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2011
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LAS BIENAVENTURANZAS
20110130. Ángelus
En este cuarto domingo del tiempo ordinario, el Evangelio presenta el
primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, en lo alto de las suaves
colinas que rodean el lago de Galilea. «Al ver Jesús la multitud —escribe
san Mateo—, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos; y,
tomando la palabra, les enseñaba» (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, «se
sienta en la “cátedra” del monte» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 92) y
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proclama «bienaventurados» a los pobres de espíritu, a los que lloran, a
los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de
corazón, a los perseguidos (cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva
ideología, sino de una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición
humana, precisamente la que el Señor, al encarnarse, quiso asumir, para
salvarla. Por eso, «el Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo,
en el presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a
Jesús, caminando con él» (Jesús de Nazaret, p. 96). Las Bienaventuranzas
son un nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del
mundo y abrirse a los verdaderos bienes, presentes y futuros. En efecto,
cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de
los que lloran, significa que, además de recompensar a cada uno de modo
sensible, abre el reino de los cielos. «Las Bienaventuranzas son la
transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo»
(ib., p. 101). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir,
despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la
salvación.
Un antiguo eremita afirma: «Las Bienaventuranzas son dones de Dios,
y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de
ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la
consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de
Dios… una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro de
Damasco, en Filocalia, vol. 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las
Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la
historia de la santidad cristiana, porque —como escribe san Pablo—
«Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha
escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta» (1
Co 1, 27-28). Por esto la Iglesia no teme la pobreza, el desprecio, la
persecución en una sociedad a menudo atraída por el bienestar material y
por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que «lo que ayuda no es
sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con
espíritu sereno, sino incluso con alegría» (De sermone Domini in monte, I,
5, 13: CCL 35, 13).
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, la
Bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza para buscar al Señor
(cf. So 2, 3) y seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las
Bienaventuranzas.
NO ANDÉIS AGOBIADOS
20110227. Àngelus
La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más
conmovedoras de la Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a
través de la pluma del llamado «segundo Isaías», el cual, para consolar a
Jerusalén, afligida por desventuras, dice así: «¿Puede una madre olvidar al
niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues
aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). Esta invitación a la
confianza en el amor indefectible de Dios se nos presenta también en el
pasaje, igualmente sugestivo, del evangelio de san Mateo, en el que Jesús
exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, que
alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce
todas nuestras necesidades (cf. 6, 24-34). Así dice el Maestro: «No andéis
agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os
vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre
celestial que tenéis necesidad de todo eso».
Ante la situación de tantas personas, cercanas o lejanas, que viven en
la miseria, estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas o,
incluso, evasivas. En realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad
que no es posible servir a dos señores: a Dios y a la riqueza. Quien cree en
Dios, Padre lleno de amor por sus hijos, pone en primer lugar la búsqueda
de su reino, de su voluntad. Y eso es precisamente lo contrario del
fatalismo o de un ingenuo irenismo. La fe en la Providencia, de hecho, no
exime de la ardua lucha por una vida digna, sino que libera de la
preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Es evidente que esta
enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para
todos, se practica de maneras diferentes según las distintas vocaciones: un
fraile franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un
padre de familia deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e
hijos. En todo caso, sin embargo, el cristiano se distingue por su absoluta
confianza en el Padre celestial, como Jesús. Precisamente la relación con
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Dios Padre da sentido a toda la vida de Cristo, a sus palabras, a sus gestos
de salvación, hasta su pasión, muerte y resurrección. Jesús nos demostró
lo que significa vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las
situaciones concretas del prójimo y, al mismo tiempo, teniendo siempre el
corazón en el cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os
invito a invocar a la Virgen María con el título de Madre de la divina
Providencia. A ella le encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia
y las vicisitudes de la historia. En particular, invocamos su intercesión
para que todos aprendamos a vivir siguiendo un estilo más sencillo y
sobrio en la actividad diaria y en el respeto de la creación, que Dios ha
encomendado a nuestra custodia.
LA IGLESIA ES MISIÓN
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20110514. Discurso. Consejo superior Obras misionales pontificias
Queridos amigos, con vuestra valiosa obra de animación y cooperación
misionera recordáis al pueblo de Dios «la necesidad en nuestro tiempo de
un compromiso decidido en la missio ad gentes» (Verbum Domini, 95),
para anunciar la «gran esperanza», «el Dios que tiene un rostro humano y
que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la
humanidad en su conjunto» (Spe salvi, 31). De hecho, nuevos problemas y
nuevas esclavitudes emergen en nuestro tiempo, tanto en el llamado
primer mundo, acomodado y rico pero incierto sobre su futuro, como en
los países emergentes donde, también a causa de una globalización a
menudo caracterizada por el lucro, acaban por aumentar las masas de los
pobres, de los emigrantes y de los oprimidos, en quienes se debilita la luz
de la esperanza. La Iglesia debe renovar constantemente su compromiso
de llevar a Cristo, de prolongar su misión mesiánica para la venida del
reino de Dios, reino de justicia, de paz, de libertad y de amor. Transformar
el mundo según el proyecto de Dios con la fuerza renovadora del
Evangelio, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28), es tarea de
todo el pueblo de Dios. Por consiguiente, es necesario continuar con
renovado entusiasmo la obra de evangelización, el anuncio gozoso del
reino de Dios, que vino en Cristo por la fuerza del Espíritu Santo, para
llevar a los hombres a la verdadera libertad de los hijos de Dios contra
toda forma de esclavitud. Es necesario lanzar las redes del Evangelio en el
mar de la historia para conducir a los hombres hacia la tierra de Dios.
«La misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los
discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo» (Verbum
Domini, 94). Pero para que se dé un decidido compromiso en la
evangelización, es necesario que tanto los cristianos individualmente
como las comunidades crean de verdad que «la Palabra de Dios es la
verdad salvadora que todo hombre necesita en cualquier época» (ib., 95).
Si esta convicción de fe no está profundamente arraigada en nuestra vida,
no podremos sentir la pasión y la belleza de anunciarla. En realidad, cada
cristiano debería hacer propia la urgencia de trabajar para la edificación
del reino de Dios. Todo en la Iglesia está al servicio de la evangelización:
cada sector de su actividad y también cada persona, en las distintas tareas
que está llamada a realizar. Todos deben participar en la misión ad gentes:
obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, laicos. «Ningún creyente en
Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su
pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo» (ib., 94). Por lo tanto, se
debe prestar especial cuidado para garantizar que todas las áreas de la
pastoral, de la catequesis y de la caridad se caractericen por la dimensión
misionera: la Iglesia es misión.
Una condición fundamental para el anuncio es dejarse aferrar
completamente por Cristo, Palabra de Dios encarnada, porque sólo quien
escucha con atención al Verbo encarnado, quien está íntimamente unido a
él, puede anunciarlo (cf. ib., 51; 91). El mensajero del Evangelio debe
permanecer bajo el dominio de la Palabra y alimentarse de los
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sacramentos, pues de esta linfa vital dependen su existencia y su
ministerio misionero. Sólo quien está profundamente arraigado en Cristo y
en su Palabra es capaz de no ceder a la tentación de reducir la
evangelización a un proyecto puramente humano, social, escondiendo o
callando la dimensión trascendente de la salvación ofrecida por Dios en
Cristo. Es una Palabra que debe ser testimoniada y proclamada de forma
explícita, porque sin un testimonio coherente resulta menos comprensible
y creíble. Aunque a menudo nos sentimos inadecuados, pobres, incapaces,
mantenemos siempre la certeza en el poder de Dios, que pone su tesoro en
«vasos de barro» precisamente para que se vea que es él quién actúa a
través de nosotros.
El ministerio de la evangelización es fascinante y exigente: requiere
amor al anuncio y al testimonio, un amor total que puede verse marcado
incluso por el martirio. La Iglesia no puede faltar a su misión de llevar la
luz de Cristo, de proclamar el anuncio gozoso del Evangelio, aunque ello
conlleve la persecución (cf. Verbum Domini, 95). Es parte de su misma
vida, como lo fue para Jesús. Los cristianos no deben sentir temor, aunque
«son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de
persecuciones a causa de su fe» (Mensaje para la Jornada mundial de la
paz de 2011, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19
de diciembre de 2010, p. 2). San Pablo afirma que «ni muerte, ni vida, ni
ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).
NUEVA EVANGELIZACIÓN
20110530. Discurso. Al C.P. para la Nueva Evangelización
Cuando el pasado 28 de junio, en las primeras vísperas de la
solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, anuncié mi voluntad de
instituir un dicasterio para la promoción de la nueva evangelización, daba
un cauce operativo a la reflexión que había llevado a cabo desde hacía
largo tiempo sobre la necesidad de ofrecer una respuesta particular al
momento de crisis de la vida cristiana, que se está verificando en muchos
países, sobre todo de antigua tradición cristiana. Hoy, con este encuentro,
puedo constatar con agrado que el nuevo Consejo pontificio se ha
convertido en una realidad.
El término «nueva evangelización» recuerda la exigencia de una
modalidad renovada de anuncio, sobre todo para aquellos que viven en un
contexto, como el actual, donde los desarrollos de la secularización han
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dejado graves huellas incluso en países de tradición cristiana. El
Evangelio es el anuncio siempre nuevo de la salvación obrada por Cristo
para hacer a la humanidad partícipe del misterio de Dios y de su vida de
amor y abrirla a un futuro de esperanza fiable y fuerte. Subrayar que en
este momento de la historia la Iglesia está llamada a realizar
una nueva evangelización quiere decir intensificar la acción misionera
para corresponder plenamente al mandato del Señor. El concilio Vaticano
II recordaba que «los grupos en los que vive la Iglesia, con frecuencia y
por diferentes causas, cambian totalmente, de modo que pueden surgir
condiciones completamente nuevas» (decreto Ad gentes, 6). Con mirada
clarividente, los padres conciliares contemplaron en el horizonte el cambio
cultural que hoy es fácilmente verificable. Precisamente esta situación
cambiada, que ha creado una condición inesperada para los creyentes,
requiere una atención particular para el anuncio del Evangelio, a fin de dar
razón de la propia fe en realidades diferentes a las del pasado. La crisis
que se experimenta conlleva los rasgos de la exclusión de Dios de la vida
de las personas, de una indiferencia generalizada respecto a la fe cristiana
misma, hasta el intento de marginarla de la vida pública. En las décadas
pasadas todavía era posible encontrar un sentido cristiano general que
unificaba el sentir común de generaciones enteras, crecidas a la sombra de
la fe que había plasmado la cultura. Hoy, lamentablemente, se asiste al
drama de la fragmentación que ya no permite tener una referencia
unificadora; además, se verifica con frecuencia el fenómeno de personas
que desean pertenecer a la Iglesia, pero que están fuertemente plasmadas
por una visión de la vida en contraste con la fe.
Anunciar a Jesucristo único Salvador del mundo es más complejo
actualmente que en el pasado; pero nuestra tarea permanece igual que en
los albores de nuestra historia. La misión no ha cambiado, así como no
deben cambiar el entusiasmo y la valentía que movieron a los Apóstoles y
a los primeros discípulos. El Espíritu Santo que los impulsó a abrir las
puertas del Cenáculo, constituyéndolos evangelizadores (cf. Hch 2, 1-4),
es el mismo Espíritu que mueve hoy a la Iglesia hacia un renovado
anuncio de esperanza a los hombres de nuestro tiempo. San Agustín
afirma que no se debe pensar que la gracia de la evangelización se
difundió sólo hasta los Apóstoles y que, con ellos, aquella fuente de gracia
se agotó, sino que «esta fuente se manifiesta cuando fluye, no cuando deja
de manar. Y fue así como la gracia a través de los Apóstoles llegó también
a otros, que fueron enviados a anunciar el Evangelio... Es más, ha
continuado llamando hasta estos últimos días a todo el cuerpo de su Hijo
Unigénito, esto es, a su Iglesia extendida por toda la tierra» (Sermón 239,
1). La gracia de la misión necesita siempre nuevos evangelizadores
capaces de acogerla, a fin de que el anuncio salvífico de la Palabra de
Dios no desfallezca en las condiciones mudables de la historia.
Existe una continuidad dinámica entre el anuncio de los primeros
discípulos y el nuestro. En el curso de los siglos la Iglesia jamás ha dejado
de proclamar el misterio salvífico de la muerte y resurrección de
Jesucristo, pero ese mismo anuncio tiene hoy necesidad de un renovado
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vigor para convencer al hombre contemporáneo, a menudo distraído e
insensible. La nueva evangelización, por esto, deberá encargarse de
encontrar los caminos para hacer más eficaz el anuncio de la salvación, sin
el cual la existencia personal permanece en su contrariedad y carece de lo
esencial. También para quien sigue vinculado a las raíces cristianas, pero
vive la difícil relación con la modernidad, es importante hacer que
comprenda que ser cristiano no es una especie de vestido que se lleva en
privado o en ocasiones particulares, sino que se trata de algo vivo y
totalizante, capaz de asumir todo lo que de bueno existe en la modernidad.
Confío en que, en el trabajo de estos días, tracéis un proyecto capaz de
ayudar a toda la Iglesia y a las distintas Iglesias particulares en el
compromiso de la nueva evangelización; un proyecto en el que la urgencia
de un anuncio renovado se haga cargo de la formación, en especial para
las nuevas generaciones, y se conjugue con la propuesta de signos
concretos adecuados para hacer evidente la respuesta que la Iglesia
pretende ofrecer en este momento peculiar. Si, por un lado, toda la
comunidad está llamada a vigorizar el espíritu misionero para dar el nuevo
anuncio que esperan los hombres de nuestro tiempo, no se podrá olvidar
que el estilo de vida de los creyentes necesita una credibilidad genuina,
tanto más convincente cuanto más dramática es la condición de aquellos a
quienes se dirigen. Por ello queremos hacer nuestras las palabras del
siervo de Dios, el Papa Pablo VI, cuando, a propósito de la nueva
evangelización, afirmó: «Será sobre todo mediante su conducta, mediante
su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un
testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los
bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una
palabra, de santidad» (exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41).
ASUNCIÓN DE MARÍA
20110815. Homilía. Asunción de María. Catesgandolfo
Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar una de las más
antiguas y amadas fiestas dedicadas a María santísima: la fiesta de su
asunción a la gloria del cielo en alma y cuerpo, es decir, en todo su ser
humano, en la integridad de su persona. Así se nos da la gracia de renovar
nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el
Todopoderoso hizo por ella y obró en ella.
Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver
en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra
existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de la
Madre de Dios, de su itinerario espiritual, de su destino de gloria: un
camino y una meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera,
nuestro mismo camino y nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los
pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos propone hoy. Quiero
reflexionar, en particular, sobre una imagen que encontramos en la
primera lectura, tomada del Apocalipsis y de la que se hace eco el
Evangelio de san Lucas: la del arca.
En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el cielo el santuario de
Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál
es el significado del arca? ¿Qué aparece? Para el Antiguo Testamento, es
el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo
ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que
la verdadera arca de la alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen
María. Dios no habita en un mueble, Dios habita en una persona, en un
corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo eterno de Dios hecho
hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador. En el arca —como sabemos— se
conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la
voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicando sus
condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la
voluntad de Dios y así también a nuestra verdad profunda. María es el arca
de la alianza, porque acogió en sí a Jesús; acogió en sí la Palabra viva,
todo el contenido de la voluntad de Dios, de la verdad de Dios; acogió en
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sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de
su cuerpo y de su sangre: cuerpo y sangre recibidos de María. Con razón,
por consiguiente, la piedad cristiana, en las letanías en honor de la Virgen,
se dirige a ella invocándola como Foederis Arca, «Arca de la alianza»,
arca de la presencia de Dios, arca de la alianza de amor que Dios quiso
establecer de modo definitivo con toda la humanidad en Cristo.
El pasaje del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto importante de la
realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un extraordinario
destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a su Hijo, a quien
acogió en la fe y engendró en la carne, que comparte plenamente su gloria
del cielo. Es lo que sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un gran
signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus
pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y
dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 1-
2; 5). La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente
dócil a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el cielo de Dios con todo su
ser, alma y cuerpo.
San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una famosa
homilía afirma: «Hoy la santa y única Virgen es llevada al templo
celestial... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que
llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, no
construido por mano de hombre» (Homilía II sobre la
Dormición, 2: PG 96, 723); y prosigue: «Era preciso que aquella que
había acogido en su seno al Logos divino, se trasladara a los tabernáculos
de su Hijo... Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido
habitara en la estancia nupcial del cielo» (ib., 14: PG 96, 742).
Hoy la Iglesia canta el amor inmenso de Dios por esta criatura suya: la
eligió como verdadera «arca de la alianza», como Aquella que sigue
engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad, como Aquella que
en el cielo comparte la plenitud de la gloria y goza de la felicidad misma
de Dios y, al mismo tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro
modo modesto, «arca» en la que está presente la Palabra de Dios, que es
transformada y vivificada por su presencia, lugar de la presencia de Dios,
para que los hombres puedan encontrar en los demás la cercanía de Dios y
así vivir en comunión con Dios y conocer la realidad del cielo.
El Evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39-56)
nos muestra esta arca viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su
casa de Nazaret, María se pone en camino hacia la montaña para llegar de
prisa a una ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel. Me
parece importante subrayar la expresión «de prisa»: las cosas de Dios
merecen prisa; más aún, las únicas cosas del mundo que merecen prisa son
precisamente las de Dios, que tienen la verdadera urgencia para nuestra
vida. Entonces María entra en esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra
sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo hecho hombre.
Ciertamente, en aquella casa la esperaban a ella y su ayuda, pero el
evangelista nos guía a comprender que esta espera remite a otra, más
profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el
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símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza,
aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre
los ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera arca de la
alianza, la Madre de Dios, que va a visitarla. Así, la pariente anciana la
acoge diciéndole «a voz en grito»: «¡Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre
de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella
que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el
seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la
criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el evangelista san
Lucas usa el término «skirtan», es decir, «saltar», el mismo término que
encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo
Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que
había vuelto finalmente a la patria (cf. 2 S 6, 16). Juan Bautista en el seno
de su madre danza ante el arca de la Alianza, como David; y así reconoce:
María es la nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de
alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para sí esta
divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así
—como dice la oración— María es realmente «causa nostrae laetitiae», el
«arca» en la que verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.
Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en cierto
sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros:
también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó
—ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a
María. En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos
abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino
para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con
él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso
en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas.
María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica
con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera
Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.
1
De civitate Dei, IV, 4, 1.
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razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que
aquellos tienen por ley…”2.
Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron
contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así
un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de
modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia.
Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la
cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es
verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo
alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones
antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la
pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y
servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la
respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de
nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.
¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos
jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la
base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo
entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el
cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho
revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En
cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas
fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y
subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas
estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos
se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado
desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano,
se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por
los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano 3. De este
contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de
una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A
partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el
camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo
jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y
hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo
reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre
como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en
el mundo”.
2
Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und
Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil.
81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen.
Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
3
Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer
menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
249
Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha
sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el
derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de
parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua
relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había
tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando
los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente
las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales
muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley;
contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí
aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en
los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la
razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la
Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la
Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley
Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía
clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la
situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina
católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del
ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención
del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación.
Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser
existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber,
porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de
dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi
generalmente. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen
– “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas
y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna
indicación que tenga de algún modo carácter ético 4.[4] Una concepción
positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera
puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede
crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo
respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una
visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica.
En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la
razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser
relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en
el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la
razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia
pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho
quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos
y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial
de este discurso es invitar urgentemente a ella.
4
Waldstein, op. cit. 15-21.
250
El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del
mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y
de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en
ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea
suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la
razón positivista es considerada como la única cultura suficiente,
relegando todas las demás realidades culturales a la condición de
subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad.
Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se
trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como
fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las
demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura.
Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición
de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y
radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que
no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a
los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el
clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del
gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este
mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos”
de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a
abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el
cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la
inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su
grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza
aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus
indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente,
esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas
unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la
política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya
abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire
fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en
él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras
relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia
no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí
misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es
evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada
más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay
algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente
sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de
los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía
un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy
indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a
él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto
que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una
ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe
251
respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando
él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y
admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se
realiza la verdadera libertad humana.
Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los
cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con
84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me
consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de
pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar
solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo
podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas
en ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya
voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta
fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto 5. ¿Lo es
verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido
reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no
presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de
Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios
creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea
de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la
inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento
de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos
conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla
o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura
en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació
del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en
el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento
jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de
Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y
reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este
encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber
en este momento histórico.
Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo
que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos
concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en
último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un
corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer
un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.
RELIGIÓN Y PAZ
20111027. Discurso. Jornada por la paz y justicia. Asís
Han pasado veinticinco años desde que el beato Papa Juan Pablo II
invitó por vez primera a los representantes de las religiones del mundo a
Asís para una oración por la paz. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? ¿A
qué punto está hoy la causa de la paz? En aquel entonces, la gran amenaza
para la paz en el mundo provenía de la división del planeta en dos bloques
contrastantes entre sí. El símbolo llamativo de esta división era el muro de
Berlín que, pasando por el medio de la ciudad, trazaba la frontera entre
dos mundos. En 1989, tres años después de Asís, el muro cayó sin
derramamiento de sangre. De repente, los enormes arsenales que había
tras el muro dejaron de tener sentido alguno. Perdieron su capacidad de
aterrorizar. El deseo de los pueblos de ser libres era más fuerte que los
armamentos de la violencia. La cuestión sobre las causas de este derrumbe
es compleja y no puede encontrar una respuesta con fórmulas simples.
Pero, junto a los factores económicos y políticos, la causa más profunda
de dicho acontecimiento es de carácter espiritual: detrás del poder material
ya no había ninguna convicción espiritual. Al final, la voluntad de ser
libres fue más fuerte que el miedo ante la violencia, que ya no contaba con
ningún respaldo espiritual. Apreciamos esta victoria de la libertad, que fue
sobre todo también una victoria de la paz. Y es preciso añadir en este
contexto que, aunque no se tratara sólo, y quizás ni siquiera en primer
lugar, de la libertad de creer, también se trataba de ella. Por eso podemos
relacionar también todo esto en cierto modo con la oración por la paz.
Pero, ¿qué ha sucedido después? Desgraciadamente, no podemos decir
que desde entonces la situación se haya caracterizado por la libertad y la
paz. Aunque no haya a la vista amenazas de una gran guerra, el mundo
298
está desafortunadamente lleno de discordia. No se trata sólo de que haya
guerras frecuentemente aquí o allá; es que la violencia en cuanto tal
siempre está potencialmente presente, y caracteriza la condición de
nuestro mundo. La libertad es un gran bien. Pero el mundo de la libertad
se ha mostrado en buena parte carente de orientación, y muchos
tergiversan la libertad entendiéndola como libertad también para la
violencia. La discordia asume formas nuevas y espantosas, y la lucha por
la paz nos debe estimular a todos nosotros de modo nuevo.
Tratemos de identificar más de cerca los nuevos rostros de la violencia
y la discordia. A grandes líneas –según mi parecer– se pueden identificar
dos tipologías diferentes de nuevas formas de violencia, diametralmente
opuestas por su motivación, y que manifiestan luego muchas variantes en
sus particularidades. Tenemos ante todo el terrorismo, en el cual, en lugar
de una gran guerra, se emplean ataques muy precisos, que deben golpear
destructivamente en puntos importantes al adversario, sin ningún respeto
por las vidas humanas inocentes que de este modo resultan cruelmente
heridas o muertas. A los ojos de los responsables, la gran causa de
perjudicar al enemigo justifica toda forma de crueldad. Se deja de lado
todo lo que en el derecho internacional ha sido comúnmente reconocido y
sancionado como límite a la violencia. Sabemos que el terrorismo es a
menudo motivado religiosamente y que, precisamente el carácter religioso
de los ataques sirve como justificación para una crueldad despiadada, que
cree poder relegar las normas del derecho en razón del «bien» pretendido.
Aquí, la religión no está al servicio de la paz, sino de la justificación de la
violencia.
A partir de la Ilustración, la crítica de la religión ha sostenido
reiteradamente que la religión era causa de violencia, y con eso ha
fomentado la hostilidad contra las religiones. En este punto, que la
religión motive de hecho la violencia es algo que, como personas
religiosas, nos debe preocupar profundamente. De una forma más sutil,
pero siempre cruel, vemos la religión como causa de violencia también allí
donde se practica la violencia por parte de defensores de una religión
contra los otros. Los representantes de las religiones reunidos en Asís en
1986 quisieron decir – y nosotros lo repetimos con vigor y gran firmeza –
que esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su
deformación y contribuye a su destrucción. Contra eso, se objeta: Pero,
¿cómo sabéis cuál es la verdadera naturaleza de la religión? Vuestra
pretensión, ¿no se deriva quizás de que la fuerza de la religión se ha
apagado entre vosotros? Y otros dirán: ¿Acaso existe realmente una
naturaleza común de la religión, que se manifiesta en todas las religiones y
que, por tanto, es válida para todas? Debemos afrontar estas preguntas si
queremos contrastar de manera realista y creíble el recurso a la violencia
por motivos religiosos. Aquí se coloca una tarea fundamental del diálogo
interreligioso, una tarea que se ha de subrayar de nuevo en este encuentro.
A este punto, quisiera decir como cristiano: Sí, también en nombre de la fe
cristiana se ha recurrido a la violencia en la historia. Lo reconocemos
llenos de vergüenza. Pero es absolutamente claro que éste ha sido un uso
299
abusivo de la fe cristiana, en claro contraste con su verdadera naturaleza.
El Dios en que nosotros los cristianos creemos es el Creador y Padre de
todos los hombres, por el cual todos son entre sí hermanos y hermanas y
forman una única familia. La Cruz de Cristo es para nosotros el signo del
Dios que, en el puesto de la violencia, pone el sufrir con el otro y el amar
con el otro. Su nombre es «Dios del amor y de la paz» (2 Co 13,11). Es
tarea de todos los que tienen alguna responsabilidad de la fe cristiana el
purificar constantemente la religión de los cristianos partiendo de su
centro interior, para que – no obstante la debilidad del hombre – sea
realmente instrumento de la paz de Dios en el mundo.
Si bien una tipología fundamental de la violencia se funda hoy
religiosamente, poniendo con ello a las religiones frente a la cuestión
sobre su naturaleza, y obligándonos todos a una purificación, una segunda
tipología de violencia de aspecto multiforme tiene una motivación
exactamente opuesta: es la consecuencia de la ausencia de Dios, de su
negación, que va a la par con la pérdida de humanidad. Los enemigos de
la religión – como hemos dicho – ven en ella una fuente primaria de
violencia en la historia de la humanidad, y pretenden por tanto la
desaparición de la religión. Pero el «no» a Dios ha producido una crueldad
y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre ya
no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí, sino que
tomaba como norma solamente a sí mismo. Los horrores de los campos de
concentración muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia
de Dios.
Pero no quisiera detenerme aquí sobre el ateísmo impuesto por el
Estado; quisiera hablar más bien de la «decadencia» del hombre, como
consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más
peligrosa, un cambio del clima espiritual. La adoración de Mamón, del
tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta el
hombre, sino únicamente el beneficio personal. El deseo de felicidad
degenera, por ejemplo, en un afán desenfrenado e inhumano, como se
manifiesta en el sometimiento a la droga en sus diversas formas. Hay
algunos poderosos que hacen con ella sus negocios, y después muchos
otros seducidos y arruinados por ella, tanto en el cuerpo como en el
ánimo. La violencia se convierte en algo normal y amenaza con destruir
nuestra juventud en algunas partes del mundo. Puesto que la violencia
llega a hacerse normal, se destruye la paz y, en esta falta de paz, el hombre
se destruye a sí mismo
La ausencia de Dios lleva al decaimiento del hombre y del
humanismo. Pero, ¿dónde está Dios? ¿Lo conocemos y lo podemos
mostrar de nuevo a la humanidad para fundar una verdadera paz?
Resumamos ante todo brevemente las reflexiones que hemos hecho hasta
ahora. He dicho que hay una concepción y un uso de la religión por la que
esta se convierte en fuente de violencia, mientras que la orientación del
hombre hacia Dios, vivido rectamente, es una fuerza de paz. En este
contexto me he referido a la necesidad del diálogo, y he hablado de la
purificación, siempre necesaria, de la religión vivida. Por otro lado, he
300
afirmado que la negación de Dios corrompe al hombre, le priva de
medidas y le lleva a la violencia.
Junto a estas dos formas de religión y anti-religión, existe también en
el mundo en expansión del agnosticismo otra orientación de fondo:
personas a las que no les ha sido dado el don de poder creer y que, sin
embargo, buscan la verdad, están en la búsqueda de Dios. Personas como
éstas no afirman simplemente: «No existe ningún Dios». Sufren a causa de
su ausencia y, buscando lo auténtico y lo bueno, están interiormente en
camino hacia Él. Son «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz».
Plantean preguntas tanto a una como a la otra parte. Despojan a los ateos
combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay un
Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas
en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que
nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Pero también
llaman en causa a los seguidores de las religiones, para que no consideren
a Dios como una propiedad que les pertenece a ellos hasta el punto de
sentirse autorizados a la violencia respecto a los demás. Estas personas
buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen en las religiones,
por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente
oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los
creyentes, con su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha
interior y su interrogarse es también una llamada a nosotros creyentes, a
todos los creyentes a purificar su propia fe, para que Dios –el verdadero
Dios– se haga accesible. Por eso he invitado de propósito a representantes
de este tercer grupo a nuestro encuentro en Asís, que no sólo reúne
representantes de instituciones religiosas. Se trata más bien del estar
juntos en camino hacia la verdad, del compromiso decidido por la
dignidad del hombre y de hacerse cargo en común de la causa de la paz,
contra toda especie de violencia destructora del derecho. Para concluir,
quisiera aseguraros que la Iglesia católica no cejará en la lucha contra la
violencia, en su compromiso por la paz en el mundo. Estamos animados
por el deseo común de ser «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz».
Muchas gracias.
LA VERDADERA ALEGRÍA
20111211. Ángelus
Los textos litúrgicos de este período de Adviento nos renuevan la
invitación a vivir a la espera de Jesús, a no dejar de esperar su venida, de
tal modo que nos mantengamos en una actitud de apertura y
disponibilidad al encuentro con él. La vigilancia del corazón, que el
cristiano está llamado a practicar siempre en la vida de todos los días,
caracteriza de modo particular este tiempo en el que nos preparamos con
alegría al misterio de la Navidad (cf. Prefacio de Adviento II). El ambiente
exterior propone los acostumbrados mensajes de tipo comercial, aunque
quizá en tono menor a causa de la crisis económica. El cristiano está
invitado a vivir el Adviento sin dejarse distraer por las luces, sino
sabiendo dar el justo valor a las cosas, para fijar la mirada interior en
Cristo. De hecho, si perseveramos «velando en oración y cantando su
alabanza» (ib.), nuestros ojos serán capaces de reconocer en él la
verdadera luz del mundo, que viene a iluminar nuestras tinieblas.
En concreto, la liturgia de este domingo, llamado Gaudete, nos invita a
la alegría, a una vigilancia no triste, sino gozosa. «Gaudete in Domino
semper» —escribe san Pablo—. «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,
4). La verdadera alegría no es fruto del divertirse, entendido en el sentido
etimológico de la palabra di-vertere, es decir, desentenderse de los
compromisos de la vida y de sus responsabilidades. La verdadera alegría
está vinculada a algo más profundo. Ciertamente, en los ritmos diarios, a
menudo frenéticos, es importante encontrar tiempo para el descanso, para
la distensión, pero la alegría verdadera está vinculada a la relación con
Dios. Quien ha encontrado a Cristo en su propia vida, experimenta en el
corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación le
pueden quitar. San Agustín lo había entendido muy bien; en su búsqueda
337
de la verdad, de la paz, de la alegría, tras haber buscado en vano en
múltiples cosas, concluye con la célebre frase de que el corazón del
hombre está inquieto, no encuentra serenidad y paz hasta que descansa en
Dios (cf. Confesiones, I, 1, 1). La verdadera alegría no es un simple estado
de ánimo pasajero, ni algo que se logra con el propio esfuerzo, sino que es
un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, de hacerle
espacio en nosotros, de acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. Es
la invitación que hace el apóstol san Pablo, que dice: «Que el mismo Dios
de la paz os santifique totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y
cuerpo se mantenga sin reproche hasta la venida de nuestro Señor
Jesucristo» (1 Ts 5, 23). En este tiempo de Adviento reforcemos la certeza
de que el Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva
su presencia de consolación, de amor y de alegría. Confiemos en él; como
afirma también san Agustín, a la luz de su experiencia: el Señor está más
cerca de nosotros que nosotros mismos: «interior intimo meo et superior
summo meo» (Confesiones, III, 6, 11). Encomendemos nuestro camino a
la Virgen Inmaculada, cuyo espíritu se llenó de alegría en Dios Salvador.
Que ella guíe nuestro corazón en la espera gozosa de la venida de Jesús,
una espera llena de oración y de buenas obras.
LA VIRGINIDAD DE MARÍA
20111218. Ángelus
En este cuarto y último domingo de Adviento la liturgia nos presenta
este año el relato del anuncio del ángel a María. Contemplando el
estupendo icono de la Virgen santísima, en el momento en que recibe el
mensaje divino y da su respuesta, nos ilumina interiormente la luz de
verdad que proviene, siempre nueva, de ese misterio. En particular, quiero
reflexionar brevemente sobre la importancia de la virginidad de María, es
decir, del hecho de que ella concibió a Jesús permaneciendo virgen.
En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la profecía de
Isaías. «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por
nombre Emanuel» (Is 7, 14). Esta antigua promesa encontró cumplimiento
superabundante en la Encarnación del Hijo de Dios.
De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra
del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza
a vivir en su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva
totalmente de Dios. Es plenamente hombre, hecho de tierra —para usar el
348
símbolo bíblico—, pero viene de lo alto, del cielo. El hecho de que María
conciba permaneciendo virgen es, por consiguiente, esencial para el
conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que la iniciativa
fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido. Como dice el
Evangelio: «Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios»
(Lc 1, 35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús
se garantizan recíprocamente.
Por eso es tan importante aquella única pregunta que María, «turbada
grandemente», dirige al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?»
(Lc 1, 34). En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de
Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para adecuarse
completamente a esa voluntad. María es superada infinitamente por el
Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente el lugar que le ha sido
asignado en su centro. Su corazón y su mente son plenamente humildes, y,
precisamente por su singular humildad, Dios espera el «sí» de esa joven
para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El «sí» de
María implica a la vez la maternidad y la virginidad, y desea que todo en
ella sea para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea
totalmente don de gracia.
Queridos amigos, la virginidad de María es única e irrepetible; pero su
significado espiritual atañe a todo cristiano. En definitiva, está vinculado a
la fe: de hecho, quien confía profundamente en el amor de Dios, acoge en
sí a Jesús, su vida divina, por la acción del Espíritu Santo. ¡Este es el
misterio de la Navidad! A todos os deseo que lo viváis con íntima alegría.
LEVÁNTATE, TE LLAMA
20111219. Discurso. A muchachos de Acción Católica
Sé que este año reflexionáis sobre la invitación de Jesús a Bartimeo:
«Levántate, te llama». También vosotros debéis escucharla cada día.
Cuando vuestra madre o vuestro padre os despierten por la mañana para ir
a la escuela, se repite siempre el «levántate». Es verdad que a veces no es
fácil de escuchar y la respuesta no siempre es inmediata. Yo no sólo os
invito a tener prontitud, sino también a ver que dentro de esta palabra
diaria hay una llamada de otra persona que os ama mucho, hay una
llamada de Dios a la vida, a ser muchachos y muchachas cristianos, a
comenzar un nuevo día que es un gran don suyo para encontrar muchos
amigos, como sois vosotros, para aprender, para hacer el bien y también
para decir a Jesús: «Gracias por todo lo que me das». Por la mañana,
cuando os levantéis, acordaos también del gran Amigo que es Jesús con
una oración. Espero que lo hagáis todos los días.
La invitación «Levántate, te llama» ya se ha repetido muchas veces en
vuestra vida y se sigue repitiendo también hoy. La primera llamada la
habéis recibido con el don de la vida; estad siempre atentos a este gran
don, apreciadlo, agradecédselo al Señor, pedidle que conceda una vida
alegre a todos los muchachos y muchachas del mundo: que a todos se los
respete, siempre, y que a ninguno le falte lo necesario para vivir.
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Otra llamada importante la habéis recibido con el Bautismo, aunque no
lo recordéis; en aquel momento os convertisteis en hermanos de Jesús, que
os ama mucho más que cualquier otra persona, y quiere ayudaros a crecer.
Otra llamada, por último, es la que habéis recibido cuando hicisteis la
primera Comunión: aquel día la amistad con Jesús se volvió más
profunda, íntima, y él os acompaña siempre en el camino de vuestra vida.
Queridos muchachos y muchachas de la Acción Católica, responded con
generosidad al Señor, que os llama a su amistad: ¡nunca os defraudará! Os
podrá llamar a ser un don de amor a una persona para formar una familia,
o bien os podrá llamar a hacer de vuestra vida un don a él y a los demás
como sacerdotes, religiosas, misioneros o misioneras. Sed valientes al
darle una respuesta, como habéis dicho: «apuntad alto»; ello os hará
felices durante toda la vida.
Queridos amigos, deseo pediros que hagáis algo: llevad a vuestros
compañeros esta hermosa invitación —«Levántate, te llama»— y
decidles: mira que yo he respondido a la llamada de Jesús y me siento
contento porque he hallado en él un gran Amigo, con el que me encuentro
en la oración, al que veo entre mis amigos, al que escucho en el
Evangelio. La Navidad que os deseo es esta: cuando preparéis el belén,
pensad que estáis diciendo a Jesús: «ven a mi vida y yo te escucharé
siempre».
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