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BENEDICTO XVI

Discursos, homilías, mensajes

2011
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EL MUNDO TIENE NECESIDAD DE DIOS


20110101. Homilía. Santa María, Madre de Dios
Todavía inmersos en el clima espiritual de la Navidad, en la que hemos
contemplado el misterio del nacimiento de Cristo, con los mismos
sentimientos celebramos hoy a la Virgen María, a quien la Iglesia venera
como Madre de Dios, porque dio carne al Hijo del Padre eterno. Las
lecturas bíblicas de esta solemnidad ponen el acento principalmente en el
Hijo de Dios hecho hombre y en el «nombre» del Señor. La primera
lectura nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes
sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada
precisamente por el nombre del Señor, que se repite tres veces, como para
expresar la plenitud y la fuerza que deriva de esa invocación. En efecto,
este texto de bendición litúrgica evoca la riqueza de gracia y de paz que
Dios da al hombre, con una disposición benévola respecto a este, y que se
manifiesta con el «resplandecer» del rostro divino y el «dirigirlo» hacia
nosotros.
La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor
que bendiga el nuevo año que acaba de comenzar, con la conciencia de
que, ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las
lógicas de guerra que lamentablemente todavía no se han superado
totalmente, sólo Dios puede tocar profundamente el alma humana y
asegurar esperanza y paz a la humanidad. De hecho, ya es una tradición
consolidada que en el primer día del año la Iglesia, presente en todo el
mundo, eleve una oración coral para invocar la paz. Es bueno iniciar un
año emprendiendo decididamente la senda de la paz.
En la segunda lectura, san Pablo resume en la adopción filial la obra de
salvación realizada por Cristo, en la cual está como engarzada la figura de
María. Gracias a ella el Hijo de Dios, «nacido de mujer» (Ga 4, 4), pudo
venir al mundo como verdadero hombre, en la plenitud de los tiempos.
Ese cumplimiento, esa plenitud, atañe al pasado y a las esperas
mesiánicas, que se realizan, pero, al mismo tiempo, también se refiere a la
plenitud en sentido absoluto: en el Verbo hecho carne Dios dijo su Palabra
última y definitiva. En el umbral de un año nuevo, resuena así la
invitación a caminar con alegría hacia la luz del «sol que nace de lo alto»
(Lc 1, 78), puesto que en la perspectiva cristiana todo el tiempo está
habitado por Dios, no hay futuro que no sea en la dirección de Cristo y no
existe plenitud fuera de la de Cristo.
El pasaje del Evangelio de hoy termina con la imposición del nombre
de Jesús, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón
sobre el misterio de su Hijo, que de modo completamente singular es don
de Dios. Pero el pasaje evangélico que hemos escuchado hace hincapié
especialmente en los pastores, que se volvieron «glorificando y alabando a
Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2, 20). El ángel les había
anunciado que en la ciudad de David, es decir, en Belén había nacido el
Salvador y que iban a encontrar la señal: un niño envuelto en pañales y
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acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 11-12). Fueron a toda prisa, y
encontraron a María y a José, y al Niño. Notemos que el Evangelista habla
de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese «niño envuelto en
pañales», porque es él —el Verbo de Dios (Jn 1, 14)— el punto de
referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar, y es él
quien hace que la maternidad de María se califique como «divina».
Esta atención predominante que las lecturas de hoy dedican al «Hijo»,
a Jesús, no reduce el papel de la Madre; más aún, la sitúa en la perspectiva
correcta: en efecto, María es verdadera Madre de Dios precisamente en
virtud de su relación total con Cristo. Por tanto, glorificando al Hijo se
honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de
«Madre de Dios», que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión
única de la Virgen santísima en la historia de la salvación: misión que está
en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. En
efecto, María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al
mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la
salvación eterna (cf. Oración Colecta). Y María ofrece continuamente su
mediación al pueblo de Dios peregrino en la historia hacia la eternidad,
como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la
vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que
es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto es considerada madre de todo
hombre que nace a la Gracia y a la vez se la invoca como Madre de la
Iglesia.
En el nombre de María, Madre de Dios y de los hombres, desde el 1 de
enero de 1968 se celebra en todo el mundo la Jornada mundial de la paz.
La paz es don de Dios, como hemos escuchado en la primera lectura:
«Que el Señor (…) te conceda la paz» (Nm 6, 26). Es el don mesiánico
por excelencia, el primer fruto de la caridad que Jesús nos ha dado; es
nuestra reconciliación y pacificación con Dios. La paz también es un valor
humano que se ha de realizar en el ámbito social y político, pero hunde
sus raíces en el misterio de Cristo (cf. Gaudium et spes, 77-90).
En mi Mensaje para la Jornada de hoy, que lleva por título «Libertad
religiosa, camino para la paz» he querido recordar que: «El mundo tiene
necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales,
universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera
preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social e
internacional justo y pacífico» (n. 15). Por tanto, he subrayado que «la
libertad religiosa (...) es un elemento imprescindible de un Estado de
derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos
y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre» (n. 5).
La humanidad no puede mostrarse resignada a la fuerza negativa del
egoísmo y de la violencia; no debe acostumbrarse a conflictos que
provoquen víctimas y pongan en peligro el futuro de los pueblos. Frente a
las amenazadoras tensiones del momento, especialmente frente a las
discriminaciones, los abusos y las intolerancias religiosas, que hoy
golpean de modo particular a los cristianos (cf. ib., 1), dirijo una vez más
una apremiante invitación a no ceder al desaliento y a la resignación.
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LAICISMO, FUNDAMENTALISMO Y LIBERTAD RELIGIOSA
20110101. Ángelus
Al inicio de un nuevo año, el pueblo cristiano se reúne espiritualmente
ante la cueva de Belén, donde la Virgen María dio a luz a Jesús. Pedimos a
la Madre la bendición, y ella nos bendice mostrándonos a su Hijo: de
hecho, él en persona es la Bendición. Dándonos a Jesús, Dios nos lo ha
dado todo: su amor, su vida, la luz de la verdad, el perdón de los pecados;
nos ha dado la paz. Sí, Jesús es nuestra paz (cf. Ef 2, 14). Él trajo al
mundo la semilla del amor y de la paz, más fuerte que la semilla del odio
y de la violencia; más fuerte porque el Nombre de Jesús es superior a
cualquier otro nombre, contiene todo el señorío de Dios, como había
anunciado el profeta Miqueas: «Y tú, Belén... De ti me nacerá el que debe
gobernar... Él se mantendrá de pie y los apacentará con la fuerza del
Señor, con la majestad del nombre del Señor, su Dios. ¡Y él mismo será la
paz!» (5, 1. 3-4).
Por esto, ante el icono de la Virgen Madre, la Iglesia en este día invoca
de Dios, por medio de Jesucristo, el don de la paz: es la Jornada mundial
de la paz, ocasión propicia para reflexionar juntos sobre los grandes
desafíos que nuestra época plantea a la humanidad. Uno de ellos,
dramáticamente urgente en nuestros días, es el de la libertad religiosa; por
eso, este año he querido dedicar mi Mensaje a este tema: «Libertad
religiosa, camino para la paz». Hoy asistimos a dos tendencias opuestas,
dos extremos igualmente negativos: por una parte el laicismo, que a
menudo solapadamente margina la religión para confinarla a la esfera
privada; y por otra el fundamentalismo, que en cambio quisiera imponerla
a todos con la fuerza. En realidad, «Dios llama a sí a la humanidad con un
designio de amor que, a la vez que, implicando a toda la persona en su
dimensión natural y espiritual, reclama una correspondencia en términos
de libertad y responsabilidad, con todo el corazón y el propio ser,
individual y comunitario» (Mensaje, 8). Donde se reconoce de forma
efectiva la libertad religiosa, se respeta en su raíz la dignidad de la persona
y, a través de una búsqueda sincera de la verdad y del bien, se consolida la
conciencia moral y se refuerzan las instituciones y la convivencia civil
(cf. ib. 5). Por esto la libertad religiosa es el camino privilegiado para
construir la paz.
Queridos amigos, dirijamos de nuevo la mirada a Jesús, en brazos de
María su Madre. Mirándolo a él, que es el «Príncipe de la paz» (Is 9, 5),
comprendemos que la paz no se alcanza con las armas, ni con el poder
económico, político, cultural y mediático. La paz es obra de conciencias
que se abren a la verdad y al amor.

LA ENCARNACIÓN EN EL PRÓLOGO DE SAN JUAN


20110102. Ángelus
La liturgia de este domingo vuelve a proponer el Prólogo
del Evangelio de san Juan, proclamado solemnemente en el día de
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Navidad. Este admirable texto expresa, en forma de himno, el misterio de
la Encarnación, que predicaron los testigos oculares, los Apóstoles,
especialmente san Juan, cuya fiesta, no por casualidad, se celebra el 27 de
diciembre. Afirma san Cromacio de Aquileya que «Juan era el más joven
de todos los discípulos del Señor; el más joven por edad, pero ya anciano
por la fe» (Sermo II, 1 De Sancto Iohanne Evangelista:CCL 9a, 101).
Cuando leemos: «En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con
Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1), el Evangelista —al que
tradicionalmente se compara con un águila— se eleva por encima de la
historia humana escrutando las profundidades de Dios; pero muy pronto,
siguiendo a su Maestro, vuelve a la dimensión terrena diciendo: «Y el
Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). El Verbo es «una realidad viva: un Dios
que… se comunica haciéndose él mismo hombre» (J. Ratzinger, Teologia
della liturgia, LEV 2010, p. 618). En efecto, atestigua Juan, «puso su
morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1, 14). «Se
rebajó hasta asumir la humildad de nuestra condición —comenta san León
Magno— sin que disminuyera su majestad» (TractatusXXI, 2: CCL 138,
86-87). Leemos también en el Prólogo: «De su plenitud hemos recibido
todos, gracia por gracia» (Jn 1, 16). «¿Cuál es la primera gracia que hemos
recibido? —se pregunta san Agustín, y responde— Es la fe». La segunda
gracia, añade en seguida, es «la vida eterna» (Tractatus in Ioh. III, 8.9: ccl
36, 24.25).

LA NAVIDAD: INVITACIÓN A DEJARSE TRANSFORMAR


20110105. Audiencia general
La Navidad ya es la primicia del «sacramentum-mysterium paschale»,
es decir, es el inicio del misterio central de la salvación, que culmina en la
pasión, muerte y resurrección, porque Jesús comienza a ofrecerse a sí
mismo por amor desde el primer instante de su existencia humana en el
seno de la Virgen María. La noche de Navidad, por tanto, está
profundamente vinculada a la gran vigilia nocturna de la Pascua, cuando
la redención se realiza en el sacrificio glorioso del Señor muerto y
resucitado. El belén mismo, como imagen de la encarnación del Verbo, a
la luz del relato evangélico, ya alude a la Pascua y es interesante ver que
en algunos iconos de la Navidad en la tradición oriental se representa al
Niño Jesús envuelto en pañales y acostado en un pesebre que tiene la
forma de un sepulcro; una alusión al momento en que lo descolgarán de la
cruz, envuelto en una sábana, y lo pondrán en un sepulcro excavado en la
roca (cf. Lc 2, 7; 23, 53). Encarnación y Pascua no están una al lado de la
otra, sino que son dos puntos clave inseparables de la única fe en
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado y redentor. La cruz y la resurrección
presuponen la encarnación. Sólo porque verdaderamente el Hijo, y en él
Dios mismo, «bajó» y «se hizo carne», la muerte y la resurrección de
Jesús son acontecimientos que nos resultan contemporáneos y nos atañen,
nos arrancan de la muerte y nos abren a un futuro en el que esta «carne»,
la existencia terrena y transitoria, entrará en la eternidad de Dios. Desde
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esta perspectiva unitaria del Misterio de Cristo, la visita al belén orienta a
la visita a la Eucaristía, donde encontramos presente de modo real a Cristo
crucificado y resucitado, al Cristo vivo.
La celebración litúrgica de la Navidad, por tanto, no es sólo recuerdo,
sino que es sobre todo misterio; no es sólo memoria, sino también
presencia. Para captar el sentido de estos dos aspectos inseparables, es
necesario vivir intensamente todo el tiempo de Navidad como la Iglesia lo
presenta. Si lo consideramos en sentido lato, se extiende durante cuarenta
días, del 25 de diciembre al 2 de febrero, de la celebración de la noche de
Navidad a la Maternidad de María, a la Epifanía, al Bautismo de Jesús, a
las bodas de Caná, a la Presentación en el templo, precisamente en
analogía con el tiempo pascual, que forma una unidad de cincuenta días,
hasta Pentecostés. La manifestación de Dios en la carne es el
acontecimiento que ha revelado la Verdad en la historia. En efecto, la
fecha del 25 de diciembre, vinculada a la idea de la manifestación solar —
Dios que aparece como luz sin ocaso en el horizonte de la historia—, nos
recuerda que no se trata sólo de una idea, la idea de que Dios es la
plenitud de la luz, sino de una realidad para nosotros, los hombres, ya
realizada y siempre actual: hoy, como entonces, Dios se revela en la carne,
es decir, en el «cuerpo vivo» de la Iglesia peregrina en el tiempo, y en los
sacramentos nos da hoy la salvación.
Los símbolos de las celebraciones navideñas, que nos recuerdan las
lecturas y las oraciones, dan a la liturgia de este tiempo un sentido
profundo de «epifanía» de Dios en su Cristo-Verbo encarnado, es decir, de
«manifestación» que posee a su vez un significado escatológico, es decir,
orienta a los tiempos últimos. Ya en el Adviento las dos venidas, la
histórica y la venida al final de la historia, estaban directamente
vinculadas; pero es de modo especial en la Epifanía y en el Bautismo de
Jesús donde la manifestación mesiánica se celebra en la perspectiva de las
esperas escatológicas: la consagración mesiánica de Jesús, Verbo
encarnado, mediante la efusión del Espíritu Santo en forma visible, lleva a
cumplimiento el tiempo de las promesas e inaugura los tiempos últimos.
Es preciso rescatar este tiempo navideño de un revestimiento
demasiado moralista y sentimental. La celebración de la Navidad no nos
propone sólo ejemplos a imitar, como la humildad y la pobreza del Señor,
su benevolencia y amor a los hombres; sino que más bien es la invitación
a dejarse transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra
carne. San León Magno exclama: «El Hijo de Dios… se ha unido a
nosotros y nos ha unido a él de tal modo que el rebajarse de Dios a la
condición humana se convierte en un elevarse del hombre a las alturas de
Dios» (Sermón sobre el Nacimiento del Señor 27, 2). La manifestación de
Dios tiene como fin nuestra participación en la vida divina, la realización
en nosotros del misterio de su encarnación. Ese misterio es el
cumplimiento de la vocación del hombre. San León Magno explica
también la importancia concreta y siempre actual para la vida cristiana del
misterio de la Navidad: «Las palabras del Evangelio y de los profetas…
inflaman nuestro espíritu y nos enseñan a comprender el nacimiento del
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Señor, este misterio del Verbo hecho carne, no tanto como un recuerdo de
un acontecimiento pasado, cuanto como un hecho que tiene lugar ante
nuestros ojos… Es como si se nos proclamara de nuevo en la solemnidad
de hoy: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy,
en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor”»
(Sermón sobre el Nacimiento del Señor 29, 1). Y añade: «Reconoce,
cristiano, tu dignidad, y, hecho partícipe de la naturaleza divina, cuida de
no recaer, con una conducta indigna, de esa grandeza en la primitiva
bajeza» (Sermón 1 sobre el Nacimiento del Señor, 3).
Queridos amigos, vivamos este tiempo de Navidad con intensidad:
después de adorar al Hijo de Dios hecho hombre y recostado en un
pesebre, estamos llamados a pasar al altar del sacrificio, donde Cristo, el
Pan vivo bajado del cielo, se nos ofrece como verdadero alimento para la
vida eterna. Y lo que hemos visto con nuestros ojos, en la mesa de la
Palabra y del Pan de vida, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos,
o sea el Verbo hecho carne, anunciémoslo con alegría al mundo y
testimoniémoslo generosamente con toda nuestra vida.

EPIFANÍA: HERODES, EXPERTOS, ESTRELLA, LA PALABRA


20110106. Homilía.
En la solemnidad de la Epifanía la Iglesia sigue contemplando y
celebrando el misterio del nacimiento de Jesús salvador. En particular, la
fiesta de hoy subraya el destino y el significado universales de este
nacimiento. Al hacerse hombre en el seno de María, el Hijo de Dios vino
no sólo para el pueblo de Israel, representado por los pastores de Belén,
sino también para toda la humanidad, representada por los Magos. Y la
Iglesia nos invita hoy a meditar y orar precisamente sobre los Magos y
sobre su camino en busca del Mesías (cf. Mt 2, 1-12). En el Evangelio
hemos escuchado que los Magos, habiendo llegado a Jerusalén desde el
Oriente, preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?
Hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo» (v. 2).
¿Qué clase de personas eran y qué tipo de estrella era esa? Probablemente
eran sabios que escrutaban el cielo, pero no para tratar de «leer» en los
astros el futuro, quizá para obtener así algún beneficio; más bien, eran
hombres «en busca» de algo más, en busca de la verdadera luz, una luz
capaz de indicar el camino que es preciso recorrer en la vida. Eran
personas que tenían la certeza de que en la creación existe lo que
podríamos definir la «firma» de Dios, una firma que el hombre puede y
debe intentar descubrir y descifrar. Tal vez el modo para conocer mejor a
estos Magos y entender su deseo de dejarse guiar por los signos de Dios es
detenernos a considerar lo que encontraron, en su camino, en la gran
ciudad de Jerusalén.
Ante todo encontraron al rey Herodes. Ciertamente, Herodes estaba
interesado en el niño del que hablaban los Magos, pero no con el fin de
adorarlo, como quiere dar a entender mintiendo, sino para eliminarlo.
Herodes es un hombre de poder, que en el otro sólo ve un rival contra el
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cual luchar. En el fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un
rival, más aún, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los
hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que
señala el camino que hay que recorrer en la vida y así impide hacer todo lo
que se quiere. Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras
las palabras del profeta Miqueas (5, 1), pero sólo piensa en el trono.
Entonces Dios mismo debe ser ofuscado y las personas deben limitarse a
ser simples peones para mover en el gran tablero de ajedrez del poder.
Herodes es un personaje que no nos cae simpático y que instintivamente
juzgamos de modo negativo por su brutalidad. Pero deberíamos
preguntarnos: ¿Hay algo de Herodes también en nosotros? ¿También
nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival? ¿También
nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque
pensamos que pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de
nuestra existencia como nos plazca? Queridos hermanos y hermanas,
cuando vemos a Dios de este modo acabamos por sentirnos insatisfechos y
descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que está en el
fundamento de todas las cosas. Debemos alejar de nuestra mente y de
nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es
un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios
es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza; más aún, es el
único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de
experimentar la verdadera alegría.
Los Magos, luego, se encuentran con los estudiosos, los teólogos, los
expertos que lo saben todo sobre las Sagradas Escrituras, que conocen las
posibles interpretaciones, que son capaces de citar de memoria cualquier
pasaje y que, por tanto, son una valiosa ayuda para quienes quieren
recorrer el camino de Dios. Pero, afirma san Agustín, les gusta ser guías
para los demás, indican el camino, pero no caminan, se quedan inmóviles.
Para ellos las Escrituras son una especie de atlas que leen con curiosidad,
un conjunto de palabras y conceptos que examinar y sobre los cuales
discutir doctamente. Pero podemos preguntarnos de nuevo: ¿no existe
también en nosotros la tentación de considerar las Sagradas Escrituras,
este tesoro riquísimo y vital para la fe la Iglesia, más como un objeto de
estudio y de debate de especialistas que como el Libro que nos señala el
camino para llegar a la vida? Creo que, como indiqué en la exhortación
apostólica Verbum Domini, debería surgir siempre de nuevo en nosotros la
disposición profunda a ver la palabra de la Biblia, leída en la Tradición
viva de la Iglesia (n. 18), como la verdad que nos dice qué es el hombre y
cómo puede realizarse plenamente, la verdad que es el camino a recorrer
diariamente, junto a los demás, si queremos construir nuestra existencia
sobre la roca y no sobre la arena.
Pasemos ahora a la estrella. ¿Qué clase de estrella era la que los Magos
vieron y siguieron? A lo largo de los siglos esta pregunta ha sido objeto de
debate entre los astrónomos. Kepler, por ejemplo, creía que se trataba de
una «nova» o una «supernova», es decir, una de las estrellas que
normalmente emiten una luz débil, pero que pueden tener improvisamente
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una violenta explosión interna que produce una luz excepcional.
Ciertamente, son cosas interesantes, pero que no nos llevan a lo que es
esencial para entender esa estrella. Debemos volver al hecho de que esos
hombres buscaban las huellas de Dios; trataban de leer su «firma» en la
creación; sabían que «el cielo proclama la gloria de Dios» (Sal 19, 2); es
decir, tenían la certeza de que es posible vislumbrar a Dios en la creación.
Pero, al ser hombres sabios, sabían también que no es con un telescopio
cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón en busca del sentido
último de la realidad y con el deseo de Dios, suscitado por la fe, como es
posible encontrarlo, más aún, como resulta posible que Dios se acerque a
nosotros. El universo no es el resultado de la casualidad, como algunos
quieren hacernos creer. Al contemplarlo, se nos invita a leer en él algo
profundo: la sabiduría del Creador, la inagotable fantasía de Dios, su
infinito amor a nosotros. No deberíamos permitir que limiten nuestra
mente teorías que siempre llegan sólo hasta cierto punto y que —si las
miramos bien— de ningún modo están en conflicto con la fe, pero no
logran explicar el sentido último de la realidad. En la belleza del mundo,
en su misterio, en su grandeza y en su racionalidad no podemos menos de
leer la racionalidad eterna, y no podemos menos de dejarnos guiar por ella
hasta el único Dios, creador del cielo y de la tierra. Si tenemos esta
mirada, veremos que el que creó el mundo y el que nació en una cueva en
Belén y sigue habitando entre nosotros en la Eucaristía son el mismo Dios
vivo, que nos interpela, nos ama y quiere llevarnos a la vida eterna.
Herodes, los expertos en las Escrituras, la estrella. Sigamos el camino
de los Magos que llegan a Jerusalén. Sobre la gran ciudad la estrella
desaparece, ya no se ve. ¿Qué significa eso? También en este caso
debemos leer el signo en profundidad. Para aquellos hombres era lógico
buscar al nuevo rey en el palacio real, donde se encontraban los sabios
consejeros de la corte. Pero, probablemente con asombro, tuvieron que
constatar que aquel recién nacido no se encontraba en los lugares del
poder y de la cultura, aunque en esos lugares se daban valiosas
informaciones sobre él. En cambio, se dieron cuenta de que a veces el
poder, incluso el del conocimiento, obstaculiza el camino hacia el
encuentro con aquel Niño. Entonces la estrella los guió a Belén, una
pequeña ciudad; los guió hasta los pobres, hasta los humildes, para
encontrar al Rey del mundo. Los criterios de Dios son distintos de los de
los hombres. Dios no se manifiesta en el poder de este mundo, sino en la
humildad de su amor, un amor que pide a nuestra libertad acogerlo para
transformarnos y ser capaces de llegar a Aquel que es el Amor. Pero
incluso para nosotros las cosas no son tan diferentes de como lo eran para
los Magos. Si se nos pidiera nuestro parecer sobre cómo Dios habría
debido salvar al mundo, tal vez responderíamos que habría debido
manifestar todo su poder para dar al mundo un sistema económico más
justo, en el que cada uno pudiera tener todo lo que quisiera. En realidad,
esto sería una especie de violencia contra el hombre, porque lo privaría de
elementos fundamentales que lo caracterizan. De hecho, no se verían
involucrados ni nuestra libertad ni nuestro amor. El poder de Dios se
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manifiesta de un modo muy distinto: en Belén, donde encontramos la
aparente impotencia de su amor. Y es allí a donde debemos ir y es allí
donde encontramos la estrella de Dios.
Así resulta muy claro también un último elemento importante del
episodio de los Magos: el lenguaje de la creación nos permite recorrer un
buen tramo del camino hacia Dios, pero no nos da la luz definitiva. Al
final, para los Magos fue indispensable escuchar la voz de las Sagradas
Escrituras: sólo ellas podían indicarles el camino. La Palabra de Dios es la
verdadera estrella que, en la incertidumbre de los discursos humanos, nos
ofrece el inmenso esplendor de la verdad divina. Queridos hermanos y
hermanas, dejémonos guiar por la estrella, que es la Palabra de Dios;
sigámosla en nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha
plantado su tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz
que ningún otro signo puede darnos. Y también nosotros podremos
convertirnos en estrellas para los demás, reflejo de la luz que Cristo ha
hecho brillar sobre nosotros. Amén.

EPIFANÍA: ¿QUIÉN ES JESÚS? IMITAR A LA ESTRELLA


20110106. Ángelus
Epifanía quiere decir manifestación de Jesús a todos los pueblos,
representados hoy por los Magos, que llegaron a Belén desde Oriente para
rendir homenaje al Rey de los judíos, cuyo nacimiento habían conocido
por la aparición de una nueva estrella en el cielo (cf. Mt 2, 1-12). En
efecto, antes de la llegada de los Magos, el conocimiento de este hecho
apenas había superado el círculo familiar: además de María y José, y
probablemente de otros parientes, sólo era conocido por los pastores de
Belén, los cuales, al oír el gozoso anuncio, habían acudido a ver al Niño
mientras aún se hallaba recostado en el pesebre. Así, la venida del Mesías,
el esperado de las naciones, anunciado por los profetas, inicialmente
permanecía en el ocultamiento. Precisamente hasta que llegaron a
Jerusalén aquellos personajes misteriosos, los Magos, solicitando noticias
acerca del «Rey de los judíos» recién nacido. Obviamente, tratándose de
un rey, se dirigieron al palacio real, donde residía Herodes. Pero este no
sabía nada de dicho nacimiento y, muy preocupado, convocó
inmediatamente a los sacerdotes y los escribas, los cuales, basándose en la
célebre profecía de Miqueas (cf. 5, 1), afirmaron que el Mesías debía
nacer en Belén. Y, de hecho, tras reanudar su camino en esa dirección, los
Magos vieron de nuevo la estrella, que los guió hasta el lugar donde se
encontraba Jesús. Al entrar, se postraron y lo adoraron, ofreciendo dones
simbólicos: oro, incienso y mirra. He aquí la epifanía, la manifestación: la
venida y la adoración de los Magos es el primer signo de la identidad
singular del Hijo de Dios, que también es Hijo de la Virgen María. Desde
entonces comenzó a propagarse la pregunta que acompañará toda la vida
de Cristo y que de diversas maneras atraviesa los siglos: ¿quién es este
Jesús?
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Queridos amigos, esta es la pregunta que la Iglesia quiere suscitar en el
corazón de todos los hombres: ¿quién es Jesús? Este es el anhelo espiritual
que impulsa su misión: dar a conocer a Jesús, su Evangelio, para que
todos los hombres puedan descubrir en su rostro humano el rostro de Dios,
y ser iluminados por su misterio de amor. La Epifanía anuncia la apertura
universal de la Iglesia, su llamada a evangelizar a todos los pueblos. Pero
la Epifanía nos dice también de qué modo la Iglesia realiza esta misión:
reflejando la luz de Cristo y anunciando su Palabra. Los cristianos están
llamados a imitar el servicio que prestó la estrella a los Magos. Debemos
brillar como hijos de la luz, para atraer a todos a la belleza del reino de
Dios. Y a todos los que buscan la verdad debemos ofrecerles la Palabra de
Dios, que lleva a reconocer en Jesús «el Dios verdadero y la vida eterna»
(1 Jn 5, 20).
Una vez más, sentimos en nosotros un profundo agradecimiento a
María, la Madre de Jesús. Ella es la imagen perfecta de la Iglesia que da al
mundo la luz de Cristo: es la Estrella de la evangelización. «Respice
Stellam», nos dice san Bernardo: mira la Estrella, tú que andas buscando
la verdad y la paz; dirige tu mirada a María, y ella te mostrará a Jesús, luz
para todos los hombres y para todos los pueblos.

MISIONES: COMO EL PADRE ME ENVIÓ, ASÍ OS ENVÍO YO


20110106. Mensaje. Jornada Mundial Misiones 2011
Con ocasión del Jubileo del año 2000, el venerable Juan Pablo II, al
comienzo de un nuevo milenio de la era cristiana, reafirmó con fuerza la
necesidad de renovar el compromiso de llevar a todos el anuncio del
Evangelio «con el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros
tiempos» (Novo millennio ineunte, 58). Es el servicio más valioso que la
Iglesia puede prestar a la humanidad y a toda persona que busca las
razones profundas para vivir en plenitud su existencia. Por ello, esta
misma invitación resuena cada año en la celebración de la Jornada
mundial de las misiones. En efecto, el incesante anuncio del Evangelio
vivifica también a la Iglesia, su fervor, su espíritu apostólico; renueva sus
métodos pastorales para que sean cada vez más apropiados a las nuevas
situaciones —también las que requieren una nueva evangelización— y
animados por el impulso misionero: «La misión renueva la Iglesia,
refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas
motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los
pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la
misión universal» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 2).
Id y anunciad
Este objetivo se reaviva continuamente por la celebración de la
liturgia, especialmente de la Eucaristía, que se concluye siempre
recordando el mandato de Jesús resucitado a los Apóstoles: «Id...» (Mt 28,
19). La liturgia es siempre una llamada «desde el mundo» y un nuevo
envío «al mundo» para dar testimonio de lo que se ha experimentado: el
poder salvífico de la Palabra de Dios, el poder salvífico del Misterio
11
pascual de Cristo. Todos aquellos que se han encontrado con el Señor
resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a otros, como hicieron
los dos discípulos de Emaús. Después de reconocer al Señor al partir el
pan, «y levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde
encontraron reunidos a los Once» y refirieron lo que había sucedido
durante el camino (Lc 24, 33-35). El Papa Juan Pablo II exhortaba a estar
«vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros
hermanos, para llevarles el gran anuncio: ¡Hemos visto al Señor!» (Novo
millennio ineunte, 59).
A todos
Destinatarios del anuncio del Evangelio son todos los pueblos. La
Iglesia «es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen
en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo, según el plan de Dios
Padre» (Ad gentes, 2). Esta es «la dicha y vocación propia de la Iglesia, su
identidad más profunda. Existe para evangelizar» (Pablo VI, Evangelii
nuntiandi, 14). En consecuencia, no puede nunca cerrarse en sí misma.
Arraiga en determinados lugares para ir más allá. Su acción, en adhesión a
la palabra de Cristo y bajo la influencia de su gracia y de su caridad, se
hace plena y actualmente presente a todos los hombres y a todos los
pueblos para conducirlos a la fe en Cristo (cf. Ad gentes, 5).
Esta tarea no ha perdido su urgencia. Al contrario, «la misión de Cristo
Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse... Una mirada
global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los
comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en
su servicio» (Redemptoris missio, 1). No podemos quedarnos tranquilos al
pensar que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a
Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación.
No sólo; es cada vez mayor la multitud de aquellos que, aun habiendo
recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, y no se
reconocen ya en la Iglesia; y muchos ambientes, también en sociedades
tradicionalmente cristianas, son hoy refractarios a abrirse a la palabra de la
fe. Está en marcha un cambio cultural, alimentado también por la
globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo
imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que
prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que
exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del
éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales.
Corresponsabilidad de todos
La misión universal implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no
es un bien exclusivo de quien lo ha recibido; es un don que se debe
compartir, una buena noticia que es preciso comunicar. Y este don-
compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados,
los cuales son «linaje elegido, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1
P 2, 9), para que proclame sus grandes maravillas.
En ello están implicadas también todas las actividades. La atención y
la cooperación en la obra evangelizadora de la Iglesia en el mundo no
pueden limitarse a algunos momentos y ocasiones particulares, y tampoco
12
pueden considerarse como una de las numerosas actividades pastorales: la
dimensión misionera de la Iglesia es esencial y, por tanto, debe tenerse
siempre presente. Es importante que tanto los bautizados de forma
individual como las comunidades eclesiales se interesen no sólo de modo
esporádico y ocasional en la misión, sino de modo constante, como forma
de la vida cristiana. La misma Jornada mundial de las misiones no es un
momento aislado en el curso del año, sino que es una valiosa ocasión para
detenerse a reflexionar si respondemos a la vocación misionera y cómo lo
hacemos; una respuesta esencial para la vida de la Iglesia.
Evangelización global
La evangelización es un proceso complejo y comprende varios
elementos. Entre estos, la animación misionera ha prestado siempre una
atención peculiar a la solidaridad. Este es también uno de los objetivos de
la Jornada mundial de las misiones, que a través de las Obras misionales
pontificias, solicita ayuda para el desarrollo de las tareas de
evangelización en los territorios de misión. Se trata de sostener
instituciones necesarias para establecer y consolidar a la Iglesia mediante
los catequistas, los seminarios, los sacerdotes; y también de dar la propia
contribución a la mejora de las condiciones de vida de las personas en
países en los que son más graves los fenómenos de pobreza, malnutrición
sobre todo infantil, enfermedades, carencia de servicios sanitarios y para
la educación. También esto forma parte de la misión de la Iglesia. Al
anunciar el Evangelio, la Iglesia se toma en serio la vida humana en
sentido pleno. No es aceptable, reafirmaba el siervo de Dios Pablo VI, que
en la evangelización se descuiden los temas relacionados con la
promoción humana, la justicia, la liberación de toda forma de opresión,
obviamente respetando la autonomía de la esfera política. Desinteresarse
de los problemas temporales de la humanidad significaría «ignorar la
doctrina del Evangelio acerca del amor al prójimo que sufre o padece
necesidad» (Evangelii nuntiandi, 31. cf. n. 34); no estaría en sintonía con
el comportamiento de Jesús, el cual «recorría todas las ciudades y los
pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la buena nueva del
Reino y curando todas las enfermedades y dolencias» (Mt 9, 35).
Así, a través de la participación corresponsable en la misión de la
Iglesia, el cristiano se convierte en constructor de la comunión, de la paz,
de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del
plan salvífico de Dios para toda la humanidad. Los retos que esta
encuentra llaman a los cristianos a caminar junto a los demás, y la misión
es parte integrante de este camino con todos. En ella llevamos, aunque en
vasijas de barro, nuestra vocación cristiana, el tesoro inestimable del
Evangelio, el testimonio vivo de Jesús muerto y resucitado, encontrado y
creído en la Iglesia.
Que la Jornada mundial de las misiones reavive en cada uno el deseo y
la alegría de «ir» al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo.

EL BAUTISMO DE JUAN Y EL BAUTISMO CRISTIANO


13
20110109. Homilía. Bautismo del Señor
Según el relato del evangelista san Mateo (3, 13-17), Jesús fue de
Galilea al río Jordán para que lo bautizara Juan; de hecho, acudían de toda
Palestina para escuchar la predicación de este gran profeta, el anuncio de
la venida del reino de Dios, y para recibir el bautismo, es decir, para
someterse a ese signo de penitencia que invitaba a convertirse del pecado.
Aunque se llamara bautismo, no tenía el valor sacramental del rito que
celebramos hoy; como bien sabéis, con su muerte y resurrección Jesús
instituye los sacramentos y hace nacer la Iglesia. El que administraba Juan
era un acto penitencial, un gesto que invitaba a la humildad frente a Dios,
invitaba a un nuevo inicio: al sumergirse en el agua, el penitente reconocía
que había pecado, imploraba de Dios la purificación de sus culpas y se le
enviaba a cambiar los comportamientos equivocados, casi como si muriera
en el agua y resucitara a una nueva vida.
Por esto, cuando Juan Bautista ve a Jesús que, en fila con los
pecadores, va para que lo bautice, se sorprende; al reconocer en él al
Mesías, al Santo de Dios, a aquel que no tenía pecado, Juan manifiesta su
desconcierto: él mismo, el que bautizaba, habría querido hacerse bautizar
por Jesús. Pero Jesús lo exhorta a no oponer resistencia, a aceptar realizar
este acto, para hacer lo que es conveniente para «cumplir toda justicia».
Con esta expresión Jesús manifiesta que vino al mundo para hacer la
voluntad de Aquel que lo mandó, para realizar todo lo que el Padre le
pide; aceptó hacerse hombre para obedecer al Padre. Este gesto revela ante
todo quién es Jesús: es el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; es
aquel que «se rebajó» para hacerse uno de nosotros, aquel que se hizo
hombre y aceptó humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 7). El
bautismo de Jesús, que hoy recordamos, se sitúa en esta lógica de la
humildad y de la solidaridad: es el gesto de quien quiere hacerse en todo
uno de nosotros y se pone realmente en la fila con los pecadores; él, que
no tiene pecado, deja que lo traten como pecador (cf. 2 Co 5, 21), para
cargar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad,
también de nuestra culpa. Es el «siervo de Dios» del que nos habló el
profeta Isaías en la primera lectura (cf. 42, 1). Lo que dicta su humildad es
el deseo de establecer una comunión plena con la humanidad, el deseo de
realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con su condición. El
gesto de Jesús anticipa la cruz, la aceptación de la muerte por los pecados
del hombre. Este acto de anonadamiento, con el que Jesús quiere
uniformarse totalmente al designio de amor del Padre y asemejarse a
nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de fines que existe
entre las personas de la santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el
Espíritu de Dios se manifiesta como paloma y baja sobre él, y en aquel
momento el amor que une a Jesús al Padre se testimonia a cuantos asisten
al bautismo, mediante una voz desde lo alto que todos oyen. El Padre
manifiesta abiertamente a los hombres —a nosotros— la comunión
profunda que lo une al Hijo: la voz que resuena desde lo alto atestigua que
Jesús es obediente en todo al Padre y que esta obediencia es expresión del
14
amor que los une entre sí. Por eso, el Padre se complace en Jesús, porque
reconoce en las acciones del Hijo el deseo de seguir en todo su voluntad:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17). Y esta
palabra del Padre alude también, anticipadamente, a la victoria de la
resurrección y nos dice cómo debemos vivir para complacer al Padre,
comportándonos como Jesús.
Queridos padres, el Bautismo que hoy pedís para vuestros hijos los
inserta en este intercambio de amor recíproco que existe en Dios entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que voy a realizar, se
derrama sobre ellos el amor de Dios, y los inunda con sus dones. Mediante
el lavatorio del agua, vuestros hijos son insertados en la vida misma de
Jesús, que murió en la cruz para librarnos del pecado y resucitando venció
a la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y
resurrección, son liberados del pecado original e inicia en ellos la vida de
la gracia, que es la vida misma de Jesús resucitado. «Él se entregó por
nosotros —afirma san Pablo— a fin de rescatarnos de toda iniquidad y
formar para sí un pueblo puro que fuese suyo, fervoroso en buenas obras»
(Tt 2, 14).
Queridos amigos, al darnos la fe, el Señor nos ha dado lo más precioso
que existe en la vida, es decir, el motivo más verdadero y más bello por el
cual vivir: por gracia hemos creído en Dios, hemos conocido su amor, con
el cual quiere salvarnos y librarnos del mal. La fe es el gran don con el
que nos da también la vida eterna, la verdadera vida. Ahora vosotros,
queridos padres, padrinos y madrinas, pedís a la Iglesia que acoja en su
seno a estos niños, que les dé el Bautismo; y esta petición la hacéis en
razón del don de la fe que vosotros mismos, a vuestra vez, habéis recibido.
Todo cristiano puede repetir con el profeta Isaías: «El Señor me plasmó
desde el seno materno para siervo suyo» (cf. 49, 5); así, queridos padres,
vuestros hijos son un don precioso del Señor, el cual se ha reservado para
sí su corazón, para poderlo colmar de su amor. Por el sacramento del
Bautismo hoy los consagra y los llama a seguir a Jesús, mediante la
realización de su vocación personal según el particular designio de amor
que el Padre tiene pensado para cada uno de ellos; meta de esta
peregrinación terrena será la plena comunión con él en la felicidad eterna.
Al recibir el Bautismo, estos niños obtienen como don un sello
espiritual indeleble, el «carácter», que marca interiormente para siempre
su pertenencia al Señor y los convierte en miembros vivos de su Cuerpo
místico, que es la Iglesia. Mientras entran a formar parte del pueblo de
Dios, para estos niños comienza hoy un camino que debería ser un camino
de santidad y de configuración con Jesús, una realidad que se deposita en
ellos como la semilla de un árbol espléndido, que es preciso ayudar a
crecer. Por esto, al comprender la grandeza de este don, desde los
primeros siglos se ha tenido la solicitud de dar el Bautismo a los niños
recién nacidos. Ciertamente, luego será necesaria una adhesión libre y
consciente a esta vida de fe y de amor, y por esto es preciso que, tras el
Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la
Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a fin de que crezca en
15
ellos este germen de la fe que hoy reciben y puedan alcanzar la plena
madurez cristiana. La Iglesia, que los acoge entre sus hijos, debe hacerse
cargo, juntamente con los padres y los padrinos, de acompañarlos en este
camino de crecimiento. La colaboración entre la comunidad cristiana y la
familia es más necesaria que nunca en el contexto social actual, en el que
la institución familiar se ve amenazada desde varias partes y debe afrontar
no pocas dificultades en su misión de educar en la fe. La pérdida de
referencias culturales estables y la rápida transformación a la cual está
continuamente sometida la sociedad, hacen que el compromiso educativo
sea realmente arduo. Por eso, es necesario que las parroquias se esfuercen
cada vez más por sostener a las familias, pequeñas iglesias domésticas, en
su tarea de transmisión de la fe.

REDESCUBRIR LA BELLEZA DE SER BAUTIZADOS


20110109. Ángelus
Hoy la Iglesia celebra el Bautismo del Señor, fiesta que concluye el
tiempo litúrgico de la Navidad. Este misterio de la vida de Cristo muestra
visiblemente que su venida en la carne es el acto sublime de amor de las
tres personas divinas. Podemos decir que desde este solemne
acontecimiento la acción creadora, redentora y santificadora de la
santísima Trinidad será cada vez más manifiesta en la misión pública de
Jesús, en su enseñanza, en sus milagros, en su pasión, muerte y
resurrección. En efecto, leemos en el Evangelio según san Mateo que
«bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y
vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y
una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco”» (3, 16-17). El Espíritu Santo «mora» en el Hijo y da
testimonio de su divinidad, mientras la voz del Padre, proveniente de los
cielos, expresa la comunión de amor. «La conclusión de la escena del
bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta “unción” verdadera, que él es
el Ungido [el Cristo] esperado» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 49),
como confirmación de la profecía de Isaías: «He aquí mi siervo que yo
sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma» (Is 42, 1).
Verdaderamente es el Mesías, el Hijo del Altísimo que, al salir de las
aguas del Jordán, establece la regeneración en el Espíritu y da, a quienes
lo deseen, la posibilidad de convertirse en hijos de Dios. De hecho, no es
casualidad que todo bautizado adquiera el carácter de hijo a partir
del nombre cristiano, signo inconfundible de que el Espíritu Santo hace
nacer «de nuevo» al hombre del seno de la Iglesia. El beato Antonio
Rosmini afirma que «el bautizado sufre una operación secreta pero
potentísima, por la cual es elevado al orden sobrenatural, es puesto en
comunicación con Dios» (Del principio supremo della metodica…, Turín
1857, n. 331).
Queridos amigos, el Bautismo es el inicio de la vida espiritual, que
encuentra su plenitud por medio de la Iglesia. En la hora propicia del
sacramento, mientras la comunidad eclesial reza y encomienda a Dios un
16
nuevo hijo, los padres y los padrinos se comprometen a acoger al recién
bautizado sosteniéndolo en la formación y en la educación cristiana. Es
una gran responsabilidad, que deriva de un gran don. Por esto, deseo
alentar a todos los fieles a redescubrir la belleza de ser bautizados y
pertenecer así a la gran familia de Dios, y a dar testimonio gozoso de la
propia fe, a fin de que esta fe produzca frutos de bien y de concordia.

LA RELIGIÓN NO ES UN PROBLEMA PARA LA SOCIEDAD


20110110. Discurso. Al cuerpo diplomático
Ante este ilustre auditorio, quisiera reafirmar con fuerza que la religión
no constituye un problema para la sociedad, no es un factor de
perturbación o de conflicto. Quisiera repetir que la Iglesia no busca
privilegios, ni quiere intervenir en cuestiones extrañas a su misión, sino
simplemente cumplirla con libertad. Invito a cada uno a reconocer la gran
lección de la historia: «¿Cómo negar la aportación de las grandes
religiones del mundo al desarrollo de la civilización? La búsqueda sincera
de Dios ha llevado a un mayor respeto de la dignidad del hombre. Las
comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y principios, han
contribuido mucho a que las personas y los pueblos hayan tomado
conciencia de su propia identidad y dignidad, así como a la conquista de
instituciones democráticas y a la afirmación de los derechos del hombre
con sus respectivas obligaciones. También hoy, en una sociedad cada vez
más globalizada, los cristianos están llamados a dar su aportación preciosa
al fatigoso y apasionante compromiso por la justicia, al desarrollo humano
integral y a la recta ordenación de las realidades humanas, no sólo con un
compromiso civil, económico y político responsable, sino también con el
testimonio de su propia fe y caridad» (Mensaje para la celebración de la
Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2011, 7).

CUATRO PILARES DE TODA COMUNIDAD CRISTIANA


20110119. Audiencia general
Estamos celebrando la Semana de oración por la unidad de los
cristianos, en la cual se invita a todos los creyentes en Cristo a unirse en
oración para testimoniar el profundo vínculo que existe entre ellos y para
invocar el don de la comunión plena. Es providencial que en el camino
para construir la unidad se ponga como centro la oración: esto nos
recuerda, una vez más, que la unidad no puede ser simplemente producto
de la acción humana; es ante todo un don de Dios, que conlleva un
crecimiento en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El
concilio Vaticano II dice: «Estas oraciones en común son un medio
sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad y expresión auténtica
17
de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos
separados: "Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre —dice el Señor
—, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20)» (Unitatis redintegratio,
8). El camino hacia la unidad visible entre todos los cristianos habita en la
oración, porque fundamentalmente la unidad no la «construimos»
nosotros, sino que la «construye» Dios, viene de él, del Misterio trinitario,
de la unidad del Padre con el Hijo en el diálogo de amor que es el Espíritu
Santo, y nuestro compromiso ecuménico debe abrirse a la acción divina,
debe hacerse invocación diaria de la ayuda de Dios. La Iglesia es suya y
no nuestra.
El tema elegido este año para la Semana de oración hace referencia a
la experiencia de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, tal como la
describen los Hechos de los Apóstoles; hemos escuchado el texto:
«Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la
fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Debemos considerar que
ya en el momento de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre
personas de distinta lengua y cultura: lo cual significa que la Iglesia abraza
desde sus comienzos a gente de diversa proveniencia y, sin embargo,
precisamente a partir de esas diferencias, el Espíritu crea un único cuerpo.
Pentecostés como inicio de la Iglesia marca la ampliación de la Alianza de
Dios a todas las criaturas, a todos los pueblos y a todos los tiempos, para
que toda la creación camine hacia su verdadero objetivo: ser lugar de
unidad y de amor.
En el versículo citado de los Hechos de los Apóstoles, cuatro
características definen a la primera comunidad cristiana de Jerusalén como
lugar de unidad y de amor, y san Lucas no quiere describir sólo algo del
pasado. Nos ofrece esto como modelo, como norma de la Iglesia presente,
porque estas cuatro características deben constituir siempre la vida de la
Iglesia. Primera característica: estar unida y firme en la escucha de las
enseñanzas de los Apóstoles; luego en la comunión fraterna, en la fracción
del pan y en las oraciones. Como he dicho, estos cuatro elementos siguen
siendo hoy los pilares de la vida de toda comunidad cristiana y constituyen
también el único fundamento sólido sobre el cual progresar en la búsqueda
de la unidad visible de la Iglesia.
Ante todo tenemos la escucha de las enseñanzas de los apóstoles, o
sea, la escucha del testimonio que estos dan de la misión, la vida, la
muerte y la resurrección del Señor. Es lo que san Pablo llama
sencillamente el «Evangelio». Los primeros cristianos recibían el
Evangelio de labios de los Apóstoles, los unía su escucha y su
proclamación, puesto que el Evangelio, como afirma san Pablo, «es fuerza
de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). Todavía hoy, la
comunidad de los creyentes reconoce en la referencia a las enseñanzas de
los Apóstoles la norma de su fe: por lo tanto, todo esfuerzo para la
construcción de la unidad entre todos los cristianos pasa por la
profundización de la fidelidad al depositum fidei que nos transmitieron los
Apóstoles. La firmeza en la fe es el fundamento de nuestra comunión, es
el fundamento de la unidad cristiana.
18
El segundo elemento es la comunión fraterna. En el tiempo de la
primera comunidad cristiana, así como en nuestros días, esta es la
expresión más tangible, sobre todo para el mundo externo, de la unidad
entre los discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que
los primeros cristianos lo tenían todo en común y quien tenía posesiones y
bienes los vendía para repartirlos entre los necesitados (cf. Hch 2, 44-45).
Este compartir los propios bienes ha encontrado, en la historia de la
Iglesia, modalidades siempre nuevas de expresión. Una de estas, peculiar,
es la de las relaciones de fraternidad y amistad construidas entre cristianos
de diversas confesiones. La historia del movimiento ecuménico está
marcada por dificultades e incertidumbres, pero también es una historia de
fraternidad, de cooperación y de compartir humana y espiritualmente, que
ha cambiado de manera significativa las relaciones entre quienes creen en
Jesús, nuestro Señor: todos estamos comprometidos a seguir por este
camino. El segundo elemento es, pues, la comunión, que ante todo es
comunión con Dios mediante la fe; pero la comunión con Dios crea la
comunión entre nosotros y se expresa necesariamente en la comunión
concreta de la que hablan los Hechos de los Apóstoles, es decir, el
compartir. Nadie en la comunidad cristiana debe pasar hambre, nadie debe
ser pobre: se trata de una obligación fundamental. La comunión con Dios,
realizada como comunión fraterna, se expresa, en concreto, en el
compromiso social, en la caridad cristiana, en la justicia.
Tercer elemento: en la vida de la primera comunidad de Jerusalén era
esencial el momento de la fracción del pan, en el que el Señor mismo se
hace presente con el único sacrificio de la cruz en su entrega total por la
vida de sus amigos: «Este es mi cuerpo entregado en sacrificio por
vosotros... Este es el cáliz de mi sangre... derramada por vosotros». «La
Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una
experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del
misterio de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia, 1). La comunión en el
sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra unión con Dios y, por lo tanto,
representa también la plenitud de la unidad de los discípulos de Cristo, la
comunión plena. Durante esta Semana de oración por la unidad se siente
de modo especial la aflicción por la imposibilidad de compartir la misma
mesa eucarística, signo de que todavía estamos lejos de la realización de la
unidad por la que Cristo rezó. Esta dolorosa experiencia, que también
confiere una dimensión penitencial a nuestra oración, debe llegar a ser
motivo de un compromiso todavía más generoso por parte de todos, a fin
de que, al quitar los obstáculos a la comunión plena, llegue el día en que
será posible reunirse en torno a la mesa del Señor, partir juntos el pan
eucarístico y beber del mismo cáliz.
Por último, la oración —o, como dice san Lucas, las oraciones— es la
cuarta característica de la Iglesia primitiva de Jerusalén descrita en el libro
de los Hechos de los Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud
constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña su vida cotidiana
en obediencia a la voluntad de Dios, como nos lo muestran también las
palabras del apóstol san Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su
19
primera carta: «Estad siempre alegres, sed constantes en orar, dad gracias
en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de
vosotros» (1 Ts 5, 16-18; cf. Ef 6, 18). La oración cristiana, participación
en la oración de Jesús, es por excelencia experiencia filial, como lo
confirman las palabras del Padrenuestro, oración de la familia —el
«nosotros» de los hijos de Dios, de los hermanos y hermanas— que habla
al Padre común. Ponerse en actitud de oración significa, por tanto, abrirse
también a la fraternidad. Sólo en el «nosotros» podemos decir Padre
nuestro. Abrámonos pues a la fraternidad, que deriva del ser hijos del
único Padre celestial, y estar dispuestos al perdón y a la reconciliación.
Queridos hermanos y hermanas, como discípulos del Señor tenemos
una responsabilidad común hacia el mundo, debemos prestar un servicio
común: como la primera comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo
que ya compartimos, debemos dar un testimonio fuerte, fundado
espiritualmente y sostenido por la razón, del único Dios que se ha
revelado y nos habla en Cristo, para ser portadores de un mensaje que
oriente e ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo
privado de puntos de referencia claros y válidos. Así pues, es importante
crecer cada día en el amor recíproco, esforzándose por superar las barreras
que todavía existen entre los cristianos; sentir que existe una verdadera
unidad interior entre todos los que siguen al Señor; colaborar tanto como
sea posible, trabajando juntos sobre las cuestiones que quedan abiertas; y,
sobre todo, ser conscientes de que en este itinerario el Señor debe
socorrernos, debe ayudarnos mucho todavía, porque sin él, solos, sin
«permanecer en él» no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5).

VOCACIONES: CUIDADO DE LA VIDA ESPIRITUAL


20110121. Mensaje. Al Congreso Lat. de Vocaciones. Cartago
Entre los muchos aspectos que se podrían considerar para el cultivo de
las vocaciones, quisiera destacar la importancia del cuidado de la vida
espiritual. La vocación no es fruto de ningún proyecto humano o de una
hábil estrategia organizativa. En su realidad más honda, es un don de Dios,
una iniciativa misteriosa e inefable del Señor, que entra en la vida de una
persona cautivándola con la belleza de su amor, y suscitando
consiguientemente una entrega total y definitiva a ese amor divino
(cf. Jn 15, 9.16). Hay que tener siempre presente la primacía de la vida del
espíritu como base de toda programación pastoral. Es necesario ofrecer a
las jóvenes generaciones la posibilidad de abrir sus corazones a una
realidad más grande: a Cristo, el único que puede dar sentido y plenitud a
sus vidas. Necesitamos vencer nuestra autosuficiencia e ir con humildad al
Señor, suplicándole que siga llamando a muchos. Pero al mismo tiempo, el
fortalecimiento de nuestra vida espiritual nos ha de llevar a una
identificación cada vez mayor con la voluntad de Dios, y a ofrecer un
testimonio más limpio y transparente de fe, esperanza y caridad.
Ciertamente, el testimonio personal y comunitario de una vida de
amistad e intimidad con Cristo, de total y gozosa entrega a Dios, ocupa un
20
lugar de primer orden en la labor de promoción vocacional. El testimonio
fiel y alegre de la propia vocación ha sido y es un medio privilegiado para
despertar en tantos jóvenes el deseo de ir tras los pasos de Cristo. Y, junto
a eso, la valentía de proponerles con delicadeza y respeto la posibilidad de
que Dios los llame también a ellos. Con frecuencia, la vocación divina se
abre paso a través de una palabra humana, o gracias a un ambiente en el
que se experimenta una fe viva. Hoy, como siempre, los jóvenes «son
sensibles a la llamada de Cristo que les invita a seguirle» (Discurso en la
sesión inaugural de la V Conferencia General, Aparecida, 13 mayo 2007).
El mundo tiene necesidad de Dios, y por eso siempre tendrá necesidad de
personas que vivan para él y que lo anuncien a los demás (cf. Carta a los
seminaristas, 18 octubre 2010).

DIMENSIÓN JURÍDICA DE LA PREPARACIÓN AL MATRIMONIO


20110122. Discurso. A la Rota Romana
La relación entre el derecho y la pastoral ocupó el centro del debate
posconciliar sobre el derecho canónico. La célebre afirmación del
venerable siervo de Dios Juan Pablo II, según la cual «no es verdad que,
para ser más pastoral, el derecho deba hacerse menos jurídico» (Discurso
a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: AAS 82 [1990]
874; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de
1990, p. 11) expresa la superación radical de una aparente contraposición.
«La dimensión jurídica y la pastoral —decía— están inseparablemente
unidas en la Iglesia peregrina sobre esta tierra. Ante todo, existe armonía
entre ellas, que deriva de la finalidad común: la salvación de las almas»
(ib.). En el primer encuentro que tuve con vosotros en 2006, traté de
evidenciar el auténtico sentido pastoral de los procesos de nulidad del
matrimonio, fundado en el amor a la verdad (cf. Discurso a la Rota
romana, 28 de enero de 2006: AAS 98 [2006] 135-138). Hoy quiero
detenerme a considerar la dimensión jurídica que está inscrita en la
actividad pastoral de preparación y admisión al matrimonio, para tratar de
poner de relieve el nexo que existe entre esa actividad y los procesos
judiciales matrimoniales.
La dimensión canónica de la preparación al matrimonio quizás no es
un elemento que se percibe inmediatamente. En efecto, por una parte se
observa que en los cursos de preparación al matrimonio las cuestiones
canónicas ocupan un lugar muy modesto, cuando no insignificante, puesto
que se tiende a pensar que los futuros esposos tienen muy poco interés en
problemáticas reservadas a los especialistas. Por otra, aunque a nadie se le
escapa la necesidad de las actividades jurídicas que preceden al
matrimonio, dirigidas a comprobar que «nada se opone a su celebración
válida y lícita» (CIC, can. 1066), se ha difundido la mentalidad según la
cual el examen de los esposos, las publicaciones matrimoniales y los
demás medios oportunos para llevar a cabo las necesarias investigaciones
prematrimoniales (cf. ib., can. 1067), entre los cuales se hallan los cursos
de preparación al matrimonio, constituyen trámites de naturaleza
21
exclusivamente formal. De hecho, a menudo se considera que, al admitir a
las parejas al matrimonio, los pastores deberían proceder con liberalidad,
al estar en juego el derecho natural de las personas a casarse.
Conviene, al respecto, reflexionar sobre la dimensión jurídica del
matrimonio mismo. Es un tema al que aludí en el contexto de una
reflexión sobre la verdad del matrimonio, en la que afirmé, entre otras
cosas: «Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia
sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente
jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito
de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista,
el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su
intrínseco deber ser» (Discurso a la Rota romana, 27 de enero de 2007,
AAS 99 [2007] 90; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2
de febrero de 2007, p. 6). No existe, por tanto, un matrimonio de la vida y
otro del derecho: no hay más que un solo matrimonio, el cual es
constitutivamente vínculo jurídico real entre el hombre y la mujer, un
vínculo sobre el que se apoya la auténtica dinámica conyugal de vida y de
amor. El matrimonio celebrado por los esposos, aquel del que se ocupa la
pastoral y el regulado por la doctrina canónica, son una sola realidad
natural y salvífica, cuya riqueza da ciertamente lugar a una variedad de
enfoques, pero sin que se pierda su identidad esencial. El aspecto jurídico
está intrínsecamente vinculado a la esencia del matrimonio. Esto se
comprende a la luz de una noción no positivista del derecho, sino
considerada en la perspectiva de la relacionalidad según justicia.
El derecho a casarse, o ius connubii, se debe ver en esa perspectiva. Es
decir, no se trata de una pretensión subjetiva que los pastores deban
satisfacer mediante un mero reconocimiento formal, independientemente
del contenido efectivo de la unión. El derecho a contraer matrimonio
presupone que se pueda y se quiera celebrarlo de verdad y, por tanto, en la
verdad de su esencia tal como la enseña la Iglesia. Nadie puede reivindicar
el derecho a una ceremonia nupcial. En efecto, el ius connubii se refiere al
derecho de celebrar un auténtico matrimonio. No se negaría, por tanto,
el ius connubii allí donde fuera evidente que no se dan las premisas para
su ejercicio, es decir, si faltara claramente la capacidad requerida para
casarse, o la voluntad se planteara un objetivo que está en contraste con la
realidad natural del matrimonio.
A propósito de esto, quiero reafirmar lo que escribí tras el Sínodo de
los obispos sobre la Eucaristía: «Debido a la complejidad del contexto
cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomendó
tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los novios y en la
verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos
irrenunciables para la validez del sacramento del matrimonio. Un
discernimiento serio sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes,
movidos por impulsos emotivos o razones superficiales, asuman
responsabilidades que luego no sabrían respetar (cf. Propositio 40). El
bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la
familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a
22
fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son
instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier
equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace
provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal»
(Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 29: AAS 99 [2007]
130).
La preparación al matrimonio, en sus varias fases descritas por el Papa
Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio, tiene
ciertamente finalidades que trascienden la dimensión jurídica, pues su
horizonte está constituido por el bien integral, humano y cristiano, de los
cónyuges y de sus futuros hijos (cf. n. 66: AAS 73 [1981] 159-162),
orientado en definitiva a la santidad de su vida (cf. Código de derecho
canónico, can. 1063, n. 2). Sin embargo, no hay que olvidar nunca que el
objetivo inmediato de esa preparación es promover la libre celebración de
un verdadero matrimonio, es decir, la constitución de un vínculo de
justicia y de amor entre los cónyuges, con las características de la unidad y
la indisolubilidad, ordenado al bien de los cónyuges y a la procreación y
educación de la prole, y que entre los bautizados constituye uno de los
sacramentos de la Nueva Alianza. Con ello no se dirige a la pareja un
mensaje ideológico extrínseco, ni mucho menos se le impone un modelo
cultural; más bien, se ayuda a los novios a descubrir la verdad de una
inclinación natural y de una capacidad de comprometerse que ellos llevan
inscritas en su ser relacional hombre-mujer. De allí brota el derecho como
componente esencial de la relación matrimonial, arraigado en una
potencialidad natural de los cónyuges que la donación consensuada
actualiza. Razón y fe contribuyen a iluminar esta verdad de vida, aunque
debe quedar claro que, como enseñó también el venerable Juan Pablo ii,
«la Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien
dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista
sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la
realidad natural del matrimonio» (Discurso a la Rota romana, 30 de enero
de 2003, n. 8: AAS 95 [2003] 397; L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 7 de febrero de 2003, p. 6). En esta perspectiva debe
ponerse un cuidado particular en acompañar la preparación al matrimonio
tanto remota como próxima e inmediata (cf. Juan Pablo II, Familiaris
consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 66: AAS 73 [1981] 159-162).
Entre los medios para asegurar que el proyecto de los contrayentes sea
realmente conyugal destaca el examen prematrimonial. Ese examen tiene
una finalidad principalmente jurídica: comprobar que nada se oponga a la
celebración válida y lícita de las bodas. Jurídico, sin embargo, no quiere
decir formalista, como si fuera un trámite burocrático consistente en
rellenar un formulario sobre la base de preguntas rituales. Se trata, en
cambio, de una ocasión pastoral única —que es preciso valorar con toda la
seriedad y la atención que requiere— en la que, a través de un diálogo
lleno de respeto y de cordialidad, el pastor trata de ayudar a la persona a
ponerse seriamente ante la verdad sobre sí misma y sobre su propia
vocación humana y cristiana al matrimonio. En este sentido, el diálogo,
23
siempre realizado separadamente con cada uno de los dos contrayentes —
sin disminuir la conveniencia de otros coloquios con la pareja— requiere
un clima de plena sinceridad, en el que se debería subrayar el hecho de
que los propios contrayentes son los primeros interesados y los primeros
obligados en conciencia a celebrar un matrimonio válido.
De esta forma, con los diversos medios a disposición para una
esmerada preparación y verificación, se puede llevar a cabo una eficaz
acción pastoral dirigida a la prevención de las nulidades matrimoniales. Es
necesario esforzarse para que se interrumpa, en la medida de lo posible, el
círculo vicioso que a menudo se verifica entre una admisión por
descontado al matrimonio, sin una preparación adecuada y un examen
serio de los requisitos previstos para su celebración, y una declaración
judicial a veces igualmente fácil, pero de signo inverso, en la que el
matrimonio mismo se considera nulo solamente basándose en la
constatación de su fracaso. Es verdad que no todos los motivos de una
posible declaración de nulidad pueden identificarse o incluso manifestarse
en la preparación al matrimonio, pero, igualmente, no sería justo
obstaculizar el acceso a las nupcias sobre la base de presunciones
infundadas, como la de considerar que, a día de hoy, las personas son
generalmente incapaces o tienen una voluntad sólo aparentemente
matrimonial. En esta perspectiva, es importante que haya una toma de
conciencia aún más incisiva sobre la responsabilidad en esta materia de
aquellos que tienen cura de almas. El derecho canónico en general, y
especialmente el matrimonial y procesal, requieren ciertamente una
preparación particular, pero el conocimiento de los aspectos básicos y de
los inmediatamente prácticos del derecho canónico, relativos a las propias
funciones, constituye una exigencia formativa de relevancia primordial
para todos los agentes pastorales, en especial para aquellos que actúan en
la pastoral familiar.
Todo ello requiere, además, que la actuación de los tribunales
eclesiásticos transmita un mensaje unívoco sobre lo que es esencial en el
matrimonio, en sintonía con el Magisterio y la ley canónica, hablando con
una sola voz. Ante la necesidad de la unidad de la jurisprudencia, confiada
al cuidado de este Tribunal, los demás tribunales eclesiásticos deben
adecuarse a la jurisprudencia rotal (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota
romana, 17 de enero de 1998, n. 4: AAS 90 [1998] 783). Recientemente
insistí en la necesidad de juzgar rectamente las causas relativas a la
incapacidad consensual (cf. Discurso a la Rota romana, 29 de enero de
2009: AAS 101 [2009] 124-128). La cuestión sigue siendo muy actual, y
por desgracia aún persisten posiciones incorrectas, como la de identificar
la discreción de juicio requerida para el matrimonio (cf. Código de
derecho canónico, can. 1095, n. 2) con la deseada prudencia en la decisión
de casarse, confundiendo así una cuestión de capacidad con otra que no
afecta a la validez, pues concierne al grado de sabiduría práctica con la
que se ha tomado una decisión que es, en cualquier caso, verdaderamente
matrimonial. Más grave aún sería el malentendido si se quisiera atribuir
24
eficacia invalidante a las decisiones imprudentes tomadas durante la vida
matrimonial.
En el ámbito de las nulidades por la exclusión de los bienes esenciales
del matrimonio (cf. ib., can. 1101 § 2) es necesario también un serio
esfuerzo para que las sentencias judiciales reflejen la verdad sobre el
matrimonio, la misma que debe iluminar el momento de la admisión a las
nupcias. Pienso, de modo particular, en la cuestión de la exclusión
del bonum coniugum. Con respecto a esa exclusión parece repetirse el
mismo peligro que amenaza la recta aplicación de las normas sobre la
incapacidad, es decir, el de buscar motivos de nulidad en los
comportamientos que no tienen que ver con la constitución del vínculo
conyugal sino con su realización en la vida. Es necesario resistir a la
tentación de transformar las simples faltas de los esposos en su existencia
conyugal en defectos de consenso. De hecho, la verdadera exclusión sólo
puede verificarse cuando se menoscaba la ordenación al bien de los
cónyuges (cf. ib., can. 1055 § 1), excluida con un acto positivo de
voluntad. Sin duda, son del todo excepcionales los casos en los que falta el
reconocimiento del otro como cónyuge, o bien se excluye la ordenación
esencial de la comunidad de vida conyugal al bien del otro. La
jurisprudencia de la Rota romana deberá examinar atentamente la
precisión de estas hipótesis de exclusión del bonum coniugum.
Al concluir estas reflexiones, vuelvo a considerar la relación entre
derecho y pastoral, la cual a menudo es objeto de malentendidos, en
detrimento del derecho, pero también de la pastoral. Es necesario, en
cambio, favorecer en todos los sectores, y de modo especial en el campo
del matrimonio y de la familia, una dinámica de signo opuesto, de armonía
profunda entre pastoralidad y juridicidad, que ciertamente se revelará
fecunda en el servicio prestado a quien se acerca al matrimonio.

VERDAD, ANUNCIO Y AUTENTICIDAD EN LA ERA DIGITAL


20110124. Mensaje. Jornada mundial Comunicaciones sociales
Con ocasión de la XLV Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, deseo compartir algunas reflexiones, motivadas por un fenómeno
característico de nuestro tiempo: la propagación de la comunicación a
través de internet. Se extiende cada vez más la opinión de que, así como la
revolución industrial produjo un cambio profundo en la sociedad, por las
novedades introducidas en el ciclo productivo y en la vida de los
trabajadores, la amplia transformación en el campo de las comunicaciones
dirige las grandes mutaciones culturales y sociales de hoy. Las nuevas
tecnologías no modifican sólo el modo de comunicar, sino la
comunicación en sí misma, por lo que se puede afirmar que nos
encontramos ante una vasta transformación cultural. Junto a ese modo de
difundir información y conocimientos, nace un nuevo modo de aprender y
de pensar, así como nuevas oportunidades para establecer relaciones y
construir lazos de comunión.
25
Se presentan a nuestro alcance objetivos hasta ahora impensables, que
asombran por las posibilidades de los nuevos medios, y que a la vez
exigen con creciente urgencia una seria reflexión sobre el sentido de la
comunicación en la era digital. Esto se ve más claramente aún cuando nos
confrontamos con las extraordinarias potencialidades de internet y la
complejidad de sus aplicaciones. Como todo fruto del ingenio humano, las
nuevas tecnologías de comunicación deben ponerse al servicio del bien
integral de la persona y de la humanidad entera. Si se usan con sabiduría,
pueden contribuir a satisfacer el deseo de sentido, de verdad y de unidad
que sigue siendo la aspiración más profunda del ser humano.
Transmitir información en el mundo digital significa cada vez más
introducirla en una red social, en la que el conocimiento se comparte en el
ámbito de intercambios personales. Se relativiza la distinción entre el
productor y el consumidor de información, y la comunicación ya no se
reduce a un intercambio de datos, sino que se desea compartir. Esta
dinámica ha contribuido a una renovada valoración del acto de comunicar,
considerado sobre todo como diálogo, intercambio, solidaridad y creación
de relaciones positivas. Por otro lado, todo ello tropieza con algunos
límites típicos de la comunicación digital: una interacción parcial, la
tendencia a comunicar sólo algunas partes del propio mundo interior, el
riesgo de construir una cierta imagen de sí mismos que suele llevar a la
autocomplacencia.
De modo especial, los jóvenes están viviendo este cambio en la
comunicación con todas las aspiraciones, las contradicciones y la
creatividad propias de quienes se abren con entusiasmo y curiosidad a las
nuevas experiencias de la vida. Cuanto más se participa en el espacio
público digital, creado por las llamadas redes sociales, se establecen
nuevas formas de relación interpersonal que inciden en la imagen que se
tiene de uno mismo. Es inevitable que ello haga plantearse no sólo la
pregunta sobre la calidad del propio actuar, sino también sobre la
autenticidad del propio ser. La presencia en estos espacios virtuales puede
ser expresión de una búsqueda sincera de un encuentro personal con el
otro, si se evitan ciertos riesgos, como buscar refugio en una especie de
mundo paralelo, o una excesiva exposición al mundo virtual. El anhelo de
compartir, de establecer “amistades”, implica el desafío de ser auténticos,
fieles a sí mismos, sin ceder a la ilusión de construir artificialmente el
propio “perfil” público.
Las nuevas tecnologías permiten a las personas encontrarse más allá de
las fronteras del espacio y de las propias culturas, inaugurando así un
mundo nuevo de amistades potenciales. Ésta es una gran oportunidad,
pero supone también prestar una mayor atención y una toma de conciencia
sobre los posibles riesgos. ¿Quién es mi “prójimo” en este nuevo mundo?
¿Existe el peligro de estar menos presentes con quien encontramos en
nuestra vida cotidiana ordinaria? ¿Tenemos el peligro de caer en la
dispersión, dado que nuestra atención está fragmentada y absorta en un
mundo “diferente” al que vivimos? ¿Dedicamos tiempo a reflexionar
críticamente sobre nuestras decisiones y a alimentar relaciones humanas
26
que sean realmente profundas y duraderas? Es importante recordar
siempre que el contacto virtual no puede y no debe sustituir el contacto
humano directo, en todos los aspectos de nuestra vida.
También en la era digital, cada uno siente la necesidad de ser una
persona auténtica y reflexiva. Además, las redes sociales muestran que
uno está siempre implicado en aquello que comunica. Cuando se
intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su
visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales. Por eso, puede decirse que
existe un estilo cristiano de presencia también en el mundo digital,
caracterizado por una comunicación franca y abierta, responsable y
respetuosa del otro. Comunicar el Evangelio a través de los nuevos medios
significa no sólo poner contenidos abiertamente religiosos en las
plataformas de los diversos medios, sino también dar testimonio coherente
en el propio perfil digital y en el modo de comunicar preferencias,
opciones y juicios que sean profundamente concordes con el Evangelio,
incluso cuando no se hable explícitamente de él. Asimismo, tampoco se
puede anunciar un mensaje en el mundo digital sin el testimonio coherente
de quien lo anuncia. En los nuevos contextos y con las nuevas formas de
expresión, el cristiano está llamado de nuevo a responder a quien le pida
razón de su esperanza (cf.1 P 3,15).
El compromiso de ser testigos del Evangelio en la era digital exige a
todos el estar muy atentos con respecto a los aspectos de ese mensaje que
puedan contrastar con algunas lógicas típicas de la red. Hemos de tomar
conciencia sobre todo de que el valor de la verdad que deseamos
compartir no se basa en la “popularidad” o la cantidad de atención que
provoca. Debemos darla a conocer en su integridad, más que intentar
hacerla aceptable, quizá desvirtuándola. Debe transformarse en alimento
cotidiano y no en atracción de un momento.
La verdad del Evangelio no puede ser objeto de consumo ni de disfrute
superficial, sino un don que pide una respuesta libre. Esa verdad, incluso
cuando se proclama en el espacio virtual de la red, está llamada siempre a
encarnarse en el mundo real y en relación con los rostros concretos de los
hermanos y hermanas con quienes compartimos la vida cotidiana. Por eso,
siguen siendo fundamentales las relaciones humanas directas en la
transmisión de la fe.
Con todo, deseo invitar a los cristianos a unirse con confianza y
creatividad responsable a la red de relaciones que la era digital ha hecho
posible, no simplemente para satisfacer el deseo de estar presentes, sino
porque esta red es parte integrante de la vida humana. La red está
contribuyendo al desarrollo de nuevas y más complejas formas de
conciencia intelectual y espiritual, de comprensión común. También en
este campo estamos llamados a anunciar nuestra fe en Cristo, que es Dios,
el Salvador del hombre y de la historia, Aquél en quien todas las cosas
alcanzan su plenitud (cf. Ef 1, 10). La proclamación del Evangelio supone
una forma de comunicación respetuosa y discreta, que incita el corazón y
mueve la conciencia; una forma que evoca el estilo de Jesús resucitado
cuando se hizo compañero de camino de los discípulos de Emaús
27
(cf. Lc 24, 13-35), a quienes mediante su cercanía condujo gradualmente a
la comprensión del misterio, dialogando con ellos, tratando con delicadeza
que manifestaran lo que tenían en el corazón.
La Verdad, que es Cristo, es en definitiva la respuesta plena y auténtica
a ese deseo humano de relación, de comunión y de sentido, que se
manifiesta también en la participación masiva en las diversas redes
sociales. Los creyentes, dando testimonio de sus más profundas
convicciones, ofrecen una valiosa aportación, para que la red no sea un
instrumento que reduce las personas a categorías, que intenta manipularlas
emotivamente o que permite a los poderosos monopolizar las opiniones de
los demás. Por el contrario, los creyentes animan a todos a mantener vivas
las cuestiones eternas sobre el hombre, que atestiguan su deseo de
trascendencia y la nostalgia por formas de vida auténticas, dignas de ser
vividas. Esta tensión espiritual típicamente humana es precisamente la que
fundamenta nuestra sed de verdad y de comunión, que nos empuja a
comunicarnos con integridad y honradez.
Invito sobre todo a los jóvenes a hacer buen uso de su presencia en el
espacio digital.

LA IGLESIA SURGE DE LA COMUNIÓN CON DIOS EN CRISTO


20110125. Homilía. Conversión de San Pablo
Siguiendo el ejemplo de Jesús, que en la víspera de su pasión oró al
Padre por sus discípulos «para que todos sean uno» (Jn 17, 21), los
cristianos siguen invocando incesantemente de Dios el don de la unidad.
Esta petición se hace más intensa durante la Semana de oración que hoy
concluye, cuando las Iglesias y comunidades eclesiales meditan y rezan
juntas por la unidad de todos los cristianos. Este año el tema ofrecido a
nuestra meditación ha sido propuesto por las comunidades cristianas de
Jerusalén, a las que quiero expresar mi vivo agradecimiento, acompañado
por la seguridad del afecto y de la oración tanto por mi parte como por
parte de toda la Iglesia. Los cristianos de la ciudad santa nos invitan a
renovar y reforzar nuestro compromiso por el restablecimiento de la
unidad plena meditando sobre el modelo de vida de los primeros
discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén, los cuales —como leemos en
los Hechos de los Apóstoles— «perseveraban en la enseñanza de los
Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones»
(Hch 2, 42). Este es el retrato de la primera comunidad, nacida en
Jerusalén el mismo día de Pentecostés, suscitada por la predicación que el
apóstol san Pedro, lleno del Espíritu Santo, dirige a todos aquellos que
habían llegado a la ciudad santa para la fiesta. Una comunidad no cerrada
en sí misma, sino, desde su nacimiento, católica, universal, capaz de
abrazar a gentes de lenguas y culturas distintas, como nos atestigua el
mismo libro de los Hechos de los Apóstoles. Una comunidad no fundada
sobre un pacto entre sus miembros, ni surgida simplemente de compartir
28
un proyecto o un ideal, sino de la comunión profunda con Dios, que se
reveló en su Hijo, del encuentro con Cristo muerto y resucitado.
En un breve sumario, que concluye el capítulo iniciado con la
narración de la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, el
evangelista san Lucas presenta de modo sintético la vida de esta primera
comunidad: quienes habían acogido la palabra predicada por san Pedro y
habían sido bautizados, escuchaban la Palabra de Dios, transmitida por los
Apóstoles; estaban juntos de buen grado, haciéndose cargo de los servicios
necesarios y compartiendo libre y generosamente los bienes materiales;
celebraban el sacrificio de Cristo en la cruz, su misterio de muerte y
resurrección, en la Eucaristía, repitiendo el gesto del partir el pan;
alababan y daban gracias continuamente al Señor, invocando su ayuda en
las dificultades. Esta descripción, sin embargo, no es simplemente un
recuerdo del pasado ni tampoco la presentación de un ejemplo a imitar o
de una meta ideal por alcanzar. Es más bien la afirmación de la presencia
y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es un testimonio,
lleno de confianza, de que el Espíritu Santo, uniendo a todos en Cristo, es
el principio de la unidad de la Iglesia y hace que los fieles creyentes sean
uno.
La enseñanza de los Apóstoles, la comunión fraterna, el partir el pan y
la oración son las formas concretas de vida de la primera comunidad
cristiana de Jerusalén reunida por la acción del Espíritu Santo, pero al
mismo tiempo constituyen los rasgos esenciales de todas las comunidades
cristianas, de todo tiempo y de todo lugar. En otras palabras, podríamos
decir que representan también las dimensiones fundamentales de la unidad
del Cuerpo visible de la Iglesia.
Debemos reconocer que, en el curso de las últimas décadas, el
movimiento ecuménico, «surgido con la ayuda de la gracia del Espíritu
Santo» (Unitatis redintegratio, 1), ha dado significativos pasos adelante,
que han permitido alcanzar convergencias alentadoras y consensos sobre
diversos puntos, desarrollando entre las Iglesias y las comunidades
eclesiales relaciones de estima y respeto recíproco, así como de
colaboración concreta frente a los desafíos del mundo contemporáneo.
Con todo, sabemos bien que aún estamos lejos de la unidad por la que
Cristo oró, y que encontramos reflejada en el retrato de la primera
comunidad de Jerusalén. La unidad a la que Cristo, mediante su Espíritu,
llama a la Iglesia no se realiza sólo en el plano de las estructuras
organizativas, sino que se configura, en un nivel mucho más profundo,
como unidad expresada «en la confesión de una sola fe, en la celebración
común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios»
(ib., 2). La búsqueda del restablecimiento de la unidad entre los cristianos
divididos, por tanto, no puede reducirse a un reconocimiento de las
diferencias recíprocas y a la consecución de una convivencia pacífica: lo
que anhelamos es la unidad por la que Cristo mismo oró y que por su
naturaleza se manifiesta en la comunión de la fe, de los sacramentos, del
ministerio. El camino hacia esta unidad se debe percibir como imperativo
moral, respuesta a una llamada precisa del Señor. Por eso es necesario
29
vencer la tentación de la resignación y del pesimismo, que es falta de
confianza en el poder del Espíritu Santo. Nuestro deber es proseguir con
pasión el camino hacia esta meta con un diálogo serio y riguroso para
profundizar en el patrimonio teológico, litúrgico y espiritual común; con el
conocimiento recíproco; con la formación ecuménica de las nuevas
generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración.
De hecho, como declaró el concilio Vaticano ii, el «santo propósito de
reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia
de Cristo, supera las fuerzas y las capacidades humanas» y, por ello,
nuestra esperanza debe ponerse en primer lugar «en la oración de Cristo
por la Iglesia, en el amor del Padre por nosotros y en el poder del Espíritu
Santo» (ib., 24).
En este camino de búsqueda de la unidad plena visible entre todos los
cristianos nos acompaña y nos sostiene el apóstol san Pablo, de quien hoy
celebramos solemnemente la fiesta de la Conversión. Antes de que se le
apareciera Cristo resucitado en el camino de Damasco diciéndole: «Yo soy
Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 5), era uno de los más encarnizados
adversarios de las primeras comunidades cristianas. El evangelista san
Lucas describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de Esteban,
en los días en que estalló una violenta persecución contra los cristianos de
Jerusalén (cf. Hch 8, 1). Saulo partió de la ciudad santa para extender la
persecución de los cristianos hasta Siria y, después de su conversión,
volvió allí para ser presentado a los Apóstoles por Bernabé, el cual se hizo
garante de la autenticidad de su encuentro con el Señor. Desde entonces
san Pablo fue admitido, no sólo como miembro de la Iglesia, sino también
como predicador del Evangelio junto con los demás Apóstoles, habiendo
recibido, como ellos, la manifestación del Señor resucitado y la llamada
especial a ser «instrumento elegido» para llevar su nombre a los pueblos
(cf. Hch 9, 15). En sus largos viajes misioneros, san Pablo, peregrinando
por ciudades y regiones diversas, no olvidó nunca el vínculo de comunión
con la Iglesia de Jerusalén. La colecta en favor de los cristianos de esa
comunidad, los cuales, muy pronto, tuvieron necesidad de ayuda (cf. 1
Co 16, 1), ocupó un lugar importante entre las preocupaciones de san
Pablo, que la consideraba no sólo una obra de caridad, sino el signo y la
garantía de la unidad y de la comunión entre las Iglesias fundadas por él y
la primitiva comunidad de la ciudad santa, un signo de la unidad de la
única Iglesia de Cristo.

LAS BIENAVENTURANZAS
20110130. Ángelus
En este cuarto domingo del tiempo ordinario, el Evangelio presenta el
primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, en lo alto de las suaves
colinas que rodean el lago de Galilea. «Al ver Jesús la multitud —escribe
san Mateo—, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos; y,
tomando la palabra, les enseñaba» (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, «se
sienta en la “cátedra” del monte» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 92) y
30
proclama «bienaventurados» a los pobres de espíritu, a los que lloran, a
los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de
corazón, a los perseguidos (cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva
ideología, sino de una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición
humana, precisamente la que el Señor, al encarnarse, quiso asumir, para
salvarla. Por eso, «el Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo,
en el presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a
Jesús, caminando con él» (Jesús de Nazaret, p. 96). Las Bienaventuranzas
son un nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del
mundo y abrirse a los verdaderos bienes, presentes y futuros. En efecto,
cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de
los que lloran, significa que, además de recompensar a cada uno de modo
sensible, abre el reino de los cielos. «Las Bienaventuranzas son la
transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo»
(ib., p. 101). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir,
despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la
salvación.
Un antiguo eremita afirma: «Las Bienaventuranzas son dones de Dios,
y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de
ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la
consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de
Dios… una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro de
Damasco, en Filocalia, vol. 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las
Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la
historia de la santidad cristiana, porque —como escribe san Pablo—
«Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha
escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta» (1
Co 1, 27-28). Por esto la Iglesia no teme la pobreza, el desprecio, la
persecución en una sociedad a menudo atraída por el bienestar material y
por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que «lo que ayuda no es
sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con
espíritu sereno, sino incluso con alegría» (De sermone Domini in monte, I,
5, 13: CCL 35, 13).
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, la
Bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza para buscar al Señor
(cf. So 2, 3) y seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las
Bienaventuranzas.

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR: LUZ, PROFECÍA Y SABIDURÍA


20110202. Homilía. Vísperas. Jornada Vida Consagrada
En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María
y José llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta
escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el
consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su
voluntad (cf. Hb10, 5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las
naciones» (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema
31
a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos
Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es
el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a
cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de
la salvación.
Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la
solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas
personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus
turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de
encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de
nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres
muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de
la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos,
Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo,
encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia.
Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su
mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad
revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos
ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro
con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que
precisamente él es el Esperado.
La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de
la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están
llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos
evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y
obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata, 1).
Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta
fiesta.
El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el
templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de
Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de
ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación
con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo
especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la bondad
de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa
belleza. «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para
confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro
desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su
misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos… Una
experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es,
ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la
profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía
para la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).
En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del
Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su
destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones
y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada
32
está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto
contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas
se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el
Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los
últimos de la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer
nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive... La
verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta
de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia» (ib., 84). De
este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la
humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.
En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el
templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida
dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su
voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra.
«”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8…
La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta
búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él
(cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso
gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la
voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada
y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad
y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).
Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra,
porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la
Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace
de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma
de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte
en "exégesis" viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del
cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la
Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada
carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a
itinerarios de vida cristianamarcados por la radicalidad evangélica»
(Verbum Domini, 83).
Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una
condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una
progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un
relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro
testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo
educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción
apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en
compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría
como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar
con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades
inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del
Evangelio».
33
En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los
consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los
encomiendo a la santísima Virgen María: Oh María, Madre de la Iglesia, te
encomiendo toda la vida consagrada, a fin de que tú le alcances la plenitud
de la luz divina: que viva en la escucha de la Palabra de Dios, en la
humildad del seguimiento de Jesús, tu hijo y nuestro Señor, en la acogida
de la visita del Espíritu Santo, en la alegría cotidiana del Magníficat, para
que la Iglesia sea edificada por la santidad de vida de estos hijos e hijas
tuyos, en el mandamiento del amor. Amén.

EL CATECISMO DE LA IGLESIA PARA LOS JÓVENES


20110202. Carta. Prólogo a Youcat
Queridos jóvenes amigos:
Hoy os aconsejo la lectura de un libro extraordinario.
Es extraordinario por su contenido pero también por el modo como se
ha formado, que deseo explicaros brevemente, para que se pueda
comprender su singularidad. Youcat tiene su origen, por decirlo así, en
otra obra que se remonta a los años 80. Era un período difícil tanto para la
Iglesia como para la sociedad mundial, durante el cual surgió la necesidad
de nuevas orientaciones para encontrar un camino hacia el futuro. Después
del concilio Vaticano II (1962-1965) y en el nuevo clima cultural,
numerosas personas ya no sabían correctamente en qué debían creer
propiamente los cristianos, qué enseñaba la Iglesia, si es que podía
enseñar algo tout court, y cómo podía adaptarse todo esto al nuevo clima
cultural.
El cristianismo en cuanto tal ¿no está superado? ¿Se puede todavía hoy
ser creyentes razonablemente? Estas son las preguntas que se siguen
planteando muchos cristianos. El Papa Juan Pablo II tomó entonces una
decisión audaz: decidió que los obispos de todo el mundo escribieran un
libro para responder a estas preguntas.
Me confió la tarea de coordinar el trabajo de los obispos y de velar a
fin de que de las contribuciones de los obispos naciera un libro —me
refiero a un verdadero libro, y no a una simple yuxtaposición de una
multiplicidad de textos—. Este libro debía llevar el título tradicional
deCatecismo de la Iglesia católica y, sin embargo, debía ser algo
absolutamente estimulante y nuevo; debía mostrar qué cree hoy la Iglesia
católica y de qué modo se puede creer de manera razonable. Me asustó
esta tarea, y debo confesar que dudé de que pudiera lograrse algo
semejante. ¿Cómo podía suceder que autores esparcidos por todo el
mundo pudieran producir un libro legible?
¿Cómo podían, hombres que viven en continentes distintos, y no sólo
desde el punto de vista geográfico, sino también intelectual y cultural,
producir un texto dotado de unidad interna y comprensible en todos los
continentes?
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A esto se añadía el hecho que los obispos no debían escribir
simplemente en calidad de autores individuales, sino en representación de
sus hermanos y de sus Iglesias locales.
Debo confesar que incluso hoy me parece un milagro que este
proyecto al final haya tenido éxito. Nos reunimos tres o cuatro veces al
año durante una semana y discutimos apasionadamente sobre cada una de
las partes del texto que mientras tanto se habían ido desarrollando.
En primer lugar se debía definir la estructura del libro: debía ser
sencilla, para que los grupos de autores pudieran recibir una tarea clara y
no tuvieran que forzar sus afirmaciones en un sistema complicado. Es la
misma estructura de este libro; sencillamente está tomada de una
experiencia catequética larga, de siglos: qué creemos / cómo celebramos
los misterios cristianos / cómo obtenemos la vida en Cristo / cómo
debemos orar. No quiero explicar ahora cómo nos encontramos con gran
cantidad de preguntas, hasta que el resultado llegó a ser un verdadero
libro. En una obra de este tipo son muchos los puntos discutibles: todo lo
que los hombres hacen es insuficiente y se puede mejorar, y a pesar de ello
se trata de un gran libro, un signo de unidad en la diversidad. A partir de
muchas voces se pudo formar un coro porque contábamos con la partitura
común de la fe, que la Iglesia nos ha transmitido desde los Apóstoles a
través de los siglos hasta hoy.
¿Por qué todo esto?
Ya entonces, durante la redacción del Catecismo de la Iglesia católica,
constatamos no sólo que los continentes y las culturas de sus pueblos son
diferentes, sino también que en el seno de cada sociedad existen distintos
«continentes»: el obrero tiene una mentalidad distinta de la del campesino,
y un físico distinta de la de un filólogo; un empresario distinta de la de un
periodista, y un joven distinta de la de un anciano. Por este motivo, en el
lenguaje y en el pensamiento, tuvimos que situarnos por encima de todas
estas diferencias y, por decirlo así, buscar un espacio común entre los
diferentes universos mentales; así, tomamos cada vez mayor conciencia de
que el texto requería «traducciones» a los diferentes mundos, para poder
llegar a las personas con sus diversas mentalidades y diversas
problemáticas. Desde entonces, en las Jornadas mundiales de la
juventud(Roma, Toronto, Colonia, Sydney) se han reunido jóvenes de
todo el mundo que quieren creer, que buscan a Dios, que aman a Cristo y
desean caminos comunes. En este contexto nos preguntamos si debíamos
tratar de traducir el Catecismo de la Iglesia católica a la lengua de los
jóvenes y hacer penetrar sus palabras en su mundo. Naturalmente también
entre los jóvenes de hoy hay muchas diferencias; así, bajo la experta
dirección del arzobispo de Viena, Christoph Schönborn, se formó
un Youcat para los jóvenes. Espero que muchos jóvenes se dejen fascinar
por este este libro.
Algunas personas me dicen que el catecismo no interesa a la juventud
de hoy; pero yo no creo en esta afirmación y estoy seguro de que tengo
razón. Los jóvenes no son tan superficiales como se les acusa; quieren
saber en qué consiste realmente la vida. Una novela criminal es fascinante
35
porque nos implica en la suerte de otras personas, pero que podría ser
también la nuestra; este libro es fascinante porque nos habla de nuestro
propio destino y, por tanto, nos toca de cerca a cada uno.
Por esto os invito: estudiad el catecismo. Os lo deseo de corazón.
Este material para el catecismo no os adula; no ofrece soluciones
fáciles; exige una nueva vida de vuestra parte; os presenta el mensaje del
Evangelio como la «perla preciosa» (Mt 13, 45) por la cual hay que dar
todo. Por esto os pido: estudiad el catecismo con pasión y perseverancia.
Sacrificad vuestro tiempo para ello. Estudiadlo en el silencio de vuestra
habitación, leedlo de dos en dos; si sois amigos, formad grupos y redes de
estudio, intercambiad ideas por Internet. En cualquier caso, permaneced
en diálogo sobre vuestra fe.
Debéis conocer lo que creéis; debéis conocer vuestra fe con la misma
precisión con la que un especialista de informática conoce el sistema
operativo de un ordenador; debéis conocerla como un músico conoce su
pieza; sí, debéis estar mucho más profundamente arraigados en la fe que la
generación de vuestros padres, para poder resistir con fuerza y decisión a
los desafíos y las tentaciones de este tiempo. Necesitáis la ayuda divina, si
no queréis que vuestra fe se seque como una gota de rocío al sol, si no
queréis sucumbir a las tentaciones del consumismo, si no queréis que
vuestro amor se ahogue en la pornografía, si no queréis traicionar a los
débiles y a las víctimas de abusos y violencia.
Si os dedicáis con pasión al estudio del catecismo, quiero daros un
último consejo: todos sabéis de qué modo la comunidad de los creyentes
se ha visto herida en los últimos tiempos por los ataques del mal, por la
penetración del pecado en su seno, más aún, en el corazón de la Iglesia.
No toméis esto como pretexto para huir de la presencia de Dios; vosotros
mismos sois el cuerpo de Cristo, la Iglesia. Llevad el fuego intacto de
vuestro amor a esta Iglesia cada vez que los hombres hayan ensombrecido
su rostro. «En la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos
fervorosos, sirviendo constantemente al Señor» (Rm 12, 11).
Cuando Israel se encontraba en el momento más oscuro de su historia,
para socorrerlo Dios no llamó a los grandes y a las personas estimadas,
sino a un joven de nombre Jeremías. Jeremías se sintió investido de una
misión demasiado grande: «¡Ah, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar,
que sólo soy un niño» (Jr 1, 6). Pero Dios no se dejó confundir: «No digas
que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo yo te ordene»
(Jr 1, 7).
Os bendigo y rezo cada día por todos vosotros.

LOS PILARES DE LA TAREA ESENCIAL DE LOS PASTORES


20110205. Homilía. Ordenación episcopal de cinco presbíteros
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la
mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). Estas palabras del Evangelio
de la misa de hoy nos tocan especialmente de cerca en esta hora. Es la
hora de la misión: queridos amigos, el Señor os envía a vosotros a su mies.
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Debéis cooperar en la tarea de la que habla el profeta Isaías en la primera
lectura: «El Señor me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres,
para curar los corazones desgarrados» (Is 61, 1). Este es el trabajo para la
mies en el campo de Dios, en el campo de la historia humana: llevar a los
hombres la luz de la verdad, liberarlos de la pobreza de verdad, que es la
verdadera tristeza y la verdadera pobreza del hombre. Llevarles la buena
noticia que no es sólo palabra, sino también acontecimiento: Dios, él
mismo, ha venido a nosotros. Nos toma de la mano, nos lleva hacia lo alto,
hacia sí mismo, y así cura el corazón desgarrado. Damos gracias al Señor
porque manda obreros a la mies de la historia del mundo. Le damos
gracias porque os manda a vosotros, porque habéis dicho sí y porque en
esta hora pronunciaréis nuevamente vuestro «sí» a ser obreros del Señor
para los hombres.
«La mies es abundante» también hoy, precisamente hoy. Aunque pueda
parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy,
dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el
anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que
se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la
alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia
lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de
Dios mismo, incluso donde se lo niega. Precisamente en esta hora el
trabajo en el campo de Dios es muy urgente y precisamente en esta hora
sentimos de modo especialmente doloroso la verdad de las palabras de
Jesús: «Son pocos los obreros». Al mismo tiempo el Señor nos da a
entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes
enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra
propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los
puede enviar sólo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta
de nuestra oración. Nosotros podemos cooperar a la venida de los obreros,
pero sólo podemos hacerlo cooperando con Dios. Así esta hora del
agradecimiento porque se realiza un envío a la misión es también
especialmente la hora de la oración: Señor, envía obreros a tu mies. Abre
los corazones a tu llamada. No permitas que nuestra súplica sea vana.
La liturgia del día de hoy nos da, por tanto, dos definiciones de vuestra
misión de obispos, de sacerdotes de Jesucristo: ser obreros en la mies de la
historia del mundo con la tarea de curar abriendo las puertas del mundo al
señorío de Dios, a fin de que se haga la voluntad de Dios en la tierra como
en el cielo. Y nuestro ministerio se describe como cooperación a la misión
de Jesucristo, como participación en el don del Espíritu Santo, que se le
dio a él en cuanto Mesías, el Hijo ungido de Dios. La Carta a los
Hebreos —la segunda lectura— completa esto a partir de la imagen del
sumo sacerdote Melquisedec, que remite misteriosamente a Cristo, el
verdadero Sumo Sacerdote, el Rey de paz y de justicia.
Pero quiero decir unas palabras sobre cómo poner en práctica esta gran
tarea, sobre lo que exige concretamente de nosotros. Para la Semana de
oración por la unidad de los cristianos, este año las comunidades cristianas
de Jerusalén habían elegido un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, en
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el que san Lucas quiere ilustrar de modo normativo cuáles son los
elementos fundamentales de la existencia cristiana en la comunión de la
Iglesia de Jesucristo. Se expresa así: «Perseveraban en la enseñanza de los
Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones»
(Hch 2, 42). En estos cuatro elementos básicos del ser de la Iglesia está
descrita a la vez también la tarea esencial de sus pastores. Los cuatro
elementos están unidos mediante la expresión «perseveraban» —«erant
perseverantes»—: la Biblia latina traduce así la expresión griega
προσκαρτερέω: la perseverancia, la asiduidad, pertenece a la esencia del
ser cristianos y es fundamental para la tarea de los pastores, de los obreros
en la mies del Señor. El pastor no debe ser una caña que se dobla según
sopla el viento, un siervo del espíritu del tiempo. El ser intrépido, la
valentía de oponerse a las corrientes del momento pertenece de modo
esencial a la tarea del pastor. No debe ser una caña, sino —según la
imagen del primer salmo— debe ser como un árbol que tiene raíces
profundas en las cuales permanece firme y bien fundamentado. Lo cual no
tiene nada que ver con la rigidez o la inflexibilidad. Sólo donde hay
estabilidad hay también crecimiento. El cardenal Newman, cuyo camino
estuvo marcado por tres conversiones, dice que vivir es transformarse. Sin
embargo, sus tres conversiones y las transformaciones acontecidas en ellas
son un único camino coherente: el camino de la obediencia hacia la
verdad, hacia Dios; el camino de la verdadera continuidad que
precisamente así hace progresar.
«Perseverar en la enseñanza de los Apóstoles»: la fe tiene un contenido
concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación
indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente él ha
hablado. Realmente ha hecho algo y realmente ha dicho algo.
Ciertamente, la fe es, en primer lugar, confiarse a Dios, una relación viva
con él. Pero el Dios al cual nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su
Palabra. Podemos contar con la estabilidad de su Palabra. La Iglesia
antigua resumió el núcleo esencial de la enseñanza de los Apóstoles en la
llamada Regula fidei, que, substancialmente, es idéntica a las profesiones
de fe. Este es el fundamento seguro, sobre el cual nos basamos también
hoy los cristianos. Es la base segura sobre la cual podemos construir la
casa de nuestra fe, de nuestra vida (cf. Mt 7, 24 ss). Y de nuevo, la
estabilidad y el carácter definitivo de lo que creemos no significan rigidez.
San Juan de la Cruz comparó el mundo de la fe a una mina en la cual
descubrimos siempre nuevos tesoros, tesoros en los cuales se desarrolla la
única fe, la profesión del Dios que se manifiesta en Cristo. Como pastores
de la Iglesia vivimos de esta fe y así también podemos anunciarla como la
buena noticia que hace que estemos seguros del amor de Dios y de que él
nos ama.
El segundo pilar de la existencia eclesial, san Lucas lo llama
κοινωνία: communio. Después del concilio Vaticano II, este término se ha
convertido en una palabra central de la teología y del anuncio, porque en
él, de hecho, se expresan todas las dimensiones del ser cristianos y de la
vida eclesial. Lo que san Lucas quiere expresar exactamente con esta
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palabra en este texto, no lo sabemos. Por tanto, podemos tranquilamente
comprenderla basándonos en el contexto global del Nuevo Testamento y
de la Tradición apostólica. Una primera gran definición de communio la
da san Juan al comienzo de su primera carta: Lo que hemos visto y oído,
lo que palparon nuestras manos, os lo anunciamos, para que estéis en
comunión con nosotros. Y nuestra communio es comunión con el Padre y
con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 1-4). Dios se ha hecho para nosotros
visible y tangible y así ha creado una comunión real con él mismo.
Entramos en esa comunión a través del creer y el vivir juntamente con
quienes lo han palpado. Con ellos y a través de ellos, nosotros mismos de
algún modo lo vemos, y palpamos al Dios que se ha hecho cercano. Así la
dimensión horizontal y la vertical están aquí inseparablemente enlazadas
una con otra. Al estar en comunión con los Apóstoles, al estar en su fe,
nosotros mismos estamos en contacto con el Dios vivo. Queridos amigos,
para esto sirve el ministerio de los obispos: que esta cadena de la
comunión no se interrumpa. Esta es la esencia de la sucesión apostólica:
conservar la comunión con aquellos que han encontrado al Señor de modo
visible y tangible y así tener abierto el cielo, la presencia de Dios entre
nosotros. Sólo mediante la comunión con los sucesores de los Apóstoles
estamos también en contacto con el Dios encarnado. Pero vale igualmente
lo contrario: sólo gracias a la comunión con Dios, sólo gracias a la
comunión con Jesucristo esta cadena de los testigos permanece unida.
Nunca somos obispos solos, nos dice el Vaticano II, sino siempre y
solamente en el colegio de los obispos. Este, además, no puede encerrarse
en el tiempo de la propia generación. A la colegialidad pertenece el
entrelazado de todas las generaciones, la Iglesia viva de todos los tiempos.
Vosotros, queridos hermanos, tenéis la misión de conservar esta comunión
católica. Sabéis que el Señor encomendó a san Pedro y a sus sucesores que
estuvieran en el centro de esa comunión, que fueran los garantes del estar
en la totalidad de la comunión apostólica y de su fe. Ofreced vuestra
ayuda para que permanezca vivo el gozo por la gran unidad de la Iglesia,
por la comunión de todos los lugares y todos los tiempos, por la comunión
de la fe que abraza el cielo y la tierra. Vivid la communio, y vivid con el
corazón, día tras día, su centro más profundo en ese momento sagrado, en
el cual el Señor mismo se dona en la santa Comunión.
Con esto hemos llegado al elemento fundamental sucesivo de la
existencia eclesial, mencionado por san Lucas: la fracción del pan. La
mirada del Evangelista, en este punto, vuelve atrás, a los discípulos de
Emaús, que reconocieron al Señor por el gesto de partir el pan. Y desde
allí la mirada vuelve todavía más atrás, a la hora de la última Cena, en la
cual Jesús, al partir el pan, se distribuyó a sí mismo, se hizo pan por
nosotros y anticipó su muerte y su resurrección. Partir el pan, la santa
Eucaristía, es el centro de la Iglesia y debe ser el centro de nuestro ser
cristianos y de nuestra vida sacerdotal. El Señor se nos da. Cristo
resucitado entra en mi interior y quiere transformarme para hacerme entrar
en una profunda comunión con él. Así me abre también a todos los demás:
nosotros, siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, dice san
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Pablo (cf. 1 Co 10, 17). Tratemos de celebrar la Eucaristía con una
entrega, un fervor cada vez más profundo; tratemos de organizar nuestros
días según su medida; tratemos de dejarnos plasmar por ella. Partir el pan:
así se expresa asimismo el compartir, el transmitir nuestro amor a los
demás. La dimensión social, el compartir no es un apéndice moral que se
añade a la Eucaristía, sino que es parte de ella. Esto resulta claramente del
versículo que en los Hechos de los Apóstoles sigue al que acabamos de
citar: «Los creyentes… tenían todo en común», dice san Lucas (2, 44).
Prestemos atención a que la fe se exprese siempre en el amor y en la
justicia de unos con otros y que nuestra práctica social se inspire en la fe;
que la fe se viva en el amor.
Como último pilar de la existencia eclesial, san Lucas menciona «las
oraciones». Habla en plural: oraciones. ¿Qué quiere decir con esto?
Probablemente piensa en la participación de la primera comunidad de
Jerusalén en las oraciones en el templo, en los ordenamientos comunes de
la oración. Así se pone de relieve algo importante. La oración, por una
parte, debe ser muy personal, un unirme en lo más profundo a Dios. Debe
ser mi lucha con él, mi búsqueda de él, mi agradecimiento a él y mi
alegría en él. Sin embargo, nunca es solamente algo privado de mi «yo»
individual, que no atañe a los demás. Esencialmente, orar es también un
orar en el «nosotros» de los hijos de Dios. Sólo en este «nosotros» somos
hijos de nuestro Padre, a quien el Señor nos ha enseñado a orar. Sólo este
«nosotros» nos abre el acceso al Padre. Por una parte, nuestra oración
debe ser cada vez más personal, tocar y penetrar cada vez más
profundamente el núcleo de nuestro «yo». Por otra, debe alimentarse
siempre de la comunión de los orantes, de la unidad del Cuerpo de Cristo,
para plasmarme verdaderamente a partir del amor de Dios. Así orar, en
última instancia, no es una actividad entre otras, una parte de mi tiempo.
Orar es la respuesta al imperativo que está al inicio del Canon en la
celebración eucarística: Sursum corda: levantemos el corazón. Se trata de
elevar mi existencia hacia la altura de Dios. En san Gregorio Magno se
encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a
Juan el Bautista una «lámpara que ardía y brillaba» (Jn 5, 35) y sigue:
«ardiente por el deseo celestial, brillante por la palabra. Por tanto, a fin de
que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la altura de la
vida» (Hom. en Ez. 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la
vida, que precisamente hoy es tan esencial para el testimonio en favor de
Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos dejamos atraer
continuamente por él hacia su altura.
Duc in altum (Lc 5, 4): Rema mar adentro y echad vuestras redes para
la pesca. Esto lo dijo Jesús a Pedro y a sus compañeros cuando los llamó a
convertirse en «pescadores de hombres». Duc in altum: el Papa Juan Pablo
II, en sus últimos años, retomó con fuerza esta palabra y la proclamó en
voz alta a los discípulos del Señor de hoy. Duc in altum os dice a vosotros
el Señor en esta hora, queridos amigos. Habéis sido llamados a tareas que
conciernen a la Iglesia universal. Estáis llamados a echar la red del
Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los
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hombres a Cristo; para sacarlos, por así decir, de las aguas salinas de la
muerte y de la oscuridad en la cual la luz del cielo no penetra. Debéis
llevarlos a la tierra de la vida, en la comunión con Jesucristo.
En un pasaje del primer libro de su obra sobre la santísima Trinidad,
san Hilario de Poitiers prorrumpe improvisamente en una oración: Por
esto rezo «para que tú hinches las velas desplegadas de nuestra fe y de
nuestra profesión con el soplo de tu Espíritu y me impulse hacia adelante
en la travesía de mi anuncio» (I 37 CCL 62, 35s). Sí, por esto rezamos en
esta hora por vosotros, queridos amigos. Por tanto, desplegad las velas de
vuestras almas, las velas de la fe, de la esperanza, del amor, a fin de que el
Espíritu Santo pueda hincharlas y concederos un viaje bendito como
pescadores de hombres en el océano de nuestro tiempo. Amén.

VOSOTROS SOIS LA SAL, LA LUZ DEL MUNDO


20110206. Ángelus
En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,
13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, quiere transmitirles
el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura de Oriente
Medio, evoca varios valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la
sabiduría. La luz es la primera obra de Dios creador y es fuente de la vida;
la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el
salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero»
(Sal 119, 105). Y también en la liturgia de hoy, el profeta Isaías dice:
«Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida,
brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía» (58, 10). La
sabiduría resume en sí los efectos benéficos de la sal y de la luz: de hecho,
los discípulos del Señor están llamados a dar nuevo «sabor» al mundo, y a
preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece
plenamente en el rostro del Hijo, porque él es la «luz verdadera que
ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). Unidos a él, los cristianos pueden
difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz
del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y
a la actuación de los hombres.

EDUCAR ES UN ACTO DE AMOR


20100207. Discurso. Congregación para la Educación católica
Las temáticas que afrontáis en estos días tienen como común
denominador la educación y la formación, que hoy constituyen uno de los
desafíos más urgentes que la Iglesia y sus instituciones están llamadas a
afrontar. Parece que la obra educativa cada vez es más ardua porque, en
una cultura que con demasiada frecuencia adopta el relativismo como
credo, falta la luz de la verdad, es más, se considera peligroso hablar de la
verdad, insinuando así la duda sobre los valores básicos de la existencia
personal y comunitaria. Por esto es importante el servicio que prestan en
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el mundo las numerosas instituciones formativas que se inspiran en la
visión cristiana del hombre y de la realidad: educar es un acto de amor,
ejercicio de la «caridad intelectual», que requiere responsabilidad, entrega
y coherencia de vida.
Vuestra Congregación, creada en 1915 por Benedicto XV, lleva a cabo
desde hace casi cien años su valiosa obra al servicio de las diversas
instituciones católicas de formación. Entre ellas, sin duda, el seminario es
una de las más importantes para la vida de la Iglesia y exige, por tanto, un
proyecto formativo que tenga en cuenta el contexto al que acabo de
referirme. He subrayado varias veces que el seminario es una etapa muy
valiosa de la vida, en la que el candidato al sacerdocio hace experiencia de
ser «un discípulo de Jesús». Para este tiempo destinado a la formación, se
requiere una cierta distancia, un cierto «desierto», porque el Señor habla al
corazón con una voz que se oye si hay silencio (cf. 1 R 19, 12); pero se
requiere también la disponibilidad a vivir juntos, a amar la «vida de
familia» y la dimensión comunitaria que anticipan la «fraternidad
sacramental» que debe caracterizar a todo presbiterio diocesano
(cf. Presbyterorum ordinis, 8) y que recordé también en mi reciente Carta
a los seminaristas: «no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la
“comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia
de todos».
En estos días estudiáis también el borrador del documento sobre
«Internet y la formación en los seminarios». Internet, por su capacidad de
superar las distancias y de poner en contacto recíproco a las personas,
presenta grandes posibilidades también para la Iglesia y su misión. Con el
discernimiento necesario para su uso inteligente y prudente, es un
instrumento que puede servir no sólo para los estudios, sino también para
la acción pastoral de los futuros presbíteros en los distintos campos
eclesiales, como la evangelización, la acción misionera, la catequesis, los
proyectos educativos y la gestión de las instituciones. Asimismo, en este
campo es de extrema importancia contar con formadores adecuadamente
preparados para que sean guías fieles y siempre actualizados, a fin de
acompañar a los candidatos al sacerdocio en el uso correcto y positivo de
los medios informáticos.
Este año celebramos el LXX aniversario de la Obra pontificia para las
vocaciones sacerdotales, instituida por el venerable Pío XII para favorecer
la colaboración entre la Santa Sede y las Iglesias locales en la valiosa obra
de promoción de las vocaciones al ministerio ordenado. Este aniversario
podrá ser la ocasión para conocer y valorar las iniciativas vocacionales
más significativas organizadas en las Iglesias locales. Es preciso que la
pastoral vocacional, además de subrayar el valor de la llamada universal a
seguir a Jesús, insista más claramente en el perfil del sacerdocio
ministerial, caracterizado por su específica configuración con Cristo, que
lo distingue esencialmente de los demás fieles y se pone a su servicio.
Asimismo, habéis iniciado una revisión de lo que prescribe la
constitución apostólica Sapientia christiana sobre los estudios
eclesiásticos, respecto al derecho canónico, a los institutos superiores de
42
ciencias religiosas y, recientemente, a la filosofía. Un sector sobre el cual
conviene reflexionar especialmente es el de la teología. Es importante
lograr que sea cada vez más sólido el vínculo entre la teología y el estudio
de la Sagrada Escritura, de modo que esta última sea realmente el alma y
el corazón de la teología (cf. Verbum Domini, 31). Pero el teólogo no debe
olvidar que él es también quien habla a Dios. Es indispensable, por tanto,
mantener estrechamente unidas la teología con la oración personal y
comunitaria, especialmente litúrgica. La teología es scientia fidei y la
oración alimenta la fe. En la unión con Dios, de algún modo, el misterio se
saborea, se hace cercano, y esta proximidad es luz para la inteligencia.
Quiero subrayar también la conexión de la teología con las demás
disciplinas, considerando que se enseña en las universidades católicas y,
en muchos casos, en las civiles. El beato John Henry Newman hablaba de
«círculo del saber», circle of knowledge, para indicar que existe una
interdependencia entre las varias ramas del saber; pero sólo Dios tiene
relación con la totalidad de lo real; por consiguiente, eliminar a Dios
significa romper el círculo del saber. Desde esta perspectiva las
universidades católicas, con su identidad muy precisa y su apertura a la
«totalidad» del ser humano, pueden realizar una obra valiosa para
promover la unidad del saber, orientando a estudiantes y profesores a la
Luz del mundo, la «luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9).
Son consideraciones que valen también para las escuelas católicas. Es
necesaria, ante todo, la valentía de anunciar el valor «amplio» de la
educación, para formar personas sólidas, capaces de colaborar con los
demás y dar sentido a su vida. Hoy se habla de educación
intercultural, objeto de estudio también en vuestra plenaria. En este ámbito
se requiere una fidelidad valiente e innovadora, que sepa conjugar una
clara conciencia de la propia identidad y una apertura a la alteridad, por
las exigencias de vivir juntos en las sociedades multiculturales. También
con este fin emerge el papel educativo de la enseñanza de la religión
católica como disciplina escolar en diálogo interdisciplinar con las demás.
De hecho, contribuye ampliamente no sólo al desarrollo integral del
estudiante, sino también al conocimiento del otro, a la comprensión y al
respeto recíproco. Para alcanzar estos objetivos se deberá prestar especial
atención a la formación de los directores y de los formadores, no sólo
desde un punto de vista profesional, sino también religioso y espiritual,
para que, con la coherencia de la propia vida y con la implicación
personal, la presencia del educador cristiano sea expresión de amor y
testimonio de la verdad.

SACERDOCIO ORDENADO Y VIDA COMÚN SACERDOTAL


20110212. Discurso. A la Fraternidad Sacerdotal de San Carlos
En esta ocasión, quiero responder a dos preguntas que nuestro
encuentro me sugiere: ¿cuál es el lugar del sacerdocio ordenado en la vida
de la Iglesia? ¿Cuál es el lugar de la vida común en la experiencia
sacerdotal?
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El sacerdocio cristiano no es un fin en sí mismo. Lo quiso Jesús en
función del nacimiento y de la vida de la Iglesia. Todo sacerdote, por
tanto, puede decir a los fieles, parafraseando a san Agustín: Vobiscum
christianus, pro vobis sacerdos. La gloria y el gozo del sacerdocio es servir
a Cristo y su Cuerpo místico. Representa una vocación sumamente
hermosa y singular en el seno de la Iglesia, que hace presente a Cristo,
porque participa del único y eterno sacerdocio de Cristo. La presencia de
vocaciones sacerdotales es un signo seguro de la verdad y de la vitalidad
de una comunidad cristiana. Dios, en efecto, llama siempre, también al
sacerdocio; no existe crecimiento verdadero y fecundo en la Iglesia sin
una auténtica presencia sacerdotal que lo sostenga y lo alimente. Por esto,
estoy agradecido a todos aquellos que dedican sus energías a la formación
de los sacerdotes y a la reforma de la vida sacerdotal. En efecto, como
toda la Iglesia, también el sacerdocio necesita renovarse continuamente,
encontrar de nuevo en la vida de Jesús las formas más esenciales de su ser.
Los distintos caminos posibles para esta renovación no pueden olvidar
algunos elementos irrenunciables. Ante todo, una educación profunda a la
meditación y a la oración, vividas como diálogo con el Señor resucitado
presente en su Iglesia. En segundo lugar, un estudio de la teología que
permita encontrar las verdades cristianas en la forma de una síntesis
vinculada a la vida de la persona y de la comunidad: de hecho, sólo una
mirada sapiencial puede valorar la fuerza que la fe posee para iluminar la
vida y el mundo, llevando continuamente a Cristo, Creador y Salvador.
La Fraternidad San Carlos ha subrayado, a lo largo de su breve pero
intensa historia, el valor de la vida común. También yo he hablado de ello
varias veces en mis intervenciones antes y después de mi llamada al solio
de Pedro. «Es importante que los sacerdotes no vivan aislados en alguna
parte, sino que convivan en pequeñas comunidades, que se sostengan
mutuamente y que, de ese modo, experimenten la unión en su servicio por
Cristo y en su renuncia por el reino de los cielos, y tomen conciencia
siempre de nuevo de ello» (Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 157-
158). Tenemos ante nuestros ojos las urgencias de este momento. Pienso,
por ejemplo, en la carencia de sacerdotes. La vida común no es, ante todo,
una estrategia para responder a estas necesidades. Tampoco es, de por sí,
sólo una forma de ayuda frente a la soledad y a la debilidad del hombre.
Ciertamente, todo esto puede existir, pero sólo si se concibe y se vive la
vida fraterna como camino para sumergirse en la realidad de la comunión.
De hecho, la vida común es expresión del don de Cristo que es la Iglesia,
y está prefigurada en la comunidad apostólica, que dio lugar a los
presbíteros. De hecho, ningún sacerdote administra algo que le es propio,
sino que participa con los demás hermanos en un don sacramental que
viene directamente de Jesús.
Por eso, la vida común expresa una ayuda que Cristo da a nuestra
existencia, llamándonos, a través de la presencia de los hermanos, a una
configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros
significa aceptar la necesidad de la propia continua conversión y sobre
todo descubrir la belleza de ese camino, la alegría de la humildad, de la
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penitencia, pero también de la conversación, del perdón recíproco, del
mutuo apoyo. Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in
unum (Sal 133, 1).
Nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida común sin la
oración, sin mirar a la experiencia y a las enseñanzas de los santos, en
particular modo de los Padres de la Iglesia, sin una vida sacramental
vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo
mantiene con el Padre en el Espíritu Santo no es posible ninguna vida
común auténtica. Hay que estar con Jesús para poder estar con los demás.
Este es el corazón de la misión. En la compañía de Cristo y de los
hermanos cada sacerdote puede encontrar las energías necesarias para
hacerse cargo de los hombres, para hacerse cargo de las necesidades
espirituales y materiales que encuentra, para enseñar con palabras siempre
nuevas, dictadas por el amor, las verdades eternas de la fe de las que
tienen sed también nuestros contemporáneos.
Queridos hermanos y amigos, ¡seguid yendo por todo el mundo para
llevar a todos la comunión que nace del corazón de Cristo! Que la
experiencia de los Apóstoles con Jesús sea siempre el faro que ilumine
vuestra vida sacerdotal.

JESÚS PROCLAMA LA NUEVA LEY, SU TORÁ


20110213. Ángelus
En la Liturgia de este domingo prosigue la lectura del llamado
«Sermón de la montaña» de Jesús, que comprende los capítulos 5, 6 y 7
del Evangelio de Mateo. Después de las «bienaventuranzas», que son su
programa de vida, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como la llaman
nuestros hermanos judíos. En efecto, el Mesías, con su venida, debía traer
también la revelación definitiva de la Ley, y es precisamente lo que Jesús
declara: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he
venido a abolir, sino a dar plenitud». Y, dirigiéndose a sus discípulos,
añade: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos,
no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 17.20). Pero ¿en qué consiste
esta «plenitud» de la Ley de Cristo, y esta «mayor» justicia que él exige?
Jesús lo explica mediante una serie de antítesis entre los mandamientos
antiguos y su modo proponerlos de nuevo. Cada vez comienza diciendo:
«Habéis oído que se dijo a los antiguos...», y luego afirma: «Pero yo os
digo...». Por ejemplo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No
matarás”; y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: “todo el que se
deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado”» (Mt 5, 21-22).
Y así seis veces. Este modo de hablar suscitaba gran impresión en la
gente, que se asustaba, porque ese «yo os digo» equivalía a reivindicar
para sí la misma autoridad de Dios, fuente de la Ley. La novedad de Jesús
consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo «llena» los
mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que
habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la
acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino.
45
Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor,
y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el
corazón y ama al prójimo como a ti mismo. «La plenitud de la Ley es el
amor», escribe san Pablo (Rm 13, 10). Ante esta exigencia, por ejemplo, el
lamentable caso de los cuatro niños gitanos que murieron la semana
pasada en la periferia de esta ciudad, en su chabola quemada, impone que
nos preguntemos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente
en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar ese trágico
hecho. Y esta pregunta vale para muchos otros acontecimientos dolorosos,
más o menos conocidos, que acontecen diariamente en nuestras ciudades y
en nuestros países.
Queridos amigos, quizás no es casualidad que la primera gran
predicación de Jesús se llame «Sermón de la montaña». Moisés subió al
monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús
es el Hijo de Dios que descendió del cielo para llevarnos al cielo, a la
altura de Dios, por el camino del amor. Es más, él mismo es este camino:
lo único que debemos hacer es seguirle, para poner en práctica la voluntad
de Dios y entrar en su reino, en la vida eterna. Una sola criatura ha llegado
ya a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús,
su justicia fue perfecta: por esto la invocamos como Speculum iustitiae.
Encomendémonos a ella, para que guíe también nuestros pasos en la
fidelidad a la Ley de Cristo.

LA PRIORIDAD DE DIOS EN CADA PERSONA


20110218. Discurso. A Obispos de Filipinas. Grupo 2
Aunque Filipinas sigue afrontando numerosos retos en el área del
desarrollo económico, debemos reconocer que estos obstáculos a una vida
de felicidad y de realización no son los únicos impedimentos a los que la
Iglesia debe hacer frente. La cultura filipina se enfrenta también a
cuestiones más sutiles relacionadas con el laicismo, el materialismo y el
consumismo de nuestros tiempos. Cuando la autosuficiencia y la libertad
se desvinculan de su dependencia de Dios y de su cumplimiento en él, la
persona humana se crea un destino falso y pierde de vista la alegría eterna
para la cual ha sido creada. El camino para descubrir el verdadero destino
de la humanidad sólo se puede encontrar restableciendo la prioridad de
Dios en el corazón y en la mente de cada persona.
Sobre todo, para mantener a Dios en el centro de la vida de vuestros
fieles, vuestra predicación y la de vuestros sacerdotes debe tener un
enfoque personal, a fin de que todo católico capte en lo más hondo de su
corazón el hecho —que cambia la vida— de que Dios existe y nos ama, y
de que en Cristo responde a los interrogantes más profundos de nuestra
vida. Por tanto, vuestra gran tarea en la evangelización es proponer una
relación personal con Cristo como clave para la realización plena. En este
contexto, el segundo concilio plenario de Filipinas sigue teniendo efectos
beneficiosos: en numerosas diócesis se han elaborado programas
pastorales centrados en transmitir la buena nueva de la salvación. Al
46
mismo tiempo, hay que reconocer que las nuevas iniciativas en el ámbito
de la evangelización sólo darán fruto si, por gracia de Dios, quienes las
proponen son personas que creen verdaderamente en el mensaje del
Evangelio y lo viven.
Ciertamente esta es una de las razones por las cuales las comunidades
eclesiales de base han tenido un impacto tan positivo en todo el país.
Donde se han formado y han sido dirigidas por personas cuya fuerza
motivadora es el amor por Cristo, esas comunidades se han convertido en
instrumentos de evangelización, colaborando con las parroquias locales.
Asimismo, la Iglesia en Filipinas tiene la suerte de contar con numerosas
organizaciones laicales que siguen atrayendo personas hacia el Señor. A
fin de responder a las cuestiones de nuestro tiempo, los laicos deben
escuchar el mensaje del Evangelio en su plenitud, para comprender las
implicaciones que tiene para su vida personal y para la sociedad en
general y, por tanto, convertirse constantemente al Señor. Os exhorto,
pues, a tener especial cuidado en la guía de estos grupos, para que la
primacía de Dios se mantenga en primer plano.
Esta primacía es particularmente importante cuando se trata de la
evangelización de la juventud. Me complace constatar que en vuestro país
la fe desempeña un papel muy importante en la vida de muchos jóvenes,
lo cual se debe en gran parte al trabajo paciente de la Iglesia local para
llegar a la juventud, en todos los niveles. Os aliento a seguir recordando a
los jóvenes que las seducciones de este mundo no van a satisfacer su
deseo natural de felicidad. Sólo la verdadera amistad con Dios romperá las
cadenas de la soledad que sufre nuestra frágil humanidad y creará una
comunión auténtica y duradera con los demás, un vínculo espiritual que
acrecentará en nosotros el deseo de servir a las necesidades de aquellos a
quienes amamos en Cristo. Asimismo, hay que procurar mostrar a los
jóvenes la importancia de los sacramentos como instrumentos de la gracia
y de la ayuda de Dios. Esto vale especialmente para el sacramento del
matrimonio, que santifica la vida conyugal desde el principio, de modo
que la presencia de Dios sostenga a las parejas jóvenes en sus problemas.
La solicitud pastoral por los jóvenes, que tiene por objeto establecer la
primacía de Dios en sus corazones, tiende por su naturaleza no sólo a
suscitar vocaciones al matrimonio cristiano, sino también abundantes
llamadas vocacionales de todo tipo. Junto con vosotros, por tanto, rezo
para que los jóvenes filipinos que se sienten llamados al sacerdocio y a la
vida religiosa respondan con generosidad a las inspiraciones del Espíritu.
Que la misión de evangelización de la Iglesia sea sostenida por los
maravillosos dones que el Señor concede a aquellos a quienes llama. Por
vuestra parte, como pastores, debéis ofrecer a estas jóvenes vocaciones un
plan de formación integral bien desarrollado y esmeradamente puesto en
práctica, a fin de que su inclinación inicial hacia una vida al servicio de
Cristo y de sus fieles alcance la plena maduración espiritual y humana.

SED PERFECTOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL


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20110220. Ángelus
En este séptimo domingo del tiempo ordinario, las lecturas bíblicas nos
hablan de la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su
vida: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo», se lee en
el libro del Levítico (19, 1). Con estas palabras, y los preceptos que se
siguen de ellas, el Señor invitaba al pueblo que se había elegido a ser fiel a
la alianza con él caminando por sus senderos, y fundaba la legislación
social sobre el mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo»
(Lv 19, 18). Y si escuchamos a Jesús, en quien Dios asumió un cuerpo
mortal para hacerse cercano a cada hombre y revelar su amor infinito por
nosotros, encontramos esa misma llamada, ese mismo objetivo audaz. En
efecto, dice el Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto» (Mt 5, 48). ¿Pero quién podría llegar a ser perfecto? Nuestra
perfección es vivir como hijos de Dios cumpliendo concretamente su
voluntad. San Cipriano escribía que «a la paternidad de Dios debe
corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea
glorificado y alabado por la buena conducta del hombre» (De zelo et
livore, 15: ccl 3a, 83).
¿Cómo podemos imitar a Jesús? Él dice: «Amad a vuestros enemigos y
rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial» (Mt 5, 44-45). Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama
con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la
voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y
destinada a la eternidad. El apóstol san Pablo añade: «¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3,
16). Si de verdad somos conscientes de esta realidad, y nuestra vida es
profundamente plasmada por ella, entonces nuestro testimonio es claro,
elocuente y eficaz. Un autor medieval escribió: «Cuando todo el ser del
hombre se ha mezclado, por decirlo así, con el amor de Dios, entonces el
esplendor de su alma se refleja también en el aspecto exterior» (Juan
Clímaco, Scala Paradisi, XXX: pg 88, 1157 B), en la totalidad de su vida.
«Gran cosa es el amor —leemos en el libro de la Imitación de Cristo—, y
bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado, y lleva con
igualdad todo lo desigual. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser
detenido de ninguna cosa baja. Nace de Dios y sólo en Dios puede
encontrar descanso» (III, V, 3).
Queridos amigos, pasado mañana, 22 de febrero, celebraremos la fiesta
de la Cátedra de San Pedro. A él, el primero de los Apóstoles, Cristo
confió la tarea de Maestro y de Pastor para la guía espiritual del pueblo de
Dios, para que este pueda elevarse hasta el cielo. Exhorto, por tanto, a
todos los pastores a «asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús
inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo» (Carta de convocatoria del
Año sacerdotal: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de
junio de 2009, p. 8). Invoquemos a la Virgen María, Madre de Dios y de la
Iglesia, para que nos enseñe a amarnos unos a otros y a acogernos como
hermanos, hijos del Padre celestial.
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PROPONER LAS VOCACIONES EN LA IGLESIA LOCAL
20101115. Mensaje. Jornada Mundial Vocaciones 2011.05.15
Tema: «Proponer las vocaciones en la Iglesia local»
La XLVIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se
celebrará el 15 de mayo de 2011, cuarto Domingo de Pascua, nos invita a
reflexionar sobre el tema: «Proponer las vocaciones en la Iglesia
local». Hace setenta años, el Venerable Pío XII instituyó la Obra Pontificia
para las Vocaciones Sacerdotales. A continuación, animadas por sacerdotes
y laicos, obras semejantes fueron fundadas por Obispos en muchas
diócesis como respuesta a la invitación del Buen Pastor, quien, «al ver a
las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y
abandonadas, como ovejas que no tienen pastor», y dijo: «La mies es
abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la
mies que mande trabajadores a su mies» (Mt9, 36-38).
El arte de promover y de cuidar las vocaciones encuentra un luminoso
punto de referencia en las páginas del Evangelio en las que Jesús llama a
sus discípulos a seguirle y los educa con amor y esmero. El modo en el
que Jesús llamó a sus más estrechos colaboradores para anunciar el Reino
de Dios ha de ser objeto particular de nuestra atención (cf. Lc 10,9). En
primer lugar, aparece claramente que el primer acto ha sido la oración por
ellos: antes de llamarlos, Jesús pasó la noche a solas, en oración y en la
escucha de la voluntad del Padre (cf. Lc 6, 12), en una elevación interior
por encima de las cosas ordinarias. La vocación de los discípulos nace
precisamente en el coloquio íntimo de Jesús con el Padre. Las vocaciones
al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada son primordialmente fruto
de un constante contacto con el Dios vivo y de una insistente oración que
se eleva al «Señor de la mies» tanto en las comunidades parroquiales,
como en las familias cristianas y en los cenáculos vocacionales.
El Señor, al comienzo de su vida pública, llamó a algunos pescadores,
entregados al trabajo a orillas del lago de Galilea: «Veníos conmigo y os
haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19). Les mostró su misión mesiánica
con numerosos «signos» que indicaban su amor a los hombres y el don de
la misericordia del Padre; los educó con la palabra y con la vida, para que
estuviesen dispuestos a ser los continuadores de su obra de salvación;
finalmente, «sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al
Padre» (Jn 13,1), les confió el memorial de su muerte y resurrección y,
antes de ser elevado al cielo, los envió a todo el mundo con el mandato:
«Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19).
La propuesta que Jesús hace a quienes dice «¡Sígueme!» es ardua y
exultante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra
y a vivir con Él; les enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su
Reino según la ley del Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24); los
invita a salir de la propria voluntad cerrada en sí misma, de su idea de
autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarse
guiar por ella; les hace vivir una fraternidad, que nace de esta
49
disponibilidad total a Dios (cf.Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo
distintivo de la comunidad de Jesús: «La señal por la que conocerán que
sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros» (Jn 13, 35).
También hoy, el seguimiento de Cristo es arduo; significa aprender a
tener la mirada de Jesús, a conocerlo íntimamente, a escucharlo en la
Palabra y a encontrarlo en los sacramentos; quiere decir aprender a
conformar la propia voluntad con la suya. Se trata de una verdadera y
propia escuela de formación para cuantos se preparan para el ministerio
sacerdotal y para la vida consagrada, bajo la guía de las autoridades
eclesiásticas competentes. El Señor no deja de llamar, en todas las edades
de la vida, para compartir su misión y servir a la Iglesia en el ministerio
ordenado y en la vida consagrada, y la Iglesia «está llamada a custodiar
este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la
maduración de las vocaciones sacerdotales» (Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 41). Especialmente en nuestro tiempo en
el que la voz del Señor parece ahogada por «otras voces» y la propuesta de
seguirlo, entregando la propia vida, puede parecer demasiado difícil, toda
comunidad cristiana, todo fiel, debería de asumir conscientemente el
compromiso de promover las vocaciones. Es importante alentar y sostener
a los que muestran claros indicios de la llamada a la vida sacerdotal y a la
consagración religiosa, para que sientan el calor de toda la comunidad al
decir «sí» a Dios y a la Iglesia. Yo mismo los aliento, como he hecho con
aquellos que se decidieron ya a entrar en el Seminario, a quienes escribí:
«Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio
tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad
de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia
universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y
tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera»
(Carta a los Seminaristas, 18 octubre 2010).
Conviene que cada Iglesia local se haga cada vez más sensible y atenta
a la pastoral vocacional, educando en los diversos niveles: familiar,
parroquial y asociativo, principalmente a los muchachos, a las muchachas
y a los jóvenes —como hizo Jesús con los discípulos— para que madure
en ellos una genuina y afectuosa amistad con el Señor, cultivada en la
oración personal y litúrgica; para que aprendan la escucha atenta y
fructífera de la Palabra de Dios, mediante una creciente familiaridad con
las Sagradas Escrituras; para que comprendan que adentrarse en la
voluntad de Dios no aniquila y no destruye a la persona, sino que permite
descubrir y seguir la verdad más profunda sobre sí mismos; para que vivan
la gratuidad y la fraternidad en las relaciones con los otros, porque sólo
abriéndose al amor de Dios es como se encuentra la verdadera alegría y la
plena realización de las propias aspiraciones. «Proponer las vocaciones en
la Iglesia local», significa tener la valentía de indicar, a través de una
pastoral vocacional atenta y adecuada, este camino arduo del seguimiento
de Cristo, que, al estar colmado de sentido, es capaz de implicar toda la
vida.
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Me dirijo particularmente a vosotros, queridos Hermanos en el
Episcopado. Para dar continuidad y difusión a vuestra misión de
salvación en Cristo, es importante incrementar cuanto sea posible «las
vocaciones sacerdotales y religiosas, poniendo interés especial en las
vocaciones misioneras» (Decr. Christus Dominus, 15). El Señor necesita
vuestra colaboración para que sus llamadas puedan llegar a los corazones
de quienes ha escogido. Tened cuidado en la elección de los agentes
pastorales para el Centro Diocesano de Vocaciones, instrumento precioso
de promoción y organización de la pastoral vocacional y de la oración que
la sostiene y que garantiza su eficacia. Además, quisiera recordaros,
queridos Hermanos Obispos, la solicitud de la Iglesia universal por una
equilibrada distribución de los sacerdotes en el mundo. Vuestra
disponibilidad hacia las diócesis con escasez de vocaciones es una
bendición de Dios para vuestras comunidades y para los fieles es
testimonio de un servicio sacerdotal que se abre generosamente a las
necesidades de toda la Iglesia.
El Concilio Vaticano II ha recordado explícitamente que «el deber de
fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que
debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana»
(Decr. Optatam totius, 2). Por tanto, deseo dirigir un fraterno y especial
saludo y aliento, a cuantos colaboran de diversas maneras en las
parroquias con los sacerdotes. En particular, me dirijo a quienes pueden
ofrecer su propia contribución a la pastoral de las vocaciones: sacerdotes,
familias, catequistas, animadores. A los sacerdotes les recomiendo que
sean capaces de dar testimonio de comunión con el Obispo y con los
demás hermanos, para garantizar el humus vital a los nuevos brotes de
vocaciones sacerdotales. Que las familias estén «animadas de espíritu de
fe, de caridad y de piedad» (ibid), capaces de ayudar a los hijos e hijas a
acoger con generosidad la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada.
Los catequistas y los animadores de las asociaciones católicas y de los
movimientos eclesiales, convencidos de su misión educativa, procuren
«cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos
puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina» (ibid).
Queridos hermanos y hermanas, vuestro esfuerzo en la promoción y
cuidado de las vocaciones adquiere plenitud de sentido y de eficacia
pastoral cuando se realiza en la unidad de la Iglesia y va dirigido al
servicio de la comunión. Por eso, cada momento de la vida de la
comunidad eclesial—catequesis, encuentros de formación, oración
litúrgica, peregrinaciones a los santuarios— es una preciosa oportunidad
para suscitar en el Pueblo de Dios, particularmente entre los más pequeños
y en los jóvenes, el sentido de pertenencia a la Iglesia y la responsabilidad
de la respuesta a la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada, llevada a
cabo con elección libre y consciente.
La capacidad de cultivar las vocaciones es un signo característico de la
vitalidad de una Iglesia local. Invocamos con confianza e insistencia la
ayuda de la Virgen María, para que, con el ejemplo de su acogida al plan
divino de la salvación y con su eficaz intercesión, se pueda difundir en el
51
interior de cada comunidad la disponibilidad a decir «sí» al Señor, que
llama siempre a nuevos trabajadores para su mies.

CONCIENCIA MORAL Y ECLIPSE DEL SENTIDO DE LA VIDA


20110226. Discurso. Academia Pontificia para la Vida
En los trabajos de estos días habéis afrontado temas de relevante
actualidad, que interrogan profundamente a la sociedad contemporánea y
la desafían a encontrar respuestas cada vez más adecuadas al bien de la
persona humana. La temática del síndrome post-aborto —es decir, el grave
malestar psíquico que con frecuencia experimentan las mujeres que han
recurrido al aborto voluntario— revela la voz irreprimible de la conciencia
moral, y la herida gravísima que sufre cada vez que la acción humana
traiciona la innata vocación al bien del ser humano, que ella testimonia.
En esta reflexión sería útil también prestar atención a la conciencia, a
veces ofuscada, de los padres de los niños, que a menudo dejan solas a las
mujeres embarazadas. La conciencia moral —enseña el Catecismo de la
Iglesia católica— es el «juicio de la razón, por el que la persona humana
reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está
haciendo o ha hecho» (n. 1778). En efecto, es tarea de la conciencia moral
discernir el bien del mal en las distintas situaciones de la existencia, a fin
de que, basándose en este juicio, el ser humano pueda orientarse
libremente al bien. A quienes querrían negar la existencia de la conciencia
moral en el hombre, reduciendo su voz al resultado de condicionamientos
externos o a un fenómeno puramente emotivo, es importante reafirmar que
la calidad moral de la acción humana no es un valor extrínseco u opcional,
ni tampoco una prerrogativa de los cristianos o de los creyentes, sino que
es común a todo ser humano. En la conciencia moral Dios habla a cada
persona e invita a defender la vida humana en todo momento. En este
vínculo personal con el Creador está la dignidad profunda de la conciencia
moral y la razón de su inviolabilidad.
En la conciencia, el hombre en su integridad —inteligencia,
emotividad, voluntad— realiza su vocación al bien, de modo que la
elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la existencia
acaba por marcar profundamente a la persona humana en toda expresión
de su ser. Todo el hombre, en efecto, queda herido cuando su actuación va
contra el dictamen de su conciencia. Sin embargo, incluso cuando el
hombre rechaza la verdad y el bien que el Creador le propone, Dios no lo
abandona, sino que precisamente mediante la voz de la conciencia, sigue
buscándolo y sigue hablándole, a fin de que reconozca el error y se abra a
la Misericordia divina, capaz de sanar cualquier herida.
Los médicos, en particular, no pueden descuidar la grave tarea de
defender del engaño la conciencia de numerosas mujeres que piensan que
en el aborto encontrarán la solución a dificultades familiares, económicas,
sociales, o a problemas de salud de su niño. Especialmente en esta última
situación, con frecuencia se convence a la mujer —a veces lo hacen los
propios médicos— de que el aborto no sólo representa una opción
52
moralmente lícita, sino que es incluso un acto «terapéutico» debido para
evitar sufrimientos al niño y a su familia, y un peso «injusto» para la
sociedad. En un marco cultural caracterizado por el eclipse del sentido de
la vida, en el cual se ha atenuado mucho la percepción común de la
gravedad moral del aborto y de otras formas de atentados contra la vida
humana, se exige a los médicos una fortaleza especial para seguir
afirmando que el aborto no resuelve nada, sino que mata al niño, destruye
a la mujer y ciega la conciencia del padre del niño, arruinando a menudo
la vida familiar.
Esta tarea, sin embargo, no concierne sólo a la profesión médica y a
los agentes sanitarios. Es necesario que toda la sociedad se alinee en
defensa del derecho a la vida del concebido y del verdadero bien de la
mujer, que nunca, en ninguna circunstancia, podrá realizarse en la opción
del aborto. Igualmente, serás necesario —como se ha indicado en vuestros
trabajos— proporcionar las ayudas necesarias a las mujeres que
lamentablemente ya han recurrido al aborto y ahora están viviendo todo su
drama moral y existencial. Son múltiples las iniciativas, a nivel diocesano
o de parte de organismos de voluntariado, que ofrecen apoyo psicológico
y espiritual, para una recuperación humana completa. La solidaridad de la
comunidad cristiana no puede renunciar a este tipo de corresponsabilidad.
Al respecto quiero recordar la invitación que el venerable Juan Pablo II
dirigió a las mujeres que han recurrido al aborto: «La Iglesia conoce
cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y
no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e
incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en
vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo
profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo
y no perdáis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e
interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad
y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera
para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación.
Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su
misericordia. Con la ayuda del consejo y la cercanía de personas amigas y
competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los
defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida» (Evangelium
vitae, 99).
La conciencia moral de los investigadores y de toda la sociedad civil
está íntimamente implicada también en el segundo tema objeto de vuestros
trabajos: el uso de bancos de cordón umbilical con finalidades clínicas y
de investigación. La investigación médico-científica es un valor y, por
tanto, un compromiso, no sólo para los investigadores, sino para toda la
comunidad civil. De aquí el deber de promover investigaciones éticamente
válidas por parte de las instituciones y el valor de la solidaridad de los
individuos en la participación en investigaciones encaminadas a promover
el bien común. Este valor, y la necesidad de esta solidaridad, se evidencian
muy bien en el caso del uso de células madre procedentes del cordón
umbilical. Se trata de aplicaciones clínicas importantes y de
53
investigaciones prometedoras en el plano científico, pero que en su
realización dependen mucho de la generosidad en la donación de sangre
del cordón umbilical en el momento del parto, y de la adecuación de las
estructuras, para hacer efectiva la voluntad de donación por parte de las
parturientas. Os invito, por tanto, a todos a haceros promotores de una
verdadera y consciente solidaridad humana y cristiana. A este propósito,
numerosos investigadores médicos miran justamente con perplejidad el
creciente florecimiento de bancos privados para la conservación de la
sangre del cordón umbilical para uso exclusivamente autólogo. Esta
opción —como demuestran los trabajos de vuestra asamblea—, además de
carecer de una superioridad científica real respecto a la donación del
cordón umbilical, debilita el genuino espíritu solidario que debe alentar
constantemente la búsqueda de ese bien común al cual tienden, en última
instancia, la ciencia y la investigación médica.

NO ANDÉIS AGOBIADOS
20110227. Àngelus
La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más
conmovedoras de la Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a
través de la pluma del llamado «segundo Isaías», el cual, para consolar a
Jerusalén, afligida por desventuras, dice así: «¿Puede una madre olvidar al
niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues
aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). Esta invitación a la
confianza en el amor indefectible de Dios se nos presenta también en el
pasaje, igualmente sugestivo, del evangelio de san Mateo, en el que Jesús
exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, que
alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce
todas nuestras necesidades (cf. 6, 24-34). Así dice el Maestro: «No andéis
agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os
vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre
celestial que tenéis necesidad de todo eso».
Ante la situación de tantas personas, cercanas o lejanas, que viven en
la miseria, estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas o,
incluso, evasivas. En realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad
que no es posible servir a dos señores: a Dios y a la riqueza. Quien cree en
Dios, Padre lleno de amor por sus hijos, pone en primer lugar la búsqueda
de su reino, de su voluntad. Y eso es precisamente lo contrario del
fatalismo o de un ingenuo irenismo. La fe en la Providencia, de hecho, no
exime de la ardua lucha por una vida digna, sino que libera de la
preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Es evidente que esta
enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para
todos, se practica de maneras diferentes según las distintas vocaciones: un
fraile franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un
padre de familia deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e
hijos. En todo caso, sin embargo, el cristiano se distingue por su absoluta
confianza en el Padre celestial, como Jesús. Precisamente la relación con
54
Dios Padre da sentido a toda la vida de Cristo, a sus palabras, a sus gestos
de salvación, hasta su pasión, muerte y resurrección. Jesús nos demostró
lo que significa vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las
situaciones concretas del prójimo y, al mismo tiempo, teniendo siempre el
corazón en el cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os
invito a invocar a la Virgen María con el título de Madre de la divina
Providencia. A ella le encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia
y las vicisitudes de la historia. En particular, invocamos su intercesión
para que todos aprendamos a vivir siguiendo un estilo más sencillo y
sobrio en la actividad diaria y en el respeto de la creación, que Dios ha
encomendado a nuestra custodia.

CUARESMA: REDESCUBRIR NUESTRO BAUTISMO


20101104. Mensaje. Cuaresma 2011
«Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis
resucitado» (cf. Col 2, 12)
La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es
para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al
cual me alegra dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos con
el debido compromiso. La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en
la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su
Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el
espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la
vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).
1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando
«al participar de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para
nosotros «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo» (Homilía en
la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de enero de 2010). San Pablo, en sus
Cartas, insiste repetidamente en la comunión singular con el Hijo de Dios
que se realiza en este lavacro. El hecho de que en la mayoría de los casos
el Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don
de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de
Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los
mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica al hombre
gratuitamente.
El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses, expresa el
sentido de la transformación que tiene lugar al participar en la muerte y
resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda «conocerle a él,
el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta
hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección
de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito
del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia
del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera,
iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de
Cristo.
55
Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como
momento favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del
Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar
«con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia
cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde siempre, la
Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este
Sacramento se realiza el gran misterio por el cual el hombre muere al
pecado, participa de la vida nueva en Jesucristo Resucitado y recibe el
mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos
(cf. Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en cada uno de
nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado,
que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los
catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana:
viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su
existencia.
2. Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos
a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de
todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos
guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos
de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente
intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la
iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el
Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a
nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más
plena a él.
El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición
de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que
da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la
propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde
nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis
Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la
fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una
lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el
cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que
quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también
nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del
mal.
El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros
ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la
divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que
es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte
alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo,
el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la
vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere
transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de
56
nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf.Hb 4, 12) y fortalece
la voluntad de seguir al Señor.
La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se
lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo
hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua
que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace
de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en
espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de
bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los
desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios»,
según las célebres palabras de san Agustín.
El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del
mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en
el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el
ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación
es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada
interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos
reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades
de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».
Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro,
nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy
la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad
cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta,
toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión
con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para
vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza
en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra
existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y
esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los
hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la
política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba
encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo
Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las
promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida,
la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu
Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de
corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.
3. Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante
el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro
corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la
«tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a
Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4,
7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder
salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y
traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas
57
est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la
oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a
vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que
puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un
significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa
aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del
amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo
— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a
Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de
nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista,
sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y
hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).
En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del
tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra
vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por
esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica
de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los
bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo
hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque
sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida.
¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de
uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos
ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como
el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para
muchos años... Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma”» (Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos
recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para
redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.
En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular
abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla
diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración,
porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón,
alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La oración
nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho,
sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente
marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración
encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus
palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión
con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la
esperanza que no falla, a la vida eterna.
En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a
contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su
muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra
vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san
Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia
según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el
instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo.
58
El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra
debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora
del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, mediante el encuentro personal con
nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino
de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo.
Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos dio en
ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el
Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día
siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico.
Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, que engendró al
Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la
muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.

DESAFÍOS DEL PENSAMIENTO DIGITAL A LA FE


20110228. Discurso. C.P. Comunicaciones Sociales
En el Mensaje para la Jornada mundial de las comunicaciones
sociales de este año, invité a reflexionar sobre el hecho de que las nuevas
tecnologías no sólo cambian el modo de comunicar, sino que están
realizando una vasta transformación cultural. Se está desarrollando una
nueva forma de aprender y de pensar, con oportunidades inéditas de
entablar relaciones y construir comunión. Quiero ahora detenerme en el
hecho de que el pensamiento y la relación se producen siempre en la
modalidad del lenguaje, entendido naturalmente en sentido amplio, no
sólo verbal. El lenguaje no es un simple revestimiento intercambiable y
provisional de conceptos, sino el contexto vivo y palpitante en el que los
pensamientos, las inquietudes y los proyectos de los hombres nacen a la
conciencia y se plasman en gestos, símbolos y palabras. El hombre, por
tanto, no sólo «usa», sino que en cierto sentido «habita» el lenguaje. En
particular hoy, los que el concilio Vaticano II definió «maravillosos
inventos de la técnica» (Inter mirifica, 1) están transformando el ambiente
cultural, y esto requiere una atención específica a los lenguajes que se
desarrollan en él. Las nuevas tecnologías «tienen la capacidad de pesar no
sólo sobre los modos de pensar, sino también sobre los contenidos del
pensamiento» (Aetatis novae, 4).
Los nuevos lenguajes que se desarrollan en la comunicación digital
determinan, por lo demás, una capacidad más intuitiva y emotiva que
analítica, orientan hacia una diversa organización lógica del pensamiento
y de la relación con la realidad, a menudo privilegian la imagen y las
conexiones hipertextuales. La tradicional distinción neta entre lenguaje
escrito y oral, asimismo, parece difuminarse a favor de una comunicación
escrita que toma la forma y la inmediatez de la oralidad. Las dinámicas
propias de las «redes participativas» requieren, además, que la persona se
involucre en lo que comunica. Cuando las personas se intercambian
informaciones, ya están compartiéndose a sí mismas y su visión del
mundo: se convierten en «testigos» de lo que da sentido a su existencia.
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Los riesgos que se corren, ciertamente, están a la vista de todos: la pérdida
de la interioridad, la superficialidad en vivir las relaciones, la huida hacia
la emotividad, el prevalecer de la opinión más convincente respecto al
deseo de verdad. Y, sin embargo, esos riesgos son consecuencia de una
incapacidad de vivir con plenitud y de forma auténtica el sentido de las
innovaciones. Por eso es urgente la reflexión sobre los lenguajes
desarrollados por las nuevas tecnologías. El punto de partida es la
Revelación misma, que nos atestigua cómo Dios comunicó sus maravillas
precisamente en el lenguaje y en la experiencia real de los hombres,
«según la cultura propia de las diversas épocas» (Gaudium et spes, 58),
hasta la manifestación plena de sí mismo en el Hijo encarnado. La fe
siempre penetra, enriquece, exalta y vivifica la cultura, y esta, a su vez, se
hace vehículo de la fe, a la que ofrece el lenguaje para pensarse y
expresarse. Es necesario, por tanto, hacerse oyentes atentos de los
lenguajes de los hombres de nuestro tiempo, para estar atentos a la obra de
Dios en el mundo.
En este contexto, es importante el trabajo que lleva a cabo el Consejo
pontificio para las comunicaciones sociales con el fin de profundizar la
«cultura digital», estimulando y apoyando la reflexión para una mayor
toma de conciencia sobre los retos que esperan a la comunidad eclesial y
civil. No se trata solamente de expresar el mensaje evangélico en el
lenguaje de hoy, sino que es preciso tener el valor de pensar de modo más
profundo, como ha sucedido en otras épocas, la relación entre la fe, la vida
de la Iglesia y los cambios que el hombre está viviendo. Es el compromiso
de ayudar a quienes tienen responsabilidades en la Iglesia para que puedan
entender, interpretar y hablar el «nuevo lenguaje» de los medios de
comunicación en función pastoral (cf.Aetatis novae, 2), en diálogo con el
mundo contemporáneo, preguntándose: ¿Qué desafíos plantea a la fe y a la
teología el llamado «pensamiento digital»? ¿Qué preguntas y exigencias?
El mundo de la comunicación afecta a todo el universo cultural, social
y espiritual de la persona humana. Si los nuevos lenguajes tienen impacto
sobre el modo de pensar y de vivir, esto también atañe, de alguna forma, al
mundo de la fe, a su inteligencia y su expresión. La teología, según una
definición clásica, es inteligencia de la fe, y sabemos bien que la
inteligencia, entendida como conocimiento reflexivo y crítico, no es ajena
a los actuales cambios culturales. La cultura digital plantea nuevos
desafíos a nuestra capacidad de hablar y de escuchar un lenguaje
simbólico que hable de la trascendencia. Jesús mismo, al anunciar el
Reino, supo utilizar elementos de la cultura y del ambiente de su tiempo:
el rebaño, los campos, el banquete, las semillas, etc. Hoy estamos
llamados a descubrir, también en la cultura digital, símbolos y metáforas
significativas para las personas, que puedan servir de ayuda al hablar del
reino de Dios al hombre contemporáneo.
Hay que considerar también que la comunicación en los tiempos de los
«nuevos medios de comunicación» conlleva una relación cada vez más
estrecha y ordinaria entre el hombre y las máquinas, desde los ordenadores
a los teléfonos móviles, por citar sólo los más comunes. ¿Cuáles serán los
60
efectos de esta relación constante? Ya el Papa Pablo VI, refiriéndose a los
primeros proyectos de automatización del análisis lingüístico del texto
bíblico, indicó una pista de reflexión al preguntarse: «Este esfuerzo de
infundir en instrumentos mecánicos el reflejo de funciones espirituales,
¿no se ennoblece y eleva a un servicio que toca lo sagrado? ¿Es el espíritu
el que se hace prisionero de la materia, o no es quizás la materia, ya
domada y obligada a cumplir leyes del espíritu, la que ofrece al propio
espíritu un sublime homenaje?» (Discurso al Centro de automatización del
Aloisianum de Gallarate, 19 de junio de 1964). En estas palabras se intuye
el vínculo profundo con el espíritu al que la tecnología está llamada por
vocación (cf. Caritas in veritate, 69).
Es precisamente la llamada a los valores espirituales la que permitirá
promover una comunicación verdaderamente humana: más allá de todo
fácil entusiasmo o escepticismo, sabemos que esta es una respuesta a la
llamada impresa en nuestra naturaleza de seres creados a imagen y
semejanza del Dios de la comunión. Por esto la comunicación bíblica
según la voluntad de Dios siempre está vinculada al diálogo y a la
responsabilidad, como atestiguan, por ejemplo, las figuras de Abraham,
Moisés, Job y los Profetas, y nunca a la seducción lingüística, como es en
cambio el caso de la serpiente, o de incomunicabilidad y violencia, como
en el caso de Caín. Entonces la contribución de los creyentes podrá servir
de ayuda también para el mundo de los medios de comunicación, abriendo
horizontes de sentido y de valor que la cultura digital no es capaz por sí
sola de entrever y representar.
En conclusión, quiero recordar, junto a muchas otras figuras de
comunicadores, la del padre Matteo Ricci, protagonista del anuncio del
Evangelio en China en la era moderna, de cuya muerte hemos celebrado el
IV centenario. En su obra de difusión del mensaje de Cristo consideró
siempre a la persona, su contexto cultural y filosófico, sus valores, su
lenguaje, asumiendo todo lo positivo que se encontraba en su tradición, y
ofreciendo animarlo y elevarlo con la sabiduría y la verdad de Cristo.

COMPORTAOS COMO PIDE LA LLAMADA RECIBIDA


20110304. Discurso. Lectio Divina. Visita al Seminario Romano
Me siento muy feliz de estar, al menos una vez al año, aquí, con mis
seminaristas, con los jóvenes que están en camino hacia el sacerdocio y
serán el futuro presbiterio de Roma. Me siento feliz de que esto suceda
cada año en el día de la Virgen de la Confianza, de la Madre que nos
acompaña con su amor día tras día y nos da la confianza de caminar hacia
Cristo.
«En la unidad del Espíritu» es el tema que guía vuestras reflexiones
durante este año de formación. Es una expresión que se encuentra
precisamente en el pasaje que nos han propuesto de la Carta a los Efesios,
donde san Pablo exhorta a los miembros de esa comunidad a «conservar la
unidad del espíritu» (4, 3). Este texto abre la segunda parte de la Carta a
los Efesios, la denominada parte parenética, exhortativa, y comienza con
61
la palabra παρακαλω «os exhorto». Pero la misma raíz se encuentra en el
término Παράκλιτος. Así pues, es una exhortación en la luz, en la fuerza
del Espíritu Santo. La exhortación del Apóstol se basa en el misterio de
salvación, que había presentado en los primeros tres capítulos. De hecho,
nuestro pasaje comienza con la palabra «Así pues»: «Así pues, yo... os
exhorto» (v. 1). El comportamiento de los cristianos es la consecuencia del
don, la realización de lo que se nos da cada día. Y, sin embargo, aunque es
sencillamente realización del don que se nos ha otorgado, no se trata de un
efecto automático, porque con Dios siempre estamos en la realidad de la
libertad y, por eso —dado que la respuesta es libertad, lo es también la
realización del don— el Apóstol debe recordarlo, no puede darlo por
descontado. Como sabemos, el Bautismo no produce automáticamente una
vida coherente: esta es fruto de la voluntad y del esfuerzo perseverante por
colaborar con el don, con la Gracia recibida. Y este esfuerzo cuesta, hay
que pagar un precio personalmente. Tal vez por eso san Pablo
precisamente aquí hace referencia a su condición actual: «Así pues,
yo, prisionero por el Señor, os exhorto» (ib.). Seguir a Cristo significa
compartir su pasión, su cruz, seguirlo hasta el fondo, y esta participación
en la suerte del Maestro une profundamente a él y refuerza la autoridad de
la exhortación del Apóstol.
Entramos ahora en el tema central de nuestra meditación, al encontrar
una palabra que nos impresiona de modo especial: la palabra «llamada»,
«vocación». San Pablo escribe: «comportaos como pide la llamada —de la
κλήσις— que habéis recibido» (ib.). Y poco después la repetirá al afirmar
que «una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de
vuestra vocación» (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común
de todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser
de Cristo y a vivir en él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra se halla
inscrita una experiencia, en ella resuena el eco de la experiencia de los
primeros discípulos, que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús
pasó por la orilla del lago de Galilea y llamó a Simón y Andrés, luego a
Santiago y Juan (cf. Mc 1, 16-20). Y antes aún, junto al río Jordán,
después del bautismo, cuando, dándose cuenta de que Andrés y el otro
discípulo lo seguían, les dijo: «Venid y veréis» (Jn 1, 39). La vida cristiana
comienza con una llamada y es siempre una respuesta, hasta el final. Eso
es así, tanto en la dimensión del creer como en la del obrar: tanto la fe
como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de
la vocación.
He hablado de la llamada de los primeros Apóstoles, pero con la
palabra «llamada» pensamos sobre todo en la Madre de todas las
llamadas, en María santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El
icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese episodio
evangélico particular, por más fundamental que sea: contiene todo el
misterio de María, toda su historia, su ser; y, al mismo tiempo, habla de la
Iglesia, de su esencia de siempre, al igual que de cada creyente en Cristo,
de cada alma cristiana llamada.
62
Al llegar a este punto, debemos tener presente que no hablamos de
personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de
nosotros; cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Dios es tan
grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos
conoce a cada uno por nombre, personalmente. Cada uno de nosotros ha
recibido una llamada personal. Creo que debemos meditar muchas veces
este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama a mí, me
conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, como
esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería
impulsarnos a estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su
llamada a mí, a fin de responder, a fin de realizar esta parte de la historia
de la salvación para la que me ha llamado a mí.
En este texto, además, san Pablo nos indica algunos elementos
concretos de esta respuesta con cuatro palabras: «humildad»,
«mansedumbre», «magnanimidad» y «sobrellevándoos mutuamente con
amor». Tal vez podemos meditar brevemente estas palabras, en las que se
expresa el camino cristiano. Al final volveremos una vez más sobre esto.
«Humildad»: la palabra griega es ταπεινοφροσυνης. Se trata de la
misma palabra que san Pablo usa en la Carta a los Filipenses cuando habla
del Señor, que era Dios y se humilló, se hizo ταπεινος, se rebajó hasta
hacerse criatura, hasta hacerse hombre, hasta la obediencia de la cruz
(cf. Flp 2, 7-8). Humildad, por consiguiente, no es una palabra cualquiera,
una modestia cualquiera, algo..., sino una palabra cristológica. Imitar a
Dios que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre
por mí, muere por mí. Esta es la humildad que es preciso aprender, la
humildad de Dios. Quiere decir que debemos vernos siempre a la luz de
Dios; así, al mismo tiempo, podemos conocer la grandeza de que somos
personas amadas por Dios, pero también nuestra pequeñez, nuestra
pobreza, y así comportarnos como debemos, no como amos, sino como
siervos. Como dice san Pablo: «No porque seamos señores de vuestra fe,
sino que contribuimos a vuestra alegría» (2 Co 1, 24). Ser sacerdote,
mucho más que ser cristiano, implica esta humildad.
«Mansedumbre». El texto griego utiliza aquí la palabra πραΰτης, la
misma palabra que aparece en las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los
mansos porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4). Y en el Libro de los
Números, el cuarto libro de Moisés, encontramos la afirmación según la
cual Moisés era el hombre más manso del mundo (cf. 12, 3); y, en este
sentido, era una prefiguración de Cristo, de Jesús, que dice de sí mismo:
«Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Así pues, también la
palabra «manso», «mansedumbre», es una palabra cristológica e implica
de nuevo este imitar a Cristo. Dado que en el Bautismo hemos sido
configurados con Cristo, también debemos configurarnos con Cristo,
encontrar este espíritu de ser mansos, sin violencia, de convencer con el
amor y con la bondad.
«Magnanimidad», μακροθυμία, quiere decir generosidad de corazón,
no ser minimalistas que dan sólo lo estrictamente necesario: démonos a
63
nosotros mismos con todo lo que podamos, y crezcamos también nosotros
en magnanimidad.
«Sobrellevándoos con amor». Es una tarea de cada día sobrellevarse
unos a otros en su alteridad y, precisamente sobrellevándonos con
humildad, aprender el verdadero amor.
Ahora demos un paso más. Después de la palabra «llamada» sigue la
dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una
llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta
personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en
comunidad, es una llamada eclesial. Dios nos llama en una comunidad. Es
verdad que en este pasaje que estamos meditando no aparece la palabra
εκκλησία, la palabra «Iglesia», pero sí está muy presente la realidad. San
Pablo habla de un Espíritu y un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos
une como un único cuerpo. Y luego habla de la unidad, habla de la cadena
del ser, del vínculo de la paz. Con esta palabra alude a la palabra
«prisionero» del comienzo. Siempre es la misma palabra: «yo estoy en
cadenas», «me hallo en cadenas», pero detrás de ella está la gran cadena
invisible, liberadora, del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz
que es la Iglesia; es el gran vínculo que nos une con Cristo. Tal vez
también debemos meditar personalmente en este punto: estamos llamados
personalmente, pero estamos llamados en un cuerpo. Y este cuerpo no es
algo abstracto, sino muy real.
En este momento, el seminario es el cuerpo en el que se realiza
concretamente el estar en un camino común. Luego será la parroquia:
aceptar, soportar, animar toda la parroquia, a las personas, tanto a las
simpáticas como a las menos simpáticas, insertarse en este cuerpo.
Cuerpo: la Iglesia es cuerpo; por tanto, tiene estructuras, también tiene
realmente un derecho y a veces no resulta fácil insertarse. Ciertamente,
queremos la relación personal con Dios, pero a menudo el cuerpo no nos
agrada. Sin embargo, precisamente así estamos en comunión con Cristo:
aceptando esta corporeidad de su Iglesia, del Espíritu, que se encarna en el
cuerpo.
Por otra parte, con frecuencia sentimos el problema, la dificultad de
esta comunidad, comenzando por la comunidad concreta del seminario
hasta la gran comunidad de la Iglesia, con sus instituciones. También
debemos tener presente que es muy grato estar en compañía, caminar en
una gran compañía de todos los siglos, tener amigos en el cielo y en la
tierra, y sentir la belleza de este cuerpo, ser felices porque el Señor nos ha
llamado en un cuerpo y nos ha dado amigos en todas las partes del mundo.
He dicho que aquí no aparece la palabra εκκλησία, pero sí aparecen la
palabra «cuerpo», la palabra «espíritu», la palabra «vínculo»; y en este
breve pasaje se repite siete veces la palabra «uno». Así, percibimos lo
mucho que importa al Apóstol la unidad de la Iglesia. Y acaba con una
«escala de unidad», hasta la Unidad: uno es Dios, el Dios de todos. Dios
es uno, y la unicidad de Dios se manifiesta en nuestra comunión, porque
Dios es el Padre, el Creador de todos nosotros y, por eso, todos somos
hermanos, todos somos un cuerpo, y la unidad de Dios es la condición, es
64
la creación también de la fraternidad humana, de la paz. Así pues,
meditemos también este misterio de la unidad y la importancia de buscar
siempre la unidad en la comunión del único Cristo, del único Dios.
Ahora podemos dar un nuevo paso. Si nos preguntamos cuál es el
sentido profundo de este uso de la palabra «llamada», vemos que es una
de las dos puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta ahora
hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero se nos
presenta también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada
del Padre que se realiza en el Espíritu Santo.
La vocación cristiana no puede menos de tener una forma trinitaria,
tanto a nivel de cada persona como a nivel de comunidad eclesial. Todo el
misterio de la Iglesia está animado por el dinamismo del Espíritu Santo,
que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de
Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe
y con la acción (cf. Gn12, 1-3); hasta el «Heme aquí» de María, reflejo
perfecto del «Heme aquí» del Hijo de Dios en el momento en que acoge la
llamada del Padre a venir al mundo (cf. Hb 10, 5-7). Así, en el «corazón»
de la Iglesia —como diría santa Teresa del Niño Jesús— la llamada de
cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús,
con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la
comunión consigo y, por esto, nos quiere dar su Espíritu Santo; y
precisamente gracias al Espíritu podemos responder a Jesús y al Padre de
modo auténtico, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu
Santo la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa
vital.
Y, finalmente, el último pasaje. La forma de la unidad según el Espíritu
requiere, como he dicho, la imitación de Jesús, la configuración con él en
sus comportamientos concretos. Como hemos meditado, el Apóstol
escribe: «Con toda humildad, mansedumbre y magnanimidad,
sobrellevándoos mutuamente con amor», y añade que la unidad del
espíritu se debe conservar «con el vínculo de la paz» (Ef 4, 2-3).
La unidad de la Iglesia no deriva de un «molde» impuesto desde el
exterior, sino que es fruto de una concordia, de un compromiso común de
comportarse como Jesús, con la fuerza de su Espíritu. San Juan
Crisóstomo tiene un comentario muy bello de este pasaje. Comentando la
imagen del «vínculo», el «vínculo de la paz», el Crisóstomo dice: «Es
bello este vínculo, con el que nos unimos tanto unos con otros como con
Dios. No es una cadena que hiere. No produce calambres en las manos, las
deja libres, les da amplio espacio y una valentía mayor» (Homilías sobre
la carta a los Efesios 9, 4, 1-3). Aquí encontramos la paradoja evangélica:
el amor cristiano es un vínculo, como hemos dicho, pero un vínculo que
libera. La imagen del vínculo, como os he dicho, nos remite a la situación
de san Pablo, que es «prisionero», está «en vínculo». El Apóstol está en
cadenas por causa del Señor; como Jesús mismo, se hizo esclavo para
liberarnos. Para conservar la unidad del espíritu es necesario que nuestro
comportamiento esté marcado por la humildad, la mansedumbre y la
magnanimidad que Jesús testimonió en su pasión; es necesario tener las
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manos y el corazón unidos por el vínculo de amor que él mismo aceptó
por nosotros, haciéndose nuestro siervo. Este es el «vínculo de la paz». En
el mismo comentario dice también san Juan Crisóstomo: «Uníos a
vuestros hermanos. Los que están así unidos en el amor lo soportan todo
con facilidad... Así quiere él que estemos unidos los unos a los otros, no
sólo para estar en paz, no sólo para ser amigos, sino para ser todos uno,
una sola alma» (ib.).
El texto paulino del que hemos meditado algunos elementos es muy
rico. Sólo he podido ofreceros algunas consideraciones, que encomiendo a
vuestra meditación. Pidamos a la Virgen María, la Virgen de la Confianza,
que nos ayude a caminar con alegría en la unidad del Espíritu. Gracias.

CRISTO ES LA ROCA DE NUESTRA VIDA


20110306. Ángelus
El Evangelio de este domingo presenta la conclusión del «Sermón de
la montaña», donde el Señor Jesús, a través de la parábola de las dos
casas, una construida sobre roca y otra sobre arena, invita a sus discípulos
a escuchar sus palabras y a ponerlas en práctica (cf. Mt 7, 24). De este
modo sitúa al discípulo y su camino de fe en el horizonte de la Alianza,
constituida por la relación que Dios estableció con el hombre, a través del
don de su Palabra, entrando en comunicación con nosotros. El concilio
Vaticano II afirma: «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres
como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía».
(Dei Verbum, 2). «En esta visión, cada hombre se presenta como el
destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo
de amor mediante su respuesta libre» (Verbum Domini, 22). Jesús es la
Palabra viva de Dios. Cuando enseñaba, la gente reconocía en sus palabras
la misma autoridad divina, sentía la cercanía del Señor, su amor
misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en todo lugar, quien
tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la lectura del
santo Evangelio, queda fascinado con él, reconociendo que en su
predicación, en sus gestos, en su Persona, él nos revela el verdadero rostro
de Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir
la alegría de ser hijos del Padre que está en el cielo, indicándonos la base
sólida sobre la cual debemos edificar nuestra vida.
Pero a menudo el hombre no construye su obrar, su existencia, sobre
esta identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y
del dinero, pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a la
insuprimible demanda de felicidad y de plenitud que lleva en su alma. Y
nosotros, ¿sobre qué queremos construir nuestra vida? ¿Quién puede
responder verdaderamente a la inquietud de nuestro corazón? ¡Cristo es la
roca de nuestra vida! Él es la Palabra eterna y definitiva que no hace temer
ningún tipo de adversidad, de dificultad, de molestia (cf. Verbum
Domini, 10). Que la Palabra de Dios impregne toda nuestra vida, nuestro
pensamiento y nuestra acción, como proclama la primera lectura de la
liturgia de hoy, tomada del libro del Deuteronomio: «Meted estas palabras
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mías en vuestro corazón y en vuestra alma, atadlas a la muñeca como un
signo y ponedlas de señal en vuestra frente» (11, 18). Queridos hermanos,
os exhorto a dedicar tiempo cada día a la Palabra de Dios, a alimentaros
de ella, a meditarla continuamente. Es una ayuda preciosa también para
evitar un activismo superficial, que puede satisfacer por un momento el
orgullo, pero que al final nos deja vacíos e insatisfechos.
Invocamos la ayuda de la Virgen María, cuya existencia estuvo
marcada por la fidelidad a la Palabra de Dios. La contemplamos en la
Anunciación, al pie de la cruz, y ahora, partícipe de la gloria de Cristo
resucitado. Como ella, queremos renovar nuestro «sí» y encomendar con
confianza a Dios nuestro camino.

CUARESMA: DON PRECIOSO DE DIOS


20110309. Homilía. Miércoles de Ceniza
Comenzamos hoy el tiempo litúrgico de Cuaresma con el sugestivo
rito de la imposición de la ceniza, a través del cual queremos asumir el
compromiso de orientar nuestro corazón hacia el horizonte de la Gracia.
Por lo general, en la opinión de la mayoría, este tiempo corre el peligro de
evocar tristeza, el tono gris de la vida. En cambio, es un don precioso de
Dios, es un tiempo fuerte y denso de significado en el camino de la
Iglesia; es el itinerario hacia la Pascua del Señor. Las lecturas bíblicas de
la celebración de hoy nos ofrecen indicaciones para vivir en plenitud esta
experiencia espiritual.
«Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). En la primera lectura,
tomada del libro del profeta Joel, hemos escuchado estas palabras con las
que Dios invita al pueblo judío a un arrepentimiento sincero, no ficticio.
No se trata de una conversión superficial y transitoria, sino de un itinerario
espiritual que concierne en profundidad a las actitudes de la conciencia, y
supone un sincero propósito de enmienda. El profeta, con el fin de invitar
a una penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras (cf. 2, 13),
se inspira en la plaga de la invasión de langostas que asoló al pueblo
destruyendo los cultivos. Se trata, por tanto, de poner en práctica una
actitud de auténtica conversión a Dios —volver a él—, reconociendo su
santidad, su poder, su grandeza. Esta conversión es posible porque Dios es
rico en misericordia y grande en el amor. Su misericordia es una
misericordia regeneradora, que crea en nosotros un corazón puro, renueva
por dentro con espíritu firme, devolviéndonos la alegría de la salvación
(cf. Sal 50, 14). Como dice el profeta, Dios no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). El profeta Joel
ordena, en nombre del Señor, que se cree un ambiente penitencial
propicio: es necesario tocar la trompeta, convocar la asamblea, despertar
las conciencias. El período cuaresmal nos propone este ámbito litúrgico y
penitencial: un camino de cuarenta días en el que podamos experimentar
de manera eficaz el amor misericordioso de Dios. Hoy resuena para
nosotros la llamada: «Convertíos a mí de todo corazón». Hoy somos
nosotros quienes recibimos la llamada a convertir nuestro corazón a Dios,
67
siempre conscientes de que no podemos realizar nuestra conversión sólo
con nuestras fuerzas, porque es Dios quien nos convierte. Él nos sigue
ofreciendo su perdón, invitándonos a volver a él para darnos un corazón
nuevo, purificado del mal que lo oprime, para hacernos partícipes de su
gozo. Nuestro mundo necesita ser convertido por Dios, necesita su perdón,
su amor; necesita un corazón nuevo.
«Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5, 20). En la segunda lectura, san
Pablo nos ofrece otro elemento del camino de la conversión. El Apóstol
invita a desviar la mirada de él, y a dirigir la atención hacia quien lo envió
y al contenido de su mensaje: «Nosotros actuamos como enviados de
Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En
nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (ib.). Un
enviado transmite lo que escuchó de labios de su Señor y habla con la
autoridad y dentro de los límites que ha recibido. Quien desempeña la
función de enviado no debe atraer la atención sobre sí mismo, sino que
debe ponerse al servicio del mensaje que debe transmitir y de quien lo
envió. Así actúa san Pablo al desempeñar su ministerio de predicador de la
Palabra de Dios y de Apóstol de Jesucristo. Él no se echa atrás ante la
misión recibida, sino que la desempeña con entrega total, invitando a
abrirse a la Gracia, a dejar que Dios nos convierta: «Como cooperadores
suyos, —escribe— os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de
Dios» (2 Co 6, 1). «La llamada de Cristo a la conversión —nos dice
el Catecismo de la Iglesia católica— sigue resonando en la vida de los
cristianos. (...) Es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe
en su propio seno a los pecadores” y que, “santa al mismo tiempo que
necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación”. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es
el movimiento del “corazón contrito” (Sal51, 19), atraído y movido por la
gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado
primero» (n. 1428). San Pablo habla a los cristianos de Corinto, pero a
través de ellos quiere dirigirse a todos los hombres. En efecto, todos tienen
necesidad de la gracia de Dios, que ilumine la mente y el corazón. El
Apóstol apremia: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la
salvación» (2 Co 6, 2). Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su
amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristianos debemos ser un
mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único
Evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí nuestra
responsabilidad siguiendo las huellas de san Pablo; he aquí un motivo más
para vivir bien la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en
dificultad, que necesita volver a Dios, que necesita convertirse.
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para
ser vistos» (Mt 6, 1). Jesús, en el Evangelio de hoy, hace una relectura de
las tres obras de misericordia fundamentales previstas por la ley de
Moisés. La limosna, la oración y el ayuno caracterizan al judío observante
de la ley. Con el transcurso del tiempo, estas prescripciones cayeron en el
formalismo exterior, o incluso se transformaron en un signo de
superioridad. Jesús pone de relieve una tentación común en estas tres
68
obras de misericordia. Cuando se realiza una obra buena, casi por instinto
surge el deseo de ser estimados y admirados por la buena acción, es decir,
se busca una satisfacción. Y esto, por una parte, nos encierra en nosotros
mismos y, por otra, nos hace salir de nosotros mismos, porque vivimos
proyectados hacia lo que los demás piensan de nosotros y admiran en
nosotros. El Señor Jesús, al proponer de nuevo estas prescripciones, no
pide un respeto formal a una ley ajena al hombre, impuesta como una
pesada carga por un legislador severo, sino que invita a redescubrir estas
tres obras de misericordia viviéndolas de manera más profunda, no por
amor propio, sino por amor a Dios, como medios en el camino de
conversión a él. Limosna, oración y ayuno: es el camino de la pedagogía
divina que nos acompaña, no sólo durante la Cuaresma, hacia el encuentro
con el Señor resucitado; un camino que hemos de recorrer sin ostentación,
con la certeza de que el Padre celestial sabe leer y ver también en lo
secreto de nuestro corazón.
Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y gozosos el
itinerario cuaresmal. Cuarenta días nos separan de la Pascua; este tiempo
«fuerte» del Año litúrgico es un tiempo favorable que se nos ofrece para
esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la
escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el
corazón a la acogida dócil de la voluntad divina, para practicar con más
generosidad la mortificación, gracias a la cual podamos salir con mayor
liberalidad en ayuda del prójimo necesitado: un itinerario espiritual que
nos prepara a revivir el Misterio pascual.
Que María, nuestra guía en el camino cuaresmal, nos lleve a un
conocimiento cada vez más profundo de Cristo, muerto y resucitado; nos
ayude en el combate espiritual contra el pecado; y nos sostenga al invocar
con fuerza: «Converte nos, Deus, salutaris noster», «Conviértenos a ti, oh
Dios, nuestra salvación». Amén.

SER CADA VEZ MÁS SACERDOTES


20110310. Discurso. Lectio divina con el clero de Roma
Hemos escuchado el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (20, 17-38)
en el que san Pablo habla a los presbíteros de Éfeso, narrado expresamente
por san Lucas como testamento del Apóstol, como discurso destinado no
sólo a los presbíteros de Éfeso sino también a los presbíteros de todos los
tiempos. San Pablo no sólo habla a quienes estaban presentes en aquel
lugar, sino que también nos habla realmente a nosotros. Por tanto,
tratemos de comprender lo que nos dice a nosotros en esta hora.
Comienzo: "Vosotros habéis comprobado cómo he procedido con vosotros
todo el tiempo que he estado aquí" (v. 18); y sobre su comportamiento
durante todo el tiempo san Pablo dice, al final: "De día y de noche, no he
cesado de aconsejar (...) a cada uno" (v. 31). Esto quiere decir que durante
todo ese tiempo era anunciador, mensajero y embajador de Cristo para
ellos; era sacerdote para ellos. En cierto sentido, se podría decir que era un
sacerdote trabajador, porque -como dice también en este pasaje-, trabajó
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con sus manos como tejedor de tiendas para no pesar sobre sus bienes,
para ser libre, para dejarlos libres. Pero aunque trabajaba con las manos,
durante todo este tiempo fue sacerdote, todo el tiempo aconsejó. En otras
palabras, aunque exteriormente no estuvo todo el tiempo a disposición de
la predicación, su corazón y su alma estuvieron siempre presentes para
ellos; estaba animado por la Palabra de Dios, por su misión. Me parece
que este es un aspecto muy importante: no se es sacerdote sólo por un
tiempo; se es siempre, con toda el alma, con todo el corazón. Este ser con
Cristo y ser embajador de Cristo, este ser para los demás, es una misión
que penetra nuestro ser y debe penetrar cada vez más en la totalidad de
nuestro ser.
San Pablo, además, dice: "He servido al Señor con toda humildad" (v.
19). "Servido" es una palabra clave de todo el Evangelio. Cristo mismo
dice: no he venido a ser servido sino a servir (cf. Mt 20, 28). Él es el
Servidor de Dios, y Pablo y los Apóstoles son también "servidores"; no
señores de la fe, sino servidores de vuestra alegría, dice san Pablo en la
segunda carta a los Corintios (cf. 1, 24). "Servir" debe ser determinante
también para nosotros: somos servidores. Y "servir" quiere decir no hacer
lo que yo me propongo, lo que para mí sería más agradable; "servir"
quiere decir dejarme imponer el peso del Señor, el yugo del Señor;
"servir" quiere decir no buscar mis preferencias, mis prioridades, sino
realmente "ponerme al servicio del otro". Esto quiere decir que también
nosotros a menudo debemos hacer cosas que no parecen inmediatamente
espirituales y no responden siempre a nuestras elecciones. Todos, desde el
Papa hasta el último vicario parroquial, debemos realizar trabajos de
administración, trabajos temporales; sin embargo, los hacemos como
servicio, como parte de lo que el Señor nos impone en la Iglesia, y
hacemos lo que la Iglesia nos dice y espera de nosotros. Es importante este
aspecto concreto del servicio, porque no elegimos nosotros qué hacer, sino
que somos servidores de Cristo en la Iglesia y trabajamos como la Iglesia
nos dice, donde la Iglesia nos llama, y tratamos de ser precisamente así:
servidores que no hacen su voluntad, sino la voluntad del Señor. En la
Iglesia somos realmente embajadores de Cristo y servidores del
Evangelio.
"He servido al Señor con toda humildad". También "humildad" es una
palabra clave del Evangelio, de todo el Nuevo Testamento. En la humildad
nos precede el Señor. En la carta a los Filipenses, san Pablo nos recuerda
que Cristo, que estaba sobre todos nosotros, que era realmente divino en la
gloria de Dios, se humilló, se despojó de su rango haciéndose hombre,
aceptando toda la fragilidad del ser humano, llegando hasta la obediencia
última de la cruz (cf. 2, 5-8). "Humildad" no quiere decir falsa modestia
-agradecemos los dones que el Señor nos ha concedido-, sino que indica
que somos conscientes de que todo lo que podemos hacer es don de Dios,
se nos concede para el reino de Dios. Trabajamos con esta "humildad", sin
tratar de aparecer. No buscamos alabanzas, no buscamos que nos vean;
para nosotros no es un criterio decisivo pensar qué dirán de nosotros en
los diarios o en otros sitios, sino qué dice Dios. Esta es la verdadera
70
humildad: no aparecer ante los hombres, sino estar en la presencia de Dios
y trabajar con humildad por Dios, y de esta manera servir realmente
también a la humanidad y a los hombres.
"No he omitido por miedo nada de cuanto os pudiera aprovechar,
predicando y enseñando" (v. 20). San Pablo, después de algunas frases,
vuelve sobre este aspecto y afirma: "No tuve miedo de anunciaros
enteramente el plan de Dios" (v. 27). Esto es importante: el Apóstol no
predica un cristianismo "a la carta", según sus gustos; no predica un
Evangelio según sus ideas teológicas preferidas; no se sustrae al
compromiso de anunciar toda la voluntad de Dios, también la voluntad
incómoda, incluidos los temas que personalmente no le agradan tanto.
Nuestra misión es anunciar toda la voluntad de Dios, en su totalidad y
sencillez última. Pero es importante el hecho de que debemos predicar y
enseñar -como dice san Pablo-, y proponer realmente toda la voluntad de
Dios. Y pienso que si el mundo de hoy tiene curiosidad de conocer todo,
mucho más nosotros deberemos tener la curiosidad de conocer la voluntad
de Dios: ¿qué podría ser más interesante, más importante, más esencial
para nosotros que conocer lo que Dios quiere, conocer la voluntad de
Dios, el rostro de Dios? Esta curiosidad interior debería ser también
nuestra curiosidad por conocer mejor, de modo más completo, la voluntad
de Dios. Debemos responder y despertar esta curiosidad en los demás,
curiosidad por conocer verdaderamente toda la voluntad de Dios, y así
conocer cómo podemos y cómo debemos vivir, cuál es el camino de
nuestra vida. Así pues, deberíamos dar a conocer y comprender -en la
medida de lo posible- el contenido del Credo de la Iglesia, desde la
creación hasta la vuelta del Señor, hasta el mundo nuevo. La doctrina, la
liturgia, la moral y la oración -las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia
católica- indican esta totalidad de la voluntad de Dios. También es
importante no perdernos en los detalles, no dar la idea de que el
cristianismo es un paquete inmenso de cosas por aprender. En resumidas
cuentas, es algo sencillo: Dios se ha revelado en Cristo. Pero entrar en esta
sencillez -creo en Dios que se revela en Cristo y quiero ver y realizar su
voluntad- tiene contenidos y, según las situaciones, entramos en detalles o
no, pero es esencial hacer comprender por una parte la sencillez última de
la fe. Creer en Dios como se ha revelado en Cristo es también la riqueza
interior de esta fe, las respuestas que da a nuestras preguntas, también las
respuestas que en un primer momento no nos gustan y que, sin embargo,
son el camino de la vida, el verdadero camino; en cuanto afrontamos estas
cosas, aunque no nos resulten tan agradables, podemos comprender,
comenzamos a comprender lo que es realmente la verdad. Y la verdad es
bella. La voluntad de Dios es buena, es la bondad misma.
Después, el Apóstol afirma: "He predicado en público y en privado,
dando solemne testimonio tanto a judíos como a griegos, para que se
convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesucristo" (v. 20-21).
Aquí hay una síntesis de lo esencial: conversión a Dios, fe en Jesús. Pero
fijemos por un momento la atención en la palabra "conversión", que es la
palabra central o una de las palabras centrales del Nuevo Testamento.
71
Aquí, para conocer las dimensiones de esta palabra, es interesante estar
atentos a las diversas palabras bíblicas: en hebreo, "šub" quiere decir
"invertir la ruta", comenzar con una nueva dirección de vida; en griego,
"metánoia", "cambio de manera de pensar"; en latín, "poenitentia", "acción
mía para dejarme transformar"; en italiano, "conversione", que coincide
más bien con la palabra hebrea que significa "nueva dirección de la vida".
Tal vez podemos ver de manera particular el porqué de la palabra del
Nuevo Testamento, la palabra griega "metánoia", "cambio de manera de
pensar". En un primer momento el pensamiento parece típicamente griego,
pero, profundizando, vemos que expresa realmente lo esencial de lo que
dicen también las otras lenguas: cambio de pensamiento, o sea, cambio
real de nuestra visión de la realidad. Como hemos nacido en el pecado
original, para nosotros "realidad" son las cosas que podemos tocar, el
dinero, mi posición; son las cosas de todos los días que vemos en el
telediario: esta es la realidad. Y las cosas espirituales se encuentran
"detrás" de la realidad: "Metánoia", cambio de manera de pensar, quiere
decir invertir esta impresión. Lo esencial, la realidad, no son las cosas
materiales, ni el dinero, ni el edificio, ni lo que puedo tener. La realidad de
las realidades es Dios. Esta realidad invisible, aparentemente lejana de
nosotros, es la realidad. Aprender esto, y así invertir nuestro pensamiento,
juzgar verdaderamente que lo real que debe orientar todo es Dios, son las
palabras, la Palabra de Dios. Este es el criterio, el criterio de todo lo que
hago: Dios. Esto es realmente conversión, si mi concepto de realidad ha
cambiado, si mi pensamiento ha cambiado. Y esto debe impregnar luego
todos los ámbitos de mi vida: en el juicio sobre cada cosa debo tener como
criterio lo que Dios dice sobre eso. Esto es lo esencial, no cuánto obtengo
ahora, no el beneficio o el perjuicio que obtendré, sino la verdadera
realidad, orientarnos hacia esta realidad. Me parece que en la Cuaresma,
que es camino de conversión, debemos volver a realizar cada año esta
inversión del concepto de realidad, es decir, que Dios es la realidad, Cristo
es la realidad y el criterio de mi acción y de mi pensamiento; realizar esta
nueva orientación de nuestra vida. Y de igual modo la palabra latina
"poenitentia", que nos parece algo demasiado exterior y quizá una forma
de activismo, se transforma en real: ejercitar esto quiere decir ejercitar el
dominio de mí mismo, dejarme transformar, con toda mi vida, por la
Palabra de Dios, por el pensamiento nuevo que viene del Señor y me
muestra la verdadera realidad. De este modo, no sólo se trata de
pensamiento, de intelecto, sino de la totalidad de mi ser, de mi visión de la
realidad. Este cambio de pensamiento, que es conversión, llega a mi
corazón y une intelecto y corazón, y pone fin a esta separación entre
intelecto y corazón, integra mi personalidad en el corazón, que es abierto
por Dios y se abre a Dios. Y así encuentro el camino, el pensamiento se
convierte en fe, esto es, tener confianza en el Señor, confiar en el Señor,
vivir con él y emprender su camino en un verdadero seguimiento de
Cristo.
San Pablo continúa: "Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén,
encadenado por el Espíritu. No sé lo que me pasará allí, salvo que el
72
Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan
cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar
mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo
del Evangelio de la gracia de Dios" (vv. 22-24). San Pablo sabe que
probablemente este viaje a Jerusalén le costará la vida: será un viaje hacia
el martirio. Aquí debemos tener presente el porqué de su viaje. Va a
Jerusalén para entregar a esa comunidad, a la Iglesia de Jerusalén, la suma
de dinero recogida para los pobres en el mundo de los gentiles. Por tanto,
es un viaje de caridad, pero es algo más: es una expresión del
reconocimiento de la unidad de la Iglesia entre judíos y gentiles, un
reconocimiento formal del primado de Jerusalén en ese tiempo, del
primado de los primeros Apóstoles, un reconocimiento de la unidad y de
la universalidad de la Iglesia. En este sentido, el viaje tiene un significado
eclesiológico y también cristológico, porque así tiene mucho valor para él
este reconocimiento, esta expresión visible de la unicidad y de la
universalidad de la Iglesia, que tiene en cuenta también el martirio. La
unidad de la Iglesia vale el martirio. Así dice san Pablo: "Pero a mí no me
importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que
recibí del Señor" (v. 24). El mero sobrevivir biológico -dice san Pablo- no
es el primer valor para mí; el primer valor para mí es consumar el
ministerio; el primer valor para mí es estar con Cristo; vivir con Cristo es
la verdadera vida. Aunque perdiera la vida biológica, no perdería la
verdadera vida. En cambio, si perdiera la comunión con Cristo para
conservar la vida biológica, perdería precisamente la vida misma, lo
esencial de su ser. También esto me parece importante: tener las
prioridades justas. Ciertamente debemos estar atentos a nuestra salud, a
trabajar con racionabilidad, pero también debemos saber que el valor
último es estar en comunión con Cristo; vivir nuestro servicio y
perfeccionarlo lleva a completar la carrera. Tal vez podemos reflexionar
un poco más sobre esta expresión: "completar mi carrera". Hasta el final el
Apóstol quiere ser servidor de Jesús, embajador de Jesús para el Evangelio
de Dios. Es importante que también en la vejez, aunque pasen los años, no
perdamos el celo, la alegría de haber sido llamados por el Señor. Yo diría
que, en cierto sentido, al inicio del camino sacerdotal es fácil estar llenos
de celo, de esperanza, de valor, de actividad, pero al ver cómo van las
cosas, al ver que el mundo sigue igual, al ver que el servicio se hace
pesado, se puede perder fácilmente un poco este entusiasmo. Volvamos
siempre a la Palabra de Dios, a la oración, a la comunión con Cristo en el
Sacramento -esta intimidad con Cristo- y dejémonos renovar nuestra
juventud espiritual, renovar el celo, la alegría de poder ir con Cristo hasta
el final, de "completar la carrera", siempre con el entusiasmo de haber
sido llamados por Cristo para este gran servicio, para el Evangelio de la
gracia de Dios. Y esto es importante. Hemos hablado de humildad, de esta
voluntad de Dios, que puede ser dura. Al final, el título de todo el
Evangelio de la gracia de Dios es "Evangelio", es "Buena Nueva" que
Dios nos conoce, que Dios me ama, y que el Evangelio, la voluntad última
de Dios es gracia. Recordemos que la carrera del Evangelio comienza en
73
Nazaret, en la habitación de María, con las palabras "Dios te salve María",
que en griego se dice: "Chaire kecharitomene": "Alégrate, porque estás
llena de gracia". Estas palabras constituyen el hilo conductor: el Evangelio
es invitación a la alegría porque estamos en la gracia, y la última palabra
de Dios es la gracia.
A continuación viene el pasaje sobre el martirio inminente. Aquí hay
una frase muy importante, que quiero meditar un poco con vosotros:
"Velad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu
Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que
él se adquirió con la sangre de su propio Hijo" (v. 28). Comienzo por la
palabra "Velad". Hace algunos días tuve la catequesis sobre san Pedro
Canisio, apóstol de Alemania en la época de la Reforma, y se me quedó
grabada una palabra de este santo, una palabra que era para él un grito de
angustia en su momento histórico. Dice: "Ved, Pedro duerme; Judas, en
cambio, está despierto". Esto nos hace pensar: la somnolencia de los
buenos. El Papa Pío XI dijo: "El gran problema de nuestro tiempo no son
las fuerzas negativas, sino la somnolencia de los buenos". "Velad":
meditemos esto, y pensemos que el Señor en el Huerto de los Olivos repite
dos veces a sus discípulos: "Velad", y ellos duermen. "Velad", nos dice a
nosotros; tratemos de no dormir en este tiempo, sino de estar realmente
dispuestos para la voluntad de Dios y para la presencia de su Palabra, de
su Reino.
"Velad por vosotros mismos" (v. 28): estas palabras también valen para
los presbíteros de todos los tiempos. Hay un activismo con buenas
intenciones, pero en el que uno descuida la propia alma, la propia vida
espiritual, el propio estar con Cristo. San Carlos Borromeo, en la lectura
del breviario de su memoria litúrgica, nos dice cada año: no puedes ser un
buen servidor de los demás si descuidas tu alma. "Velad por vosotros
mismos": estemos atentos también a nuestra vida espiritual, a nuestro estar
con Cristo. Como he dicho en muchas ocasiones: orar y meditar la Palabra
de Dios no es tiempo perdido para la atención a las almas, sino que es
condición para que podamos estar realmente en contacto con el Señor y
así hablar de primera mano del Señor a los demás. "Velad por vosotros
mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto
como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios" (v. 28). Aquí son
importantes dos palabras. En primer lugar: "el Espíritu Santo os ha
puesto"; es decir, el sacerdocio no es una realidad en la que uno encuentra
una ocupación, una profesión útil, hermosa, que le agrada y se elige. ¡No!
Nos ha constituido el Espíritu Santo. Sólo Dios nos puede hacer
sacerdotes; sólo Dios puede elegir a sus sacerdotes; y, si somos elegidos,
somos elegidos por él. Aquí aparece claramente el carácter sacramental
del presbiterado y del sacerdocio, que no es una profesión que debe
desempeñarse porque alguien debe administrar las cosas, y también debe
predicar. No es algo que hagamos nosotros solamente. Es una elección del
Espíritu Santo, y en esta voluntad del Espíritu Santo, voluntad de Dios,
vivimos y buscamos cada vez más dejarnos llevar de la mano por el
Espíritu Santo, por el Señor mismo. En segundo lugar: "os ha puesto como
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guardianes para pastorear". La palabra que el texto español traduce por
"guardianes" en griego es "epískopos". San Pablo habla a los presbíteros,
pero aquí los llama "epískopoi". Podemos decir que, en la evolución de la
realidad de la Iglesia, los dos ministerios aún no estaban divididos
claramente, no eran distintos; evidentemente son el único sacerdocio de
Cristo y ellos, los presbíteros, son también "epískopoi". La palabra
"presbítero" viene sobre todo de la tradición judía, donde estaba vigente el
sistema de los "ancianos", de los "presbíteros", mientras que la palabra
"epískopos" fue creada -o encontrada- en el ámbito de la Iglesia por los
paganos, y proviene del lenguaje de la administración romana.
"Epískopoi" son los que vigilan, los que tienen una responsabilidad
administrativa para vigilar cómo van las cosas. Los cristianos eligieron
esta palabra en el ámbito pagano-cristiano para expresar el oficio del
presbítero, del sacerdote, pero como es obvio cambió inmediatamente el
significado de la palabra. La palabra "epískopoi" se identificó de
inmediato con la palabra "pastores". O sea, vigilar es "apacentar",
desempeñar la misión de pastor: en realidad de inmediato se convirtió en
"poimainein", "apacentar" a la Iglesia de Dios; está pensado en el sentido
de esta responsabilidad respecto de los demás, de este amor por el rebaño
de Dios. Y no olvidemos que en el antiguo Oriente "pastor" era el título de
los reyes: son los pastores del rebaño, que es el pueblo. Seguidamente, el
rey-Cristo, al ser el verdadero rey, transforma interiormente este concepto.
Es el Pastor que se hace cordero, el pastor que se deja matar por los
demás, para defenderlos del lobo; el pastor cuyo primer significado es
amar a este rebaño y así dar vida, alimentar, proteger. Tal vez estos son los
dos conceptos centrales para este oficio del "pastor": alimentar dando a
conocer la Palabra de Dios, no sólo con las palabras, sino testimoniándola
por voluntad de Dios; y proteger con la oración, con todo el compromiso
de la propia vida. Pastores, el otro significado que percibieron los Padres
en la palabra cristiana "epískopoi", es: quien vigila no como un burócrata,
sino como quien ve desde el punto de vista de Dios, camina hacia la altura
de Dios y a la luz de Dios ve a esta pequeña comunidad de la Iglesia. Para
un pastor de la Iglesia, para un sacerdote, un "epískopos", es importante
también que vea desde el punto de vista de Dios, que trate de ver desde lo
alto, con el criterio de Dios y no según sus propias preferencias, sino
como juzga Dios. Ver desde esta altura de Dios y así amar con Dios y por
Dios.
"Pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su
propio Hijo" (v. 28). Aquí encontramos una palabra central sobre la
Iglesia. La Iglesia no es una organización que se ha formado poco a poco;
la Iglesia nació en la cruz. El Hijo adquirió la Iglesia en la cruz y no sólo
la Iglesia de ese momento, sino la Iglesia de todos los tiempos. Con su
sangre adquirió esta porción del pueblo, del mundo, para Dios. Y creo que
esto nos debe hacer pensar. Cristo, Dios creó la Iglesia, la nueva Eva, con
su sangre. Así nos ama y nos ha amado, y esto es verdad en todo
momento. Y esto nos debe llevar también a comprender que la Iglesia es
un don, a sentirnos felices por haber sido llamados a ser Iglesia de Dios, a
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alegrarnos de pertenecer a la Iglesia. Ciertamente, siempre hay aspectos
negativos, difíciles, pero en el fondo debe quedar esto: es un don bellísimo
el poder vivir en la Iglesia de Dios, en la Iglesia que el Señor se adquirió
con su sangre. Estar llamados a conocer realmente el rostro de Dios,
conocer su voluntad, conocer su gracia, conocer este amor supremo, esta
gracia que nos guía y nos lleva de la mano. Felicidad por ser Iglesia,
alegría por ser Iglesia. Me parece que debemos volver a aprender esto. El
miedo al triunfalismo tal vez nos ha hecho olvidar un poco que es
hermoso estar en la Iglesia y que esto no es triunfalismo, sino humildad,
agradecer el don del Señor.
Sigue inmediatamente que esta Iglesia no siempre es sólo don de Dios
y divina, sino también muy humana: "Se meterán entre vosotros lobos
feroces" (v. 29). La Iglesia siempre está amenazada; siempre existe el
peligro, la oposición del diablo, que no acepta que en la humanidad se
encuentre presente este nuevo pueblo de Dios, que esté la presencia de
Dios en una comunidad viva. Así pues, no debe sorprendernos que
siempre haya dificultades, que siempre haya hierba mala en el campo de la
Iglesia. Siempre ha sido así y siempre será así. Pero debemos ser
conscientes, con alegría, de que la verdad es más fuerte que la mentira, de
que el amor es más fuerte que el odio, de que Dios es más fuerte que todas
las fuerzas contrarias a él. Y con esta alegría, con esta certeza interior
emprendemos nuestro camino inter consolationes Dei et persecutiones
mundi, dice el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 8): entre las
consolaciones de Dios y las persecuciones del mundo.
Y ahora el penúltimo versículo. En este punto no deseo entrar en
detalles: al final aparece un elemento importante de la Iglesia, del ser
cristianos. "Siempre os he enseñado que es trabajando como se debe
socorrer a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús, que
dijo: "Hay más dicha en dar que en recibir"" (v. 35). La opción
preferencial por los pobres, el amor por los débiles es fundamental para la
Iglesia, es fundamental para el servicio de cada uno de nosotros: estar
atentos con gran amor a los débiles, aunque tal vez no sean simpáticos,
sino difíciles. Pero ellos esperan nuestra caridad, nuestro amor, y Dios
espera este amor nuestro. En comunión con Cristo estamos llamados a
socorrer a los débiles con nuestro amor, con nuestras obras.
Y el último versículo: "Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y
oró con todos ellos" (v. 36). Al final, el discurso se transforma en oración
y san Pablo se arrodilla. San Lucas nos recuerda que también el Señor en
el Huerto de los Olivos oró de rodillas, y nos dice que del mismo modo
san Esteban, en el momento del martirio, se arrodilló para orar. Orar de
rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad,
dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad.
Detrás de esto aparece la palabra de san Pablo en la carta a los Filipenses,
que es la transformación cristológica de una palabra del profeta Isaías, el
cual, en el capítulo 45, dice que todo el mundo, el cielo, la tierra y el
abismo, se arrodillará ante el Dios de Israel (cf. Is 45, 23). Y san Pablo
precisa: Cristo bajó del cielo a la cruz, la obediencia última. Y en este
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momento se realiza esta palabra del Profeta: ante Cristo crucificado todo
el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cf. Flp 2, 10-11). Él
es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de
Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos
ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de
servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios,
la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el
cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos.
El discurso de san Pablo termina con la oración. También nuestros
discursos deben terminar con la oración. Oremos al Señor para que nos
ayude a estar cada vez más impregnados de su Palabra, a ser cada vez más
testigos y no sólo maestros, a ser cada vez más sacerdotes, pastores,
"epískopoi", es decir, los que ven con Dios y desempeñan el servicio del
Evangelio de Dios, el servicio del Evangelio de la gracia.

EL ECLIPSE DE DIOS CONLLEVA EL ECLIPSE DEL PECADO


20110313. Ángelus
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo litúrgico de
cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino espiritual de
preparación para la Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que
se dirige decididamente hacia la cruz, culmen de su misión de salvación.
Si nos preguntamos: ¿por qué la Cuaresma? ¿Por qué la cruz? La
respuesta, en términos radicales, es esta: porque existe el mal, más aún, el
pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero
esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y muchos
rechazan la misma palabra "pecado", pues supone una visión religiosa del
mundo y del hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del
mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se oculta el sol
desaparecen las sombras -la sombra sólo aparece cuando hay sol-, del
mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del
pecado. Por eso, el sentido del pecado -que no es lo mismo que el "sentido
de culpa", como lo entiende la psicología-, se alcanza redescubriendo el
sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con
ocasión de su doble pecado de adulterio y homicidio: "Contra ti -dice
David, dirigiéndose a Dios-, contra ti sólo pequé" (Sal 51, 6).
Ante el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y
salvar al pecador. Dios no tolera el mal, porque es amor, justicia, fidelidad;
y precisamente por esto no quiere la muerte del pecador, sino que se
convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en
toda la historia del pueblo judío, desde la liberación de Egipto. Dios está
decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirlos a la
libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del
pecado. Por esto, Dios envió a su Hijo al mundo: para liberar a los
hombres del dominio de Satanás, "origen y causa de todo pecado". Lo
envió a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de
expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación
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definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como
lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el
desierto, que se proclama cada año en el primer domingo de Cuaresma. De
hecho, entrar en este tiempo litúrgico significa ponerse cada vez del lado
de Cristo contra el pecado, afrontar -sea como individuos sea como
Iglesia- el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de
Ceniza, oración colecta).
Por eso, invocamos la ayuda maternal de María santísima para el camino
cuaresmal que acaba de comenzar, a fin de que abunde en frutos de
conversión.

SAN JOSÉ, EL JUSTO


20110319. Discurso. Palabras al final de los ejercicios espirituales
Al final de este camino de reflexión, de meditación, de oración en
compañía de los santos amigos del Papa Juan Pablo II, quiero decir de
todo corazón: gracias a usted, padre Léthel, por su guía segura, por la
riqueza espiritual que nos ha dado. Nos ha presentado a los santos como
«estrellas» en el firmamento de la historia y, con su entusiasmo y su
alegría, usted nos ha introducido en el corro de estos santos y nos ha
mostrado que precisamente los santos «pequeños» son los santos
«grandes». Nos ha mostrado que la scientia fidei y la scientia amoris van
juntas y se complementan, que la razón grande y el gran amor van juntos,
más aún, que el gran amor ve más que la razón sola.
La Providencia ha querido que estos ejercicios concluyan en la fiesta
de san José, mi patrono personal y patrono de la santa Iglesia: un santo
humilde, un trabajador humilde, que fue considerado digno de ser
Custodio del Redentor.
San Mateo define a san José con una palabra: «Era un justo»,
«díkaios», que deriva de «dike», y en la visión del Antiguo Testamento,
como la encontramos por ejemplo en el Salmo 1, «justo» es el hombre que
está inmerso en la Palabra de Dios, que vive en la Palabra de Dios, que
vive la Ley no como un «yugo» sino como «alegría», vive —podríamos
decir— la Ley como «Evangelio». San José era justo, estaba inmerso en la
Palabra de Dios, escrita, transmitida en la sabiduría de su pueblo y
precisamente de esta manera estaba preparado y llamado a conocer al
Verbo encarnado —al Verbo que vino a nosotros como hombre— y
predestinado a custodiar, a proteger a este Verbo encarnado. Esta es su
misión para siempre: custodiar a la santa Iglesia y a nuestro Señor.

LOS SANTOS: CRISTO REFLEJADO EN SU IGLESIA


20110319. Carta. Al P. Léthel, predicador de los ejercicios
Es motivo de especial reconocimiento el itinerario que usted,
reverendo padre, nos ha impulsado a recorrer a través de las meditaciones:
un camino espiritual inspirado en el testimonio de mi venerable
predecesor Juan Pablo II, cuya próxima beatificación sugirió el tema de la
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santidad, para profundizarlo mediante el encuentro con las figuras vivas
de algunos santos y santas, como estrellas luminosas que giran alrededor
del Sol que es Cristo, Luz del mundo. Con este planteamiento, usted se ha
ajustado muy bien al programa de catequesis que he desarrollado en estos
años durante las audiencias generales, con el propósito de dar a conocer
mejor y amar a la Iglesia, tal como se muestra en la vida, en las obras y en
las enseñanzas de los santos: desde los Apóstoles, pasando por el amplio
grupo formado por los Padres y los demás escritores antiguos, los teólogos
y los místicos de la Edad Media, especialmente el nutrido grupo de
mujeres, hasta llegar a la serie de doctores de la Iglesia, que estoy a punto
de terminar. Esta línea de reflexión y de contemplación sobre el misterio
de Cristo reflejado, por decirlo así, en la existencia de sus más fieles
imitadores, constituye un elemento fundamental que heredé del Papa Juan
Pablo II y que he continuado con plena convicción y con gran alegría.

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR Y DEDICACIÓN DEL TEMPLO


20110320. Homilía. Dedicación parroquia San Corbiniano. Roma
Me alegra mucho estar entre vosotros para celebrar un acontecimiento
tan significativo como es la dedicación a Dios y al servicio de la
comunidad de esta iglesia en honor de san Corbiniano. La Providencia ha
querido que este encuentro tenga lugar el segundo domingo de Cuaresma,
que se caracteriza por el Evangelio de la Transfiguración de Jesús. Por
eso, hoy se unen dos elementos, ambos muy importantes: por una parte, el
misterio de la Transfiguración y, por otra, el del templo, es decir, de la
casa de Dios en medio de vuestras casas. Las lecturas bíblicas que hemos
escuchado han sido elegidas para iluminar estos dos aspectos.
La Transfiguración. El evangelista Mateo nos ha narrado lo que
aconteció cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de
sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en lo alto del
monte, ellos solos, el rostro de Jesús se volvió resplandeciente, al igual
que sus vestidos. Es lo que llamamos «Transfiguración»: un misterio
luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado? La Transfiguración es una
revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los
testigos oculares de ese acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles,
quedaron cubiertos por una nube, también ella luminosa —que en la
Biblia anuncia siempre la presencia de Dios— y oyeron una voz que
decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo»
(Mt 17, 5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el
misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y
también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.
El relato habla también de Moisés y Elías, que se aparecieron y
conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio guarda relación con
otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí
había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios
le había respondido que no lo vería cara a cara, sino sólo de espaldas
(cf. Ex 33, 18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación
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de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad,
ni con un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1 R19,
11-13). A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración no es
Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él en
quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues,
quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro
transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la
misericordia del Padre. Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés
tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez Mandamientos.
E igualmente en el monte Elías recibió de Dios la revelación divina de una
misión por realizar. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que
deberá realizar: ya lo conoce. Más bien son los Apóstoles quienes oyen, en
la nube, la voz de Dios que ordena: «Escuchadlo». La voluntad de Dios se
revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la
voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y,
con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera
invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en
el conocimiento y en el amor a Cristo, como individuos y como
comunidad parroquial; encontradlo en la Eucaristía, en la escucha de su
Palabra, en la oración, en la caridad.
El segundo punto es la Iglesia, como edificio y, sobre todo, como
comunidad. Ahora bien, antes de reflexionar sobre la dedicación de
vuestra iglesia, quiero deciros que hay un motivo particular que aumenta
mi alegría de encontrarme hoy con vosotros. De hecho, san Corbiniano es
el fundador de la diócesis de Freising, en Baviera, de la que fui obispo
durante cuatro años. En mi escudo episcopal quise incluir un elemento
íntimamente vinculado a la historia de este santo: el oso. Un oso —así se
narra— había devorado el caballo de Corbiniano, quien se dirigía a Roma.
Él se lo reprochó duramente, logró amansarlo y le cargó sobre el lomo su
equipaje, que hasta ese momento había llevado el caballo. El oso
transportó esa carga hasta Roma y sólo aquí el santo lo dejó libre de irse.
Tal vez aquí debo decir dos palabras sobre la vida de san Corbiniano.
San Corbiniano era francés, sacerdote de la zona de París, y había fundado
un monasterio en las inmediaciones de París. Era muy apreciado como
consejero espiritual, pero más bien buscaba la contemplación; por eso
vino a Roma para fundar aquí un monasterio cerca de las tumbas de los
apóstoles Pedro y Pablo. Con todo, el Papa Gregorio II —estamos
alrededor del año 720— apreciaba sus cualidades, había comprendido sus
cualidades, y lo ordenó obispo, encargándole que fuera a Baviera para
anunciar el Evangelio en esa tierra. Baviera: el Papa pensaba en el país
situado entre el Danubio y los Alpes, que durante quinientos años había
sido la provincia romana de la Raetia; sólo a finales del siglo V la
población latina había regresado en gran parte a Italia. Allí habían
quedado pocos, la gente sencilla; la tierra estaba poco habitada y había
entrado allí un pueblo nuevo, el pueblo bávaro, que había encontrado una
herencia cristiana porque el país había sido cristianizado durante la época
romana. La gente bávara había comprendido inmediatamente que esta era
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la verdadera religión y quería hacerse cristiana, pero faltaba gente culta,
faltaban sacerdotes para anunciar el Evangelio. Así el cristianismo había
permanecido muy fragmentario, incipiente. El Papa conocía esta situación,
conocía la sed de fe que había en aquel país; por eso encargó a san
Corbiniano que se dirigiera allí para anunciar el Evangelio. Y en Freising,
en la ciudad del duque, en una colina, el santo creó la catedral —ya había
encontrado un santuario de la Virgen—, y allí permaneció durante más de
mil años la sede del obispo. Sólo después del tiempo napoleónico se
trasladó treinta kilómetros más al sur, a Munich. Aún se llama diócesis de
Munich y Freising, y la majestuosa catedral románica de Freising sigue
siendo el corazón de la diócesis. Así vemos cómo los santos promueven la
unidad y la universalidad de la Iglesia. La universalidad: san Corbiniano
une Francia, Alemania y Roma. La unidad: san Corbiniano nos dice que la
Iglesia está fundada sobre Pedro y nos garantiza también la perennidad de
la Iglesia construida sobre roca, que hace mil años era la misma Iglesia de
hoy, porque el Señor es siempre el mismo. Él es siempre la Verdad,
siempre antigua y siempre nueva, actualísima, presente, y es la clave para
el futuro.
Ahora quiero dar las gracias a quienes han contribuido a construir esta
iglesia. Conozco el gran empeño de la diócesis de Roma por asegurar a
cada barrio complejos parroquiales adecuados. Reunidos en torno a la
Eucaristía, percibimos más fácilmente que la misión de cada comunidad
cristiana es llevar a todos el mensaje del amor de Dios, dar a conocer a
todos su rostro. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía sea
siempre el corazón de la vida de los fieles, como lo es hoy para vuestra
parroquia, aunque no todos sus miembros hayan podido participar en ella
personalmente.
Vivimos hoy una jornada importante, que corona los esfuerzos, los
trabajos, los sacrificios realizados, y el compromiso de la gente que reside
aquí para constituirse como comunidad cristiana y madura, capaz de tener
una iglesia ya consagrada definitivamente al culto de Dios. Me alegra que
ya se haya alcanzado esa meta, y estoy seguro de que favorecerá las
asambleas y el crecimiento de la familia de los creyentes en este territorio.
La Iglesia quiere estar presente en todos los barrios donde la gente vive y
trabaja, con el testimonio evangélico de cristianos coherentes y fieles, pero
también con edificios que permitan reunirse para la oración y los
sacramentos, para la formación cristiana y para entablar relaciones de
amistad y fraternidad, haciendo crecer a los niños, a los jóvenes, a las
familias y a los ancianos en el espíritu de comunidad que Cristo nos ha
enseñando y que el mundo tanto necesita.
Como se ha realizado el edificio parroquial, así mi visita desea
animaros a realizar cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois
vosotros. Lo hemos escuchado en la segunda lectura: «Vosotros sois
campo de Dios, edificio de Dios», escribe san Pablo a los Corintios (1
Co 3, 9) y a nosotros; y los exhorta a construir sobre el único cimiento
verdadero, que es Jesucristo (3, 11). Por eso, también yo os exhorto a
hacer de vuestra nueva iglesia el lugar en donde se aprende a escuchar la
81
Palabra de Dios, la «escuela» permanente de vida cristiana de la que parte
toda actividad de esta parroquia joven y comprometida. Sobre este aspecto
es iluminador el texto del libro de Nehemíasque se nos ha propuesto en la
primera lectura. En él se ve bien que Israel es el pueblo convocado para
escuchar la Palabra de Dios, escrita en el libro de la Ley. Los ministros
leen solemnemente este libro y lo explican al pueblo, que está de pie, alza
las manos al cielo y luego se arrodilla y se postra rostro en tierra, como
signo de adoración. Es una verdadera liturgia, animada por la fe en Dios
que habla, por el arrepentimiento de la propia infidelidad a la Ley del
Señor, pero sobre todo por la alegría de que la proclamación de su Palabra
es signo de que él no ha abandonado a su pueblo, que está cerca de él.
También vosotros, queridos hermanos y hermanas, al reuniros para
escuchar la Palabra de Dios con fe y perseverancia, os convertís, de
domingo en domingo, en Iglesia de Dios, formados y modelados
interiormente por su Palabra. ¡Qué gran don es este! Estad siempre
agradecidos por él.
Queridos amigos de san Corbiniano, el Señor Jesús, que llevó a los
Apóstoles al monte a orar y les manifestó su gloria, hoy nos ha invitado a
nosotros a esta nueva iglesia: aquí podemos escucharlo, aquí podemos
reconocer su presencia al partir el Pan eucarístico, y de este modo llegar a
ser Iglesia viva, templo del Espíritu Santo, signo del amor de Dios en el
mundo. Volved a vuestras casas con el corazón lleno de gratitud y de
alegría, porque formáis parte de este gran edificio espiritual que es la
Iglesia.

TRANSFIGURACIÓN: NO UN CAMBIO, SINO REVELACIÓN


20110320. Ángelus
Este domingo, segundo de Cuaresma, se suele denominar de la
Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de
Cristo. Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a Pedro,
a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2). Según los
sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza,
pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un
esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina
toda la historia de la salvación. San Máximo el Confesor afirma que «los
vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras
de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas»
(Ambiguum 10: pg 91, 1128 b).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron
Moisés y Elías conversando con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de
la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una
para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4). Pero san Agustín
comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; él «es la
82
Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los
Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78, 3: pl 38, 491). De hecho, el Padre
mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco.
Escuchadlo» (Mt 17, 5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús,
sino que es la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su
ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre,
Jesús mismo es Luz de Luz» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 361).
Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan
para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno:
«En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en la medida de su
capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado,
comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú
eres verdaderamente el esplendor del Padre» (Kontákion eis ten
metamórphosin, en: Menaia, t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de
este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la
Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os
exhorto, como escribe el siervo de Dios Pablo VI, «a responder al
precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las
renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (const.
ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966, iii, c: aas 58 [1966] 182).
Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir
siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también
en su gloria.

EL VALOR PEDAGÓGICO DE LA CONFESIÓN SACRAMENTAL


20110325. Discurso. Curso Fuero Interno. Penitenciaría Apostólica
Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no
considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y
pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es
verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos
del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la
Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la
fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad
de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes
santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san
Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san
Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un
«lugar» real de santificación.
¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido
su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros?
Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal
constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite
contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas
veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste
a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un
83
acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su
fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei»
cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso
en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección
de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.
Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales
y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero
que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y
transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán
blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el
abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado
pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro,
alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre
y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo
todo (cf. Ap 21, 5).
¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su
vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por
la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la
enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la
administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas
lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada
sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos
escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de
los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes,
configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido
capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer
realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La
celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico
para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y
alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para
los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de
la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma
del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los
momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están
llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también
por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia
atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica
sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico
importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a
confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no
sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La
confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre
todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela
penitencial».
En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por
la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una
84
de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de
verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio
oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser
acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida
y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de
los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su
propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de
Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida.
Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del
confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino
espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas
conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un
confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo
te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera
escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios
Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la
conversión continua.
Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la
Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una
celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una
profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la
reconciliación» (2 Co 5, 18).

LA CUESTIÓN DE DIOS NO DEBE ESTAR AUSENTE


20110325. Videomensaje. Atrio de los Gentiles. París
Doy las gracias al Pontificio Consejo por haber acogido y dado curso a
mi invitación de abrir en la Iglesia "atrios de los gentiles", una imagen que
evoca el espacio abierto en la amplia explanada junto al Templo de
Jerusalén, que permitía a todos los que no compartían la fe de Israel
acercarse al Templo e interrogarse sobre la religión. En aquel lugar podían
encontrarse con los escribas, hablar de la fe e incluso rezar al Dios
desconocido. Y si, en aquella época, el atrio era al mismo tiempo un lugar
de exclusión, ya que los "gentiles" no tenían derecho a entrar en el espacio
sagrado, Cristo Jesús vino para "derribar el muro que separaba" a judíos y
gentiles. "Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo
cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, al odio. Vino y trajo la
noticia de la paz…", como San Pablo nos dice (cf. Ef 2, 14-17).
En el corazón de la Ciudad de las Luces, frente a esta magnífica obra
maestra de la cultura religiosa francesa, Notre-Dame de París, se abre un
gran atrio para dar un nuevo impulso al encuentro respetuoso y amistoso
entre personas de convicciones diferentes. Vosotros jóvenes, creyentes y
no creyentes, igual que en la vida cotidiana, esta noche queréis estar juntos
para reuniros y hablar de los grandes interrogantes de la existencia
humana. Hoy en día, muchos reconocen que no pertenecen a ninguna
religión, pero desean un mundo nuevo y más libre, más justo y más
solidario, más pacífico y más feliz. Al dirigirme a vosotros, tengo en
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cuenta todo lo que tenéis que deciros: los no creyentes queréis interpelar a
los creyentes, exigiéndoles, en particular, el testimonio de una vida que
sea coherente con lo que profesan y rechazando cualquier desviación de la
religión que la haga inhumana. Los creyentes queréis decir a vuestros
amigos que este tesoro que lleváis dentro merece ser compartido, merece
una pregunta, merece que se reflexione sobre él. La cuestión de Dios no es
un peligro para la sociedad, no pone en peligro la vida humana. La
cuestión de Dios no debe estar ausente de los grandes interrogantes de
nuestro tiempo.
Queridos amigos, tenéis que construir puentes entre vosotros.
Aprovechad la oportunidad que se os presenta para descubrir en lo más
profundo de vuestras conciencias, a través de una reflexión sólida y
razonada, los caminos de un diálogo precursor y profundo. Tenéis mucho
que deciros unos a otros. No cerréis vuestras conciencias a los retos y
problemas que tenéis ante vosotros.
Estoy profundamente convencido de que el encuentro entre la realidad
de la fe y de la razón permite que el ser humano se encuentre a sí mismo.
Pero muy a menudo la razón se doblega a la presión de los intereses y a la
atracción de lo útil, obligada a reconocer esto como criterio último. La
búsqueda de la verdad no es fácil. Y si cada uno está llamado a decidirse
con valentía por la verdad es porque no hay atajos hacia la felicidad y la
belleza de una vida plena. Jesús lo dice en el Evangelio: "La verdad os
hará libres".
Queridos jóvenes, es tarea vuestra lograr que en vuestros países y en
Europa creyentes y no creyentes reencuentren el camino del diálogo. Las
religiones no pueden tener miedo de una laicidad justa, de una laicidad
abierta que permita a cada uno y a cada una vivir lo que cree, de acuerdo
con su conciencia. Si se trata de construir un mundo
de libertad, igualdad y fraternidad, creyentes y no creyentes tienen que
sentirse libres de serlo, iguales en sus derechos de vivir su vida personal y
comunitaria con fidelidad a sus convicciones, y tienen que
ser hermanos entre sí. Un motivo fundamental de este atrio de los Gentiles
es promover esta fraternidad más allá de las convicciones, pero sin negar
las diferencias. Y, más profundamente aún, reconociendo que sólo Dios,
en Cristo, libera interiormente y nos permite reencontrarnos en la verdad
como hermanos.
La primera actitud que hay que tener o las acciones que podéis realizar
conjuntamente es respetar, ayudar y amar a todo ser humano, porque es
criatura de Dios y en cierto modo el camino que conduce a Él.
Continuando lo que estáis viviendo esta noche, contribuid a derribar los
muros del miedo al otro, al extranjero, al que no se os parece, miedo que
nace a menudo del desconocimiento mutuo, del escepticismo o de la
indiferencia. Procurad estrechar lazos con todos los jóvenes sin distinción
alguna, es decir, sin olvidar a los que viven en la pobreza o en la soledad,
a los que sufren por culpa del paro, padecen una enfermedad o se sienten
al margen de la sociedad.
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Queridos jóvenes, no es sólo vuestra experiencia de vida lo que podéis
compartir, también vuestro modo de orar. Creyentes y no creyentes,
presentes en este atrio del Desconocido, estáis invitados a entrar también
en el espacio sagrado, a franquear el magnífico pórtico de Notre-Dame y
entrar en la catedral para hacer un rato de oración. Esta oración será para
algunos de vosotros una oración a un Dios conocido por la fe, pero
también puede ser para otros una oración al Dios Desconocido. Queridos
jóvenes no creyentes, uniéndoos a aquellos que en Notre-Dame están
rezando, en este día de la Anunciación del Señor, abrid vuestros corazones
a los textos sagrados, dejaos interpelar por la belleza de los cantos, y si
realmente lo deseáis, dejad que los sentimientos que hay dentro de
vosotros se eleven hacia el Dios Desconocido.
Me alegro de haber podido dirigirme a vosotros esta noche en esta
inauguración del atrio de los Gentiles. Espero que respondáis también a
otras convocatorias que os propongo, especialmente a la Jornada Mundial
de la Juventud, que se celebrará este verano en Madrid. El Dios que los
creyentes aprenden a conocer os invita a descubrirlo y vivir con Él cada
vez más. ¡No tengáis miedo! Caminando juntos hacia un mundo nuevo,
buscad al Absoluto y buscad a Dios, incluso vosotros para quien Dios es el
Dios Desconocido. Y que Aquel que ama a todos y a cada uno de vosotros
os bendiga y os guarde. Él cuenta con vosotros para cuidar de los demás y
del futuro. También vosotros podéis contar con Él.

EUCARISTÍA: PARTICIPAR EN EL DINAMISMO DE JESÚS


20110326. Discurso. Peregrinación de Terni-Narni-Amelia
La Eucaristía del domingo se ha convertido así en el fulcro de la
acción pastoral de la diócesis. Es una elección que ha producido sus
frutos; ha crecido la participación en la Eucaristía dominical, de la que
parte el compromiso de la diócesis para el camino de vuestra tierra. En
efecto, de la Eucaristía, en la que Cristo se hace presente en su acto
supremo de amor por todos nosotros, aprendemos a vivir como cristianos
en la sociedad, para hacerla más acogedora, más solidaria, más atenta a las
necesidades de todos, especialmente de los más débiles, más rica en amor.
San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, definía a los cristianos como
aquellos que «viven según el domingo», (iuxta dominicum viventes), es
decir «según la Eucaristía». Vivir de una manera «eucarística» significa
vivir como un único Cuerpo, una única familia, una sociedad unida por el
amor. La exhortación a ser «eucarísticos» no es una simple invitación
moral dirigida a individuos; es mucho más: es la exhortación a participar
en el dinamismo mismo de Jesús que entrega su vida por los demás, para
que todos sean uno.

EL DIÁLOGO DE JESÚS CON LA SAMARITANA


20110327. Ángelus
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Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo
de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista san Juan. La
mujer iba todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se
remontaba a los tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con
Jesús, sentado, «cansado del camino» (Jn 4, 6). San Agustín comenta:
«Hay un motivo en el cansancio de Jesús... La fuerza de Cristo te ha
creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado... Con la fuerza nos ha
creado, con su debilidad vino a buscarnos» (In Ioh. Ev., 15, 2). El
cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como
un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención.
En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema
de la «sed» de Cristo, que culmina en el grito en la cruz: «Tengo sed»
(Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene una base física.
Pero Jesús, como dice también Agustín, «tenía sed de la fe de esa mujer»
(In Ioh. Ev., 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre lo
envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para
hacernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta
siempre la libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia
su respuesta.
En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo
del agua, que alude claramente al sacramento del Bautismo, manantial de
vida nueva por la fe en la gracia de Dios. En efecto, este Evangelio, como
recordé en la catequesis del miércoles de Ceniza, forma parte del antiguo
itinerario de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que
tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. «El que beba del agua
que yo le daré —dice Jesús—, nunca más tendrá sed. El agua que yo le
daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la
vida eterna» (Jn 4, 14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don»
por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace
por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una
relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarlo «en espíritu y
en verdad» (Jn 4, 23.24), como revela también Jesús a la mujer
samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu
Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la
plenitud de la revelación de Dios.
Cada uno de nosotros puede identificarse con la mujer samaritana:
Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a
nuestro corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en
nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos
su voz que nos dice: «Si conocieras el don de Dios...». Que la Virgen
María nos ayude a no faltar a esta cita, de la que depende nuestra
verdadera felicidad.

AVIVAR LA PASTORAL MATRIMONIAL Y FAMILIAR


20110328. Mensaje. Encuentro Obispos Familia de América Latina
88
Como ha reiterado la V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, la familia es el valor más querido por los
pueblos de esas nobles tierras. Por este motivo, la pastoral familiar tiene
un puesto destacado en la acción evangelizadora de cada una de las
distintas Iglesias particulares, promoviendo la cultura de la vida y
trabajando para que los derechos de las familias sean reconocidos y
respetados.
Se constata con dolor, sin embargo, cómo los hogares sufren cada vez
más situaciones adversas provocadas por los rápidos cambios culturales,
por la inestabilidad social, por los flujos migratorios, por la pobreza, por
programas de educación que banalizan la sexualidad y por falsas
ideologías. No podemos quedar indiferentes ante estos retos. En el
Evangelio encontramos luz para responder a ellos sin desanimarnos.
Cristo con su gracia nos impulsa a trabajar con diligencia y entusiasmo
para acompañar a cada uno de los miembros de las familias en el
descubrimiento del proyecto de amor que Dios tiene sobre la persona
humana. Ningún esfuerzo, por tanto, será inútil para fomentar cuanto
contribuya a que cada familia, fundada en la unión indisoluble entre un
hombre y una mujer, lleve a cabo su misión de ser célula viva de la
sociedad, semillero de virtudes, escuela de convivencia constructiva y
pacífica, instrumento de concordia y ámbito privilegiado en el que, de
forma gozosa y responsable, la vida humana sea acogida y protegida,
desde su inicio hasta su fin natural. Vale la pena también continuar
animando a los padres en su derecho y obligación fundamental de educar a
las nuevas generaciones en la fe y en los valores que dignifican la
existencia humana.
No dudo que la misión continental promovida en Aparecida, y que
tantas esperanzas está despertando por doquier, sirva para avivar en los
amados países latinoamericanos y del Caribe la pastoral matrimonial y
familiar. La Iglesia cuenta con los hogares cristianos, llamándolos a ser un
verdadero sujeto de evangelización y de apostolado e invitándolos a tomar
conciencia de su valiosa misión en el mundo.
Aliento, pues, a todos los participantes en esta significativa reunión a
desarrollar en sus reflexiones las grandes líneas pastorales marcadas por
los episcopados congregados en Aparecida, favoreciendo así que la familia
pueda vivir un profundo encuentro con Cristo a través de la escucha de su
Palabra, la oración, la vida sacramental y el ejercicio de la caridad. De este
modo, se le ayudará a poner en práctica una sólida espiritualidad que
propicie en todos sus miembros una decidida aspiración a la santidad, sin
miedo a mostrar la belleza de los altos ideales y las exigencias éticas y
morales de la vida en Cristo. Para promover esto, es necesario incrementar
la formación de todos aquellos que, de una u otra forma, se dedican a la
evangelización de las familias. Así mismo, es importante trazar caminos
de colaboración con todos los hombres y mujeres de buena voluntad para
seguir tutelando intensamente la vida humana, el matrimonio y la familia
en toda la región.
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JESÚS CURA AL CIEGO DE NACIMIENTO
20110403. Ángelus
El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo especial de
gracia, durante el cual podemos experimentar el don de la bondad del
Señor para con nosotros. La liturgia de este domingo, denominado
"Laetare", nos invita a alegrarnos, a regocijarnos, como proclama la
antífona de entrada de la celebración eucarística: "Festejad a Jerusalén,
gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría, los que por
ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos"
(cf. Is 66, 10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría? Nos lo dice
el Evangelio de hoy, en el cual Jesús cura a un hombre ciego de
nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego
constituye el culmen de la narración: "¿Crees tú en el Hijo del hombre?"
(Jn 9, 35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de
la luz de los ojos a la luz de la fe: "Creo, Señor" (Jn 9, 38). Conviene
destacar cómo una persona sencilla y sincera, de modo gradual, recorre un
camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un "hombre"
entre los demás; luego lo considera un "profeta"; y, al final, sus ojos se
abren y lo proclama "Señor". En contraposición a la fe del ciego curado se
encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren
aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías. La
multitud, en cambio, se detiene a discutir sobre lo acontecido y permanece
distante e indiferente. A los propios padres del ciego los vence el miedo
del juicio de los demás.
Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros a
causa del pecado de Adán nacimos "ciegos", pero en la fuente bautismal
fuimos iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la
humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo
resplandece la novedad de la vida y la meta a la que estamos llamados. En
él, fortalecidos por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza para vencer el
mal y obrar el bien. De hecho, la vida cristiana es una continua
configuración con Cristo, imagen del hombre nuevo, para alcanzar la
plena comunión con Dios. El Señor Jesús es "la luz del mundo" (Jn 8, 12),
porque en él "resplandece el conocimiento de la gloria de Dios" (2 Co 4,
6) que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el
sentido de la existencia humana. En el rito del Bautismo, la entrega de la
vela, encendida en el gran cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, es
un signo que ayuda a comprender lo que ocurre en el Sacramento. Cuando
nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la
alegría de ser liberada de todo lo que amenaza su plena realización. En
estos días que nos preparan para la Pascua revivamos en nosotros el don
recibido en el Bautismo, aquella llama que a veces corre peligro de
apagarse. Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.

PIEDAD POPULAR: LA FE TIENE QUE SER SU FUENTE


20110408. Discurso. Comisión para América Latina
90
2. El tema elegido para este encuentro, «Incidencia de la piedad
popular en el proceso de evangelización de América Latina», aborda
directamente uno de los aspectos de mayor importancia para la tarea
misionera en la que están empeñadas las Iglesias particulares de ese gran
continente latinoamericano. Los Obispos que se reunieron en Aparecida
para la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, que tuve el gusto de inaugurar en mi viaje a Brasil, en mayo de
2007, presentan la piedad popular como un espacio de encuentro con
Jesucristo y una forma de expresar la fe de la Iglesia. Por tanto, no puede
ser considerada como algo secundario de la vida cristiana, pues eso «sería
olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del
amor de Dios» (Documento conclusivo, n. 263).
Esta expresión sencilla de la fe tiene sus raíces en el comienzo mismo
de la evangelización de aquellas tierras. En efecto, a medida que el
mensaje salvador de Cristo fue iluminando y animando las culturas de allí,
se fue tejiendo paulatinamente la rica y profunda religiosidad popular que
caracteriza la vivencia de fe de los pueblos latinoamericanos, la cual,
como dije en el Discurso de inauguración de la Conferencia de Aparecida,
constituye «el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y
que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también
purificar» (n. 1).
3. Para llevar a cabo la nueva evangelización en Latinoamérica, dentro
de un proceso que impregne todo el ser y quehacer del cristiano, no se
pueden dejar de lado las múltiples demostraciones de la piedad popular.
Todas ellas, bien encauzadas y debidamente acompañadas, propician un
fructífero encuentro con Dios, una intensa veneración del Santísimo
Sacramento, una entrañable devoción a la Virgen María, un cultivo del
afecto al Sucesor de Pedro y una toma de conciencia de pertenencia a la
Iglesia. Que todo ello sirva también para evangelizar, para comunicar la
fe, para acercar a los fieles a los sacramentos, para fortalecer los lazos de
amistad y de unión familiar y comunitaria, así como para incrementar la
solidaridad y el ejercicio de la caridad.
Por consiguiente, la fe tiene que ser la fuente principal de la piedad
popular, para que ésta no se reduzca a una simple expresión cultural de
una determinada región. Más aún, tiene que estar en estrecha relación con
la sagrada Liturgia, la cual no puede ser sustituida por ninguna otra
expresión religiosa. A este respecto, no se puede olvidar, como afirma
el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, publicado por la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
que «liturgia y piedad popular son dos expresiones cultuales que se deben
poner en relación mutua y fecunda: en cualquier caso, la Liturgia deberá
constituir el punto de referencia para “encauzar con lucidez y prudencia
los anhelos de oración y de vida carismática” que aparecen en la piedad
popular; por su parte la piedad popular, con sus valores simbólicos y
expresivos, podrá aportar a la Liturgia algunas referencias para una
verdadera inculturación, y estímulos para un dinamismo creador eficaz»
(n. 58).
91
4. En la piedad popular se encuentran muchas expresiones de fe
vinculadas a las grandes celebraciones del año litúrgico, en las que el
pueblo sencillo de América Latina reafirma el amor que siente por
Jesucristo, en quien encuentra la manifestación de la cercanía de Dios, de
su compasión y misericordia. Son incontables los santuarios que están
dedicados a la contemplación de los misterios de la infancia, pasión,
muerte y resurrección del Señor, y a ellos concurren multitudes de
personas para poner en sus divinas manos sus penas y alegrías, pidiendo al
mismo tiempo copiosas gracias e implorando el perdón de sus pecados.
Íntimamente unida a Jesús, está también la devoción de los pueblos de
Latinoamérica y el Caribe a la Santísima Virgen María. Ella, desde los
albores de la evangelización, acompaña a los hijos de ese continente y es
para ellos manantial inagotable de esperanza. Por eso, se recurre a Ella
como Madre del Salvador, para sentir constantemente su protección
amorosa bajo diferentes advocaciones. De igual modo, los santos son
tenidos como estrellas luminosas que constelan el corazón de numerosos
fieles de aquellos países, edificándolos con su ejemplo y protegiéndolos
con su intercesión.
5. No se puede negar, sin embargo, que existen ciertas formas
desviadas de religiosidad popular que, lejos de fomentar una participación
activa en la Iglesia, crean más bien confusión y pueden favorecer una
práctica religiosa meramente exterior y desvinculada de una fe bien
arraigada e interiormente viva. A este respecto, quisiera recordar aquí lo
que escribí a los seminaristas el año pasado: «La piedad popular puede
derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin
embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha
entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos,
costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran
patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la
piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero
merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos
plenamente en el "Pueblo de Dios"» (Carta a los seminaristas, 18 octubre
2010, n. 4).
6. Durante los encuentros que he tenido en estos últimos años, con
ocasión de sus visitas ad limina, los Obispos de América Latina y del
Caribe me han hecho siempre referencia a lo que están realizando en sus
respectivas circunscripciones eclesiásticas para poner en marcha y alentar
la Misión continental, con la que el episcopado latinoamericano ha
querido relanzar el proceso de nueva evangelización después de
Aparecida, invitando a todos los miembros de la Iglesia a ponerse en un
estado permanente de misión. Se trata de una opción de gran
trascendencia, pues se quiere con ella volver a un aspecto fundamental de
la labor de la Iglesia, es decir, dar primacía a la Palabra de Dios para que
sea el alimento permanente de la vida cristiana y el eje de toda acción
pastoral.
Este encuentro con la divina Palabra debe llevar a un profundo cambio
de vida, a una identificación radical con el Señor y su Evangelio, a tomar
92
plena conciencia de que es necesario estar sólidamente cimentado en
Cristo, reconociendo que «no se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con
una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y, con ello, una
orientación decisiva» (Carta enc. Deus caritas est, n. 1).
En este sentido, me complace saber que en América Latina ha ido
creciendo la práctica de la lectio divina en las parroquias y en las
pequeñas comunidades eclesiales, como una forma ordinaria para
alimentar la oración y, de esa manera, dar solidez a la vida espiritual de los
fieles, ya que «en las palabras de la Biblia, la piedad popular encontrará
una fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de oración y
fecundas propuestas de diversos temas» (Directorio sobre la piedad
popular y la liturgia, n. 87).

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO Y LA NUESTRA


20110410. Ángelus
Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y todas las lecturas bíblicas
de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de
Jesús, que irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra
resurrección, a la que aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado,
al resucitar de entre los muertos. En efecto, la muerte representa para
nosotros como un muro que nos impide ver mas allá; y sin embargo
nuestro corazón se proyecta mas allá de este muro y, aunque no podemos
conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos,
expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de la
tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará
regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta
aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto a sus padres es
anhelo de una "patria" que lo acoja al final de sus fatigas terrenas. Esta
concepción no implica aún la idea de una resurrección personal de la
muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo Testamento, y en
tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos. Por lo demás,
incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna con
frecuencia va acompañada de muchas dudas y mucha confusión, porque se
trata de una realidad que rebasa los límites de nuestra razón y exige un
acto de fe. En el Evangelio de hoy -la resurrección de Lázaro-,
escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A
Jesús, que le dice: "Tu hermano resucitará", ella responde: "Sé que
resucitará en la resurrección en el último día" (Jn 11, 23-24). Y Jesús
replica: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá" (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y
supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita
toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no
tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio
93
total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11,
11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el
precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza
con arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta
muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la
apertura de una nueva realidad, una "nueva tierra", finalmente unida de
nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe: "Si el
Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el
que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a
vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros"
(Rm 8, 11). Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que
ya participa de esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: "Sí,
Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios" (Jn 11, 27), a
descubrir que él es verdaderamente nuestra salvación.

LA IGLESIA OFRECE A CRISTO


20110416. Discurso. A la nueva embajadora de España
Quisiera destacar con satisfacción la benemérita actuación que las
instituciones católicas están llevando a cabo para acudir con presteza en
ayuda de los más menesterosos, a la vez que hago votos para una creciente
disponibilidad a la cooperación de todos en este empeño solidario.
Con esto, la Iglesia muestra una característica esencial de su ser, tal
vez la más visible y apreciada por muchos, creyentes o no. Pero ella
pretende ir más allá de la mera ayuda externa y material, y apuntar al
corazón de la caridad cristiana, para la cual el prójimo es ante todo una
persona, un hijo de Dios, siempre necesitado de fraternidad, respeto y
acogida en cualquier situación en que se encuentre.
En este sentido, la Iglesia ofrece algo que le es connatural y que
beneficia a las personas y las naciones: ofrece a Cristo, esperanza que
alienta y fortalece, como un antídoto a la decepción de otras propuestas
fugaces y a un corazón carente de valores, que termina endureciéndose
hasta el punto de no saber percibir ya el genuino sentido de la vida y el
porqué de las cosas. Esta esperanza da vida a la confianza y a la
colaboración, cambiando así el presente sombrío en fuerza de ánimo para
afrontar con ilusión el futuro, tanto de la persona como de la familia y de
la sociedad.
No obstante, como he recordado en el Mensaje para la celebración de
la Jornada Mundial de la Paz 2011, en vez de vivir y organizar la sociedad
de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia (cf. n. 9), no
faltan formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe, que «se
expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en
los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los
ciudadanos» (n. 13). El que en ciertos ambientes se tienda a considerar la
religión como un factor socialmente insignificante, e incluso molesto, no
justifica el tratar de marginarla, a veces mediante la denigración, la burla,
94
la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara
profanación, pues así se viola el derecho fundamental a la libertad
religiosa inherente a la dignidad de la persona humana, y que «es un arma
auténtica de la paz, porque puede cambiar y mejorar el mundo» (cf. n. 15).
En su preocupación por cada ser humano de manera concreta y en
todas sus dimensiones, la Iglesia vela por sus derechos fundamentales, en
diálogo franco con todos los que contribuyen a que sean efectivos y sin
reducciones. Vela por el derecho a la vida humana desde su comienzo a su
término natural, porque la vida es sagrada y nadie puede disponer de ella
arbitrariamente. Vela por la protección y ayuda a la familia, y aboga por
medidas económicas, sociales y jurídicas para que el hombre y la mujer
que contraen matrimonio y forman una familia tengan el apoyo necesario
para cumplir su vocación de ser santuario del amor y de la vida. Aboga
también por una educación que integre los valores morales y religiosos
según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como
conviene al desarrollo integral de los jóvenes. Y, por el mismo motivo, que
incluya también la enseñanza de la religión católica en todos los centros
para quienes la elijan, como está preceptuado en el propio ordenamiento
jurídico.

DOMINGO DE RAMOS: SUBIR, CON JESÚS, HACIA DIOS


20110417. Homilía. Domingo de Ramos
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a
Jesús al monte, al santuario, acompañarlo en su acenso. En este día, por
toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de
todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al
cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban
como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella
tradición? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra
vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar
ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo.
Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en
el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino
hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo
en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a
Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común
de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza
en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que
él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así
95
mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino,
se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo
camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino
hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se entrega. El
fin último de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual él
quiere elevar al ser humano.
Nuestra procesión de hoy por tanto quiere ser imagen de algo más
profundo, imagen del hecho que, junto con Jesús, comenzamos la
peregrinación: por el camino elevado hacia el Dios vivo. Se trata de esta
subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero, ¿cómo podemos
mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras fuerzas?
Sí, está por encima de nuestras posibilidades. Desde siempre los hombres
están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de
alcanzar esa misma altura de Dios. En todos los descubrimientos del
espíritu humano se busca en último término obtener alas, para poderse
elevar a la altura del Ser, para ser independiente, totalmente libre, como lo
es Dios. Son tantas las cosas que ha podido llevar a cabo la humanidad:
tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos, escucharnos y hablar de
un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de gravedad que nos
tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha crecido
solamente el bien. También han aumentado las posibilidades del mal que
se presentan como tempestades amenazadoras sobre la historia. También
permanecen nuestros límites: basta pensar en las catástrofes que en estos
meses han afligido y siguen afligiendo a la humanidad.
Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto
de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza
que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el
mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro
lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y
la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se
encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del
poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer
totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos
eleva, nos da la verdadera libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística
durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la
invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción
bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del
hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el
cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el
cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen
en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser
elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar
nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente
la soberbia de querer hacerlo solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios
mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo comenzó en la cruz. Él ha
descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para
96
elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, dice hoy la
segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la
humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde
atrae hacia lo alto.
El salmo procesional 23, que la Iglesia nos propone como “canto de
subida” para la liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que
forman parte de nuestra subida, y sin los cuales no podemos ser
levantados: las manos inocentes, el corazón puro, el rechazo de la mentira,
la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas de la técnica nos
hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad sólo si están
unidas a estas actitudes; si nuestras manos se hacen inocentes y nuestro
corazón puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo,
y nos dejamos tocar e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la
subida son eficaces sólo si reconocemos humildemente que debemos ser
atraídos hacia lo alto; si abandonamos la soberbia de querer hacernos Dios
a nosotros mismos. Le necesitamos. Él nos atrae hacia lo alto,
sosteniéndonos en sus manos –es decir, en la fe– nos da la justa
orientación y la fuerza interior que nos eleva. Tenemos necesidad de la
humildad de la fe que busca el rostro de Dios y se confía a la verdad de su
amor.
La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, ser totalmente él
mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la
humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos
platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo
encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese
liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su
verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del
camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero,
al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus
métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes:
reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones
no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura
adecuada. Y dijo que habría perdido la esperanza en sí mismo y en la
existencia humana, si no hubiese encontrado a aquel que hace aquello que
nosotros mismos no podemos hacer; aquel que nos eleva a la altura de
Dios, a pesar de nuestra miseria: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado
hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva
hacia lo alto.
Subimos con el Señor en peregrinación. Buscamos el corazón puro y
las manos inocentes, buscamos la verdad, buscamos el rostro de Dios.
Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos:
¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra
que cantamos con el Salmo procesional, es decir que podamos pertenecer
a la generación que busca a Dios, “que busca tu rostro, Dios de Jacob”
(Sal 23, 6). Amén.
97
EL TRIDUO PASCUAL
20110420. Audiencia general
Hemos llegado ya al corazón de la Semana Santa, culmen del camino
cuaresmal. Mañana entraremos en el Triduo Pascual, los tres días santos
en los que la Iglesia conmemora el misterio de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, al hacerse hombre por obediencia
al Padre, llegando a ser en todo semejante a nosotros, excepto en el
pecado (cf. Hb 4, 15), aceptó cumplir hasta el fondo su voluntad, afrontar
por amor a nosotros la pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su
resurrección, a fin de que en él y por él podamos vivir para siempre en la
consolación y en la paz. Os exhorto, por tanto, a acoger este misterio de
salvación, a participar intensamente en el Triduo pascual, fulcro de todo el
año litúrgico y momento de gracia especial para todo cristiano; os invito a
buscar en estos días el recogimiento y la oración, a fin de beber más
profundamente en este manantial de gracia. Al respecto, con vistas a las
festividades inminentes, todo cristiano está invitado a celebrar el
sacramento de la Reconciliación, momento de especial adhesión a la
muerte y resurrección de Cristo, para poder participar con mayor fruto en
la santa Pascua.
El Jueves Santo es el día en que se conmemora la institución de la
Eucaristía y del sacerdocio ministerial. Por la mañana, cada comunidad
diocesana, congregada en la iglesia catedral en torno a su obispo, celebra
la Misa Crismal, en la que se bendicen el santo Crisma, el óleo de los
catecúmenos y el óleo de los enfermos. Desde el Triduo Pascual y durante
todo el año litúrgico, estos óleos se usarán para los sacramentos del
Bautismo, la Confirmación, las Ordenaciones sacerdotal y episcopal, y la
Unción de los enfermos; así se evidencia que la salvación, transmitida por
los signos sacramentales, brota precisamente del Misterio pascual de
Cristo. En efecto, hemos sido redimidos con su muerte y resurrección y,
mediante los sacramentos, bebemos en esa misma fuente salvífica.
Durante la Misa Crismal, mañana, tiene lugar también la renovación de las
promesas sacerdotales. En todo el mundo, cada sacerdote renueva los
compromisos que asumió el día de su Ordenación, para consagrarse
totalmente a Cristo en el ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los
hermanos. Acompañemos a nuestros sacerdotes con nuestra oración.
El Jueves Santo, por la tarde, comienza efectivamente el Triduo
Pascual, con la memoria de la Última Cena, en la que Jesús instituyó el
Memorial de su Pascua, cumpliendo así el rito pascual judío. De acuerdo
con la tradición, cada familia judía, reunida en torno a la mesa en la fiesta
de Pascua, come el cordero asado, conmemorando la liberación de los
israelitas de la esclavitud de Egipto; así, en el Cenáculo, consciente de su
muerte inminente, Jesús, verdadero Cordero pascual, se ofrece a sí mismo
por nuestra salvación (cf. 1 Co 5, 7). Al pronunciar la bendición sobre el
pan y sobre el vino, anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta la
intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos: bajo las
especies del pan y del vino, se hace realmente presente con su cuerpo
98
entregado y con su sangre derramada. Durante la Última Cena los
Apóstoles son constituidos ministros de este sacramento de salvación;
Jesús les lava los pies (cf. Jn 13, 1-25), invitándolos a amarse los unos a
los otros como él los ha amado, dando la vida por ellos. Repitiendo este
gesto en la liturgia, también nosotros estamos llamados a testimoniar
efectivamente el amor de nuestro Redentor.
El Jueves Santo, por último, se concluye con la adoración eucarística,
recordando la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Al salir del
Cenáculo, Jesús se retiró a orar, solo, en presencia del Padre. Los
Evangelios narran que, en ese momento de comunión profunda, Jesús
experimentó una gran angustia, un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre
(cf. Mt 26, 38). Consciente de su muerte inminente en la cruz, siente una
gran angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también
un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los
suyos: permaneced aquí y velad. Y esta invitación a la vigilancia atañe
precisamente a este momento de angustia, de amenaza, en la que llegará el
traidor, pero también concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un
mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los
discípulos no sólo era el problema de ese momento, sino que es el
problema de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta
somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita.
Yo diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia
consiste en cierta insensibilidad del alma ante el poder del mal, una
insensibilidad ante todo el mal del mundo. Nosotros no queremos dejarnos
turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas; pensamos que tal
vez no sea tan grave, y olvidamos. Y no es sólo insensibilidad ante el mal,
mientras deberíamos velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del
bien. Es insensibilidad ante Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia;
esta insensibilidad ante la presencia de Dios que nos hace insensibles
también ante el mal. No sentimos a Dios —nos molestaría— y así
naturalmente no sentimos tampoco la fuerza del mal y permanecemos en
el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo,
el estar velando con el Señor, debería ser precisamente el momento para
hacernos reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los
defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no
queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su
pasión por el bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al
prójimo y a Dios.
Luego, el Señor comienza a orar. Los tres apóstoles —Pedro, Santiago
y Juan— duermen, pero alguna vez se despiertan y escuchan el estribillo
de esta oración del Señor: «No se haga mivoluntad, sino la tuya». ¿Qué
es mi voluntad? ¿Qué es tu voluntad, de la que habla el
Señor? Mivoluntad es «que no debería morir», que se le evite ese cáliz del
sufrimiento; es la voluntad humana, de la naturaleza humana, y Cristo
siente, con toda la conciencia de su ser, la vida, el abismo de la muerte, el
terror de la nada, esta amenaza del sufrimiento. Y siente el abismo del mal
más que nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la muerte, este
99
miedo natural a la muerte. Además de la muerte, siente también todo el
sufrimiento de la humanidad. Siente que todo esto es el cáliz que debe
beber, que debe obligarse a beber, aceptar el mal del mundo, todo lo que
es terrible, la aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos entender
que Jesús, con su alma humana, sienta terror ante esta realidad, que
percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería no beber el cáliz,
pero mi voluntad está subordinada a tu voluntad, a la voluntad de Dios, a
la voluntad del Padre, que es también la verdadera voluntad del Hijo. Así
Jesús, en esta oración, transforma la aversión natural, la aversión contra el
cáliz, contra su misión de morir por nosotros; transforma esta voluntad
natural suya en voluntad de Dios, en un «sí» a la voluntad de Dios. El
hombre de por sí siente la tentación de oponerse a la voluntad de Dios, de
tener la intención de seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es
autónomo; opone su propia autonomía a la heteronomía de seguir la
voluntad de Dios. Este es todo el drama de la humanidad. Pero, en
realidad, esta autonomía está equivocada y este entrar en la voluntad de
Dios no es oponerse a sí mismo, no es una esclavitud que violenta mi
voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús
tira de nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que busca
autonomía; tira de nuestra voluntad hacia lo alto, hacia la voluntad de
Dios. Este es el drama de nuestra redención, que Jesús eleva hacia lo alto
nuestra voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios, y
nuestra aversión contra la muerte y el pecado, y la une a la voluntad del
Padre: «No se haga mivoluntad, sino la tuya». En esta transformación del
«no» en un «sí», en esta inserción de la voluntad de la criatura en la
voluntad del Padre, él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita
a entrar en este movimiento suyo: salir de nuestro «no» y entrar en el «sí»
del Hijo. Mi voluntad está allí, pero es decisiva la voluntad del Padre,
porque esta es la verdad y el amor.
Hay otro elemento de esta oración que me parece importante. Los tres
testimonios han conservado —como se puede constatar en la Sagrada
Escritura— la palabra hebrea o aramea con la que el Señor habló al Padre;
lo llamó: «Abbá», padre. Pero esta fórmula, «Abbá», es una forma
familiar del término padre, una forma que sólo se usa en familia, que
nunca se había usado refiriéndose a Dios. Aquí vemos la intimidad de
Jesús, que habla en familia, habla verdaderamente como Hijo con el
Padre. Vemos el misterio trinitario: el Hijo que habla con el Padre y
redime a la humanidad.
Otra observación. La carta a los Hebreos nos ha dado una profunda
interpretación de esta oración del Señor, de este drama de Getsemaní.
Dice: estas lágrimas de Jesús, esta oración, estos gritos de Jesús, esta
angustia, todo esto no es simplemente una concesión a la debilidad de la
carne, como se podría decir. Precisamente así realiza la función del Sumo
Sacerdote, porque el Sumo Sacerdote debe llevar al ser humano, con todos
sus problemas y sufrimientos, a la altura de Dios. Y la carta a los Hebreos
dice: con todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el Señor ha
llevado nuestra realidad a Dios (cf. Hb 5, 7 ss). Y usa la palabra
100
griega prospherein, que es el término técnico para indicar lo que debe
hacer el Sumo Sacerdote: ofrecer, alzar sus manos.
Precisamente en este drama de Getsemaní, donde parece que ya no
está presente la fuerza de Dios, Jesús realiza la función del Sumo
Sacerdote. Y dice además que en este acto de obediencia, es decir, de
conformación de la voluntad natural humana a la voluntad de Dios, se
perfecciona como sacerdote. Y usa de nuevo la palabra técnica para
ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte realmente en el Sumo
Sacerdote de la humanidad y así abre el cielo y la puerta a la resurrección.
Si reflexionamos sobre este drama de Getsemaní, podemos ver
también el gran contraste entre Jesús con su angustia, con su sufrimiento,
y el gran filósofo Sócrates, que permanece tranquilo y no se turba ante la
muerte. Y esto parece lo ideal. Podemos admirar a este filósofo, pero la
misión de Jesús era otra. Su misión no era esa total indiferencia y libertad;
su misión era llevar en sí todo nuestro sufrimiento, todo el drama humano.
Y por eso precisamente esta humillación de Getsemaní es esencial para la
misión del hombre-Dios. Él lleva en sí nuestro sufrimiento, nuestra
pobreza, y la transforma según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas
del cielo, abre el cielo: esta tienda del Santísimo, que hasta ahora el
hombre ha cerrado contra Dios, queda abierta por este sufrimiento y
obediencia de Jesús. Estas son algunas observaciones para el Jueves
Santo, para nuestra celebración de la noche del Jueves Santo.
El Viernes Santo conmemoraremos la pasión y la muerte del Señor;
adoraremos a Cristo crucificado; participaremos en sus sufrimientos con la
penitencia y el ayuno. «Mirando al que traspasaron» (cf. Jn 19, 37),
podremos acudir a su corazón desgarrado, del que brota sangre y agua,
como a una fuente; de ese corazón, de donde mana el amor de Dios para
cada hombre, recibimos su Espíritu. Acompañemos, por tanto, también
nosotros a Jesús que sube al Calvario; dejémonos guiar por él hasta la
cruz; recibamos la ofrenda de su cuerpo inmolado.
Por último, en la noche del Sábado Santo celebraremos la solemne
Vigilia Pascual, en la que se nos anuncia la resurrección de Cristo, su
victoria definitiva sobre la muerte, que nos invita a ser en él hombres
nuevos. Al participar en esta santa Vigilia, en la noche central de todo el
año litúrgico, conmemoraremos nuestro Bautismo, en el que también
nosotros hemos sido sepultados con Cristo, para poder resucitar con él y
participar en el banquete del cielo (cf. Ap 19, 7-9).
Queridos amigos, hemos tratado de comprender el estado de ánimo
con que Jesús vivió el momento de la prueba extrema, para descubrir lo
que orientaba su obrar. El criterio que guió cada opción de Jesús durante
toda su vida fue su firme voluntad de amar al Padre, de ser uno con el
Padre y de serle fiel; esta decisión de corresponder a su amor lo impulsó a
abrazar, en toda circunstancia, el proyecto del Padre, a hacer suyo el
designio de amor que le encomendó para recapitular en él todas las cosas,
para reconducir a él todas las cosas. Al revivir el Triduo santo,
dispongámos a acoger también nosotros en nuestra vida la voluntad de
Dios, conscientes de que en la voluntad de Dios, aunque parezca dura, en
101
contraste con nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el
camino de la vida. Que la Virgen Madre nos guíe en este itinerario, y nos
obtenga de su Hijo divino la gracia de poder entregar nuestra vida por
amor a Jesús, al servicio de nuestros hermanos. Gracias.

LOS TRES ÓLEOS: DIMENSIONES DEL SER CRISTIANO


20110421. Homilía. Misa crismal
En el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los
santos óleos, el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de
los enfermos y el crisma para los grandes sacramentos que confieren el
Espíritu Santo: Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación
episcopal. En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los
elementos de la creación. La unidad entre creación y redención se hace
visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe,
que abraza cuerpo y alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de
la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores
de su presencia. El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo
tiempo, nos recuerda a Cristo: la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el
Ungido”. La humanidad de Jesús está insertada, mediante la unidad del
Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y, así, es “ungida”
de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había
sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo
simbólico en la unción con aceite, con la que se les establecía en su
ministerio, sucede en Jesús en toda su realidad: su humanidad es penetrada
por la fuerza del Espíritu Santo. Cuanto más nos unimos a Cristo, más
somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo. Nos llamamos
“cristianos”, “ungidos”, personas que pertenecen a Cristo y por eso
participan en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo
llamarme cristiano, sino que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía.
Dejemos que precisamente estos santos óleos, que ahora son consagrados,
nos recuerden esta tarea inherente a la palabra “cristiano”, y pidamos al
Señor para que no sólo nos llamemos cristianos, sino que lo seamos
verdaderamente cada vez más.
En la liturgia de este día se bendicen, como hemos dicho, tres óleos.
En esta triada se expresan tres dimensiones esenciales de la existencia
cristiana, sobre las que ahora queremos reflexionar. Tenemos en primer
lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo
de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el
Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe
antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las
personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están
buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no
sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El
que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la
existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que
Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha
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encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto
esfuerzo no sea en vano”, rezamos en el Dies irae. Dios está buscándome.
¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios
ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón,
de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su
mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No
se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en
camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor. En este
sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre
su rostro”, dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es
tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y
todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la
eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para
conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está
inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de
sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es
temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él?
¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser
autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser
humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su
añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.
Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la
multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las
víctimas de la violencia en todos los continentes, los enfermos con todos
sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos,
las personas con el corazón desgarrado. A propósito de los primeros
discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: “Los envió a proclamar
el reino de Dios y a curar a los enfermos” (9, 2). El curar es un encargo
primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él
mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto,
la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios. Pero
precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “…
para curar los corazones desgarrados”, nos dice hoy la primera lectura del
profeta Isaías (61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad
de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los
hombres. El hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si
se trastorna la relación fundamental, la relación con Dios, también se
trastorna todo lo demás. Si se deteriora nuestra relación con Dios, si la
orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco
podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la
primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos
reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado. Pero además de
esta tarea central, también forma parte de la misión esencial de la Iglesia
la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento. El óleo para la
Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión.
Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor
cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma. Ésta es también
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una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos
que llevan este amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar
a su condición o confesión religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de
Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de Lellis hasta la Madre Teresa –por
recordar sólo algunos nombres– atraviesa el mundo una estela luminosa de
personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que sufren y los
enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto
a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los
que sufren, dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios.
El óleo para la Unción de los enfermos es signo de este óleo de la bondad
del corazón, que estas personas –junto con su competencia profesional–
llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo, lo manifiestan.
En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos
eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes
vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza
con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la
Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en
las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras
de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del
Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta
retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había
dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una
nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él, que en gran
parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la
totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía
llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran catequesis
bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la
comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un
linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido
por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a
su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de
Dios, los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de
compasión.” (1 P 2, 9-10). El Bautismo y la Confirmación constituyen el
ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el
Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese
ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo
sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios
vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea
común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una
cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos
verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo?
¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo
escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos
convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es
verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están
cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no
quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta
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hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te
reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu
Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga
nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje
con alegría.
No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos
olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también
hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo.
Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II,
pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de
Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo.
Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y
canonizado, y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de
Dios y su encomienda no caen en saco roto.
Me dirijo finalmente a vosotros, queridos hermanos en el ministerio
sacerdotal. El Jueves Santo es nuestro día de un modo particular. En la
hora de la Última Cena el Señor ha instituido el sacerdocio de la Nueva
Alianza. “Santifícalos en la verdad” (Jn 17, 17), ha pedido al Padre para
los Apóstoles y para los sacerdotes de todos los tiempos. Con enorme
gratitud por la vocación y con humildad por nuestras insuficiencias,
dirijamos en esta hora nuestro “sí” a la llamada del Señor: Sí, quiero
unirme íntimamente al Señor Jesús, renunciando a mí mismo… impulsado
por el amor de Cristo. Amén.

ARDIENTEMENTE HE DESEADO COMER ESTA PASCUA


20110421. Homilía. Misa en la Cena del Señor
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de
padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de
su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes
deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese
momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del
vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de
las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta
tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar
así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer
el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un
amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor
que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo
que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de
los hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros,
¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el
impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él,
que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes,
distraídos, ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas de Jesús
sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos
que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su
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cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin
excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino
una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había
mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de
aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de
boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y
con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio
Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son
aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y
como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y
vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les
falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado
para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero
la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.
Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes
de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más
con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y
Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la
Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos
palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la
Cena: «eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El
movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la
bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de
esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión
en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de
su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones,
en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el
mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la
transformación eucarística es nuestra propia transformación en la
comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo
nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra
del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración
durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que
contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y
de todos los tiempos. Quisiera en este momento referirme sólo una súplica
que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal.
¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de
continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad.
Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos
que estaban entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en
él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean uno «como tú, Padre, en mí, y yo en
ti, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se
da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por
Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son
esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de
hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la prueba de la
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misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido
eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en
la Primera carta a los Corintios: «El pan que partimos, ¿no nos une a todos
en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos
muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo
pan» (1 Co 10, 16s). La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros
comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso
significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno
entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y
comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión
visible entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta
el misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de
nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo,
nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos
necesariamente juntos. En cada comunidad está el Señor en su totalidad.
Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte
necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras: «una
cum Papa nostro et cum Episcopo nostro». Esto no es un añadido exterior
a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la realidad
eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la
unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la
unidad, se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros
mismos un criterio concreto.
San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de
Jesús por la unidad: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado
para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se
apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos»
(Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha
concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el
mundo. Y sabemos que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores.
Sabemos que Pedro, que va al encuentro del Señor a través de las aguas
agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está siempre sostenido
por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas. Pero después sigue un
anuncio y un encargo. «Tú, cuando te hayas convertido…»: Todos los
seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse
continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué
ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por
el poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho:
«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En la
presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado
precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre,
continuamente, encontrar esta humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no
había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto
no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el Cenáculo no
quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su imagen
de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada.
Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que
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no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía un pequeña mentira
para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un
juego mezquino por un puesto en el centro de los acontecimientos. Todos
debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no
como nos gustaría que fuese. También nosotros tenemos dificultad en
aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus
ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder en el
mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando
nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos
tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y
ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple
la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire
también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus
ojos benévolos, y que nos convierta.
Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es
un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El
servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración de la santa
Eucaristía. Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que
en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se
une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y
de la Iglesia, el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los
hermanos, de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad
que se hace testimonio visible de la misión de Jesús de parte del Padre.
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros». Señor,
tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la
santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el
deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu
Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.

SÓLO CON LA FUERZA DEL AMOR


20110422. Entrevista. Emitida por RAI TV el viernes santo
Santo Padre, quiero agradecerle su presencia, que nos llena de
alegría y nos ayuda a recordar que hoy es el día en que Jesús demuestra
su amor del modo más radical, muriendo en la cruz como inocente.
Precisamente sobre el tema del dolor inocente es la primera pregunta que
viene de una niña japonesa de siete años, que le dice: «Me llamo Elena,
soy japonesa y tengo siete años. Tengo mucho miedo porque la casa en la
que me sentía segura tembló muchísimo, y porque muchos niños de mi
edad han muerto. No puedo ir a jugar al parque. Quiero preguntarle:
¿Por qué tengo que pasar tanto miedo? ¿Por qué los niños tienen que
sufrir tanta tristeza? Pido al Papa, que habla con Dios, que me lo
explique.
Querida Elena, te saludo con todo el corazón. También yo me
pregunto: ¿Por qué es así? ¿Por qué vosotros tenéis que sufrir tanto,
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mientras otros viven cómodamente? Y no tenemos respuesta, pero
sabemos que Jesús sufrió como vosotros, inocente, que el Dios verdadero
que se muestra en Jesús está a vuestro lado. Esto me parece muy
importante, a pesar de que no tenemos respuestas, si la tristeza sigue: Dios
está a vuestro lado, y tenéis que estar seguros de que esto os ayudará. Y un
día podremos comprender por qué ha sucedido esto. En este momento me
parece importante que sepáis que «Dios me ama», aunque parezca que no
me conoce. No, me ama, está a mi lado, y tenéis que estar seguros de que
en el mundo, en el universo, hay muchas personas que están a vuestro
lado, que piensan en vosotros, que hacen todo lo que pueden por vosotros,
para ayudaros. Y ser conscientes de que, un día, yo comprenderé que este
sufrimiento no era algo vacío, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento
hay un proyecto bueno, un proyecto de amor. No es una casualidad.
Siéntete segura, estamos a tu lado, al lado de todos los niños japoneses
que sufren; queremos ayudaros con la oración, con nuestros actos, y estad
seguros de que Dios os ayuda. Y de este modo rezamos juntos para que la
luz os llegue a vosotros cuanto antes.

La segunda pregunta nos pone delante de un calvario, porque se trata


de una madre que está junto a la cruz de un hijo. Es italiana, se llama
Maria Teresa y le pregunta: «Santidad, el alma de mi hijo, Francesco, en
estado vegetativo desde el día de Pascua de 2009, ¿ha abandonado su
cuerpo, dado que está totalmente inconsciente, o está todavía en él?».
Ciertamente el alma está todavía presente en el cuerpo. La situación es,
en cierto sentido, como la de una guitarra que tiene las cuerdas rotas y que
no se puede tocar. Así también el instrumento del cuerpo es frágil,
vulnerable, y el alma no puede tocar, por decirlo de algún modo, pero
sigue presente. También estoy seguro de que esta alma escondida siente en
profundidad vuestro amor, a pesar de que no comprende los detalles, las
palabras, etc., pero siente la presencia del amor. Y por eso esta presencia
vuestra, queridos padres, querida mamá, junto a él, horas y horas cada día,
es un verdadero acto de amor muy valioso, porque esta presencia entra en
la profundidad de esta alma escondida y vuestro acto es un testimonio de
fe en Dios, de fe en el hombre, de fe, digamos de compromiso a favor de
la vida, de respeto por la vida humana, incluso en las situaciones más
trágicas. Por esto os animo a proseguir, sabiendo que hacéis un gran
servicio a la humanidad con este signo de confianza, con este signo de
respeto de la vida, con este amor por un cuerpo desgarrado, un alma que
sufre.

La tercera pregunta nos lleva a Irak, entre los jóvenes de Bagdad,


cristianos perseguidos que le envían esta pregunta: «Saludamos al Santo
Padre desde Irak —dicen—. Nosotros, cristianos de Bagdad, somos
perseguidos como Jesús. Santo Padre, ¿de qué modo podemos ayudar a
nuestra comunidad cristiana para que reconsidere el deseo de emigrar a
otros países, convenciéndola de que marcharse no es la única solución?».
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En primer lugar, quiero saludar de corazón a todos los cristianos de
Irak, nuestros hermanos, y tengo que decir que rezo cada día por los
cristianos de Irak. Son nuestros hermanos que sufren, así como en otras
tierras del mundo, y por esto los siento especialmente cercanos a mi
corazón y, en la medida de nuestras posibilidades, tenemos que hacer todo
lo posible para que puedan quedarse, para que puedan resistir a la
tentación de emigrar, que —en las condiciones en las que viven— resulta
muy comprensible. Diría que es importante que estemos cerca de vosotros,
queridos hermanos de Irak, que queramos ayudaros y cuando vengáis,
recibiros realmente como hermanos. Y naturalmente, las instituciones,
todos los que tienen una posibilidad de hacer algo por Irak, deben hacerlo.
La Santa Sede está en permanente contacto con las distintas comunidades,
no sólo con las comunidades católicas, con las demás comunidades
cristianas, sino también con los hermanos musulmanes, sean chiíes o
suníes. Y queremos realizar una obra de reconciliación, de comprensión,
también con el Gobierno, ayudarle en este difícil camino de recomponer
una sociedad desgarrada. Porque este es el problema, que la sociedad está
profundamente dividida, desgarrada, ya no se tiene esta conciencia:
«Nosotros somos, en la diversidad, un pueblo con una historia común, en
el que cada uno tiene su sitio». Y tienen que reconstruir esta conciencia de
que, en la diversidad, tienen una historia común, una común
determinación. Y nosotros, en diálogo precisamente con los distintos
grupos, queremos ayudar al proceso de reconstrucción y animaros a
vosotros, queridos hermanos cristianos de Irak, a tener confianza, a tener
paciencia, a tener confianza en Dios, a colaborar en este difícil proceso.
Tened la seguridad de nuestra oración.

La siguiente pregunta es de una mujer musulmana de Costa de Marfil,


un país en guerra desde hace años. Esta señora se llama Bintú y le envía
un saludo en árabe que se puede traducir de este modo: «Que Dios esté
en medio de todas las palabras que nos diremos y que Dios esté contigo».
Es una frase que utilizan al empezar un diálogo. Y después prosigue en
francés: «Querido Santo Padre, aquí en Costa de Marfil hemos vivido
siempre en armonía entre cristianos y musulmanes. A menudo las familias
están formadas por miembros de ambas religiones; existe también una
diversidad de etnias, pero nunca hemos tenido problemas. Ahora todo ha
cambiado: la crisis que vivimos, causada por la política, está sembrando
divisiones. ¡Cuántos inocentes han perdido la vida! ¡Cuántos prófugos,
cuántas madres y cuántos niños traumatizados! Los mensajeros han
exhortado a la paz, los profetas han exhortado a la paz. Jesús es un
hombre de paz. Usted, en cuanto embajador de Jesús, ¿qué aconsejaría a
nuestro país?».
Quiero contestar al saludo: que Dios esté también contigo, y siempre te
ayude. Y tengo que decir que he recibido cartas desgarradoras desde Costa
de Marfil, donde veo toda la tristeza, la profundidad del sufrimiento, y me
quedo triste porque podemos hacer muy poco. Siempre podemos hacer
algo: orar con vosotros, y en la medida de lo posible, hacer obras de
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caridad, y sobre todo queremos colaborar, en la medida de nuestras
posibilidades, en los contactos políticos, humanos. He encargado al
cardenal Turkson, que es presidente de nuestro Consejo Justicia y paz, que
vaya a Costa de Marfil e intente mediar, hablar con los diversos grupos,
con las distintas personas, para facilitar un nuevo comienzo. Y sobre todo
queremos hacer oír la voz de Jesús, en el que usted también cree como
profeta. Él era siempre hombre de paz. Se podía pensar que, cuando Dios
viniera a la tierra, lo haría como un hombre de gran fuerza, que destruiría
las potencias adversarias, que sería un hombre de una fuerte violencia
como instrumento de paz. Nada de esto: vino débil, vino sólo con la fuerza
del amor, totalmente sin violencia hasta ir a la cruz. Y esto nos muestra el
verdadero rostro de Dios, y que la violencia no viene nunca de Dios,
nunca ayuda a producir cosas buenas, sino que es un medio destructivo y
no es el camino para salir de las dificultades. Es una fuerte voz contra todo
tipo de violencia. Invito encarecidamente a todas las partes a renunciar a
la violencia, a buscar los caminos de la paz. Para la recomposición de
vuestro pueblo no podéis usar medios violentos, aunque penséis tener
razón. El único camino es la renuncia a la violencia, recomenzar el
diálogo, los intentos de encontrar juntos la paz, una nueva atención de los
unos hacia los otros, la nueva disponibilidad a abrirse el uno al otro. Y
este, querida señora, es el verdadero mensaje de Jesús: buscad la paz con
los medios de la paz y abandonad la violencia. Rezamos por vosotros para
que todos los componentes de vuestra sociedad escuchen esta voz de Jesús
y así vuelva la paz y la comunión.

Santo Padre, la próxima pregunta es sobre el tema de la muerte y la


resurrección de Jesús, y llega desde Italia. Se la leo: «Santidad: ¿Qué
hizo Jesús en el lapso de tiempo entre la muerte y la resurrección? Y, ya
que en el Credo se dice que Jesús después de la muerte descendió a los
infiernos: ¿Podemos pensar que es algo que nos pasará también a
nosotros, después de la muerte, antes de ascender al cielo?».
En primer lugar, este descenso del alma de Jesús no debe imaginarse
como un viaje geográfico, local, de un continente a otro. Es un viaje del
alma. Hay que tener en cuenta que el alma de Jesús siempre toca al Padre,
está siempre en contacto con el Padre, pero al mismo tiempo, esta alma
humana se extiende hasta los últimos confines del ser humano. En este
sentido baja a las profundidades, va hacia los perdidos, se dirige a todos
aquellos que no han alcanzado la meta de su vida, y trasciende así los
continentes del pasado. Esta palabra del descenso del Señor a los infiernos
significa, sobre todo, que Jesús alcanza también el pasado, que la eficacia
de la redención no comienza en el año cero o en el año treinta, sino que
llega al pasado, abarca el pasado, a todas las personas de todos los
tiempos. Dicen los Padres, con una imagen muy hermosa, que Jesús toma
de la mano a Adán y Eva, es decir, a la humanidad, y la encamina hacia
adelante, hacia las alturas. Y así crea el acceso a Dios, porque el hombre,
por sí mismo, no puede elevarse a la altura de Dios. Jesús mismo, siendo
un hombre, tomando de la mano al hombre, abre el acceso. ¿Qué acceso?
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La realidad que llamamos cielo. Así, este descenso a los infiernos, es
decir, a las profundidades del ser humano, a las profundidades del pasado
de la humanidad, es una parte esencial de la misión de Jesús, de su misión
de Redentor y no se aplica a nosotros. Nuestra vida es diferente, el Señor
ya nos ha redimido y nos presentamos al Juez, después de nuestra muerte,
bajo la mirada de Jesús, y esta mirada en parte será purificadora: creo que
todos nosotros, en mayor o menor medida, necesitaremos ser purificados.
La mirada de Jesús nos purifica y además nos hace capaces de vivir con
Dios, de vivir con los santos, sobre todo de vivir en comunión con
nuestros seres queridos que nos han precedido.

También la siguiente pregunta es sobre el tema de la resurrección y


viene de Italia: «Santidad, cuando las mujeres llegan al sepulcro, el
domingo después de la muerte de Jesús, no reconocen al Maestro, lo
confunden con otro. Lo mismo les pasa a los Apóstoles: Jesús tiene que
enseñarles las heridas, partir el pan para que lo reconozcan precisamente
por sus gestos. Su cuerpo es un cuerpo real de carne y hueso, pero
también un cuerpo glorioso. El hecho de que su cuerpo resucitado no
tenga las mismas características que antes, ¿qué significa? ¿Y qué
significa, exactamente, cuerpo glorioso? Y la resurrección, ¿será también
así para nosotros?».
Naturalmente, no podemos definir el cuerpo glorioso porque está más
allá de nuestra experiencia. Sólo podemos interpretar algunos de los
signos que Jesús nos dio para entender, al menos un poco, hacia dónde
apunta esta realidad. El primer signo: el sepulcro está vacío. Es decir,
Jesús no abandonó su cuerpo a la corrupción, nos enseñó que también la
materia está destinada a la eternidad, que resucitó realmente, que no ha
quedado perdido. Jesús asumió también la materia, por lo que la materia
está también destinada a la eternidad. Pero asumió esta materia en una
nueva forma de vida. Este es el segundo punto: Jesús no muere más, es
decir: está más allá de las leyes de la biología, de la física, porque los
sometidos a ellas mueren. Por lo tanto, hay una condición nueva, distinta,
que no conocemos, pero que se revela en lo sucedido a Jesús, y para todos
nosotros esa es la gran promesa de que hay un mundo nuevo, una vida
nueva, hacia la que estamos encaminados. Y, estando ya Jesús en esa
condición, puede ser tocado por los demás; puede dar la mano a sus
amigos y comer con ellos, pero, sin embargo, está más allá de las
condiciones de la vida biológica, como la que nosotros vivimos. Y
sabemos que, por una parte, es un hombre real, no un fantasma, vive una
vida real, pero es una vida nueva que ya no está sujeta a la muerte y esa es
nuestra gran promesa. Es importante entender esto, al menos en la medida
que se pueda, con el ejemplo de la Eucaristía: en la Eucaristía el Señor nos
da su cuerpo glorioso, no nos da carne para comer en sentido biológico; se
nos da él mismo; lo nuevo que es él entra en nuestro ser hombres, en
nuestro ser personas, en mi ser persona como persona, y llega a nosotros
con su ser, de modo que podemos dejarnos penetrar por su presencia,
transformarnos en su presencia. Es un punto importante, porque así ya
112
estamos en contacto con esta nueva vida, este nuevo tipo de vida, ya que
él ha entrado en mí, y yo he salido de mí y me abro hacia una nueva
dimensión de vida. Pienso que este aspecto de la promesa, de la realidad
que él se entrega a mí y me hace salir de mí mismo y me eleva, es la
cuestión más importante: no se trata de descifrar cosas que no podemos
entender sino de encaminarnos hacia la novedad que comienza, siempre,
de nuevo, en la Eucaristía.

Santo Padre, la última pregunta es acerca de María. Al pie de la cruz,


se produce un conmovedor diálogo entre Jesús, su madre y Juan, en el
que Jesús dice a María: «He aquí a tu hijo», y a Juan: «He aquí a tu
madre». En su último libro, «Jesús de Nazaret», lo define como «una
disposición final de Jesús». ¿Cómo debemos entender estas palabras?
¿Qué significado tenían en aquel momento y qué significado tienen hoy en
día? Y ya que estamos en tema de confiar, ¿piensa renovar una
consagración a la Virgen en el inicio de este nuevo milenio?
Estas palabras de Jesús son ante todo un acto muy humano. Vemos a
Jesús como un hombre verdadero que lleva a cabo un gesto de verdadero
hombre: un acto de amor a su madre confiándola al joven Juan para que
esté segura. En aquella época en Oriente una mujer sola se encontraba en
una situación imposible. Confía su madre a este joven y a él lo confía a su
madre. Jesús realmente actúa como un hombre con un sentimiento
profundamente humano. Me parece muy hermoso, muy importante que
antes de cualquier teología veamos aquí la verdadera humanidad, el
verdadero humanismo de Jesús. Pero por supuesto este gesto tiene varias
dimensiones, no atañe sólo a ese momento: concierne a toda la historia. En
Juan, Jesús nos confía a todos nosotros, a toda la Iglesia, a todos los
futuros discípulos, a su madre, y su madre a nosotros. Y esto se ha
cumplido a lo largo de la historia: la humanidad y los cristianos han
entendido cada vez más que la madre de Jesús es su madre. Y cada vez
más personas se han confiado a su Madre: basta pensar en los grandes
santuarios, en esta devoción a María, donde cada vez más la gente siente:
«Esta es la Madre». E incluso algunos que casi tienen dificultad para
llegar a Jesús en su grandeza de Hijo de Dios, se confían a la Madre sin
dificultad. Algunos dicen: «Pero eso no tiene fundamento bíblico». Aquí
me gustaría responder con san Gregorio Magno: «A medida que se lee —
dice—, crecen las palabras de la Escritura». Es decir, se desarrollan en la
realidad, crecen, y cada vez se difunde más esta Palabra en la historia.
Todos podemos estar agradecidos porque la Madre es una realidad, a todos
se nos ha dado una madre. Y podemos dirigirnos con mucha confianza a
esta madre, que para cada cristiano es su Madre. Por otro lado, la Madre
es también expresión de la Iglesia. No podemos ser cristianos solos, con
un cristianismo construido según mis ideas. La Madre es imagen de la
Iglesia, de la Madre Iglesia y confiándonos a María, también tenemos que
confiarnos a la Iglesia, vivir la Iglesia, ser Iglesia con María. Llego ahora
al tema de la consagración: los Papas —Pío XII, Pablo VI y Juan Pablo II
— hicieron un gran acto de consagración a la Virgen María y creo que,
113
como gesto ante la humanidad, ante María misma, fue muy importante. Yo
creo que ahora es importante interiorizar ese acto, dejar que nos penetre,
para realizarlo en nosotros mismos. Por eso he visitado algunos de los
grandes santuarios marianos del mundo: Lourdes, Fátima, Częstochowa,
Altötting…, siempre con el fin de hacer concreto, de interiorizar ese acto
de consagración, para que sea realmente un acto nuestro. Creo que el acto
grande, público, ya se ha hecho. Tal vez algún día habrá que repetirlo,
pero por el momento me parece más importante vivirlo, realizarlo, entrar
en esta consagración para hacerla nuestra verdaderamente. Por ejemplo,
en Fátima, me di cuenta de que los miles de personas presentes eran
conscientes de esa consagración, se habían consagrado, encarnando la
consagración en sí mismos, para sí mismos. Así esa consagración se hace
realidad en la Iglesia viva y así crece también la Iglesia. La consagración
común a María, el que todos nos dejemos penetrar y formar por esa
presencia, el entrar en comunión con María, nos hace Iglesia, nos hace,
junto con María, realmente esposa de Cristo. De modo que, por ahora, no
tengo intención de una nueva consagración pública, pero sí quiero invitar
a todos a incorporarse a esa consagración que ya está hecha, para que la
vivamos verdaderamente día tras día y crezca así una Iglesia realmente
mariana que es Madre y Esposa e Hija de Jesús.

LA CRUZ ES EL SIGNO LUMINOSO DEL AMOR


20110422. Discurso. Viernes Santo. Via Crucis en el Coliseo
Esta noche hemos acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del
último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario.
Hemos escuchado el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena,
las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres.
Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de la
cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso
del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado
que le desfigura el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en
el profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del
mal y del pecado del hombre.
¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz
elevada sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva
de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de
Aquel que había hablado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que
había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona
humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros el
«hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado
de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53, 3).
Pero miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo,
contemplémosle con una mirada más profunda, y descubriremos que la
Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino
el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios,
de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se
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ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más
oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para
llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a
creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios
es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva,
resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una
nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra.
En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la
invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín:
«Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así
como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra… Os he
prometido la vida… Como anticipo os he dado mi muerte, como si os
dijera: “Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde
nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece,
repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con
el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a
participar en mi vida”» (cf. Sermón 231, 5).
Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración:
Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino
de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al
mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos,
transformados y animados por tu amor.

LA PASCUA DE CRISTO Y LA CREACIÓN


20110423. Homilía. Vigilia pascual
Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia
pascual. En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual,
que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la
noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como
verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado
en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el agua.
Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la
muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de
manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del
Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y
resurrección de Jesucristo.
Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual
los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica
esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro
profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma
litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias.
Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del
Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias
locales, pueden reducirse a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de
una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación,
desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta
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el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada
vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas
lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente
anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos
muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten
que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la
mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.
En la Vigilia Pascual, el camino a través de las sendas de la Sagrada
Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la
liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No
es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y
del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien concientes de ello. No
entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las
cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin
de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente
importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se
podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre,
forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La
respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la
historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero
orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los
orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas
palabras: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la
tierra”. Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la
salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una
asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los
hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación.
No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el
principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto
tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad
llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios
ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de
la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o
quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde
su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación
pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es
Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud
por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas.
El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía
más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el
significado esencial de dicho relato con una sola frase: “En el principio
existía el Verbo”. En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado
antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: “Dijo
Dios…”. El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice
Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. “Logos” significa
“razón”, “sentido”, “palabra”. No es solamente razón, sino Razón
creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella
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misma crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el
mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el
origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino
que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la
libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en
juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la
ausencia de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del
ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la
irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial.
Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con san Juan:
en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno
ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final,
en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad
una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la
creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto
casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida
estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza.
Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina.
Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la
libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es
contrario a la creación. Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por
decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza
humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue
siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la
Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser
salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la
libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por
nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva,
saludable.
El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado,
indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso
más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana
que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el
Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en
que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se
unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza entre
Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el
hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un
mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre
Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación.
Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es
el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que
exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la
respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le
responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos
material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de
Dios.
117
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos,
debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana.
Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del
trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la
Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es
sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el
día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el
Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que
hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya
no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios.
Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este
encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía,
donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les
entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos.
Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el
séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente
enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio
resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del
trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica
natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente
al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de
que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana
era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se
había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto,
tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que
había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte
alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva
dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el
día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo
nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva
creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios,
el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la
tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió,
fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y
de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo,
como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al
Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que
la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte
que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea
oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo
celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice
al final del relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era
muy bueno” (Gen 1, 31). Amén

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, ALEGRÍA DE CIELO Y


TIERRA
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20110424. Mensaje. Urbi et orbi
In resurrectione tua, Christe, coeli et terra laetentur. En tu resurrección,
Señor, se alegren los cielos y la tierra (Lit. Hor.)
La mañana de Pascua nos ha traído el anuncio antiguo y siempre
nuevo: ¡Cristo ha resucitado! El eco de este acontecimiento, que surgió en
Jerusalén hace veinte siglos, continúa resonando en la Iglesia, que lleva en
el corazón la fe vibrante de María, la Madre de Jesús, la fe de la
Magdalena y las otras mujeres que fueron las primeras en ver el sepulcro
vacío, la fe de Pedro y de los otros Apóstoles.
Hasta hoy —incluso en nuestra era de comunicaciones
supertecnológicas— la fe de los cristianos se basa en aquel anuncio, en el
testimonio de aquellas hermanas y hermanos que vieron primero la losa
removida y el sepulcro vacío, después a los mensajeros misteriosos que
atestiguaban que Jesús, el Crucificado, había resucitado; y luego, a Él
mismo, el Maestro y Señor, vivo y tangible, que se aparece a María
Magdalena, a los dos discípulos de Emaús y, finalmente, a los once
reunidos en el Cenáculo (cf. Mc 16,9-14).
La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una
experiencia mística. Es un acontecimiento que sobrepasa ciertamente la
historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en
ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados
de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una
luz diferente, divina, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al
mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien.
Así como en primavera los rayos del sol hacen brotar y abrir las yemas
en las ramas de los árboles, así también la irradiación que surge de la
resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a
toda expectativa, deseo, proyecto. Por eso, todo el universo se alegra hoy,
al estar incluido en la primavera de la humanidad, que se hace intérprete
del callado himno de alabanza de la creación. El aleluya pascual, que
resuena en la Iglesia peregrina en el mundo, expresa la exultación
silenciosa del universo y, sobre todo, el anhelo de toda alma humana
sinceramente abierta a Dios, más aún, agradecida por su infinita bondad,
belleza y verdad.
«En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra». A esta
invitación de alabanza que sube hoy del corazón de la Iglesia, los «cielos»
responden al completo: La multitud de los ángeles, de los santos y beatos
se suman unánimes a nuestro júbilo. En el cielo, todo es paz y regocijo.
Pero en la tierra, lamentablemente, no es así. Aquí, en nuestro mundo,
el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que
provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades,
guerras, violencias. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado
precisamente por esto. Ha muerto a causa de nuestros pecados de hoy, y ha
resucitado también para redimir nuestra historia de hoy. Por eso, mi
mensaje quiere llegar a todos y, como anuncio profético, especialmente a
los pueblos y las comunidades que están sufriendo un tiempo de pasión,
119
para que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, la justicia y la
paz.
Se alegren los cielos y la tierra por el testimonio de quienes sufren
contrariedades, e incluso persecuciones a causa de la propia fe en el Señor
Jesús. Que el anuncio de su resurrección victoriosa les infunda valor y
confianza.
Queridos hermanos y hermanas. Cristo resucitado camina delante de
nosotros hacia los cielos nuevos y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), en la que
finalmente viviremos como una sola familia, hijos del mismo Padre. Él
está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Vayamos tras Él en este
mundo lacerado, cantando el Aleluya. En nuestro corazón hay alegría y
dolor; en nuestro rostro, sonrisas y lágrimas. Así es nuestra realidad
terrena. Pero Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Por
eso cantamos y caminamos, con la mirada puesta en el Cielo, fieles a
nuestro compromiso en este mundo.

DE LA RESURRECCIÓN BROTA LA VIDA DE LA IGLESIA


20110425. Ángelus
Surrexit Dominus vere! Alleluja! La Resurrección del Señor marca la
renovación de nuestra condición humana. Cristo ha derrotado la muerte,
causada por nuestro pecado, y nos reconduce a la vida inmortal. De ese
acontecimiento brota toda la vida de la Iglesia y la existencia misma de los
cristianos. Lo leemos precisamente hoy, lunes del Ángel, en el primer
discurso misionero de la Iglesia naciente: «A este Jesús —proclama el
apóstol Pedro— lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.
Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la
promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo
y oyendo» (Hch 2, 32-33). Uno de los signos característicos de la fe en la
Resurrección es el saludo entre los cristianos en el tiempo pascual,
inspirado en un antiguo himno litúrgico: «¡Cristo ha resucitado! ¡Ha
resucitado verdaderamente!». Es una profesión de fe y un compromiso de
vida, precisamente como aconteció a las mujeres descritas en el Evangelio
de san Mateo: «De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo:
“Alegraos”. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él.
Jesús les dijo: “No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a
Galilea; allí me verán» (28, 9-10). «Toda la Iglesia —escribe el siervo de
Dios Pablo VI— recibe la misión de evangelizar, y la actividad de cada
miembro constituye algo importante para el conjunto. Permanece como un
signo, opaco y luminoso al mismo tiempo, de una nueva presencia de
Jesucristo, de su partida y de su permanencia. Ella lo prolonga y lo
continúa» (Ex. ap. Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, n. 15:
AAS 68 [1976] 14).
¿Cómo podemos encontrar al Señor y ser cada vez más sus auténticos
testigos? San Máximo de Turín afirma: «Quien quiera encontrar al
Salvador, lo primero que debe hacer es ponerlo con su fe a la diestra de la
divinidad y colocarlo con la persuasión del corazón en los cielos»
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(Sermo XXXIX A, 3: CCL 23, 157), es decir, debe aprender a dirigir
constantemente la mirada de la mente y del corazón hacia la altura de
Dios, donde está Cristo resucitado. Por consiguiente, en la oración, en la
adoración, Dios encuentra al hombre. El teólogo Romano Guardini
observa que «la adoración no es algo accesorio, secundario (...). Se trata
del interés último, del sentido y del ser. En la adoración el hombre
reconoce lo que vale en sentido puro, sencillo y santo» (La Pasqua,
Meditazioni, Brescia 1995, p. 62). Sólo si sabemos dirigirnos a Dios, orar
a él, podemos descubrir el significado más profundo de nuestra vida, y el
camino diario queda iluminado por la luz del Resucitado.

¿CÓMO HACER QUE LA PASCUA SE CONVIERTA EN VIDA?


20110427. Audiencia general
En estos primeros días del tiempo pascual, que se prolonga hasta
Pentecostés, estamos todavía llenos de la lozanía y de la alegría nueva que
las celebraciones litúrgicas han traído a nuestro corazón. Por tanto, hoy
quiero reflexionar brevemente con vosotros sobre la Pascua, corazón del
misterio cristiano. En efecto, todo tiene su inicio aquí: Cristo resucitado de
entre los muertos es el fundamento de nuestra fe. De la Pascua se irradia,
como desde un centro luminoso, incandescente, toda la liturgia de la
Iglesia, sacando de ella contenido y significado. La celebración litúrgica
de la muerte y resurrección de Cristo no es una simple conmemoración de
este acontecimiento, sino su actualización en el misterio, para la vida de
todo cristiano y de toda comunidad eclesial, para nuestra vida. La fe en
Cristo resucitado transforma la existencia, actuando en nosotros una
resurrección continua, come escribía san Pablo a los primeros creyentes:
«Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. Vivid como
hijos de la luz; pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz»
(Ef 5, 8-9).
Entonces, ¿cómo podemos hacer que la Pascua se convierta en «vida»?
¿Cómo puede asumir una «forma» pascual toda nuestra existencia interior
y exterior? Debemos partir de la comprensión auténtica de la resurrección
de Jesús: ese acontecimiento no es un simple retorno a la vida precedente,
como lo fue para Lázaro, para la hija de Jairo o para el joven de Naím,
sino que es algo completamente nuevo y distinto. La resurrección de
Cristo es el paso hacia una vida que ya no está sometida a la caducidad del
tiempo, una vida inmersa en la eternidad de Dios. En la resurrección de
Jesús comienza una nueva condición del ser hombres, que ilumina y
transforma nuestro camino de cada día y abre un futuro cualitativamente
diferente y nuevo para toda la humanidad. Por ello, san Pablo no sólo
vincula de manera inseparable la resurrección de los cristianos a la de
Jesús (cf. 1 Co 15, 16.20), sino que señala también cómo se debe vivir el
misterio pascual en la cotidianidad de nuestra vida.
En la carta a los Colosenses, san Pablo dice: «Si habéis resucitado con
Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la
derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (3, 1-
121
2). A primera vista, al leer este texto, podría parecer que el Apóstol quiere
favorecer el desprecio de la realidad terrena, es decir, invitando a olvidarse
de este mundo de sufrimiento, de injusticias, de pecados, para vivir
anticipadamente en un paraíso celestial. En este caso, el pensamiento del
«cielo» sería una especie de alienación. Pero, para captar el sentido
verdadero de estas afirmaciones paulinas, basta no separarlas de su
contexto. El Apóstol precisa muy bien lo que entiende por «los bienes de
allá arriba», que el cristiano debe buscar, y «los bienes de la tierra», de los
cuales debe cuidarse. Los «bienes de la tierra» que es necesario evitar son
ante todo: «Dad muerte —escribe san Pablo— a todo lo terreno que hay
en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia,
que es una idolatría» (3, 5-6). Dar muerte en nosotros al deseo insaciable
de bienes materiales, al egoísmo, raíz de todo pecado. Por tanto, cuando el
Apóstol invita a los cristianos a desprenderse con decisión de los «bienes
de la tierra», claramente quiere dar a entender que eso pertenece al
«hombre viejo» del cual el cristiano debe despojarse, para revestirse de
Cristo.
Del mismo modo que explicó claramente cuáles son los bienes en los
que no hay que fijar el propio corazón, con la misma claridad san Pablo
nos señala cuáles son los «bienes de arriba», que el cristiano debe buscar y
gustar. Atañen a lo que pertenece al «hombre nuevo», que se ha revestido
de Cristo una vez para siempre en el Bautismo, pero que siempre necesita
renovarse «a imagen de su Creador» (Col 3, 10). El Apóstol de los gentiles
describe así esos «bienes de arriba»: «Como elegidos de Dios, santos y
amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad,
mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando
alguno tenga quejas contra otro (...). Y por encima de todo esto, el amor,
que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col3, 12-14). Así pues, san Pablo
está muy lejos de invitar a los cristianos, a cada uno de nosotros, a
evadirse del mundo en el que Dios nos ha puesto. Es verdad que somos
ciudadanos de otra «ciudad», donde está nuestra verdadera patria, pero el
camino hacia esta meta debemos recorrerlo cada día en esta tierra.
Participando desde ahora en la vida de Cristo resucitado debemos vivir
como hombres nuevos en este mundo, en el corazón de la ciudad terrena.
Este es el camino no sólo para transformarnos a nosotros mismos, sino
también para transformar el mundo, para dar a la ciudad terrena un rostro
nuevo que favorezca el desarrollo del hombre y de la sociedad según la
lógica de la solidaridad, de la bondad, con un respeto profundo de la
dignidad propia de cada uno. El Apóstol nos recuerda cuáles son las
virtudes que deben acompañar a la vida cristiana; en la cumbre está la
caridad, con la cual todas las demás están relacionadas encontrando en ella
su fuente y fundamento. La caridad resume y compendia «los bienes del
cielo»: la caridad que, con la fe y la esperanza, representa la gran regla de
vida del cristiano y define su naturaleza profunda.
La Pascua, por tanto, nos trae la novedad de un cambio profundo y
total de una vida sujeta a la esclavitud del pecado a una vida de libertad,
animada por el amor, fuerza que derriba toda barrera y construye una
122
nueva armonía en el propio corazón y en la relación con los demás y con
las cosas. Todo cristiano, así como toda comunidad, si vive la experiencia
de este paso a la resurrección, no puede menos de ser fermento nuevo en
el mundo, entregándose sin reservas en favor de las causas más urgentes y
más justas, como demuestran los testimonios de los santos de todas las
épocas y todos los lugares. Son numerosas también las expectativas de
nuestro tiempo: nosotros, los cristianos, creyendo firmemente que la
resurrección de Cristo ha renovado al hombre sin sacarlo del mundo
donde construye su historia, debemos ser los testigos luminosos de esta
vida nueva que la Pascua ha traído. La Pascua es un don que se ha de
acoger cada vez más profundamente en la fe, para poder actuar en cada
situación, con la gracia de Cristo, según la lógica de Dios, la lógica del
amor. La luz de la resurrección de Cristo debe penetrar nuestro mundo,
debe llegar como mensaje de verdad y de vida a todos los hombres a
través de nuestro testimonio de todos los días.
Queridos amigos: ¡Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente! No
podemos retener sólo para nosotros la vida y la alegría que él nos ha
donado en su Pascua, sino que debemos donarla a cuantos están cerca de
nosotros. Esta es nuestra tarea y nuestra misión: hacer resucitar en el
corazón del prójimo la esperanza donde hay desesperación, la alegría
donde hay tristeza, la vida donde hay muerte. Testimoniar cada día la
alegría del Señor resucitado significa vivir siempre en «forma pascual» y
hacer resonar el gozoso anuncio de que Cristo no es una idea o un
recuerdo del pasado, sino una Persona que vive con nosotros, para
nosotros y en nosotros; y con él, para él y en él podemos hacer nuevas
todas las cosas (cf. Ap 21, 5).

LA CUESTIÓN DE LA LIBERTAD RELIGIOSA


20110429. Mensaje. Academia Pontificia de las ciencias sociales
«Derechos universales en un mundo diversificado. La cuestión de la
libertad religiosa». Como he observado en varias ocasiones, las raíces de
la cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la
que dio vida y espacio a la libertad religiosa, y la que sigue alimentando la
libertad de religión y la libertad de culto, garantizada constitucionalmente,
de las que muchos pueblos disfrutan hoy. Debido sobre todo a su negación
sistemática por parte de los regímenes ateos del siglo XX, estas libertades
fueron reconocidas y consagradas por la comunidad internacional en la
Declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas. Hoy
estos derechos humanos fundamentales de nuevo están amenazados por
actitudes e ideologías que impedirían la libre expresión religiosa. En
consecuencia, en nuestros días se debe afrontar una vez más el desafío de
defender y promover el derecho a la libertad de religión y a la libertad de
culto. Por esta razón, doy las gracias a la Academia por su contribución a
este debate.
El anhelo de verdad y de sentido y la apertura a lo trascendente están
profundamente inscritos en nuestra naturaleza humana. Nuestra naturaleza
123
nos impulsa a afrontar las cuestiones de máxima importancia para nuestra
existencia. Hace muchos siglos, Tertuliano acuñó la expresión libertas
religionis (cf. Apologeticum, 24, 6). Subrayó que a Dios se le debe adorar
libremente, y que en la naturaleza de la religión está el no admitir
coerciones, «nec religionis est cogere religionem» (Ad Scapulam, 2, 2).
Dado que el hombre goza de la capacidad de una elección libre y personal
en la verdad, y dado que Dios espera del hombre una respuesta libre a su
llamada, el derecho a la libertad religiosa debe considerarse como
inherente a la dignidad fundamental de toda persona humana, en sintonía
con la innata apertura del corazón humano a Dios. De hecho, la auténtica
libertad de religión permitirá a la persona humana alcanzar su plenitud,
contribuyendo así al bien común de la sociedad. El concilio Vaticano II,
consciente de la evolución de la cultura y de la sociedad, propuso un
renovado fundamento antropológico de la libertad religiosa. Los padres
conciliares afirmaron de que todos los hombres «se ven impulsados, por
su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación
moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa» (Dignitatis humanae, 2).
La verdad nos hace libres (cf. Jn 8, 32) y esta misma verdad debe
descubrirse y asumirse libremente. El Concilio tuvo el cuidado de aclarar
que esta libertad es un derecho del que cada persona goza naturalmente, y
que, por lo tanto, también debe ser protegido y fomentado por la
legislación civil.
Por supuesto, cada Estado tiene el derecho soberano de promulgar su
propia legislación y de expresar diferentes actitudes hacia la religión en la
ley. Por ello, hay algunos Estados que permiten una amplia libertad
religiosa según nuestra interpretación de la palabra, mientras que otros la
restringen por varias razones, entre ellas la desconfianza respecto a la
propia religión. La Santa Sede sigue haciendo llamamientos para que
todos los Estados reconozcan el derecho humano fundamental a la libertad
religiosa, y los insta a respetar, y si fuera necesario, proteger a las minorías
religiosas que, aunque vinculadas a una religión diferente de la de la
mayoría que las rodea, aspiran a vivir con sus conciudadanos de modo
pacífico y a participar plenamente en la vida civil y política de la nación,
en beneficio de todos.

DICHOSO TÚ, PAPA JUAN PABLO, PORQUE HAS CREÍDO


20110501. Homilía. Beatificación de Juan Pablo II
Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los
funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo,
pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía
a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi
amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya
en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios
manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido
que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su
beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día
124
esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor:
Juan Pablo II es beato.
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo
II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la
celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio
providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la
vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el
mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos
elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a
nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio,
qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin
embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la
tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que
nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio
de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe.
Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos
precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un
Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar
en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa,
apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza:
«¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie
de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es
lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo
del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la
que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II,
que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas
palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin
haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo
II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de
Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el
evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre
del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa
Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el
Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su
modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan
Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada
maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y
sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que
han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las
narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como
oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de
los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la
presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y
san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la
primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María
125
aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de
los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en
oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es
precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual,
indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su
alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de
su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino
indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis
visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con
un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe:
vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque
hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una
realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice
el Salmo (118, 23)– ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la
fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos,
bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y
venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de
santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado,
recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida
cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la
Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos,
sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en
camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María,
asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia.
Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo
de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a
María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner
a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los
cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato
Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó
durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de
Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra
en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo
episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una
«eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la
célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol
Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego
sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor
tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo,
oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la
Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de
octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el
primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del
nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y
126
añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran
don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia
entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy
convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones
podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha
regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde
el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos
los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias
al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima
causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta
«causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa
solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No
temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!».
Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo
en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas
políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que
le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su
testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran
humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos
de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a
la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener
miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en
síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo
es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera
Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda
reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo,
centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la
Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran
herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el
Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el
umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo
llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de
preparación para el Gran Jubileo, dio al cristianismo una renovada
orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la
historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza
que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él
la reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la
fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu
de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a
Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de
paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia
personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el
beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de
estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca
127
de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la
riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración
siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro
con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y
después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando
lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca»,
como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión
con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un
mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban
disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada
sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y
ofrece en la Iglesia.
¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos
que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde
el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos:
Santo Padre: bendícenos. Amén.

VIVIR LA FE, AMAR LA VIDA: COMPROMISO EDUCATIVO


20110506. Mensaje. Asamblea Acción Católica Italiana
Estáis reunidos en vuestra asamblea general sobre el tema: «Vivir la fe,
amar la vida. El compromiso educativo de la Acción católica», para
reafirmar vuestro amor a Cristo y a la Iglesia y renovar el camino de
vuestra asociación, con el compromiso de asumir plenamente vuestra
responsabilidad laical al servicio del Evangelio. Sois muchachos, jóvenes
y adultos que se ponen a disposición del Señor en la Iglesia con un
compromiso solemne, público, en comunión con los pastores, para dar un
buen testimonio en todos los ámbitos de la vida. Vuestra presencia es
capilar en las parroquias, en las familias, en los barrios, en los ambientes
sociales: una presencia que vivís en la cotidianidad y en la aspiración a la
santidad. Vuestros niños y muchachos, adolescentes y jóvenes quieren ser
activos y felices, generosos y valientes, como el beato Pier Giorgio
Frassati. Tenéis el impulso de dedicaros a la construcción de la ciudad de
todos y la valentía de servir en las instituciones, como Vittorio Bachelet,
como el beato Alberto Marvelli y como Giuseppe Toniolo, que pronto será
proclamado beato. En vuestro proyecto de formación humana y cristiana
queréis ser amigos fieles de Cristo, como las beatas Pierina Morosini y
Antonia Mesina, como la venerable Armida Barelli. Queréis reavivar
nuestras comunidades con niños fascinantes por la pureza de su corazón,
como Antonietta Meo, capaces de atraer también a sus padres a Jesús.
Cuando recibo a vuestros muchachos con ocasión de la Navidad o del mes
de la paz, quedo siempre admirado de la autenticidad con la que
comunican la alegría del Señor.
En octubre del año pasado me reuní con vuestros adolescentes y
jóvenes, comprometidos y alegres, amantes de la verdadera libertad que
los lleva a una vida generosa, a un apostolado directo. Tienen ante sí el
ejemplo de hombres y mujeres contentos con su fe, que quieren
128
acompañar a las nuevas generaciones con amor, con sabiduría y con la
oración, que pretenden construir con paciencia tejidos de vida comunitaria
y afrontar los problemas más urgentes de la vida cotidiana de la familia: la
defensa de la vida, el sufrimiento de las separaciones y del abandono, la
solidaridad en las desgracias, la acogida de los pobres y de los que no
tienen patria. Os acompañan consiliarios que saben bien lo que significa
educar en la santidad. En las diócesis estáis llamados a colaborar con
vuestros obispos, de manera constante, fiel y directa, en la vida y en la
misión de la Iglesia. Todo esto no nace espontáneamente, sino con una
respuesta generosa a la llamada de Dios a vivir con plena responsabilidad
el Bautismo, la dignidad del ser cristianos. Por eso formáis parte de una
asociación con ideales y cualidades precisas como los indica el concilio
ecuménico Vaticano II: una asociación que tiene la finalidad apostólica de
la Iglesia, que colabora con la jerarquía, que se manifiesta como cuerpo
orgánico y que recibe de la Iglesia un mandato explícito (cf.Apostolicam
actuositatem, 20). Queridos amigos, sobre la base de lo que sois,
siguiendo los pasos de mis venerados predecesores, quiero confiaros
algunas indicaciones de compromiso.
1. La perspectiva educativa
En la línea marcada por los obispos para las Iglesias que están en
Italia, estáis llamados de modo especial a valorar vuestra vocación
educativa. La Acción católica es una fuerza educativa cualificada,
sostenida por buenos instrumentos, por una tradición más que centenaria.
Sabéis educar a los niños y a los muchachos con vuestra asociación, sabéis
llevar a cabo itinerarios educativos con adolescentes y jóvenes, sois
capaces de una formación permanente para los adultos. Vuestra acción
será más incisiva si, como ya hacéis, trabajáis aún más entre vosotros con
una perspectiva profundamente unitaria y favorecéis la colaboración con
otras fuerzas educativas tanto eclesiales como civiles. Para educar es
necesario ir más allá de la ocasión, del momento inmediato, y construir,
con la colaboración de todos, un proyecto de vida cristiana fundado en el
Evangelio y en el magisterio de la Iglesia, poniendo en el centro una
visión integral de la persona. Vuestro proyecto formativo es válido para
muchos cristianos y hombres de buena voluntad, sobre todo si pueden ver
en vosotros modelos de vida cristiana, de compromiso generoso y gozoso,
de interioridad profunda y de comunión eclesial.
2. La propuesta de la santidad
Vuestras asociaciones han de ser gimnasios de santidad, en donde os
entrenéis con dedicación plena a la causa del reino de Dios, en un
planteamiento de vida profundamente evangélico que os caracteriza como
como laicos creyentes en los ámbitos de la vida cotidiana. Esto exige
oración intensa, tanto comunitaria como personal, escucha continua de la
Palabra de Dios y asidua vida sacramental. Es necesario hacer que el
término «santidad» sea un palabra común, no excepcional, que no designe
sólo estados heroicos de vida cristiana, sino que indique en la realidad de
todos los días una respuesta decidida y disponibilidad a la acción del
Espíritu Santo.
129
3. La formación para el compromiso cultural y político
Santidad para vosotros significa también entregarse al servicio del bien
común según los principios cristianos, ofreciendo en la vida de la ciudad
presencias cualificadas, gratuitas, rigurosas en los comportamientos, fieles
al magisterio eclesial y orientadas al bien de todos. Por tanto, la formación
para el compromiso cultural y político representa para vosotros una labor
importante que exige un pensamiento plasmado por el Evangelio, capaz de
argumentar ideas y propuestas válidas para los laicos. Este es un
compromiso que se realiza ante todo a partir de la vida cotidiana, de
madres y padres que afrontan los nuevos desafíos de la educación de los
hijos, de trabajadores y de estudiantes, de centros de cultura orientados al
servicio del crecimiento de todos. Italia ha atravesado períodos históricos
difíciles y ha salido de ellos fortalecida, entre otras razones gracias a la
entrega incondicional de laicos católicos, comprometidos en la política y
en las instituciones. Hoy la vida pública del país exige una ulterior
respuesta generosa por parte de los creyentes, para que pongan a
disposición de todos, sus capacidades y fuerzas espirituales, intelectuales
y morales.
4. Un amplio compromiso en el gran cambio del mundo y del
Mediterráneo
Os pido, por último, que seáis generosos, acogedores, solidarios y
sobre todo comunicadores de la belleza de la fe. Muchos hombres,
mujeres y jóvenes entran en contacto con nuestro mundo, que conocen
superficialmente, deslumbrados por imágenes ilusorias, y necesitan no
perder la esperanza, no perder su dignidad. Tienen necesidad de pan, de
trabajo, de libertad, de justicia, de paz, de que se reconozcan sus
inderogables derechos de hijos de Dios. Tienen necesidad de fe, y nosotros
podemos ayudarles, respetando sus convicciones religiosas, en un
intercambio libre y sereno, ofreciendo con sencillez, franqueza y celo
nuestra fe en Jesucristo. En la construcción de la historia de Italia, la
Acción católica —como escribí al presidente de la República con ocasión
del 150˚ aniversario de la unidad de Italia— ha desempeñado un gran
papel, esforzándose por mantener unidos el amor a la patria y la fe en
Dios. Arraigada en todo el territorio nacional, también hoy puede
contribuir a crear una cultura popular, generalizada, positiva, y formar
personas responsables, capaces de ponerse al servicio del país… Hoy
vosotros, laicos cristianos, estáis llamados a ofrecer con convicción la
belleza de vuestra cultura y las razones de vuestra fe, así como la
solidaridad fraterna, para que Europa esté a la altura del desafío de la
época actual.

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS


20110508. Homilía. Visita pastoral a Aquileia y Venecia
El Evangelio del tercer domingo de Pascua, que acabamos de escuchar,
presenta el episodio de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), un
relato que no acaba nunca de sorprendernos y conmovernos. Este episodio
130
muestra las consecuencias de la obra de Jesús resucitado en los dos
discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la
tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces,
cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto arduo,
de desprendimiento y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es
también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Es siempre
obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia
por medio de su pasión y nos la comunica en virtud de su resurrección.
Como en el pasado, cuando esas Iglesias se distinguieron por el fervor
apostólico y el dinamismo pastoral, así también hoy es necesario
promover y defender con valentía la verdad y la unidad de la fe. Es
necesario dar razón de la esperanza cristiana al hombre moderno, a
menudo agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en
crisis los cimientos mismos de su ser y de su actuar.
Vivís en un contexto en el que el cristianismo se presenta como la fe
que ha acompañado, a lo largo de siglos, el camino de tantos pueblos,
incluso a través de persecuciones y pruebas muy duras. Son elocuentes
expresiones de esta fe los múltiples testimonios diseminados por todas
partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las
escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y
las montañas, todos ellos salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo,
hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus
contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte
que sólo toca la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y
culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la
experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino
de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a
propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de
Jesús, regresaban a casa embargados por la duda, la tristeza y la
desilusión. Esa actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en
vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la
Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, dejando de creer en el poder y
en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del
sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, el miedo a los
demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y
parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a
decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos liberara del mal,
del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.
Por tanto, cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de
Emaús, necesita aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y
amando la Palabra de Dios, leída a la luz del misterio pascual, para que
inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, y nos ayude a interpretar
los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario
sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que
su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos
restituya la mirada de la fe, para mirarlo todo y a todos con los ojos de
Dios, y a la luz de su amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido
131
con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica
de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La
Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es
una invitación constante a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística,
como un don a Dios y a los demás.
El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras reconocer a
Jesús al partir el pan, «levantándose en aquel momento, se volvieron a
Jerusalén» (Lc 24, 33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y
contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor
resucitado. Hace falta realizar un gran esfuerzo para que cada cristiano,
aquí en el nordeste como en todas las demás partes del mundo, se
transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el
acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el
empeño que, como Iglesias del Trivéneto, ponéis para tratar de
comprender las razones del corazón del hombre moderno y cómo,
refiriéndoos a las antiguas tradiciones cristianas, os preocupáis por trazar
las líneas programáticas de la nueva evangelización, mirando con atención
a los numerosos desafíos del tiempo presente y repensando el futuro de
esta región. Con mi presencia deseo apoyar vuestra obra e infundir en
todos confianza en el intenso programa pastoral puesto en marcha por
vuestros pastores, deseando un fructífero compromiso por parte de todos
los componentes de la comunidad eclesial.
Sin embargo, también un pueblo tradicionalmente católico puede
experimentar de forma negativa o asimilar casi de manera inconsciente los
contragolpes de una cultura que acaba por insinuar una manera de pensar
en la que el mensaje evangélico se rechaza abiertamente o se lo
obstaculiza solapadamente. Sé cuán grande ha sido y sigue siendo vuestro
compromiso por defender los valores perennes de la fe cristiana. Os
aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura
hedonista y a las llamadas del consumismo materialista. Acoged la
invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a
comportaros «con temor de Dios durante el tiempo de vuestra
peregrinación» (1 P 1, 17), invitación que se hace realidad en una
existencia vivida intensamente por los caminos de nuestro mundo, con la
conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo
crucificado y resucitado. De hecho, nuestra fe y nuestra esperanza están
dirigidas hacia Dios (cf. 1 P 1, 21): dirigidas a Dios por estar arraigadas en
él, fundadas en su amor y en su fidelidad. En los siglos pasados, vuestras
Iglesias han conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio
a los hermanos gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y
religiosas de vida activa y contemplativa. Si queremos ponernos a la
escucha de su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada
personal e inconfundible que nos dirigen: sed santos. Poned a Cristo en el
centro de vuestra vida. Construid sobre él el edificio de vuestra existencia.
En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los demás y para hacer de
vosotros mismos, siguiendo su ejemplo, un don para toda la humanidad.
132
Este, hermanos, es mi deseo; esta es la oración que dirijo a Dios por
todos vosotros, invocando la intercesión celestial de la Virgen María y de
tantos santos y beatos, entre los cuales me es grato recordar a san Pío X y
al beato Juan XXIII, pero también al venerable Giuseppe Toniolo, cuya
beatificación ya está próxima. Estos luminosos testigos del Evangelio son
la mayor riqueza de vuestro territorio: seguid sus ejemplos y sus
enseñanzas, conjugándolos con las exigencias actuales. Tened confianza:
el Señor resucitado camina con vosotros ayer, hoy y siempre. Amén.

SI SEGUIMOS A MARÍA, ELLA NOS CONDUCE A CRISTO


20110508. Ángelus. San Julián del Mestre
Al concluir esta solemne celebración eucarística, dirigimos nuestra
mirada a María, Regina caeli. En el alba de la Pascua, se convirtió en la
Madre del Resucitado y su unión con él es tan profunda que donde está
presente el Hijo no puede faltar la Madre. En estos espléndidos lugares,
don y signo de la belleza de Dios, ¡cuántos santuarios, iglesias y capillas
están dedicados a María! En ella se refleja el rostro luminoso de Cristo. Si
la seguimos con docilidad, la Virgen nos conduce a él. En estos días del
tiempo pascual, dejémonos conquistar por Cristo resucitado. En él
comienza el nuevo mundo de amor y de paz que constituye la profunda
aspiración de todo corazón humano. Que el Señor os conceda a quienes
habitáis en estas tierras, ricas de una larga historia cristiana, vivir el
Evangelio según el modelo de la Iglesia naciente, en la cual «el grupo de
los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).

EL ENCUENTRO DE ZAQUEO CON JESÚS


20110508. Discurso. Venecia. Clausura de la visita pastoral
«Es necesario que hoy me quede en tu casa. Él se dio prisa en bajar y
lo recibió muy contento» (Lc19, 5-6). ¡Cuántas veces, durante la visita
pastoral, habéis escuchado y meditado estas palabras, que Jesús dirigió a
Zaqueo! Estas palabras han sido el hilo conductor de vuestros encuentros
comunitarios, ofreciéndoos un estímulo eficaz para acoger a Jesús
resucitado, camino seguro para encontrar plenitud de vida y felicidad. De
hecho, la auténtica realización del hombre y su verdadera alegría no se
encuentran en el poder, en el éxito, en el dinero, sino sólo en Dios, que
Jesucristo nos da a conocer y nos hace cercano. Esta es la experiencia de
Zaqueo. Este, según la mentalidad común, lo tiene todo: poder y dinero.
Se puede definir como un «hombre realizado»: ha hecho carrera, ha
conseguido lo que quería y, como el rico necio de la parábola evangélica,
podría decir: «Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años;
descansa, come, bebe, banquetea alegremente» (Lc 12, 19). Por esto su
deseo de ver a Jesús es sorprendente. ¿Qué lo impulsa a tratar de
encontrarse con él? Zaqueo se da cuenta de que todo lo que posee no le
basta; siente el deseo de ir más allá. Y precisamente Jesús, el profeta de
Nazaret, pasa por Jericó, su ciudad. De él le ha llegado el eco de palabras
133
inusuales: bienaventurados los pobres, los mansos, los afligidos, los que
tienen hambre de justicia. Palabras extrañas para él, pero tal vez
precisamente por eso fascinantes y nuevas. Quiere ver a este Jesús. Pero
Zaqueo, aun siendo rico y poderoso, es bajo de estatura. Por eso, corre,
sube a un árbol, a un sicómoro. No le importa hacer el ridículo: ha
encontrado un modo de hacer posible el encuentro. Y Jesús llega, alza la
mirada hacia él y lo llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja,
porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc19, 5). Nada es
imposible para Dios. De este encuentro surge una vida nueva para Zaqueo:
acoge a Jesús con alegría, descubriendo finalmente la realidad que puede
llenar verdadera y plenamente su vida. Ha tocado la salvación con la
mano, ya no es el de antes y, como signo de conversión, se compromete a
dar la mitad de sus bienes a los pobres y a restituir el cuádruplo a quien
había robado. Ha encontrado el verdadero tesoro, porque el Tesoro, que es
Jesús, lo ha encontrado a él.
Amada Iglesia que estás en Venecia, ¡imita el ejemplo de Zaqueo y ve
más allá! Supera los obstáculos del individualismo, del relativismo, y
ayuda al hombre de hoy a superarlos; nunca te dejes arrastrar hacia abajo
por los fallos que pueden marcar a las comunidades cristianas. Esfuérzate
por ver de cerca a la persona de Cristo, que dijo: «Yo soy el camino, la
verdad y la vida» (Jn 14, 6). Como sucesor del Apóstol Pedro, visitando
estos días vuestra tierra, os repito a cada uno: no tengáis miedo de ir a
contracorriente para encontraros con Jesús, de mirar hacia lo alto para
encontrar su mirada. En el «logotipo» de esta visita pastoral está
representada la escena de Marcos que entrega el Evangelio a Pedro,
tomada de un mosaico de esta basílica. Hoy vengo a entregaros de nuevo
simbólicamente el Evangelio a vosotros, hijos espirituales de san Marcos,
para confirmaros en la fe y animaros ante los desafíos del momento
presente. Avanzad confiados en el camino de la nueva evangelización, en
el servicio amoroso a los pobres y en el testimonio valiente en las distintas
realidades sociales. Sed conscientes de que sois portadores de un mensaje
que es para todo hombre y para todo el hombre; un mensaje de fe,
esperanza y caridad.
Esta invitación es, en primer lugar, para vosotros, queridos sacerdotes,
configurados a Cristo «Cabeza y Pastor» con el sacramento del Orden y
puestos como guías de su pueblo. Agradecidos por el inmenso don
recibido, seguid llevando a cabo vuestro ministerio con entrega generosa,
buscando apoyo sea en la fraternidad presbiteral vivida como
corresponsabilidad y colaboración, sea en la oración intensa y en una
actualización teológica y pastoral profunda. Dirijo un pensamiento
afectuoso a los sacerdotes enfermos y ancianos, unidos a nosotros
espiritualmente. La invitación está dirigida también a vosotras, personas
consagradas, que constituís un valioso recurso espiritual para todo el
pueblo cristiano y que enseñáis, de modo especial con la profesión de los
votos, la importancia y la posibilidad de la entrega total de uno mismo a
Dios. Por último, esta invitación se dirige a todos vosotros, queridos fieles
laicos. Sabed, siempre y en todas partes, dar razón de la esperanza que
134
está en vosotros (cf. 1 P 3, 15). La Iglesia necesita vuestros dones y
vuestro entusiasmo. Sabed decir «sí» a Cristo que os llama a ser sus
discípulos, a ser santos. Quiero recordar, una vez más, que la «santidad»
no quiere decir hacer cosas extraordinarias, sino seguir cada día la
voluntad de Dios, vivir verdaderamente bien la propia vocación, con la
ayuda de la oración, de la Palabra de Dios, de los sacramentos, y con el
compromiso cotidiano de la coherencia. Sí, hacen falta fieles laicos
fascinados por el ideal de la «santidad», para construir una sociedad digna
del hombre, una civilización del amor.
En el transcurso de la visita pastoral habéis dedicado especial atención
al testimonio que vuestras comunidades cristianas están llamadas a dar,
comenzando por los fieles más motivados y conscientes. A este propósito,
os habéis preocupado justamente de relanzar la evangelización y la
catequesis para adultos y para las nuevas generaciones a partir de
pequeñas comunidades de adultos y de padres que, formando casi
cenáculos domésticos, vivan la lógica del acontecimiento cristiano ante
todo con el testimonio de la comunión y de la caridad. Os exhorto a no
ahorrar energías en el anuncio del Evangelio y en la educación cristiana,
promoviendo tanto la catequesis a todos los niveles como las propuestas
formativas y culturales que constituyen vuestro importante patrimonio
espiritual. Dedicad atención particular a la formación cristiana de los
niños, de los adolescentes y de los jóvenes, que necesitan referencias
válidas: sed para ellos ejemplos de coherencia humana y cristiana. A lo
largo del recorrido de la visita pastoral ha emergido también la necesidad
de un compromiso cada vez mayor en la caridad, como experiencia del
don generoso y gratuito de uno mismo, así como la exigencia de
manifestar con claridad el rostro misionero de la parroquia, hasta crear
realidades pastorales que, sin renunciar a la capilaridad, tengan más
capacidad de impulso apostólico.
Queridos amigos, la misión de la Iglesia da fruto porque Cristo está
realmente presente entre nosotros, de modo muy particular en la santa
Eucaristía. Se trata de una presencia dinámica, que nos aferra para
hacernos suyos, para asemejarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir
de nosotros mismo para hacer que seamos uno con él. De este modo, él
nos introduce también en la comunidad de los hermanos: la comunión con
el Señor también es siempre comunión con los demás. Por eso nuestra
vida espiritual depende esencialmente de la Eucaristía. Sin ella la fe y la
esperanza se apagan, la caridad se enfría. Os exhorto, pues, a cuidar cada
vez más la calidad de las celebraciones eucarísticas, especialmente las
dominicales, para que el día del Señor se viva plenamente e ilumine las
vicisitudes y actividades de todos los días. En la Eucaristía, fuente
inagotable de amor divino, podréis encontrar la energía necesaria para
llevar a Cristo a los demás y para llevar a los demás a Cristo, a fin de ser
diariamente testigos de caridad y de solidaridad, y compartir los bienes
que la Providencia os concede con los hermanos que carecen de lo
necesario.
135
EL EVANGELIO ES LA MAYOR FUERZA DE
TRANSFORMACIÓN
20110508. Discurso. Venecia. Mundo de la cultura y economía
Me alegra saludaros cordialmente como representantes del mundo de
la cultura, del arte y de la economía de Venecia y de su territorio. Quiero
ofreceros algunos pensamientos muy sintéticos, con la esperanza de que
sean útiles para la reflexión y el compromiso común. Los tomo de tres
palabras que son metáforas sugestivas: tres palabras vinculadas a Venecia
y, en particular, al lugar donde nos encontramos: la primera palabra
es agua; la segunda es salud y la tercera es Serenísima.
Comenzamos por el agua, como es lógico por muchas razones. El agua
es un símbolo ambivalente: de vida, pero también de muerte; lo saben bien
las poblaciones afectadas por aluviones y maremotos. Pero el agua es ante
todo elemento esencial para la vida. Venecia es llamada la «Ciudad de
agua». También para vosotros que vivís en Venecia esta condición tiene un
doble signo, negativo y positivo: conlleva muchos problemas y, al mismo
tiempo, una fascinación extraordinaria. El hecho de que Venecia sea
«ciudad de agua» hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo,
que definió nuestra sociedad «líquida» y también la cultura europea: una
cultura «líquida», para expresar su «fluidez», su poca estabilidad o,
quizás, su falta de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces
parece caracterizarla. Y aquí quiero presentar mi primera propuesta:
Venecia, no como ciudad «líquida» —en el sentido que acabo de
mencionar—, sino como ciudad «de la vida y de la belleza». Ciertamente
es una elección, pero en la historia es necesario elegir: el hombre es libre
de interpretar, de dar un sentido a la realidad, y precisamente en esta
libertad consiste su gran dignidad. En el ámbito de una ciudad, cualquiera
que sea, incluso las elecciones de carácter administrativo, cultural y
económico dependen, en el fondo, de esta orientación fundamental, que
podemos llamar «política» en la acepción más noble y más elevada del
término. Se trata de elegir entre una ciudad «líquida», patria de una cultura
marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que
renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del
arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos.
Pasemos a la segunda palabra: «salud». Nos encontramos en el «Polo
de la salud»: una realidad nueva, pero que tiene raíces antiguas. Aquí, en
la Punta de la Dogana, surge una de las iglesias más célebres de Venecia,
obra de Longhena, edificada como voto a la Virgen por la liberación de la
peste del año 1630: Santa María de la Salud. El célebre arquitecto
construyó, anexo a ella, el convento de los Somascos, que después se
convirtió en el Seminario patriarcal. «Unde origo, inde salus», reza el
lema grabado en el centro de la rotonda mayor de la basílica, expresión
que indica que el origen de la ciudad de Venecia, fundada según la
tradición el 25 de marzo del año 421, día de la Anunciación, está
estrechamente vinculado a la Madre de Dios. Y precisamente por
intercesión de María vino la salud, la salvación de la peste. Pero
136
reflexionando sobre este lema podemos captar también un significado aún
más profundo y más amplio. De la Virgen de Nazaret tuvo origen Aquel
que nos da la «salud». La «salud» es una realidad que lo abarca todo, una
realidad integral: va desde el «estar bien» que nos permite vivir
serenamente una jornada de estudio y de trabajo, o de vacación, hasta
la salus animae, de la que depende nuestro destino eterno. Dios cuida de
todo esto, sin excluir nada. Cuida de nuestra salud en sentido pleno. Lo
demuestra Jesús en el Evangelio: él curó enfermos de todo tipo, pero
también liberó a los endemoniados, perdonó los pecados, resucitó a los
muertos. Jesús reveló que Dios ama la vida y quiere liberarla de toda
negación, hasta la negación radical que es el mal espiritual, el pecado, raíz
venenosa que lo contamina todo. Por esto, al mismo Jesús se lo puede
llamar «Salud» del hombre: Salus nostra Dominus Jesus. Jesús salva al
hombre poniéndolo nuevamente en la relación saludable con el Padre en la
gracia del Espíritu Santo; lo sumerge en esta corriente pura y vivificadora
que libera al hombre de sus «parálisis» físicas, psíquicas y espirituales; lo
cura de la dureza de corazón, de la cerrazón egocéntrica, y le hace gustar
la posibilidad de encontrarse verdaderamente a sí mismo, perdiéndose por
amor a Dios y al prójimo. Unde origo, inde salus. Este lema puede llevar a
múltiples referencias. Me limito a recordar una: la famosa expresión de
san Ireneo: «Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei
[est]» (Adv. haer. IV, 20, 7). Que podría parafrasearse de este modo: gloria
de Dios es la plena salud del hombre, y esta consiste en estar en relación
profunda con Dios. Podemos decirlo también con las palabras que tanto
gustaban al nuevo beato Juan Pablo II: el hombre es el camino de la
Iglesia, y el Redentor del hombre es Cristo.
Veamos, por último, la tercera palabra: «Serenísima», el nombre de la
República de Venecia. Un título verdaderamente estupendo, se podría
definir utópico, respecto a la realidad terrena y, sin embargo, capaz de
suscitar no sólo recuerdos de glorias pasadas, sino también ideales que
impulsan a la programación del presente y del futuro en esta gran región.
«Serenísima», en sentido pleno, es solamente la ciudad celestial, la nueva
Jerusalén, que aparece al final de la Biblia, en el Apocalipsis, como una
visión maravillosa (cf. Ap 21,1 - 22,5). Y sin embargo el cristianismo
concibe esta ciudad santa, completamente transfigurada por la gloria de
Dios, como una meta que mueve el corazón de los hombres e impulsa sus
pasos, que anima el compromiso arduo y paciente para mejorar la ciudad
terrena. A este propósito es necesario recordar siempre las palabras del
concilio Vaticano II: «De nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se
pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe
debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra,
donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer
ya un cierto esbozo del mundo nuevo» (Gaudium et spes, 39).
Escuchamos estas expresiones en un tiempo en el que se ha agotado la
fuerza de las utopías ideológicas y no sólo se ha oscurecido el optimismo,
sino que también la esperanza está en crisis. No debemos olvidar que los
padres conciliares, que nos han dejado esta enseñanza, habían vivido la
137
época de las dos guerras mundiales y de los totalitarismos. Ciertamente, su
perspectiva no estaba dictada por un fácil optimismo, sino por la fe
cristiana, que anima la esperanza, al mismo tiempo grande y paciente,
abierta al futuro y atenta a las situaciones históricas. Desde esta
perspectiva el nombre «Serenísima» nos habla de una civilización de la
paz, fundada en el respeto mutuo, en el conocimiento recíproco y en las
relaciones de amistad. Venecia tiene una larga historia y un rico
patrimonio humano, espiritual y artístico para ser capaz también hoy de
dar una valiosa contribución para ayudar a los hombres a creer en un
futuro mejor y a empeñarse en construirlo. Pero para esto no debe tener
miedo de otro elemento emblemático, contenido en el escudo de San
Marcos: el Evangelio. El Evangelio es la mayor fuerza de transformación
del mundo, pero no es una utopía ni una ideología. Las primeras
generaciones cristianas lo llamaban más bien el «camino», es decir, la
manera de vivir que Cristo practicó en primer lugar y que nos invita a
seguir. A la ciudad «serenísima» se llega por este camino, que es el
camino de la caridad en la verdad, sabiendo bien —como también nos
recuerda el Concilio— que «no hay que buscar esta caridad sólo en las
grandes cosas, sino especialmente en las circunstancias ordinarias de la
vida» y que, siguiendo el ejemplo de Cristo, «debemos cargar también la
cruz que la carne y el mundo imponen sobre los hombros de los que
buscan la paz y la justicia» (Gaudium et spes, 38).

LA FAMILIA UNE LA TEOLOGÍA DEL CUERPO Y LA DEL AMOR


20110513. Discurso. Instituto Juan Pablo II para Familia
Con alegría os acojo hoy, pocos días después de la beatificación del
Papa Juan Pablo II, que hace treinta años, como hemos escuchado, quiso
fundar simultáneamente el Consejo pontificio para la familia y vuestro
Instituto pontificio; dos organismos que demuestran que estaba
firmemente convencido de la importancia decisiva de la familia para la
Iglesia y para la sociedad. El nuevo beato Juan Pablo II, que, como se ha
recordado, hace treinta años sufrió el terrible atentado en la plaza de San
Pedro, os ha encomendado, en particular, para el estudio, la investigación
y la difusión, sus «Catequesis sobre el amor humano», que contienen una
profunda reflexión sobre el cuerpo humano. Conjugar la teología del
cuerpo con la del amor para encontrar la unidad del camino del hombre:
este es el tema que quiero indicaros como horizonte para vuestro trabajo.
Poco después de la muerte de Miguel Ángel, Paolo Veronese fue
llamado a la Inquisición, con la acusación de haber pintado figuras
inapropiadas alrededor de la Última Cena. El pintor respondió que
también en la Capilla Sixtina los cuerpos estaban representados desnudos,
con poca reverencia. Fue el propio inquisidor el que defendió a Miguel
Ángel con una respuesta que se ha hecho famosa: «¿No sabes que en estas
figuras no hay nada que no sea espíritu?». En la actualidad nos cuesta
entender estas palabras, porque el cuerpo aparece como materia inerte,
pesada, opuesta al conocimiento y a la libertad propias del espíritu. Pero
138
los cuerpos pintados por Miguel Ángel están llenos de luz, de vida, de
esplendor. De esta manera quería mostrar que nuestros cuerpos entrañan
un misterio. En ellos el espíritu se manifiesta y actúa. Están llamados a ser
cuerpos espirituales, como dice san Pablo (cf. 1 Co 15, 44). Podemos
ahora preguntarnos: Este destino del cuerpo, ¿puede iluminar las etapas de
su camino? Si nuestro cuerpo está llamado a ser espiritual, ¿no deberá ser
su historia la de la alianza entre cuerpo y espíritu? De hecho, lejos de
oponerse al espíritu, el cuerpo es el lugar donde el espíritu puede habitar.
A la luz de esto se puede entender que nuestros cuerpos no son materia
inerte, pesada, sino que hablan, si sabemos escuchar, con el lenguaje del
amor verdadero.
La primera palabra de este lenguaje se encuentra en la creación del
hombre. El cuerpo nos habla de un origen que nosotros no nos hemos
conferido a nosotros mismos. «Me has tejido en el seno materno», dice el
salmista al Señor (Sal 139, 13). Podemos afirmar que el cuerpo, al
revelarnos el Origen, lleva consigo un significado filial, porque nos
recuerda nuestra generación, que, a través de nuestros padres que nos han
dado la vida, nos hace remontarnos a Dios Creador. El hombre sólo puede
aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el
mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida. A la
creación de Adán le sigue la de Eva. La carne, recibida de Dios, está
llamada a hacer posible la unión de amor entre el hombre y la mujer, y
transmitir la vida. Los cuerpos de Adán y Eva antes de la caída aparecen
en perfecta armonía. Hay en ellos un lenguaje que no han creado,
un eros arraigado en su naturaleza, que los invita a recibirse mutuamente
del Creador, para poder así darse. Comprendemos entonces que el hombre,
en el amor, es «creado nuevamente». Incipit vita nova, decía Dante (Vita
Nuova I, 1), la vida de la nueva unidad, de los dos en una carne. La
verdadera fascinación de la sexualidad nace de la grandeza de la apertura
de este horizonte: la belleza integral, el universo de la otra persona y del
«nosotros» que nace de la unión, la promesa de comunión que allí se
esconde, la fecundidad nueva, el camino que el amor abre hacia Dios,
fuente del amor. La unión en una sola carne se hace entonces unión de
toda la vida, hasta que el hombre y la mujer se convierten también en un
solo espíritu. Se abre así un camino en el que el cuerpo nos enseña el valor
del tiempo, de la lenta maduración en el amor. Desde esta perspectiva, la
virtud de la castidad recibe nuevo sentido. No es un «no» a los placeres y
a la alegría de la vida, sino el gran «sí» al amor como comunicación
profunda entre las personas, que requiere tiempo y respeto, como camino
hacia la plenitud y como amor que se hace capaz de generar la vida y de
acoger generosamente la vida nueva que nace.
Es cierto que el cuerpo contiene también un lenguaje negativo: nos
habla de la opresión del otro, del deseo de poseer y explotar. Sin embargo,
sabemos que este lenguaje no pertenece al designio original de Dios, sino
que es fruto del pecado. Cuando se lo separa de su sentido filial, de su
conexión con el Creador, el cuerpo se rebela contra el hombre, pierde su
capacidad de reflejar la comunión y se convierte en terreno de apropiación
139
del otro. ¿No es, acaso, este el drama de la sexualidad, que hoy permanece
encerrada en el círculo estrecho del propio cuerpo y en la emotividad, pero
que en realidad sólo puede realizarse en la llamada a algo más grande? A
este respecto, Juan Pablo II hablaba de la humildad del cuerpo. Un
personaje de Claudel dice a su amado: «Yo soy incapaz de cumplir la
promesa que mi cuerpo te hizo»; y sigue la respuesta: «El cuerpo se
rompe, pero no la promesa...» (Le soulier de satin, día III, escena XIII). La
fuerza de esta promesa explica como la caída no fue la última palabra
sobre el cuerpo en la historia de la salvación. Dios ofrece al hombre
también un camino de redención del cuerpo, cuyo lenguaje se preserva en
la familia. El hecho de que después de la caída Eva reciba el nombre de
madre de los vivientes testifica que la fuerza del pecado no consigue
cancelar el lenguaje originario del cuerpo, la bendición de vida que Dios
sigue ofreciendo cuando el hombre y la mujer se unen en una sola carne.
La familia es el lugar donde se unen la teología del cuerpo y la teología
del amor. Aquí se aprende la bondad del cuerpo, su testimonio de un
origen bueno, en la experiencia del amor que recibimos de nuestros
padres. Aquí se vive el don de sí en una sola carne, en la caridad conyugal
que une a los esposos. Aquí se experimenta la fecundidad del amor, y la
vida se entrelaza a la de las otras generaciones. Y es en la familia donde el
hombre descubre su carácter relacional, no como individuo autónomo que
se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda en
la llamada al amor, a recibirse de otros y a darse a los demás. Este camino
de la creación encuentra su plenitud con la Encarnación, con la venida de
Cristo. Dios asumió el cuerpo, se reveló en él. El movimiento del cuerpo
hacia lo alto se integra aquí en otro movimiento más originario, el
movimiento humilde de Dios que se abaja hacia el cuerpo, para después
elevarlo hacia sí. Como Hijo, recibió el cuerpo filial en la gratitud y en la
escucha del Padre y entregó este cuerpo por nosotros, para engendrar así
el cuerpo nuevo de la Iglesia. La liturgia de la Ascensión canta esta
historia de la carne, pecadora en Adán, asumida y redimida por Cristo. Es
una carne cada vez más llena de luz y de Espíritu, cada vez más llena de
Dios. Aparece así la profundidad de la teología del cuerpo. Esta, cuando se
lee en el conjunto de la tradición, evita el riesgo de la superficialidad y
permite captar la grandeza de la vocación al amor, que es una llamada a la
comunión de las personas en la doble forma de vida de la virginidad y el
matrimonio.
Queridos amigos, vuestro Instituto está bajo la protección de la Virgen
María. De María dijo Dante palabras iluminadoras para una teología del
cuerpo: «En tu vientre se reencendió el amor» (ParaísoXXXIII, 7). En su
cuerpo de mujer tomó cuerpo aquel Amor que engendra a la Iglesia. Que
la Madre del Señor siga protegiéndoos en vuestro camino y haga fecundos
vuestro estudio y vuestra enseñanza, al servicio de la misión de la Iglesia
para la familia y la sociedad.

LA IGLESIA ES MISIÓN
140
20110514. Discurso. Consejo superior Obras misionales pontificias
Queridos amigos, con vuestra valiosa obra de animación y cooperación
misionera recordáis al pueblo de Dios «la necesidad en nuestro tiempo de
un compromiso decidido en la missio ad gentes» (Verbum Domini, 95),
para anunciar la «gran esperanza», «el Dios que tiene un rostro humano y
que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la
humanidad en su conjunto» (Spe salvi, 31). De hecho, nuevos problemas y
nuevas esclavitudes emergen en nuestro tiempo, tanto en el llamado
primer mundo, acomodado y rico pero incierto sobre su futuro, como en
los países emergentes donde, también a causa de una globalización a
menudo caracterizada por el lucro, acaban por aumentar las masas de los
pobres, de los emigrantes y de los oprimidos, en quienes se debilita la luz
de la esperanza. La Iglesia debe renovar constantemente su compromiso
de llevar a Cristo, de prolongar su misión mesiánica para la venida del
reino de Dios, reino de justicia, de paz, de libertad y de amor. Transformar
el mundo según el proyecto de Dios con la fuerza renovadora del
Evangelio, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28), es tarea de
todo el pueblo de Dios. Por consiguiente, es necesario continuar con
renovado entusiasmo la obra de evangelización, el anuncio gozoso del
reino de Dios, que vino en Cristo por la fuerza del Espíritu Santo, para
llevar a los hombres a la verdadera libertad de los hijos de Dios contra
toda forma de esclavitud. Es necesario lanzar las redes del Evangelio en el
mar de la historia para conducir a los hombres hacia la tierra de Dios.
«La misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los
discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo» (Verbum
Domini, 94). Pero para que se dé un decidido compromiso en la
evangelización, es necesario que tanto los cristianos individualmente
como las comunidades crean de verdad que «la Palabra de Dios es la
verdad salvadora que todo hombre necesita en cualquier época» (ib., 95).
Si esta convicción de fe no está profundamente arraigada en nuestra vida,
no podremos sentir la pasión y la belleza de anunciarla. En realidad, cada
cristiano debería hacer propia la urgencia de trabajar para la edificación
del reino de Dios. Todo en la Iglesia está al servicio de la evangelización:
cada sector de su actividad y también cada persona, en las distintas tareas
que está llamada a realizar. Todos deben participar en la misión ad gentes:
obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, laicos. «Ningún creyente en
Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su
pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo» (ib., 94). Por lo tanto, se
debe prestar especial cuidado para garantizar que todas las áreas de la
pastoral, de la catequesis y de la caridad se caractericen por la dimensión
misionera: la Iglesia es misión.
Una condición fundamental para el anuncio es dejarse aferrar
completamente por Cristo, Palabra de Dios encarnada, porque sólo quien
escucha con atención al Verbo encarnado, quien está íntimamente unido a
él, puede anunciarlo (cf. ib., 51; 91). El mensajero del Evangelio debe
permanecer bajo el dominio de la Palabra y alimentarse de los
141
sacramentos, pues de esta linfa vital dependen su existencia y su
ministerio misionero. Sólo quien está profundamente arraigado en Cristo y
en su Palabra es capaz de no ceder a la tentación de reducir la
evangelización a un proyecto puramente humano, social, escondiendo o
callando la dimensión trascendente de la salvación ofrecida por Dios en
Cristo. Es una Palabra que debe ser testimoniada y proclamada de forma
explícita, porque sin un testimonio coherente resulta menos comprensible
y creíble. Aunque a menudo nos sentimos inadecuados, pobres, incapaces,
mantenemos siempre la certeza en el poder de Dios, que pone su tesoro en
«vasos de barro» precisamente para que se vea que es él quién actúa a
través de nosotros.
El ministerio de la evangelización es fascinante y exigente: requiere
amor al anuncio y al testimonio, un amor total que puede verse marcado
incluso por el martirio. La Iglesia no puede faltar a su misión de llevar la
luz de Cristo, de proclamar el anuncio gozoso del Evangelio, aunque ello
conlleve la persecución (cf. Verbum Domini, 95). Es parte de su misma
vida, como lo fue para Jesús. Los cristianos no deben sentir temor, aunque
«son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de
persecuciones a causa de su fe» (Mensaje para la Jornada mundial de la
paz de 2011, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19
de diciembre de 2010, p. 2). San Pablo afirma que «ni muerte, ni vida, ni
ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

DOMINGO DEL BUEN PASTOR


20110515. Ángelus.
La liturgia del IV domingo de Pascua nos presenta uno de los iconos
más bellos que, desde los primeros siglos de la Iglesia, han representado al
Señor Jesús: el del buen Pastor. El Evangelio de san Juan, en el capítulo
décimo, nos describe los rasgos peculiares de la relación entre Cristo
pastor y su rebaño, una relación tan íntima que nadie podrá jamás
arrebatar las ovejas de su mano. De hecho, están unidas a él por un
vínculo de amor y de conocimiento recíproco, que les garantiza el don
inconmensurable de la vida eterna. Al mismo tiempo, el Evangelista
presenta la actitud del rebaño hacia el buen Pastor, Cristo, con dos verbos
específicos: escuchar y seguir. Estos términos designan las características
fundamentales de quienes viven el seguimiento del Señor. Ante todo la
escucha de su Palabra, de la que nace y se alimenta la fe. Sólo quien está
atento a la voz del Señor es capaz de evaluar en su propia conciencia las
decisiones correctas para obrar según Dios. De la escucha deriva, luego,
el seguir a Jesús: se actúa como discípulos después de haber escuchado y
acogido interiormente las enseñanzas del Maestro, para vivirlas cada día.
En este domingo surge espontáneamente recordar a Dios a los pastores
de la Iglesia y a quienes se están formando para ser pastores. Os invito,
por tanto, a una oración especial por los obispos —incluido el Obispo de
142
Roma—, por los párrocos, por todos aquellos que tienen responsabilidades
en la guía del rebaño de Cristo, para que sean fieles y sabios al
desempeñar su ministerio. En particular, recemos por las vocaciones al
sacerdocio en esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, para
que no falten nunca obreros válidos en la mies del Señor. Hace setenta
años, el venerable Pío XII instituyó la Obra pontificia para las vocaciones
sacerdotales. La feliz intuición de mi predecesor se fundaba en la
convicción de que las vocaciones crecen y maduran en las Iglesias
particulares, ayudadas por ambientes familiares sanos y robustecidos por
espíritu de fe, de caridad y de piedad. En el mensaje que envié para esta
Jornada mundial subrayé que una vocación se realiza cuando se sale «de
su propia voluntad cerrada en sí misma, de su idea de autorrealización,
para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarse guiar por ella»
(L’Osservatore Romano,edición en lengua española, 13 de febrero de
2011, p. 4). También en este tiempo, en el que la voz del Señor corre el
riesgo de verse ahogada por muchas otras voces, cada comunidad eclesial
está llamada a promover y cuidar las vocaciones al sacerdocio y a la vida
consagrada. En efecto, los hombres siempre tienen necesidad de Dios,
también en nuestro mundo tecnológico, y siempre habrá necesidad de
pastores que anuncien su Palabra y que ayuden a encontrar al Señor en los
sacramentos.
Queridos hermanos y hermanas, fortalecidos por la alegría pascual y
por la fe en el Resucitado, confiemos nuestros propósitos y nuestras
intenciones a la Virgen María, madre de toda vocación, para que con su
intercesión suscite y sostenga numerosas y santas vocaciones al servicio
de la Iglesia y del mundo.

NUEVA EVANGELIZACIÓN DE LO SOCIAL


20110516. Discurso. Congreso 50 aniversario de Mater et Magistra
Me alegra acogeros y saludaros con ocasión del 50° aniversario de la
encíclica Mater et magistradel beato Juan XXIII; un documento que
conserva gran actualidad también en el mundo globalizado.
En la Mater et magistra el Papa Roncalli, con una visión de Iglesia
puesta al servicio de la familia humana sobre todo mediante su específica
misión evangelizadora, pensó en la doctrina social —anticipando al beato
Juan Pablo II— como un elemento esencial de esta misión, por ser «parte
integrante de la concepción cristiana de la vida» (n. 222). Juan XXIII está
en el origen de las afirmaciones de sus sucesores también cuando indicó
que la Iglesia es el sujeto comunitario y plural de la doctrina social.
Los christifideles laici, en particular, no pueden ser sólo usufructuarios y
ejecutores pasivos, sino que son sus protagonistas en el momento vital de
su actuación, así como colaboradores valiosos de los pastores en su
formulación, gracias a la experiencia adquirida sobre el terreno y a sus
competencias específicas. Para el beato Juan XXIII la doctrina social de la
Iglesia tiene como luz la verdad, como fuerza propulsora el amor, como
objetivo la justicia (cf. n. 226), una visión de la doctrina social que retomé
143
en la encíclica Caritas in veritate, para testimoniar la continuidad que
mantiene unido todo el corpus de las encíclicas sociales. La verdad, el
amor, la justicia, señalados por la Mater et magistra, junto al principio del
destino universal de los bienes, como criterios fundamentales para superar
los desequilibrios sociales y culturales, siguen siendo los pilares para
interpretar y poner en vía de solución también los desequilibrios existentes
en el seno de la globalización actual. Frente a estos desequilibrios es
necesario restablecer una razón integral que haga renacer el pensamiento y
la ética. Sin un pensamiento moral que supere el planteamiento de las
éticas seculares, como las neo-utilitaristas y las neo-contractualistas, que
se fundan en un sustancial escepticismo y en una visión
predominantemente inmanentista de la historia, resulta arduo para el
hombre de hoy acceder al conocimiento del verdadero bien humano. Es
necesario desarrollar síntesis culturales humanistas abiertas a la
Trascendencia mediante una nueva evangelización —arraigada en la ley
nueva del Evangelio, la ley del Espíritu— a la que tantas veces nos
exhortó el beato Juan Pablo II. Sólo en la comunión personal con el nuevo
Adán, Jesucristo, se sana y potencia la razón humana y es posible acceder
a una visión más adecuada del desarrollo, de la economía y de la política
según su dimensión antropológica y las nuevas condiciones históricas. Y
es gracias a una razón restablecida en su
capacidad especulativa y práctica como se puede disponer de criterios
fundamentales para superar los desequilibrios globales, a la luz del bien
común. De hecho, sin el conocimiento del verdadero bien humano, la
caridad se desliza hacia el sentimentalismo (cf. n. 3); la justicia pierde su
«medida» fundamental; el principio del destino universal de los bienes
queda deslegitimado. Los diversos desequilibrios globales, que
caracterizan a nuestra época, alimentan disparidad, diferencias de riqueza,
desigualdades, que crean problemas de justicia y de distribución equitativa
de los recursos y de las oportunidades, especialmente respecto a los más
pobres.
Pero no son menos preocupantes los fenómenos vinculados a unas
finanzas que, tras la fase más aguda de la crisis, han vuelto a practicar con
frenesí contratos de crédito que a menudo permiten una especulación sin
límites. Fenómenos de especulación dañina se dan también con referencia
a los productos alimentarios, al agua, a la tierra, acabando por empobrecer
aún más a aquellos que ya viven en situaciones de grave precariedad. De
forma análoga, el aumento de los precios de los recursos energéticos
primarios, con la consiguiente búsqueda de energías alternativas, guiada a
veces por intereses exclusivamente económicos de corto plazo, acaban por
tener consecuencias negativas sobre el medio ambiente, así como sobre el
propio hombre.
La cuestión social actual es, sin duda, cuestión de justicia social
mundial, como por lo demás ya recordaba la Mater et magistra hace
cincuenta años, aunque refiriéndose a otro contexto. Es, además, cuestión
de distribución equitativa de los recursos materiales e inmateriales,
deglobalización de la democracia sustancial, social y participativa. Por
144
esto, en un contexto en el que se vive una progresiva unificación de la
humanidad, es indispensable que la nueva evangelización de lo
social ponga de relieve las implicaciones de una justicia que debe
realizarse a nivel universal. Con referencia a la fundamentación de esta
justicia debe subrayarse que no es posible realizarla apoyándose en el
mero consenso social, sin reconocer que este, para ser duradero, debe estar
arraigado en el bien humano universal. Por lo que concierne al plano de la
realización, la justicia social debe ponerse por obra en la sociedad civil, en
la economía de mercado (cf. Caritas in veritate, 35), pero también por
parte de una autoridad política honrada y transparente proporcionada a
ella, también a nivel internacional (cf. ib., 67).
Respecto a los grandes desafíos actuales, la Iglesia, mientras confía en
primer lugar en el Señor Jesús y en su Espíritu, que la conducen a través
de las vicisitudes del mundo, para la difusión de la doctrina social cuenta
también con las actividades de sus instituciones culturales, con los
programas de instrucción religiosa y de catequesis social de las
parroquias, con los medios de comunicación social y con la obra de
anuncio y de testimonio de los christifideles laici (cf. Mater et
magistra,222-223). Estos deben estar preparados espiritual,
profesional y éticamente. La Mater et magistra insistía no sólo en la
formación, sino sobre todo en la educación que forma cristianamente la
conciencia y lleva a una acción concreta, según
un discernimiento sabiamente guiado. El beato Juan XXIII afirmaba: «La
educación a actuar cristianamente también en el campo económico y
social difícilmente será eficaz si los propios sujetos no toman parte activa
en educarse a sí mismos, y si la educación no se lleva a cabo también
mediante la acción» (nn. 230-231).
Además, siguen siendo válidas las indicaciones dadas por el Papa
Roncalli a propósito de un legítimo pluralismo entre los católicos en la
aplicación de la doctrina social. En efecto, escribía que en este ámbito
pueden surgir «divergencias aun entre católicos de sincera intención.
Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua
estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de
coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo
que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no
derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo
mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto,
obligatorio» (n. 238). Importantes instituciones al servicio de la nueva
evangelización de lo social son, además de las asociaciones de
voluntariado y de las organizaciones no gubernamentales cristianas o de
inspiración cristiana, las comisiones Justicia y paz, las oficinas para los
problemas sociales y el trabajo, los centros y los institutos de doctrina
social, muchos de los cuales no se limitan al estudio y a la difusión, sino
también al acompañamiento de varias iniciativas de experimentación de
los contenidos del magisterio social, como en el caso de cooperativas
sociales de desarrollo, de experiencias de microcrédito y de una economía
animada por la lógica de la comunión y de la fraternidad.
145
El beato Juan XXIII, en la Mater et magistra, recordaba que se pueden
captar mejor las exigencias fundamentales de la justicia cuando se vive
como hijos de la luz (cf. n. 257). Por tanto, a todos os deseo que el Señor
resucitado inflame vuestro corazón y os ayude a difundir el fruto de la
redención, mediante una nueva evangelización de lo social y el testimonio
de la vida buena según el Evangelio. Esta evangelización debe ser
sostenida por una adecuada pastoral social, activada sistemáticamente en
las diversas Iglesias particulares. En un mundo, no pocas veces replegado
sobre sí mismo, sin esperanza, la Iglesia espera que vosotros seáis
levadura, sembradores incansables de pensamiento verdadero y
responsable y de generosa proyección social, sostenidos por el amor pleno
de verdad que habita en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre.

LA LITURGIA: EPIFANÍA DEL SEÑOR Y DE LA IGLESIA


20110506. Discurso. Congreso Liturgia. Al Instituto San Anselmo
El beato Juan XXIII, recogiendo las instancias del movimiento
litúrgico que pretendía dar nuevo impulso y nuevo respiro a la oración de
la Iglesia, poco antes del concilio Vaticano II y durante su celebración
quiso que la Facultad de los benedictinos en el Aventino constituyera un
centro de estudios y de investigación para asegurar una sólida base a la
reforma litúrgica conciliar. En vísperas del Concilio, de hecho, era cada
vez más viva en el campo litúrgico la urgencia de una reforma, postulada
también por las peticiones realizadas por varios episcopados. Por otra
parte, la fuerte exigencia pastoral que animaba al movimiento litúrgico
requería que se favoreciera y suscitara una participación más activa de los
fieles en las celebraciones litúrgicas a través del uso de las lenguas
nacionales, y que se profundizara el tema de la adaptación de los ritos en
las diversas culturas, especialmente en tierras de misión. Además,
resultaba clara desde el principio la necesidad de estudiar más
profundamente el fundamento teológico de la liturgia, para evitar caer en
el ritualismo o favorecer el subjetivismo, el protagonismo del celebrante, y
para que la reforma estuviera bien justificada en el ámbito de la
Revelación y en continuidad con la tradición de la Iglesia. El Papa Juan
XXIII, animado por su sabiduría y por espíritu profético, para acoger y
responder a estas exigencias creó el Instituto litúrgico, al que quiso
atribuir en seguida el apelativo de «pontificio» para indicar su vínculo
peculiar con la Sede apostólica.
Queridos amigos, el título elegido para el Congreso de este año jubilar
es muy significativo: «El Instituto litúrgico pontificio, entre memoria y
profecía». En lo que concierne a la memoria, debemos constatar los
abundantes frutos suscitados por el Espíritu Santo en medio siglo de
146
historia, y por esto damos gracias al Dador de todo bien, incluso a pesar de
los malentendidos y los errores en la realización concreta de la reforma.
¿Cómo no recordar a los pioneros, presentes en el acto de fundación de la
Facultad: dom Cipriano Vagaggini, dom Adrien Nocent, dom Salvatore
Marsili y dom Burkhard Neunheuser, quienes, acogiendo las instancias del
Pontífice fundador, se empeñaron, especialmente después de la
promulgación de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, en
profundizar «el ejercicio de la misión sacerdotal de Jesucristo en la que,
mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio
de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de
Cristo, esto es, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público» (n. 7).
Pertenece a la «memoria» la vida misma del Instituto litúrgico
pontificio, que ha dado su contribución a la Iglesia comprometida en la
recepción del Vaticano II, a lo largo de cincuenta años de formación
litúrgica académica. Formación ofrecida a la luz de la celebración de los
santos misterios, de la liturgia comparada, de la Palabra de Dios, de las
fuentes litúrgicas, del magisterio, de la historia de las instancias
ecuménicas y de una sólida antropología. Gracias a este importante trabajo
formativo, un elevado número de doctorados y licenciados prestan ya su
servicio a la Iglesia en varias partes del mundo, ayudando al pueblo santo
de Dios a vivir la liturgia como expresión de la Iglesia en oración, como
presencia de Cristo en medio de los hombres y como actualidad
constitutiva de la historia de la salvación. De hecho, el documento
conciliar pone en viva luz el doble carácter teológico y eclesiológico de la
liturgia. La celebración realiza al mismo tiempo una epifanía del Señor y
una epifanía de la Iglesia, dos dimensiones que se conjugan en unidad en
la asamblea litúrgica, donde Cristo actualiza el misterio pascual de muerte
y resurrección, y el pueblo de los bautizados bebe más abundantemente de
las fuentes de la salvación. En la acción litúrgica de la Iglesia subsiste la
presencia activa de Cristo: lo que realizó a su paso entre los hombres,
sigue haciéndolo operante a través de su acción sacramental personal,
cuyo centro es la Eucaristía.
Con el término «profecía», la mirada se abre a nuevos horizontes. La
liturgia de la Igleisa va más allá de la misma «reforma conciliar»
(cf. Sacrosanctum Concilium, 1), que, de hecho, no tenía como finalidad
principal cambiar los ritos y los textos, sino más bien renovar la
mentalidad y poner en el centro de la vida cristiana y de la pastoral la
celebración del misterio pascual de Cristo. Por desgracia, quizás también
nosotros, pastores y expertos, tomamos la liturgia más como un objeto por
reformar que como un sujeto capaz de renovar la vida cristiana, dado que
«existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre la renovación
de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia. La Iglesia (...)
saca de la liturgia las fuerzas para la vida». Nos lo recuerda el beato Juan
Pablo II en la Vicesimus quintus annus (n. 4), donde la liturgia se presenta
como el corazón palpitante de toda actividad eclesial. Y el siervo de Dios
Pablo VI, refiriéndose al culto de la Iglesia, con una expresión sintética
afirmaba: «De la lex credendi pasamos a la lex orandi, y esta nos lleva a
147
la lux operandi et vivendi» (Discurso en la ceremonia de la ofrenda de los
cirios, 2 de febrero de 1970: L’Osservatore Romano, 8 de febrero de 1970,
p. 4).
La liturgia, culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia y al
mismo tiempo fuente de la que brota su virtud (cf. Sacrosanctum
Concilium, 10), con su universo celebrativo se convierte así en la gran
educadora en la primacía de la fe y de la gracia. La liturgia, testigo
privilegiado de la Tradición viva de la Iglesia, fiel a su misión original de
revelar y hacer presente en el hodie de las vicisitudes humanas la opus
Redemptionis, vive de una relación correcta y constante entre sana
traditio y legitima progressio, lúcidamente explicitada por la constitución
conciliar en el número 23. Con estos dos términos, los padres conciliares
quisieron expresar su programa de reforma, en equilibrio con la gran
tradición litúrgica del pasado y el futuro. No pocas veces se contrapone de
manera torpe tradición y progreso. En realidad, los dos conceptos se
integran: la tradición es una realidad viva y por ello incluye en sí misma el
principio del desarrollo, del progreso. Es como decir que el río de la
tradición lleva en sí también su fuente y tiende hacia la desembocadura.
Queridos amigos, confío en que esta Facultad de Sagrada Liturgia siga
con renovado impulso su servicio a la Iglesia, con plena fidelidad a la rica
y valiosa tradición litúrgica y a la reforma querida por el concilio Vaticano
II, según las líneas maestras de la Sacrosanctum Concilium y de los
pronunciamientos del Magisterio. La liturgia cristiana es la liturgia de la
promesa realizada en Cristo, pero también es la liturgia de la esperanza, de
la peregrinación hacia la transformación del mundo, que tendrá lugar
cuando Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28).

LA MÚSICA SAGRADA EN LA LITURGIA


20110513. Carta. Centenario Instituto de Música Sacra
A este propósito, deseo poner de relieve un aspecto fundamental que
me interesa particularmente: el hecho de que desde san Pío X hasta hoy se
percibe, a pesar de la natural evolución, la continuidad sustancial del
Magisterio sobre la música sacra en la liturgia. En particular, los
Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, a la luz de la constitución
conciliar Sacrosanctum Concilium, quisieron reafirmar el fin de la música
sacra, es decir, «la gloria de Dios y la santificación de los fieles» (n. 112),
y los criterios fundamentales de la tradición, que me limito a recordar: el
sentido de la oración, de la dignidad y de la belleza; la plena adhesión a
los textos y a los gestos litúrgicos; la participación de la asamblea y, por
tanto, la legítima adaptación a la cultura local, conservando al mismo
tiempo la universalidad del lenguaje; la primacía del canto gregoriano,
como modelo supremo de música sacra, y la sabia valoración de las demás
formas expresivas, que forman parte del patrimonio histórico-litúrgico de
la Iglesia, especialmente, pero no sólo, la polifonía; la importancia de
la schola cantorum, en particular en las iglesias catedrales. Son criterios
importantes, que hay que considerar atentamente también hoy. De hecho, a
148
veces estos elementos, que se encuentran en la Sacrosanctum
Concilium, como precisamente el valor del gran patrimonio eclesial de la
música sacra o la universalidad que es característica del canto gregoriano,
se han considerado expresiones de una concepción que respondía a un
pasado que era preciso superar y descuidar, porque limitaba la libertad y la
creatividad del individuo y de las comunidades. Pero tenemos que
preguntarnos siempre de nuevo: ¿quién es el auténtico sujeto de la
liturgia? La respuesta es sencilla: la Iglesia. No es el individuo o el grupo
que celebra la liturgia, sino que esta es ante todo acción de Dios a través
de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su creatividad. La
liturgia, y en consecuencia la música sacra, «vive de una relación correcta
y constante entre sana traditio y legitima progressio», teniendo siempre
muy presente que estos dos conceptos —que los padres conciliares
claramente subrayaban— se integran mutuamente porque «la tradición es
una realidad viva y por ello incluye en sí misma el principio del
desarrollo, del progreso» (Discurso al Instituto litúrgico pontificio San
Anselmo, 6 de mayo de 2011:L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 29 de mayo de 2011, p. 2).

NECESIDAD DE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL


20110519. Discurso. Al Teresianum
Pensemos en el amplio movimiento de renovación originado en la
Iglesia por el testimonio de los santos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.
Ese movimiento suscitó el resurgir de ideales y fervores de vida
contemplativa que en el siglo XVI inflamó, por decirlo así, Europa y el
mundo entero. Queridos estudiantes, en la línea de este carisma se sitúa
también vuestro trabajo de profundización antropológica y teológica, la
tarea de penetrar el misterio de Cristo, con la inteligencia del corazón que
es a la vez un conocer y un amar; esto exige poner a Jesús en el centro de
todo, de vuestros afectos y pensamientos, de vuestro tiempo de oración, de
estudio y de acción, de todo vuestro vivir. Él es la Palabra, el «libro vivo»,
como lo fue para santa Teresa de Ávila, que afirmaba: «Dios ha sido el
libro verdadero adonde he visto las verdades» (Vida 26, 5). Deseo a cada
uno de vosotros que podáis decir con san Pablo: «Todo lo considero
pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor» (Flp 3, 8).
A este propósito, quiero recordar la descripción que hace santa Teresa
de la experiencia interior de la conversión, tal como ella misma la vio un
día delante de la imagen del Crucifijo. Escribe: «En mirándola... fue tanto
lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón
me parece que se me partía, y arrojéme cabe él con grandísimo
derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez
para no ofenderle» (Vida 9, 1). Con el mismo ímpetu, la Santa parece
preguntarnos a nosotros también: ¿Cómo quedar indiferentes ante tanto
amor? ¿Cómo ignorar al que nos ha amado con una misericordia tan
grande? El amor del Redentor merece toda la atención del corazón y de la
149
mente, y puede activar también en nosotros el admirable círculo en el que
el amor y el conocimiento se alimentan recíprocamente. Durante vuestros
estudios teológicos tened siempre la mirada dirigida al motivo último por
el que los habéis emprendido, es decir, a Jesús, que «nos ha amado y ha
dado su vida por nosotros» (cf. 1 Jn 3, 16). Sed conscientes de que estos
años de estudio son un don precioso de la divina Providencia; don que es
preciso acoger con fe y vivir diligentemente, como una oportunidad
irrepetible para crecer en el conocimiento del misterio de Cristo.
En el contexto actual, reviste gran importancia el estudio profundo de
la espiritualidad cristiana a partir de sus presupuestos antropológicos.
Ciertamente, es importante la preparación específica que ese estudio
proporciona, porque hace idóneos y habilita para la enseñanza de esta
disciplina, pero constituye una gracia todavía más grande por el bagaje
sapiencial que lleva consigo para la delicada tarea de la dirección
espiritual. Como ha hecho siempre, la Iglesia sigue recomendando la
práctica de la dirección espiritual, no sólo a quienes desean seguir al Señor
de cerca, sino a todo cristiano que quiera vivir con responsabilidad su
Bautismo, es decir, la vida nueva en Cristo. De hecho, todos, y de modo
especial los que han acogido la llamada divina a seguirlo más de cerca,
necesitan ser acompañados personalmente por un guía seguro en la
doctrina y experto en las cosas de Dios; este puede ayudar a evitar fáciles
subjetivismos, poniendo a disposición su bagaje de conocimientos y
experiencias personales en el seguimiento a Jesús. Se trata de instaurar la
misma relación personal que el Señor tenía con sus discípulos, el vínculo
especial con el que los condujo, tras de sí, a abrazar la voluntad del Padre
(cf. Lc 22, 42), es decir, a abrazar la cruz. También vosotros, queridos
amigos, en la medida en la que seáis llamados a esta tarea insustituible,
atesorad todo lo que habéis aprendido durante estos años de estudio, para
acompañar a todos los que la divina Providencia os confíe, ayudándoles en
el discernimiento de los espíritus y en la capacidad de secundar las
mociones del Espíritu Santo, con el objetivo de conducirlos a la plenitud
de la gracia hasta llegar —como dice san Pablo— «a la medida de Cristo
en su plenitud» (Ef 4, 13).

LA MISIÓN DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA HOY Y SIEMPRE


20110521. Discurso. A Universidad Católica del Sagrado Corazón
Vivimos en un tiempo de grandes y rápidas transformaciones, que se
reflejan también en la vida universitaria: la cultura humanista parece
afectada por un deterioro progresivo, mientras se pone el acento en las
disciplinas llamadas «productivas», de ámbito tecnológico y económico;
hay una tendencia a reducir el horizonte humano al nivel de lo que es
mensurable, a eliminar del saber sistemático y crítico la cuestión
fundamental del sentido. Además, la cultura contemporánea tiende a
confinar la religión fuera de los espacios de la racionalidad: en la medida
en que las ciencias empíricas monopolizan los territorios de la razón, no
parece haber ya espacio para las razones del creer, por lo cual la
150
dimensión religiosa queda relegada a la esfera de lo opinable y de lo
privado. En este contexto, las motivaciones y las características mismas de
la institución universitaria se ponen en tela de juicio radicalmente.
Noventa años después de su fundación, la Universidad Católica del
Sagrado Corazón vive en esta época histórica, en la que es importante
consolidar e incrementar las razones por las que nació, llevando la
connotación eclesial que se evidencia con el adjetivo «católica»; de hecho,
la Iglesia, «experta en humanidad», es promotora de humanismo
auténtico. En esta perspectiva, emerge la vocación originaria de la
Universidad, nacida de la búsqueda de la verdad, de toda la verdad, de
toda la verdad de nuestro ser. Y con su obediencia a la verdad y a las
exigencias de su conocimiento se convierte en escuela de humanitas en la
que se cultiva un saber vital, se forjan notables personalidades y se
transmiten conocimientos y competencias de valor. La perspectiva
cristiana, como marco del trabajo intelectual de la Universidad, no se
contrapone al saber científico y a las conquistas del ingenio humano, sino
que, por el contrario, la fe amplía el horizonte de nuestro pensamiento, y
es camino hacia la verdad plena, guía de auténtico desarrollo. Sin
orientación a la verdad, sin una actitud de búsqueda humilde y osada, toda
cultura se deteriora, cae en el relativismo y se pierde en lo efímero. En
cambio, si se libera de un reduccionismo que la mortifica y la limita,
puede abrirse a una interpretación verdaderamente iluminada de lo real,
prestando así un auténtico servicio a la vida.
Queridos amigos, fe y cultura son realidades indisolublemente unidas,
manifestación del desiderium naturale videndi Deum que está presente en
todo hombre. Cuando esta unión se rompe, la humanidad tiende a
replegarse y a encerrarse en sus propias capacidades creativas. Es
necesario, entonces, que en la Universidad haya una auténtica pasión por
la cuestión de lo absoluto, la verdad misma, y por tanto también por el
saber teológico, que en vuestro Ateneo es parte integrante del plan de
estudios. Uniendo en sí la audacia de la investigación y la paciencia de la
maduración, el horizonte teológico puede y debe valorizar todos los
recursos de la razón. La cuestión de la Verdad y de lo Absoluto —la
cuestión de Dios— no es una investigación abstracta, alejada de la
realidad cotidiana, sino que es la pregunta crucial, de la que depende
radicalmente el descubrimiento del sentido del mundo y de la vida. En el
Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que sin cesar
promueve valores culturales, humanísticos y éticos. El saber de la fe, por
tanto, ilumina la búsqueda del hombre, la interpreta humanizándola, la
integra en proyectos de bien, arrancándola de la tentación del pensamiento
calculador, que instrumentaliza el saber y convierte los descubrimientos
científicos en medios de poder y de esclavitud del hombre.
El horizonte que anima el trabajo universitario puede y debe ser la
pasión auténtica por el hombre. Sólo en el servicio al hombre la ciencia se
desarrolla como verdadero cultivo y custodia del universo (cf. Gn 2, 15).
Y servir al hombre es hacer la verdad en la caridad, es amar la vida,
respetarla siempre, comenzando por las situaciones en las que es más
151
frágil e indefensa. Esta es nuestra tarea, especialmente en los tiempos de
crisis: la historia de la cultura muestra que la dignidad del hombre se ha
reconocido verdaderamente en su integridad a la luz de la fe cristiana. La
Universidad católica está llamada a ser un espacio donde toma forma de
excelencia la apertura al saber, la pasión por la verdad, el interés por la
historia del hombre que caracterizan la auténtica espiritualidad cristiana.
De hecho, asumir una actitud de cerrazón o de alejamiento frente a la
perspectiva de la fe significa olvidar que a lo largo de la historia ha sido, y
sigue siendo, fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo a
desarrollar todas las potencialidades positivas para el bien auténtico del
hombre. Como afirma el concilio Vaticano II, la fe es capaz de iluminar la
existencia: «La fe ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan
divino sobre la vocación integral del hombre, y por ello dirige la mente
hacia soluciones plenamente humanas» (Gaudium et spes, 11).
La Universidad católica es un ámbito donde esto debe realizarse con
singular eficacia, tanto bajo el perfil científico como bajo el didáctico.
Este peculiar servicio a la Verdad es don de gracia y expresión
característica de caridad evangélica. La profesión de la fe y el testimonio
de la caridad son inseparables (cf. 1 Jn 3, 23). En efecto, el núcleo
profundo de la verdad de Dios es el amor con que él se ha inclinado hacia
el hombre y, en Cristo, le ha ofrecido dones infinitos de gracia. En Jesús
descubrimos que Dios es amor y que sólo en el amor podemos conocerlo:
«Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (...), porque Dios es
amor» (1 Jn 4, 7-8) dice san Juan. Y san Agustín afirma: «Non intratur in
veritatem nisi per caritatem» (Contra Faustum, 32). El culmen del
conocimiento de Dios se alcanza en el amor; en el amor que sabe ir a la
raíz, que no se contenta con expresiones filantrópicas ocasionales, sino
que ilumina el sentido de la vida con la Verdad de Cristo, que transforma
el corazón del hombre y lo arranca de los egoísmos que generan miseria y
muerte. El hombre necesita amor, el hombre necesita verdad, para no
perder el frágil tesoro de la libertad y quedar expuesto a la violencia de las
pasiones y a condicionamientos abiertos y ocultos (cf. Juan Pablo
II, Centesimus annus, 46). La fe cristiana no hace de la caridad un
sentimiento vago y compasivo, sino una fuerza capaz de iluminar los
senderos de la vida en todas sus expresiones. Sin esta visión, sin esta
dimensión teologal originaria y profunda, la caridad se contenta con la
ayuda ocasional y renuncia a la tarea profética, propia suya, de
transformar la vida de la persona y las estructuras mismas de la sociedad.
Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os
llama a realizar como protagonistas apasionados, convencidos de que la
fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y
penetrar en el corazón de la realidad.
Queridos jóvenes universitarios de la «Católica», sois la demostración
viva de este carácter de la fe que cambia la vida y salva al mundo, con los
problemas y las esperanzas, con los interrogantes y las certezas, con las
aspiraciones y los compromisos que el deseo de una vida mejor genera y
la oración alimenta. Queridos representantes del personal técnico-
152
administrativo sentíos orgullosos de las tareas que se os han asignado en el
contexto de la gran familia universitaria para apoyar la múltiple actividad
formativa y profesional. Y a vosotros, queridos docentes, se os ha
encomendado un papel decisivo: mostrar cómo la fe cristiana es fermento
de cultura y luz para la inteligencia, estímulo para desarrollar todas las
potencialidades positivas, para el bien auténtico del hombre. Lo que la
razón percibe, la fe lo ilumina y manifiesta. La contemplación de la obra
de Dios abre al saber la exigencia de la investigación racional, sistemática
y crítica; la búsqueda de Dios refuerza el amor por las letras y por las
ciencias profanas: «Fides ratione adiuvatur et ratio fide perficitur», afirma
Hugo de San Víctor (De sacramentis I, III, 30: pl 176, 232). Desde esta
perspectiva, la capilla es el corazón que late y el alimento constante de la
vida universitaria, a la que está unido el Centro pastoral donde los
capellanes de las distintas sedes están llamados a realizar su valiosa
misión sacerdotal, que es imprescindible para la identidad de la
Universidad católica. Como enseña el beato Juan Pablo II, la capilla es
«es un lugar del espíritu, en el que los creyentes en Cristo, que participan
de diferentes modos en el estudio académico, pueden detenerse para rezar
y encontrar alimento y orientación. Es un gimnasio de virtudes cristianas,
en el que la vida recibida en el bautismo crece y se desarrolla
sistemáticamente. Es una casa acogedora y abierta para todos los que,
escuchando la voz del Maestro en su interior, se convierten en buscadores
de la verdad y sirven a los hombres mediante su dedicación diaria a un
saber que no se limita a objetivos estrechos y pragmáticos. En el marco de
una modernidad en decadencia, la capilla universitaria está llamada a ser
un centro vital para promover la renovación cristiana de la
cultura mediante un diálogo respetuoso y franco, unas razones claras y
bien fundadas (cf. 1 P 3, 15), y un testimonio que cuestione y convenza»
(Discurso a los capellanes europeos, 1 de mayo de 1998: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de 1998, p. 8). Así dijo el
Papa Juan Pablo II en 1998.
Queridos amigos, espero que la Universidad Católica del Sagrado
Corazón, en sintonía con el Instituto Toniolo, prosiga con confianza
renovada su camino, mostrando eficazmente que la luz del Evangelio es
fuente de verdadera cultura capaz de poner en acción energías de un
humanismo nuevo, integral, trascendente.

CREER EN DIOS Y CREER TAMBIÉN EN JESÚS


20110522. Regina caeli
El Evangelio de este quinto domingo de Pascua propone un doble
mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. En efecto, el
Señor dice a sus discípulos: «Creed en Dios y creed también en mí»
(Jn 14, 1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena
adhesión a la salvación llevada a cabo por Dios Padre mediante su Hijo
unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios
mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe:
153
«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). El Hijo de Dios,
con su encarnación, muerte y resurrección, nos libró de la esclavitud del
pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el
rostro de Dios, que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa
Teresa de Ávila escribe que no hay que «apartarse de industria de todo
nuestro bien y remedio, que es la sacratísima humanidad de nuestro Señor
Jesucristo» (Castillo interior, 7, 6: Obras Completas, EDE, Madrid 1984,
p. 947). Por tanto sólo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a él, los
discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su
acción permanente en la historia: «En verdad, en verdad os digo —dice el
Señor—: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago» (Jn 14,
12).
La fe en Jesús conlleva seguirlo cada día, en las sencillas acciones que
componen nuestra jornada. «Es propio del misterio de Dios actuar de
manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran
historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser
ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la
historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad
solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de
llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos
hace lentamente capaces de “ver”» (Jesús de Nazaret II, Madrid 2011, p.
321). San Agustín afirma que «era necesario que Jesús dijese: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), porque una vez conocido el
camino faltaba por conocer la meta» (Tractatus in Ioh., 69, 2: ccl 36, 500),
y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por
tanto, el camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de
Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san
Buenaventura: «Abre, por tanto, los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus
labios y dispón tu corazón, para que en todas las criaturas puedas ver,
escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar y honrar a tu Dios» (Itinerarium
mentis in Deum, I, 15).
Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, «el camino,
la verdad y la vida» (Jn 14, 6), constituye la tarea principal de la Iglesia.
Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los pastores y a
cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre mensaje de
salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los
discípulos se multiplique (cf. Hch 6, 7).

CRISTO ES FORMA DEL HOMBRE


20110526. Discurso. A la CEI. 150º Unidad Política de Italia
Os habéis reunido en esta espléndida basílica —lugar en el que
espiritualidad y arte se funden en una unión secular— para compartir un
intenso momento de oración, con el cual encomendar a la protección
materna de María, Mater unitatis, a todo el pueblo italiano, ciento
cincuenta años después de la unidad política del país. Es significativo que
esta iniciativa haya sido preparada por análogos encuentros en las
154
diócesis: también de esta forma expresáis la solicitud de la Iglesia por
estar cercana al destino de esta amada nación. Por nuestra parte, nos
sentimos en comunión con cada comunidad, incluso con la más pequeña,
en la que permanece viva la tradición que dedica el mes de mayo a la
devoción mariana. Esta tradición se manifiesta en muchos signos:
santuarios, capillas, obras de arte y, sobre todo, en la oración del santo
rosario, con el que el pueblo de Dios da gracias por el bien que
incesantemente recibe del Señor a través de la intercesión de María
santísima, y le suplica por sus múltiples necesidades. La oración —que
tiene su cumbre en la liturgia, cuya forma está custodiada por la tradición
viva de la Iglesia— siempre es un dejar espacio a Dios: su acción nos hace
partícipes de la historia de la salvación. Esta tarde, en particular, en la
escuela de María hemos sido invitados a compartir los pasos de Jesús: a
bajar con él al río Jordán, para que el Espíritu confirme en nosotros la
gracia del Bautismo; a sentarnos en el banquete de Caná, para recibir de él
el «vino bueno» de la fiesta; a entrar en la sinagoga de Nazaret, como
pobres a los cuales se dirige el alegre mensaje del reino de Dios; también a
subir al monte Tabor, para vivir la cruz a la luz pascual; y, por último, a
participar en el Cenáculo en el nuevo y eterno sacrificio que, anticipando
los cielos nuevos y la tierra nueva, regenera toda la creación.
Esta basílica es la primera en Occidente dedicada a la Virgen Madre de
Dios. Al entrar en ella, mi pensamiento volvió al primer día del año 2000,
cuando el beato Juan Pablo II abrió su Puerta santa, encomendando el Año
jubilar a María, para que velara sobre el camino de cuantos se reconocían
peregrinos de gracia y de misericordia. Nosotros mismos hoy no dudamos
en sentirnos tales, deseosos de cruzar el umbral de esa «Puerta» santísima
que es Cristo y queremos pedir a la Virgen María que sostenga nuestro
camino e interceda por nosotros. En cuanto Hijo de Dios, Cristo
es forma del hombre: es su verdad más profunda, la savia que fecunda una
historia de otro modo irremediablemente comprometida. La oración nos
ayuda a reconocer en él el centro de nuestra vida, a permanecer en su
presencia, a conformar nuestra voluntad a la suya, a hacer «lo que él nos
diga» (Jn 2, 5), seguros de su fidelidad. Esta es la tarea esencial de la
Iglesia, coronada por él como esposa mística, como la contemplamos en el
esplendor del ábside. María constituye su modelo: es la que nos brinda el
espejo, en el que se nos invita a reconocer nuestra identidad. Su vida es un
llamamiento a reconducir lo que somos a la escucha y a la acogida de la
Palabra, llegando en la fe a proclamar la grandeza del Señor, ante el cual
nuestra única posible grandeza es la que se expresa en la obediencia filial:
«Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). María se fio; es «bendita»
(cf. Lc 1, 42) por haber creído (cf. Lc 1, 45); hasta tal punto se revistió de
Cristo que entró en el «séptimo día», participando en el descanso de Dios.
Las disposiciones de su corazón —la escucha, la acogida, la humildad, la
fidelidad, la alabanza y la espera— corresponden a las actitudes interiores
y a los gestos que plasman la vida cristiana. De ellos se alimenta la Iglesia,
consciente de que expresan lo que Dios espera de ella.
155
Sobre el bronce de la Puerta santa de esta basílica está grabada la
representación del concilio de Éfeso. El edificio mismo, que en su núcleo
originario se remonta al siglo v, está vinculado a esa asamblea ecuménica,
celebrada en el año 431. En Éfeso la Iglesia unida defendió y confirmó
para María el título de Theotókos, Madre de Dios: título de contenido
cristológico, que remite al misterio de la Encarnación y expresa en el Hijo
la unidad de la naturaleza humana con la divina. Por lo demás, son la
persona y la vida de Jesús de Nazaret las que iluminan el Antiguo
Testamento y el rostro mismo de María. En ella se capta claramente el
designio unitario que entrelaza a los dos Testamentos. En su vida personal
está la síntesis de la historia de todo un pueblo, que pone a la Iglesia en
continuidad con el antiguo Israel. Dentro de esta perspectiva hallan
sentido las distintas historias, comenzando por las de las grandes mujeres
de la Antigua Alianza, en cuya vida se representa un pueblo humillado,
derrotado y deportado. Sin embargo, también son las mismas que
personifican su esperanza; son el «resto santo», signo de que el proyecto
de Dios no es una idea abstracta, sino que encuentra correspondencia en
una respuesta pura, en una libertad que se entrega sin reservarse nada, en
un sí que es acogida plena y don perfecto. María es su expresión más alta.
Sobre ella, virgen, desciende el poder creador del Espíritu Santo, el mismo
que «en el principio» aleteaba sobre el abismo informe (cf. Gn 1, 2) y
gracias al cual Dios llamó al ser de la nada; el Espíritu que fecunda y
plasma la creación. Abriéndose a su acción, María engendra al Hijo,
presencia del Dios que viene a habitar la historia y la abre a un comienzo
nuevo y definitivo, que permite a cada hombre renacer de lo alto, vivir en
la voluntad de Dios y, por tanto, realizarse plenamente.
La fe, de hecho, no es alienación: son otras las experiencias que
contaminan la dignidad del hombre y la calidad de la convivencia social.
En cada época histórica el encuentro con la palabra siempre nueva del
Evangelio ha sido manantial de civilización, ha construido puentes entre
los pueblos y ha enriquecido el tejido de nuestras ciudades, expresándose
en la cultura, en las artes, así como en las mil formas de la caridad. Con
razón Italia, celebrando los ciento cincuenta años de su unidad política,
puede estar orgullosa de la presencia y de la acción de la Iglesia. La
Iglesia no busca privilegios ni pretende asumir las responsabilidades que
corresponden a las instituciones políticas; respetando la legítima laicidad
del Estado, está atenta a sostener los derechos fundamentales del hombre.
Entre estos están ante todo las instancias éticas y por tanto la apertura a la
trascendencia, que constituyen valores previos a cualquier jurisdicción
estatal, en cuanto que están inscritos en la naturaleza misma de la persona
humana. En esta perspectiva, la Iglesia —con la fuerza de una reflexión
colegial y de la experiencia directa sobre el terreno— sigue dando su
propia contribución a la construcción del bien común, recordando a cada
uno su deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de
sostener de forma efectiva a la familia; esta, de hecho, sigue siendo la
primera realidad en la que pueden crecer personas libres y responsables,
formadas en los valores profundos que abren a la fraternidad y que
156
permiten afrontar también las adversidades de la vida. Entre estas se
encuentra hoy la dificultad para acceder a un empleo pleno y digno: me
uno, por ello, a cuantos piden a la política y al mundo empresarial que
realicen todos los esfuerzos necesarios para superar la generalizada
precariedad laboral, que en los jóvenes pone en peligro la serenidad de un
proyecto de vida familiar, con grave daño para un desarrollo auténtico y
armonioso de la sociedad.
Queridos hermanos en el episcopado, con ocasión del aniversario del
acontecimiento fundacional del Estado unitario puntualmente habéis
recordado las teselas de una memoria compartida, y con sensibilidad
habéis señalado los elementos de una perspectiva futura. No dudéis en
estimular a los fieles laicos a vencer todo espíritu de cerrazón, distracción
e indiferencia, y a participar en primera persona en la vida pública.
Animad las iniciativas de formación inspiradas en la doctrina social de la
Iglesia, para que quienes están llamados a responsabilidades políticas y
administrativas no caigan en la tentación de explotar su posición por
intereses personales o por sed de poder. Apoyad la vasta red de
agregaciones y de asociaciones que promueven obras de carácter cultural,
social y caritativo. Renovad las ocasiones de encuentro, en el signo de la
reciprocidad, entre el Norte y el Sur. Ayudad al Norte a recuperar las
motivaciones originarias de aquel vasto movimiento cooperativista de
inspiración cristiana que fue animador de una cultura de la solidaridad y
del desarrollo económico. Asimismo, invitad al Sur a poner en circulación,
en beneficio de todos, los recursos y las cualidades de que dispone y los
rasgos de acogida y hospitalidad que lo caracterizan. Seguid cultivando un
espíritu de colaboración sincera y leal con el Estado, sabiendo que esa
relación es beneficiosa tanto para la Iglesia como para todo el país. Que
vuestra palabra y vuestra acción sean de ánimo y de impulso para cuantos
están llamados a gestionar la complejidad que caracteriza al tiempo
presente. En una época en la que se presenta cada vez con más fuerza la
exigencia de sólidas referencias espirituales, sabed plantear a todos lo que
es peculiar de la experiencia cristiana: la victoria de Dios sobre el mal y
sobre la muerte, como horizonte que arroja una luz de esperanza sobre el
presente. Asumiendo la educación como hilo conductor del compromiso
pastoral de esta década, habéis querido expresar la certeza de que la
existencia cristiana —la vida buena del Evangelio— es precisamente la
demostración de una vida realizada. Sobre este camino aseguráis un
servicio no sólo religioso o eclesial, sino también social, contribuyendo a
construir la ciudad del hombre. Por tanto, ¡ánimo! A pesar de todas las
dificultades, «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37), para Aquel que
sigue haciendo «maravillas» (Lc 1, 49) a través de cuantos, como María,
saben entregarse a él con disponibilidad incondicional.

LA MISIÓN DE CÁRITAS EN LA IGLESIA


20110527. Discurso. A Cáritas Internationalis
157
Tras los horrores y devastaciones de la Segunda Guerra Mundial, el
Venerable Pío XII quiso mostrar la solidaridad y la preocupación de toda
la Iglesia ante tantas situaciones de conflicto y emergencia en el mundo. Y
lo hizo dando vida a un organismo que, promoviese en el ámbito de la
Iglesia universal, una mayor comunicación, coordinación y colaboración
entre las numerosas organizaciones caritativas de la Iglesia en los diversos
continentes (cf. Quirógrafo Durante la Última Cena, 16 septiembre 2004,
1). Más tarde, el Beato Juan Pablo II fortaleció ulteriormente los vínculos
existentes entre las diferentes agencias nacionales de Caritas, y entre ellas
y la Santa Sede, otorgando a Caritas Internationalis la personalidad
jurídica canónica pública (ibíd., 3). Como consecuencia de esto, Caritas
Internationalis ha adquirido un papel particular en el corazón de la
comunidad eclesial, y ha sido llamada a compartir, en colaboración con la
jerarquía eclesiástica, la misión de la Iglesia de manifestar, a través de la
caridad vivida, ese amor que es Dios mismo. De este modo, Caritas
Internationalis, dentro de la finalidad propia que tiene asignada, lleva a
cabo en nombre de la Iglesia una tarea específica en favor del bien común
(cf. C.I.C., can. 116, § 1).
Estar en el corazón de la Iglesia; ser capaz en cierto modo de hablar y
actuar en su nombre, en favor del bien común, lleva consigo particulares
responsabilidades dentro de la vida cristiana, tanto personal como
comunitaria. Solamente sobre las bases de un compromiso cotidiano de
acoger y vivir plenamente el amor de Dios se puede promover la dignidad
de cada ser humano. En mi primera encíclica, Deus caritas est, he querido
reafirmar la centralidad del testimonio de la caridad para la Iglesia de
nuestro tiempo. A través de dicho testimonio, hecho visible en la vida
cotidiana de sus miembros, la Iglesia llega a millones de hombres y
mujeres, haciendo posible que reconozcan y perciban el amor de Dios, que
es siempre cercano a toda persona necesitada. Para nosotros, los
cristianos, Dios mismo es la fuente de la caridad, y la caridad ha de
entenderse no solamente como una filantropía genérica, sino como don de
sí, incluso hasta el sacrificio de la propia vida en favor de los demás,
imitando el ejemplo de Cristo. La Iglesia prolonga en el tiempo y en el
espacio la misión salvadora de Cristo: quiere llegar a todo ser humano,
movida por el deseo de que cada persona llegue a conocer que nada puede
separarlo del amor de Cristo (cf. Rm 8,35).
Caritas Internationalis es distinta de otras agencias sociales porque es
un organismo eclesial, que comparte la misión de la Iglesia. Esto es lo que
los Pontífices han querido siempre y esto es lo que vuestra Asamblea
General debe afirmar con fuerza. En ese sentido, hay que observar
que Caritas Internacionalis está constituida fundamentalmente por
varias Caritas nacionales. A diferencia de tantas instituciones y
asociaciones eclesiales dedicadas a la caridad, las Caritas tienen un rasgo
distintivo: pese a la variedad de formas canónicas asumidas por
las Caritas nacionales, todas son una ayuda privilegiada para los obispos
en su ejercicio de la caridad. Esto comporta una especial responsabilidad
eclesial: la de dejarse guiar por los Pastores de la Iglesia. Desde el
158
momento que Caritas Internationalis tiene un perfil universal y está dotada
de personalidad jurídica canónica pública, la Santa Sede tiene el deber de
seguir su actividad y de vigilar para que, tanto su acción humana y de
caridad como el contenido de los documentos que difunde, estén en plena
sintonía con la Sede Apostólica y con el Magisterio de la Iglesia, y para
que se administre con competencia y de modo transparente. Esta identidad
distintiva es la fuerza de Caritas Internationalis, y es lo que hace su
actividad particularmente eficaz.
Además, quisiera subrayar que vuestra misión os lleva a desarrollar un
importante papel en el plano internacional. La experiencia que habéis
adquirido en estos años os ha enseñado a haceros portavoces ante la
comunidad internacional de una sana visión antropológica, alimentada por
la doctrina católica y comprometida en la defensa de la dignidad de cada
vida humana. Sin un fundamento transcendente, sin una referencia a Dios
creador, sin la consideración de nuestro destino terreno, corremos el riesgo
de caer en manos de ideologías dañinas. Todo lo que decís y hacéis, el
testimonio de vuestra vida y de vuestras actividades, son importantes y
contribuyen a promover el bien integral de la persona humana. Caritas
Internationalis es una organización que tiene el papel de favorecer la
comunión entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, como
también la comunión entre todos los fieles en el ejercicio de la caridad. Al
mismo tiempo, está llamada a ofrecer su propia contribución para llevar el
mensaje de la Iglesia a la vida política y social en el plano internacional.
En la esfera política – y en todas aquellas áreas que se refieren
directamente a la vida de los pobres– los fieles, especialmente los laicos,
gozan de una amplia libertad de acción. Nadie puede, en materias abiertas
a la discusión libre, pretender hablar “oficialmente” en nombre de todos
los laicos o de todos los católicos (cf. Con. Ecum. Vat. II, Gaudium et
Spes, 43; 88). Por otro lado, cada católico, en verdad cada hombre, está
llamado a actuar con conciencia purificada y con corazón generoso para
promover de manera decidida aquellos valores que he definido a menudo
como “no negociables”.
Caritas Internationalis está llamada, por tanto, a trabajar para convertir
los corazones a una mayor apertura hacia los demás, para que cada uno, en
pleno respeto de su propia libertad y en la plena asunción de las propias
responsabilidades personales, pueda actuar siempre y en todas partes a
favor del bien común, ofreciendo generosamente lo mejor de sí mismo al
servicio de los hermanos y hermanas, en particular los más necesitados.

SER CATÓLICOS ES SER MARIANOS


20110528. Discurso. A la Congregación Mariana de Ratisbona
Un cordial «Vergelt’s Gott» [«Dios os lo pague»], por vuestra visita,
por el don, por el hecho de haber sacado del cajón una fecha olvidada de
mi vida. Es una fecha que no es simplemente «pasado»: la admisión en la
Congregación mariana mira al futuro y nunca es simplemente un hecho
pasado. Por eso, 70 años después, es una fecha del «hoy», una fecha que
159
indica el camino hacia el «mañana». Os estoy agradecido por haber
«sacado» esta fecha del olvido y esto me alegra. Le agradezco de corazón
a usted, querido presidente, sus amables palabras que vienen del corazón y
llegan al corazón. En aquella época, entonces, eran tiempos oscuros;
estaba la guerra. Hitler había sometido un país detrás de otro, Polonia,
Dinamarca, los estados del Benelux, Francia y en abril de 1941 —
precisamente en este tiempo, hace 70 años— había ocupado Yugoslavia y
Grecia. Parecía que el continente estuviese en las manos de este poder
que, al mismo tiempo, ponía en duda el futuro del cristianismo. Nosotros
fuimos admitidos en la Congregación, pero poco después comenzó la
guerra contra Rusia; el seminario fue disuelto, y la Congregación —antes
de que se reuniera, antes de que consiguiera reunirse— ya había sido
dispersada a los cuatro vientos. Así eso no llegó a ser «fecha exterior» de
la vida, sino que quedó como «fecha interior» de la vida, porque desde
siempre ha quedado claro que la catolicidad no puede existir sin una
actitud mariana, que ser católicos quiere decir ser marianos, que eso
significa el amor a la Madre, que en la Madre y por la Madre encontramos
al Señor.
Aquí, a través de las visitas ad limina de los obispos, experimento
constantemente cómo las personas —sobre todo en América Latina, pero
también en los demás continentes— pueden encomendarse a la Madre,
pueden amar a la Madre, y a través de la Madre, después, aprenden a
conocer, a comprender y a amar a Cristo; experimento cómo la Madre
continúa encomendando el mundo al Señor; cómo María sigue diciendo
«sí» y llevando a Cristo al mundo. Cuando estudiábamos, después de la
guerra —y no creo que hoy la situación haya cambiado mucho, no creo
que haya mejorado mucho— la mariología que se enseñaba en las
universidades alemanas era un poco austera y sobria. Pero creo que allí
encontramos lo esencial. En ese tiempo, nos dirigíamos a Guardini y al
libro de su amigo, el párroco Josef Weiger, «Maria, Mutter der
Glaubenden», (María, Madre de los creyentes), el cual comenta las
palabras de Isabel: «¡Dichosa tú que has creído!» (cf. Lc 1, 45). María es
la gran creyente. Ella retomó la misión de Abraham de ser creyente y
concretó la fe de Abraham en la fe en Jesucristo, indicándonos así a todos
el camino de la fe, la valentía de encomendarnos al Dios que se da en
nuestras manos, la alegría de ser sus testigos; y después su determinación
a permanecer firme cuando todos huyeron, la valentía de estar de parte del
Señor cuando parecía perdido, y de hacer propio el testimonio que llevó a
la Pascua.

LA CIUDAD SE LLENÓ DE ALEGRÍA


20110529. Regina Caeli
En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que, tras una
primera violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, a
excepción de los Apóstoles, se dispersó en las regiones circundantes y
Felipe, uno de los diáconos, llegó a una ciudad de Samaría. Allí predicó a
160
Cristo resucitado y numerosas curaciones acompañaron su anuncio, de
forma que la conclusión del episodio es muy significativa: «La ciudad se
llenó de alegría» (Hch 8, 8). Cada vez nos impresiona esta expresión, que
esencialmente nos comunica un sentido de esperanza; como si dijera: ¡es
posible! Es posible que la humanidad conozca la verdadera alegría, porque
donde llega el Evangelio, florece la vida; como un terreno árido que,
regado por la lluvia, inmediatamente reverdece. Felipe y los demás
discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, hicieron en los pueblos de
Palestina lo que había hecho Jesús: predicaron la Buena Nueva y
realizaron signos prodigiosos. Era el Señor quien actuaba por medio de
ellos. Como Jesús anunciaba la venida del reino de Dios, así los discípulos
anunciaron a Jesús resucitado, profesando que él es Cristo, el Hijo de
Dios, bautizando en su nombre y expulsando toda enfermedad del cuerpo
y del espíritu.
«La ciudad se llenó de alegría». Leyendo este pasaje, espontáneamente
se piensa en la fuerza sanadora del Evangelio, que a lo largo de los siglos
ha «regado», como río benéfico, a tantas poblaciones. Algunos grandes
santos y santas han llevado esperanza y paz a ciudades enteras: pensemos
en san Carlos Borromeo en Milán, en el tiempo de la peste; en la beata
madre Teresa de Calcuta; y en tantos misioneros, cuyos nombres Dios
conoce, que han dado la vida por llevar el anuncio de Cristo y hacer que
florezca entre los hombres la alegría profunda. Mientras los poderosos de
este mundo buscaban conquistar nuevos territorios por intereses políticos
y económicos, los mensajeros de Cristo iban por todas partes con el
objetivo de llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo,
sabiendo que sólo él puede dar la verdadera libertad y la vida eterna.
También hoy la vocación de la Iglesia es la evangelización: tanto de las
poblaciones que todavía no han sido «regadas» por el agua viva del
Evangelio; como de aquellas que, aun teniendo antiguas raíces cristianas,
necesitan linfa nueva para dar nuevos frutos, y redescubrir la belleza y la
alegría de la fe.

NUEVA EVANGELIZACIÓN
20110530. Discurso. Al C.P. para la Nueva Evangelización
Cuando el pasado 28 de junio, en las primeras vísperas de la
solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, anuncié mi voluntad de
instituir un dicasterio para la promoción de la nueva evangelización, daba
un cauce operativo a la reflexión que había llevado a cabo desde hacía
largo tiempo sobre la necesidad de ofrecer una respuesta particular al
momento de crisis de la vida cristiana, que se está verificando en muchos
países, sobre todo de antigua tradición cristiana. Hoy, con este encuentro,
puedo constatar con agrado que el nuevo Consejo pontificio se ha
convertido en una realidad.
El término «nueva evangelización» recuerda la exigencia de una
modalidad renovada de anuncio, sobre todo para aquellos que viven en un
contexto, como el actual, donde los desarrollos de la secularización han
161
dejado graves huellas incluso en países de tradición cristiana. El
Evangelio es el anuncio siempre nuevo de la salvación obrada por Cristo
para hacer a la humanidad partícipe del misterio de Dios y de su vida de
amor y abrirla a un futuro de esperanza fiable y fuerte. Subrayar que en
este momento de la historia la Iglesia está llamada a realizar
una nueva evangelización quiere decir intensificar la acción misionera
para corresponder plenamente al mandato del Señor. El concilio Vaticano
II recordaba que «los grupos en los que vive la Iglesia, con frecuencia y
por diferentes causas, cambian totalmente, de modo que pueden surgir
condiciones completamente nuevas» (decreto Ad gentes, 6). Con mirada
clarividente, los padres conciliares contemplaron en el horizonte el cambio
cultural que hoy es fácilmente verificable. Precisamente esta situación
cambiada, que ha creado una condición inesperada para los creyentes,
requiere una atención particular para el anuncio del Evangelio, a fin de dar
razón de la propia fe en realidades diferentes a las del pasado. La crisis
que se experimenta conlleva los rasgos de la exclusión de Dios de la vida
de las personas, de una indiferencia generalizada respecto a la fe cristiana
misma, hasta el intento de marginarla de la vida pública. En las décadas
pasadas todavía era posible encontrar un sentido cristiano general que
unificaba el sentir común de generaciones enteras, crecidas a la sombra de
la fe que había plasmado la cultura. Hoy, lamentablemente, se asiste al
drama de la fragmentación que ya no permite tener una referencia
unificadora; además, se verifica con frecuencia el fenómeno de personas
que desean pertenecer a la Iglesia, pero que están fuertemente plasmadas
por una visión de la vida en contraste con la fe.
Anunciar a Jesucristo único Salvador del mundo es más complejo
actualmente que en el pasado; pero nuestra tarea permanece igual que en
los albores de nuestra historia. La misión no ha cambiado, así como no
deben cambiar el entusiasmo y la valentía que movieron a los Apóstoles y
a los primeros discípulos. El Espíritu Santo que los impulsó a abrir las
puertas del Cenáculo, constituyéndolos evangelizadores (cf. Hch 2, 1-4),
es el mismo Espíritu que mueve hoy a la Iglesia hacia un renovado
anuncio de esperanza a los hombres de nuestro tiempo. San Agustín
afirma que no se debe pensar que la gracia de la evangelización se
difundió sólo hasta los Apóstoles y que, con ellos, aquella fuente de gracia
se agotó, sino que «esta fuente se manifiesta cuando fluye, no cuando deja
de manar. Y fue así como la gracia a través de los Apóstoles llegó también
a otros, que fueron enviados a anunciar el Evangelio... Es más, ha
continuado llamando hasta estos últimos días a todo el cuerpo de su Hijo
Unigénito, esto es, a su Iglesia extendida por toda la tierra» (Sermón 239,
1). La gracia de la misión necesita siempre nuevos evangelizadores
capaces de acogerla, a fin de que el anuncio salvífico de la Palabra de
Dios no desfallezca en las condiciones mudables de la historia.
Existe una continuidad dinámica entre el anuncio de los primeros
discípulos y el nuestro. En el curso de los siglos la Iglesia jamás ha dejado
de proclamar el misterio salvífico de la muerte y resurrección de
Jesucristo, pero ese mismo anuncio tiene hoy necesidad de un renovado
162
vigor para convencer al hombre contemporáneo, a menudo distraído e
insensible. La nueva evangelización, por esto, deberá encargarse de
encontrar los caminos para hacer más eficaz el anuncio de la salvación, sin
el cual la existencia personal permanece en su contrariedad y carece de lo
esencial. También para quien sigue vinculado a las raíces cristianas, pero
vive la difícil relación con la modernidad, es importante hacer que
comprenda que ser cristiano no es una especie de vestido que se lleva en
privado o en ocasiones particulares, sino que se trata de algo vivo y
totalizante, capaz de asumir todo lo que de bueno existe en la modernidad.
Confío en que, en el trabajo de estos días, tracéis un proyecto capaz de
ayudar a toda la Iglesia y a las distintas Iglesias particulares en el
compromiso de la nueva evangelización; un proyecto en el que la urgencia
de un anuncio renovado se haga cargo de la formación, en especial para
las nuevas generaciones, y se conjugue con la propuesta de signos
concretos adecuados para hacer evidente la respuesta que la Iglesia
pretende ofrecer en este momento peculiar. Si, por un lado, toda la
comunidad está llamada a vigorizar el espíritu misionero para dar el nuevo
anuncio que esperan los hombres de nuestro tiempo, no se podrá olvidar
que el estilo de vida de los creyentes necesita una credibilidad genuina,
tanto más convincente cuanto más dramática es la condición de aquellos a
quienes se dirigen. Por ello queremos hacer nuestras las palabras del
siervo de Dios, el Papa Pablo VI, cuando, a propósito de la nueva
evangelización, afirmó: «Será sobre todo mediante su conducta, mediante
su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un
testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los
bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una
palabra, de santidad» (exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41).

VISITACIÓN DE MARÍA: LA VALENTÍA DE LA FE


20110531. Discurso. Conclusión del mes mariano
Como conclusión del mes de mayo, queremos unir nuestra voz a la voz
de María, en su mismo cántico de alabanza; con ella queremos alabar al
Señor por las maravillas que sigue obrando en la vida de la Iglesia y de
cada uno de nosotros. En particular, ha sido y sigue siendo para todos
motivo de gran alegría y gratitud haber comenzado este mes mariano con
la memorable beatificación de Juan Pablo II. ¡Qué gran don de gracia ha
sido, para toda la Iglesia, la vida de este gran Papa! Su testimonio sigue
iluminando nuestra vida y nos impulsa a ser discípulos auténticos del
Señor, a seguirlo con la valentía de la fe y a amarlo con el mismo
entusiasmo con que él entregó al Señor la propia vida.
Al meditar hoy la Visitación de María, reflexionamos precisamente
sobre esta valentía de la fe. Aquella a quien acoge Isabel en su casa es la
Virgen que «creyó» al anuncio del ángel y respondió con fe aceptando con
valentía el proyecto de Dios para su vida y acogiendo de esta forma en sí
163
misma la Palabra eterna del Altísimo. Como puso de relieve mi beato
predecesor en la encíclica Redemptoris Mater, María pronunció su fiat por
medio de la fe, «se confió a Dios sin reservas y “se consagró totalmente a
sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo”» (n.
13; cf. Lumen gentium, 56). Por ello Isabel, al saludarla, exclama:
«Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se
cumplirá» (Lc 1, 45). María creyó verdaderamente que «para Dios nada
hay imposible» (v. 37) y, firme en esta confianza, se dejó guiar por el
Espíritu Santo en la obediencia diaria a sus designios. ¿Cómo no desear
para nuestra vida el mismo abandono confiado? ¿Cómo podríamos
renunciar a esta bienaventuranza que nace de una relación tan íntima y
profunda con Jesús? Por ello, dirigiéndonos hoy a la «llena de gracia», le
pedimos que obtenga también para nosotros, de la divina Providencia,
poder pronunciar cada día nuestro «sí» a los planes de Dios con la misma
fe humilde y pura con la cual ella pronunció su «sí». Ella que, acogiendo
en sí la Palabra de Dios, se abandonó a él sin reservas, nos guíe a una
respuesta cada vez más generosa e incondicional a sus proyectos, incluso
cuando en ellos estamos llamados a abrazar la cruz.
En este tiempo pascual, mientras invocamos del Resucitado el don de
su Espíritu, encomendamos a la Iglesia y al mundo entero a la intercesión
maternal de la Virgen. María santísima, que en el Cenáculo invocó con los
Apóstoles el Consolador, obtenga para cada bautizado la gracia de una
vida iluminada por el misterio del Dios crucificado y resucitado, el don de
saber acoger cada vez más en la propia vida el señorío de Aquel que con
su resurrección ha vencido a la muerte.

LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA, CLAVE DEL


DESARROLLO
20110604. Discurso. Líderes sociales. Zagreb, Croacia
La dimensión de la universalidad, característica del arte y de la cultura,
es particularmente connatural al Cristianismo y a la Iglesia católica. Cristo
es plenamente hombre, y todo lo que es humano encuentra en Él y en su
Palabra plenitud de vida y significado.
Este espléndido teatro es un lugar simbólico, que manifiesta vuestra
identidad nacional y cultural. Poder encontraros aquí a todos juntos es otro
motivo de alegría del espíritu, porque la Iglesia es un misterio de
comunión y se alegra siempre de la comunión, en la riqueza de la
diversidad. La participación de los representantes de otras Iglesias y
Comunidades cristianas, así como también de la religión judía y
musulmana, contribuye a recordar que la religión no es una realidad
separada de la sociedad, sino un componente suyo connatural, que
164
constantemente evoca la dimensión vertical, la escucha de Dios como
condición para la búsqueda del bien común, de la justicia y de la
reconciliación en la verdad. La religión pone al hombre en relación con
Dios, Creador y Padre de todos, y, por tanto, debe ser un factor de paz. Las
religiones deben purificarse siempre según esta verdadera esencia suya
para corresponder a su genuina misión.
Y aquí quisiera introducir el tema central de mi breve reflexión: el de
la conciencia. Éste atraviesa los diferentes campos en los que ustedes
están comprometidos y es fundamental para una sociedad libre y justa,
tanto en el plano nacional como supranacional. Naturalmente, pienso en
Europa, a la que desde siempre Croacia pertenece en el ámbito histórico-
cultural y a la que está por entrar en el político-institucional. Pues bien,
hay que confirmar y desarrollar las grandes conquistas de la edad
moderna, es decir, el reconocimiento y la garantía de la libertad de
conciencia, de los derechos humanos, de la libertad de la ciencia y, por
tanto, de una sociedad libre, manteniendo abiertas, sin embargo, la
racionalidad y la libertad en su fundamento trascendente, para evitar que
dichas conquistas se autodestruyan, como debemos constatar
lamentablemente en bastantes casos. La calidad de la vida social y civil, la
calidad de la democracia, dependen en buena parte de este punto “crítico”
que es la conciencia, de cómo es comprendida y de cuánto se invierte en
su formación. Si la conciencia, según el pensamiento moderno más en
boga, se reduce al ámbito de lo subjetivo, al que se relegan la religión y la
moral, la crisis de occidente no tiene remedio y Europa está destinada a la
involución. En cambio, si la conciencia vuelve a descubrirse como lugar
de escucha de la verdad y del bien, lugar de la responsabilidad ante Dios y
los hermanos en humanidad, que es la fuerza contra cualquier dictadura,
entonces hay esperanza de futuro.
Agradezco al Profesor Zurak que haya recordado las raíces cristianas
de numerosas instituciones culturales y científicas de este País, como ha
sucedido también en todo el continente europeo. Es necesario recordar
estos orígenes, además, por fidelidad a la verdad histórica, y es importante
saber leer en profundidad dichas raíces, para que puedan dar ánimo
también al hoy. Es decir, es decisivo percibir el dinamismo que hay en un
acontecimiento, como, por ejemplo, el nacimiento de una universidad, o
de un movimiento artístico o de un hospital. Hay que comprender
el porqué y el cómo de lo que ha sucedido, para apreciar en el hoy dicho
dinamismo, que es una realidad espiritual que llega a ser cultural y por
tanto social. Detrás de todo hay hombres y mujeres, personas, conciencias,
movidas por la fuerza de la verdad y del bien. Se han citado algunos hijos
ilustres de esta tierra. Quisiera detenerme en el Padre Ruđer Josip
Bošković, jesuita, nacido en Dubrovnik hace ahora trescientos años, el 18
de mayo de 1711. Él encarna muy bien la buena compenetración entre fe y
ciencia, que se estimulan mutuamente para una búsqueda al mismo tiempo
abierta, diversificada y capaz de síntesis. Su obra cumbre, la Theoria
philosophiae naturalis, publicada en Viena, y después en Venecia a mitad
del siglo XVIII, tiene un subtítulo muy significativo: redacta ad unicam
165
legem virium in natura existentium, es decir, “según la única ley de las
fuerzas existentes en la naturaleza”. En Bošković encontramos el análisis,
el estudio de las múltiples ramas del saber, pero también la pasión por la
unidad. Y esto es típico de la cultura católica. Por eso mismo, la fundación
de una Universidad Católica en Croacia es signo de esperanza. Deseo que
ella contribuya a crear unidad entre los diversos ámbitos de la cultura
contemporánea, los valores y la identidad de vuestro Pueblo, dando
continuidad a la fecunda contribución eclesial a la historia de la noble
Nación croata. Volviendo al Padre Bošković, los expertos dicen que su
teoría de la “continuidad”, válida tanto en la ciencias naturales como en la
geometría, concuerda de forma excelente con alguno de los grandes
descubrimientos de la física contemporánea. ¿Qué podemos decir?
Rindamos homenaje al ilustre croata, pero también al auténtico jesuita;
honremos al cultivador de la verdad que sabe bien lo mucho que ésta lo
supera, pero que, a la luz de la verdad, sabe también emplear a fondo los
recursos de la razón que Dios mismo le ha dado.
Pero, además del elogio, es preciso también valorar el método, la
apertura mental de estos grandes hombres. Volvamos, por tanto, a la
conciencia como clave para el desarrollo cultural y la construcción del
bien común. En la formación de las conciencias, la Iglesia ofrece a la
sociedad su contribución más singular y valiosa. Una contribución que
comienza en la familia y que encuentra un apoyo importante en la
parroquia, donde niños y adolescentes, y también los jóvenes, aprenden a
profundizar en la Sagrada Escritura, que es el “gran código” de la cultura
europea; y aprenden al mismo tiempo el sentido de la comunidad fundada
en el don, no en el interés económico o en la ideología, sino en el amor,
que es “la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada
persona y de toda la humanidad” (Caritas in veritate, 1). Esta lógica de la
gratuidad, aprendida en la infancia y la adolescencia, se vive después en
otros ámbitos, en el juego y el deporte, en las relaciones interpersonales,
en el arte, en el servicio voluntario a los pobres y los que sufren, y una vez
asimilada se puede manifestar en los ámbitos más complejos de la política
y la economía, trabajando por una polis que sea acogedora y hospitalaria y
al mismo tiempo no vacía, no falsamente neutra, sino rica de contenidos
humanos, con una fuerte dimensión ética. Aquí es donde los fieles laicos
están llamados a aprovechar generosamente su formación, guiados por los
principios de la Doctrina social de la Iglesia, en favor de una laicidad
auténtica, de la justicia social, la defensa de la vida y la familia, la libertad
religiosa y de educación.

JÓVENES: ¿QUÉ BUSCÁIS? SIEMPRE ALEGRES EN JESÚS


20110604. Discurso. Vigilia Jóvenes. Zagreb, Croacia
San Pablo –en la lectura que se ha proclamado– nos ha invitado a estar
“siempre alegres en el Señor” (Fil 4, 4). Es una palabra que hace vibrar el
alma, si consideramos que el Apóstol de los Gentiles escribe esta Carta a
los cristianos de Filipos mientras se encontraba en la cárcel, a la espera de
166
ser juzgado. Él está encadenado, pero el anuncio y el testimonio del
Evangelio no pueden ser encarcelados. La experiencia de san Pablo revela
cómo es posible mantener la alegría en nuestro camino, aun en los
momentos oscuros. ¿A qué alegría se refiere? Todos sabemos que en el
corazón de cada uno anida un fuerte deseo de felicidad. Cada acción, cada
decisión, cada intención encierra en sí esta íntima y natural exigencia.
Pero con frecuencia nos damos cuenta de haber puesto la confianza en
realidades que no apagan ese deseo, sino que por el contrario, revelan toda
su precariedad. Y estos momentos es cuando se experimenta la necesidad
de algo que sea “más grande”, que dé sentido a la vida cotidiana.
Queridos amigos, vuestra juventud es un tiempo que el Señor os da
para poder descubrir el significado de la existencia. Es el tiempo de los
grandes horizontes, de los sentimientos vividos con intensidad, y también
de los miedos ante las opciones comprometidas y duraderas, de las
dificultades en el estudio y en el trabajo, de los interrogantes sobre el
misterio del dolor y del sufrimiento. Más aún, este tiempo estupendo de
vuestra vida comporta un anhelo profundo, que no anula todo lo demás,
sino que lo eleva para darle plenitud. En el Evangelio de Juan,
dirigiéndose a sus primeros discípulos, Jesús pregunta: “¿Qué buscáis?”
(Jn 1, 38). Queridos jóvenes, estas palabras, esta pregunta interpela a lo
largo del tiempo y del espacio a todo hombre y mujer que se abre a la vida
y busca el camino justo… Y, esto es lo sorprendente, la voz de Cristo
repite también a vosotros: “¿Qué buscáis?”. Jesús os habla hoy: mediante
el Evangelio y el Espíritu Santo, Él se hace contemporáneo vuestro. Es Él
quien os busca, aun antes de que vosotros lo busquéis. Respetando
plenamente vuestra libertad, se acerca a cada uno de vosotros y se
presenta como la respuesta auténtica y decisiva a ese anhelo que anida en
vuestro ser, al deseo de una vida que vale la pena ser vivida. Dejad que os
tome de la mano. Dejad que entre cada vez más como amigo y compañero
de camino. Ofrecedle vuestra confianza, nunca os desilusionará. Jesús os
hace conocer de cerca el amor de Dios Padre, os hace comprender que
vuestra felicidad se logra en la amistad con Él, en la comunión con Él,
porque hemos sido creados y salvados por amor, y sólo en el amor, que
quiere y busca el bien del otro, experimentamos verdaderamente el
significado de la vida y estamos contentos de vivirla, incluso en las
fatigas, en las pruebas, en las desilusiones, incluso caminando contra
corriente.
Queridos jóvenes, arraigados en Cristo, podréis vivir en plenitud lo
que sois. Como sabéis, he planteado sobre este tema mi mensaje para la
próxima Jornada Mundial de la Juventud, que nos reunirá en agosto en
Madrid, y hacia la cual nos encaminamos. He partido de una incisiva
expresión de san Pablo: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la
fe» (Col 2, 7). Creciendo en la amistad con el Señor, a través de su
Palabra, de la Eucaristía y de la pertenencia a la Iglesia, con la ayuda de
vuestros sacerdotes, podréis testimoniar a todos la alegría de haber
encontrado a Aquél que siempre os acompaña y os llama a vivir en la
confianza y en la esperanza. El Señor Jesús no es un maestro que embauca
167
a sus discípulos: nos dice claramente que el camino con Él requiere
esfuerzo y sacrificio personal, pero que vale la pena. Queridos jóvenes
amigos, no os dejéis desorientar por las promesas atractivas de éxito fácil,
de estilos de vida que privilegian la apariencia en detrimento de la
interioridad. No cedáis a la tentación de poner la confianza absoluta en el
tener, en las cosas materiales, renunciando a descubrir la verdad que va
más allá, como una estrella en lo alto del cielo, donde Cristo quiere
llevaros. Dejaos guiar a las alturas de Dios.
En el tiempo de vuestra juventud, os sostiene el testimonio de tantos
discípulos del Señor que han vivido su tiempo llevando en el corazón la
novedad del Evangelio. Pensad en Francisco y Clara de Asís, en Rosa de
Viterbo, en Teresita del Niño Jesús, en Domingo Savio; tantos jóvenes
santos y santas en la gran comunidad de la Iglesia. Pero aquí, en Croacia,
vosotros y yo pensamos en el Beato Iván Merz. Un joven brillante, metido
de lleno en la vida social, que tras la muerte de la joven Greta, su primer
amor, inicia el camino universitario. Durante los años de la Primera
Guerra Mundial se encuentra frente a la destrucción y la muerte, y todo
eso lo marca y lo forja, haciéndole superar momentos de crisis y de lucha
espiritual. La fe de Iván se refuerza hasta tal punto que se dedica al
estudio de la Liturgia e inicia un intenso apostolado entre los jóvenes.
Descubre la belleza de la fe católica y comprende que la vocación de su
vida es vivir y hacer vivir la amistad con Cristo. De cuántos gestos de
caridad, de bondad que sorprenden y conmueven está lleno su camino.
Muere el 10 de mayo de 1928, con tan sólo treinta y dos años, después de
algunos meses de enfermedad, ofreciendo su vida por la Iglesia y por la
juventud.
Esta vida joven, entregada por amor, lleva el perfume de Cristo, y es
para todos una invitación a no tener miedo de confiarse al Señor, del
mismo modo que lo contemplamos, en modo particular, en la Virgen
María, la Madre de la Iglesia, aquí venerada y amada con el título de
“Majka Božja od Kamenutih vrata” [“Madre de Dios de la Puerta de
Piedra”]. A Ella deseo confiar esta tarde a cada uno de vosotros, para que
os acompañe con su protección y os ayude sobre todo a encontrar al Señor
y, en Él, a encontrar el significado pleno de vuestra existencia. María no
tuvo miedo de entregarse por completo al proyecto de Dios; en Ella vemos
la meta a la que estamos llamados: la plena comunión con el Señor. Toda
nuestra vida es un camino hacía la Unidad y Trinidad de Amor que es
Dios; podemos vivir con la certeza de no ser abandonados nunca.
Queridos jóvenes croatas, os abrazo a todos como a hijos. Os llevo en el
corazón y os dejo mi Bendición. “Estad siempre alegres en el Señor”. Su
alegría, la alegría del verdadero amor, sea vuestra fuerza. Amén.
¡Alabados sean Jesús y María!

FAMILIAS CRISTIANAS, ¡SED VALIENTES!


20110605. Homilía. Familias Católicas. Zagreb, Croacia
168
Hemos celebrado hace poco la Ascensión del Señor, y nos preparamos
para recibir el gran don del Espíritu Santo. Hemos escuchado en la
primera lectura cómo la comunidad apostólica estaba reunida en oración
en el Cenáculo, con María, la madre de Jesús (cf. Hch 1,12-14). Esto es un
retrato de la Iglesia, que hunde sus raíces en el acontecimiento pascual. En
efecto, el Cenáculo es el lugar en el que Jesús instituyó la Eucaristía y el
Sacerdocio, en la Última Cena; y donde, resucitado de entre los muertos,
derramó el Espíritu Santo sobre los Apóstoles la tarde de Pascua
(cf. Jn20,19-23). El Señor había ordenado a sus discípulos «que no se
alejaran de Jerusalén sino “aguardad que se cumpla la promesa del
Padre”» (Hch 1,4); es decir, les había pedido que permanecieran
juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se
reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera del
acontecimiento prometido (cf. Hch 1,14). Permanecer juntos fue la
condición puesta por Jesús para recibir la llegada del Paráclito, y la
oración prolongada fue el presupuesto de su concordia. Encontramos aquí
una formidable lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa
que la eficacia misionera depende principalmente de una atenta
programación y de su sagaz puesta en práctica mediante un compromiso
concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de
cualquier respuesta nuestra es necesaria su iniciativa: su Espíritu es el
verdadero protagonista de la Iglesia, al que se ha de invocar y acoger.
En el Evangelio hemos escuchado la primera parte de la llamada
«oración sacerdotal» de Jesús (cf.Jn 17,1-11a) –como conclusión de su
discurso de despedida– llena de confianza, dulzura y amor. Se llama
«oración sacerdotal» porque en ella Jesús se presenta en la actitud del
sacerdote que intercede por los suyos, en el momento en que está a punto
de dejar este mundo. El pasaje está presidido por el doble tema de
la hora y de la gloria. Se trata de la hora de la muerte (cf. Jn 2,4; 7,30;
8,20), la hora en la que Cristo debe pasar de este mundo al Padre (13,1).
Pero, al mismo tiempo, es también la hora de su glorificación que se
cumple por la cruz, y que el evangelista Juan llama «exaltación», es decir,
ensalzamiento, elevación a la gloria: la hora de la muerte de Jesús, la hora
del amor supremo, es la hora de su gloria más alta. También para la
Iglesia, para cada cristiano, la gloria más alta es aquella Cruz, es vivir la
caridad, don total a Dios y a los demás.
Queridos hermanos y hermanas: He acogido con mucho gusto la
invitación que me han hecho los Obispos de Croacia para visitar este País
con ocasión del primer Encuentro Nacional de las Familias Católicas
croatas. Deseo expresar mi gran aprecio por la atención y el compromiso
por la familia, no sólo porque esta realidad humana fundamental debe
afrontar hoy, en vuestro País como en otros lugares, dificultades y
amenazas, y por tanto necesita ser evangelizada y apoyada de manera
especial, sino también porque las familias cristianas son un medio
decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como
comunión y para su presencia misionera en las más diversas situaciones de
la vida. Conozco la generosidad y la entrega con la que vosotros, queridos
169
Pastores, servís al Señor y a la Iglesia. Vuestro trabajo cotidiano en favor
de la formación en la fe de las nuevas generaciones, así como por la
preparación al matrimonio y por el acompañamiento de las familias, es la
vía fundamental para regenerar siempre nuevamente la Iglesia, y también
para vivificar el tejido social del País. Continuad con disponibilidad este
precioso cometido pastoral.
Es bien sabido que la familia cristiana es un signo especial de la
presencia y del amor de Cristo, y que está llamada a dar una contribución
específica e insustituible a la evangelización. El beato Juan Pablo II, que
visitó este noble País por tres veces, decía que «la familia cristiana está
llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de
manera propia y original, es decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de la
sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y de
amor» (Familiaris consortio, 50). La familia cristiana ha sido siempre la
primera vía de transmisión de la fe, y también hoy tiene grandes
posibilidades para la evangelización en múltiples ámbitos.
Queridos padres, esforzaos siempre en enseñar a rezar a vuestros hijos,
y rezad con ellos; acercarlos a los Sacramentos, especialmente a la
Eucaristía, en este año en que celebráis el sexto centenario del “milagro
eucarístico de Ludbreg”; introducirlos en la vida de la Iglesia; no tengáis
miedo de leer la Sagrada Escritura en la intimidad doméstica, iluminando
la vida familiar con la luz de la fe y alabando a Dios como Padre. Sed
como un pequeño cenáculo, como aquel de María y los discípulos, en el
que se vive la unidad, la comunión, la oración.
Hoy, gracias a Dios, muchas familias cristianas toman conciencia cada
vez más de su vocación misionera, y se comprometen seriamente a dar
testimonio de Cristo, el Señor. Como dijo el beato Juan Pablo II: «Una
auténtica familia, fundada en el matrimonio, es en sí misma una “buena
nueva” para el mundo». Y añadió: «En nuestro tiempo son cada vez más
las familias que colaboran activamente en la evangelización... En la
Iglesia ha llegado la hora de la familia, que es también la hora de la
familia misionera» (Ángelus, 21 octubre 2001). En la sociedad actual es
más que nunca necesaria y urgente la presencia de familias cristianas
ejemplares. Hemos de constatar desafortunadamente cómo, especialmente
en Europa, se difunde una secularización que lleva a la marginación de
Dios de la vida y a una creciente disgregación de la familia. Se absolutiza
una libertad sin compromiso por la verdad, y se cultiva como ideal el
bienestar individual a través del consumo de bienes materiales y
experiencias efímeras, descuidando la calidad de las relaciones con las
personas y los valores humanos más profundos; se reduce el amor a una
emoción sentimental y a la satisfacción de impulsos instintivos, sin
esforzarse por construir vínculos duraderos de pertenencia recíproca y sin
apertura a la vida. Estamos llamados a contrastar dicha mentalidad. Junto
a la palabra de la Iglesia, es muy importante el testimonio y el
compromiso de las familias cristianas, vuestro testimonio concreto,
especialmente para afirmar la intangibilidad de la vida humana desde la
concepción hasta su término natural, el valor único e insustituible de la
170
familia fundada en el matrimonio y la necesidad de medidas legislativas
que apoyen a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos.
Queridas familias, ¡sed valientes! No cedáis a esa mentalidad secularizada
que propone la convivencia como preparatoria, o incluso sustitutiva del
matrimonio. Enseñad con vuestro testimonio de vida que es posible amar,
como Cristo, sin reservas; que no hay que tener miedo a comprometerse
con otra persona. Queridas familias, alegraos por la paternidad y la
maternidad. La apertura a la vida es signo de apertura al futuro, de
confianza en el porvenir, del mismo modo que el respeto de la moral
natural libera a la persona en vez de desolarla. El bien de la familia es
también el bien de la Iglesia. Quisiera reiterar lo que ya he dicho otra vez:
«La edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la
familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva
consigo... Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias,
“pequeñas Iglesias domésticas”» (Discurso en la apertura de la Asamblea
eclesial de la diócesis de Roma, 6 junio 2005). Roguemos al Señor para
que las familias sean cada vez más pequeñas Iglesias y las comunidades
eclesiales sean cada vez más familia.
Queridas familias croatas: que viviendo la comunión de fe y caridad,
seáis testigos de manera cada vez más transparente de la promesa que el
Señor llevado al cielo hace a cada uno de nosotros: «… yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28,20). Queridos
cristianos croatas, sentíos llamados a evangelizar con toda vuestra vida;
escuchad con mucha atención la palabra del Señor: «Id y haced discípulos
a todos los pueblos» (Mt 28,19).

EL BEATO CARDENAL STEPINAC


20110605. Discurso. Sacerdotes y religiosos. Zagreb, Croacia
Doy gracias al Señor en la oración por este encuentro, que me permite
vivir un momento especial de comunión con vosotros, Obispos,
sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, novicios y novicias. Esta
tarde queremos conmemorar con devoción y en oración al beato Alojzije
Stepinac, valeroso Pastor, ejemplo de celo apostólico y firmeza cristiana,
cuya vida heroica ilumina también hoy a los fieles de las diócesis croatas,
sosteniendo así la fe y la vida eclesial. Los méritos de este inolvidable
obispo derivan esencialmente de su fe: él tuvo en su vida la mirada fija
siempre en Jesús, y siempre se configuró con Él, hasta el punto de
convertirse en una viva imagen de Cristo, también en sus padecimientos.
Precisamente por su firme conciencia cristiana, supo resistir a todo
totalitarismo, haciéndose defensor de los judíos, los ortodoxos y todos los
perseguidos en el tiempo de la dictadura nazi y fascista, y después, en el
período del comunismo, «abogado» de sus fieles, especialmente de tantos
sacerdotes perseguidos y asesinados. Sí, llegó a ser «abogado» de Dios en
esta tierra, pues defendió tenazmente la verdad y el derecho del hombre a
vivir con Dios.
171
«Con una única ofrenda [Cristo] ha perfeccionado definitivamente a
los que van siendo santificados» (Hb 10,14). Esta expresión de la Carta a
los Hebreos que antes se ha proclamado, nos invita a considerar la figura
del beato Cardenal Stepinac como la «imagen» de Cristo y de su
Sacrificio. En efecto, el martirio cristiano es la más alta medida de
santidad, pero lo es siempre y sólo gracias a Cristo, por un don suyo,
como respuesta a su oblación que recibimos en la Eucaristía. El Beato
Alojzije Stepinac ha respondido con su sacerdocio, con el episcopado, con
el sacrificio de su vida: un único «sí» unido al de Cristo. Su martirio
indica el culmen de las violencias cometidas contra la Iglesia durante el
terrible periodo de la persecución comunista. Los católicos croatas, y el
clero en particular, fueron objeto de vejaciones y abusos sistemáticos, que
pretendían destruir la Iglesia católica, comenzando por su más alta
Autoridad local. Aquel tiempo especialmente duro se caracterizó por una
generación de obispos, sacerdotes y religiosos dispuestos a morir por no
traicionar a Cristo, a la Iglesia y al Papa. La gente ha visto que los
sacerdotes nunca han perdido la fe, la esperanza, la caridad, y así han
permanecido siempre unidos. Esta unidad explica lo que humanamente es
incomprensible: que un régimen tan duro no haya podido doblegar a la
Iglesia.
También hoy la Iglesia en Croacia está llamada a permanecer unida
para afrontar los desafíos del nuevo contexto social, descubriendo con
osadía misionera nuevas vías de evangelización, especialmente al servicio
de las jóvenes generaciones. Queridos Hermanos en el episcopado,
quisiera animaros, sobre todo a vosotros, en el desarrollo de vuestra
misión. Cuanto más actuéis en fecunda armonía entre vosotros y en
comunión con el Sucesor de Pedro, tanto mejor podréis acometer las
dificultades de nuestra época. Es importante, además, que sobre todo los
Obispos y sacerdotes trabajen siempre al servicio de la reconciliación
entre los cristianos divididos y entre los cristianos y los musulmanes,
siguiendo las huellas de Cristo, que es nuestra paz. No dejéis tampoco de
ofrecer a los sacerdotes claras directrices espirituales, doctrinales y
pastorales. La comunidad eclesial, en efecto, tiene en su seno legítimas
diversidades, pero no puede dar un testimonio fiel del Señor si no es en la
comunión de sus miembros. Esto exige de vosotros el servicio de la
vigilancia, que se ha de ofrecer en el diálogo y con gran amor, pero
también con claridad y firmeza.
Queridos Hermanos, la adhesión a Cristo significa «guardar» su
palabra en toda circunstancia (cf.Jn 14,23). A este respecto, el Beato
Cardenal Stepinac se expresaba así: «Uno de los mayores males de
nuestro tiempo es la mediocridad en las cuestiones de fe. No nos hagamos
ilusiones… O somos católicos o no lo somos. Si lo somos, es preciso que
se manifieste en todos los campos de nuestra vida» (Homilía en la
Solemnidad de san Pedro y san Pablo, 29 junio 1943). La enseñanza moral
de la Iglesia, que hoy frecuentemente no es entendida, no se puede
desvincular del Evangelio. Corresponde precisamente a los Pastores
proponerlo autorizadamente a los fieles, para ayudarlos a valorar sus
172
responsabilidades personales, la armonía entre sus decisiones y las
exigencias de la fe. De este modo, se avanzará en ese «cambio cultural»
necesario para promover una cultura de la vida y una sociedad a medida
del hombre.
Queridos sacerdotes, especialmente vosotros, párrocos, conozco la
importancia y la multiplicidad de vuestras tareas, en una época en la que la
escasez de presbíteros comienza a percibirse seriamente. Os exhorto a no
desalentaros, a permanecer vigilantes en la oración y en la vida espiritual
para cumplir con fruto vuestro ministerio: enseñar, santificar y guiar a los
que están confiados a vuestro cuidado. Acoged con magnanimidad a quien
llama a la puerta de vuestro corazón, ofreciendo a cada uno los dones que
la bondad divina os ha confiado. Perseverad en la comunión con vuestro
Obispo y en la colaboración recíproca. Alimentad vuestro compromiso en
la fuente de la Escritura, los Sacramentos y la constante alabanza a Dios,
abiertos y dóciles a la acción del Espíritu Santo; así seréis operadores
eficaces de la nueva evangelización, que estáis llamados a llevar a cabo
junto con los laicos, de manera coordinada y sin confusión entre lo que
depende del ministerio ordenado y lo que pertenece al sacerdocio
universal de los bautizados. Preocuparos de cuidar las vocaciones al
sacerdocio: esforzaos con vuestro entusiasmo y vuestra fidelidad por
transmitir un vivo deseo de responder generosamente y sin titubeos a
Cristo, que llama a configurarse más íntimamente a Él, Cabeza y Pastor.
A vosotros, jóvenes que os preparáis para el sacerdocio o la vida
consagrada, deseo repetiros que el divino Maestro está actuando
constantemente en el mundo, y dice a cada uno de los que ha elegido:
«Sígueme» (Mt 9,9). Es una llamada que requiere la confirmación
cotidiana de una respuesta de amor. Que vuestro corazón esté siempre
dispuesto. Que el testimonio heroico del Beato Alojzije Stepinac inspire
una renovación de las vocaciones entre los jóvenes croatas. Y vosotros,
queridos Hermanos en el episcopado y en el presbiterado, no dejéis de
ofrecer a los jóvenes de los seminarios y los noviciados una formación
equilibrada, que los prepare para un ministerio bien insertado en la
sociedad de nuestro tiempo, gracias a la profundidad de su vida espiritual
y a la seriedad de sus estudios.
Querida Iglesia en Croacia, asume con humildad y valentía la tarea de
ser la conciencia moral de la sociedad, «sal de la tierra» y «luz del
mundo» (cf. Mt 5,13-14). Sé siempre fiel a Cristo y al mensaje del
Evangelio, en una sociedad que trata de relativizar y secularizar todos los
ámbitos de la vida. Sé la morada de la alegría en la fe y en la esperanza.

LA FIDELIDAD DE LOS CÓNYUGES, PRIMERA EDUCACIÓN


20110608. Audiencia general. Viaje a Croacia
En nuestros días, mientras por desgracia se constata la multiplicación
de las separaciones y de los divorcios, la fidelidad de los cónyuges se ha
173
convertido por sí misma en un testimonio significativo del amor de Cristo,
que permite vivir el matrimonio por lo que es, es decir, la unión de un
hombre y de una mujer que, con la gracia de Cristo, se aman, y se ayudan
durante toda la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la
enfermedad. La primera educación en la fe consiste precisamente en el
testimonio de esta fidelidad al pacto conyugal; de ella los hijos aprenden
sin palabras que Dios es amor fiel, paciente, respetuoso y generoso. La fe
en el Dios que es Amor se transmite ante todo con el testimonio de
fidelidad al amor conyugal, que se traduce naturalmente en amor a los
hijos, fruto de esta unión. Pero esta fidelidad no es posible sin la gracia de
Dios, sin el apoyo de la fe y del Espíritu Santo. Por eso la Virgen María no
cesa de interceder ante su Hijo, para que —como en las bodas de Caná—
renueve continuamente a los cónyuges el don del «vino bueno», es decir,
de su Gracia, que permite vivir en «una sola carne» en las distintas edades
y situaciones de la vida.
En este contexto de gran atención a la familia, se insertó muy bien la
Vigilia con los jóvenes… Fue muy bello y conmovedor escuchar a estos
jóvenes cantar con alegría y entusiasmo, y después, en el momento de
escuchar y de orar, recogerse en profundo silencio. Les repetí la pregunta
que Jesús hizo a sus primeros discípulos: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38), pero
les dije que Dios los busca a ellos primero y más de lo que ellos lo buscan
a él. Esta es la alegría de la fe: descubrir que Dios nos ama primero. Es un
descubrimiento que nos mantiene siempre discípulos y, por tanto, siempre
jóvenes en espíritu. Este misterio, durante la Vigilia, se vivió en la oración
de adoración eucarística: en el silencio, en nuestro estar «juntos en
Cristo», encontró su plenitud. Así mi invitación a seguir a Jesús fue un eco
de la Palabra que él mismo dirigía al corazón de los jóvenes.

TÉCNICA Y NATURALEZA: EL HOMBRE ES LO PRIMERO


20110609. Discurso. A seis nuevos embajadores
El primer semestre de este año se ha caracterizado por innumerables
tragedias que han afectado a la naturaleza, a la técnica y a los pueblos. La
magnitud de esas catástrofes nos interpela. El hombre es lo primero,
conviene recordarlo. El hombre, a quien Dios ha encomendado la buena
gestión de la naturaleza, no puede ser dominado por la técnica, quedando
sujeto a ella. Esta toma de conciencia debe llevar a los Estados a
reflexionar juntos sobre el futuro del planeta a corto plazo, ante sus
responsabilidades respecto de nuestra vida y de las tecnologías. La
ecología humana es una necesidad imperativa. Adoptar en toda
circunstancia un modo de vivir respetuoso del medio ambiente y apoyar la
investigación y la explotación de energías adecuadas que salvaguarden el
patrimonio de la creación y no impliquen peligro para el hombre, deben
ser prioridades políticas y económicas. En este sentido, resulta necesario
revisar en su totalidad nuestra actitud ante la naturaleza. Esta no es sólo un
espacio explotable o para disfrutar. Es el lugar en donde nace el hombre,
su «casa», de algún modo. Es esencial para nosotros. El cambio de
174
mentalidad en este ámbito, más aún, las obligaciones que conlleva, debe
permitir llegar rápidamente a un arte de vivir juntos que respete la alianza
entre el hombre y la naturaleza, sin la cual la familia humana corre el
peligro de desaparecer. Es preciso, por consiguiente, hacer una reflexión
seria y proponer soluciones precisas y sostenibles. Todos los gobernantes
deben comprometerse a proteger la naturaleza y ayudarla a desempeñar su
papel esencial para la supervivencia de la humanidad. Las Naciones
Unidas me parecen el marco natural para esa reflexión, que no deberá
quedar ofuscada por intereses políticos y económicos ciegamente
partidistas, para así privilegiar la solidaridad por encima de los intereses
particulares.
Conviene, asimismo, preguntarse sobre el papel correcto que debe
desempeñar la técnica. Los prodigios que es capaz de realizar van
acompañados por desastres sociales y ecológicos. Ampliando el aspecto
relacional del trabajo al planeta, la técnica imprime a la globalización un
ritmo particularmente acelerado. Ahora bien, el fundamento del
dinamismo del progreso corresponde al hombre que trabaja y no a la
técnica, que no es más que una creación humana. Apostar todo por ella o
creer que es el agente exclusivo del progreso o de la felicidad conlleva
reducir al hombre al nivel de las cosas, lo cual desemboca en la ceguera y
en la infelicidad cuando este le atribuye y le delega poderes que ella no
tiene. Basta constatar los «daños» del progreso y los peligros que una
técnica omnipotente, y en definitiva no controlada, hace que corra la
humanidad. La técnica que domina al hombre lo priva de su humanidad.
El orgullo que genera ha hecho surgir en nuestras sociedades un
economismo intratable y cierto hedonismo, que determina los
comportamientos de modo subjetivo y egoísta. El debilitamiento del
primado de lo humano conlleva un desvarío existencial y una pérdida del
sentido de la vida. De hecho, la visión del hombre y de las cosas sin
referencia a la trascendencia desarraiga al hombre de la tierra y, más
fundamentalmente, empobrece su identidad misma. Así pues, urge llegar a
conjugar la técnica con una fuerte dimensión ética, pues la capacidad que
tiene el hombre de transformar y, en cierto sentido, de crear el mundo por
medio de su trabajo, se realiza siempre a partir del primer don original de
las cosas hecho por Dios (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, 37). La
técnica debe ayudar a la naturaleza a abrirse, según la voluntad del
Creador. Trabajando de este modo, el investigador y el científico se
adhieren al plan de Dios, que ha querido que el hombre sea el culmen y el
gestor de la creación. Las soluciones basadas en este fundamento
protegerán la vida del hombre y su vulnerabilidad, así como los derechos
de las generaciones actuales y futuras. Y la humanidad podrá seguir
beneficiándose de los progresos que el hombre, por medio de su
inteligencia, logra realizar.
Conscientes del peligro que corre la humanidad ante una técnica vista
como una «respuesta» más eficaz que el voluntarismo político o el
paciente esfuerzo educativo para civilizar las costumbres, los Gobiernos
deben promover un humanismo que respete la dimensión espiritual y
175
religiosa del hombre. De hecho, la dignidad de la persona humana no
cambia con el fluctuar de las opiniones. Respetar su aspiración a la justicia
y a la paz permite la construcción de una sociedad que se promueve a sí
misma cuando sostiene a la familia o cuando rechaza, por ejemplo, el
primado exclusivo de las finanzas. Un país vive de la plenitud de la vida
de los ciudadanos que lo componen, siendo consciente cada uno de sus
propias responsabilidades y pudiendo hacer valer sus propias
convicciones. Además, la aspiración natural hacia la verdad y hacia el bien
es fuente de un dinamismo que genera la voluntad de colaborar para
realizar el bien común. Así, la vida social puede enriquecerse
constantemente integrando la diversidad cultural y religiosa al compartir
valores, fuente de fraternidad y de comunión. Debiendo considerar la vida
en sociedad ante todo como una realidad de orden espiritual, los
responsables políticos tienen la misión de guiar a los pueblos hacia la
armonía humana y la sabiduría tan anheladas, que deben culminar en la
libertad religiosa, rostro auténtico de la paz.

PENTECOSTÉS: EL SOPLO DE JESÚS QUE ANIMA LA


IGLESIA
20110612. Homilía. Pentecostés
Celebramos hoy la gran solemnidad de Pentecostés. Aunque, en cierto
sentido, todas las solemnidades litúrgicas de la Iglesia son grandes, esta de
Pentecostés lo es de una manera singular, porque marca, llegado al
quincuagésimo día, el cumplimiento del acontecimiento de la Pascua, de
la muerte y resurrección del Señor Jesús, a través del don del Espíritu del
Resucitado. Para Pentecostés nos ha preparado en los días pasados la
Iglesia con su oración, con la invocación repetida e intensa a Dios para
obtener una renovada efusión del Espíritu Santo sobre nosotros. La Iglesia
ha revivido así lo que aconteció en sus orígenes, cuando los Apóstoles,
reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, «perseveraban unánimes en la
oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus
hermanos» (Hch 1, 14). Estaban reunidos en humilde y confiada espera de
que se cumpliese la promesa del Padre que Jesús les había comunicado:
«Seréis bautizados con Espíritu Santo, dentro de no muchos días...
Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros»
(Hch 1, 5.8).
En la liturgia de Pentecostés, a la narración de los Hechos de los
Apóstoles sobre el nacimiento de la Iglesia (cf. Hch 2, 1-11) corresponde
el salmo 103 que hemos escuchado: una alabanza de toda la creación, que
exalta al Espíritu Creador que lo hizo todo con sabiduría: «¡Cuántas son
tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría! La tierra está llena de
tus criaturas... ¡Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras!»
(Sal 103, 24.31). Lo que quiere decirnos la Iglesia es esto: el Espíritu
creador de todas las cosas y el Espíritu Santo que Cristo hizo descender
desde el Padre sobre la comunidad de los discípulos son uno y el mismo:
creación y redención se pertenecen mutuamente y constituyen, en el
176
fondo, un único misterio de amor y de salvación. El Espíritu Santo es ante
todo Espíritu Creador y por tanto Pentecostés es también fiesta de la
creación. Para nosotros, los cristianos, el mundo es fruto de un acto de
amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que él se alegra porque es
«algo bueno», «algo muy bueno», como nos recuerda el relato de la
Creación (cf. Gn 1, 1-31). Por eso Dios no es el totalmente Otro,
innombrable y oscuro. Dios se revela, tiene un rostro. Dios es razón, Dios
es voluntad, Dios es amor, Dios es belleza. Así pues, la fe en el Espíritu
Creador y la fe en el Espíritu que Cristo resucitado dio a los Apóstoles y
nos da a cada uno de nosotros están inseparablemente unidas.
La segunda lectura y el Evangelio de hoy nos muestran esta conexión.
El Espíritu Santo es Aquel que nos hace reconocer en Cristo al Señor, y
nos hace pronunciar la profesión de fe de la Iglesia: «Jesús es el Señor»
(cf. 1 Co 12, 3b). Señor es el título atribuido a Dios en el Antiguo
Testamento, título que en la lectura de la Biblia tomaba el lugar de su
nombre impronunciable. El Credo de la Iglesia no es sino el desarrollo de
lo que se dice con esta sencilla afirmación: «Jesús es Señor». De esta
profesión de fe san Pablo nos dice que se trata precisamente de la palabra
y de la obra del Espíritu. Si queremos estar en el Espíritu Santo, debemos
adherirnos a este Credo. Haciéndolo nuestro, aceptándolo como nuestra
palabra, accedemos a la obra del Espíritu Santo. La expresión «Jesús es
Señor» se puede leer en los dos sentidos. Significa: Jesús es Dios y, al
mismo tiempo, Dios es Jesús. El Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad:
Jesús tiene dignidad divina, y Dios tiene el rostro humano de Jesús. Dios
se muestra en Jesús, y con ello nos da la verdad sobre nosotros mismos.
Dejarse iluminar en lo más profundo por esta palabra es el acontecimiento
de Pentecostés. Al rezar el Credo entramos en el misterio del primer
Pentecostés: del desconcierto de Babel, de aquellas voces que resuenan
una contra otra, y produce una transformación radical: la multiplicidad se
hace unidad multiforme, por el poder unificador de la Verdad crece la
comprensión. En el Credo, que nos une desde todos los lugares de la
Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante
el Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aun en la diversidad de las
lenguas, a través de la fe, la esperanza y el amor.
El pasaje evangélico nos ofrece, después, una imagen maravillosa para
aclarar la conexión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre: el Espíritu
Santo se presenta como el soplo de Jesucristo resucitado (cf. Jn 20, 22). El
evangelista san Juan retoma aquí una imagen del relato de la creación,
donde se dice que Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida
(cf. Gn 2, 7). El soplo de Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra
alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y
de este modo nos acoge en la familia de Dios. Con el Bautismo y la
Confirmación se nos hace este don de modo específico, y con los
sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite continuamente: el
Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los sacramentos,
cada uno a su manera, comunican al hombre la vida divina, gracias al
Espíritu Santo que actúa en ellos.
177
En la liturgia de hoy vemos también una conexión ulterior. El Espíritu
Santo es Creador, es al mismo tiempo Espíritu de Jesucristo, pero de modo
que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo y único Dios. Y a la
luz de la primera lectura podemos añadir: el Espíritu Santo anima a la
Iglesia. Esta no procede de la voluntad humana, de la reflexión, de la
habilidad del hombre o de su capacidad organizativa, pues, si fuese así, ya
se habría extinguido desde hace mucho tiempo, como sucede con todo lo
humano. La Iglesia, en cambio, es el Cuerpo de Cristo, animado por el
Espíritu Santo. Las imágenes del viento y del fuego, usadas por san Lucas
para representar la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 2-3), recuerdan el
Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había
concedido su alianza; «la montaña del Sinaí humeaba —se lee en el libro
del Éxodo—, porque el Señor había descendido sobre ella en medio del
fuego» (19, 18). De hecho, Israel festejó el quincuagésimo día después de
la Pascua, después de la conmemoración de la huída de Egipto, como la
fiesta del Sinaí, la fiesta del Pacto. Cuando san Lucas habla de lenguas de
fuego para representar al Espíritu Santo, se recuerda ese antiguo Pacto,
establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí. Así el
acontecimiento de Pentecostés se representa como un nuevo Sinaí, como
el don de un nuevo Pacto en el que la alianza con Israel se extiende a
todos los pueblos de la Tierra, en el que caen todas las barreras de la
antigua Ley y aparece su corazón más santo e inmutable, es decir, el amor,
que precisamente el Espíritu Santo comunica y difunde, el amor que lo
abraza todo. Al mismo tiempo la Ley se dilata, se abre, aun volviéndose
más sencilla: es el nuevo Pacto, que el Espíritu «escribe» en el corazón de
cuantos creen en Cristo. San Lucas representa la extensión del Pacto a
todos los pueblos de la tierra a través de una lista de poblaciones
considerable para aquella época (cf. Hch 2, 9-11). Con esto se nos dice
algo muy importante: que la Iglesia es católica desde el primer momento,
que su universalidad no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades
diversas. De hecho, desde el primer instante, el Espíritu Santo la creó
como Iglesia de todos los pueblos; abraza al mundo entero, supera todas
las fronteras de raza, clase, nación; abate todas las barreras y une a los
hombres en la profesión del Dios uno y trino. Desde el principio la Iglesia
es una, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal
debe ser reconocida. Es santa no gracias a la capacidad de sus miembros,
sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica
siempre.
Por último, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión:
«Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 20). Estas
palabras son profundamente humanas. El Amigo perdido está presente de
nuevo, y quien antes estaba turbado se alegra. Pero dicen mucho más.
Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche
de la muerte; ¡y él la ha atravesado! Él no es uno cualquiera, sino que es el
Amigo y al mismo tiempo Aquel que es la Verdad que da vida a los
hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la alegría misma,
don del Espíritu Santo. Sí, es hermoso vivir porque soy amado, y es la
178
Verdad la que me ama. Se alegraron los discípulos al ver al Señor. Hoy, en
Pentecostés, esta expresión está destinada también a nosotros, porque en la
fe podemos verlo; en la fe viene a nosotros, y también a nosotros nos
enseña las manos y el costado, y nosotros nos alegramos. Por ello
queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y
tendremos el don más bello: tu alegría. Amén.

PENTECOSTÉS FUE EL “BAUTISMO” DE LA IGLESIA


20110612. Regina caeli
La solemnidad de Pentecostés, que hoy celebramos, concluye el
tiempo litúrgico de Pascua. En efecto, el Misterio pascual —la pasión,
muerte y resurrección de Cristo y su ascensión al Cielo— encuentra su
cumplimiento en la poderosa efusión del Espíritu Santo sobre los
Apóstoles reunidos junto con María, la Madre del Señor, y los demás
discípulos. Fue el «bautismo» de la Iglesia, bautismo en el Espíritu Santo
(cf. Hch 1, 5). Como narran los Hechos de los Apóstoles, en la mañana de
la fiesta de Pentecostés, un estruendo como de viento llenó el Cenáculo, y
sobre cada uno de los discípulos se posaron lenguas como de fuego
(cf. Hch 2, 2-3). San Gregorio Magno comenta: «Hoy el Espíritu Santo
descendió con sonido repentino sobre los discípulos y cambió las mentes
de seres carnales dentro de su amor, y mientras aparecían en el exterior
lenguas de fuego, en el interior los corazones se volvieron llameantes,
pues, acogiendo a Dios en la visión del fuego, ardieron suavemente de
amor» (XXX, 1: CCL 141, 256). La voz de Dios diviniza el lenguaje
humano de los Apóstoles, los cuales se volvieron capaces de proclamar de
modo «polifónico» el único Verbo divino. El soplo del Espíritu Santo llena
el universo, genera la fe, arrastra a la verdad, prepara la unidad entre los
pueblos. «Al oírse este ruido acudió la multitud y quedaron
desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua» de
las «maravillas de Dios» (Hch 2, 6.11).
El beato Antonio Rosmini explica que «en el día del Pentecostés de los
cristianos Dios promulgó... su ley de caridad, escribiéndola por medio del
Espíritu Santo no sobre tablas de piedra, sino en el corazón de los
Apóstoles, y comunicándola después a toda la Iglesia por medio de los
Apóstoles» (Catechismo disposto secondo l'ordine delle idee., n. 737,
Turín 1863). El Espíritu Santo, «Señor y dador de vida» —como rezamos
en el Credo—, está unido al Padre por el Hijo y completa la revelación de
la Santísima Trinidad. Proviene de Dios como soplo de su boca y tiene el
poder de santificar, abolir las divisiones y disolver la confusión debida al
pecado. Incorpóreo e inmaterial, otorga los bienes divinos, sostiene a los
seres vivos, para que actúen en conformidad con el bien. Como Luz
inteligible da significado a la oración, da vigor a la misión evangelizadora,
hace arder los corazones de quien escucha el alegre mensaje, inspira el
arte cristiano y la melodía litúrgica.
Queridos amigos, el Espíritu Santo, que crea en nosotros la fe en el
momento de nuestro Bautismo, nos permite vivir como hijos de Dios,
179
conscientes y convencidos, según la imagen del Hijo Unigénito. También
el poder de perdonar los pecados es don del Espíritu Santo; de hecho, al
aparecerse a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló su aliento sobre
ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados» (Jn 20, 23). A la Virgen María, templo del
Espíritu Santo, encomendamos la Iglesia, para que viva siempre de
Jesucristo, de su Palabra, de sus mandamientos, y bajo la acción perenne
del Espíritu Paráclito anuncie a todos que «¡Jesús es Señor!» (1 Co 12, 3).

LA FE NO SE DEBE PRESUPONER, SINO PROPONER


20110613. Asamblea eclesial de Roma. Letrán
El tema de esta nueva etapa de evaluación pastoral, «La alegría de
engendrar la fe en la Iglesia de Roma - La iniciación cristiana», guarda
relación con el camino ya recorrido. De hecho, desde hace ya varios años
nuestra diócesis está comprometida en la reflexión sobre la transmisión de
la fe. Recuerdo que, precisamente en esta basílica, en una intervención
durante el Sínodo romano, cité unas palabras que me había escrito en una
breve carta Hans Urs von Balthasar: «La fe no se debe presuponer, sino
proponer». Así es. De por sí, la fe no se conserva en el mundo, no se
transmite automáticamente al corazón del hombre, sino que debe ser
anunciada siempre. Para que sea eficaz, el anuncio de la fe, a su vez, debe
partir de un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora
a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo. Así sucedió desde el inicio,
como nos recuerda el episodio bíblico escogido para iluminar esta
evaluación pastoral. Está tomado del capítulo segundo de los Hechos de
los Apóstoles, en el que san Lucas, inmediatamente después de narrar el
acontecimiento de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, refiere el
primer discurso que san Pedro dirigió a todos. La profesión de fe puesta al
final del discurso —«Al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios
lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2, 36)— es el gozoso anuncio que
la Iglesia no deja de repetir desde hace siglos a cada hombre.
Ante ese anuncio todos «se conmovieron profundamente» —leemos en
los Hechos de los Apóstoles (2, 37)—. Esta reacción fue causada
ciertamente por la gracia de Dios: todos comprendieron que esa
proclamación realizaba las promesas y provocaba en cada uno el deseo de
conversión y del perdón de sus pecados. Las palabras de Pedro no se
limitaban al simple anuncio de hechos, sino que mostraban su significado,
poniendo la vida de Jesús en relación con las promesas de Dios, con las
expectativas de Israel y, por tanto, con las de todo hombre. La gente de
Jerusalén comprendió que la resurrección de Jesús era capaz y es capaz de
iluminar la existencia humana. De hecho, de este acontecimiento nació
una nueva comprensión de la dignidad del hombre y de su destino eterno,
de la relación entre el hombre y la mujer, del significado último del dolor,
del compromiso en la construcción de la sociedad. La respuesta de la fe
nace cuando el hombre descubre, por gracia de Dios, que creer significa
encontrar la verdadera vida, la «vida en plenitud». Uno de los grandes
180
Padres de la Iglesia, san Hilario de Poitiers, escribió que se hizo creyente
cuando comprendió, al escuchar el Evangelio, que para alcanzar una vida
verdaderamente feliz no bastaban ni las posesiones ni el tranquilo goce de
los bienes, y que había algo más importante y precioso: el conocimiento
de la verdad y la plenitud del amor dados por Cristo (cf. De Trinitate 1, 2).
Queridos amigos, la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que llevar al
mundo esta gozosa noticia: que Jesús es el Señor, Aquel en el que se han
hecho carne la cercanía y el amor de Dios por cada hombre y cada mujer y
por toda la humanidad. Este anuncio debe resonar de nuevo en las
regiones de antigua tradición cristiana. El beato Juan Pablo II habló de la
necesidad de una nueva evangelización dirigida a quienes, a pesar de que
ya han escuchado hablar de la fe, ya no aprecian, ya no conocen la belleza
del cristianismo, más aún, en ocasiones lo consideran incluso un obstáculo
para alcanzar la felicidad. Por eso, deseo repetir hoy lo que les dije a los
jóvenes en la Jornada mundial de la juventud en Colonia: «La felicidad
que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre,
un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía» (Discurso
durante la fiesta de Acogida de los jóvenes en Colonia: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 4).
Si los hombres se olvidan de Dios es también porque con frecuencia se
reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita, cuando no se
niega, su divinidad. Esta manera de pensar impide captar la novedad
radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre,
entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre, tenemos
sólo ideas humanas de Dios. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte
del corazón mismo del Evangelio! Que crezca, por tanto, el compromiso
por una renovada etapa de evangelización, que no es sólo tarea de algunos,
sino de todos los miembros de la Iglesia. La evangelización nos permite
conocer que Dios está cerca, que Dios se ha revelado. En esta hora de la
historia, ¿no es quizá esta la misión que el Señor nos encomienda:
anunciar la novedad del Evangelio, como Pedro y Pablo cuando llegaron a
nuestra ciudad? ¿No debemos también nosotros hoy mostrar la belleza y la
racionalidad de la fe, llevar la luz de Dios al hombre de nuestro tiempo,
con valentía, con convicción, con alegría? Hay muchas personas que
todavía no han encontrado al Señor: hay que ofrecerles una atención
pastoral especial. Junto a los niños y los muchachos de familias cristianas
que piden recorrer los itinerarios de la iniciación cristiana, hay adultos que
no han recibido el Bautismo, o que se han alejado de la fe y de la Iglesia.
Es una atención pastoral hoy más urgente que nunca, que nos pide
comprometernos con confianza, sostenidos por la certeza de que la gracia
de Dios actúa siempre, también hoy, en el corazón del hombre. Yo mismo
tengo la alegría de bautizar cada año, durante la Vigilia pascual, a algunos
jóvenes y adultos e incorporarlos en el Cuerpo de Cristo, en la comunión
con el Señor, y así en la comunión con el amor de Dios.
Pero, ¿quién es el mensajero de este alegre anuncio? Seguramente lo
es todo bautizado. Sobre todo los padres, quienes tienen la tarea de pedir
el Bautismo para sus hijos. ¡Qué grande es este don que la liturgia llama
181
«puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la
nueva humanidad!» (Prefacio del Bautismo). Todos los papás y las mamás
están llamados a cooperar con Dios en la transmisión del don inestimable
de la vida, pero también a darles a conocer a Aquel que es la Vida, y la
vida no se transmite realmente si no se conoce también el fundamento y la
fuente perenne de la vida. Queridos padres, la Iglesia, como madre
solícita, quiere sosteneros en esta tarea vuestra fundamental. Desde
pequeños, los niños tienen necesidad de Dios, porque el hombre desde el
comienzo tiene necesidad de Dios, y tienen la capacidad de percibir su
grandeza; saben apreciar el valor de la oración, de hablar con Dios, y de
los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal.
Acompañadlos, por tanto, en la fe, en este conocimiento de Dios, en esta
amistad con Dios, en este conocimiento de la distinción entre el bien y el
mal. Acompañadlos en la fe desde su más tierna edad.
Y, ¿cómo cultivar la semilla de la vida eterna a medida que el niño va
creciendo? San Cipriano nos recuerda: «Nadie puede tener a Dios por
Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre». Por ello, no decimos Padre mío,
sino Padre nuestro, porque sólo en el «nosotros» de la Iglesia, de los
hermanos y hermanas, somos hijos. Desde siempre la comunidad cristiana
ha acompañado la formación de los niños y de los muchachos,
ayudándoles no sólo a comprender con la inteligencia las verdades de la
fe, sino también a vivir experiencias de oración, de caridad y de
fraternidad. La palabra de la fe corre el riesgo de quedarse muda si no
encuentra una comunidad que la ponga en práctica, haciéndola viva y
atrayente, como experiencia de la realidad de la verdadera vida. Todavía
hoy los oratorios, los campamentos de verano, las pequeñas y grandes
experiencias de servicio son una valiosa ayuda para los adolescentes que
recorren el camino de la iniciación cristiana a fin de madurar un
compromiso de vida coherente. Aliento, por tanto, a recorrer este camino
que permite descubrir el Evangelio no como una utopía, sino como la
forma plena y real de la existencia. Todo esto debe proponerse en
particular a quienes se preparan para recibir el sacramento de la
Confirmación a fin de que el don del Espíritu Santo confirme la alegría de
haber sido engendrados hijos de Dios. Os invito, por tanto, a dedicaros
con pasión al redescubrimiento de este sacramento, para que quien ya está
bautizado pueda recibir como don de Dios el sello de la fe y se convierta
plenamente en testigo de Cristo.
Para que todo esto sea eficaz y dé fruto es necesario que el
conocimiento de Jesús crezca y se prolongue más allá de la celebración de
los sacramentos. Esta es la tarea de la catequesis, como recordaba el beato
Juan Pablo II: «La peculiaridad de la catequesis, distinta del anuncio
primero del Evangelio que ha suscitado la conversión, persigue el doble
objetivo de hacer madurar la fe inicial y de educar al verdadero discípulo
por medio de un conocimiento más profundo y sistemático de la persona y
del mensaje de nuestro Señor Jesucristo» (Catechesi tradendae, 19). La
catequesis es acción eclesial y, por tanto, es necesario que los catequistas
enseñen y testimonien la fe de la Iglesia y no su propia interpretación.
182
Precisamente por este motivo se realizó el Catecismo de la Iglesia
católica, que esta tarde os vuelvo a entregar idealmente a todos vosotros
para que la Iglesia de Roma pueda comprometerse con renovada alegría
en la educación de la fe. La estructura delCatecismo deriva de la
experiencia del catecumenado de la Iglesia de los primeros siglos y retoma
los elementos fundamentales que hacen de una persona un cristiano: la fe,
los sacramentos, los mandamientos, el Padre nuestro.
Para todo ello es necesario educar en el silencio y la interioridad.
Confío que en las parroquias de Roma los itinerarios de iniciación
cristiana eduquen en la oración, para que esta impregne la vida y ayude a
encontrar la Verdad que habita en nuestro corazón, y la encontramos
realmente en el diálogo personal con Dios. La fidelidad a la fe de la
Iglesia, además, debe conjugarse con una «creatividad catequética» que
tenga en cuenta el contexto, la cultura y la edad de los destinatarios. El
patrimonio de historia y de arte que custodia Roma es un camino ulterior
para acercar a las personas a la fe: Roma nos habla mucho de la realidad
de la fe. Invito a todos a recurrir en la catequesis a este «camino de la
belleza», que lleva a Aquel que es, según san Agustín, la Belleza tan
antigua y siempre nueva.
Queridos hermanos y hermanas, deseo daros las gracias por vuestro
generoso y valioso servicio en esta fascinante obra de evangelización y de
catequesis. ¡No tengáis miedo de comprometeros por el Evangelio! A
pesar de las dificultades que encontráis para conciliar las exigencias
familiares y laborales con las de las comunidades en las que desempeñáis
vuestra misión, confiad siempre en la ayuda de la Virgen María, Estrella
de la evangelización.

LA SANTÍSIMA TRINIDAD, REALIDAD DE AMOR


20110619. Homilía. Trinidad. Visita a San Marino-Montefeltro
Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre e Hijo y
Espíritu Santo, fiesta de Dios, del centro de nuestra fe. Cuando se piensa
en la Trinidad, por lo general viene a la mente el aspecto del misterio: son
tres y son uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su
grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo,
él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al
Padre y al Espíritu Santo. La liturgia de hoy, en cambio, llama nuestra
atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor
contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la
fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad
que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe
todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de
este amor recíproco del Padre y del Hijo. Los textos de la santa misa de
hoy hablan de Dios y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre
el misterio de las tres Personas, cuanto sobre el amor que constituye su
esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.
183
El primer pasaje que hemos escuchado está tomado del Libro del
Éxodo —sobre él reflexioné en una reciente catequesis del miércoles— y
es sorprendente que la revelación del amor de Dios tenga lugar después de
un gravísimo pecado del pueblo. Recién concluido el pacto de alianza en
el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad. La ausencia de Moisés se
prolonga y el pueblo dice: «¿Dónde está ese Moisés? ¿Dónde está su
Dios?», y pide a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible,
manipulable, al alcance del hombre, en vez de este misterioso Dios
invisible, lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Al bajar
del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza,
que ya está rota, dos piedras sobre las que estaban escritas las «Diez
Palabras», el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido,
la amistad ya rota inmediatamente, desde el inicio. Sin embargo, no
obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por intercesión de
Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para
recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés
pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no
muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas
palabras: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y
rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Este es el rostro de Dios. Esta
auto-definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que
vence al pecado, lo cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de
esta bondad que no nos abandona. No puede hacernos revelación más
clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que
quiere manifestar su amor de una manera aún más profunda y
sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la
posibilidad de la conversión y del perdón.
El Evangelio completa esta revelación, que escuchamos en la primera
lectura, porque indica hasta qué punto Dios ha mostrado su misericordia.
El evangelista san Juan refiere esta expresión de Jesús: «Tanto amó Dios
al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna» (3, 16). En el mundo reina el mal, el
egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para
destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En
cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su
pecado, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo lo
envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por
nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los
pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el
Hijo dio su propia vida por nosotros: en la cruz el amor misericordioso de
Dios alcanza el culmen. Y es en la cruz donde el Hijo de Dios nos obtiene
la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del
Espíritu Santo. Así, en el misterio de la cruz están presentes las tres
Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación
del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el
Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que
184
viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra
existencia, para que esté animada por el amor divino.
Queridos hermanos y hermanas, la fe en el Dios uno y trino ha
caracterizado, en el curso de su historia antigua y gloriosa, también a esta
Iglesia de San Marino-Montefeltro. La evangelización de esta tierra se
atribuye a los santos canteros Marino y León, los cuales a mediados del
siglo III después de Cristo habrían desembarcado en Rímini procedentes
de la Dalmacia. Por su santidad de vida fueron consagrados, uno sacerdote
y el otro diácono, por el obispo Gaudencio, el cual los envió tierra adentro,
uno al monte Féretro, que después tomó el nombre de San León, y el otro
al monte Titán, que después tomó el nombre de San Marino. Más allá de
las cuestiones históricas —que no nos corresponde profundizar— interesa
afirmar que Marino y León trajeron, en el contexto de esta realidad local,
junto con la fe en el Dios revelado en Jesucristo, perspectivas y valores
nuevos, determinando el nacimiento de una cultura y de una civilización
centradas en la persona humana, imagen de Dios y, por eso, portadora de
derechos anteriores a toda legislación humana. La variedad de las diversas
etnias —romanos, godos y luego longobardos— que entraban en contacto
entre sí, algunas veces incluso de modo conflictivo, encontraron en la
común referencia a la fe un factor poderoso de edificación ética, cultural,
social y, de algún modo, política. Era evidente a sus ojos que no podía
considerarse realizado un proyecto de civilización hasta que todos los
componentes del pueblo no se hubieran convertido en una comunidad
cristiana viva, bien estructurada y edificada sobre la fe en el Dios uno y
trino. Con razón, pues, se puede decir que la riqueza de este pueblo,
vuestra riqueza, queridos sanmarinenses, ha sido y es la fe, y que esta fe
ha creado una civilización verdaderamente única. Además de la fe, es
necesario recordar la absoluta fidelidad al Obispo de Roma, al que esta
Iglesia siempre ha mirado con devoción y afecto; así como la atención
demostrada hacia la gran tradición de la Iglesia oriental y la profunda
devoción a la Virgen María.
Vosotros, con razón, os sentís orgullosos y agradecidos por lo que el
Espíritu Santo ha obrado a lo largo de los siglos en vuestra Iglesia. Pero
también sabéis que el mejor modo de apreciar una herencia es cultivarla y
enriquecerla. En realidad estáis llamados a desarrollar este precioso
depósito en uno de los momentos más decisivos de la historia. Hoy,
vuestra misión tiene que afrontar profundas y rápidas transformaciones
culturales, sociales, económicas y políticas, que han determinado nuevas
orientaciones y han modificado mentalidades, costumbres y
sensibilidades. De hecho, aquí, como en otros lugares, tampoco faltan
dificultades y obstáculos, sobre todo debidos a modelos hedonísticos que
ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado
la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su
poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de
manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. Así, también
en estas tierras, se ha comenzado a sustituir la fe y los valores cristianos
con presuntas riquezas, que se revelan, al final, inconsistentes e incapaces
185
de sostener la gran promesa de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello y de
lo justo que durante siglos vuestros antepasados identificaron con la
experiencia de la fe. Y no conviene olvidar la crisis de no pocas familias,
agravada por la generalizada fragilidad psicológica y espiritual de los
cónyuges, así como la dificultad que experimentan muchos educadores
para obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por
múltiples precariedades, la primera de las cuales es el papel social y la
posibilidad de encontrar un trabajo.
Queridos amigos, conozco bien el empeño de todos los componentes
de esta Iglesia particular para promover la vida cristiana en sus diversos
aspectos. Exhorto a todos los fieles a ser como fermento en el mundo,
mostrándose, tanto en Montefeltro como en San Marino, cristianos
presentes, emprendedores y coherentes. Que los sacerdotes, los religiosos
y las religiosas vivan siempre en la más cordial y efectiva comunión
eclesial, ayudando y escuchando al pastor diocesano. También entre
vosotros se advierte la urgencia de una recuperación de las vocaciones
sacerdotales y de especial consagración: hago un llamamiento a las
familias y a los jóvenes, para que abran su alma a una pronta respuesta a la
llamada del Señor. ¡Nunca nos arrepentiremos de ser generosos con Dios!
A vosotros, laicos, os recomiendo que os comprometáis activamente en la
comunidad, de modo que, junto a vuestras peculiares obligaciones cívicas,
políticas, sociales y culturales, podáis encontrar tiempo y disponibilidad
para la vida de la fe, para la vida pastoral. Queridos sanmarinenses,
permaneced firmemente fieles al patrimonio construido a lo largo de los
siglos por impulso de vuestros grandes patronos, Marino y León. Invoco
la bendición de Dios sobre vuestro camino de hoy y de mañana, y a todos
os encomiendo «a la gracia de nuestro Señor Jesucristo, al amor de Dios y
a la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13, 13). Amén.

JÓVENES: ¿CÓMO VIVIR? ¿POR QUÉ VIVIR?


20110619. Discurso. Jóvenes San Marino
Nuestro encuentro aquí, en Pennabilli, ante esta catedral, corazón de la
diócesis, y en esta plaza, nos remite con el pensamiento a los numerosos y
diversos encuentros de Jesús que nos narran los Evangelios. Hoy quiero
recordar el célebre episodio en que el Señor se hallaba en camino y uno —
un joven— le salió al encuentro y, arrodillándose, le planteó esta pregunta:
«Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Mc 10,
17). Nosotros tal vez hoy no lo expresaríamos así, pero el sentido de la
pregunta es precisamente: ¿qué debo hacer, cómo debo vivir para vivir
realmente, para encontrar la vida? Así pues, dentro de esta pregunta
podemos ver encerrada la amplia y variada experiencia humana que se
abre a la búsqueda del significado, del sentido profundo de la vida: ¿cómo
vivir?, ¿por qué vivir? De hecho, la «vida eterna», a la que se refiere ese
joven del Evangelio, no indica solamente la vida después de la muerte, no
quiere saber sólo cómo llegar al cielo. Quiere saber: ¿cómo debo vivir
ahora para tener ya la vida que puede ser luego también eterna? Por tanto,
186
en esta pregunta el joven manifiesta la exigencia de que la existencia
diaria encuentre sentido, plenitud, verdad. El hombre no puede vivir sin
esta búsqueda de la verdad sobre sí mismo —quién soy yo, para qué debo
vivir—, una verdad que impulse a abrir el horizonte y a ir más allá de lo
que es material, no para huir de la realidad, sino para vivirla de una forma
aún más verdadera, más rica de sentido y de esperanza, y no sólo en la
superficialidad. Creo que esta es también vuestra experiencia —y lo he
visto y escuchado en las palabras de vuestro amigo—. Los grandes
interrogantes que llevamos en nuestro interior permanecen siempre,
renacen siempre: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿para quién
vivimos? Y estas preguntas son el signo más alto de la trascendencia del
ser humano y de la capacidad que tenemos de no quedarnos en la
superficie de las cosas. Y es precisamente mirándonos a nosotros mismos
con verdad, con sinceridad y con valentía como intuimos la belleza, pero
también la precariedad de la vida y sentimos una insatisfacción, una
inquietud que ninguna realidad concreta logra colmar. Con frecuencia, al
final todas las promesas se muestran insuficientes.
Queridos amigos, os invito a tomar conciencia de esta sana y positiva
inquietud; a no tener miedo de plantearos las preguntas fundamentales
sobre el sentido y sobre el valor de la vida. No os quedéis en las respuestas
parciales, inmediatas, ciertamente más fáciles en un primer momento y
más cómodas, que pueden dar algunos ratos de felicidad, de exaltación, de
embriaguez, pero que no os llevan a la verdadera alegría de vivir, la que
nace de quien construye —como dice Jesús— no sobre arena, sino sobre
sólida roca. Así pues, aprended a reflexionar, a leer de modo no
superficial, sino en profundidad, vuestra experiencia humana:
descubriréis, con asombro y con alegría, que vuestro corazón es una
ventana abierta al infinito. Esta es la grandeza del hombre y también su
dificultad. Una de las falsas ilusiones producidas en el curso de la historia
ha sido la de pensar que el progreso técnico-científico, de modo absoluto,
podría dar respuestas y soluciones a todos los problemas de la humanidad.
Y vemos que no es así. En realidad, aunque eso hubiera sido posible, nada
ni nadie habría podido eliminar los interrogantes más profundos sobre el
significado de la vida y de la muerte, sobre el significado del sufrimiento,
de todo, porque estos interrogantes están inscritos en el alma humana, en
nuestro corazón, y rebasan el ámbito de las necesidades. El hombre,
incluso en la era del progreso científico y tecnológico —que nos ha dado
tanto— sigue siendo un ser que desea más, más que la comodidad y el
bienestar; sigue siendo un ser abierto a toda la verdad de su existencia, que
no puede quedarse en las cosas materiales, sino que se abre a un horizonte
mucho más amplio. Todo esto vosotros lo experimentáis continuamente
cada vez que os preguntáis ¿por qué? Cuando contempláis un ocaso, o
cuando una música mueve vuestro corazón y vuestra mente; cuando
experimentáis lo que quiere decir amar de verdad; cuando sentís
fuertemente el sentido de la justicia y de la verdad, y cuando sentís
también la falta de justicia, de verdad y de felicidad.
187
Queridos jóvenes, la experiencia humana es una realidad que nos aúna
a todos, pero a la que se le pueden dar diversos niveles de significado. Y
es aquí donde se decide de qué modo orientar la propia vida y se elige a
quién confiarla, en quién confiar. Siempre existe el peligro de quedar
aprisionados en el mundo de las cosas, de lo inmediato, de lo relativo, de
lo útil, perdiendo la sensibilidad por lo que se refiere a nuestra dimensión
espiritual. No se trata, de ninguna manera, de despreciar el uso de la razón
o de rechazar el progreso científico; todo lo contrario. Se trata más bien de
comprender que cada uno de nosotros no está hecho sólo de una
dimensión «horizontal», sino que comprende también la dimensión
«vertical». Los datos científicos y los instrumentos tecnológicos no
pueden sustituir al mundo de la vida, a los horizontes de significado y de
libertad, o a la riqueza de las relaciones de amistad y de amor.
Queridos jóvenes, precisamente en la apertura a la verdad integral de
nosotros mismos y del mundo descubrimos la iniciativa de Dios con
respecto a nosotros. Él sale al encuentro de cada hombre y le da a conocer
el misterio de su amor. En el Señor Jesús, que murió y resucitó por
nosotros y nos dio el Espíritu Santo, somos incluso partícipes de la vida
misma de Dios, pertenecemos a la familia de Dios. En él, en Cristo, podéis
encontrar las respuestas a los interrogantes que acompañan vuestro
camino, no de modo superficial, fácil, sino caminando con Jesús, viviendo
con Jesús. El encuentro con Cristo no se limita a la adhesión a una
doctrina, a una filosofía, sino que lo que él os propone es compartir su
misma vida y así aprender a vivir, aprender lo que es el hombre, lo que
soy yo. A aquel joven que le preguntó qué debía hacer para entrar en la
vida eterna, es decir, para vivir de verdad, Jesús le responde invitándolo a
renunciar a sus bienes y añade: «¡Ven y sígueme!» (Mc 10, 21). La
palabra de Cristo muestra que vuestra vida encuentra significado en el
misterio de Dios, que es Amor: un Amor exigente, profundo, que va más
allá de la superficialidad. ¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios
cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando
llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos
la certeza de nuestra esperanza! Cristo mismo, que bajó a las
profundidades de la muerte y resucitó, es la esperanza en persona, es la
Palabra definitiva pronunciada en nuestra historia, es una palabra positiva.
No temáis afrontar las situaciones difíciles, los momentos de crisis, las
pruebas de la vida, porque ¡el Señor os acompaña, está con vosotros! Os
animo a crecer en la amistad con él a través de la lectura frecuente del
Evangelio y de toda la Sagrada Escritura, la participación fiel en la
Eucaristía como encuentro personal con Cristo, el compromiso dentro de
la comunidad eclesial, el camino con un buen director espiritual.
Transformados por el Espíritu Santo, podréis experimentar la auténtica
libertad, que es tal cuando está orientada al bien. De este modo vuestra
vida, animada por una búsqueda continua del rostro del Señor y por la
voluntad sincera de entregaros vosotros mismos, será para muchos
coetáneos vuestros un signo, una llamada elocuente a hacer que el deseo
de plenitud que todos tenemos se realice finalmente en el encuentro con el
188
Señor Jesús. ¡Dejad que el misterio de Cristo ilumine toda vuestra
persona! Entonces podréis llevar a los distintos ambientes la novedad que
puede cambiar las relaciones, las instituciones, las estructuras, para
construir un mundo más justo y solidario, animado por la búsqueda del
bien común. ¡No cedáis a lógicas individualistas y egoístas! Que os
conforte el testimonio de tantos jóvenes que han alcanzado la meta de la
santidad: pensad en santa Teresa del Niño Jesús, en santo Domingo Savio,
en santa María Goretti, en el beato Pier Giorgio Frassati, en el beato
Alberto Marvelli —originario de esta tierra— y en tantos otros, para
nosotros desconocidos, pero que vivieron su tiempo en la luz y en la
fuerza del Evangelio, y encontraron la respuesta a cómo vivir, a qué debo
hacer para vivir.
Al concluir este encuentro, quiero encomendaros a cada uno de
vosotros a la Virgen María, Madre de la Iglesia. Como ella, pronunciad y
renovad vuestro «sí» y alabad siempre al Señor con vuestra vida, porque
él os da palabras de vida eterna. ¡Ánimo!, por tanto, queridos jóvenes y
queridas jóvenes, en vuestro camino de fe y de vida cristiana; también yo
estoy cerca de vosotros y os acompaño con mi bendición.

CORPUS: EN LA EUCARISTÍA DIOS TRANSFORMA EL


MUNDO
20110623. Homilía. Letrán. Corpus Christi
La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la
misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución
de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el
misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino
derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio
se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios, y el
Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y
de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de
nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la
intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el
amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos.
En la misa in Caena Domini del pasado Jueves Santo puse de relieve que
en la Eucaristía tiene lugar la conversión de los dones de esta tierra —el
pan y el vino—, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta
forma la transformación del mundo. Esta tarde quiero retomar esta
consideración.
Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última
Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así,
con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual
se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el
nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente
esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y
en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo,
donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo
189
resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es
alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su
«oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que
transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica.
Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada
en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él
sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de
esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.
Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que
la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que
usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la
dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y
muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de
comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en
comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que
se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta
nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo
escuchamos hace un momento, en la segunda lectura, de las palabras del
apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la
bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el
pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es
uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos
comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).
San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión
eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la
cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me
mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí»
(Confesiones VII, 10, 18). Por eso, mientras que el alimento corporal es
asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de
la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo
asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como
Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta
transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la
comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este
encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona
de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este
modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los
demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos,
sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona
que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena
relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo.
De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la
presencia social de la Iglesia, como lo testimonian los grandes santos
sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce
a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene
hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel;
y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor
190
de todos aquellos que padecen necesidad. Del don de amor de Cristo
proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la
construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en
nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más
dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta
unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se
dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos
contra todos. El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia
humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses
ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de
los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo
cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos
constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el
amor, es el camino de la verdadera justicia.
Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en
ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros;
esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que
sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él
acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la
muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un
acto de donación. Esta es la transformación que necesita el mundo, porque
lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos.
Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo
camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay
nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a
través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para
dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de
Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y
el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la
Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los
que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma,
asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos
capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica
de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van
madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al
que tendemos, según el designio de Dios.
Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías
ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la
Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos
simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios,
encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la
muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y
una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el
mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde,
mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros
nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado,
que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los
191
tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que
sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche.
«Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos,
defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos». Amén.

CORPUS: SIN LA EUCARISTÍA LA IGLESIA NO EXISTIRÍA


20110626. Ángelus
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra el Corpus Christi, la fiesta
de la Eucaristía, el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, que él
instituyó en la Última Cena y que constituye el tesoro más precioso de la
Iglesia. La Eucaristía es como el corazón palpitante que da vida a todo el
cuerpo místico de la Iglesia: un organismo social basado en el vínculo
espiritual pero concreto con Cristo. Como afirma el apóstol san Pablo:
«Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo
cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 17). Sin la
Eucaristía la Iglesia sencillamente no existiría. La Eucaristía es, de hecho,
la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión, capaz de
llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo, que convierte
el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, transforma también en
miembros del cuerpo de Cristo a cuantos lo reciben con fe, de forma que
la Iglesia es realmente sacramento de unidad de los hombres con Dios y
entre sí.
En una cultura cada vez más individualista, como lo es la cultura en la
que estamos inmersos en las sociedades occidentales, y que tiende a
difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de
«antídoto», que actúa en la mente y en el corazón de los creyentes y que
siembra continuamente en ellos la lógica de la comunión, del servicio, del
compartir, es decir, la lógica del Evangelio. Los primeros cristianos, en
Jerusalén, eran un signo evidente de este nuevo estilo de vida, porque
vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que nadie fuese
indigente (cf.Hch 2, 42-47). ¿De qué derivaba todo esto? De la Eucaristía,
es decir, de Cristo resucitado, realmente presente en medio de sus
discípulos y operante con la fuerza del Espíritu Santo. Y también en las
generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesar de los
límites y los errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza
de comunión. Pensemos especialmente en los periodos más difíciles, de
prueba: en lo que significó, por ejemplo, para los países sometidos a
regímenes totalitarios, la posibilidad de congregarse en la misa dominical.
Como decían los antiguos mártires de Abitinia: «Sine Dominico non
possumus», sin el «Dominicum», es decir, sin la Eucaristía dominical no
podemos vivir. Pero el vacío producido por la falsa libertad puede ser
también muy peligroso, y entonces la comunión con el Cuerpo de Cristo
es medicina de la inteligencia y de la voluntad, para volver a encontrar el
gusto de la verdad y del bien común.
Queridos amigos, invoquemos a la Virgen María, a quien mi
predecesor, el beato Juan Pablo II, definió «Mujer eucarística» (Ecclesia
192
de Eucharistia, 53-58). Que en su escuela también nuestra vida llegue a ser
plenamente «eucarística», abierta a Dios y a los demás, capaz de
transformar el mal en bien con la fuerza del amor, orientada a favorecer la
unidad, la comunión y la fraternidad.

SACERDOCIO: YA NO OS LLAMO SIERVOS, SINO AMIGOS


20110629. Homilía. Pedro y Pablo. LX aniversario sacerdotal
«Non iam dicam servos, sed amicos» - «Ya no os llamo siervos, sino
amigos» (cf. Jn 15,15). Sesenta años después de mi Ordenación
sacerdotal, siento todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús,
que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco
débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la
ceremonia de Ordenación. Según las normas litúrgicas de aquel tiempo,
esta aclamación significaba entonces conferir explícitamente a los nuevos
sacerdotes el mandato de perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino
amigos»: yo sabía y sentía que, en ese momento, esta no era sólo una
palabra «ceremonial», y era también algo más que una cita de la Sagrada
Escritura. Era bien consciente: en este momento, Él mismo, el Señor, me
la dice a mí de manera totalmente personal. En el Bautismo y la
Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos había acogido en la
familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo
más. Él me llama amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los que se
había dirigido en el Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo
particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular. Me otorga la
facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios,
puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere
que yo –por mandato suyo– pronuncie con su «Yo» unas palabras que no
son únicamente palabras, sino acción que produce un cambio en lo más
profundo del ser. Sé que tras estas palabras está su Pasión por nuestra
causa y por nosotros. Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha
descendido hasta el fondo oscuro y sucio de nuestro pecado. Ha bajado
hasta la noche de nuestra culpa que, sólo así, puede ser transformada. Y,
mediante el mandato de perdonar, me permite asomarme al abismo del
hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los hombres, que me
deja intuir la magnitud de su amor. Él se fía de mí: «Ya no siervos, sino
amigos». Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me
considera capaz de anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de
llevarla a los hombres de hoy. Él se abandona a mí. «Ya no sois siervos,
sino amigos»: esta es una afirmación que produce una gran alegría interior
y que, al mismo tiempo, por su grandeza, puede hacernos estremecer a
través de las décadas, con tantas experiencias de nuestra propia debilidad
y de su inagotable bondad.
«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el
programa entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la
amistad? Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo, decían los
antiguos. La amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El
193
Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y los
míos me conocen» (cf. Jn 10,14). El Pastor llama a los suyos por su
nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser
anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera
totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece
sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor;
que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración,
en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él
me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no
es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa
que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su
voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me
doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se
une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la
mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de
pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él
da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a
conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad.
Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros.
Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.
Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del
discurso sobre la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea
que encomienda a los discípulos: «Os he elegido y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). El primer
cometido que da a los discípulos, a los amigos, es el de ponerse en
camino –os he destinado para que vayáis-, de salir de sí mismos y de ir
hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las palabras que el
Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye su
Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos...» (cf. Mt 28,19s). El Señor
nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar el
Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo
se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios
ha salido de sí, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su
luz y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando
la pereza de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo
pueda entrar en el mundo.
Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad
fruto, un fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál
es el fruto que permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que
luego se hace el vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para
que una buena uva madure, se necesita sol, pero también lluvia, el día y la
noche. Para que madure un vino de calidad, hay que prensar la uva, se
requiere la paciencia de la fermentación, los atentos cuidados que sirven a
los procesos de maduración. Un vino de clase no solamente se caracteriza
por su dulzura, sino también por la riqueza de los matices, la variedad de
aromas que se han desarrollado en los procesos de maduración y
fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen de la vida humana, y
194
particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la
lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y
también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la
mirada atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las
dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices.
En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y
nos sostiene siempre de nuevo.
Ahora, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el
que espera el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el
verdadero fruto que permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no
olvidemos que, en el Antiguo Testamento, el vino que se espera de la uva
selecta es sobre todo imagen de la justicia, que se desarrolla en una
existencia vivida según la ley de Dios. Y no digamos que esta es una
visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue siendo siempre
verdadera. El auténtico contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios
y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente algo dulce.
Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración
de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad de
Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo
nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un
fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia,
requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente
de este modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor,
del verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en
camino, sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí
el signo de la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si
tendéis hacia Dios, tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H
Ev 1,6,6: PL 76, 1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes,
hemos de tener presente íntimamente cada día.
Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado con la memoria
íntima sobre los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora de
pensar en lo que es propio de este momento.
A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de
los grandes Apóstoles, les será impuesto ahora el palio. ¿Qué significa?
Nos puede recordar ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone
sobre los hombros (cf. Mt 11,29s). El yugo de Cristo es idéntico a su
amistad. Es un yugo de amistad y, por tanto, un «yugo suave», pero
precisamente por eso es también un yugo que exige y que plasma. Es el
yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y amor. Así, es
también para nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en la
amistad con Cristo y de estar a disposición de los demás, de cuidar de
ellos como Pastores. Con esto hemos llegado a un nuevo significado del
palio: está tejido con la lana de corderos que son bendecidos en la fiesta de
santa Inés. Nos recuerda de este modo al Pastor que se ha convertido Él
mismo en cordero por amor nuestro. Nos recuerda a Cristo que se ha
encaminado por las montañas y los desiertos en los que su cordero, la
humanidad, se había extraviado. Nos recuerda a Él, que ha tomado el
195
cordero, la humanidad –a mí– sobre sus hombros, para llevarme de nuevo
a casa. De este modo, nos recuerda que, como Pastores a su servicio,
también nosotros hemos de llevar a los otros, cargándolos, por así decir,
sobre nuestros hombros y llevarlos a Cristo. Nos recuerda que podemos
ser Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre suyo, y no se
convierte en el nuestro. Por fin, el palio significa muy concretamente
también la comunión de los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus
sucesores; significa que tenemos que ser Pastores para la unidad y en la
unidad, y que sólo en la unidad de la cual Pedro es símbolo, guiamos
realmente hacia Cristo.
Sesenta años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he
extendido demasiado en los detalles. Pero en esta hora me he sentido
impulsado a mirar a lo que ha caracterizado estas décadas. Me he sentido
impulsado a deciros –a todos los sacerdotes y Obispos, así como también
a los fieles de la Iglesia– una palabra de esperanza y ánimo; una palabra,
madurada en la experiencia, sobre el hecho de que el Señor es bueno.
Pero, sobre todo, éste es un momento de gratitud: gratitud al Señor por la
amistad que me ha ofrecido y que quiere ofrecer a todos nosotros. Gratitud
a las personas que me han formado y acompañado. Y en todo ello se
esconde la petición de que un día el Señor, en su bondad, nos acoja y nos
haga contemplar su alegría. Amén.

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO


20110629. Ángelus
Perdonad el largo retraso. La misa en honor de los santos Pedro y
Pablo ha sido larga y hermosa. Y hemos meditado también en ese hermoso
himno de la Iglesia de Roma que comienza con las palabras: «O Roma
felix!». Hoy en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, patronos de
esta ciudad, cantamos así: «Dichosa Roma, porque fuiste empurpurada por
la preciosa sangre de estos grandes príncipes. No para tu alabanza, sino
por sus méritos ¡superas toda belleza!». Como cantan los himnos de la
tradición oriental, los dos grandes Apóstoles son las «alas» del
conocimiento de Dios, que han recorrido la tierra hasta sus confines y han
subido al cielo; son también las «manos» del Evangelio de la gracia, los
«pies» de la verdad del anuncio, los «ríos» de la sabiduría, los «brazos» de
la cruz (cf. MHN t. 5, 1899, p. 385). El testimonio de amor y de fidelidad
de los santos Pedro y Pablo ilumina a los pastores de la Iglesia, para llevar
a los hombres a la verdad, formándolos en la fe en Cristo. San Pedro, en
particular, representa la unidad del colegio apostólico. Por este motivo,
durante la liturgia celebrada esta mañana en la basílica vaticana, impuse a
41 arzobispos metropolitanos el palio, que manifiesta la comunión con el
Obispo de Roma en la misión de guiar al pueblo de Dios a la salvación.
Escribe san Ireneo, obispo de Lyon, en el siglo II, que en la Iglesia de
Roma, «propter potentiorem principalitatem» [por su peculiar
principalidad], deben converger todas las demás Iglesias, es decir, los
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fieles que están en todas partes, porque en ella se ha custodiado siempre la
tradición que viene de los Apóstoles (Adversus haereses, III, 3, 2).
Es la fe profesada por Pedro la que constituye el fundamento de la
Iglesia: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo», dice el Evangelio de san
Mateo (16, 16). El primado de Pedro es una predilección divina, como lo
es también la vocación sacerdotal: «porque eso no te lo ha revelado ni la
carne ni la sangre, —dice Jesús— sino mi Padre que está en los cielos»
(Mt 16, 17). Así sucede a quien decide responder a la llamada de Dios con
la totalidad de la propia vida. Lo recuerdo de buen grado en este día, en el
que se cumple el sexagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal.
Gracias por vuestra presencia, por vuestras oraciones. Os doy las gracias a
todos vosotros, pero sobre todo doy gracias al Señor por su llamada y por
el ministerio que me ha confiado, y expreso mi agradecimiento a todos los
que en esta circunstancia me han manifestado su cercanía y sostienen mi
misión con la oración, que de todas las comunidades eclesiales sube
incesantemente hacia Dios (cf. Hch 12, 5), traduciéndose en adoración a
Cristo Eucaristía para acrecentar la fuerza y la libertad de anunciar el
Evangelio. Invoquemos con confianza a la Virgen María, Reina de los
Apóstoles, para que todo bautizado se convierta cada vez más en una
«piedra viva» que construya el reino de Dios.

¿QUÉ ES DE VERDAD LA TEOLOGÍA?


20110630. Discurso. Entrega del premio Ratzinger
La entrega del premio puede brindar la ocasión para reflexionar por un
momento en la cuestión fundamental de qué es de verdad la «teología». La
teología es ciencia de la fe, nos dice la tradición. Pero aquí surge
inmediatamente la pregunta: realmente, ¿es posible esto?, o ¿no es en sí
una contradicción? ¿Acaso ciencia no es lo contrario de fe? ¿No cesa la fe
de ser fe cuando se convierte en ciencia? Y ¿no cesa la ciencia de ser
ciencia cuando se ordena o incluso se subordina a la fe? Estas cuestiones,
que constituían un serio problema ya para la teología medieval, con el
concepto moderno de ciencia se han vuelto aún más apremiantes, a
primera vista incluso sin solución. Así se comprende por qué, en la edad
moderna, la teología en amplios sectores se ha retirado primariamente al
campo de la historia, con el fin de demostrar aquí su seria cientificidad. Es
preciso reconocer, con gratitud, que de ese modo se han realizado obras
grandiosas, y el mensaje cristiano ha recibido nueva luz, capaz de hacer
visible su íntima riqueza. Sin embargo, si la teología se retira totalmente al
pasado, deja hoy a la fe en la oscuridad. En una segunda fase se ha
concentrado en la praxis, para mostrar cómo la teología, en unión con la
psicología y la sociología, es una ciencia útil que da indicaciones
concretas para la vida. También esto es importante, pero si el fundamento
de la teología, la fe, no se transforma simultáneamente en objeto del
pensamiento, si la praxis se refiere sólo a sí misma, o vive únicamente de
los préstamos de las ciencias humanas, entonces la praxis queda vacía y
privada de fundamento.
197
Estos caminos, por tanto, no bastan. Por más útiles e importantes que
sean, se convierten en subterfugios, si queda sin respuesta la verdadera
pregunta: ¿es verdad aquello en lo que creemos, o no? En la teología está
en juego la cuestión sobre la verdad, la cual es su fundamento último y
esencial. Una expresión de Tertuliano puede ayudarnos a dar un paso
adelante; él escribe: «Cristo no dijo: “Yo soy la costumbre”, sino “Yo soy
la verdad”» — non consuetudo sed veritas (Virg.1, 1). Christian Gnilka ha
mostrado que el concepto consuetudo puede significar las religiones
paganas que, según su naturaleza, no eran fe, sino que eran «costumbre»:
se hace lo que se ha hecho siempre; se observan las formas cultuales
tradicionales y así se espera estar en la justa relación con el ámbito
misterioso de lo divino. El aspecto revolucionario del cristianismo en la
antigüedad fue precisamente la ruptura con la «costumbre» por amor a la
verdad. Tertuliano habla aquí sobre todo apoyándose en el Evangelio de
san Juan, en el que se encuentra también la otra interpretación
fundamental de la fe cristiana, que se expresa en la designación de Cristo
como Logos. Si Cristo es el Logos, la verdad, el hombre debe
corresponder a él con su propio logos, con su razón. Para llegar hasta
Cristo, debe estar en el camino de la verdad. Debe abrirse al Logos, a la
Razón creadora, de la que deriva su misma razón y a la que esta lo remite.
De aquí se comprende que la fe cristiana, por su misma naturaleza, debe
suscitar la teología; debía interrogarse sobre la racionabilidad de la fe,
aunque naturalmente el concepto de razón y el de ciencia abarcan muchas
dimensiones, y así la naturaleza concreta del nexo entre fe y razón debía y
debe ser sondeada siempre de nuevo.
Así pues, aunque el nexo fundamental entre Logos, verdad y fe, se
presente claro en el cristianismo, la forma concreta de ese nexo ha
suscitado y suscita siempre nuevas preguntas. Es evidente que en este
momento esa pregunta, que ha interesado e interesará a todas las
generaciones, no puede tratarse detalladamente, ni siquiera en grandes
líneas. Yo sólo quiero proponer una pequeñísima nota. San Buenaventura,
en el prólogo a su Comentario a las Sentencias habla de un doble uso de la
razón, de un uso que es inconciliable con la naturaleza de la fe y de otro
que, en cambio, pertenece propiamente a la naturaleza de la fe. Existe —
así se dice— la violentia rationis, el despotismo de la razón, que se
constituye en juez supremo y último de todo. Este tipo de uso de la razón
ciertamente es imposible en el ámbito de la fe. ¿Qué entiende con ello san
Buenaventura? Una expresión del Salmo 95, 9 puede mostrarnos de qué se
trata. Aquí dice Dios a su pueblo: «En el desierto… vuestros padres me
pusieron a prueba y me tentaron aunque habían visto mis obras». Aquí se
alude a un doble encuentro con Dios: ellos «habían visto». Pero esto a
ellos no les basta. Ponen «a prueba» a Dios. Quieren someterlo al
experimento. Por decirlo así, Dios es sometido a un interrogatorio y debe
someterse a un procedimiento de prueba experimental. Esta modalidad de
uso de la razón, en la edad moderna, alcanzó el culmen de su desarrollo en
el ámbito de las ciencias naturales. La razón experimental se presenta hoy
ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo
198
que no se puede verificar o falsificar científicamente cae fuera del ámbito
científico. Con este planteamiento, como sabemos, se han realizado obras
grandiosas. Que ese planteamiento es justo y necesario en el ámbito del
conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, nadie querrá seriamente
ponerlo en duda. Pero existe un límite a ese uso de la razón: Dios no es un
objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta sólo en
la relación de persona a persona: eso forma parte de la esencia de la
persona.
En esta perspectiva san Buenaventura alude a un segundo uso de la
razón, que vale para el ámbito de lo «personal», para las grandes
cuestiones del hecho mismo de ser hombres. El amor quiere conocer
mejor a aquel a quien ama. El amor, el amor verdadero, no hace ciegos,
sino videntes. De él forma parte precisamente la sed de conocimiento, de
un verdadero conocimiento del otro. Por eso, los Padres de la Iglesia
encontraron los precursores y predecesores del cristianismo —fuera del
mundo de la revelación de Israel— no en el ámbito de la religión
consuetudinaria, sino en los hombres que buscaban a Dios, que buscaban
la verdad, en los «filósofos»: en personas que estaban sedientas de la
verdad y por tanto se encontraban en camino hacia Dios. Cuando no hay
este uso de la razón, entonces las grandes cuestiones de la humanidad caen
fuera del ámbito de la razón y desembocan en la irracionalidad. Por eso es
tan importante una auténtica teología. La fe recta orienta a la razón a
abrirse a lo divino, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda
conocer a Dios más de cerca. La iniciativa para este camino pertenece a
Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su Rostro.
Por consiguiente, forman parte de la teología, por un lado, la humildad
que se deja «tocar» por Dios; y, por otro, la disciplina que va unida al
orden de la razón, preserva el amor de la ceguera y ayuda a desarrollar su
fuerza visual.
Soy muy consciente de que con todo esto no se ha dado una respuesta
a la cuestión sobre la posibilidad y la tarea de la recta teología, sino que
sólo se ha puesto de relieve la grandeza del desafío ínsito en la naturaleza
de la teología. Sin embargo, el hombre necesita precisamente este desafío,
porque ella nos impulsa a abrir nuestra razón interrogándonos sobre la
verdad misma, sobre el rostro de Dios. Por ello damos las gracias a los
premiados, que en su obra han mostrado que la razón, caminando por la
pista trazada por la fe, no es una razón alienada, sino la razón que
responde a su altísima vocación. Gracias.

LA POBREZA Y EL HAMBRE SON RESULTADO DEL EGOÍSMO


20110701. Discurso. A la XXXVII conferencia de la FAO
La pobreza, el subdesarrollo y, por tanto, el hambre a menudo son el
resultado de comportamientos egoístas que, partiendo del corazón del
hombre, se manifiestan en su actividad social, en los intercambios
económicos, en las condiciones de mercado, en la falta de acceso a la
comida, y se traducen en la negación del derecho primario de toda persona
199
a alimentarse y, por tanto, a no pasar hambre. ¿Cómo podemos callar el
hecho de que incluso el alimento se ha convertido en objeto de
especulaciones o está vinculado a los cambios de un mercado financiero
que, privado de leyes seguras y pobre en principios morales, parece
anclado sólo al objetivo del lucro? La alimentación es una condición que
concierne al derecho fundamental a la vida. Garantizarla significa también
actuar directamente y sin demora sobre los factores que, en el sector
agrícola, pesan de manera negativa sobre la capacidad de fabricación,
sobre los mecanismos de la distribución y sobre el mercado internacional.
Y esto, a pesar de una producción alimentaria global que, según la fao y
expertos autorizados, es capaz de alimentar a la población mundial.
3. El marco internacional y los frecuentes temores causados por la
inestabilidad y el aumento de los precios exigen respuestas concretas y
necesariamente unitarias para conseguir resultados que los Estados,
individualmente, no pueden garantizar. Esto significa hacer de la
solidaridad un criterio esencial para toda acción política y toda estrategia,
a fin de que la actividad internacional y sus reglas sean instrumentos de
servicio efectivo a toda la familia humana y de modo especial a los más
necesitados. Es, por tanto, urgente un modelo de desarrollo que considere
no sólo la amplitud económica de las necesidades o la fiabilidad técnica de
las estrategias a seguir, sino también la dimensión humana de todas las
iniciativas, y que sea capaz de llevar a cabo una auténtica fraternidad
(cf. Caritas in veritate, 20), apelando a la recomendación ética de «dar de
comer al hambriento», que pertenece al sentimiento de compasión y de
humanidad inscrito en el corazón de toda persona y que la Iglesia cuenta
entre las obras de misericordia. Desde esta perspectiva, las instituciones de
la comunidad internacional están llamadas a trabajar de manera coherente
siguiendo su mandato para apoyar los valores propios de la dignidad
humana, eliminando las actitudes cerradas y sin dejar espacio a instancias
particulares que se presentan como intereses generales.
5. Mi pensamiento se dirige a la situación de millones de niños que,
primeras víctimas de esta tragedia, se ven condenados a una muerte
prematura, a un retraso en su desarrollo físico y psíquico, u obligados a
formas de explotación para recibir un mínimo de alimento. La atención
hacia las generaciones jóvenes puede ser un modo de contrastar el
abandono de las zonas rurales y del trabajo agrícola, para permitir a
comunidades enteras, cuya supervivencia está amenazada por el hambre,
mirar su futuro con mayor confianza. De hecho, debemos constatar que, a
pesar de los compromisos asumidos y las consiguientes obligaciones, a
menudo la asistencia y las ayudas concretas se limitan a las emergencias,
olvidando que una coherente concepción del desarrollo debe ser capaz de
diseñar un futuro para toda persona, familia y comunidad, favoreciendo
objetivos a largo plazo.
Por tanto, hay que apoyar las iniciativas que se desean llevar a cabo en
el ámbito de toda la comunidad internacional para redescubrir el valor de
la empresa familiar rural y apoyar su función central para alcanzar una
seguridad alimentaria estable. De hecho, en el mundo rural, el núcleo
200
familiar tradicional se esfuerza por favorecer la producción agrícola
mediante la sabia transmisión de padres a hijos no sólo de sistemas de
cultivo o de conservación y distribución de los alimentos, sino también de
modos de vida, de principios educativos, de la cultura, de la religiosidad,
de la concepción del carácter sagrado de la persona en todas las fases de
su existencia. La familia rural es un modelo no sólo de trabajo, sino de
vida y de expresión concreta de la solidaridad, donde se confirma el papel
esencial de la mujer.

GRATITUD POR LA GUÍA DEL SEÑOR


20110701. Discurso. Al colegio cardenalicio. LX aniversario
Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in
unum (Sal 133, 1). Estas palabras del Salmo son para mí en este momento
una realidad vivida. Vemos cuán hermoso es que los hermanos estén
juntos y vivan juntos la alegría del sacerdocio, de estar llamados a la viña
del Señor.
Fratres in unum: la experiencia de la fraternidad es una realidad interna
al sacerdocio, porque uno no es ordenado nunca por sí mismo sino que es
incorporado en un presbiterio o, como obispo, en el colegio episcopal. Así
el «nosotros» de la Iglesia se acompaña y se manifiesta en esta hora. Esta
hora es un tiempo de gratitud por la guía del Señor, por todo lo que me ha
dado y perdonado en estos años, pero también es un momento de
memoria. En 1951 el mundo era muy diferente: no había televisión, no
había internet, no había ordenadores, no había teléfonos móviles. El
mundo del que venimos parece realmente prehistórico; y sobre todo
nuestras ciudades estaban destruidas, la economía arruinada, había una
gran pobreza material y espiritual, pero también una fuerte energía y
voluntad de reconstruir este país y de renovarlo, especialmente en la
Comunidad europea, sobre el fundamento de nuestra fe, e insertarse en la
gran Iglesia de Cristo, que es el pueblo de Dios y nos guía hacia el mundo
de Dios. Así comenzamos con gran entusiasmo y con alegría en aquel
momento. Vino luego el momento del concilio Vaticano II, donde todas
esas esperanzas que habíamos sembrado parecían realizarse; después, el
momento de la revolución cultural de 1968, años difíciles en los que la
barca del Señor parecía llena de agua, casi a punto de hundirse; y, sin
embargo, el Señor, que en ese momento parecía dormido, estaba presente
y nos guió para salir adelante. Eran los años en que trabajé junto al beato
Juan Pablo II: años inolvidables. Y luego, por último, la hora totalmente
inesperada del 19 de abril de 2005, cuando el Señor me llamó a un nuevo
compromiso y, confiando sólo en su fuerza, abandonándome a él, pude
decir el «sí» de ese momento.
En estos sesenta años ha cambiado casi todo, pero ha permanecido la
fidelidad del Señor. Él es el mismo ayer, hoy y siempre, y esta es nuestra
certeza, que nos indica el camino hacia el futuro. El momento de la
memoria, el momento de la gratitud, es también el momento de la
esperanza: In te Domine speravi, non confundar in aeternum.
201
Gracias al Señor en este momento por su guía. Gracias a todos
vosotros por la compañía fraterna. Que el Señor os bendiga a todos. Y
gracias por el donativo y por toda la colaboración. Con la ayuda del Señor,
sigamos adelante.

VIVIR INTENSAMENTE EL SER IGLESIA


20110702. Discurso. Peregrinación diócesis Altamura-Gravina
El Sínodo es un acontecimiento que hace vivir concretamente la
experiencia de ser «pueblo de Dios» en camino, de ser Iglesia, comunidad
peregrina en la historia hacia su cumplimiento escatológico en Dios. Esto
significa reconocer que la Iglesia no posee en sí misma el principio vital,
sino que depende de Cristo, de quien es signo e instrumento eficaz. En la
relación con el Señor Jesús encuentra su identidad más profunda: ser don
de Dios para la humanidad, prolongando la presencia y la obra de
salvación del Hijo de Dios por medio del Espíritu Santo. En este horizonte
comprendemos que la Iglesia es esencialmente un misterio de amor al
servicio de la humanidad con vistas a su santificación. El concilio
Vaticano II afirmó sobre este punto: «Quiso Dios santificar y salvar a los
hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer
de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una
vida santa» (Lumen gentium, 9). Vemos aquí que realmente la Palabra de
Dios ha creado un pueblo, una comunidad, ha creado una alegría común,
una peregrinación común hacia el Señor. El ser Iglesia, por tanto, no viene
sólo de una fuerza organizativa nuestra, humana, sino que encuentra su
manantial y su verdadero significado en la comunión de amor del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo: este amor eterno es la fuente de la que
procede la Iglesia, y la Trinidad santísima es el modelo de unidad en la
diversidad y genera y plasma la Iglesia como misterio de comunión.
Es necesario partir siempre y de un modo nuevo de esta verdad para
comprender y vivir más intensamente el ser Iglesia, «Pueblo de Dios»,
«Cuerpo de Cristo», «Comunión». De otra manera se corre el riesgo de
reducirlo todo a una dimensión horizontal, que desvirtúe la identidad de la
Iglesia y el anuncio de la fe y haga más pobre nuestra vida y la vida de la
Iglesia. Es importante destacar que la Iglesia no es una organización
social, filantrópica, como muchas otras: es la comunidad de Dios, es la
comunidad que cree, que ama, que adora al Señor Jesús y abre las «velas»
al soplo del Espíritu Santo, y por esto es una comunidad capaz de
evangelizar y de humanizar. La relación profunda con Cristo, vivida y
alimentada por la Palabra y por la Eucaristía, hace eficaz el anuncio,
motiva el compromiso por la catequesis y anima el testimonio de la
caridad. Muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitan
202
encontrarse con Dios, encontrarse con Cristo o redescubrir la belleza del
Dios cercano, del Dios que en Jesucristo ha mostrado su rostro de Padre y
que llama a reconocer el sentido y el valor de la existencia. Hacer entender
que es un bien vivir como hombre. El momento histórico actual, como
sabemos, está marcado por luces y sombras. Asistimos a comportamientos
complejos: encerramiento en sí mismo, narcisismo, deseo de poseer y de
consumir, sentimientos y afectos desligados de la responsabilidad. Muchas
son las causas de esta desorientación, que se manifiesta en un profundo
malestar existencial, pero en el fondo de todo se puede entrever la
negación de la dimensión trascendente del hombre y de la relación
fundamental con Dios. Por esto es decisivo que las comunidades cristianas
promuevan itinerarios de fe válidos y comprometidos.
Queridos amigos, hay que prestar particular atención al modo de
considerar la educación a la vida cristiana para que toda persona pueda
realizar un auténtico camino de fe, a través de las diversas edades de la
vida; un camino en el cual —como la Virgen María— la persona acoge
profundamente la Palabra de Dios y la pone en práctica, convirtiéndose en
testigo del Evangelio. El concilio Vaticano II en la
declaración Gravissimum educationis, afirma: «La educación cristiana
busca que los bautizados, mientras se inician gradualmente en el
conocimiento del misterio de la salvación, sean cada vez más conscientes
del don recibido de la fe (...) y se dispongan a vivir según el hombre nuevo
en justicia y santidad de verdad» (n. 2). En este compromiso educativo la
familia es la primera responsable. Queridos padres, ¡sois los primeros
testigos de la fe! No tengáis miedo de las dificultades en las que estáis
llamados a realizar vuestra misión. ¡No estáis solos! La comunidad
cristiana está cerca de vosotros y os sostiene. La catequesis acompaña a
vuestros hijos en su crecimiento humano y espiritual, pero se ha de
considerar como una formación permanente, no limitada a la preparación
para recibir los sacramentos; en toda nuestra vida debemos crecer en el
conocimiento de Dios y en el conocimiento de lo que significa ser
hombre. Sabed sacar siempre fuerza y luz de la liturgia: la participación en
la celebración eucarística en el día del Señor es decisiva para la familia,
para toda la comunidad; es la estructura de nuestro tiempo. Recordemos
siempre que en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, el Señor Jesús
actúa para la transformación de los hombres haciéndonos semejantes a sí.
Gracias al encuentro con Cristo, a la comunión con él, la comunidad
cristiana puede testimoniar la comunión, abriéndose al servicio, acogiendo
a los pobres y a los últimos, reconociendo el rostro de Dios en los
enfermos y en todos los necesitados. Os invito, por tanto, partiendo del
contacto con el Señor en la oración cotidiana y sobre todo en la Eucaristía,
a valorar de modo adecuado las propuestas educativas y los caminos de
voluntariado existentes en la diócesis, para formar personas solidarias,
abiertas y atentas a las situaciones de malestar espiritual y material. En
definitiva, la acción pastoral debe orientarse a formar personas maduras en
la fe, para vivir en contextos en los que a menudo se ignora a Dios;
personas coherentes con la fe, para que se lleve a todos los ambientes la
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luz de Cristo; personas que vivan con alegría la fe, para transmitir la
belleza del ser cristianos.

VENID A MÍ TODOS LOS CANSADOS Y AGOBIADOS


20110703. Ángelus
Hoy en el Evangelio el Señor Jesús nos repite unas palabras que
conocemos muy bien, pero que siempre nos conmueven: «Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi
yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón; y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es
llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Cuando Jesús recorría los
caminos de Galilea anunciando el reino de Dios y curando a muchos
enfermos, sentía compasión de las muchedumbres, porque estaban
extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36). Esa
mirada de Jesús parece extenderse hasta hoy, hasta nuestro mundo.
También hoy se posa sobre tanta gente oprimida por condiciones de vida
difíciles y también desprovista de válidos puntos de referencia para
encontrar un sentido y una meta a la existencia. Multitudes extenuadas se
encuentran en los países más pobres, probadas por la indigencia; y
también en los países más ricos son numerosos los hombres y las mujeres
insatisfechos, incluso enfermos de depresión. Pensemos en los
innumerables desplazados y refugiados, en cuantos emigran arriesgando
su propia vida. La mirada de Cristo se posa sobre toda esta gente, más
aún, sobre cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, y
repite: «Venid a mí todos…».
Jesús promete que dará a todos «descanso», pero pone una condición:
«Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón». ¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar
aligera, y en lugar de aplastar alivia? El «yugo» de Cristo es la ley del
amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Jn 13, 34;
15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad —sea las
materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y
morales, causadas por un falso bienestar— es una regla de vida basada en
el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es
necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada
para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a
toda costa. También por respeto al medio ambiente es necesario renunciar
al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una
razonable «mansedumbre». Pero sobre todo en las relaciones humanas,
interpersonales, sociales, la norma del respeto y de la no violencia, es
decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, es la que puede asegurar un
futuro digno del hombre.
Queridos amigos, ayer celebramos una particular memoria litúrgica de
María santísima, alabando a Dios por su Corazón Inmaculado. Que la
Virgen nos ayude a «aprender» de Jesús la humildad verdadera, a tomar
con decisión su yugo ligero, para experimentar la paz interior y ser, a
204
nuestra vez, capaces de consolar a otros hermanos y hermanas que
recorren con fatiga el camino de la vida.

EL ESPLENDOR DE LA VERDAD, LABELLEZA DE LA CARIDAD


20110704. Discurso. A los artistas en homenaje por 60 aniversario
La Iglesia y los artistas vuelven a encontrarse, a hablarse, a apoyar la
necesidad de un coloquio que quiere y debe hacerse cada vez más intenso
y articulado, también para ofrecer a la cultura, más aún, a las culturas de
nuestro tiempo un ejemplo elocuente de diálogo fecundo y eficaz,
orientado a hacer que nuestro mundo sea más humano y más bello. (…)
Permitid que me detenga sólo un momento en el sugestivo título de esta
Exposición: «El esplendor de la verdad, la belleza de la caridad».
Precisamente en la homilía de la misa pro eligendo Pontifice, comentando
la bella expresión de san Pablo de la Carta a los Efesios «veritatem
facientes in caritate» (4, 15), definí el «hacer la verdad en la caridad»
como una fórmula fundamental de la existencia cristiana. Y añadí: «En
Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos
acercamos a Cristo, también en nuestra vida, la verdad y la caridad se
funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería
como “címbalo que retiñe” (1 Co 13, 1)». Y es precisamente de la unión,
quiero decir de la sinfonía, de la perfecta armonía de verdad y caridad, de
donde mana la auténtica belleza, capaz de suscitar admiración, maravilla y
alegría verdadera en el corazón de los hombres. El mundo en que vivimos
necesita que la verdad resplandezca y no sea ofuscada por la mentira o por
la banalidad; necesita que la caridad inflame y no sea derrotada por el
orgullo y por el egoísmo. Necesitamos que la belleza de la verdad y de la
caridad toque lo más íntimo de nuestro corazón y lo haga más humano.
Queridos amigos, quiero renovaros a vosotros y a todos los artistas un
amistoso y apasionado llamamiento: no separéis jamás la creatividad
artística de la verdad y de la caridad; no busquéis jamás la belleza lejos de
la verdad y de la caridad; al contrario, con la riqueza de vuestra
genialidad, de vuestro impulso creativo, sed siempre, con valentía,
buscadores de la verdad y testigos de la caridad; haced que la verdad
resplandezca en vuestras obras y procurad que su belleza suscite en la
mirada y en el corazón de quien las admira el deseo y la necesidad de
hacer bella y verdadera la existencia, toda existencia, enriqueciéndola con
el tesoro que nunca se acaba, que hace de la vida una obra maestra y de
cada hombre un extraordinario artista: la caridad, el amor. Que el Espíritu
Santo, artífice de toda la belleza que existe en el mundo, os ilumine
siempre y os guíe hacia la Belleza última y definitiva, aquella que
enciende nuestra mente y nuestro corazón y que esperamos poder
contemplar un día en todo su esplendor.
Una vez más, gracias por vuestra amistad, por vuestra presencia y
porque lleváis al mundo un rayo de esta Belleza, que es Dios.

L’OSSERVATORE: NO SÓLO INFORMAR, SINO FORMAR


205
20110705. Visita a la redacción de L’Osservarore romano. 150º
Desde hace mucho tiempo sentía realmente curiosidad por ver cómo se
hace hoy un periódico, dónde nace el periódico, y conocer al menos por
un momento a las personas que hacen este —nuestro— periódico. He
tenido ahora la alegría de descubrir el modo moderno en que un diario
nace, totalmente distinto del de hace cincuenta años. Exige mucha más —
digamos— creatividad humana que trabajo técnico. Y así este «taller» está
ciertamente dedicado a hacer, pero primero, sobre todo, a conocer, a
pensar, a juzgar, a reflexionar. Ni siquiera es sólo un «taller»: es sobre
todo un gran observatorio, come lo dice su nombre. Observatorio para ver
las realidades de este mundo e informarnos de estas realidades. Me parece
que desde este observatorio se ven tanto las cosas lejanas como las
cercanas. Lejanas en un doble sentido: ante todo lejanas en todas las partes
del mundo, como son Filipinas, Australia, América Latina; para mí esta es
una de las grandes ventajas de «L'Osservatore Romano», que ofrece en
verdad una información universal, que realmente ve el mundo entero y no
sólo una parte. Por esto me siento agradecido, porque normalmente en los
periódicos se dan informaciones, pero con una preponderancia del propio
mundo y eso hace que se olviden muchas otras partes de la tierra, que no
son menos importantes. Aquí se ve algo de la coincidencia de Urbs
et Orbis que es característica de la catolicidad y, en cierto sentido, también
es una herencia romana: verdaderamente ver el mundo y no sólo verse a sí
mismos.
En segundo lugar, desde este observatorio se ven las cosas lejanas
también en otro sentido: «L'Osservatore» no se queda en la superficie de
los sucesos, sino que va a las raíces. Más allá de la superficie nos muestra
las raíces culturales y el fondo de las cosas. Para mí no es solamente un
periódico, sino también una revista cultural. Admiro cómo es posible cada
día ofrecer grandes contribuciones que nos ayudan a entender mejor al ser
humano, las raíces de donde vienen las cosas y cómo se las debe
comprender, realizar, transformar. Pero este periódico ve asimismo las
cosas cercanas. Algunas veces ciertamente es difícil ver lo cercano,
nuestro pequeño mundo, que sin embargo es un mundo grande.
Hay otro fenómeno que me hace pensar y que también agradezco: que
nadie puede informar sobre todo. Incluso los medios más universalistas,
por así decir, no pueden decir todo; es imposible. Siempre es necesaria una
elección, un discernimiento. Y por ello, en la presentación de los hechos es
decisivo el criterio de selección: nunca existe el hecho puro, siempre hay
una opción que determina qué aparece y qué no aparece. Y sabemos bien
que actualmente en muchos órganos de la opinión pública las elecciones
de las prioridades a menudo son muy discutibles. Y «L'Osservatore
Romano», como ha dicho el director, en su cabecera se ha dado desde
siempre dos criterios: «Unicuique suum» y «Non praevalebunt». Esta es
una síntesis característica para la cultura del mundo occidental. Por una
parte, el gran derecho romano, el derecho natural, la cultura natural del
hombre concretizada en la cultura romana, con su derecho y el sentido de
206
justicia; y por otra, el Evangelio. Se podría decir incluso: con estos dos
criterios —el del derecho natural y el del Evangelio— tenemos como
criterio la justicia y, por otro lado, la esperanza que viene de la fe. Estos
dos criterios juntos —la justicia que respeta a cada uno y la esperanza que
ve también las cosas negativas a la luz de una bondad divina de la que
estamos seguros por la fe— ayudan a ofrecer en verdad una información
humana, humanística, en el sentido de un humanismo que tiene sus raíces
en la bondad de Dios. Y así no es sólo información, sino realmente
formación cultural.

LA VERDADERA PARÁBOLA DE DIOS ES JESÚS MISMO


20110710. Ángelus
En el Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23), Jesús se dirige a la
multitud con la célebre parábola del sembrador. Es una página de algún
modo «autobiográfica», porque refleja la experiencia misma de Jesús, de
su predicación: él se identifica con el sembrador, que esparce la buena
semilla de la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene,
según el tipo de acogida reservada al anuncio. Hay quien escucha
superficialmente la Palabra pero no la acoge; hay quien la acoge en un
primer momento pero no tiene constancia y lo pierde todo; hay quien
queda abrumado por las preocupaciones y seducciones del mundo; y hay
quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra
da fruto en abundancia.
Pero este Evangelio insiste también en el «método» de la predicación
de Jesús, es decir, precisamente, en el uso de las parábolas. «¿Por qué les
hablas en parábolas?», preguntan los discípulos (Mt 13, 10). Y Jesús
responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los
discípulos, es decir, a los que ya se han decidido por él, les puede hablar
del reino de Dios abiertamente; en cambio, a los demás debe anunciarlo en
parábolas, para estimular precisamente la decisión, la conversión del
corazón; de hecho, las parábolas, por su naturaleza, requieren un esfuerzo
de interpretación, interpelan la inteligencia pero también la libertad.
Explica san Juan Crisóstomo: «Jesús pronunció estas palabras con la
intención de atraer a sí a sus oyentes y solicitarlos asegurando que, si se
dirigen a él, los sanará» (Com. al Evang. de Mat., 45, 1-2). En el fondo, la
verdadera «Parábola» de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el
signo de la humanidad, oculta y al mismo tiempo revela la divinidad. De
esta manera Dios no nos obliga a creer en él, sino que nos atrae hacia sí
con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de hecho, el amor respeta
siempre la libertad.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de san Benito, abad y
patrono de Europa. A la luz de este Evangelio, contemplémoslo como
maestro de la escucha de la Palabra de Dios, una escucha profunda y
perseverante. Debemos aprender siempre del gran patriarca del
207
monaquismo occidental a dar a Dios el lugar que le corresponde, el primer
lugar, ofreciéndole, con la oración de la mañana y de la tarde, las
actividades de cada día. Que la Virgen María nos ayude a ser, según su
modelo, «tierra buena» donde la semilla de la Palabra pueda dar mucho
fruto.

PARÁBOLAS DEL REINO: EL TRIGO Y LA CIZAÑA


20110717. Ángelus
Las parábolas evangélicas son breves narraciones que Jesús utiliza
para anunciar los misterios del reino de los cielos. Al utilizar imágenes y
situaciones de la vida cotidiana, el Señor «quiere indicarnos el verdadero
fundamento de todas las cosas... Nos muestra... al Dios que actúa, que
entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano» (Jesús de Nazaret
I, Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, La esfera de los libros, 2007, p. 233).
Con este tipo de discursos, el divino Maestro invita a reconocer ante todo
la primacía de Dios Padre: donde no está él, nada puede ser bueno. Es una
prioridad decisiva para todo. Reino de los cielos significa, precisamente,
señorío de Dios, y esto quiere decir que su voluntad se debe asumir como
el criterio-guía de nuestra existencia.
El tema contenido en el Evangelio de este domingo es precisamente el
reino de los cielos. El «cielo» no se debe entender sólo en el sentido de la
altura que está encima de nosotros, pues ese espacio infinito posee
también la forma de la interioridad del hombre. Jesús compara el reino de
los cielos con un campo de trigo para darnos a entender que dentro de
nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene
una fuerza vital que no puede suprimirse. A pesar de todos los obstáculos,
la semilla se desarrollará y el fruto madurará. Este fruto sólo será bueno si
se cultiva el terreno de la vida según la voluntad divina. Por eso, en la
parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), Jesús nos advierte que,
después de la siembra del dueño, «mientras todos dormían», intervino «su
enemigo», que sembró la cizaña. Esto significa que tenemos que estar
preparados para custodiar la gracia recibida desde el día del Bautismo,
alimentando la fe en el Señor, que impide que el mal eche raíces. San
Agustín, comentando esta parábola, observa que «muchos primero son
cizaña y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son
malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio»
(Quaest. septend. in Ev. sec. Matth., 12, 4: pl 35, 1371).
Queridos amigos, el libro de la Sabiduría, del que está tomada la
primera lectura de hoy, subraya esta dimensión del Ser divino. Dice: «pues
fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo… porque tu fuerza es el
principio de la justicia y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con
todos» (Sb 12, 13.16). Y el Salmo 85 lo confirma: «Tú, Señor, eres bueno
y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (v. 5). Por tanto,
si somos hijos de un Padre tan grande y bueno, ¡tratemos de parecernos a
él! Este era el objetivo que Jesús se proponía con su predicación. En
efecto, decía a quienes lo escuchaban: «Sed perfectos como vuestro Padre
208
celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Dirijámonos con confianza a María, a
quien ayer invocamos con la advocación de Nuestra Señora del Carmen,
para que nos ayude a seguir fielmente a Jesús, y de este modo a vivir
como verdaderos hijos de Dios.

PEDIR A DIOS UN CORAZÓN ATENTO, CONCIENCIA RECTA


20110724. Ángelus
Hoy, en la liturgia, la lectura del Antiguo Testamento nos presenta la
figura del rey Salomón, hijo y sucesor de David. Nos lo presenta al
principio de su reinado, cuando era aún jovencísimo. Salomón heredó una
tarea muy ardua, y la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros era
grande para un joven soberano. Lo primero que hizo fue ofrecer a Dios un
solemne sacrificio —«mil holocaustos», dice la Biblia—. Entonces el
Señor se le apareció en una visión nocturna y prometió concederle lo que
pidiera en la oración. Y aquí se ve la grandeza de alma de Salomón: no
pide larga vida, ni riquezas, ni la eliminación de sus enemigos; dice, en
cambio, al Señor: «Concede, pues, a tu siervo un corazón atento para
juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1 R 3, 9). Y el Señor
lo escuchó, de modo que Salomón llegó a ser célebre en todo el mundo
por su sabiduría y sus rectos juicios.
Por tanto, pidió a Dios que le concediera «un corazón atento» ¿Qué
significa esta expresión? Sabemos que el «corazón» en la Biblia no indica
sólo una parte del cuerpo, sino el centro de la persona, la sede se sus
intenciones y de sus juicios. Podríamos decir: la conciencia. «Corazón
atento» significa entonces una conciencia que sabe escuchar, que es
sensible a la voz de la verdad y, por eso, es capaz de discernir el bien del
mal. En el caso de Salomón, la petición está motivada por la
responsabilidad de guiar una nación, Israel, el pueblo que Dios eligió para
manifestar al mundo su designio de salvación. El rey de Israel, por
consiguiente, debe tratar de estar siempre en sintonía con Dios, a la
escucha de su Palabra, para guiar al pueblo por los caminos del Señor, el
camino de la justicia y de la paz. Pero el ejemplo de Salomón vale para
todo hombre. Cada uno de nosotros tiene una conciencia para ser en cierto
sentido «rey», es decir, para ejercitar la gran dignidad humana de actuar
según la recta conciencia, obrando el bien y evitando el mal. La
conciencia moral presupone la capacidad de escuchar la voz de la verdad,
de ser dóciles a sus indicaciones. Las personas llamadas a tareas de
gobierno tienen, naturalmente, una responsabilidad ulterior, y por lo tanto
—como enseña Salomón— tienen aún más necesidad de la ayuda de Dios.
Pero cada uno tiene que hacer su propia parte, en la situación concreta en
que se encuentra. Una mentalidad equivocada nos sugiere pedir a Dios
cosas o condiciones favorables; en realidad, la verdadera calidad de
nuestra vida y de la vida social depende de la recta conciencia de cada
uno, de la capacidad de todos y de cada uno de reconocer el bien,
separándolo del mal, y de tratar de llevarlo a cabo con paciencia,
contribuyendo así a la justicia y a la paz.
209
Pidamos por eso la ayuda de la Virgen María, Sede de la Sabiduría. Su
«corazón» está perfectamente «atento» a la voluntad del Señor. Aun
siendo una persona humilde y sencilla, María es una reina a los ojos de
Dios, y como tal nosotros la veneramos. Que la Virgen santísima nos
ayude también a nosotros a formarnos, con la gracia de Dios, una
conciencia siempre abierta a la verdad y sensible a la justicia, para servir
al reino de Dios.

VIAJE A MADRID JMJ: ENTREVISTA CON LOS PERIODISTAS


20110818. Entrevista durante el vuelo a España
—La de Madrid constituye la vigesimosexta JMJ. Al inicio de su
pontificado, nos preguntábamos si usted continuaría en el surco de su
predecesor. ¿Cómo ve el significado de estos acontecimientos en la
estrategia pastoral de la Iglesia universal?
—Benedicto XVI: Queridos amigos, buenos días. Estoy encantado de
viajar con vosotros a España con motivo de este gran acontecimiento.
Después de dos JMJ vividas personalmente, puedo decir que era
verdaderamente una inspiración que ha sido donada por el papa Juan
Pablo II, cuando creó esta realidad: un gran encuentro de los jóvenes del
mundo con el Señor. Diría que estas JMJ son un signo, una cascada de luz,
dan visibilidad a la fe, visibilidad a la presencia de Dios en el mundo, y
dan así la valentía para ser creyentes. Con frecuencia, los creyentes se
sienten aislados en este mundo, casi perdidos. Aquí ven que no están
solos, que hay una gran red de fe, una gran comunidad de creyentes del
mundo, que es hermoso vivir en esta amistad universal, y de este modo
nacen amistades que superan las fronteras de las diferentes culturas, de los
diferentes países. El nacimiento de una red universal de amistad que une
al mundo con Dios es una importante realidad para el futuro de la
humanidad, para la vida de la humanidad de hoy. Naturalmente la JMJ no
puede ser un acontecimiento aislado, forma parte de un camino más
grande. Debe ser preparado este camino de la cruz que transmigra a
diferentes países e involucra a los jóvenes con el signo de la cruz y el
signo de la imagen de la Virgen. De este modo la preparación de la JMJ,
mucho más que una preparación técnica, y es un acontecimiento con
muchos problemas técnicos, es una preparación interior, un ponerse en
camino hacia los demás y, juntos, hacia Dios. Y así se crean grupos de
amistad. Este contacto universal abre las fronteras de las culturas y de los
contrastes humanos y religiosos, y de este modo se convierte en un
camino continuo, que después lleva a una nueva cumbre, una nueva JMJ.
Me parece que la JMJ debe considerarse en este sentido como un signo,
como una parte de un gran camino, crea amistades, abre fronteras, hace
visible que es bello estar con Dios, que Dios está con nosotros. En este
sentido, queremos seguir con esta gran idea del beato papa Juan Pablo II.

—Europa y el mundo occidental viven una crisis económica profunda,


que manifiesta también señales de una grave crisis social y moral, de
210
gran incertidumbre para el futuro, particularmente dolorosa para los
jóvenes. ¿Qué mensajes puede ofrecer la Iglesia para dar esperanza y
aliento a los jóvenes del mundo?
--Benedicto XVI: Se confirma en la crisis actual económica lo que ya
se ha visto en la gran crisis precedente: la dimensión ética no es algo
exterior a los problemas económicos, sino una dimensión interior y
fundamental. La economía no funciona sólo con una auto-reglamentación
mercantil, sino que tiene necesidad de una razón ética para funcionar para
el hombre. Puede constatarse lo que ya había dicho en su primera
encíclica social Juan Pablo II: el hombre debe ponerse en el centro de la
economía y que la economía no debe medirse según el máximo beneficio,
sino según el bien de todos e incluye la responsabilidad por el otro, y
funciona verdaderamente bien sólo si funciona de una manera humana en
el respeto del otro, en sus diferentes dimensiones: responsabilidad con la
propia nación, y no sólo consigno mismo, responsabilidad con el mundo.
La nación no está aislada, ni siquiera Europa está aislada, sino que es
responsable de toda la humanidad y debe pensar siempre en afrontar los
problemas económicos con esta clave de responsabilidad, en particular
con las demás partes del mundo, con las que sufren, tienen sed y hambre,
y no tienen futuro. Y, por tanto, tercera dimensión de esta responsabilidad
es la responsabilidad con el futuro: sabemos que tenemos que proteger
nuestro planeta, pero tenemos que proteger el funcionamiento del servicio
del trabajo económico para todos y pensar que el mañana es también el
hoy. Si los jóvenes de hoy no encuentran perspectivas en su vida también
nuestro hoy está equivocado, está mal. Por tanto, la Iglesia con su doctrina
social, con su doctrina sobre la responsabilidad ante Dios, abre la
capacidad a renunciar al máximo beneficio y a ver en las realidades la
dimensión humanística y religiosa, es decir, estamos hechos el uno para el
otro y de este modo es posible también abrir caminos, como sucede con el
gran número de voluntarios que trabajan en diferentes partes del mundo
no para sí, sino para los demás, y encuentran así el sentido de la propia
vida. Esto se puede lograr con una educación en los grandes objetivos,
como trata de hacer la Iglesia. Esto es fundamental para nuestro futuro.

—Quería preguntarle cuál es la relación entre verdad y


multiculturalidad. La insistencia en la única Verdad que es Cristo, ¿puede
ser un problema para los jóvenes de hoy?
—Benedicto XVI: La relación entre verdad e intolerancia, monoteísmo
e incapacidad de diálogo con los demás, es un argumento que con
frecuencia vuelve al debate sobre el cristianismo de hoy. Y naturalmente
es verdad que en la historia se han dado también abusos, tanto del
concepto de verdad como del concepto de monoteísmo. Se han dado
abusos, pero la realidad es totalmente diferente, pues la verdad sólo es
accesible en la libertad. Se pueden imponer con la violencia los
comportamientos, las observancias, actividades, per no la verdad. La
verdad se abre sólo al consentimiento libre y, por este motivo, libertad y
verdad están íntimamente unidas, una es condición de la otra. Por lo
211
demás, buscamos la verdad, los valores auténticos, que dan vida al futuro.
Sin duda, no queremos la mentira, no queremos el positivismo de normas
impuestas con una cierta fuerza. Sólo los auténticos valores llevan al
futuro y es necesario por tanto buscar los valores auténticos y no dejarlos
al arbitrio de algunos, no dejar que se imponga una razón positivista que
nos dice que no hay una verdad racional sobre los problemas éticos y los
grandes problemas del hombre. Esto significa exponer el hombre al
arbitrio de cuantos tienen el poder. Tenemos que ponernos siempre en
búsqueda de la verdad, de los valores, tenemos derechos humanos
fundamentales. Los derechos fundamentales son conocidos y reconocidos,
y precisamente esto nos pone en diálogo el uno con el otro. La verdad
como tal es dialogante, pues busca conocer mejor, comprender mejor, y lo
hace en diálogo con los demás. De este modo, buscar la verdad y la
dignidad del hombre es la mejor defensa de la libertad.

—¿Qué hay que hacer para que la experiencia positiva de la JMJ


continúe en la vida de cada día?
--Benedicto XVI: La siembra de Dios siempre es silenciosa, no aparece
inmediatamente en las estadísticas, y esa semilla que el Señor siembra con
la JMJ es como la semilla de la que habla el Evangelio: una parte cae en el
camino y se pierde; una parte cae en la piedra y se pierde; una parte cae en
las espinas y se pierde; pero una parte cae en tierra buena y da mucho
fruto. Esto es precisamente lo que sucede con la siembra de la JMJ: mucho
se pierde y esto es humano. Con otras palabras del Señor, la semilla de
mostaza es pequeña, pero crece y se convierte en un gran árbol.
Ciertamente se pierde mucho, no podemos decir que a partir de mañana
recomienza un gran crecimiento de la Iglesia. Dios no actúa así. Crece en
silencio. Sé que otras JMJ han suscitado tantas amistades, amistades para
la vida; tantas nuevas experiencias de que Dios existe. Y nosotros
confiamos en este crecimiento silencioso, y estamos seguros de que,
aunque las estadísticas no hablen mucho de ello, realmente crece la
semilla del Señor. Y para muchas personas será el inicio de una amistad
con Dios y con los demás, de una universalidad de pensamiento, de una
responsabilidad común que realmente muestra que estos días dan fruto.

EXPERIENCIAS Y ANHELOS DE LOS JÓVENES


20110818. Discurso. Bienvenida a la JMJ Madrid
Vengo aquí a encontrarme con millares de jóvenes de todo el mundo,
católicos, interesados por Cristo o en busca de la verdad que dé sentido
genuino a su existencia. Llego como Sucesor de Pedro para confirmar a
todos en la fe, viviendo unos días de intensa actividad pastoral para
anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Para impulsar el
compromiso de construir el Reino de Dios en el mundo, entre nosotros.
Para exhortar a los jóvenes a encontrarse personalmente con Cristo Amigo
y así, radicados en su Persona, convertirse en sus fieles seguidores y
valerosos testigos.
212
¿Por qué y para qué ha venido esta multitud de jóvenes a Madrid?
Aunque la respuesta deberían darla ellos mismos, bien se puede pensar
que desean escuchar la Palabra de Dios, como se les ha propuesto en el
lema para esta Jornada Mundial de la Juventud, de manera que, arraigados
y edificados en Cristo, manifiesten la firmeza de su fe.
Muchos de ellos han oído la voz de Dios, tal vez solo como un leve
susurro, que los ha impulsado a buscarlo más diligentemente y a compartir
con otros la experiencia de la fuerza que tiene en sus vidas. Este
descubrimiento del Dios vivo alienta a los jóvenes y abre sus ojos a los
desafíos del mundo en que viven, con sus posibilidades y limitaciones.
Ven la superficialidad, el consumismo y el hedonismo imperantes, tanta
banalidad a la hora de vivir la sexualidad, tanta insolidaridad, tanta
corrupción. Y saben que sin Dios sería arduo afrontar esos retos y ser
verdaderamente felices, volcando para ello su entusiasmo en la
consecución de una vida auténtica. Pero con Él a su lado, tendrán luz para
caminar y razones para esperar, no deteniéndose ya ante sus más altos
ideales, que motivarán su generoso compromiso por construir una
sociedad donde se respete la dignidad humana y la fraternidad real. Aquí,
en esta Jornada, tienen una ocasión privilegiada para poner en común sus
aspiraciones, intercambiar recíprocamente la riqueza de sus culturas y
experiencias, animarse mutuamente en un camino de fe y de vida, en el
cual algunos se creen solos o ignorados en sus ambientes cotidianos. Pero
no, no están solos. Muchos coetáneos suyos comparten sus mismos
propósitos y, fiándose por entero de Cristo, saben que tienen realmente un
futuro por delante y no temen los compromisos decisivos que llenan toda
la vida. Por eso me causa inmensa alegría escucharlos, rezar juntos y
celebrar la Eucaristía con ellos. La Jornada Mundial de la Juventud nos
trae un mensaje de esperanza, como una brisa de aire puro y juvenil, con
aromas renovadores que nos llenan de confianza ante el mañana de la
Iglesia y del mundo.
Ciertamente, no faltan dificultades. Subsisten tensiones y choques
abiertos en tantos lugares del mundo, incluso con derramamiento de
sangre. La justicia y el altísimo valor de la persona humana se doblegan
fácilmente a intereses egoístas, materiales e ideológicos. No siempre se
respeta como es debido el medio ambiente y la naturaleza, que Dios ha
creado con tanto amor. Muchos jóvenes, además, miran con preocupación
el futuro ante la dificultad de encontrar un empleo digno, o bien por
haberlo perdido o tenerlo muy precario e inseguro. Hay otros que precisan
de prevención para no caer en la red de la droga, o de ayuda eficaz, si por
desgracia ya cayeron en ella. No pocos, por causa de su fe en Cristo,
sufren en sí mismos la discriminación, que lleva al desprecio y a la
persecución abierta o larvada que padecen en determinadas regiones y
países. Se les acosa queriendo apartarlos de Él, privándolos de los signos
de su presencia en la vida pública, y silenciando hasta su santo Nombre.
Pero yo vuelvo a decir a los jóvenes, con todas las fuerzas de mi corazón:
que nada ni nadie os quite la paz; no os avergoncéis del Señor. Él no ha
213
tenido reparo en hacerse uno como nosotros y experimentar nuestras
angustias para llevarlas a Dios, y así nos ha salvado.
En este contexto, es urgente ayudar a los jóvenes discípulos de Jesús a
permanecer firmes en la fe y a asumir la bella aventura de anunciarla y
testimoniarla abiertamente con su propia vida. Un testimonio valiente y
lleno de amor al hombre hermano, decidido y prudente a la vez, sin
ocultar su propia identidad cristiana, en un clima de respetuosa
convivencia con otras legítimas opciones y exigiendo al mismo tiempo el
debido respeto a las propias.

JÓVENES: EDIFICAD VUESTRAS VIDAS SOBRE CRISTO


20110818. Discurso. Fiesta de acogida de los jóvenes

En la lectura que se ha proclamado antes, hemos oído un pasaje del


Evangelio en que se habla de acoger las palabras de Jesús y de ponerlas en
práctica. Hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como
el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en
cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin
esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras. No nos acercan a Él. Y, de
este modo, Cristo sigue siendo lejano, como una voz entre otras muchas
que nos rodean y a las que estamos tan acostumbrados. El Maestro que
habla, además, no enseña lo que ha aprendido de otros, sino lo que Él
mismo es, el único que conoce de verdad el camino del hombre hacia
Dios, porque es Él quien lo ha abierto para nosotros, lo ha creado para que
podamos alcanzar la vida auténtica, la que siempre vale la pena vivir en
toda circunstancia y que ni siquiera la muerte puede destruir. El Evangelio
prosigue explicando estas cosas con la sugestiva imagen de quien
construye sobre roca firme, resistente a las embestidas de las adversidades,
contrariamente a quien edifica sobre arena, tal vez en un paraje
paradisíaco, podríamos decir hoy, pero que se desmorona con el primer
azote de los vientos y se convierte en ruinas.
Queridos jóvenes, escuchad de verdad las palabras del Señor para que
sean en vosotros «espíritu y vida» (Jn 6,63), raíces que alimentan vuestro
ser, pautas de conducta que nos asemejen a la persona de Cristo, siendo
pobres de espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, limpios de
corazón, amantes de la paz. Hacedlo cada día con frecuencia, como se
hace con el único Amigo que no defrauda y con el que queremos
compartir el camino de la vida. Bien sabéis que, cuando no se camina al
lado de Cristo, que nos guía, nos dispersamos por otras sendas, como la de
nuestros propios impulsos ciegos y egoístas, la de propuestas halagadoras
pero interesadas, engañosas y volubles, que dejan el vacío y la frustración
tras de sí.
Aprovechad estos días para conocer mejor a Cristo y cercioraros de
que, enraizados en Él, vuestro entusiasmo y alegría, vuestros deseos de ir
a más, de llegar a lo más alto, hasta Dios, tienen siempre futuro cierto,
porque la vida en plenitud ya se ha aposentado dentro de vuestro ser.
214
Hacedla crecer con la gracia divina, generosamente y sin mediocridad,
planteándoos seriamente la meta de la santidad. Y, ante nuestras flaquezas,
que a veces nos abruman, contamos también con la misericordia del
Señor, siempre dispuesto a darnos de nuevo la mano y que nos ofrece el
perdón en el sacramento de la Penitencia.
Al edificar sobre la roca firme, no solamente vuestra vida será sólida y
estable, sino que contribuirá a proyectar la luz de Cristo sobre vuestros
coetáneos y sobre toda la humanidad, mostrando una alternativa válida a
tantos como se han venido abajo en la vida, porque los fundamentos de su
existencia eran inconsistentes. A tantos que se contentan con seguir las
corrientes de moda, se cobijan en el interés inmediato, olvidando la
justicia verdadera, o se refugian en pareceres propios en vez de buscar la
verdad sin adjetivos.
Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de
más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo
que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir
quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras
preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo,
dejándose llevar por el impulso de cada momento. Estas tentaciones
siempre están al acecho. Es importante no sucumbir a ellas, porque, en
realidad, conducen a algo tan evanescente como una existencia sin
horizontes, una libertad sin Dios. Nosotros, en cambio, sabemos bien que
hemos sido creados libres, a imagen de Dios, precisamente para que
seamos protagonistas de la búsqueda de la verdad y del bien, responsables
de nuestras acciones, y no meros ejecutores ciegos, colaboradores
creativos en la tarea de cultivar y embellecer la obra de la creación. Dios
quiere un interlocutor responsable, alguien que pueda dialogar con Él y
amarle. Por Cristo lo podemos conseguir verdaderamente y, arraigados en
Él, damos alas a nuestra libertad. ¿No es este el gran motivo de nuestra
alegría? ¿No es este un suelo firme para edificar la civilización del amor y
de la vida, capaz de humanizar a todo hombre?
Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre
el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros
pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces
seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás.
Se preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca
que sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra
existencia es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor,
el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo. Él
murió por nosotros y resucitó para que tuviéramos vida, y ahora, desde el
trono del Padre, sigue vivo y cercano a todos los hombres, velando
continuamente con amor por cada uno de nosotros.

LA RADICALIDAD EVANGÉLICA DE LA VIDA CONSAGRADA


20110819. Discurso. Encuentro religiosas jóvenes.JMJ. El Escorial
215
Dentro de la Jornada Mundial de la Juventud que estamos celebrando
en Madrid, es un gozo grande poder encontrarme con vosotras, que habéis
consagrado vuestra juventud al Señor, y os doy las gracias por el amable
saludo que me habéis dirigido. Agradezco al Señor Cardenal Arzobispo de
Madrid que haya previsto este encuentro en un marco tan evocador como
es el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Si su célebre Biblioteca
custodia importantes ediciones de la Sagrada Escritura y de Reglas
monásticas de varias familias religiosas, vuestra vida de fidelidad a la
llamada recibida es también una preciosa manera de guardar la Palabra del
Señor que resuena en vuestras formas de espiritualidad.
Queridas hermanas, cada carisma es una palabra evangélica que el
Espíritu Santo recuerda a su Iglesia (cf. Jn 14, 26). No en vano, la Vida
Consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el
Evangelio como su norma de vida. En este sentido, el vivir siguiendo a
Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en “exégesis” viva de la
Palabra de Dios... De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser
expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados
por la radicalidad evangélica» (Exh. apostólica Verbum Domini, 83).
La radicalidad evangélica es estar “arraigados y edificados en Cristo, y
firmes en la fe” (cf. Col,2,7), que en la Vida Consagrada significa ir a la
raíz del amor a Jesucristo con un corazón indiviso, sin anteponer nada a
ese amor (cf. San Benito, Regla, IV, 21), con una pertenencia esponsal
como la han vivido los santos, al estilo de Rosa de Lima y Rafael Arnáiz,
jóvenes patronos de esta Jornada Mundial de la Juventud. El encuentro
personal con Cristo que nutre vuestra consagración debe testimoniarse con
toda su fuerza transformadora en vuestras vidas; y cobra una especial
relevancia hoy, cuando «se constata una especie de “eclipse de Dios”, una
cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una
negación del tesoro de la fe recibida, con el riesgo de perder aquello que
más profundamente nos caracteriza» (Mensaje para la XXVI Jornada
Mundial de la Juventud 2011, 1). Frente al relativismo y la mediocridad,
surge la necesidad de esta radicalidad que testimonia la consagración
como una pertenencia a Dios sumamente amado.
Dicha radicalidad evangélica de la Vida Consagrada se expresa en la
comunión filial con la Iglesia, hogar de los hijos de Dios que Cristo ha
edificado. La comunión con los Pastores, que en nombre del Señor
proponen el depósito de la fe recibido a través de los Apóstoles, del
Magisterio de la Iglesia y de la tradición cristiana. La comunión con
vuestra familia religiosa, custodiando su genuino patrimonio espiritual con
gratitud, y apreciando también los otros carismas. La comunión con otros
miembros de la Iglesia como los laicos, llamados a testimoniar desde su
vocación específica el mismo evangelio del Señor.
Finalmente, la radicalidad evangélica se expresa en la misión que Dios
ha querido confiaros. Desde la vida contemplativa que acoge en sus
claustros la Palabra de Dios en silencio elocuente y adora su belleza en la
soledad por Él habitada, hasta los diversos caminos de vida apostólica, en
cuyos surcos germina la semilla evangélica en la educación de niños y
216
jóvenes, el cuidado de los enfermos y ancianos, el acompañamiento de las
familias, el compromiso a favor de la vida, el testimonio de la verdad, el
anuncio de la paz y la caridad, la labor misionera y la nueva
evangelización, y tantos otros campos del apostolado eclesial.
Queridas hermanas, este es el testimonio de la santidad a la que Dios
os llama, siguiendo muy de cerca y sin condiciones a Jesucristo en la
consagración, la comunión y la misión. La Iglesia necesita de vuestra
fidelidad joven arraigada y edificada en Cristo. Gracias por vuestro “sí”
generoso, total y perpetuo a la llamada del Amado. Que la Virgen María
sostenga y acompañe vuestra juventud consagrada, con el vivo deseo de
que interpele, aliente e ilumine a todos los jóvenes.
Con estos sentimientos, pido a Dios que recompense copiosamente la
generosa contribución de la Vida Consagrada a esta Jornada Mundial de la
Juventud, y en su nombre os bendigo de todo corazón. Muchas gracias.

MISIÓN DEL PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD


20110819. Discurso. Profesores universitarios jóvenes. El Escorial
Esperaba con ilusión este encuentro con vosotros, jóvenes profesores
de las universidades españolas, que prestáis una espléndida colaboración
en la difusión de la verdad, en circunstancias no siempre fáciles.
Al estar entre vosotros, me vienen a la mente mis primeros pasos como
profesor en la Universidad de Bonn. Cuando todavía se apreciaban las
heridas de la guerra y eran muchas las carencias materiales, todo lo suplía
la ilusión por una actividad apasionante, el trato con colegas de las
diversas disciplinas y el deseo de responder a las inquietudes últimas y
fundamentales de los alumnos. Esta “universitas” que entonces viví, de
profesores y estudiantes que buscan juntos la verdad en todos los saberes,
o como diría Alfonso X el Sabio, ese “ayuntamiento de maestros y
escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes” (Siete
Partidas, partida II, tít. XXXI), clarifica el sentido y hasta la definición de
la Universidad.
En el lema de la presente Jornada Mundial de la Juventud: “Arraigados
y edificados en Cristo, firmes en la fe” (cf. Col 2, 7), podéis también
encontrar luz para comprender mejor vuestro ser y quehacer. En este
sentido, y como ya escribí en el Mensaje a los jóvenes como preparación
para estos días, los términos “arraigados, edificados y firmes” apuntan a
fundamentos sólidos para la vida (cf. n. 2).
Pero, ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una
sociedad quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión de un
profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales
competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso
momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la
presente coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente, cunde en
la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la
217
universitaria, difundida especialmente desde ámbitos extrauniversitarios.
Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la
vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado
que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre.
Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen
como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los
abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el
totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda
referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea
de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión
reduccionista y sesgada de lo humano.
En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa
donde se busca la verdad propia de la persona humana. Por ello, no es
casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución
universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por
quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen y
semejanza de Dios. Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo
lo creado y contempla al hombre como una criatura que participa y puede
llegar a reconocer esa racionalidad. La Universidad encarna, pues, un
ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo
racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado,
que ve al hombre como mero consumidor.
He ahí vuestra importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis
el honor y la responsabilidad de transmitir ese ideal universitario: un ideal
que habéis recibido de vuestros mayores, muchos de ellos humildes
seguidores del Evangelio y que en cuanto tales se han convertido en
gigantes del espíritu. Debemos sentirnos sus continuadores en una historia
bien distinta de la suya, pero en la que las cuestiones esenciales del ser
humano siguen reclamando nuestra atención e impulsándonos hacia
adelante. Con ellos nos sentimos unidos a esa cadena de hombres y
mujeres que se han entregado a proponer y acreditar la fe ante la
inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no solo es enseñarlo,
sino vivirlo, encarnarlo, como también el Logos se encarnó para poner su
morada entre nosotros. En este sentido, los jóvenes necesitan auténticos
maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del
saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo
interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad
humana de avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es tiempo
privilegiado para la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya dijo
Platón: “Busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces, después
se te escapará de entre las manos” (Parménides, 135d). Esta alta
aspiración es la más valiosa que podéis transmitir personal y vitalmente a
vuestros estudiantes, y no simplemente unas técnicas instrumentales y
anónimas, o unos datos fríos, usados sólo funcionalmente.
Por tanto, os animo encarecidamente a no perder nunca dicha
sensibilidad e ilusión por la verdad; a no olvidar que la enseñanza no es
una escueta comunicación de contenidos, sino una formación de jóvenes a
218
quienes habéis de comprender y querer, en quienes debéis suscitar esa sed
de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación. Sed para
ellos estímulo y fortaleza.
Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino
hacia la verdad completa compromete también al ser humano por entero:
es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No
podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni
tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la
inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la
inteligencia llena de amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien
están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva
la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo
buen educador.
En segundo lugar, hay que considerar que la verdad misma siempre va
a estar más allá de nuestro alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella,
pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a
nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio intelectual y docente, la
humildad es asimismo una virtud indispensable, que protege de la vanidad
que cierra el acceso a la verdad. No debemos atraer a los estudiantes a
nosotros mismos, sino encaminarlos hacia esa verdad que todos buscamos.
A esto os ayudará el Señor, que os propone ser sencillos y eficaces como
la sal, o como la lámpara, que da luz sin hacer ruido (cf. Mt 5,13-15).
Todo esto nos invita a volver siempre la mirada a Cristo, en cuyo
rostro resplandece la Verdad que nos ilumina, pero que también es el
Camino que lleva a la plenitud perdurable, siendo Caminante junto a
nosotros y sosteniéndonos con su amor. Arraigados en Él, seréis buenos
guías de nuestros jóvenes. Con esa esperanza, os pongo bajo el amparo de
la Virgen María, Trono de la Sabiduría, para que Ella os haga
colaboradores de su Hijo con una vida colmada de sentido para vosotros
mismos y fecunda en frutos, tanto de conocimiento como de fe, para
vuestros alumnos. Muchas gracias.

VIA CRUCIS CON LOS JÓVENES


20110819. Discurso. JMJ Madrid
Con piedad y fervor hemos celebrado este Vía Crucis, acompañando a
Cristo en su Pasión y Muerte. Los comentarios de las Hermanitas de la
Cruz, que sirven a los más pobres y menesterosos, nos han facilitado
adentrarnos en el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo, que contiene la
verdadera sabiduría de Dios, la que juzga al mundo y a los que se creen
sabios (cf. 1 Co 1,17-19). También nos ha ayudado en este itinerario hacia
el Calvario la contemplación de estas extraordinarias imágenes del
patrimonio religioso de las diócesis españolas. Son imágenes donde la fe y
el arte se armonizan para llegar al corazón del hombre e invitarle a la
conversión. Cuando la mirada de la fe es limpia y auténtica, la belleza se
pone a su servicio y es capaz de representar los misterios de nuestra
salvación hasta conmovernos profundamente y transformar nuestro
219
corazón, como sucedió a Santa Teresa de Jesús al contemplar una imagen
de Cristo muy llagado (cf. Libro de la vida, 9,1).
Mientras avanzábamos con Jesús, hasta llegar a la cima de su entrega
en el Calvario, nos venían a la mente las palabras de san Pablo: «Cristo
me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Ante un amor tan desinteresado,
llenos de estupor y gratitud, nos preguntamos ahora: ¿Qué haremos
nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos? San Juan lo dice claramente:
«En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros.
También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1
Jn 3,16). La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros
el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien
distante o lejano del hombre y sus vicisitudes. Al contrario, se hizo uno de
nosotros «para poder compadecer Él mismo con el hombre, de modo muy
real, en carne y sangre… Por eso, en cada pena humana ha entrado uno
que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento
la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la
estrella de la esperanza» (Spe salvi, 39).
Queridos jóvenes, que el amor de Cristo por nosotros aumente vuestra
alegría y os aliente a estar cerca de los menos favorecidos. Vosotros, que
sois muy sensibles a la idea de compartir la vida con los demás, no paséis
de largo ante el sufrimiento humano, donde Dios os espera para que
entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra capacidad de amar y de
compadecer. Las diversas formas de sufrimiento que, a lo largo del Vía
Crucis, han desfilado ante nuestros ojos son llamadas del Señor para
edificar nuestras vidas siguiendo sus huellas y hacer de nosotros signos de
su consuelo y salvación. «Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor
de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de
convertirse en una persona que ama realmente, son elementos
fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre
mismo» (ibid.).
Que sepamos acoger estas lecciones y llevarlas a la práctica. Miremos
para ello a Cristo, colgado en el áspero madero, y pidámosle que nos
enseñe esta sabiduría misteriosa de la cruz, gracias a la cual el hombre
vive. La cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino el modo de expresar
la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la propia
vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo
crucificado por amor. La cruz en su forma y significado representa ese
amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono
del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como
Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo.
Volvamos ahora nuestros ojos a la Virgen María, que en el Calvario
nos fue entregada como Madre, y supliquémosle que nos sostenga con su
amorosa protección en el camino de la vida, en particular cuando pasemos
por la noche del dolor, para que alcancemos a mantenernos como Ella
firmes al pie de la cruz. Muchas gracias.
220
SEMINARISTAS: ¿CÓMO PREPARARSE AL SACERDOCIO?
20110820. Homilía. JMJ Madrid. Misa con los seminaristas
Me alegra profundamente celebrar la Santa Misa con todos vosotros,
que aspiráis a ser sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de
los hombres, y agradezco las amables palabras de saludo con que me
habéis acogido. Esta Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la
Almudena es hoy como un inmenso cenáculo donde el Señor celebra con
deseo ardiente su Pascua con quienes un día anheláis presidir en su
nombre los misterios de la salvación. Al veros, compruebo de nuevo cómo
Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos,
permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del evangelio al
mundo. Como seminaristas, estáis en camino hacia una meta santa: ser
prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre. Llamados por Él,
habéis seguido su voz y atraídos por su mirada amorosa avanzáis hacia el
ministerio sagrado. Poned vuestros ojos en Él, que por su encarnación es
el revelador supremo de Dios al mundo y por su resurrección es el
cumplidor fiel de su promesa. Dadle gracias por esta muestra de
predilección que tiene con cada uno de vosotros.
La primera lectura que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el
nuevo y definitivo sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total.
La antífona del salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar
en el mundo, dirigiéndose a su Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu
voluntad” (cf. Sal 39, 8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al
actuar, recorriendo los caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue
un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre
de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor
de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para
siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación
(cf. Heb 10,14).
La Eucaristía, de cuya institución nos habla el evangelio proclamado
(cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de esa entrega incondicional de
Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo
y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La
sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que
podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de
nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida
de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos
eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En
Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de
los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el
abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una
tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro
principio.
Queridos amigos, os preparáis para ser apóstoles con Cristo y como
Cristo, para ser compañeros de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo
vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio
221
interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción
paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia. Iglesia que
es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su
Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra
santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene
reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la
redención del género humano. La santidad de la Iglesia es ante todo la
santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus
sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e
impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción
entre el signo que somos y la realidad que queremos significar.
Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra
formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de
radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y
las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los
destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da
en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y
realismo. Por eso, en cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura
que esta sea, el sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas,
guardando para ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su
Ordenación, aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con
el misterio de la cruz del Señor.
Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse
cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y
víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote
ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos
cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta
esperando alcanzarla (cf.Flp 3,12-14).
Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de
sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en
esto al Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario,
estando totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es
don del Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por
el Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la
austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.
Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el
extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma
que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle
que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con
sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad,
antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y
en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la
altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus
defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar
por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el
tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige
la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con
222
quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que
hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente
enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con
fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.
Alentados por vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del
Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el
vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si estáis firmemente
persuadidos de que Dios os llama a ser sus ministros y plenamente
decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia.
Con esa confianza, aprended de Aquel que se definió a sí mismo como
manso y humilde de corazón, despojándoos para ello de todo deseo
mundano, de manera que no os busquéis a vosotros mismos, sino que con
vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros hermanos, como hizo el
santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila. Animados por
su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes.
Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y
os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario
para la salvación del mundo. Amén.

SAN JUAN DE ÁVILA, PRÓXIMO DOCTOR DE LA IGLESIA


20110820. Discurso. JMJ Madrid. Misa con los seminaristas
Con gran gozo, quiero anunciar ahora al pueblo de Dios, en este marco
de la Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena, que,
acogiendo los deseos del Señor Presidente de la Conferencia Episcopal
Española, Eminentísimo Cardenal Antonio María Rouco Varela,
Arzobispo de Madrid, de los demás Hermanos en el Episcopado de
España, así como de un gran número de Arzobispos y Obispos de otras
partes del mundo, y de muchos fieles, declararé próximamente a San Juan
de Ávila, presbítero, Doctor de la Iglesia universal.
Al hacer pública esta noticia aquí, deseo que la palabra y el ejemplo de
este eximio Pastor ilumine a los sacerdotes y a aquellos que se preparan
con ilusión para recibir un día la Sagrada Ordenación.
Invito a todos a que vuelvan la mirada hacia él, y encomiendo a su
intercesión a los Obispos de España y de todo el mundo, así como a los
presbíteros y seminaristas, para que perseverando en la misma fe de la que
él fue maestro, modelen su corazón según los sentimientos de Jesucristo,
el Buen Pastor, a quien sea la gloria y el honor por los siglos de los siglos.
Amén.

JÓVENES: EL MISTERIO DEL DOLOR EN UNA VIDA JOVEN


20110820. Discurso. Visita al Instituto San José. JMJ Madrid
La juventud, lo hemos recordado otras veces, es la edad en la que la
vida se desvela a la persona con toda la riqueza y plenitud de sus
223
potencialidades, impulsando la búsqueda de metas más altas que den
sentido a la misma. Por eso, cuando el dolor aparece en el horizonte de
una vida joven, quedamos desconcertados y quizá nos preguntemos:
¿Puede seguir siendo grande la vida cuando irrumpe en ella el
sufrimiento? A este respecto, en mi encíclica sobre la esperanza cristiana,
decía: “La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por
su relación con el sufrimiento y con el que sufre (…). Una sociedad que
no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la
compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también
interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (Spe salvi, 38). Estas
palabras reflejan una larga tradición de humanidad que brota del
ofrecimiento que Cristo hace de sí mismo en la Cruz por nosotros y por
nuestra redención. Jesús y, siguiendo sus huellas, su Madre Dolorosa y los
santos son los testigos que nos enseñan a vivir el drama del sufrimiento
para nuestro bien y la salvación del mundo.
Estos testigos nos hablan, ante todo, de la dignidad de cada vida
humana, creada a imagen de Dios. Ninguna aflicción es capaz de borrar
esta impronta divina grabada en lo más profundo del hombre. Y no solo:
desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la
imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece. Esta
especial predilección del Señor por el que sufre nos lleva a mirar al otro
con ojos limpios, para darle, además de las cosas externas que precisa, la
mirada de amor que necesita. Pero esto únicamente es posible realizarlo
como fruto de un encuentro personal con Cristo. De ello sois muy
conscientes vosotros, religiosos, familiares, profesionales de la salud y
voluntarios que vivís y trabajáis cotidianamente con estos jóvenes. Vuestra
vida y dedicación proclaman la grandeza a la que está llamado el hombre:
compadecerse y acompañar por amor a quien sufre, como ha hecho Dios
mismo. Y en vuestra hermosa labor resuenan también las palabras
evangélicas: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Por otro lado, vosotros sois también testigos del bien inmenso que
constituye la vida de estos jóvenes para quien está a su lado y para la
humanidad entera. De manera misteriosa pero muy real, su presencia
suscita en nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una ternura
que nos abre a la salvación. Ciertamente, la vida de estos jóvenes cambia
el corazón de los hombres y, por ello, estamos agradecidos al Señor por
haberlos conocido.
Queridos amigos, nuestra sociedad, en la que demasiado a menudo se
pone en duda la dignidad inestimable de la vida, de cada vida, os necesita:
vosotros contribuís decididamente a edificar la civilización del amor. Más
aún, sois protagonistas de esta civilización. Y como hijos de la Iglesia
ofrecéis al Señor vuestras vidas, con sus penas y sus alegrías, colaborando
con Él y entrando “a formar parte de algún modo del tesoro de compasión
que necesita el género humano” (Spe salvi,40).
224
Con afecto entrañable, y por intercesión de San José, de San Juan de
Dios y de San Benito Menni, os encomiendo de todo corazón a Dios
nuestro Señor: que Él sea vuestra fuerza y vuestro premio.

JÓVENES: ¿CÓMO SER FIEL A CRISTO HOY?


20110820. Discurso. Vigilia de oración. Cuatro Vientos. JMJ Madrid
Os saludo a todos, pero en particular a los jóvenes que me han
formulado sus preguntas, y les agradezco la sinceridad con que han
planteado sus inquietudes, que expresan en cierto modo el anhelo de todos
vosotros por alcanzar algo grande en la vida, algo que os dé plenitud y
felicidad.
Pero, ¿cómo puede un joven ser fiel a la fe cristiana y seguir aspirando
a grandes ideales en la sociedad actual? En el evangelio que hemos
escuchado, Jesús nos da una respuesta a esta importante cuestión: «Como
el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor»
(Jn 15, 9).
Sí, queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra
vida y que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o
la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un
proyecto de amor de Dios. Permanecer en su amor significa entonces vivir
arraigados en la fe, porque la fe no es la simple aceptación de unas
verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a
abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que
se saben amadas por Dios.
Si permanecéis en el amor de Cristo, arraigados en la fe, encontraréis,
aun en medio de contrariedades y sufrimientos, la raíz del gozo y la
alegría. La fe no se opone a vuestros ideales más altos, al contrario, los
exalta y perfecciona. Queridos jóvenes, no os conforméis con menos que
la Verdad y el Amor, no os conforméis con menos que Cristo.
Precisamente ahora, en que la cultura relativista dominante renuncia y
desprecia la búsqueda de la verdad, que es la aspiración más alta del
espíritu humano, debemos proponer con coraje y humildad el valor
universal de Cristo, como salvador de todos los hombres y fuente de
esperanza para nuestra vida. Él, que tomó sobre sí nuestras aflicciones,
conoce bien el misterio del dolor humano y muestra su presencia amorosa
en todos los que sufren. Estos, a su vez, unidos a la pasión de Cristo,
participan muy de cerca en su obra de redención. Además, nuestra
atención desinteresada a los enfermos y postergados, siempre será un
testimonio humilde y callado del rostro compasivo de Dios.
Queridos amigos, que ninguna adversidad os paralice. No tengáis
miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha
otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra
fe siga resonando su Nombre en toda la tierra.
En esta vigilia de oración, os invito a pedir a Dios que os ayude a
descubrir vuestra vocación en la sociedad y en la Iglesia y a perseverar en
ella con alegría y fidelidad. Vale la pena acoger en nuestro interior la
225
llamada de Cristo y seguir con valentía y generosidad el camino que él nos
proponga.
A muchos, el Señor los llama al matrimonio, en el que un hombre y
una mujer, formando una sola carne (cf. Gn 2, 24), se realizan en una
profunda vida de comunión. Es un horizonte luminoso y exigente a la vez.
Un proyecto de amor verdadero que se renueva y ahonda cada día
compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega
de la totalidad de la persona. Por eso, reconocer la belleza y bondad del
matrimonio, significa ser conscientes de que solo un ámbito de fidelidad e
indisolubilidad, así como de apertura al don divino de la vida, es el
adecuado a la grandeza y dignidad del amor matrimonial.
A otros, en cambio, Cristo los llama a seguirlo más de cerca en el
sacerdocio o en la vida consagrada. Qué hermoso es saber que Jesús te
busca, se fija en ti y con su voz inconfundible te dice también a ti:
«¡Sígueme!» (cf. Mc 2,14).
Queridos jóvenes, para descubrir y seguir fielmente la forma de vida a
la que el Señor os llame a cada uno, es indispensable permanecer en su
amor como amigos. Y, ¿cómo se mantiene la amistad si no es con el trato
frecuente, la conversación, el estar juntos y el compartir ilusiones o
pesares? Santa Teresa de Jesús decía que la oración es «tratar de amistad,
estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»
(cf. Libro de la vida, 8).
Os invito, pues, a permanecer ahora en la adoración a Cristo,
realmente presente en la Eucaristía. A dialogar con Él, a poner ante Él
vuestras preguntas y a escucharlo. Queridos amigos, yo rezo por vosotros
con toda el alma. Os suplico que recéis también por mí. Pidámosle al
Señor en esta noche que, atraídos por la belleza de su amor, vivamos
siempre fielmente como discípulos suyos. Amén.

JÓVENES: LA FE ES RELACIÓN PERSONAL CON JESÚS


20110821. Homilía. JMJ Madrid. Santa Misa. Cuatro Vientos
Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante
de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran
número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto
especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos
suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en
vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros
partícipes de su relación íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte,
conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda
generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir
también con los demás la alegría que hemos recibido. Ciertamente, son
muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo
y desean conocerlo mejor. Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus
inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible
que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que
ver conmigo hoy?
226
En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos
representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero
consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión
corriente. A la pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del
hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que
Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a
Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después,
dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro responde con lo que es la
primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe
va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de
captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.
Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un
don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha
revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos».
Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y
nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo
alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una
relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su
inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de
sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión
personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente
relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que
consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se
intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También
Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta
que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.
Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la
misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que
soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a
un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el
Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y
dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y
pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me
sostenga, la alegría que nunca me abandone.
En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y
yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la
fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una
simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está
estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su»
Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede
separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí
misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida,
alimento y fortaleza.
227
Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a
fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a
Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme
también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la
comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien
cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la
mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de
no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa
de Él.
Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva
igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que
améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a
conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor.
Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental
reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias,
comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de
cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el
cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.
De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar
testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay
rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a
conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros
mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo
necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso
que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es
una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la
Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación»
(Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser
discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay
multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en
sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir
por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.
Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón.
Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con
su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os
pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro,
pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia,
pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que
crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que
Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los
hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.

JÓVENES: ¿QUÉ QUIERE DIOS DE MÍ?


20110821. Discurso. Encuentro con los voluntarios JMJ Madrid
228
Al concluir los actos de esta inolvidable Jornada Mundial de la
Juventud, he querido detenerme aquí, antes de regresar a Roma, para daros
las gracias muy vivamente por vuestro inestimable servicio (…)
Muchos de vosotros habéis debido renunciar a participar de un modo
directo en los actos, al tener que ocuparos de otras tareas de la
organización. Sin embargo, esa renuncia ha sido un modo hermoso y
evangélico de participar en la Jornada: el de la entrega a los demás de la
que habla Jesús. En cierto sentido, habéis hecho realidad las palabras del
Señor: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor
de todos» (Mc 9,35). Tengo la certeza de que esta experiencia como
voluntarios os ha enriquecido a todos en vuestra vida cristiana, que es
fundamentalmente un servicio de amor. El Señor trasformará vuestro
cansancio acumulado, las preocupaciones y el agobio de muchos
momentos en frutos de virtudes cristianas: paciencia, mansedumbre,
alegría en el darse a los demás, disponibilidad para cumplir la voluntad de
Dios. Amar es servir y el servicio acrecienta el amor. Pienso que es este
uno de los frutos más bellos de vuestra contribución a la Jornada Mundial
de la Juventud. Pero esta cosecha no la recogéis solo vosotros, sino la
Iglesia entera que, como misterio de comunión, se enriquece con la
aportación de cada uno de sus miembros.
Al volver ahora a vuestra vida ordinaria, os animo a que guardéis en
vuestro corazón esta gozosa experiencia y a que crezcáis cada día más en
la entrega de vosotros mismos a Dios y a los hombres. Es posible que en
muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una
pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio
sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo
gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la grandeza de su
amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha
surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como
voluntarios al servicio de Aquel que «no ha venido a ser servido sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc10,45). Vuestra vida
alcanzará una plenitud insospechada. Quizás alguno esté pensando: el
Papa ha venido a darnos las gracias y se va pidiendo. Sí, así es. Ésta es la
misión del Papa, Sucesor de Pedro. Y no olvidéis que Pedro, en su primera
carta, recuerda a los cristianos el precio con que han sido rescatados: el de
la sangre de Cristo (cf. 1P 1, 18-19). Quien valora su vida desde esta
perspectiva sabe que al amor de Cristo solo se puede responder con amor,
y eso es lo que os pide el Papa en esta despedida: que respondáis con amor
a quien por amor se ha entregado por vosotros. Gracias de nuevo y que
Dios vaya siempre con vosotros.

AMAR Y CONFIAR SÓLO EN DIOS


20110720. Mensaje. A Somascos. V Centenario S. Jerónimo E.
Orientado por sus vicisitudes familiares, a causa de las cuales se había
convertido en tutor de todos sus sobrinos que habían quedado huérfanos,
san Jerónimo maduró la idea de que la juventud, sobre todo la más
229
necesitada, no puede quedar abandonada, sino que para crecer sana
necesita un requisito esencial: el amor. En él el amor superaba el ingenio,
y dado que era un amor que brotaba de la caridad misma de Dios, estaba
lleno de paciencia y de comprensión: atento, tierno y dispuesto al
sacrificio, como el de una madre.
La Iglesia del siglo XVI, dividida por el cisma protestante, en
búsqueda de una seria reforma también en su seno, gozó de un nuevo
florecimiento de santidad que fue la primera y más original respuesta a los
impulsos de renovación. El testimonio de los santos muestra que hay que
confiar sólo en Dios, pues las pruebas, tanto a nivel personal como
institucional, sirven para incrementar la fe. Dios tiene sus planes, incluso
cuando no logramos comprender sus disposiciones.

ASUNCIÓN DE MARÍA
20110815. Homilía. Asunción de María. Catesgandolfo
Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar una de las más
antiguas y amadas fiestas dedicadas a María santísima: la fiesta de su
asunción a la gloria del cielo en alma y cuerpo, es decir, en todo su ser
humano, en la integridad de su persona. Así se nos da la gracia de renovar
nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el
Todopoderoso hizo por ella y obró en ella.
Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver
en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra
existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de la
Madre de Dios, de su itinerario espiritual, de su destino de gloria: un
camino y una meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera,
nuestro mismo camino y nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los
pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos propone hoy. Quiero
reflexionar, en particular, sobre una imagen que encontramos en la
primera lectura, tomada del Apocalipsis y de la que se hace eco el
Evangelio de san Lucas: la del arca.
En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el cielo el santuario de
Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál
es el significado del arca? ¿Qué aparece? Para el Antiguo Testamento, es
el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo
ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que
la verdadera arca de la alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen
María. Dios no habita en un mueble, Dios habita en una persona, en un
corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo eterno de Dios hecho
hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador. En el arca —como sabemos— se
conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la
voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicando sus
condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la
voluntad de Dios y así también a nuestra verdad profunda. María es el arca
de la alianza, porque acogió en sí a Jesús; acogió en sí la Palabra viva,
todo el contenido de la voluntad de Dios, de la verdad de Dios; acogió en
230
sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de
su cuerpo y de su sangre: cuerpo y sangre recibidos de María. Con razón,
por consiguiente, la piedad cristiana, en las letanías en honor de la Virgen,
se dirige a ella invocándola como Foederis Arca, «Arca de la alianza»,
arca de la presencia de Dios, arca de la alianza de amor que Dios quiso
establecer de modo definitivo con toda la humanidad en Cristo.
El pasaje del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto importante de la
realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un extraordinario
destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a su Hijo, a quien
acogió en la fe y engendró en la carne, que comparte plenamente su gloria
del cielo. Es lo que sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un gran
signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus
pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y
dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 1-
2; 5). La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente
dócil a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el cielo de Dios con todo su
ser, alma y cuerpo.
San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una famosa
homilía afirma: «Hoy la santa y única Virgen es llevada al templo
celestial... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que
llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, no
construido por mano de hombre» (Homilía II sobre la
Dormición, 2: PG 96, 723); y prosigue: «Era preciso que aquella que
había acogido en su seno al Logos divino, se trasladara a los tabernáculos
de su Hijo... Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido
habitara en la estancia nupcial del cielo» (ib., 14: PG 96, 742).
Hoy la Iglesia canta el amor inmenso de Dios por esta criatura suya: la
eligió como verdadera «arca de la alianza», como Aquella que sigue
engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad, como Aquella que
en el cielo comparte la plenitud de la gloria y goza de la felicidad misma
de Dios y, al mismo tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro
modo modesto, «arca» en la que está presente la Palabra de Dios, que es
transformada y vivificada por su presencia, lugar de la presencia de Dios,
para que los hombres puedan encontrar en los demás la cercanía de Dios y
así vivir en comunión con Dios y conocer la realidad del cielo.
El Evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39-56)
nos muestra esta arca viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su
casa de Nazaret, María se pone en camino hacia la montaña para llegar de
prisa a una ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel. Me
parece importante subrayar la expresión «de prisa»: las cosas de Dios
merecen prisa; más aún, las únicas cosas del mundo que merecen prisa son
precisamente las de Dios, que tienen la verdadera urgencia para nuestra
vida. Entonces María entra en esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra
sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo hecho hombre.
Ciertamente, en aquella casa la esperaban a ella y su ayuda, pero el
evangelista nos guía a comprender que esta espera remite a otra, más
profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el
231
símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza,
aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre
los ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera arca de la
alianza, la Madre de Dios, que va a visitarla. Así, la pariente anciana la
acoge diciéndole «a voz en grito»: «¡Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre
de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella
que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el
seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la
criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el evangelista san
Lucas usa el término «skirtan», es decir, «saltar», el mismo término que
encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo
Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que
había vuelto finalmente a la patria (cf. 2 S 6, 16). Juan Bautista en el seno
de su madre danza ante el arca de la Alianza, como David; y así reconoce:
María es la nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de
alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para sí esta
divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así
—como dice la oración— María es realmente «causa nostrae laetitiae», el
«arca» en la que verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.
Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en cierto
sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros:
también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó
—ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a
María. En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos
abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino
para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con
él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso
en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas.
María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica
con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera
Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.

MI ALMA ESTÁ SEDIENTA DE TI, DEL DIOS VIVO


20110828. Discurso. Al inicio de la Misa con sus exalumnos
Hoy respondemos a la primera lectura, tomada del profeta Jeremías,
con el Salmo 62: mi alma está sedienta de ti, del Dios vivo; como tierra
reseca, agostada, te espera a ti, el Dios vivo.
En este tiempo de ausencia de Dios, cuando la tierra de las almas está
reseca y la gente aún no sabe de dónde viene el agua viva, pedimos al
Señor que se manifieste. Queremos pedirle que, a quienes buscan en otras
partes el agua viva, les muestre que esa agua es él mismo, y que él no
permite que la vida de los hombres, su sed de algo grande, de plenitud, se
apague y se ahogue en lo transitorio.
Queremos pedirle a él, sobre todo para los jóvenes, que se avive en
ellos la sed de él y que reconozcan dónde se encuentra la respuesta.
232
Y nosotros, que lo hemos podido conocer desde nuestra juventud,
podemos pedir perdón porque llevamos poco la luz de su rostro a los
hombres, porque de nosotros proviene poco la certeza de que «él vive, él
está presente y él es la realidad grande, plena, que todos esperamos».
Queremos pedirle a él que nos perdone, que nos renueve con el agua viva
de su Espíritu y nos conceda celebrar dignamente estos sagrados
misterios.

EUCARISTÍA PARA LA VIDA COTIDIANA: PRIMADO DE DIOS


20110911. Homilía. Misa. Clausura Congreso Eucarístico. Ancona
Hace seis años, el primer viaje apostólico en Italia de mi pontificado
me llevó a Bari, con ocasión del 24° Congreso eucarístico nacional. Hoy
he venido a clausurar solemnemente el 25°, aquí en Ancona. …En Bari
hemos hecho memoria de cómo «sin el Domingo no podemos vivir»; hoy,
nuestro reencuentro se caracteriza por la «Eucaristía para la vida
cotidiana».
«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60).
Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de
Cafarnaún, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales
abandonaron a Jesús, no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don
total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere
decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él,
como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura: «Si
vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así
que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8).
«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia
confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de
poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite
para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en
desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a
añorar las cadenas del pasado: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del
Señor en la tierra de Egipto», decían los israelitas en el desierto (Ex 16, 3),
como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la
acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la
esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de
servir al verdadero bien de los hermanos.
«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con
frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan».
Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una
elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas
ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de
la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo
de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de
Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de
pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto del trabajo del
hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a
233
nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante todo,
«fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha de
pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de
los humildes: «Padre (...), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11).
El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende
sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra
humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro
pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se
cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos
recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo
que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el
conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos
nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el
centro vital de nuestra existencia.
¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el
primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se
convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con
frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley
dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al
cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra
última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como
Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida
(cf.Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-
29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se
inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive
en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo
comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo.
Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con
este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo.
Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del
Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya
ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una
ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en
un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y
reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada
por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a
nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para
abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la
cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para
anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera
vivimos.
¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la
Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística,
queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el
espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une
íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia,
donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17),
234
realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos
presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso
sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los
confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y
transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica,
«en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar
a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio
concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est, 14).
La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas,
cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la
comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa
asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria;
nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la
persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse
de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la
suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de
donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la
Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el
entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y
sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el
propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a
quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25, 34-36). En
cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí
mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad
eucarística, entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el
egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al
redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a
partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de
aquellas desintegradas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una
comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la
diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad
de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística
es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo
tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos
dedicados a la fiesta y a la familia y en el compromiso por superar la
incertidumbre de la precariedad y el problema del paro. Una espiritualidad
eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de
fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la
persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida
sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los
valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual
y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la
disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la
construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.
Queridos amigos, volvamos de esta tierra de Las Marcas con la fuerza
de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos
y los ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente
235
humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser
vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto
espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en
relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Exhort. ap.
postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, «no sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4): nosotros
vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta
entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién
vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y
sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible
que done a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo
profundo de aquella salvación que sólo viene de él. Buen camino, con
Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia que está en Italia. Amén.

EL SACERDOTE TIENE UNA DIMENSIÓN ESPONSAL


20110911. Discurso. Sacerdotes y familias. Ancona
Deseo detenerme brevemente en la necesidad de reconducir orden
sagrado y matrimonio hacia la única fuente eucarística. Los dos estados de
vida tienen, en efecto, en el amor de Cristo —que se da a sí mismo para la
salvación de la humanidad—, la misma raíz; están llamados a una misión
común: la de testimoniar y hacer presente este amor al servicio de la
comunidad, para la edificación del Pueblo de Dios (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 1534). Esta perspectiva permite ante todo superar una
visión reductiva de la familia, que la considera como mera destinataria de
la acción pastoral. Es cierto que, en esta época difícil, la familia necesita
particulares atenciones. Pero no por ello hay que disminuir su identidad ni
mortificar su responsabilidad específica. La familia es riqueza para los
esposos, bien insustituible para los hijos, fundamento indispensable de la
sociedad, comunidad vital para el camino de la Iglesia.
Queridos sacerdotes, por el don que habéis recibido en la ordenación,
estáis llamados a servir como pastores a la comunidad eclesial, que es
«familia de familias», y, por lo tanto, a amar a cada uno con corazón
paterno, con auténtico desprendimiento de vosotros mismos, con entrega
plena, continua y fiel: vosotros sois signo vivo que remite a Jesucristo, el
único Buen Pastor. Conformaos a él, a su estilo de vida, con ese servicio
total y exclusivo del que el celibato es expresión. También el sacerdote
tiene una dimensión esponsal; es identificarse con el corazón de Cristo
Esposo que da la vida por la Iglesia, su esposa (cf. Exhort. ap.
postsin. Sacramentum caritatis, 24). Cultivad una profunda familiaridad
con la Palabra de Dios, luz en vuestro camino. Que la celebración
cotidiana y fiel de la Eucaristía sea el lugar donde se obtenga la fuerza
para donaros vosotros mismos cada día en el ministerio y vivir
constantemente en la presencia de Dios: es él vuestra morada y vuestra
herencia. De esto debéis ser testigos para la familia y para cada persona
que el Señor pone en vuestro camino, también en las circunstancias más
236
difíciles (cf. ib., 80). Alentad a los cónyuges, compartid sus
responsabilidades educativas, ayudadles a renovar continuamente la gracia
de su matrimonio. Haced a la familia protagonista en la acción pastoral.
Sed acogedores y misericordiosos, también con quienes les cuesta más
cumplir con los compromisos asumidos con el vínculo matrimonial y con
cuantos, lamentablemente, han faltado a ellos.
Queridos esposos, vuestro matrimonio se arraiga en la fe de que «Dios
es amor» (1 Jn 4, 8) y que seguir a Cristo significa «permanecer en el
amor» (cf. Jn 15, 9-10). Vuestra unión —como enseña el apóstol san
Pablo— es signo sacramental del amor de Cristo por la Iglesia (cf. Ef 5,
32), amor que culmina en la Cruz y que «se significa y se actualiza en la
Eucaristía» (Exhort. ap. postsin.Sacramentum caritatis, 29). Que el
misterio eucarístico incida cada vez con mayor profundidad en vuestra
vida diaria: sacad inspiración y fuerza de este sacramento para vuestra
relación conyugal y para la misión educativa a la que estáis llamados;
construid vuestras familias en la unidad, don que viene de lo alto y que
alimenta vuestro compromiso en la Iglesia y en la promoción de un mundo
justo y fraterno. Amad a vuestros sacerdotes, expresadles aprecio por el
generoso servicio que realizan. Sabed soportar también sus limitaciones,
sin renuncia jamás a pedirles que sean entre vosotros ministros ejemplares
que os hablan de Dios y que os conducen a Dios. Vuestra fraternidad es
para ellos una ayuda espiritual valiosa y un apoyo en las pruebas de la
vida.

ORIENTACIONES A LOS NOVIOS


20110911. Discurso. Encuentro con los novios. Ancona
Me alegra concluir esta intensa jornada, culmen del Congreso
eucarístico nacional, encontrándoos a vosotros, casi para querer confiar la
herencia de este acontecimiento de gracia a vuestras jóvenes vidas.
Además, la Eucaristía, don de Cristo para la salvación del mundo, indica y
contiene el horizonte más verdadero de la experiencia que estáis viviendo:
el amor de Cristo como plenitud del amor humano.
Gracias también por las preguntas que me habéis dirigido y que acojo
confiando en la presencia, en medio de nosotros, del Señor Jesús: ¡sólo él
tiene palabras de vida eterna, palabras de vida para vosotros y vuestro
futuro!
Lo que planteáis son interrogantes que, en el actual contexto social,
asumen un peso aún mayor. Deseo ofreceros sólo alguna orientación por
respuesta. En ciertos aspectos nuestro tiempo no es fácil, sobre todo para
vosotros, los jóvenes. La mesa está surtida de muchas cosas deliciosas,
pero, como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que
falta el vino de la fiesta. Sobre todo la dificultad de encontrar un trabajo
estable extiende un velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición
contribuye a posponer la toma de decisiones definitivas, e incide de modo
negativo en el crecimiento de la sociedad, que no consigue valorar
237
plenamente la riqueza de energías, de competencias y de creatividad de
vuestra generación.
Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir
de criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado
a moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único
perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja
en un relativismo que mella los valores esenciales; la consonancia de
sensaciones, de estados de ánimo y de emociones parece más importante
que compartir un proyecto de vida. También las elecciones de fondo se
vuelven entonces frágiles, expuestas a una perenne revocabilidad, que a
menudo se considera como expresión de libertad, mientras que más bien
señala su carencia. Asimismo, pertenece a una cultura carente del vino de
la fiesta la aparente exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la
sexualidad y tiende a que se viva fuera de un contexto de comunión de
vida y de amor.
Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No
perdáis nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades,
permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda
circunstancia, sois amados y estáis custodiados por el amor de Dios, que
es nuestra fuerza. Dios es bueno. Por esto es importante que el encuentro
con Dios, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea constante,
fiel, precisamente como es el camino de vuestro amor: amar a Dios y
sentir que él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad
seguros, además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os
sostiene, no cesa de miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed
de valores, los valores verdaderos, sobre lo que vale la pena construir
vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las
relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que
parecen apagar la alegría en la mesa de la vida. En las bodas de Caná,
cuando falta el vino, María invitó a los sirvientes a dirigirse a Jesús y les
dio una indicación precisa: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Atesorad
estas palabras, las últimas de María citadas en los Evangelios, casi su
testamento espiritual, y tendréis siempre la alegría de la fiesta: ¡Jesús es el
vino de la fiesta!
Como novios estáis viviendo una época única que abre a la maravilla
del encuentro y permite descubrir la belleza de existir y de ser valiosos
para alguien, de poderos decir recíprocamente: tú eres importante para mí.
Vivid con intensidad, gradualidad y verdad este camino. No renunciéis a
perseguir un ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios.
¿Pero cómo vivir esta etapa de vuestra vida, testimoniar el amor en la
comunidad? Deseo deciros ante todo que evitéis cerraros en relaciones
intimistas, falsamente tranquilizadoras; haced más bien que vuestra
relación se convierta en levadura de una presencia activa y responsable en
la comunidad. No olvidéis, además, que, para ser auténtico, también el
amor requiere un camino de maduración: a partir de la atracción inicial y
de «sentirse bien» con el otro, educaos a «querer bien» al otro, a «querer
238
el bien» del otro. El amor vive de gratuidad, de sacrificio de uno mismo,
de perdón y de respeto del otro.
Queridos amigos, todo amor humano es signo del Amor eterno que nos
ha creado y cuya gracia santifica la elección de un hombre y de una mujer
de entregarse recíprocamente la vida en el matrimonio. Vivid este tiempo
del noviazgo en la espera confiada de tal don, que hay que acoger
recorriendo un camino de conocimiento, de respeto, de atenciones que
jamás debéis perder: sólo con esta condición el lenguaje del amor seguirá
siendo significativo también con el paso de los años. Educaos, también,
desde ahora en la libertad de la fidelidad, que lleva a custodiarse
recíprocamente, hasta vivir el uno para el otro. Preparaos a elegir con
convicción el «para siempre» que connota el amor: la indisolubilidad,
antes que una condición, es un don que hay que desear, pedir y vivir, más
allá de cualquier situación humana mutable. Y no penséis, según una
mentalidad extendida, que la convivencia sea garantía para el futuro.
Quemar etapas acaba por «quemar» el amor, que en cambio necesita
respetar los tiempos y la gradualidad en las expresiones; necesita dar
espacio a Cristo, que es capaz de hacer un amor humano fiel, feliz e
indisoluble. La fidelidad y la continuidad de que os queráis bien os harán
capaces también de estar abiertos a la vida, de ser padres: la estabilidad de
vuestra unión en el sacramento del matrimonio permitirá a los hijos que
Dios quiera daros crecer con confianza en la bondad de la vida. Fidelidad,
indisolubilidad y transmisión de la vida son los pilares de toda familia,
verdadero bien común, valioso patrimonio para toda la sociedad. Desde
ahora, fundad en ellos vuestro camino hacia el matrimonio y testimoniadlo
también a vuestros coetáneos: ¡es un valioso servicio! Sed agradecidos
con cuantos, con empeño, competencia y disponibilidad os acompañan en
la formación: son signo de la atención y de la solicitud que la comunidad
cristiana os reserva. No estáis solos: sed los primeros en buscar y acoger la
compañía de la Iglesia.
Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del
amor tiene en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete
el infinito. Haced, por lo tanto, de este tiempo vuestro de preparación al
matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la
centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia. María nos enseña que
el bien de cada uno depende de la escucha dócil de la palabra del Hijo. En
quien se fía de él, el agua de la vida cotidiana se transforma en el vino de
un amor que hace buena, bella y fecunda la vida. Caná, de hecho, es
anuncio y anticipación del don del vino nuevo de la Eucaristía, sacrificio y
banquete en el cual el Señor nos alcanza, nos renueva y transforma. Y no
perdáis la importancia vital de este encuentro: que la asamblea litúrgica
dominical os encuentre plenamente partícipes: de la Eucaristía brota el
sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir (cf. Exhort. ap.
postsin.Sacramentum caritatis, 72-73). No tendréis, entonces, miedo al
asumir la esforzada responsabilidad de la opción conyugal; no temeréis
entrar en este «gran misterio» en el que dos personas llegan a ser una sola
carne (cf. Ef 5, 31-32).
239
Queridísimos jóvenes, os encomiendo a la protección de san José y de
María santísima; siguiendo la invitación de la Virgen Madre —«Haced lo
que él os diga»— no os faltará el sabor de la verdadera fiesta y sabréis
llevar el «vino» mejor, el que Cristo dona para la Iglesia y para el mundo.
Deseo deciros que también yo estoy cerca de vosotros y de cuantos, como
vosotros, viven este maravilloso camino de amor. ¡Os bendigo con todo el
corazón!

ALIMENTAR EL DON FUNDAMENTAL DE LA FILIACIÓN DIVINA


20110915. Discurso. A los obispos de reciente nombramiento
El encuentro anual con los obispos nombrados en el curso del año me
ha brindado la posibilidad de subrayar algún aspecto del ministerio
episcopal. Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros sobre la
importancia de la acogida por parte del obispo de los carismas que el
Espíritu suscita para la edificación de la Iglesia. La consagración
episcopal os ha conferido la plenitud del sacramento del Orden, que, en la
comunidad eclesial, es puesto al servicio del sacerdocio común de los
fieles, de su crecimiento espiritual y de su santidad. El sacerdocio
ministerial, de hecho, como sabéis, tiene el objetivo y la misión de hacer
vivir el sacerdocio de los fieles, que, en virtud del Bautismo, participan a
su modo en el único sacerdocio de Cristo, como afirma la constitución
conciliar Lumen gentium: «El sacerdocio común de los fieles y el
sacerdocio ministerial o jerárquico, están ordenados el uno al otro; ambos,
en efecto, participan cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo.
Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado» (n. 10). Por
esta razón, los obispos tienen la tarea de vigilar y obrar a fin de que los
bautizados puedan crecer en la gracia y según los carismas que el Espíritu
Santo suscita en sus corazones y en su comunidad. El concilio Vaticano II
recordó que el Espíritu Santo, mientras une en la comunión y en el
ministerio a la Iglesia, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos
y carismáticos y la adorna con sus frutos (cf. ib., 4). La reciente Jornada
mundial de la juventud en Madrid ha demostrado, una vez más, la
fecundidad de la riqueza de los carismas en la Iglesia, precisamente hoy, y
la unidad eclesial de todos los fieles congregados en torno al Papa y a los
obispos. Una vitalidad que refuerza la obra de evangelización y la
presencia de la Iglesia en el mundo. Y vemos, podemos casi tocar que el
Espíritu Santo también hoy está presente en la Iglesia, crea carismas y
crea unidad.
El don fundamental que estáis llamados a alimentar en los fieles
encomendados a vuestro cuidado pastoral es ante todo el de la filiación
divina, que es participación de cada uno en la comunión trinitaria. Lo
esencial es que llegamos a ser realmente hijos e hijas en el Hijo. El
Bautismo, que constituye a los hombres «hijos en el Hijo» y miembros de
la Iglesia, es la raíz y la fuente de todos los demás dones carismáticos.
Con vuestro ministerio de santificación, vosotros educáis a los fieles a
participar siempre más intensamente en el oficio sacerdotal, profético y
240
real de Cristo, ayudándoles a edificar la Iglesia, según los dones recibidos
de Dios, de modo activo y corresponsable. De hecho, siempre debemos
tener presente que los dones del Espíritu, por extraordinarios o sencillos y
humildes que sean, son siempre dados gratuitamente para la edificación de
todos. El obispo, en cuanto signo visible de la unidad de su Iglesia
particular (cf. ib., 23), tiene la tarea de reunir y armonizar la diversidad
carismática en la unidad de la Iglesia, favoreciendo la reciprocidad entre el
sacerdocio jerárquico y el sacerdocio bautismal.
Acoged por lo tanto los carismas con gratitud para la santificación de
la Iglesia y la vitalidad del apostolado. Y esta acogida y gratitud hacia el
Espíritu Santo, que obra también hoy entre nosotros, son inseparables
del discernimiento, que es propio de la misión del obispo, como ha
recalcado el concilio Vaticano II, que ha encomendado al ministerio
pastoral el juicio sobre la autenticidad de los carismas y sobre su ejercicio
ordenado, sin extinguir el Espíritu, sino examinando y conservando lo que
es bueno (cf. ib., 12). Esto me parece importante: por una parte no
extinguir, pero por otra parte distinguir, ordenar y conservar examinando.
Para esto debe estar siempre claro que ningún carisma dispensa de la
referencia y la sumisión a los pastores de la Iglesia (cf. exhort.
ap.Christifideles laici, 24). Acogiendo, juzgando y ordenando los diversos
dones y carismas, el obispo ofrece un servicio grande y valioso al
sacerdocio de los fieles y a la vitalidad de la Iglesia, que resplandecerá
como esposa del Señor, revestida de la santidad de sus hijos.
Este articulado y delicado ministerio, pide al obispo que alimente con
solicitud la propia vida espiritual. Sólo así crece el don del discernimiento.
Como afirma la exhortación apostólica Pastores gregis, el obispo se
convierte en «padre» precisamente porque es plenamente «hijo» de la
Iglesia (n. 10). Por otra parte, en virtud de la plenitud del sacramento del
Orden, es maestro, santificador y pastor que actúa en nombre y en la
persona de Cristo. Estos dos aspectos inseparables lo llaman a crecer
como hijo y como pastor en el seguimiento de Cristo, de modo que su
santidad personal manifieste la santidad objetiva recibida con la
consagración episcopal, porque la santidad objetiva del sacramento y la
santidad personal del obispo van juntas. Os exhorto, por lo tanto, queridos
hermanos en el episcopado a permanecer siempre en la presencia del Buen
Pastor y a asimilar cada vez más sus sentimientos y sus virtudes humanas
y sacerdotales, mediante la oración personal que debe acompañar vuestras
arduas jornadas apostólicas. En la intimidad con el Señor hallaréis
consuelo y apoyo para vuestro exigente ministerio. No tengáis miedo de
confiar al corazón de Jesucristo cada una de vuestras preocupaciones,
seguros de que él cuida de vosotros, como ya advertía el apóstol san Pedro
(cf. 1 P 5, 6). Que la oración esté siempre alimentada por la meditación de
la Palabra de Dios, por el estudio personal, por el recogimiento y el debido
reposo, para que podáis saber escuchar y acoger con serenidad «aquello
que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 11) y llevar a todos a la unidad
de la fe y del amor. Con la santidad de vuestra vida y la caridad pastoral
serviréis de ejemplo y ayuda a los sacerdotes, vuestros primeros e
241
indispensables colaboradores. Vuestra solicitud los hará crecer en la
corresponsabilidad como sabios guías de los fieles, que con vosotros están
llamados a edificar la comunidad, con sus dones, sus carismas y con el
testimonio de su vida, para que en el coro de la comunión la Iglesia dé
testimonio de Jesucristo, a fin de que el mundo crea. Y esta cercanía a los
sacerdotes, precisamente hoy, con todos los problemas, es de enorme
importancia.

QUE DIOS VUELVA A NUESTRO HORIZONTE


20110917. Discurso. Videomensaje previo al viaje a Alemania
En pocos días partiré para mi viaje a Alemania, y estoy muy contento
de ello.
Todo ello no es turismo religioso, y menos todavía un «show». De qué
se trata, lo dice el lema de estas jornadas: «Donde está Dios, ahí hay
futuro». Debería tratarse del hecho de que Dios vuelva a nuestro
horizonte, ese Dios con tanta frecuencia totalmente ausente, de quien, en
cambio, tenemos tanta necesidad.
Tal vez me preguntaréis: «¿Pero existe Dios? Y si existe, ¿se ocupa
verdaderamente de nosotros? ¿Podemos llegar a él?». Cierto, es verdad:
no podemos poner a Dios sobre la mesa, no podemos tocarlo como a un
utensilio o tomarlo con la mano como un objeto cualquiera. Debemos
desarrollar de nuevo la capacidad de percepción de Dios, capacidad que
existe en nosotros. En la grandeza del cosmos podemos intuir algo de la
magnitud de Dios. Podemos utilizar el mundo a través de la técnica,
porque está construido de manera racional. En la gran racionalidad del
mundo podemos intuir el espíritu creador de quien aquél deriva, y en la
belleza de la creación podemos intuir algo de la belleza, de la grandeza y
también de la bondad de Dios. En la Palabra de las Sagradas Escrituras
podemos escuchar palabras de vida eterna que no vienen sencillamente de
hombres, sino que vienen de Él, y en ellas oímos su voz. Y finalmente,
casi vemos a Dios también en el encuentro con las personas que han sido
tocadas por Él. No pienso sólo en los grandes: desde san Pablo hasta
Francisco de Asís y la Madre Teresa; sino que pienso en las muchas
personas sencillas de las que nadie habla. Y sin embargo, cuando las
encontramos, emana de ellas algo de bondad, sinceridad, alegría, y
nosotros sabemos que ahí está Dios y que Él nos toca también a nosotros.
Así que, en estos días, deseamos empeñarnos en volver a ver a Dios, para
nosotros mismos volver a ser personas desde quienes entre en el mundo
una luz de la esperanza, que es luz que viene de Dios y nos ayuda a vivir.

PARA MÍ VIVIR ES CRISTO


20110918. Ángelus
En la liturgia de hoy comienza la lectura de la carta de san Pablo a los
Filipenses, es decir a los miembros de la comunidad que el apóstol mismo
fundó en la ciudad de Filipos, importante colonia romana en Macedonia,
242
hoy norte de Grecia. San Pablo llegó a Filipos durante su segundo viaje
misionero, procedente de la costa de Anatolia y atravesando el Mar Egeo.
En esa ocasión, fue la primera vez que el evangelio llegó a Europa. Nos
encontramos en torno al año 50, o sea, cerca de veinte años después de la
muerte y la resurrección de Jesús. No obstante, en la carta a los
Filipenses se encuentra un himno a Cristo que ya presenta una síntesis
completa de su misterio: encarnación, kénosis, es decir humillación hasta
la muerte de cruz, y glorificación. Este mismo misterio llegó a ser una sola
cosa con la vida del apóstol san Pablo, que escribe esta carta mientras está
en prisión, a la espera de una sentencia de vida o de muerte. Afirma: «Para
mí la vida es Cristo y el morir una ganancia» (Flp 1, 21). Es un nuevo
sentido de la vida, de la existencia humana, que consiste en la comunión
con Jesucristo vivo; no sólo con un personaje histórico, un maestro de
sabiduría, un líder religioso, sino con un hombre en quien habita
personalmente Dios. Su muerte y resurrección es la Buena Noticia que,
partiendo de Jerusalén, está destinada a llegar a todos los hombres y a
todos los pueblos, y a transformar desde dentro a todas las culturas,
abriéndolas a la verdad fundamental: Dios es amor, se hizo hombre en
Jesús y con su sacrificio rescató a la humanidad de la esclavitud del mal
donándole una esperanza fiable.
San Pablo era un hombre que resumía en sí tres mundos: el judío, el
griego y el romano. No por casualidad Dios le confió la misión de llevar el
evangelio desde Asia Menor hasta Grecia y luego a Roma, construyendo
un puente que habría proyectado el cristianismo hasta los últimos confines
de la tierra. Hoy vivimos en una época de nueva evangelización. Vastos
horizontes se abren al anuncio del Evangelio, mientras que regiones de
antigua tradición cristiana están llamadas a redescubrir la belleza de la fe.
Protagonistas de esta misión son hombres y mujeres que, como san Pablo,
pueden decir: «Para mí vivir es Cristo». Personas, familias, comunidades
que aceptan trabajar en la viña del Señor, según la imagen del evangelio
de este domingo (cf. Mt 20, 1-16): obreros humildes y generosos, que no
piden otra recompensa sino la de participar en la misión de Jesús y de su
Iglesia. «Si el vivir esta vida mortal —escribe una vez más san Pablo—
me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger» (Flp 1, 22): si la unión
plena con Cristo más allá de la muerte, o el servicio a su cuerpo místico en
esta tierra.
Queridos amigos, el evangelio ha transformado el mundo, y lo sigue
transformando, como un río que irriga un inmenso campo.

¿POR QUÉ ESTOY EN LA IGLESIA?


20110922. Entrevista durante el vuelo a Alemania
P. Lombardi: Santidad, bienvenido entre nosotros. Somos el
acostumbrado grupo de sus acompañantes periodistas que se preparan para
hacerse eco de su viaje en la prensa mundial, y están muy agradecidos por
el hecho de que usted, ya desde el principio, tenga tiempo para nosotros,
para ayudarnos a comprender bien el significado de este viaje, que es un
243
viaje particular pues se dirige a su patria y hablará en su idioma... En
Alemania hay unos 4.000 periodistas acreditados en las diversas etapas del
viaje. Aquí, en el avión, tenemos a 68, de quienes algo más de 20 son
alemanes. Le propongo entonces algunas preguntas. La primera se la hago
en alemán, de forma que pueda usted hablar para nuestros colegas
alemanes en su lengua. A los italianos les explico que se trata de una
pregunta sobre cuánto se siente todavía alemán el Papa.
P. Lombardi: Santidad, permítanos —para empezar— una pregunta
muy personal. ¿En qué medida se siente todavía alemán el Papa
Benedicto XVI? ¿Y cuáles son los aspectos en los que usted percibe
cuánto influye —o menos— su origen alemán?
Santo Padre: Hölderlin dijo: «Lo que más importa es el nacimiento»,
y esto naturalmente también lo siento yo. Nací en Alemania y la raíz ni se
puede ni debe cortar. Recibí mi formación cultural en Alemania, mi lengua
es el alemán y la lengua es el modo con que el espíritu vive y actúa, y toda
mi formación cultural tuvo lugar allí. Cuando me ocupo de teología lo
hago partiendo de la forma interior que aprendí en las universidades
alemanas y siento admitir que aún sigo leyendo más libros en alemán que
en otras lenguas. Por eso, en la estructura cultural de mi vida, este ser
alemán es muy fuerte. La pertenencia a su historia, con su grandeza y sus
debilidades, no puede ni debe suprimirse. Para un cristiano, sin embargo,
se añade algo más; con el bautismo nace de nuevo, nace en un nuevo
pueblo que está formado por todos los pueblos; un pueblo que comprende
todos los pueblos y todas las culturas y en el cual ahora se encuentra
verdaderamente en casa, sin por ello perder su origen natural. Cuando
luego se asume una responsabilidad grande, como en mi caso, que tengo la
responsabilidad suprema de este nuevo pueblo, es evidente que uno se
identifica cada vez más en él. La raíz se convierte en un árbol que se
extiende en varias direcciones, y el hecho de estar en casa en esta gran
comunidad de un pueblo formado por todos los pueblos, de la Iglesia
católica, se vuelve cada vez más vivo y profundo, forja toda la existencia
sin por ello renunciar al pasado. Diría, por lo tanto, que el origen
permanece, subsiste la estructura cultural, persiste naturalmente también el
amor particular y la especial responsabilidad, pero todo ello introducido y
ampliado en la pertenencia mayor, en la civitas Dei, como diría Agustín,
en el pueblo de todos los pueblos donde todos somos hermanos y
hermanas.
P. Lombardi: Santo Padre, en los últimos años en Alemania se ha
dado un aumento de abandonos de la Iglesia, en parte también a causa de
los abusos cometidos contra menores por parte de miembros del clero.
¿Cuál es su sentimiento respecto a este fenómeno? ¿Y qué diría a quienes
quieren dejar la Iglesia?
Santo Padre: Distingamos quizá ante todo la motivación específica de
quienes se sienten escandalizados por estos crímenes que han sido puestos
de manifiesto en estos últimos tiempos. Puedo entender que, a la luz de
tales informaciones, sobre todo si se refieren a personas cercanas, uno
diga: «Esta ya no es mi Iglesia. La Iglesia era para mí fuerza de
244
humanización y de moralización. Si representantes de la Iglesia hacen lo
contrario, ya no puedo vivir con esta Iglesia». Esta es una situación
específica. Generalmente las motivaciones son múltiples en el contexto de
la secularización de nuestra sociedad. Habitualmente estas salidas
constituyen el último paso de una larga cadena de distanciamiento de la
Iglesia. En este contexto me parece importante preguntarse, reflexionar:
«¿Por qué estoy en la Iglesia? ¿Estoy en la Iglesia como en una asociación
deportiva, una asociación cultural, etcétera, donde encuentro mis intereses
y si ya no me satisface me voy; o estar en la Iglesia es algo más
profundo?». Yo diría que es importante reconocer que estar en la Iglesia
no es estar en cualquier asociación, sino estar en la red del Señor, con la
cual él saca peces buenos y malos de las aguas de la muerte a la tierra de
la vida. Puede suceder que en esta red esté cerca de peces malos y lo
perciba, pero sigue siendo cierto que no estoy por estos o por aquellos,
sino sólo porque es la red del Señor, que es algo distinto de todas las
asociaciones humanas; una realidad que toca el fundamento de mi ser.
Hablando con estas personas pienso que debemos ir al fondo de la
cuestión: ¿Qué es la Iglesia? ¿Qué es su diversidad? ¿Por qué estoy en la
Iglesia, aunque haya escándalos y pobrezas humanas terribles? Y así
renovar la propia conciencia de la especificidad de este ser Iglesia, del
pueblo de todos los pueblos, que es pueblo de Dios, y así aprender,
soportar también los escándalos y trabajar contra tales escándalos
precisamente estando dentro, en esta gran red del Señor.
P. Lombardi: Gracias, Santidad. No es la primera vez que grupos de
personas se manifiestan en contra de su llegada a un país. La relación de
Alemania con Roma era tradicionalmente crítica, en parte también en el
propio ámbito católico. Los temas controvertidos se conocen desde hace
tiempo: preservativo, Eucaristía, celibato. Antes de su viaje, asimismo los
parlamentarios han adoptado posturas críticas. Pero incluso antes de su
viaje a Gran Bretaña la atmósfera no parecía amistosa y después las
cosas resultaron bien. ¿Con qué sentimientos se encamina ahora usted a
su antigua patria y se dirigirá a los alemanes?
Santo Padre: Ante todo diría que es algo normal que en una sociedad
libre y en un tiempo secularizado existan oposiciones a una visita del
Papa. Es justo que se exprese —respeto a todos—, que expresen esta
contrariedad suya: forma parte de nuestra libertad y debemos tomar nota
de que el secularismo y también la oposición precisamente al catolicismo
en nuestras sociedades es fuerte. Cuando estas oposiciones se manifiestan
de modo civilizado, no hay nada que objetar. Por otro lado, es igualmente
cierto que existe mucha expectativa y mucho amor por el Papa. Pero tal
vez debo decir también que en Alemania hay diversas dimensiones de esta
oposición: la antigua oposición entre cultura germana y romana, los
contrastes de la historia, además somos el país de la Reforma, que ha
acentuado más estos contrastes. Pero existe también un gran asentimiento
a la fe católica, un creciente convencimiento de que tenemos necesidad de
convicciones, necesidad de una fuerza moral en nuestro tiempo. Tenemos
necesidad de una presencia de Dios en este tiempo nuestro. Así, sé que
245
junto a la oposición, que encuentro natural y que es de esperar, existe
mucha gente que me aguarda con alegría, que espera una fiesta de la fe, un
estar juntos, y quiere esperar la alegría de conocer a Dios y de vivir juntos
en el futuro, que Dios nos toma de la mano y nos muestra el camino. Por
esto voy con alegría a mi Alemania y estoy feliz de llevar el mensaje de
Cristo a mi tierra.
P. Lombardi: Gracias. Y una última pregunta. Santo Padre, usted
visitará en Erfurt el antiguo convento del reformador, Martín Lutero. Los
cristianos evangélicos, y los católicos en diálogo con ellos, se están
preparando para conmemorar el quinto centenario de la Reforma. ¿Con
qué mensaje, con qué pensamientos, se prepara usted al encuentro? ¿Su
viaje debe contemplarse también como un gesto fraterno hacia los
hermanos y las hermanas separados de Roma?
Santo Padre: Cuando acepté la invitación a este viaje, era para mí
evidente que el ecumenismo con nuestros amigos evangélicos debía ser un
punto fuerte y un punto central de este viaje. Vivimos en un tiempo de
secularismo, como he mencionado, en el que los cristianos juntos tienen la
misión de hacer presente el mensaje de Dios, el mensaje de Cristo; de
hacer posible creer, ir adelante con estas grandes ideas, verdades. Y por
ello el hecho de estar juntos, católicos y evangélicos, es un elemento
fundamental para nuestro tiempo, si bien institucionalmente no estemos
perfectamente unidos y persistan problemas, incluso grandes problemas,
en el fundamento de la fe en Cristo, en Dios trinitario y en el hombre
como imagen de Dios. Estamos unidos y este mostrar al mundo y
profundizar en esta unidad es esencial en este momento histórico. Por ello
estoy muy agradecido a nuestros amigos, hermanos y hermanas
protestantes, que han hecho posible un signo muy significativo: el
encuentro en el monasterio donde Lutero inició su camino teológico; la
oración en la iglesia donde fue ordenado sacerdote; y hablar juntos de
nuestra responsabilidad como cristianos en este tiempo. Estoy muy
contento de poder mostrar así esta unidad fundamental: que somos
hermanos y hermanas y trabajamos juntos por el bien de la humanidad,
anunciando el gozoso mensaje de Cristo, del Dios que tiene un rostro
humano y habla con nosotros.

NO ES POSIBLE LA LIBERTAD SIN SOLIDARIDAD


20110922. Discurso. Bienvenida. Castillo de Bellevue. Berlín
Con relación a la religión se observa en la sociedad una progresiva
indiferencia que, en sus decisiones, considera la cuestión de la verdad más
bien como un obstáculo, y da por el contrario la prioridad a
consideraciones utilitaristas.
246
Pero se necesita una base vinculante para nuestra convivencia, de otra
manera cada uno vive sólo para su individualismo. La religión es una
cuestión fundamental para una convivencia lograda. “Como la religión
requiere la libertad, así la libertad tiene necesidad de la religión”. Estas
palabras del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler, del
que se celebra este año el bicentenario de su nacimiento, siguen siendo
todavía actuales (Discurso a la primera asamblea de los católicos en
Alemania, 1848. En: Erwin Iserloh (ed):Wilhelm Emmanuel von Ketteler:
Sämtliche Werke und Briefe, Mainz 1977, vol. I, 1, p. 18).
La libertad necesita una referencia originaria a una instancia superior.
El que haya valores que nada ni nadie pueda manipular, es la auténtica
garantía de nuestra libertad. El hombre que se sabe obligado a lo
verdadero y al bien, estará inmediatamente de acuerdo con esto: la libertad
se desarrolla sólo en la responsabilidad ante un bien mayor. Este bien sólo
existe si es para todos; por tanto debo interesarme siempre por mis
prójimos. La libertad no se puede vivir sin relaciones.
En la convivencia humana no es posible la libertad sin solidaridad.
Aquello que hago en detrimento de otros, no es libertad, sino una acción
culpable que les perjudica a ellos y, con ello, también a mí. Puedo
realizarme verdaderamente como persona libre sólo cuando uso mis
fuerzas también para el bien de los demás. Y esto no sólo vale en el
ámbito privado, sino también en el social. Según el principio de
subsidiaridad, la sociedad debe dar espacio suficiente para que las
estructuras más pequeñas se desarrollen y, al mismo tiempo, apoyarlas, de
modo que un día puedan ser autónomas.

LOS FUNDAMENTOS DEL ESTADO LIBERAL DE DERECHO


20110922. Discurso. Al Parlamento federal de Alemania. Berlín
Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el
Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación
del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de
la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente
del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como sus
gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me
dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también
como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y
sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana.
Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto
Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad
sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel
que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la
Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad
internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los
fundamentos del estado liberal de derecho.
Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del
derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer
247
Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con
ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven
soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida,
la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio,
suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu
pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia
quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político.
Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe
ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un
compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz.
Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la
posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado
al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la
comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de
esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción
de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de
una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San
Agustín1. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas
palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder
se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho,
de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción
del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien
organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde
del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y
sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico,
en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este
deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la
capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede,
por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros
seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo
podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el
derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión
decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política
misma.
Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el
criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que
en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la
dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no
basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable
debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo
Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados
ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas,
cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre
ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con

1
De civitate Dei, IV, 4, 1.
248
razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que
aquellos tienen por ley…”2.
Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron
contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así
un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de
modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia.
Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la
cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es
verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo
alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones
antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la
pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y
servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la
respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de
nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.
¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos
jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la
base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo
entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el
cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho
revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En
cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas
fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y
subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas
estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos
se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado
desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano,
se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por
los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano 3. De este
contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de
una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A
partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el
camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo
jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y
hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo
reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre
como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en
el mundo”.

2
Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und
Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil.
81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen.
Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
3
Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer
menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
249
Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha
sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el
derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de
parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua
relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había
tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando
los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente
las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales
muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley;
contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí
aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en
los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la
razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la
Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la
Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley
Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía
clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la
situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina
católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del
ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención
del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación.
Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser
existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber,
porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de
dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi
generalmente. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen
– “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas
y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna
indicación que tenga de algún modo carácter ético 4.[4] Una concepción
positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera
puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede
crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo
respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una
visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica.
En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la
razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser
relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en
el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la
razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia
pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho
quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos
y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial
de este discurso es invitar urgentemente a ella.

4
Waldstein, op. cit. 15-21.
250
El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del
mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y
de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en
ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea
suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la
razón positivista es considerada como la única cultura suficiente,
relegando todas las demás realidades culturales a la condición de
subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad.
Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se
trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como
fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las
demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura.
Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición
de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y
radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que
no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a
los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el
clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del
gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este
mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos”
de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a
abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el
cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la
inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su
grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza
aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus
indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente,
esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas
unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la
política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya
abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire
fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en
él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras
relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia
no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí
misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es
evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada
más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay
algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente
sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de
los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía
un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy
indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a
él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto
que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una
ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe
251
respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando
él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y
admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se
realiza la verdadera libertad humana.
Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los
cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con
84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me
consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de
pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar
solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo
podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas
en ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya
voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta
fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto 5. ¿Lo es
verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido
reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no
presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de
Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios
creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea
de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la
inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento
de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos
conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla
o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura
en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació
del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en
el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento
jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de
Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y
reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este
encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber
en este momento histórico.
Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo
que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos
concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en
último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un
corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer
un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.

AFINIDAD INTERIOR DEL CRISTIANISMO CON EL JUDAÍSMO


5
Citado según Waldstein, op. cit. 19.
252
20110922. Discurso. Representantes de la comunidad judía. Berlín
Me parece que también los cristianos debemos darnos cuenta cada vez
más de nuestra afinidad interior con el judaísmo, a la que usted se ha
referido. Para los cristianos, no puede haber una fractura en el evento
salvífico. La salvación viene, precisamente, de los Judíos (cf. Jn 4, 22).
Cuando el conflicto de Jesús con el judaísmo de su tiempo se ve de
manera superficial, como una ruptura con la Antigua Alianza, se acaba
reduciéndolo a un idea de liberación, que interpreta erróneamente la Torá
sólo como observancia servil de unos ritos y prescripciones exteriores. Sin
embargo, el Sermón de la montaña no deroga la Ley mosaica, sino que
desvela sus recónditas posibilidades y hace surgir nuevas exigencias; nos
reenvía al fundamento más profundo del obrar humano, al corazón, donde
el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde germina la fe, la
esperanza y la caridad.
El mensaje de esperanza, transmitido por los libros de la Biblia hebrea
y del Antiguo Testamento cristiano, ha sido asimilado y desarrollado de
modo distinto por los judíos y los cristianos. “Después de siglos de
contraposición, reconocemos como tarea nuestra el esfuerzo para que
estos dos modos de la nueva lectura de los escritos bíblicos – la cristiana y
la judía – entren en diálogo entre sí, para comprender rectamente la
voluntad y la Palabra de Dios” (Jesús de Nazaret. Segunda parte: Desde
la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, pp. 47-48). En una
sociedad cada vez más secularizada, este diálogo debe reforzar la
esperanza común en Dios. Sin esa esperanza la sociedad pierde su
humanidad.

PERMANECER EN CRISTO, PERMANECER EN LA IGLESIA


20110922. Homilía. Estado Olímpico. Berlín.
Me da gran alegría y confianza ver el gran estadio olímpico que tantos
de vosotros habéis llenado hoy. Hace quince años, vino un Papa por vez
primera a Berlín, la capital federal. Todos – y también yo personalmente –
tenemos un recuerdo muy vivo de la visita de mi venerado predecesor, el
Beato Juan Pablo II, y de la Beatificación del Deán de la Catedral
Bernhard Lichtenberg, junto a Karl Leisner, celebrada precisamente aquí,
en este mismo lugar.
Pensando en estos beatos y en toda la corte de santos y beatos,
podemos comprender lo que significa vivir como sarmientos de la
verdadera vid, que es Cristo, y dar fruto. El evangelio de hoy nos evoca la
imagen de esa planta, que en Oriente crece lozana y es símbolo de fuerza
y vida, y también una metáfora de la belleza y el dinamismo de la
comunión de Jesús con sus discípulos y amigos, con nosotros.
En la parábola de la vid, Jesús no dice: “Vosotros sois la vid”, sino:
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15, 5). Y esto significa: “Así
como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo vosotros me
pertenecéis. Pero, perteneciendo a mí, pertenecéis también unos a otros”.
253
Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de
relación teórica, imaginaria, simbólica, sino – casi me atrevería a decir –
un pertenecer a Jesucristo en sentido biológico, plenamente vital. La
Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro,
que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la
Eucaristía. “Yo soy la verdadera vid”; pero esto significa en realidad: “Yo
soy vosotros y vosotros sois yo”; una identificación inaudita del Señor con
nosotros, con su Iglesia.
Cristo mismo presentó a Saulo, el perseguidor de la Iglesia, antes de
llegar a Damasco: “¿Por qué me persigues?” (Hch 9, 4). De ese modo, el
Señor señala el destino común que se deriva de la íntima comunión de
vida de su Iglesia con Él, el Resucitado. En este mundo, Él continúa
viviendo en su Iglesia. Él está con nosotros, y nosotros con Él: “¿Por qué
me persigues?” En definitiva, es a Jesús a quien los perseguidores de la
Iglesia quieren atacar. Y, al mismo tiempo, esto significa que no estamos
solos cuando nos oprimen a causa de nuestra fe. Jesucristo está en
nosotros y con nosotros.
En la parábola, El Señor dice una vez más: “Yo soy la vid verdadera, y
el Padre es el labrador” (Jn15, 1), y explica que el viñador toma la
podadera, corta los sarmientos secos y poda aquellos que dan fruto para
que den más fruto. Usando la imagen del profeta Ezequiel, como hemos
escuchado en la primera lectura, Dios quiere arrancar de nuestro pecho el
corazón muerto, de piedra, y darnos un corazón vivo, de carne (cf. Ez 36,
26). Quiere darnos vida nueva y llena de fuerza, un corazón de amor, de
bondad y de paz. Cristo ha venido a llamar a los pecadores. Son ellos los
que necesitan el médico, y no los sanos (cf. Lc 5, 31s). Y así, como dice el
Concilio Vaticano II, la Iglesia es el “sacramento universal de salvación”
(Lumen gentium 48) que existe para los pecadores, para nosotros, para
abrirnos el camino de la conversión, de la curación y de la vida. Ésta es la
constante y gran misión de la Iglesia, que le ha sido confiada por Cristo.
Algunos miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De
este modo, la Iglesia aparece únicamente como una organización más en
una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se
trata una figura tan difícil de comprender como es la “Iglesia”. Si a esto se
añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces
buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas
negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y bello de la Iglesia.
Por tanto, ya no brota alegría alguna por el hecho de pertenecer a esta
vid que es la “Iglesia”. La insatisfacción y el desencanto se difunden si no
se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la “Iglesia”
y los “ideales sobre la Iglesia” que cada uno tiene. Entonces, cesa también
el alegre canto: “Doy gracias al Señor, porque inmerecidamente me ha
llamado a su Iglesia”, que generaciones de católicos han cantado con
convicción.
Pero volvamos al Evangelio. El Señor prosigue: “Permaneced en mí, y
yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí…
254
porque sin mí -separados de mi, podría traducirse también- no podéis
hacer nada” (Jn 15, 4. 5b).
Cada uno de nosotros ha de afrontar una decisión a este respecto. El
Señor nos dice de nuevo en una parábola lo seria que es: “Al que no
permanece en mí lo tiran fuera como el sarmiento, y se seca; luego
recogen los sarmientos desechados, los echan al fuego y allí se queman”
(cf. Jn 15, 6). Sobre esto, comenta san Agustín: “El sarmiento ha de estar
en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid
estará en el fuego. Permaneced, pues, en la vid para librarse del fuego” (In
Ioan. Ev. Tract., 81, 3 [PL 35, 1842]).
La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el
significado fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la
imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose,
Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En
cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y
fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento
y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente sarmientos
buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos
a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son
exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos
convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las
cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que
“permanezcamos” en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista
usa la palabra “permanecer” una docena de veces. Este “permanecer-en-
Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e
indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el
que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad es frágil y
efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades,
como los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque
anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado
nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de esperanza y
confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los
sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre
perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor.
Permanecer en Cristo significa, como ya hemos visto, permanecer
también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente
unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En está
comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se
sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y ofrecemos
protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la
Iglesia de todo lugar y de todo tiempo, con la Iglesia que está en el cielo y
en la tierra.
La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los
sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid. La Iglesia, en cuanto
“plenitud y el complemento del Redentor” – como la llamaba Pío XII –
(Mystici corporis, AAS 35 [1943] p. 230: “plenitudo et complementum
Redemptoris”) es para nosotros prenda de la vida divina y mediadora de
255
los frutos de los que habla la parábola de la vid. Así, la Iglesia es el don
más bello de Dios. Por eso san Agustín podía decir: “En la medida en que
uno ama a la Iglesia” (In Ioan. Ev. Tract. 32, 8 [PL 35, 1646]). Con la
Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es
la fuente de la vida, que Él está presente, que Él es la gran realidad que
buscamos y anhelamos. Él se entrega a sí mismo y así nos da a Dios, la
felicidad, el amor. Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no
quiere lo que es árido, muerto, artificial, lo que al final es desechado, sino
que quiere lo que es fecundo y vivo, la vida en abundancia, y Él nos da la
vida en abundancia.
Queridos hermanos y hermanas, deseo que todos vosotros y todos
nosotros descubramos cada vez más profundamente la alegría de estar
unidos a Cristo en la Iglesia – con todos sus afanes y sus oscuridades –,
que encontréis en vuestras necesidades consuelo y redención y que todos
lleguemos a ser el vino delicioso de la alegría y del amor de Cristo para
este mundo. Amén.

EL FUNDAMENTO DE LA COLABORACIÓN ENTRE RELIGIONES


20110923. Discurso. Representantes musulmanes. Berlín
La Iglesia católica está firmemente comprometida para que se otorgue
el justo reconocimiento a la dimensión pública de la afiliación religiosa.
Se trata de una exigencia de no poco relieve en el contexto de una
sociedad mayoritariamente pluralista. Sin embargo, es necesario estar
atentos para que el respeto hacia el otro se mantenga siempre. Este respeto
recíproco crece solamente sobre la base de un entendimiento sobre ciertos
valores inalienables, propios de la naturaleza humana, sobre todo la
inviolable dignidad de toda persona como creatura de Dios. Este
entendimiento no limita la expresión de cada una de las religiones; al
contrario, permite a cada uno dar testimonio de forma propositiva de
aquello en lo que cree, sin sustraerse al debate con el otro.
En Alemania, como en muchos otros países, no sólo occidentales,
dicho marco de referencia común está representado por la Constitución,
cuyo contenido jurídico es vinculante para todo ciudadano, pertenezca o
no a una confesión religiosa.
Naturalmente, el debate sobre una mejor formulación de los principios,
como la libertad de culto público, es amplio y siempre abierto; con todo,
es significativo el hecho de que la Ley Fundamental alemana los formule
de modo todavía hoy válido, a más de 60 años de distancia (cf. Art. 4, 2).
En ella, se pone de manifiesto, ante todo, ese ethos común que
fundamenta la convivencia civil y que, de alguna manera, marca también
las reglas aparentemente sólo formales del funcionamiento de los órganos
institucionales y de la vida democrática.
Podríamos preguntarnos cómo puede un texto, elaborado en una época
histórica radicalmente distinta, en una situación cultural casi
uniformemente cristiana, ser adecuado a la Alemania de hoy, que vive en
256
el contexto de un mundo globalizado, y está marcada por un notable
pluralismo en materia de convicciones religiosas.
La razón de esto, me parece, se encuentra en el hecho de que los
padres de la Ley Fundamental eran plenamente conscientes de deber
buscar en aquel momento importante una base verdaderamente sólida, en
la cual todos los ciudadanos pudiesen reconocerse y que puede ser una
plataforma para todos por encima de las diferencias. Al llevar a cabo esto,
teniendo presente la dignidad del hombre y la responsabilidad ante Dios,
no prescindían de su afiliación religiosa; es más, para muchos de ellos la
visión cristiana del hombre era la verdadera fuerza inspiradora. Sin
embargo, sabiendo que todos los hombres deben confrontarse con
trasfondos confesionales diversos o incluso no religiosos, el terreno
común para todos se halló en el reconocimiento de algunos derechos
inalienables, propios de la naturaleza humana y que preceden a cualquier
formulación positiva.
De este modo, una sociedad entonces sustancialmente homogénea
asentó el fundamento que hoy consideramos válido para un tiempo
marcado por el pluralismo. Fundamento que, en realidad, indica también
los evidentes límites de este pluralismo: no es pensable, en efecto, que una
sociedad pueda sostenerse a largo plazo sin un consenso sobre los valores
éticos fundamentales.
Queridos amigos, sobre la base de lo que he señalado aquí, pienso que
es posible una colaboración fecunda entre cristianos y musulmanes. Y, de
este modo, contribuimos a la construcción de una sociedad que, bajo
muchos aspectos, será diversa de aquello que nos ha acompañado desde el
pasado. En cuanto hombres religiosos, a partir de las respectivas
convicciones, podemos dar un testimonio importante en muchos sectores
cruciales de la vida social. Pienso, por ejemplo, en la tutela de la familia
fundada sobre el matrimonio, en el respeto de la vida en cada fase de su
desarrollo natural o en la promoción de una justicia social más amplia.

LUTERO Y LA CUESTIÓN DE DIOS


20110923. Discurso. Evangélicos. Convento agustino. Erfurt
Al tomar la palabra, quisiera ante todo dar gracias de corazón por tener
esta ocasión de encontrarnos aquí. Mi particular gratitud a usted, querido
hermano presidente Schneider que me ha dado la bienvenida y me ha
acogido con sus palabras en medio de ustedes. Usted ha abierto su
corazón, ha expresado abiertamente la fe verdaderamente común, el deseo
de unidad. Y nosotros estamos alegres, porque considero que esta
asamblea, nuestros encuentros, se celebran también como la fiesta de la
comunión en la fe común. Quisiera además agradecer a todos, por el don
de poder dialogar juntos como cristianos en este histórico lugar.
Como Obispo de Roma, es para mí un momento de profunda emoción
encontrarlos aquí, en el antiguo convento agustino de Erfurt. Hemos
escuchado que aquí, Lutero estudió teología. Aquí celebró su primera
Misa. Contra los deseos de su padre, no continuó los estudios de derecho,
257
sino que estudió teología y se encaminó hacia el sacerdocio en la Orden de
San Agustín. Y en este camino, no le interesaba esto o aquello. Lo que le
quitaba la paz era la cuestión de Dios, que fue la pasión profunda y el
centro de su vida y de todo su camino. “¿Cómo puedo tener un Dios
misericordioso?”: Esta pregunta le penetraba el corazón y estaba detrás de
toda su investigación teológica y de toda su lucha interior. Para Lutero, la
teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo
mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios.
“¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?” No deja de
sorprenderme en el corazón que esta pregunta haya sido la fuerza motora
de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre
los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en
nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da
hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por
nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos
solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios,
en la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al
final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. La
cuestión ya no nos preocupa. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas
nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción
de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su
propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se
nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez
de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la
creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la
apariencia de una religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de
Dios, y a partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios,
por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras
del mundo? Y las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal
no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a
Dios realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa
Dios respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta
candente de Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo
nuevo, también en una pregunta nuestra, no académica, sino concreta.
Pienso que esto es la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos
con Martín Lutero.
Y después es importante: Dios, el único Dios, el Creador del cielo y de
la tierra, es algo distinto de una hipótesis filosófica sobre el origen del
cosmos. Este Dios tiene un rostro y nos ha hablado, en Jesucristo hecho
hombre, se hizo uno de nosotros; Dios verdadero y verdadero hombre a la
vez. El pensamiento de Lutero y toda su espiritualidad eran
completamente cristocéntricos. Para Lutero, el criterio hermenéutico
decisivo en la interpretación de la Sagrada Escritura era: “Lo que conduce
a la causa de Cristo”. Sin embargo, esto presupone que Jesucristo sea el
centro de nuestra espiritualidad y que el amor a Él, la intimidad con Él,
oriente nuestra vida.
258
Ahora quizás se podría decir: De acuerdo. Pero, ¿qué tiene esto que
ver con nuestra situación ecuménica? ¿No será todo esto solamente un
modo de eludir con muchas palabras los problemas urgentes en los que
esperamos progresos prácticos, resultados concretos? A este respecto les
digo: Lo más necesario para el ecumenismo es sobre todo que,
presionados por la secularización, no perdamos casi inadvertidamente las
grandes cosas que tenemos en común, aquellas que de por sí nos hacen
cristianos y que tenemos como don y tarea. Fue un error de la edad
confesional haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber
percibido en modo esencial lo que tenemos en común en las grandes
pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de fe del cristianismo
antiguo. Éste ha sido para mí el gran progreso ecuménico de los últimos
decenios: nos dimos cuenta de esta comunión y, en el orar y cantar juntos,
en la tarea común por el ethos cristiano ante el mundo, en el testimonio
común del Dios de Jesucristo en este mundo, reconocemos esta comunión
como nuestro común fundamento imperecedero.
Indudablemente, el riesgo de perderla es real. Quisiera señalar
brevemente dos aspectos. En los últimos tiempos, la geografía del
cristianismo ha cambiado profundamente y sigue cambiando todavía. Ante
una nueva forma de cristianismo, que se difunde con un inmenso
dinamismo misionero, a veces preocupante en sus formas, las Iglesias
confesionales históricas se quedan frecuentemente perplejas. Es un
cristianismo de escasa densidad institucional, con poco bagaje racional,
menos aún dogmático, y con poca estabilidad. Este fenómeno mundial –
que los obispos de todo el mundo continuamente me describen- nos pone a
todos ante la pregunta: ¿Qué nos transmite, positiva y negativamente, esta
nueva forma de cristianismo? Sea lo que fuere, nos sitúa nuevamente ante
la pregunta sobre qué es lo que permanece siempre válido y qué puede o
debe cambiarse ante la cuestión de nuestra opción fundamental en la fe.
Más profundo, y en nuestro país, más candente, es el segundo desafío
para todo el cristianismo; quisiera hablar de ello: se trata del contexto del
mundo secularizado en el cual debemos vivir y dar testimonio hoy de
nuestra fe. La ausencia de Dios en nuestra sociedad se nota cada vez más,
la historia de su revelación, de la que nos habla la Escritura, parece
relegada a un pasado que se aleja cada vez más. ¿Acaso es necesario ceder
a la presión de la secularización, llegar a ser modernos adulterando la fe?
Naturalmente, la fe tiene que ser nuevamente pensada y, sobre todo,
vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo que pertenece al
presente. Ahora bien, a ello no ayuda su adulteración, sino vivirla
íntegramente en nuestro hoy. Esta es una tarea ecuménica central, en la
cual debemos ayudarnos mutuamente, a creer cada vez más viva y
profundamente. No serán las tácticas las que nos salven, las que salven el
cristianismo, sino una fe pensada y vivida de un modo nuevo, mediante la
cual Cristo, y con Él, el Dios viviente, entre en nuestro mundo. Como los
mártires de la época nazi propiciaron nuestro acercamiento recíproco,
suscitando la primera gran apertura ecuménica, del mismo modo también
hoy la fe, vivida a partir de lo íntimo de nosotros mismos, en un mundo
259
secularizado, será la fuerza ecuménica más poderosa que nos congregará,
guiándonos a la unidad en el único Señor. Y por esto la plegaria para
aprender de nuevo a vivir la fe para poder así ser una sola cosa.

EL HOMBRE TIENE NECESIDAD DE DIOS


20110923. Discurso. Celebración ecuménica. Agustinos. Erfurt
“No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la
palabra de ellos” (Jn 17, 20): Así, en el Cenáculo, lo ha dicho Jesús al
Padre. Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más
allá del Cenáculo hacia el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza
por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del
pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está
en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la
oración de Jesús está el lugar interior, más profundo, de nuestra unidad.
Seremos, pues una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración.
Cada vez que, como cristianos, nos encontramos reunidos en la oración,
esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover
profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer en esta
dinámica, tanto más se realiza la unidad.
La oración de Jesús ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo
es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y
sufre con nosotros, los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el
rechazo a la unidad, y aun así, una y otra vez se culmina la unidad con Él,
y en Él con el Dios Trinitario. Debemos ver ambas cosas: el pecado del
hombre, que reniega de Dios y se repliega en sí mismo, pero también las
victorias de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae
continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los
unos a los otros. Por eso, en un encuentro ecuménico, no debemos
lamentar solo las divisiones y las separaciones, sino agradecer a Dios por
todos los elementos de unidad que ha conservado para nosotros y que
continuamente nos da. Gratitud que debe ser al mismo tiempo
disponibilidad para no perder la unidad alcanzada, en medio de un tiempo
de tentación y de peligros.
La unidad fundamental consiste en el hecho de que creemos en Dios
Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Que lo profesamos
como Dios Trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La unidad suprema no
es la soledad, una mónada, sino unidad a través del amor. Creemos en
Dios, en el Dios concreto. Creemos que Dios nos ha hablado y se ha hecho
uno de nosotros. La tarea común que actualmente tenemos, es dar
testimonio de este Dios vivo.
El hombre tiene necesidad de Dios, o ¿acaso las cosas van bien sin Él?
Cuando en una primera fase de la ausencia de Dios, su luz sigue
mandando sus reflejos y mantiene unido el orden de la existencia humana,
se tiene la impresión de que las cosas funcionan bastante bien incluso sin
Dios. Pero cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro
que el hombre, en el hybris del poder, en el vacío del corazón y en el ansia
260
de satisfacción y de felicidad, “pierde” cada vez más la vida. La sed de
infinito está presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar.
El hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de
Él. En este tiempo, nuestro primer servicio ecuménico debe ser el
testimoniar juntos la presencia del Dios vivo y dar así al mundo la
respuesta que necesita. Naturalmente, de este testimonio fundamental de
Dios forma parte, y de modo absolutamente central, el dar testimonio de
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que vivió entre nosotros,
padeció y murió por nosotros, y que en su resurrección ha abierto
totalmente la puerta de la muerte. Queridos amigos, ¡fortifiquémonos en
esta fe! ¡Ayudémonos recíprocamente a vivirla! Esta es una gran tarea
ecuménica que nos introduce en el corazón de la oración de Jesús.
La seriedad de la fe en Dios se manifiesta en vivir su palabra. En
nuestro tiempo, se manifiesta de una forma muy concreta, en el
compromiso por esta criatura, por el hombre, que Él quiso a su imagen.
Vivimos en un tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han
hecho inciertos. La ética viene sustituida con el cálculo de las
consecuencias. Frente a esto, como cristianos, debemos defender la
dignidad inviolable del ser humano, desde la concepción hasta la muerte,
desde las cuestiones del diagnóstico previo a su implantación hasta la
eutanasia. “Solo quien conoce a Dios, conoce al hombre”, dijo una vez
Romano Guardini. Sin el conocimiento de Dios, el hombre se hace
manipulable. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por
el hombre. Forman parte de esta tarea a favor del hombre no sólo estos
criterios fundamentales de humanidad sino, sobre todo y de modo
concreto, el amor que Jesucristo nos ha enseñado en la descripción del
Juicio Final (cf. Mt 25): el Dios juez nos juzgará según nos hayamos
comportado con nuestro prójimo, con los más pequeños de sus hermanos.
La disponibilidad para ayudar en las necesidades actuales, más allá del
propio ambiente de vida es una obra esencial del cristiano.
Esto vale sobre todo, como he dicho, en el ámbito de la vida personal
de cada uno. Pero vale también en la comunidad de un pueblo o de un
Estado, en la que todos debemos hacernos cargo los unos de los otros.
Vale para nuestro Continente, en el que estamos llamados a la solidaridad
europea. Y, en fin, vale más allá de todas las fronteras: la caridad cristiana
exige hoy también nuestro compromiso por la justicia en el mundo entero.
Sé que de parte de los alemanes y de Alemania se trabaja mucho por hacer
posible a todos los hombres una existencia humanamente digna, por lo que
expreso una palabra de viva gratitud.
Para concluir, quisiera detenerme todavía en una dimensión más
profunda de nuestra obligación de amar. La seriedad de la fe se manifiesta
sobre todo cuando esta inspira a ciertas personas a ponerse totalmente a
disposición de Dios y, a partir de Dios, de los demás. Las grandes ayudas
se hacen concretas solamente cuando sobre el lugar existen aquellos que
están a total disposición de los otros, y con ello hacen creíble el amor de
Dios. Personas así son un signo importante para la verdad de nuestra fe.
261
En vísperas de mi visita, se ha hablado varias veces de que se espera
de tal visita un don ecuménico del huésped. No es necesario que yo
especifique los dones mencionados en tal contexto. A este respecto,
quisiera decir que esto, como se ve en la mayor parte de los
casos, constituye un malentendido político de la fe y del ecumenismo.
Cuando un jefe de estado visita un país amigo, generalmente preceden
contactos entre las instancias, que preparan la estipulación de uno o más
acuerdos entre los dos estados: en la ponderación de las ventajas y
desventajas se llega al compromiso que, al fin, aparece ventajoso para
ambas partes, de manera que el tratado puede ser firmado. Pero la fe de los
cristianos no se basa en una ponderación de nuestras ventajas y
desventajas. Una fe autoconstruida no tiene valor. La fe no es una cosa
que nosotros excogitamos y concordamos. Es el fundamento sobre el cual
vivimos. La unidad no crece mediante la ponderación de ventajas y
desventajas, sino profundizando cada vez más en la fe mediante el
pensamiento y la vida (…) Juntos podemos agradecer al Señor por el
camino de la unidad por el que nos ha conducido, y asociarnos en humilde
confianza a su oración: Haz, que todos seamos uno, como Tú eres uno con
el Padre, para que el mundo crea que Él te ha enviado (cf. Jn 17, 21).

JESÚS NO PUEDE RECHAZAR LAS PETICIONES DE SU


MADRE
20110923. Discurso. Vísperar marianas. Etzelsbach
En dos dictaduras impías que han tratado de arrancar a los hombres su
fe tradicional, las gentes de Eichsfeld estaban convencidas de encontrar
aquí, en el santuario de Etzelsbach, una puerta abierta y un lugar de paz
interior. Queremos continuar la amistad especial con María, amistad que
se ha acrecentado con todo esto, y la queremos continuar, también con esta
celebración de las Vísperas marianas de hoy.
Cuando los cristianos se dirigen a María en todos los tiempos y
lugares, se dejan guiar por la certeza espontánea de que Jesús no puede
rechazar las peticiones que le presenta su Madre; y se apoyan en la
confianza inquebrantable de que María es también Madre nuestra; una
Madre que ha experimentado el sufrimiento más grande de todos, que se
da cuenta, juntamente con nosotros, de todas nuestras dificultades y piensa
de modo materno cómo superarlas. Cuántas personas han ido en el
transcurso de los siglos en peregrinación a María para encontrar ante la
imagen de la Dolorosa, como aquí en Etzelsbach, consuelo y alivio (…)
La devoción mariana se concentra en la contemplación de la relación
entre la Madre y su divino Hijo. Los fieles, en la oración, en las pruebas,
en la gratitud y en la alegría, han encontrado siempre nuevos aspectos y
títulos que nos pueden abrir mejor a este misterio como, por ejemplo, la
imagen del Corazón Inmaculado de María, símbolo de la unidad profunda
y sin reservas con Cristo en el amor. No es la autorrealización, el querer
poseer y construirse a sí mismo, lo que lleva a la persona a su verdadero
desarrollo, un aspecto que hoy se propone como modelo de la vida
262
moderna, pero que fácilmente se convierte en una forma de egoísmo
refinado. Es más bien la actitud del don de sí, la renuncia a sí mismo, lo
que orienta hacia el corazón de María, y con ello hacia el corazón de
Cristo, así como hacia el prójimo; y sólo en este modo hace que nos
encontremos con nosotros mismos.
“A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha
llamado conforme a su designio” (Rm 8, 28): lo acabamos de escuchar en
la lectura tomada de la Carta a los Romanos. En María, Dios ha hecho
confluir todo el bien y, por medio de Ella, no cesa de difundirlo
ulteriormente en el mundo. Desde la Cruz, desde el trono de la gracia y la
redención, Jesús ha entregado a los hombres como Madre a María, su
propia Madre. En el momento de su sacrificio por la humanidad, Él
constituye en cierto modo a María, mediadora del flujo de gracia que brota
de la Cruz. Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los
hombres en el camino de su vida. “Con su amor de Madre cuida de los
hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y viven entre angustias y
peligros hasta que lleguen a la patria feliz” (Lumen gentium, 62), como ha
dicho el Concilio Vaticano II. Sí, en la vida pasamos por vicisitudes
alternas, pero María intercede por nosotros ante su Hijo y nos ayuda a
encontrar la fuerza del amor divino del Hijo y de abrirnos a él.
Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de Dios y
nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente llevan
consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión más allá de las
necesidades del momento. ¿Qué quiere decirnos verdaderamente María
cuando nos salva de un peligro? Quiere ayudarnos a comprender la
amplitud y profundidad de nuestra vocación cristiana. Quiere hacernos
comprender con maternal delicadeza que toda nuestra vida debe ser una
respuesta al amor rico en misericordia de nuestro Dios. Como si nos
dijera: Entiende que Dios, que es la fuente de todo bien y no quiere otra
cosa que tu verdadera felicidad, tiene el derecho de exigirte una vida que
se abandone totalmente y con alegría a su voluntad, y se esfuerce en que
los otros hagan lo mismo. “Donde está Dios, allí hay futuro”. En efecto:
donde dejamos que el amor de Dios actúe totalmente sobre nuestra vida y
en nuestra vida, allí se abre el cielo. Allí, es posible plasmar el presente, de
modo que se ajuste cada vez más a la Buena Noticia de nuestro Señor
Jesucristo. Allí, las pequeñas cosas de la vida cotidiana alcanzan su
sentido y los grandes problemas encuentran su solución.

DONDE ESTÁ DIOS, ALLÍ HAY FUTURO


20110924. Homilía. Misa. Domplatz.Erfurt
“Alabad al Señor en todo tiempo, porque es bueno”. Así acabamos de
cantar antes del Evangelio. Sí, tenemos verdaderamente motivos para dar
gracias a Dios de todo corazón. Si en esta ciudad volviéramos con el
pensamiento a 1981, el año jubilar de santa Isabel, hace treinta años, en
tiempos de la República Democrática Alemana, ¿quién habría imaginado
que el muro y las alambradas de las fronteras habrían caído pocos años
263
después? Y si fuéramos todavía más atrás, cerca de setenta años, hasta
1941, en tiempos del nacionalsocialismo, de la Gran Guerra, ¿quién habría
podido predecir que el “Reich milenario” quedaría reducido a cenizas
cuatro años después?
Queridos hermanos y hermanas, aquí en Turingia, y en la entonces
República Democrática Alemana, tuvisteis que soportar una dictadura
“oscura” [nazi] y una roja [comunista], que para la fe cristiana fueron
como una lluvia ácida. Muchas consecuencias tardías de ese tiempo han
de ser aún asimiladas, sobre todo en la mentalidad y en el ámbito
religioso. Actualmente, la mayoría de la gente en esta tierra vive lejana de
la fe en Cristo y de la comunión de la Iglesia. Los últimos dos decenios,
sin embargo, tienen también experiencias positivas: un horizonte más
amplio, un intercambio más allá de las fronteras, una confiada certeza de
que Dios no nos abandona y nos conduce por nuevos caminos. “Donde
está Dios, allí hay futuro”.
Todos estamos convencidos de que la nueva libertad ha ayudado a dar
a los hombres una mayor dignidad y a abrir muchas nuevas posibilidades.
Desde el punto de vista de la Iglesia, podemos subrayar con
agradecimiento muchos beneficios: nuevas posibilidades para las
actividades parroquiales, la reestructuración y ampliación de iglesias y
centros parroquiales, iniciativas pastorales o culturales diocesanas. Pero,
naturalmente, también se nos plantea una pregunta: estas posibilidades,
¿nos han llevado también a un incremento de la fe? Las raíces de la fe y de
la vida cristiana, ¿acaso no se han de buscar en algo más hondo que la
libertad social? Muchos católicos convencidos han permanecido fieles a
Cristo y a la Iglesia en la difícil situación de una opresión exterior. Y
nosotros, ¿dónde estamos hoy? Ellos han aceptado desventajas personales
con tal de vivir su propia fe. Quisiera dar las gracias aquí a los sacerdotes,
así como a sus colaboradores y colaboradoras de aquellos tiempos. En
particular, quisiera recordar la pastoral de los refugiados inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial: entonces, muchos eclesiásticos y
laicos emprendieron grandes iniciativas para aliviar la penosa situación de
los prófugos y darles una nueva Patria. Y, cómo no, un agradecimiento
sincero a los padres que, en medio de la diáspora y en un ambiente
político hostil a la Iglesia, educaron a sus hijos en la fe católica. Quiero
recordar con gratitud las Semanas Religiosas para los niños durante las
vacaciones, así como también el trabajo fructuoso de las casas para la
juventud católica “San Sebastián”, en Erfurt, y “Marcel Callo”, en
Heiligenstadt. Especialmente en Eichsfeld, muchos católicos resistieron a
la ideología comunista. Que Dios recompense a todos abundantemente por
la perseverancia en la fe. El testimonio valiente y el vivir paciente con Él,
la confianza constante en la providencia de Dios, son como una semilla
valiosa que promete un fruto abundante para el futuro.
La presencia de Dios se manifiesta siempre de modo particularmente
claro en los santos. Su testimonio de fe puede darnos también hoy la
fuerza para un nuevo despertar. Pensamos ahora, sobre todo, en los santos
Patronos de la Diócesis de Erfurt: Isabel de Turingia, Bonifacio y Kilian.
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Isabel vino a Wartburg, en Turingia, de un país extranjero, de Hungría.
Llevó una intensa vida de oración, unida a la penitencia y a la pobreza
evangélica. Bajaba regularmente de su castillo, en la ciudad de Eisenach,
para cuidar personalmente a los pobres y enfermos. Su vida en esta tierra
fue breve – llegó sólo a los veinticuatro años –, pero el fruto de su
santidad se extiende a través de los siglos. Santa Isabel es muy estimada
también por los cristianos evangélicos; puede ayudarnos a todos nosotros
a descubrir la plenitud de la fe, su belleza, su profundidad y su fuerza
transformadora y purificadora, y a ponerla en práctica en nuestra vida
cotidiana.
También la fundación de la Diócesis de Erfurt por san Bonifacio, en el
año 742, remite a las raíces cristianas de nuestro país. Este acontecimiento
es al mismo tiempo la primera mención documentada de la ciudad de
Erfurt. El Obispo misionero Bonifacio había llegado de Inglaterra, y de su
estilo de trabajar formaba parte el actuar en unión esencial y estrecha
relación con el Obispo de Roma, el Sucesor de san Pedro. Sabía que la
Iglesia debe estar unida en torno a Pedro. Lo veneramos como el “Apóstol
de Alemania”; murió mártir. Dos de sus compañeros, que compartieron
con él el testimonio del derramamiento de la sangre por la fe cristiana,
están enterrados aquí, en la Catedral de Erfurt: son los santos Eoban y
Adelar.
Antes aún que los misioneros anglosajones, en Turingia trabajó san
Kilian, un misionero itinerante venido de Irlanda. Murió mártir en
Würzburg junto con dos compañeros, porque criticaba el comportamiento
moralmente equivocado del duque de Turingia, residente allí. Y, por
último, no queremos olvidar a san Severo, patrón de Severikirche, aquí en
la plaza de la Catedral. Fue obispo de Rávena en el siglo cuarto; en el año
836, su cuerpo fue trasladado a Erfurt, para arraigar más profundamente la
fe cristiana en esta región. En efecto, de estos muertos partía el testimonio
vivo de la Iglesia que perdura en el tiempo; de la fe que fecunda cada
época y nos indica el camino de la vida.
Preguntémonos ahora: ¿Qué es lo que tienen en común estos santos?
¿Cómo podemos describir el aspecto particular de su vida y comprender
que nos afecta y puede incidir en nuestra vida? Los santos nos muestran
ante todo que es posible y bueno vivir en relación con Dios y vivir esta
relación de modo radical, ponerlo en primer lugar y no relegarle solamente
a un ángulo cualquiera. Los santos nos muestran de manera evidente que
Dios ha sido el primero que se ha dirigido a nosotros. Nosotros no
podríamos llegar hasta Él, lanzarnos en cierto modo hacia lo que
desconocemos, si antes no nos hubiera amado, si no hubiera primero
salido a nuestro encuentro. Después de haber venido ya al encuentro de
los Padres con las palabras de la llamada, Él mismo se nos ha manifestado
en Jesucristo, y en Él continúa mostrándose a nosotros. Cristo sale a
nuestro encuentro también hoy, habla a cada uno, como lo acaba de
hacerlo en el Evangelio, e invita a cada uno de nosotros a escucharlo, a
aprender a comprenderlo y a seguirlo. Los santos han tomado en serio esta
invitación y esta posibilidad, han reconocido al Dios concreto, lo han visto
265
y escuchado; han ido a su encuentro y han caminado con Él; se han dejado
contagiar por Él, por decirlo así, y se han orientado hacia Él desde lo
íntimo de su ser – en el continuo diálogo de la oración –, y de Él han
recibido la luz que abre a la vida verdadera.
La fe es siempre y esencialmente un creer junto con los otros. Nadie
puede creer por sí solo. Recibimos la fe mediante la escucha, nos dice san
Pablo. Y la escucha es un proceso de estar juntos de manera física y
espiritual. Únicamente puedo creer en la gran comunión de los fieles de
todos los tiempos que han encontrado a Cristo y que han sido encontrados
por Él. El poder creer se lo debo ante todo a Dios que se dirige a mí y, por
decirlo así, “enciende” mi fe. Pero muy concretamente, debo mi fe a los
que me son cercanos y han creído antes que yo y creen conmigo. Este gran
“con”, sin el cual no es posible una fe personal, es la Iglesia. Y esta Iglesia
no se detiene ante las fronteras de los países, como lo demuestran las
nacionalidades de los santos que he mencionado: Hungría, Inglaterra,
Irlanda e Italia. Esto pone de relieve la importancia del intercambio
espiritual que se extiende a través de toda la Iglesia. Sí, ha sido
fundamental para el desarrollo de la Iglesia en nuestro país, y sigue siendo
fundamental en todos los tiempos, que creamos juntos en todos los
Continentes, y que aprendamos unos de otros a creer. Si nos abrimos a la
fe íntegra, en la historia entera y en los testimonios de toda la Iglesia,
entonces la fe católica tiene futuro también como fuerza pública en
Alemania. Al mismo tiempo, las figuras de los santos de los que he
hablado nos muestran la gran fecundidad de una vida con Dios, la
fertilidad de este amor radical a Dios y al prójimo. Los santos, aun allí
donde son pocos, cambian el mundo. Y los grandes santos siguen siendo
fuerza transformadora en todos los tiempos.
De esta manera, los cambios políticos del año 1989 en nuestro país no
fueron motivados sólo por el deseo de bienestar y de libertad de
movimiento, sino, y decisivamente, por el deseo de veracidad. Este anhelo
se mantuvo vivo, entre otras cosas, por personas totalmente dedicadas al
servicio de Dios y del prójimo, dispuestas a sacrificar su propia vida. Ellos
y los santos que hemos recordado nos animan a aprovechar la nueva
situación. No queremos escondernos en una fe meramente privada, sino
que queremos usar de manera responsable la libertad lograda. Como los
santos Kilian, Bonifacio, Adelar, Eoban e Isabel de Turingia, queremos
salir al encuentro de nuestros conciudadanos como cristianos, e invitarlos
a descubrir con nosotros la plenitud de la Buena Nueva, su presencia, su
fuerza vital y su belleza. Entonces seremos como la famosa campana de la
Catedral de Erfurt, que lleva el nombre de “Gloriosa”. Se considera la
campana medieval más grande del mundo que oscila libremente. Es un
signo vivo de nuestro profundo enraizamiento en la tradición cristiana,
pero también un llamamiento a ponernos en camino y comprometernos en
la misión. Sonará también hoy al final de la Misa solemne. Que nos
aliente a hacer visible y audible en el mundo – según el ejemplo de los
santos – el testimonio de Cristo, a hacer audible y visible la gloria de Dios
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y, así, a vivir en un mundo en el que Dios está presente y hace la vida
hermosa y rica de significado. Amén.

¿A QUÉ SE DEBE EL SEMINARIO? ¿QUÉ SIGNIFICA?


20110924. Discurso. Seminaristas. Friburgo de Brisgovia
Es una gran alegría para mí poder encontrarme aquí con jóvenes que se
encaminan para servir al Señor; que escuchan su llamada y quieren
seguirlo. Quisiera agradecer calurosamente, en particular, la hermosa carta
que me han escrito el Rector del seminario y los seminaristas. Me ha
llegado verdaderamente al corazón comprobar cómo habéis reflexionado
sobre mi carta y habéis desarrollado vuestras preguntas y respuestas sobre
ella; con cuánta seriedad acogéis lo que he intentado proponeros, y sobre
esa base procedéis en vuestro propio camino.
Sería ciertamente más bello si pudiéramos tener juntos un diálogo,
pero el horario del viaje al que estoy obligado y he de obedecer, por
desgracia no lo permite. Puedo solamente por tanto tratar de subrayar una
vez más algunas ideas a la luz de lo que habéis escrito y de lo que yo
escribí.
En el contexto de la pregunta: ¿A qué se debe el seminario; qué
significa este período?, me impresiona sobre todo cada vez más el modo
en que san Marcos, en el tercer capítulo de su Evangelio, describe la
constitución de la comunidad de los Apóstoles: «El Señor instituyó doce».
Él crea algo, Él hace algo, se trata de un acto creativo. Y Él los instituyó
«para que estuvieran con Él y para enviarlos» (Mc 3,14); éste es un deseo
doble que, en cierta medida, parece contradictorio. «Para que estuvieran
con Él»: han de estar con Él para llegar a conocerlo, escucharlo, para
dejarse plasmar por Él; deben ir con Él, estar en camino con Él, en torno a
Él y tras Él. Pero, al mismo tiempo, han de ser enviados: van, llevan fuera
lo que han aprendido, lo llevan a los otros que están en camino: a la
periferia, en el vasto entorno, e incluso también a los que están muy lejos
de Él. Sin embargo, estos aspectos paradójicos van juntos: si están
realmente con Él, entonces están siempre en camino hacia los otros, están
en busca de la oveja extraviada; entonces van allí, han de transmitir lo que
han encontrado, darlo a conocer, convertirse en enviados. Y viceversa: si
quieren ser verdaderos enviados, tienen que estar siempre con Él. San
Buenaventura dijo una vez que los Ángeles, vayan donde vayan, por más
lejos que sea, se mueven siempre dentro de Dios. Así ocurre también aquí:
como sacerdotes, hemos de salir a los diversos caminos en que se
encuentran los hombres, para invitarlos a su banquete nupcial. Pero sólo
podemos hacerlo permaneciendo siempre junto a Él. Y aprender esto, esta
combinación entre salir fuera, ser enviados, y estar con Él, permanecer
junto a Él, es precisamente – creo – lo que hemos de aprender en el
seminario. El modo justo de permanecer con Él, el echar raíces profundas
en Él – estar cada vez más con Él, conocerlo cada vez más, el mantenerse
cada vez más sin separarse de Él – y al mismo tiempo salir cada vez más,
llevar el mensaje, transmitirlo, no quedárselo para sí, sino llevar la Palabra
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a los que están lejos y que, sin embargo, en cuanto criaturas de Dios y
amados por Cristo, llevan en el corazón el deseo de Él.
El seminario, pues, es un tiempo para ejercitarse; ciertamente, también
para discernir y aprender: ¿Quiere Él esto para mí? La vocación tiene que
ser verificada, y de esto forma parte la vida comunitaria y naturalmente el
diálogo con los directores espirituales que tenéis, para aprender a discernir
cuál es su voluntad. Y también aprender a confiar: si Él lo quiere
verdaderamente, puedo confiarme a Él. En el mundo de hoy, que se
transforma de manera increíble y en el que todo cambia continuamente, en
el que los lazos humanos se rompen porque se producen nuevos
encuentros, es cada vez más difícil creer: yo resistiré toda la vida. Ya en
nuestros tiempos, no era fácil para nosotros imaginar cuántos decenios
habría querido concederme Dios, cuánto cambiaría el mundo.
¿Perseveraré con Él, tal como se lo he prometido?... Es una pregunta que
exige verificar la vocación, pero luego – cuanto más reconozco: sí Él me
quiere – también la confianza: si me quiere, también me ayudará; en la
hora de la tentación, en la hora del peligro, estará presente y me dará
personas, me enseñará caminos, me apoyará. Y la fidelidad es posible
porque Él siempre está presente, y porque Él existe, ayer, hoy y mañana;
porque Él no pertenece solamente a este tiempo, sino que es futuro y
puede sostenernos en cada momento.
Un tiempo de discernimiento, de aprendizaje, de llamada… Y luego,
naturalmente, en cuanto tiempo del estar con Él, tiempo de oración, de
escucharle. Escuchar, aprender a escucharlo verdaderamente – en la
Palabra de la Sagrada Escritura, en la fe de la Iglesia, en la liturgia de la
Iglesia – y aprender hoy en su Palabra. En la exégesis aprendemos tantas
cosas sobre el pasado: todo lo de entonces, qué fuentes tenemos, qué
comunidades había, y así sucesivamente. También esto es importante. Pero
más importante es el que en ese ayer nosotros aprendamos el hoy; que,
con estas palabras, Él habla ahora y que todas ellas llevan consigo su hoy
y que, más allá de su origen histórico, llevan en sí una plenitud que habla
a todos los tiempos. Y es importante aprender esta actualidad de su hablar
– aprender a escuchar – y así poder decírselo a los otros. Ciertamente,
cuando se prepara la homilía para el domingo, este hablar… ¡Dios mío,
suena a menudo tan lejano! Pero si yo vivo con la Palabra, entonces veo
que de ninguna manera es lejana: es actualísima, está ahora presente, me
concierne y concierne a los otros. Y entonces comienzo también a saber
explicarla. Pero para esto se requiere caminar constantemente con la
Palabra de Dios.
El estar personalmente con Cristo, con el Dios vivo, es una cosa; la
otra es que siempre podemos creer solamente en el «nosotros». A veces
digo que san Pablo ha escrito: “La fe viene de la escucha», no del leer.
También se necesita leer, pero la fe viene de la escucha, es decir, de la
palabra viviente, de las palabras que los otros me dirigen y que puedo oír;
de las palabras de la Iglesia a través de todos los tiempos, de la palabra
actual que ella me dirige mediante los sacerdotes, los Obispos y los
hermanos y hermanas. De la fe forma parte el «tú» del prójimo, y forma
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parte de ella el «nosotros». El ejercitarse, el apoyarse mutuamente es algo
muy importante; aprender a acoger al otro como otro en su diferencia, y
aprender que él tiene que soportarme a mí en mi diferencia, para llegar a
ser un «nosotros», para que un día podamos formar una comunidad
también en la parroquia, llamar a las personas a entrar en la comunidad de
la Palabra y ponerse juntos en camino hacia el Dios vivo. Eso forma parte
del «nosotros» muy concreto, como lo es el seminario, como lo será la
parroquia, pero también el mirar siempre más allá del «nosotros» concreto
y limitado hacia el gran «nosotros» de la Iglesia de todo tiempo y lugar,
para no hacer de nosotros mismos el criterio absoluto. Cuando decimos:
«Nosotros somos Iglesia», sí, claro, es cierto, somos nosotros, no uno
cualquiera. Pero el «nosotros» es más amplio que el grupo que lo está
diciendo. El «nosotros» es la comunidad entera de los fieles, de hoy, de
todos los lugares y todos los tiempos. Y digo siempre además que en la
comunidad de los fieles, sí existe, por decirlo así, el juicio de la mayoría
de hecho, pero nunca puede haber una mayoría contra los Apóstoles y
contra los Santos: eso sería una falsa mayoría. Nosotros somos Iglesia:
¡Seámoslo! Seámoslo precisamente en el abrirnos, en el ir más allá de
nosotros mismos y en serlo junto a los otros.
Creo que según el horario quizás debería concluir. Quisiera deciros
todavía una cosa. La preparación para el sacerdocio, el camino hacia él,
requiere también el estudio. No se trata de una casualidad académica que
se ha desarrollado en la Iglesia occidental, sino algo esencial. Todos
sabemos que san Pedro ha dicho: «Estad dispuestos siempre para dar
explicación a todo el que os pida la razón, el logos de vuestra fe» (cf. 1
P 3,15). Hoy nuestro mundo es un mundo racionalista y condicionado por
la mentalidad científica, aunque muy frecuentemente se trata sólo de una
cientificidad aparente. Pero el espíritu científico, el comprender, el
explicar, el poder saber, el rechazo de todo lo que no es racional, es
dominante en nuestro tiempo. Hay en esto también algo grande, aunque a
menudo se esconde detrás mucha presunción e insensatez. La fe no es un
mundo paralelo del sentimiento, que nos permitimos luego como un
accesorio, sino que abraza el todo, le da sentido, lo interpreta y da también
las directivas éticas interiores, para que sea comprendido y experimentado
en vista de Dios y a partir de Dios. Por eso es importante estar informados,
comprender, tener la mente abierta, aprender. Naturalmente, dentro de
veinte años estarán de moda teorías filosóficas totalmente diferentes de las
de hoy: si pienso en lo que entre nosotros era la más alta y moderna moda
filosófica, y veo cómo todo eso ya se ha olvidado… Sin embargo, no es
inútil aprender estas cosas, porque en ellas hay también elementos
duraderos. Y, sobre todo, con eso aprendemos a juzgar, a seguir
mentalmente un pensamiento – y a hacerlo de manera crítica – y
aprendemos a procurar que, en el pensar, la luz de Dios nos ilumine y no
se apague. Estudiar es esencial: solamente así podemos afrontar nuestro
tiempo y anunciarle el logos de nuestra fe. Estudiar también de modo
crítico – conscientes precisamente de que mañana algún otro dirá algo
269
diferente – pero ser estudiantes atentos, abiertos y humildes, para estudiar
siempre con el Señor, ante el Señor y para Él.
Sí, todavía podría decir muchas cosas, y tal vez debería hacerlo... Pero
doy las gracias por la escucha. Y en la oración, todos los seminaristas del
mundo están presentes en mi corazón; no tan bien, con sus nombres, como
los he recibido aquí, pero sí en un camino interior hacia el Señor: que Él
bendiga a todos, les dé luz y les indique el sendero justo, y que nos dé
muchos buenos sacerdotes. Gracias de corazón.

CRISIS DE FE DE LA IGLESIA Y PEQUEÑAS COMUNIDADES


20110924. Discurso. Comité Central de católicos alemanes (ZDK)
Queridos amigos, desde hace años existen los denominados
programas exposure para ayudar a los países en vías de desarrollo.
Personas responsables del mundo de la política, de la economía y de la
Iglesia viven por un cierto tiempo con los pobres en África, Asia o
América Latina, y comparten con ellos su vida cotidiana. Al ponerse en la
situación en que viven estas personas ven el mundo con sus ojos y sacan
de esa experiencia, una lección válida para la propia actuación solidaria.
Imaginémonos que este programa exposure tuviese lugar en Alemania.
Expertos llegados de un país lejano vendrían a vivir con una familia
alemana media durante una semana. Aquí admirarían muchas cosas, como
el bienestar, el orden y la eficacia. Pero, con una mirada sin prejuicios,
constatarían también mucha pobreza, pobreza en las relaciones humanas y
en el ámbito religioso.
Vivimos en un tiempo caracterizado en gran parte por un relativismo
subliminal que penetra todos los ambientes de la vida. A veces, este
relativismo llega a ser batallador, arremetiendo contra quienes dicen saber
dónde se encuentra la verdad o el sentido de la vida.
Y notamos cómo este relativismo ejerce cada vez más un influjo sobre
las relaciones humanas y sobre la sociedad. Esto se manifiesta en la
inconstancia y discontinuidad de tantas personas y en un excesivo
individualismo. Hay quien parece incapaz de renunciar a nada en absoluto
o a sacrificarse por los demás. También está disminuyendo el compromiso
altruista por el bien común, en el campo social y cultural, o en favor de los
necesitados. Otros ya no son idóneos para unirse de manera incondicional
a un partner. Ya casi no se encuentra la valentía de prometer fidelidad
para toda la vida; el valor de optar y decir: “yo ahora te pertenezco
totalmente”, o de buscar con sinceridad la solución de los problemas
comprometiéndose con decisión por la fidelidad y la veracidad.
Queridos amigos, en el programa exposure, al análisis sigue la
reflexión común. Esta elaboración debe considerar a la persona humana en
su totalidad, de la que forma parte – no sólo implícita, sino precisamente
explícita - su relación con el Creador.
Vemos que en nuestro opulento mundo occidental hay carencias. A
muchos les falta la experiencia de la bondad de Dios. No encuentran un
punto de contacto con las Iglesias institucionales y sus estructuras
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tradicionales. Pero, ¿por qué? Pienso que ésta es una pregunta sobre la que
debemos reflexionar muy seriamente. Ocuparse de ella es la tarea
principal del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva
Evangelización. Pero, evidentemente, se dirige a todos nosotros.
Permitidme afrontar aquí un aspecto de la específica situación alemana.
En Alemania la Iglesia está organizada de manera óptima. Pero, detrás de
las estructuras, ¿hay una fuerza espiritual correspondiente, la fuerza de la
fe en el Dios vivo? Debemos decir sinceramente que hay un desfase entre
las estructuras y el Espíritu. Y añado: La verdadera crisis de la Iglesia en
el mundo occidental es una crisis de fe. Si no llegamos a una verdadera
renovación en la fe, toda reforma estructural será ineficaz.
Pero volvamos a estas personas a quienes falta la experiencia de la
bondad de Dios. Necesitan lugares donde poder hablar de su nostalgia
interior. Y aquí estamos llamados a buscar nuevos caminos de
evangelización. Uno de estos caminos podrían ser pequeñas comunidades
donde se vive la amistad que se profundiza regularmente en la adoración
comunitaria de Dios. Aquí hay personas que hablan de sus pequeñas
experiencias de fe en su puesto de trabajo y en el ámbito familiar o entre
sus conocidos, testimoniando de este modo un nuevo acercamiento de la
Iglesia a la sociedad. A ellos les resulta claro que todos tienen necesidad
de este alimento de amor, de la amistad concreta con los otros y con Dios.
Pero sigue siendo importante la relación con la sabia vital de la Eucaristía,
porque sin Cristo no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5).
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos indique siempre el
camino para ser juntos luz del mundo y para mostrar a nuestro prójimo el
camino hacia el manantial donde pueden satisfacer su más profundo deseo
de vida. Muchas gracias.

JÓVENES: YO SOY, VOSOTROS SOIS, LA LUZ DEL MUNDO


20110924. Discurso. Vigilia de oración con los jóvenes. Friburgo
Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que
estaría aquí con vosotros, unido a vosotros en la oración. Algunos habéis
participado tal vez en la Jornada Mundial de la Juventud, donde
experimentamos esa atmósfera especial de tranquilidad, de profunda
comunión y de alegría interior que caracteriza una vigilia nocturna de
oración. Espero que también todos nosotros podamos tener esa misma
experiencia en este momento en el que el Señor nos toca y nos hace
testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los
otros, no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.
En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar
donde los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de
todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se
transmite después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia
en muchas luces e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso
rito litúrgico, que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela
mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe
271
cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”
(Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos
de escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14).
No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro
tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que
nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El
sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre,
producen una oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece
momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche.
Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.
Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo,
vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la
oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de
entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara,
precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin
esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él, penetra
como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente,
quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si
pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre
una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en
abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran
incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo
día.
La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras
luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que
podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las
cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no
estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los
creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros
y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya.
Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros,
compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos,
nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a
orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.
Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del
mundo”, dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo
mismo de sí y y de nosotros todos juntos, es decir, “ser luz”. Si creemos
que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los
muertos; más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive
verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de
todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos una
y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de
nuestras buenas intenciones. No obstante los progresos técnicos, el mundo
en que vivimos, por lo que se ve, nunca llega en definitiva a ser mejor.
Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema
y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído
“portadores de luz”, pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz
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verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el
contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se
ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.
Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal
existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y
esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la
inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede
controlar esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más
difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como
una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En
la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el
daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos
mediocres. “Vosotros sois la luz del mundo”. Solamente Cristo puede
decir: “Yo soy la luz del mundo”. Todos nosotros somos luz únicamente si
estamos en este “vosotros”, que a partir del Señor llega a ser nuevamente
luz. Y lo mismo que el Señor afirma de la sal, como signo de
amonestación, que podría llegar a ser insípida, de igual modo en las
palabras sobre la luz ha incluido una pequeña advertencia. En vez de
poner la luz sobre el candelero, se puede meter debajo del celemín.
Preguntémonos: ¿cuántas veces ocultamos la luz de Dios bajo nuestra
inercia, nuestra obstinación, de manera que no puede brillar por medio de
nosotros en el mundo?
Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en
muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las
comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es
santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas. En el
Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una
luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha
luz, quien vive en la gracia, es santo.
Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los
santos y se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos
significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se
piensa que un santo es sólo aquel que hace obras ascéticas y morales de
altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca
imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión.
No existe ningún santo, salvo la bienaventurada Virgen María, que no
haya conocido el pecado y que nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo
no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la vida,
sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige
acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os
llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere
haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es
vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y
extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros
sois santos, nosotros somos santos, si dejamos que su gracia actúe en
nosotros.
273
Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en
torno al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo,
según la cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un
monte. Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la
claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que
creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume.
Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda
en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No
temáis perder algo y, por decirlo así, quedaros al final con las manos
vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del
Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela,
para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la
osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el
amor de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos
otros jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden
ocultas. “Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay
futuro”. Amén.

NO CUENTAN LAS PALABRAS, SINO LAS OBRAS


20110925. Homilía. Misa. Friburgo de Brisgovia
Me emociona celebrar aquí la Eucaristía, la Acción de Gracias, con
tanta gente llegada de distintas partes de Alemania y de los países
limítrofes. Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual
vivimos, nos movemos y existimos (cf. Hch 17,28). Pero quisiera también
daros las gracias a todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de
Pedro, para que siga ejerciendo su ministerio con alegría y confiada
esperanza, confirmando a los hermanos en la fe.
“Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la
misericordia…”, hemos dicho en la oración colecta del día. Hemos
escuchado en la primera lectura cómo Dios ha manifestado en la historia
de Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en
Babilonia había hecho caer al pueblo en una profunda crisis de fe: ¿Por
qué sobrevino esta calamidad? ¿Acaso Dios no era verdaderamente
poderoso?
Ante todas las cosas terribles que suceden hoy en el mundo, hay
teólogos que dicen que Dios de ningún modo puede ser omnipotente.
Frente a esto, nosotros profesamos nuestra fe en Dios Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra. Y nos alegramos y agradecemos que Él sea
omnipotente. Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él
ejerce su poder de manera distinta a como nosotros, los hombres, solemos
hacer. Él mismo ha puesto un límite a su poder al reconocer la libertad de
sus criaturas. Estamos alegres y reconocidos por el don de la libertad. Pero
cuando vemos las cosas tremendas que suceden por su causa, nos
asustamos. Fiémonos de Dios, cuyo poder se manifiesta sobre todo en la
misericordia y el perdón. Y, queridos fieles, no lo dudemos: Dios desea la
salvación de su pueblo. Desea nuestra salvación, mi salvación, la
274
salvación de cada uno. Siempre, y sobre todo en tiempos de peligro y de
cambio radical, Él nos es cercano y su corazón se conmueve por nosotros,
se inclina sobre nosotros. Para que el poder de su misericordia pueda tocar
nuestros corazones, es necesario que nos abramos a Él, se necesita la libre
disponibilidad para abandonar el mal, superar la indiferencia y dar cabida
a su Palabra. Dios respeta nuestra libertad. No nos coacciona. Él espera
nuestro “sí” y, por decirlo así, lo mendiga.
Jesús retoma en el Evangelio este tema fundamental de la predicación
profética. Narra la parábola de los dos hijos enviados por el padre a
trabajar en la viña. El primer hijo responde: “«No quiero». Pero después
se arrepintió y fue” (Mt 21, 29). El otro, sin embargo, dijo al padre: “«Voy,
señor». Pero no fue” (Mt 21, 30). A la pregunta de Jesús sobre quién de los
dos ha hecho la voluntad del padre, los que le escuchaban responden
justamente: “El primero” (Mt 21, 31). El mensaje de la parábola está claro:
no cuentan las palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de fe.
Jesús – lo hemos oído – dirige este mensaje a los sumos sacerdotes y a los
ancianos del pueblo de Israel, es decir, a los expertos en religión de su
pueblo. En un primer momento, ellos dicen “sí” a la voluntad de Dios.
Pero su religiosidad acaba siendo una rutina, y Dios ya no los inquieta.
Por esto perciben el mensaje de Juan el Bautista y de Jesús como una
molestia. Así, el Señor concluye su parábola con palabras drásticas: “Los
publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de
Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y
no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y,
aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”
(Mt 21, 31-32). Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, la afirmación
podría sonar más o menos así: los agnósticos que no encuentran paz por la
cuestión de Dios; los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de
un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que los fieles
rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su
corazón quede tocado por esto: por la fe.
De este modo, la palabra nos debe hacer reflexionar mucho, es más,
nos debe impactar a todos. Sin embargo, esto no significa en modo alguno
que se deba considerar a todos los que viven en la Iglesia y trabajan en
ella como alejados de Jesús y del Reino de Dios. Absolutamente no. No,
este es el momento de decir más bien una palabra de profundo
agradecimiento a tantos colaboradores, empleados y voluntarios, sin los
cuales sería impensable la vida en las parroquias y en toda la Iglesia. La
Iglesia en Alemania tiene muchas instituciones sociales y caritativas, en
las cuales el amor al prójimo se lleva a cabo de una forma también
socialmente eficaz y que llega a los confines de la tierra. Quisiera expresar
en este momento mi gratitud y aprecio a todos los que colaboran en
Caritas alemana u otras organizaciones, o que ponen generosamente a
disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas de voluntariado en la
Iglesia. Este servicio requiere ante todo una competencia objetiva y
profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de Jesús se necesita algo
más: un corazón abierto, que se deja conmover por el amor de Cristo, y así
275
presta al prójimo que nos necesita más que un servicio técnico: amor, con
el que se muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces, también a
partir de Evangelio de hoy, preguntémonos: ¿Cómo es mi relación
personal con Dios en la oración, en la participación en la Misa dominical,
en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada
Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica? Queridos
amigos, en último término, la renovación de la Iglesia puede llevarse a
cabo solamente mediante la disponibilidad a la conversión y una fe
renovada.
En el Evangelio de este domingo – lo hemos oído – se habla de dos
hijos, pero tras los cuales hay misteriosamente un tercero. El primer hijo
dice no, pero después hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no
cumple la voluntad del padre. El tercero dice “sí” y hace lo que se le
ordena. Este tercer hijo es el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, que nos ha
reunido a todos aquí. Jesús, entrando en el mundo, dijo: “He aquí que
vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb10, 7). Este “sí”, no
solamente lo pronunció, sino que también lo cumplió y lo sufrió hasta en
la muerte. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice: “El cual,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al
contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho
semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su
presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una
muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Jesús ha cumplido la voluntad del Padre en
humildad y obediencia, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas
– por nosotros – y nos ha redimido de nuestra soberbia y obstinación.
Démosle gracias por su sacrificio, doblemos las rodillas ante su Nombre y
proclamemos junto con los discípulos de la primera generación:
“Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10).
La vida cristiana debe medirse continuamente con Cristo: “Tened entre
vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5), escribe san
Pablo en la introducción al himno cristológico. Y algunos versículos antes,
él ya nos exhorta: “Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con
vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas,
dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo
amor y un mismo sentir” (Flp 2, 1-2). Así como Cristo estaba totalmente
unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a Dios y
tener entre ellos un mismo sentir. Queridos amigos, con Pablo me atrevo a
exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo.
La Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del
futuro y seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las
personas consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación
especifica, colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los
movimientos se sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y
confirmados, en comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe
inalterada y dejan que ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades.
La Iglesia en Alemania seguirá siendo una bendición para la comunidad
católica mundial si permanece fielmente unida a los sucesores de san
276
Pedro y de los Apóstoles, si de diversos modos cuida la colaboración con
los países de misión y se deja también “contagiar” en esto por la alegría en
la fe de las iglesias jóvenes.
Pablo une la llamada a la humildad con la exhortación a la unidad. Y
dice: “No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la
humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros
intereses, sino buscad todos el interés de los demás” (Flp 2, 3-4). La vida
cristiana es una pro-existencia: un ser para el otro, un compromiso
humilde para con el prójimo y con el bien común. Queridos fieles, la
humildad es una virtud que en el mundo de hoy y, en general, de todos los
tiempos, no goza de gran estima, pero los discípulos del Señor saben que
esta virtud es, por decirlo así, el aceite que hace fecundos los procesos de
diálogo, posible la colaboración y cordial la unidad. Humilitas, la palabra
latina para “humildad”, está relacionada con humus, es decir con la
adherencia a la tierra, a la realidad. Las personas humildes tienen los pies
en la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a Cristo, la Palabra de Dios, que
renueva sin cesar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.
Pidamos a Dios el ánimo y la humildad de avanzar por el camino de la
fe, de alcanzar la riqueza de su misericordia y de tener la mirada fija en
Cristo, la Palabra que hace nuevas todas las cosas, que para nosotros es
“Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), que es nuestro futuro. Amén.

EL ÁNGELUS: COMIENZO HISTÓRICO DE LA SALVACIÓN


20110925. Ángelus. Friburgo de Brisgovia
Esta plegaria nos recuerda siempre el comienzo histórico de nuestra
salvación. El arcángel Gabriel presenta a la Virgen María el plan de la
salvación de Dios, según el cual Ella se convertiría en la Madre del
Redentor. María se turbó ante estas palabras, pero el Ángel del Señor la
consoló diciendo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante
Dios”. De esta forma, María pronuncia su gran “sí”. Este “sí” a ser sierva
del Señor es la afirmación confiada al designio de Dios y a nuestra
salvación. Y, finalmente, María nos dice este “sí” a todos nosotros, que
bajo la cruz fuimos confiados como hijos suyos (cf. Jn 19, 27). Nunca
pone en duda esta promesa. Por eso se le llama feliz, más aún,
bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que le había dicho
el Señor (cf. Lc 1, 45). Recitando ahora este saludo del Angelus, podemos
unirnos a este “sí” de María y adherirnos con confianza a la belleza del
plan de Dios y de la providencia que Él, en su gracia, nos ha preparado.
Entonces, el amor de Dios se hará carne, por decirlo así, también en
nuestra vida, tomará cada vez más forma. En medio de todas nuestras
preocupaciones, no debemos tener miedo. Dios es bueno.

EL VERDADERO CAMBIO QUE NECESITA LA IGLESIA


20110925. Discurso. Católicos comprometidos. Friburgo.
277
Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos
de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica
religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte
de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso
no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo
presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que
se encuentran en búsqueda o en duda?
A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella,
lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: Usted y
yo.
Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la
Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los
demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros,
los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente
hay motivos para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano
y la comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una
conversión continua.
¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal
vez de una renovación como la que emprende, por ejemplo, un propietario
mediante la reestructuración o pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de
una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y
expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen
importancia, y aquí no podemos afrontarlos todos. Pero por lo que se
refiere al motivo fundamental del cambio, éste consiste en la misión
apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.
En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta
misión. Los tres Evangelios sinópticos destacan distintos aspectos del
envío a la misión: la misión se basa ante todo en una experiencia personal:
“Vosotros sois testigos” (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: “Haced
discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal:
“Proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). Sin embargo, a
causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, este
testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y
relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI,
“trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que
ella se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al
cual se aproxima” (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su
misión, deberá continuamente también tomar distancias respecto a su
entorno, deberá, por decirlo así, desligarse del mundo.
En efecto, la misión de la Iglesia se deriva del misterio del Dios uno y
trino, del misterio de su amor creador. Y el amor no está presente en Dios
sólo de un modo cualquiera: Él mismo lo es, es por su naturaleza amor. Y
el amor de Dios no quiere quedarse aislado en sí mismo, sino que por su
naturaleza quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo
de Dios, este amor ha alcanzado a la humanidad – esto es, a nosotros – de
modo particular; y esto por el hecho de que Cristo, el Hijo de Dios, ha
278
salido, por decirlo así, de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se
ha hecho hombre; no sólo para ratificar al mundo en su ser terrenal, y ser
para él como un mero acompañante que lo deja tal como es, sino para
transformarlo. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible,
pues incluye –como dicen los Padres de la Iglesia–
un sacrum commercium, un intercambio entre Dios y los hombres. Los
Padres lo explican del modo siguiente: nosotros no tenemos nada que
podríamos dar a Dios; sólo podemos poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo
acoge, lo asume como propio y nos da a cambio a sí mismo y su gloria. Se
trata de un intercambio verdaderamente desigual, que se lleva a cabo en la
vida y la pasión de Cristo. Él se hace pecador, toma sobre sí el pecado,
asume lo que es nuestro y nos da lo que es suyo. Pero después, en el
desarrollo del pensamiento y de la vida a la luz de la fe, se ha ido
aclarando que nosotros no le damos sólo el pecado, sino que Él nos ha
dado la capacidad; desde lo íntimo nos da la fuerza de darle también algo
positivo, nuestro amor, de entregarle la humanidad en sentido positivo.
Naturalmente, está claro que únicamente gracias a la generosidad de Dios
el hombre, el mendicante que recibe la riqueza divina, puede no obstante
dar también algo a Dios; Dios hace que el don nos sea soportable
haciéndonos capaces de convertirnos en quienes pueden darle algo.
La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada por
sí misma ante Aquel que la ha fundado, de modo que se pudiera decir: ¡La
hemos hecho muy bien! Su sentido consiste en ser instrumento de la
redención, en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al
mundo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge en la atención
condescendiente del Redentor para con los hombres. Cuando es realmente
Ella misma, está siempre en movimiento, debe ponerse constantemente al
servicio de la misión que ha recibido del Señor. Por eso debe abrirse una y
otra vez a las preocupaciones del mundo, del cual ella precisamente forma
parte, dedicarse sin reservas a estas preocupaciones, para continuar y
hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.
En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo,
también una tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí
misma, que se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los
criterios del mundo. Así, no es raro que dé mayor importancia a la
organización y a la institucionalización, que no a su llamada de estar
abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo.
Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe hacer una y otra
vez el esfuerzo de desprenderse de esta secularización suya y volver a
estar de nuevo abierta a Dios. Con esto sigue las palabras de Jesús: “No
son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), y es
precisamente así como Él se entrega al mundo. En cierto sentido, la
historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de
secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y
reforma interior.
En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones
de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares– han
279
significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas
mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a
abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, comparte el destino
de la tribu de Leví que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la
única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como
parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios
mismo, su palabra y sus signos. La Iglesia compartía en aquellos
momentos históricos con esta tribu la exigencia de una pobreza que se
abría hacia el mundo, para separarse de sus lazos materiales, y de este
modo también su obra misionera volvía a ser creíble.
Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la
Iglesia desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y
privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de
manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente
estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su
llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La
tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar
la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se
abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una
institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para
hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda
persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo
(cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal
manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de
apertura al mundo propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la
forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo
eficaz y adecuado.
No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia.
Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena
sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy,
sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente
precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad,
quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más
que convención y costumbre.
Digámoslo con otras palabras: para el hombre, la fe cristiana es
siempre un escándalo, y no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios
eterno se preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el
Inasequible se ha convertido en un determinado momento y lugar en
accesible; que el Inmortal ha sufrido y muerto en la cruz; que a los
mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida eterna; para
nosotros los hombres, creer todo esto es sin duda una auténtica osadía.
Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el
cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por
los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una
situación peligrosa cuando estos escándalos ocupan el puesto
del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es,
280
cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de
sus mensajeros.
Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de
buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con
audacia de lo que hay de mundano en la Iglesia. Naturalmente, esto no
quiere decir retirarse del mundo, es más bien lo contrario. Una Iglesia
aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los
hombres –tanto a los que sufren como a quienes los ayudan–,
precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza
vital de la fe cristiana. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de
actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que
pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia
esencia” (Carta encíclica Deus caritas est, 25). Ciertamente, también las
obras caritativas de la Iglesia deben prestar una atención constante a la
exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante
un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la
profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del
mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con
Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la
Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con palabras
y obras, aquí y ahora, el señorío del amor de Dios. Esta tarea, además, nos
remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la
relación con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad
de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo
tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos
que el darse a sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la
bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada
uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar
el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.

SURGIRÁN PEQUEÑAS COMUNIDADES DE CREYENTES


20110925. Discurso. Despedida. Friburgo
Deseo animar a la Iglesia en Alemania a seguir con fuerza y confianza
el camino de la fe, que hace volver a las personas a las raíces, al núcleo
esencial de la Buena Noticia de Cristo. Surgirán pequeñas comunidades de
creyentes, y ya existen, que con el propio entusiasmo difundan rayos de
luz en la sociedad pluralista, suscitando en otros la inquietud de buscar la
luz que da la vida en abundancia. “Nada hay más bello que conocerlo y
comunicar a los otros la amistad con él” (Homilía en el inicio solemne del
Pontificado, 24 de abril de 2005). De esta experiencia crece al final la
certeza: “Donde está Dios, allí hay futuro”. Donde Dios está presente, allí
hay esperanza y allí se abren nuevas prospectivas y con frecuencia
insospechadas, que van más allá del hoy y de las cosas efímeras.
281
LA RELACIÓN VITAL CON CRISTO EN LA VIÑA DEL SEÑOR
20111002. Ángelus.
El Evangelio de este domingo concluye con una amonestación de
Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los
ancianos del pueblo: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino
de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos» (Mt 21, 43). Son
palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada
época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con
función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él
es «la piedra que desecharon los constructores», (cf. Mt 21, 42), porque lo
consideraron enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero él
mismo, rechazado y crucificado, resucitó, convirtiéndose en la «piedra
angular» en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los
fundamentos de toda existencia humana y del mundo entero. De esta
verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los que un hombre
confió su viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario
de la viña representa a Dios mismo, mientras que la viña simboliza a su
pueblo, así como la vida que él nos da para que, con su gracia y nuestro
compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que «Dios nos cultiva
como un campo para hacernos mejores» (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531).
Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta
del hombre a menudo se orienta a la infidelidad, que se traduce en
rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el
don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. En efecto, cuando «les mandó
a su hijo —escribe el evangelista Mateo— … [los labradores]
agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21, 37.39).
Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de
debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de
amor, que al final prevé también el justo castigo para los malvados
(cf.Mt 21, 41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo,
permanezcamos en él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí
mismo si no permanece en la vid. Solamente en él, por él y con él se
edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el
siervo de Dios Pablo VI: «El primer fruto de la conciencia profundizada
de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su relación
vital con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y
nunca bastante sabida, meditada y exaltada». (Enc. Ecclesiam suam, 6 de
agosto de 1964: AAS 56 [1964], 622).
Queridos amigos, el Señor está siempre cercano y actúa en la historia
de la humanidad, y nos acompaña también con la singular presencia de sus
ángeles, que hoy la Iglesia venera como «custodios», es decir, ministros de
la divina solicitud por cada hombre. Desde el inicio hasta la hora de la
muerte, la vida humana está rodeada de su incesante protección. Y los
ángeles forman una corona en torno a la augusta Reina de las Victorias, la
santísima Virgen María del Rosario, que en el primer domingo de octubre,
282
precisamente a esta hora, desde el santuario de Pompeya y desde el mundo
entero, acoge la súplica ferviente para que sea derrotado el mal y se
revele, en plenitud, la bondad de Dios.

EL BANQUETE DE BODAS REQUIERE VESTIDO NUPCIAL


20111009. Homilía. Lamezia Terme
Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra
de Dios y de la Eucaristía.
La liturgia de este domingo nos propone una parábola que habla de un
banquete de bodas al que muchos son invitados. La primera lectura,
tomada del libro de Isaías, prepara este tema, porque habla del banquete
de Dios. La imagen del banquete aparece a menudo en las Escrituras para
indicar la alegría en la comunión y en la abundancia de los dones del
Señor, y deja intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad, como
describe Isaías: «Preparará el Señor del universo para todos los pueblos,
en este monte, un festín de manjares suculentos..., de vinos de solera;
manjares exquisitos, vinos refinados» (Is 25, 6). El profeta añade que la
intención de Dios es poner fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que
todos los hombres vivan felices en el amor hacia él y en la comunión
recíproca; su proyecto entonces es eliminar la muerte para siempre,
enjugar las lágrimas de todos los rostros, hacer desaparecer la situación
deshonrosa de su pueblo, como hemos escuchado (cf. vv. 7-8). Todo esto
suscita profunda gratitud y esperanza: «Aquí está nuestro Dios.
Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor, en quien esperamos.
Celebremos y gocemos con su salvación» (v. 9).
Jesús en el Evangelio nos habla de la respuesta que se da a la
invitación de Dios —representado por un rey— a participar en su
banquete (cf. Mt 22, 1-14). Los invitados son muchos, pero sucede algo
inesperado: rehúsan participar en la fiesta, tienen otras cosas que hacer;
más aún, algunos muestran despreciar la invitación. Dios es generoso con
nosotros, nos ofrece su amistad, sus dones, su alegría, pero a menudo
nosotros no acogemos sus palabras, mostramos más interés por otras
cosas, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales,
nuestros intereses. La invitación del rey encuentra incluso reacciones
hostiles, agresivas. Pero eso no frena su generosidad. Él no se desanima, y
manda a sus siervos a invitar a muchas otras personas. El rechazo de los
primeros invitados tiene como efecto la extensión de la invitación a todos,
también a los más pobres, abandonados y desheredados. Los siervos
reúnen a todos los que encuentran, y la sala se llena: la bondad del rey no
tiene límites, y a todos se les da la posibilidad de responder a su llamada.
Pero hay una condición para quedarse en este banquete de bodas: llevar el
vestido nupcial. Y al entrar en la sala, el rey advierte que uno no ha
querido ponérselo y, por esta razón, es excluido de la fiesta. Quiero
detenerme un momento en este punto con una pregunta: ¿cómo es posible
que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala
del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya puesto el
283
vestido nupcial? ¿Qué es este vestido nupcial? En la misa in Coena
Domini de este año hice referencia a un bello comentario de san Gregorio
Magno a esta parábola. Explica que ese comensal responde a la invitación
de Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha
abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido nupcial,
que es la caridad, el amor. Y san Gregorio añade: «Cada uno de vosotros,
por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha tomado parte en el
banquete de bodas, pero no puede decir que lleva el vestido nupcial si no
custodia la gracia de la caridad» (Homilía 38, 9: pl 76,1287). Y este
vestido está tejido simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro
abajo: el amor a Dios y el amor al prójimo (cf. ib., 10: pl 76, 1288). Todos
estamos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su
banquete, pero debemos llevar y custodiar el vestido nupcial, la caridad,
vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.

LA FUNCIÓN DE LOS MONASTERIOS EN EL MUNDO ACTUAL


20111009. Discurso. Saludo a la población de Serra San Bruno
Es un gran privilegio tener en vuestro territorio esta «ciudadela» del
espíritu que es la cartuja. La presencia misma de la comunidad monástica,
con su larga historia que se remonta a san Bruno, constituye una constante
llamada a Dios, una apertura hacia el cielo y una invitación a recordar que
somos hermanos en Cristo.
Los monasterios tienen una función muy importante en el mundo, diría
indispensable. Si en el medioevo fueron centros de saneamiento de los
territorios pantanosos, hoy sirven para «sanear» el ambiente en otro
sentido: a veces, de hecho, el clima que se respira en nuestras sociedades
no es salubre, está contaminado por una mentalidad que no es cristiana, y
ni siquiera humana, porque está dominada por los intereses económicos,
preocupada sólo por las cosas terrenas y carente de una dimensión
espiritual. En este clima no sólo se margina a Dios, sino también al
prójimo, y las personas no se comprometen por el bien común. El
monasterio, en cambio, es modelo de una sociedad que pone en el centro a
Dios y la relación fraterna. Tenemos mucha necesidad de los monasterios
también en nuestro tiempo.

CARTUJOS: LA IGLESIA OS NECESITA


20111009. Homilía. Vísperas. Cartuja de Serra San Bruno
Doy gracias al Señor que me ha traído a este lugar de fe y de oración,
la cartuja de Serra San Bruno.
Quiero ante todo subrayar que esta visita se pone en continuidad con
algunos signos de fuerte comunión entre la Sede apostólica y la Orden
284
cartuja, que tuvieron lugar durante el siglo pasado. En 1924 el Papa Pío XI
promulgó una constitución apostólica con la que aprobó los Estatutos de la
Orden, revisados a la luz del Código de derecho canónico. En mayo de
1984, el beato Juan Pablo II dirigió al ministro general una carta especial,
con ocasión del noveno centenario de la fundación por obra de san Bruno
de la primera comunidad en la Chartreuse, cerca de Grenoble. El 5 de
octubre de ese mismo año, mi amado predecesor vino aquí, y está vivo
aún el recuerdo de su paso entre estas paredes. En la estela de estos
acontecimiento pasados, pero siempre actuales, vengo hoy a vosotros, y
quiero que nuestro encuentro ponga de relieve un vínculo profundo que
existe entre Pedro y Bruno, entre el servicio pastoral a la unidad de la
Iglesia y la vocación contemplativa en la Iglesia. De hecho, la comunión
eclesial necesita una fuerza interior, esa fuerza que hace un momento el
padre prior recordaba citando la expresión «captus ab Uno», referida a san
Bruno: «aferrado por el Uno», por Dios, «Unus potens per omnia», como
hemos cantado en el himno de las Vísperas. El ministerio de los pastores
toma de las comunidades contemplativas una savia espiritual que viene de
Dios.
«Fugitiva relinquere et aeterna captare»: abandonar las realidades
fugaces e intentar aferrar lo eterno. En esta expresión de la carta que
vuestro fundador dirigió al preboste de Reims, Rodolfo, se encierra el
núcleo de vuestra espiritualidad (cf. Carta a Rodolfo, 13): el fuerte deseo
de entrar en unión de vida con Dios, abandonando todo lo demás, todo
aquello que impide esta comunión, y dejándose aferrar por el inmenso
amor de Dios para vivir sólo de este amor. Queridos hermanos, vosotros
habéis encontrado el tesoro escondido, la perla de gran valor (cf. Mt 13,
44-46); habéis respondido con radicalidad a la invitación de Jesús: «Si
quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así
tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme» (Mt19, 21). Todo
monasterio —masculino o femenino— es un oasis en el que, con la
oración y la meditación, se excava incesantemente el pozo profundo del
que podemos tomar el «agua viva» para nuestra sed más profunda. Pero la
cartuja es un oasis singular, donde el silencio y la soledad son custodiados
de modo muy especial, según la forma de vida iniciada por san Bruno y
que ha permanecido sin cambios en el curso de los siglos. «Habito en el
desierto con los hermanos», es la frase sintética que escribía vuestro
fundador (Carta a Rodolfo, 4). La visita del Sucesor de Pedro a esta
histórica cartuja no sólo quiere confirmaros a vosotros, que vivís aquí,
sino a toda la Orden en su misión, muy actual y significativa en el mundo
de hoy.
El progreso técnico, especialmente en el campo de los transportes y de
las comunicaciones, ha hecho la vida del hombre más confortable, pero
también más agitada, a veces convulsa. Las ciudades son casi siempre
ruidosas: raramente hay silencio en ellas, porque siempre persiste un ruido
de fondo, en algunas zonas también de noche. En las últimas décadas,
además, el desarrollo de los medios de comunicación ha difundido y
amplificado un fenómeno que ya se perfilaba en los años sesenta: la
285
virtualidad, que corre el peligro de dominar sobre la realidad. Cada vez
más, incluso sin darse cuenta, las personas están inmersas en una
dimensión virtual a causa de mensajes audiovisuales que acompañan su
vida desde la mañana hasta la noche. Los más jóvenes, que han nacido ya
en esta situación, parecen querer llenar de música y de imágenes cada
momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente, este vacío. Se
trata de una tendencia que siempre ha existido, especialmente entre los
jóvenes y en los contextos urbanos más desarrollados, pero hoy ha
alcanzado tal nivel que se habla de mutación antropológica. Algunas
personas ya no son capaces de permanecer por mucho tiempo en silencio y
en soledad.
He querido aludir a esta condición sociocultural, porque pone de
relieve el carisma específico de la cartuja, como un don precioso para la
Iglesia y para el mundo, un don que contiene un mensaje profundo para
nuestra vida y para toda la humanidad. Lo resumiría de este modo:
retirándose al silencio y la soledad, el hombre, por así decirlo, se
«expone» a la realidad de su desnudez, se expone a ese aparente «vacío»
al que aludí antes, para experimentar en cambio la Plenitud, la presencia
de Dios, de la Realidad más real que existe, y que está más allá de la
dimensión sensible. Es una presencia perceptible en toda criatura: en el
aire que respiramos, en la luz que vemos y que nos calienta, en la hierba,
en las piedras... Dios, Creator omnium, lo penetra todo, pero está más allá,
y precisamente por esto es el fundamento de todo. El monje, dejándolo
todo, por así decirlo «se arriesga»: se expone a la soledad y al silencio
para vivir sólo de lo esencial, y precisamente viviendo de lo esencial
encuentra también una profunda comunión con los hermanos, con cada
hombre.
Alguien podría pensar que es suficiente venir aquí para dar este
«salto». Pero no es así. Esta vocación, como toda vocación, encuentra
respuesta en un camino, en la búsqueda de toda una vida. De hecho, no
basta con retirarse a un lugar como este para aprender a estar en la
presencia de Dios. Del mismo modo que en el matrimonio no basta con
celebrar el Sacramento para llegar efectivamente a ser una sola cosa, sino
que es necesario dejar que la gracia de Dios actúe y recorrer juntos la
cotidianidad de la vida conyugal, así el llegar a ser monjes requiere
tiempo, ejercicio, paciencia, «en una perseverante vigilancia divina —
como afirmaba san Bruno— esperando el regreso del Señor para abrirle
inmediatamente la puerta» (Carta a Rodolfo, 4); y precisamente en esto
consiste la belleza de toda vocación en la Iglesia: dar tiempo a Dios de
actuar con su Espíritu y a la propia humanidad de formarse, de crecer
según la medida de la madurez de Cristo, en ese particular estado de vida.
En Cristo está el todo, la plenitud; necesitamos tiempo para hacer nuestra
una de las dimensiones de su misterio. Podríamos decir que este es un
camino de transformación en el que se realiza y se manifiesta el misterio
de la resurrección de Cristo en nosotros, misterio al que nos ha remitido
esta tarde la Palabra de Dios en la lectura bíblica, tomada de la Carta a los
Romanos: el Espíritu Santo, que resucitó a Jesús de entre los muertos, y
286
que dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. Rm 8, 11), es
Aquel que realiza también nuestra configuración a Cristo según la
vocación de cada uno, un camino que discurre desde la pila bautismal
hasta la muerte, paso hacia la casa del Padre. A veces, a los ojos del
mundo parece imposible permanecer durante toda la vida en un
monasterio, pero en realidad toda una vida apenas es suficiente para entrar
en esta unión con Dios, en esa Realidad esencial y profunda que es
Jesucristo.
Por esto he venido aquí, queridos hermanos que formáis la comunidad
cartuja de Serra San Bruno. Para deciros que la Iglesia os necesita, y que
vosotros necesitáis a la Iglesia. Vuestro puesto no es marginal: ninguna
vocación es marginal en el pueblo de Dios: somos un único cuerpo, en el
que cada miembro es importante y tiene la misma dignidad, y es
inseparable del todo. También vosotros, que vivís en un aislamiento
voluntario, estáis en realidad en el corazón de la Iglesia, y hacéis correr
por sus venas la sangre pura de la contemplación y del amor de Dios.
Stat crux dum volvitur orbis, así reza vuestro lema. La cruz de Cristo
es el punto firme, en medio de los cambios y de las vicisitudes del mundo.
La vida en una cartuja participa de la estabilidad de la cruz, que es la de
Dios, de su amor fiel. Permaneciendo firmemente unidos a Cristo, como
sarmientos a la vid, también vosotros, hermanos cartujos, estáis asociados
a su misterio de salvación, como la Virgen María, que junto a la
cruz stabat, unida al Hijo en la misma oblación de amor. Así, como María
y junto con ella, también vosotros estáis insertados profundamente en el
misterio de la Iglesia, sacramento de unión de los hombres con Dios y
entre sí. En esto vosotros estáis también singularmente cercanos a mi
ministerio. Así pues, que vele sobre nosotros la Madre santísima de la
Iglesia, y que el santo padre Bruno bendiga siempre desde el cielo a
vuestra comunidad. Amén.

ORIENTACIONES SOBRE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


20111015. Discurso. Responsables Nueva Evangelización
Habéis elegido como lema para vuestra reflexión de hoy la expresión:
«La Palabra de Dios crece y se multiplica». Varias veces el evangelista
Lucas utiliza esta fórmula en el libro de los Hechos de los Apóstoles; en
distintas situaciones afirma, de hecho, que «la Palabra de Dios crecía y se
multiplicaba» (cf. Hch 6, 7; 12, 24). Pero en el tema de esta jornada habéis
modificado el tiempo de los dos verbos para evidenciar un aspecto
importante de la fe: la certeza consciente de que la Palabra de Dios está
siempre viva, en todos los momentos de la historia, hasta nuestros días,
porque la Iglesia la actualiza a través de su fiel transmisión, la celebración
de los sacramentos y el testimonio de los creyentes. Por esto nuestra
historia está en plena continuidad con la de la primera comunidad
cristiana, vive de la misma savia vital.
¿Pero qué terreno encuentra la Palabra de Dios? Como entonces,
también hoy puede encontrar cerrazón y rechazo, modos de pensar y de
287
vivir que están lejos de la búsqueda de Dios y de la verdad. El hombre
contemporáneo a menudo está confundido y no consigue hallar respuestas
a tantos interrogantes que agitan su mente con respecto al sentido de la
vida y a las cuestiones que alberga en lo profundo de su corazón. El
hombre no puede eludir estos interrogantes que afectan al significado de sí
mismo y de la realidad, ¡no puede vivir en una sola dimensión! En
cambio, no raramente, es alejado de la búsqueda de lo esencial en la vida,
mientras se le propone una felicidad efímera, que satisface un instante,
pero enseguida deja tristeza e insatisfacción.
Sin embargo, a pesar de esta condición del hombre contemporáneo,
podemos todavía afirmar con certeza, como en los comienzos del
cristianismo, que la Palabra de Dios sigue creciendo y multiplicándose.
¿Por qué? Quiero destacar, al menos, tres motivos. El primero es que la
fuerza de la Palabra no depende, en primer lugar, de nuestra acción, de
nuestros medios, de nuestro «hacer», sino de Dios, que esconde su poder
bajo los signos de la debilidad, que se hace presente en la brisa suave de la
mañana (cf. 1 R 19, 12), que se revela en el árbol de la cruz. Debemos
creer siempre en el humilde poder de la Palabra de Dios y dejar que Dios
actúe. El segundo motivo es que la semilla de la Palabra, como narra la
parábola evangélica del Sembrador, cae también hoy en un terreno bueno
que la acoge y produce fruto (cf. Mt 13, 3-9). Y los nuevos
evangelizadores forman parte de este campo que permite al Evangelio
crecer en abundancia y transformar la propia vida y la de los demás. En el
mundo, aunque el mal hace más ruido, sigue existiendo un terreno bueno.
El tercer motivo es que el anuncio del Evangelio ha llegado efectivamente
hasta los confines del mundo e, incluso en medio de la indiferencia, la
incomprensión y la persecución, muchos siguen abriendo con valentía,
aún hoy, el corazón y la mente para acoger la invitación de Cristo a
encontrarse con él y convertirse en sus discípulos. No hacen ruido, pero
son como el grano de mostaza que se convierte en árbol, la levadura que
fermenta la masa, el grano de trigo que se rompe para dar origen a la
espiga. Todo esto, si por una parte infunde consuelo y esperanza porque
muestra el incesante fermento misionero que anima a la Iglesia, por otra
debe llenar a todos de un renovado sentido de responsabilidad hacia la
Palabra de Dios y la difusión del Evangelio.
El Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización,
que instituí el año pasado, es un instrumento valioso para identificar las
grandes cuestiones que se agitan en los distintos sectores de la sociedad y
de la cultura contemporánea. Está llamado a ofrecer una ayuda especial a
la Iglesia en su misión, sobre todo en los países de antigua tradición
cristiana que parecen ser indiferentes, si no hostiles, a la Palabra de Dios.
El mundo de hoy necesita personas que anuncien y testimonien que es
Cristo quien nos enseña el arte de vivir, el camino de la verdadera
felicidad, porque él mismo es el camino de la vida; personas que tengan
ante todo ellas mismas la mirada fija en Jesús, el Hijo de Dios: la palabra
del anuncio siempre debe estar inmersa en una relación intensa con él, en
un profunda vida de oración. El mundo de hoy necesita personas que
288
hablen a Dios para poder hablar de Dios. Y también debemos recordar
siempre que Jesús no redimió al mundo con palabras bellas o medios
vistosos, sino con el sufrimiento y la muerte. La ley del grano de trigo que
muere en la tierra es válida también hoy; no podemos dar vida a los
demás, sin dar nuestra vida: «el que pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará», nos dice el Señor (Mc 8, 35). Viéndoos a todos
vosotros y conociendo el gran compromiso que cada uno pone al servicio
de la misión, estoy convencido de que los nuevos evangelizadores se
multiplicarán cada vez más para dar vida a una verdadera transformación
que el mundo actual necesita. Sólo a través de hombres y mujeres
moldeados por la presencia de Dios, la Palabra de Dios continuará su
camino en el mundo dando sus frutos.
Queridos amigos, ser evangelizadores no es un privilegio, sino un
compromiso que deriva de la fe. A la pregunta que el Señor dirige a los
cristianos: «¿A quién enviaré y quién irá por mí?» responded con la misma
valentía y la misma confianza que el Profeta: «Aquí estoy, mándame»
(Is 6, 8). Os pido que os dejéis moldear por la gracia de Dios y que
correspondáis dócilmente a la acción del Espíritu del Resucitado. Sed
signos de esperanza, capaces de mirar al futuro con la certeza que
proviene del Señor Jesús, que ha vencido la muerte y nos ha dado la vida
eterna. Comunicad a todos la alegría de la fe con el entusiasmo que
proviene de estar movidos por el Espíritu Santo, porque él hace nuevas
todas las cosas (cf. Ap 21, 5), confiando en la promesa hecha por Jesús a la
Iglesia: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los
tiempos» (Mt 28, 20).

LA PALABRA ILUMINA LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


20111016. Homilía. Misa para la Nueva Evangelización
Con alegría celebro hoy la santa misa para vosotros, que estáis
comprometidos en muchas partes del mundo en las fronteras de la nueva
evangelización. Esta liturgia es la conclusión del encuentro que ayer os
llamó a confrontaros sobre los ámbitos de esa misión y a escuchar algunos
testimonios significativos. Yo mismo he querido presentaros algunos
pensamientos, mientras hoy parto para vosotros el pan de la Palabra y de
la Eucaristía, con la certeza —compartida por todos nosotros— de que sin
Cristo, Palabra y Pan de vida, no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5).
Pasemos ahora a las lecturas bíblicas, en las que hoy el Señor nos
habla. La primera, tomada del libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es
único; no hay otros dioses fuera del Señor, e incluso el poderoso Ciro,
emperador de los persas, forma parte de un plan más grande, que sólo
Dios conoce y lleva adelante. Esta lectura nos da el sentido teológico de la
historia: los cambios de época, el sucederse de las grandes potencias, están
bajo el supremo dominio de Dios; ningún poder terreno puede ponerse en
su lugar. La teología de la historia es un aspecto importante, esencial de la
nueva evangelización, porque los hombres de nuestro tiempo, tras el
nefasto periodo de los imperios totalitarios del siglo XX, necesitan
289
reencontrar una visión global del mundo y del tiempo, una visión
verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el concilio Vaticano II
transmitió en sus documentos, y que mis predecesores, el siervo de Dios
Pablo VI y el beato Juan Pablo II, ilustraron con su magisterio.
La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los
Tesalonicenses, y esto ya es muy sugerente, pues se trata de la carta más
antigua que nos ha llegado del mayor evangelizador de todos los tiempos,
el apóstol san Pablo. Él nos dice ante todo que no se evangeliza de manera
aislada: también él tenía de hecho como colaboradores a Silvano y
Timoteo (cf. 1 Ts 1, 1), y a muchos otros. E inmediatamente añade otra
cosa muy importante: que el anuncio siempre debe ir precedido,
acompañado y seguido por la oración. En efecto, escribe: «En todo
momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes
en nuestras oraciones» (v. 2). El Apóstol asegura que es bien consciente de
que los miembros de la comunidad no han sido elegidos por él, sino por
Dios: «él os ha elegido», afirma (v. 4). Todo misionero del Evangelio
siempre debe tener presente esta verdad: es el Señor quien toca los
corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a las personas a la fe y a
la comunión en la Iglesia. Por último, san Pablo nos deja una enseñanza
muy valiosa, extraída de su experiencia. Escribe: «Cuando os anuncié
nuestro Evangelio, no fue sólo de palabra, sino también con la fuerza del
Espíritu Santo y con plena convicción» (v. 5). La evangelización, para ser
eficaz, necesita la fuerza del Espíritu, que anime el anuncio e infunda en
quien lo lleva esa «plena convicción» de la que nos habla el Apóstol. Este
término «convicción», «plena convicción», en el original griego,
es pleroforía: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo,
psicológico, sino más bien la plenitud, la fidelidad, la integridad, en este
caso del anuncio de Cristo. Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita
ir acompañado de signos, de gestos, como la predicación de Jesús.
Palabra, Espíritu y convicción —así entendida— son por tanto
inseparables y concurren a hacer que el mensaje evangélico se difunda con
eficacia.
Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata del texto
sobre la legitimidad del tributo que hay que pagar al César, que contiene la
célebre respuesta de Jesús: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo
que es de Dios» (Mt 22, 21). Pero antes de llegar a este punto, hay un
pasaje que se puede referir a quienes tienen la misión de evangelizar. De
hecho, los interlocutores de Jesús —discípulos de los fariseos y
herodianos— se dirigen a él con palabras de aprecio, diciendo: «Sabemos
que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad,
sin que te importe nadie» (v. 16). Precisamente esta afirmación, aunque
brote de hipocresía, debe llamar nuestra atención. Los discípulos de los
fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen. Sólo lo afirman como
una captatio benevolentiae para que los escuche, pero su corazón está muy
lejos de esa verdad; más bien quieren tender una trampa a Jesús para
poderlo acusar. Para nosotros en cambio, esa expresión es preciosa y
verdadera: Jesús, en efecto, es sincero y enseña el camino de Dios según
290
la verdad y no depende de nadie. Él mismo es este «camino de Dios», que
nosotros estamos llamados a recorrer. Podemos recordar aquí las palabras
de Jesús mismo, en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el camino, la
verdad y la vida» (14, 6). Es iluminador al respecto el comentario de san
Agustín: «era necesario que Jesús dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la
vida” porque, una vez conocido el camino, faltaba conocer la meta. El
camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y nosotros ¿a dónde
vamos sino a él? y ¿por qué camino vamos sino por él?» (In Ioh 69, 2).
Los nuevos evangelizadores están llamados a ser los primeros en avanzar
por este camino que es Cristo, para dar a conocer a los demás la belleza
del Evangelio que da la vida. Y en este camino, nunca avanzamos solos,
sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se
ofrece a cuantos encontramos, para hacerlos partícipes de nuestra
experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio unido al anuncio
puede abrir el corazón de quienes están en busca de la verdad, para que
puedan descubrir el sentido de su propia vida.
Una breve reflexión también sobre la cuestión central del tributo al
César. Jesús responde con un sorprendente realismo político, vinculado al
teocentrismo de la tradición profética. El tributo al César se debe pagar,
porque la imagen de la moneda es suya; pero el hombre, todo hombre,
lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y, por tanto, a él, y sólo a él,
cada uno debe su existencia. Los Padres de la Iglesia, basándose en el
hecho de que Jesús se refiere a la imagen del emperador impresa en la
moneda del tributo, interpretaron este paso a la luz del concepto
fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo
del libro del Génesis. Un autor anónimo escribe: «La imagen de Dios no
está impresa en el oro, sino en el género humano. La moneda del César es
oro, la de Dios es la humanidad… Por tanto, da tu riqueza material al
César, pero reserva a Dios la inocencia única de tu conciencia, donde se
contempla a Dios… El César, en efecto, ha impreso su imagen en cada
moneda, pero Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar
su gloria» (Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y san
Agustín utilizó muchas veces esta referencia en sus homilías: «Si el César
reclama su propia imagen impresa en la moneda —afirma—, ¿no exigirá
Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps.,Salmo 94,
2). Y también: «Del mismo modo que se devuelve al César la moneda, así
se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su rostro…
En efecto, Cristo habita en el interior del hombre» (Ib., Salmo 4, 8).
Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la
puede reducir únicamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se
limita a recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de
autoridad del César y la de Dios, entre el ámbito político y el religioso. La
misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios,
hacer memoria de su soberanía, recordar a todos, especialmente a los
cristianos que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le
pertenece, es decir, nuestra vida.
291
Precisamente para dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia
de conducir a los hombres fuera del desierto —en el que a menudo se
encuentran— hacia el lugar de la vida, la amistad con Cristo que nos da su
vida en plenitud, quiero anunciar en esta celebración eucarística que he
decidido convocar un «Año de la fe» que ilustraré con una carta apostólica
especial. Este «Año de la fe» comenzará el 11 de octubre de 2012, en el
50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, y terminará el 24 de
noviembre de 2013, solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será un
momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez
más plena, para reforzar nuestra fe en él y para anunciarlo con alegría al
hombre de nuestro tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis entre los protagonistas
de la nueva evangelización que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante,
no sin dificultad, pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos.
En conclusión, hago mías las palabras del apóstol san Pablo que hemos
escuchado: doy gracias a Dios por todos vosotros. Y os aseguro que os
llevo en mis oraciones, consciente de la actividad de vuestra fe, el
esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo
nuestro Señor (cf. 1 Ts 1, 3). La Virgen María, que no tuvo miedo de
responder «sí» a la Palabra del Señor y, después de haberla concebido en
su seno, se puso en camino llena de alegría y esperanza, sea siempre
vuestro modelo y vuestra guía. Aprended de la Madre del Señor y Madre
nuestra a ser humildes y al mismo tiempo valientes, sencillos y prudentes,
mansos y fuertes, no con la fuerza del mundo, sino con la de la verdad.
Amén.

LO PRINCIPAL: QUE DIOS ESTÉ PRESENTE EN NUESTRA


VIDA
20111023. Homilía. Canonización de Conforti, Guanella y Bonifacia
La Palabra del Señor, que acaba de resonar en el Evangelio, nos ha
recordado que toda la ley divina se resume en el amor. El evangelista san
Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los
saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf.
22, 34-35). Uno de estos interlocutores, un doctor de la ley, le preguntó:
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (v. 36). A esa
pregunta, decididamente insidiosa, Jesús responde con total sencillez:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda
tu mente. Este mandamiento es el principal y primero» (vv. 37-38). De
hecho, la exigencia principal para cada uno de nosotros es que Dios esté
presente en nuestra vida. Como dice la Escritura, él debe penetrar todos
los estratos de nuestro ser y llenarlos completamente: el corazón debe
saber de él y dejarse tocar por él; e igualmente el alma, las energías de
nuestro querer y decidir, como también la inteligencia y el pensamiento.
292
Es poder decir, como san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien
vive en mí» (Ga 2, 20).
Inmediatamente después, Jesús añade algo que, en verdad, no había
preguntado el doctor de la ley: «El segundo es semejante a él: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (v. 39). Al declarar que el segundo
mandamiento es semejante al primero, Jesús da a entender que la caridad
hacia el prójimo es tan importante como el amor a Dios. De hecho, el
signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al mundo el
amor de Dios es al amor a los hermanos. ¡Cuán providencial resulta
entonces el hecho de que precisamente hoy la Iglesia señala a todos sus
miembros tres nuevos santos que se dejaron transformar por la caridad
divina y según ella moldearon su vida. En situaciones distintas y con
diversos carismas, amaron al Señor con todo el corazón y al prójimo como
a sí mismos «llegando a ser así un modelo para todos los creyentes» (cf. 1
Ts 1, 7).
El Salmo 17, que se acaba de proclamar, invita a abandonarse con
confianza en manos del Señor, que tuvo «misericordia de su ungido» (cf.
v. 51). Esta actitud interior guió la vida y el ministerio de san Guido María
Conforti. Desde que, en su niñez, tuvo que vencer la oposición de su padre
para entrar en el seminario, dio muestras de un carácter firme al seguir la
voluntad de Dios, al corresponder en todo a la caritas Christi que, en la
contemplación del Crucificado, lo atraía a sí. Sintió una fuerte urgencia de
anunciar este amor a quienes no habían recibido aún su anuncio, y el lema
«Caritas Christi urget nos» (cf. 2 Co 5, 14) sintetiza el programa del
Instituto misionero que fundó cuando tenía sólo treinta años: una familia
religiosa puesta totalmente al servicio de la evangelización bajo el
patrocinio del gran apóstol de Oriente san Francisco Javier. San Guido
María fue llamado a vivir este impulso apostólico en el ministerio
episcopal primero en Rávena y luego en Parma: con todas sus fuerzas se
dedicó al bien de las almas a él encomendadas, sobre todo de las que se
habían alejado del camino del Señor. Su vida estuvo marcada por
numerosas pruebas, algunas de ellas graves. Supo aceptar todas las
situaciones con docilidad, acogiéndolas como indicaciones del camino
trazado para él por la divina Providencia; en todas las circunstancias,
incluso en las derrotas más mortificantes, supo reconocer el designio de
Dios, que lo guiaba a edificar su Reino sobre todo en la renuncia a sí
mismo y en la aceptación diaria de su voluntad, con un abandono confiado
cada vez más pleno. Él fue el primero en experimentar y testimoniar lo
que enseñaba a sus misioneros, o sea, que la perfección consiste en hacer
la voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de Jesús crucificado. San Guido
María Conforti mantuvo fija su mirada interior en la cruz, que dulcemente
lo atraía a sí; al contemplarla veía abrirse de par en par el horizonte del
mundo entero, descubría el «urgente» deseo, escondido en el corazón de
todo hombre, de recibir y acoger el anuncio del único amor que salva.
El testimonio humano y espiritual de san Luis Guanella es para toda la
Iglesia un don especial de gracia. Durante su existencia terrena vivió con
valentía y determinación el Evangelio de la caridad, el «gran
293
mandamiento» que también hoy la Palabra de Dios nos ha recordado.
Gracias a la profunda y continua unión con Cristo, en la contemplación de
su amor, don Guanella, guiado por la divina Providencia, se hizo
compañero y maestro, consuelo y alivio de los más pobres y los más
débiles. El amor de Dios animaba en él el deseo del bien para las personas
que le habían sido encomendadas, en la realidad de su vida diaria.
Prestaba solícita atención al camino de cada uno, respetando sus tiempos
de crecimiento y cultivando en el corazón la esperanza de que todo ser
humano, creado a imagen y semejanza de Dios, al gustar la alegría de ser
amado por él —Padre de todos—, puede sacar y dar a los demás lo mejor
de sí mismo. Hoy queremos alabar y dar gracias al Señor porque en san
Luis Guanella nos ha dado un profeta y un apóstol de la caridad. En su
testimonio, tan lleno de humanidad y de atención a los últimos,
reconocemos un signo luminoso de la presencia y de la acción benéfica de
Dios: el Dios —como resonó en la primera lectura— que defiende al
forastero, a la viuda, al huérfano, al pobre que debe dejar en prenda su
manto, su único abrigo para cubrir su cuerpo por la noche (cf. Ex 22, 20-
26). Que este nuevo santo de la caridad sea para todos, especialmente para
los miembros de las Congregaciones que fundó, un modelo de profunda y
fecunda síntesis entre contemplación y acción, como él mismo la vivió y
practicó. Toda su historia humana y espiritual la podemos sintetizar en las
últimas palabras que pronunció en su lecho de muerte: «In caritate
Christi». Es el amor de Cristo lo que ilumina la vida de todo hombre,
revelando cómo en la entrega de sí a los demás no se pierde nada, sino que
se realiza plenamente nuestra verdadera felicidad. Que san Luis Guanella
nos obtenga crecer en la amistad con el Señor para ser en nuestro tiempo
portadores de la plenitud del amor de Dios, para promover la vida en todas
sus manifestaciones y condiciones, y para hacer que la sociedad humana
llegue a ser cada vez más la familia de los hijos de Dios.
En la segunda lectura hemos escuchado un pasaje de la primera carta
a los Tesalonicenses, un texto que usa la metáfora del trabajo manual para
describir la labor evangelizadora y que, en cierto modo, puede aplicarse
también a las virtudes de santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Cuando
san Pablo escribe la carta, trabaja para ganarse el pan; parece evidente, por
el tono y los ejemplos empleados, que es en el taller donde él predica y
encuentra sus primeros discípulos. Esta misma intuición movió a santa
Bonifacia, que desde el inicio supo aunar su seguimiento de Jesucristo con
el esmerado trabajo cotidiano. Faenar, como había hecho desde pequeña,
no era sólo un modo para no ser gravosa a nadie, sino que suponía
también tener la libertad para realizar su propia vocación, y le daba al
mismo tiempo la posibilidad de atraer y formar a otras mujeres, que en el
obrador pueden encontrar a Dios y escuchar su llamada amorosa,
discerniendo su propio proyecto de vida y capacitándose para llevarlo a
cabo. Así nacen las Siervas de San José, en medio de la humildad y
sencillez evangélica, que en el hogar de Nazaret se presenta como una
escuela de vida cristiana. El Apóstol continúa diciendo en su carta que el
amor que tiene a la comunidad es un esfuerzo, una fatiga, pues supone
294
siempre imitar la entrega de Cristo por los hombres, no esperando nada ni
buscando otra cosa que agradar a Dios. Madre Bonifacia, que se consagra
con ilusión al apostolado y comienza a obtener los primeros frutos de sus
afanes, vive también esta experiencia de abandono, de rechazo
precisamente de sus discípulas, y en ello aprende una nueva dimensión del
seguimiento de Cristo: la cruz. Ella la asume con el aguante que da la
esperanza, ofreciendo su vida por la unidad de la obra nacida de sus
manos. La nueva santa se nos presenta como un modelo acabado en el que
resuena el trabajo de Dios, un eco que llama a sus hijas, las Siervas de San
José, y también a todos nosotros, a acoger su testimonio con la alegría del
Espíritu Santo, sin temer la contrariedad, difundiendo en todas partes la
Buena Noticia del reino de los cielos. Nos encomendamos a su
intercesión, y pedimos a Dios por todos los trabajadores, sobre todo por
los que desempeñan los oficios más modestos y en ocasiones no
suficientemente valorados, para que, en medio de su quehacer diario,
descubran la mano amiga de Dios y den testimonio de su amor,
transformando su cansancio en un canto de alabanza al Creador.
«Te amo, Señor, mi fortaleza». Así, queridos hermanos y hermanas,
hemos aclamado con el Salmo responsorial. De ese amor apasionado a
Dios son signo elocuente estos tres nuevos santos. Dejémonos atraer por
su ejemplo, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra
vida se transforme en testimonio de auténtico amor a Dios y al prójimo.

JESÚS, REY DE PAZ


20111026. Audiencia general. Víspera Jornada por la paz de Asís
Como cristianos, estamos convencidos de que la contribución más
valiosa que podemos dar a la causa de la paz es la oración.
En el pasaje del profeta Zacarías que acabamos de escuchar resonó un
anuncio lleno de esperanza y de luz (cf. Zac 9, 10). Dios promete la
salvación, invita a «saltar de gozo» porque esta salvación está a punto de
realizarse. Se habla de un rey: «Mira que viene tu rey, justo y triunfador»
(v. 9), pero lo que se anuncia no es un rey que se presenta con el poder
humano, con la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder
político y militar; es un rey manso, que reina con la humildad y la
mansedumbre ante Dios y ante los hombres, un rey distinto respecto a los
grandes soberanos del mundo: «montado en un borrico, en un pollino de
asna», dice el profeta (ib.). Él se manifiesta montando el animal de la
gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los
ejércitos de los poderosos de la tierra. Más aún, es un rey que hará
desaparecer estos carros, romperá los arcos guerreros, proclamará la paz a
los pueblos (cf. v. 10).
¿Pero quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vayamos por
un momento a Belén y volvamos a escuchar lo que dice el ángel a los
pastores que velaban de noche cuidando su rebaño. El ángel anuncia una
alegría que será de todo el pueblo, vinculada a un signo pobre: un niño
envuelto en pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 8-12). El ejército
295
celestial canta: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres
que él ama» (cf. v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de
aquel niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz para todo el mundo. Pero
vayamos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando
entra en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio del
profeta Zacarías de la venida de un rey humilde y manso volvió de modo
especial a la mente de los discípulos de Jesús después de los sucesos de la
pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando volvieron con
los ojos de la fe al ingreso gozoso del Maestro en la ciudad santa. Él
monta un asno, que tomó prestado (cf. Mt 21, 2-7): no va en una suntuosa
carroza, ni en un caballo, como los grandes. No entra en Jerusalén
acompañado por un poderoso ejército de carros y caballeros. Él es un rey
pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece
el término praeîs, que significa los mansos, los apacibles; Jesús es el rey
de los anawim, de aquellos que tienen el corazón libre del afán de poder y
de riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda de dominio sobre los
demás. Jesús es el rey de cuantos tienen esa libertad interior que hace
capaces de superar la avidez, el egoísmo que hay en el mundo, y saben
que sólo Dios es su riqueza. Jesús es rey pobre entre los pobres, manso
entre aquellos que quieren ser mansos. De este modo él es rey de paz,
gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Es un
rey que hará desaparecer los carros y los caballos de batalla, que quebrará
los arcos de guerra; un rey que realiza la paz en la cruz, uniendo la tierra y
el cielo y construyendo un puente fraterno entre todos los hombres. La
cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de
perdón, de comprensión; signo de que el amor es más fuerte que todo tipo
de violencia y opresión, más fuerte que la muerte: el mal se vence con el
bien, con el amor.
Este es el nuevo reino de paz donde Cristo es el rey; y es un reino que
se extiende por toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey
manso, pacífico, dominará «de mar a mar, desde el Río hasta los extremos
del país» (Zac 9, 10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones
universales. El horizonte de este rey pobre, manso, no es el de un
territorio, de un Estado, sino que son los confines del mundo. Él crea
comunión, crea unidad, más allá de toda barrera de raza, lengua o cultura.
¿Dónde vemos hoy la realización de este anuncio? La profecía de Zacarías
reaparece luminosa en la gran red de las comunidades eucarísticas que se
extiende en toda la tierra. Es un gran mosaico de comunidades en las que
se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el
gran mosaico que constituye el «Reino de paz» de Jesús de mar a mar
hasta los confines del mundo; es una multitud de «islas de paz», que
irradian paz. Por todos lados, en todo lugar, en toda cultura, desde las
grandes ciudades con sus edificios hasta los pequeños poblados con las
humildes moradas, desde las grandes catedrales hasta las pequeñas
capillas, él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con él también
los hombres están unidos entre ellos en un único cuerpo, superando la
división, la rivalidad, los rencores. El Señor viene en la Eucaristía para
296
sacarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos que
excluyen a los demás, para hacer de nosotros un solo cuerpo, un solo reino
de paz en un mundo dividido.
¿Pero cómo podemos construir este reino de paz del que Cristo es el
rey? El mandamiento que él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a
todos nosotros es: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos... Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los
tiempos» (Mt28, 19.21). Como Jesús, los mensajeros de paz de su reino
deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero
no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder. En el pasaje del
Evangelio que hemos escuchado Jesús envía a setenta y dos discípulos a la
gran mies que es el mundo, invitándolos a rogar al Señor de la mies que
no falten nunca obreros a su mies (cf.Lc 10, 1-3); pero no los envía con
medios poderosos, sino «como corderos en medio de lobos» (v. 3), sin
bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. v. 4). San Juan Crisóstomo, en una de sus
homilías, comenta: «Mientras seamos corderos, venceremos e, incluso si
estamos rodeados por numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos
convertimos en lobos, seremos vencidos, porque estaremos privados de la
ayuda del pastor» (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben
nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos; el reino
de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la
violencia, sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo,
incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las
armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la
victoria. Y para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene
como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a
perder la propia vida por él, para que en el mundo triunfen el bien, el
amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en cada
realidad: «Paz a esta casa» (Lc 10, 5).
Delante de la basílica de San Pedro hay dos grandes estatuas de san
Pedro y san Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en la mano
las llaves, san Pablo en cambio sostiene una espada. Quien no conoce la
historia de este último podría pensar que se trata de un gran caudillo que
guió grandes ejércitos y con la espada sometió pueblos y naciones,
procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. En cambio, es
exactamente lo contrario: la espada que tiene entre las manos es el
instrumento con el que mataron a Pablo, con el que sufrió el martirio y
derramó su propia sangre. Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra,
sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue precisamente el anuncio
de «Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). Su predicación no se basó
en «persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del
Espíritu» (v. 4). Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de
paz del Evangelio, gastando sus energías para hacerlo resonar hasta los
confines de la tierra. Esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila,
cómoda, alejada de las dificultades, de las contrariedades, sino que se
gastó por el Evangelio, se entregó sin reservas, y así se convirtió en el
gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que
297
san Pablo tiene en sus manos remite también al poder de la verdad, que a
menudo puede herir, puede hacer mal. El Apóstol fue fiel a esta verdad
hasta el final, fue su servidor, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta
misma lógica es válida también para nosotros, si queremos ser portadores
del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo:
debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona
la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del
conquistador la que construye la paz, sino la espada de quien sufre, de
quien sabe donar la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de
Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos haga instrumentos de su
paz en un mundo todavía desgarrado por el odio, las divisiones, los
egoísmos, las guerras; queremos pedirle que el encuentro de mañana en
Asís favorezca el diálogo entre personas de distintas pertenencias
religiosas y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón
de todos los hombres, para que el rencor ceda el paso al perdón, la
división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la
mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén.

RELIGIÓN Y PAZ
20111027. Discurso. Jornada por la paz y justicia. Asís
Han pasado veinticinco años desde que el beato Papa Juan Pablo II
invitó por vez primera a los representantes de las religiones del mundo a
Asís para una oración por la paz. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? ¿A
qué punto está hoy la causa de la paz? En aquel entonces, la gran amenaza
para la paz en el mundo provenía de la división del planeta en dos bloques
contrastantes entre sí. El símbolo llamativo de esta división era el muro de
Berlín que, pasando por el medio de la ciudad, trazaba la frontera entre
dos mundos. En 1989, tres años después de Asís, el muro cayó sin
derramamiento de sangre. De repente, los enormes arsenales que había
tras el muro dejaron de tener sentido alguno. Perdieron su capacidad de
aterrorizar. El deseo de los pueblos de ser libres era más fuerte que los
armamentos de la violencia. La cuestión sobre las causas de este derrumbe
es compleja y no puede encontrar una respuesta con fórmulas simples.
Pero, junto a los factores económicos y políticos, la causa más profunda
de dicho acontecimiento es de carácter espiritual: detrás del poder material
ya no había ninguna convicción espiritual. Al final, la voluntad de ser
libres fue más fuerte que el miedo ante la violencia, que ya no contaba con
ningún respaldo espiritual. Apreciamos esta victoria de la libertad, que fue
sobre todo también una victoria de la paz. Y es preciso añadir en este
contexto que, aunque no se tratara sólo, y quizás ni siquiera en primer
lugar, de la libertad de creer, también se trataba de ella. Por eso podemos
relacionar también todo esto en cierto modo con la oración por la paz.
Pero, ¿qué ha sucedido después? Desgraciadamente, no podemos decir
que desde entonces la situación se haya caracterizado por la libertad y la
paz. Aunque no haya a la vista amenazas de una gran guerra, el mundo
298
está desafortunadamente lleno de discordia. No se trata sólo de que haya
guerras frecuentemente aquí o allá; es que la violencia en cuanto tal
siempre está potencialmente presente, y caracteriza la condición de
nuestro mundo. La libertad es un gran bien. Pero el mundo de la libertad
se ha mostrado en buena parte carente de orientación, y muchos
tergiversan la libertad entendiéndola como libertad también para la
violencia. La discordia asume formas nuevas y espantosas, y la lucha por
la paz nos debe estimular a todos nosotros de modo nuevo.
Tratemos de identificar más de cerca los nuevos rostros de la violencia
y la discordia. A grandes líneas –según mi parecer– se pueden identificar
dos tipologías diferentes de nuevas formas de violencia, diametralmente
opuestas por su motivación, y que manifiestan luego muchas variantes en
sus particularidades. Tenemos ante todo el terrorismo, en el cual, en lugar
de una gran guerra, se emplean ataques muy precisos, que deben golpear
destructivamente en puntos importantes al adversario, sin ningún respeto
por las vidas humanas inocentes que de este modo resultan cruelmente
heridas o muertas. A los ojos de los responsables, la gran causa de
perjudicar al enemigo justifica toda forma de crueldad. Se deja de lado
todo lo que en el derecho internacional ha sido comúnmente reconocido y
sancionado como límite a la violencia. Sabemos que el terrorismo es a
menudo motivado religiosamente y que, precisamente el carácter religioso
de los ataques sirve como justificación para una crueldad despiadada, que
cree poder relegar las normas del derecho en razón del «bien» pretendido.
Aquí, la religión no está al servicio de la paz, sino de la justificación de la
violencia.
A partir de la Ilustración, la crítica de la religión ha sostenido
reiteradamente que la religión era causa de violencia, y con eso ha
fomentado la hostilidad contra las religiones. En este punto, que la
religión motive de hecho la violencia es algo que, como personas
religiosas, nos debe preocupar profundamente. De una forma más sutil,
pero siempre cruel, vemos la religión como causa de violencia también allí
donde se practica la violencia por parte de defensores de una religión
contra los otros. Los representantes de las religiones reunidos en Asís en
1986 quisieron decir – y nosotros lo repetimos con vigor y gran firmeza –
que esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su
deformación y contribuye a su destrucción. Contra eso, se objeta: Pero,
¿cómo sabéis cuál es la verdadera naturaleza de la religión? Vuestra
pretensión, ¿no se deriva quizás de que la fuerza de la religión se ha
apagado entre vosotros? Y otros dirán: ¿Acaso existe realmente una
naturaleza común de la religión, que se manifiesta en todas las religiones y
que, por tanto, es válida para todas? Debemos afrontar estas preguntas si
queremos contrastar de manera realista y creíble el recurso a la violencia
por motivos religiosos. Aquí se coloca una tarea fundamental del diálogo
interreligioso, una tarea que se ha de subrayar de nuevo en este encuentro.
A este punto, quisiera decir como cristiano: Sí, también en nombre de la fe
cristiana se ha recurrido a la violencia en la historia. Lo reconocemos
llenos de vergüenza. Pero es absolutamente claro que éste ha sido un uso
299
abusivo de la fe cristiana, en claro contraste con su verdadera naturaleza.
El Dios en que nosotros los cristianos creemos es el Creador y Padre de
todos los hombres, por el cual todos son entre sí hermanos y hermanas y
forman una única familia. La Cruz de Cristo es para nosotros el signo del
Dios que, en el puesto de la violencia, pone el sufrir con el otro y el amar
con el otro. Su nombre es «Dios del amor y de la paz» (2 Co 13,11). Es
tarea de todos los que tienen alguna responsabilidad de la fe cristiana el
purificar constantemente la religión de los cristianos partiendo de su
centro interior, para que – no obstante la debilidad del hombre – sea
realmente instrumento de la paz de Dios en el mundo.
Si bien una tipología fundamental de la violencia se funda hoy
religiosamente, poniendo con ello a las religiones frente a la cuestión
sobre su naturaleza, y obligándonos todos a una purificación, una segunda
tipología de violencia de aspecto multiforme tiene una motivación
exactamente opuesta: es la consecuencia de la ausencia de Dios, de su
negación, que va a la par con la pérdida de humanidad. Los enemigos de
la religión – como hemos dicho – ven en ella una fuente primaria de
violencia en la historia de la humanidad, y pretenden por tanto la
desaparición de la religión. Pero el «no» a Dios ha producido una crueldad
y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre ya
no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí, sino que
tomaba como norma solamente a sí mismo. Los horrores de los campos de
concentración muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia
de Dios.
Pero no quisiera detenerme aquí sobre el ateísmo impuesto por el
Estado; quisiera hablar más bien de la «decadencia» del hombre, como
consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más
peligrosa, un cambio del clima espiritual. La adoración de Mamón, del
tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta el
hombre, sino únicamente el beneficio personal. El deseo de felicidad
degenera, por ejemplo, en un afán desenfrenado e inhumano, como se
manifiesta en el sometimiento a la droga en sus diversas formas. Hay
algunos poderosos que hacen con ella sus negocios, y después muchos
otros seducidos y arruinados por ella, tanto en el cuerpo como en el
ánimo. La violencia se convierte en algo normal y amenaza con destruir
nuestra juventud en algunas partes del mundo. Puesto que la violencia
llega a hacerse normal, se destruye la paz y, en esta falta de paz, el hombre
se destruye a sí mismo
La ausencia de Dios lleva al decaimiento del hombre y del
humanismo. Pero, ¿dónde está Dios? ¿Lo conocemos y lo podemos
mostrar de nuevo a la humanidad para fundar una verdadera paz?
Resumamos ante todo brevemente las reflexiones que hemos hecho hasta
ahora. He dicho que hay una concepción y un uso de la religión por la que
esta se convierte en fuente de violencia, mientras que la orientación del
hombre hacia Dios, vivido rectamente, es una fuerza de paz. En este
contexto me he referido a la necesidad del diálogo, y he hablado de la
purificación, siempre necesaria, de la religión vivida. Por otro lado, he
300
afirmado que la negación de Dios corrompe al hombre, le priva de
medidas y le lleva a la violencia.
Junto a estas dos formas de religión y anti-religión, existe también en
el mundo en expansión del agnosticismo otra orientación de fondo:
personas a las que no les ha sido dado el don de poder creer y que, sin
embargo, buscan la verdad, están en la búsqueda de Dios. Personas como
éstas no afirman simplemente: «No existe ningún Dios». Sufren a causa de
su ausencia y, buscando lo auténtico y lo bueno, están interiormente en
camino hacia Él. Son «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz».
Plantean preguntas tanto a una como a la otra parte. Despojan a los ateos
combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay un
Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas
en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que
nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Pero también
llaman en causa a los seguidores de las religiones, para que no consideren
a Dios como una propiedad que les pertenece a ellos hasta el punto de
sentirse autorizados a la violencia respecto a los demás. Estas personas
buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen en las religiones,
por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente
oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los
creyentes, con su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha
interior y su interrogarse es también una llamada a nosotros creyentes, a
todos los creyentes a purificar su propia fe, para que Dios –el verdadero
Dios– se haga accesible. Por eso he invitado de propósito a representantes
de este tercer grupo a nuestro encuentro en Asís, que no sólo reúne
representantes de instituciones religiosas. Se trata más bien del estar
juntos en camino hacia la verdad, del compromiso decidido por la
dignidad del hombre y de hacerse cargo en común de la causa de la paz,
contra toda especie de violencia destructora del derecho. Para concluir,
quisiera aseguraros que la Iglesia católica no cejará en la lucha contra la
violencia, en su compromiso por la paz en el mundo. Estamos animados
por el deseo común de ser «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz».
Muchas gracias.

LLAMADOS A CAMINAR CONTRACORRIENTE: ESCOLLOS


20111029. Discurso. Obispos de Angola. Visita ad limina
«La contribución primera y específica de la Iglesia a los pueblos de
África es la proclamación del Evangelio de Cristo. Nos comprometemos,
pues, a seguir proclamando vigorosamente el Evangelio a los pueblos de
África, porque “el anuncio de Cristo es el primer y principal factor de
desarrollo” (...). El compromiso en favor del desarrollo proviene del
cambio del corazón que deriva de la conversión al Evangelio» (Mensaje
final, n. 15: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de
octubre de 2009, p. 8). El Evangelio no ofrece «una palabra sólo de
consuelo, sino que interpela, que llama a la conversión, que hace accesible
301
el encuentro con él, por el cual florece una humanidad nueva»
(Exhortación apostólica Verbum Domini, 93).
En verdad, los cristianos respiran el espíritu de su tiempo y sufren la
presión de las costumbres de la sociedad en la que viven; pero, por la
gracia del bautismo, están llamados a renunciar a las tendencias nocivas
imperantes y a caminar contracorriente guiados por el espíritu de las
Bienaventuranzas. En esta línea, quiero abordar tres escollos, donde
naufraga la voluntad de numerosos habitantes de Angola y de Santo Tomé
que se han adherido a Cristo. El primero es el así llamado «amigamento»
(concubinato), que contradice el plan de Dios para la procreación y para la
familia humana. El reducido número de matrimonios católicos en vuestras
comunidades indica una hipoteca que grava sobre la familia, cuyo valor
insustituible para la estabilidad del edificio social conocemos. Consciente
de este problema, vuestra Conferencia episcopal ha elegido el matrimonio
y la familia como prioridades pastorales del trienio actual. ¡Que Dios
colme de frutos las iniciativas para el bien de esta causa! Ayudad a los
cónyuges a adquirir la madurez humana y espiritual necesaria para asumir
de modo responsable su misión de esposos y padres cristianos,
recordándoles que su amor esponsal debe ser único e indisoluble, como la
alianza entre Cristo y su Iglesia. Es preciso salvaguardar este valioso
tesoro, cueste lo que cueste.
Un segundo escollo en vuestra obra de evangelización es el corazón de
los bautizados aún dividido entre el cristianismo y las religiones africanas
tradicionales. Afligidos por los problemas de la vida, no dudan en recurrir
a prácticas incompatibles con el seguimiento de Cristo (cf. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 2117). Efecto abominable es la marginación e
incluso el asesinato de niños y ancianos, que son condenados por falsos
dictámenes de brujería. Queridos obispos, recordando que la vida humana
es sagrada en todas sus fases y situaciones, seguid elevando vuestra voz en
favor de sus víctimas. Pero, tratándose de un problema regional, hace falta
un esfuerzo conjunto de las comunidades eclesiales afectadas por esta
calamidad, procurando determinar el significado profundo de tales
prácticas, identificar los riesgos pastorales y sociales que implican y llegar
a un método que conduzca a su definitiva erradicación, con la
colaboración de los gobiernos y de la sociedad civil.
Por último, quiero aludir a los residuos del tribalismo étnico que se
pueden percibir en las actitudes de comunidades que tienden a cerrarse,
sin aceptar a personas originarias de otras partes de la nación. Expreso mi
aprecio a aquellos de vosotros que han aceptado una misión pastoral fuera
de los confines de su propio grupo regional o lingüístico, y doy las gracias
a los sacerdotes y a las personas que os han acogido y ayudado. En la
Iglesia, como nueva familia de todos los que creen en Cristo (cf. Mc 3, 31-
35), no hay lugar para ningún tipo de división. «Hacer de la Iglesia la casa
y la escuela de la comunión es el gran desafío que tenemos ante nosotros
en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y
responder también a las profundas esperanzas del mundo» (Juan Pablo II,
Carta Novo millennio ineunte, 43). En torno al altar se reúnen los hombres
302
y las mujeres de tribus, lenguas y naciones diversas que, compartiendo el
mismo cuerpo y la misma sangre de Jesús Eucaristía, se convierten en
hermanos y hermanas verdaderamente consanguíneos (cf. Rm 8, 29). Este
vínculo de fraternidad es más fuerte que el de nuestras familias terrenas y
que el de vuestras tribus.

COHERENCIA DE VIDA EN LOS MAESTROS DE LA FE


20111030. Ángelus
En la liturgia de este domingo, el apóstol san Pablo nos invita a
considerar el Evangelio «no como palabra humana, sino, cual es en
verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2, 13). De este modo podemos
acoger con fe las advertencias que Jesús dirige a nuestra conciencia, para
asumir un comportamiento acorde con ellas. En el pasaje de hoy, amonesta
a los escribas y fariseos, que en la comunidad desempeñaban el papel de
maestros, porque su conducta estaba abiertamente en contraste con la
enseñanza que proponían a los demás con rigor. Jesús subraya que ellos
«dicen, pero no hacen» (Mt 23, 3); más aún, «lían fardos pesados y se los
cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover
un dedo para empujar» (Mt 23, 4). Es necesario acoger la buena doctrina,
pero se corre el riesgo de desmentirla con una conducta incoherente. Por
esto Jesús dice: «Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo
que ellos hacen» (Mt 23, 3). La actitud de Jesús es exactamente la opuesta:
él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos,
y puede decir que es un peso ligero y suave precisamente porque nos
ayuda a llevarlo juntamente con él (cf. Mt 11, 29-30).
Pensando en los maestros que oprimen la libertad de los demás en
nombre de su propia autoridad, san Buenaventura indica quién es el
auténtico Maestro, afirmando: «Nadie puede enseñar, ni obrar, ni alcanzar
las verdades conocibles sin que esté presente el Hijo de Dios» (Sermo I de
Tempore, Dom. XXII post Pentecosten, Opera omnia, IX, Quaracchi,
1901, p. 442). «Jesús se sienta en la “cátedra” como el Moisés más
grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos» (Jesús de
Nazaret, Madrid 2007, p. 93). ¡Él es nuestro verdadero y único Maestro!
Por ello, estamos llamados a seguir al Hijo de Dios, al Verbo encarnado,
que manifiesta la verdad de su enseñanza a través de la fidelidad a la
voluntad del Padre, a través del don de sí mismo. Escribe el beato Antonio
Rosmini: «El primer maestro forma a todos los demás maestros, del
mismo modo que forma a los discípulos, porque [tanto unos como otros]
existen sólo en virtud de ese tácito pero poderosísimo magisterio» (Idea
della Sapienza, 82, en: Introduzione alla filosofia, vol. II, Roma 1934, p.
143). Jesús condena enérgicamente también la vanagloria y asegura que
obrar «para que los vea la gente» (Mt 23, 5) pone a merced de la
aprobación humana, amenazando los valores que fundan la autenticidad de
la persona.
Queridos amigos, el Señor Jesús se presentó al mundo como siervo, se
despojó totalmente de sí mismo y se rebajó hasta dar en la cruz la más
303
elocuente lección de humildad y de amor. De su ejemplo brota la
propuesta de vida: «El primero entre vosotros será vuestro servidor»
(Mt 23, 11). Invoquemos la intercesión de María santísima y pidamos, de
modo especial, por aquellos que en la comunidad cristiana están llamados
al ministerio de la doctrina, para que testimonien siempre con obras las
verdades que transmiten con la palabra.

TODOS LOS SANTOS: LA SANTIDAD ES LA VOCACIÓN


20111101. Ángelus
La solemnidad de Todos los Santos es ocasión propicia para elevar la
mirada de las realidades terrenas, marcadas por el tiempo, a la dimensión
de Dios, la dimensión de la eternidad y de la santidad. La liturgia nos
recuerda hoy que la santidad es la vocación originaria de todo bautizado
(cf. Lumen gentium, 40). En efecto, Cristo, que con el Padre y con el
Espíritu es el único Santo (cf. Ap 15, 4), amó a la Iglesia como a su esposa
y se entregó por ella con el fin de santificarla (cf.Ef 5, 25-26). Por esta
razón, todos los miembros del pueblo de Dios están llamados a ser santos,
según la afirmación del apóstol san Pablo: «Esta es la voluntad de Dios:
vuestra santificación» (1 Ts4, 3). Así pues, se nos invita a mirar a la Iglesia
no sólo en su aspecto temporal y humano, marcado por la fragilidad, sino
como Cristo la ha querido, es decir, como «comunión de los santos»
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 946). En el Credo profesamos la
Iglesia «santa», santa en cuanto que es el Cuerpo de Cristo, es instrumento
de participación en los santos Misterios —en primer lugar, la Eucaristía—
y familia de los santos, a cuya protección se nos encomienda en el día del
Bautismo. Hoy veneramos precisamente a esta innumerable comunidad de
Todos los Santos, los cuales, a través de sus diferentes itinerarios de vida,
nos indican diversos caminos de santidad, unidos por un único
denominador: seguir a Cristo y configurarse con él, fin último de nuestra
historia humana. De hecho, todos los estados de vida pueden llegar a ser,
con la acción de la gracia y con el esfuerzo y la perseverancia de cada uno,
caminos de santificación.
La conmemoración de los fieles difuntos, a la que se dedica el día 2 de
noviembre, nos ayuda a recordar a nuestros seres queridos que nos han
dejado, y a todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la
vida, precisamente en el horizonte de la Iglesia celestial, a la que la
solemnidad de hoy nos ha elevado. Ya desde los primeros tiempos de la fe
cristiana, la Iglesia terrena, reconociendo la comunión de todo el Cuerpo
místico de Jesucristo, ha cultivado con gran piedad la memoria de los
difuntos y ha ofrecido sufragios por ellos. Nuestra oración por los muertos
es, por tanto, no sólo útil sino también necesaria, porque no sólo les puede
ayudar, sino que al mismo tiempo hace eficaz su intercesión en favor
nuestro (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 958). También la visita a
los cementerios, a la vez que conserva los vínculos de afecto con quienes
nos han amado en esta vida, nos recuerda que todos tendemos hacia otra
vida, más allá de la muerte.
304
Por eso, el llanto debido a la separación terrena no ha de prevalecer
sobre la certeza de la resurrección, sobre la esperanza de llegar a la
bienaventuranza de la eternidad, «momento pleno de satisfacción, en el
cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad» (Spe salvi,
12). En efecto, el objeto de nuestra esperanza consiste en gozar en la
presencia de Dios en la eternidad. Lo prometió Jesús a sus discípulos,
diciendo: «Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os
quitará vuestra alegría» (Jn 16, 22).
A la Virgen María, Reina de todos los santos, encomendamos nuestra
peregrinación hacia la patria celestial, mientras invocamos para nuestros
hermanos y hermanas difuntos su maternal intercesión.

LA FAMILIA EN MISIÓN: EL TRABAJO Y LA FIESTA


20111101. Mensaje. Arregui. Congreso Nacional Familia Ecuador
El tema del Congreso, «La familia ecuatoriana en misión: el trabajo y
la fiesta al servicio de la persona y del bien común», reconoce que la
familia, nacida del pacto de amor y de la entrega total y sincera de un
hombre y una mujer en el matrimonio, no es una realidad privada,
encerrada en sí misma. Ella por vocación propia presta un servicio
maravilloso y decisivo al bien común de la sociedad y a la misión de la
Iglesia. En efecto, la sociedad no es una mera suma de individuos, sino el
resultado de relaciones entre las personas, hombre-mujer, padres-hijos,
entre hermanos, que tienen su base en la vida familiar y en los vínculos de
afecto que de ella se derivan. Cada familia entrega a la sociedad, a través
de sus hijos, la riqueza humana que ha vivido. Con razón se puede afirmar
que de la salud y calidad de la relaciones familiares depende la salud y
calidad de las mismas relaciones sociales.
En este sentido, el trabajo y la fiesta atañen particularmente y están
hondamente vinculados a la vida de las familias: condicionan sus
elecciones, influyen en las relaciones entre los cónyuges y entre los padres
e hijos, e inciden en los vínculos de la familia con la sociedad y con la
Iglesia.
A través del trabajo, el hombre se experimenta a sí mismo como
sujeto, partícipe del proyecto creador de Dios. De ahí que la falta de
trabajo y la precariedad del mismo atenten contra la dignidad del hombre,
creando no sólo situaciones de injusticia y de pobreza, que frecuentemente
degeneran en desesperación, criminalidad y violencia, sino también crisis
de identidad en las personas. Es urgente, pues, que surjan por doquier
medidas eficaces, planteamientos serios y atinados, así como una voluntad
inquebrantable y franca que lleve a encontrar caminos para que todos
tengan acceso a un trabajo digno, estable y bien remunerado, mediante el
cual se santifiquen y participen activamente en el desarrollo de la
sociedad, conjugando una labor intensa y responsable con tiempos
adecuados para una rica, fructífera y armoniosa vida familiar. Un ambiente
hogareño sereno y constructivo, con sus obligaciones domésticas y con
sus afectos, es la primera escuela del trabajo y el espacio más indicado
305
para que la persona descubra sus potencialidades, acreciente sus ansias de
superación y dé curso a sus más nobles aspiraciones. Además, la vida
familiar enseña a vencer el egoísmo, a nutrir la solidaridad, a no desdeñar
el sacrificio por la felicidad del otro, a valorar lo bueno y recto, y a
aplicarse con convicción y generosidad en aras del bienestar común y el
bien recíproco, siendo responsables de cara a sí mismos, a los demás y al
medio ambiente.
La fiesta, por su parte, humaniza el tiempo abriéndolo al encuentro con
Dios, con los demás y con la naturaleza. De ahí que las familias necesiten
recuperar el genuino sentido de la fiesta, especialmente del domingo, día
del Señor y del hombre. En la celebración eucarística dominical, la familia
experimenta aquí y ahora la presencia real del Señor Resucitado, recibe la
vida nueva, acoge el don del Espíritu, incrementa su amor a la Iglesia,
escucha la divina Palabra, comparte el Pan eucarístico y se abre al amor
fraterno.

LA REALIDAD DE LA MUERTE ILUMINADA POR CRISTO


20111102. Audiencia general
Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos
invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra
mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han
finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero
proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte,
que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de
Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.
Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio
para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a
visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos
todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del
Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre
nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y
hermanas que ya han alcanzado la eternidad.
El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado
de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y
el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y,
de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se
agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué
temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo
de su mundo.
¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema
casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de
nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada
uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante
este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos
invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún
horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en
306
realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así
como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino
marcado por la esperanza de eternidad.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la
muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a
creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que
las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque
tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que
ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no
podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una
vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre
todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar
que la muerte lo destruya en un momento.
También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos
encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que
hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado
nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con
habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de
nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a
menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por
los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes
para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En
cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un
modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no
quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor
parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.
Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más
racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad
se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso
a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe,
cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin
embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de
este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener
algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que
exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.
Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la
Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente
quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también
vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre
exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir
empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre
necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve,
es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que
supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que
trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra
su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos
que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos
307
dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre»
(Jn 11, 25-26).
Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a
escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al
malhechor crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que
van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con
Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para
anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada
claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: «No se turbe vuestro
corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay
muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un
lugar» (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible,
amó tanto al mundo «que entregó a su Unigénito, para que todo el que
cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16), y en el
supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la
muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la
eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él
mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin
ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la
oscuridad.
Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los
cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita,
una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida
eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo:
tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida
eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra
tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza
verdadera y firme. Gracias.

LA MUERTE DE CRISTO ES FUENTE DE VIDA


20111103. Homilía. Sufragio por cardenales y obispos fallecidos
El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar
inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y
de su despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad
del capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la
mente de Jesús. En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez
el versículo 6: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios,
más que holocaustos». En cambio, Jesús no cita el versículo 2, pero lo
hace suyo y lo realiza en el misterio pascual: «En dos días nos volverá la
vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia». El Señor
308
Jesús, a la luz de esta palabra, afrontó la pasión, emprendió con decisión el
camino de la cruz. Hablaba abiertamente a sus discípulos de lo que debía
sucederle en Jerusalén, y el oráculo del profeta Oseas resonaba en sus
mismas palabras: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará»
(Mc 9, 31).
El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y
les daba miedo preguntarle» (v. 32). También nosotros, ante la muerte, no
podemos menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que
brotan de nuestra condición humana. Y siempre nos sorprende y nos
supera un Dios que se hace tan cercano a nosotros que no se detiene ni
siquiera ante el abismo de la muerte, más aún, que lo atraviesa,
permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero precisamente aquí se
realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta las últimas
consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del poder
glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la transforma y
la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12, 50), que Jesús recibió
por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. La
expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm 6, 3)—
nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el
vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella
Dios ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace
pensar en la imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra
sima, con voz de cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v.
8). El abismo de la muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el
abismo del amor de Dios, de modo que la muerte ya no tiene ningún poder
sobre Jesucristo (cf. Rm 8, 9), ni sobre aquellos que, por la fe y el
Bautismo, son asociados a él: «Si hemos muerto con Cristo —dice san
Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm 6, 8). Este «vivir
con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por Oseas:
«Viviremos en su presencia» (6, 2).
En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento
real. Antes corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo
tomado del ritmo de las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la
lluvia de primavera» (cf. Os 6, 3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de
los israelitas amenazaba contaminarse con las religiones naturalistas de la
tierra de Canaán, pero esta fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte.
En cambio, la intervención de Dios en el drama de la historia humana no
obedece a ningún ciclo natural, obedece solamente a su gracia y a su
fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz, un árbol que
florece y fructifica por la luz y la fuerza que provienen del sol de Dios. Sin
la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanece impotente
ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria una fuerza benéfica más
grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza, un Bien más grande
que la creación misma: un Amor que procede del «corazón» mismo de
Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la renueva y
la orienta a su meta originaria y última.
309
Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo»
cayó en la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la
medida de la justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo
«mucho fruto», no quedando solo, sino como primicia de una multitud de
hermanos (cf. Jn 12, 24; Rm 8, 29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la
obra realizada en él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la
naturaleza ya no son sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan
de una realidad. Como fundamento de la esperanza está la voluntad del
Padre y del Hijo, que hemos escuchado en el evangelio de esta liturgia:
«Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde
yo estoy» (Jn 17, 24). Y entre estos que el Padre ha dado a Jesús están
también los venerados hermanos por los cuales ofrecemos esta Eucaristía:
ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han conocido su nombre, y el
amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido en ellos (cf. Jn 12,
25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad. Demos gracias a Dios por
este don inestimable. Y, por intercesión de María santísima, recemos para
que este misterio de comunión, que ha colmado toda su existencia, se
realice plenamente en cada uno de ellos.

SACERDOTES: TRES CONDICIONES PARA CRECER EN


CRISTO
20111104. Homilía.Vísperas inauguración año académico
Hace setenta años el venerable Pío XII, con el motu proprio «Cum
nobis» (cf. AAS 33 [1941] 479-481) instituyó la Obra pontificia para las
vocaciones sacerdotales, con la finalidad de promover las vocaciones
presbiterales, difundir el conocimiento de la dignidad y de la necesidad del
ministerio ordenado y estimular la oración de los fieles para obtener del
Señor numerosos y dignos sacerdotes. Con ocasión de dicho aniversario,
esta tarde quiero proponeros algunas reflexiones precisamente sobre el
ministerio sacerdotal.
También la Palabra de Dios que hemos escuchado en el pasaje de
la Primera Carta de san Pedro invita a meditar en la misión de los
pastores en la comunidad cristiana. Ya desde los albores de la Iglesia fue
evidente el relieve otorgado a los guías de las primeras comunidades,
establecidos por los Apóstoles para el anuncio de la Palabra de Dios a
través de la predicación y para celebrar el sacrificio de Cristo, la
Eucaristía. San Pedro dirige un apasionado llamamiento: «A los
presbíteros entre vosotros, yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de
Cristo y partícipe de la gloria que se va a revelar, os exhorto» (1 P 5, 1).
San Pedro hace este llamamiento en virtud de su relación personal con
Cristo, que culminó en los dramáticos sucesos de la pasión y en la
experiencia del encuentro con él, resucitado de entre los muertos. San
Pedro, además, insiste en la solidaridad recíproca de los pastores en el
ministerio, subrayando el hecho de que tanto él como ellos pertenecen al
único orden apostólico. En efecto, dice que es «presbítero con ellos». El
término griego es sumpresbyteros. Apacentar el rebaño de Cristo es su
310
vocación y tarea común y los une de un modo particular entre sí, por estar
unidos a Cristo con un vínculo especial. De hecho, el Señor Jesús en
varias ocasiones se comparó a sí mismo con un pastor solícito, atento a
cada una de sus ovejas. Dijo de sí mismo: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10,
11). Y santo Tomás de Aquino comenta: «Aunque todos los jefes de la
Iglesia sean pastores, sin embargo dice que él lo es de un modo singular:
“Yo soy el buen pastor”, con el fin de introducir con dulzura la virtud de la
caridad. De hecho, sólo se puede ser buen pastor siendo uno con Cristo y
sus miembros mediante la caridad. La caridad es el primer deber del buen
pastor». Así dice santo Tomás de Aquino en su Comentario al Evangelio
de san Juan (Exposición sobre Juan, cap. 10, lect. 3).
Es grande la visión que el apóstol san Pedro tiene de la llamada al
ministerio de guía de la comunidad, concebida en continuidad con la
singular elección que recibieron los Doce. La vocación apostólica vive
gracias a la relación personal con Cristo, alimentada con la oración asidua
y animada por el celo de comunicar el mensaje recibido y la misma
experiencia de fe de los Apóstoles. Jesús llamó a los Doce para que
estuvieran con él y para enviarlos a predicar su mensaje (cf. Mc 3, 14).
Para que haya una creciente consonancia con Cristo en la vida del
sacerdote, se requieren algunas condiciones. Quiero subrayar tres, que
emergen de la lectura que hemos escuchado: la aspiración a colaborar
con Jesús en la difusión del reino de Dios, la gratuidad del compromiso
pastoral y la actitud de servicio.
En la llamada al ministerio sacerdotal está ante todo el encuentro con
Jesús y el ser atraídos, conquistados por sus palabras, por sus gestos, por
su misma persona. Es haber distinguido su voz entre las numerosas voces,
respondiendo como san Pedro: «Tú tienes palabras de vida eterna;
nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
Es como haber sido alcanzados por la irradiación de bien y de amor que
emana de él, sentirse implicados y partícipes con él hasta el punto de
desear permanecer con él como los dos discípulos de Emaús —«quédate
con nosotros porque atardece» (Lc 24, 29)— y de llevar al mundo el
anuncio del Evangelio. Dios Padre envió al Hijo eterno al mundo para
realizar su plan de salvación. Jesucristo constituyó a la Iglesia para que se
extendieran en el tiempo los efectos benéficos de la redención. La
vocación de los sacerdotes tiene su raíz en esta acción del Padre, realizada
en Cristo, a través del Espíritu Santo. Así, el ministro del Evangelio es
aquel que se deja conquistar por Cristo, que sabe «permanecer» con él,
que entra en sintonía, en íntima amistad con él, para que todo se cumpla
«como Dios quiere» (1 P 5, 2), según su voluntad de amor, con gran
libertad interior y con profunda alegría del corazón.
En segundo lugar, estamos llamados a ser administradores de los
Misterios de Dios «no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa»
(ib.), dice san Pedro en la lectura de estas Vísperas. Nunca hay que olvidar
que se entra en el sacerdocio a través del Sacramento, de la ordenación, y
esto significa precisamente abrirse a la acción de Dios eligiendo cada día
entregarse por él y por los hermanos, según el dicho evangélico: «Gratis
311
habéis recibido, dad gratis» (Mt 10, 8). La llamada del Señor al ministerio
no es fruto de méritos particulares; es un don que es preciso acoger y al
que se debe corresponder dedicándose no a un proyecto propio, sino al de
Dios, de modo generoso y desinteresado, para que él disponga de nosotros
según su voluntad, aunque esta pudiera no corresponder a nuestros deseos
de autorrealización. Amar junto a Aquel que nos amó primero y se entregó
totalmente a sí mismo. Es estar dispuestos a dejarse implicar en su acto de
amor pleno y total al Padre y a todos hombres consumado en el Calvario.
No debemos olvidar nunca —como sacerdotes— que la única elevación
legítima hacia el ministerio de pastor no es la del éxito, sino la de la cruz.
En esta lógica, ser sacerdotes quiere decir ser servidores también con
una vida ejemplar: «Sed modelos del rebaño» es la invitación del apóstol
san Pedro (1 Pt 5, 3). Los presbíteros son dispensadores de los medios de
salvación, de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la
Penitencia; no disponen de ellos a su arbitrio, sino que son sus humildes
servidores para el bien del pueblo de Dios. Así pues, es una vida marcada
profundamente por este servicio: por el atento cuidado del rebaño, por la
celebración fiel de la liturgia y por la generosa solicitud hacia todos los
hermanos, especialmente hacia los más pobres y necesitados. Al vivir esta
«caridad pastoral» siguiendo el ejemplo de Cristo y con Cristo, en
cualquier lugar donde el Señor lo llama, todo sacerdote podrá realizarse
plenamente y realizar su vocación.
Queridos hermanos y hermanas, os he propuesto algunas reflexiones
sobre el ministerio sacerdotal. Pero también las personas consagradas y
los laicos —pienso de modo particular en las numerosas religiosas y laicas
que estudian en las universidades eclesiásticas de Roma, así como en los
que prestan su servicio como profesores o como personal en dichos
ateneos—, podrán encontrar elementos útiles para vivir más intensamente
el tiempo que pasan en la ciudad eterna. De hecho, para todos es
importante aprender cada vez más a «permanecer» con el Señor, cada día,
en el encuentro personal con él para dejarse fascinar y conquistar por su
amor y ser anunciadores de su Evangelio; es importante tratar de seguir en
la vida, con generosidad, no un proyecto propio, sino el que Dios tiene
para cada uno, conformando la propia voluntad a la del Señor; es
importante prepararse, también a través de un estudio serio y
comprometido, a servir al pueblo de Dios en las tareas que se les confíen.
Queridos amigos, vivid bien, en íntima comunión con el Señor, este
tiempo de formación: es un don precioso que Dios os brinda,
especialmente aquí en Roma, donde se respira de modo muy singular la
catolicidad de la Iglesia.

LA PARÁBOLA DE LAS DIEZ VÍRGENES


20111106. Ángelus
Las lecturas bíblicas de la liturgia de este domingo nos invitan a
prolongar la reflexión sobre la vida eterna, iniciada con ocasión de la
Conmemoración de todos los fieles difuntos. Sobre este punto es neta la
312
diferencia entre quien cree y quien no cree, o —se podría igualmente decir
— entre quien espera y quien no espera. San Pablo escribe a los
Tesalonicenses: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para
que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13). La fe en
la muerte y resurrección de Jesucristo marca, también en este campo, un
momento decisivo. Asimismo, san Pablo recuerda a los cristianos de Éfeso
que, antes de acoger la Buena Nueva, estaban «sin esperanza y sin Dios en
el mundo» (Ef 2, 12). De hecho, la religión de los griegos, los cultos y los
mitos paganos no podían iluminar el misterio de la muerte, hasta el punto
de que una antigua inscripción decía: «In nihil ab nihilo quam cito
recidimus», que significa: «¡Qué pronto volvemos a caer de la nada a la
nada!». Si quitamos a Dios, si quitamos a Cristo, el mundo vuelve a caer
en el vacío y en la oscuridad. Y esto se puede constatar también en las
expresiones del nihilismo contemporáneo, un nihilismo a menudo
inconsciente que lamentablemente contagia a muchos jóvenes.
El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez
muchachas invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del reino de los cielos,
de la vida eterna (cf. Mt 25, 1-13). Es una imagen feliz, con la que sin
embargo Jesús enseña una verdad que nos hace reflexionar; de hecho, de
aquellas diez muchachas, cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del
esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras
cinco se quedan fuera, porque, necias, no han llevado aceite. ¿Qué
representa este «aceite», indispensable para ser admitidos al banquete
nupcial? San Agustín (cf. Discursos 93, 4) y otros autores antiguos leen en
él un símbolo del amor, que no se puede comprar, sino que se recibe como
don, se conserva en lo más íntimo y se practica en las obras. Aprovechar la
vida mortal para realizar obras de misericordia es verdadera sabiduría,
porque, después de la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos
despierten para el juicio final, este se realizará según el amor practicado
en la vida terrena (cf. Mt 25, 31-46). Y este amor es don de Cristo,
derramado en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor
lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara para atravesar la
noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida.
A María, Sedes Sapientiae, pidamos que nos enseñe la verdadera
sabiduría, la que se hizo carne en Jesús. Él es el camino que conduce de
esta vida a Dios, al Eterno. Él nos ha dado a conocer el rostro del Padre, y
así nos ha donado una esperanza llena de amor. Por esto, la Iglesia se
dirige a la Madre del Señor con estas palabras: «Vita, dulcedo, et spes
nostra». Aprendamos de ella a vivir y morir en la esperanza que no
defrauda.

LA DIGNIDAD HUMANA DE LA VIDA Y DE LA MUJER


20111107. Discurso. Al nuevo embajador de Alemania
Hoy se vuelve a discutir de valores fundamentales del ser humano, en
los que se trata de la dignidad del hombre en cuanto tal. Aquí la Iglesia,
más allá del ámbito de su fe, considera que tiene el deber de defender, en
313
la totalidad de nuestra sociedad, las verdades y los valores en los que está
en juego la dignidad del hombre en cuanto tal. Así pues, por citar un punto
particularmente importante, no tenemos derecho a juzgar si un individuo
«ya es persona» o si «aún es persona», y menos todavía nos corresponde
manipular al hombre y, por decirlo así, querer hacerlo. Una sociedad sólo
es verdaderamente humana cuando protege sin reservas y respeta la
dignidad de cada persona desde su concepción hasta el momento de su
muerte natural. Sin embargo, si decidiera «descartar» a sus miembros más
necesitados de protección, excluir a hombres de ser hombres, se
comportaría de un modo profundamente inhumano y también de un modo
no verdadero respecto de la igualdad —evidente para toda persona de
buena voluntad— de la dignidad de todas las personas, en todas las fases
de la vida. Si la Santa Sede interviene en el campo legislativo respecto a
las cuestiones fundamentales de la dignidad humana, que se plantean hoy
en numerosos ámbitos de la existencia prenatal del hombre, no lo hace
para imponer la fe a otros de modo indirecto, sino para defender valores
que son fundamentalmente inteligibles para todos como verdades de la
existencia, aunque intereses de otra índole tratan de ofuscar de varias
maneras esta consideración.
En este punto, quiero afrontar otro aspecto preocupante que, al parecer,
se difunde a través de tendencias materialistas y hedonistas sobre todo en
los países del llamado mundo occidental, o sea, la discriminación sexual
de las mujeres. Toda persona, tanto hombre como mujer, está destinada a
ser para los demás. Una relación que no respete el hecho de que el hombre
y la mujer tienen la misma dignidad, constituye un crimen grave contra la
humanidad. Ya es hora de detener de modo enérgico la prostitución, así
como la amplia difusión de material de contenido erótico o pornográfico,
también en Internet.

LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON DIOS ES FUENTE DE PAZ


20111110. Discurso. Miembros del Consejo religioso israelí
Como puse de relieve en mi reciente encuentro con los líderes
religiosos en Asís, hoy nos encontramos ante dos tipos de violencia: por
una parte, el uso de la violencia en nombre de la religión y, por otra, la
violencia que es consecuencia de la negación de Dios, que a menudo
caracteriza la vida en la sociedad moderna. En esta situación, como líderes
religiosos, estamos llamados a reafirmar que la relación del hombre con
Dios, vivida correctamente, es una fuerza de paz. Esta es una verdad que
debe llegar a ser cada vez más visible en el modo como vivimos con los
demás en la cotidianidad. Por esta razón, deseo animaros a fomentar un
clima de confianza y de diálogo entre los líderes y miembros de todas las
tradiciones religiosas presentes en Tierra Santa.
Compartimos la grave responsabilidad de educar a los miembros de
nuestras respectivas comunidades religiosas, con vistas a fomentar un
entendimiento mutuo más profundo y desarrollar una apertura hacia la
cooperación con personas de tradiciones religiosas distintas de la nuestra.
314
DIÁLOGO ENTRE CIENCIA Y ÉTICA
20111112. Discurso. Conferencia sobre células madres
Quiero dar las gracias por haber organizado esta conferencia
internacional sobre Células madre adultas: la ciencia y el futuro del
hombre y de la cultura.
La investigación científica brinda una oportunidad única para explorar
la maravilla del universo, la complejidad de la naturaleza y la belleza
peculiar del universo, incluida la vida humana. Sin embargo, dado que los
seres humanos están dotados de alma inmortal y han sido creados a
imagen y semejanza de Dios, hay dimensiones de la existencia humana
que están más allá de los límites que las ciencias naturales son capaces de
determinar. Si se superan estos límites, se corre el grave riesgo de que la
dignidad única y la inviolabilidad de la vida humana puedan subordinarse
a consideraciones meramente utilitaristas. Pero si, en cambio, se respetan
debidamente estos límites, la ciencia puede dar una contribución
realmente notable a la promoción y a la salvaguarda de la dignidad del
hombre: de hecho, en esto radica su verdadera utilidad. El hombre, agente
de la investigación científica, en su naturaleza biológica a veces será el
objeto de esa investigación. A pesar de ello, su dignidad trascendente le da
siempre el derecho de seguir siendo el último beneficiario de la
investigación científica y de nunca quedar reducido a su instrumento.
En este sentido, los potenciales beneficios de la investigación con
células madre adultas son muy notables, pues da la posibilidad de curar
enfermedades degenerativas crónicas reparando el tejido dañado y
restaurando su capacidad de regenerarse. La mejora que estas terapias
prometen constituiría un significativo paso adelante en la ciencia médica,
dando nueva esperanza tanto a los enfermos como a sus familias. Por este
motivo, la Iglesia naturalmente ofrece su aliento a cuantos están
comprometidos en realizar y en apoyar la investigación de este tipo, a
condición de que se lleven a cabo con la debida atención al bien integral
de la persona humana y al bien común de la sociedad.
Esta condición es de suma importancia. La mentalidad pragmática que
con tanta frecuencia influye en la toma de decisiones en el mundo de hoy
está demasiado inclinada a aprobar cualquier medio que permita alcanzar
el objetivo anhelado, a pesar de la amplia evidencia de las consecuencias
desastrosas de este modo de pensar. Cuando el objetivo que se busca es
tan deseable como el descubrimiento de una curación para enfermedades
degenerativas, los científicos y los responsables de las políticas tienen la
tentación de ignorar las objeciones éticas y proseguir cualquier
investigación que parezca ofrecer una perspectiva de éxito. Quienes
defienden la investigación con células madre embrionarias con la
esperanza de alcanzar ese resultado cometen el grave error de negar el
derecho inalienable a la vida de todos los seres humanos desde el
momento de la concepción hasta su muerte natural. La destrucción incluso
de una sola vida humana nunca se puede justificar por el beneficio que
probablemente puede aportar a otra. Sin embargo, en general, no surgen
315
problemas éticos cuando las células madre se extraen de los tejidos de un
organismo adulto, de la sangre del cordón umbilical en el momento del
nacimiento, o de fetos que han muerto por causas naturales (cf.
Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Dignitas personae, n.
32).
De ahí se sigue que el diálogo entre ciencia y ética es de suma
importancia para garantizar que los avances médicos no se lleven a cabo
con un costo humano inaceptable. La Iglesia contribuye a este diálogo
ayudando a formar las conciencias según la recta razón y a la luz de la
verdad revelada. Al obrar así, no trata de impedir el progreso científico,
sino que, por el contrario, quiere guiarlo en una dirección que sea
verdaderamente fecunda y benéfica para la humanidad. De hecho, la
Iglesia está convencida de que «la fe no sólo acoge y respeta todo lo que
es humano», incluida la investigación científica, «sino que también lo
purifica, lo eleva y lo perfecciona» (ib., n. 7). De este modo, se puede
ayudar a la ciencia a servir al bien común de toda la humanidad,
especialmente a los más débiles y a los más vulnerables.
Al llamar la atención sobre las necesidades de los indefensos, la Iglesia
no piensa sólo en los niños por nacer sino también en quienes no tienen
fácil acceso a tratamientos médicos costosos. La enfermedad no hace
distinción de personas, y la justicia exige que se haga todo lo posible para
poner los frutos de la investigación científica a disposición de todos los
que pueden beneficiarse de ellos, independientemente de sus posibilidades
económicas. Por consiguiente, además de las consideraciones meramente
éticas, es preciso afrontar cuestiones de índole social, económica y política
para garantizar que los avances de la ciencia médica vayan acompañados
de una prestación justa y equitativa de los servicios sanitarios. Aquí la
Iglesia es capaz de ofrecer asistencia concreta a través de su vasto
apostolado sanitario, activo en numerosos países de todo el mundo y
dirigido con especial solicitud a las necesidades de los pobres de la tierra.

IMPORTANCIA DE UN MENSAJE SENCILLO Y CONCRETO


20111118. Entrevista. Viaje a Benín
P. Lombardi: Mientras los africanos experimentan el debilitamiento
de sus comunidades tradicionales, la Iglesia católica debe afrontar el
éxito creciente de Iglesias evangélicas o pentecostales, a veces nacidas
en África, que propagan una fe atractiva, una gran simplificación del
mensaje cristiano: insisten en las curaciones y mezclan sus cultos con los
tradicionales. ¿Cómo se sitúa la Iglesia católica ante estas comunidades,
agresivas con respecto a ella? Y, ¿cómo puede ser atractiva, cuando estas
comunidades se presentan festivas, entusiastas o inculturadas?
Santo Padre: Estas comunidades son un fenómeno mundial, en todos
los continentes; con modalidades diversas, están muy presentes sobre todo
en Latinoamérica y en África. Diría que los elementos característicos son
su poca institucionalidad, pocas instituciones, poca atención a la
instrucción, un mensaje fácil, simple, comprensible, aparentemente
316
concreto y además ―como usted ha dicho― una liturgia participativa con
la expresión de los propios sentimientos, la propia cultura y también la
combinación sincretista entre las religiones. Por una parte, todo esto
asegura el éxito, pero implica también poca estabilidad. Sabemos también
que muchos vuelven a la Iglesia católica o pasan de una de estas
comunidades a otra. Por consiguiente, no debemos imitar a estas
comunidades, sino preguntarnos qué podemos hacer nosotros para
revitalizar la fe católica. Y diría que un primer punto es ciertamente un
mensaje sencillo, profundo, comprensible; es importante que el
cristianismo no aparezca como un sistema difícil, europeo, que ningún
otro puede comprender y practicar, sino como un mensaje universal de que
Dios existe, que Dios tiene que ver con nosotros, que nos conoce y nos
ama, y que la religión concreta suscita la colaboración y la fraternidad. Por
eso es muy importante un mensaje sencillo y concreto. Es siempre muy
importante también que la institución no sea sofocante; que predomine,
digamos, la iniciativa de la comunidad y de la persona. Y, diría también, es
importante una liturgia participativa, pero no sentimental: no debe basarse
sólo en la expresión de los sentimientos, sino que se ha de caracterizar por
la presencia del misterio en el que entramos, y por el que nos dejamos
formar. En fin, diría que es importante no perder la universalidad en la
inculturación. Yo preferiría hablar de interculturalidad más que de
inculturación, es decir, de un encuentro de culturas en la verdad común de
nuestro ser humano en nuestro tiempo, y crecer así también en la
fraternidad universal; no perder esta grandeza de la catolicidad, de que en
todas las partes del mundo somos hermanos, somos una familia que se
conoce y colabora con espíritu de fraternidad.
P. Lombardi: En los últimos decenios ha habido en tierra africana
muchas operaciones de pacificación, conferencias para la reconstrucción
nacional, comisiones de verdad y reconciliación, con resultados unas
veces positivos y otras decepcionantes. Durante la asamblea sinodal, los
obispos usaron palabras fuertes sobre la responsabilidad de los políticos
con respecto a los problemas del continente. ¿Qué mensaje piensa dirigir
a los responsables políticos de África? Y ¿cuál es la contribución
específica que la Iglesia puede dar a la construcción de una paz duradera
en el continente?
Santo Padre: El mensaje se encuentra en el texto que entregaré a la
Iglesia en África: no puedo resumirlo ahora en pocas palabras. Es verdad
que ha habido muchas conferencias internacionales también precisamente
para África, para la fraternidad universal. Se dicen cosas buenas y también
se hacen a veces cosas realmente buenas: hemos de reconocerlo. Pero,
ciertamente, las palabras, las intenciones y también la voluntad son más
grandes que las realizaciones; y debemos preguntarnos por qué las
palabras y las intenciones no se hacen realidad. Me parece que un factor
fundamental es que esta renovación, esta fraternidad universal, requiere
renuncias, exige también ir más allá del egoísmo y ser para el otro. Y esto
es fácil decirlo, pero difícil hacerlo. El hombre, tal como es después del
pecado original, quiere poseerse a sí mismo, tenerse su vida y no darla.
317
Quisiera conservar todo lo que tengo. Pero, naturalmente, con esta
mentalidad, según la cual no quiero dar, sino tener, las grandes intenciones
no pueden funcionar. Sólo podemos llegar a esto precisamente con el amor
y el conocimiento de un Dios que nos ama, que nos da: osamos perder la
vida, nos atrevemos a entregarnos porque sabemos que precisamente así
nos ganamos. Por tanto, los detalles que hoy se encuentran en el
documento del Sínodo se refieren a esta postura fundamental: amando a
Dios y estando en amistad con este Dios que se da, también nosotros
podemos atrevernos e implorar el dar, no solo el tener; renunciar, ser para
el otro, perder la vida con la certeza de que sí, precisamente así, ganamos.
P. Lombardi: Durante la inauguración del Sínodo africano en Roma,
usted habló de África como de un gran «pulmón espiritual para una
humanidad en crisis de fe y de esperanza». Pensando en los grandes
problemas de África, esta expresión parece casi desconcertante. ¿En qué
sentido piensa verdaderamente que África puede dar fe y esperanza al
mundo? ¿Piensa en un papel de África también en la evangelización del
resto del mundo?
Santo Padre: África tiene naturalmente grandes problemas y
dificultades, toda la humanidad tiene grandes problemas. Si pienso en mi
juventud, era un mundo totalmente diverso del de hoy, y algunas veces
pienso que vivo en otro planeta respecto a cuando era joven. Así, la
humanidad se encuentra en un proceso de transformación cada vez más
rápido. Para África, este proceso de los últimos cincuenta o sesenta años
―a partir de la independencia, después del colonialismo, hasta llegar al
tiempo actual― ha sido un proceso muy exigente y, naturalmente, muy
difícil, con grandes dificultades y problemas, y estos problemas aún no se
han superado. Con el proceso de la humanidad, se dan también
dificultades. Sin embargo, esta lozanía del sí a la vida que hay en África,
esta juventud que existe, que está llena de entusiasmo y de esperanza,
incluso de humor y de alegría, nos muestra que en África hay una reserva
humana, hay aún un verdor del sentido religioso y de esperanza; hay aún
una percepción de la realidad metafísica, de la realidad en su totalidad con
Dios: no esa reducción al positivismo, que limita nuestra vida y la hace
un tanto árida, y que también apaga la esperanza. Por tanto, diría, un
humanismo lozano, que se encuentra en el alma joven de África, no
obstante todos los problemas que existen y existirán, manifiesta que aún
hay una reserva de vida y de vitalidad para el futuro, con la que podemos
contar.

NO PRIVÉIS A VUESTROS PUEBLOS DE ESPERANZA


20111119. Discurso. Gobierno, Congreso, Líderes. Benín
En mis intervenciones anteriores, he unido frecuentemente la palabra
África a la de esperanza. Cuando digo que África es el continente de la
esperanza, no hago retórica fácil, sino expreso simplemente una
318
convicción personal, que es también de la Iglesia. Con demasiada
frecuencia nuestra mente se queda en prejuicios o imágenes que dan una
visión negativa de la realidad africana, fruto de un análisis pesimista. Es
siempre tentador señalar lo que está mal; más aún, es fácil adoptar el tono
del moralista o del experto, que impone sus conclusiones y propone, a fin
de cuentas, pocas soluciones adecuadas. Existe también la tentación de
analizar la realidad africana de manera parecida a la de un antropólogo
curioso, o como alguien que no ve en ella más que una enorme reserva de
energía, minerales, productos agrícolas y recursos humanos fáciles de
explotar para intereses a menudo escasamente nobles. Estas son visiones
reduccionistas e irrespetuosas, que llevan a una cosificación nada correcta
para África y sus gentes.
Soy consciente de que las palabras no tienen el mismo significado en
todas partes. Pero el término esperanza varía poco según las culturas.
Hace algunos años dediqué una Carta encíclica a la esperanza cristiana.
Hablar de la esperanza es hablar del porvenir y, por tanto, de Dios. El
futuro enlaza con el pasado y el presente. El pasado lo conocemos bien:
lamentamos sus errores y reconocemos sus logros positivos. El presente,
lo vivimos como podemos. Lo mejor, lo espero aún y con la ayuda de
Dios. En este terreno, compuesto de múltiples elementos contradictorios y
complementarios, es donde se trata de construir con la ayuda de Dios.
Desde esta tribuna, hago un llamamiento a todos los líderes políticos y
económicos de los países africanos y del resto del mundo. No privéis a
vuestros pueblos de la esperanza. No amputéis su porvenir mutilando su
presente. Tened un enfoque ético valiente en vuestras responsabilidades y,
si sois creyentes, rogad a Dios que os conceda sabiduría. Esta sabiduría os
hará entender que, siendo los promotores del futuro de vuestros pueblos,
es necesario que seáis verdaderos servidores de la esperanza. No es fácil
vivir en la condición de servidor, de mantenerse íntegro entre las
corrientes de opinión y los intereses poderosos. El poder, de cualquier tipo
que sea, ciega fácilmente, sobre todo cuando están en juego intereses
privados, familiares, étnicos o religiosos. Sólo Dios purifica los corazones
y las intenciones.
La Iglesia no ofrece soluciones técnicas ni impone fórmulas políticas.
Ella repite: No tengáis miedo. La humanidad no está sola ante los desafíos
del mundo. Dios está presente. Y este es un mensaje de esperanza, una
esperanza que genera energía, que estimula la inteligencia y da a la
voluntad todo su dinamismo. Un antiguo arzobispo de Toulouse, el
cardenal Saliège, decía: «Esperar no es abandonar; es redoblar la
actividad». La Iglesia acompaña al Estado en su misión; quiere ser como
el alma de ese cuerpo, indicando incansablemente lo esencial: Dios y el
hombre. Quiere cumplir abiertamente y sin temor esa tarea inmensa de
quien educa y cuida y, sobre todo, de quien ora incesantemente
(cf. Lc 18,1), que muestra dónde está Dios (cf. Mt 6,21) y dónde está el
verdadero hombre (cf. Mt 20,26; Jn 19,5). Desesperar es individualismo.
La esperanza es comunión. ¿No es este un camino espléndido que se nos
propone? Invito a emprenderlo a todos los responsables políticos,
319
económicos, así como del mundo académico y de la cultura. Sed también
vosotros sembradores de esperanza.

SIN SANTIDAD, EL MINISTERIO ES SIMPLE FUNCIÓN SOCIAL


20111119. Discurso.Sacerdotes, religiosos, seminaristas. Benín
Dentro de poco firmaré la Exhortación apostólica postsinodal Africae
munus. En ella se aborda el tema de la paz, la justicia y la reconciliación.
Estos tres valores se imponen como un ideal evangélico fundamental en la
vida bautismal y requieren una sana aceptación de vuestra identidad de
sacerdotes, consagrados y fieles laicos.
Queridos sacerdotes, la responsabilidad de promover la paz, la justicia
y la reconciliación, os incumbe de una manera muy particular. En efecto,
por la sagrada ordenación que recibisteis, y por los sacramentos que
celebráis, estáis llamados a ser hombres de comunión. Así como el cristal
no retiene la luz, sino que la refleja y la devuelve, de igual modo el
sacerdote debe dejar transparentar lo que celebra y lo que recibe. Por tanto
os animo a dejar trasparentar a Cristo en vuestra vida con una auténtica
comunión con el obispo, con una bondad real hacia vuestros hermanos,
una profunda solicitud por cada bautizado y una gran atención hacia cada
persona. Dejándoos modelar por Cristo, no cambiéis jamás la belleza de
vuestro ser sacerdotes por realidades efímeras, a veces malsanas, que la
mentalidad contemporánea intenta imponer a todas las culturas. Os
exhorto, queridos sacerdotes, a no subestimar la grandeza insondable de la
gracia divina depositada en vosotros y que os capacita a vivir al servicio
de la paz, la justicia y la reconciliación.
Queridos religiosos y religiosas, de vida activa y contemplativa, la
vida consagrada es una seguimiento radical de Jesús. Que vuestra opción
incondicional por Cristo os conduzca a un amor sin fronteras por el
prójimo. La pobreza y la castidad os hagan verdaderamente libres para
obedecer incondicionalmente al único Amor que, cuando os alcanza, os
impulsa a derramarlo por todas partes. Pobreza, obediencia y castidad
aumenten en vosotros la sed de Dios y el hambre de su Palabra, que, al
crecer, se convierte en hambre y sed para servir al prójimo hambriento de
justicia, paz y reconciliación. Fielmente vividos, los consejos evangélicos
os trasforman en hermano universal o en hermana de todos, y os ayudan a
avanzar con determinación por el camino de la santidad. Llegaréis si estáis
convencidos de que para vosotros la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y hacéis
de vuestras comunidades reflejo de la gloria de Dios y lugares donde no
tenéis otra deuda con nadie, sino la del amor mutuo (cf. Rm 13,8). Con
vuestros carismas propios, vividos con un espíritu de apertura a la
catolicidad de la Iglesia, podéis contribuir a una expresión armoniosa de la
inmensidad de los dones divinos al servicio de toda la humanidad.
Me dirijo ahora a vosotros, queridos seminaristas, os animo a poneros
en la escuela de Cristo para adquirir las virtudes que os ayudarán a vivir el
sacerdocio ministerial como el lugar de vuestra santificación. Sin la lógica
de la santidad, el ministerio no es más que una simple función social. La
320
calidad de vuestra vida futura depende de la calidad de vuestra relación
personal con Dios en Jesucristo, de vuestros sacrificios, de la feliz
integración de las exigencias de vuestra formación actual. Ante los retos
de la existencia humana, el sacerdote de hoy como el de mañana – si
quiere ser testigo creíble al servicio de la paz, la justicia y la
reconciliación – debe ser un hombre humilde y equilibrado, prudente y
magnánimo. Después de 60 años de vida sacerdotal, os puedo asegurar,
queridos seminaristas, que no lamentaréis haber acumulado durante
vuestra formación tesoros intelectuales, espirituales y pastorales.
En cuanto a vosotros, queridos fieles laicos que, en el corazón de las
realidades cotidianas de la vida, estáis llamados a ser sal de la tierra y luz
del mundo, os exhorto a renovar también vuestro compromiso por la
justicia, la paz y la reconciliación. Esta misión requiere en primer lugar fe
en la familia, construida según el designio de Dios, y una fidelidad a la
esencia misma del matrimonio cristiano. Exige también que vuestras
familias sean verdaderas «iglesias domésticas». Gracias a la fuerza de la
oración, «se transforma y se mejora gradualmente la vida personal y
familiar, se enriquece el diálogo, se transmite la fe a los hijos, se
acrecienta el gusto de estar juntos y el hogar se une y consolida más»
(Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en el rezo del
santo rosario con ocasión del VI Encuentro Mundial de las Familias en
Ciudad de México, 17 de enero de 2009, 3). Haciendo reinar en vuestras
familias el amor y el perdón, contribuís a la edificación de una Iglesia
fuerte y hermosa, y a que haya más justicia y paz en toda la sociedad. En
este sentido, os animo, queridos padres, a tener un respeto profundo por la
vida y a testimoniar ante vuestros hijos los valores humanos y espirituales.
Para concluir mi encuentro con vosotros, quisiera exhortaros a una fe
auténtica y viva, fundamento inquebrantable de una vida cristiana santa y
al servicio de la edificación de un mundo nuevo. El amor por el Dios
revelado y por su Palabra, el amor por los sacramentos y por la Iglesia,
son un antídoto eficaz contra los sincretismos que extravían. Este amor
favorece una justa integración de los valores auténticos de las culturas en
la fe cristiana. Libera del ocultismo y vence los espíritus maléficos,
porque se mueve por la potencia misma de la Santa Trinidad. Vivido
profundamente, este amor es también un fermento de comunión que
rompe todas las barreras, favoreciendo así la edificación de una Iglesia en
la que no haya segregación entre los bautizados, pues todos son uno en
Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28).

NIÑOS: RECIBIR, ESCUCHAR, AMAR, HABLAR A JESÚS


20111119. Discurso. Niños. Cotonú. Benín
Dios nuestro Padre nos ha convocado alrededor de su Hijo y nuestro
hermano, Jesús, presente en la hostia consagrada en la misa. Es un gran
misterio que hay que adorar y creer. Jesús, que nos quiere tanto, está
321
verdaderamente presente en los sagrarios de todas las iglesias del mundo,
en los sagrarios de las iglesias de vuestros barrios y parroquias. Os invito a
visitarlo con frecuencia para manifestarle vuestro amor.
Algunos de vosotros habéis hecho ya la primera comunión, otros os
estáis preparando para hacerla. El día de mi primera comunión fue uno de
los más bonitos de mi vida. También para vosotros, ¿no es verdad? Y,
¿sabéis por qué? No sólo por los lindos vestidos, los regalos o el banquete
de fiesta, sino principalmente porque en ese día recibimos por primera vez
a Jesús-Cristo. Cuando yo comulgo, Jesús viene a habitar dentro de mí.
Tengo que recibirlo con amor y escucharlo con atención. En lo más
profundo del corazón, le puedo decir por ejemplo: «Jesús, yo sé que tú me
amas. Dame tu amor para que te ame y ame a los demás con tu amor. Te
confío mis alegrías, mis penas y mi futuro». Queridos niños, no dudéis en
hablar de Jesús a los demás. Es un tesoro que hay que saber compartir con
generosidad. En la historia de la Iglesia, el amor a Jesús ha llenado de
valor y de fuerza a muchos cristianos, incluso a niños como vosotros. Así,
a san Kizito, un muchacho ugandés, lo mataron porque él quería vivir
según el bautismo que acababa de recibir. Kizito rezó. Había comprendido
que Dios no sólo es importante sino que lo es todo.
Pero, ¿qué es la oración? Es un grito de amor dirigido a Dios nuestro
Padre, deseando imitar a Jesús nuestro Hermano. Jesús se fue a un lugar
apartado para orar. Como Jesús, yo también puedo encontrar cada día un
lugar tranquilo para recogerme delante de una cruz o una imagen sagrada
y hablar y escuchar a Jesús. También puedo usar el Evangelio. Después
me fijo con el corazón en un pasaje que me ha impresionado y me que
guiará durante la jornada. Quedarme así por un rato con Jesús, él me
puede llenar con su amor, su luz y su vida. Y estoy llamado, por mi parte,
a dar este amor que recibo en la oración a mis padres, mis amigos, a todos
los que me rodean, incluso a los que no me quieren o a los que yo quiero
tanto. Queridos niños, Jesús os ama. Pedid también a vuestros padres que
recen con vosotros. Algunas veces habrá que insistirles un poco. No
dudéis en hacerlo. Dios es muy importante.
Que la Virgen María, su madre, os enseñe a amarlo cada vez más
mediante la oración, el perdón y la caridad. Os confío a todos a Ella, así
como a vuestras familias y educadores. Mirad, saco un rosario de mi
bolsillo. El rosario es como un instrumento que uso para rezar. Es muy
sencillo rezar el rosario. Tal vez lo sabéis ya, si no es así, pedid a vuestros
padres que os lo enseñen. Además, cada uno de vosotros recibirá un
rosario al terminar nuestro encuentro. Cuando lo tengáis en vuestras
manos, podréis rezar por el Papa, os lo ruego, por la Iglesia y por todas las
intenciones importantes. Y ahora, antes de que os bendiga con gran afecto,
recemos juntos un Ave María por los niños de todo el mundo,
especialmente por los que sufren a causa de la enfermedad, el hambre y la
guerra. Recemos ahora: Ave María, etc.

CRISTO REY: PARA ÉL, REINAR ES SERVIR


322
20111120. Homilía. Estadio de la Amistad, Cotonú, Benín
El Evangelio que acabamos de escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo
del hombre, el juez último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de
los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o
prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo
que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús
mismo. No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen.
Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha
hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más
concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no
tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es
el Rey que celebramos.
Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace
2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la
potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así,
un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un
rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así
es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia
terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él,
reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir,
para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado. El bautizado
sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes
sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero, como nos recuerda san
Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su
resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y
felicidad. También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos
los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y
dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe
en Él, que vence nuestros miedos, nuestras miserias, nos da acceso a un
mundo nuevo, un mundo donde la justicia y la verdad no son una parodia,
un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los otros
y con Dios. Este es el don que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.
«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Acojamos estas
palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a
quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus
hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios. Hermanos y
hermanas, este pasaje del Evangelio es verdaderamente una palabra de
esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy cercano a
nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y quisiera
dirigirme con afecto a todos los que sufren, a los enfermos, a los
aquejados del sida u otras enfermedades, a todos los olvidados de la
sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con el
pensamiento y la oración. ¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse
con el pequeño, con el enfermo; ha querido compartir vuestro sufrimiento
y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para liberaros de
323
todo mal, de toda aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada
merece nuestro respeto y amor, porque a través de él Dios nos indica el
camino hacia el cielo.

LA CUESTIÓN DE DIOS ES LA CUESTIÓN DE LAS


CUESTIONES
20111125. Discurso. Asamblea plenaria del C.P. para los Laicos
Me parece particularmente importante haber querido afrontar este año,
en la asamblea plenaria, el tema de Dios: «La cuestión de Dios hoy».
Nunca deberíamos cansarnos de volver a proponer esa pregunta, de
«recomenzar desde Dios», para devolver al hombre la totalidad de sus
dimensiones, su plena dignidad. De hecho, una mentalidad que se ha ido
difundiendo en nuestro tiempo, renunciando a cualquier referencia a lo
trascendente, se ha mostrado incapaz de comprender y preservar lo
humano. La difusión de esta mentalidad ha generado la crisis que vivimos
hoy, que es crisis de significado y de valores, antes que crisis económica y
social. El hombre que busca vivir sólo de forma positivista, en lo
calculable y en lo mensurable, al final queda sofocado. En este marco, la
cuestión de Dios es, en cierto sentido, «la cuestión de las cuestiones». Nos
remite a las preguntas fundamentales del hombre, a las aspiraciones a la
verdad, la felicidad y a la libertad ínsitas en su corazón, que tienden a
realizarse. El hombre que despierta en sí mismo la pregunta sobre Dios se
abre a la esperanza, a una esperanza fiable, por la que vale la pena afrontar
el cansancio del camino en el presente (cf. Spe salvi, 1).
Pero, ¿cómo despertar la pregunta sobre Dios, para que sea la cuestión
fundamental? Queridos amigos, si es verdad que «no se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona» (Deus caritas est, 1), la cuestión
sobre Dios se despierta en el encuentro con quien tiene el don de la fe, con
quien tiene una relación vital con el Señor. A Dios se lo conoce a través de
hombres y mujeres que lo conocen: el camino hacia él pasa, de modo
concreto, a través de quien ya lo ha encontrado. Aquí es particularmente
importante vuestro papel de fieles laicos. Como afirma la Christifideles
laici, esta es vuestra vocación específica: en la misión de la Iglesia «los
fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su “índole secular”,
que los compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación
cristiana del orden temporal» (n. 36). Estáis llamados a dar un testimonio
transparente de la importancia de la cuestión de Dios en todos los campos
del pensamiento y de la acción. En la familia, en el trabajo, así como en la
pólítica y en la economía, el hombre contemporáneo necesita ver con sus
propios ojos y palpar con sus propias manos que con Dios o sin Dios todo
cambia.
Pero el desafío de una mentalidad cerrada a lo trascendente obliga
también a los propios cristianos a volver de modo más decidido a la
centralidad de Dios. A veces nos hemos esforzado para que la presencia de
los cristianos en el ámbito social, en la política o en la economía resultara
324
más incisiva, y tal vez no nos hemos preocupado igualmente por la solidez
de su fe, como si fuera un dato adquirido una vez para siempre. En
realidad, los cristianos no habitan un planeta lejano, inmune de las
«enfermedades» del mundo, sino que comparten las turbaciones, la
desorientación y las dificultades de su tiempo. Por eso, no es menos
urgente volver a proponer la cuestión de Dios también en el mismo tejido
eclesial. ¡Cuántas veces, a pesar de declararse cristianos, de hecho Dios no
es el punto de referencia central en el modo de pensar y de actuar, en las
opciones fundamentales de la vida. La primera respuesta al gran desafío
de nuestro tiempo es, por lo tanto, la profunda conversión de nuestro
corazón, para que el Bautismo que nos ha hecho luz del mundo y sal de la
tierra pueda realmente transformarnos.
Queridos amigos, la misión de la Iglesia necesita la aportación de
todos y cada uno de sus miembros, especialmente de los fieles laicos. En
los ambientes de vida en donde el Señor os ha llamado, sed testigos
valientes del Dios de Jesucristo, viviendo vuestro Bautismo.

SOMOS LOS PRIMEROS EN NECESITAR REEVANGELIZACIÓN


20111126. Discurso. Primero grupo de obispos USA ad limina
La evangelización, por consiguiente, se presenta no sólo como una
tarea que es preciso realizar ad extra. Nosotros mismos somos los
primeros en necesitar reevangelización. Como en todas las crisis
espirituales, tanto individuales como comunitarias, sabemos que la
respuesta definitiva sólo puede brotar de una autoevaluación rigurosa,
crítica y constante, y de una conversión a la luz de la verdad de Cristo.
Sólo a través de esta renovación interior podremos discernir y afrontar las
necesidades espirituales de nuestra época con la verdad eterna del
Evangelio.

ADVIENTO: PARA RECUPERAR LA ORIENTACIÓN DE LA VIDA


20111127. Ángelus
Hoy iniciamos con toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo
camino de fe, para vivir juntos en las comunidades cristianas, pero
también, como siempre, para recorrer dentro de la historia del mundo, a
fin de abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El
Año litúrgico comienza con el tiempo de Adviento: tiempo estupendo en
el que se despierta en los corazones la espera del retorno de Cristo y la
memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para
asumir nuestra carne mortal.
«¡Velad!». Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo
dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: «¡Velad!» (Mc 13, 37). Es una
exhortación saludable que nos recuerda que la vida no tiene sólo la
dimensión terrena, sino que está proyectada hacia un «más allá», como
una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita
pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad, por lo que cada
325
uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo
ha utilizado sus propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha
hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
Del mismo modo, Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar
hoy con una apremiante oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo.
Reconoce las faltas de su gente, y en cierto momento dice: «Nadie
invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; pues nos
ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa» (Is 64, 6).
¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar
ciertos panoramas del mundo posmoderno: las ciudades donde la vida
resulta anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el
único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo:
construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo
parece depender sólo del hombre. Y, a veces, en este mundo que se
presenta casi perfecto, suceden cosas desconcertantes, en la naturaleza o
en la sociedad, por las que pensamos que Dios se ha retirado, que, por así
decir, nos ha abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero «señor» del mundo no es el hombre, sino
Dios. El Evangelio dice: «Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el
señor de la casa, si al atardecer o a medianoche, o al canto del gallo, o al
amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos»
(Mc13, 35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto,
para que nuestra vida recupere su orientación correcta, hacia el rostro de
Dios. El rostro no de un «señor», sino de un Padre y de un Amigo. Con la
Virgen María, que nos guía en el camino del Adviento, hagamos nuestras
las palabras del profeta. «Señor, tú eres nuestro padre; nosotros la arcilla y
tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano» (Is 64, 7).

MARÍA, PARADIGMA DE LA RECTA TEOLOGÍA


20111202. Discurso. A la Comisión Teológica Internacional
Las ponencias de esta Sesión este año han coincidido con la primera
semana de Adviento, ocasión que nos recuerda cómo todo teólogo está
llamado a ser hombre del adviento, testigo de la espera vigilante, que
ilumina las vías de la inteligencia de la Palabra que se ha hecho carne.
Podemos decir que el conocimiento del verdadero Dios tiende y se nutre
de ese “momento” que nos es desconocido, en que el Señor volverá. Estar
vigilantes y vivir la esperanza de la espera, no es, por tanto, un deber
secundario para un recto pensamiento teológico, que encuentra su razón
en la persona de Aquél que se encuentra con nosotros e ilumina nuestro
conocimiento de la salvación.
Hoy tengo el placer de reflexionar brevemente con vosotros sobre tres
temas que la Comisión Teológica Internacional está estudiando en los
últimos años. El primero, como se ha dicho, está relacionado con la
cuestión fundamental de toda reflexión teológica; la cuestión de Dios y en
particular, la comprensión del monoteísmo. A partir de este amplio
horizonte doctrinal habéis profundizado también en un tema de carácter
326
eclesial: el significado de la Doctrina Social de la Iglesia, reservando,
además, una atención particular a un tema que hoy es de gran actualidad
para el pensamiento teológico sobre Dios: la cuestión del mismo estatus
de la teología actual, en sus perspectivas, en sus principios y criterios.
Detrás de la profesión de la fe cristiana en el Dios único, se encuentra
la cotidiana profesión de fe del pueblo de Israel: “Escucha, Israel: el
Señor, nuestro Dios, es el único Señor” (Dt 6,4). El logro sin precedentes
de la libre disposición del amor de Dios hacia todos los hombres se ha
llevado a cabo en la encarnación del Hijo en Jesucristo. En tal revelación
de la intimidad de Dios y de la profundidad de su vínculo de amor con el
hombre, el monoteísmo del Dios único se ha iluminado con una luz
completamente nueva: la luz trinitaria. Y en el misterio trinitario se
ilumina también la hermandad entre los hombres. La teología cristiana,
junto con la vida de los creyentes, debe restituir la feliz y cristalina
evidencia en el impacto sobre nuestra comunidad de la revelación
trinitaria.
Ya que los conflictos étnicos y religiosos del mundo hacen cada vez
más difícil acoger la singularidad del pensamiento cristiano de Dios y del
humanismo inspirado por esto, los hombres pueden reconocer en el
nombre de Jesucristo la verdad de Dios Padre hacia la cual el Espíritu
Santo urge cada gemido de la criatura (cfr Rm 8).
La teología, en fecundo diálogo con la filosofía, puede ayudar a los
creyentes a tomar conciencia y testificar que el monoteísmo trinitario nos
muestra el verdadero Rostro de Dios, y este monoteísmo no es fuente de
violencia sino que es fuerza de paz personal y universal.
El punto de partida de toda teología cristiana es la acogida de esta
Revelación divina: la acogida personal del Verbo hecho carne, la escucha
de la Palabra de Dios en la Escritura. Sobre este punto de partida, la
teología ayuda a la inteligencia creyente de la fe y a su transmisión. Toda
la historia de la Iglesia muestra, sin embargo, que el reconocimiento del
punto de partida no basta para alcanzar la unidad en la fe. Cada lectura de
la Biblia se coloca necesariamente en un contexto dado, y el único
contexto en el que el creyente puede estar en plena comunión con Cristo
es la Iglesia y su tradición viva. Debemos vivir nuevamente la experiencia
de los primeros discípulos, que “se reunían asiduamente para escuchar la
enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción
del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Desde esta perspectiva, la
Comisión ha estudiado los principios y criterios según los cuales una
teología puede ser católica, y también ha reflexionado sobre la
contribución actual de la teología. Es importante recordar que la teología
católica, siempre atenta al vínculo entre fe y razón, ha tenido un papel
histórico en el nacimiento de la Universidad. Una teología verdaderamente
católica con dos movimientos, intellectus quaerens fidem et fide quaerens
intellectum, es hoy más que necesaria para hacer posible una sinfonía de
las ciencias para evitar las derivas violentas de una religiosidad que se
opone a la razón y de una razón se opone a la religión.
327
La Comisión Teológica estudia además la relación entre la Doctrina
Social de la Iglesia y el conjunto de la Doctrina cristiana. El compromiso
social de la Iglesia no es sólo algo humano, ni se resuelve en una teoría
social. La transformación de la sociedad, realizada por los cristianos a
través de los siglos, es una respuesta a la venida al mundo del Hijo de
Dios: el esplendor de tal Verdad y Caridad ilumina toda la cultura y
sociedad. San Juan afirma: “En esto hemos conocido el amor: en que él
entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la
vida por nuestros hermanos”(1 Jn 3,16). Los discípulos de Cristo Redentor
saben que sin la atención al otro, el perdón, el amor incluso a los
enemigos, ninguna comunidad humana puede vivir en paz; y esto
comienza en la primera y fundamental sociedad que es la familia. En la
necesaria colaboración a favor del bien común también con quien
comparte nuestra fe, debemos hacer presente los verdaderos y profundos
motivos religiosos de nuestro compromiso social, así como esperamos de
los demás que manifiesten sus motivaciones, para que la colaboración se
haga en la claridad. Quién haya percibido las bases de la actuación social
cristiana, podrá encontrar así un estímulo para tomar en consideración la
misma fe en Cristo Jesús.
Queridos amigos, nuestro encuentro confirma de forma significativa
que la Iglesia necesita la competencia y fiel reflexión de los teólogos sobre
el misterio del Dios, de Jesucristo y de su Iglesia. Sin una sana y vigorosa
reflexión teológica, la Iglesia podría no expresar plenamente la armonía
entre fe y razón. Al mismo tiempo, sin la fiel vivencia de la comunión con
la Iglesia y la adhesión a su Magisterio, como espacio vital de la propia
existencia, la teología no podría dar una razón adecuada del don de la fe.
Animando, a través vuestro, a todos los hermanos y hermanas teólogos
que están en los distintos contextos eclesiales, invoco sobre vosotros la
intercesión de María, Mujer del Adviento y Madre del Verbo encarnado,
que es para nosotros, en su custodia de la Palabra en su corazón,
paradigma de la recta teología, el modelo sublime del verdadero
conocimiento del Hijo de Dios. Sea Ella, la Estrella de la esperanza, la que
guíe y proteja el precioso trabajo que desarrolláis para la Iglesia y por y en
nombre de la Iglesia.

ADVIENTO: SOBRIEDAD Y CAMBIO COMO ESTILO DE VIDA


20111204. Ángelus
Este domingo marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento. Este
período del año litúrgico pone de relieve las dos figuras que desempeñaron
un papel destacado en la preparación de la venida histórica del Señor
Jesús: la Virgen María y san Juan Bautista. Precisamente en este último se
concentra el texto de hoy del Evangelio de san Marcos. Describe la
personalidad y la misión del Precursor de Cristo (cf. Mc 1, 2-8).
Comenzando por el aspecto exterior, se presenta a Juan como una figura
muy ascética: vestido de piel de camello, se alimenta de saltamontes y
miel silvestre, que encuentra en el desierto de Judea (cf. Mc 1, 6). Jesús
328
mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que «habitan en los palacios del
rey» y que «visten con lujo» (Mt 11, 8). El estilo de Juan Bautista debería
impulsar a todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de
vida, especialmente en preparación para la fiesta de Navidad, en la que el
Señor —como diría san Pablo— «siendo rico, se hizo pobre por vosotros,
para enriqueceros con su pobreza» (2 Co 8, 9).
Por lo que se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento
extraordinario a la conversión: su bautismo «está vinculado a un
llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado
sobre todo al anuncio del juicio de Dios» (Jesús de Nazaret, I, Madrid
2007, p. 36) y de la inminente venida del Mesías, definido como «el que
es más fuerte que yo» y «bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7.8). La
llamada de Juan va, por tanto, más allá y más en profundidad respecto a la
sobriedad del estilo de vida: invita a un cambio interior, a partir del
reconocimiento y de la confesión del propio pecado. Mientras nos
preparamos a la Navidad, es importante que entremos en nosotros mismos
y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un
rayo de la luz que proviene de Belén, la luz de Aquel que es «el más
Grande» y se hizo pequeño, «el más Fuerte» y se hizo débil.
Los cuatro evangelistas describen la predicación de Juan Bautista
refiriéndose a un pasaje del profeta Isaías: «Una voz grita: “En el desierto
preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para
nuestro Dios"» (Is 40, 3). San Marcos inserta también una cita de otro
profeta, Malaquías, que dice: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, el
cual preparará tu camino» (Mc 1, 2; cf. Mal 3, 1). Estas referencias a las
Escrituras del Antiguo Testamento «hablan de la intervención salvadora de
Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a él hay que abrirle
la puerta, prepararle el camino» (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
A la materna intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos
nuestro camino al encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos
nuestro itinerario de Adviento para preparar en nuestro corazón y en
nuestra vida la venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.

INMACULADA: PLENITUD DE GRACIA EN LA FILIACIÓN


DIVINA
20111208. Ángelus
Hoy la Iglesia celebra solemnemente la Inmaculada Concepción de
María. Como declaró el beato Pío IX en la carta apostólica Ineffabilis
Deus de 1854, ella «fue preservada, por particular gracia y privilegio de
Dios todopoderoso, en previsión de los méritos de Jesucristo Salvador del
género humano, inmune de toda mancha de pecado original». Esta verdad
de fe está contenida en las palabras de saludo que le dirigió el arcángel
Gabriel: «Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo» (Lc 1, 28). La
expresión «llena de gracia» indica la obra maravillosa del amor de Dios,
que quiso devolvernos la vida y la libertad, perdidas con el pecado,
mediante su Hijo Unigénito encarnado, muerto y resucitado. Por esto,
329
desde el siglo II, tanto en Oriente como en Occidente, la Iglesia invoca y
celebra a la Virgen que, con su «sí», acercó el cielo a la tierra,
convirtiéndose en «madre de Dios y nodriza de nuestra vida», como dice
san Romano el Melode en un antiguo cántico (Canticum XXV in
Nativitatem B. Mariae Virginis, en J.B. Pitra, Analecta Sacra t. I, París
1876, p. 198). En el siglo VII, san Sofronio de Jerusalén elogia la
grandeza de María porque en ella el Espíritu Santo estableció su morada, y
dice: «Tú superas todos los dones que la magnificencia de Dios ha
derramado sobre cualquier persona humana. Más que todos, eres rica por
la posesión de Dios que ha puesto su morada en ti» (Oratio II, 25 in SS.
Deiparæ Annuntiationem: pg 87, 3, 3248 AB). Y san Beda el Venerable
explica: «María es bendita entre las mujeres, porque con el adorno de la
virginidad ha gozado de la gracia de ser madre de un hijo que es Dios»
(Hom I, 3: CCL 122, 16).
También a nosotros se nos ha otorgado la «plenitud de la gracia» que
debemos hacer resplandecer en nuestra vida, porque «el Padre de nuestro
Señor Jesucristo —escribe san Pablo— nos ha bendecido con toda clase
de bendiciones espirituales (...), nos eligió antes de la fundación del
mundo para que fuésemos santos e intachables (...), y nos ha destinado por
medio de Jesucristo (...) a ser sus hijos» (Ef 1, 3-5). Esta filiación la
recibimos por medio de la Iglesia, en el día del Bautismo. A este respecto,
santa Hildegarda de Bingen escribe: «La Iglesia es, por tanto, la virgen
madre de todos los cristianos. Con la fuerza secreta del Espíritu Santo los
concibe y los da a luz, ofreciéndolos a Dios para que también sean
llamados hijos de Dios» (Scivias, visio III, 12: CCL Continuatio
Mediævalis XLIII, 1978, p. 142). Y, por último, entre los numerosísimos
cantores de la belleza espiritual de la Madre de Dios destaca san Bernardo
de Claraval, el cual afirma que la invocación «Dios te salve, María, llena
de gracia» es «grata a Dios, a los ángeles y a los hombres. A los hombres
gracias a la maternidad, a los ángeles gracias a la virginidad, a Dios
gracias a la humildad» (Sermo XLVII, De Annuntiatione Dominica: SBO
VI, 1, Roma 1970, p. 266).

INMACULADA: LA MUJER DEL APOCALIPSIS


20111208. Discurso. Veneración Inmaculada en Plaza España
En la cima de la columna en torno a la cual estamos, María está
representada por una estatua que en parte recuerda el pasaje del
Apocalipsis que se acaba de proclamar: «Un gran signo apareció en el
cielo: una mujer vestida de sol, y la luna bajo sus pies y una corona de
doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). ¿Cuál es el significado de esta
imagen? Representa al mismo tiempo a la Virgen y a la Iglesia.
Ante todo, la «mujer» del Apocalipsis es María misma. Aparece
«vestida de sol», es decir vestida de Dios: la Virgen María, en efecto, está
totalmente rodeada de la luz de Dios y vive en Dios. Este símbolo del
vestido luminoso expresa claramente una condición que atañe a todo el ser
de María: Ella es la «llena de gracia», colmada del amor de Dios. Y «Dios
330
es luz», dice también san Juan (1 Jn 1, 5). He aquí entonces que la «llena
de gracia», la «Inmaculada» refleja con toda su persona la luz del «sol»
que es Dios.
Esta mujer tiene bajo sus pies la luna, símbolo de la muerte y de la
mortalidad. María, de hecho, está plenamente asociada a la victoria de
Jesucristo, su Hijo, sobre el pecado y sobre la muerte; está libre de toda
sombra de muerte y totalmente llena de vida. Como la muerte ya no tiene
ningún poder sobre Jesús resucitado (cf. Rm 6, 9), así, por una gracia y un
privilegio singular de Dios omnipotente, María la ha dejado tras de sí, la
ha superado. Y esto se manifiesta en los dos grandes misterios de su
existencia: al inicio, el haber sido concebida sin pecado original, que es el
misterio que celebramos hoy; y, al final, el haber sido elevada en alma y
cuerpo al cielo, a la gloria de Dios. Pero también toda su vida terrena fue
una victoria sobre la muerte, porque la dedicó totalmente al servicio de
Dios, en la oblación plena de sí a él y al prójimo. Por esto María es en sí
misma un himno a la vida: es la criatura en la cual se ha realizado ya la
palabra de Cristo: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en
abundancia» (Jn 10, 10).
En la visión del Apocalipsis, hay otro detalle: sobre la cabeza de la
mujer vestida de sol hay «una corona de doce estrellas». Este signo
representa a las doce tribus de Israel y significa que la Virgen María está
en el centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. Y así
esta imagen de la corona de doce estrellas nos introduce en la segunda
gran interpretación del signo celestial de la «mujer vestida de sol»:
además de representar a la Virgen, este signo simboliza a la Iglesia, la
comunidad cristiana de todos los tiempos. Está encinta, en el sentido de
que lleva en su seno a Cristo y lo debe alumbrar para el mundo: esta es la
tribulación de la Iglesia peregrina en la tierra que, en medio de los
consuelos de Dios y las persecuciones del mundo, debe llevar a Jesús a los
hombres.
Y precisamente por esto, porque lleva a Jesús, la Iglesia encuentra la
oposición de un feroz adversario, representado en la visión apocalíptica de
«un gran dragón rojo» (Ap 12, 3). Este dragón trató en vano de devorar a
Jesús —el «hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 5)
—; en vano, porque Jesús, a través de su muerte y resurrección, subió
hasta Dios y se sentó en su trono. Por eso, el dragón, vencido una vez para
siempre en el cielo, dirige sus ataques contra la mujer —la Iglesia— en el
desierto del mundo. Pero en todas las épocas la Iglesia es sostenida por la
luz y la fuerza de Dios, que la alimenta en el desierto con el pan de su
Palabra y de la santa Eucaristía. Y así, en toda tribulación, a través de
todas las pruebas que encuentra a lo largo de los tiempos y en las diversas
partes del mundo, la Iglesia sufre persecución pero resulta vencedora. Y
precisamente de este modo la comunidad cristiana es la presencia, la
garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del
egoísmo.
La única insidia que la Iglesia puede y debe temer es el pecado de sus
miembros. En efecto, mientras María es Inmaculada, está libre de toda
331
mancha de pecado, la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo, marcada por
nuestros pecados. Por esto, el pueblo de Dios, peregrino en el tiempo, se
dirige a su Madre celestial y pide su ayuda; la solicita para que ella
acompañe el camino de fe, para que aliente el compromiso de vida
cristiana y para que sostenga la esperanza. Necesitamos su ayuda, sobre
todo en este momento tan difícil para Italia, para Europa, para varias
partes del mundo. Que María nos ayude a ver que hay una luz más allá de
la capa de niebla que parece envolver la realidad. Por esto también
nosotros, especialmente en esta ocasión, no cesamos de pedir su ayuda
con confianza filial: «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros
que recurrimos a ti». Ora pro nobis, intercede pro nobis ad Dominum
Iesum Christum!

UNIVERSIDAD: CAMPO PRIVILEGIADO PARA EVANGELIZAR


20111202. Discurso. Congreso para Estudiantes Internacionales
El mundo universitario es para la Iglesia un campo privilegiado para la
evangelización. Como destaqué en el Mensaje para la Jornada mundial del
emigrante y del refugiado del año próximo, los ateneos de inspiración
cristiana, cuando se mantienen fieles a su identidad, se convierten en
lugares de testimonio, donde se puede encontrar y conocer a Jesucristo,
donde se puede experimentar su presencia, que reconcilia, tranquiliza e
infunde una nueva esperanza. La difusión de ideologías «débiles» en los
diversos campos de la sociedad estimula a los cristianos a un nuevo
impulso en el ámbito intelectual, con el fin de animar a las generaciones
jóvenes a la búsqueda y el descubrimiento de la verdad sobre el hombre y
sobre Dios. La vida del beato John Henry Newman, tan vinculada al
contexto académico, confirma la importancia y la belleza de promover un
ambiente educativo en el que van de la mano la formación intelectual, la
dimensión ética y el compromiso religioso. La pastoral universitaria, por
tanto, se ofrece a los jóvenes como apoyo para que la comunión con Cristo
los lleve a percibir el misterio más profundo del hombre y de la historia.
Además, el encuentro entre los universitarios ayuda a descubrir y a valorar
el tesoro escondido en cada estudiante internacional, considerando su
presencia como un factor de enriquecimiento humano, cultural y
espiritual. Los jóvenes cristianos, que provienen de culturas distintas pero
pertenecen a la única Iglesia de Cristo, pueden mostrar que el Evangelio
es Palabra de esperanza y de salvación para los hombres de todos los
pueblos y de todas las culturas, de todas las edades y de todas las épocas,
como reafirmé también en mi reciente Exhortación apostólica
postsinodal Africae munus(nn. 134.138).
Queridos jóvenes estudiantes, os animo a aprovechar el tiempo de
vuestros estudios para crecer en el conocimiento y en el amor a Cristo,
mientras recorréis vuestro itinerario de formación intelectual y cultural.
332

EDUCAR A LOS JÓVENES EN LA JUSTICIA Y LA PAZ


20111208. Mensaje. Jornada Mundial de la Paz 1 enero 2012
Los responsables de la educación
2. La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida.
Educar –que viene de educere en latín– significa conducir fuera de sí
mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace
crecer a la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades,
la del adulto y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que
ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del
educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los
testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones,
son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los
demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el
primero en vivir el camino que propone.
¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la
paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los
primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. «En
la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos
que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es
donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las
reglas, el perdón y la acogida del otro»[1].Ella es la primera escuela donde
se recibe educación para la justicia y la paz.
Educar en la verdad y en la libertad
3. San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima
quam veritatem? - ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?». El
rostro humano de una sociedad depende mucho de la contribución de la
educación a mantener viva esa cuestión insoslayable. En efecto, la
educación persigue la formación integral de la persona, incluida la
dimensión moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien de
la sociedad de la que es miembro. Por eso, para educar en la verdad es
necesario saber sobre todo quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista reflexiona:
«Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que
has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano,
para que de él te cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión fundamental que
hay que plantearse: ¿Quién es el hombre? El hombre es un ser que alberga
en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no parcial, sino
capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como un don
inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la
inviolabilidad de toda persona. Por eso, la primera educación consiste en
aprender a reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por
consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser humano y ayudar a
los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad. Nunca
333
podemos olvidar que «el auténtico desarrollo del hombre concierne de
manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus
dimensiones»,incluida la trascendente, y que no se puede sacrificar a la
persona para obtener un bien particular, ya sea económico o social,
individual o colectivo.
Sólo en la relación con Dios comprende también el hombre el
significado de la propia libertad. Y es cometido de la educación el formar
en la auténtica libertad. Ésta no es la ausencia de vínculos o el dominio del
libre albedrío, no es el absolutismo del yo. El hombre que cree ser
absoluto, no depender de nada ni de nadie, que puede hacer todo lo que se
le antoja, termina por contradecir la verdad del propio ser, perdiendo su
libertad. Por el contrario, el hombre es un ser relacional, que vive en
relación con los otros y, sobre todo, con Dios. La auténtica libertad nunca
se puede alcanzar alejándose de Él.
La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede entender y
usar mal. «En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la
obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del
relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última
medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la
libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno
del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por
consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una
auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda
persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las
relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir
con los demás algo en común».
Para ejercer su libertad, el hombre debe superar por tanto el horizonte
del relativismo y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el
mal. En lo más íntimo de la conciencia el hombre descubre una ley que él
no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz lo llama a
amar, a hacer el bien y huir del mal, a asumir la responsabilidad del bien
que ha hecho y del mal que ha cometido.Por eso, el ejercicio de la libertad
está íntimamente relacionado con la ley moral natural, que tiene un
carácter universal, expresa la dignidad de toda persona, sienta la base de
sus derechos y deberes fundamentales, y, por tanto, en último análisis, de
la convivencia justa y pacífica entre las personas.
El uso recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la
justicia y la paz, que requieren el respeto hacia uno mismo y hacia el otro,
aunque se distancie de la propia forma de ser y vivir. De esa actitud brotan
los elementos sin los cuales la paz y la justicia se quedan en palabras sin
contenido: la confianza recíproca, la capacidad de entablar un diálogo
constructivo, la posibilidad del perdón, que tantas veces se quisiera
obtener pero que cuesta conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia
los más débiles, así como la disponibilidad para el sacrificio.
Educar en la justicia
4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y
de sus derechos, más allá de las declaraciones de intenciones, está
334
seriamente amenazado por la extendida tendencia a recurrir
exclusivamente a los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es
importante no separar el concepto de justicia de sus raíces transcendentes.
La justicia, en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que
es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por
la identidad profunda del ser humano. La visión integral del hombre es lo
que permite no caer en una concepción contractualista de la justicia y abrir
también para ella el horizonte de la solidaridad y del amor.
No podemos ignorar que ciertas corrientes de la cultura moderna,
sostenida por principios económicos racionalistas e individualistas, han
sustraído al concepto de justicia sus raíces transcendentes, separándolo de
la caridad y la solidaridad: «La “ciudad del hombre” no se promueve sólo
con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones
de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta
siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando
valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo».
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque
ellos quedarán saciados» (Mt 5,6). Serán saciados porque tienen hambre y
sed de relaciones rectas con Dios, consigo mismos, con sus hermanos y
hermanas, y con toda la creación.
Educar en la paz
5. «La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el
equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin
la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre
los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los
pueblos, la práctica asidua de la fraternidad»[8].La paz es fruto de la
justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo don de Dios. Los cristianos
creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en Él, en su cruz, Dios ha
reconciliado consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos
separaban a unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única familia
reconciliada en el amor.
Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra que
se ha de construir. Para ser verdaderamente constructores de la paz,
debemos ser educados en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la
fraternidad; hemos de ser activos dentro de las comunidades y atentos a
despertar las consciencias sobre las cuestiones nacionales e
internacionales, así como sobre la importancia de buscar modos adecuados
de redistribución de la riqueza, de promoción del crecimiento, de la
cooperación al desarrollo y de la resolución de los conflictos.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios», dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt5, 9).
Levantar los ojos a Dios
6. Ante el difícil desafío que supone recorrer la vía de la justicia y de la
paz, podemos sentirnos tentados de preguntarnos como el salmista:
«Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?»
(Sal 121,1).
335
Deseo decir con fuerza a todos, y particularmente a los jóvenes: «No
son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al
Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el
garante de lo que es realmente bueno y auténtico [...], mirar a Dios, que es
la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno.
Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?». El amor se complace en la
verdad, es la fuerza que nos hace capaces de comprometernos con la
verdad, la justicia, la paz, porque todo lo excusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,1-13).

ALEGRÍA: DIOS EXISTE Y ESTÁ CON NOSOTROS


20111211. Homilía. Parroquia de Casal Boccone.
Hemos escuchado la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor, Dios,
está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la
buena noticia a los pobres... a proclamar un año de gracia del Señor»
(Is 61, 1-2). Estas palabras, pronunciadas hace muchos siglos, resuenan
muy actuales también para nosotros, hoy, mientras nos encontramos a
mitad del Adviento y ya cerca de la gran solemnidad de la Navidad. Son
palabras que renuevan la esperanza, preparan para acoger la salvación del
Señor y anuncian la inauguración de un tiempo de gracia y de liberación.
El Adviento es precisamente tiempo de espera, de esperanza y de
preparación para la visita del Señor. A este compromiso nos invitan
también la figura y la predicación de Juan Bautista, como hemos
escuchado en el Evangelio recién proclamado (cf. Jn 1, 6-8.19-28). Juan
se retiró al desierto para llevar una vida muy austera y para invitar,
también con su vida, a la gente a la conversión; confiere un bautismo de
agua, un rito de penitencia único, que lo distingue de los múltiples ritos de
purificación exterior de las sectas de la época. ¿Quién es, pues, este
hombre? ¿Quién es Juan Bautista? Su respuesta refleja una humildad
sorprendente. No es el Mesías, no es la luz. No es Elías que volvió a la
tierra, ni el gran profeta esperado. Es el precursor, un simple testigo,
totalmente subordinado a Aquel que anuncia; una voz en el desierto, como
también hoy, en el desierto de las grandes ciudades de este mundo, de gran
ausencia de Dios, necesitamos voces que simplemente nos anuncien:
«Dios existe, está siempre cerca, aunque parezca ausente». Es una voz en
el desierto y es un testigo de la luz; y esto nos conmueve el corazón,
porque en este mundo con tantas tinieblas, tantas oscuridades, todos
estamos llamados a ser testigos de la luz. Esta es precisamente la misión
del tiempo de Adviento: ser testigos de la luz, y sólo podemos serlo si
llevamos en nosotros la luz, si no sólo estamos seguros de que la luz
existe, sino que también hemos visto un poco de luz. En la Iglesia, en la
Palabra de Dios, en la celebración de los Sacramentos, en el sacramento
de la Confesión, con el perdón que recibimos, en la celebración de la santa
Eucaristía, donde el Señor se entrega en nuestras manos y en nuestro
corazón, tocamos la luz y recibimos esta misión: ser hoy testigos de que la
luz existe, llevar la luz a nuestro tiempo.
336
Queridos hermanos y hermanas, me alegra mucho estar en medio de
vosotros, en este hermoso domingo, «Gaudete», domingo de la alegría,
que nos dice: «incluso en medio de tantas dudas y dificultades, la alegría
existe porque Dios existe y está con nosotros».
«Hermanos, estad siempre alegres» (1 Ts 5, 16). Esta invitación a la
alegría, dirigida por san Pablo a los cristianos de Tesalónica en aquel
tiempo, caracteriza también a este domingo, llamado comúnmente
«Gaudete». Esta invitación resuena desde las primeras palabras de la
antífona de entrada: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos.
El Señor está cerca»; así escribe san Pablo desde la cárcel a los cristianos
de Filipos (cf. Flp 4, 4-5) y nos lo dice también a nosotros. Sí, nos
alegramos porque el Señor está cerca y dentro de pocos días, en la noche
de Navidad, celebraremos el misterio de su Nacimiento. María, la primera
en escuchar la invitación del ángel: «Alégrate, llena de gracia: el Señor
está contigo» (Lc 1, 28), nos señala el camino para alcanzar la verdadera
alegría, la que proviene de Dios. Santa María de las Gracias, Madre del
Divino Amor, ruega por todos nosotros. Amén.

LA VERDADERA ALEGRÍA
20111211. Ángelus
Los textos litúrgicos de este período de Adviento nos renuevan la
invitación a vivir a la espera de Jesús, a no dejar de esperar su venida, de
tal modo que nos mantengamos en una actitud de apertura y
disponibilidad al encuentro con él. La vigilancia del corazón, que el
cristiano está llamado a practicar siempre en la vida de todos los días,
caracteriza de modo particular este tiempo en el que nos preparamos con
alegría al misterio de la Navidad (cf. Prefacio de Adviento II). El ambiente
exterior propone los acostumbrados mensajes de tipo comercial, aunque
quizá en tono menor a causa de la crisis económica. El cristiano está
invitado a vivir el Adviento sin dejarse distraer por las luces, sino
sabiendo dar el justo valor a las cosas, para fijar la mirada interior en
Cristo. De hecho, si perseveramos «velando en oración y cantando su
alabanza» (ib.), nuestros ojos serán capaces de reconocer en él la
verdadera luz del mundo, que viene a iluminar nuestras tinieblas.
En concreto, la liturgia de este domingo, llamado Gaudete, nos invita a
la alegría, a una vigilancia no triste, sino gozosa. «Gaudete in Domino
semper» —escribe san Pablo—. «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,
4). La verdadera alegría no es fruto del divertirse, entendido en el sentido
etimológico de la palabra di-vertere, es decir, desentenderse de los
compromisos de la vida y de sus responsabilidades. La verdadera alegría
está vinculada a algo más profundo. Ciertamente, en los ritmos diarios, a
menudo frenéticos, es importante encontrar tiempo para el descanso, para
la distensión, pero la alegría verdadera está vinculada a la relación con
Dios. Quien ha encontrado a Cristo en su propia vida, experimenta en el
corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación le
pueden quitar. San Agustín lo había entendido muy bien; en su búsqueda
337
de la verdad, de la paz, de la alegría, tras haber buscado en vano en
múltiples cosas, concluye con la célebre frase de que el corazón del
hombre está inquieto, no encuentra serenidad y paz hasta que descansa en
Dios (cf. Confesiones, I, 1, 1). La verdadera alegría no es un simple estado
de ánimo pasajero, ni algo que se logra con el propio esfuerzo, sino que es
un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, de hacerle
espacio en nosotros, de acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. Es
la invitación que hace el apóstol san Pablo, que dice: «Que el mismo Dios
de la paz os santifique totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y
cuerpo se mantenga sin reproche hasta la venida de nuestro Señor
Jesucristo» (1 Ts 5, 23). En este tiempo de Adviento reforcemos la certeza
de que el Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva
su presencia de consolación, de amor y de alegría. Confiemos en él; como
afirma también san Agustín, a la luz de su experiencia: el Señor está más
cerca de nosotros que nosotros mismos: «interior intimo meo et superior
summo meo» (Confesiones, III, 6, 11). Encomendemos nuestro camino a
la Virgen Inmaculada, cuyo espíritu se llenó de alegría en Dios Salvador.
Que ella guíe nuestro corazón en la espera gozosa de la venida de Jesús,
una espera llena de oración y de buenas obras.

GUADALUPE: LA TIERRA HA DADO SU FRUTO


20111212. Homilía. Santa Misa por América Latina-Bicentenario
«La tierra ha dado su fruto» (Sal 66,7). En esta imagen del salmo que
hemos escuchado, en el que se invita a todos los pueblos y naciones a
alabar con júbilo al Señor que nos salva, los Padres de la Iglesia han
sabido reconocer a la Virgen María y a Cristo, su Hijo: «La tierra es santa
María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de
este fango, de Adán […]. La tierra ha dado su fruto: primero produjo una
flor [...]; luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos
comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto?
Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del
hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (S.
Jerónimo, Breviarum in Psalm. 66: PL 26,1010-1011). También nosotros
hoy, exultando por el fruto de esta tierra, decimos: «Que te alaben, Señor,
todos los pueblos» (Sal 66,4. 6). Proclamamos el don de la redención
alcanzada por Cristo, y en Cristo, reconocemos su poder y majestad
divina.
La venerada imagen de la Morenita del Tepeyac, de rostro dulce y
sereno, impresa en la tilma del indio san Juan Diego, se presenta como «la
siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive» (De
la lectura del Oficio. Nicán Mopohua, 12ª ed., México, D.F., 1971, 3-19).
Ella evoca a la «mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una
corona de doce estrellas sobre su cabeza, que está encinta» (Ap 12,1-2) y
señala la presencia del Salvador a su población indígena y mestiza. Ella
nos conduce siempre a su divino Hijo, el cual se revela como fundamento
de la dignidad de todos los seres humanos, como un amor más fuerte que
338
las potencias del mal y la muerte, siendo también fuente de gozo,
confianza filial, consuelo y esperanza.
«Mira que tu Rey viene hacia ti; Él es justo y victorioso, es humilde y
está montado sobre un asno» (Zc 9,9), hemos escuchado en la primera
lectura. Desde la encarnación del Verbo, el Misterio divino se revela en el
acontecimiento de Jesucristo, que es contemporáneo a toda persona
humana en cualquier tiempo y lugar por medio de la Iglesia, de la que
María es Madre y modelo. Por eso, nosotros podemos hoy continuar
alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos
latinoamericanos y del mundo entero, manifestando su presencia en el
Hijo y la efusión de su Espíritu como novedad de vida personal y
comunitaria. Dios ha ocultado estas cosas a «sabios y entendidos»,
dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de
corazón (cf. Mt 11,25).
Por su «sí» a la llamada de Dios, la Virgen María manifiesta entre los
hombres el amor divino. En este sentido, Ella, con sencillez y corazón de
madre, sigue indicando la única Luz y la única Verdad: su Hijo Jesucristo,
que «es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a
los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres
y mujeres del continente americano» (Exhort. Ap. postsinodal Ecclesia in
America, 10). Asimismo, Ella «continúa alcanzándonos por su constante
intercesión los dones de la eterna salvación. Con amor maternal cuida de
los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre
peligros y angustias hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen
gentium, 62).
Actualmente, mientras se conmemora en diversos lugares de América
Latina el Bicentenario de su independencia, el camino de la integración en
ese querido continente avanza, a la vez que se advierte su nuevo
protagonismo emergente en el concierto mundial. En estas circunstancias,
es importante que sus diversos pueblos salvaguarden su rico tesoro de fe y
su dinamismo histórico-cultural, siendo siempre defensores de la vida
humana desde su concepción hasta su ocaso natural y promotores de la
paz; han de tutelar igualmente la familia en su genuina naturaleza y
misión, intensificando al mismo tiempo una vasta y capilar tarea educativa
que prepare rectamente a las personas y las haga conscientes de sus
capacidades, de modo que afronten digna y responsablemente su destino.
Están llamados asimismo a fomentar cada vez más iniciativas acertadas y
programas efectivos que propicien la reconciliación y la fraternidad,
incrementen la solidaridad y el cuidado del medio ambiente, vigorizando a
la vez los esfuerzos para superar la miseria, el analfabetismo y la
corrupción y erradicar toda injusticia, violencia, criminalidad, inseguridad
ciudadana, narcotráfico y extorsión.
Cuando la Iglesia se preparaba para recordar el quinto centenario de la
plantatio de la Cruz de Cristo en la buena tierra del continente americano,
el beato Juan Pablo II formuló en su suelo, por primera vez, el programa
de una evangelización nueva, nueva «en su ardor, en sus métodos, en su
expresión» (cf. Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 marzo 1983,
339
III: AAS 75, 1983, 778). Desde mi responsabilidad de confirmar en la fe,
también yo deseo animar el afán apostólico que actualmente impulsa y
pretende la «misión continental» promovida en Aparecida, para que «la fe
cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los
pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro
vivificante con Cristo» (V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, 13). Así se
multiplicarán los auténticos discípulos y misioneros del Señor y se
renovará la vocación de Latinoamérica y el Caribe a la esperanza. Que la
luz de Dios brille, pues, cada vez más en la faz de cada uno de los hijos de
esa amada tierra y que su gracia redentora oriente sus decisiones, para que
continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad
cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la
justicia.

UNIVERSITARIOS: ACOGER LA CUESTIÓN DE DIOS


20111215. Homilía. Vísperas con los universitarios de Roma
«Hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor» (St 5, 7)
Con estas palabras el apóstol Santiago nos indica la actitud interior
para prepararnos a escuchar y acoger de nuevo el anuncio del nacimiento
del Redentor en la gruta de Belén, misterio inefable de luz, de amor y de
gracia.
Queridos amigos, Santiago exhorta a imitar al labrador, que «aguarda
el fruto precioso de la tierra con paciencia» (St 5, 7). A vosotros, que vivís
en el corazón del ambiente cultural y social de nuestro tiempo, que
experimentáis las nuevas y cada vez más refinadas tecnologías, que sois
protagonistas de un dinamismo histórico que a veces parece arrollador, la
invitación del Apóstol puede parecer anacrónica, casi una invitación a salir
de la historia, a no desear ver los frutos de vuestro trabajo, de vuestra
búsqueda. ¿Pero es de verdad así? ¿La invitación a la espera de Dios está
fuera de tiempo? Y también nos podríamos preguntar con mayor
radicalidad: ¿Qué significa para mí la Navidad? ¿Es verdaderamente
importante para mi existencia, para la construcción de la sociedad? Son
muchas, en nuestra época, las personas, especialmente las que encontráis
en las aulas universitarias, que dan voz a la cuestión de si debemos esperar
algo o a alguien; si debemos esperar a otro mesías, a otro dios; si vale la
pena fiarnos de aquel Niño que en la noche de Navidad hallaremos en el
pesebre entre María y José.
La exhortación del Apóstol a la paciente constancia, que en nuestro
tiempo podría dejar un poco perplejos, es en realidad el camino para
acoger en profundidad la cuestión de Dios, el sentido que tiene en la vida
y en la historia, porque precisamente revela su Rostro en la paciencia, en
la fidelidad y en la constancia de la búsqueda de Dios, de la apertura a él.
No tenemos necesidad de un dios genérico, indefinido, sino del Dios vivo
y verdadero, que abra el horizonte del futuro del hombre a una perspectiva
de esperanza firme y segura, una esperanza rica de eternidad y que
340
permita afrontar con valor el presente en todos sus aspectos. Así que
entonces nos tendríamos que preguntar: ¿Dónde encuentra mi búsqueda el
verdadero Rostro de este Dios? O mejor todavía: ¿Dónde me sale al
encuentro Dios mismo mostrándome su Rostro, revelándome su misterio,
entrando en mi historia?
Queridos amigos, la invitación de Santiago: «Hermanos, esperad con
paciencia hasta la venida del Señor» nos recuerda que la certeza de la gran
esperanza del mundo se nos dona, que no estamos solos y no construimos
la historia nosotros solos. Dios no está lejos del hombre, sino que se ha
inclinado sobre él y se ha hecho carne (Jn 1, 14) para que el hombre
comprenda dónde reside el fundamento sólido de todo, el cumplimiento de
sus aspiraciones más profundas: en Cristo (Exhortación apostólica
postsinodal Verbum Domini, 10). La paciencia es la virtud de aquellos que
confían en esta esperanza en la historia, que no se dejan vencer por la
tentación de poner toda la esperanza en lo inmediato, en perspectivas
puramente horizontales, en proyectos técnicamente perfectos, pero
alejados de la realidad más profunda, la que da la dignidad más alta a la
persona humana: la dimensión trascendente, ser criatura a imagen y
semejanza de Dios, llevar en el corazón el deseo de elevarse a él.
Pero hay también otro aspecto que quiero subrayar esta tarde. Santiago
nos dijo: «Mirad: el labrador aguarda... con paciencia» (5, 7). Dios, en la
encarnación del Verbo, en la encarnación de su Hijo, experimentó el
tiempo del hombre, de su crecimiento, de su hacerse en la historia. Aquel
Niño es el signo de la paciencia de Dios, que es el primero en ser paciente,
constante, fiel a su amor por nosotros; él es el verdadero «labrador» de la
historia, que sabe esperar. ¡Cuántas veces los hombres han intentado
construir el mundo solos, sin Dios o contra Dios! El resultado está
marcado por el drama de ideologías que, al final, se han vuelto contra el
hombre y su dignidad profunda. La constancia paciente en la construcción
de la historia, tanto a nivel personal como comunitario, no se identifica
con la tradicional virtud de la prudencia, que ciertamente es necesaria,
sino que es algo mayor y más complejo. Ser constantes y pacientes
significa aprender a construir la historia junto a Dios, porque sólo
edificando sobre él y con él la construcción está bien fundada, no
instrumentalizada por fines ideológicos, sino verdaderamente digna del
hombre.

ESTUVE EN LA CÁRCEL Y VINÍSTEIS A VERME


20111218. Discurso. A reclusos en la cárcel de Rebibbia
«Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 36). Estas son las
palabras del juicio final, contado por el evangelista san Mateo, y estas
palabras del Señor, en las que él se identifica con los detenidos, expresan
en plenitud el sentido de mi visita de hoy entre vosotros. Dondequiera que
haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un preso, allí está Cristo
mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es la razón principal
por la que me siento feliz de estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar. La
341
Iglesia siempre ha incluido entre las obras de misericordia corporal la
visita a los presos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2447). Y esta,
para ser completa, exige una plena capacidad de acogida del detenido,
«dándole espacio en el propio tiempo, en la propia casa, en las propias
amistades, en las propias leyes, en las propias ciudades» (cf. Conferencia
episcopal italiana, Evangelización y testimonio de la caridad, 39). De
hecho, quisiera poder ponerme a la escucha de la historia personal de cada
uno, pero, lamentablemente, no es posible; sin embargo, he venido a
deciros sencillamente que Dios os ama con un amor infinito, y sois
siempre hijos de Dios. Y el mismo Hijo unigénito de Dios, el Señor Jesús,
experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la
más feroz condena a la pena capital.
Con motivo de mi reciente viaje apostólico a Benín, el pasado mes de
noviembre, firmé una exhortación apostólica postsinodal en la que reiteré
la atención de la Iglesia a la justicia en los Estados, escribiendo: «Por
tanto, hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes
judiciales y penitenciarios, con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a
los culpables. Se han de desterrar también los casos de errores judiciales y
los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones en que
no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos
humanos, y también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca,
terminan en un proceso. La Iglesia reconoce su misión profética respecto a
todos los afectados por la delincuencia, así como la necesidad que tienen
de reconciliación, justicia y paz. Los reclusos son seres humanos que
merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y dignidad.
Necesitan nuestra atención» (n. 83).
Queridos hermanos y hermanas, la justicia humana y la divina son
muy diferentes. Ciertamente, los hombres no pueden aplicar la justicia
divina, pero al menos deben apuntar a ella, tratar de captar el espíritu
profundo que la anima, para que ilumine también la justicia humana, para
evitar —como lamentablemente sucede no pocas veces— que el detenido
se convierta en un excluido. Dios, en efecto, es Aquel que proclama la
justicia con fuerza, pero que, al mismo tiempo, cura las heridas con el
bálsamo de la misericordia.
La parábola del Evangelio de san Mateo (20, 1-16) sobre los
trabajadores llamados a jornal a la viña nos da a entender en qué consiste
esta diferencia entre la justicia humana y la divina, porque hace explícita
la delicada relación entre justicia y misericordia. La parábola describe a un
agricultor que asume trabajadores en su viña. Lo hace, sin embargo, en
diversas horas del día, de manera que alguno trabaja todo el día y algún
otro sólo una hora. En el momento del pago del salario, el amo suscita
estupor y provoca una discusión entre los jornaleros. La cuestión tiene que
ver con la generosidad —considerada por los presentes como injusticia—
del amo de la viña, el cual decide dar la misma paga tanto a los
trabajadores de la mañana como a los últimos de la tarde. Desde el punto
de vista humano, esta decisión es una auténtica injusticia, pero desde el
342
punto de vista de Dios es un acto de bondad, porque la justicia divina da
cada uno lo suyo y, además, incluye la misericordia y el perdón.
Justicia y misericordia, justicia y caridad, ejes de la doctrina social de
la Iglesia, son dos realidades diferentes sólo para nosotros los hombres,
que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo, para
nosotros, es «lo que se debe al otro», mientras que misericordioso es lo
que se dona por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para
Dios no es así: en él justicia y caridad coinciden; no hay acción justa que
no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no
hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.
¡Qué lejana está la lógica de Dios de la nuestra! ¡Y qué diferente es
nuestro modo de actuar del suyo! El Señor nos invita a captar y observar
el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno cumplimiento en el amor
hacia los necesitados. «La plenitud de la ley es el amor», escribe san Pablo
(Rm 13, 1o): nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté
animada por el amor a Dios y a los hermanos.
Queridos amigos, el sistema de detención gira en torno a dos criterios,
ambos importantes: por un lado, tutelar a la sociedad de eventuales
amenazas; por otro, reintegrar a quien ha cometido un error sin pisotear su
dignidad y sin excluirlo de la vida social. Ambos aspectos tienen su
relevancia y pretenden no crear aquel «abismo» entre la realidad carcelaria
real y la pensada por la ley, que prevé como elemento fundamental la
función reeducadora de la pena y el respeto de los derechos y de la
dignidad de las personas. La vida humana pertenece sólo a Dios, que nos
la ha regalado, y no está abandonada a merced de nadie, ¡ni siquiera a
merced de nuestro libre albedrío! Estamos llamados a custodiar la perla
preciosa de nuestra vida y de la de los demás.
Sé que la superpoblación y la degradación de las cárceles pueden hacer
todavía más amarga la detención: me han llegado varias cartas de
detenidos que lo subrayan. Es importante que las instituciones promuevan
un atento análisis de la situación penitenciaria hoy, verifiquen las
estructuras, los medios, el personal, de modo que los detenidos no paguen
nunca una «doble pena»; y es importante promover un desarrollo del
sistema penitenciario, que, aun en el respeto de la justicia, sea cada vez
más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso
también a las penas sin internamiento o a modalidades diversas de
detención.
Queridos amigos, hoy es el cuarto domingo de Adviento. Que la
Navidad del Señor, ya cercana, encienda nuevamente la esperanza y el
amor en vuestro corazón. El nacimiento del Señor Jesús, que
conmemoraremos dentro de pocos días, nos recuerda su misión de traer la
salvación a todos los hombres, sin excluir a nadie. Su salvación no se
impone, sino que nos llega a través de los actos de amor, de misericordia y
de perdón que nosotros mismos sabemos realizar. El Niño de Belén será
feliz cuando todos los hombres vuelvan a Dios con corazón renovado.
Pidámosle en el silencio y en la oración que nos libere a todos de la cárcel
del pecado, de la soberbia y del orgullo, pues cada uno necesita salir de
343
esta cárcel interior para ser verdaderamente libre del mal, de las angustias
y de la muerte. ¡Sólo el Niño recostado en el pesebre es capaz de donar a
todos esta liberación plena!

DIÁLOGO CON LOS RECLUSOS: DIOS OS AMA


20111218. Respuestas a reclusos en la cárcel de Rebibbia
Me llamo Rocco. Ante todo quiero manifestarle nuestro
agradecimiento, y el mío personal, por esta visita que nos resulta tan
grata y que, en un momento tan dramático para las cárceles italianas,
asume un gran contenido de solidaridad, humanidad y consuelo. Deseo
preguntar a Su Santidad si este gesto suyo lo comprenderán en su
sencillez también nuestros políticos y gobernantes para que se restituya a
todos los últimos, entre los que estamos incluidos nosotros los detenidos,
la dignidad y la esperanza que deben reconocerse a todo ser vivo.
Esperanza y dignidad indispensables para reemprender el camino hacia
una vida digna de vivirse.
Gracias por sus palabras. Siento su afecto por el Santo Padre, y me
conmueve esta amistad, que siento en todos vosotros. Y quiero decir que
pienso a menudo en vosotros y rezo siempre por vosotros, porque sé que
es una condición muy difícil, que con frecuencia, en vez de ayudar a
renovar la amistad con Dios y con la humanidad, empeora la situación,
incluso la interior. Yo he venido sobre todo para mostraros esta cercanía
mía, personal e íntima, en la comunión con Cristo que os ama, como he
dicho. Pero ciertamente esta visita a vosotros, que quiere ser personal, es
también un gesto público que recuerda a nuestros compatriotas, a nuestro
Gobierno, el hecho de que hay grandes problemas y dificultades en las
cárceles italianas. Desde luego, el sentido de estas cárceles es
precisamente ayudar a la justicia, y la justicia implica como primer hecho
la dignidad humana. Así pues, se deben construir de forma que crezca la
dignidad, que se respete la dignidad, y que vosotros podáis renovar en
vosotros mismos el sentido de la dignidad, para responder mejor a esta
vocación íntima nuestra…Y esperamos que el Gobierno tenga la
posibilidad y todas las posibilidades de responder a esta vocación.
Gracias.
Me llamo Omar. Santo Padre, quisiera preguntarte un millón de cosas,
que siempre he pensado preguntarte, pero hoy que puedo me resulta
difícil hacerte una pregunta. Me siento emocionado por este
acontecimiento; tu visita aquí a la cárcel es un hecho muy fuerte para
nosotros los reclusos cristianos católicos y, por eso, más que una
pregunta, prefiero pedirte que nos permitas unirnos contigo, en nuestro
sufrimiento y el de nuestros familiares, como un cable de electricidad que
comunique con nuestro Señor. Te quiero mucho.
344
También yo te quiero mucho, y te agradezco estas palabras, que me
tocan el corazón. Creo que esta visita manifiesta que quisiera seguir las
palabras del Señor que me conmueven siempre —las he leído en mi
discurso—, donde en el último juicio dice: «Me habéis visitado cuando
estuve en la cárcel, y yo he sido quien os esperaba». Esta identificación
del Señor con los que están en la cárcel nos obliga profundamente, y yo
mismo debo preguntarme: ¿He actuado según este mandato del Señor?
¿He tenido presente esta palabra del Señor? Este es uno de los motivos por
los que he venido, porque sé que en vosotros el Señor me espera, que
vosotros necesitáis este reconocimiento humano y necesitáis esta
presencia del Señor, el cual, en el juicio último, nos preguntará
precisamente sobre este punto y, por eso, espero que aquí se pueda realizar
cada vez más la verdadera finalidad de estos centros penitenciarios:
ayudar a reencontrarse a sí mismos, ayudar a seguir adelante consigo
mismos, en la reconciliación consigo mismos, con los demás y con Dios,
para reintegrarse en la sociedad y contribuir al progreso de la humanidad.
El Señor os ayudará. En mis oraciones estoy siempre con vosotros. Sé que
para mí es una obligación particular orar por vosotros, para «elevaros
hacia el Señor», hacia lo alto, porque el Señor, a través de nuestra oración
ayuda: la oración es una realidad. Yo invito también a todos los demás a
rezar, de modo que, por decirlo así, haya un fuerte cable que os «eleva
hacia el Señor» y nos comunica asimismo entre nosotros, para que yendo
hacia el Señor también estemos unidos entre nosotros. Tened la seguridad
de esta fuerza de mi oración e invito igualmente a los demás a unirse a
vosotros en la oración, para formar de este modo casi una cordada que va
hacia el Señor.
Me llamo Alberto. Santidad, ¿le parece justo que, después de haber
perdido uno tras otro a todos los miembros de mi familia, ahora que soy
un hombre nuevo, y desde hace dos meses papá de una espléndida niña,
que lleva el nombre de Gaia, no me concedan la posibilidad de volver a
casa, a pesar de que ya he pagado ampliamente mi deuda con la
sociedad?
Ante todo, ¡felicidades! Me alegra que sea usted padre, que se
considere un hombre nuevo y que tenga una espléndida hija: esto es un
don de Dios. Yo, naturalmente, no conozco los detalles de su caso, pero
espero con usted que cuanto antes pueda volver a su familia. Ya sabe usted
que para la doctrina de la Iglesia la familia es fundamental, es importante
que el padre pueda tener entre sus brazos a su hija. Y así, rezo y espero
que cuanto antes usted pueda tener realmente entre sus brazos a su hija,
estar con su esposa y con su hija para construir una hermosa familia y así
contribuir también al futuro de Italia.
Santidad, soy Federico, hablo en nombre de las personas detenidas
del G14, que es el sector de enfermería. ¿Qué pueden pedir al Papa unos
reclusos enfermos y seropositivos? ¿A nuestro Papa, que ya carga con el
peso de todos los sufrimientos del mundo, le piden que rece por ellos?
¿Que los perdone? ¿Que los tenga presentes en su gran corazón? Sí. Esto
es lo que queremos pedirle, pero sobre todo que lleve nuestra voz a donde
345
no se la escucha. Estamos ausentes de nuestras familias, pero no de la
vida; hemos caído, y en nuestras caídas hemos hecho el mal a los demás,
pero nos estamos levantando. Se habla demasiado poco de nosotros, y a
menudo se hace de un modo muy feroz, como si quisieran eliminarnos de
la sociedad. Esto nos hace sentir infrahumanos. Usted es el Papa de todos
y nosotros le pedimos que evite que nos arrebaten la dignidad juntamente
con la libertad. Para que no se dé por descontado que recluso significa
excluido para siempre. ¡Su presencia es para nosotros un honor muy
grande! ¡Nuestra más cordial felicitación por la Santa Navidad, a todos!
Sí, me has dirigido palabras realmente memorables: hemos caído, pero
estamos aquí para levantarnos. Es importante esto, esta valentía para
levantarse, para salir adelante con la ayuda del Señor y con la ayuda de
todos los amigos. Usted ha dicho también que se habla de modo «feroz»
de vosotros. Lamentablemente, es verdad, pero quisiera decir que no sólo
está eso; hay otros que hablan bien de vosotros y piensan bien de vosotros.
Yo pienso en mi pequeña familia papal; estoy rodeado de cuatro
«hermanas laicas» y a menudo hablamos de este problema; ellas tienen
amigos en varias cárceles; recibimos también regalos de ellos y por
nuestra parte también hacemos regalos. Por lo tanto, esta realidad está
presente de modo muy positivo en mi familia y creo que también lo está
en muchas otras. Debemos soportar que algunos hablen de modo «feroz»;
hablan de modo «feroz» incluso contra el Papa y, a pesar de ello, vamos
adelante. Me parece importante animar a todos a que piensen bien, a que
tengan el sentido de vuestros sufrimientos, a que tengan el sentido de
ayudaros en el proceso de levantaros, y, digamos, yo haré lo que esté de
mi parte para invitar a todos a pensar de este modo justo, no con
desprecio, sino de modo humano, pensando que cualquiera puede caer,
pero Dios quiere que todos lleguen a él, y nosotros debemos cooperar con
espíritu de fraternidad y reconociendo también la propia fragilidad, para
que puedan realmente levantarse y seguir adelante con dignidad y
encontrar que siempre se respete su dignidad, para que crezca y puedan así
también hallar alegría en la vida, porque la vida nos la da el Señor, con
una idea suya. Y si reconocemos esta idea, Dios está con nosotros, e
incluso los pasos oscuros tienen su sentido para ayudar a conocernos más
a nosotros mismos, para ayudarnos a ser nosotros mismos, más hijos de
Dios y así sentirnos realmente felices de ser hombres, creados por Dios,
incluso en diversas condiciones difíciles. El Señor os ayudará y nosotros
estamos cercanos a vosotros.
Me llamo Gianni, del sector G8. Santidad, me han enseñado que el
Señor ve y lee en nuestro interior, y me pregunto por qué la absolución se
ha delegado a los sacerdotes. Si la pidiera de rodillas, yo solo dentro de
una habitación, dirigiéndome al Señor, ¿me absolvería? ¿O sería una
absolución de distinto valor? ¿Cuál sería la diferencia?
Sí, es una grande y verdadera cuestión la que usted me plantea. Yo
diría dos cosas. La primera: naturalmente, si usted se pone de rodillas y
con verdadero amor a Dios le pide que lo perdone, él lo perdona. Es
doctrina constante de la Iglesia que si uno, con verdadero arrepentimiento,
346
es decir, no sólo para evitar penas, dificultades, sino por amor al bien, por
amor a Dios, pide perdón, recibe el perdón de Dios. Esta es la primera
parte. Si yo realmente reconozco que he obrado mal, y si en mí ha
renacido el amor al bien, la voluntad del bien, el arrepentimiento por no
haber respondido a este amor, y pido a Dios, que es el Bien, el perdón, él
lo concede. Pero hay un segundo elemento: el pecado no es solamente
algo «personal», individual, entre Dios y yo. El pecado siempre tiene
también una dimensión social, horizontal. Con mi pecado personal,
aunque tal vez nadie lo conozca, he dañado asimismo la comunión de la
Iglesia, he ensuciado la comunión de la Iglesia, he ensuciado a la
humanidad. Por eso, esta dimensión social, horizontal, del pecado exige
que sea absuelto también a nivel de la comunidad humana, de la
comunidad de la Iglesia, casi corporalmente. Por consiguiente, esta
segunda dimensión del pecado, que no es sólo contra Dios, sino que
también afecta a la comunidad, exige el Sacramento, y el Sacramento es el
gran don en el que puedo, mediante la confesión, librarme de ese pecado y
puedo realmente recibir el perdón también en el sentido de una plena
readmisión en la comunidad de la Iglesia viva, del Cuerpo de Cristo. Así,
en este sentido, la necesaria absolución por parte del sacerdote, el
Sacramento, no es una imposición que —digamos— limita la bondad de
Dios, sino, al contrario, es una expresión de la bondad de Dios porque me
demuestra que también concretamente, en la comunión de la Iglesia, he
recibido el perdón y puedo recomenzar de nuevo. Por lo tanto, yo diría
que se han de tener presentes estas dos dimensiones: la vertical, con Dios,
y la horizontal, con la comunidad de la Iglesia y de la humanidad. La
absolución del sacerdote, la absolución sacramental es necesaria para
absolverme realmente de este vínculo del mal y reintegrarme
completamente en la voluntad de Dios, en la perspectiva de Dios, en su
Iglesia, y darme la certeza, incluso casi corporal, sacramental: Dios me
perdona y me recibe en la comunidad de sus hijos. Creo que debemos
aprender a entender el sacramento de la Penitencia en este sentido: una
posibilidad de encontrar, casi corporalmente, la bondad del Señor, la
certeza de la reconciliación.
Santidad, me llamo Nwaihim Ndubuisi, sector G11. Santo Padre, el
pasado mes realizó una visita pastoral a África, a la pequeña nación de
Benín, una de las más pobres del mundo. Allí vio la fe y el amor de
aquellos hombres por Jesucristo. Vio personas que sufren por diversas
causas: racismo, hambre, trabajo infantil... Le pregunto: ellos ponen la
esperanza y la fe en Dios y mueren en medio de pobreza y violencia. ¿Por
qué Dios no los escucha? ¿Es que Dios escucha sólo a los ricos y
poderosos, que, en cambio, no tienen fe? Gracias, Santo Padre.
Ante todo quiero decir que me he sentido muy feliz en su tierra; la
acogida que me dispensaron los africanos fue muy cordial; sentí esa
cordialidad humana que en Europa se ha oscurecido un poco, porque
tenemos muchas otras cosas en nuestro corazón que hacen más duro
también el corazón. En Benín hubo una cordialidad, por decir así,
exuberante; sentí también la alegría de vivir, y esta fue una de mis
347
impresiones más hermosas: a pesar de la pobreza y de todos los grandes
sufrimientos que vi también —saludé a leprosos, enfermos de sida, etc.—,
a pesar de todos estos problemas y de la gran pobreza, hay una alegría de
vivir, una alegría de ser una criatura humana, porque hay una consciencia
originara de que Dios es bueno y me ama, y de que el hombre es amado
por Dios. Por tanto, esta fue para mí la impresión preponderante, fuerte:
ver, en un país que sufre, alegría, una alegría mayor que en los países
ricos. Y esto a mí me hace pensar que en los países ricos la alegría a
menudo está ausente; todos estamos muy ocupados con tantos problemas:
cómo hacer esto, cómo organizar aquello, cómo conservar esto, seguir
comprando... Y con la cantidad de cosas que tenemos nos hemos alejado
cada vez más de nosotros mismos y de esta experiencia originaria de que
Dios existe y de que Dios está cercano a mí. Por eso, yo diría que poseer
grandes propiedades y tener poder no hace necesariamente felices, no es el
don más grande. Incluso yo diría que puede ser algo negativo, algo que me
impide vivir realmente. Las medidas de Dios, los criterios de Dios, son
distintos de los nuestros. A estos pobres Dios les da también alegría, el
reconocimiento de su presencia, les hace sentir que está cercano a ellos
incluso en el sufrimiento, en las dificultades; y, naturalmente, nos pide a
todos que hagamos lo posible para que puedan salir de esas oscuridades de
las enfermedades, de la pobreza. Es un cometido nuestro, y así, al hacerlo,
también nosotros podemos estar más alegres. Por lo tanto, las dos partes
deben complementarse: nosotros debemos ayudar para que también
África, esos países pobres, puedan superar sus problemas, la pobreza;
ayudarles a vivir; y ellos pueden ayudarnos a comprender que las cosas
materiales no son la última palabra. Y debemos pedirle a Dios:
muéstranos, ayúdanos, para que haya justicia, para que todos puedan vivir
en la alegría de ser tus hijos.

LA VIRGINIDAD DE MARÍA
20111218. Ángelus
En este cuarto y último domingo de Adviento la liturgia nos presenta
este año el relato del anuncio del ángel a María. Contemplando el
estupendo icono de la Virgen santísima, en el momento en que recibe el
mensaje divino y da su respuesta, nos ilumina interiormente la luz de
verdad que proviene, siempre nueva, de ese misterio. En particular, quiero
reflexionar brevemente sobre la importancia de la virginidad de María, es
decir, del hecho de que ella concibió a Jesús permaneciendo virgen.
En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la profecía de
Isaías. «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por
nombre Emanuel» (Is 7, 14). Esta antigua promesa encontró cumplimiento
superabundante en la Encarnación del Hijo de Dios.
De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra
del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza
a vivir en su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva
totalmente de Dios. Es plenamente hombre, hecho de tierra —para usar el
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símbolo bíblico—, pero viene de lo alto, del cielo. El hecho de que María
conciba permaneciendo virgen es, por consiguiente, esencial para el
conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que la iniciativa
fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido. Como dice el
Evangelio: «Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios»
(Lc 1, 35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús
se garantizan recíprocamente.
Por eso es tan importante aquella única pregunta que María, «turbada
grandemente», dirige al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?»
(Lc 1, 34). En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de
Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para adecuarse
completamente a esa voluntad. María es superada infinitamente por el
Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente el lugar que le ha sido
asignado en su centro. Su corazón y su mente son plenamente humildes, y,
precisamente por su singular humildad, Dios espera el «sí» de esa joven
para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El «sí» de
María implica a la vez la maternidad y la virginidad, y desea que todo en
ella sea para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea
totalmente don de gracia.
Queridos amigos, la virginidad de María es única e irrepetible; pero su
significado espiritual atañe a todo cristiano. En definitiva, está vinculado a
la fe: de hecho, quien confía profundamente en el amor de Dios, acoge en
sí a Jesús, su vida divina, por la acción del Espíritu Santo. ¡Este es el
misterio de la Navidad! A todos os deseo que lo viváis con íntima alegría.

LEVÁNTATE, TE LLAMA
20111219. Discurso. A muchachos de Acción Católica
Sé que este año reflexionáis sobre la invitación de Jesús a Bartimeo:
«Levántate, te llama». También vosotros debéis escucharla cada día.
Cuando vuestra madre o vuestro padre os despierten por la mañana para ir
a la escuela, se repite siempre el «levántate». Es verdad que a veces no es
fácil de escuchar y la respuesta no siempre es inmediata. Yo no sólo os
invito a tener prontitud, sino también a ver que dentro de esta palabra
diaria hay una llamada de otra persona que os ama mucho, hay una
llamada de Dios a la vida, a ser muchachos y muchachas cristianos, a
comenzar un nuevo día que es un gran don suyo para encontrar muchos
amigos, como sois vosotros, para aprender, para hacer el bien y también
para decir a Jesús: «Gracias por todo lo que me das». Por la mañana,
cuando os levantéis, acordaos también del gran Amigo que es Jesús con
una oración. Espero que lo hagáis todos los días.
La invitación «Levántate, te llama» ya se ha repetido muchas veces en
vuestra vida y se sigue repitiendo también hoy. La primera llamada la
habéis recibido con el don de la vida; estad siempre atentos a este gran
don, apreciadlo, agradecédselo al Señor, pedidle que conceda una vida
alegre a todos los muchachos y muchachas del mundo: que a todos se los
respete, siempre, y que a ninguno le falte lo necesario para vivir.
349
Otra llamada importante la habéis recibido con el Bautismo, aunque no
lo recordéis; en aquel momento os convertisteis en hermanos de Jesús, que
os ama mucho más que cualquier otra persona, y quiere ayudaros a crecer.
Otra llamada, por último, es la que habéis recibido cuando hicisteis la
primera Comunión: aquel día la amistad con Jesús se volvió más
profunda, íntima, y él os acompaña siempre en el camino de vuestra vida.
Queridos muchachos y muchachas de la Acción Católica, responded con
generosidad al Señor, que os llama a su amistad: ¡nunca os defraudará! Os
podrá llamar a ser un don de amor a una persona para formar una familia,
o bien os podrá llamar a hacer de vuestra vida un don a él y a los demás
como sacerdotes, religiosas, misioneros o misioneras. Sed valientes al
darle una respuesta, como habéis dicho: «apuntad alto»; ello os hará
felices durante toda la vida.
Queridos amigos, deseo pediros que hagáis algo: llevad a vuestros
compañeros esta hermosa invitación —«Levántate, te llama»— y
decidles: mira que yo he respondido a la llamada de Jesús y me siento
contento porque he hallado en él un gran Amigo, con el que me encuentro
en la oración, al que veo entre mis amigos, al que escucho en el
Evangelio. La Navidad que os deseo es esta: cuando preparéis el belén,
pensad que estáis diciendo a Jesús: «ven a mi vida y yo te escucharé
siempre».

VIVIR LA NAVIDAD EN EL SENTIDO MÁS AUTÉNTICO


20111221. Audiencia general
El saludo que circula en estos días por los labios de todos es «¡Feliz
Navidad! ¡Felices fiestas navideñas!». Procuremos que, también en la
sociedad actual, el intercambio de felicitaciones no pierda su profundo
valor religioso, y que la fiesta no quede absorbida por los aspectos
exteriores, que tocan las cuerdas del corazón. Ciertamente, los signos
exteriores son hermosos e importantes, con tal de que no nos distraigan,
sino que más bien nos ayuden a vivir la Navidad en el sentido más
auténtico, el sentido sagrado y cristiano, de modo que también nuestra
alegría no sea superficial, sino profunda.
Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de
la Encarnación. De hecho, la Navidad no es un simple aniversario del
nacimiento de Jesús; también es esto, pero es algo más: es celebrar un
Misterio que ha marcado y sigue marcando la historia del hombre —Dios
mismo vino a habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14), se hizo uno de nosotros
—; un Misterio que afecta a nuestra fe y a nuestra existencia; un Misterio
que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, especialmente
en la santa misa. Alguien podría preguntarse: ¿Cómo puedo vivir yo ahora
este acontecimiento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar
fructuosamente en el nacimiento del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace
más de dos mil años? En la santa misa de la Noche de Navidad,
repetiremos como estribillo del Salmo responsorial estas palabras: «Hoy
nos ha nacido el Salvador». Este adverbio de tiempo, «hoy», aparece con
350
frecuencia en todas las celebraciones navideñas y se refiere al
acontecimiento del nacimiento de Jesús y a la salvación que la
Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la liturgia ese
acontecimiento supera los límites del espacio y del tiempo, y se vuelve
actual, presente; su efecto perdura, a pesar del paso de los días, de los años
y de los siglos. Al indicar que Jesús nace «hoy», la liturgia no usa una
frase sin sentido, sino que subraya que este Nacimiento afecta e impregna
toda la historia, sigue siendo también hoy una realidad, a la que podemos
llegar precisamente en la liturgia. A nosotros, los creyentes, la celebración
de la Navidad nos renueva la certeza de que Dios está realmente presente
con nosotros, todavía «carne» y no sólo lejano: aun estando con el Padre,
está cercano a nosotros. En ese Niño nacido en Belén, Dios se ha acercado
al hombre: nosotros lo podemos encontrar ahora, en un «hoy» que no tiene
ocaso.
Quiero insistir en este punto, porque al hombre contemporáneo,
hombre de lo «sensible», de lo experimentable empíricamente, siempre le
cuesta mucho abrir los horizontes y entrar en el mundo de Dios. Desde
luego, la redención de la humanidad tuvo lugar en un momento preciso e
identificable de la historia: en el acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero
Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no sólo ha hablado al
hombre, le ha mostrado signos admirables, lo ha guiado a lo largo de toda
la historia de la salvación, sino que también se hizo hombre, y sigue
siendo hombre. El Eterno entró en los límites del tiempo y del espacio,
para hacer posible «hoy» el encuentro con él. Los textos litúrgicos
navideños nos ayudan a comprender que los acontecimientos de la
salvación realizada por Cristo siempre son actuales, afectan a cada hombre
y a todos los hombres. Cuando escuchamos y pronunciamos, en las
celebraciones litúrgicas, la frase «hoy nos ha nacido el Salvador», no
estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino que queremos
decir que Dios nos ofrece «hoy», ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la
posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores en
Belén, para que él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine,
la transforme con su Gracia, con su Presencia.
La Navidad, por tanto, a la vez que conmemora el nacimiento de Jesús
en la carne, de la Virgen María —y numerosos textos litúrgicos nos hacen
revivir ante nuestros ojos este o aquel episodio—, es un acontecimiento
eficaz para nosotros. El Papa san León Magno, presentando el sentido
profundo de la fiesta de la Navidad, invitaba a sus fieles con estas
palabras: «Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro
corazón a la alegría más pura, porque ha llegado el día que para nosotros
significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. En
efecto, al cumplirse el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado
misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y acordado al
final de los tiempos, está destinado a durar para siempre» (Sermo 22, In
Nativitate Domini, 2, 1: PL 54, 193). Y el mismo san León Magno, en otra
de sus homilías navideñas, afirmaba: «Hoy el autor del mundo ha nacido
del seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho
351
hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha
manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido
visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable.
Hoy los pastores han escuchado la voz de los ángeles anunciando que
había nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra
alma» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1: PL 54, 213).
Hay un segundo aspecto, al que quiero aludir brevemente: el
acontecimiento de Belén se debe considerar a la luz del Misterio pascual:
tanto uno como otro forman parte de la única obra redentora de Cristo. La
Encarnación y el Nacimiento de Jesús nos invitan ya a dirigir nuestra
mirada hacia su muerte y su resurrección. Tanto la Navidad como la
Pascua son fiestas de la redención. La Pascua la celebra como victoria
sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la
gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad la
celebra como el ingreso de Dios en la historia haciéndose hombre para
llevar al hombre a Dios: marca, por decirlo así, el momento inicial,
cuando se vislumbra el resplandor del alba. Pero precisamente como el
alba precede y ya hace presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya
la cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos períodos del año en
los que se sitúan las dos grandes fiestas, al menos en algunas regiones del
mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. En efecto, mientras la
Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías
nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae precisamente al inicio
del invierno, cuando la luz y el calor del sol no logran despertar la
naturaleza, envuelta por el frío, bajo cuyo manto, sin embargo, palpita la
vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.
Los Padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz
de toda la obra redentora, que tiene su culmen en el Misterio pascual. La
Encarnación del Hijo de Dios se presenta no sólo como el principio y la
condición de la salvación, sino también como la presencia misma del
Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como
nosotros, toma nuestra carne para vencer la muerte y el pecado. Dos textos
significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio decía a los fieles:
«Dios asume la carne precisamente para destruir la muerte escondida en
ella. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos, anulan sus
efectos, y como las tinieblas de una casa se disipan a la luz del sol, así la
muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la
presencia de Dios. Y como el hielo permanece sólido en el agua mientras
dura la noche y reinan las tinieblas, pero al calor del sol inmediatamente
se deshace, así la muerte que había reinado hasta la venida de Cristo, en
cuanto apareció la gracia de Dios Salvador y surgió el sol de justicia, “fue
absorbida en la victoria” (1 Co 15, 54), al no poder coexistir con la Vida»
(Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31, 1461). El mismo san
Basilio, en otro texto, dirigía esta invitación: «Celebremos la salvación del
mundo, el nacimiento del género humano. Hoy quedó perdonada la culpa
de Adán. Ya no debemos decir: “Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3,
352
19), sino: “unido a aquel que ha venido del cielo, serás admitido en el
cielo”» (Homilía sobre el nacimiento deCristo, 6: PG 31, 1473).
En la Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina
hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados,
y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo «siendo de
condición divina, (...) se despojó de sí mismo tomando la condición de
esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Contemplemos la
cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es
preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia
de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el
sepulcro de Jerusalén.
Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que
se acerca. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace
también «hoy»; Dios está verdaderamente cerca de cada uno de nosotros y
quiere encontrarnos, quiere llevarnos a él. Él es la verdadera luz, que
disipa y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y la humanidad.
Vivamos el Nacimiento del Señor contemplando el camino del inmenso
amor de Dios que nos la elevado hasta él a través del Misterio de
Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, pues, como
afirma san Agustín, «en [Cristo] la divinidad del Unigénito se hizo
partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de
su inmortalidad» (Epistola 187, 6, 20: PL 33, 839-840). Sobre todo
contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía,
centro de la Santa Navidad; en ella se hace presente de modo real Jesús,
verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra
salvación.

EL GRAN TEMA HOY: CÓMO ANUNCIAR EL EVANGELIO


20111222. Discurso. A la Curia Romana
En este final del año, Europa se encuentra en una crisis económica y
financiera que, en última instancia, se funda sobre la crisis ética que
amenaza al Viejo Continente. Aunque no están en discusión algunos
valores como la solidaridad, el compromiso por los demás, la
responsabilidad por los pobres y los que sufren, falta con frecuencia, sin
embargo, la fuerza que los motive, capaz de inducir a las personas y a los
grupos sociales a renuncias y sacrificios. El conocimiento y la voluntad no
siguen siempre la misma pauta. La voluntad que defiende el interés
personal oscurece el conocimiento, y el conocimiento debilitado no es
capaz de fortalecer la voluntad. Por eso, de esta crisis surgen preguntas
muy fundamentales: ¿Dónde está la luz que pueda iluminar nuestro
conocimiento, no sólo con ideas generales, sino con imperativos
concretos? ¿Dónde está la fuerza que lleva hacia lo alto nuestra voluntad?
Estas son preguntas a las que debe responder nuestro anuncio del
Evangelio, la nueva evangelización, para que el mensaje llegue a ser
acontecimiento, el anuncio se convierta en vida.
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En efecto, el gran tema de este año, como también de los siguientes, es
cómo anunciar el Evangelio. ¿De qué manera la fe, en cuanto fuerza viva
y vital, puede llegar a ser hoy realidad? Todos los acontecimientos
eclesiales del año que está por concluir han estado relacionados en
definitiva con este tema (…) Indisolublemente unida a esto, hay siempre
en el centro de las discusiones una pregunta: ¿Qué es una reforma de la
Iglesia? ¿Cómo sucede? ¿Cuáles son sus caminos y sus objetivos? No sólo
los fieles creyentes, sino también otros ajenos, observan con preocupación
cómo los que van regularmente a la iglesia son cada vez más ancianos y su
número disminuye continuamente; cómo hay un estancamiento de las
vocaciones al sacerdocio; cómo crecen el escepticismo y la incredulidad.
¿Qué debemos hacer entonces? Hay una infinidad de discusiones sobre lo
que se debe hacer para invertir la tendencia. Y, ciertamente, es necesario
hacer muchas cosas. Pero el hacer, por sí solo, no resuelve el problema. El
núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no
encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad,
con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con
Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces.
En este sentido, el encuentro en África con la gozosa pasión por la fe
ha sido de gran aliento. Allí no se percibía ninguna señal del cansancio de
la fe, tan difundido entre nosotros, ningún tedio de ser cristianos, como se
percibe cada vez más en nosotros. Con tantos problemas, sufrimientos y
penas como hay ciertamente en África, siempre se experimentaba sin
embargo la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad
interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría
nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones
agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin
replegarse en el propio bienestar. Encontrar esta fe dispuesta al sacrificio,
y precisamente alegre en ello, es una gran medicina contra el cansancio de
ser cristianos que experimentamos en Europa.
La magnífica experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud, en
Madrid, ha sido también una medicina contra el cansancio de creer. Ha
sido una nueva evangelización vivida. Cada vez con más claridad se
perfila en las Jornadas Mundiales de la Juventud un modo nuevo,
rejuvenecido, de ser cristiano, que quisiera intentar caracterizar en cinco
puntos.
1. Primero, hay una nueva experiencia de la catolicidad, la
universalidad de la Iglesia. Esto es lo que ha impresionado de inmediato a
los jóvenes y a todos los presentes: venimos de todos los continentes y,
aunque nunca nos hemos visto antes, nos conocemos. Hablamos lenguas
diversas y tenemos diferentes hábitos de vida, diferentes formas culturales
y, sin embargo, nos encontramos de inmediato unidos, juntos como una
gran familia. Se relativiza la separación y la diversidad exterior. Todos
quedamos tocados por el único Señor Jesucristo, en el cual se nos ha
manifestado el verdadero ser del hombre y, a la vez, el rostro mismo de
Dios. Nuestras oraciones son las mismas. En virtud del encuentro interior
con Jesucristo, hemos recibido en nuestro interior la misma formación de
354
la razón, de la voluntad y del corazón. Y, en fin, la liturgia común
constituye una especie de patria del corazón y nos une en una gran familia.
El hecho de que todos los seres humanos sean hermanos y hermanas no es
sólo una idea, sino que aquí se convierte en una experiencia real y común
que produce alegría. Y, así, hemos comprendido también de manera muy
concreta que, no obstante todas las fatigas y la oscuridad, es hermoso
pertenecer a la Iglesia universal, a la Iglesia católica, que el Señor nos ha
dado.
2. De aquí nace después un modo nuevo de vivir el ser hombres, el ser
cristianos. Una de las experiencias más importantes de aquellos días ha
sido para mí el encuentro con los voluntarios de la Jornada Mundial de la
Juventud: eran alrededor de 20.000 jóvenes que, sin excepción, habían
puesto a disposición semanas o meses de su vida para colaborar en los
preparativos técnicos, organizativos y de contenido de la JMJ, y
precisamente así habían hecho posible el desarrollo ordenado de todo el
conjunto. Al dar su tiempo, el hombre da siempre una parte de la propia
vida. Al final, estos jóvenes estaban visible y «tangiblemente» llenos de
una gran sensación de felicidad: su tiempo que habían entregado tenía un
sentido; precisamente en el dar su tiempo y su fuerza laboral habían
encontrado el tiempo, la vida. Y entonces, algo fundamental se me ha
hecho evidente: estos jóvenes habían ofrecido en la fe un trozo de vida, no
porque había sido mandado o porque con ello se ganaba el cielo; ni
siquiera porque así se evita el peligro del infierno. No lo habían hecho
porque querían ser perfectos. No miraban atrás, a sí mismos. Me vino a la
mente la imagen de la mujer de Lot que, mirando hacia atrás, se convirtió
en una estatua de sal. Cuántas veces la vida de los cristianos se caracteriza
por mirar sobre todo a sí mismos; hacen el bien, por decirlo así, para sí
mismos. Y qué grande es la tentación de todos los hombres de preocuparse
sobre todo de sí mismos, de mirar hacia atrás a sí mismos, convirtiéndose
así interiormente en algo vacío, «estatuas de sal». Aquí, en cambio, no se
trataba de perfeccionarse a sí mismos o de querer tener la propia vida para
sí mismos. Estos jóvenes han hecho el bien –aun cuando ese hacer haya
sido costoso, aunque haya supuesto sacrificios– simplemente porque hacer
el bien es algo hermoso, es hermoso ser para los demás. Sólo se necesita
atreverse a dar el salto. Todo eso ha estado precedido por el encuentro con
Jesucristo, un encuentro que enciende en nosotros el amor por Dios y por
los demás, y nos libera de la búsqueda de nuestro propio «yo». Una
oración atribuida a san Francisco Javier dice: «Hago el bien no porque a
cambio entraré en el cielo y ni siquiera porque, de lo contrario, me podrías
enviar al infierno. Lo hago porque Tú eres Tú, mi Rey y mi Señor».
También en África encontré esta misma actitud, por ejemplo en las
religiosas de Madre Teresa que cuidan de los niños abandonados,
enfermos, pobres y que sufren, sin preguntarse por sí mismas y,
precisamente así, se hacen interiormente ricas y libres. Esta es la actitud
propiamente cristiana. También ha sido inolvidable para mí el encuentro
con los jóvenes discapacitados en la fundación San José, de Madrid,
encontré de nuevo la misma generosidad de ponerse a disposición de los
355
demás; una generosidad en el darse que, en definitiva, nace del encuentro
con Cristo que se ha entregado a sí mismo por nosotros.
3. Un tercer elemento, que de manera cada vez más natural y central
forma parte de las Jornadas Mundiales de la Juventud, y de la
espiritualidad que proviene de ellas, es la adoración. Fue inolvidable para
mí, durante mi viaje en el Reino Unido, el momento en Hydepark, en que
decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes, respondieron con un
intenso silencio a la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento,
adorándolo. Lo mismo sucedió, de modo más reducido, en Zagreb, y de
nuevo en Madrid, tras el temporal que amenazaba con estropear todo el
encuentro nocturno, al no funcionar los micrófonos. Dios es omnipresente,
sí. Pero la presencia corpórea de Cristo resucitado es otra cosa, algo
nuevo. El Resucitado viene en medio de nosotros. Y entonces no podemos
sino decir con el apóstol Tomás: «Señor mío y Dios mío». La adoración es
ante todo un acto de fe: el acto de fe como tal. Dios no es una hipótesis
cualquiera, posible o imposible, sobre el origen del universo. Él está allí.
Y si él está presente, yo me inclino ante él. Entonces, razón, voluntad y
corazón se abren hacia él, a partir de él. En Cristo resucitado está presente
el Dios que se ha hecho hombre, que sufrió por nosotros porque nos ama.
Entramos en esta certeza del amor corpóreo de Dios por nosotros, y lo
hacemos amando con él. Esto es adoración, y esto marcará después mi
vida. Sólo así puedo celebrar también la Eucaristía de modo adecuado y
recibir rectamente el Cuerpo del Señor.
4. Otro elemento importante de las Jornadas Mundiales de la Juventud
es la presencia del Sacramento de la Penitencia que, de modo cada vez
más natural, forma parte del conjunto. Con eso reconocemos que tenemos
continuamente necesidad de perdón y que perdón significa
responsabilidad. Existe en el hombre, proveniente del Creador, la
disponibilidad a amar y la capacidad de responder a Dios en la fe. Pero,
proveniente de la historia pecaminosa del hombre (la doctrina de la Iglesia
habla del pecado original), existe también la tendencia contraria al amor:
la tendencia al egoísmo, al encerrarse en sí mismo, más aún, al mal. Mi
alma se mancha una y otra vez por esta fuerza de gravedad que hay en mí,
que me atrae hacia abajo. Por eso necesitamos la humildad que siempre
pide de nuevo perdón a Dios; que se deja purificar y que despierta en
nosotros la fuerza contraria, la fuerza positiva del Creador, que nos atrae
hacia lo alto.
5. Finalmente, como última característica que no hay que descuidar en
la espiritualidad de las Jornadas Mundiales de la Juventud, quisiera
mencionar la alegría. ¿De dónde viene? ¿Cómo se explica? Seguramente
hay muchos factores que intervienen a la vez. Pero, según mi parecer, lo
decisivo es la certeza que proviene de la fe: yo soy amado. Tengo un
cometido en la historia. Soy aceptado, soy querido. Josef Pieper, en su
libro sobre el amor, ha mostrado que el hombre puede aceptarse a sí
mismo sólo si es aceptado por algún otro. Tiene necesidad de que haya
otro que le diga, y no sólo de palabra: «Es bueno que tú existas». Sólo a
partir de un «tú», el «yo» puede encontrarse a sí mismo. Sólo si es
356
aceptado, el «yo» puede aceptarse a sí mismo. Quien no es amado ni
siquiera puede amarse a sí mismo. Este ser acogido proviene sobre todo de
otra persona. Pero toda acogida humana es frágil. A fin de cuentas,
tenemos necesidad de una acogida incondicionada. Sólo si Dios me acoge,
y estoy seguro de ello, sabré definitivamente: «Es bueno que yo exista».
Es bueno ser una persona humana. Allí donde falta la percepción del
hombre de ser acogido por parte de Dios, de ser amado por él, la pregunta
sobre si es verdaderamente bueno existir como persona humana, ya no
encuentra respuesta alguna. La duda acerca de la existencia humana se
hace cada vez más insuperable. Cuando llega a ser dominante la duda
sobre Dios, surge inevitablemente la duda sobre el mismo ser hombres.
Hoy vemos cómo esta duda se difunde. Lo vemos en la falta de alegría, en
la tristeza interior que se puede leer en tantos rostros humanos. Sólo la fe
me da la certeza: «Es bueno que yo exista». Es bueno existir como
persona humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro.
Ésta es una de las experiencias maravillosas de las Jornadas Mundiales de
la Juventud.

NAVIDAD: APEARSE DEL CABALLO DE LA SOBERBIA


20111224. Homilía. Misa de Nochebuena
La lectura que acabamos de escuchar, tomada de la Carta de san Pablo
Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit, que
también encontramos en la lectura de la Misa de la aurora: apparuit – ha
aparecido. Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere
expresar de manera sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres
habían hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras.
Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. Hb 1,1:
Lectura de la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él ha
aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que
habita. Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era
la gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una
idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras. Él «ha aparecido».
Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él
realmente? La lectura de la Misa de la aurora dice a este respecto: «Ha
aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3,4). Para los
hombres de la época precristiana, que ante los horrores y las
contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino
que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera
«epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura bondad. Y
también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se
preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es
verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como
el bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en
357
nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»:
ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en Navidad.
En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje del libro del
profeta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se
produjo en Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva
al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios
fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con
una paz sin límites» (Is 9,5s). No sabemos si el profeta pensaba con esta
palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece imposible. Este es
el único texto en el Antiguo Testamento en el que se dice de un niño, de un
ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Nos
encontramos ante una visión que va, mucho más allá del momento
histórico, hacia algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda
su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y
dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin límites». El profeta se
había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y, a propósito de
la paz venidera, había dicho que la vara del opresor, la bota que pisa con
estrépito y la túnica empapada de sangre serían pasto del fuego
(cf. Is 9,1.3-4).
Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se
contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que es paz. En este
momento en que el mundo está constantemente amenazado por la
violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay
de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas, clamemos al Señor:
Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros
como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho
comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu
ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el
mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En
este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor,
las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean
arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en
un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en
los palacios de los reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en
Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo
visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. Francisco de Asís
llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» – más que todas las demás
solemnidades – y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti
Francescane, 787). Besaba con gran devoción las imágenes del Niño
Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos dice
Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era
la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas de la muerte
y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado
para el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha
cambiado, no ha querido cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la
estructura interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin
358
embargo, por él y por su manera de creer, ha sucedido algo nuevo:
Francisco ha descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad
completamente nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del
todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen
María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La resurrección
presupone la encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero
hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo
de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y
su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del
todo nueva. En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así,
tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un
segundo centro en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón.
Todo eso no tiene nada de sensiblería. Precisamente en la nueva
experiencia de la realidad de la humanidad de Jesús se revela el gran
misterio de la fe. Francisco amaba a Jesús, al niño, porque en este ser niño
se le hizo clara la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha
nacido en la pobreza del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho
dependiente, necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora
puede pedir su amor, nuestro amor. La Navidad se ha convertido hoy en
una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden el misterio
de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez.
Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas
deslumbrantes de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el
establo de Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.
Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba
entre el buey y la mula (cf.1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente,
sobre este pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los
animales comían paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la
salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado,
Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87: Fonti, 471). En la Noche
santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con
voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos
navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de
alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente el
encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad
crea la verdadera fiesta.
Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en
Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio
de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha
sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de
un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la
iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a
caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento
de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una
cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta
Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño,
hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos
359
deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos
impide percibir la proximidad de Dios. Hemos de seguir el camino interior
de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior
que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a
pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a
Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios
que se oculta en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la
liturgia de esta Noche santa y renunciemos a la obsesión por lo que es
material, mensurable y tangible. Dejemos que nos haga sencillos ese Dios
que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo. Y pidamos también
en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la Navidad en la
pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para que aparezca ante
ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros
esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha
querido traer al mundo. Amén.

CRISTO ES LA MANO QUE DIOS HA TENDIDO AL HOMBRE


20111225. Mensaje Urbi et Orbi
Cristo nos ha nacido. Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres
que él ama. Que llegue a todos el eco del anuncio de Belén, que la Iglesia
católica hace resonar en todos los continentes, más allá de todo confín de
nacionalidad, lengua y cultura. El Hijo de la Virgen María ha nacido para
todos, es el Salvador de todos.
Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y
legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos,
ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos. Este es el
clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí
solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más
grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos
hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen
María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla
salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la
roca firme de su verdad y de su amor (cf.Sal 40,3).
Sí, esto significa el nombre de aquel niño, el nombre que, por voluntad
de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador»
(cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre
todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de
la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, del
ponerse en concurrencia con Dios y ocupar su puesto, del decidir lo que es
bueno y es malo, del ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7).
Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no
podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es
implorándole: «Veni ad salvandum nos - Ven a salvarnos».
Ya el mero hecho de elevar esta súplica al cielo nos pone en la
posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en
efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f
360
[griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es
el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la
salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos
encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las
manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien
que escucha, y que pueda venir en nuestro auxilio.
Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no
sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer
en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo
nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha
dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras
expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo
humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios
podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero
es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el
diálogo y la colaboración.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el
mundo, dirijámonos en esta Navidad 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la
Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos».

LA VERDADERA IMITACIÓN DE CRISTO ES EL AMOR


20111226. Ángelus. San Esteban Protomártir
Al día siguiente de la solemne liturgia del Nacimiento del Señor, hoy
celebramos la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir de la Iglesia.
El historiador Eusebio de Cesarea lo define el «mártir perfecto» (Die
Kirchengeschichte V, 2, 5: GCS II, I, Lipsia 1903, 430), porque está
escrito en los Hechos de los Apóstoles: «Esteban, lleno de gracia y poder,
realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo» (6, 8). San
Gregorio de Nisa comenta: «Era un hombre honrado y lleno de Espíritu
Santo: con su bondad de alma cumplía el encargo de alimentar a los
pobres, y con la libertad de palabra y la fuerza del Espíritu Santo cerraba
la boca a los enemigos de la verdad» (Sermo in Sanctum Stephanum II:
GNO X, I, Leiden 1990, 98). Hombre de oración y de evangelización,
Esteban, cuyo nombre significa «corona», recibió de Dios el don del
martirio. De hecho, «lleno de Espíritu Santo (...) vio la gloria de Dios»
(Hch 7, 55) y mientras lo apedreaban oraba: «Señor Jesús, recibe mi
espíritu» (Hch 7, 59). Luego, cayendo de rodillas, suplicaba el perdón para
sus acusadores: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7, 60).
Por eso la Iglesia oriental canta en los himnos: «Para ti las piedras se
convirtieron en peldaños y escaleras para subir al cielo (...) y te uniste
jubiloso a la reunión festiva de los ángeles» (MHNAIA t. II, Roma 1889,
694.695).
361
Después de la generación de los Apóstoles, los mártires asumen un
lugar de primer plano en la consideración de la comunidad cristiana. En
los tiempos de mayor persecución, su elogio alivia el arduo camino de los
fieles y anima a quienes buscan la verdad a convertirse al Señor. Por eso,
la Iglesia, por disposición divina, venera las reliquias de los mártires y los
honra con sobrenombres como «maestros de vida», «testigos vivos»,
«columnas vivas», «silenciosos mensajeros» (Gregorio
Nacianceno, Oratio 43, 5: PG 36, 500 c).
Queridos amigos, la verdadera imitación de Cristo es el amor, que
algunos escritores cristianos han definido el «martirio secreto». A este
propósito san Clemente de Alejandría escribe: «Quienes ponen en práctica
los mandamientos del Señor dan testimonio de él en toda acción, pues
hacen lo que él quiere e invocan fielmente el nombre del Señor»
(Stromatum IV, 7, 43, 4: SC 463, París 2001, 130). Como en la antigüedad,
también hoy la sincera adhesión al Evangelio puede exigir el sacrificio de
la vida y muchos cristianos en distintas partes del mundo están expuestos
a la persecución y a veces al martirio. Pero, como nos recuerda el Señor,
«el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 22).
A María santísima, Reina de los mártires, dirijamos nuestra súplica
para custodiar íntegra la voluntad de bien, sobre todo con respecto a
quienes están contra nosotros. De modo especial encomendemos hoy a la
Misericordia divina a los diáconos de la Iglesia, a fin de que, iluminados
por el ejemplo de san Esteban, colaboren, según su propia misión, al
compromiso de evangelización (cf. Verbum Domini, 94).

JESÚS VINO A UNA FAMILIA. DIOS ESTÁ A VUESTRO LADO


20111227. Mensaje. Fiesta de la Sagrada Familia en Madrid
Jesús se hizo hombre para traer al mundo la bondad y el amor de Dios;
y lo hizo allí donde el ser humano está más dispuesto a desear lo mejor
para el otro, a desvivirse por él, y anteponer el amor por encima de
cualquier otro interés y pretensión. Así, vino a una familia de corazón
sencillo, nada presuntuoso, pero henchido de ese afecto que vale más que
cualquier otra cosa. Según el Evangelio, los primeros de nuestro mundo
que fueron a ver a Jesús, los pastores, «vieron a María y a José, y al niño
acostado en el pesebre» (Lc 12,6). Aquella familia, por decirlo así, es la
puerta de ingreso en la tierra del Salvador de la humanidad, el cual, al
mismo tiempo, da a la vida de amor y comunión hogareña la grandeza de
ser un reflejo privilegiado del misterio trinitario de Dios.
Esta grandeza es también una espléndida vocación y un cometido
decisivo para la familia, que mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo
II, describía hace treinta años como una participación «viva y responsable
en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo
al servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto
comunidad íntima de vida y amor» (Familiaris consortio, 50). Os animo,
pues, especialmente a las familias que participan en esa celebración, a ser
conscientes de tener a Dios a vuestro lado, y de invocarlo siempre para
362
recibir de él la ayuda necesaria para superar vuestras dificultades, una
ayuda cierta, fundada en la gracia del sacramento del matrimonio. Dejaos
guiar por la Iglesia, a la que Cristo ha encomendado la misión de propagar
la buena noticia de la salvación a través de los siglos, sin ceder a tantas
fuerzas mundanas que amenazan el gran tesoro de la familia, que debéis
custodiar cada día.
El Niño Jesús, que crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, en la
intimidad del hogar de Nazaret (cf. Lc 2,40), aprendió también en él de
alguna manera el modo humano de vivir. Esto nos lleva a pensar en la
dimensión educativa imprescindible de la familia, donde se aprende a
convivir, se transmite la fe, se afianzan los valores y se va encauzando la
libertad, para lograr que un día los hijos tengan plena conciencia de la
propia vocación y dignidad, y de la de los demás. El calor del hogar, el
ejemplo doméstico, es capaz de enseñar muchas más cosas de las que
pueden decir las palabras. Esta dimensión educativa de la familia puede
recibir un aliento especial en el Año de la Fe, que comenzará dentro de
unos meses. Con este motivo, os invito a revitalizar la fe en vuestras casas
y tomar mayor conciencia del Credo que profesamos.

Índice

El mundo tiene necesidad de Dios...............................................................1


Laicismo, fundamentalismo y libertad religiosa..........................................3
La Encarnación en el Prólogo de san Juan..................................................3
La navidad: invitación a dejarse transformar..............................................4
Epifanía: Herodes, expertos, estrella, la Palabra.........................................6
Epifanía: ¿Quién es Jesús? Imitar a la estrella............................................9
Misiones: Como el Padre me envió, así os envío Yo.................................10
El bautismo de Juan y el bautismo cristiano..............................................12
Redescubrir la belleza de ser bautizados...................................................15
La religión no es un problema para la sociedad........................................16
Cuatro pilares de toda comunidad cristiana...............................................16
Vocaciones: Cuidado de la vida espiritual.................................................19
Dimensión jurídica de la preparación al matrimonio................................20
Verdad, anuncio y autenticidad en la era digital........................................24
La Iglesia surge de la comunión con Dios en Cristo.................................27
Las bienaventuranzas.................................................................................29
Presentación del Señor: luz, profecía y sabiduría......................................30
El Catecismo de la Iglesia para los jóvenes...............................................32
363
Los pilares de la tarea esencial de los pastores..........................................35
Vosotros sois la sal, la luz del mundo........................................................39
Educar es un acto de amor.........................................................................40
Sacerdocio ordenado y vida común sacerdotal..........................................42
Jesús proclama la nueva Ley, su Torá........................................................43
La prioridad de Dios en cada persona.......................................................44
Sed perfectos como vuestro Padre celestial...............................................46
Proponer las vocaciones en la Iglesia local...............................................47
Conciencia moral y eclipse del sentido de la vida.....................................50
No andéis agobiados..................................................................................52
Cuaresma: Redescubrir nuestro Bautismo................................................53
Desafíos del pensamiento digital a la fe....................................................57
Comportaos como pide la llamada recibida..............................................59
Cristo es la roca de nuestra vida................................................................64
Cuaresma: Don precioso de Dios.............................................................65
Ser cada vez más sacerdotes......................................................................67
El eclipse de Dios conlleva el eclipse del pecado.....................................75
San José, el justo........................................................................................76
Los santos: Cristo reflejado en su Iglesia..................................................76
Transfiguración del Señor y dedicación del templo..................................77
Transfiguración: No un cambio, sino revelación.......................................80
El valor pedagógico de la confesión sacramental......................................81
La cuestión de Dios no debe estar ausente................................................83
Eucaristía: participar en el dinamismo de Jesús........................................85
El diálogo de Jesús con la samaritana.......................................................85
Avivar la pastoral matrimonial y familiar..................................................86
Jesús cura al ciego de nacimiento..............................................................87
Piedad popular: la fe tiene que ser su fuente.............................................88
La resurrección de Lázaro y la nuestra......................................................90
La Iglesia ofrece a Cristo...........................................................................91
Domingo de ramos: Subir, con Jesús, hacia Dios......................................93
El triduo pascual........................................................................................95
Los tres óleos: dimensiones del ser cristiano.............................................99
Ardientemente he deseado comer esta pascua.........................................102
Sólo con la fuerza del amor.....................................................................106
La cruz es el signo luminoso del amor....................................................111
La pascua de Cristo y la creación............................................................112
La resurrección de Cristo, alegría de cielo y tierra..................................116
De la resurrección brota la vida de la Iglesia...........................................117
¿Cómo hacer que la pascua se convierta en vida?...................................118
La cuestión de la libertad religiosa..........................................................120
Dichoso tú, papa Juan Pablo, porque has creído.....................................121
Vivir la fe, amar la vida: compromiso educativo.....................................125
Los discípulos de Emaús.........................................................................127
Si seguimos a María, Ella nos conduce a Cristo......................................130
El encuentro de Zaqueo con Jesús...........................................................130
El Evangelio es la mayor fuerza de transformación................................132
364
La familia une la teología del cuerpo y la del amor................................135
La Iglesia es misión.................................................................................137
Domingo del Buen Pastor........................................................................139
Nueva evangelización de lo social...........................................................140
La liturgia: epifanía del Señor y de la Iglesia..........................................143
La música sagrada en la liturgia..............................................................145
Necesidad de la dirección espiritual........................................................146
La misión de la universidad católica hoy y siempre................................147
Creer en Dios y creer también en Jesús...................................................150
Cristo es forma del hombre.....................................................................151
La misión de Cáritas en la Iglesia............................................................154
Ser católicos es ser marianos...................................................................156
La ciudad se llenó de alegría...................................................................157
Nueva evangelización..............................................................................158
Visitación de María: la valentía de la fe..................................................160
La formación de la conciencia, clave del desarrollo...............................161
Jóvenes: ¿Qué buscáis? Siempre alegres en Jesús...................................163
Familias cristianas, ¡sed valientes!..........................................................165
El beato cardenal Stepinac.......................................................................167
La fidelidad de los cónyuges, primera educación....................................170
Técnica y naturaleza: El hombre es lo primero.......................................170
Pentecostés: El Soplo de Jesús que anima la Iglesia...............................172
Pentecostés fue el “bautismo” de la Iglesia.............................................175
La fe no se debe presuponer, sino proponer............................................176
La Santísima Trinidad, realidad de amor.................................................179
Jóvenes: ¿Cómo vivir? ¿Por qué vivir?...................................................182
Corpus: En la Eucaristía Dios transforma el mundo...............................185
Corpus: Sin la Eucaristía la Iglesia no existiría.......................................188
Sacerdocio: Ya no os llamo siervos, sino amigos....................................189
Solemnidad de San Pedro y San Pablo....................................................192
¿Qué es de verdad la teología?................................................................193
La pobreza y el hambre son resultado del egoísmo.................................195
Gratitud por la guía del Señor..................................................................197
Vivir intensamente el ser Iglesia..............................................................198
Venid a Mí todos los cansados y agobiados............................................199
El esplendor de la verdad, labelleza de la caridad...................................200
L’Osservatore: No sólo informar, sino formar.........................................201
La verdadera Parábola de Dios es Jesús mismo......................................203
Parábolas del reino: el trigo y la cizaña..................................................203
Pedir a Dios un corazón atento, conciencia recta...................................204
Viaje a Madrid JMJ: Entrevista con los periodistas................................205
Experiencias y anhelos de los jóvenes.....................................................208
Jóvenes: Edificad vuestras vidas sobre Cristo........................................209
La radicalidad evangélica de la vida consagrada.....................................211
Misión del profesor en la universidad.....................................................213
Via Crucis con los jóvenes.......................................................................215
Seminaristas: ¿Cómo prepararse al sacerdocio?......................................216
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San Juan de Ávila, próximo doctor de la Iglesia.....................................219
Jóvenes: El misterio del dolor en una vida joven..................................219
Jóvenes: ¿Cómo ser fiel a Cristo hoy?...................................................220
Jóvenes: La fe es relación personal con Jesús.........................................222
Jóvenes: ¿Qué quiere Dios de mí?...........................................................224
Amar y confiar sólo en Dios....................................................................225
Asunción de María...................................................................................225
Mi alma está sedienta de ti, del Dios vivo...............................................228
Eucaristía para la vida cotidiana: primado de Dios.................................228
El sacerdote tiene una dimensión esponsal..............................................231
Orientaciones a los novios.......................................................................232
Alimentar el don fundamental de la filiación divina...............................235
Que Dios vuelva a nuestro horizonte.......................................................237
20110917. Discurso. Videomensaje previo al viaje a Alemania..............237
Para mí vivir es Cristo.............................................................................238
¿Por qué estoy en la Iglesia?....................................................................239
No es posible la libertad sin solidaridad..................................................242
Los fundamentos del estado liberal de derecho.......................................242
Afinidad interior del cristianismo con el judaísmo.................................248
Permanecer en Cristo, permanecer en la Iglesia......................................248
El fundamento de la colaboración entre religiones.................................251
Lutero y la cuestión de Dios....................................................................252
El hombre tiene necesidad de Dios..........................................................255
Jesús no puede rechazar las peticiones de su Madre...............................257
Donde está Dios, allí hay futuro..............................................................258
¿A qué se debe el seminario? ¿Qué significa?.........................................262
Crisis de fe de la Iglesia y pequeñas comunidades..................................265
Jóvenes: Yo soy, vosotros sois, la luz del mundo....................................266
No cuentan las palabras, sino las obras...................................................269
El Ángelus: comienzo histórico de la salvación......................................272
El verdadero cambio que necesita la Iglesia............................................272
Surgirán pequeñas comunidades de creyentes.........................................276
La relación vital con Cristo en la viña del Señor.....................................276
El banquete de bodas requiere vestido nupcial........................................277
La función de los monasterios en el mundo actual..................................279
Cartujos: La Iglesia os necesita...............................................................279
Orientaciones sobre la nueva evangelización..........................................282
La Palabra ilumina la nueva evangelización...........................................284
Lo principal: que Dios esté presente en nuestra vida..............................287
Jesús, rey de paz......................................................................................289
Religión y paz..........................................................................................292
Llamados a caminar contracorriente: escollos.........................................296
Coherencia de vida en los maestros de la fe............................................297
Todos los Santos: la santidad es la vocación...........................................298
La familia en misión: el trabajo y la fiesta..............................................299
La realidad de la muerte iluminada por Cristo........................................300
La muerte de Cristo es fuente de vida.....................................................303
366
Sacerdotes: Tres condiciones para crecer en Cristo.................................304
La parábola de las diez vírgenes..............................................................307
La dignidad humana de la vida y de la mujer..........................................308
La relación del hombre con Dios es fuente de paz..................................308
Diálogo entre ciencia y ética...................................................................309
Importancia de un mensaje sencillo y concreto.......................................310
No privéis a vuestros pueblos de esperanza............................................313
Sin santidad, el ministerio es simple función social................................314
Niños: Recibir, escuchar, amar, hablar a Jesús........................................316
Cristo Rey: Para Él, reinar es servir........................................................317
La cuestión de Dios es la cuestión de las cuestiones...............................318
Somos los primeros en necesitar reevangelización.................................319
Adviento: Para recuperar la orientación de la vida.................................319
María, paradigma de la recta teología.....................................................320
Adviento: Sobriedad y cambio como estilo de vida................................322
Inmaculada: Plenitud de gracia en la filiación divina..............................323
Inmaculada: La mujer del Apocalipsis....................................................324
Universidad: Campo privilegiado para evangelizar................................326
Educar a los jóvenes en la justicia y la paz..............................................327
Alegría: Dios existe y está con nosotros..................................................330
La verdadera alegría................................................................................331
Guadalupe: La tierra ha dado su fruto.....................................................332
Universitarios: Acoger la cuestión de Dios.............................................334
Estuve en la cárcel y vinísteis a verme....................................................335
Diálogo con los reclusos: Dios os ama....................................................338
La virginidad de María............................................................................342
Levántate, te llama...................................................................................343
Vivir la Navidad en el sentido más auténtico..........................................344
El gran tema hoy: Cómo anunciar el Evangelio......................................347
Navidad: Apearse del caballo de la soberbia...........................................351
Cristo es la mano que Dios ha tendido al hombre...................................353
La verdadera imitación de Cristo es el amor...........................................355
Jesús vino a una familia. Dios está a vuestro lado...................................356
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