesia. En este sentido, llamamos al Papa
«Vicario de Cristo» en la Iglesia. Como se habla del Vicepresidente de una Nación, el que
hace las veces del Presidente, cuando éste está ausente. Jesús físicamente está ausente.
Ha dejado un Vicario que haga sus veces.
Si los hermanos protestantes no se hubieran separado de la Iglesia, podrían
comprender lo que significa contar con un Sucesor de Pedro, el Papa; con unos obispos,
sucesores de los Apóstoles; con unos sacerdotes, colaboradores de los obispos: todos
ellos impiden que la Iglesia se parcele en sectas, y denominaciones. Que aparezcan
personas «iluministas», que afirman que tienen hilo directo con el Espíritu Santo y que
por eso fundan «sus propias iglesias». El conservar una jerarquía, al estilo apostólico, ha

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ayudado a la Iglesia para que, como decía san Pablo, tenga «Un solo Señor, una sola fe,
un solo bautismo, un solo Dios y Padre» (Ef 5,4). En nuestra Iglesia católica, habla el
Papa y todas las iglesias reciben ese mensaje como que viniera del mismo Pedro, el
principal representante de Jesús en la tierra. Hablan los obispos reunidos en Concilio, y
todas las «iglesias particulares», en todo el mundo, reciben el mensaje como si fuera
enviado por Jesús..
Es impresionante el resentimiento -a veces odio- que entre muchos hermanos
protestantes hay hacia el Papa y la Iglesia católica. Así lo demuestran cuando, al
comentar el capítulo 17 del Apocalipsis, afirman con aplomo que la prostituta, que allí se
presenta montada sobre una bestia, es la Iglesia católica sobre las espaldas del Papa, que
está representado por la bestia escarlata. De esta manera, afirman que la Biblia dice que
la Iglesia católica es «La gran ramera» y el Papa, el Anticristo.
Una persona culta, que haya pasado por un buen seminario, no puede manipular la
Biblia de esta manera. Todo exégeta competente sabe que esa prostituta montada sobre
la bestia, en la visión de san Juan, es la perversa ciudad de Roma de ese tiempo, a la que
el mismo san Pedro llama Babilonia (1P 5,13), símbolo de la perversión. La bestia
escarlata, sobre la que va montada la prostituta, es el imperio romano, que rendía culto
divino a los emperadores y martirizaba a los cristianos. Para san Juan, en ese momento,
el Imperio romano era el Anticristo de esa época.
Cuando algunos hermanos protestantes manipulan la Biblia con resentimiento para
atacar a la Iglesia católica, nos preguntamos, ¿no es una profanación de la Biblia misma?
Si los pastores protestantes lo saben ¿por qué lo permiten, por qué lo promueven? ¿Será
del agrado del Señor que se emplee su Palabra para calumniar? Lo mejor que se les
puede aconsejar a los hermanos protestantes, que actúan de esta manera antibíblica, es
que consulten algún buen comentario bíblico protestante : hay muchos de alta calidad
exegética. El comentarista protestante, William Barclay, en su estudio sobre el
Apocalipsis, al referirse a la prostituta montada sobre la bestia, apunta: «Si la mujer es
Roma, y si está sentada sobre la bestia, la bestia, evidentemente, es el Imperio Romano»
(Ap 17). Para nada se habla del Papa y de la Iglesia católica.
Cuando Scott Hahn era pastor protestante y profesor en una universidad y en un
seminario protestantes, comenzó a conocer la teología católica. Quedó fascinado. ¿Cómo
era que no le habían hablado en su seminario de esos teólogos famosos?, se preguntaba.
En una conversación con uno de los eminentes teólogos protestantes, el Dr. Gestner, éste
le preguntó a Scott: «¿Cómo es que tú puedes pensar que Dios haga infalible a Pedro?».
Scott, que comenzaba a profundizar en la teología católica, le contestó: «Tanto
protestantes como católicos están de acuerdo en que Dios debió hacer infalible a Pedro
por lo menos en un par de ocasiones: cuando escribió la Primera y la Segunda Carta de
Pedro, por ejemplo. Así que si Dios pudo hacerlo infalible para enseñar con autoridad
por escrito, ¿por qué no podría liberarlo de error al enseñar con autoridad en persona?
Del mismo modo, si Dios pudo hacer eso, con Pedro -Y con los otros apóstoles que
escribieron la Escritura-, ¿por qué no podría hacer lo mismo con sus sucesores,

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especialmente al prever la anarquía que sobrevendría si no lo hiciese? Por otro lado, Dr.
Gestner, ¿cómo podemos estar seguros de que los veintisiete libros del Nuevo
Testamento son en sí mismos la infalible Palabra de Dios, si fueron falibles los concilios
y Papas que nos dieron la lista?» (Regreso a casa. Regreso a Roma, Ignatius, Press, San
Francisco 2000, p. 78). Para nosotros, los católicos, es muy revelador este enfoque de
Hahn, cuando todavía era protestante. Indica un acercamiento bíblico, sin prejuicios, a
un tema tan básico en la teología católica.

¿Fuera de la Iglesia no hay Salvación?

«Fuera de la Iglesia no hay salvación», escribió el famoso teólogo, Orígenes, en el


siglo III. ¿De qué iglesia se trata? Los católicos, de ninguna manera, afirmamos que el
que no pertenece a nuestra Iglesia se condena. El Concilio Vaticano II nos ayuda a
comprender la frase de Orígenes de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. El
Concilio enseña claramente que Dios ofrece a todos la posibilidad de salvarse. «Dios
quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad», dice claramente la
Biblia (1Tm 2,4). El Concilio afirma que solamente no se salva quien, una vez conocida
la vedad del Evangelio, la rechaza libremente. También afirma el Concilio que tampoco
se salva el que está incorporado a la Iglesia, pero no persevera en la caridad y permanece
en el seno de la Iglesia, pero no de corazón. (Luz de las Gentes, 14).
Me ha impresionado mucho el libro «De regreso a casa, de regreso a Roma». En esta
obra, Scott Hahn, que entonces era pastor protestante y Doctor en teología en una
famosa universidad de Estados Unidos, narra su proceso de conversión hacia la Iglesia
católica. Tanto él como su esposa Kimberly, también graduada en teología, eran rabiosos
anticatólicos. Scott compró en una librería de libros usados la biblioteca de un sacerdote
difunto. De pronto se encontró con un tesoro: los mejores teólogos de la Iglesia católica.
Los desconocía por completo. Esa lectura lo fascinó y cuestionó seriamente. Su esposa
cuenta que, un día, Scott le preguntó : «¿Cuál es la columna y fundamento de la
verdad?». Ella contestó inmediatamente: «La Palabra de Dios». Entonces, Scott le
replicó: «Entonces, ¿por qué san Pablo en 1 Timoteo 3,15, dice que es la Iglesia?». Scott
se había encontrado con algo básico en la Iglesia católica, que lo llevó a profundizar en lo
que significa el magisterio de la Iglesia como intérprete de la Biblia; el primado de Pedro
como el custodio de velar por la sana doctrina con la asistencia del Espíritu Santo.
Scott Hahn narra, que cuando todavía él era pastor protestante y profesor
universitario, sostuvo una conversación con una eminencia teológica en el
protestantismo, el Doctor Gestner, que lo cuestionaba acerca del primado de Pedro. Scott
le expuso su pensamiento: «Cuando Jesús habla de las ‘llaves del Reino’, hace referencia
a un importante texto del Antiguo Testamento, Isaías 22, 20-22, donde Ezequías, el
heredero del trono real de David, y el rey de Israel en los días de Isaías, reemplaza a su
viejo primer ministro, Shebna, por uno nuevo, llamado Eliakim. Cualquiera podía darse

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cuenta de quién era el nuevo primer ministro, ya que se le habían entregado las ‘llaves
del reino’. Confiándole a Pedro ‘las llaves del Reino’, Jesús establece el cargo de Primer
Ministro para que administrara la Iglesia como su Reino en la tierra. Las ‘llaves’ son,
pues, un símbolo del oficio y la primacía de Pedro para ser transmitido a sus sucesores ;
como de hecho se ha transmitido a lo largo de las épocas».
Hahn también le expuso otro punto de vista al famoso teólogo, diciendo: «Desde la
época de la Reforma, más de veinticinco mil diferentes denominaciones protestantes han
venido a la existencia, y los expertos dicen que en la actualidad cinco nuevas se forman
cada semana. Cada una de ellas proclama seguir al Espíritu Santo y el pleno sentido de la
Escritura. Dios sabe que necesitamos algo más que eso. Lo que quiero decir, Dr. Gestner,
es que cuando los fundadores de nuestra nación, nos dieron la Constitución, no se
contentaron únicamente con eso. ¿Se imagina lo que tendríamos hoy si lo único que nos
hubiesen dejado fuera un Documento, por muy bueno que sea, junto con la
recomendación: Que el espíritu de Washington guíe a cada uno de los ciudadanos?
Tendríamos una anarquía, que es básicamente lo que los protestantes tenemos en lo que
se refiere a la unidad de la iglesia. En vez de eso, nuestros padres fundadores nos dieron
algo más que la Constitución; nos dieron un gobierno -constituido por un presidente, un
congreso y una corte suprema- todos ellos necesarios para aplicar e interpretar la
Constitución. Y si eso es necesario para gobernar un país como el nuestro, ¿qué se
necesitará para gobernar una iglesia que abarca al mundo entero?» (Ob. cit. p. 76).
Cuando este pastor protestante se encontró con estos conceptos acerca de la Iglesia
como «fundamento de la Verdad» y con el Sucesor de Pedro, como el custodio principal
de la sana doctrina, estaba tocando uno de los puntos básicos para los católicos, y muy
desagradable para los hermanos protestantes. Es muy interesante el razonamiento que
hacía Hahn cuando todavía era protestante. Luego, como lo testimonia en su libro,
comprendió lo que significa la Iglesia jerárquica, que Jesús quiso, con su respectivo
Magisterio, para dirigir y velar por la sana doctrina.
Los católicos, de ninguna manera, les extendemos el pasaporte al infierno a los
hermanos protestantes. Son nuestros hermanos. También ellos pertenecen a la Iglesia de
Jesús. Desde nuestro punto de vista católico, pensamos que, al separarse, se han privado
de dones valiosísimos que Jesús entregó a los Apóstoles: La santa Misa (la presencia real
de Jesús en la Eucaristía), los Sacramentos, la Jerarquía con su Magisterio, y la Tradición
Apostólica, que nos ayudan a interpretar la Biblia y a conservar la fe que nos legaron los
Apóstoles. Además, se han privado de la maternidad espiritual de la Madre de Jesús.
Cuando algún católico se separa de su Iglesia y se va a otra iglesia, culpablemente, pierde
todos estos dones que han sido propios de la Iglesia de Jesús. Para nosotros la Iglesia es
«Sacramento de salvación». Por medio de ella Jesús nos salva. Nosotros estamos
plenamente de acuerdo con lo que decía san Cipriano: «No tiene por Padre a Dios quien
no quiera tener por madre a la Iglesia». Nuestra Iglesia no es para nosotros algo aéreo,
sino algo muy concreto. Una madre que nos engendra y educa en la fe. Por eso
procuramos conocerla, amarla y servirla. Nuestro sincero anhelo es ser, como decía san

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Pedro, «Piedras vivas» en la Iglesia de Jesús (1P 2,5).

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6. ¿NO VALE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS?

Desde sus inicios, la Iglesia católica administró siete Sacramentos. Cuando llegó la
rebelión protestante con Martín Lutero, al principio, los hermanos protestantes, siguiendo
el criterio de Lutero, abandonaron cuatro de los siete sacramentos que la Iglesia católica
venía administrando desde sus inicios. Se quedaron sólo con tres Sacramentos, nada
más: El Bautismo, la Santa Cena y la Penitencia o confesión. En la actualidad, la casi
totalidad de los hermanos protestantes sólo aceptan dos sacramentos: el Bautismo y la
Santa Cena.
Para comprender la posición de los hermanos protestantes, con respecto a los
Sacramentos, hay que comenzar por recordar que ellos afirman que «sólo Jesús salva» y
que, por lo tanto, no necesitan ni del Magisterio de la Iglesia, ni de los Sacramentos, ni de
la intercesión de la Virgen María y de los Santos. La enseñanza de los hermanos
protestantes con respecto a los Sacramentos la resume la escritora protestante, Luisa de
Walker, en su libro ¿Cuál camino?, cuando anota: «Jesús no consideró necesario
ninguno de estos medios de gracia para la salvación del ladrón penitente, cuando estaba
crucificado junto a El. Pablo no se los citó al carcelero que quería saber cómo ser salvo»
(Editorial Vida, Miami, 1987, p. 59).
Los católicos vemos desde otro punto de vista, a la luz de la Biblia, los pasajes
mencionados por Luisa de Walker. El buen ladrón, después de seis horas de estar oyendo
las palabras de Jesús, las siete palabras, al fin, abrió su corazón al Señor. Lo primero que
hizo fue «una confesión de pecado». Aceptó que era un delincuente, que por eso estaba
en la cruz; se lo hizo ver al otro ladrón, que seguía insultando al Señor. Vino luego un
«bautismo de deseo», quiso hundirse en el Reinado de Jesús; le pidió expresamente que
lo aceptara en su Reino (Lc 23,42-43). Para nosotros, debido a la Palabra de Jesús que
penetró en el corazón del ladrón, hubo una aceptación de Jesús como Señor, (Señor del
Reino). El ladrón recibió lo que en la Iglesia llamamos un «bautismo de deseo», después
de haber hecho su «confesión de pecado» en público. Lo mismo, podemos decir en
cuanto a lo de San Pablo y su carcelero. Es cierto que Pablo le dijo al carcelero que para
salvarse debía creer en Jesús; pero también es cierto que apenas el carcelero aceptó a
Jesús como Salvador, Pablo inmediatamente procedió a administrarle el Sacramento del
Bautismo (Hch 16,31-33). Todo esto lo vemos muy claro, según la doctrina de los
Sacramentos que profesamos.

¿Qué es un Sacramento?

Los católicos creemos que todos los Sacramentos son «signos sensibles y eficaces,
instituidos por Cristo para comunicarnos la Gracia» (Aquilino de Pedro. Diccionario de

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términos religiosos y afines. Editorial Verbo Divino, 1990). Los católicos estamos
plenamente de acuerdo en que «sólo en Jesús hay salvación» (Hch 4,12). Por eso
afirmamos sin complejos teológicos que los Sacramentos son «acciones de Jesús». Es
Jesús mismo que obra en los Sacramentos. Esto lo afirmó inigualablemente san Agustín,
cuando escribió: «Pedro bautiza, Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautiza» Todo
Sacramento es una «acción de Jesús», que se sirve de un instrumento humano para
comunicar la Gracia. No importa si ese instrumento es un santo, como Pedro, o un
pecador, como Judas. Es Cristo mismo el que bautiza, el que perdona, el que nos da su
Cuerpo y su Sangre.
En el Bautismo, Jesús se sirve de un instrumento humano -un sacerdote, un pastor
protestante- para limpiarnos de toda mancha de pecado. En el bautismo, el agua es un
«signo sensible». Algo que vemos y tocamos. Además, es un signo «eficaz»: por medio
del simbolismo del agua, Jesús nos comunica su Gracia, su purificación, el nuevo
nacimiento de tipo espiritual por obra del Espíritu Santo.
Jesús se sirvió de su saliva para dar vista a un ciego, y voz a un sordomudo. La saliva
de Jesús no tenía «poder mágico». Jesús se valió de ese símbolo para ayudar a los
enfermos para que se abrieran a la fe en su poder sanador. Eso mismo es lo que Jesús
sigue haciendo por medio de los Sacramentos. Son símbolos sensibles por medio de los
cuales ha querido comunicarnos la Gracia. Ésta ha sido siempre la tradición de la Iglesia.
Cuando los hermanos protestantes se separaron de la Iglesia católica, dejaron de lado
cinco Sacramentos, que nuestra Iglesia llevaba administrando durante quince siglos (casi
mil quinientos años), y que son herencia de la Tradición apostólica.
San Pedro, sin ningún temor a equivocarse, al comparar el bautismo con la salvación
que obtuvieron en el Arca los de la familia de Noé, afirma: «Aquello anunciaba
anticipadamente el bautismo que ahora los salva y que no consiste en la suciedad
corporal, sino en implorar de Dios una conciencia limpia en virtud de la resurrección
de Jesucristo..» (1P 3,21). Aquí, san Pedro presenta nítidamente lo que es un
Sacramento: un signo sensible, eficaz de la Gracia. Además, Pedro afirma que «el
Bautismo salva»: porque sabe que es Cristo mismo el que actúa en el Bautismo. Lo que
decía san Agustín: «Pedro bautiza, Jesús bautiza». Este es el motivo profundo por el cual
los católicos aceptamos los siete Sacramentos y estamos seguros que son «acciones de
Jesús» para comunicarnos la Gracia.
Dios se sirve de los seres humanos para continuar su obra salvadora. Éste es el motivo
por el que san Pablo le escribe a su discípulo Timoteo: « Vela por ti mismo y por la
enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así te salvarás a ti mismo y
a los que te escuchen» (1Tm 4,16). San Pablo no tiene temor de afirmar que «Somos
colaboradores de Dios» (1Cor 3,9). Estos conceptos acerca de los que son los
Sacramentos son indispensables para no dejarse desorientar, cuando los hermanos
protestantes afirman que «sólo Cristo salva», y que los Sacramentos no comunican
ninguna Gracia. Por lo expuesto, podemos colegir que el concepto de Sacramento es
muy distinto entre los católicos y los hermanos protestantes.

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El Bautismo

El Catecismo de la Iglesia católica, al referirse al Bautismo, afirma que es «el más


bello y magnífico de los dones de Dios» (n. 124). El bautismo es algo esencial para la
salvación. Jesús le dijo a Nicodemo: «El que no vuelva a nacer del agua y del Espíritu
no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). En este texto se hace alusión al bautismo:
agua y Espíritu Santo. También el Señor dijo: «El que crea y se bautice, se salvará»
(Mc 16,16). En este otro texto se puntualiza que la fe es indispensable para poder recibir
el bautismo. No se trata de un simple rito de tipo mágico, sino algo que se recibe con fe
en Jesús como Salvador y Señor.
El concepto que tienen los hermanos protestantes con respecto al Bautismo es muy
distinto del que tenemos los católicos. La escritora protestante, Luisa J. de Walker, lo
resume de esta manera: «Los evangélicos creemos que el bautismo no regenera, sino que
es un testimonio ante el mundo de la regeneración ya efectuada en el alma por el Espíritu
Santo. El lavamiento del cuerpo es simbólico del lavamiento del alma, que debe ser
anterior al acto externo del bautismo» (¿Cuál camino?, Editorial Vida, Miami, 1987 p.
60) La Iglesia católica enseña que por medio del Bautismo, Jesús nos concede el don de
su Espíritu Santo, que nos convierte en hijos de Dios, nos incorpora a su Iglesia y nos
borra el pecado original o los pecados personales. Esto lo creemos basados en lo que dice
Jesús : «El que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16,16). También ponemos en
práctica lo que san Pedro les dijo a los que le preguntaron qué debían hacer para su
salvación. La contestación de Pedro fue: «Conviértanse y que cada uno de ustedes se
haga bautizar en nombre de Jesucristo para el perdón de sus pecados, y recibirán el
don del Espíritu Santo «(Hch 2,38). Por lo expuesto, nos damos cuenta de que el
concepto teológico acerca del Bautismo entre los hermanos protestantes y los católicos es
muy diverso.

Bautismo de niños

Los hermanos protestantes critican severamente el «bautismo de niños», que se realiza


en la Iglesia católica. Afirman que ese bautismo no vale porque el niño no tiene uso de
razón y no tiene fe para recibirlo. Habría que recordar que el bautismo es un don, una
gracia; nadie lo puede ganar a puro pulso. Nosotros los católicos creemos, a la luz de la
Biblia, que todo ser humano nace con el pecado original, con un desorden espiritual que
nos viene del pecado de nuestros primeros padres. «En pecado me concibió mi madre»,
reza el Salmo 51. La carta a los Romanos, en su capítulo 5, hace alusión al pecado
original con el que todos llegamos al mundo. Por eso la Iglesia ordena que se bautice

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inmediatamente al niño para que sea liberado del pecado original y para que cuanto antes
sea hecho «hijo de Dios» y «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,19).
La fe de la Iglesia y de sus padres es lo que respalda al niño en el momento de su
bautismo. El bautismo se ha comparado con la circuncisión del Antiguo Testamento (Col
2,11-12). Estaba ordenado por Dios que el niño fuera circuncidado a los ocho días para
formar parte de la Alianza de Dios con su pueblo. El niño no tenía uso de razón y ya
comenzaba a gozar de los privilegios de la Alianza de Dios con su pueblo. Lo mismo, el
niño que es bautizado, está respaldado por la fe de la Iglesia y de sus padres, que se
comprometen a ayudarlo a desarrollarse no sólo en estatura, sino en espíritu para que
llegue a su encuentro personal con Jesús. Muy bien expresa el pensamiento de la Iglesia
desde antiguo, san Agustín, cuando escribe: «Los niños son presentados para recibir la
gracia espiritual, no tanto por quienes los llevan en sus brazos (aunque también por ésos,
si son buenos fieles) cuanto por la fe de la sociedad universal de los Santos y de los
Fieles (la Iglesia). Pues la Iglesia entera es la que actúa en sus santos porque toda ella los
engendra a todos y a cada uno» (Epístola 98,5). No hay que olvidar que la Biblia nos
muestra cómo la fe de la mujer cananea obtuvo la sanación de su hija (Mt 15,21-28). Y
que la fe de un alto oficial fue la que Jesús exigió para que el hijo de este importante
personaje quedara sanado (Jn 4,46-53).
Eso que no tiene uso de razón el niño no es ningún impedimento para que sea liberado
del pecado original y reciba el Espíritu Santo. El Evangelio afirma que Juan Bautista
quedó lleno del Espíritu Santo en el vientre materno (Lc 1,15). Todavía no tenía nombre
ni uso de razón. El Espíritu Santo es un don que se recibe gratis, por gracia. Nadie lo
puede “ganar”.

El Bautismo y la Confirmación

En nuestra iglesia, por motivos pastorales, el Bautismo y la Confirmación forman un


solo bloque. El joven entre los 15 y los 18 años, recibe la Confirmación en la que
«confirma», conscientemente, la aceptación del don de su Bautismo y su aceptación
personal de Jesús como su Salvador y Señor.
La Iglesia católica conserva la Tradición Bíblica de administrar el Sacramento de la
Confirmación a los que ya han sido bautizados. En el libro de Hechos de los Apóstoles se
aprecia perfectamente cómo dos obispos, Pedro y Juan, van a imponer las manos sobre
los que ya habían sido previamente bautizados por el diácono Felipe. Ya tenían el
Espíritu Santo. Por medio de la imposición de manos y la oración, recibieron una «nueva
efusión del Espíritu Santo». Dice el texto bíblico : «Entonces les imponían las manos y
recibían el Espíritu Santo» (Hch 8,17). Los hermanos protestantes han eliminado este
Sacramento de tradición bíblica. La Iglesia lo ha conservado a través de los siglos. La
Confirmación viene a ayudar al que ha sido bautizado de niño a su aceptación personal

49
de Jesús y la aceptación del don del Bautismo que Jesús le ha regalado.
El sacramento de la Confirmación está muy bien descrito en el capítulo ocho de libro
de los Hechos de los Apóstoles. También está respaldado por la tradición apostólica. San
Jerónimo escribió al respecto: «¿Saben qué es la práctica de la Iglesia de imponer las
manos sobe las personas bautizadas y en esta actitud invocar la gracia del Espíritu Santo?
¿Preguntan dónde está escrito? En Hechos de los Apóstoles. Pero aunque no hubiera a la
mano autoridad apoyada en las Escrituras, el consentimiento universal haría fuerza de
Ley a este respecto» (Diálogo Adv. Lucifer). La iglesia desde sus inicios vio la necesidad
del Sacramento de la Confirmación para los que ya habían sido bautizados. Por medio de
este Sacramento se ayuda a que el joven profundice su bautismo que recibió de niño y
para que, como adulto, tenga su encuentro personal con Jesús.
Desde esta óptica de fe, los católicos comprendemos que el bautismo de los niños, no
sólo es una necesidad para la bendición del niño, sino también una obligación de los
papás de velar para que cuanto antes su hijo sea liberado del pecado original, reciba el
Espíritu Santo y sea hecho hijo de Dios.
El libro de Hechos consigna el caso de Pablo que bautizó a toda la familia de su
carcelero (Hch 16,35). También se menciona el caso de Pedro que bautizó a todas las
familias que se encontraban «congregadas» en oración en la Casa del centurión Cornelio
(Hch 10,47). Se entiende que en toda familia hay niños y adultos. Algo que la mayoría
de los hermanos protestantes desconocen, y que sus pastores no les cuentan, es que los
fundadores del Protestantismo, Lutero y Calvino bautizaban a sus niños recién nacidos.
Calvino, al referirse al bautismo de los niños, escribió: « Si se los deja como meros hijos
de Adán, se los deja en la muerte, tal como se dice (en la Escritura), en Adán no
podemos hacer otra cosa que morir. Al contrario, Jesucristo dice que se deje que los
niños se acerquen a Él (Mt 19,14). ¿Por qué? Porque Él es la vida. El quiere, por tanto,
hacerles participar de sí para darles vida» (Institución cristiana).
El bautismo de niños se encuentra claramente confirmado por la Tradición apostólica.
El teólogo Orígenes (año 254) declara: «La Iglesia ha recibido de los Apóstoles la
tradición de bautizar también a los niños «(Carta a los Rm 5,9). San Cipriano (año 254)
anota: «Con cuanta más razón no debe privarse del bautismo a un niño que, siendo
recién nacido, ha contraído desde el primer instante de su vida el virus mortal del antiguo
contagio; por eso le son más fácilmente perdonados los pecados, pues no son suyos
propios, sino de otros» (Epíst. 64, A Fido). El Sínodo Africano (año 256) decretó que se
podía bautizar a los niños «a partir del segundo o tercer día del nacimiento» (Sn.
Cipriano, De Bautismo, 18,3-19). Ésta ha sido la Tradición apostólica, que nuestra Iglesia
ha continuado y de la cual nunca ha dudado.

¿Sólo por Inmersión?

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Algunas sectas y denominaciones radicales, sostienen que el bautismo, para que sea
válido, debe ser por inmersión. Se basan en el texto griego, BAUTIZO, que significa
sumergir. Por este motivo, los mencionados hermanos protestantes, dicen que el
bautismo de los católicos no es válido. La Iglesia desde un principio le dio importancia a
la inmersión para resaltar el simbolismo del Bautismo de morir al hombre viejo y
resucitar al hombre nuevo en Cristo (Rm 6, 34). Es la manera más adecuada del
bautismo. Pero también desde un principio la Iglesia empleó otras maneras de bautizar.
Cuando Pablo bautizó a toda la familia de su carcelero en la misma cárcel, ciertamente,
no pidió permiso para llevarlos a un río o a una piscina. Cuando Pedro y los apóstoles
bautizaron a tres mil personas, en Pentecostés, con seguridad no hicieron una excursión
al río Jordán para bautizarlos. Tuvieron que valerse de otra manera de bautizar.
Seguramente por aspersión. Si alguien se está muriendo en un hospital, no hay necesidad
de sacarlo para llevarlo a hundir en una piscina o en un río. Allí mismo se le rocía la
cabeza con agua y, por supuesto, que queda tan bautizado como el que fue hundido en
un río.
En el libro titulado La Didajé, del primer siglo, que contiene la enseñanza de los
Apóstoles, se lee : «Si no tienes agua corriente, bautiza en otra; si no puedes en la fría
bautiza en la caliente; si no hay ni una ni otra, derrama sobre la cabeza tres veces el agua
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Este texto del siglo primero, nos
ayuda a comprender bien la mentalidad de la Iglesia apostólica con respecto al bautismo.
Lo importante es aceptar que no es el agua la que bautiza, sino es Jesús quien nos
bautiza. Sea por inmersión o aspersión.

Palabra y Sacramentos

Es de tomarse muy en cuenta lo que expone el famoso teólogo protestante Oscar


Cullman, cuando escribe : «La Palabra y los Sacramentos: los dos grandes milagros
presentes entre nosotros, hoy, en la Iglesia de Cristo». Por medio de los Sacramentos,
Jesús continúa su obra de salvación entre nosotros. Es Jesús el que nos concede por
medio del Espíritu Santo un nuevo nacimiento en nuestro Bautismo. Es Jesús el que nos
perdona nuestros pecados en la Confesión. Es Jesús que nos vuelve a partir el Pan de
Vida en la Eucaristía. Es Jesús que nos concede una nueva efusión del Espíritu en la
Confirmación para habilitarnos para ser sus testigos. Es Jesús el que bendice a los
esposos el día del Matrimonio. Es Jesús el que impone manos al que es ordenado de
Sacerdote. Es Jesús el que nos unge con santo crisma, en nuestra enfermedad, y el que
nos vuelve a ungir, como algo Santo, el día que nos toca salir de este mundo para
encontrarnos con él en la eternidad. Eso son los Sacramentos.
De san Francisco de Sales se cuenta con frecuencia iba a la iglesia en donde había sido
bautizado de niño. Se quedaba junto a la pila bautismal, meditando en ese gran don, y
dando gracias a Dios. Nunca vamos a tener palabras suficientes para agradecer a

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nuestros padres y a la Iglesia por habernos hundido en Jesús desde niños, por medio del
Bautismo. Ese día bendito, fuimos regenerados, fuimos convertidos en hijos de Dios, en
Templos del Espíritu Santo y en miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia
de Jesús.

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7. ¿Dónde dejaron la santa misa?

Una cosa me impresiona mucho. Al ver programas protestantes por televisión, observo
asambleas en las que se da gran importancia a la predicación, a los cantos, a la oración;
pero, para nada, aparece la celebración de lo que ellos llaman la Santa Cena. Me
pregunto por qué han relegado a un plano más que secundario la Eucaristía. Como que
no les hiciera falta. Cuando vamos al Libro de Hechos de los Apóstoles, nos
encontramos con lo que hacían los cristianos de los tiempos apostólicos. Dice el libro de
Hechos: «TODOS LOS DÍAS se reunían en el templo, y en las casas PARTÍAN EL
PAN con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46). Los cristianos de la Iglesia fundada
por Jesús «partían el pan todos los días». Por los escritos de los Padres Apostólicos,
sabemos que el primer nombre que recibió la Misa fue «La fracción del Pan». Los
primeros cristianos, dirigidos por los Apóstoles, se reunían diariamente en las casas para
celebrar la Eucaristía. Sentían la necesidad de alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de
Jesús. ¿Por qué los hermanos protestantes no sienten la necesidad de alimentarse, por lo
menos una vez a la semana, del Cuerpo y de la Sangre de Jesús?
Hay que comenzar por aclarar que hay una diferencia abismal entre lo que los
hermanos protestantes llaman la Santa Cena, y la Eucaristía de los católicos. Los
hermanos protestantes no creen en la «presencia real» de Jesús en la Eucaristía. Para
ellos es algo puramente «simbólico»; para ellos la Santa Cena sólo es una
«conmemoración» de lo que hizo Jesús en la Última Cena.
Los católicos creemos en la PRESENCIA REAL de Jesús en la Eucaristía, en la Hostia
consagrada. Cuando el Señor «prometió el Pan de Vida», dijo: «El pan que yo daré, es
mi misma CARNE para la vida del mundo» (Jn 6,51). También dijo: «Porque mi carne
es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». El evangelista Juan, que estaba
presente, narra que lo que dijo Jesús causó tanto impacto en la gente que abandonaron a
Jesús. Comprendieron perfectamente que Jesús hablaba de «comer su Cuerpo» y «beber
su Sangre». La gente se exaltó y dijo que eso era «Inadmisible». Jesús no se retractó de
sus palabras. Por el contrarío, les advirtió a los apóstoles que quedaban en libertad de
marcharse, si querían, es decir, si no «admitían» lo que les estaba diciendo (Jn 6,51-66).
El Señor cumplió su promesa, cuando en la Ultima Cena instituyó la Eucaristía,
diciendo: «Tomen y coman: esto es mi cuerpo». Tomó luego un cáliz y, dadas las gracias,
se lo dio diciendo: «Beban todos de él, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es
derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,26-29).
Jesús, además, les confirió a los Apóstoles el poder de celebrar la Eucaristía, cuando
les ordenó: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19). Cuando san Pablo describe cómo
fue la Institución de la Eucaristía, recuerda que el Señor les dijo a los Apóstoles : «Hagan
esto en memoria mía» (1Co 11,23). Aquí, se evidencia que el Señor, en la Ultima Cena,
al darles poder a los Apóstoles de «hacer» lo que él «estaba haciendo» en ese momento,

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los ordenó de sacerdotes para que perpetuaran la Eucaristía a través de los siglos.
Las palabras de Jesús son muy exactas en la Ultima Cena. No dijo: «Esto llega a ser
mi cuerpo, por la fe del que lo recibe», como afirmaba Lutero. Ni tampoco dijo: «Esto
significa mi cuerpo», como creían Calvino y Zuinglio. La conversión del pan y del vino
en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, es lo que teológicamente llamamos
«transubstanciación». Los teólogos tuvieron que acuñar un término teológico para indicar
que no se trataba de un simple simbolismo, sino de una realidad.
Los hermanos protestantes, alegan que lo que Jesús dijo en la Ultima Cena fue
puramente metafórico, como cuando dijo: «Yo soy la puerta», «Yo soy la vid». Pero lo
cierto es que la gente no se escandalizó cuando Jesús afirmó que era la «puerta» y la
«vid», porque en ese momento entendieron bien lo que Jesús estaba afirmando. La gente
sí se escandalizó cuando le oyó decir a Jesús que debían «comer su Cuerpo y beber su
Sangre», porque comprendieron bien lo que Jesús estaba afirmando. Por eso alegaron
que ese discurso «era muy duro». Jesús no trató de explicarles que lo habían interpretado
mal. El Señor tampoco se retractó ante los Apóstoles porque de esa manera «violenta»
los estaba preparando para el momento en que en la Ultima Cena les dijera: «Esto es mi
Cuerpo». «Esta es mi Sangre». «Coman, beban».

La Tradición

La Tradición apostólica nos ayuda a comprender perfectamente lo que Jesús dijo e


hizo en la Ultima Cena: lo que comprendieron e hicieron los Apóstoles. San Ignacio de
Antioquía (año 107), en su carta a la Iglesia de Esmirna, dice que los herejes (los
Docetas) se abstienen de la Eucaristía «porque no confiesan que la Eucaristía es la carne
de Nuestro Salvador Jesucristo que padeció por nosotros» (n. 7).
San Justino (año 150), al hablar de la santa comunión, dice: «Es la carne y la sangre
de aquel mismo Jesucristo encarnado. Y es así que los Apóstoles en sus Recuerdos, por
ellos escritos, que se llaman Evangelios, nos transmitieron que así les fue a ellos
mandado, cuando Jesús, tomando el pan y dando gracias, dijo: ‘Hagan esto en memoria
mía, éste es mi cuerpo’. E igualmente, tomando el cáliz y dando gracias, dijo: ‘Ésta es mi
sangre’, y que sólo a ellos les dio parte» (Apología, 1,65).
San Ireneo (año 202) dice que el pan y el vino, al recibir «las palabras de Dios, se
convierten en Eucaristía, que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo» (Cont. Haer. 5,2). El
famoso teólogo, Orígenes, escribe: « Si subes con Cristo a celebrar la Pascua, él te dará
en aquel pan de bendición, su propio cuerpo y te concederá su propia sangre» (In Mt 11,
14).
Algo más. San Justino (año 150), después de describir detalladamente cómo era la
Misa de ese tiempo, añade: «Ahora viene la distribución y la participación, que se hace a

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cada uno de los ALIMENTOS CONSAGRADOS por la acción de gracias, y su ENVÍO,
por medio de los Diáconos, a los AUSENTES». ¿Por qué enviaban la hostia consagrada
a los ausentes? Porque creían firmemente en la «presencia real» de Jesús en la
Eucaristía». Y nosotros nos preguntamos: ¿Por qué los hermanos protestantes no envían
la hostia consagrada a los ausentes, como se hacía en tiempos apostólicos? Porque no
creen en la «presencia real» de Jesús en la Eucaristía. Para ellos sólo es algo simbólico.
Pero para los cristianos del tiempo apostólico no era algo simbólico. Era algo muy real.
Si san Pablo hubiera creído que la Eucaristía era un «simple recuerdo» de lo que hizo
Jesús en la Ultima Cena, no hubiera escrito: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el
pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come
y bebe su propio castigo» (1Co 11, 28-29). San Pablo creía firmemente en la “presencia
real” de Jesús en la Eucaristía, por eso recalcaba la gravedad de recibir la santa comunión
en pecado grave.
Cuando los católicos meditamos en estas cosas, aumenta nuestra fe en la Eucaristía.
Sabemos que estamos en lo que enseñaban los Apóstoles con respecto a la presencia real
de Jesús en la Eucaristía. No es posible que genios como Santo Tomás de Aquino, San
Agustín y San Ambrosio fueran tan faltos de la iluminación del Espíritu Santo que no
supieran interpretar la Biblia según la enseñanza de los Apóstoles. No es posible que la
Iglesia durante casi mil quinientos años estuviera enseñando falsedades con respecto al
culmen de su culto, la Eucaristía. Razón tenían los eminentes teólogos protestantes John
Newman y Max Thurian, cuando, al meditar seriamente en la Biblia, llegaron a la
conclusión de que no podían vivir sin la Eucaristía, según la enseñanza de la Iglesia
católica. Por eso, aunque tuvieron que abandonar su alto rango en sus respectivas iglesias
protestantes, se convirtieron al catolicismo y dieron testimonio de su gozo profundo al
haberse encontrado con la Eucaristía católica y con la devoción a la Virgen María.

No se puede repetir

Los hermanos protestantes, basándose en la Carta a los Hebreos (Hb 10, 12), que dice
que Jesús ofreció su sacrificio una sola vez para siempre, nos achacan que nosotros con
la Misa pretendemos «repetir» el sacrificio de Jesús. Que eso no se puede hacer.
Nosotros, nunca afirmamos que en la Misa «repetimos» el sacrificio de Jesús en la
Cruz. El sacrificio de Jesús fue suficiente para nuestra redención. Lo que nosotros
hacemos en la Misa, lo explica muy claramente el especialista en la Biblia, Raymond
Brown, cuando comenta: «La Misa no es nunca un sacrificio distinto al sacrifico de la
cruz. No es un sacrificio nuevo en sustitución del de la cruz ni una ampliación como si
aquel sacrificio resultara insuficiente» (Leer los Evangelios con la Iglesia, Madrid, 1999
p. 110).
En la Ultima Cena, cuando Jesús reveló que su cuerpo iba a ser «entregado» y que su

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sangre iba a ser «derramada» para el perdón de los pecados (Lc 22,19 y 1Cor 11,24),
estaba entregando a los apóstoles el «sacrificio» de la Nueva Alianza. Los sacrificios ya
no consistirían en ofrecer corderos, toros y palomas. El nuevo Sacrificio de la nueva
Alianza iba a ser el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Al decir Jesús: «Hagan esto en
memoria mía», “ordenó” a sus primeros sacerdotes, en la Ultima Cena.
El mismo Brown añade: «La liturgia de la última Cena, la misa, es sacrificio en el
sentido de que vuelve a hacer presente para los cristianos de distintas épocas y lugares, la
posibilidad de participar del cuerpo y de la sangre de Cristo, en conmemoración suya,
proclamando la muerte del Señor hasta que él venga». Por eso San Pablo les
puntualizaba a los corintios: «Cada vez que comen de este Pan y beben de este cáliz,
proclaman la muerte del Señor hasta que él vuelva» (1Cor 11, 26). Orígenes (año 254)
expuso muy bien la mentalidad de la Iglesia apostólica, cuando escribió: «Nuestro
sacrificio actual no es menos que aquél (Ultima Cena), porque tampoco este nuestro lo
sacrifican los hombres, sino el mismo que también santificó aquel» (Com. En Tm 2, 2).
Cuando celebramos la Eucaristía, de ninguna manera, pretendemos «repetir» el
sacrificio de Jesús. Bien dice la Carta a los Hebreos que Jesús murió una sola vez para
siempre (Hb 10,12). Nosotros en la Misa, por la fe, «actualizamos» el sacrificio de Jesús
en la cruz. Nos apropiamos por la fe los frutos de la redención. Por medio de la Misa, se
nos aplica el valor de la sangre de Cristo: su redención, su sanación.
Jesús murió por todos, pero esa salvación, que nos ofrece desde la cruz, sólo alcanza
al que la toma por la fe. Un médico puede recetar la medicina más extraordinaria para la
curación del enfermo, pero si éste no la toma, continuará sin curarse. Jesús dijo: «El que
no come mi cuerpo y no bebe mi sangre, no tiene vida eterna» (Jn 6,53). Por medio de
la Misa se nos comunica la «vida eterna», la vida de Dios. Estamos seguros de que los
apóstoles, como sacerdotes ordenados por Jesús en la Ultima Cena, celebraron la
Eucaristía con la misma fe con que nosotros ahora lo hacemos.

Ningún invento

Muchos de los hermanos protestantes afirman que la Misa fue «inventada» por la
Iglesia católica en el año 394, y que en el año 1100 se comenzó a afirmar que la Misa era
el «sacrificio incruento» de Jesús. La Tradición apostólica contradice estas afirmaciones.
San Justino escribió su libro Apología (año 150) en el que describe detalladamente cómo
era la Misa de los inicios de la Iglesia. Hay que recordar que el último de los apóstoles
que murió fue san Juan, hacia el año 100. Esto quiere decir que san Justino estuvo
íntimamente relacionado con la tradición puramente apostólica. La Misa, que describe
San Justino, es la Misa que celebraba san Juan. Dice san Justino: «El día que se dice del
sol (domingo), reunidos todos los de las ciudades y aldeas en una reunión, leemos las
Memorias de los Apóstoles y los Escritos de los Profetas, en cuanto el tiempo lo permite.

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Después, al cesar el lector, el Obispo en una homilía amonesta y anima a imitar tan
admirables enseñanzas. Luego nos alzamos y rezamos las plegarias. Acabadas las
oraciones, nos saludamos con el ósculo. Después al Prelado de los hermanos se le trae el
pan y vino con un vaso de agua. Recíbelos el Prelado y en alta voz prorrumpe en
palabras y glorificaciones del Padre de todas las cosas, y el pueblo exclama diciendo:
‘Amén’. Ahora viene la distribución y la participación, que se hace a cada uno de los
alimentos consagrados por la acción de Gracias y su envío por medio de los Diáconos a
los ausentes» (Apología 1,69).
En la preciosa y detallada descripción, que san Justino hace de la Misa de su tiempo,
podemos apreciar las partes esenciales de nuestra actual Eucaristía: Allí, en primer lugar,
se menciona que la Eucaristía la celebraban el «día del sol», es decir, el primer día de la
semana, que nosotros, ahora, llamamos Domingo, día del Señor. Aparece la Liturgia de
la Palabra: se leen las Memorias de los Apóstoles, y los Escritos de los Profetas: Antiguo
y Nuevo Testamento. Se hace alusión a la homilía del obispo, al ofertorio (pan, vino,
agua). A la plegaria eucarística, al ósculo de la paz. Lo que san Justino detalla pertenece a
la Misa de la Iglesia apostólica, que concuerda con nuestra actual Misa.
Cuando los hermanos protestantes afirman que la Misa la inventó la Iglesia en el año
394, sencillamente, están mal informados. La Eucaristía en su esencia fue instituida por
el mismo Jesús en la Ultima Cena. Luego la Iglesia fue introduciendo algunas ceremonias
y ritos para darle forma a la liturgia eucarística. A través de los tiempos ha habido
variaciones con respecto a algunas ceremonias y ritos. Lo esencial de la misa, como la
describe san Justino en el año 150, ha quedado intocable, porque es la misa de la Iglesia
del tiempo de los Apóstoles.
No hay que pasar por alto que varias denominaciones protestantes se han quedado con
una misa bastante parecida a la de los católicos; por ejemplo los anglicanos. Esto nos
hace ver que, en un principio, para muchos protestantes no era algo «supersticioso» y
hasta «diabólico», como algunos de ellos afirman acerca de la misa de la Iglesia católica.
Es muy ilustrativo lo que le sucedió al pastor protestante, Scott Hahn, cuando
comenzó a profundizar lo que era la Eucaristía, a la luz de la teología católica. En su
libro, De regreso a casa. De regreso a Roma, cuenta Scott Hahn cómo, un día, al fin, se
animó a compartir con su comunidad lo que sentía en su corazón. Les dijo: «¿Por qué
nuestra iglesia está tan centrada en el pastor? ¿Por qué nuestros servicios de culto están
tan centrados en el sermón? ¿Y por qué mis sermones no se orientan más a preparar al
Pueblo de Dios para recibir la comunión?». Yo les había hecho ver a mis parroquianos
que el único lugar en que Cristo usó la palabra "alianza" fue cuando Él instituyó la
Eucaristía o la comunión, como nosotros la llamábamos. Y, sin embargo, nosotros sólo la
recibíamos cuatro veces al año. Aunque al principio nos pareció extraño a todos, le
propuse al consejo de ancianos la idea de la comunión semanal. Uno de ellos me replicó:
«Scott, ¿no piensas que celebrar la comunión cada semana podría convertirla en una
rutina? Al final, la familiaridad podría engendrar menosprecio». Scott le contestó:
«Hemos visto que la comunión significa la renovación de nuestra alianza con Cristo...

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Pues entonces, déjame preguntarte lo siguiente: ¿preferirías renovar tu alianza
matrimonial con tu esposa solamente cuatro veces al año?... Después de todo esto podría
convertirse en pura rutina, y la rutina podría engendrar menosprecio».
Scott Hahn continúa narrando, en su libro, lo que sucedió en su comunidad con
respecto a la comunión. Escribe: «La comunión semanal fue aprobada por unanimidad.
Incluso empezamos a referirnos a ella como la Eucaristía (eucharistía), tomando el uso
del vocabulario griego en el Nuevo Testamento y en los Primeros Padres. Celebrar la
comunión cada semana se convirtió en el punto culminante del servicio de culto de
nuestra iglesia. Y esto cambió también nuestra vida como congregación. Empezamos a
tener un almuerzo informal después del culto, para mayor compañerismo, para discutir el
sermón, y para compartir en oración nuestros problemas. Habíamos empezado a
practicar la comunión y a vivirla también. Era emocionante. Todo esto trajo un
verdadero sentido de culto y comunidad» (Ob. cit. pág. 46).

El Sacerdote

Los hermanos protestantes no admiten de ninguna manera la existencia del sacerdote


católico. Alegan que «todos somos un pueblo de sacerdotes». En realidad, todos los
bautizados formamos un pueblo de sacerdotes, así lo expresa san Pedro cuando escribe:
«Ustedes son linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para
anunciar las alabanzas de Aquel que nos ha llamado a su admirable luz» (1P 2,9). El
documento, «Luz de las gentes», del Vaticano II, recalca este «sacerdocio común» de
todos los bautizados. Además del «sacerdocio común de todos los bautizados», en
nuestra Iglesia existe el «Sacerdocio ministerial». El Catecismo de la Iglesia católica nos
especifica en qué consiste este sacerdocio, cuando dice: «El sacerdocio ministerial difiere
esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para
el servicio de los fieles. Los ministros ordenados ejercen su servicio en el pueblo
mediante la enseñanza, el culto divino y por el gobierno pastoral» (n. 1592).
En el Antiguo Testamento, también se hablaba de un «sacerdocio común» de los
israelitas. El Señor les había dicho: «Ustedes serán un reino de sacerdotes» (Ex 19,6).
Sin embargo, había un «sacerdocio» específico al que únicamente le era lícito ofrecer los
sacrificios. El Libro de Crónicas recuerda cómo Dios castigó severamente al Rey Ozías
por haberse apropiado el oficio de sacerdote (2Cr 26). También, ahora, en la Iglesia,
existe el «sacerdocio ministerial», de los que han recibido el Sacramento del Orden. A la
luz de la Carta a los Hebreos, sabemos que Jesús es el único sacerdote del Nuevo
Testamento. El que es ordenado sacerdote, participa del Sacerdocio de Jesús. Es
representante de Jesús ante la comunidad. Como decía san Agustín: «Pedro bautiza,
Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautiza». Es Jesús que en cada sacramento actúa en
la persona del sacerdote.

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Los hermanos protestantes, al rechazar el «sacerdocio ministerial» de la Iglesia
católica, siguen la teoría del fundador del Protestantismo, Lutero, que al verse
confrontado con la autoridad de la Iglesia, se sirvió de la enseñanza bíblica del
«sacerdocio común» de los bautizados para enseñar que cada cristiano es un sacerdote y
maestro y, por ende, independiente de toda comunión eclesiástica. El teólogo, Johann
Möhler, al comentar esta enseñanza de Lutero, apunta: «Como no podía evocar a los
Apóstoles en persona para recibir de ellos poderes en nombre de Cristo, no tuvo otro
remedio que apelar a sus propios poderes recibidos de forma invisible e interna. Las
consecuencias, sin embargo, no se hicieron esperar. Apenas comenzaron a circular las
opiniones de Lutero y se las puso en práctica, cuando los hombres más ajenos a toda
vocación se tenían por llamados al magisterio, y se produjo una confusión general»
(Simbólica, ob. cit. pág. 449). Muy distinto criterio muestra san Pablo en cuanto a la
jerarquía en la Iglesia; en su misma carta Pablo pregunta: «¿Acaso todos son apóstoles,
todos profetas, todos maestros?» (1Co 12,29).
El libro de Hechos aclara que los Apóstoles sabían que la Iglesia de Jesús tenía que
continuar para siempre. Por eso dice el libro de Hechos: «Designaron presbíteros en
cada iglesia» (Hch 14,23). San Pablo le recuerda a su discípulo Timoteo que no debe
olvidar el don del ministerio que recibió. Pablo le escribe: «Por eso te recomiendo que
avives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2Tim 2,6).
Por medio de la «imposición de manos» se llevaba a cabo la ordenación sacerdotal. Es
por eso mismo que San Pablo le recomienda a Timoteo que debe tener mucho cuidado
antes de ordenar sacerdote a alguno. Escribe Pablo: «No te precipites en imponer las
manos a nadie y así no te harás partícipe de los pecados ajenos» (1Tim 5, 22).
La Tradición apostólica recoge documentos muy valiosos al respecto de la jerarquía en
la Iglesia. San Ignacio de Antioquía (año 107), que vivió con los Apóstoles Pedro y
Pablo, escribe: «Todos deben obediencia al Obispo, como Cristo al Padre; y a los
Sacerdotes como a los Apóstoles» (Carta a Tral.). También en su misma carta, escribe
san Ignacio: «Todos igualmente respeten al Diácono como enviado de Cristo, al Obispo
como a Cristo y a los Sacerdotes como al Senado y Concilio de los Apóstoles» (Carta a
Tral.). Aquí se puede apreciar con evidencia que la Iglesia apostólica, cuya mentalidad
refleja San Ignacio, es una Iglesia eminentemente jerárquica: se habla de obispos,
sacerdotes, diáconos, Senado. Se insiste en la obediencia.
La Carta a los Hebreos recoge un bello retrato de lo que es el sacerdote en el
pensamiento bíblico, cuando dice: «Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre
los hombres a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Está en grado de ser
comprensivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de
flaquezas, y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios, a la vez
que por los del pueblo» (Hb 5,1-4).
Para nosotros, la Misa y el sacerdote son grandes regalos que Jesús dejó a su Iglesia
para perpetuar la aplicación de los frutos de su sacrificio en la cruz. La Biblia como la
Tradición dan fe de lo que han sido para la Iglesia la Eucaristía y los sacerdotes. Una

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Iglesia sin Eucaristía no es la Iglesia de Jesús. Una Iglesia sin sacerdotes no es la Iglesia
que fundó Jesús.

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8. ¿CONFESARSE CON UN HOMBRE?

«No me confieso con un hombre como yo, porque sólo Dios puede perdonar los
pecados», es una cantinela que los hermanos protestantes esgrimen contra los católicos,
que, desde hace siglos, creemos firmemente en el Sacramento de la Reconciliación o
confesión.
Ante todo, tal vez los hermanos protestantes no han reparado en lo que Santiago les
ordena a los enfermos para obtener la sanación; entre las indicaciones que les da, les
dice: «Confiésense unos a otros sus pecados, y oren los unos por los otros para que
sean sanados» (St 5, 16). Santiago no dice: «No se confiesen con un hombre como
ustedes».

Un regalo del Resucitado

El ministerio del perdón fue entregado por Jesús el día de su resurrección a los
apóstoles. Se les manifestó a los agobiados apóstoles, que estaban escondidos en el
cenáculo. Lo primero que hizo fue mostrarles las manos y el costado, como haciéndoles
ver que la «paz» que les entregaba era fruto de su muerte en la cruz. Luego sopló
simbólicamente sobre ellos y les dijo: «A quienes ustedes les perdonen los pecados, les
serán perdonados, a quienes no se los perdonen les quedarán sin perdonar» (Jn 20,23).
Por medio de sus Apóstoles, Jesús va a aplicar el valor de su «sangre» (mis manos, mi
costado). Por eso san Juan dice: «La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo
pecado» (1Jn 1,7). Por medio del Sacramento de la Reconciliación se nos aplica el valor
de la sangre de Cristo para purificarnos de todo pecado.
Cuando el Señor entregó el ministerio del perdón a la Iglesia, sólo estaban presentes
los primeros sacerdotes que Jesús acababa de ordenar en la Ultima Cena. Mientras Jesús
estaba aquí en la tierra, él perdonaba los pecados (al paralítico, a la mujer adúltera...).
Ahora, que Jesús ya no iba a estar físicamente presente en la tierra, entregaba el
ministerio del perdón a su Iglesia para que lo siguiera administrando.
En la entrega del ministerio del perdón, se sobreentiende la «confesión de pecados» al
sacerdote. No puede el sacerdote decirle a alguien que no le perdona sus pecados, si no
los conoce por medio de una confesión previa. David había pecado gravemente. El Señor
le envió al profeta Natán para que lo ayudara a confesar su pecado. El profeta por medio
de una parábola cuestionó seriamente al Rey, hasta que David cayó de rodillas llorando
su pecado. Cuando el profeta Natán vio que David había reconocido su pecado y pedía
perdón, le dijo: «El Señor ha perdonado tus pecados» (2S 12,13).
El Rey Saúl también cometió un pecado gravísimo: no destruyó las cosas del enemigo,

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como el Señor le había ordenado. El profeta Samuel le hizo ver la gravedad de su culpa.
También Saúl dijo: «He pecado... te suplico que perdones mi pecado» (1S 15,24-25); el
profeta le respondió: «Has rechazado la palabra del Señor, y el Señor te ha rechazado
como rey de Israel» (1S 15,26). Con el discernimiento que tenía el profeta Samuel, captó
que Saúl solamente estaba «asustado» y no «arrepentido». Por eso no lo perdonó en
nombre de Dios. Aquí, dos casos clásicos de una confesión en el Antiguo Testamento.
Los profetas no son los que perdonan el pecado. Es Dios quien perdona, y por medio del
profeta le comunica al penitente si ha sido perdonado o no.
Así se concibe en la Iglesia católica el papel del Sacerdote. Es un instrumento de Jesús
para perdonar. El mismo, por su propio poder, no puede perdonar. Es pecador como
todos los demás. Por eso el sacerdote dice: «Yo te absuelvo en el Nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo». El sacerdote perdona «en nombre de Dios», que le ha
otorgado ese poder por medio de su Iglesia. San Juan nos asegura: «Si confesamos
nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonamos y limpiarnos» (1Jn 1,9).
Cuando Jesús entregó a los Apóstoles el poder de perdonar o retener los pecados en su
nombre, no especificó de qué manera lo debían hacer. Es por eso que a través de los
siglos, la Iglesia, consciente del poder de perdonar los pecados que Jesús le entregó, lo ha
administrado de diversas maneras. Al principio la confesión era en público. Luego se
suavizó esta costumbre y se hizo en privado, primero, al obispo y luego también a los
sacerdotes.

Una larga tradición

Cuando Martín Lutero se separó de la Iglesia católica, conservó tres Sacramentos: El


Bautismo, la Santa Cena y la Penitencia o confesión. En su libro De la cautividad
babilónica, comenta: «La confesión secreta, como se usa hoy, aunque no puede
probarse por la Escritura, me agrada muchísimo, y la estimo útil y necesaria, y no
quisiera que fuese suprimida, antes me alegro de que exista en la Iglesia de Cristo, siendo
como es, remedio de las conciencias afligidas» (De Cap. Babl. W.A. VI, 548). En la
actualidad, la mayoría de los hermanos protestantes no quieren oír hablar para nada del
Sacramento de la confesión, como lo administra la Iglesia católica. Pero, lo cierto es que
muchos pastores, provocan la «confesión privada» de sus fieles.
El Doctor protestante, Kurt Koch, muy conocido en el protestantismo por su
ministerio de exorcismo, escribe en su libro, Entre Cristo y Satanás: «En la Biblia, la
confesión de pecados es un acto natural y voluntario. Los cristianos protestantes a
menudo se oponen a ello; sin embargo, en mi ministerio de consejero espiritual no he
encontrado jamás un solo caso de una persona subyugada por el ocultismo que pudiera
deshacerse de este poder sin la ayuda de una confesión» (ob. Cit pág. 54, Editorial
CLIE, Barcelona, 1974). Ésta es la experiencia durante muchos siglos de la Iglesia

62
católica, que está plenamente segura que ha recibido el ministerio de perdonar los
pecados en nombre de Jesús.
El escritor Hermas, del siglo primero, en su libro, El Pastor, dice: «El Señor
misericordioso ha instituido esta penitencia, y a mí me ha dado el poder de ejercerla»
(Pastor, 1.2, Mand. 4 c. 3). Muy acorde con esta afirmación está lo que escribe san
Pancracio (año 391): «Tú dices que sólo Dios puede perdonar los pecados; pues es
verdad. Pero también lo que hace por medio de sus Sacerdotes es de su poder. ¿Y qué
significan las palabras a los Apóstoles: Todo lo que aten será atado y todo lo que desaten
será desatado?» (Carta a Sinfronia, n. 6). San Agustín (siglo IV), a los que alegaban que
«sólo se confesaban con Dios», les responde: «Nadie diga: ‘Yo me confieso directamente
con Dios’; o ‘Dios sabe que yo me confieso de todo corazón’. Pues ¿acaso fue dicho de
balde : Lo que ustedes aten será atado y lo que desaten será desatado en el cielo? ¿O
queremos, más bien, frustrar el Evangelio y las palabras de Cristo?» (Sermón 392,3).
El Concilio de Trento llamó a la Confesión la «Segunda tabla de Salvación». Ésta es
una expresión propia de san Jerónimo, que quiere indicar que la primera gran
oportunidad de perdón es el Bautismo. Para los que después del Bautismo cometemos
algún pecado grave, el Señor nos concede el Sacramento de la Reconciliación o
confesión.
Algunos hermanos protestantes, mal informados, afirman que la Iglesia católica
«inventó» la confesión privada en el año 1215. En ese año lo que sucedió fue que se
reunieron los obispos de todo el mundo y, en el Concilio de Letrán, decretaron que todos
los católicos debían confesarse, por lo menos, una vez al año. Eso lo hicieron por el
descuido de algunos con respecto a este sacramento. No fue, entonces, un «invento»; la
confesión ya se venía practicando desde un principio en la Iglesia, de diversas maneras.
Lo que el Concilio de Letrán puntualizó fue las necesidad de la confesión sacramental.
En el libro, ¿Cuál camino?, de la escritora protestante, Luisa de Walker, la autora,
para combatir el Sacramento de la Reconciliación, aduce que el día de Pentecostés,
Pedro no les dijo a los que se arrepentían que se confesaran con los apóstoles para que
los absolvieran. Que Pedro, más bien, les dijo: «Arrepiéntanse y bautícense en el nombre
de Jesucristo para perdón de sus pecados». También dice la autora que en la cárcel Pablo
no le dijo a su carcelero que tenía que confesarse, sino que sólo creyera en Jesús para
salvarse. La autora desconoce que en la Iglesia católica, a los que se bautizan de adultos,
no se les pide que vayan a confesarse, sino que se les asegura que por medio del
Sacramento del Bautismo Dios los perdona, cuando ve verdadero arrepentimiento. Los
pecados cometidos después del bautismo, sí deben ser confesados ante la Iglesia, pues
fue Jesús el que entregó el «ministerio del perdón» a la iglesia, por medio de los primeros
sacerdotes, los apóstoles.
Con respecto a lo que Luisa de Walker afirma con respecto al carcelero de Pablo, no
hay que pasar por alto que Pablo, no sólo le dijo al carcelero que creyera en Jesús, sino
que tenía que bautizarse. Fue por medio del sacramento del Bautismo que Jesús les

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concedió el perdón de sus pecados al carcelero y su familia. Es lo mismo que se sigue
haciendo en la Iglesia católica. Muchas veces, por prejuicios y cierto resentimiento no
disimulado, los hermanos protestantes procuran presentar «deformado» todo lo que es
católico, para, así tener la oportunidad de citar algunos versículos de la Biblia y proceder
a condenar lo que hace la Iglesia católica. El caso citado de Luisa de Walker lo
comprueba muy fehacientemente (¿Cuál camino?, Editorial Vida, Miami, 1968, p. 58).

¿Un Invento?

Para los que dicen que la Confesión es un «invento» de los sacerdotes, habría que
hacerles reflexionar desde un punto puramente humano, que este Sacramento es uno de
los más pesados para el sacerdote, que tiene que pasar horas y horas en un confesionario
escuchando siempre lo mismo, recibiendo el impacto de negativismo y confusión que hay
en muchos corazones. Si lo hubieran inventado los sacerdotes, hubieran sido «más
listos» y hubieran decretado que se debían confesar sólo los «laicos». Pero no es así. En
la Iglesia católica, todos estamos obligados a confesar nuestros pecados. Desde el Papa
hasta el más humilde de los laicos. Bien lo expresa san Juan, cuando escribe: «Si alguno
dice que no tiene pecado, es un mentiroso. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo
es Dios para perdonarnos y limpiarnos» (1Jn 1,9).
Este Sacramento, al mismo tiempo, que es «oneroso» para el Sacerdote, es uno de los
Sacramentos en que más palpablemente se puede apreciar la misericordia de Dios al
instante. Personas que llegan como trapos sucios, agobiadas por un pasado de pecado, y
que, después de vaciar su alma de toda esa podredumbre, se levantan como «nuevas
criaturas en Cristo». Con la paz del Señor, con el gozo del Espíritu Santo.
El famoso escritor protestante, Gilbert Chesterton, se convirtió al catolicismo. Le
preguntaron que por qué se había hecho católico; él contestó : «Para que fueran
perdonados mis pecados; en ninguna otra religión se encuentra esta facilidad. Cuando
hice mi primera confesión, bajé la cabeza, me hinqué y el mundo dio vuelta completa
delante de mí. Al levantarme, sentí que me había encontrado a mí mismo». La
experiencia de este escritor genial es la experiencia que todo sacerdote ha podido
comprobar en muchas personas que llegan al confesionario dobladas por el pecado, y se
alejan del confesionario como David, cuando el profeta Natán le dijo: «Dios te ha
perdonado».
Al famoso predicador de fama internacional, el padre Emiliano Tardif, le escuché
contar lo que le había sucedido en un Congreso Ecuménico. Se le presentó un pastor
protestante. Le pidió amablemente que lo confesara. El padre Tardif le objetó: «Pero si
ustedes no creen en el Sacramento de la Confesión». El pastor muy insistentemente le
suplicó que le concediera ese favor. Añadía el padre Tardif, que al concluir la confesión,
el pastor le dijo: «Nunca en mi vida había experimentado la paz que ahora siento». Bien

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decía el sabio Jagot: «La confesión católica es el mejor remedio para obtener la paz del
alma». Es porque el poder de perdonar los pecados, que Jesús le entrega su Iglesia, se
manifiesta maravillosamente en el confesionario.
Desde un punto de vista psicológico, la confesión también es una gran bendición de
Dios. Cuando alguien me dice, retadoramente: «Yo me confieso directamente con Dios»,
yo le respondo: «Yo también me confieso directamente con Dios, pero, al hacerlo, sé que
él me envía a confesar mis pecados, pues para eso entregó el ministerio del perdón a los
Apóstoles y les dio poder para perdonar o retener los pecados. Yo acudo al Sacramento
de la confesión porque sé que esa es la voluntad expresa de Dios para mí».
El genial teólogo santo Tomás de Aquino decía que cuando nosotros, después de
habernos arrepentido de nuestros pecados, vamos hacia el confesionario, ya vamos
perdonados, porque Dios perdona inmediatamente al pecador que sinceramente se
arrepiente y le pide perdón. ¿ Por qué, entonces, vamos al confesionario? Porque, al
entregar Jesús el ministerio del perdón a la Iglesia, me hace ver que mi pecado tiene una
«repercusión social». Por eso yo debo pedir perdón a un representante de la Iglesia, al
sacerdote, que la Iglesia misma ha nombrado para perdonar o retener los pecados.

El corazón es engañoso

El hermano protestante, despreciando al católico, dice: «Yo me confieso directamente


con Dios». Además, alega, que a él el Espíritu Santo le habla directamente y le asegura
que está perdonado. Desde un punto de vista muy humano, nosotros no podemos ser
«jueces en causa propia». Eso, en términos legales, indica que nosotros tendemos a ser
muy complacientes con nosotros mismos. Con facilidad encontramos «excusas» para
perdonarnos, para decir que no ha pasado nada. Bien decía el profeta Jeremías: «Nada
hay tan engañoso como el corazón humano» (Jr 17,9). El presentarnos al confesor nos
ayuda a «discernir» nuestra situación ante Dios. El sacerdote, como instrumento de Dios,
nos ayuda a no ser tan complacientes con nosotros mismos.
Cuando Adán pecó, el Señor lo fue a buscar. Adán alegó que él se había escondido
solamente porque estaba desnudo. Es decir, no había sucedido nada grave. El Señor le
preguntó: «¿Quien te hizo saber que estabas desnudo? ¿A caso has comido del árbol
del que te prohibí comer?» (Gn 3,11). El papel del sacerdote en el confesionario es el de
ser como otro Natán que le ayuda a David a darse cuenta de la gravedad de su pecado.
David se enfureció cuando Natán le contó el caso del hombre rico, que le había quitado
su única ovejita al pobre para alimentar su huésped. David dijo indignado: «Ese hombre
debe morir». Natán le replicó: «Ese hombre eres tú.... Has asesinado a Urías... te has
apoderado de su mujer» (2S 12, 7-9). Eso hizo que David se encontrara con su realidad
de pecado y pidiera perdón a Dios. Ése es el papel del sacerdote: ser un profeta de Dios
para ayudar al penitente a saber «discernir» ante Dios su situación real de pecado, para

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pedir perdón y ser perdonado en nombre de Dios y de la comunidad.
David, más tarde, va a expresar de manera extraordinaria lo que fue para él la
«confesión» ante el profeta Natán. David escribió en su Salmo 32: «Mientras no confesé
mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y de
noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor del verano, así me
sentía decaer. Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad: decidí confesarte
mis pecados, y tú, Señor, los perdonaste». Por medio del profeta Natán, el Señor llevó a
David a hacer una confesión sincera que le devolvió la paz a su corazón. ¡Que sabiduría
la de Jesús que, por medio del Sacramento de la confesión, nos dejó un constante Natán
que nos ayudara oír su voz y, luego, a decirnos: «Dios -no yo- te ha perdonado».
En cierta oportunidad, me pidieron que rezara por una enferma grave. Cuando llegué,
la señora inmediatamente se apresuró a advertirme que ella era evangélica. Le dije que
yo respetaría su creencia, que únicamente rezaría por ella para que le pudiera entregar al
Señor todo su pasado malo y recibiera su perdón. Nada de confesión privada. Después
de hacer la oración, la enferma me dijo: «Padre, me quisiera confesar». Se confesó. Me
agradeció inmensamente, después que le dije: «Yo te absuelvo en el Nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo». La misma señora, además, me dijo: «Hace tiempo que no
le rezo a la Virgen María. Me gustaría hacerlo ahora». Juntos le pedimos a la Virgen
María, que como en Caná de Galilea, le pidiera a Jesús que consolara y fortaleciera
aquella enferma en su gravedad.
Tengo casi cuarenta años de «confesar» a la gente. Nunca he dudado de que como
sacerdote, por medio de la Iglesia, Jesús me ha entregado el poder de perdonar o retener
pecados. Algunas veces, con pena, he tenido que «retener» en nombre de Dios, el
perdón, cuando la persona, como Saúl, no está arrepentida :no quiere devolver lo robado,
no quiere perdonar su prójimo o dejar el adulterio en que está viviendo. Lo he hecho sin
ningún temor. Sé que, así como el Señor me ordena perdonar, también me ordena
«retener» el perdón, como el profeta Samuel ante Saúl, que sólo afirmó que había
pecado, pero no estaba arrepentido. Así, como raras veces, he tenido que «retener» el
perdón, infinidad de veces, con inmenso gozo, he podido decir, como el profeta Natán:
«Dios te perdona», y he visto cómo las personas vuelven a nacer de nuevo, a convertirse
en «nuevas criaturas en Cristo». Todo es nuevo. Lo viejo ya pasó (2Cor 5,17). ¡Qué
regalo tan maravilloso le dejó Jesús a su iglesia el día de la resurrección, cuando le
entregó el ministerio del perdón! Si pudieran hablar los confesionarios, estarían
entonando un «cántico nuevo» a la misericordia de Dios que, por medio de Jesús
resucitado, nos vuelve a decir: «Miren mis manos y mi costado». El confesionario es el
lugar privilegiado para lavar en la sangre del Cordero, nuestras túnicas manchadas. Por
medio del Sacramento de la confesión, Jesús nos aplica los frutos de su sangre
derramada en la cruz. Eso es para los católicos el Sacramento de la Reconciliación.

La Unción de los enfermos

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Los hermanos protestantes, muy frecuentemente, tienen conceptos muy equivocados
con respecto a lo que nosotros creemos con respecto a los sacramentos. Un ejemplo de
esto lo encontramos en el enfoque que Luisa de Walker presenta en su libro ¿Qué
camino?, con respeto al Sacramento de la Unción de los enfermos; la escritora comenta:
«Una vez más, en este rito se sigue el esquema general de la mentalidad existente en la
iglesia católica, puesto que su único resultado práctico es que aparta la vista del hombre
de lo que Cristo ya ha hecho para cancelar todos sus pecados. En cambio, se la hace
poner en algo que el sacerdote hace para tratar de alcanzar de Dios el perdón. No hay
base bíblica para que la unción del enfermo se convierta en una práctica así. En los
tiempos bíblicos, era el mismo cristiano el que encomendaba su propia alma a Dios (Hch
7,59)» (Ob. Cit p. 63).
Al leer este enfoque de la escritora protestante acerca del Sacramento de la Unción de
los enfermos, nos convencemos de lo que escribió el famoso pensador John Newman,
cuando se convirtió al catolicismo; decía Newman: «El protestante se opone, no a los
principios o doctrinas del catolicismo, sino a lo que él se imagina que son los principios o
doctrinas del catolicismo». De ninguna manera está de acuerdo la doctrina de la Iglesia
católica con lo que afirma, tan tajantemente, la mencionada escritora con respecto a la
Unción de los enfermos.
Cuando Luisa de Walker indica que no tiene base bíblica, no le da importancia al
«mandato» bíblico de Santiago, que ordena: «Si alguno está enfermo, llame a los
presbíteros de la Iglesia, que lo unjan con aceite en el nombre del Señor, y la oración
de fe salvará al enfermo, el Señor lo restablecerá, y, si hubiere cometido pecados, le
serán perdonados. Confiésense unos a otros su pecados y oren unos por otros para que
sean sanados» (St 5, 14-16). Aquí, nada de «apartar la mente del enfermo de lo que
Jesús ya hizo por él». Todo lo contrario: en este Sacramento, es Cristo, que en la
persona del sacerdote, se acerca al enfermo para ofrecerle el fruto de su pasión y
resurrección. Jesús para curar, algunas veces, usó saliva, barro, agua, como símbolos. El
aceite es símbolo del amor de Dios, derramado por medio del Espíritu Santo. El amor de
Dios, en esta circunstancia de crisis del enfermo, se derrama como salud para él, si está
es la voluntad de Dios, en ese momento, o como preparación para su éxodo hacia su
patria definitiva.
Luisa de Walker, para descalificar el Sacramento de la Unción de los enfermos, cita el
caso de Esteban, que encomienda su alma a Dios mientras es apedreado en la calle, y
dice que Esteban no necesitó ninguna unción, que el mismo encomendó su alma a Dios.
Es lógico que mientras están apedreando a Esteban en la calle, no iba a mandar a llamar
a los presbíteros de la Iglesia para que lo ungieran con aceite y rezaran por él. Cualquier
cristiano que no tiene oportunidad de que alguien lo acompañe en oración en el momento
de su muerte, claro está, que él mismo se encomienda a Dios, como lo hizo san Esteban.
El sacramento de la Unción de los enfermos, en primer lugar, es una «orden bíblica».

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Expresamente dice Santiago: «Llame a los presbíteros de la iglesia». Se habla también
expresamente de «ungir con aceite». De ninguna manera esto aparta al enfermo de lo
que Jesús ya hizo por él en la cruz. Todo lo contrario. Es el momento en que los que
rodean al enfermo lo ayudan, en primer lugar, a «confesar sus pecados», a activar su fe
para apropiarse del perdón y sanación física o espiritual que el Señor le ofrece. Pienso
que los hermanos protestantes son educados con «prejuicios» para rechazar todo lo que
«huela» a católico. Y, por eso mismo, que hasta llegan a afirmar que «no es bíblico», lo
que hacen los católicos, cuando, en realidad, como en el caso de la «Unción de los
enfermos», estamos obedeciendo lo que, expresamente, ordena la Biblia. Por cierto que
es un Sacramento de mucho fortalecimiento espiritual para el enfermo. Algo que todos
quisiéramos tener en el momento crítico de la enfermedad grave».
Confesión y Unción de los enfermos. Dos sacramentos que el Catecismo de la iglesia
católica llama de «sanación». Por medio de ellos, experimentamos dos parábolas de
Jesús en nuestra vida. Cuando arrepentidos de nuestros pecados regresamos a la casa
paterna, experimentamos el abrazo y el beso de nuestro Padre, que por medio del
Sacerdote, nos dice: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo». Cuando estamos agobiados por la enfermedad, experimentamos la
presencia de Jesús, el buen samaritano, que, en la persona del sacerdote y la comunidad,
se acerca a nosotros para desinfectar nuestras heridas con el vino de su sangre preciosa,
y para sanar nuestras llagas con el aceite de su Espíritu Santo.
¡Maravillosa nuestra Iglesia, que, siguiendo el mandato de Jesús, ha conservado para
nosotros estos dos sacramentos de sanación!

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9. ¿ADORAMOS A MARÍA?

Cuando un hermano protestante se encuentra con un católico débil en su fe,


inmediatamente le dice: «Los católicos ADORAN A MARÍA: La Biblia dice que eso es
pecado porque sólo se debe adorar a Dios». ¿Están seguros los hermanos protestantes de
que, de veras, ADORAMOS a la Virgen María? ¡Qué difícil creerlo! ¿No será, más bien,
un bonito eslogan que les ha dado resultado para confundir a algunos católicos débiles en
su fe? ¿Pero es evangélico -conforme al Evangelio- «calumniar» a otro para conseguir
prosélitos? ¿Están convencidos los pastores protestantes que, de veras, los católicos
adoramos a la Virgen María? Adorar quiere decir rendir culto divino a una persona o
cosa, el culto que se rinde a Dios. Si nosotros adoráramos a la Virgen María, no
podríamos hablar de la Santísima Trinidad; tendríamos que referirnos a la Santísima
Cuarteta: Padre, Hijo, Espíritu Santo y María. Cosa que nunca nos ha pasado por la
mente. ¿Creen sinceramente los pastores protestantes que nosotros rendimos culto divino
a la Virgen María? ¡Muy difícil creerlo! Si no lo creen, sinceramente, entonces ¿por qué
permiten que los de su congregación continúen «calumniando» a los católicos? ¿Es eso
«evangélico»?

Veneramos a la Virgen María

¿Por qué VENERAMOS de manera especialísima a la Virgen María? La respuesta la


encontramos en la Biblia. Cuando el ángel le anuncia a la Virgen María que será la Madre
del Mesías, le dice varias cosas muy reveladoras: La llama «llena de Gracia» (Lc 1,28),
le asegura que por obra del Espíritu Santo será la “Madre del Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Por medio de esta revelación del ángel sabemos que Dios «llenó de Gracia» a la Virgen
María porque ella fue la Nueva Arca de la Alianza donde se posó la «divinidad». Es por
eso que Dios, antes del nacimiento de Jesús, la «llenó de Gracia» para que Jesús naciera
en un receptáculo no tocado ni un solo instante por el pecado original. Por eso a la Virgen
María la llamamos «Inmaculada Concepción». Porque desde su nacimiento fue llenada
de Gracia, porque Dios se preparó una morada para que fuera templo de la divinidad.
La Virgen María, en su canto del Magníficat, dice: «Se alegra mi espíritu en Dios mi
Salvador» (Lc 1, 47). Llama a Dios su «salvador». Ella fue redimida anticipadamente en
previsión a los méritos de Jesús en la cruz. La Virgen María no es divina: tuvo que ser
«salvada» previamente para ser llenada de Gracia, como el Arca del Nuevo Testamento.
El Arca de la Alianza del Antiguo Testamento contenía símbolos religiosos (Tablas de la
Ley, Maná, la vara de Aarón). La Virgen María no contuvo símbolos religiosos, sino a la
misma divinidad. Jesús era Dios y hombre. En su mismo cántico del Magníficat, la
Virgen María, al reconocer lo que Dios ha obrado en su vida, hace una profecía: «Me

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llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1, 48), es decir, llena de la Gracia
del Señor.
El ángel, en la anunciación, también le dice a la Virgen María que será la Madre del
Hijo de Dios (Lc 1, 32). Por eso, sin complejos teológicos, la llamamos: «Madre de
Dios». No significa, de ninguna manera, que la Virgen María engendre a Dios. ¡Ni se nos
ocurre! Simplemente que es Madre de Jesús que es Dios y hombre a la vez. Al llamar a
María «Madre de Dios», no afirmamos ninguna superioridad sobre Jesús. No le
dedicamos ningún atributo divino. A los hermanos protestantes les disgusta sobremanera
que la llamemos «Madre de Dios». Se les olvida que su fundador, Martín Lutero,
también llamó «Madre de Dios» a la Virgen María en el precioso estudio que hizo sobre
el Magníficat.
La respuesta de por qué VENERAMOS con mucha fe y devoción a la Virgen María
también la encontramos en san Lucas, en el momento que María va a visitar a su prima
santa Isabel; ésta, llena del Espíritu Santo, la llama: «Madre de mi Señor», «Bendita
entre todas las mujeres», «Bienaventurada tú que has creído» (Lc 1, 42-45). Isabel,
llena del Espíritu Santo, llama a María: «Madre del Señor», que en la Biblia significa:
Madre de Dios. Una persona llena del Espíritu Santo no puede decir «disparates
teológicos».
Como Isabel, llena del Espíritu Santo, nosotros no tenemos ningún reparo en llamar a
la Virgen María: «Madre del Señor», «Madre de Dios». Tampoco creemos hacer mal si,
como Isabel, la nombramos «Bendita entre todas las mujeres», «Bienaventurada». Nos
sentimos muy gozosos de estar incluidos entre las «generaciones» que María profetizó
que la llamarían «bienaventurada».
Con frecuencia, alguna persona, que ha sido cuestionada por algún hermano
protestante, me ha preguntado si se puede «alabar» a la Virgen María; que le han dicho
que sólo se puede alabar a Dios. Yo los he enviado inmediatamente al Evangelio de san
Lucas, a los pasajes de «la anunciación del ángel» (Lc 1, 28-38) y de «la visita de María
a Isabel» (Lc 1,39 45). Nada menos que Dios Padre manda a decirle a María por medio
de un ángel: «Dios te salve, llena de Gracia» (v. Lc 1, 28). También Isabel, llena del
Espíritu Santo (inspirada por el Espíritu Santo), la alaba diciéndole: «Bendita entre todas
las mujeres» (v. Lc 1,42), «Bienaventurada» (v. Lc 1,45). No hay que tener miedo de
hacer lo mismo que hicieron el ángel Gabriel e Isabel, llena del Espíritu Santo. No tiene
sentido hablar de que no se puede alabar a María. Y no sólo intelectualmente, sino de
corazón. ¿Alaban de corazón los hermanos protestantes a la Madre del Señor? ¿Por qué
tienen miedo de hacerlo? El ángel Gabriel, enviado por Dios, no tuvo temor de alabarla;
tampoco santa Isabel, por inspiración del Espíritu Santo.

La siempre Virgen María

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Cuando se toca el tema de la Virgen María, lo primero que muchos hermanos
protestantes se apresuran a decir es: «María tuvo otros hijos». Como que «tener hijos»
fuera algo malo. Algo que desagrada a Dios. Si la Virgen María, en los planes de Dios,
hubiera tenido «otros hijos», para nosotros seguiría siendo la «llena de Gracia», la
«Bendita entre todas las mujeres», la «Madre del Señor». No le restaría nada a su
privilegio de ser la Madre del Señor. El matrimonio es un Sacramento. Algo Santo,
instituido por el mismo Dios. Pero, en la Biblia, claramente, se revela que Dios quiso que
Jesús naciera virginalmente de María, sólo por obra del Espíritu Santo. Y también que
María permaneciera siempre Virgen.
Cuando el ángel le anuncia a María que va a quedar embarazada y será la Madre del
Hijo de Dios, ella «turbada», responde: «No conozco varón» (Lc 1,34), es decir, no he
tenido relaciones sexuales con ningún hombre. El ángel, de parte de Dios, le explica que
todo será por obra del Espíritu Santo, sin «concurso de varón» (Lc 1,35 ). Esto se
aprecia con evidencia en el Evangelio de san Mateo, que describe, dramáticamente, la
situación del novio José, que al enterarse del embarazo de María, se deprime y piensa
abandonarla «en secreto» (Mt 1,20), para no tener que acusarla ante un tribunal, como
mandaba la ley. Todo se resuelve con un sueño-visión que tiene José. Dios le aclara que
la concepción de María ha sido por obra del Espíritu Santo. Se le ordena a José que lleve
con confianza a María a su casa (Mt 1,20). Más claramente no se puede detallar el plan
de Dios de que Jesús naciera virginalmente. No según las leyes biológicas. Hay que tener
muy presente que Jesús no era simplemente un hombre. Era Dios y hombre; nunca dejó
de ser Dios.
El problema con los hermanos protestantes es que se basan en algunos textos bíblicos
que, según ellos, indican que María no fue siempre virgen. El primer texto es el que narra
lo que sucedió después del sueño-visión que tuvo José. Dice el texto: «Y no la conocía
hasta que ella dio a luz a un hijo, y le puso por nombre Jesús» (Mt 1,25). Los otros
textos que los hermanos protestantes esgrimen para «probar» que María no permaneció
siempre virgen son los varios pasajes que hablan de los «hermanos de Jesús» (Mt 12,46,
Mt 13, 55-56; Mc 6,3 ). Otro texto clave para ellos es el de Lc 2,7, en el que el
evangelista narra que María tuvo a su «hijo primogénito». Según ellos, esto indica que
tuvo otros hijos.
Habría que comenzar por recordarles a los hermanos protestantes que sus
«fundadores», Lutero, Calvino, Zuinglio, siempre se refirieron a María como «la
siempre Virgen María». En los «Artículos de la Doctrina Cristiana», que debían profesar
los protestantes, Lutero escribe que Jesús nació de «María pura, santa y SIEMPRE
VIRGEN» (año 1537). Calvino trató de ignorante a Helvidio (hereje del siglo V) porque
afirmaba que María tuvo otros hijos. Zuinglio escribió: «María, como virgen pura, nos
engendró al Hijo de Dios, y tanto en el parto, como después del parto SE CONSERVÓ
SIEMPRE VIRGEN, pura e íntegra» (Corpus reformatorum, Zwinglii, Opera 1424).
¿Por qué para los hermanos protestantes es correcta la interpretación que los
Reformadores protestantes hicieron de la Biblia con respecto a que la justificación es

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«sólo por la fe»; pero es «incorrecta» la interpretación que los mismos Reformadores
hicieron de la Biblia, cuando afirmaron que María permaneció «siempre Virgen»? ¿Qué
pasó? ¿No era el Espíritu Santo el que les iluminó su interpretación de la Biblia en ese
entonces? ¿Es posible que el Espíritu Santo a los Reformadores protestantes, en aquel
tiempo, les haya dicho que María permaneció siempre virgen, y que a los actuales
protestantes, ahora, les diga que María no permaneció siempre Virgen?

El magisterio de nuestra Iglesia

Todo el que, imparcialmente, va a consultar la interpretación de la Biblia, que se llevó


a cabo desde los inicios de la Iglesia, podrá comprobar que la Tradición de la Iglesia
católica siempre ha enseñado que María dio a luz a Jesús virginalmente y permaneció
siempre Virgen. Nunca los Padres Apostólicos (del tiempo de los apóstoles), ni los Santos
Padres (que vivieron entre los años 150 y 600) afirmaron lo contrario. También los
dirigentes de la Reforma protestante se refirieron a la «siempre Virgen María». ¿Será que
durante todos esos siglos el Espíritu Santo estuvo «dormido» y, al fin, se despertó con
los protestantes que vinieron después de Lutero, Calvino y Zuinglio? Jesús fue específico
en prometer su Espíritu Santo a su Iglesia. Dijo Jesús: «El los llevará a toda la Verdad»
(Jn 16,12). Si la Iglesia se equivocó durante todos esos siglos, casi mil quinientos años,
¿dónde estaba el Espíritu Santo prometido por Jesús?

Hijo Primogénito

Con respecto al texto de Mt 1,25, que informa que José recibió la orden de llevarse a
María a su casa, la Biblia protestante, de Reina Valera, traduce: «Pero no la conoció
hasta que dio a luz a su hijo primogénito, y le puso por nombre Jesús». Los hermanos
protestantes insisten en afirmar que de este texto se deduce que, después del nacimiento
de Jesús, José tuvo relaciones conyugales con María, y que de esas relaciones nacieron
varios hijos.
El biblista Esteban Betencourt escribe: «Algunos han querido deducir de este texto que
después del nacimiento de Jesús, José hubiese tenido relaciones conyugales con María.
Es una interpretación que no toma en cuenta una particularidad de la lengua bíblica
(semita): la expresión "hasta que" corresponde al griego heos hou y al hebraico ad Ki.
Son varios los textos escriturísticos en los que se usa esa misma expresión para designar
simplemente lo que no se dio en el pasado, sin indicar lo que sucedería después». El
mismo escritor cita algunos ejemplos bíblicos que confirman su afirmación: En Gn 8, 7,
se lee: «El cuervo que Noé soltó después del diluvio no volvió al arca hasta que se
secaron las aguas». No quiere decir que el cuervo sí volvió después del diluvio, sino que

72
no volvió nunca más.
En el segundo libro de Samuel, leemos: «Mical no tuvo hijos hasta que murió» (2S
6,23). Ciertamente no quiere afirmar que Mical tuvo hijos después de muerta. En el
Salmo 110, 1 se lee: «Siéntate a mi derecha HASTA QUE ponga a tus enemigos como
estrado de tus pies». No quiere decir que cuando sean vencidos los enemigos, Jesús ya
no seguirá a la diestra del Padre. Cuando Mateo dice que José «no la conoció hasta que
ella dio a luz a su hijo primogénito», no quiere afirmar, necesariamente, que después sí
la conoció. Es por eso que la Biblia de Jerusalén traduce este texto así: «Y sin haberla
conocido, dio a luz un hijo» (Mt 1,25).
En cuanto a lo que se refiere al «HIJO PRIMOGÉNITO», el mismo comentarista,
Betencourt, explica : «Aun fuera de Israel se podía llamar «primogénito» a un niño que
no tuviese hermanos ni hermanas menores; muy bien lo testifica una inscripción sepulcral
JUDAICA, del año 5 A.C., descubierta en Egipto, en 1922. Allí se lee que una joven
llamada Arsinoé murió «en los dolores del parto de su hijo primogénito». Nótese que en
ese texto el modo de hablar que señalamos en relación a Mt 1,25: «primogénito» se
llama al hijo antes del cual no hubo otro, no, necesariamente, aquél después del cual
hubo otros» (ob. Cit p. 201).
Esto mismo puede ser aclarado, si consultamos la Carta a los Hebreos, en donde se
lee: «Y nuevamente, al introducir a su PRIMOGÉNITO en el mundo, dice: Y adórenlo
todos los ángeles de Dios» (Hb 1, 6). Ciertamente este versículo, al hablar del
Primogénito, no afirma que Dios Padre, después de Jesús, tuvo «otro hijo». Es
importante tener en cuenta que en el griego común (Koiné), la palabra PROTOTOKOS
equivale al hebreo DEKOR: primer hijo de una madre, el que pertenece a Dios y tiene
que ser rescatado según la ley (Ex 13,2). Cuando San Lucas dice «María dio a luz a su
hijo primogénito», lo que el evangelista quiere resaltar es la obligación de rescatar al
primer hijo, según lo ordena la ley.

¿Y los hermanos de Jesús?

Nuestra Iglesia, con sus muchos y excelentes especialistas en la Biblia, ha enseñado


que cuando en el Evangelio se habla de los «hermanos de Jesús», se hace alusión a
«primos hermanos o parientes cercanos», pues en la Biblia, muchas veces, se llaman
«hermanos» a los que solamente son parientes cercanos. En Génesis 13, 8, se llama a
Lot, hermano de Abrahám: Lot no era hermano, sino sobrino de Abrahám. En Gn 29,15,
Labán llama «hermano» a Jacob, pero Labán era tío de Jacob.
San Jerónimo (+420) le contestó muy ardientemente al escritor Tertuliano que
comenzó a hablar de «otros hijos de María». El mismo san Jerónimo, primer traductor
de la Biblia al latín, lengua popular de su época, llegó a exponer la teoría de que «los
hermanos de Jesús», podrían ser hijos sólo de José que podría haber enviudado y se

73
habría casado nuevamente. Esto lo tomó san Jerónimo del libro «apócrifo» El
protoevangelio de Santiago. Ciertamente, este libro no es ningún texto inspirado, pero
refleja la mentalidad de la época con respecto a los llamados «hermanos de Jesús».
Por otra parte, es muy notable lo que apunta el conocido comentarista protestante,
Charles Ryle, en el Evangelio de san Lucas (8,19), cuando se refiere a los «hermanos de
Jesús; dice Ryle: «La palabra así traducida no significa necesariamente los hijos de la
misma madre. Es evidente que en muchos pasajes de la Biblia, la palabra «hermanos»
tiene frecuentemente una significación más lata, y puede denotar primos, o parientes más
lejanos». El mismo autor protestante añade: «Algunos piensan que estos «hermanos»
eran hijos de José de sus primeras nupcias. Otros piensan que eran hijos de una de las
hermanas de María» (Lucas, Editorial CLIE, Barcelona, 1990 p. 197)
El pastor protestante John Wesley, fundador del «Metodismo», en su «Carta a un
católico», escribió: «Creo que (Jesús) fue concebido por obra singular del Espíritu Santo,
nacido de la bendita Virgen María, que tanto antes como después de darlo a luz,
CONTINUÓ VIRGEN INMACULADA»( Revista En marcha, Brasil, No. enero-
febrero 1972).
En los Evangelios se habla de «hermanos de Jesús», pero no hay ninguna cita bíblica
que se refiera a «hijos de María». Es algo que hay que resaltar. Además, hay que tomar
muy en cuenta lo que sucedió en el Calvario, cuando Jesús estaba por morir. El Señor
llamó a Juan y le encomendó a su Madre: «Hijo, he ahí a tu madre». El Evangelio dice
que Juan recibió a María y se la llevó a su casa (Jn 19,27). ¿Dónde estaban todos los
hermanos y hermanas que, según los hermanos protestantes, tenía Jesús? ¡No es posible
que María hubiera sido tan «mala educadora» que no hubiera logrado que ninguno de
sus supuestos hijos e hijas la acompañaran en ese momento tan trágico de su vida! ¿ Que
hija va a permitir que un «extraño» se lleve a su madre a su casa? ¿ Por qué los
Reformadores protestantes, Lutero, Calvino, Zuinglio, investigadores bíblicos, nunca
encontraron en los Evangelios todos estos hermanos y hermanas, que dicen los
protestantes actuales que Jesús tuvo?
La respuesta no es difícil de encontrar. Los protestantes posteriores a los
reformadores, se fueron encendiendo, más y más, en rencor contra la Iglesia católica,
que no se doblegó para nada ante sus continuos ataques. Entonces la emprendieron
contra lo que el católico aprecia más. Entre las cosas que el católico siempre ha puesto en
un lugar de privilegio está la devoción a la Virgen María. Los hermanos protestantes,
comenzaron a «manipular» la Biblia. Procuraron echar mano de todo versículo que se
acomodara a sus propósitos de combate, y atacaron, nada menos, que a la Madre del
Señor. De «Llena de Gracia», de «Madre del Señor», de «Bienaventurada», de
«Bendita entre todas las mujeres», la redujeron a «no llena Gracia», «no siempre
Virgen», «no Madre de Dios». Apenas la dejaron como «bienaventurada». Algunos, con
verdadero odio, hasta hablan de la Virgen María como de una «mujer como todas las
demás», de la cual, únicamente, Dios se sirvió para nacer. Algunos hermanos
protestantes hasta llegan a decir que Jesús «ni caso le hizo a María», cuando le avisaron

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que lo buscaban su Madre y sus hermanos (Mc 3, 31-35). Aquí, al que dejan mal parado
los hermanos protestantes es Jesús, pues, Él, que le indicó al joven rico que debía
«cumplir los mandamientos» (Mt 19,17), ahora, se muestra como un hijo que «no honra
a su Madre».
Lastimosamente, los hermanos protestantes, por combatir a los católicos, la
emprendieron, nada menos, que contra la Madre del Señor. Hablan maravillas de Jesús,
pero se refieren a la Virgen María con muchos «reparos», tratando de bajarla del
pedestal en que la Biblia y la Iglesia católica la han colocado. Alguien con mucha
agudeza, afirmaba que los hermanos protestantes se llevan una hora alabando a la mujer
adúltera del Evangelio, que se convirtió, pero no dedican ni un minuto a alabar a la
Madre del Señor. Y, si lo hacen, es de una manera puramente intelectual, no de corazón.
Con el pretexto de no empañar la figura de Jesús, no se expresan muy bien con respecto
a la Madre de Jesús. ¿Será esto lógico? ¿Le agrada a Jesús que traten a su santísima
Madre de esta manera?

María en ambientes protestantes

Junto al púlpito de Lutero, en Wittenberg, había un cuadro de la Asunción de la Virgen


María. Lutero nunca lo retiró de allí. Muchos años después de su muerte, allí permanecía
en Wittemberg. Lutero escribió un bello estudio sobre el Magníficat en el que llama a
María «Madre de Dios». Lutero, todos los días rezaba el Magníficat, el canto de María.
El principal dirigente protestante del Pentecostalismo clásico, David Duplessis, cuenta
que cuando supo de las apariciones de la Virgen María en Medjugorie, con disgusto
determinó ir a comprobar cómo los católicos decían a toda hora: «María, María, María».
Pero su sorpresa fue que lo que más escuchó decir fue: «Jesús, Jesús, Jesús». Este
escritor protestante, entonces, dijo: «Ya veo para qué les sirve María a los católicos: para
llevarlos a Jesús». En su ancianidad este escritor protestante llegó a comprender lo que
significa la devoción a la Virgen María en la Iglesia católica: para llevar a Jesús. Eso es lo
que significa el eslogan «a Jesús por María». La Virgen María no nos aparta de Jesús.
Ella está para decirnos, como en Caná de Galilea: «Hagan lo que El les diga» (Jn 2, 5).
A propósito de las apariciones de la Virgen María en Medjugorie, un periodista
protestante de Estados Unidos, Wayne Weible, como cazador de noticias impactantes,
quiso acudir a Medjugorie para hacer algunos reportajes de lo que estaba sucediendo. En
dos de sus libros narra, cómo se fue dejando fascinar por lo que allí sucedía. Primero
comenzó por descubrir la santa Misa. No perdía ocasión para participar en la Eucaristía.
Fue en ese tiempo que Wayne escribió: «No poder recibir la Comunión en la Misa me
hace morir un poco cada vez porque deseo tanto recibir a Jesús en la Eucaristía. Es por
esta razón que quiero convertirme algún día al Catolicismo. Yo veo que muchos católicos
reciben la Eucaristía como si no significara gran cosa para ellos. Yo quisiera decirles:

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¿Entienden que el milagro que ocurre en este lugar, cuando el pan y el vino se convierten
en el Cuerpo y en la Sangre del mismo Jesucristo, es un milagro mucho más grande que
las apariciones que suceden aquí en Medjugorie?». Luego, recuerda Wayne que le
comenzó a llamar la atención el rezo del rosario. Su esposa, de ninguna manera, estaba
de acuerdo con lo que estaba sucediendo con Wayne.
El primer libro Medjugorie, Wayne lo escribió como protestante. Comenzó a ser
invitado por muchas iglesias protestantes para que les comunicara su experiencia en
Medjugorie. Se atrevió a aconsejar el rezo del rosario en algunas iglesias protestantes.
Varias personas le pidieron que les regalara un rosario y les enseñara a rezarlo. Su libro,
La cosecha final, ya lo escribió como católico. La Virgen María fue la que lo llevó a la
Iglesia católica. Ahora, viaja por muchos lugares del mundo, dando su testimonio de lo
que vio y vivió en Medjugorie. Dos cosas, de manera especialísima, lo atrajeron a la
Iglesia católica: La santa Misa y la devoción a la Virgen María. Wayne Weible y su
esposa, ahora, son fervientes católicos.
El Padre Darío Betancour, un predicador popular, que ha viajado por muchos países
llevando la Palabra de Dios, nos contaba que lo invitaron a una universidad protestante
de Estados Unidos para una plática. Al terminar, un pastor protestante le preguntó:
«Padre, ¿usted reza el rosario?» El padre Darío narra que creyó que aquel pastor le
quería tomar el pelo. Se puso nervioso. El pastor le dijo en público: «¿Con la sangre de
quien hemos sido redimidos? Con la sangre de Jesús. Y ¿quién le dio su sangre a Jesús?
La Virgen María. Por eso, padre, yo rezo el rosario todos los días». El padre Darío
comenta que quedó muy impresionado. No se esperaba que un pastor protestante diera
ese testimonio delante de todos los universitarios. Una de las cosas que me ha llamado la
atención es que muchos de los hermanos protestantes, que se convierten al catolicismo,
se entusiasman con el rezo del rosario, a veces, más que los mismos católicos.
Dos de los famosos teólogos protestantes que se convirtieron al catolicismo son John
Newman y Max Thurian. Los dos dieron testimonio de que lo que les atrajo mayormente
a la Iglesia católica fue la necesidad de recibir la santa comunión y la devoción a la Virgen
María. John Newman en su libro, Discursos sobre la fe, dedica dos preciosos capítulos a
la Virgen María. Nos expone su punto de vista como convertido al catolicismo acerca de
lo que es para él la Virgen María. Una vez convertido, ya no le repugnó hablar de la
Inmaculada Concepción de María. Todo lo contrario, escribió algo maravilloso al
respecto, cuando dice: «Si san Juan Bautista fue santificado antes de nacer, María no
puede estar solamente en el mismo plano. ¿Acaso no es lógico que sus privilegios
superen a los de Juan? No es extraño que si la gracia se anticipó tres meses al nacimiento
del Bautista, apareciera, con María, en el primer momento de su ser, borrara toda
imputación de pecado y llegara antes que la actuación del maligno. María debe
sobrepasar a todos los santos. El mismo hecho de que los santos hayan recibido
determinadas prerrogativas nos dice que las de ella han sido las mismas y aún mayores.
Su concepción fue inmaculada a fin de superar a los santos tanto en el instante como en
la plenitud de su santificación» (Ob. Cit p. 357). Max Thurian, a su vez, al convertirse al

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catolicismo, escribió algunos libros que específicamente abordan temas eminentemente
católicos: María, Madre del Señor, figura de la Iglesia, La Confesión, Una sola
Eucaristía.
Me ha llamado también la atención el caso de una religiosa protestante de Alemania,
que ha fundado una congregación con el nombre de “Congregación de María”. Esta
religiosa se llama Basilea Schlink. Ha escrito un libro titulado María, el camino de la
Madre del Señor. Esta religiosa y sus compañeras de comunidad, todas protestantes, se
declaran fervientes devotas de María. Todo esto nos indica que en muchos ambientes
protestantes hay un redescubrir lo que, un día, fue algo normal para la Iglesia: la
devoción a la Madre del Señor.
Últimamente ha llegado a mis manos un fascinante libro titulado: El regreso a casa. El
regreso a Roma (Ignatius Press, San Francisco, 1993). En este libro se narra el proceso
de conversión de dos teólogos protestantes: Scott y Kimberly Hahn. Dos esposos que
eran rabiosos anticatólicos. Los dos graduados en teología. Scott era pastor y catedrático
en una universidad y en un seminario protestantes. De pronto, en una venta de libros
usados, Scott compra la biblioteca de un sacerdote que había muerto. Se encontró con lo
mejor de los teólogos católicos modernos, como De Lubac, Garrigou-Lagrange,
Ratzinger, Urs von Balthasar, Pieper, Daniélou, Dawson, Sheeben. Cuenta Scott que él
se dijo: «No sé por qué nunca se nos habló en el seminario acerca de los pensadores
teológicos más brillantes de los tiempos modernos» También se dijo: «Aunque estuvieran
equivocados, es una mina de oro». Para Scott fue un hallazgo (Ob. Cit. p. 67).
Mientras Scott meditaba en los enfoques católicos, que presentaban los teólogos con
los que se había encontrado, un día, un compañero de universidad, llamado Chris, quiso
burlarse de él haciéndole ver que había empezado a «adorar a María». Scott le explicó
por qué motivo creía que debía «venerarse a María». Le dijo: «Simplemente recuerda
dos básicos principios bíblicos: Primero, tú sabes que como hombre, Cristo cumplió a la
perfección la ley de Dios, incluyendo el mandamiento de honrar a su padre y a su madre.
La palabra hebrea para honrar, es kabodah, literalmente significa ‘glorificar’. Así que
Cristo no sólo honró a su padre celestial, sino que también honró perfectamente a su
madre terrenal, María, otorgándole su propia gloria divina.
El segundo principio es aún más fácil, la imitación de Cristo. Sencillamente imitamos a
Cristo no sólo honrando a nuestras propias madres, sino también honrando a quien
quiera que Él honra, y con la misma clase de honra que El otorga» (Ob. Cit. Pág. 72).
Esta exposición de este teólogo, que en ese momento era todavía protestante, no deja de
impresionamos como católicos. Nos da una pauta de cómo alguien que sólo ha
escuchado «una campana», al escuchar la «otra», puede tener una visión más adecuada
de lo que piensa y enseña la Iglesia católica.
Es muy significativa la manera cómo Scott le procuraba explicar a su esposa Kimberly
-anticatólica rabiosa- cuál era su pensamiento con respecto a la Virgen María. En este
momento Scott todavía era protestante . Le dice: «María es la obra maestra de Dios.

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¿Has ido alguna vez a un museo donde un artista esté exponiendo sus obras? ¿Crees que
él se ofendería si te entretuvieses mirando la que él considera su obra maestra? ¿Se
resentiría porque te quedaras contemplando su obra en vez de a él? ‘¡Oye, es a mí a
quien tienes que mirar!’. En vez de eso, el artista se siente honrado por la atención que le
estás dedicando a su obra. Y María es la obra por excelencia de Dios, de principio a
fin.... Y si alguien elogia a uno de nuestros hijos delante de ti, ¿le vas a interrumpir
diciendo: ‘Demos el reconocimiento a quien realmente le corresponde?’... No, tú sabes
que recibes honra cuando nuestros hijos la reciben. Del mismo modo, Dios es glorificado
y honrado cuando sus hijos reciben honra» (Ob. Cit. p. 150).
Dice el pueblo: «Todo es del color del cristal con que se mira». Pienso que muchos
hermanos protestantes, desde niños, han recibido un enfoque incorrecto con respecto a lo
que los católicos pensamos y sentimos acerca de la Virgen María. Mucho han influido en
esto, las exageraciones y desviaciones de muchos católicos que han hecho consistir la
devoción a la Virgen María en una serie de «falsas devociones», en las que se afirman y
hacen cosas que la Iglesia reprueba. El Concilio Vaticano II arremetió contra la «falsa
devoción» a la Virgen María. El Concilio clarificó que la devoción a la Virgen María
debía estar sólidamente afianzada en la Biblia y en la Tradición. El Papa Pablo VI
escribió: «Quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada
Virgen María, es glorificar a Dios, y empeñar a los cristianos en una vida absolutamente
conforme a su voluntad» (El culto mariano). Creemos que cuando un hermano
protestante descubre nuestra manera ortodoxa de «venerar» a la Madre del Señor,
basada en la Biblia y en la Tradición, no nos va a juzgar tan desenfocadamente como,
con frecuencia, lo hace.

Llevar a María a la propia vida

San Juan escribió su Evangelio hacia el año 100. Al referirse a la Virgen María,
propiamente, nos conservó lo que las primeras comunidades sentían acerca de la Madre
del Señor. Juan nos expone tres cosas acerca de lo que pensaban y sentían con respecto
a la Virgen María las comunidades cristianas al terminar el primer siglo. Primero, la
tenían como la Madre que Jesús había dejado para la Iglesia, cuando le dijo a Juan:
«Hijo, he ahí a tu Madre». Juan -el único apóstol que se había atrevido a estar junto a la
cruz- la recibió en nombre de la Iglesia y se la llevó a su casa. Fue el «primer devoto de
la Virgen María». Al vivir bajo el mismo techo, pudo comprobar que ella era el retrato
perfecto del discípulo, que Jesús les había dejado: La que más había escuchado la
Palabra de Dios, y la que mejor la había puesto en práctica.
En el libro de Hechos se aprecia el lugar que la Iglesia primitiva le comenzó a dar a la
Virgen María, cuando Jesús ya no estaba físicamente presente. Al iniciar el libro de
Hechos aparece la Iglesia de Jesús en un retiro espiritual : En primer lugar, se menciona a
Pedro, luego se dan los nombres de los apóstoles, a continuación, se habla de unos ciento

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veinte discípulos. María está en medio de esa Iglesia, ocupando el lugar de Madre, que
Jesús le había encomendado: «Mujer, he ahí a tu hijo». Aquí se exhibe la «fotografía»
de la Iglesia que fundó Jesús: una Iglesia que medita en lo que Jesús le predicó. Una
Iglesia que ora («perseveraban unánimes en la oración» Hch 1,14). Una Iglesia
«unánime» -comunidad de amor-. Una Iglesia con su Jerarquía, su Magisterio. Una
Iglesia con una Madre que acompaña al Jesús místico -la Iglesia- como acompañó al
Jesús histórico. Ésta es la fotografía que la Biblia muestra de la Iglesia de Jesús.
Como san Juan, todos los grandes santos de nuestra Iglesia también se llevaron a la
Virgen María a su vida. Todos la recibieron como Madre, y dieron testimonio de lo que
ella había sido en sus vidas para acercarlos a Jesús. Todo cristiano, como Juan, también
se lleva a su vida, a su casa, a la Madre que Jesús le dejó. Todos los santuarios
dedicados a María son un vivo testimonio de la experiencia de un encuentro de fe con la
Madre del Señor de millones de cristianos que, como Juan, han tenido la bendición de
vivir bajo el mismo techo de María.
En segundo lugar, Juan en su evangelio, nos muestra a la Virgen María, como una
madre que tiene un poder grandísimo de intercesión ante Jesús. Juan recuerda lo que vio
en Caná de Galilea. Comprobó el poder de intercesión de María ante Jesús. Debido al
ruego de María, Jesús convirtió el agua en vino para sacar de apuros a una familia que
estaba por pasar por una vergüenza muy grande (Jn 2,1-11).
El mensaje de Juan es muy claro para la Iglesia: No dejen de llevarse a María a su
casa. Ella es una Madre Auxiliadora, que nos acompaña en nuestros momentos críticos
de la vida. Donde está Ella, Jesús va a cambiar el agua de los sufrimientos en vino
sabroso de bendición. Cuando en nuestro hablar popular decimos: «La Virgen me hizo un
milagro», entendemos que Ella fue la que, como en Caná, le rogó a Jesús para que
convirtiera el agua de mis problemas en el vino de mi gozo espiritual. El milagro de Caná
no es ninguna novedad para nosotros: lo hemos visto repetido muchas veces en nuestra
vida.
Lo tercero que Juan nos enseña es: María es una Madre exigente para la Iglesia. Juan
recuerda que antes de que se obrara el milagro de Caná de Galilea, la Virgen María les
dijo a los sirvientes: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2, 5). María está para recordarles a
sus hijos -la Iglesia- que no podemos solucionar nuestros problemas, si no «hacemos lo
que dice Jesús» en el Evangelio. María es la madre que nos recuerda que Ella está para
señalarnos a Jesús, que es el único que nos puede salvar, como la salvó a Ella.
Ésta es la auténtica devoción a la Virgen María, que san Juan nos expone en su
Evangelio y que nos recuerda lo que pensaban de la Madre del Señor las primeras
comunidades, al concluir el primer siglo del cristianismo.
La devoción a la Virgen María no es, esencialmente, indispensable para salvarse. En la
Iglesia católica a nadie se le obliga a ser devoto de la Virgen María. Es un regalo de Dios:
el que lo descubre, ya no puede dejarlo. Todo cristiano, que, como Juan ha tenido
experiencia de la maternidad espiritual de la Virgen María, ya no puede desprenderse de

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ella. Se vuelve un devoto ferviente de la Madre del Señor.
Tuve la bendición de participar, hace varios años, en Roma, en la reunión de siete mil
sacerdotes de la Renovación Carismática Católica del mundo. Estábamos por iniciar la
Eucaristía, cuando alguien anunció que en ese momento se iba a llevar en procesión un
icono de la Virgen María. Todos los sacerdotes sacaron inmediatamente su pañuelo
blanco para saludar a la Madre del Señor. Algunos lloraban manifestando de esa manera
lo que la Virgen María había sido en sus vidas. Todos esos sacerdotes, como el sacerdote
san Juan, agradecimos el don de Jesús al dejarnos a su Madre Santísima. Éste es el sentir
de la Iglesia que fundó Jesús. Le damos a la Madre del Señor el lugar que le dio la Iglesia
de Pentecostés, en donde Apóstoles y discípulos «perseveraban unánimes en la oración
en compañía de la Madre de Jesús» (Hch 1, 14). La Iglesia que fundó Jesús es la Iglesia
que debe perseverar unánime en compañía de su madre espiritual, la Virgen María.

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10. ¿Y EL PURGATORIO?

Lo primero que un hermano protestante afirma, cuando se toca el tema del purgatorio,
es que la palabra purgatorio no está en la Biblia, que es invento de la Iglesia católica. En
realidad, la palabra «purgatorio» no se encuentra en la Biblia. Tampoco se encuentran las
palabras Trinidad y Encarnación, pero sí se encuentra la revelación acerca del Misterio
de la Santísima Trinidad y de la Encarnación del Hijo de Dios. Lo mismo sucede con el
purgatorio: la palabra purgatorio no se halla en la Biblia, pero sí la revelación acerca de
una «purificación» después de la muerte para los que hayan muerto «piadosamente»,
pero que todavía necesitan una «purificación» antes de ingresar en el reino de los cielos.
La palabra «purgatorio» es un término teológico acuñado por la Iglesia católica para
referirse a esta revelación bíblica.
A mí me causó risa y, al mismo tiempo disgusto, al leer en el libro, ¿Cuál camino?, de
Luisa de Walker, lo que la autora protestante expone acerca de una misa celebrada en
sufragio de uno de los papas, que hacía 50 años había muerto. La autora comenta: «Si
después de cincuenta años tantos millones de personas no han logrado sacar del
purgatorio con sus rezos al propio representante de Cristo en la tierra, ¿qué esperanzas
hay para un simple pecador?» (Ob. Cit. Pág. 54). Este comentario nos da una leve idea
del concepto deformado que los hermanos protestantes tienen acerca de lo que nosotros
llamamos el purgatorio y de lo que nosotros entendemos, cuando hacemos oración por
los difuntos.

¿Qué es el Purgatorio?

Ante todo, ¿qué es para nosotros el purgatorio? Me parece muy acertada la definición
que expone el teólogo Esteban Bettencourt. Explica este escritor: «Por purgatorio se
entiende el estado (no lugar) en que las almas de los fieles que mueren en el amor de
Dios, pero que todavía poseen inclinaciones desordenadas y resquicios del pecado, se
liberan de esas escorias mediante una purificación. El purgatorio sería una concesión de
la misericordia divina que no quiere condenar a quien lo ama, pero que no puede recibir
en su santísima presencia ninguna sombra de pecado» (Diálogo ecuménico, Editorial
claretiana, 1990). Dos cosas muy importantes resalta este autor: el purgatorio no es «un
lugar geográfico», sino «un estado», una situación para nosotros desconocida. Nosotros
la aceptamos como una revelación de Dios en la Biblia. La otra cosa importante es que el
purgatorio, no es «una venganza» de Dios, una cárcel, sino un rasgo de la misericordia
de Dios, que, a pesar de nuestras debilidades, a la hora de la muerte, todavía nos da una
oportunidad más de purificación, si la necesitamos.

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Bases Bíblicas

El principal texto bíblico en que nos basamos, de manera especial, para hablar de la
existencia del purgatorio es el que se encuentra en el capítulo doce del segundo libro de
Macabeos. Judas Macabeo en una batalla, al inspeccionar los cadáveres de algunos
soldados muertos, les encontró bajo la túnica unos amuletos tomados del enemigo. Lo
primero que hicieron todos fue «rogar al Señor que aquel pecado les fuera totalmente
perdonado» (v. 42). Inmediatamente después, Judas pidió que se celebrara un sacrificio
en el Templo por los caídos en la batalla (v. 43). El comentario del escritor bíblico anota:
«...obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección. Pues de no
esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por
los muertos; mas, si consideraba que una magnífica recompensa está reservada a los
que duermen piadosamente, era un pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer
este sacrificio expiatorio a favor de los muertos, para que quedaran liberados del
pecado» (2Mac 12, 43-46). Aquí, no se menciona la palabra «purgatorio», pero se
«revela» el concepto de la purificación después de la muerte para los que mueren
«piadosamente»; pero que necesitan todavía una «purificación» antes de poder recibir la
«recompensa» (v. 45).
El texto bíblico no describe cómo es esta purificación. Según Judas Macabeo, para él,
el descuido de haberse apoderado de idolitos del enemigo, no es algo «grave», según las
circunstancias, tal vez, porque no fue por motivos religiosos, sino por motivos de tipo
económico. En la doctrina católica, los únicos que tienen oportunidad de purificación
después de la muerte, son los que mueren en «gracia de Dios». El que muere sin estar en
comunión con Dios, no puede ingresar en el reino de los cielos. El libro del Apocalipsis lo
dice muy claro : «Nada manchado entrará en el cielo» (Ap 21, 28). El que vive en
pecado mortal, no puede estar fantaseando en que tendrá una oportunidad de conversión
en la otra vida. Esto no lo enseña ni la Biblia ni la Iglesia católica. Es muy determinante
en este texto bíblico, que es el mismo Dios el que, por medio del escritor bíblico, alaba la
actitud de Judas Macabeo y de la comunidad de orar por los difuntos. Dice que es algo «
hermoso y noble» (v. 43).
Ante este planteamiento, inmediatamente, el hermano protestante afirma que los libros
de los Macabeos no son inspirados, que no están en el canon bíblico. En la Biblia de
ellos, es cierto, que no están esos libros. Pero en la Biblia católica, que corresponde a la
Versión de los Setenta, sí se encuentran .Esta Biblia en griego, fue la misma que usaron
los apóstoles y los primeros cristianos para evangelizar a los no judíos. El griego, en ese
tiempo se había impuesto como un idioma internacional. Nunca los primeros cristianos
dijeron que los libros de los Macabeos no fueran inspirados. Si eran tan «peligrosos»
para la evangelización, no tiene sentido que no los hubieran eliminado desde un principio.
Es por eso, que los católicos no tenemos ningún reparo en continuar creyendo lo mismo
que creían los primeros cristianos, que ofrecían el sacrificio de la misa por el eterno

82
descanso de los difuntos. Muchas veces la Misa se celebraba sobre las tumbas de los
mártires. Nuestra actitud es eminentemente bíblica. Creemos y hacemos lo mismo que
hacían los primeros cristianos.
Otro texto bíblico, que ha servido de base para hablar acerca del purgatorio, es el de la
1Co 3,10-16, que dice: «Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen
arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye!
Pues, nadie puede poner como cimiento otro que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno
construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la
obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el día que ha de revelarse
por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego . Aquel cuya
obra construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquel cuya
obra queda abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero COMO
QUIEN PASA A TRAVÉS DEL FUEGO» (1Co 3, 10-16). El evangelizador, que por
descuido no construye sobre bases sólidas, sino sobre heno o paja, no podrá ser admitido
en el reino de Dios. San Pablo da a entender que necesita una previa purificación. «Pasar
por el fuego» es una imagen de la purificación espiritual que se le concede a la persona
antes de ser admitida en el reino de Dios.
Lo mismo puede decirse de la alusión que hace san Mateo del pecado contra el
Espíritu Santo; dice el texto bíblico: «No se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.
Ni en esta vida ni en la otra». (Mt 12, 32). Aquí, se revela la posibilidad de una
purificación después de la muerte. A esta situación de «maduración espiritual», que la
misericordia de Dios concede al que muere en su amistad, pero que necesita todavía una
purificación ulterior, es lo que la Iglesia llama «purgatorio».

Tradición y magisterio

Para nosotros la Tradición de los primeros cristianos, discípulos de los Apóstoles, es


importantísima para conocer con precisión cómo interpretaban estos pasajes bíblicos que
se refieren al purgatorio. Con toda seguridad se ha comprobado que durante los primeros
cinco siglos, la Iglesia acostumbraba orar por los difuntos: sobre todo, se constata la
costumbre de celebrar la santa Misa sobre las tumbas de los mártires. En las catacumbas
de Roma, lugares subterráneos donde los cristianos celebraban sus reuniones en tiempos
de persecución, se han encontrado muchas inscripciones que evidencian las oraciones
que la iglesia primitiva hacía por los difuntos.
San Juan Crisóstomo (+407) escribió: «Ayudémosles y recordémosles (a los difuntos).
Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué habríamos
de dudar que nuestros sufragios por los muertos les traen alguna consolación?». San
Ambrosio, al referirse al alma del difunto, decía: «Más que llorar, hay que ayudarla con
oraciones. No la entristezcas con tus lágrimas, sino encomienda, más bien, a Dios con

83
oblaciones, su alma». También san Agustín (+431) escribió acerca de su certeza acerca
del purgatorio; en su libro Las confesiones, hace constar que él diariamente en la misa
reza por su madre.
El Concilio de Trento, de manera definitiva, expuso la doctrina sobre el purgatorio en
el año 1563. Este concilio prescribió a los obispos «mantener y creer la sana doctrina
sobre el purgatorio». Si durante tantos siglos, la Iglesia católica, con sus grandes teólogos
y comentaristas bíblicos, como Santo Tomás, san Agustín, san Ambrosio, san Juan
Crisóstomo, siempre había interpretado la Biblia aceptando la existencia del purgatorio,
¿por qué se le va a dar más importancia a las teorías teológicas de Lutero y los
reformadores, que con resentimiento buscaban ir contra todo lo que enseñaba desde
hacía siglos la Iglesia católica? Lutero y sus seguidores protestantes no tenían la autoridad
de «Iglesia» fundada por Jesús. La asistencia del Espíritu Santo fue prometida a la
Iglesia, no a los teólogos en particular. Por eso muy bien, decía san Pedro que la Biblia
no es de «interpretación privada» (2P 1,20). El teólogo Johann Möhler afirma: «Por lo
que se refiere al purgatorio, Lutero no lo negó al principio, como no negó tampoco la
intercesión y oraciones por los difuntos; mas tan pronto como vio con claridad su propia
doctrina de la justificación, sintió la necesidad de poner también aquí en juego el espíritu
de negación. En los artículos de ESMAKALDA, por él compuestos, se expresa con la
mayor violencia contra la fe en el purgatorio, que califica de invención del diablo» (Art.
Smalcald. P. II c.2 n. 11).

Don de la misericordia

Los hermanos protestantes alegan que cómo es posible que Dios nos diga que nos
perdona aquí, y que luego nos castigue en la otra vida. Ante todo, habría que comenzar
por quitar el sentido del purgatorio como una especie de «sucursal del infierno». En el
concepto bíblico, el purgatorio es una manifestación de la misericordia de Dios, que a
toda costa «quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4). El que está en el
purgatorio no piensa en Dios como un «tirano» que lo castiga, sino como en un Padre
bondadoso que, a pesar de sus debilidades, todavía le concede un tiempo de
«maduración espiritual».
Dios es Padre misericordioso, pero no puede renunciar a ser Dios «justo». La Biblia
muestra que Dios perdona a Moisés, pero en su justicia no lo puede dejar entrar en la
tierra prometida, por haberle fallado gravemente. Moisés, pidió perdón y rogó a Dios que
lo dejara entrar en Canaán; el Señor no se lo permitió; Moisés, aceptó con humildad la
determinación del Señor. No por eso Moisés dejó de ser santo ante los ojos de Dios y de
nosotros. Lo cierto es que en todos nosotros, hay una mezcolanza de santidad y de
debilidad que nos lleva a actitudes negativas que necesitan ser purificadas. Lo mismo
puede decirse de David. Un hombre «según el corazón de Dios», como afirma la misma
Biblia. Dios le perdonó su adulterio, pero le advirtió que debido a sus pecados, la

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«espada no se apartaría de su casa» (2S 12, 10). David aceptó con humildad el juicio del
Señor. Dios perdona, pero su justicia no le permite dejar pasar por alto lo que tiene que
ser purificado.
Los hermanos protestantes alegan también que ya Jesús «lo hizo todo» por nosotros
con su sacrificio en la cruz, que nosotros no tenemos nada que hacer. Es cierto: el
sacrificio de Jesús es suficiente para la redención; pero el valor de la sangre de Cristo
sólo llega al que abre el corazón para recibirla. Y, aquí está el problema. Nuestro corazón
es tan duro que no nos abrimos del todo para recibir esa redención que el Señor nos
ofrece. Ése es el motivo, precisamente, del don del purgatorio: Dios, Padre
misericordioso, todavía acude en nuestro auxilio para darnos la oportunidad de esa
purificación, necesaria para que podamos ser recibidos en la gloria eterna. Razón tenía el
profeta Isaías al sentir la necesidad de que le limpiaran los labios para estar en la
presencia de Dios. Un ángel del Señor purificó al profeta con un carbón encendido (Is
6,7). El purgatorio es ese «carbón encendido» por medio del cual la misericordia de Dios
nos purifica para que podamos ser aceptados en su presencia.
Me llama la atención lo que objetan algunos hermanos protestantes: Dicen que Jesús
no le dijo al ladrón arrepentido: «Hoy estarás en el purgatorio». Interesante la objeción.
El Evangelio de san Marcos indica que a Jesús lo crucificaron a las nueve de la mañana y
que murió a las tres de la tarde (Mc 15,25). Es decir, que el buen ladrón tuvo seis horas
de martirio junto a Jesús. Pudo escuchar las siete palabras de la Palabra, que como
espada de doble filo se le hundió hasta lo más profundo del corazón (Hb 4, 12). El buen
ladrón, a la hora de su muerte, tuvo a su lado al mejor evangelizador del mundo: al
Mediador ante el Padre. Fue salpicado con la sangre de Cristo. Fue un caso
extraordinario de la Gracia. Su martirio al lado de su Salvador fue su «purgatorio de
amor». El poder de la Palabra y la Sangre de Cristo le lograron abrir el corazón,
totalmente, para que recibiera la redención que Jesús le estaba ofreciendo. Eso es
precisamente el «purgatorio»: la misericordia de Dios que logra abrir nuestro corazón
para que quede limpiado de impurezas, y podamos ingresar en el paraíso. Jesús no le dijo
al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el purgatorio», porque el delincuente
arrepentido estaba pasando en ese momento por su purgatorio de amor.

Los sufragios

Por motivos de amistad, alguna vez, he asistido a algún culto protestante, cuando
muere alguien. Me ha impresionado que se habla de la conversión, del regreso del Señor,
se hace alusión a algunas virtudes del difunto; pero no se ora por el difunto. Alguien, en
cierta oportunidad, en uno de esos cultos, dijo: «Ya todo lo que se tenía que hacer se
hizo. Ya no se puede hacer nada más». Yo pensaba para mis adentros: «Es cuando más
se debe “hacer” por el difunto». Yo no quisiera que me celebraran un culto de esa
manera. El día de mi muerte lo que más le pido al Señor es que haya muchas personas

85
que con fe y con amor oren por mi, que intercedan ante el Señor para que tenga
misericordia de mi y pueda ser aceptado en la gloria eterna. Ésta es la tradición bíblica de
Judas Macabeo y su comunidad. Eso fue lo que Dios mismo alabó como algo «hermoso
y noble» (2Mac 12,43). Eso es lo que continuamos haciendo los católicos: una oración
de intercesión por los difuntos en el momento de la muerte, cuando más necesitan de
nuestra oración de intercesión para que se abra su alma, más y más, al amor de Dios, y
puedan ingresar en la gloria eterna.
Cuando estaba muriendo santa Mónica, madre de san Agustín, le dijo: «Hijo,
recuérdame siempre en tu misa». San Agustín escribió: «Siempre la recuerdo en la
misa». Ésta es la santa tradición bíblica que nosotros conservamos en la Iglesia católica.
En nuestra Iglesia se nos enseña la doctrina de la «Comunión de los santos». La Iglesia,
según la expresión de san Pablo, es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12,12). A este Cuerpo
místico pertenecen la «iglesia triunfante»: los que ya están en la gloria eterna. La «iglesia
militante»: nosotros, los que todavía tenemos que luchar en nuestro peregrinaje hacia la
patria definitiva. La «iglesia purgante»: constituida por los que han muerto en gracia de
Dios y todavía necesitan de alguna purificación. Todos somos los «santos», que nos
comunicamos. La Biblia llama santos a todos los bautizados. Santo quiere decir
consagrado. En nuestro bautismo hemos sido consagrados a Dios.
Los que llegaron a la patria definitiva, ya gozan de la presencia de Dios. De ninguna
manera, han perdido su relación con nosotros. No tendría sentido que no tuvieran el
amor, que es lo esencial del bienaventurado. No podemos imaginar que una madre, que
está junto al Señor, se olvide, se desentienda de su familia. Todo lo contrario: ahora reza
con más pureza y poder: se une al Mediador Jesús para interceder por su familia. Ésta no
es una piadosa suposición. En el libro del Apocalipsis, se presenta a los bienaventurados
del cielo, que en incensarios de oro ponen las oraciones de los «santos» de la tierra.
Aquí, aparece bellamente lo que hacen los bienaventurados del cielo, la Iglesia triunfante:
se unen al Mediador Jesús para presentar su oración de intercesión por la Iglesia
militante, la que todavía está en estado de lucha. Dice el texto bíblico: «Y cuando hubo
tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron
delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son las
oraciones de los santos» (Ap 5, 8). Es interesante el comentario, que de este texto hace
el comentarista protestante, William Barclay, cuando dice: «Pero lo significativo es que se
piense aquí en la existencia de intermediarios de la oración, la idea de que las oraciones
de los fieles puedan ser traídas hasta la presencia de Dios por lo que podríamos llamar
«portadores celestiales...». Más adelante apunta: «Es un pensamiento consolador. No
estamos solos, por así decirlo, en nuestra súplica ante Dios. Las huestes celestiales y una
incontable nube de testigos colaboran con nosotros en nuestro ruego» (Apocalipsis,
Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1975 PP. 206-207). Es lo que enseña la Iglesia
católica acerca de la intercesión de los bienaventurados del cielo en favor de los fieles de
la tierra. La «Comunión de los santos» se completa con la Iglesia «purgante», la Iglesia
en estado de purificación. Nosotros los de la Iglesia militante intercedemos por ellos, para

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que cuanto antes, se abran al amor de Dios y sean purificados y llevados a la gloria
eterna. «La Comunión de los santos» es una de las verdades básicas de nuestra religión,
que confesamos en el Credo de la Iglesia católica. Algo sumamente consolador: nunca
estamos desprotegidos -ni en la vida ni en la muerte- de la oración de nuestra madre la
Iglesia.
En tiempos pasados, para suscitar compasión por las almas del purgatorio, el pueblo ideó
cuadros «terroríficos», en que se representaban las almas del purgatorio retorciéndose
entre llamas de fuego. Estos cuadros, gracias a Dios, ya son historia. Hicieron mucho
daño, ya que daban una idea del purgatorio como de una «sucursal del infierno», como
una «cárcel» en la que Dios tenía a los que todavía le «debían» algo. Gracias a las
profundización teológica, basada en la Biblia y la Tradición, hoy, creemos en el
purgatorio como una manifestación de la misericordia de Dios. Los que están en el
purgatorio, sólo pueden estar alabando a Dios Padre por su bondad, por su misericordia,
por su infinita Sabiduría y Providencia. A veces, el pueblo se refiere a las «pobres
almas» del purgatorio. Los pobres somos nosotros que todavía estamos luchando para no
caer en la tentación. Las almas del purgatorio son «dichosas»: ya están ciento por ciento
seguras de su salvación. Ya están con el Señor. Por eso no terminan de alabarlo y
bendecirlo. El purgatorio no es un castigo. No es una cárcel. Es un don inapreciable de la
misericordia de Dios.

87
11. ¿ADORAMOS A LOS SANTOS?

En cierta ocasión, una señora me abordó para echarme en cara con agresividad que los
católicos, le rezábamos a los santos, que eso no era bíblico, que ella no necesitaba pedirle
a los santos porque iba directamente al Jefe, a Jesús. Yo acababa de ver que esa señora
había acudido a un grupo de personas para que hicieran oración por ella porque estaba
delicada de salud. Le pregunté a esa señora: «¿Por qué usted no fue directamente al jefe
para que la sanara, sino que acudió a este grupo de personas para que intercediera ante
Jesús por usted?» Los hermanos protestantes continuamente nos están echando en cara
que nosotros acudimos a los santos, que eso no es bíblico: que hay que ir directamente a
Jesús.
Los católicos, en el Credo de los Apóstoles, decimos: «Creo en la Comunión de los
Santos». La Biblia llama santos a los bautizados, a los que están en comunión con Dios.
Cuando nosotros hablamos de la «Comunión de los santos», tenemos en cuenta lo que
dice san Pablo en su primera Carta a los Corintios: somos el Cuerpo de Cristo. Jesús es
la cabeza, nosotros somos los miembros (1Cor 12,12). Al hablar de «comunión»,
tomamos en cuenta la interrelación que existe entre todos los que formamos el Cuerpo
místico de Cristo, la Iglesia. En primer lugar, están los santos ya glorificados en el cielo,
«la Iglesia triunfante». Luego, los santos que se encuentran en un «estado» de
maduración espiritual, «la iglesia purgante» Estamos también nosotros, los que todavía
somos peregrinos hacia la patria definitiva, «la Iglesia militante», la Iglesia que todavía
tiene que luchar contra las fuerzas del mal.
Entre todos los que formamos el Cuerpo de Cristo, hay una «comunión» espiritual. A
Jesús, la Carta a los Hebreos lo muestra como un sacerdote que intercede por nosotros
ante el Padre: ofrece los méritos de su muerte y resurrección. Nosotros los peregrinos,
les pedimos a los «santos del cielo» que se unan a nosotros en una oración de intercesión
ante el único Mediador, Jesús. También, nosotros, los «santos de la tierra», intercedemos
por los «santos difuntos», para que sean admitidos en la gloria eterna. Así concebimos la
Comunión de los Santos, que, a la luz de la Biblia, profesa la Iglesia católica, y que,
desde el siglo IV, se fijó en el Credo de los Apóstoles; por eso rezarnos: «Creo en la
Comunión de los santos».

Un Dios de vivos

Los hermanos protestantes alegan que ellos no le oran a los que están «muertos».
Pero, para nosotros, los que murieron y están con el Señor, no están muertos, sino viven
eternamente. Jesús dijo: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, no es un Dios de
muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). Abrahán, Isaac y Jacob hacía centenares de años

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que habían muerto; Jesús los presenta como «vivos» espiritualmente. En el Monte de la
Transfiguración, se le presentaron a Jesús, Moisés y Elías: hablaron con El, lo animaron
con respecto a su próxima pasión (Mt 17,3). También Moisés y Elías hacía centenares de
años que habían muerto. La Biblia los presenta como vivientes «espiritualmente», tanto
es así, que hasta hablan con Jesús. Los Apóstoles pudieron verlos y oírlos.
El segundo libro de los Macabeos, recuerda una VISIÓN que tuvo Judas Macabeo.
Ésta fue la visión de Judas Macabeo: «Onías que había sido sumo sacerdote, hombre
honesto y bondadoso, modesto en el trato y de carácter manso, en el hablar noblemente
distinguido y ejercitado desde la infancia en todas las virtudes, oraba con las manos
levantadas por toda la comunidad judía. Luego se le apareció también un hombre de
noble aspecto, de blancos cabellos y majestuosa superioridad, rodeado de admirable
esplendor. Entonces tomando la palabra, Onías dijo: ‘Este es el que tanto ama a sus
hermanos, es Jeremías, el profeta de Dios que ruega mucho por el pueblo y por la
ciudad santa» (2Mac 15,11-16). Este pasaje bíblico evidencia la mentalidad de ese
tiempo: creían que los que habían muerto santamente rezaban por los que todavía
quedaban en la tierra.
Los hermanos protestantes rechazan este texto; alegan que no es inspirado. Pero los
Apóstoles y los primeros cristianos lo tenían en la Biblia en griego (la Versión de los
LXX), que empleaban para evangelizar a los no judíos. Nunca eliminaron este texto,
como algo no bíblico. Algo incorrecto. Por otra parte, es el mismo Segundo libros de los
Macabeos el que nos recuerda la tradición del pueblo judío de orar por los difuntos:
Judas Macabeo envía ofrecer un sacrificio por los soldados muertos en la batalla (2Mac
12,40-45). Aquí se afirma que es cosa «santa y noble rezar por los difuntos». Con
evidencia aparece en la Biblia lo que nosotros, ahora, llamamos «La Comunión de los
santos».
En la parábola del rico Epulón, que narró Jesús, se expone el caso de un rico que va a
parar al infierno por no tener compasión por el mendigo Lázaro. Al rico epulón se le
ocurre dirigirse al santo Abrahán para rogarle que interceda para que termine su
tormento. El santo Abrahán le responde que ya concluyó para él el tiempo de salvación.
Ya no se puede hacer nada. (Lc 16,23-26).
En el libro de Tobías, el arcángel Rafael, revela lo que él hace por los santos de la
tierra. El ángel les dice a los de la familia de Tobías: «Mientras tú y Sara oraban, yo
presentaba sus oraciones ante la presencia gloriosa del Señor, para que él las tuviera
en cuenta. Y lo mismo hacía yo mientras tú enterrabas a los muertos» (Tb 12, 12). El
pasaje citado, del libro de Tobías, está en plena consonancia con el que se encuentra en
el libro del Apocalipsis. En su visión, san Juan narra lo que vio; dice: «Y cuando hubo
tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron
delante del Cordero. Todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que SON
LAS ORACIONES DE LOS SANTOS; y cantaban un cántico nuevo...» (Ap 5,8). Aquí,
hay que tener muy en cuenta que la Biblia llama santos a los bautizados, que están en
comunión con Dios. El texto describe a los «bienaventurados del cielo» que colocan en

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copas de oro las oraciones de los «santos de la tierra».
Ésta no es una idea «inventada» por la Iglesia católica. Por eso es muy significativo lo
que afirma el comentarista protestante, William Barclay, en su libro Apocalipsis. Dice
Barclay: «Lo que es significativo es que se piense aquí en la existencia de intermediarios
de la oración, la idea de que las oraciones de los fieles puedan ser traídas hasta la
presencia de Dios por los que podríamos llamar «portadores celestiales». En el
pensamiento judío posterior aparece frecuentemente esta idea de la existencia en el cielo
de encargados de mediar las oraciones del pueblo fiel». Más adelante, continúa diciendo
Barclay: «La idea de la existencia de intermediarios celestiales que se dedican a llevar
hasta Dios las oraciones de los creyentes es muy común, por lo tanto, en el pensamiento
judío posterior. Desde un cierto punto de vista, es un pensamiento consolador. No
estamos solos, por así decirlo, en nuestra súplica ante Dios. Las huestes celestiales y una
incontable nube de testigos colaboran con nosotros en nuestro ruego. Ninguna oración
puede ser totalmente ineficaz, si tiene como apoyo la actividad de todos los ángeles y
bienaventurados en Dios» (Apocalipsis, Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1975, p.
206).
Si el comentario citado, hubiera sido escrito por un católico, los hermanos
protestantes, inmediatamente, hubieran salido con lo de siempre: «Sólo hay un Mediador
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (1Tim 2,5). Por eso he citado el comentario de
un autor protestante de reconocida fama entre los hermanos protestantes. Los católicos
no negamos que Jesús es el único Mediador entre Dios y los hombres... Simplemente
pedimos a los «santos del cielo» que nos acompañen en oración de intercesión ante el
único Mediador, Jesús. Los santos, en el concepto católico, de ninguna manera desplazan
a Jesús. Todo lo contrario. En comunión con ellos nos dirigimos al ÚNICO MEDIADOR
para que presente nuestra petición ante el Padre. Así de sencillo y bíblico.
El comentarista bíblico, Raymond Brown, escribe: «El catolicismo ha reconocido la
importancia de la intercesión de los santos. Forma parte del mandato bíblico que nos
ordena rezar los unos por los otros. Esto no sólo incluye a los creyentes vivos, sino
también a aquellos que nos han precedido como santos en el reino de los cielos y que
gozan ya de la presencia de Dios. Esta intercesión es útil y benéfica, pero no es en
absoluto necesaria como lo es la intercesión de Jesús. Toda intercesión por parte de los
santos debe ser aceptada por parte de Dios e incorporada a la intercesión suprema del
único sumo sacerdote, Jesucristo. Nadie más que él puede salvarnos, como se afirma en
los Hechos de los Apóstoles 4,12.» (Leer los Evangelios con la Iglesia, Editorial PPC,
Madrid, 1999).

¿Hacen milagros los Santos?

Cuando en lenguaje popular, decimos: «San Antonio me hizo un milagro», lo único

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que queremos expresar es que le hemos pedido a san Antonio que se uniera a nuestra
oración para interceder junto a Jesús. El santo, propiamente, no puede hacer un milagro.
Es Dios quien obra el milagro debido a la fervorosa oración del santo que se unió a
nosotros para rogarle a Jesús por nuestra petición. Así como muestra el libro del
Apocalipsis, que hacen los bienaventurados del cielo, al poner nuestras oraciones en un
incensario (Ap 5,8).
Dice Santiago en su carta: «La oración fervorosa del justo tiene mucho poder» (St
5,16). La Biblia llama justo al santo. Al que tiene una íntima comunión con Dios. Si el
«santo de la tierra» tiene tanto poder, ¡qué poder tan superior debe tener el «santo del
cielo» que ya está totalmente purificado en la presencia de Dios! Aquí, en la tierra,
acudimos a personas buenas para que intercedan por nosotros, cuando tenemos algún
problema ¿Quién no le ha pedido a su piadosa mamá que interceda por él? ¿Si nuestra
mamá tenía gran poder en su oración cuando estaba aquí en la tierra, qué poder tan
superior tendrá, ahora, que está purificada totalmente junto al Señor, para unirse al
Mediador Jesús en oración?
Algo más. Cuando con lenguaje coloquial decimos: «La Virgen me hizo el milagro», lo
único que queremos expresar es que se repitió el caso de Caná de Galilea. La Virgen
María rogó por mí a Jesús, que es el único que puede hacer milagros. La oración
poderosa de la Virgen María, nuevamente, se manifestó al constatar cómo el agua sin
sabor de mi problema se convirtió en el vino de la gracia concedida. En la Biblia
protestante de Reina Valera, se lee: «Y por la mano de los apóstoles se hacían muchas
señales y prodigios en el pueblo» (Hch 5,12). Los hermanos protestantes afirman que
Pablo hacía milagros, que Pedro sanó al tullido del Templo y resucitó a Dorcas .Todos
sabemos que sólo Dios puede hacer milagros. En nuestro lenguaje coloquial decimos:
«Pedro y Pablo hacían milagros». Todos sabemos que es Dios el que obra el milagro por
medio de instrumentos humanos. En el Evangelio de san Marcos, Jesús asegura que van
a seguir «señales» -milagros- a los que crean en su nombre (Mc 16,17). ¿ Por qué Pedro
y Pablo ya no van a poder hacer milagros ahora que están en el cielo? Lo católicos
creemos que Pedro y Pablo, ahora, que están junto al Señor, tienen un poder superior en
su oración de intercesión ante el Mediador, Jesús.
El pueblo de Israel, cuando tenía alguna necesidad especialísima, enviaba a Moisés a la
Carpa de los Encuentros para que intercediera por el pueblo. Cada uno, desde su
respectiva carpa de campaña se unía a la oración del intercesor Moisés (Ex 33,8-11).
Cuando el pueblo de Israel estaba peleando contra los amalecitas, Moisés con los brazos
levantados estaba rezando por su pueblo. Mientras Moisés tenía los brazos levantados en
oración, el pueblo ganaba en la batalla; cuando Moisés, por el cansancio, bajaba los
brazos, el pueblo comenzaba a perder (Ex 17,11). Esta estampa bíblica manifiesta el
poder de la oración de intercesión de un «hombre justo», un santo.
Es sorprendente la revelación de la Biblia con respecto a la oración de intercesión del
«justo». Dios mismo le pide a Job que interceda por sus amigos que han desagradado a
Dios; dice el Señor: «Mi siervo Job INTERCEDERÁ por ustedes. Sólo en consideración

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a él no les infligiré castigo alguno por no haber hablado bien de mí..» (Job 42,8).
Nosotros, ahora, ya no le pedimos únicamente a uno igual a nosotros que interceda por
nosotros; le pedimos también a la Madre del Señor o al santo de nuestra devoción, para
que intercedan ante Jesús por nosotros. La diferencia es muy grande. Y también el poder
en la oración de intercesión de los que ya están junto Dios. Los santos se unen al único
Mediador, Jesús, para interceder por nosotros ante el Padre. Nada antibíblico. La
experiencia de la Iglesia católica, en este campo, está plenamente confirmada.
Los hermanos protestantes insisten en que los católicos les oramos a «personas
muertas», cuando nos dirigimos a los santos, pidiendo que oren por nosotros. Jesús no
pensó que estaba hablando con «personas muertas», cuando dialogó con Elías y Moisés
en el Monte Tabor (Mt 17,3). Los hermanos protestantes, al referirse a los que han
muerto, dan la impresión que los «santos del cielo» se desentienden totalmente de
nosotros. Por eso el famoso teólogo, Johann Mölhler, escribe: «Desde este punto de
vista, imaginando que los santos se asemejan a los dioses de los epicúreos y viven
satisfechos y felices en el cielo, sin meterse para nada en nuestros míseros afanes, y
turbar así sus goces eternos, se explica muy bien la prohibición de dirigirse en absoluto a
ellos. Tales ideas sobre los espíritus bienaventurados, que sólo pudo forjarse un egoísmo
entumecido, no tienen verdaderamente nada que nos convide a acercarnos a ellos, y Dios
nos libre nos espere en el cielo una bienaventuranza, a la que sería infinitamente
preferible el estado de cualquier morador de la tierra en quien se encienda una chispa de
caridad y amor a su prójimo» (Simbólica, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2000, p 485).
Yo no concibo una madre, que esté con el Señor, que se olvide de su familia. Mi
mamá rezaba mucho por mí cuando estaba en la tierra. No me pasa por la mente que ella
se haya olvidado de mí para gozar de su eternidad dichosa junto al Señor. Todo lo
contrario: si aquí en la tierra oraba mucho por mí, ahora, al estar junto al Señor, su
oración será más intensa y poderosa. Por eso yo me uno en oración a ella y le pido que
ruegue por mí. Todo esto no es una «piadosa» elucubración. Me baso en lo que dice el
libro del Apocalipsis, que muestra a los santos del cielo poniendo en una copa de oro las
oraciones de los «santos de la tierra» (Ap 5,8).
Entres las varias sectas y denominaciones protestantes no hay unanimidad, como en
muchos otros temas, en lo que respecta a los difuntos. Es difícil saber qué es lo que en
concreto piensan y enseñan con respeto a los difuntos. Hay muchas teorías según las
denominaciones y sectas. No hay unidad entre ellos con respecto a este punto. Para
algunos de ellos, los difuntos están en una especie de «sueño» en la tumba esperando la
resurrección final de los muertos. Otros, de ellos, hablan de que sus difuntos están «con
el Señor». Pero si están «con el Señor», ¿se les olvidó orar por sus seres queridos? ¿Se
perdió la comunicación espiritual entre ellos y sus hijos o hermanos? Los hermanos
protestantes ni oran por sus difuntos ni les piden a sus seres queridos, que están con el
Señor, que los acompañen en la oración. Nuestra Iglesia, desde hace siglos, nos enseña a
orar por nuestros difuntos, por si necesitan alguna purificación. Nuestra oración de
intercesión por ellos vale mucho ante Dios. También nos enseña a orar a los que ya están

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junto al Señor -de manera especial a los grandes santos- porque la «oración fervorosa del
justo tiene mucho poder» (St 5,16). Por eso, desde hace siglos, la Iglesia viene repitiendo
en el Credo: “Creo en la Comunión de los Santos». Fue el segundo Concilio de Nicea
(año 787) que vino a ratificar la santa y antiquísima costumbre de rendir culto de
«veneración» a la Virgen María y a los Santos.

Modelos para imitar

San Agustín luchaba por salir de su vida de pecado. Leyendo la vida de algunos
santos, se preguntó: «Si éste y ésta, ¿por qué no yo?» Es lo mismo que nos propone la
Iglesia a todos los cristianos. Los santos vivieron en el mismo mundo que nosotros, con
los mismos problemas y situaciones. Cuando la Iglesia «canoniza» a un santo, lo coloca
sobre un altar, no es para que sea «adorado», sino para que sea «venerado» y sirva de
modelo de cómo vivir el Evangelio.
Durante la liturgia del año, la Iglesia va recordando a los santos más insignes para
exhibirlos como modelos de nuestra familia espiritual. La Carta a los Hebreos dice:»
Acuérdense de quiénes los han dirigido y les han anunciado el mensaje de Dios;
mediten en cómo han terminado sus vidas, y sigan el ejemplo de su fe» (Hb 13,7). Es lo
que hace la Iglesia durante el año litúrgico, para que recordemos cómo vivieron el
Evangelio los santos de la Iglesia. Además, dedica un día especial del año, el uno de
noviembre, a conmemorar a todos los santos, para recordamos que hay una iglesia
«triunfante», los bienaventurados, que, al mismo tiempo que oran por nosotros, son
nuestros modelos de cómo imitar a Jesús.
Al Santo Cura de Ars le gustaba tener los cuadros de algunos santos en su habitación
para recordar cómo habían vivido en comunión con Dios y en el servicio a los hermanos.
Esto es lo que aconseja la Carta a los Hebreos con respecto a los santos (Hb 13,7). La
misma Carta a los Hebreos nos hace ver a los santos como una «nube de testigos», que,
mientras nosotros participamos en la «carrera de la vida», ellos nos animan con su vida y
con su oración. La conclusión a la que nos lleva la Carta a los Hebreos es la siguiente:
«Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos,
sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con constancia la
carrera que se nos propone, fijos los ojos en Jesús el que inicia y consuma la fe ...»
(Hch 12,1-2).

Nuestros amigos en el cielo

Los hermanos protestantes nos acusan de hacer con los santos lo mismo que hacían
los paganos con sus héroes, que los endiosaban. ¡No hay peligro de que se nos ocurra

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semejante idea! Para nosotros, los santos son «esa nube de testigos», de que habla la
Carta a los Hebreos, que desde la eternidad nos animan a vivir como vivieron ellos el
Evangelio. Su manera de animamos es orar por nosotros y mostrarnos su manera de vivir
el Evangelio de Jesús.
Nunca olvidaré un gran regalo que me concedió el Señor. En Turín, Italia, me disponía a
celebrar la santa Misa en la que fue la habitación de san Juan Bosco; junto a su cama
está el altar que él usaba cuando se encontraba enfermo en sus últimos días. El sacristán
quiso darme una sorpresa maravillosa. Me proporcionó todos los ornamentos sagrados
que había usado san Juan Bosco: el alba, el cíngulo, la casulla, la estola, el bonete (un
gorro que se usaba antes). También me facilitó el cáliz, el misal, que había usado el
santo. Es algo muy impresionante sentirse revestido con los ornamentos sagrados que
usó un santo. Algo de él ha quedado en esos ornamentos que estuvieron en contacto con
su cuerpo. Soy consciente de que no se trata de ninguna superstición. Los primeros
cristianos veneraban los pañuelos de Pablo; por medio de ellos el Señor llevaba sanación
a muchas personas (Hch 19,12). Nosotros, en la actualidad, veneramos las «reliquias» de
nuestros santos, que estuvieron en contacto con la santidad de Dios que moraba en ellos
de manera especialísima. Sabemos que el Señor es el mismo ayer, hoy y siempre. (Hch
13,8) Jesús sigue manifestándose por medio de sus santos. Por eso con alegría y gozo,
nos sentimos miembros del Cuerpo de Cristo en la Comunión de los santos, y sabemos
que no estamos solos. Hay una «iglesia triunfante» que, en cielo, se une a nuestra
oración. Hay una «iglesia purgante», que recibe nuestras oraciones de intersección por su
pronta purificación. Y estamos nosotros, “la iglesia peregrina», que con la mirada fija en
Jesús, avanzamos con la seguridad de que Jesús, por medio de su Espíritu Santo y en
compañía de la Virgen María y de todos los santos, nos lleva por el único camino que
hay hacia el Padre.

94
12. ¿ADORAMOS LAS IMÁGENES?

Me contaba mi mamá que de jovencita, sus papás la habían inscrito en un internado


protestante porque era el mejor colegio de su ciudad. Cuando su abuelita la había
invitado a ir al Santuario de Esquipulas, le había contestado que ella no adoraba a santos
de palo. Eso le habían enseñado en el internado. Mi mamá se sonreía cuando recordaba
esta anécdota. En la casa de mis papás nunca faltaron dos imágenes: la de Jesús y la de la
Virgen María.
Un tema que a los hermanos protestantes les fascina es el de la imágenes. Con furia
arremeten contra los católicos para reprocharles que «adoran imágenes», que eso está
prohibido por la Biblia en Éxodo 20,4. Un día, un joven seminarista protestante se me
acercó y, de entrada, me preguntó si yo sabía los diez mandamientos. Le contesté que en
nuestra Iglesia hasta los niños de primera comunión los recitan de memoria. El joven
llegó a donde quería llegar: «Los mandamientos prohiben adorar imágenes», me dijo.
«Sí, le contesté: eso está prohibido terminantemente por la Biblia». «Pero... los católicos
adoran imágenes», me replicó. «Joven -le dije-, usted me está calumniando: la calumnia
es uno de los pecados graves que prohiben los diez mandamientos. Yo soy católico: sé
bien lo que hago. Si yo adorara una imagen, cometería un pecado gravísimo. Sólo se
puede adorar a Dios. Piénselo bien, joven, usted me está calumniando. Es un pecado
muy grave».
Este incidente me dio oportunidad de explicarle a aquel joven lo que significa
«adorar». Es algo que muchos pastores protestantes no enseñan a sus feligreses . Parece
que no les conviene porque, de otra suerte, ya no tendrían su «arma favorita» para
atacar a los católicos ¿Será eso evangélico?

¿Qué significa adorar?

Los israelitas con facilidad se dejaban contaminar con la idolatría por los pueblos
vecinos, que eran idólatras. Era uno de los pecados gravísimos que el Señor echó en cara
a su pueblo muchas veces. Cuando el Señor les entregó los diez mandamientos,
expresamente, les dijo: «No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay
arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les
darás culto» (Ex 20,4). Para los pueblos, que practicaban la «idolatría», una imagen
participaba de la esencia de lo divino, del individuo representado. Según ellos, en la
imagen estaba encerrada la divinidad. Cuando alguien adoraba un ídolo era porque creía
que allí estaba la divinidad. De aquí la prohibición de adorar imágenes.
Un caso clásico de adoración de una imagen se encuentra en el capítulo 32 del Éxodo.
Mientras Moisés está en la montaña, el pueblo que había quedado contagiado con la

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idolatría de los egipcios, presionó a Aarón para que hiciera un becerro de oro y lo
adoraran. Ante el becerro de oro todos decían: «Israel, éste es tu dios, el que te sacó de
Egipto» (Ex 32,4). Aquí se muestra gráficamente lo que es «adorar una imagen». Los
del pueblo creían que la divinidad se encerraba en la imagen del becerro de oro, por eso
la estaban adorando.
«Venerar» es algo muy distinto. Alguien tiene el retrato de su novia y lo besa
emocionado. El retrato es un simple pedazo de cartulina. La imagen de la persona le sirve
al novio para pensar en la persona amada. En nuestra casa conservamos el retrato de
nuestra madre difunta. Lo besamos con devoción, nos sirve para recordar a nuestra
madre, para hablarle, para guardarlo con cariño. Eso es venerar.
¿Es posible que los hermanos protestantes crean, sinceramente, que nosotros estamos
convencidos de que dentro de la imagen de Jesús se encierra la divinidad? Sinceramente
yo pienso que ellos no creen eso. No concibo que un pastor protestante culto crea
sinceramente que yo estoy convencido de que en la imagen de Jesús está encerrada la
divinidad. ¡No lo puedo creer sinceramente! Cuando uno lee comentarios bíblicos de
escritores protestantes muy serios y cultos, nunca acusan a los católicos de idolatría. Eso
más bien se estila con los hermanos protestantes que entienden la religión como «un
pleito callejero» en el que hay que atacar al que no es de la misma religión que ellos. Sin
darse cuenta, estos hermanos, hablan del Evangelio, que es amor, con odio hacia el
católico. ¿Por qué muchos pastores protestantes, que saben muy bien qué significa
bíblicamente «adorar», permiten que sus feligreses continúen esgrimiendo una calumnia
contra los católicos, cuando quieren hablarles de la verdad de la Biblia?
Martín Lutero, padre del Protestantismo, ante la diversidad de opiniones con respecto
a las imágenes, escribió en 1528: «Considero que lo referente a las imágenes, los
símbolos y vestiduras litúrgicas.. y cosas semejantes, se deje a la LIBRE ELECCIÓN .
Quien no los quisiere, los deje de lado, aunque las imágenes inspiradas en la Escritura o
en historias edificantes, me parecen muy útiles... No tengo nada en común con los
iconoclastas» (Sobre la Cena del Señor). Martín Lutero había sido sacerdote y sabía de
sobra que a los que «veneraban» las imágenes nunca les pasaba por la mente que en las
imágenes se encerraba la divinidad. Su criterio al respecto, refleja su vivencia durante
muchos años con respecto a la veneración de las imágenes. A un lado de su púlpito, en
Wittemberg, siempre conservó una pintura de la Asunción de la Virgen María. Años
después de su muerte, allí estaba todavía.

¿Prohibido hacer imágenes?

El Señor prohibió, tajantemente, hacer imágenes «para adorarlas», como hacían los
pueblos paganos. El Señor mismo, que había prohibido hacer imágenes para adorarlas,
en el capítulo 20 del Éxodo, fue el mismo que, cinco capítulos más adelante, mandó

96
construir el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Dios, que tenía en la parte
superior dos imágenes de querubines. Ciertamente no era para que las adoraran, sino
para que recordaran que Dios se sirve de sus mensajeros -los ángeles- para adorarlo a El
y para servirlo (Ex 25, 17-22).
En el Templo levantado por Salomón, las paredes estaban revestidas de imágenes de
querubines (1R 6, 29s). Se lee en la Biblia que el mismo Señor le concedió la unción de
su Espíritu a Besalel para que esculpiera y tallara lo que iba a adornar el Templo (Ex 31,
1-5). A la entrada del templo se hallaban doce toros de metal (1R 7,23-26). El palacio de
Salomón fue adornado con esculturas de leones, toros y querubines (1R 7, 28s). Hay que
recordar que entre los pueblos paganos a algunos de estos animales se les rendía culto de
adoración.
No deja de llamar la atención que el mismo Señor, que prohibió hacer imágenes para
adorarlas, le ordenara a Moisés fabricar una serpiente de bronce para que la colocara en
lo alto de un hasta para que los que habían sido mordidos por las serpientes venenosas
quedaran curados cuando vieran la imagen de la serpiente. Ciertamente la imagen no
tenía ningún poder mágico. Los israelitas se sanaban porque ponían su fe en la promesa
del Señor. La imagen de la serpiente sólo les servía para recordar la promesa de curación
que el Señor les había hecho. Y, aquí viene lo interesante. Pasaron muchos años. El
pueblo se siguió infectando con la idolatría de sus vecinos, y terminaron «adorando» la
imagen de la serpiente. Tanto es así, que el Rey Ezequías tuvo que destruirla para evitar
ese pecado (2Re 18,4). Aquí se puede apreciar, a cabalidad, la diferencia entre
«adoración» y simple «veneración». Cuando el pueblo veía con fe la IMAGEN de la
serpiente de bronce, no la estaban adorando: estaban haciendo algo agradable a Dios.
Cuando el pueblo se pervirtió, comenzaron a «adorar» la serpiente, con la convicción
que dentro de ella estaba la divinidad. Eso sí era idolatría. Lo que los diez mandamientos
del Señor prohibían: porque era adorar una imagen como que fuera algo divino.
El libro de Josué describe el momento en que, después de una derrota vergonzosa,
Josué y los ancianos van a «POSTRARSE» ante el Arca de la Alianza, y lloran
compungidos, pidiéndole a Dios una explicación de lo sucedido. Dice el texto bíblico:
«Josué rasgó sus vestiduras y se postró en tierra ante el Arca del Señor hasta la tarde,
y con él los ancianos de Israel; todos echaron polvo sobre sus cabezas”. (Jos 7,6). Es
muy ilustrativa la actitud de Josué y los ancianos «postrados» ante el Arca de la Alianza,
que era un cofre forrado de oro por dentro y por fuera. El Arca era el símbolo de la
presencia de Dios en el pueblo. La parte superior se llamaba Shekiná, lugar de la
manifestación de Dios. Si ellos hubieran sido «católicos», inmediatamente hubiera
aparecido algún hermano protestante para decirles: «Se están POSTRANDO ante un
cajón, lo están adorando: eso está prohibido en Éxodo 20,4. Además, el Levítico 26, 1,
prohíbe postrarse ante imágenes». Para los católicos la actitud de Josué y los ancianos es
muy explicable: el cofre del Arca les servía únicamente como símbolo de la presencia de
Dios . Para nosotros, la imagen es un símbolo : nos sirve para pensar en la persona
representada por la imagen. Ni por un instante nos pasa por la mente que dentro de esa

97
imagen de Jesús esté la divinidad.
Otro caso muy típico. David traslada el Arca de la Alianza a Jerusalén. Organiza una
procesión. El rey se quita las vestiduras reales y se queda con una túnica de lino. Dice el
texto bíblico: «David iba vestido con un efod de lino, y bailaba con todas sus fuerzas, y
tanto él como todos los israelitas llevaban el cofre del Señor entre gritos de alegría y
toque de trompeta . Mikal, la hija de Saúl, se asomó a la ventana: y al ver al rey David
saltando y bailando delante del Señor, sintió un PROFUNDO DESPRECIO POR ÉL»
(2S 6,14-16)
Cuando Mikal se encuentra con David lo vuelve a despreciar. David le contesta: «Yo
iba bailando ante mi Señor»(2S 6,21). Si David hubiera sido «católico», no hubiera
faltado un hermano protestante que lo hubiera despreciado alegando que iba bailando
ante un «cajón» : que eso era idolatría. David le hubiera explicado que el «Arca» a él le
servía como símbolo de la presencia de Dios. El católico no tiene ningún complejo en ir
en una procesión, llevando, como David, no ya un Cofre, sino la imagen de Jesús, que
como dice san Pablo es «la imagen visible del Dios invisible» (Col 1,15). Cuando los
hermanos protestantes con furia nos llaman idólatras, nosotros, como David,
contestamos : «Yo voy en la presencia de mi Señor». Es decir: «Yo sé lo que estoy
haciendo. Ustedes se parecen a Mikal, la amargada esposa de David, que no lograba ver
la fe David que con devoción, iba bailando ante un cofre que, le servía como símbolo de
la presencia del Señor en medio del pueblo».
Lo mismo hubiera sucedido con los del ejército de Josué que, por mandato del Señor,
durante siete días estuvieron llevando en procesión el Arca de la Alianza alrededor de los
muros de Jericó. Iban rezando, cantando himnos, tocando instrumentos musicales. ¿Qué
era lo que llevaban en procesión? Un cofre revestido de oro, con imágenes de ángeles.
Afortunadamente no se encontraron con hermanos protestantes porque les hubieran
citado la Biblia para llamarlos idólatras, como hacen con nosotros, cuando llevamos en
procesión la Imagen de Jesús y la imagen de la Virgen María.
David no se acomplejó ante Mikal, su amargada esposa, cuando lo criticó porque iba
bailando en la procesión con el Arca. Simplemente le contestó: «Yo iba bailando ante mi
Señor» (2S 6,21). Es decir: «Yo sé lo que hago. Por fe voy glorificando a mi Señor». Lo
mismo les contestamos a los «protestantes fundamentalistas», cuando nos llaman
idólatras porque vamos en procesión, portando en bellas andas a Jesús y a su santa
Madre: Nosotros con fe vamos glorificando a Jesús, a quien san Pablo llama «imagen
visible del Dios invisible» (Col 1, 15).

Nuestra Iglesia

Nunca se encuentra en la Biblia el caso de que alguno hubiera fabricado la imagen de


Moisés o de Elías o Jeremías o de Abrahán, para adorarlas. Nunca los profetas tuvieron

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que denunciar que el pueblo hubiera hecho alguna imagen de algún gran santo del
Antiguo Testamento. Era porque ellos sabían muy bien que lo que Dios les había
prohibido era hacer imágenes de los ídolos de las divinidades paganas para adorarlas. Eso
cualquiera lo comprende, cuando no se tienen prejuicios ni se quiere defender con rencor
algo contra la Iglesia católica.
Los primeros cristianos no tuvieron ningún temor de hacer imágenes de los santos
bíblicos. Los arqueólogos han detallado cómo en las Catacumbas de Domitila y Priscila,
en Roma, aparecieron imágenes de Jesús como buen Pastor, de María con el Niño en
brazos, de Moisés ante la zarza ardiendo, de los tres jóvenes en el horno de fuego.
También en el siglo IV, consta que los primeros cristianos esculpían en los
«sarcófagos» (sepulcros), imágenes de Jesús, de Pedro, de Marta y María, del milagro
de Caná, de la curación del ciego de nacimiento, de la resurrección de Lázaro. Los
primeros cristianos no tenían prejuicios «fundamentalistas», sabían que lo que Dios
había prohibido era hacer imágenes de divinidades que los paganos adoraban.
Cuando llegó la rebelión del protestantismo, y sus señalamientos contra los católicos,
en el siglo XVI, la Iglesia tuvo el suficiente tiempo para analizar las acusaciones y revisar
su manera de actuar con respecto a las imágenes de Jesús, y de los santos. En el Concilio
de Trento se meditó seriamente sobre este asunto y la Iglesia, en pleno, determinó: «Las
imágenes de Jesucristo, las de la Virgen María, Madre de Dios, y las de otros santos,
pueden ser colocadas en los templos para que se les tribute honor y veneración. No
porque creamos que haya en ellas divinidad o virtud alguna digna de adoración o petición
de favores -pues no queremos imitar en eso a los gentiles de la antigüedad-, sino porque,
al honrar las imágenes, tratamos de honrar a los que dichas imágenes representan; de
suerte que cuando besamos las imágenes o nos arrodillamos ante ellas, adoramos a
Jesucristo y veneramos al santo representado en su imagen» (Sesión 25).
El pueblo de Israel era muy inclinado a dejarse contagiar por el culto a las divinidades
paganas. Cuando se pierde el sentido del verdadero Dios, se buscan ídolos, divinidades.
Nuestros pueblos latinoamericanos, con profundas raíces indígenas, son muy inclinados a
buscar pequeños ídolos en los cuales poner su confianza. Es un problema grave para
nuestra Iglesia, que debe velar para que no se introduzcan esas mezcolanzas de
paganismo y cristianismo. Con el nombre de «cristianismo popular», pueden introducirse
costumbres y tradiciones que no tienen nada de cristianismo. Nuestra iglesia debe ser
valiente. No vamos a caer en el extremismo protestante, pero tampoco vamos a ser
débiles para que con el pretexto de no ahogar las «tradiciones populares», vayamos a
permitir que pequeños ídolos se introduzcan en nuestra santa tradición de «venerar» las
imágenes de Jesús, de la Virgen María y de los santos.
Pero lo que hay que acentuar de manera especialísima es que los verdaderos ídolos del
hombre actual, no son imágenes de oro, plata, bronce o madera. Nuestros auténticos
ídolos son el dinero, el placer por el placer, el ansia de poder, de fama, el consumismo.
Ídolo, en la Biblia, es lo que le quita el primer lugar a Dios en nuestra vida. Hay muchas

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cosas y personas que desplazan a Dios del primer lugar de nuestra vida. Ésos son los
verdaderos ídolos que se introducen en nuestra vida, mientras nosotros nos preocupamos
de si hay que encender o no una candela o una veladora ante una imagen.

¿Idólatras y Santos?

Una señora protestante me comentaba que cuando visitó, en Roma, la Basílica de san
Pedro, le repugnó ver a muchos católicos que pasaban ante la imagen de bronce de san
Pedro tocándole los pies. Esta señora me decía que pensó que esos católicos eran
supersticiosos e ignorantes. A la misma señora le pregunté si creía que yo era
supersticioso e ignorante. Inmediatamente me dijo que no, que me consideraba una
persona culta. «Lo cierto -le dije- que yo siempre que voy a Roma, lo primero que hago
es visitar la Basílica de san Pedro, y con mucha devoción siempre paso ante la imagen de
san Pedro y toco sus pies desgastados por los millones y millones de católicos que han
pasado frente a esa imagen. No me considero ignorante y, mucho menos, supersticioso.
Para mí esa imagen de Pedro me infunde un respeto muy grande. Es símbolo del vicario
de Jesús en la tierra. Es símbolo de mi Iglesia que, desde hace dos mil años, me enseña
lo mismo que enseñó Jesús y me proporciona los Sacramentos que Jesús le encomendó».
A un protestante que con necedad insistía en que no hay que tener imágenes porque es
idolatría, le hice esta pregunta: «¿Cree usted que uno que fuera ‘idólatra’ podría ser
santo? Inmediatamente me contestó que no. Le hice ver que san Francisco de Asís, que
Santo Domingo, que san Agustín, san Juan Bosco, el Santo Cura de Ars habían venerado
imágenes, como lo hacemos los católicos. Le expuse que no era posible que Dios se
hubiera manifestado en ellos, tan poderosamente, si hubieran sido idólatras, adorando
imágenes, faltando gravemente a uno de los diez mandamientos.
Si, un día, los hermanos protestantes se atrevieran a juzgarnos sin prejuicios, sin el
rencor, que les han infundido desde niños hacia los católicos, no nos tacharían de
«idólatras». Me considero una persona culta, con mejores estudios bíblicos que muchos
de los que nos acusan de «idólatras». Para mí rezar ante una imagen de Jesús me ayuda
sobremanera para pensar en Él, que, según san Pablo, es «la imagen visible del Dios
invisible» (Col 1,15). Rezar ante una imagen de la Virgen María, me ayuda a pensar en
la que fue llenada de Gracia para ser Madre del Señor. Sí me hinco ante una imagen, no
es para «adorarla», sino para rezar en la presencia de Dios. En nuestra Iglesia, a nadie se
le obliga a tener imágenes ni a rezarle a los santos . Es algo que nos brota espontáneo. Es
un regalo de Dios, que hemos descubierto, que nos ayuda en nuestra oración. En la
actualidad, nosotros no tenemos que ver hacia una «serpiente de bronce»: vemos a Jesús
en la cruz, como él mismo le indicó a Nicodemo. Rezar ante un crucifijo nos ayuda a
pensar en el Redentor, que nos salva y que con sus llagas nos sana de nuestros males
espirituales y físicos. Todo eso resulta tan sencillo, cuando nos basamos en la Biblia y en
la Tradición.

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13. Examen de conciencia

Desde las últimas décadas del siglo pasado, la Iglesia católica en Latinoamérica viene
sufriendo por la invasión de numerosas sectas y denominaciones protestantes.
Muchísimos católicos huyeron de sus Iglesias y se pasaron a iglesias protestantes. Un
analista de esta situación, Boaventura Kloppenburg, llegó a afirmar que el «pasaje de los
católicos latinoamericanos a los movimientos sectarios, en nuestros días, es
cuantitativamente superior al que se produjo en el siglo XVI, con el protestantismo, en la
Europa Central».
Al principio, la Iglesia católica reaccionó agresivamente a base de acusaciones y
señalamientos: era una manera «improvisada» de responder a un problema para el que
no estaba preparada. Ciertamente no fue la manera adecuada de hacerle frente al
problema. El tiempo ha pasado. La Iglesia ha podido reflexionar seriamente y de la
agresividad condenatoria hacia las sectas y nuevos movimientos religiosos, ha pasado a
un serio «examen de conciencia», a un reconocer sus propios fallos y a buscar una
solución para hacer frente a una de sus crisis más duras en Latinoamérica.
A este examen de conciencia de la Iglesia, contribuyeron las aportaciones y
señalamientos del Papa Juan Pablo II, de las Conferencias episcopales y de los expertos
en la materia. En 1989, el Papa Juan Pablo II fue muy explícito al analizar la situación de
América Latina con respecto del protestantismo. El Papa señaló que la causa de la
invasión de las sectas es la «insuficiente instrucción religiosa; el abandono de
comunidades, particularmente en zonas urbanas, la falta de atención más personalizada a
los fieles; la necesidad que éstos sienten de una auténtica experiencia de Dios y de una
liturgia más viva y participativa». En el Mensaje de la Jornada Mundial del Emigrante, el
Papa también indicó que el éxito de las sectas se debe a «la poca coherencia con que
algunos bautizados viven su compromiso cristiano».
Entre las deficiencias de la Iglesia latinoamericana, que exhibieron los obispos de la
Comisión Episcopal de Alta-Baja California, anotaban varias causas de la expansión de
las sectas: «la insuficiente atención pastoral y falta de formación religiosa debido a la
escasez de clero y a una inadecuada estructura para la evangelización»; «la poca
experiencia de Dios a causa de un catolicismo rutinario»; « la insuficiente participación
de los laicos en la actividad apostólica».
El Cardenal brasileño, Moreira Neves, reconoció que «son miles las personas
abandonadas sin sacramentos, sin la predicación, sin afecto, debido a la escasez de
clero», y añadió: «Podemos tener la culpa cuando nuestros grupos de Iglesia dejan la
misión religiosa para desenvolverse en una iglesia solamente social».
Uno de los especialistas en el tema de la invasión de las sectas en Latinoamérica es el
Obispo brasileño, Boaventura Kloppenburg. Sus señalamientos son muy atinados y

101
definidores acerca de la situación de crisis que afrontaba la Iglesia, cuando se vino la
avalancha de las sectas y denominaciones protestantes, que han cambiado el mapa de la
religiosidad latinoamericana. Dice Kloppenburg: «Con frecuencia desconocemos el alma
popular y las justas exigencias de su religiosidad (...). Necesitamos redescubrir el alma
religiosa del pueblo y de sus necesidades. La adhesión en masa a los movimientos
religiosos libres demuestra que en nuestro pueblo existe una gran disponibilidad religiosa,
así como una profunda insatisfacción por aquello que de hecho recibe o deja de recibir
de la Iglesia católica».
El mismo Mons. Kloppenburg señala que el principal elemento que contribuye a la
difusión de los grupos protestantes es el abandono pastoral que sufren muchos fieles:
inmensas áreas de nuestro catolicismo popular están pastoralmente abandonadas,
literalmente sin pastores y abandonadas a sí mismas. «Tal vez, entre el 70% y el 80% de
nuestro Continente, tanto en el interior como en los barrios de las grandes ciudades, vive
en esta situación pastoral».
Muy acertado lo que comenta Kloppenburg con relación al atractivo que tienen
muchas sectas por parte de los católicos; dice Kloppenburg: «Mucha gente intenta
resolver mediante la religión sus problemas de salud, económicos y afectivos. La Iglesia
no garantiza la solución de tales necesidades. En cambio, para un grupo pentecostal, la
promesa de curación divina de las enfermedades es uno de los medios más eficaces de
reclutamiento».

Examen de Conciencia

En 1986, los Secretariados del Vaticano, basados en las respuestas de las Conferencias
Episcopales, analizaron las varias opiniones de los obispos con respecto a la deserción de
muchos de la Iglesia católica. Los Secretariados de Roma expusieron sus puntos de vista
en lo concerniente a la posición que debía tomar la Iglesia en Latinoamérica.
Comenzaron por invitar a las varias conferencias episcopales a revisar qué era lo que a
los católicos les atraía de las sectas y denominaciones protestantes. El documento de los
Secretariados del Vaticano, comenzó por afirmar que «pocos se unen a una secta por
malas razones». También hacían ver cómo muchos católicos se iban a esas sectas porque
se les ofrecía llenar «las necesidades y aspiraciones que, aparentemente, no alcanzaban
dentro de la Iglesia católica».
Entre las cualidades de las sectas y denominaciones protestantes, que atraían a los
católicos, los Secretariados de Roma mencionaron: «El sentido de comunidad»; «las
respuestas simples y de tipo práctico que se les dan para las inquietudes espirituales»; «la
búsqueda de la trascendencia por medio de la Biblia, la oración, la acción del Espíritu
Santo»; «la búsqueda de salvación, armonía y paz»; «la mayor participación que
encuentran dentro de esos movimientos religiosos».

102
Este documento Vaticano marca una pauta muy bien delineada que la Iglesia
Latinoamericana debe seguir para reparar sus fallos y para poder ofrecer una respuesta
adecuada a los fieles que frecuentan la distintas parroquias católicas. Estas pautas,
marcadas por este documento de Roma, nos invitan a una revisión profunda de lo que
falta en nuestra iglesia y que debe ser puesto en práctica con la mayor prontitud, con
sentido de emergencia.
Para este examen de conciencia a que se nos invita a todos los de la Iglesia católica,
viene muy al caso la respuesta de Leonardo Boff al que le preguntó: «¿Por qué cree que
en Brasil, y en general en América, han crecido tantas sectas?». La respuesta de
Leonardo Boff fue muy concreta e iluminadora. Al mismo tiempo que denuncia, expone
algunas pautas para la solución del problema que afronta nuestra Iglesia.
Dijo Leonardo Boff: «Lo que creo es que el cristianismo oficial, sea católico o
luterano, es decir, el de las iglesias históricas, se está fosilizando en sus discursos, en los
ritos, en la celebración eucarística. No han sabido renovarse ni captar las tendencias de
una nueva generación. Y muchos fieles se sienten huérfanos. No sienten la Iglesia como
su hogar. Y entonces nacen las otras denominaciones, llamadas también cristianas, que
hablan mucho más al cuerpo, a la parte física de la persona y han creado la estrategia de
abrazar a las personas en su globalidad. Ya Pascal decía que creer en Dios no es pensar
en él, sino sentirlo, experimentarlo. Y la Iglesia tradicional no propicia hoy una
experiencia de Dios ni crea espacios para poder experimentarlo. Tiene sólo espacio para
la doctrina (...). Esto pone en crisis muchas estrategias de la Iglesia, que debería hacer
una seria autocrítica para analizar por qué ha dejado perder por el camino la experiencia
mística de Dios y el discurso sobre el cuerpo, si no quiere seguir perdiendo fieles a favor
de estas nuevas confesiones religiosas» (Boff 1999).
Para un examen de conciencia sobre bases concretas, nos ayuda también lo que
expuso como solución inmediata al fenómeno de la invasión de las sectas el Pontificio
Consejo para el Diálogo entre Religiones. Dice el documento: «Entre las respuestas
pastorales más mencionadas, podemos encontrar: desarrollar una fe más viva por medio
de pequeñas comunidades; renovar el sentido de la participación litúrgica en la Eucaristía;
incrementar la participación de los laicos en la tarea de la evangelización; ofrecer una
catequesis más adecuada sobre los fundamentos de la fe; desarrollar una conciencia
madura sobre la Biblia como fuente de oración; responder a las dificultades particulares
provocadas por algunos movimientos con un acercamiento diferenciado, porque no todos
los movimientos son iguales» (CELAM 1996:101).
En base a estas directivas de nuestros máximos dirigentes en la Iglesia Católica,
analicemos algunas de las pautas sugeridas para reavivar nuestras comunidades para que
sean una respuesta adecuada para los fieles que acuden a nuestras parroquias.

1. Sentido de Comunidad
Durante muchos años, nuestra Iglesia celebró su liturgia en latín. La totalidad de los

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fieles tenía que contentarse con un respetuoso silencio. Con tratar de adivinar, en un
misalito en castellano, por dónde iba el sacerdote. Cada uno procuraba «entretenerse»
durante la misa como mejor podía. Esto mató el sentido de «comunidad». Se
acostumbró a los fieles a ser unos «solitarios» durante la Misa. Algunos todavía en la
actualidad se sienten mal cuando se les invita a saludar al vecino durante la misa.
Muchos, al dar «el saludo de la paz», lo hacen como un rito con el que hay que cumplir,
pero no de corazón. Bien decía Leonardo Boff que muchos se sienten «huérfanos en la
Iglesia: no la sienten como su casa».
Vivimos en un mundo industrializado y computarizado. La gente, muchas veces, se
siente como un tornillo insignificante de un gran engranaje. Todos quieren sentirse
«alguien», quieren ser «tomados en cuenta». Nadie desea ser un número más en la
gigantesca ciudad que devora personalidades. La Iglesia por medio de «pequeñas
comunidades» debe ayudar a los fieles para que se conozcan, se amen, se ayuden
mutuamente. Bien decían los obispos latinoamericanos, en Santo Domingo, que la
asamblea del día domingo debe ser «comunidad de comunidades». Los que se reúnen el
día domingo en la iglesia no deben ser un montón de desconocidos que no se saludan, ni
necesitan saludarse, porque nunca se han encontrado, “de tú a tú”, en una pequeña
comunidad.
Nuestra Iglesia durante muchos años ha atendido «masivamente» a sus fieles. Esto ha
producido comunidades que, propiamente, no son «comunidades», sino
«amontonamiento de personas y no de corazones». Todo fiel en la iglesia debe sentirse
«alguien». Debe encontrar en la Iglesia un hogar, calor humano. Mientras no se logren
fomentar estas pequeñas comunidades, donde la gente se conoce, se ama, se ayuda,
comparte sus angustias y alegrías, nuestros fieles serán presa fácil para las muchas sectas
que, para atraer prosélitos, ofrecen comunidades muy cálidas y humanas.

2. Liturgias más vivas


Heredamos una «triste herencia»: liturgias estilizadas en las que los celebrantes y
«ayudantes» realizaban un sinnúmero de «acrobacias» alrededor del altar, mientras los
fieles se contentaban con «aguantar» ese circo que, no divertía, sino aburría. Lo terrible
del caso es que se hablaba de celebrar la resurrección del Señor. Lo cierto era que, más
que fiesta, parecía «velorio». Ésa es nuestra «triste herencia». A algunos eclesiásticos les
choca que se hable de esta manera. Algunos todavía añoran «aquellos tiempos». Los
laicos, que «padecieron esos tiempos», se alegran de que la liturgia de la Iglesia,
finalmente, se vaya haciendo cada vez más inteligible y que se acuerde de que también
ellos existen.
Si un católico va a alguna iglesia protestante, se encuentra con celebraciones vivas,
más participativas, más alegres. Para muchos católicos ése ha sido el anzuelo que los
atrajo. En muchas de nuestras iglesias los pobres fieles encuentran todavía muchos
resabios de nuestro triste pasado. Abundan las liturgias «muertas», que ponen en grave

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tentación a nuestros fieles de fugarse de su parroquia. En nuestra Iglesia ha habido un
gran cambio, pero todavía falta mucho en relación al avivamiento de las celebraciones
litúrgicas. Gran parte de la culpa en no «ponerse al día», según las indicaciones del
Vaticano II, la tenemos los eclesiásticos, que vamos con pies de plomo para abrirnos a lo
que la nueva generación de fieles nos está pidiendo a gritos.
Parte muy importante, definitoria en una liturgia del domingo, es el famoso «sermón»,
la homilía. Bien decía Leonardo Boff que la Iglesia se ha «fosilizado en su discurso».
Para muchos fieles el momento de la «homilía» es un «martirio». ¡Saber que está
diciendo el padre! Falta, esencialmente, una manera apropiada de saber comunicarse con
la asamblea. De saber presentar, con didáctica y unción del Espíritu Santo, en un
esquema claro, el comentario de la Biblia. La gran mayoría de los fieles no están
satisfechos de la «predicación de sus sacerdotes». Algunos hasta prefieren que les
prediquen los laicos: los entienden mejor, los comprenden más. Sintonizan más con ellos.
Este problema se viene arrastrando desde hace mucho tiempo. No se le ha encontrado
una solución aceptable. Este problema afecta gravemente a los fieles que, en primer
lugar, se quedan sin la evangelización indispensable, y luego, los pone en grave tentación
de suplir esta deficiencia escuchando por radio y televisión programas no católicos.
Como el católico no está suficientemente informado acerca de su teología católica, con
facilidad, acepta como verdadero lo que no corresponde a la enseñanza de su Iglesia.
El canto durante la liturgia es otra piedra de tropiezo. Mucha gente no «siente la
necesidad de cantar» durante la liturgia. A veces, mecánicamente, se unen a algún canto
religioso, sin gozo, sin sentirlo. ¿No será que los cantos no responden a la mentalidad de
los fieles? Muchos de los cantos que se entonan en nuestras iglesias vienen de Europa
.Muchas veces, no se adaptan al sentir popular. No pocos de nuestros cánticos sagrados,
están impregnados de «sentimentalismo barato». No son bíblicos, no llevan un mensaje
profundo.
Merecen nuestra alabanza y estímulo los que en nuestra Iglesia, como pioneros, se han
metido de cabeza a «renovar» esta situación. Han aparecido muy buenos ministerios de
música sagrada. Según los testimonios de varios de los integrantes de esos ministerios, no
han sido bien recibidos por muchos en algunas iglesias. Algunos, a veces, aceptan mejor
a los músicos de profesión que tocan piezas profanas y salen a fumar durante la homilía,
que a los que tienen el ardiente deseo de «renovar» la exhuberancia de cantos incoloros e
insípidos, que se han introducido en nuestra liturgias.
A veces, se le da más importancia a lo establecido, que a fomentar el espíritu
comunitario para participar mejor en la misa con fe, con gozo, con espontaneidad.
¿Cuándo nuestras comunidades van a cantar con gozo por necesidad y no por
obligación?

3. Evangelización
A un grupo de más de cien jóvenes, que oscilaban entre los quince y los treinta años,

105
les pregunté qué significaba la palabra Biblia. Sólo tres levantaron la mano, creyendo que
sabían la respuesta. Lo cierto es que estos jóvenes en toda su vida nunca les había
interesado saber qué significaba la palabra Biblia, una palabra esencial en el lenguaje de la
religión. La instrucción religiosa de la inmensa mayoría, que acude a la iglesia, es
deficiente. ¿Qué será la de los que no acuden a la iglesia?
El libro, de José Prado, «Evangelizar a los bautizados», en su mismo título, es una
denuncia. Se supone que si están bautizados ya deberían estar evangelizados. No es así
con una inmensa mayoría de católicos. De niños fueron bautizados. Sus papás se
comprometieron a ayudarlos a desarrollarse espiritualmente para que llegaran, en la edad
adulta, a la «confirmación», el momento de su encuentro personal con Jesús. Eso no se
ha realizado para muchísimos. Predominan los que se han quedado con los rudimentos
de la religión, que aprendieron para su primera comunión. Han progresado en sus
estudios, es su profesión; pero en lo que respecta a las cosas espirituales, están todavía
en pañales.
Una deficiencia fatal en el método de evangelizar, en tiempos pasados, ha sido
«saltarse» la predicación de lo que los primeros cristianos llamaban el «Kerigma», lo
básico acerca de Jesús para que las personas lo acepten como Salvador y Señor. Muchos
han recibido una «información» sobre un montón de temas religiosos: dogmas,
sacramentos, eclesiología, mariología, etc. Por así decirlo, se les ha pasado a la
«secundaria» sin haber cursado la «primaria» de una evangelización básica que los lleve
al primer paso de la conversión. Algo muy serio: el kerigma predicado sin una fuerte
unción del Espíritu Santo, se reduce a una simple información de tipo religioso, que no
lleva a la conversión. Al nuevo nacimiento. Al cambio de corazón, que Jesús le pidió a
Nicodemo.
Una masa de católicos, que no saben en qué creen y por qué creen, que no han tenido
una «conversión básica», son campo propicio para que aterricen las secta protestantes.
Cualquiera con «lengua larga», manipulando algunos versículos de la Biblia, los
convence, en dos por tres, que la Iglesia católica es la «Gran Ramera» de la que habla el
Apocalipsis, y que el Papa es el Anticristo. Con facilidad aceptan que los católicos somos
idólatras que «adoramos a María y a santos de palo»; «que no hay que confesarse con
un hombre como nosotros» Con la Biblia en la mano, hasta los llegan a convencer de
que el «fin del mundo va a ser pasado mañana».
Nuestra Iglesia, durante mucho tiempo, fue una iglesia «sacramentalista». Muchas
ceremonias y poca evangelización. Estamos pagando las consecuencias. El asunto es el
siguiente: cuando muchos alumnos en un grado o curso resultan reprobados, hay que
saber quién es el «maestro». En este caso, los eclesiásticos no quedamos muy bien
parados. Los laicos saben lo que nosotros les hemos enseñado. Con razón el Papa Juan
Pablo II denunciaba que la invasión de las sectas se debe, en gran parte, a la
«insuficiente instrucción religiosa, al abandono de comunidades, a la falta de atención
personalizada a los fieles». En muchas parroquias no se sueña todavía con cursos
bíblicos o con una catequesis programada para adultos.

106
Mientras nuestras parroquias no depuren sus métodos de evangelización y atención
más personalizada a los fieles, nuestros católicos estarán totalmente desprotegidos contra
la agresividad de las sectas y denominaciones protestantes, que han sido preparadas para
manipular unos cuantos versículos bíblicos, y para manejar eslóganes muy bien
escogidos con el propósito de desestabilizar a muchos católicos, desprovistos de una
adecuada evangelización.

4. Un laico más Comprometido


Técnicos en eclesiología definieron al laico en nuestra Iglesia como «un gigante
dormido», que se está despertando. Eso fue el laico durante muchos años en nuestra
Iglesia: un gigante dormido. El sacerdote estaba muy satisfecho con los laicos puntuales a
la misa, que ocupaban siempre la misma banca. El laico se creía un «superespiritual», si
asistía a misa todos los domingos. Lo cierto es que los protestantes con la gran
importancia que les dan a sus laicos nos han «comido el mandado». Nuestra Iglesia ha
sido muy clerical. El sacerdote se había acostumbrado a «celebrar misa y tocar las
campanas al mismo tiempo». Una iglesia sin laicos activos es una iglesia muerta. Donde
la mayoría no son «piedras vivas» -expresión de san Pedro- no puede considerarse una
iglesia viva.
El laico no quiere ser un número más, como sucede en la sociedad consumista. Quiere
ser «alguien» en su iglesia. Quiere sentirse útil. Se cuenta que en Francia, en tiempos
pasados, un predicador se emocionó y dijo en su sermón : «Denme diez jóvenes
comprometidos con el Evangelio y yo voy a cambiar Francia». Al terminar la misa, se le
presentaron diez jóvenes y le dijeron que estaban dispuestos a comenzar ya la obra de
cambiar Francia. La historia dice que aquel sacerdote no supo qué misión proponerles a
aquellos laicos, que se le presentaban con entusiasmo para iniciar una misión
evangelizadora en su nación.
Gracias a Dios, el laico se ha despertado en nuestra Iglesia. No fue culpa del laico ese
«sueño de los justos»; el laico sufrió ese sueño al que se le tuvo acostumbrado. En la
actualidad, da mucho gusto el despertar del laico, que se debe, sobre todo, a los
movimientos apostólicos de la Iglesia. Pero, por así decirlo, estamos apenas comenzando
una nueva era en la Iglesia, la era del laico que ha tomado en la Iglesia el lugar que le
corresponde.

5. La experiencia de Dios
Leonardo Boff afirmaba: «La Iglesia tradicional no propicia hoy una experiencia de
Dios ni crea espacios para poder experimentarlo. Tiene sólo espacio para la doctrina». El
mismos escritor invita a la Iglesia a hacer un «examen» acerca de por qué ha dejado el
camino de la experiencia mística de Dios.
Nuestra Iglesia se ha mostrado siempre muy exigente en el campo teológico, pero, con
mucha frecuencia, no le ha dado suficiente importancia al «sentimiento». Casi se diría

107
que le ha tenido miedo a este aspecto tan vital del hombre latinoamericano. Nuestros
pueblos latinoamericanos le dan mucha importancia al sentimiento. Las iglesias
protestantes han explotado -hasta exageradamente- este aspecto de nuestro pueblo, y han
captado muchos prosélitos. Al pueblo le gratifica mucho que la religión le sirva como
catarsis de sus sentimientos de todo tipo. Nuestras liturgias, muchas veces, son muy
estilizadas, frías, intelectualizadas. Al pueblo latinoamericano se le han impuesto liturgias
propias de otras culturas. Se ha quedado bien con los liturgistas europeos, pero se ha
defraudado al pueblo que, con frecuencia, se siente extraño en esas liturgias. Un pueblo
que quema cohetes al por mayor, que grita, que canta con entusiasmo fuera de la Iglesia,
es un pueblo que dentro del recinto sagrado tiene que cambiar de personalidad y
mostrarse silencioso y quieto.
Antes de su conversión, Job decía que conocía a Dios «sólo de oídas». Después tuvo
experiencia auténtica de Dios. Son muchísimos en nuestra Iglesia los que conocen a Dios
«sólo de oídas». Un Dios puramente intelectual. Eso se debe a la enseñanza que se ha
dado en la cual se le da poca importancia al «sentimiento», a la experiencia de Dios.
Resultado: muchos tienen conocimientos acerca de Jesús, pero no han tenido «un
encuentro personal con Jesús». En otras iglesias les hablan de ese encuentro personal con
Jesús y les ayudan a tenerlo. Por eso muchos se van de nuestra Iglesia. Se sienten mejor
en otras iglesias. Ésa es la «experiencia de Dios», de la que habla Leonardo Boff, que
con frecuencia falta en la Iglesia.
La Conferencia Episcopal de Alta-Baja California expuso que una de las causas de la
desbandada de católicos hacia el protestantismo es la «poca experiencia de Dios a causa
de un catolicismo rutinario». La renovación que el Vaticano II pidió hace muchos años,
todavía es una materia no aprobada del todo. Muchos feligreses confiesan que van con
ilusión a sus parroquias para la misa dominical; pero que salen de la iglesia más fríos de
lo que entraron en ella, por la desilusión de no haber recibido lo que esperaban. Un
católico, que durante muchos años ha asistido a su parroquia y no ha tenido nunca una
experiencia profunda de Dios, un encuentro personal con Jesús, tiene la tendencia de ir a
otras iglesias a explorar si allí puede tener una respuesta a lo que está buscando. El
pueblo sencillo no calibra qué clase de teología se le enseña en ese otro lugar. Lo único
que le interesa en «sentirse bien», no ser un «extraño» en la comunidad, encontrar una
respuesta sencilla y adecuada para sus inquietudes espirituales.
En mi largo ministerio sacerdotal, he encontrado a muchísimas personas, que llevan
muchos años de ser puntuales a la misa dominical, pero que nunca han tenido una
auténtica conversión. Han sido únicamente cristianos de ritos. Cristianos de una mente
convertida, pero con un corazón que todavía no se ha entregado al Señor. San Pablo
escribió: «Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que
Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación .En efecto, cuando se cree con el
corazón, actúa la fuerza salvadora de Dios» (Rm 10,9-10). Esa «fuerza salvadora» es
la que muchos no han experimentado en su vida, debido al «catolicismo rutinario» del
que hablaban los obispos de California, y que abunda en muchas parroquias.

108
Muchos han suplido la falta de experiencia de Dios con prácticas piadosas
«sentimentaloides» en las que el pensamiento bíblico está ausente y en las que
predomina el ritualismo, que muchas veces, degenera en «superstición». Quisiera
mencionar un hecho muy conocido. Muchas personas son infaltables a su visita el día
miércoles al Padre Eterno, en una determinada iglesia de la ciudad. Pero muchos de los
que el miércoles visitan al Padre Eterno, el domingo ya no van a misa. Se quedan
satisfechos con su visita al Padre eterno, que tiene que ser, necesariamente el día
miércoles, como que sólo ese día concediera audiencia el Padre Eterno. Sienten la
necesidad de visitar al Padre Eterno el día miércoles, pero no sienten la necesidad de la
Eucaristía el día domingo. De esta manera, el pueblo se fabrica «su religión» a su
manera. Porque la religión que la iglesia oficial le enseña, lo deja insatisfecho.
Una iglesia, que no lleve a los feligreses a una conversión profunda y a un encuentro
personal con Jesús, es una Iglesia que tiene que revisar sus métodos de evangelización y
celebración litúrgica.

6. Exceso de lo social
La Teología de la liberación tuvo un impacto muy grande en la Iglesia. Sobre todo
entre los eclesiásticos. Muchos se dejaron seducir por los postulados de esta teología que,
en muchos de sus enfoques no concordaba con la enseñanza de la Iglesia. El mismo
Papa Juan Pablo II tuvo que intervenir para llamar la atención a los que se habían dejado
fascinar por algunos postulados de la Teología de la liberación, que no estaban acordes
con la enseñanza de la Iglesia. Hubo fraccionamientos, encontronazos, divisiones.
Algunos le dieron demasiada importancia al aspecto social y descuidaron el aspecto
espiritual. Esto fue lo que señaló, certeramente, Kloppenburg, cuando comentó que en
algunos sectores de la Iglesia había exceso de preocupación por los problemas sociales
«como si ésta hubiera de ser la misión principal de la Iglesia».
Un obispo me contaba lo que había sucedido en su diócesis. Algunos sacerdotes se
habían preocupado sobremanera en trabajar para proporcionar casas a muchas personas.
Lo lograron con gran esfuerzo. Lo típico del caso fue que los habitantes de esas casas se
hicieron protestantes. Las casas eran católicas, pero sus habitantes eran protestantes. Se
les dio el pan material, pero no les dieron el pan espiritual. A estos excesos llegaron
muchos eclesiásticos con teorías de la liberación, tal vez, mal entendidas por ellos.
La obra social de la Iglesia, el trabajo duro, inclemente, que varios eclesiásticos se han
impuesto para ayudar a sus hermanos, es muy laudable; pero si el sacerdote, descuida el
aspecto espiritual, está haciendo un mal a los feligreses que tienen derecho a ser
«alimentados» espiritualmente con un alimento «sólido». Y no sólo con la leche de los
niños, de los principiantes. En esto dieron un ejemplo formidable los apóstoles: muchos
les reclamaron a los apóstoles que, en la comunidad, no se atendía debidamente a las
viudas de los griegos. Pedro propuso que se organizara un grupo de «diáconos» para ese
servicio social. Pedro explicó el motivo, cuando dijo: «No está bien que nosotros

109
abandonemos la Palabra de Dios para servir a las mesas» (Hch 6,2). Pedro, además,
añadió: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hch
6,4). Pedro no tuvo miedo de que lo tacharan de «espiritualista»; expuso muy bien cuál
era el ministerio principal de los sacerdotes. No iban a caer en la tentación de descuidar el
ministerio de la Palabra y de la oración por el trabajo social.
¿Y qué decir de los eclesiásticos que, a la hora del conflicto armado, se metieron de
cabeza en la lucha?. Ciertamente no fueron testimonio del Evangelio de Jesús. Más que
edificar a los fieles, los escandalizaron. Un sacerdote con una ametralladora en la mano
no es el ideal que los fieles quieren para su sacerdote. Con frecuencia se teme aludir a
estas situaciones porque muchos se sienten cuestionados en su ideología. Pero, una
enfermedad no se cura, si no se profundiza en los síntomas del mal.
Estas divisiones dentro de la iglesia misma, por asuntos de tipo político-social, no
beneficiaron la cohesión de la Iglesia para enfrentar la invasión de tantas sectas y
denominaciones protestantes, que aprovecharon estas debilidades para atacar a la Iglesia
desde varios frentes al mismo tiempo.
El antitestimonio del sacerdote es tema que, por lo general, no se comenta. Se le tiene
miedo. Se procura no tocarlo. Muchos nos sentimos aludidos. Nos duele profundamente
¿Quién se atreve a lanzar la primera piedra? Sin embargo, es un tema de gran
importancia. El antitestimonio del sacerdote, en muchos aspectos, ha alejado a muchas
personas de la iglesia. Los medios de comunicación se han encargado de poner en
primera plana muchos de los escándalos sacerdotales. Todos los conocemos. Estos
antitestimonios de algunos sacerdotes han «escandalizado» a muchos fieles y han hecho
poco creíble el ministerio sacerdotal. Muchos fieles echaron mano de esos escándalos
para alejarse de la Iglesia. Lo que los fieles exigen a su sacerdote es que viva su
consagración. Que sea un hombre de oración profunda, lleno del Espíritu Santo. Los
fieles no exigen que sus sacerdotes sean ángeles, pero sí que estén consagrados a su
ministerio sacerdotal a tiempo completo.

7. Medios de Comunicación
¿ Qué es lo que escucha y ve la mayoría de nuestro pueblo a través de la radio y
televisión, cuando busca alimento espiritual? Lastimosamente no son programas
católicos, por lo general. Escucha más programas protestantes . Ellos disponen de
mejores medios de comunicación. Nos llevan la delantera desde hace muchos años. ¿Qué
le ha pasado a nuestra Iglesia? ¿Por qué ha estado dormida durante tantos años, en lo
que se refiere a los medios de comunicación masiva?
En la actualidad, no son muchos los sacerdotes que aprovechan estos medios. Es muy
loable, por otra parte, la acción de muchos laicos que, sin mayor preparación teológica y
técnica, y mucho sacrificio, principiaron ocupando estos lugares vacantes en los medios
de comunicación. Muchos de esos laicos, ahora, son verdaderos valores en el campo de
la comunicación católica. Todavía falta mucho. El católico es duro del bolsillo para

110
colaborar en estas iniciativas. El católico es poco generoso porque no se le ha
acostumbrado. No se ha logrado concientizar acerca de su «deber» de participar
económicamente en la obra de Dios.
Este vacío, que la Iglesia ha tenido durante muchos años en los medios de
comunicación, ha dejado el campo libre para que los hermanos protestantes impusieran
sus puntos de vista teológicos, que, muchas veces, son contrarios a los de nuestra iglesia,
y que, con no poca frecuencia, tienden a desacreditar y calumniar a los católicos para
ganar prosélitos. A través de la radio y la televisión, se escuchan cosas terribles contra la
Iglesia católica, con una Biblia manipulada, interpretada fuera de contexto, y con exceso
de resentimiento y fundamentalismo.
Es admirable lo que una sencilla religiosa, la Madre Angélica, ha obtenido, en los
Estados Unidos, en el campo de la televisión y la radio, con proyección mundial. Su éxito
proviene del compromiso que ha logrado suscitar en muchos laicos para que se sientan
colaboradores en la difusión del Evangelio a todas las naciones.
Otro campo todavía poco aprovechado es el del libro. Hay poquísimas librerías
católicas de calidad. El libro católico todavía es muy «intelectualizado» y «caro». El
pueblo le tiene miedo al libro católico porque lo encuentra muy elevado y pesado. Por
otra parte, el libro protestante, está a la orden del día. Hay muchas librerías protestantes
bien equipadas . Un montón de católicos leen libros protestantes. Sin darse cuenta
absorben conceptos teológicos y bíblicos que no corresponden a la enseñanza católica.
Por medio de folletos y revistas populares, los hermanos protestantes difunden,
ejemplarmente, el Evangelio; lástima que en medio de la buena semilla, deslizan tanta
cizaña contra la Iglesia católica. Todo lo católico es malo para ellos: somos idólatras,
depravados, no salvos. Con facilidad nos extienden pasaporte y visa al infierno. El pueblo
sencillo cae en la trampa con facilidad. ¿Cuándo aparecerán en nuestra Iglesia esos libros
y folletos sencillos y baratos que el pueblo pueda «devorar» para conocer mejor el
Evangelio y nutrirse espiritualmente con alimento sólido?
Algunas diócesis tienen flamantes oficinas para asuntos de tipo social y político. Pero
hay carestía de centros evangelización y catequesis, de información católica, donde se
distribuyan videos de calidad, casetes de enseñanza y música, folletos, libros. Estoy de
acuerdo con Kloppenburg en que, a veces, hay exceso de lo social «como si ésta hubiera
de ser la misión principal de la Iglesia». Una Iglesia que no informa y no se vale de los
medios de comunicación para llevar el mensaje a sus fieles, es una Iglesia que no debe
extrañarse que sus fieles se vayan a otras iglesias. Ya lo hemos comprobado hasta la
saciedad.
Un examen de conciencia siempre duele. Debe doler. Las comparaciones con los
hermanos protestantes desagradan, enardecen. Pero, no se puede sanar un cáncer, si el
enfermo no está dispuesto a someterse a una dolorosa operación. Sólo con «hierbitas»
no se cura el cáncer.
Este examen de conciencia no debe llevarnos a un pesimismo fatal: ¡hemos fracasado:

111
no hay remedio! No, todo lo contrario. El que conoce la historia de la Iglesia sabe de
sobra que nuestra Iglesia, cuando ha reconocido sus culpas y ha clamado a Dios, ha
podido ser sanada de las mordeduras de las serpientes venenosas que la han atacado
durante toda su trayectoria de luces y de sombras.

¿Dos clases de Iglesias?

Kloppenburg, el gran analista del tema de las sectas, que han invadido Latinoamérica,
refiriéndose a los movimientos pentecostales, escribía: «Deben ser reconocidos como un
verdadero signo de nuestros tiempos, a través del cual Dios nos quiere decir algo muy
importante» (Movimientos religiosos autónomos en América latina, Medellín, 1978). Por
medio de estas sectas y denominaciones protestantes, el Señor nos quiere despertar para
que cuanto antes se haga vida el Concilio Vaticano II. Para que nuestra Iglesia se
despierte de su letargo de «sacramentalismo». Para que, como Iglesia «renovada por la
acción del Espíritu Santo», sea la Iglesia viva que nos presenta el libro de los Hechos de
los Apóstoles. Personalmente, me siento muy animado por nuestra Iglesia que ha sido
despertada violentamente. Me encuentro con muchísimas comunidades vivas, renovadas.
Me da gusto ver a tantos laicos que buscan por todos los medios ocupar su lugar en su
Iglesia. Laicos que, con su entusiasmo evangelizador, nos empujan a los sacerdotes a la
evangelización y al avivamiento de nuestras celebraciones litúrgicas. Veo una iglesia que
ha sido herida, pero que está sanando y se abre camino con fe, con seguridad en lo que
cree. Veo una iglesia que enfrenta el problema de las sectas y denominaciones
protestantes, no con resentimiento y pleitos callejeros de ataque y denuncia, sino con la
nobleza del que sabe que posee la verdad en la Iglesia que fundó Jesús.
En el libro de Scott Hahn, El Regreso a casa. El regreso a Roma, el autor narra su
desilusión al convertirse al catolisismo y encontrarse con una parroquia muerta. Escribe
Hahn: «Cuando los protestantes evangélicos se convierten a la Iglesia católica,
frecuentemente, entran en una especie de 'trastorno cultural eclesiástico'. Han dejado
atrás congregaciones de canto vigoroso, predicación bíblica práctica, un tono político
conservador pro-familia en el púlpito, y un vivo sentido de comunidad, con varias
reuniones de oración, compañerismo y estudio bíblico entre las que pueden escoger cada
semana. En contraste, la parroquia católica promedio, generalmente, se encuentra, más
bien escasa en estas áreas. Mientras los nuevos conversos normalmente sienten que ellos
han vuelto a casa al hacerse católicos, no siempre se sienten en casa, en sus nuevas
familias parroquiales. Kímberly (su esposa) y yo experimentamos eso» (Ob. cit p. 171).
En este testimonio, el escritor ha puesto el dedo en la llaga acerca de lo que sucede en
muchas parroquias católicas. Son parroquias muertas en las que sólo se ofrece a los fieles
la celebración de la misa. No hay otras opciones, durante la semana, para que los fieles
llenen su espíritu, para que puedan conocer más de Jesús, de la Biblia y de la Iglesia.
Afortunadamente no todas las parroquias siguen ese estilo tan pobre de servir a sus

112
feligreses. El mismo Hahn narra la gran diferencia que encontró en una parroquia viva,
en la Universidad de Steubenville. Escribe Scott: «Lo que más nos ha impresionado
durante nuestras estancia en Steubenville es precisamente la forma en que se combina lo
evangélico y lo católico. Me refiero al modo como la fe católica une lo que otras
religiones tienden a separar: piedad personal y ritual litúrgico; apostolado evangélico y
acción social; fervor espiritual y rigor intelectual; libertad académica y ortodoxia dinámica
de culto entusiasta y contemplación reverente; predicación poderosa y devoción
sacramental; Escritura y Tradición; cuerpo y alma; lo individual y lo comunitario» (Ob.
Cit pág. 171).
Encuentro en este comentario del libro de Hahn una pauta maravillosa de lo que debe
ser cada una de nuestras parroquias católicas. Lo que tantas veces nos han indicado
nuestros pastores y expertos en la evangelización. Lo que, gracias a Dios, estamos
comprobando en muchas de nuestras parroquias. Esto es sumamente consolador. Ésta es
la iglesia, con la que todos soñamos y por la que oramos y trabajamos con toda el alma
para que pronto sea una realidad que traiga mucha bendición a todos los que frecuentan
nuestras parroquias.

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Índice
Dificultades con Nuestros Hermanos Protestantes 5
Sobre el Autor 7
Sobre el libro 8
1. HACIA UN SANO ECUMENISMO 9
Aunar fuerzas 9
Los buenos y los malos 9
Descubrir los valores del otro 11
Muchos Caminos 11
¿Qué hacer? 12
Los Tres Anillos 13
2. ¿CÓMO APARECIÓ EL PROTESTANTISMO? 14
Martín Lutero 14
El Concilio de Trento 15
En América Latina 16
Dura Lección 16
3. ¿BIBLIA CATÓLICA Y BIBLIA PROTESTANTE? 18
La Biblia de la Iglesia Primitiva 18
Los Libros Deuterocanónicos 19
El libre examen y el Fundamentalismo 21
El Peligroso «Iluminismo» 23
El Magisterio de la Iglesia 24
¿Yavé o Jehová? 25
Mi Biblia 26
4. ¿La BIBLIA sin la TRADICIÓN? 28
La tradición nos ayuda a interpretar la Biblia 29
Necesidad de la Tradición 31
El Magisterio 32
5. ¿IGLESIA o iglesias? 34
Jesús funda la Iglesia 35
El papel de Pedro 36
El Primado de Pedro 37
La Jerarquía 39

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¿Infalible El Papa? 40
¿Fuera de la Iglesia no hay Salvación? 43
6. ¿NO VALE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS? 46
¿Qué es un Sacramento? 46
El Bautismo 48
Bautismo de niños 48
El Bautismo y la Confirmación 49
¿Sólo por Inmersión? 50
Palabra y Sacramentos 51
7. ¿Dónde dejaron la santa misa? 53
La Tradición 54
No se puede repetir 55
Ningún invento 56
El Sacerdote 58
8. ¿CONFESARSE CON UN HOMBRE? 61
Un regalo del Resucitado 61
Una larga tradición 62
¿Un Invento? 64
El corazón es engañoso 65
La Unción de los enfermos 66
9. ¿ADORAMOS A MARÍA? 69
Veneramos a la Virgen María 69
La siempre Virgen María 70
El magisterio de nuestra Iglesia 72
Hijo Primogénito 72
¿Y los hermanos de Jesús? 73
María en ambientes protestantes 75
Llevar a María a la propia vida 78
10. ¿Y EL PURGATORIO? 81
¿Qué es el Purgatorio? 81
Bases Bíblicas 82
Tradición y magisterio 83
Don de la misericordia 84
Los sufragios 85

116
11. ¿ADORAMOS A LOS SANTOS? 88
Un Dios de vivos 88
¿Hacen milagros los Santos? 90
Modelos para imitar 93
Nuestros amigos en el cielo 93
12. ¿ADORAMOS LAS IMÁGENES? 95
¿Qué significa adorar? 95
¿Prohibido hacer imágenes? 96
Nuestra Iglesia 98
¿Idólatras y Santos? 100
13. Examen de conciencia 101
Examen de Conciencia 102
1. Sentido de Comunidad 103
2. Liturgias más vivas 104
3. Evangelización 105
4. Un laico más Comprometido 107
5. La experiencia de Dios 107
6. Exceso de lo social 109
7. Medios de Comunicación 110
¿Dos clases de Iglesias? 112

117

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