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Número 9, Año 2012

RESUMEN

Este artículo trata de rescatar la figura de José Varallanos como


paradigmática dentro de la clase intelectual que, a comienzos del siglo XX,
quiso definir, y a veces representar, a la población de la sierra peruana,
tantas veces reducida a una identidad homogénea bajo la etiqueta de
“indígenas”. Varallanos constituirá en este texto el hilo conductor para
revisar la construcción de lo autóctono desde el lenguaje de la poesía y
la pintura indigenistas, y permitirá analizar algunas de las técnicas por
las que esta construcción supuso, ante todo, una representación de ellos
mismos como clase intelectual emergente.

Palabras clave: Perú, poesía, pintura, indigenismo, José Varallanos

ABSTRACT

This article explores the paradigmatic figure of poet José Varallanos


within the Peruvian avant-garde movement. Varallanos searched to
define, and even to represent, the Andean population, usually described
under a homogenizing identity, as “indigenous”. Varallanos’ texts will lead
us through the construction of a native discourse in indigenista’s poetry
and painting. His texts will also help us to analyze some of the techniques
through which that construction turns to be a self-representation of an
emerging intellectual class rather than an image of the Andean population
Varallanos and other intellectuals pretended to define.

Keywords: Perú, poetry, painting, indigenism, José Varallanos


Letral, Número 9, Año 2012

“Un paisaje abecedario”: la construcción


de lo autóctono en José Varallanos
Marta Ortiz Canseco (Investigadora independiente)

Según García Canclini, las corrientes principales que ponen en escena


lo popular como signo cultural en el siglo XX son tres: el folclor, las indus-
trias culturales y el populismo político. En todas ellas lo popular no es algo
preexistente, sino algo que se construye. “La trampa que a menudo impide
aprehender lo popular, y problematizarlo, consiste en darlo como una evi-
dencia a priori por razones éticas o políticas: ¿quién va a discutir la forma
de ser del pueblo, o a dudar de su existencia?”. Incluso en la existencia
misma de lo popular juegan muchos prejuicios sociales, porque se da por
hecho que existe algo popular característico de una determinada sociedad,
pero su carácter construido queda en evidencia cuando tratamos de reco-
rrer “las estrategias conceptuales con que se le fue formando y sus rela-
ciones con las diversas etapas en la instauración de la hegemonía” (García
Canclini, 2010: 196). Este monográfico sobre vanguardia e indigenismo
peruanos trata de comprender el modo en que algunos de los intelectuales
de la época quisieron construir y definir la categoría de lo autóctono. En
este sentido, se suele caer en un error: el de considerar lo popular como
algo autónomo, relacionado con un pasado rural, sin ver las influencias que
las sociedades urbanas e industriales tuvieron sobre su redefinición. Ese
rescate de lo autóctono se produce desde diversas esferas de la sociedad,
pero aquí nos hemos centrado en aquellos emisores culturales peruanos
que, en las primeras décadas del siglo XX, no solo reivindicaron dicha ca-
tegoría, sino que pretendieron representarla.
Este proceso de apropiación se produce en todos los campos del arte.
Mirko Lauer lo ha estudiado en la pintura, afirmando que el análisis cro-
nológico no es válido para acercarse a las formas plásticas de la cultura
peruana a lo largo del siglo XX (que él divide en tres grandes bloques: el
arte preincaico, la artesanía popular y la tradición pictórica republicana),
pues la valoración estética de los objetos preincaicos ha surgido en el siglo
XX, “y nuestro conocimiento de ellos es casi exclusivamente tributario de
una visión contemporánea”. La aparición del capitalismo produce una va-
loración diferente de la artesanía popular por parte de la cultura dominante
y, por lo tanto, los tres espacios plásticos se unifican en un solo campo
conflictivo gracias a la relación de dominación en la cultura y a la interpre-
tación del pasado por parte de la cultura hegemónica (Lauer 1976: 11).
El conflicto que inmediatamente se presenta cuando mencionamos es-
tas reapropiaciones de lo autóctono es el de la distancia entre los agentes

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culturales que las producen y aquello que se reivindica. Esta distancia,


que es característica del movimiento indigenista ya desde el siglo XIX (o
incluso desde la conquista), ha sido señalada insistentemente por la crítica
y constituirá, en este texto, un punto de partida. La cultura debe conside-
rarse como un hecho social y una de las maneras de hacerlo es analizarlo
“como instrumento para constituir la hegemonía de las clases dominantes
y desarrollar la impugnación de las clases subalternas, legitimar la opre-
sión o movilizar críticamente a los oprimidos, para conocer y comunicar
pero también para enmascarar y dividir” (García Canclini 2006: 148). Las
preguntas que nos haremos serán: ¿de qué manera el indigenismo, en tanto
categoría cultural construida, tapó los problemas de la población andina
rural?, ¿a través de qué mecanismos lograron los indigenistas reivindicarse
como intelectuales a costa de su “representación” del indígena?
Tal y como señala William Rowe, el criollismo del siglo XIX había per-
petuado la dependencia entre el campo cultural y el poder político, pues el
intelectual producía modelos ideológicos acordes con el sistema de poder.
El punto de partida estaba constituido por un esquematismo propio del
positivismo que daba por sentada una cierta homogeneidad socio-cultural
(pues el criollismo “no concibe un estado pluricultural”). Será la crisis de
la oligarquía, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la que permita
al intelectual emergente volver su mirada hacia los signos típicos de lo
nacional, y es entonces cuando aparece con mayor fuerza la conciencia
sobre la heterogeneidad cultural del país, que en el Perú toma una forma
más definida con los movimientos indigenistas. Lo interesante en el indi-
genismo, como en el criollismo, es que los aspectos contradictorios que
encontramos en sus textos “son fértiles por su tipicidad latinoamericana”,
es decir, porque no se trata de un paradigma europeo, sino que surge solo
en el contexto de las mezclas culturales latinoamericanas (Rowe 1994: 706
y 716). La toma de conciencia a comienzos del siglo XX se realiza desde un
sector muy concreto de la sociedad: la clase media emergente (mestiza),
que consigue legitimar su propia voz a costa de reivindicar lo autóctono.
Cabe aquí llamar la atención sobre lo delicado que resulta hablar de esa
“clase media emergente y mestiza”, pues se trata sin duda de una categoría
demasiado reductora, que no hace justicia a esa cantidad de autores que
pasaron, de una u otra manera, por el indigenismo. Marisol de la Cadena
ha estudiado el modo en que la categoría racial de mestizo funciona como
una pantalla homogénea para tapar una heterogeneidad difícilmente nom-
brable. Algunos intelectuales peruanos de los años veinte, sin embargo,
quisieron identificarse con esta categoría porque necesitaban reivindicar
una identidad intermedia entre lo indio y lo criollo que los representara.
Lo que finalmente ocurre no es algo nuevo, pues tiene su origen en los pri-
meros años coloniales, y es que algunos de los significados de la etiqueta

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“mestizo” se convierten en obvios, mientras que otros quedan marginados,


escondidos y tapados en esos significados dominantes (Cadena 2006: 55).
Algo parecido articuló Serge Gruzinski cuando definía las categorías de
cultura e identidad como nociones occidentales capaces de “bloquear cier-
tas realidades, transformándolas o haciéndolas desaparecer”. Aquello que
se designa mediante esas dos palabras corre el riesgo de verse “fetichiza-
do, cosificado, naturalizado y elevado a la categoría absoluta” (Gruzinski,
60 y 62). A comienzos del siglo XX gran parte de las ideas identitarias
y culturales que los intelectuales peruanos rescataron se pueden definir
como categorías absolutas con las que se tapaba la gran masa heterogénea
que componía el país.
Resulta ya casi un lugar común afirmar que una de las causas de la
aparición del indigenismo fue el ascenso de una clase media que actuó
como representante letrada de ciertas reivindicaciones identitarias. José
Vara Llanos (conocido como José Varallanos), a quien dedico estas pági-
nas, constituye una figura paradigmática a este respecto y nos servirá de
referente para acercarnos a lo que podríamos calificar con la paradójica
fórmula de “indigenismo mesticista”, el de aquellos autores que pasaron
por el indigenismo sin una conciencia clara de lucha social, pero que se
identificaban de alguna manera con un sector de la sociedad heredero de
la “mezcla” de razas (esa mezcla legitimada por el Inca Garcilaso de la
Vega, entre otros). Nacido en Huánuco en 1908, Varallanos estudió Dere-
cho en la Universidad de San Marcos, en Lima, adonde se mudó con su
hermano Adalberto en 1926. Varallanos tuvo un papel muy activo en las
publicaciones periódicas de vanguardia, no solo porque participó en la re-
vista Amauta, fundada y dirigida por José Carlos Mariátegui, sino porque
además dirigió las revistas vanguardistas Abcdario (1929) y Altura (1936),
dentro del movimiento cultural de la sierra central del Perú.
Más que como poeta, José Varallanos fue conocido por su faceta como
historiador. Dedicó varios años al estudio documental en el Archivo Real
de Sevilla, donde se especializó en la obra de Guamán Poma de Ayala. Más
tarde, fue senador por Huánuco entre 1956 y 1962, y escribió la Historia
de Huánuco, publicada en Buenos Aires en 1959. Varallanos es autor de
varios libros de ensayos e historia, entre los que me gustaría destacar el
libro El cholo y el Perú: introducción al estudio sociológico de un hombre
y un pueblo mestizos y su destino cultural, publicado en 1962. Este ensayo
se inserta en la línea mesticista desarrollada por Uriel García en sus teo-
rías sobre el “nuevo indio”, un tipo racial mestizo producto de la mezcla
cultural histórica, a quien se le otorga el estandarte homogeneizante de “lo
peruano”. Varallanos quiere situar su reflexión en un punto medio entre
las tesis de Luis E. Valcárcel por un lado y Víctor Andrés Belaunde por
otro. Para el primero, “el Perú es indio”, mientras que para el segundo, “lo

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español encarna nuestra múltiple vida social”. Lo que propone Varallanos


es una tesis ecléctica: “somos mesticistas, cabe el término: cholistas”. Así,
“la mezcla, la simbiosis, la trasculturación de lo español y de lo indio, es
precisamente lo que caracteriza al cholo y a lo cholo y, por ende, al Perú y a
lo peruano”. El autor pretende una incorporación al ritmo de la civilización
occidental, pero sin renunciar a las “auténticas bases étnico-sociológicas”
del Perú (Varallanos 1962: 12).
Cabría preguntarse en este punto cuáles son esas “bases”, y si sería po-
sible enumerarlas y clasificarlas. Como en el caso de las “mujeres del tercer
mundo”, estudiado por Chandra Talpade Mohanty, en este caso debemos
observar cada figura de esa esfera vanguardista/indigenista, para intentar
comprender algunas piezas del enorme crisol de voces que surge en esos
años. El uso de la expresión “mujeres del tercer mundo” es problemático
porque al hablar de ese grupo como una categoría estable “se asume una
identidad antihistórica y universal entre las mujeres, fundada en la no-
ción generalizada de su subordinación” y se limita “la definición del sujeto
femenino a la identidad de género, ignorando por completo identidades
de clase o étcnicas” (Talpade, 12). Podríamos utilizar estas palabras para
hablar de la categoría de indígena (resulta abrumador, ya que hablamos
del tema, el silencio sobre la indígena cuando se habla de indigenismo),
pues para los conquistadores europeos resultó de lo más natural identificar
a sus adversarios como indios, englobándolos en una categoría homogé-
nea y reductora, basada en una raza (culturalmente construida), que no
permite reparar en especificidades. De la misma manera que se construye
una cultura autóctona desde las capas letradas de la sociedad, también el
concepto de raza vernácula se forma desde la cultura (Young, 54). En la
historia peruana, la categoría de raza no tiene tanto que ver con el color
de la piel sino que se configuró, según Marisol de la Cadena, primero a
través de los esquemas de la fe (la limpieza de sangre promovida por la
religión), después se heredó en los esquemas científicos de la Ilustración y
la Revolución Industrial, y siguió vigente a través de las etiquetas homo-
geneizantes del capitalismo, pero siempre desde el punto de vista de las
costumbres culturales.
En todo caso, no se trata aquí de volver a señalar la distancia que exis-
te entre el intelectual indigenista y el indígena mismo, ni el vaciamiento
cultural del indígena que surge como consecuencia de la integración de las
culturas subalternas en el mundo moderno del capitalismo. Esa distancia,
como he dicho, debe ser ya el punto de partida, y me interesa aquí ver qué
hay en esa distancia, cómo se produce y cuáles son los cruces que se dan en
ella. Sería imposible resumir los problemas o reducirlos a uno solo, pues en
los años veinte podríamos encontrar decenas de contradicciones por cada
intelectual que reivindicó la figura del indígena. Por eso, y porque cada

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“mestizo de clase media”, si pudiéramos englobarlos a todos en esa eti-


queta, (re)produce sus propias contradicciones de muchas maneras dife-
rentes.
Para ello, nos centraremos en algunas composiciones poéticas de José
Varallanos, quien como se ha dicho representa muy bien al intelectual de
clase media que en los años veinte (y después) se preocupa por ese “otro”
peruano, al que hay que definir y situar. En el ensayo de Varallanos sobre
el cholo en el Perú existe toda una teoría sobre lo mestizo, que en reali-
dad se adapta perfectamente a lo que Marisol de la Cadena define como
la “categoría pura” de lo mestizo. Aunque dicho ensayo se publicó en los
años 60, en un contexto político muy concreto, con la polémica reciente
sobre la legitimidad de “lo indio puro” o “lo mestizo” como agentes de la
“peruanidad”, puede sernos de gran ayuda para acercarnos a la poesía de
juventud de Varallanos, para comprender cómo se forma literariamente un
intelectual o cuáles son los gérmenes de las ideas que desarrollará poste-
riormente en forma de ensayo.
El poemario que me interesa destacar en este artículo es El hombre del
ande que asesinó su esperanza. poemas unilaterales, publicado en 1928.
Como punto de partida, es interesante observar la distancia de este libro con
el publicado tres años más tarde, Ciencia de la paloma i trébol1, pues puede
servirnos para descubrir algunas de las direcciones por las que caminó el
Varallanos poeta. El primer poemario constituye un claro acercamiento al
indigenismo, con algunas escenas bucólicas y descripciones románticas de
estampas andinas, pero con poemas largos de verso libre, muchos términos
quechuas y reflexiones no solo sobre la figura del indígena, sino sobre sí
mismo como observador y receptor de esa cultura; sobre este punto, que es
el que nos interesa, nos detendremos más adelante. Ciencia de la paloma i
trébol, sin embargo, se compone de poemas de estilo más tradicional, con
ritmos castellanos clásicos, muy alejado del tono indigenista anterior.
¿Qué significa esta ida y vuelta entre ambos poemarios? Significa, ante
todo, que el indigenismo funcionó como una categoría estética a la que los
poetas podían acogerse en un momento dado. Rara vez el intelectual indi-
genista se veía comprometido políticamente con “el indígena” en su que-
hacer cultural o en su vida cotidiana. Existían, es cierto, algunos debates
publicados en revistas y periódicos, en los que casi todos los intelectuales
de la época participaron; pero pocas veces la movilización iba más allá de
señalar los problemas a los que se enfrentaban. Al igual que el modernis-
mo o el romanticismo, el indigenismo llegó a ser una etiqueta literaria que
1
Los libros de poesía que Varallanos publicó en vida son: El hombre del ande que asesinó
su esperanza. Poemas unilaterales (1928), Ciencia de la paloma i trébol (1931), Primer
cancionero cholo: cantares de amor (1937), Categoría de la angustia (1939), Elegía en
el mundo (1940) y El caudal de los años: poesía y verso (1972).

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muchos autores utilizaron y desecharon. Por supuesto, no quiero negar el


valor de reivindicaciones de autores comprometidos como Mariátegui o
Valcárcel, para quienes la lucha social constituyó una parte crucial de sus
proyectos intelectuales. En el caso de Varallanos tampoco se puede afir-
mar que fuera simplemente un capricho literario, pues como hemos visto,
dedicó muchos años al estudio de la historia de Huánuco y a la reflexión
sobre la raza mestiza del Perú. En todo caso, el libro el hombre del ande...
se nos presenta como un híbrido muy interesante entre el indigenismo de
moda en la época y la reflexión que posteriormente desarrollará sobre el
mesticismo.
El primer poema de el hombre del ande... presenta como ninguno la
discusión indigenista tal y como la vemos hoy en día: hay una voz poética
que está hablando del “Hombre del Ande” en tercera persona, pero por
momentos esta voz se identifica en primera persona con aquello de lo que
habla, como en el verso “miradle la cara: cortada por todas las sombras;
oh mi palidez de eternidad”. Sin embargo, lo que diferencia este poema de
tantos otros indigenistas es la ambigüedad con que presenta el problema
identitario de manera explícita, cambiando continuamente de la tercera
persona a la primera:

hombre que tiene sus bolsillos llenos de abandonos frescos y recogidos.


silencios en su quipe, vientos bajo su poncho,
porque amo la naturaleza madura en montañas y todo lo que fue mío y
no soy.

El verso “todo lo que fue mío y no soy” resume eficazmente el dilema


en que se encuentran algunos de estos intelectuales. El sujeto poético ama
la naturaleza y todo lo que ha sido suyo pero con lo que ahora no se puede
identificar; lo que fue mío y no soy podría equivaler a: lo que fue mío (de mi
raza) ahora no me define. ¿Cómo hablar de sí mismo y de lo que le rodea?
En ese mismo poema, Varallanos encuentra una solución muy apropiada
para describir la naturaleza y la sociedad de su época desde el punto de
vista de un intelectual de clase media: “unas sierras a lo lejos, y un paisaje
abecedario”.
La expresión “paisaje abecedario”, que da título a este texto, resume
eficazmente la encrucijada en la que se encontraban los intelectuales in-
teresados por integrar a la población masiva del Perú en el proceso de la
modernidad occidental. Es en este punto donde cobra valor la reflexión
de Varallanos, pues queriendo ser indigenista, lo que hace es presentar el
dilema del círculo social donde él mismo se encontraba. El hermano de
José, Adalberto Varallanos, escribió el artículo “Datos para la crítica del
mañana” cerca del año 1926, aunque no fue publicado hasta 1936. En ese

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texto, Adalberto instaba a los artistas peruanos a fijarse en la naturaleza


propia, para que el universo andino fuera descubierto y conquistado en
beneficio de la literatura: “Para un arte inspirado en la naturaleza es una
seguridad casi toda la sierra peruana”. Esa sierra, calificada por José como
“paisaje abecedario”, constituye para muchos intelectuales un camino de
ida y vuelta: la ida a un paisaje autóctono y la vuelta como traducción de
ese paisaje a un lenguaje occidental. Así, la escritura en tanto “forma de
relacionarse con la tradición” o como “expresión física de la tradición”, se
asume plenamente en su sentido más racionalista (Urbano, XVIII). Existe
una confianza ciega en la palabra escrita para la (re)creación del universo
andino, como único camino de (re)encuentro con la tradición propia. La
expresión “paisaje abecedario” pone sobre la mesa ese descubrimiento le-
trado de un paisaje autóctono como fuente de inspiración.
José Varallanos era muy consciente del contraste entre él mismo como
intelectual y aquello de lo que quería hablar en sus textos. De hecho, en
la sección “título i discusión”, que abre el hombre del ande..., ofrece estas
aclaraciones: “hagamos más suaves las palabras de sangre/el contraste no
es bello, pero nos pide atención”. Me parece que Varallanos, a lo largo
de su trayectoria intelectual, trata de transformar ese contraste (que no
es bello) en algo bello, un intento de traducción de la naturaleza vasta e
inaprehensible en algo más manejable por el intelectual letrado. Es cierto
que ese “nos pide atención” dice mucho de la década, pues prácticamente
todos los intelectuales de la generación de Varallanos se preguntaron de
una u otra manera cómo solventar esos contrastes radicales dentro de una
misma nación. El problema surge cuando tanto el paisaje como el indígena
aparecen en los textos vaciados de todo signo cultural. Y aquí son apropia-
das las palabras que dedica Rowe a la novela Doña Bárbara, publicada por
el venezolano Rómulo Gallegos en 1929:

Los sentidos están saturados por impresiones no transformables en una


lógica del sentido. Por eso el paisaje es mudo, y el concepto de terri-
torialidad, necesario para la formación satisfactoria de una nación mo-
derna, queda obstaculizado por el dominio de la tierra por los anima-
les, ausencia de sentido solo resoluble por la afirmación repetida de la
soledad. Esta recuperación de una subjetividad ordenadora se acentúa
con la transformación del sujeto en ‘el espíritu’ (universalización de la
mentalidad civilista capitalina) y del territorio en ‘desierto’, vaciado de
signos culturales. Es reconocible, por lo tanto, que el protagonismo de la
naturaleza, lugar común de la historiografía literaria del criollismo, no es
otra cosa que una operación proyectiva del deseo civilizado por la que se
instrumentaliza el control simbólico de la tierra dentro de una axiología
de apropiación de nuevos territorios (Rowe 1994: 710).

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Según Rowe, en Perú el criollismo dio paso enseguida al indigenismo,


y este ocupó gran parte del espacio que en otros países latinoamericanos
es del criollismo; por eso este párrafo, aunque dedicado al criollismo de
Gallegos, puede trasladarse con algunas similitudes al indigenismo perua-
no. La apropiación del paisaje andino por parte de intelectuales como Va-
rallanos no tenía tanto que ver con una idea de nueva conquista política o
territorial, como con el anhelo de encontrar un punto común que actuara de
base homogénea para tapar o relativizar las identidades heterogéneas del
país. Hay una mirada que responde a ese “deseo civilizado” por conseguir
el “control simbólico de la tierra”; a ese deseo responden expresiones como
“paisaje abecedario”, o la idea de la sierra peruana como seguridad para
la inspiración del poeta. Tanto el indio como el paisaje en el hombre del
ande... son mudos, porque, como dice Rowe, las impresiones que crean no
se pueden transformar a la lógica del sentido marcada por el pensamiento
occidental. Cuando esa experiencia es intraducible, el indio y el paisaje
permanecen mudos, vaciados de sus signos culturales y convertidos en
mero telón de fondo.
Algo parecido se ha señalado con respecto a los cuadros de José Sabo-
gal y otros pintores indigenistas de comienzos del siglo XX. Según Mirko
Lauer, Sabogal buscó cierta unidad espiritual en la “diversidad de lo pe-
ruano a través de una sola perspectiva visual, étnica y geográfica”. Lauer
lo denomina “esfuerzo peruanista”, en tanto que durante esos años se ne-
cesitaban representaciones de lo autóctono y existía un deseo obvio de
“incorporar la forma andina a lo criollo”. Lo que tiene de problemática la
representación muda del indígena es la “versión sin conflictos de lo autóc-
tono y lo agrario”. Un ejemplo claro de este tipo de representaciones es el
cuadro Retrato de un indígena, pintado por Sabogal en 1925. Las pince-
ladas toscas, la tela gruesa que sirve de soporte, los colores terrosos, muy
inusuales en el canon artístico colonial, hacen de esta pintura un verdadero
logro cultural que permitió acortar las distancias “entre el Perú posterga-
do y el que se estaba modernizando en esos años”. Desde luego, no se le
puede quitar este mérito a las representaciones indigenistas de la época.
Sin embargo, tampoco se puede negar que Sabogal, al permitir la entrada
de todo lo andino en sus lienzos, de alguna manera consiguió imponer un
país idílico que tapaba cualquier conflicto explícito sobre la nacionalidad
(Lauer 2010: 45 y 46).
El indígena del retrato de Sabogal representa la imagen que una y otra
vez encontramos del indio en la poesía indigenista peruana. Un indio solo,
fuerte, con mirada nostálgica y llorosa, con expresiones de alguna manera
occidentalizadas. El indio de este Retrato es capaz de todo, aparece al fren-
te de una llanura, podría ser el altiplano, dueño mudo de una tierra muda.
No hay conflicto en esta representación, más que el conflicto romántico

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que vemos en su mirada, los ojos del explotado que siente y se expresa en
términos occidentales. Esta imagen del indio mudo, con postura rígida y
fuerte, que recuerda incluso a la rigidez y fortaleza de los mismos Andes
(el indio como montaña, totalmente asimilado al paisaje, o más bien como
una parte más de ese paisaje), está también al final del primer poema de el
hombre del ande..., de Varallanos, en dos versos que podrían aparecer al
pie del Retrato de un indígena, a modo de leyenda:

oh el hombre sostenedor del cielo: solo y fuerte


oh el hombre sin una llegada. Hombre del Ande y todos: pobres! oh el
hombre

Cuando William Rowe menciona los Cuentos criollos, de Abraham


Valdelomar, como un hito en la literatura criollista peruana, afirma que en
ellos “la reducción de los habitantes a imágenes nostálgicas de estaticidad
y bondad indica la ausencia de un proyecto de integración cultural. Más
bien, se los mantiene a distancia” (Rowe 1994: 709). Exactamente esa es
la distancia a la que me quiero referir cuando hablo de ese indio “solo y
fuerte”, ese pobre indio indefenso, ese pobre hombre. Hay una empatía de
los autores indigenistas hacia la situación del indígena, pero esa mirada
que les impone un estado nostálgico, impotente, resignado, aunque fuerte
y capaz, no hace sino enmudecerlos, mantenerlos a distancia.
Los poemas de el hombre del ande... reproducen de manera similar
este patrón. Obviamente se trata de un poemario muy rico que no se puede
reducir a esa visión del indio; al contrario, ya hemos visto que Varallanos
es un agudo observador capaz de resumir de maneras muy explícitas los
conflictos en los que se encontraba como intelectual. Otro de los temas
recurrentes en este libro es el amor, donde la mujer objeto de su deseo es
siempre serrana, construida en gran parte como tópico (campesina her-
mosa y letrada, que se mueve en un entorno idílico: “la ciudad será tu
amiga, niña serrana”), capaz de manejar la naturaleza a su antojo, como en
el verso: “alzabas el brazo hacia las punas i parabas los ríos”. Una mujer
todopoderosa que, como el indio, permanece siempre a distancia, como en
el noveno poema:

Para llegar a ti hay que pasar por la palabra antes del alba;
para llegar a ti tendré que desatar el huerto amarrado de frutos,
i votar estos mis cantos como hojas de cocca que enfermaron el aire
cerca del alba, por donde juegas desmenuzando las nubes,
atropellando mariposas que se posan en tus dedos:
fuente del día;
allí todo está pintado por tu boca,
allí no crece nada como una congona de añoranza

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En este caso, la segunda persona a la que se dirige el poema, tal y como


es descrita en el texto, tiene rasgos más criollos o mestizos que indígenas.
Además, entre esa niña serrana y el poeta se encuentra siempre la palabra,
como indica el primer verso citado. De nuevo, como en el “paisaje abe-
cedario”, hay una mediación del lenguaje occidental que borra cualquier
signo cultural propio o característico del poblador andino. William Rowe
le da la vuelta al problema cuando habla de una “cultura rural tradicional
que se resiste a la integración al Estado moderno”. Es el indígena el que se
resiste a ser definido en términos occidentales, y es en ese punto donde se
hace necesaria la aparición del indigenismo como movimiento que trata de
dar nombre y situar al indígena en un lugar concreto. “Del otro lado, hay
un momento, un límite más allá del cual los signos internos de la cultura
regional dejan de significar cuando se los lee desde un proyecto de integra-
ción nacional” (Rowe 1994: 716); es decir: se resisten a eso precisamente
porque cualquier acercamiento externo que quiera ser integrador lo que
hace es diluir los signos internos y característicos de esa cultura regional,
quitándoles su significado.
Cuando los intelectuales de comienzos del siglo XX pensaron en el
indígena, se propusieron definir (aunque lo que en realidad hicieron fue
crear) una cultura que les era inaccesible y que poco tenía que ver con
rasgos raciales. La raza se define en términos de cultura y la cultura es defi-
nida desde una perspectiva occidental. Por eso los indígenas que aparecen
en el hombre del ande... y en tantos otros poemarios peruanos de la época,
no se corresponden con las personas que habitaban los Andes, sino que se
trata de una construcción idealizada de figuras capaces de hacerse cargo
del estandarte de lo peruano. Siguiendo el concepto de “bio-poder” defini-
do por Michel Foucault (en su Genealogía del racismo) como la autoridad
del estado para “hacer vivir y dejar morir”, Marisol de la Cadena propone
que, “si la misión explícita de ese bio-poder en América Latina fue “crear
culturas nacionales” —hacerlas vivir— implícitamente, el otro lado de la
misma moneda consistió en dejar morir a las culturas indígenas” (Cadena, 64).
Si Varallanos describe en sus poemas a una niña serrana, campesina que-
chua, que sin embargo sabe leer y comprende los códigos occidentales del
amor, lo que hace es crear una serrana ideal capaz de representar, en el
imaginario de estos intelectuales, una cultura nacional. Exactamente de la
misma manera en que ellos la representaban, como vemos en estos versos
de Varallanos, donde se identifica con ese Hombre del Ande:

i yo el Hombre del Ande i sin N. i con este equipaje de tristeza


para irme de la vida en un avión invernal.
ah los aviones oscuros, atolondrados de espacio, que no me han de volver.

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“Un paisaje abecedario”: la construcción de lo autóctono en José Varallanos
Marta Ortiz Canseco
Letral, Número 9, Año 2012

Tal y como señala Jorge Cornado, el indigenismo surge primero como


una fuerza de oposición, pero pronto se convierte también en un conjunto
de prácticas establecidas. No hay manera de identificar al indígena con
ese conjunto de prácticas que son ajenas a él, pero no se trata tampoco
de desautorizar esos textos que no representaban “fielmente” lo indíge-
na. Como dice Coronado, “on the contrary, these works responded to the
challenge of conceptualizing a modernity in such a way that might itself
better accommodate the indio. But these efforts are not synonymous with
a communication of indigenous culture from within”. Los autores indige-
nistas no deben entenderse solamente como guardianes de lo local, más
bien, para comprender completamente el impacto de sus trabajos, deben
ser considerados como hombres creativos que vieron en lo moderno una
oportunidad de configurar sus contextos culturales para responder mejor a
los problemas locales (Coronado, 9, 18 y 20).
Para terminar, recordemos el constante peligro de caer en la trampa
discursiva propia del indigenismo: en el intento de hablar sobre el indi-
genismo desde la aporía que este produce, es difícil evitar que esa misma
aporía no persista en el discurso, “porque falta todavía una representación
nacional de esa población, es decir, cuando se escribe sobre ella, la aporía
ya mencionada tiende a persistir en algunos de sus rasgos”. Lo autócto-
no cultural es una denominación demasiado totalizadora y genérica, que
“se fragmenta en numerosas especificidades que la mirada criolla no logra
articular en la cultura”. Tal es la aporía desde la que leemos el discurso
indigenista: se trata de la fantasía de “pensar que el mundo no criollo era
portador de un lenguaje traducible a los términos de la cultura occidental,
y que descifrar ese lenguaje de formas y actos, personajes y colores, era
un acto restaurador, ético y nacionalista” (Rowe 1998: web). Sin embargo,
ese lenguaje a que suponían traducir al otro, el indescifrable, seguía siendo
el lenguaje de los cuadros, de los poemas y de los relatos ajenos al mundo
popular de los Andes: “era el lenguaje de su propia mirada vanguardista
occidentalizada, y finalmente criolla” (Lauer 1997: 23). Los intelectuales
indigenistas crearon, al reivindicarla, una cultura supuestamente autócto-
na; la cultura popular de la que habla García Canclini, que no es preexis-
tente, sino que se crea y se define. Esa creación responde al deseo del inte-
lectual por comprender la cultura nacional como totalidad, “una totalidad
imaginaria que surge de la dificultad de imaginar el espacio nacional”; y
en definitiva, “¿no sería lo criollo el nombre que se da a ese deseo? (y “lo
autóctono” el nombre de lo que se quiere incorporar)” (Rowe 1998: web).

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