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LA
PRIM ERA
REVOLUCION
INDUSTRIAL
P livllis D ean o. lecturcr de eco n o m ía en La profesora Phyllis Deanc nos ofrece,
la U n iv e r sid a d d e C a m b rid g e y fellow en en la presente obra, un completo análisis
el N evvnham C o lle g e . ha p u b lic a d o va del desarrollo de la economía británica
r io s tr a b a jo s so b r e p ro b lem a s r e la c io n a durante el periodo 1750-1850. en el mo
d o s c o n la é p o c a d e la R e v o lu c ió n In d u s mento de la primera revolución indus
tria l, te m a al (pie s e ha c o n s a g r a d o e n t e trial y del comienzo efectivo del moder
r a m e n te . l i a r e c o p ila d o , c o n la c o la b o no desarrollo económico. La autora no
r a c ió n d el p r o fe so r V lilc h e ll. el Abstrae! se ha limitado, como ocurre en las Insto
of British llistorical Slatistics, ob ra im rias clásicas de la revolución industrial
p r e s c in d ib le para lo s e s tu d io s d e la é p o c a británica, a describir el proceso del pro
d e la s g r a n d e s tr a n s fo r m a c io n e s e c o n ó greso tecnológico o los cambios socio
m ic a s. económicos, sino que analiza también,
entre otros, los cambios que motivaron
el d e s p e g u e de la industria británica en
la segunda mitad del siglo XVIII y el
papel jugado en su desarrollo por los
diferentes estamentos sociales y los dis
tintos organismos y entidades (gobierno,
bancos, etc.). En definitiva, un análisis
nuevo, completo y «comprensible» del
terna, que tiene presentes los progresos
recientes de la historia económica.
Phyllis Deane
LA PRIMERA
REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
Traducción de J. Solé-Tura
ediciones península ®
La ed ició n o rigin al in glesa fue p u b licad a por C am b rid ge U n iversity P ress,
d e L o n d res, co n el títu lo The First Industrial Revolution. © C am b rid ge U n i
versity P ress, 1965.
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «copy
right», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografla y el tratamiento
informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públi
cos, asi como la exportación e importación de esos ejemplares para su distribución en
venta fuera del ámbito de la Comunidad Económica Europea.
5
una síntesis de sus ideas e investigaciones. La deuda que
tengo con ellos no se refleja suficientemente en las nume
rosas citas directas y en las referencias a pie de página.
Hay, sin embargo, cuatro personas a las que quiero expre
sar mi profunda gratitud. El profesor Simón Kuznets, el pri
mero que suscitó mi interés por el análisis histórico del de
sarrollo económico; el profesor T. S. Ashton, cuya visión de
este periodo de la historia británica ha influido en un grado
extraordinario en mis propias ideas; el profesor David Jos-
lin, que leyó y comentó una primera redacción del libro y
miss Edith Whetham, que me aclaró algunas cuestiones de
la historia de la agricultura. Ni que decir tiene que ninguno
de ellos es responsable de los errores de hecho, de interpre
tación o de análisis que yo haya podido cometer.
P. M. D.
Cambridge, junio 1965
6
I. El punto de partida
7
ción de nuevas clases sociales y profesionales determinadas
por la propiedad de (o por la relación con) medios de pro
ducción que no sean la tierra, es decir, el capital.
Si estos cambios, relacionados entre sí, se producen con
juntamente y alcanzan un grado suficiente, constituyen una
revolución industrial. Siempre se han asociado con un incre
mento de la población y con un aumento del volumen anual
de bienes y servicios producidos.
La primera revolución industrial se produjo en Gran Bre
taña y tuvo una característica particularmente interesante:
surgió espontáneamente, sin la ayuda del Gobierno (ayuda
que ha constituido, por el contrario, la característica de la
mayoría de las revoluciones industriales triunfantes). La fe
cha exacta de su aparición está todavía en discusión. El pri
mer historiador de la economía que analizó la experiencia bri
tánica de la industrialización en función de este concepto de
revolución específica fue Amold Toynbee, quien pronunció
una serie de conferencias sobre el tema en la Universidad de
Oxford en 1880.* Señaló en el año 1760 como punto de par
tida y durante medio siglo su enfoque del problema se con
sideró indiscutible, hasta que el profesor Nef, historiador
norteamericano, puso en duda la significación del límite his
tórico que implicaba. Insistió en la continuidad esencial de
la historia y situó los comienzos de la gran industria y del
cambio tecnológico en el siglo xvi y principios del xvn. Se
gún Nef: «La aparición del industrialismo en Gran Bretaña
se puede considerar como un largo proceso iniciado a media
dos del siglo xvi y culminado victoriosamente con el estable
cimiento del estado industrial a finales del siglo xix, más
que como un fenómeno manifestado súbitamente a finales
del siglo xviii y comienzos del xix.» 2
Diversos historiadores de la economía, que han empezado
a explorar y a utilizar masivamente los datos estadísticos so
bre el ritmo del desarrollo económico, han propuesto recien
temente nuevas interpretaciones. Las mejores series estadís
ticas, las más completas, las que abarcan todo el siglo xviii
son las del comercio con ultramar; por ello la interpretación
estadística de la revolución industrial se ha visto muy con
dicionada por los movimientos del comercio exterior. En
1920, Paul Mantoux señaló ya que las curvas de las impor
taciones y exportaciones y del tonelaje entrado y salido en
los puertos británicos «suben casi verticalmente hacia el fi
8
nal» del siglo xvm, es decir, inmediatamente después de la
baja provocada por la guerra norteamericana.3 El profesor
Ashton ha desarrollado este tema:
9
Bretaña. Nadie niega tampoco que estos cambios constitu
yeron una transformación que era, en cierto sentido, el pro
totipo de la transición de las formas preindustriales a las
formas industriales de organización económica que constitu
yen en todas partes una condición necesaria para el moder
no desarrollo económico. Los que, como Nef, quieren poner
de relieve la continuidad profunda de la historia, fijarán los
orígenes del proceso de industrialización en siglos anterio
res. Los que, como Rostow, prefieren centrar la atención en
las discontinuidades más importantes de la historia insisti
rán en el carácter revolucionario de los cambios ocurridos
en períodos relativamente breves y buscarán líneas divisorias
cruciales, giros irreversibles en las series estadísticas. Son
diferencias de método en el análisis y en la interpretación his
tóricos, más que disputas sobre lo que ocurrió efectivamen
te en la historia. Para comprender el proceso del cambio
económico deben tenerse en cuenta ambos enfoques y reco
nocer las discontinuidades importantes en el «manto incon
sútil» de la historia.
Si partimos de mediados del siglo xvtii, partiremos de la
Gran Bretaña preindustrial, aunque es evidente que el pro
ceso de industrialización ya había comenzado. En el siglo
siguiente se produjo una revolución en la vida social y eco
nómica de Gran Bretaña que transformó la apariencia físi
ca del país y estableció un modo de vida y de trabajo total
mente distinto para la mayoría de sus habitantes. Esta pri
mera revolución industrial tiene un interés especial no sólo
para los historiadores sino también para los estudiosos del
desarrollo económico moderno. Representa el comienzo es
pontáneo del proceso creador de las sociedades opulentas de
hoy, un camino para escapar a la miseria, es decir, lo que
están intentando descubrir por sí mismos, desesperadamen
te, las dos terceras partes, poco más o menos, de los habi
tantes del mundo actual, los pueblos de los países subdesa
rrollados.
¿Qué tipo de economía era, pues, la economía preindus
trial de Inglaterra a mediados del siglo xvm? ¿Hasta qué
punto se parecía a la de los actuales países preindustriales
de Asia, África y Sudamérica? ¿Podemos establecer con cer
teza las características que la distinguían de su propia for
ma desarollada o de los países industrializados de mediados
del siglo xix? Una lista de las características de las econo
10
mías preindustriales del siglo xx contendría las siguientes:
miseria extrema, lentitud del ritmo de desarrollo económico,
fuerza de trabajo no especializada, disparidades regionales,
es decir, grandes diferencias en los niveles de vida o de de
sarrollo económico entre una región y otra. ¿Hasta qué pun
to existían estas características —miseria, estancamiento, de
pendencia de la agricultura, falta de especialización y de in
tegración regional— en la Inglaterra del siglo xvm?
1. La pobreza
En primer lugar, ¿cuál era el grado de pobreza del pue
blo inglés en el siglo xvm?
Una manera de medir la pobreza a escala nacional con
siste en recurrir a los datos de la renta nacional. La renta
nacional de un país representa la suma total de bienes y ser
vicios comprados o producidos por sus habitantes durante un
año. Puesto que la renta de una comunidad depende del va
lor de lo que produce y su poder de compra depende de su
renta, tenemos, en realidad, tres maneras de calcular la ren
ta nacional: 1) sumando las rentas de todos los habitantes;
2) valorando los bienes y servicios producidos por éstos; 3)
sumando sus gastos. En principio, después de los ajustes ne
cesarios para eliminar el doble cálculo (es decir, contan
do sólo una vez los bienes incorporados en la producción de
otros bienes dentro del mismo año), estas tres maneras
de calcular la renta nacional deben dar el mismo resultado, el
cual constituye una medida adecuada del valor total de la
actividad económica de una nación. Si dividimos la renta
nacional calculada de este modo por la cifra de la pobla
ción, obtendremos un promedio que se puede considerar
como un índice del nivel general de productividad o de vida.
Todo cálculo de esta índole que se base en las estadís
ticas del siglo xvm será, naturalmente, aproximado. Pero si
confiamos en los cálculos de la renta nacional realizados por
reputados observadores que vivían en los períodos que nos
interesan, obtendremos algunos puntos de referencia que pue
den indicar los órdenes de magnitud implicados. Una de las
primeras estimaciones de la renta nacional de Inglaterra y
el País de Gales es la de Gregory King a finales del siglo xvn,
compilada para ilustrar la solidez de la economía en la épo-
11
C uadro 1. Esquema de los Ingresos y Gastos de las diversas familias de Inglaterra ont^,qa(¡(fS para e¡ año 1688
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F uente: Gregory K inc. Natural and Political Obstrvations and Conclusión* upan tke State and Condition o f EngUmd, reeditado
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14
pita en algunos países de la América central y meridional de
mediados del siglo actual se acerque más a este nivel de
unas 70 libras per capita. En el Brasil, por ejemplo, el pro
medio se calculó, en 1961, en unas 95 libras y en México
en 105.10
Estos cálculos implican una serie de comparaciones im
precisas a distancia de tiempo y de espacio muy grandes;
son, pues, toscos e impresionistas. No podemos utilizarlos
como medidas seguras de los niveles de vida relativos. Sin
embargo, para nuestro propósito es interesante observar que
los cálculos indican con fuerza que los niveles de vida de
que gozaban los ingleses en el umbral mismo de la prime
ra revolución industrial, eran claramente superiores a los
que prevalecen hoy en el Asia meridional o en Africa. Otras
fuentes confirman esta impresión de que la Inglaterra pre
industrial era un país más rico que la mayoría de los países
subdesarrollados actuales. Sabemos, por ejemplo, que la eco
nomía inglesa producía un excedente sustancial de los prin
cipales alimentos. En 1750 las exportaciones de cereales equi
valían a las necesidades de subsistencia de una cuarta parte,
aproximadamente, de la población total de Inglaterra. Si la
India dispusiera de unos excedentes alimenticios de esta
magnitud relativa, todos sus problemas de intercambio ex
terior desaparecerían. Otro ejemplo: en 1751 más de siete
millones de galones de alcohol británico se sometieron a im
posición fiscal en Inglaterra: en el momento culminante del
boom del consumo de ginebra en Inglaterra la cifra superó
los ocho millones de galones y el promedio de consumo su
bió a casi un galón y medio por persona (promedio sacado
en relación con el total de la población, es decir, hombres,
mujeres y niños), lo cual indica un nivel de consumo fantás
ticamente elevado de alcohol, mídase con el patrón que se
quiera. Estas estadísticas no sugieren un nivel de bienestar
muy elevado, pero si indican la existencia de un excedente
económico, aunque se distribuyese por canales socialmente
indeseables.
La elevación anual del índice de mortalidad en invierno,
las revueltas periódicas contra la carencia de alimentos y
la inmundicia y las enfermedades que asolaban las ciudades
superpobladas demuestran que el nivel de vida de la mayoría
del pueblo era extremadamente vulnerable a las dificultades
temporales. Pero, en circunstancias normales y en las condi-
15
clones locales medias en que vivían la mayoría de la pobla
ción, los pobres podían librarse de la miseria completa en
la infancia, la enfermedad y la vejez gracias a la Ley de Po
bres. Se ha dicho, incluso, que el pobre que trabajaba goza
ba, en el período inmediatamente anterior a la revolución in
dustrial, de un nivel de vida superior al de los años siguien
tes, de revolución económica y social. Los Hammond, por
ejemplo, afirmaron que «en comparación con el desgreñado
siglo que le siguió, el siglo xvm era limpio, bien vestido y
arreglado».11 Volveremos a tocar este punto cuando examine
mos la famosa controversia sobre el nivel de vida de los
obreros en la revolución industrial. Pero, podemos señalar
ya que aunque el nivel de vida era simple y a veces desas
trosamente vulnerable a las extremosidades climáticas de
mediados del siglo xvm, existía un cierto excedente econó
mico, un cierto aflojamiento de la tensión en la economía.
Puede observarse que los ingleses se hallaban en mejores
condiciones que la mayoría de sus contemporáneos de otros
países. En el siglo xvm, era evidente para todos que los tres
países más ricos del mundo eran Holanda, Inglaterra y Fran
cia. Así lo decía Gregory King en 1690 y lo mismo opinaba
Adam Smith en 1770. Existían probablemente pocas diferen
cias entre los niveles de vida de los ingleses y los holande
ses a mediados del siglo xvm, pero, en cambio, parece indu
dable que el inglés medio vivía mucho mejor que el francés
medio de la época. Los observadores extranjeros que viaja
ron por Inglaterra observaron que «el trabajador inglés va
mejor vestido, está mejor alimentado y mejor alojado que
el francés».12 Arthur Young, que viajó por Francia en víspe
ras de la Revolución francesa (en 1780) calculó que las clases
trabajadoras francesas «viven en condiciones inferiores en
un 76 por ciento: están peor alimentadas, peor vestidas y
cuentan con muchos menos recursos que las mismas clases
en Inglaterra ».13 Al contrario de los millones de seres mise
rables de hoy en día, cuya suerte empeora ante la visible
opulencia de los países vecinos, los ingleses del siglo xvm go
zaban de un bienestar superior al de la mayoría de los ex
tranjeros. Quizá es por esto que un historiador, observando
la condición del pueblo inglés en el siglo xvm encontró «po
cas pruebas de que el individuo medio de la clase trabajado
ra pobre sintiese un amargo resentimiento o una gran de
sesperación económica».14
16
2. La estagnación
Otra característica de una comunidad preindustrial, que
la distingue de la industrializada, es que el nivel de vida y
de productividad está relativamente estancado. Esto no quie
re decir que no haya cambio económico ni desarrollo eco
nómico en una economía preindustrial; quiere decir, única
mente, que este desarrollo ocurre en forma pecosamente
lenta o espasmódica o que es fácilmente reversible.
Se puede decir que hasta la segunda mitad del siglo xvm
los hombres no tenían razón alguna para esperar el desarro
llo. Los panfletistas que escribían en 1740, por ejemplo, uti
lizaban las estimaciones de sir William Petty o de Gregory
King —hechas medio siglo antes o más— para ilustrar sus
afirmaciones sobre la situación económica. Tan pocos signos
veían de desarrollo económico que no tenían reparo alguno en
utilizar los cálculos de 1670 o de 1690 para hablar de las con
diciones de 1740. Consideraban que la población, los precios
y la productividad podían fluctuar tanto hacia arriba como
hacia abajo y que no había razón alguna para esperar que
irían en una dirección y no en otra.
Los datos de que disponemos nos permiten pensar que
tenían razón, en líneas generales. La población, por ejem
plo, fluctuó entre los 5’8 millones y los 6 millones en las pri
meras cuatro o cinco décadas del siglo xvin y en 1741 se si
tuaba cerca de los 5,9 millones únicamente .13 Los intentos
recientes de medir el ritmo de crecimiento de la producción
per capita parecen indicar que hubo una cierta mejora en la
primera mitad del siglo, pero tan lenta que se necesitó un
siglo y medio para doblar el nivel de vida.16 El hombre me
dio no veía signo alguno de desarrollo económico en el cur
so de su propia vida ni mejora alguna que no pudiese ser
destruida en un solo año por una mala cosecha, una guerra
o una epidemia. Así, en la Inglaterra preindustrial —como
en muchas de las sociedades preindustriales actuales 17— el
ritmo de aumento normal a largo plazo de la renta real per
capita era inferior ai medio o al uno por ciento anual y era
tan normal que la economía decayese como que se desarro
llase. Existen, de hecho, elementos para creer que el nivel
de renta del inglés del siglo xvm era inferior al del inglés
de finales del siglo xv. El profesor Phelps Brown, por ejem
plo, ha examinado las cifras de los salarios de los artesanos
H CS 22 2 17
de la construcción y de los precios de las mercancías que
podían comprar y ha llegado a la conclusión de que hubo
«un progreso de la productividad que merece el título de re
volución y que casi multiplicó por dos el equivalente en mer
cancías (de los salarios de los trabajadores de la construc
ción) entre la Peste Negra (1349) y Agincourt (1415)». Este
nivel de prosperidad se mantuvo, al parecer, durante casi un
siglo y fue seguida por una fuerte baja— tan fuerte que en
1630 el salario real del trabajador de la construcción era
quizá «las dos quintas partes de lo que había sido en el si
glo xv».18
En efecto, los niveles de vida de las comunidades prein
dustriales no son estáticos —en el sentido de que no cambian
nunca sino que están estancados— en el sentido de que las
fuerzas que impulsan la mejora de la producción o de la pro
ductividad no son más poderosas a la larga que las fuerzas
que laboran por la decadencia. Una economía de este tipo
tiende a caracterizarse por largas oscilaciones seculares de
la renta per capita; en ellas, la variable significativa no es
tanto el ritmo de crecimiento de la producción como el rit
mo de aumento de la población. Cuando la población aumen
tó en la Inglaterra preindustrial, el producto per capita dis
minuyó; y si, por alguna razón (una nueva técnica de pro
ducción o el descubrimiento de un nuevo recurso, por ejem
plo, o la apertura de un nuevo mercado) la producción au
mentaba, la población no tardaba en seguir y en muchos ca
sos en nivelar el aumento de la renta per capita. Alternati
vamente aumentada por la prosperidad y disminuida por la
enfermedad, la población era contenida dentro de límites
relativamente estrechos por el carácter estático o por el len
to desarrollo de los recursos alimenticios.
Este carácter esencialmente estancado de la comunidad
preindustrial se reflejaba en su marco social e institucional.
La estructura social y el lugar ocupado en la jerarquía de los
ingresos iban estrechamente unidos a los derechos sobre la
tierra: la densidad de la población estaba determinada, en
gran parte, por la fertilidad del suelo y su distribución tra
bada por la rigidez institucional. La movilidad de la mano de
obra, por ejemplo, fue limitada por la Law of Settlement de
1662, que hizo recaer en la parroquia la carga de la ayuda a
los pobres. Las familias que vivían en un nivel próximo al
de la pura subsistencia —y la mayoría se encontraban en
18
esta situación— se veían obligadas a encerrarse en los lími
tes de sus propias parroquias porque sabían que sólo en
ellas podrían obtener ayuda cuando les afectase el infor
tunio económico. La agricultura era el medio fundamental de
vida y muy pocas familias conseguían librarse de la amenaza
constante de un desastre climatológico.
3. La dependencia de la agricultura
Ni que decir tiene que en una economía preindustrial la
principal actividad económica es la producción agrícola. Un
autor moderno, especialista en los problemas del desarro
llo económico, ha dicho: «Puede definirse un país subdesa
rrollado como un país en que el 80 por ciento de su pobla
ción se dedica a la agricultura; un país desarrollado es el
que tiene sólo el 15 por ciento de su población ocupada en la
agricultura. En ambos casos, con ciertas variaciones en más
o en menos por razón del comercio exterior.» 19 Aplicando
este criterio, ¿hasta qué punto se puede decir que Inglate
rra era un país subdesarrollado a mediados del siglo xvin?
No podemos saber con precisión cuántas personas se de
dicaban a la agricultura porque no existe ningún censo la
boral digno de confianza en Inglaterra, hasta 1841 (es de
cir, cuando ya la revolución industrial contaba con más de
medio siglo de antigüedad). Por otro lado, podemos formar
nos una cierta idea de la situación de finales del siglo xvii,
por ejemplo, estudiando el famoso Scheme of the income
and expence of the several families of England» (Cuadro I)
de Gregory King. Si examinamos la parte de la lista en que
se refiere a las familias que «aumentaban la riqueza de la
nación», es decir, las familias que tomaban las decisiones
económicas más importantes (lo cual excluye a los traba
jadores, a los labradores, a los pobres, a los soldados y a los
marineros) y si deducimos los individuos que no dependían
principalmente de la agricultura (funcionarios, oficiales de
las fuerzas armadas, mercaderes, tenderos, miembros de las
profesiones liberales, artesanos) tendremos un grupo de fa
milias primariamente agrícolas que corresponden al 68 por
ciento, aproximadamente, del total. En- 1750 la proporción
había disminuido algo, seguramente, aunque sólo fuese por
el mayor grado de urbanización y por una cierta expansión
19
de la industria y del comercio de ultramar. Pero, probable
mente, se situaba todavía entre el 60 y el 70 por ciento.
Es evidente que la economía era predominantemente agrí
cola, que la población era predominantemente rural y que
la unidad de producción característica era la familia. Las
industrias principales —la textil, en particular— estaban or
ganizadas sobre una base doméstica, subordinada a la agri
cultura. La mayoría de los que se dedicaban a tejer lana o
algodón lo hacían en su propia casa. En la industria algo
donera, por ejemplo, las mujeres y los niños recogían, lim
piaban y ligaban el algodón en bruto y los hombres lo tejían.
Los fabricantes de clavos y otros trabajadores metalúrgicos
laboraban generalmente en cobertizos adyacentes a sus ca
sas. Cuando un escritor de principios del siglo xvm calcu
laba que casi un millón de personas trabajaban en la indus
tria lanera británica seguramente no exageraba tanto como
a veces se supone. Si en esta cifra se incluían todos los hom
bres que aumentaban sus ingresos agrícolas tejiendo duran
te los períodos de disminución de las labores agrícolas, to
das las mujeres que tomaban ocasionalmente lana para hilar
y todos los niños que ayudaban a sus padres a cardar la lana,
no es difícil aceptar la posibilidad de que uno de cada diez
miembros de la población trabajase en la industria lanera.
En 1841, todavía, las cifras del censo oficial de Irlanda (que
por entonces se encontraba todavía en una fase preindus
trial) señalaban que casi una de cada ocho personas ocupa
das trabajaban en la industria textil.
La mayoría de los habitantes de Inglaterra en el si
glo xvin vivían en zonas rurales, aunque las ciudades co
menzaban ya a crecer. En 1695, también según Gregory King,
casi una cuarta parte de la población de Inglaterra y Gales vi
vía en ciudades y centros comerciales (mercados), pero la ma
yoría de estos centros eran poco más que pueblos grandes.
Fuera de Londres (con casi medio millón de habitantes) sólo
había en Inglaterra tres ciudades con más de diez mil habi
tantes: Norwich (con unos 29.000), Bristol (con unos 25.000 y
Birmingham (con unos 12.000). A mediados del siglo xvm la
proporción de la población que vivía en concentraciones de
5.000 o más habitantes no excedía, probablemente, del 16 por
ciento. La mayoría vivían en Londres, pero Liverpool y Bir
mingham se habían unido a Norwich y Bristol como ciuda
des con más de 25.000 habitantes y Manchester se aproxima
20
ba rápidamente a esta dimensión. Sólo uno de cada cinco
ingleses vivía en una gran ciudad.
21
cuadro de las familias a finales del siglo xvu. Sin embargo,
no llegaban ni al seis por ciento de la renta nacional ni a la
cuarta parte de la población total. Un siglo más tarde, cuan
do Patrick Colquhoun elaboró una lista comparable de las
familias y de los ingresos en Inglaterra y Gales (en 1803)
los productores del sector de pura subsistencia parecían ha
berse reducido a una cantidad insignificante, porque Colqu
houn no distingue ninguna clase de labradores como tal.21
En efecto, el grado de especial ización de la fuerza de tra
bajo es un índice del grado de desarrollo económico alcan
zado por una comunidad y a finales del siglo xviti en Gran
Bretaña se había desarrollado ya una economía de mercado
bastante compleja. Los ingresos del productor típico depen
dían en gran parte de la producción de bienes y servicios
para el intercambio en el mercado, a menudo para el inter
cambio en un mercado internacional. En la Inglaterra del
siglo xviii empezaba ya a formarse un proletariado, es de
cir, una clase obrera sin propiedad alguna que dependía en
teramente de su trabajo para un grupo de propietarios o de
capitalistas. En la época en que Adam Smith pronunciaba
sus lecciones (1770) existían ya fábricas que habían desarro
llado considerablemente la división del trabajo. Su descrip
ción de una fábrica de agujas en la que la fabricación de una
aguja requería dieciocho operaciones distintas, cada una de
las cuales podía realizarla un hombre diferente, es la ilus
tración clásica de las ventajas de la división del trabajo .22
Pero el productor típico no era todavía el empleado por cuen
ta ajena. En una economía industrializada moderna la parte
de la renta nacional de que disponen los empleados por cuen
ta ajena es normalmente superior a las dos terceras partes
—en todo caso, superior a la mitad. En cambio, en las ac
tuales zonas subdesarrolladas (como en Nigeria) la propor
ción puede ser inferior al diez por ciento. A principios del
siglo xviii, en Inglaterra —si hemos de juzgar por las tablas
de Gregory King— una tercera parte de la renta nacional,
poco más o menos, se distribuía en forma de salarios y suel
dos. Si tenemos en cuenta la creciente urbanización y la re
ducción del sector de pura subsistencia (procesos induda
bles en 1750) podemos deducir razonablemente que a me
diados de siglo la proporción era superior a la mitad.
Más significativas, sin embargo, que la desaparición del
sector de subsistencia o que la aparición de una fuerza de
22
trabajo proletaria eran las instituciones económicas espe
cializadas que habían surgido en Inglaterra a lo largo del
siglo xviii. El comercio con América del Norte, con África,
con la India y con los países de Levante estaba en manos de
compañías fletadoras cuyo capital procedía en gran parte
de accionistas no participantes. Los riesgos del comercio ul
tramarino los cubrían agentes y corredores de seguros es
pecializados. En 1694 se había fundado el Banco de Ingla
terra y a mediados del siglo xvm el sisiema bancario britá
nico suministraba extensos y complejos servicios al Gobierno
británico y a los comerciantes nacionales y extranjeros. El
sistema bancario tenía que desarrollarse mucho todavía an
tes de alcanzar la eficacia en el suministro de numerario y
de crédito que llegó a tener en el siglo xix. Pero era un sis
tema y como tal era muy superior al marco monetario indí
gena de la mayoría de los países subdesarrollados actuales.
23
lerendas regionales similares en los precios de las mercan
cías y en las cifras de producción. Cuando la producción de
hierro bajaba en la mayoría de las regiones, aumentaba en
Shropshire y en Staffordshire. El desarrollo de la industria
lanera de Yorkshire coincidió con la decadencia de la indus
tria en East Anglia.
A causa de estas diferencias regionales en las condicio
nes económicas, las estadísticas relativas a una zona par
ticular pueden no dar indicación alguna sobre los movimien
tos comparables en toda la nación y los agregados nacio
nales pueden ocultar las tendencias de aquellas regiones en
que tienen lugar los cambios significativos. El intento de fi
jar la cualidad y el ritmo del cambio económico a nivel na
cional puede no dar ningún resultado significativo, tanto si
buscamos las continuidades importantes de la historia como
si lo que nos interesa son las discontinuidades importantes.
En resumen, es evidente que en la economía británica de
mediados del siglo xvm se observan (aunque en grado limi
tado) algunos de los rasgos que consideramos típicos de una
economía preindustrial. Era una economía pobre, aunque
disponía de un cierto excedente; estaba relativamente es
tancada, aunque no era completamente estática; se basaba
esencialmente en la agricultura, aunque el comercio y la in
dustria eran sectores importantes —había incluso alguna fac
toría—. La mayoría de la población vivía al borde del desas
tre económico y si no tenía una suerte excepcional o no
trabajaba con una intensidad extraordinaria tenía pocas pers
pectivas de poder gozar de un nivel de vida netamente su
perior en el curso de su propia vida. La mayoría de las deci
siones económicas de la comunidad las tomaban las unida
des de producción de base familiar, cuya producción por
miembro dependía esencialmente de la extensión de sus po
sesiones en tierra, barcos o bienes de consumo. Se puede
calificar de «sociedad tradicional» en el sentido que le da
Rostow, como la primera de las etapas del desarrollo eco
nómico. Es decir, era una economía en la que existía un
cierto «tope al nivel de la producción posible per capita».2*
Al contrario de la economía industrializada, en la que la
aplicación regular y sistemática de la ciencia y la tecnología
modernas asegura una mejor continua de los métodos de
producción, sus posibilidades productivas no superaban lí
24
mites estrechos y relativamente previsibles, aunque en el si
glo xvtti estos límites empezaban ya a ampliarse.
Los comienzos de la industrialización, del desarrollo y del
cambio estructural eran ya aparentes a mediados del si
glo xvii i. La población había iniciado en 1740 un proceso de
crecimiento continuo. Los panfletistas que escribían a prin
cipios de la década de 1740 consideraban que la población,
los precios y los ingresos eran poco más o menos de medio
siglo antes. Adam Smith y Arthur Young escribieron en 1770
antes de la introducción de las innovaciones en la indus
trial textil, el vapor y las construcciones metálicas que sim
bolizaron los comienzos de la revolución industrial, y pu
dieron hablar de una expansión de los ingresos reales, lo
bastante importante como para que los contemporáneos tuvie
sen conciencia de ella. En 1774, por ejemplo, Young es
cribió:
«Cualquier persona puede considerar el progreso de to
das las cosas en Gran Bretaña durante los últimos veinte
años. Las grandes mejoras que hemos visto en este período,
superiores a las de cualquier otro, no se deben a la Consti
tución, a la modernización de los impuestos o a otras cir
cunstancias de igual eficacia desde la Revolución, pues la
existencia de dichas circunstancias no produjo antes estos
efectos: la superioridad se debe a la cantidad de riqueza
en la nación, que ha facilitado en un grado prodigioso la
ejecución de todas las grandes obras de mejora.» 25
Adam Smith hablaba por la misma época del «progreso
natural de Inglaterra hacia la riqueza y la mejora» y afir
maba que «el producto anual de su tierra y de su trabajo
es, indudablemente, inuy superior actualmente a lo que era
en el momento de la restauración o en el de la revolución».-4*
Si aquella evidente expansión económica era o no en sus
fí.ses iniciales más importante que las variaciones ocurri
das a menudo en la historia de la Inglaterra preindustrial
—variaciones invertidas de signo, subsiguientemente es
una cuestión discutible. En cambio, es indudable que la de
mografía, los precios, la producción y los ingresos tendían
ya en 1750 al alza.
25
II. La revolución dem ográfica
27
rá según las características específicas de la comunidad; por
ejemplo, según factores demográficos como la composición
de la población por sexo y grupos de edad, los factores socio-
-culturales (como edad de matrimonio y actitudes ante las
dimensiones de la familia), factores económicos (como la de
manda de trabajo infantil o lo que cuesta tener hijos) y acon
tecimientos como las guerras, las epidemias y el hambre.
Los índices de mortalidad tienden también a ser elevados,
pero normalmente son inferiores a los de natalidad —los lí
mites se sitúan generalmente entre el 30 y el 40 anuales. La
población de una comunidad agrícola que no sufra pertur
baciones en forma de epidemias, guerras y conmociones cul
turales se caracteriza generalmente por un índice de au
mento natural del 5 al 10 por mil; es decir, la población
tiende a aumentar a un ritmo anual del medio al uno por
ciento. Algunas comunidades industriales del siglo xx han
conseguido índices de aumento natural superiores (entre el
dos y el tres por ciento) porque el índice de mortalidad se
ha reducido fuertemente con la introducción de técnicas mé
dicas avanzadas. Pero, en las economías preindustriales de
los siglos xviii y xix, y de antes, se puede considerar que el
índice normal de aumento natural se situaba en los límites
bastante estrechos, del 0’5 por ciento y del uno por ciento
anuales.
Sin embargo, el índice normal de aumento natural se in
terrumpía una y otra vez por una elevación súbita y dra
mática del índice de mortalidad debida a epidemias viru
lentas, a guerras o a una sucesión de malas cosechas. Una
mala cosecha podía doblar o triplicar el índice normal de
mortalidad en la zona más afectada, y una ciudad atacada
por una epidemia podía perder una tercera parte o la mi
tad de sus habitantes. El hambre y las epidemias se influían
recíprocamente, aumentando sus respectivos efectos. Las
enfermedades endémicas en comunidades agrícolas estanca
das, muy localizadas, podían convertirse rápidamente en epi
demias de vastas proporciones cuando las malas cosechas
(que tendían inevitablemente a afectar más a unos distritos
que a otros) provocaban movimientos de población de aque
llas zonas en que los alimentos se habían agotado virtual-
mente hacia las zonas en que todavía se podían obtener por
el precio del trabajo humano.
Pero en el siglo xvm, en varios países de Europa occiden
28
tal —entre ellos Gran Bretaña— los «puntos negros» del ín
dice de mortalidad se hicieron menos frecuentes o menos
violentos (probablemente, ambas cosas a la vez) y pudo afir
marse la tendencia natural al crecimiento —lento pero real—
de la población.1 Existen también testimonios de que, en al
gunos distritos por lo menos, se produjo un aumento del ín
dice de natalidad. Esto podía deberse, naturalmente, a las
mismas razones que explican la reducción de los «puntos
negros» en el índice de mortalidad. El mismo tipo de cri
sis que provocaba un salto hacia arriba en el índice de mor
talidad provocaba también una disminución en el número de
embarazos y un aumento del de abortos. Todo lo que redu
cía la violencia o la frecuencia de estas catástrofes cíclicas
tendía a incrementar el número de nacimientos vivos. Sabe
mos con cierto grado de certidumbre que la población de
Inglaterra y País de Gales, que había fluctuado en torno a
un nivel inferior a los seis millones de habitantes en las
primeras tres o cuatro décadas del siglo xvni, empezó a au
mentar, probablemente a partir de la década de 1740, y no
ha cesado de crecer desde entonces. Tanto para la pobla
ción —como para la producción— no es cierto en modo al
guno que el cambio crucial en la tendencia del índice de cre
cimiento se produjese en la década de 1740, pero es evidente
que a finales del siglo xviti los cambios en los índices de na
talidad y de mortalidad eran ya tan profundos que podemos
calificarlos de verdadera revolución demográfica.
Permítaseme decir algo sobre el carácter de las pruebas
en que nos basamos para analizar el aumento de la pobla
ción en Inglaterra durante el siglo xvin. ¿Por qué vacilamos
en afirmar con exactitud cuándo y por qué la población in
glesa empezó a aumentar?
La respuesta es, esencialmente, que nuestras estadísticas
sobre la población son incompletas. No existe ningún censo
de la población de Inglaterra y País de Gales completo has
ta 1801; no existe tampoco ningún registro oficial de los na
cimientos y las muertes hasta 1839. Es cierto que ya se ha
bía realizado, en relación con un impuesto, un cómputo a
finales del siglo xvii sobre los nacimientos, las muertes y
los matrimonios. Pero no parece que los datos fuesen reco
gidos o sumados a escala nacional. Cuando Gregory King
realizó sus cálculos sobre la población, por ejemplo, tomó
como punto de partida los ingresos por la contribución so
29
bre los hogares y utilizó algunas de las estimaciones de la
población de las parroquias de 1695 para calcular el pro
medio de personas por hogar.2 En todo caso, cabe decir que
las estadísticas recogidas específicamente a efectos fiscales
no son de fiar porque existe un incentivo positivo a no dar
los datos completos. Quizá el hecho de que el cómputo de
1695 se utilizase como instrumento para el cobro de impues
tos fue una de las razones de la oposición con que chocaron
todas las propuestas de realización de un censo durante el
siglo xviii. En 1753, por ejemplo, se presentó al Parlamentq
un proyecto de ley para contar el número de personas y re
gistrar el de matrimonios, nacimientos y fallecimientos, así
como el de individuos acogidos a la beneficencia. En la Cá
mara de los Comunes la oposición fue muy violenta y el re
presentante de York insistió en que «un registro anual de
nuestro pueblo dará a conocer a nuestros enemigos del ex
terior nuestros puntos débiles, y la cifra de los pobres dará
a conocer a nuestros enemigos del interior las dimensiones
reales de nuestra riqueza» ;3 pero el proyecto fue totalmente
rechazado por la Cámara de los Lores. De modo que en 1801,
al realizarse el primer censo, los observadores informados
discutían todavía si la población de Inglaterra y Gales au
mentaba o disminuía, cuando, en realidad, la población es
taba creciendo ya a un ritmo sin precedentes.
Las cifras que utilizamos actualmente para calcular las
tendencias de la demografía inglesa entre 1700 y 1800 son,
sin excepción estimaciones basadas, en gran parte, en datos
sobre bautismos, entierros y matrimonios que el clero pa
rroquial facilitó a John Rickman, el primer director del Cen
so, extrayéndolos de los registros eclesiásticos con interva
los de diez años a lo largo del siglo xvm. Al ser extraídos con
estos intervalos pueden reflejar las circunstancias anorma
les de algunos años concretos; por ello, sin una serie anual
de estimaciones no podemos decir exactamente cuándo em
pezó la tendencia al alza. Al basarse en los registros del cle
ro anglicano omiten las cifras sobre los inconformistas, cuya
proporción desconocemos. Además, no podemos suponer que
esta proporción permaneció constante a través del tiempo
o entre los diversos distritos. Un descenso en el número de
bautismos, de matrimonios y de entierros en las cifras pa
rroquiales, por ejemplo, puede reflejar un aumento del in
conformismo, o una tendencia a no someterse a los proce
30
dimientos del registro, más que un descenso propiamente
dicho de los nacimientos, los matrimonios o los fallecimien
tos. Por lo demás, los registros parroquiales no siempre eran
completos —en algunas historias se dice que se utilizaban
para embalar paquetes o para encender el fuego. No siem
pre eran legibles, además. Sin embargo, no disponemos de
otros datos; dependemos de ellos y hemos de convertirlos
en estimaciones de la población sacando las mejores deduc
ciones que podamos sobre la relación entre los bautismos,
los matrimonios y los nacimientos registrados y los naci
mientos, las bodas y los fallecimientos reales. Rickman, por
ejemplo, hizo sus cálculos sobre la población del siglo xvm
aplicando un coeficiente standard (basado en los resultados
del censo del siglo xix) a una media de los datos anuales so
bre los bautismos, los entierros y los matrimonios. Otros in
vestigadores, en cambio, se han basado en una sola serie,
con preferencia a las otras dos; existe además una gran va
riedad de coeficientes posibles, según cuál sea el censo que
se tome como base de cálculo v los ajustes realizados para
ponerlos en correspondencia con las condiciones del siglo
X V III.
Por tanto, nos encontramos ante diversas series posibles
para la población de Inglaterra en el siglo xvm. Algunas son
más sutiles y complejas que otras en sus presuposiciones,
pero ninguna es definitiva ni goza de autoridad indiscutida.4
La mayoría indican que la tendencia al crecimiento de la po
blación inglesa puede fecharse en la década de 1740, pero
existe un acuerdo general en que este crecimiento inicial era
más bien modesto —no superior, en todo caso, a otros au
mentos anteriores de la población, rápidamente anulados por
un aumento del índice de mortalidad. La diferencia radica
en que el aumento que fechamos en la década de 1740 no se
invirtió de signo; al contrario: se aceleró hasta llegar a ni
veles sin precedentes en la década de 1780 y siguió acelerán
dose hasta llegar al máximo en la década 1811-1821.
La explicación tradicional del fenómeno consiste en que
descendió el índice de mortalidad, a partir de 1740, especial
mente en los grupos de edad infantiles. Cuando los niños
sobrevivientes hicieron aumentar las dimensiones de los gru
pos de edad infantiles, se produjo una elevación continua en
el ritmo de crecimiento natural. £1 proceso fue reforzado
—sigue diciendo esta explicación tradicional— por el des
31
censo continuo del índice de mortalidad debido a la mejora
de los conocimientos y de las técnicas médicas y por un mo
vimiento de alza del índice de natalidad, debido al aumento
del nivel de vida y a la vigorosa demanda de mano de obra
en las primeras fases de la revolución industrial —digamos,
desde 1760 o 1770 en adelante. En las cifras de defunciones
se observa, indudablemente, una mortalidad espectacular
mente elevada en la década de 1730 —que se relaciona ge
neralmente con la época en que se bebía ginebra en grandes
cantidades, especialmente en Londres—, mortalidad que des
ciende a niveles mucho más bajos en la década de 1750. Tam
bién es indudable que cuando el índice de mortalidad es ele
vado, como ocurría en el siglo xvm, un descenso, aunque
sea ligero, puede poner en marcha, si se sostiene, un proce
so acumulativo de cambio demográfico.
Esta explicación ha dado lugar a muchas controversias.
La idea de que el proceso de crecimiento demográfico fue
puesto en marcha por un descenso del índice de mortalidad
ha sido puesta en duda por algunos historiadores de la eco
nomía, los cuales arguyen que existen testimonios tan váli
dos como los anteriores para hablar de un comienzo de au
mento del índice de natalidad. Por otro lado, el argumento
de que la mejora de las condiciones médicas explica el apre
ciable descenso del índice de mortalidad ha sido puesto en
duda por los historiadores de la medicina. En tercer lugar,
los estadísticos han expresado dudas sobre la afirmación de
que los niveles de vida de la clase obrera aumentaban du
rante las primeras fases de la revolución industrial: aducen,
al respecto, que los salarios reales bajaron a medida que los
precios aumentaban en el último cuarto del siglo xvm. Se
ha argüido, finalmente, que el súbito crecimiento de 1740 se
puede explicar, simplemente, como una reacción, como un
ajuste compensatorio, ante los índices de mortalidad de 1730,
excepcionalmente elevados, y que lo realmente revoluciona
rio en las tendencias demográficas del siglo xvm fue que
los índices de natalidad y de mortalidad no volviesen a los
niveles preindustriales «normales» después de completar la
compensación.
La primera cuestión es saber si lo que puso en marcha
el aumento después de 1740 fue el índice de mortalidad o el
de natalidad. Tras un cuidadoso estudio de los datos existen
tes, el profesor Habakkuk ha demostrado 5 que caben otras
32
explicaciones que las propuestas tradicionalmente por los his
toriadores de la economía. Por ejemplo, se puede explicar
postulando un descenso en la edad de matrimonio a causa
de la mejora de las condiciones económicas y de la amplia
ción de las oportunidades económicas (con su correspondien
te traducción en un aumento del índice de natalidad). Pa
rece que existen pruebas de una mejora de las condiciones
económicas en las décadas cruciales. Los documentos de la
época redactados por observadores bien informados sugie
ren con fuerza: 1) que los niveles de vida de los trabajado
res pobres mejoraban en las décadas inmediatamente ante
riores al comienzo de la revolución industrial; 2 ) que en
aquella época había carencia de mano de obra. Malthus, por
ejemplo, escribió:
«Durante los últimos cuarenta años del siglo xvn y los
veinte primeros del siglo xvm, el precio medio del trigo era
tal que comparado con los salarios del trabajo sólo permitía
al trabajador comprar, con el salario de un día, dos tercios
de peck de trigo. De 1720 a 1750 el precio del trigo bajó, al
tiempo que aumentaban los salarios, de modo que en vez
de dos tercios el trabajador podía adquirir todo un peck de
trigo con el salario de un día de trabajo .» 6
Adam Smith sostenía un punto de vista similar. El comer
cio ultramarino estaba en plena expansión y lo mismo ocu
rría con la industria textil —la principal industria manufac
turera británica de la época. El período 1730-1755 se carac
terizó por una sorprendente serie de buenas cosechas, sin
precedentes hasta entonces y que apenas se han vuelto a re
petir. Por otro lado, las pruebas de que el descenso de la
mortalidad afectó especialmente a los grupos de edad in
fantiles están lejos de ser concluyentes, y sin esta presupo
sición es difícil pretender que la aceleración posterior del ín
dice de natalidad se articuló en torno al descenso del índice
de mortalidad.
En efecto, el argumento consiste en decir que el descenso
del índice de mortalidad que ocurrió indudablemente entre
1730 y 1760 fue una reacción frente a un período de fuerte
mortalidad; que el descenso —mayor todavía— que sugieren
las estadísticas funerarias de 1780 a 1820 fue exagerado por
serias deficiencias en el sistema de registro de fallecimien-
HCS 22. 3 33
tos; 7 y que la causa a largo plazo del aumento de la pobla
ción fue el aumento sostenido del índice de natalidad. Esto
puede atribuirse, a su vez, a la eliminación de los dos frenos
económicos, sobre todo a la serie anormalmente prolonga
da de buenas cosechas durante el período 1730-1755. Las bue
nas cosechas significaron cereales más baratos y una mayor
demanda de mano de obra para recoger el grano: permitie
ron, pues, que la gente se casase más joven y procrease fa
milias más numerosas. Más adelante, en el curso del mismo
siglo esta tendencia al aumento de las familias fue reforzada
por un nuevo elemento de presión: la posibilidad de colocar
a los niños en ocupaciones industriales y el sistema de pres
taciones familiares llamado Speenhamland (véase más ade
lante).
Hasta que no se disponga de nuevos datos (está toda
vía por emprender la investigación directa de muchos regis
tros parroquiales), debe dejarse abierta la cuestión de si la
causa del aumento demográfico iniciado a mediados del si
glo xviii fue una elevación del índice de natalidad o un des
censo del de mortalidad. Nadie niega que actuaron ambos
factores. La discutible es cuál de los dos inició el primero la
marcha —a largo plazo— hacia una nueva posición. El estu
dio de los registros de Nottingham llevado a cabo por el pro
fesor Chambers parece dar la razón al profesor Habakkuk
cuando sostiene que el descenso del índice de mortalidad no
fue tanto un descenso radical debido a la mejora de las con
diciones médicas, sociales y económicas, como una reacción,
fuerte y temporal, a un período de elevada mortalidad. Este
argumento se basa, en parte, en el razonamiento de que los
que sobreviven a un período de alta mortalidad tienden a
ser, por lo general, más resistentes; sus índices de mortal'-
dad serán pues, probablemente, anormalmente bajos. El pro
fesor Chambers escribe sobre el índice de mortalidad de Not
tingham:
«No se trata... de un descenso radical bajo la influencia
de los factores de una mejor dieta y un mejor medio cir
cundante, sino de una baja súbita y temporal debida a la au
sencia de un factor que había convertido el período anterior
en un período de mortalidad excepcionalmente alta, seguido
por un retorno casi a los mismos índices de mortalidad del
período preepidémico.»
34
Dicho de otra manera: «En lo que a Nottingham se re
fiere, la época de las grandes catástrofes demográficas debi
das a epidemias había terminado.» 8
Contra la concepción que da la primacía al índice de na
talidad como causa del aumento de la población en el si
glo xvm, se ha argüido 9 que cuando los índices de natali
dad y de mortalidad son altos —como ocurría en Inglaterra
durante el siglo x v iii — un descenso en el índice de la mortali
dad es una explicación más plausible de un crecimiento sos
tenido de la población que un aumento del índice de natali
dad. Esto se debe a que un elevado índice de mortalidad de
bido a una enfermedad infecciosa produce efectos desiguales
en los distintos grupos de edad: se lleva con más rapidez
a los niños que a los adultos. Cuando la incidencia de la en
fermedad es alta, es razonable esperar que la mayor parte
de los efectos de un aumento del índice de natalidad sean
inmediatamente anulados por un aumento del índice de mor
talidad debido a la expansión de aquellos grupos de edad en
que el índice de mortalidad es más elevado. Se ha señalado,
también, que no existen pruebas directas de un aumento sus
tancial de la frecuencia de matrimonios en el siglo x v iii o
de una reducción de la edad de matrimonio. Tampoco sabe
mos a ciencia cierta si una reducción de la edad de matri
monio pudo influir o no de manera apreciable en el período
de crianza y formación de los hijos (y por consiguiente en
el índice de natalidad a largo plazo). Por ejemplo, puede que
fuese compensado en parte por una reducción de la edad
en que cesa la fertilidad: los datos demográficos recogidos
en Irlanda, por ejemplo, indican que un cambio de pocos
años en la edad de matrimonio no tiene más que un peque
ño efecto sobre la fertilidad del matrimonio.10 Finalmente, el
argumento de que el aumento de la demanda de mano de
obra lleva directamente a un aumento del índice de nata
lidad y no indirectamente, a través de un cambio en el ín
dice o en la edad de matrimonio, implica un cierto grado de
planificación familiar y, por consiguiente, de control de na
talidad: pero en la Inglaterra del siglo x v iii no existe rasgo
alguno de esto.
Lo que sí parece deducirse sin lugar a dudas de las prue
bas y los análisis aportados hasta ahora por los historiado
res de la economía, de la sociedad y de la medicina es que
a partir de la década inmediatamente anterior a 1750 hubo
35
una fuerte reducción del índice de mortalidad (debida, casi
con toda certeza, a una reducción de la incidencia de las epi
demias) y un aumento del índice de natalidad en el período
posterior a 1750 (debido, en parte por lo menos, a los efectos
secundarios de una reducción anterior de la mortalidad in
fantil). Existen también algunos testimonios de un aumento
anterior a 1750 del índice de natalidad; pero, dado que se ba
san en datos sobre los bautismos, también pueden deberse
a un descenso del inconformismo religioso; se han de ver
pues, con desconfianza.
No está del todo claro por qué disminuyeron las epide
mias. En lo que a la peste se refiere, las causas parecen ra
dicar en una «oscura revolución ecológica entre los roedo
res». Era, esencialmente, una enfermedad de las ratas inocu
lada por las pulgas; por esto tenía que reducirse forzosa
mente a medida que aumentaban los niveles de vida y los
muros de zarzales y de argamasa eran reemplazados por los
de ladrillo, los tejados de bálago por los de tejas, las este
ras de juncos por alfombras, y a medida que la recogida
sistemática de los desperdicios eliminaba los montones de
basura que constituían los principales criaderos de ratas. Es
probable que el gran incendio de Londres y su subsiguiente
reconstrucción fuesen también una protección para la ciu
dad, al reducir de modo permanente las colonias de ratas.
Pero se ha argüido que lo que liberó a Europa occidental de
su vulnerabilidad a la peste fue el desplazamiento de la pe
queña rata negra doméstica con su predilección por las ha
bitaciones humanas y su carga de pulgas que pasaban fácil
mente de ella al hombre, por la rata parda, que habita fue
ra de las casas, tiene hábitos de vagabundaje y cuyas pul
gas no se transmiten al hombre.11 Se dice que la nueva es
pecie se introdujo en Inglaterra hacia 1728 y que pronto des
plazó a su rival, más pequeña.
La peste no era más que uno de los factores de la ele
vada mortalidad de la época preindustrial. Quizá debamos
buscar otros cambios ecológicos similares para explicar la
disminución de otras formas de enfermedad endémica o epi
démica. La disminución de la malaria, por ejemplo —cuyo
tratamiento constituía todavía una de las funciones más im
portantes de los médicos del siglo xvil— puede atribuirse a
la reducción del número de los mosquitos portadores, gra
cias a una mejor higiene doméstica, al drenaje de los pan-
36
lanos y, quizá, a los cambios climáticos. Otras investigacio
nes han relacionado la reducción de los «puntos negros» del
indice de mortalidad con la serie de buenas cosechas, las
cuales hicieron disminuir los movimientos migratorios de
grandes masas miserables y mejoraron las condiciones bási
cas de vida de la mayoría de la población. Es, desde luego,
difícil sobreestimar la contribución de las buenas cosechas
al nivel de vida y a la productividad en una comunidad agrí
cola. Otros autores han señalado que la gente adquiría cada
vez más conciencia de la importancia de la sanidad y la hi
giene; si era así, realmente, este desarrollo gradual habría
llevado consigo una mejora continua, aunque poco percep
tible, en las expectativas de vida.
Una concepción que gozó en otro tiempo de gran predica
mento y que hoy parece plenamente desacreditada es la de
que la mejora del índice de mortalidad era una consecuen
cia de los progresos de los conocimientos médicos.12 Parece
al contrario, que ningún progreso específico de las técnicas
o de los conocimientos médicos contribuyó sustancialmente
a una reducción del índice de mortalidad en el siglo xvut.
La vacuna no se generalizó hasta el siglo xix, en todo caso,
sabemos positivamente que la producción de muertes debi
das a la viruela no varió a lo largo del siglo xvm. «La cirugía
tuvo efectos casi inapreciables en las estadísticas de vida
hasta la aparición de la anestesia y de la antisepsia en el
siglo xtx.» 13 Los hospitales y dispensarios estaban organi
zados de tal modo que más que cortar la enfermedad con
tribuían a propagarla. La gente que ingresaba en un hospi
tal en el siglo xvm moría generalmente en él, en general por
alguna enfermedad distinta a la que había dado lugar a su
admisión. Todavía en 1870, el cirujano principal del Univer-
sity College Hospital decía a sus estudiantes que «una mu
jer tiene más posibilidades de recuperarse si da a luz en la
choza más miserable que si lo hace en el hospital mejor
equipado y mejor atendido de la ciudad».14 Parece indudable
que los médicos aprendieron mucho sobre las causas de la
enfermedad en el siglo xvm; esto se refleja en la adopción
gradual de métodos de tratamiento más higiénicos. Se cree
que el resultado fue una reducción sustancial de la mortali
dad materna y efectivamente puede haber ocurrido así, aun
que es muy difícil demostrar la hipótesis. Es, por lo demás,
muy dudoso que la mayoría de la población pudiese disponer
37
de médicos más sabios y preparados que sus predecesores
medievales.
Los historiadores de la medicina han devuelto a los his
toriadores de la economía la tarea de explicar la conexión
entre la revolución demográfica y la revolución industrial.
Los últimos atribuían tradicionalmente el descenso del índi
ce de mortalidad o el aumento del de natalidad o ambos a
la vez al progreso de la medicina. Los primeros no encontra
ron prueba alguna de un progreso médico capaz de justificar
esta explicación y llegaron, por el contrario, a la conclusión
de que la mejora del nivel de vida debió aumentar la resis
tencia de la gente a las enfermedades infecciosas y reducir,
por consiguiente, la incidencia de las epidemias.
También ha sido objeto de controversia la cuestión de
si el nivel de vida se elevó y hasta qué punto. En el capítu
lo XV examinaré con cierto detalle los datos sobre el cam
bio en el nivel de vida durante las primeras fases de la re
volución industrial británica. De momento, me propongo en
focar el problema con una perspectiva más amplia para dejar
claramente sentado que al relacionar el nivel de vida con
el alza demográfica importa mucho el período o el subperío
do en que estemos pensando.
Ya me he referido a los documentos y testimonios de la
época que hablan de un nivel de vida del trabajador relati
vamente alto a mediados del siglo xvnr, es decir, entre las
décadas de 1730 y 1760.*s Las buenas cosechas hicieron bajar
los precios de la carne y los cereales; esto quería decir alimen
tos baratos y bajos costes para numerosas industrias dedica
das a la elaboración de los productos agrícolas, característi
cas de un tipo de economía preindustrial. En 1750, Inglate
rra exportaba cereales y la mayoría de sus materias primas
industriales —excepción hecha de las industrias del metal—
eran productos agrícolas de producción interior. Si estos
productos eran baratos, el beneficio por unidad de esfuer
zo humano era alto. Las pruebas de que el nivel de vida de
la masa de la población entre 1730 y 1760 era alto —es decir,
más alto que en períodos anteriores— son bastante con
vincentes.
Pero en los períodos posteriores estas pruebas pierden
una gran parte de su fuerza de convicción. La larga serie de
buenas cosechas se rompió y, de hecho, puede decirse que en
las tres o cuatro últimas décadas del siglo xvm hubo una se-
38
lie anormalmente elevada de malas cosechas. La Guerra de
los Siete Años, la Guerra de la Independencia norteamerica
na y las guerras con Francia perturbaron totalmente el co
mercio ultramarino y provocaron serias dificultades y paro
forzoso en la industria y el comercio. El crecimiento de la
población empezó a presionar sobre los suministros de ali
mentos y los precios empezaron a subir. A finales de siglo
una fuerte elevación de precios se convirtió, a causa de la
guerra general, en una rápida inflación. El índice de precios
de los artículos de consumo diario establecido por el profesor
Phelps Brown no señala ninguna elevación de precios entre
1730 y 1760; en cambio, hay una elevación de casi el 40 por
ciento entre 1760 y 1792 (en vísperas de las guerras con Fran
cia) y una multiplicación por dos entre 1793 y 1813, cuando
la inflación del período de guerra alcanzó su punto culmi-
nante.,fi
Algunos salarios nominales, los de los tejedores, por ejem
plo, categoría laboral que empezó a escasear al introducirse
avances tecnológicos en la hilatura del algodón, se elevaron
más que los precios de los artículos. Pero, en la mayoría
de los casos, la elevación de los salarios nominales quedó
muy por debajo de la de los precios; la pobreza se convir
tió, pues, en un problema agudo, y empezaron a menudear
las revueltas en demanda de alimentos. Resulta, pues, muy
difícil justificar la afirmación de que el nivel de vida de la
gran masa de la población se elevó durante el período 1780-
1815. Además, en la medida en que la industrialización llevó
a la urbanización pudo empeorar las condiciones de vida de
mucha gente y elevar el índice de mortalidad, pues dicho ín
dice era, en general, más elevado en las zonas urbanas
que en las rurales. En Londres —«el gran tumor*— durante
todo el siglo xvm hubo muchos más entierros que bau
tismos.
Por otro lado es probable que cuando la presión sobre
las existencias de alimentos empezó a manifestarse en el
último cuarto del siglo xvm, la mejora general de la orga
nización económica hiciese sus efectos menos desastrosos
que lo que habrían sido en la economía no integrada, alta
mente localizada de principios del mismo siglo. Había habido
mejoras en las comunicaciones (mejores carreteras, mejor
navegación fluvial, canales) en el sistema bancario (con el
aumento de la liberación de las facilidades crediticias) y en
39
la administración de la ley de pobres; todo ello pudo tener
importantes efectos sobre la distribución de los ingresos, en
el tiempo y el espacio, incluso en los casos de estancamien
to o baja de los ingresos reales medios. En dichas circuns
tancias, las malas cosechas y las crisis comerciales fueron,
posiblemente, menos desastrosas en las zonas más afectadas
que lo que habrían sido en épocas anteriores, cuando la mala
cosecha significaba hambre total o casi total para la ma
yoría.
¿Qué podemos decir, pues, para resumir, sobre la rela
ción entre la revolución demográfica y la revolución indus
trial, sobre estas dos importantes rupturas en la tendencia
general del desarrollo económico británico en el siglo xvm
—la ruptura en la tendencia secular de la población y la rup
tura en la tendencia secular de la producción? Podemos em
pezar resumiendo la evolución del crecimiento de la pobla
ción y de la producción inglesas en el siglo xvm y a co
mienzos del xix.
Entre 1700 y 1741, la población de Inglaterra y el País de
Gales parece que se mantuvo virtualmente estacionaria en
tre los 5’8 millones y los 6 millones. Entre 1741 y 1751, au
mentó posiblemente en un 3*5 %; entre 1751 y 1761 el ritmo
de aumento se aceleró —probablemente fue un 7 % en los
diez años, ritmo que mantuvo, más o menos durante diez
años más. Continuó luego la aceleración hasta alcanzar un
10% aproximadamente en la década de 1780 y un 11 % en
la de 1790. En la segunda década del siglo xrx alcanzó un
punto culminante: 16 %, aproximadamente.
No podemos describir con precisión la evolución de los
índices de mortalidad y de natalidad porque no disponemos
de cifras anuales de entierros y bautismos para la mayor
parte del siglo xvm. Se está generalmente de acuerdo, sin
embargo, en que el índice de mortalidad alcanzó sus niveles
más elevados en la primera mitad del siglo xvm y que el ín
dice de la natalidad llegó a su punto más alto en el período
1780-1820. Ahora bien, es difícil fijar con exactitud los mo
mentos en que esto se produjo porque los cambios anuales
en las cifras de entierros y bautismos reflejaban de manera
incierta los cambios anuales efectivos en las cifras de de
funciones y nacimientos. Los cálculos realizados por Farr,
director del Censo en el siglo xix, y reimpresos en el Infor
me General del Censo de 1871, parecen indicar que los índi
40
ces de natalidad por cada mil habitantes en Inglaterra lle
garon probablemente a su punto más alto —el 377 aproxi
madamente— en la década de 1780. Expresados en términos
del porcentaje de mujeres entre los 20 y los 40 años, esto re
presenta aproximadamente un 25’9 % y parece que permane
ció entre el 25 y el 26 % hasta las décadas de 1820 y 1830.
cuando inició un rápido descenso, hasta situarse en el 21’6
por ciento en 1851.1:7 Dando por supuesto que los índices de
natalidad y de mortalidad tienden a ajustarse mutuamente,
de modo que el índice de incremento natural no resulte ex
plosivamente alto, podemos decir que un índice de mortali
dad elevado tiende a ser biológicamente compensado por un
elevado índice de natalidad y que un índice de mortalidad
bajo tiende a generar un descenso en el índice de natalidad.
Naturalmente, el ajuste —la «transición demográfica», como
se la acostumbra a llamar— raramente se produce de ma
nera inmediata. El índice de natalidad reaccionó contra el
elevado índice de mortalidad anterior a 1750 subiendo des
pués de esta fecha, y reaccionó contra el descenso del índice
de mortalidad de 1780-1820 bajando rápidamente después
de 1820.
Los intentos de fijar el módulo del crecimiento de la
producción sugieren que en la década de 1740, cuando pa
rece que se inició el aumento continuado de la población,
hubo también aumento igualmente claro de la producción
total. Se calcula que durante veinte años el crecimiento de
la producción total real fue en un uno por ciento anual (com
parado con el menos de 0'5 por ciento de los treinta años
precedentes); parece también que aunque este ritmo aflojó
un poco en las dos décadas siguientes, fue siempre el doble
del ritmo de crecimiento de la primera parte del siglo. En
la década de 1780, el ritmo volvió a acelerarse, y al finalizar
el siglo se situaba, probablemente, alrededor del 1’8 por cien
to anual.18 Estos cálculos se refieren, nótese bien, al ritmo
de crecimiento de la producción nacional total. En lo que
atañe al aumento súbito de la década de 1740, los testimo
nios sobre un incremento de la producción per capita se re
ducen, esencialmente, a los informes de los contemporáneos.
No puede comprobarse en las estimaciones de la renta nacio
nal. Pero lo cierto es que no hay prueba alguna de descen
so y que la presunción en favor del incremento es muy
fuerte. Durante el segundo gran aumento de la población.
41
que podemos fechar en la década de 1780, los datos sobre
la renta nacional indican un tendencia al aumento de los
ingresos per capita, aunque los informes de los contempo
ráneos y los datos de que disponemos sobre los salarios de
muestren claramente que importantes sectores de la pobla
ción viven, si no peor, por lo menos igual que antes. Es el
período que Rostow ha designado con el nombre de «despe
gue». Era, ciertamente, un período de grandes cambios e in
novaciones. Aunque el nivel de vida de los asalariados no
aumentase apreciablemente, los beneficios se elevaron (en
esto casi no hay duda posible) y hubo importantes cambios
en la organización, en la estructura y en la productividad eco
nómicas.
Es evidente que existía una compleja y recíproca rela
ción de causa y efecto que daba forma a estas dos tenden
cias —la población por un lado, la producción por otro—,
aunque no sepamos con exactitud qué forma tomó esta re
lación en todas las épocas. Es cierto que ambas tendencias
estaban determinadas en parte por factores que se pueden
considerar independientes: en el caso de la población, por
ejemplo, por factores esencialmente no económicos, que con
tribuyeron a reducir el índice de mortalidad secular o a ele
var el índice de natalidad; en el caso de la producción, por
factores como el crecimiento de los mercados exteriores y
la ampliación del horizonte tecnológico. Pero lo que ofrece
un interés especial es la interacción entre estas dos ten
dencias. Parece razonable suponer que sin el aumento de
la producción a partir de 1740, el aumento correspondiente
de la población habría sido frenado por el aumento del ín
dice de mortalidad, provocado por la baja de los niveles de
vida. Parece igualmente probable que sin el crecimiento de
, 1a población, que adquirió importancia en la segunda mitad
del siglo xvi ii, la revolución industrial británica se habría
retrasado por falta de mano de obra. Parece, también, que
sin el aumento de la demanda de los precios —que refleja
ba, ínter alia, el crecimiento de la población— los produc
tores británicos habrían tenido menos incentivos para ex
pansionarse e innovar y que, por consiguiente, se habría per
dido una parte del dinamismo que impulsó la revolución
industrial. Parece, asimismo, que el aumento de las posibi
lidades de empleo provocado por la revolución industrial
impulsó a la gente a casarse y a formar familias a una edad
42
más temprana que en el pasado y que incrementó las expec
tativas medias de vida.
Es importante, sin embargo, no simplificar con exceso la
cuestión. «Para los que desean un módulo general de inter
pretación —ha señalado el profesor Habakkuk— existen, evi
dentemente, todos los elementos para forjar una versión he
roicamente simplificada de la historia de Inglaterra anterior
al siglo xix, una versión en la que los movimientos a largo
plazo de los precios, de la distribución de los ingresos, de las
inversiones, de los salarios reales y de la migración son do
minados por los cambios en las dimensiones de la pobla
ción.» 19 Pero junto con el aumento de la fuerza de trabajo
hay que tener en cuenta otros factores. El hecho es que la
nueva tecnología se introdujo en un país que disponía de re
servas de mano de obra, de tierra y de capital. Existía toda
vía tierra sin cultivar y tierra comunal que podía cultivarse
con mayor intensidad; existía capital adquirido en el co
mercio ultramarino del siglo xvm. Los industriales podían
contar con amplias reservas de mano de obra no calificada.
Los agricultores podían adoptar métodos de cultivo inten
sivo en gran escala, en el mismo momento en que aumenta
ba la población tanto en la ciudad como en el campo: este
aumento les permitía disponer de mercados en expansión y
de una gran fuerza de trabajo. Pero sin una cierta dispo
nibilidad de los demás recursos —tierra y capital— el cre
cimiento de la población habría chocado rápidamente con
un techo en la producción. Con esta disponibilidad adicional,
constituyó un incentivo positivo para el cambio y el desarro
llo económicos.
43
III. La revolución agrícola
45
nivel de vida básico dependía de las condiciones de los mer
cados nacionales e internacionales que de las circunstancias
climáticas. En cuarto lugar, aumentó grandemente la pro
ductividad de la agricultura, es decir, el volumen de produc
ción por unidad de fuerza de trabajo en plena dedicación
(full-time).
Estas características se manifestaron gradualmente a lo
largo de un extenso período y aparecieron en fases distintas
en las diferentes regiones. Para relacionarlas con la revolu
ción industrial hemos de identificar el período crucial de
transformación, hemos de poder decir cuándo ocurrieron los
cambios importantes en la práctica, en la organización y en
las actitudes agrícolas. ¿Podemos especificar realmente es
tos cambios importantes, podemos fecharlos con la suficien
tes exactitud para establecer cuándo ocurrió efectivamente
la revolución agrícola en Gran Bretaña? ¿Podemos decir si
precedió, acompañó o siguió a los acontecimientos que cons
tituyeron el núcleo de la revolución industrial propiamente
dicha y que, en principio, podemos situar en el período 1780-
1850? Las respuestas a estas preguntas son difíciles a nivel
nacional, debido a que la experiencia regional fue muy va
riada. Podemos, sin embargo, arrojar un poco de luz sobre
la cuestión de cuándo ocurrió la revolución agrícola ingle
sa examinando tres procesos, relacionados entre sí, de los
que dependió en gran parte: 1) la adopción de nuevas téc
nicas de producción; 2) el cercamiento (enclosure); 3) los
cambios en las actitudes de los empresarios.1
46
/.ación del arado triangular de Rotherham (patentado en
1730), que permitía remover la tierra con rapidez y efectivi
dad con un equipo de dos caballos y un hombre, en vez del
lento y tradicional arado rectangular movido por cuatro, seis
u ocho bueyes y atendido por el conductor de los bueyes y
un encargado de manejar el arado. En la década de 1780 se
experimentaron máquinas trilladoras. Fueron los primeros
pasos importantes hacia la reducción del trabajo manual
en las operaciones agrícolas en Gran Bretaña.
El abandono de las antiguas formas de rotación de los
cultivos basadas en frecuentes períodos de barbecho (dos de
cada tres años en algunas zonas), en favor de la rotación de
legumbres y de cultivos herbáceos amplió la zona de cultivo
efectivo y permitió disponer de forraje para el ganado du
rante el invierno. Las semillas herbáceas eran cultivos recu
perativos; los nabos y las patatas eran cultivos de escarda;
permitían cultivar continuamente el suelo sin temor de ago
tamiento; permitían, también, alimentar el ganado durante
el invierno. Ya no era necesario dejar la tierra sin cultivar
para conservar su fertilidad y se podían hacer inversiones
en ganadería para mejorar las crías. Además, el ganado no
tenía que apacentar exclusivamente en los pastos natura
les sino que podía contribuir a las nuevas técnicas de rota
ción y beneficiarse de ellas. El ganado comía el forraje y las
raíces y aumentaba la fertilidad del suelo con sus residuos.
Es indudable que estas inversiones aumentaron grande
mente la producción total de una determinada unidad de tie
rra o de trabajo en todos los puntos en donde fueron intro
ducidas. El problema consiste en decidir cuándo constituye
ron una contribución efectiva a la producción agrícola na
cional total. ¿Cuándo se generalizaron los nuevos cultivos,
las nuevas rotaciones, las nuevas máquinas y las nuevas ra
zas de ganado?
Sobre ésta, como sobre muchas otras cuestiones, los his
toriadores de la economía acostumbraban a pronunciarse con
más seguridad y confianza en el pasado que en la actuali
dad. Se decía que los agricultores innovadores acumularon
iortunas fabulosas. Se atribuía —y aún se atribuye algu
nas veces— una importancia formidable, por ejemplo, al cul
tivo del nabo y a los esfuerzos de su más famoso propugna-
dor «Turnip» (Nabo) Townshend. El profesor Ragnar Nurkse,
por ejemplo, ha escrito:
47
«Sabido es que la espectacular revolución industrial ha
bría sido imposible sin la revolución agrícola que la prece
dió. Ahora bien, ¿qué fue la revolución agrícola? Se basó
esencialmente en la introducción del nabo. El humilde nabo
hizo posible un cambio en la rotación de los cultivos que no
requería mucho capital y que, en cambio, dio lugar a un
enorme aumento de la productividad agrícola. El resultado
fue que se pudieron producir más alimentos con menos mano
de obra, la cual se liberó para la constitución de capital.» 2
En realidad, no existe prueba alguna de que el cultivo
del nabo (que es un cultivo que exige un trabajo intensivo)
diese lugar a ningún ahorro de trabajo ni de que las raíces o
el trébol fuesen cultivos generalizados antes de comienzos
del siglo xix. Existen dudas sobre la extensión de las me
joras conseguidas por los innovadores más famosos, bien en
cuanto al aumento de la producción en sus propias haciendas
bien en cuanto a la aparición de imitadores inmediatos.3 La
mayoría de los nuevos métodos no se podían introducir con
eficacia en los campos abiertos —eliminados de la escena
agrícola inglesa a finales del siglo xvm y principios del xix
por el movimiento de enclosure— y tuvieron que adaptarse
a las condiciones locales del suelo. Hasta 1820, el arado Rho-
terham —calificado de «el mayor perfeccionamiento en el
arado desde finales de la Edad del Hierro y desde los tiem
pos romano-británicos»— no empezó a dar en la mayoría de
los distritos mejores resultados que los tipos tradicionales.4
El hecho es que la mayoría de los campesinos arrendatarios,
que cultivaban el 80 por ciento o más de las tierras labra
das del país no tenían ni el incentivo ni el capital necesario
para librarse a experimentos; incluso los propietarios más
ricos y eficaces vacilaban, por razones políticas y sociales, en
introducir máquinas ahorradoras de mano de obra en las
zonas rurales que sufrían de subempleo crónico. En todo
caso, la presión de la mano de obra se hacía sentir en las
épocas de cosecha y no se ganaba mucho con economizar
mano de obra en los demás meses del año. Además, pese al
auténtico entusiasmo que se sentía por el progreso agrícola
y pese a la abundancia de publicaciones en la segunda mitad
del siglo xvm, es dudoso que la mayoría de los agricultores
conociesen la nueva tecnología, hasta que veían aplicarla en
la granja del vecino. Se ha calculado que el ritmo de progre
48
so de los nuevos métodos era únicamente de una milla anual
a partir del punto de origen.s
Hay que recordar, por encima de todo, que la agricultura,
más que cualquier otro ramo de la actividad económica, pre
sentaba grandes diferencias de carácter y de trayectoria his
tórica de región a región. No podemos dar por supuesto que
las técnicas que resultaban efectivas en una región se adap
taban fácilmente a las distintas condiciones de otras. Tam
poco es fácil establecer con certeza que el ejemplo de los in
novadores fuese seguido por todos, ni siquiera en sus pro
pias regiones. Algunos observadores coetáneos, como Arthur
Young, describieron muchas figuras de agricultores innova
dores, pero no sabemos hasta qué punto su conducta puede
considerarse típica y representativa. En muchos casos, hay
razones para creer que lo que los coetáneos consideraban
digno de registrar por su interés era, precisamente, el caso
atípico. Éstas son algunas de las razones de las dudas que se
experimentan en torno a esta cuestión. Muchas de las nuevas
técnicas del siglo xvm sólo servían para los suelos ligeros y
arenosos y no pudieron adaptarse en las zonas de suelo pe
sado hasta que la utilización del tubo de desecación cilindri
co y la aplicación del vapor a las bombas permitió drenar
los suelos arcillosos y los terrenos pantanosos a mediados
del siglo xix. Se necesitarán muchos trabajos de investiga
ción a nivel regional antes de poder llegar a conclusiones ge
nerales y ciertas sobre el impacto de las nuevas técnicas
agrícolas en la productividad agrícola nacional durante la
segunda mitad del siglo x v iii y la primera del xix.2
HOS 4 49
.. Destruyó las restricciones que el sistema de campo abier
to hacía pesar sobre el cambio tecnológico, pero no aseguró
por sí misma la adopción de las nuevas técnicas de produc
ción para el mercado y de la superior productividad que
implicaban. Algunos de los pequeños agricultores que reci
bieron una parcela en términos de una Enclosure Act se em
pobrecieron hasta tal punto al tener que cargar con los gas
tos de legalización y con los de construcción de la cerca, que
no pudieron invertir gran cosa en la mejora de la tierra y de
la propiedad o en la compra de maquinaria o de ganado. Al
gunos grandes propietarios hicieron un uso menos intensivo
de las nuevas tierras adquiridas (baldíos y tierras comuna
les) que el que de ellas hacían los campesinos (cottagers y
squatters) para el sostenimiento de sus familias. Hay prue
bas de que el consumo de alimentos bajó entre los campe
sinos pobres en la segunda mitad del siglo xvin, hasta redu
cirse a una dieta compuesta básicamente de pan y queso,
porque «el sistema de enclosures les había arrebatado sus
pastos y la tierra donde recogían la leña para cocer sus co
midas calientes».6 Al mismo tiempo, se redujeron sus posi
bilidades de cazar con trampas o de pescar, porque en las
tierras cercadas los propietarios invocaban terribles leyes de
caza y protegían sus cotos con trampas contra seres huma
nos y pistolas disparadas con resortes. La carne desapareció
virtualmente de la mesa de los campesinos pobres.
Con estas salvedades, pues, ¿podemos decir cuándo el
movimiento de enclosure adquirió un empuje revoluciona
rio? Es difícil hacer afirmaciones concluyentes al respecto.
Se ha calculado que en 1700 la mitad de la tierra arable del
país, aproximadamente, se cultivaba todavía con el sistema
de campo abierto. En 1820, sólo en media docena de conda
dos ingleses más del 3 por ciento de sus tierras estaban sin
cercar, y en ellas una gran parte del cercamiento por ley del
Parlamento se completó antes de 1830.7 Se puede considerar
que la enclosure privada (es decir, la realizada mediante ne
gociaciones privadas para comprar los derechos de los due
ños y los arrendatarios) continuó a lo largo de este período,
como había continuado a lo largo de siglos. Pero, en las al
deas donde el número de propietarios era importante, el te
rrateniente que quería consolidar su propiedad tenía que
llegar a acuerdos con una gran cantidad de individuos y sus
posibilidades de hacerlo en privado disminuyeron a lo largo
50
del siglo xviii por dos razones: primero, porque los casos
que sobrevivieron a los primeros siglos de negociación y de
presión privadas eran los más difíciles; segundo, porque los
ni tos precios de los cereales en la segunda mitad del si
glo xvm hacían remunerador el cultivo de cualquier trozo
ilc campo abierto, por pequeño que fuese.
El precio de los cereales fue el factor crucial que impul
só al terrateniente a consolidar sus tierras y al campesino
a aferrarse a las suyas. En la primera mitad del siglo xvm,
los precios del grano fueron generalmente bajos; por ello,
la presión para acelerar los cercamientos fue generalmente
débil. El ritmo de la enclosure parlamentaria fue lento y con
tinuo, generalmente, durante este período (1700-1760), y es
significativo que «los únicos años en que se nota una clara
uctividad del Parlamento son los de 1729-1730 y 1742-1743, es
decir, períodos, ambos, inmediatamente posteriores a cose
chas deficientes y con precios de los alimentos relativamen
te altos».8 Se puede presumir que la enclosure privada siguió
practicándose también de manera continua a medida que la
tierra agotada por el sistema de campo abierto era llevada
al mercado. A menudo, las tierras arables abiertas eran cer
cadas porque se habían agotado demasiado para dar cose
chas de cereales mínimamente aceptables, al nivel de subsis
tencia de los cultivadores; por ello se convertían en pastos.
Pero en la segunda mitad del siglo xvm, a medida que
la población aumentaba y que las ciudades crecían, el precio
del grano se elevó y el panorama cambió. Existen razones
para creer que las enclosures privadas prosiguieron a un rit
mo más lento que en el período anterior a 1760, porque los
incentivos para resistir a la desposesión eran fuertes cuan
do el precio de los artículos alimenticios era alto. Los aspiran
tes a enclosers tenían que encontrar la manera de imponer
el cercamiento. El ritmo de las enclosures parlamentarias,
en cambio, se aceleró claramente. Vale la pena distinguir las
Acts relativas al cercamiento de las tierras arables y los te
rrenos cultivados según el sistema de campo abierto (junto
con los terrenos comunales asociados) y las Acts relativas
simplemente al cercamiento de los pastos comunales y de
las tierras yermas. Las primeras permitían (aunque no ase
guraban) la introducción de las nuevas técnicas de cultivo en
gran escala, de mecanización, de crianza del ganado, de dre
naje y de experimentación científica. Las segundas no hacían
51
más —en la mayoría de los casos— que extender el margen
de los cultivos a tierras que no tienen valor alguno cuando
el precio del grano era bajo. «Antes de 1760, el número de
Acts que se referían específicamente al sistema de campo
abierto (es decir, que se referían esencialmente a las tierras
arables y a las praderas) no excedió de 130. Entre 1760 y
1815 su número se elevó a más de 1.800.»9 A finales del si
glo xv'tii, los especialistas agrícolas ingleses estaban conven
cidos de que el único medio de aumentar la producción del
área cultivada, para responder a la creciente demanda, con
sistía en eliminar las explotaciones de campo abierto y dar
a los terrenos comunes una utilización comercial provecho
sa. En 1801, la primera General Enclosure Act estableció un
procedimiento más directo para la endosare impuesta por
decreto, simplificando el mecanismo parlamentario para la
endosure de los terrenos comunes y reduciendo sus gastos.
El resultado fue una verdadera explosión de inversiones en
terrenos pequeños que hasta entonces no se consideraban lo
bastante rentables como para soportar los precios del cer-
camiento.
Es imposible decir exactamente hasta qué punto la endo
sure de los campos abiertos contribuyó a la revolución en
las técnicas agrícolas. «Es significativo —escribe Ashton—
que casi todos los perfeccionamientos de la técnica agríco
la de que se tiene noticia se realizasen en terrenos ya cerca
dos o en proceso de cercamiento.» 10 Es indudable que la
endosure amplió el área de la tierra productiva en Inglate
rra, aunque esa ampliación no se mantuvo plenamente des
pués de la crisis agrícola que siguió a Waterloo. Cuando la
presión en demanda de alimentos alcanzó su punto culminan
te, sobre todo en los períodos de hambre de las guerras na
poleónicas, hubo una tendencia a poner en cultivo las tierras
yermas y las comunes y se sembró trigo en tierras margi
nales que nunca habrían producido grano de regir los pre
cios normales de tiempo de paz. Se ha calculado que entre
1727 y 1760, cuando los precios de los cereales eran general
mente bajos, se cercaron por disposiciones del Parlamento
menos de 75.000 acres de pastos y de yermos comunales;
entre 1761 y 1792, la cifra se acercó al medio millón de acres
(unos 478.000); después de las guerras francesas y napoleó
nicas, se elevó a más de un millón; y en el período 1816-1845
volvió a caer por debajo de los 200.000 acres.11 Esta sustan
52
cial contribución a los recursos agrarios del país fue uno
ile los elementos más importantes para explicar su capacidad
de alimentar una población en rápido crecimiento (aunque
con una dieta media inferior) y unos centros industriales en
plena expansión y, asimismo, su capacidad de resistir una
anormal serie de malas cosechas y una dura guerra. No hay
que olvidar, sin embargo, que las nuevas técnicas agrícolas,
al sacar altos rendimientos de suelos pobres y arenosos que
antes eran relativamente improductivos, convirtieron tierras
otrora marginales en valiosas zonas cerealistas. En térmi
nos monetarios, tuvieron mucho más valor para el granjero
innovador que para el campesino que llevaba a su ganado
a pastar en ellos.
Se acostumbra a decir que las enclosures crearon una
reserva de mano de obra barata sin la cual la revolución in
dustrial habría sido imposible. Se ha dicho que causaron
la ruina y provocaron la expulsión de los yeomen, empobre
cieron a los cottagers y despoblaron las aldeas. Pero han
surgido muchas dudas sobre la validez de estas hipótesis al
intentar confrontarlas con los datos de que se dispone para
determinadas regiones y comunidades en los períodos cul
minantes de la endosare parlamentaria (es decir, en la se
gunda mitad del siglo xvm y a principios del xix).
Los datos sobre la población, por ejemplo, indican que
el número de habitantes de las zonas rurales aumentó con
tanta rapidez como el de los centros industriales. Las opera
ciones de vallado y de excavación de zanjas exigidas por el
cercamiento de los terrenos comunes aumentaban la necesi
dad de mano de obra y no al revés. Quizá en algunos casos
la tierra en vez de dedicarse al sembrado se convertía en
pasto permanente y, por consiguiente, exigía menos mano
de obra, pero a medida que aumentaba la población y que
el precio del grano subía estos casos eran cada vez más raros.
La transformación de los terrenos comunes y yermos en tie
rras de labor también exigió más mano de obra y no al re
vés. La misma consecuencia tuvieron las nuevas técnicas agrí
colas permitidas por la endosare —la eliminación del bar
becho, los prados artificiales, la creación de grandes rebaños
de ganado vacuno y de animales de raza. La endosare no
parlamentaria pudo dar lugar a la absorción y a la consoli
dación de grandes haciendas, pero las investigaciones de ám
bito regional relativas a los períodos posteriores a 1780 pa
53
recen' indicar que la enclosure impuesta por Acts del Parla
mento produjo un aumento en todas las categorías de pro
pietarios que cultivan su tierra .12 Con las Enclosure Acts mu
chos cottagers de derecho común recibieron una compensa
ción por sus derechos que les permitió comprar, por prime
ra vez, pequeños terrenos. Mientras subsistieron los precios
artificialmente elevados del período de guerra pudieron vi
vir bastante bien con estos terrenos marginales.
En efecto, la enclosure, estimulada por la elevación de los
precios del grano, tendió a favorecer los intereses de todos
los que podían establecerse o comprar una parcela de tie
rra, e hizo rentables muchas pequeñas propiedades. La re
ducción radical de los pequeños propietarios-cultivadores se
produjo después de Waterloo, cuando los precios bajaron y
creció el número de pobres; sólo los grandes propietarios
pudieron sobrevivir. Aunque indudablemente, una tendencia
a largo plazo al aumento de las dimensiones de las hacien
das (que se ha relacionado, con razón, con las enclosures),
no era un resultado directo del período revolucionario de
las enclosures a únales del siglo xvm y comienzos del xix.
Hay que recordar, además, que Inglaterra es todavía un
país de explotaciones agrícolas de tamaño medio y pequeño
y que el número de personas dedicadas a la agricultura si
guió aumentando durante el período de las enclosures. Has
ta pasada la mitad del siglo xix la población agrícola no em
pezó a descender en cifras absolutas. En resumen, no se debe
exagerar el impacto de la explosión de enclosures parlamen
tarias, que coincidió con las primeras fases de la revolución
industrial en Inglaterra.
54
curren en largos períodos de tiempo— ampliaron gradual
mente el mercado de los productos agrícolas y crearon un
clima favorable para la innovación y la consolidación de las
haciendas. La respuesta de la agricultura a esta ampliación
de las posibilidades eliminó algunas de las barreras que fre
naban el crecimiento ulterior de la población, de las ciuda
des y de la industria: éstas, a su vez, crearon nuevas opor
tunidades para la agricultura. El factor crucial en este pro
ceso fue, sin embargo, el desarrollo y los cambios del factor
humano. Los hombres que tomaban las decisiones en la agri
cultura pudieron transformar la industria porque estaban
dispuestos a revisar sus métodos de cultivo y de organiza
ción en una escala suficiente.
Al considerar la relación de la revolución agraria con el
proceso de industrialización en Inglaterra vale la pena recor
dar que una y otro eran parte de un proceso más amplio de
transformación económica que hemos dado en llamar re
volución industrial. En esencia, los cambios que se estaban
produciendo en la agricultura eran del mismo tipo que los
que ocurrían en la manufactura y el comercio. Había en ellos
tres rasgos importantes: 1) una ampliación de los horizontes
económicos, tanto en el espacio como en el tiempo: en ge
neral, los agricultores tuvieron que dedicarse más a produ
cir para un mercado nacional o internacional que para el
consumo doméstico o regional; algunos de ellos emprendie
ron grandes planes de drenaje o de cría de ganado, cuyos be
neficios se iban a percibir no en la próxima cosecha sino en
fecha mucho más distante; 2 ) un aumento de la especiali-
zación económica, ejemplificado por la aparición del gran
jero profesional o del jornalero sin tierra sustituto del cam
pesino autosuficiente que sólo trabajaba por cuenta ajena
en las épocas de cosecha y de siembra, y 3) la aplicación de los
conocimientos científicos y de los métodos experimentales
a actividades rígidamente reguladas, con anterioridad, por
la tradición, la práctica comunal y el azar.
Estos procesos constituyen la esencia de una revolución
industrial en el sentido amplio del término. En la agricul
tura tuvieron lugar lenta pero acumulativamente. Ninguno
de ellos apareció de modo súbito ni pudo atribuirse su im
pacto a un momento concreto de la historia. Pero todos ellos
fueron estimulados hasta un punto que resulta difícil medir
con precisión o exagerar por el alto precio de los cereales.
55
característico de la segunda mitad del siglo xvm y cuyo mo
mento culminante se alcanzó durante las guerras con Fran
cia terminadas en Watcrloo.
La nueva actitud ante la agricultura se propagó por to
das las clases de la sociedad, pero .empezó a tomar fuerza
en los estratos superiores de la escala social. «Jorge III se
entusiasmaba con el título de “Granjero Jorge”, considera
ba que la persona a quien más debía era a Arthur Young,
llevaba siempre consigo en su carroza el último volumen de
los Anales [de Agricultura], cuidaba de su granja modelo
en Windsor, y constituyó un rebaño de ovejas merinas y reá-
lizó experimentos en la cría de ganado.» 13 La aristocracia,
el clero e incluso los terratenientes-políticos y los terrate
nientes-industriales como John Wilkinson se apasionaban por
las cuestiones del perfeccionamiento de la agricultura. A to
dos les interesaba el progreso tecnológico en la agricultura,
y cabe decir que el siglo xvm fue fructífero al respecto. Se
crearon una gran cantidad de sociedades y asociaciones agrí
colas para el intercambio de conocimientos e ideas. En 1793
se creó el Board of Agriculture para propagar el nuevo evan
gelio.
Quizá los pequeños propietarios, los arrendatarios y los
aldeanos estaban menos interesados por estos cambios, pero
es indudable que en la segunda mitad del siglo xvm los cam
bios eran ya evidentes, aunque hasta mediados del siglo xix
no llegasen a ser generales. Gradualmente, a medida que la
enclosure fue transformando el marco institucional, las nue
vas actitudes se extendieron hasta los más pequeños pro
ductores agrícolas. Las investigaciones a nivel regional reve
lan el alcance de las transformaciones, una zona tras otra.
Estudiando el proceso de cambio rural en los Midlands, el
doctor Moskins ha descrito los revolucionarios efectos de la
enclosure en dicha región: «El campesino autosuficiente se
convirtió en un hombre que gastaba dinero. La economía co
mercial reemplazó la economía campesina. Cada hora de tra
bajo tenía un valor monetario: el paro se convirtió en un
verdadero desastre, porque no había ningún trozo de tierra
a que el asalariado pudiese recurrir.»14 Los estudios de la
señorita Thirsk sobre Lincolnshire son igualmente revela
dores al respecto.
En las aldeas de las zonas pantanosas, por ejemplo, los
hijos y los nietos de los que se habían especializado en la
56
cría de gansos y en la pesca y la caza de aves se ganaban la
vida en la nueva agricultura como labradores y jornaleros en
la rica tierra cerealista. En las aldeas de Lincolnshire:
«... es indudable que la endosare y las mejoras que ésta
hizo posibles elevaron, por primera vez, las ambiciones del
agricultor ordinario, y que las nuevas oportunidades, súbita
mente aparecidas, pusieron en acción grandes reservas de
energía humana, hasta entonces inutilizadas. El efecto psico
lógico del cambio duplicó y triplicó la fuerza del estímulo
original, y la gente estaba dispuesta a ir más allá de los lí
mites económicos en las inversiones de dinero y esfuerzos
en sus granjas.» 15
En resumen, ¿qué podemos decir sobre la contribución
de la revolución agrícola al proceso de industrialización en
Inglaterra? ¿Qué papel desempeñó la agricultura en la pri
mera revolución industrial? Por definición, el papel de la
agricultura en una economía preindustrial ha de ser impor
tante. Una elevación general de las rentas agrícolas repre
senta una elevación de los ingresos de la mayoría de la po
blación; el cambio tecnológico en la agricultura afecta a la
mayoría de los productores; un descenso de los precios agrí
colas hace bajar el coste de las materias primas en los sec
tores no agrícolas y el de los alimentos que consumen los
asalariados, en general.
Es razonable suponer, pues, que la serie de buenas co
sechas que caracterizó el período 1715-1750 redujo los cos
tes de la industria británica (la mayoría de la cual dependía
de las materias primas agrícolas), aumentó los ingresos de
los campesinos pobres y de los ciudadanos pobres, éstos pu
dieron ahorrar, no tuvieron que gastar todos sus ingresos en
artículos de primera necesidad y pudieron adquirir bienes
manufacturados. La época de la ginebra fue una manifesta
ción de este proceso Otro reflejo —más sano— de lo mismo
fue el desarrollo continuo de las industrias textiles. Los co
mienzos de la expansión de la población y de la industria
británicas, que pueden situarse en la década de 1740, pueden
haber sido condicionados en grado importante, y posible
mente puestos en marcha, por el preludio agrícola. Aunque
ios ingresos de los terratenientes y de los grandes granjeros
descendieron a comienzos del siglo xvm a causa de las bue
57
ñas cosechas, los cottagers y los jornaleros agrícolas (que
constituían, sin duda, la mayoría) se beneficiaron de ellas,
lo mismo que los consumidores y los productores de los sec
tores no agrícolas.
En la segunda mitad del siglo xvin, la interacción entre
la industria y la agricultura tomó una forma diferente. La
elevación del precio de los cereales, estimulada por la urba
nización y por el desarrollo industrial, impulsó la extensión
de las tierras cultivadas, la adopción de mejoras técnicas
que reducían los costes, y la profesionalización de las labo
res agrícolas en todos los niveles. El aumento de los ingre
sos de los propietarios y de los arrendatarios constituyó un
incentivo y una fuente de financiación del progreso agrícola.
Si la agricultura no llegó a suministrar toda la mano de obra
que las técnicas de laboreo intensivas exigían, alimentó, por
lo menos, la creciente población de donde salió la fuerza de
trabajo industrial. Entre 1751 y 1821, la población de Ingla
terra y el País de Gales aumentó más del doble, pero la im
portación de granos seguía siendo insignificante, excepto en
los años de desastre agrícola. Si la agricultura no hubiese
sido capaz de responder al desafío, es difícil ver cómo po
dría haberse producido la primera revolución industrial tal
como efectivamente se produjo, es decir, es un país peque
ño, con una base de recursos naturales muy estrecha; de
otro modo, el comercio exterior, en vez de permitir la im
portación de materias primas industriales (algodón, hierro,
lana) habría tenido que centrarse en la compra de artículos
alimenticios. La revolución industrial inglesa pudo adquirir
una fuerza irreversible con la ayuda de una industria de
punta —la algodonera— cuya materia prima básica tenía que
importarse enteramente de otras latitudes. En muchos de
los actuales países subdesarrollados es, precisamente, su in
capacidad de aumentar la producción agrícola doméstica a
un ritmo suficiente para alimentar una población creciente
lo que constituye el principal obstáculo para una industria
lización sostenida.
Al responder plenamente al desafío, la agricultura britá
nica mantuvo dentro de la economía doméstica un poder de
compra que, de otro modo, se habría dirigido hacia los mer
cados exteriores. El aumento de las rentas agrícolas significó
un aumento del poder de compra para los productos de la
industria británica y creó el sólido mercado interior que jus-
58
lilicaba la producción en gran escala y hacia rentables las
factorías. Siempre es difícil y arriesgado crear una industria
sobre la base de la demanda exterior. Pero esto era par
ticularmente difícil en las inestables condiciones internacio
nales de un medio siglo que vio acontecimientos como la
Guerra de los Siete Años, la Guerra de la Independencia nor
teamericana, la Revolución francesa y la conflagración euro
pea que terminó en Waterloo. Sin embargo, éste fue, preci
samente, el período en que el proceso de industrialización
británico adquirió una fuerza sin precedentes. Si hubiese de
pendido esencialmente de la demanda de los mercados exte
riores es muy improbable que los industriales británicos, y
los apoyos con que contaban en el comercio y las finanzas,
hubiesen aventurado su capital con tanta confianza. La exis
tencia de un mercado interior en plena expansión redujo el
demento de incertidumbre hasta proporciones calculables y
constituyó el más fuerte incentivo para la innovación.
Finalmente, la agricultura suministró una parte sustan
cial del capital requerido para el éxito de la industrializa
ción. Es imposible analizar con exactitud el origen de los
fondos que financiaron la primera revolución industrial, pero
es evidente que la primera actividad económica británica —la
agricultura— hizo una importante contribución. La mayoría
de los talleres metalúrgicos, por ejemplo, fueron construidos
por terratenientes. Los granjeros eran partidarios de los pla
nes de mejora de las comunicaciones locales por carretera,
río o canal. Muchos de los primeros industriales provenían
del campo y pudieron pedir prestados sus capitales con la
garantía de sus propias tierras o bien recurriendo a sus ami
gos y convecinos agricultores. Era, desde luego, una corrien
te de doble dirección, porque la revolución en la industria
y la revolución en la agricultura eran una parte de un mis
mo proceso. Para los industriales que triunfaban era algo
natural consolidar su prestigio social y su crédito —tan ne
cesarios para financiación de sus empresas industriales— in
virtiendo una parte de sus ganancias en propiedades territo
riales. Para los más emprendedores era también natural or
ganizar sus haciendas agrícolas con el mismo espíritu inno
vador con que llevaban sus factorías. John Wilkinson, por
ejemplo, el famoso metalúrgico, dedicó una parte de sus be
neficios industriales y mineros a financiar mejoras agríco
las. Emprendió la realización de grandes planes de recupe
59
ración de tierras y de repoblación forestal y fue un verda
dero pionero en la utilización de la maquinaria agrícola: en
1798 utilizó una máquina trilladora movida a vapor.16
Además, sobre la agricultura pesaba la mayor parte de
la carga del Estado. El impuesto territorial fue la base tradi
cional de los ingresos del Estado durante todo el siglo xvm.
Incluso cuando las necesidades de la guerra obligaron a Pitt
a establecer un impuesto sobre la renta, el sector agrícola
suministró la mayor parte de los nuevos ingresos, en parte
por sus dimensiones y en parte porque era más fácil calcu
lar y cobrar el tributo en una comunidad agrícola estable
que en un grupo urbano. Entre 1803-1804 y 1814-1815 las gran
des rentas calculadas para la tributación bajo el epígrafe D
(el sector comercial e industrial) aumentaron en menos del
10 %, pese a la inflación galopante; en cambio en los epígra
fes A y B (las rentas agrícolas y territoriales) el aumento
fue casi del 60 %. Si el comercio y la industria hubiesen pa
gado la «debida parte» del creciente costo de las guerras
con Francia, es muy probable que la revolución industrial
hubiese sufrido en sus primeras fases un considerable re
troceso.
Podemos decir, pues, brevemente, que la revolución agrí
cola en Inglaterra contribuyó a la efectividad de la primera
revolución industrial de tres formas principales: 1) alimen
tando la creciente población y, sobre todo, la población de
los centros industriales; 2 ) aumentando el poder de compra
de la población para la adquisición de los productos de la
industria británica; 3) suministrando una parte sustancial
del capital requerido para financiar la industrialización y
para mantenerla en marcha incluso durante el período de
guerra. Aunque los avances de la agricultura pudieron ser
importantes en las condiciones ambientales que estimularon
el aumento inicial de la población y de la producción de la
década de 1740 y que facilitaron su aceleración en la de 1780
y con posterioridad, aunque estos avances fuesen importan
tes, decimos, es ei roneo creer que la revolución agraria fue
muy anterior a la revolución industrial. La transformación
de la agricultura fue contemporánea de la de la industria, el
comercio y el transporte; es más exacto verlas como partes
de un mismo y único proceso.
60
IV. La revolución comercial
61
se aproxima rápidamente al punto de saturación en todo
mercado particular. Dado que muchos países preindustria
les dependen básicamente de una sola mercancía de expor
tación —el producto o la aptitud de que disponen en abun
dancia inhabitual—, la demanda exterior de esta mercan
cía es difícil que apmente, a menos que se puedan encon
trar nuevos compradores y abrir nuevos mercados. Para la
Europa preindustrial, el camino más claro hacia el dcsa-
i rollo económico consistía en aumentar sus relaciones co
merciales y abrir mercados en otros continentes. Por ello,
la historia económica de los siglos xv, xvi y x v t i está llena de
intentos de ampliar el horizonte comercial europeo. Pero la
tarea era difícil. El mundo subdesarrollado de entonces
—como el de ahora— tenía un bajo poder adquisitivo. A me
nudo era indiferente —más que el mundo moderno— a los
bienes que Europa podía vender, especialmente si tenemos
en cuenta que los largos y peligrosos viajes por el mar y
tierra obligaban a fijar precios muy altos.
En esta carrera para ampliar el horizonte económico de
la región del mundo que más rápidamente de desarrollaba
—Europa occidental— Gran Bretaña se encontraba en una
posición estratégicamente favorable. Gran Bretaña tenía tam
bién un fuerte incentivo para triunfar, porque sus propios
recursos naturales eran relativamente reducidos y en modo
alguno exclusivos. No era más fértil que el resto de Europa
occidental: sus recursos en madera y en minerales eran limi
tados y agotables; su acceso a las pesquerías del norte no
era más fácil que el de los holandeses o los franceses. Era,
pues, muy sensible —como hoy— a la competencia extran
jera. Había conseguido edificar una floreciente industria de
exportación elaborando la lana de que disponía en canti
dad abundante y de buena calidad y desarrollando las ap
titudes técnicas y las técnicas comerciales que le permitían
vender tejidos de lana de calidad más barato que la mayoría
de sus vecinos. Durante la mayor parte de su historia co
mercial preindustrial, Inglaterra se aproximó a la condición
de la economía monoexportadora: «Desde la época de los
reyes angevinos hasta la del Protectorado cromwelliano la lana
o los tejidos de lana constituyeron casi la totalidad de las
exportaciones inglesas.» 1 A mediados del siglo xvm, los teji
dos de lana constituían todavía más de la mitad del valor de
las exportaciones inglesas.
62
En dicha época, se había abierto ya el comercio por el
Atlántico y las plantaciones inglesas en las Indias Occidenta
les habían ampliado grandemente la gama de mercancías que
los comerciantes ingleses podían vender en Europa. Como las
especies y el té del Lejano Oriente, los productos de las In
dias Occidentales —azúcar, tabaco, algodón, índigo, tintu
ras— eran mercancías valiosas e imposibles de conseguir en
Europa; además, se estaban convirtiendo rápidamente en
artículos de primera necesidad. En la primera mitad del si
glo xvni, el volumen de las reexportaciones inglesas se ha
bía incrementado en un 90 %•, en el medio siglo siguiente,
el comercio de reexportación aumentó en más de dos veces.
Las mercancías tropicales tuvieron una inmensa impor
tancia porque aumentaron el poder de compra británico en
el continente europeo. Gran Bretaña necesitaba sus impor
taciones europeas para objetivos de producción vitales y no
sólo para satisfacer la demanda de vino y de coñac de la
clase superior. Necesitaba maderas, brea y cáñamo para
sus barcos, hierro en lingotes de alta calidad para su
industria metalúrgica, seda cruda e hilada para su indus
tria textil. Su expansión industrial por las vías tradiciona
les resultó severamente limitada por el hecho de que la de
manda de productos de lana era inelástica y estaba acer
cándose al punto de saturación en los mercados tradiciona
les. De no haber sido por los productos tropicales, de de
manda elástica y con un mercado en pleno desarrollo en
las regiones templadas, al comercio británico le habría sido
muy difícil extenderse por Europa.
Naturalmente, había que pagar los productos tropicales
y no era fácil comprarlos con manufacturas de lana. La de
manda tropical de artículos de lana era limitada por razo
nes climáticas y no existían otras mercancías británicas que
gozasen de una ventaja especial en la mayoría de los merca
dos. En Africa, por ejemplo, la demanda de artículos manu
facturados británicos resultó limitada además por el bajo
nivel de los ingresos y en China porque las manufacturas lo
cales eran a menudo tan buenas como las inglesas y siempre
mucho más baratas. En último término, la solución a los nu
merosos problemas que planteaba el equilibrio de la oferta
y la demanda en el mercado internacional se encontró desa
rrollando una compleja red mundial de transacciones co
merciales centrada en Londres. Las islas de las Indias Occi
63
dentales, administradas por una élite de plantadores sobre
la base de una sociedad esclavista, constituían el eslabón
más valioso de esta red. Las armas, la quincallería y el al
cohol británicos y los percales de la India se enviaban al
Africa occidental a cambio de esclavos, marfil y oro. Los
esclavos se vendían en las Indias Occidentales, a cambio de
azúcar, productos tintóreos, ébano, tabaco y algodón en
rama. El oro y el marfil se enviaban al Próximo y Lejano
Oriente a cambio de té, sedas, percales, café y especias. Las
mercancías tropicales se vendían en Europa a cambio de ma
dera del Báltico, cáñamo, brea y alquitrán (artículos esen
cialmente navales), de hierro sueco y ruso; a finales de siglo,
sirvieron para pagar los cereales extranjeros, vitalesien años
de mala cosecha y siempre necesarios, incluso cuando la co
secha era buena.
Los mercaderes y armadores británicos obtuvieron be
neficios con todas estas transacciones: los funcionarios de
aduanas acostumbraban a cifrarlos en el 15 %, aproxima
damente, del valor de las mercancías importadas para la re
exportación; el resultado neto fue que los productores y los
consumidores británicos pudieron disponer de materias pri
mas y de productos de lujo de todos los confines de la tie
rra. Los recursos domésticos que permitían a los británicos
tamaña extensión a su comercio ultramarino eran fundamen
talmente cuatro: su capital humano en marinos y navegan
tes; su ventaja comercial en forma de una clase mercantil
con fondos y olfato suficientes para asumir riesgos; su or
ganización de base, en forma de centro crediticio dotado de
una aptitud y de una experiencia financieras inmensas; su
herencia constitucional, en forma de un gobierno que sim
patizaba plenamente con los fines adquisitivos de la clase
mercantil. Estas ventajas les dieron libertad para experimen
tar y para lanzarse por las vías mercantiles más promete
doras, llevasen donde llevasen. A principios del siglo xvni,
las mayores innovaciones se produjeron en la esfera co
mercial.
A mediados del siglo xvxií, los monopolios comerciales
que en el siglo anterior habían permitido hacer frente a las
dificultades y peligros del comercio ultramarino a grandes
distancias eran reemplazados por el mercader individual, por
el librecambista incipiente. En aquellos años se relajó con
siderablemente el sistema de compañías que había servido de
64
cauce normal al comercio exterior inglés. El éxito del sis
tema hizo inevitable su disolución. Había muchos más capi
talistas con recursos suficientes para financiar individual
mente los viajes que en el siglo anterior. Los riesgos del co
mercio exterior eran todavía considerables pero se habían
reducido gracias a la extensión de las representaciones di
plomáticas, a la eficiencia y al poderío de la Armada Real
y al desarrollo del seguro marítimo. Todo esto redujo la ne
cesidad de la compañía chartered en zonas comerciales cada
vez más extensas. De entre las grandes sociedades por ac
ciones, sobrevivieron la East India y la Hudson's Bay Com-
pany, porque parecía que sus actividades mercantiles espe
cíficas todavía exigían la protección que sólo una compañía
dotada de recursos financieros permanentes y colectivos po
día suministrar. La tercera, la African Company, estaba he
rida de muerte y en 1750 se terminó su monopolio exclusivo
cuando se la reconstituyó como compañía regulada, en la
que estaban integrados todos los mercaderes que comercia
ban con África. En 1753, se aprobó una ley que abrió de la
misma manera la Levant Company y la «puso en línea con
el nuevo estilo».2
A mediados del siglo xvm el comercio británico se hacía
esencialmente con Europa; las tres cuartas partes de las ex
portaciones que salían de los puertos ingleses se dirigían al
continente europeo. Era un proceso natural. Europa era re
lativamente accesible a los comerciantes británicos. Sus ha
bitantes tenían los mismos gustos que prevalecían en el
mercado interior y disfrutaban de ingresos que, aunque fue
sen menores que los ingresos británicos medios, eran neta
mente más elevados que los de la mayoría de los países no
europeos. Las ciudades de Europa figuraban entre los mer
cados más ricos del mundo. Pero Europa sólo absorbía la
mitad de las exportaciones británicas domésticas (es decir,
bienes producidos en las Islas Británicas) y la proporción
estaba en franco descenso. A finales de siglo no llegaba más
que a la tercera parte. Para ampliar los mercados de las
exportaciones domésticas fue cada vez más necesario, duran
te la segunda mitad del siglo xvm, buscar mercados fuera
de Europa. Por otro lado, la demanda europea de mercan
cías que no se podían producir en climas templados aumen
taba rápidamente. La supremacía naval británica, que fue
virtualmente completa cuando los franceses se vieron obsta-
HCS 22. 5 65
culizados por sus guerras revolucionarias en la última dé
cada del siglo, le permitió satisfacer ia creciente deman
da con sus plantaciones de las Indias Occidentales y sus
enclaves comerciales en la India y otros países. En 1790, Eu
ropa absorbía del 80 al 90 % de las reexportaciones britá
nicas y las Indias Occidentales y el Lejano Oriente sumi
nistraban cerca de la mitad de las importaciones británicas.
Estos cambios en la orientación geográfica del comercio se
pueden ver en el cuadro núm. 2.
Cuadro 2. La distribución geográfica del comercio inglés en el
siglo XVIII
porcentajes del
porcentajes del total para total para
Inglaterra y País de Gales Gran Bretaña
1700/1 1750/1 1772/3 1797/8
Importaciones totales
de:
Europa . . . . 66 55 45 43
América del Norte . 6 11 12 7
Indias Occidentales. 14 19 25 25
Indias Orientales y
Africa 14 15 18 25
Reexportaciones a:
Europa . . . . 85 79 82 88
América del Norte . 5 11 9 3
Indias Occidentales. 6 4 3 4
Indias Orientales y
Africa 4 5 6 4
Exportaciones domés
ticas a:
Europa . . . . 85 77 49 30
América del Norte . 6 11 25 32
Indias Occidentales. 5 5 12 25
Indias Orientales y
Africa 4 7 14 13
Fuente: Compilado a partir de los registros de aduanas; P. R. O.
Customs, 3 y 17. Para un análisis más detallado véase Deane y Colé,
British Economic Growth, cuadro 22.
66
Uno de los rasgos más interesantes y significativos del
cambio en la red comercial británica en la segunda mitad
del siglo xvin fue, sin embargo, el aumento de la importan
cia del nuevo mercado surgido en una latitud templada:
América del Norte. Las colonias norteamericanas no esta
ban muy pobladas durante la primera mitad de la centuria.
En 1750, el número de residentes blancos no llegaba al millón.
Cuando la Guerra de Independencia norteamericana terminó
con la creación de los Estados Unidos de América, el núme
ro de habitantes del nuevo país era aproximadamente de tres
millones, de los cuales más de dos millones y cuarto eran
blancos y gozaban de una relativa prosperidad. «Los sala
rios del trabajo —observó Adam Smith en su Weaíth of Na-
tions, publicada en 1776— son más altos en América del Nor
te que en cualquier parte de Inglaterra.» 3 No dudaba de que
se trataba de una economía en pleno desarrollo, porque se
guía diciendo: «Aunque América del Norte no es todavía tan
rica como Inglaterra es más próspera y avanza con más ra
pidez hacia el aumento de la riqueza.» Las cifras del comer
cio confirman plenamente la interpretación de Adam Smith.
En 1750-1751, América del Norte absorbía el 11 % de las expor
taciones domésticas británicas, cifra que hay que comparar
con la de las exportaciones a Europa: el 77 %. En 1797-1798
había pasado al 32 % —y hay que recordar que la actividad
comercial había duplicado el volumen de 1750— y la parte
de Europa había descendido al 30 %.
El hecho de que los norteamericanos prefiriesen las ma
nufacturas británicas se debe en gran parte, sin duda, a que
la mayoría eran emigrantes británicos. Incluso cuando ob
tuvieron la independencia y se liberaron de la presión de las
Navigation Laws siguieron comprando en Gran Bretaña. En
1787-1790, por ejemplo, el 87 % de sus importaciones de artícu
los manufacturados procedían de Gran Bretaña.4 El comer
cio se equilibra también multilateralmente, más que bilate
ralmente. Una tercera parte, aproximadamente, de las expor
taciones de los Estados Unidos iban a Gran Bretaña y se
pagaban, esencialmente, permitiendo a los mercaderes bri
tánicos el acceso a los créditos acumulados por los Estados
Unidos con sus exportaciones a Irlanda y a la Europa con
tinental.
Londres era el centro de esta extensa, intrincada y multi
lateral red de comercio mundial construida a lo largo del
67
siglo xviii. Londres, con sus amplios y seguros muelles, sus
vastos desembarcaderos y almacenes, sus ricos establecimien
tos bancarios, sus especialistas en seguros marítimos y sus
contactos mercantiles de alcance mundial tenía una califi
cación única para desempeñar este papel. Pudo acumular,
con ello, una concentración cosmopolita de riqueza y de ex
periencia comercial. Según el profesor Ashton: «De los 810
mercaderes que besaron la mano de Jorge III, 250 por lo me
nos debían ser de origen extranjero. Uno de los méritos de
los ingleses en aquella época era que abría sus puertas al
capital y al espíritu emprendedor, viniesen de donde vinie
sen.» 5 El mercado monetario de Londres era el centro del
sistema de crédito nacional para el país más rico del mundo
y gracias, sobre todo, a su inmenso comercio de redistribu
ción se convirtió en un centro de crédito para todo el mun
do, desplazando finalmente a Amsterdam y París cuando una
y otra ciudad se vieron sumergidas por las guerras fran
cesas. En la segunda mitad del siglo xvm era el mejor lu
gar del mundo para encontrar crédito en términos razona
bles o para invertir capital con buenos beneficios. Esta com
binación única de circunstancias fue la que le convirtió en el
centro financiero del mundo durante más de un siglo.
Toda esta evolución tenía una gran importancia interna
cional y nacional. No sólo facilitó la revolución industrial
británica sino que contribuyó a extenderla a toda una serie
de zonas subdesarrolladas dentro y fuera de Europa. Para el
progreso económico nacional era esencial disponer de medios
para canalizar los fondos disponibles en las zonas ahorra
doras del país hacia instituciones capaces de satisfacer las
necesidades de las regiones de inversión. Era también esen
cial que las zonas subdesarrolladas del mundo tuviesen ac
ceso al capital acumulado en el viejo mundo para conver
tirse en partes efectivas de una relación comercial interna
cional y poder explotar sus recursos en tierra y mano de
obra. Se ha dicho, por ejemplo, que «sólo los mercaderes de
Gran Bretaña, con los recursos movilizados especialmente
en Londres en el siglo xvm, podían haber financiado la rá
pida expansión de las colonias de habla inglesa de América
del Norte».6 Y es indudable que el imperio colonial británi
co fue un medio importante para propagar rápidamente los
beneficios del progreso técnico más allá de Europa.
La expansión del comercio de redistribución, el lucrati
68
vo negocio de adquirir productos extranjeros y redistribuir
los a clientes extranjeros, contribuyó a convertir Londres en
el centro financiero del mundo, significó una considerable
adición directa a los ingresos de los mercaderes, armadores y
marinos británicos y dio a los mercados acceso a una vasta
red de mercados en los que se podía comprar materias pri
mas para la industria británica o se podía vender la pro
ducción de esta misma industria. Entre la década de 1750 y
la de 1790 el valor de las reexportaciones inglesas, medida en
valores oficiales (constantes) pasó de tres millones y medio
de libras esterlinas a casi nueve millones y medio.7 En 1800,
cuando los mercaderes británicos aprovecharon las oportu
nidades creadas por las guerras francesas (que agarrotaron
a los dos principales rivales comerciales de Gran Bretaña:
Holanda y Francia), el valor de las reexportaciones en valo
res oficiales se elevó a más de dieciocho millones y medio de
libras esterlinas.
La importancia de la contribución del comercio de reex
portación al desarrollo económico y a la industrialización
británicos radica sobre todo en sus efectos indirectos en la
organización y en las oportunidades económicas. Sólo fue
una fuente directa de ingresos para un limitado grupo de
mercaderes y marinos. El impacto directo del comercio in
ternacional sobre las rentas y la industria británicas fue, ob
viamente, más efectivo cuando se ejerció a través del co
mercio de exportaciones domésticas y de importaciones re
tenidas. es decir, a través de bienes y servicios producidos
por la industria británica o totalmente pagados con rentas
británicas. Una parte sustancial del valor final de las reex
portaciones —entre la mitad y las tres cuartas partes, pro
bablemente—, iba a parar a manos de productores origina
les en sus países de origen. Los residentes británicos sólo se
beneficiaban directamente en la medida del valor de la dis
tribución y de los servicios realizados por el sector comer
cial. Por otro lado, la exportación de una yarda de paño, in
glés, por ejemplo, generaba beneficios para el granjero pro
ductor de la lana, para el capitalista industrial, para el trans
portista que recogía y distribuía la materia prima, para el
hilador y el tejedor que la elaboraban, y para el mercader,
el corredor de seguros, el armador y el marino que la lleva
ban al mercado extranjero. O, para decirlo de otra manera,
al determinar la contribución a la renta nacional de una libra
69
esterlina de exportaciones domésticas tomamos en conside
ración todo su valor; en cambio al hacer el mismo cálculo
en relación con una libra esterlina de reexportaciones he
mos de sustraer previamente el valor básico de la mercancía
en su país de origen, porque éste representaba ingresos para
los productores extranjeros.
En efecto, el aumento de las exportaciones de manufac
turas de lana a finales del siglo xviu significaba la existen
cia de un mejor mercado para la lana, de un empleo más
regular para los hiladores y tejedores y unos mayores bene
ficios para el capital invertido en el país. Del mismo modo,
el aumento de las exportaciones de otras manufacturas bri
tánicas impulsó las nuevas inversiones industriales y la in
novación y aumentó el poder de compra interior. En estas
circunstancias, las estadísticas de las exportaciones domés
ticas son particularmente significativas para intentar estable
cer el índice de desarrollo económico nacional. Son especial
mente importantes para Gran Bretaña en el siglo xvm por
que las estadísticas del comercio de ultramar son las únicas
cifras anuales globales dignas de confianza de que dispone
mos. No tenemos estadísticas anuales sobre la renta nacional
en este período ni contamos con ningún otro medio para sa
ber con certeza cuál fue el progreso global de la economía.
Las estadísticas comerciales han sido, pues, el principal pun
to de apoyo para las teorías inglesas del desarrollo econó
mico —por ejemplo, para la tesis del profesor Rostow de
que la economía británica inició en el período 1783-1802 su
«despegue» hacia el desarrollo autosostenido. Sin embargo,
antes de entrar a discutir estas implicaciones, diré algo sobre
las estadísticas en sí, sobre la confianza que merecen y so
bre su significado.
Las cifras regulares, centralizadas del comercio inglés de
ultramar datan de 1696. Para Escocia (y por consiguiente,
para toda Gran Bretaña) datan de 1755. La fuente básica de
estos datos son los Ledgers of Imports and Exports del Ins
pector General (manuscritos) para el período 1697-1780 y los
Reports on the State of the Navigation Commerce and Reve-
núes of Great Britain (impresos) de 1772 en adelante. Hasta
hace muy poco, los estudiosos que querían utilizar estas ci
fras tenían que acudir a las fuentes manuscritas o a los in
formes parlamentarios o confiar en alguna de las numero
sas transcripciones de estas fuentes realizadas por coetáneos,
70
llenas de errores de copia y de discrepancias inexplicadas. Hoy,
en cambio, las cifras sobre el comercio son muchos más acce
sibles. La fuente más detallada de las estadísticas del comercio
exterior del siglo xvm se encuentran hoy en una compilación
tealizada por la señora Schumpeter, editada a título póstu-
mo por el profesor T. S. Ashton.8 Esta fuente tiene además
otra ventaja: la de llevar como prefacio el ensayo introduc
torio del profesor Asthon sobre las estadísticas comerciales.
Hay en el volumen algunas omisiones extrañas —falta, por
ejemplo, la serie de las exportaciones de grano o la de im
portaciones de algodón en rama pero contiene, en cambio,
todas las demás cifras importantes sobre el comercio de ul
tramar durante el siglo xvm.
Es necesario recordar, sin embargo,- que no aparecen exac
tamente en la misma forma que las modernas estadísticas
comerciales. Las cifras indicativas del valor, especialmente,
no reflejan las cantidades efectivamente pagadas o las can
tidades recibidas por las exportaciones. Los funcionarios del
siglo xvm transcribían la cantidad efectiva de mercancías
tal como les era comunicada por los importadores y expor
tadores y las valoraban en función de una escala de precios
constantes oficialmente establecida; la mayoría de estos pre
cios habían sido fijados a finales del siglo xvn. Eran los fa
mosos «valores oficiales», los únicos valores aplicados a las
estadísticas de exportación hasta finales del siglo xvm y a
las de importación hasta mediados del xix. En realidad, los
precios utilizados por los funcionarios de la Inspección Ge
neral no fueron totalmente fijos durante todo el período de
valoración oficial del comercio exterior inglés, pero en la
segunda mitad del siglo xvm la mayoría de ellos estaban uni
formados; naturalmente, cuando se introducían unas mercan
cías tenía que hacerse a los precios vigentes. Sin embargo, la
señora Schumpeter ha eliminado una de las causas de con
fusión —los cambios en las valoraciones oficiales— al reva
lorizar deliberadamente las cantidades de importaciones y
exportaciones de acuerdo con una serie uniforme de valores
oficiales a lo largo del siglo. Los totales que encuentra difie
ren algo de los del inspector general, pero constituyen una
auténtica serie de precios constantes.
En principio, la valoración de las importaciones y expor
taciones a precios constantes tiene ciertas ventajas. Estas
series no permiten una valorización de la verdadera balanza
71
de pagos internacionales porque no indican qué residentes
cobran de los extranjeros o pagan a éstos. Para la mayor
parte del siglo xvm no disponemos de medio alguno para
juzgar cuándo la balanza de pagos era «favorable» o «desfa
vorable». Pero la serie de precios constantes elimina los efec
tos de los cambios en el valor de la moneda y nos permite
así una mayor aproximación a lo que podríamos denominar
los cambios «reales» en el volumen del comercio. Hoy, cuan
do el comercio se registra según los valores corrientes, una
de las primeras tareas del analista que estudia la producti
vidad a los problemas del desarrollo consiste, a menudo, en
apartar el «velo monetario» que cubre las estadísticas cons
truyendo un índice de volumen. En esencia, esto consiste en
valorar todas las cantidades según los precios constantes de
algún año particular. Permite evaluar el cambio en el volu
men del comercio como si no hubiesen habido cambios en
los precios relativos o en el valor del dinero a lo largo del
período considerado. Por consiguiente, en la medida en que
lo que nos interesa es la cantidad de bienes que entran en
el comercio internacional y no el valor que tenían para los
contemporáneos, hemos de estar agradecidos a los escribien
tes del siglo x v i i i por habernos dado un índice elemental del
volumen del comercio inglés de ultramar y a la señora
Schumpeter por habernos dado la plena seguridad de que
la medida es realmente una medida uniforme con la utiliza
ción de precios constantes. Si los precios no son uniformes,
el intento de utilizar las series con medida del cambio en el
volumen del comercio es tan insatisfactorio como el inten
to de medir la longitud con una regla cuya propia longitud
y cuyas dimensiones cambian a lo largo del proceso.9
Sin embargo, ni siquiera los cálculos de la señora Schum
peter nos dan una medida enteramente satisfactoria del cam
bio ocurrido en el volumen del comercio en el siglo xvm.
Cuando se intenta eliminar los efectos de los cambios en el
valor de la moneda durante un cierto período de tiempo va
lorando las cantidades a precios constantes, partimos de la
presuposición de que los cambios en el nivel de precios han
sido más importantes que los cambios en la relación de pre
cios y de que la estructura de los precios ha sido poco más
o menos la misma al final y al principio del período en cues
tión. De otro modo sería realmente difícil decidir qué serie
de precios se utiliza. En efecto, si hay una variación impor-
72
tante en los valores relativos de las diferentes mercancías a
lo largo del período considerado, tendremos una medida bas
tante diferente del aumento del volumen del comercio según
que aceptemos los precios del último año como constantes
o utilicemos los precios del primer año o del año que mar
que la mitad del período. Dicho de otra manera: la medida
es indeterminada. Nuestra regla da una respuesta diferente
según que empecemos a medir de derecha a izquierda o de
izquierda a derecha. Si el período es breve, los efectos de los
. cambios en los gustos o en las técnicas se limitarán a una
minoría de artículos. En este caso, la estructura de los pre
cios habrá cambiado demasiado poco para influir decisiva
mente en la respuesta. Pues la estructura de los precios re
fleja un conjunto de circunstancias que cambian lentamente
en.el panorama total —costos de producción y patrones ge
nerales de valor o de gusto, por ejemplo—; en cambio, el ni
vel de precios fluctúa según la cantidad de dinero en circu
lación o la velocidad con que circula; es, pues, mucho más
variable. Pero si el período en cuestión es lo bastante largo
como para permitir importantes modificaciones en las con
diciones de la producción y en los gustos de los consumido
res, se puede esperar razonablemente que la estructura de
los precios haya cambiado en proporción importante y los
diferentes puntos de referencia sugerirán volúmenes de co
mercio muy distintos en un mismo año.
Teniendo en cuenta todos estos problemas, los historia
dores de la economía han utilizado con muchas precaucio
nes las estadísticas comerciales del siglo xvm, porque en el
curso de un siglo pueden ocurrir muchas cosas en relación
con los costes, los gustos y los métodos de organización eco
nómica. Ahora bien, la investigación reciente ha arrojado una
luz más definida sobre los márgenes de error existentes y
no parece que sean tan grandes como a veces se ha su
puesto. Se ha intentado comprobar la eficiencia de las es
tadísticas oficiales sobre el valor como medida del aumento
del volumen del comercio haciendo el cálculo en dirección
inversa, es decir, aplicando los precios del período 1796-1798
a los datos cuantitativos y comparando los índices de cam
bio sugeridos por estos resultados con los índices de cambio
que resultaban de los cálculos totales según el valor ofi
cial, basados esencialmente en los precios de finales del si
glo xvii. Con gran sorpresa, la diferencia entre las dos medidas
73
no es muy grande, excepto en el caso de las reexportaciones,
donde parece existir una considerable desviación a causa del
fuerte descenso ds los precios y de la fuerte subida del consu
mo de algunos artículos tropicales. El café y -el té fueron los
casos más importantes, pero no los únicos. Concretamente:
para las exportaciones domésticas los valores oficiales indi
can un aumento de volumen del 398 % entre 1702-1703 y 1797-
1798; en cambio, las evaluaciones de 1796-1798 dan un aumento
del 421 %. Para las importaciones (incluyendo las impor
taciones destinadas a la reexportación) los valores oficiales
indican un aumento de cerca del 423 % y los valores de 1796-
1798 un aumento del 328 %. s
Las conclusiones que podemos sacar de esta comparación
son que los valores oficiales no nos dicen nada sobre el au
mento del valor.de las exportaciones domésticas y dan una in
dicación exagerada del aumento de las importaciones, particu
larmente de ciertas importaciones tropicales. Sin embargo,
podemos decir con fundamento que el volumen de las ex
portaciones domésticas se multiplicó por una cifra entre dos
y dos veces y media durante la segunda mitad del siglo xvm;
que las importaciones retenidas aumentaron probablemente
en la misma proporción y que las reexportaciones, que casi
se cuadruplicaron según los valores oficiales, se triplicaron
probablemente según los precios de 1796-1798. Es indudable
que las exportaciones domésticas aumentaron más rápida
mente que la población en la segunda mitad del siglo xvill.
Medido con los precios de 1796-1798, el valor de las exporta
ciones domésticas inglesas se elevó de unas dos libras ester
linas por cabeza en 1752-1753 a unas dos libras y quince
chelines por cabeza, con la población de 1797-1798. Esto debió
representar una adición sustancial a las rentas medias, espe
cialmente en los sectores que producían para el comercio de
exportación.
Más importante que el cambio en el volumen de las ex
portaciones domésticas fue el cambio en su composición —el
paso de los productos primarios a los bienes manufacturados
y de los productos de la vieja industria doméstica a los de
la nueva industria capitalista. En 1750, los cereales consti
tuían una quinta parte de las exportaciones inglesas; en 1800,
Inglaterra se había convertido en un país importador de
granos. En 1750, el azúcar refinado constituía menos del
uno por ciento de las exportaciones inglesas; en 1800 se ele-
74
vaba ya al 4'5 por ciento. En 1750, los tejidos de lana cons
tituían el 46 por ciento de las exportaciones; en 1800 habían
descendido al 28’5 por ciento; en cambio los hilados y teji
dos de algodón habían pasado de una cantidad insignificante
al 24 por ciento. Antes de terminar la primera década del
siglo xix el algodón —industria esencialmente nueva— había
superado a la antigua industria de la lana en el valor añadi
do a las exportaciones británicas.
La industria algodonera dependía más que ninguna otra
industria británica del comercio internacional. La produc
ción en masa de una mercancía depende de las posibilidades
de acceso a un gran mercado popular —mayor que el de los
siete a diez millones de personas que vivían en Gran Bretaña
durante el último cuarto del siglo xvm. Sin embargo, el al
godón era la única mercancía que se vendía inmediatamente
en todo el mundo conocido. El nuevo artículo industrial era
lo bastante barato como para poder entrar en el presupues
to de los grupos de renta inferiores; a la vez, era de bastan
te calidad como para ser deseado por ricos y pobres; tanto
se podía vender en zonas de clima tropical como en zonas de
clima templado; además, encontró un mercado ya disponi
ble en las regiones donde Gran Bretaña llevaba vendiendo
percales indios desde hacía un siglo. No había problema de
ventas, de creación de una demanda, de hacer adoptar al
público nuevos gustos. Todo lo que debía hacerse era trans
portar la mercancía a los mercados ya abiertos por los co
merciantes británicos y venderla a los que tuviesen dinero
suficiente para comprarla.
El algodón dependía de la red comercial internacional
ya creada por los mercaderes británicos no sólo para su.»
mercados sino también para sus suministros de materia pri
ma. Por primera vez en la historia, se había creado una gran
industria de consumo sobre la base de un recurso natural
que no se podía producir en el mismo país. Es el ejemplo
clásico de la forma en que el desarrollo económico puede ba
sarse en el comercio internacional y en que los beneficios
del progreso técnico pueden transmitirse de nación a na
ción en un proceso de intercambio mutuamente beneficioso.
Las compras británicas de algodón en rama aumentaron los
ingresos de las mismas personas que querían comprar el
producto acabado. Constituyeron un incentivo para la inno
vación técnica ulterior no sólo en las fábricas que producían
75
el producto acabado sino también en las regiones que sumi
nistraban la materia prima. Por ejemplo, la máquina desmo
tadora de Eli Whitney y la dedicación de nuevas tierras al
cultivo del algodón en el sur de los Estados Unidos provoca
ron un descenso en el coste de la materia prima, un abara
tamiento del tejido acabado y una ampliación consiguiente
de su demanda. El producto de la industria algodonera tenía
una importante característica económica, que le hacía par
ticularmente apto para desempeñar un papel dominante en
la revolución industrial. Era una mercancía que gozaba de
demanda elástica, es decir: cuando los precios bajaban o
cuando los ingresos de los compradores subían, su demanda
aumentaba más que proporcionalmente. La baja de los cos
tes y de los precios debida a apertura de nuevos cultivos de
algodón y a la invención de la máquina desmotadora en
los Estados Unidos y al sistema fabril y a las invenciones
textiles en Gran Bretaña dio lugar a un aumento despropor
cionado de la demanda en todo el mundo. La manufactura
del algodón resultó ser la primera «industria de desarrollo»,
en el sentido moderno del término, porque estimuló una se
rie acumulativa de invenciones y expansiones que se propagó
en el tieihpo y en el espacio y tuvo repercusiones muy gran
des en la creación de rentas. De no haber sido por la explo
sión de innovaciones en la industria algodonera británica de
finales del siglo xvni, quizá los Estados Unidos habrían tar
dado una generación más en obtener la independencia econó
mica completa. «De no haber sido por la productividad del
suelo virgen de las mesetas de Estados Unidos, la primera
revolución industrial habría tardado, seguramente, mucho
más.» 10 En general, los grandes beneficios de las innovacio
nes van a parar a manos de los primeros que las adoptan.
La red de comercio mundial creada por los mercaderes bri
tánicos en el siglo xvm permitió a Gran Bretaña tomar la
dirección en la exploración de las posibilidades abiertas por
las innovaciones en ambos lados del Atlántico.
Si las estadísticas oficiales sobre el comercio no nos per
miten medir con precisión el ritmo de crecimiento del co
mercio británico en diferentes períodos del siglo xvm, nos
suministran, en cambio —dado que son anuales— una ima
gen bastante clara de la evolución a largo plazo de este cre
cimiento. Desde luego, tomado año por año, el curso parece
muy errático. En aquella época de marina a vela, la fre
76
cuente incidencia de las tempestades o de las guerras en las
diversas regiones del mundo producía a menudo violentas
fluctuaciones en el valor del comercio entre un año y otro.
Algunos de los efectos más efímeros de estas fluctuaciones
entre año y año pueden eliminarse con el recurso estadístico
de tomar promedios móviles de las cifras en cuestión; pese
a ello el curso sigue siendo errático. Si dispusiésemos de una
serie anual de estadísticas de la renta nacional en el si
glo xviii, es probable que también presenten un movimien
to errático, pues las variaciones climáticas desempeñan un
papel muy importante en la determinación del flujo de los
ingresos en la mayoría de las economías agrícolas.
El ritmo de crecimiento del comercio exterior inglés se
puede ver con el gráfico siguiente, que traza su curso en
términos de un promedio móvil de tres años de las exporta
ciones domésticas totales, más las importaciones detenidas
totales —ambas series calculadas según los valores oficiales.
El gráfico se centra, pues, en el volumen del comercio que
ejerció probablemente un impacto más directo en la econo
mía británica, pues excluye el valor de las reexportaciones
tanto en el punto de entrada en el país como en el de salida.
Un rasgo interesante de la pauta sugerida por el gráfico
es la existencia de dos claras discontinuidades en la década
de 1740 y en la de 1780 respectivamente. Reflejan las ruptu
ras que ya hemos detectado en las cifras de producción y de
población. No es de extrañar que en las estadísticas comer
ciales se encuentren discontinuidades similares a las de los
indicadores de la producción, pues éstos son cálculos basados
en gran parte en las mercancías que entran en el comercio in
ternacional. Pero el gráfico comercial se basa directamente
en cifras anuales e ilustra la tendencia general de manera
más efectiva que las estadísticas de producción o de pobla
ción, de las que sólo se dispone en relación con fechas de re
ferencia concretas. En pocas palabras la curva del comercio
internacional es errática pero se eleva lentamente en las pri
meras cuatro décadas del siglo xviu, sube abruptamente en
la década de 1740, vuelve a caer en un curso errático pero
en lenta elevación marcado por una serie de guerras, que
termina con el desastroso hundimiento ligado a la Guerra
de la Independencia norteamericana; en la década de 1780
vuelve a subir y sigue subiendo a lo largo de casi toda la dé
cada de 1790 y comienzos de la de 1800. La segunda gran su
77
bida, a partir de 1780, tiene una significación realmente enor
me, aunque sea porque fue continua y sostenida. Pero si te
nemos en cuenta que esta subida fue en parte una especie
de rebote a partir del nivel artificialmente bajo impuesto a
la economía por la guerra norteamericana, llegaremos a la
conclusión de que la discontinuidad de 1780 fue un poco me
nos abrupta que la de 1740.
78
nerado. Un país pequeño, con población escasa, tiene muy
pocas posibilidades de acelerar de modo apreciable el ritmo
de aumento de su producción si no tiene acceso a un merca
do más amplio y a unos recursos más extensos que los exis
tentes dentro de sus fronteras. Gran Bretaña rompió el
círculo vicioso al tener acceso a un mercado mundial.
2) El comercio internacional dio acceso a unas materias
primas que ampliaron la gama de los productos de la indus
tria británica y los abarataron. Sin el acceso al algodón en
rama Gran Bretaña no habría podido pasar Je una industria
ton una demanda relativamente inelástica (la lanera) a una
industria tecnológicamente similar con una demanda rela
tivamente elástica (la algodonera). De no haber podido im
portar lingotes de hierro de Suecia, los fabricantes de cu
chillería de Sheffield nunca habrían podido crear su comer
cio en aceros de calidad y esperar a que el hierrro en lingo
tes británico fuese lo bastante bueno como para adoptarlo.
3) El comercio internacional dio a los países pobres,
subdesarrollados, un poder de compra suficiente para adqui
rir las mercancías británicas. El comercio es un proceso de
efectos recíprocos. Al comprar a los extranjeros, los impor
tadores británicos les daban crédito y recursos suficientes
para comprar los productos de la industria británica. Al com
prar el algodón norteamericano, por ejemplo, Gran Bretaña
dio a las ex colonias un poder de compra que aumentó su
demanda de artículos británicos de exportación.
4) Creó un excedente económico que contribuyó a fi
nanciar la expansión industrial y la mejora de la agricultura.
Los beneficios del comercio se invirtieron en la agricultura,
la minería y la manufactura. Sin ellos, los innnovadores ha
brían tenido dificultades para convertir las nuevas ideas, las
nuevas rotaciones de cultivos, y las nuevas máquinas en em
presas productivas. No basta con tener conocimientos sobre
los nuevos métodos productivos o los compradores poten
ciales. Se necesita, también, disponer de capital para finan
ciar la instalación, el utillaje, los stocks de mercancías y
los barcos para transportar y distribuir los bienes manufac
turados. Más de un siglo de practicar el comercio en los mer
cados de ultramar había permitido a los mercaderes britá
nicos crear un fondo sustancial de beneficios acumulados,
apto para la inversión al surgir nuevas posibilidades de be
neficio en el comercio o en la manufactura de las mercancías.
79
5) Contribuyó a crear una estructura institucional y una
ética de los negocios que habían de resultar casi tan efec
tivas en la promoción del comercio interior como lo habían
sido en la del exterior. La complicada red de instituciones
comerciales de la ciudad, con sus numerosos contactos pro
vinciales, ayudó a canalizar los capitales de las regiones don
de se habían acumulado hacia las regiones donde existía una
demanda activa de capital. Los sistemas de ordenación de los
mercados, de seguros, de control de las calidades y de estan
dardización de los productos, impuestos por las necesidades
del comercio exterior, fueron importantes factores para la
mejora de la productividad interior. Las firmes normas de
honestidad en los negocios, la iniciativa comercial y la acep
tación de riesgos, cualidades esenciales para un desarrollo
económico sostenido en cualquier esfera, se propagaron con
relativa rapidez a la esfera del comercio internacional, pues
sin ellas el comercio exterior habría sido imposible. Otro im
portante factor que facilitó el progreso económico británi
co fue la mayor matización de las ideas sobre cuál había de
ser el papel de la política gubernamental en la promoción de
la prosperidad económica —ideas y actitudes que encontra
ron su mejor reflejo en el movimiento librecambista.
6) Finalmente, vale la pena señalar que la expansión del
comercio internacional en el siglo xvm fue una causa pri
maria del crecimiento de las grandes ciudades y de los cen
tros industriales. La esencia de una revolución industrial con
siste en que el equilibrio de la economía se desplaza de una
base primariamente agrícola a una base industrial-comercial.
El proceso empieza generalmente con el crecimiento de las
grandes ciudades y con las perspectivas que esta ofrece para
la especialización en las actividades económicas. El creci
miento de grandes ciudades como Londres, Liverpool, Man-
chester, Birmingham y Glasgow estimuló directamente las
grandes inversiones en el transporte, que tanta importancia
tuvieron en las primeras fases de la revolución industrial bri
tánica. Todas estas ciudades debían una parte de su cre
cimiento al comercio de ultramar; la expansión de Liverpool
y Glasgow se debió casi únicamente al comercio exterior.
80
V. La revolución en los transportes
HCS 22 6
81
dales; 3) los principales beneficios de la inversión van a pa
rar indirectamente a la comunidad más que, de manera di
recta, a los empresarios iniciadores. La consecuencia es que
el capital de uso social se ha de suministrar, en general, por
vía colectiva (los gobiernos o las instituciones financieras in
ternacionales más que los individuos) y que la movilización
de los grandes bloques de capital que se requieren se con
sigue más fácilmente a través de la imposición fiscal o los
préstamos en el extranjero. Lo interesante de la experiencia
británica, sin embargo, es que la iniciativa y el capital necesa
rios para crear el sistema de comunicaciones que requería
la revolución industrial británica fueron aportados entera
mente por la empresa capitalista nativa.
Es cierto que las carreteras se habían construido con re
cursos colectivos, sobre todo porque se relacionaban íntima
mente con la seguridad militar. Las carreteras romanas fue
ron construidas casi enteramente por soldados, con fondos
públicos. En los tiempos de las haciendas feudales, todos los
terratenientes eran teóricamente responsables de las rutas
generales que pasaban junto a sus tierras, pero sólo cuando
estaba en juego el mantenimiento de la ley y el orden el Es
tado medieval intervenía para exigir dicha responsabilidad
y hacer pagar tributos a los que no reparaban debidamente
las rutas. Con excepción de algunas rutas de importancia es
tratégica, la construcción y reparación de las carreteras era
una tarea puramente local y los terratenientes hacían cum
plir a los colonos sus obligaciones al respecto, en interés
de sus propias haciendas. En las ciudades y en algunos puen
tes se hacía pagar peaje a los usuarios de las carreteras para
cubrir los gastos de la reparación. En el siglo xvi, sin em
bargo, las reglas implícitas en el common law se hicieron
más estrictas, se nombraron inspectores parroquiales y a
cada habitante de la parroquia se le impuso la obligación de
dedicar un número determinado de días cada año a la repa
ración de las rutas generales. Era el sistema de trabajo obli
gatorio que siguió siendo hasta 1835, cuando fue abolido, el
método normal de reparación y cuidado de las carreteras in
glesas. No era muy eficiente, pero mientras predominó la in
dustria doméstica y el tráfico pesado fue limitado y locali
zado, funcionó bastante bien para el transporte de tracción
animal. Sin embargo, en el siglo x v iii las carreteras inglesas
se consideraban de las peores de Europa. Las descripciones
82
de los viajeros de la época, por un lado y, por otro, la cre
ciente cantidad de disposiciones legales sobre el peso de los
carruajes, el número de caballos y la longitud del eje de las
ruedas demuestran claramente que el tráfico era muy supe
rior a la capacidad de las carreteras. El creciente número de
leyes de peaje, que atribuían a la empresa privada la repa
ración de las carreteras, a cambio del derecho de cobrar una
tasa de peaje a los usuarios, demuestra que el sistema de
trabajo obligatorio era inadecuado para mantener una red
de carreteras económica. En resumen, todos los datos pare
cen confirmar que antes de terminar la primera mitad del
siglo xvin el sistema de carreteras británico era inadecuado
para las necesidades de la economía.
La insuficiencia de las carreteras en relación con lo que
de ellas se requería se refleja en el creciente interés del pú
blico por la cuestión, interés que data de mediados del si
glo xviii. En la primera mitad del siglo, el Parlamento apro
bó un promedio anual de ocho autorizaciones de carreteras,
generalmente con derecho de peaje. En el curso de los veinte
años que van de 1750 a 1770, el ritmo de dichas disposiciones
se multiplicó por cinco, descendió ligeramente a unas treinta
y siete autorizaciones anuales en los veinte años siguientes y
subió a una cifra record —cincuenta y cinco anuales— en los
veinte años que van de 1791 a 1810. No hay que creer que
todas las carreteras de peaje eran buenas. Los viajeros de la
época cuentan hechos realmente horripilantes sobre los peli
gros que ofrecían. Pero se puede decir que, en general, eran
más efectivas que el sistema de trabajo obligatorio para ase
gurar un sistema de rutas adecuado al constante tráfico pe
sado. En la mayoría de las aldeas, los días dedicados al tra
bajo obligatorio en las carreteras eran más una ocasión de
fiesta que de trabajo. Muchos de los constructores de ru
tas de peaje eran también ineficientes, irresponsables y co
rrompidos, pero el hecho de que sus beneficios dependiesen
directamente de que sus carreteras fuesen o no transitables
era un incentivo más fuerte que el que movía a las autori
dades parroquiales. Era, también, un incentivo superior para
utilizar ingenieros de caminos especializados y nuevas técni
cas. Además, la existencia de los puestos de percepción del
peaje permitía hacer cumplir mejor la legislación contra los
carruajes pesados y las ruedas estrechas que destruían el
revestimiento de las carreteras.
83
Las nuevas técnicas de construcción de carreteras pro
dujeron un tipo de ruta capaz de soportar e¡ tráfico pesado
durante mucho tiempo y utilizable durante todo el invierno
británico (el invierno normal). En realidad, las técnicas no
eran tan nuevas como parecía. El sistema de John Metcalf
era, esencialmente, el mismo que utilizaban los romanos:
partía de una sólida base de bloques de piedra y la cubría
con varias capas de grava fuertemente apisonadas y a las
que daba cierta convexidad para facilitar el desagüe. Los
otros métodos no eran más que variaciones de éste. Telford,
por ejemplo, empezaba con dos capas de piedras de tres pul
gadas, colocaba sobre ellas siete pulgadas de piedra picada
y terminaba con una pulgada de arena gruesa. Macadam
construyó una superficie menos cara pero menos duradera
utilizando varias capas de piedra picada en vez de grandes
bloques y colocando encima de ellas varias capas de grava
que apisonaba hasta formar una superficie dura y lisa. Las
nuevas rutas eran transitables en tiempo húmedo, eran du
raderas y sirvieron bien los fines para que habían sido cons
truidas. Con la excepción de la introducción de la apisona
dora a vapor en la década de 1860, la técnica de construcción
de carreteras evolucionó poco hasta la aparición del automó
vil a finales del siglo xix.
Pero hasta bien entrado el siglo xix los métodos cientí
ficos de construcción de carreteras ideados por los nuevos
ingenieros de caminos del tipo de Metcalf, Macadam y Tel
ford, no se aplicaron de modo general. Es dudoso que en fe
cha tan avanzada como 1815 existiesen más de mil millas
de carreteras construidas según los nuevos principios y que
fuesen, en consecuencia, duraderas. Sin embargo, aunque las
buenas carreteras fuesen raras, los datos existentes parecen
indicar que, en líneas generales, la conservación de las ca
rreteras mejoró claramente en el período 1750-1830 y que las
mejoras aportadas a algunas carreteras cruciales tuvieron
efectos notables en la rapidez, la regularidad y la comodidad
de los viajes. Era la época de las diligencias. En 1754 se ne
cesitaban cuatro días para ir de Londres a York. En cambio,
en 1785 se podía ir de Londres a Newcastle en tres días so
lamente. En 1740, el viaje de Londres a Birmingham se hacía
en dos días; en 1780, en cambio, en diecinueve horas. En 1754,
la diligencia de Londres a Bristol tardaba dos días; en 1784
algunas diligencias realizaban el recorrido en dieciséis ho
84
ras. Al ser los viajes más rápidos y cómodos, el tráfico au
mentó. En 1756, sólo había una diligencia diaria entre Lon
dres y Brighton; en 1811 había veintiocho cada día. En 1820,
un periódico calculó que «una persona tiene mil quinientas
oportunidades de salir de Londres en diligencia en el cur
so de veinticuatro horas».1
El tráfico de mercancías era, naturalmente, más lento que
el de viajeros. Los «rápidos» carromatos que traqueteaban
por algunas rutas principales podían llegar a alcanzar las
cinco millas por hora en la bien conservada carretera de
Londres a Birmingham, pero la mayoría de las mercancías
transportadas por carretera lo eran con furgones más lentos;
y si la zona era un poco accidentada la marcha era realmente
lentísima. Para cubrir las cuarenta y cinco millas que van
de Manchester a Leeds, los furgones necesitaban veinticua
tro horas; y para recorrer una distancia similar —Sheffield-
Manchester-— necesitaban cuarenta. En 1829, todavía, la ve
locidad normal de los furgones entre Newcastle y Carlisle era
de diecinueve a veinte millas diarias.
Algunas de las mejoras realizadas en las carreteras da
tan de la década de 1750, antes de que Ja revolución indus
trial tuviese vigor suficiente como para aumentar considera
blemente el tráfico interno de mercancías. Era, en gran parte,
una consecuencia del desarrollo de las ciudades, con su cre
ciente demanda de alimentos básicos y de combustible, que
sólo podían encontrarse en un traspaís agrícola cada vez más
extenso. La principal fuerza impulsora del mejoramiento de
las carreteras en todo el país fue Londres. La mayoría de las
nuevas carreteras y las mejor conservadas llevaban a Lon
dres. Sin embargo, la influencia de otras ciudades —Liver
pool, Birmingham y Manchester, por ejemplo— empezó tam
bién a hacerse sentir en la calidad de las rutas que a ellas
llevaban, a medida que fue avanzando el siglo. Las ciudades,
en pleno desarrollo, requerían un transporte rápido y re
gular de artículos alimenticios y de combustible desde dis
tancias superiores a las treinta y a las cuarenta millas; re
querían también un transporte cómodo, seguro y rápido de
viajeros y de correo entre las principales urbes. Este trá
fico localizado y ligero fue el que más directa y espectacular
mente se perfeccionó. La amplitud de estas mejoras se puede
deducir de la deposición de un clérigo ante el Highways Com-
mitte en 1808: dijo que tres caballos podían hacer entonces
85
lo mismo que cinco treinta años antes. Se puede deducir,
también, del cálculo de Jackman\—explícitamente conserva
dor— de que «en las rutas comerciales más largas el tiem
po consumido en un viaje era en 1830 entre una tercera y
una quinta parte del tiempo que se requería en 1750».2
Si Gran Bretaña hubiese tenido que depender exclusiva
mente de sus carreteras para el tráfico pesado de mercancías,
el impacto efectivo de la revolución industrial podría ha
berse retrasado bastantes años, hasta la época del ferroca
rril. Pero contaba, desde el principio, con unas ventajas al
respecto que ningún otro de sus rivales podía igualar. La
vía más barata de transporte de mercancías pesadas y volu
minosas era por agua y en este sentido Gran Bretaña con
taba con grandes ventajas por ser su territorio estrecho e
insular —ningún punto de las Islas Británicas dista más de
setenta millas del mar— y por tener una considerable lon
gitud de vías fluviales que si no eran todas naturalmente
navegables se podían convertir fácilmente en tales. La ruta
marítima fue la principal carretera de las Islas Británicas
durante el siglo xvm; era una ruta que requería muy pocos
gastos de conservación, con excepción de las instalaciones
portuarias. Quizás exagerando un poco, Adam Smith declaró
que «con la ayuda del transporte marítimo, seis u ocho hom
bres pueden llevar y traer entre Londres y Edimburgo la
misma cantidad de mercancías en el mismo tiempo que cin
cuenta vagones de eje ancho atendidos por cien hombres
y arrastrados por cuatrocientos caballos».3 De hecho, Lon
dres se creó gracias a-sus rutas marítimas y el crecimiento
de aquella vasta ciudad —tenía más de medio millón de ha
bitantes a finales del siglo xvn y más de un millón a finales
del xvm— fue un factor importante en la transición de In
glaterra de una economía de subsistencia de base regional a
una economía de intercambio integrada. Una gran flota de
barcos de menos de doscientas toneladas —por término me
dio— recorría la costa oriental entre los puertos escoceses
y Newcastle, Hull, Yarmouth y Londres, transportando car
bón, piedras, pizarra, arcilla y cereales, mercancías cuyo
transporte por las fangosas carreteras de la Inglaterra del
siglo xvm habría costado una fortuna. Según Clapham, el
comercio de cabotaje se dedicaba, esencialmente, a satisfacer
las necesidades de vivienda, de calefacción y de alimentación
de los habitantes de Londres.4
86
Naturalmente, el mar tiene sus inconvenientes, sus aza
res y sus retrasos. Los barcos podían permancer anclados
en el Tyne y en el Támesis durante semanas cuando arrecia
ba la tempestad. Cuando estallaba la guerra, los marinos po
dían ser incorporados por orden de la autoridad a la marina
de guerra y los corsarios extranjeros amenazaban las rutas
marítimas inglesas. Sobre la navegación de cabotaje pesa
ban fuertes impuestos y en algunos informes se hablan de
las enormes pérdidas debidas a los robos de los trabajadores
portuarios de Londres. Sin embargo, pese a todas las vici
situdes, la navegación fue el medio principal para el trans
porte de las mercancías pesadas y voluminosas durante el
siglo xviii y sin ella habrían sido imposibles la industria pe
sada en gran escala y las grandes ciudades.
En la navegación de cabotaje no hubo mejoras revolucio
narias a finales del siglo xvm y comienzos del xix; las inno
vaciones más espectaculares y típicas de este período deben
buscarse en la transformación del sistema de navegación
fluvial. La revolución industrial requería un sistema de trans
porte seguro, de gran capacidad y de bajo coste: esto, es pre
cisamente, lo que le dieron los canales. Además, constituían
una parte esencial de la propia revolución industrial, pues
eran construidos por la mano del hombre, representaban una
aplicación del conocimiento científico a los problemas prác
ticos de la ingeniería, abastecían un mercado masivo (aun
que fuese un mercado de productores) y requerían grandes
inversiones de capital con rendimientos a largo plazo.
La construcción de los canales tuvo lugar en dos perío
dos claramente separados: el primero, en la década de 1760
y comienzos de la de 1770, fue inspirada por el éxito del ca
nal del duque de Bridgewater entre la mina de carbón de
Worsley y Manchester; terminó con la crisis de la Guerra
de la Independencia norteamericana; el segundo se inició en
plena década de 1780, después de terminada la guerra, y se
convirtió en una verdadera manía nacional en la década de
1790. Iba precedida por un siglo y medio de progreso con
tinuo en la navegación fluvial, financiado también con pro
cedimientos capitalistas por los terratenientes y los hombres
de negocios locales.
«Se ha afirmado que a finales del siglo xvm existían en
Inglaterra unas dos mil millas de vías de agua navegables;
87
de ellas, una tercera parte aproximadamente eran canales
construidos entre 1760 y 1800; una tercera parte eran ríos
"abiertos’’, naturalmente navegables, y la tercera parte res
tante era obra de los ingenieros, especialmente entre 1600
y 1760.» *
Puede parecer sorprendente que unos centenares de mi
llas de canales pudiesen haber constituido una adición im
portante al sistema básico de comunicaciones de una econo
mía con las dimensiones y la complejidad de la inglesa. Pero
los canales no se trazaron en un mapa vacío. A menudo, un
canal corto era el último eslabón estratégico en una red de
ríos navegables y su construcción hacía rendir las inversio
nes en la mejora de los ríos hechas un siglo antes.
El principal motivo impulsor del primer desarrollo de los
canales fue el mismo que explica la mejora gradual de
las carreteras: el crecimiento de las ciudades. Posteriormen
te, las perspectivas y las necesidades de la gran industria
convirtieron la construcción de canales en una gran manía
nacional. Pero, al principio, la fuerza motora eran las ciuda
des, con su insaciable demanda de carbón para las necesi
dades' domésticas y para la inmensa cohorte de pequeñas
industrias que requiere incluso la comunidad preindustrial:
panaderías, herrerías, tenerías, refinerías de azúcar, cerve
cerías. Debe recordarse que en siglo xvm no se disponía en
Inglaterra de otro combustible —aparte del carbón— que
la madera y ésta era ya un recurso prácticamente agotado
en la mayoría de los centros de población y de industria.
«La escasez de combustible en el siglo xvm habría interrum
pido el crecimiento no sólo de la industria sino también de
la población en muchos distritos de no haberse encontrado
los medios de superarla.»6 Estos medios fueron los cana
les. Más de la mitad de las Navigation Acts aprobadas entre
1758 y 1802 para la creación de compañías dedicadas a la
construcción de canales o a la mejora de los ríos tenían
como objetivo básico el transporte del carbón. Era uno de
los puntos de estrangulación cruciales que había que romper
para que la revolución industrial pudiese extenderse por In
glaterra. Era crucial, en primer lugar, porque significaba des
truir el principal obstáculo a la urbanización, asociada gene
ralmente a la industrialización como causa y efecto; en se
gundo lugar, lo era porque la primera revolución industrial
88
surgió sobre la base del carbón y del hierro y era necesario
poder transportar estas voluminosas y pesadas materias pri
mas y sus productos acabados de modo rápido y barato a lo
largo y ancho del país.
La primera vía de navegación artificial interior fue el San-
key Brook, motivado por las necesidades de carbón de Li
verpool, que más tarde se convirtió en el segundo puerto
de Gran Bretaña, después del de Londres. Pero, en general,
se acostumbra a considerar como primera gran realización
de la era de los canales el canal del duque de Bridgewater
que iba de Worsley a Manchester. Lo construyó James Brind-
ley y estaba destinado a transportar el carbón de la mina
del duque, en Worsley, a la naciente ciudad industrial de
Manchester. Fue un éxito social y comercial inmediato. Su
túnel en Worsley y su acueducto en Barton eran realizaciones
técnicas que excitaron la imaginación de un público que creía
apasionadamente en las mejoras hechas por mano del hom
bre. El hecho de que redujese a la mitad el precio del car
bón en Manchester impresionó aún más a los hombres de
negocios y a los terratenientes ricos y les impulsó a arries
gar sus ahorros, a hipotecar sus tierras y a pedir préstamos
a los parientes para financiar otros planes, igualmente ca
ros, de acumulación de capital. Ocho años más tarde, los
hombres de negocios de Birmingham conseguían un éxito
similar con la apertura del primer sector del canal de Bir-
iningham y a finales de siglo el canal Hereford-Gloucester re
dujo el precio del carbón en Ledbury de 24 chelines a 13 che
lines y 6 peniques.7
Tan enormes éxitos habían de fomentar forzosamente la
imitación. Es sorprendente, sin embargo, que se reuniese en
Inglaterra tanto capital privado para financiar la construc
ción de costosas instalaciones que hasta varios años después
no empezaban a rendir beneficios y que, desde luego, no po
dían rendirlos con rapidez. El canal del duque de Bridgewa
ter costó casi 250.000 libras, cantidad realmente enorme en
una época en que el trabajador medio ganaba, con suerte,
veinte libras anuales; se necesitaron cinco años para hacerlo
llegar a Runcom y otros nueve años para unirlo al Mersey,
de modo que los barcos pudiesen llegar hasta Liverpool. La
construcción del canal de Leeds y Liverpool duró cuarenta
y seis años y la de muchos otros duró diez años y más. Sin
embargo, en 1790 se habían gastado en la construcción de
89
canales entre dos y tres millones de libras y en el transcurso
de los nueve años de la manía de los canales (1788-1796) el
Parlamento autorizó la inversión de casi diez millones en la
navegación fluvial y en canales. El trabajo emprendido con
tanto entusiasmo continuó firmemente en el primer cuarto
del siglo xix, y al principio de la era del ferrocarril (hacia
1830) se habían invertido unos 20.000.000 de libras en la cons
trucción y mejora de la navegación fluvial británica. En su
momento culminante —1858— las vías de navegación interio
res alcanzaron en Gran Bretaña unas 4.250 millas.
¿De dónde procedía todo aquel capital? En su mayor
parte de las propias regiones donde se había de construir el
canal. «El dinero para unos canales cuya construcción po
día durar muchos años sólo podía proceder de hombres que
veían en ellos la promesa de sólidas ventajas.» 8 A veces era
un terrateniente o un industrial local quien tomaba la ini
ciativa y utilizaba sus tierras y su capital como garantía para
pedir préstamos; los propietarios de minas de carbón, como
el duque de Bridgewaler, o los industriales que utilizaban
materias primas pesadas, como Josiah Wedgewood, el fabri
cante de cerámica, eran los que más beneficios podían espe
rar. A veces, un comerciante local podía reunir los fondos
necesarios para abrir un pequeño canal. En la mayoría de
los casos, las nuevas vías de navegación eran producto de
una empresa colectiva iniciada por los hombres de negocios
y los terratenientes locales y apoyada por accionistas tam
bién locales, por empresas y bancos de la ciudad y a veces
incluso por universidades. Durante la manía nacional, la base
geográfica del capital de las compañías constructoras de ca
nales empezó a extenderse más allá del nivel regional y mu
chos individuos con capitales pequeños y sin ningún interés
directo en la ampliación de las facilidades de transporte se
sintieron tentados por las posibilidades de una buena remu
neración y adquirieron acciones de los canales.
Es indudable que algunas de estas empresas dieron be
neficios extremadamente altos. «Se pagaron a veces dividen
dos fantásticos —el canal de Oxford, por ejemplo, pagó el
30 % durante más de treinta años—, pero el dividendo me
dio fue de menos de un 8 %.» 9 Las acciones del viejo canal
de Birmingham, que costaban originariamente 140 libras
cada una, se vendían por 900 libras en 1792, en el momento
culminante de la fiebre constructora; en 1825, un octavo de
90
acción de este canal, que valía originariamente 17 libras y
10 chelines, se vendía por 355 libras. Un autor que estudió
las cifras de los diez canales más rentables en 1825 calculó
que pagaban un dividendo medio del 27'6 %.iQ Sin embargo,
no todas las compañías constructoras de canales hicieron rea
lidad las esperanzas de los inversores. Algunos de los pro
yectos chocaron con dificultades técnicas inesperadas, otros
desaparecieron con la crisis de posguerra y otros por la in
capacidad de sus dirigentes. Jackman ha calculado, por ejem
plo, que «la mitad de los canales y, probablemente mucho
más de la mitad de las inversiones de capital dieron rendi
mientos insuficientes para mantener los canales en estado de
realizar la tarea para la que habían sido concebidos».11
Sin embargo, es incorrecto, en última instancia, juzgar la
contribución de los canales al desarrollo económico britá
nico en función de los beneficios que dieron a los accionistas.
Lo importante fue que el carbón llegó a los consumidores
a precios razonables, que las fundiciones de hierro y las al
farerías pudieron reducir los costes, que el obrero industrial
pudo calentar su hogar en invierno y ahorrar todavía algún
dinero para comprar los productos de la industria británica
y que los jornaleros del sur de Inglaterra, que se alimenta
ban de pan y queso, pudieron cocer de vez en cuando sus
comidas. Por ello, la época de los canales constituyó una
gran contribución a la primera revolución industrial.
«Piedra para la construcción, para la pavimentación y la
construcción de carreteras; ladrillos, baldosas y madera; ca
liza para el constructor, el agricultor o el propietario de altos
hornos; ganado; cereales, heno y paja; abonos de las cuadras
de Londres y de los grandes montones de escombros de la
ciudad; pesadas piezas de fundición para la construcción de
puentes y otras finalidades del mismo tipo estructural; todas
estas mercancías pesadas y muchas otras se transportaban
por vía fluvial a lo largo de lo que, medio siglo antes, habrían
sido rutas o distancias imposibles.» 12
En efecto, los canales permitieron un enorme ahorro de
mano de obra y de fuerza de tracción. Un solo caballo podía
arrastrar por un camino de sirga bien arreglado un prome
dio de cincuenta toneladas; por la orilla de un río navegable,
el promedio bajaba a treinta toneladas; sobre raíles de hie
rro arrastraba ocho toneladas y sobre una carretera de ma
91
cadam, dos toneladas. El transporte de mercancías típico
de principios del siglo xvm, el tiro de caballos, llevaba una
carga media de un octavo de tonelada, aproximadamente.
El resultado era lo que un teórico del desarrollo económico
llamaría una «transformación radical de las funciones pro
ductivas», pues revolucionó las contribuciones respectivas de
los principales factores de la producción —el trabajo, el ca
pital, los recursos naturales— a la actividad de transporte y
permitió importantes ahorros de materias primas y del capi
tal que quedaba inmovilizado en las existencias de mercan
cías cuando las fechas de entrega son inciertas.
Además, vale la pena señalar que los canales produjeron
un nuevo tipo de inversor, el accionista de las compañías de
los canales, un inversor que no intervenía directamente en
el negocio, que se transformó fácilmente en accionista de los
ferrocarriles cuando surgió la demanda, infinitamente ma
yor, de capital para éstos en las décadas de 1830 y 1840. Fue
un hecho nuevo e importante. En las primeras fases de la in
dustrialización, la mayoría de las economías cuentan con al
gún excedente económico; el problema consiste en canalizar
lo hacia las inversiones en gran escala que no garantizan be
neficios inmediatos y que son más valiosos para la comuni
dad en general que para los principales inversores. Incluso
cuando las rentas se distribuyen desigualmente, es raro en
contrar muchos individuos con el espíritu emprendedor, la
sagacidad y las posibilidades de acceso al capital que se re
quieren para lanzarse a estas aventuras. El duque de Brid-
gewater era un caso raro en la Inglaterra del siglo xvm. Por
consiguiente la aparición del sistema de compañías por ac
ciones que permitía a un gran grupo de individuos, imperso
nalmente asociados, reunir sus capitales en una empresa co
lectiva fue un paso importantísimo para que la iniciativa
privada pudiese emprender proyectos en gran escala que re-'
querían costosas inversiones de capital. La compañía por ac
ciones creada por una ley del Parlamenta no era una insti
tución nueva a mediados del siglo xvm, pero la época de los
canales familiarizó al modesto ahorrador con este tipo de
inversión.
Una de las consecuencias de esta creación del capital so
cial requerido para la red de canales por medio de la empre
sa privada fue que dicha red no resultó del todo eficiente.
La diversidad de anchuras, de profundidades y de derechos
92
de transporte hizo que la red fuese menos integrada de lo
que podía haber sido. La posibilidad con que se encontra
ban algunos transportistas de imponer precios de monopolio
limitó los beneficios sociales y redujo el tráfico potencial,
el hecho de que una gran parte del capital invertido no rin
diese beneficio alguno y la fantástica elevación de los pre
cios de las acciones durante la época de la manía construc
tora dieron lugar a algunas malversaciones de capital, mu
chas de las cuales se hubiesen podido evitar de haber exis
tido una planificación centralizada y efectiva de la red de
canales. Sin embargo, la tarea se cumplió y antes de que la
época del ferrocarril revolucionase por segunda vez la si
tuación de los transportes, Inglaterra pudo contar con una
sólida y valiosa acumulación de capital en forma de más de
2.000 millas de vías de tráfico pesado, muchas de las cuales
todavía se siguen utilizando actualmente.
Los canales no fueron los únicos ejemplos de inversio
nes privadas fuertes en el capital social a finales del si
glo xviii y comienzos del xix, aunque, desde luego, fueron
los más espectaculares. Mientras estaba en pleno desarrollo
la construcción de canales, se había construido ya una gran
parte de la capacidad portuaria británica. Había comenzado
efectivamente con el boom del comercio exterior en el último
cuarto del siglo xvm. Durante las tres primeras cuartas par
tes del siglo x v i i i se habían construido menos de ciento cin
cuenta acres de muelles y puertos en toda Inglaterra; en
cambio, durante el último cuarto del siglo esta construcción
se duplicó y en las tres primeras décadas del siglo xix el
área total de puertos y muelles se extendió a 4.700 acres, es
decir, más de diez veces el área existente en 1799.
En Londres, donde el comercio se había duplicado duran
te el siglo xvm, nada se hizo para ampliar los muelles hasta
que la guerra con Francia hizo la tarea desesperadamente
urgente y precipitó el primer boom *del puerto londinense.
Entre 1799 y 1815 el capital autorizado por el Parlamento
para los muelles de Londres superó los cinco millones y me
dio de libras esterlinas. Y antes de 1820, Liverpool y Bristol
en el oeste y Hull y Grimsby en el este habían gastado casi
dos millones de libras en construcciones portuarias. Esto no
fue más que el comienzo. «Apenas hubo un puerto, fuese
cual fuese su tamaño, o un lugar amenazado de la costa don
de no se hubiesen realizado recientemente mejoras o estu
93
viesen realizándose hacia los años veinte.» 13 Además, en esta
esfera de formación de capital no actuaba únicamente la ini
ciativa privada. £1 Gobierno (central y local) desempeñaba
también una parte directa, aunque poco espectacular. Las in
versiones públicas en los muelles y puertos se elevaron a un
promedio de más de un millón de libras por década en la se
gunda y la tercera décadas del siglo xix.
Los nuevos tipos de formación de capital (los canales, por
ejemplo, las carreteras macadamizadas y los puertos y mue
lles mejorados) eran caras en términos de un factor de pro
ducción que acostumbra a escasear en las economías prein
dustriales: el capital. Requerían inversiones iniciales masi
vas en proyectos que a menudo no daban beneficios duran
te un período de cinco a diez años a partir de la inversión.
Para empezar, parece que las innovaciones ocurridas en el
transporte durante el período 1750-1830 exigían una elevada
proporción de capital; requerían una aportación de capital
relativamente alta por unidad de ganancia producida.
Esto es verdad hasta cierto punto, pero sólo hasta cier
to punto. En primer lugar, cabe recordar que cuando se dice
que una economía preindustrial carece de capital lo que se
quiere decir, generalmente, es que tiene poco capital produc
tivo. Midiéndolo con los patrones de la mayoría del mundo
de entonces y de muchos de los actuales países subdesarro
llados de Asia y África, veremos que Inglaterra era un país
relativamente opulento en el siglo xvm y que no carecía de
capital, en sentido amplio. Había mucho capital invertido en
valores públicos, en tierra, en cotos de caza y en residen
cias campestres durante la segunda mitad del siglo xvm, un
capital de muy escaso rendimiento en dinero o en bienes y
servicios, en comparación con el que podía dar de invertirse
en los canales o en las carreteras de peaje. En la medida en
que los canales se llevaron una parte de los fondos que fi
nanciaban la deuda pública o la construcción de residen
cias campestres, por ejemplo, permitieron utilizar de mane
ra más productiva los recursos de capital existentes; ei^este
sentido puede decirse que ahorraron capital.
En segundo lugar —y esto es más importante— los ca
nales bien organizados y las carreteras de peaje bien admi
nistradas permitieron economizar directamente recursos de
capital de muchas y significativas maneras. Una gran parte
del capital de una economía preindustrial permanece inmo
94
vilizado en forma de stocks de mercancías. Al transportar
las mercancías con rapidez y regularidad a lo largo y ancho
del país, los canales permitieron reducir el volumen de los
bienes en tránsito en un momento determinado y evitar las
incalculables pérdidas debidas al deterioro, al robo en los
caminos o al pequeño hurto, pues cuanto más tiempo perma
necía un cargamento en ruta menos probable es que llega
se a su destino intacto y en buenas condiciones. Las nuevas
carreteras y los nuevos canales hicieron posible, también,
una espectacular reducción en los costes de las materias pri
mas pesadas. Todos estos factores permitieron que los co
merciantes y los industriales economizasen gastos de alma
cenamiento. Los comerciantes que podían confiar en que los
pedidos de artículos vitales les serían servidos en cuestión
de días y no de semanas podían tener stocks más reducidos
en sus almacenes. Los propietarios de fábricas que dependían
del suministro de carbón por mar estaban obligados a tener
grandes stocks para asegurar el funcionamiento continuo de
la fábrica durante las tempestades invernales que impedían
la salida de los barcos del puerto; cuando pudieron contar
con un suministro regular a través de los canales, pudieron
prescindir de una gran parte de estos stocks de emergencia.
El abaratamiento del carbón en las zonas industriales servi
das por canales también redujo la cantidad de capital dedi
cado al almacenamiento. Para algunos artículos —los alimen
ticios, sobre todo— los gastos de un almacenamiento eficien
te eran elevados y la reducción de los stocks permitió redu
cir considerablemente el despilfarro.
También se consiguieron economías de capital con el tras
lado rápido y regular de personas en diligencias. Los ban
queros londinenses podían enviar sus agentes con regularidad
a las ciudades de provincias. La información comercial —so
bre el exceso o la insuficiencia de determinadas mercancías,
por ejemplo, o sobre el estado de la futura cosecha— podían
circular rápidamente de una región a otra. El crédito y los
seguros se podían concertar más fácilmente con los contac
tos personales. El dinero se podía transportar con más fa
cilidad y seguridad a las zonas donde faltaba. El hecho es
que un mercado eficiente, de bienes, de capital, de hombres
o de ideas, depende en gran parte de una circulación rápida
y libre de informaciones y de obstáculos. Es esta libertad de
comunicación lo que mantiene los precios bajos, aumenta las
.95
posibilidades de éxito de las decisiones empresariales y fa
cilita la rápida propagación de las innovaciones que reducen
los costos. Siempre es difícil fijar con exactitud el valor de
un contacto personal rápido y sin obstáculos para la facili
tación de las relaciones comerciales, pero parece indudable
que ha sido un importante factor en la creación de una cla
se mercantil e industrial más integrada en Gran Bretaña.
Es dudoso, pues, que la evolución del transporte durante
el período 1760-1830 inmovilizase una elevada proporción de
capital, considerándola a largo plazo y a escala de la econo
mía nacional. Puede que elevase el nivel del ahorro nacio
nal al atraer hacia la formación de capital recursos que de
otro modo el Gobierno o los individuos habrían gastado en
el consumo corriente. Si realmente fue así, los datos de que
disponemos no indican que hubiese un aumento sustancial
de la tasa de ahorro por esta causa. Lo que sí permitió fue
una utilización más económica y productiva de los recursos
de capital existentes; no existe prueba alguna de que, excep
to en el momento culminante de la fiebre constructora de
canales, compitiese con otras industrias para el suministro
de capital. Al contrario, liberó capital de muchas maneras
y para diversos usos —por ejemplo, economizando los gas
tos de almacenamiento de comerciantes e industriales, libe
rando caballos de otras tareas y permitiendo que se pudie
sen dedicar a las labores agrícolas, facilitando a los empre
sarios el ahorro de tiempo y las negociaciones crediticias.
La revolución del transporte no terminó, desde luego, en
1830; al contrario, de todas las industrias que, con su trans
formación, contribuyeron a dar vida a la revolución indus
trial, la del transporte parecía la más dotada para innovarse
sin cesar. Ferrocarril, navegación a vapor, tranvía, automóvil,
avión...: la lista parace infinita y las consecuencias econó
micas de cada nuevo invento han sido complejas y de largo
alcance. De momento, sin embargo, parece suficiente subra-"
yar que la revolución del transporte había empezado efecti
vamente e influía en la productividad de toda la economía
antes de que se pudiese percibir el impacto concreto de la
transformación de las demás industrias; también hay que
subrayar que fue un factor absolutamente crucial para faci
litar las innovaciones reductoras de costes, tan característi
cas de los demás sectores en transformación de la primera
revolución industrial.
96
VI. La industria algodonera
HCS 22. 7 97
tan importante en la transformación de la economía nacional.
Las manufacturas textiles constituían desde hacía siglos
una parte importante del producto nacional inglés. Pero en
vísperas de la revolución industrial Inglaterra destacaba es
pecialmente en la manufactura de la lana. Había razones muy
clara para ello. En los pastos ingleses había grandes rebaños
de ovejas que daban una lana de alta calidad. El producto
acabado era particularmente apreciado en las latitudes frías
y los fabricantes ingleses habían desarrollado ciertas especia
lidades que les permitían producir un tejido de lana excep
cional.
En cambio, la industria algodonera estaba atrasada, era
pequeña y no podía competir con los percales o con las mu
selinas de la India, ni en calidad ni en precio, a menos de
contar con una fuerte protección. El producto acabado era
una mezcla de urdimbre de lienzo y de trama de algodón;
su expansión era limitada, tanto desde el punto de vista de
la demanda —por el limitado mercado de que disponían tan
bastos tejidos— como desde el de la oferta —por la escasa
productividad de los hiladores, que trabajaban con el antiguo
torno de mano. Era, al igual que la lanera, una industria
doméstica, en la que participaban todos los miembros de la
casa. Los niños realizaban una gran parte de las operacio
nes preliminares como las de limpiar y cardar el algodón en
bruto, y ayudaban al tejedor. Las mujeres hilaban y los hom
bres tejían. Muchas familias la ejercían como actividad se
cundaria —la principal era la agrícola—; servía para dar
trabajo en las épocas del año en que la demanda de mano
de obra descendía. Fuera de la ciudad de Manchester, la ma
yoría de los tejedores eran agricultores. El algodón proce
día sobre todo de Levante, de los estados del sur de Estados
Unidos y de las Indias Occidentales y salía más caro, por
libra de peso, que la mejor lana inglesa. El producto final era
basto, difícil de coser y de lavar. El valor global de los teji
dos de algodón era escaso: un autor contemporáneo calculó
el valor de sus ventas anuales en 600.000 libras, únicamente,
hacia 1760. Por aquella misma época, sus exportaciones al
canzaban un promedio anual de poco más de 200.000 libras
a precios oficiales; el valor de exportación de los tejidos de
lana era, por la misma época, de unos cinco millones y me
dio de libras esterlinas.
Las primeras innovaciones textiles de importancia se apli-
98
carón tanto a la lana como al algodón, pero se desarrollaron
con lentitud en ambos sectores. Fueron: 1) la lanzadera de
Kay, que se introdujo por primera vez en la década de 1730
y empezó a ser adoptada por la mayoría de los tejedores de
algodón hacia 1750 y 1760; 2) la máquina cardadora de Paul,
patentada en 1748, que empezó a imponerse en Lancashire
hacia 1760. Estos dos inventos hicieron más tangible y agu
do el cuello de botella que ya se notaba en el sector de hila
tura de la industria algodonera. Se necesitaban tres o cuatro
hiladores para suministrar material a un tejedor con los mé
todos tradicionales; cuando la lanzadera aceleró las opera
ciones del tejedor, la insuficiencia de hilo se hizo sentir de
manera muy aguda. Era prácticamente imposible disponer
de hilo para las tramas en las épocas de cosecha, cuando las
mujeres podían ganar un salario equivalente por un traba
jo menos duro en los campos.
Al mismo tiempo, aumentó la presión por el lado de la
demanda. El mercado exterior de manufacturas de algodón
mejoró claramente hacia 1750 (en gran parte, a causa de las
dificultades con que chocaba la East Indian Company para
mantener la oferta de tejidos indios); la mejora continuó
en la década siguiente, al desarrollarse los mercados del
continente europeo. Al mismo tiempo, aumentó la población
británica y aumentaron también los ingresos domésticos;
todo ello permite suponer que la demanda interior debió
aumentar también. No es, pues, sorprendente que hacia 1760
se ofreciesen premios para fomentar inventos que incremen
tasen la productividad de los hiladores y la calidad del hilo.
La spinning-jenny de Hargreaves, inventada probablemen
te hacia 1764 y patentada en 1770, no fue la primera máqui
na hiladora —el inventor Paul había hilado algodón a máqui
na en 1740 y hubo otros intentos al respecto— pero fue la
primera mejora aportada al viejo tomo de hilar que dio un
resultado plenamente satisfactorio. En su primera forma,
tenía ocho husos. La patente de 1770 menciona ya dieciséis.
En 1784 el número de husos había aumentado a ochenta y a
finales de siglo las grandes máquinas podían contener de
cien a ciento veinte husos. El invento tuvo, pues, el efecto
inmediato de multiplicar muchas veces la cantidad de hilo
que podía producir un solo operario. Permitió ahorrar mano
de obra en el preciso momento en que ésta andaba escasa.
El éxito de la jenny fue inmediato. No era perfecta, pero pro
99
ducía un hilo satisfactorio; en sus formas más pequeñas
era relativamente barata y fácil de acomodar e instalar; su
mecanismo era tan simple que incluso los niños la podían
hacer funcionar (hablamos, claro está, de sus formatos más
pequeños). Las grandes jennies instaladas en las factorías
eran movidas, en general, por un hombre, ayudado de varios
niños. Se adoptó rápidamente y se perfeccionó con no me
nos rapidez. Los tornos familiares se arrinconaron pronto
y fueron sustituidos por las nuevas jennies. Para decirlo con
las palabras de un fabricante que vivió en aquella época: «De
1770 a 1788 se produjo gradualmente uñ cambio completo en
la hilatura. La de la lana desapareció completamente y casi
lo mismo puede decirse de la del lino: el algodón y sólo
el algodón se convirtió en el material de uso casi univer
sal.» *
Pero el invento que más contribuyó a sentar las bases
de la revolución algodonera fue la máquina hiladora con
tinua (water-frame) patentada por Arkwright en 1769. Esta
máquina producía, por primera vez, un hilo lo bastante fuer
te como para servir, al mismo tiempo, para la urdimbre y la
trama; es decir, creó un nuevo producto: una tela de algodón
que no estaba mezclada con lino. Al contrario de la jenny, la
water-frame fue desde el primer momento una máquina sólo
utilizable en las fábricas; estaba concebida para que la mo
viese un caballo, pero se utilizó desde el primer momento
la fuerza hidráulica y más tarde la de vapor. Este fue el ver
dadero comienzo de la industria no doméstica. Unos años
más tarde, la máquina de hilar intermitente (mulé) de
Crompton (patentada en 1779) combinó los principios de la
jenny y de la water-frame y produjo un hilo más fino y con
tinuo. El productor británico pudo así superar por primera
vez al productor indio por la calidad del tejido y cabe decir
que los perfeccionamientos ulteriores aumentaron todavía
más la finura y la solidez del producto acabado. En 1785 se
canceló la patente de Arkwright y todo el mundo pudo dis
poner de su máquina; aquel mismo año se utilizó por pri
mera vez una máquina de vapor de Boulton y Watt para
mover una hilatura. Así, en cosa de pocos años se eliminaron
las limitaciones que más agarrotaban la producción de la
industria; se vio la posibilidad concreta de un nuevo siste
ma de producción, de una industria en gran escala; el ca
mino estaba abierto para el pleno desarrollo de lo que cons
100
tituía para la industria británica una serie enteramente nue
va de productos que se podían lanzar a un mercado de
masas.
Los efectos de la water-frame y de la jenny se pueden
comprobar ya en las estadísticas de importación de algodón
en bruto en 1770, pero hasta después de terminada la gue
rra norteamericana, en las décadas de 1780 y de 1790 no
empezaron a multiplicarse. Entre 1780 y 1800 las importa
ciones de algodón en bruto se multiplicaron casi por ocho, y si
tenemos en cuenta que los hilados eran en general más finos
y más sólidos llegaremos a la conclusión de que las importa
ciones de materia prima no reflejan toda la amplitud del au
mento de la hilatura y del valor real. Las máquinas se per
feccionaron y complicaron. En 1812, «un hilador podía pro
ducir en un tiempo determinado tanto como lo que produ
cían doscientos hiladores antes de la invención de la jenny
de Hargreaves». Esta evolución modificó radicalmente el ca
rácter de la industria. La hilatura empezó a concentrarse
en las factorías. Los tejedores podían contar con un sumi
nistro ininterrumpido de hilo y, por consiguiente, podían
abandonar sus actividades agrícolas —fuente principal, con
anterioridad, de sus ingresos— para dedicarse totalmente
a la manufactura. Su número aumentó rápidamente. Em
pezaron a hacinarse en las ciudades. Los perfeccionamien
tos introducidos en otros procedimientos técnicos contribu
yeron a acelerar el ritmo de crecimiento de la industria al
godonera y a alejarla más y más del sistema doméstico.
Hubo perfeccionamientos de este tipo en el blanqueo y la
tintura; se introdujeron máquinas de cardar, de agramar y
de torcer; la fuerza de vapor hizo posible la construcción de
factorías lejos de los ríos; la introducción de la máquina
desmotadora de Whitney en los Estados Unidos durante
la última década del siglo dio un impulso fundamental al
reducir grandemente el precio de la materia prima.
Curiosamente, el sector del tisaje quedó retrasado en
este proceso de modernización de la manufactura algodone
ra. Entre los tejedores de telas gruesas de algodón hubo ma
lestar incluso antes de acabar el siglo, pues sus mercados
nunca habían sido ilimitados y se saturaban fácilmente. El
telar mecánico se adoptó con gran lentitud. Cartwright inven
tó una máquina imperfecta en 1787 y construyó una facto
ría en Doncaster que tuvo que cerrar dos años más tarde.
101
por bancarrota del inventor. Una empresa de Manchester
que introdujo la máquina a modo experimental en 1791 chocó
con la hostilidad de los obreros y éstos llegaron a incendiar
la fábrica. En los años siguientes se probaron muchas má
quinas perfeccionadas, pero el telar mecánico no pasó de la
fase experimental hasta después de las guerras napoleóni
cas. Cuando, finalmente, se empezó a introducir en gran es
cala en los años 1820, 1830 y 1840, los tejedores manuales,
aferrados todavía a su independencia pese a la incesante dis
minución de sus salarios, fueron desplazados a costa de un
gran malestar social.
En menos de un cuarto de siglo la industria algodonera
pasó de ser una de las industrias más insignificantes (en su
Wealth of Nations, publicada en 1776, Adam Smith no hace
más que una leve referencia a ella) a ser una de las más
importantes. En 1802 producía, probablemente, entre el cua
tro y el cinco por ciento de la renta nacional de Gran Bre
taña; en 1812 el porcentaje se calculaba entre el siete y el
ocho por ciento y había superado ya a la industria lanera
en importancia nacional. En aquella etapa existían unos
100.000 obreros en las fábricas de hilaturas de algodón y,
probablemente, unos 250.000 tejedores, con sus auxiliares.
En 1815, los tejidos de algodón constituyeron el 40 % del va
lor de las exportaciones de productos elaborados en la Gran
Bretaña y los tejidos de lana sólo el 18 %. En 1830, más de
la mitad del valor de las exportaciones de artículos de pro
ducción británica consistía en tejidos de algodón. En térmi
nos reales (es decir, en yardas de tejido producido) el cre
cimiento de la industria algodonera fue todavía más impre
sionante, pues los precios bajaron a una velocidad sin pre
cedentes en la historia de la industria manufacturera, al
tiempo que mejoraba la calidad. Dado que las innovaciones
se concentraron sobre todo en la rama de la hilatura, los
precios bajaron sobre todo en la fase del hilado, especial
mente cuando a la reducción de los costos de la operación
se añadió la del precio de la materia prima a causa de la
introducción de la desmotadora en el sur de los Estados
Unidos. Los precios del hilo de algodón bajaron de treinta
y ocho chelines la libra en 1786 y 1787 a menos de diez che
lines en 1800 y a seis chelines y seis peniques en 1807. La
demanda demostró ser elástica y al bajar los precios las
cantidades vendidas aumentaron más que proporcionalmen-
102
le. Pese a ello, el mercado se habría saturado rápidamente
por la inmensa capacidad productiva del sistema de factoría
de no haberse podido explotar los contactos internacionales
que los comerciantes británicos habían establecido en el si
glo anterior y de no haberse podido abrir una serie de nue
vos mercados exteriores. Hacia 1780, el volumen de las ex
portaciones (es decir, de las exportaciones valoradas a los
precios constantes oficiales) era de tres a cuatro veces su
perior al de 1760, antes de que entrase en escena la jenny de
Hargreaves. En la primera década del siglo xix, dicho volu
men era diez veces superior al de 1780 y al final de las gue
rras napoleónicas se había vuelto a triplicar. Era algo total
mente nuevo en la experiencia industrial. Excitó la imagina
ción de los hombres de la época y constituyó una dramática
lección sobre la rentabilidad de la mecanización.
Se han intentado varias explicaciones de este espectacu
lar salto de la industria algodonera. Una de las más comu
nes es que la relativa insignificancia de la industria al ini
ciarse la transformación era un factor favorable para ella.
En la industria lanera, por ejemplo, la transformación eco
nómica resultó imposible por la oposición o la inercia de los
poderosos intereses creados. La industria de la seda, para
citar otro ejemplo, era una excelente fuente de ingresos para
el Estado y estaba cargada de impuestos; lo mismo que la
industria del lino, se veía frenada por la escasa elasticidad
de la oferta de su materia prima.
Pero si la industria algodonera era nueva, no difería tan
to de las demás industrias textiles como para ser desde el
punto de vista tecnológico un caso aparte. La mayoría de
las familias inglesas aumentaban sus ingresos dedicándose a
algún tipo de manufactura textil. La especialización, las téc
nicas, las instituciones y los procedimientos que se utiliza
ban en las demás ramas podían servir igualmente en la nue
va. El nuevo sistema de factoría no desplazó inmediatamen
te la vieja industria doméstica: por un momento, incluso
la complementó y la fortaleció. Los millares de hombres que
hacían funcionar jennies y telares en los cobertizos de sus
casas aportaban a la industria unas instalaciones y una ma
quinaria que habría requerido el concurso de centenares de
ricos capitalistas para funcionar a base de factorías. Este
fue, más que ningún otro, el factor que permitió la expan
sión inmediata de la capacidad productiva al surgir las nue
103
vas oportunidades tecnológicas y al aumentar la demanda
del mercado. Los costes y los riesgos de la nueva industria
estaban más repartidos que lo que habrían estado en otras
condiciones; por esta razón, se podían asumir más fácilmen
te. «No se puede evitar la conclusión —escribe una autoridad
en la materia—4 de que la nueva maquinaria se propagó
rápidamente por Inglaterra porque toda la sociedad tenía in
terés en ello.»
Otra manera de enfocar la cuestión es la de decir que
el éxito de la industria algodonera dependió en gran parte
de que la economía británica estaba en condiciones de satis
facer sus demandas de factores de producción. Había en
ella, por ejemplo, más intensidad de trabajo que de capi
tal. La nueva industria necesitaba mano de obra especiali
zada —tejedores, por ejemplo— y existía con relativa abun
dancia: en la Inglaterra del siglo xvm había un verdadero
ejército de tejedores subempleados. También utilizó el tra
bajo de las mujeres y los niños; y en un país preindustrial
con un aumento rápido de la población, la industria que uti
liza el trabajo de las mujeres y de los niños pobres es una
industria que cuenta con abundante oferta de mano de obra.
Requería un capital no muy grande en relación con los be
neficios que de él se esperaban —para decirlo en términos
de la moderna teoría del desarrollo: era una industria con
una proporción capital-producción relativamente baja— y la
tarea de suministrar y mantener el capital-equipo podía re
caer —como así ocurrió— en un gran número de individuos.
Una parte del mismo existía ya. Muchos telares que nunca
habían funcionado más de un día por semana se encontra
ron con material para funcionar continuamente cuando las
jennies empezaron a marchar.
Además, el producto final no era del todo nuevo y, por
consiguiente, no tenía que crear su propia demanda con el
cambio de los gustos. En los mercados servidos por los co
merciantes británicos existía desde hacía tiempo una activa
demanda de percales y muselinas de la India; entre estos
mercados, debe incluirse el interior de Gran Bretaña donde
se habían realizado infructuosamente varios intentos para
desplazar el artículo indio. Cuando los fabricantes británi
cos pudieron elaborar una mercancía tan buena como aque
llas —y con el tiempo mejor— se encontraron con un mer
cado ya existente, disponible. Cuando su precio bajó hasta
104
ponerse al alcance de los más pobres y su calidad mejoró
hasta permitirle competir con otros tejidos como el lino y
la seda, el mercado se amplió hasta adquirir proporciones
masivas. Esto le dio una fuerza que muy pocas otras indus
trias podrían haber alcanzado. El argumento del profesor
Rostow de que el algodón fue el sector dominante de la re
volución industrial británica, por ejemplo, se basa en su
impacto masivo en la economía nacional y en las repercusio
nes secundarias que tan masivo impacto pudo producir en
los sectores próximos. «La empresa industrial de estas di
mensiones provocó reacciones secundarias en el desarrollo
de las zonas urbanas, en la demanda de carbón, hierro y ma
quinaria, en la demanda de capital activo y, en último tér
mino, en la demanda de transportes baratos, todo lo cual
impulsó poderosamente el desarrollo industrial en otras di
recciones.» 5
Otra característica de la industria algodonera del si
glo xviii que puede haber contribuido a que su reacción ante
las posibilidades abiertas por los nuevos inventos fuese tan
rápida es el hecho de que estaba muy localizada. No está del
todo claro por qué se había concentrado tanto en Lancas-
hire, aunque pueden sugerirse una serie de razones posibles.
La tendencia a la concentración data de la primera mitad
del siglo y la explicación tradicional es que las condiciones
geográficas eran especialmente favorables para que Lancas-
hire fuese la sede de la industria algodonera: se dice, por
ejemplo, que su clima húmedo y su agua no calcárea fueron
muy útiles para los procesos de hilado y lavado. Un factor
importante fue, quizá, que la mano de obra era relativa
mente abundante y, por consiguiente, barata; los datos sobre
bautismos, nacimientos y matrimonios nos hablan de un mo
vimiento alcista en la curva de la población en el noroeste,
antes de que esta tendencia se generalizase en toda Gran
Bretaña. Es indudable que la expansión del puerto de Liver
pool, punto de confluencia del comercio triangular de tejidos
de algodón hacia el Africa occidental, de esclavos hacia las
Indias Occidentales y el sur de los Estados Unidos y de al
godón en rama para la industria británica contribuyó a im
pulsar la manufactura de algodón en Lancashire. El hecho
de que fuese también una región especializada en la produc
ción y la hilatura del lino a principios del siglo xvm era
otra de las razones que aconsejaban establecer la industria
105
algodonera en sus proximidades, en una época en que para
producir tejidos de algodón se necesitaba hilado de lino.
No parece que ninguna de estas razones sea suficiente
para explicar la creciente concentración de la industria algo
donera del siglo xvin. Pero, tomadas en conjunto sí que pue
den explicarla. Más avanzado el siglo, cuando la water-frame
hizo surgir una demanda de fuerza motriz, las rápidas co
rrientes de Lancashire y, más tarde, las minas de carbón,
reforzaron dichas tendencias. Pero, cualesquiera que sean
las razones, la concentración de la industria contribuyó a au
mentar las dimensiones de las unidades económicas y a ace
lerar el proceso de innovación. En un país tan poco integrado
como la Inglaterra del siglo xvm se requerían a menudo mu
chas décadas para que una innovación se propagase de un
extremo a otro. En el ámbito de un condado, la fuerza del
ejemplo se manifestaba más fácilmente y las jentiies se pro
pagaron rápidamente de una casa a otra.
Finalmente, el buscar una explicación del carácter con
tinuo y sostenido de la expansión de la industria algodonera
y de la fuerza de su impacto en la economía nacional debe
recordarse que Gran Bretaña fue el primer país que utilizó
las nuevas máquinas, el primero que produjo tejidos más
baratos y más finos y, por consiguiente, pudo apropiarse de
todos los beneficios del innovador. Cuando sus rivales si
guieron su ejemplo y empezaron a producir mercancías com
parables, los precios habían bajado ya a niveles competiti
vos y los beneficios del boom habían sido embolsados. La
ventaja inicial fue particularmente importante para una in
dustria que producía con vistas a un mercado masivo y que
operaba con beneficios crecientes. Esto significaba que el
país que fuese el primero en crear la capacidad, las indus
trias auxiliares y los contactos comerciales podría obtener
beneficios superiores-al-beneficio-medio durante un tiempo
considerable, por el simple hecho de que sus unidades eco
nómicas eran de dimensiones superiores y podían continuar
suministrando sus productos a precios más bajos.
Visto retrospectivamente, el progreso de la industria al
godonera parece espectacularmente rápido, y así pareció efec
tivamente a los contemporáneos. Una industria que contri
buía con menos de medio millón de libras a la renta nacional
hacia 1760 y que exportaba mercancías por un valor no su
perior a las 250.000 libras, añadía cinco millones de libras a
106
la renta nacional a finales del siglo xvm, y una cantidad si
milar al valor declarado de las exportaciones. La velocidad
con que se multiplicaron las importaciones de materias pri
mas es realmente impresionante: de diez millones de libras
anuales hacia 1780 a diez veces esta cantidad en el período
de Waterloo y cincuenta veces hacia 1840.
Sin embargo, la transformación de la industria fue, en
algunos aspectos, bastante gradual; en parte, a esto se debió
que la expansión de la producción se mantuviese a través de
las guerras y las crisis. En primer lugar, la expansión se
consiguió recurriendo a los recursos subutilizados en vez
de absorber recursos de otras utilizaciones. La jenny mul
tiplicó la productividad del trabajo en la rama de la hilatu
ra y permitió a los tejedores trabajar con regularidad en sus
telares. La water-frame y la mulé eran algo más que instru
mentos para ahorrar mano de obra; eran sustitutivos de la
habilidad humana, pues permitían producir hilados más só
lidos y finos con una mano de obra poco calificada. Repre
sentaron el comienzo de una nueva era en la organización
económica, pues exigían una fuerza de trabajo dócil que la
borase en la atmósfera disciplinada de la factoría.
Sin embargo, a las factorías sólo se debió una parte del
inmenso aumento de la producción que colocó el algodón
en cabeza de la industria manufacturera británica. Este au
mento se debió, en su mayor parte, a la acción de una mul
titud de operarios marginales —los hiladores domésticos a
quienes el capitalista, propietario del taller suministraba al
godón en rama y los tejedores a quienes suministraba hila
dos. Cuando las cosas iban mal, la actividad se podía con
centrar en las factorías y eran los hiladores y tejedores do
mésticos los que cargaban con las consecuencias de la crisis.
Cuando las cosas iban bien, siempre era posible atraer a nue
vos hiladores y tejedores manuales sin tener que elevar los
salarios pues las posibilidades de cambiar de trabajo siem
pre eran escasas. De este modo, el capitalista era quien más
se beneficiaba en los momentos de auge y quien menos su
fría en los momentos de crisis. Con un mínimo de gastos
generales a su cargo, disponía de una reserva virtualmente
inagotable de trabajo sobrante y de capacidad productiva de
la que podía disponer a su antojo.
La persistencia de la industria algodonera doméstica no
es, pues, sorprendente. Por un lado, había la natural y obsti
107
nada resistencia de los cabezas de famlia independientes a
encerrarse en una fábrica. Los tejedores manuales pagaron
un elevado precio por su independencia, pero resistieron
hasta 1830. Por otro lado, el empresario capitalista se resis
tía a invertir su capital en edificios y fábricas que podían
reducir sus beneficios en épocas de crisis, cuando tan fácil le
era satisfacer la demanda en los momentos de auge recu
rriendo a los operarios marginales. Estos dos factores re
trasaron la adopción general de los telares mecánicos en
treinta o cuarenta años. «Un empresario industrial tan emv
nente como John Kennedy dudaba todavía en 1815 de si el
ahorro de mano de obra con el telar mecánico compensaba
los gastos de energía y maquinaria y el inconveniente de te
ner que mantener constantemente en funcionamiento un es
tablecimiento dotado de telares mecánicos.»6 Hasta comien
zos de la década de 1840 el número de tejedores mecánicos
no superó el de tejedores manuales. Y hasta 1850 no desapa
recieron totalmente estos últimos.
Durante el período de mecanización de la industria al
godonera, que puede decirse que se completó virtualmente
en 1850, el capitalista manufacturero tuvo una posición muy
fuerte. Podía hacer recaer la carga principal de la adap
tación a los cambios técnicos sobre los productores domés
ticos propietarios de los telares que resultaban anticuados.
Podía reducir o alargar la jomada de trabajo de una fuerza
laboral numerosa y desorganizada, compuesta esencialmente
de mujeres y niños o jóvenes, pues la legislación sobre limi
tación de la jornada de trabajo no entró realmente en vigor
hasta la década de 1850. En 1835, poco más de una cuarta
parte de los operarios de las fábricas algodoneras eran hom
bres de más de dieciocho años; el cuarenta y ocho por cien
to eran mujeres y muchachas y el trece por ciento niños de
menos de catorce años. No había muchas posibilidades de
competencia para esta fuerza de trabajo no calificada y se-
midependiente, hasta que la revolución industrial adquirió
más fuerza en otras industrias y las mujeres y los niños tu
vieron otras posibilidades de trabajo en la industria ligera.
Al mismo tiempo^ el industrial algodonero produjo una mer
cancía para un mercado masivo a un precio que le ponía
a cubierto de la competencia, hasta que los cambios técni
cos se propagaron a otras industrias textiles y a otros países.
Es indudable que el progreso continuo de la industria
108
algodonera en el período 1780-1850 y el papel dominante que
desempeñó en la revolución industrial se debían en gran
parte a la favorable posición en que se encontraban sus ca
pitalistas industriales. Pues la revolución industrial britá
nica fue una revolución industrial espontánea y no una in
dustrialización forzada, como la de algunos otros países. Su
desarrollo dependía de la libre reacción de la empresa pri
vada frente a las posibilidades económicas.
Se ha insistido mucho en el papel de los inventos texti
les como estímulo de la revolución industrial y como razón
de la posición dominante de la industria algodonera. No se
debe, sin embargo, exagerar su importancia, porque tam
bién se puede argüir que si la industria algodonera anduvo
al frente de las demás en este período fue más por la ener
gía de sus empresarios que por la habilidad de sus inven
tores.
Al examinar el proceso del desarrollo económico a tra
vés del cambio tecnológico es conveniente distinguir, como
ha hecho Schumpeter, entre la invención y la innovación,
pues la que tiene efectos económicos realmente revoluciona
rios es la última y no la primera. La invención es el descu
brimiento original básico, el paso crucial en el dominio del
conocimiento teórico o práctico que hace posible un cam
bio en los métodos productivos. La innovación es la apli
cación de este nuevo conocimiento o la utilización de la nue
va máquina en la actividad económica práctica. La invención
puede ser, de este modo —y a menudo lo es—, un factor
puramente exterior a la situación económica: por sí misma
no tiene efectos económicamente relevantes y no induce ne
cesariamente la inovación. Una nueva máquina o una nueva
técnica pueden ser conocidas por su inventor y accesibles a
los productores muchos años antes de que se pongan en
práctica.
La innovación, en cambio, es el núcleo mismo del pro
greso tecnológico: amplía las posibilidades de producción,
exige nuevas combinaciones de los factores de producción
y crea nuevas estructuras de costes. No todas las innovacio
nes son producto de lo que podríamos clasificar como inven
ciones, no todas se pueden atribuir a alguna conquista con
creta en el reino del conocimiento teórico o práctico en un
pasado inmediato o remoto. Por otro lado, una invención
—la máquina de vapor, por ejemplo— puede dar lugar a di
109
versas innovaciones. De hecho, la esencia de la teoría schum-
peteriana es que las innovaciones tienden a producirse no
en forma de flujo continuo sino en una serie de racimos
que proceden de alguna invención especialmente fructífera;
e) desarrollo tiende, pues, a producirse no de forma continua
sino por olas. En todo caso tanto si aceptamos la teoría de
las «innovaciones por racimos» como si la rechazamos, es
evidente que lo que nos interesa al seguir el curso del cam
bio económico no son las invenciones iniciales o los nuevos
conocimientos que lo hicieron posible, sino la reacción de
los hombres de negocios que lo hizo real, es decir, lo que a
veces se llama el «dinamismo tecnológico* de los empresa
rios.
La recompensa de la innovación en una economía basada
en la empresa privada es el beneficio. El primer empresario
que lleva a cabo una innovación vende una mercancía al
precio de antes pero con un coste menor; puede, pues, em
bolsarse la diferencia en forma de beneficio. Se enriquece
más que sus rivales. Su ejemplo, o mejor dicho, la cifra de
sus beneficios, promueve la imitación y a medida que au
menta el número de los imitadores dos factores tienden a
reducir la distancia entre el precio y el coste: 1) la compe
tencia entre los productores para hacerse con los mercados
existentes, que tiende a hacer bajar el precio; 2) la compe
tencia por los factores de producción existentes, de oferta
inelástica. Si la distancia se reduce con demasiada rapidez,
el ritmo de la innovación decae sensiblemente, tanto porque
los empresarios tienen menos incentivos para cambiar sus
métodos como porque se reducen los beneficios con que fi
nancian el nuevo equipamiento industrial.
Lo interesante en relación con la industria algodonera de
este período es que aunque los precios bajaron en espiral
—entre 1815 y 1845, por ejemplo, los precios de la exporta
ciones de tela de algodón bajaron casi en tres cuartas par-i
tes— los beneficios se mantuvieron. Esto se debió, en parte,
a que los productores siguieron innovando, aunque quizá no
con la rapidez con que podían haberlo hecho. Ya me he re
ferido a la lentitud con que el sector de tejido adoptó la
máquina de vapor: «en 1824 todavía había muchas spinning
jennies movidas a mano en Lancashire.»7 Sin embargo, una
serie de innovaciones en las industrias colaterales contribu
yeron a reducir los costes en el primer cuarto del siglo xix:
110
el perfeccionamiento de las máquinas desmotadoras redu
jo el precio del algodón en rama; la especialización de las
empresas de maquinaria textil permitió producir máquinas
mejores y más baratas; la mecanización de las operaciones
de blanqueo y de tintura y de las labores de impresión redu
jo los costes de fabricación; la introducción de la ilumina
ción a gas permitió reducir los gastos generales haciendo
funcionar la fábrica y la maquinaria día y noche con un
sistema de tumos múltiples; la mejora de las comunicacio
nes por carretera y canal redujo los costes de distribución.
Pero, posiblemente, la razón más importante de que la
industria algodonera fuese capaz de mantener sus beneficios
y, por tanto, su tasa de inversión fue el hecho de que dispu
siese de una reserva de mano de obra barata y prácticamente
inagotable. Las mujeres, las jóvenes y los niños pobres tra
bajaban de doce a dieciséis horas diarias en los talleres con
salarios de pura subsistencia; los hijos de los tejedores ma
nuales estaban dispuestos a seguir el oficio de sus padres y
a trabajar muchas más horas por salarios más reducidos, los
industriales algodoneros podían disponer de mucha más
mano de obra de la que necesitaban y los salarios que pa
gaban eran lastimosamente bajos. Entre 1820 y 1845, apro
ximadamente, la producción total de la industria se cuadru
plicó y las rentas generadas en Gran Bretaña aumentaron
en un cincuenta por ciento, pero los salarios de los obreros
apenas subieron.
Ésta es, seguramente, una de las razones más importan
tes del fuerte y continuo desarrollo de la industria algodo
nera en el período 1780-1850. Una parte creciente de las ren
tas que generaba iba 'a parar a manos de los empresarios
y éstos, a su vez, estaban dispuestos a reintervertir una par
te sustancial de sus ganancias en más instalaciones y más ma
quinaria. Esta elevada proporción de beneficios reinvertidos
significó dos cosas: 1) que la industria siguió aumentando
su capacidad productiva y su economía de dimensión (eco-
nomies of scale) (es decir, un tipo de economía que, desde
el punto de vista interno beneficia las empresas capaces de
producir en escala lo bastante grande como para minimizar
sus gastos generales por unidad de producto, y desde el
punto de vista externo, un tipo caracterizado por el desa
rrollo de industrias auxiliares especializadas en la comercia
lización, el blanqueo, la tintura, etc.); 2) que la industria si
111
guió perfeccionando su utillaje, aunque los cambios técni
cos no fuesen lo rápidos que habrían podido ser dadas las
invenciones ya existentes; el hecho es que incluso cuando
el cambio técnico es poco espectacular tiende a ser continuo
si la tasa de inversión es alta, pues las nuevas máquinas tien
den a ser mejores que las predecesores aunque no sean muy
distintas; una elevada tasa de inversión, que implica un ele
vado ritmo de introducción de nuevas máquinas, genera,
pues, un flujo continuo de estas mejoras parciales y me
nores.
Cuando la oferta de trabajo perdió elasticidad a partir
de los años 1840, el ritmo de desarrollo de la industria bajó.
Las razones de la contracción de la oferta de trabajo eran
muy diversas. En primer lugar, algunas bolsas de paro tec
nológico —los tejedores manuales constituyen el caso típi
co— fueron liquidadas por la crisis y el hambre. En segundo
lugar, la conciencia social empezaba a rebelarse contra la
despiadada explotación de la mano de obra infantil y feme
nina y la legislación que reducía la jornada de trabajo em
pezaba gradualmente a surtir efecto. En tercer lugar, otras
industrias empezaban a competir con la algodonera en la
demanda de fuerza de trabajo, sobre todo cuando el boom
del ferrocarril estimuló el comercio y la industria en general
y cuando los demás ramos textiles empezaron a mecanizarse
seriamente. Estos factores redujeron el ritmo de expansión
de la industria pero aceleraron el aumento de las rentas del
trabajo en ella. Entre 1845 y 1870, por ejemplo, la produc
ción de la industria algodonera se duplicó, es decir, su rit
mo de aumento fue aproximadamente la mitad del de los
veinticinco años anteriores; pero la proporción de los traba
jadores en la renta que generó aumentó un poco más que
el total. En esta época la industria algodonera no era ya el
sector piloto en la revolución industrial ni marcaba el rit-,
mo del desarrollo económico nacional. ‘
En resumen, no es difícil ver por qué y cómo la industria
algodonera pasó de la insignificancia a la categoría de ma
nufactura principal en menos de una generación, y fue la
primera industria británica que adoptó en gran escala ma
quinaria movida por energía no humana y ahorradora de
trabajo y que produjo para un mercado internacional. Es
indudable que su éxito espectacular excitó la imaginación de
los contemporáneos e impulsó el cambio tecnológico en otras
112
industrias. Pero es posible que se exagere la influencia di
recta de esta industria en la primera revolución industrial.
El hecho es que sus conexiones con otras importantes indus
trias británicas no eran lo bastante amplias como para pro
ducir fuertes repercusiones secundarias. Si indujo cambios
tecnológicos en otras industrias directa e inmediatamente
fue tan sólo en las textiles, las cuales no constituían, global
mente, un sector industrial muy importante. La materia pri
ma principal tenía que importarse, es decir, los vínculos en
esta dirección se establecían más con industrias no británi
cas que con las británicas. La industria algodonera tardó
mucho tiempo en utilizar el carbón; estaba muy localizada
y por ello no creó una gran demanda de nuevas facilidades
de transporte y de construcción. Al principio, las máquinas
textiles se hacían de madera y se producían en la propia fac
toría textil. Hasta el segundo cuarto del siglo xix no surgió
una industria de maquinaria textil de ciertas dimensiones.
En resumen: las relaciones de la industria algodonera con
otros sectores productivos importantes eran muy limitadas
y sus repercusiones sobre el resto de la economía fueron
más indirectas que directas. Su notable expansión no fue lo
bastante poderosa o general, en sí misma, como para esti
mular la revolución industrial inglesa, aunque es indudable
que constituyó una importante parte de ésta. Para comple
tar el cuadro hemos de examinar el proceso de cambio tec
nológico en otras industrias que se transformaron indepen
dientemente a lo largo del período 1780-1850.
115
Otro rasgo de la revolución industrial en el hierro y el
acero, que distingue esta rama de la algodonera, es que la
primera contó con una sólida base de materias primas do
mésticas. Las innovaciones del siglo xvm permitieron a las
industrias británicas abandonar el carbón vegetal (recurso
en franco proceso de desaparición) para adoptar el carbón
mineral (muy abundante) y dejar el mineral importado en
beneficio del nativo. La industria algodonera consiguió sus
espectaculares resultados a base, sobre todo, de ahorrar
mano de obra; en cambio, la industria siderúrgica lo consi
guió economizando materia prima, es decir, utilizando ma
teriales abundantes y baratos en vez de materiales escasos
y caros.
La tercera característica distintiva de la revolución in
dustrial en la siderurgia es que su acometida final parece
haber dependido tanto de los inventos exteriores al ramo
como de los inventos realizados en la industria siderúrgica
propiamente dicha. Abraham Darby había conseguido ya en
1709 fundir hierro con carbón de coque. Fue el principio del
fin de la industria siderúrgica basada en el carbón vegetal.
Pero no fue más que eso, el princpio del fin. Incluso los
maestros siderúrgicos aprendieron a seleccionar los tipos de
mineral de hierro y de carbón para producir un lingote de
fundición de calidad aceptable y a eliminar las impurezas
del hierro colado haciendo nuevamente el lingote en hornos
de fundición, pero la innovación no era lo bastante rentable
como para persuadir a los productores de la época a aban
donar los bosques y trasladarse a las zonas carboníferas. El
coque era un combustible lento en comparación con el car
bón vegetal y requería un buen suministro de energía para
asegurar una inyección de aire adecuada. Se utilizaba, desde
luego, la energía hidráulica, pero era muy irregular y estaba
sujeta a variaciones estacionales. Hasta que Boulton y Watt
construyeron una máquina de vapor eficiente, hacia 1775, lo s'
hornos no pudieron generar una corriente de aire lo bas
tante fuerte y continua como para convertir la fundición con
coque en un sistema más eficiente de producción de hierro
colado. Hasta entonces el coque sólo se utilizó en unos cuan
tos hornos; la mayoría siguieron empleando carbón vegetal.
Ni siquiera en los talleres siderúrgicos del propio Darby,
en Coalbrookdale (Shropshire) se utilizaba exclusivamente
coque.
116
Finalmente, hay una cuarta razón que nos hace creer
que la industria siderúrgica tuvo en la revolución industrial
británica un papel muy diferente al de la industria algodo
nera. Nos referimos al hecho de que el hierro era esencial
mente un bien de producción, sujeto a una demanda deriva
da más que a una demanda directa y, por ello en parte, a
una demanda inelástica. La expansión de una industria de
bienes de producción depende de las condiciones económi
cas generales o del desarrollo de las industrias que consu
men sus productos. En algunos casos la industria siderúr
gica pudo ampliar su mercado al reducir sus precios, crear
nuevas demandas sustituyendo a otros productos —el hierro
se empezó a utilizar en la construcción (puentes y casas, por
ejemplo) en el último cuarto del siglo xvm; en 1784 la plan
ta de una harinera de Londres se construyó enteramente
de hierro. Pero hasta mediado el siglo xix, cuando la deman
da de hierro para la construcción de raíles, de locomotoras,
de barcos, de máquinas, de conducciones de gas y de sa
neamiento amplió enormemente sus posibilidades, la expan
sión de la industria se vio seriamente limitada por las con
diciones de la demanda. Aunque los cambios en su sistema
de producción fueron radicales y sus precios bajaron sen
siblemente, la demanda era demasiado inelástica como para
hacer posible un aumento correspondiente en la cantidad
vendida. Tuvo que registrarse un cierto progreso en la in
dustrialización antes de que la industria siderúrgica pudie
se desarrollarse y mantener una aceleración continua com
parable a la de la industria algodonera.
Estas cuatro características de la industria siderúrgica
en el último cuarto del siglo xvm —su tradición de organiza
ción capitalista en gran escala, su nueva demanda de ma
terias primas de producción doméstica, su dependencia de
la máquina de vapor y su demanda inelástica— hicieron que
su papel en la revolución industrial británica fuese muy dis
tinto al de la industria algodonera. Lo que es discutible es
cuál de ellos fue más importante. El profesor Rostow, que
atribuye al algodón el papel de sector piloto en su modelo de
despegue británico, parece considerar el hierro como un sec
tor menos importante, pero esta concepción parece ser, fun
damentalmente, una consecuencia del rígido marco mental
impuesto por su análisis de las «etapas del desarrollo». Si se
concibe la revolución industrial —como hace Rostow— en
117
términos de un período específico de dos o tres décadas en
las cuales tienen consecuencias decisivas los cambios cru
ciales ocurridos en los métodos de producción, la adscrip
ción de la revolución industrial británica al período inme
diatamente posterior a 1783 y el hecho de que la industria
algodonera (al contrario de la siderúrgica) llegase a ocupar
un lugar importantísimo en la economía británica de la épo
ca llevan inevitablemente a la conclusión de que el algodón
tuvo que ser el sector piloto. En cambio, si consideramos
que la revolución industrial ocurrió en un período más lar
go y menos rígidamente definido —en líneas generales, en
tre 1770 y 1850— y si juzgamos la importancia de una indus
tria en dicho proceso por el peso y el alcance de sus re
percusiones sobre el resto de la economía, llegaremos a la
conclusión de que tiene una base muy sólida la afirmación
de que la industria siderúrgica desempeñó un papel clave.
Sus vínculos con el resto de la economía —la demanda de
carbón y hierro y de mayores facilidades de transporte y
de obtención de capital, por un lado; la reducción de los
precios de una gran cantidad de bienes manufacturados y
de los costes de las industrias del transporte y de la cons
trucción, por otro —permiten pensar que la industria side
rúrgica tuvo un papel más importante y general que la algo
donera en el proceso de la industrialización británica.
Pero no es necesario, ni útil, insistir en este intento de
identificar la industria a la que pueda atribuirse el papel do
minante en la revolución industrial británica. Más satisfac
torio y convincente —aunque quizá menos dramático— es
considerar que la primera industrialización fue resultado de
un verdadero racimo de innovaciones, en el sentido schum-
peteriano del término. Algunas invenciones importantes co
rresponden a un período anterior; pero lo que cuenta son las
innovaciones, es decir, la adopción general de las invencio
nes. Este racimo de innovaciones fue decisivo por tres razo-/
nes principales: 1) porque se produjeron en la misma época
poco más o menos; 2) porque ocurrieron cuando la suprema
cía naval y los contactos comerciales de Gran Bretaña le per
mitían aprovecharse del aumento de las rentas en Europa y
América del Norte, y 3) porque se reforzaron mutuamente en
algunos aspectos importantes. Lo fundamental fue la concen
tración del racimo. Convirtió el proceso de industrialización
en algo mucho más beneficioso que lo que habría sido de
118
otro modo y dio a la economía británica una ventaja sobre
>us rivales que aseguró que el proceso seguiría siendo pro
vechoso mientras la ventaja subsistiese.
Con esta interpretación de la revolución industrial, in
tentaremos establecer cuál fue el papel exacto de la indus
tria siderúrgica en la primera revolución industrial. Pregun
témonos, ante todo, qué carácter tuvieron los cambios tec
nológicos que transformaron la industria y cuándo ocurrie
ron. En segundo lugar, ¿qué impacto tuvieron sobre la eco
nomía nacional en general? Consideremos, para empezar, el
proceso de cambio tecnológico en la industria siderúrgica
del siglo xviii. ¿Qué tipo de industria era en la fase prein
dustrial?
Los datos de que disponemos sugieren que la industria
siderúrgica inglesa en la primera mitad del siglo xviii estaba
esparcida, era migratoria, trabajaba de modo intermitente
y estaba probablemente, en decadencia. Se ha calculado que
la producción máxima de la industria siderúrgica basada en
el carbón vegetal se alcanzó entre 1625 y 1635, cuando la pro
ducción de lingote fundido llegó a una cifra (probable) de
26.000 toneladas anuales. Se calcula que hacia 1720 la pro
ducción de lingote fundido fue de 20.000 a 25.000 toneladas
anuales y que la mayor parte se utilizó para producir objetos
de hierro colado. La mayoría de los objetos de hierro dulce y
de acero que se produjeron en Gran Bretaña se hacían con
hierro en barras importado, especialmente de Suecia.
La causa de la decadencia de la industria o, mejor di
cho, de su estancamiento era que se encontraba con graves
problemas de suministro de materia prima. Por un lado, sus
propios recursos de mineral de hierro eran de grado muy
bajo —tenían muchas impurezas que dificultaban la elabora
ción de un producto final duro y sólido. Por otro lado, su
principal combustible —el carbón vegetal— estaba en pro
ceso de desaparición y era tan frágil que resultaba práctica
mente imposible de transportar. Esto hizo que la industria
estuviese muy esparcida y que emigrase frecuentemente. La
primera exigencia de un buen taller siderúrgico a principios
del siglo xviit era estar situado en una extensa zona de bos
ques. Hoy, en cambio, la industria siderúrgica es el núcleo
característico de un denso complejo industrial y demográfico.
El horno de carbón vegetal estaba situado, generalmente, en
una zona remota, aislado de otras industrias y de los demás
119
hornos. Los hornos siderúrgicos estaban esparcidos por todo
el país, desde los Highlands de Escocia hasta Kent, en todas
partes donde hubiesen bosques lo bastante extensos como
para satisfacer su voraz necesidad de carbón vegetal. «Era
muy frecuente que un empresario siderúrgico se trasladase
a distancias considerables, llevando consigo, a menudo, una
gran parte de sus hornos.» 3
La industria era vital para la economía, incluso en la
fase preindustrial y se realizaron grandes esfuerzos para in
tentar superar los obstáculos que impedían su expansión.
. Había una vinculación muy estrecha entre la propiedad de
la tierra y la fabricación de hierro y los industriales siderúr
gicos eran hombres relativamente ricos que disponían de los
recursos financieros y tenían el incentivo necesario para lan
zarse a experimentar nuevos métodos. La primera patente
para la utilización del carbón en la fabricación del hierro se
concedió en 1589 y a finales del siglo xvi y durante todo
el xvii se concedieron una serie de patentes similares. No
parece que ninguna de ellas diese un producto comercial
mente viable hasta 1709: a partir de esta fecha sabemos que
los talleres de Abraham Darby en Coalbrookdale fundían hie
rro con carbón. No sabemos cuánto tiempo se necesitó para
producir con este medio un producto vendible o para que
el procedimiento se adoptase en otras partes. La primera
mención impresa del procedimiento que se conoce data de
1747. Es indudable que antes de que el método demostrase
su efectividad se debieron hacer muchos experimentos y
avanzar a tientas, haciendo pruebas y cometiendo errores.
Pero parece claramente establecido que a mediados de si
glo, Darby y algunos otros fundidores de hierro utilizaban
regularmente coque para producir una gran variedad de pro
ductos de hierro colado. Cuando se resolvieron las dificul
tades técnicas que conllevaba la obtención de una inyección
de aire suficiente para mantener en marcha el horno de co- f
que, se vio la posibilidad de producir fundición ligera y de
licada; es decir, un producto que podía servir para muchos
más usos que el obtenido con carbón vegetal. Mientras tanto,
Benjamín Huntsman obtuvo un éxito similar en la fabrica
ción del acero, perfeccionando en 1740 un procedimiento que
utilizaba coque para generar un calor intenso y producir así
un acero relativamente libre de impurezas.
Pero ninguna de estas innovaciones resolvió los proble-
120
mas básicos de sector de forja de la industria siderúrgica,
el sector que producía los lingotes para el hierro dulce o el
acero. Benjamín Hunstman tuvo que utilizar hierro sueco
para su acero porque el hierro inglés era demasiado que
bradizo. Para el hierro dulce se requería todavía el horno de
carbón vegetal. El horno de coque alivió hasta cierto punto
el problema convirtiendo el hierro colado en un aceptable
sustituto del hierro dulce en muchos productos. Los nuevos
productos de hierro colado de los hornos de coque podían
utilizarse en la fabricación de muchos utensilios domésti
cos y en la de puertas, armas, cañones, clavos baratos, vigas,
tuberías y puentes. El hierro colado era menos costoso que
el hierro dulce y por ello estos productos resultaron más ba
ratos que las versiones en hierro dulce y acabaron despla
zándolos. Pero los hornos de coque no podían producir un
hierro aceptable para la fabricación de arados, azadas, ins
trumentos de toda clase, cerraduras, cerrojos, estribos, etcé
tera. Para los mejores artículos de esta clase y para los
cuchillos y toda clase de artículos de acero el mineral bri
tánico era insatisfactorio, aunque se fundiese en hornos de
carbón vegetal.
Durante la mayor parte del siglo xvm continuó la bús
queda de fuentes de carbón vegetal y la industria se exten
dió hasta las zonas forestales de Escocia. En Inveraray se
construyó un horno en 1775. Es indudable que una industria
con un producto tan pesado como el hierro podía hacer po
cos progresos en su economía interna si había de establecer
sus talleres en puntos tan alejados de los centros de con
sumo. Los gastos de transporte eran prohibitivos en el si
glo xvm, excepto cuando había una vía navegable en las
cercanías. «Se ha calculado que el coste del transporte inte
rior en un trayecto de veinte millas era aproximadamente el
mismo que el de una carga procedente del Báltico.»4 La
fabricación de hierro con carbón vegetal fue, pues, en Gran
Bretaña una industria de costes muy elevados en el si
glo xvm. El hierro sueco no sólo era mejor sino también
más barato en muchos lugares, aunque para transportarlo al
mercado británico hubiese que pagar tres libras por dere
chos de exportación y dos libras por derechos de importa
ción.
Se ha dicho que el punto de transición en la historia de
la industria siderúrgica se puede situar en 1775, cuando la
121
máquina de vapor de Watt permitió aplicar una mayor fuer
za al fuelle del horno y utilizar la energía mecánica para la
forja. Es indudable que la máquina de vapor tuvo una enor
me e inmediata importancia para la industria siderúrgica.
La primera máquina de vapor que se aplicó a tareas que no
fuesen el bombeo de agua se instaló en la factoría siderúrgica
de John Wilkinson. Hay pruebas, sin embargo, de que la de
cadencia secular de la industria siderúrgica se había frenado
ya en la década de 1760. En 1760, concretamente, se inau
guró el horno de coque de los talleres siderúrgicos de Ca
rrón, movido por un fuelle a vapor. El método que se utili
zaba hasta entonces era el del fuelle movido por rueda hi
dráulica. En 1760 había tan sólo diecisiete hornos de coque
en Gran Bretaña, pero en los diez años siguientes se cons
truyeron catorce más. Mientras tanto, las inversiones en la
industria siderúrgica de carbón vegetal se habían detenido:
no se sabe que se construyese ningún otro horno de carbón
vegetal después de 1775; en 1790 el número de los todavía
utilizados había descendido a veinticinco; en cambio, el de
hornos de coque se había elevado a ochenta y uno. Con el
desarrollo del fuelle a vapor a finales del siglo xvm la in
tria siderúrgica perdió su carácter migratorio y empezó a
concentrarse en grandes unidades de producción agrupadas
en zonas donde había buenas existencias de carbón y hierro
y con facilidades de transporte por agua. De los ochenta y
un hornos de coque que funcionaban en 1790, treinta y cin
co se encontraban en los Midlands (veinticuatro en Shrops-
hire, el país donde surgió el alto horno, y once en Staffords-
hire). En 1806, el 87 % del hierro fundido se producía en las
zonas carboníferas. Se comprende esta atracción si tenemos
en cuenta que en los años 1760 y 1770 se necesitaban diez to
neladas de carbón para producir una tonelada de hierro fun
dido.
El principal inconveniente para la utilización del coque
en la forja —es decir, en el proceso de refinamiento que
transformaba el hierro fundido en hierro forjado— era que
el carbón mineral introducía impurezas que impedían la ob
tención de un artículo final perfecto. En 1766 este proble
ma se resolvió en Coalbrookdale utilizando un horno de re
verberación —un proceso intermedio entre los de fundición
y forja— pero el aumento del coste apenas compensaba el
elevado precio del carbón vegetal. Hasta 1783 y 1784, cuando
122
Henrv Cort patentó un procedimiento de pudelación y la
minación que permitió la producción de hierro forjado en
gran escala con carbón, hasta entonces, decimos, no se pudo
producir hierro dulce a un precio y con una calidad que de
rrotasen totalmente la fundición con carbón vegetal (y tam
bién la industria basada en minerales de importación) y la
arrinconase definitivamente, excepto para la fabricación de
acero de alto grado.
El método de Cort fue un importante paso adelante por
tres razones: 1) utilizaba .únicamente carbón mineral y esto
permitió escapar a la dependencia del carbón vegetal, que
tan costoso hacía el lingote de hieiro británico; 2) permitió
fabricar lingotes de hierro nativo tan buenos, por lo menos
como los suecos; 3) reunió en un mismo proceso una serie
de operaciones —pudelación, martilleo y laminación— que
hasta entonces se hacían por separado. La aplicación de un
descubrimiento tan complejo como éste no fue automática.
Se necesitaban capitalistas con recursos y con espíritu de
aventura suficientes para lanzarse a esta innovación; direc
tores y capataces experimentados para organizar el proceso
de producción e introducir las modificaciones y las mejoras
parciales indispensables para asegurar su eficiencia, y obre
ros calificados para construir el utillaje y ejecutar los pla
nes. En Gran Bretaña estos factores de producción eran es
casos durante el siglo xvjii , lo mismo que en todas las eco
nomías preindustriales. El progreso empezó a manifestarse
cuando se pudo disponer de estos tactores. La principal ex
pansión de la siderurgia en los diez años que siguieron a la
concesión de la patente de Cort se produjo en el sur del
País de Gales, donde Richard Crawshay había introducido
en seguida el procedimiento. En 1791, la Carrón Company,
empresa grande y progresiva, había probado el método de
Cort y —según dice una carta existente en los archivos de la
compañía— había encontrado que «permitía fabricar un hie
rro que no tenía nada de malo, pero [que] la extraordinaria
cantidad de desperdicios le convertía en un procedimiento
muy costoso».5 Se necesitó, además, bastante tiempo para
que los consumidores de dentro y fuera del país se diesen
cuenta de que el hierro británico, que durante tanto tiempo
había sido un producto poco apreciable, podía ser tan bue
no como el hierro extranjero.
Sin embargo, como en el caso de la water-frame de Ark-
123
wrighl, el descubrimienlo de Cort se adoptó con mayor ra
pidez que la mayoría de los grandes inventos del siglo xvm,
en parte porque el inventor fue lo bastante infortunado como
para perder prematuramente sus derechos de patente. Cort
se arruinó con la bancarrota y el suicidio de uno de sus prin
cipales acreedores y no pudo proteger su patente, que ca
ducó en 1789. A partir de aquel momento, los empresarios
siderúrgicos pudieron experimentar el procedimiento como
quisieron, introduciendo las mejoras que bien les parecían
sin tener que pagar derechos de patente. Hacia 1790 y en la
primera década del siglo xix la industria se extendió en to
dos los frentes. La posibilidad de utilizar hierro colado bri
tánico para la fabricación de productos de hierro dulce hizo
aumentar grandemente la demanda de aquél. Entre 1788 y
1806 la producción de hierro colado británico se cuadrupli
có: ya casi se había duplicado en la ola expansiva anterior,
cuando empezó a utilizarse extensivamente el coque en los
altos hornos (hacia 1760). En 1812 se seguía importando
lingote sueco para los fabricantes de acero, pero Gran Bre
taña exportaba ya más lingote del que importaba.
En la primera década del siglo xix, pues, la producción
de hierro colado británico era de un millón de toneladas
anuales, aproximadamente (en 1760 era de 30.000 toneladas).
Se exportaban más de 60.000 toneladas anuales. Tomada en
general —es decir, desde las minas de hierro hasta el pro
ducto final— la industria siderúrgica generó un 6 % apro
ximadamente de la renta nacional británica durante la pri
mera década del siglo xix (en la de 1760 no llegaba más que
al 1 o 2 %). Su expansión en el último cuarto del siglo xvm
se debió en gran parte a la máquina de vapor, no sólo por
la utilización del vapor en los hornos, en las forjas y las fun
diciones sino también porque las bombas de vapor utiliza
das en las minas permitieron la explotación de mejores ya
cimientos.
La consecuencia más importante de las innovaciones en
la industria siderúrgica durante la segunda mitad del si
glo xvm fue la de permitir una reducción espectacular del
coste de la materia prima. Pero las innovaciones básicas es
timularon otras y el resultado global fue un importante aho
rro de tiempo y de mano de obra. El martillo a vapor intro
ducido por John Wilkinson en 1782 podía dar ciento cincuen
ta golpes por minuto. La laminadora de Cort, movida a va
124
por podía elaborar quince toneladas de hierro en el mismo
tiempo que se requería antes para fabricar una tonelada de
lingote. En la primera década del siglo xix se calculaba que
el lingote de hierro pudelado fabricado en Inglaterra se ven
día a precios que iban de veinte a veintiocho libras por to
nelada; en cambio el precio del producto sueco rival iba de
treinta y cinco a cuarenta libras la tonelada. El abarata
miento del lingote y del hierro colado estimuló la innovación
en los demás procesos. Por los años 1780 y 1790 se introduje
ron nuevas máquinas para una gran diversidad de fases in
termedias: máquinas para laminar, cortar y labrar el metal,
por ejemplo; taladros para horadar cañones; tornos y má
quinas para fabricar clavos o tuercas.
Estas innovaciones cambiaron completamente la estruc
tura y el carácter de la industria. Entre 1788 y 1806 la pro
ducción media por alto horno pasó de 800 toneladas a 1.130,
un aumento del 40 % en menos de veinte años. En 1839 era
de 3.566 toneladas. Los fundidores de hierro siempre habían
sido hombres relativamente ricos —se dedicaban a una in
dustria que exigía fuertes inversiones de capital (como las
de la construcción de un alto horno), pero los empresarios
siderúrgicos del último cuarto del siglo xviit operaban en
una escala que superaban todas las experiencias anteriores.
El imperio industrial de John Wilkinson se componía de
minas de carbón, minas de estaño, fundiciones de hierro,
forjas, almacenes, embarcaderos; se extendía por el País de
Gales, Cornualles, los Midlands, Londres y Francia; incluso
acuñaba su propia moneda. Cuando el procedimiento de Cort
permitió al sector de forja utilizar el carbón, cayeron todas
las barreras que impedían la integración de la industria si
derúrgica. Esto fue lo que facilitó su concentración y le
permitió adquirir las gigantescas dimensiones que la carac
terizan actualmente: «En Staffordshire, en Yorkshire y, sobre
todo, en Gales del Sur todas las operaciones desde la extrac
ción del carbón y del mineral de hierro hasta la fabricación
de lingote de hierro y la producción de mercancías acabadas
se realizaban en una misma localidad, en el seno de una
misma empresa y la mayoría de ellas en un solo estableci
miento.» 6 Esto permitió suprimir una gran cantidad de ope
raciones; por otro lado, la producción de hierro de buena
calidad, barato, de textura uniforme día jt fa economía britá
125
nica la materia prima de una nueva industria: la ingeniería
mecánica.
En efecto, las innovaciones que empezaron a propagarse
en la industria siderúrgica en las tres o cuatro últimas dé
cadas del siglo xvm determinaron el carácter del cambio téc
nico en la industria hasta 1860, cuando Bessemer hizo la de
mostración de su nuevo procedimiento de fabricación del
acero y se perfeccionó el horno regenerador de Cowper. El
único descubrimiento importante que influyó en la indus
tria en la primera mitad del siglo xix fue el de Nielsen en
1828: observó que calentando el aire inyectado en el horno
disminuía el consumo de coque y aumentaba la producción.
En menos de diez años, la inyección de aire caliente se adoptó
de manera general. La innovación comportaba muchas ven
tajas: permitió ahorrar mucho combustible, facilitó el uso
de hornos más grandes, dio valor económico al mineral de
hierro escocés, muy carbonatado, inservible para la fundición
hasta que se utilizó la inyección de aire caliente, y permi
tió que aquellas regiones que, como Escocia y Gales del Sur,
no disponían de buen carbón de coque utilizasen carbón de
mina. Con la introducción del aire caliente, Escocia empezó
a producir hierro colado al precio más bajo de Gran Bre
taña y probablemente del mundo.
Pero si, aparte de la inyección de aire caliente, no hubo
ninguna otra innovación importante en el siglo xix, el pro
greso técnico en la industria siderúrgica no se detuvo. Había
tres tendencias, relacionadas entre sí: 1) un aumento con
tinuo de las dimensiones de la unidad de producción; 2) un
ahorro continuo en el consumo de carbón: en 1840 la can
tidad de coque utilizada para la fundición de hierro no era
mayor que la del mineral de hierro requerido; en cambio,
en 1788 la proporción era de siete toneladas de carbón por
una de hierro fundido, en 1810 de cinco toneladas y en 1840
de tres toneladas y media; 3) el diseño de las fábricas y de
la maquinaria mejoraba continuamente: hubo modificacio
nes en el diseño del alto horno en la década de 1830, por
ejemplo, los que elevaron la altura de los hornos, ahorra
ron combustible y aceleraron la producción de metal; hubo
perfeccionamientos en el proceso de pudelación que reduje
ron la cantidad de hierro colado necesaria para fabricar un
lingote: de treinta o treinta y cinco quintales a comienzos de
siglo a veintiséis o veintisiete quiñi ales hacia 1840; mejoras
126
en el martillo a vapor y en la laminadora, que ahorraron
tiempo y trabajo.
Pero después del salto de 1780, que cuadruplicó la pro
ducción en menos de veinte años, la industria siderúrgica
creció mucho más lentamente. La expansión de los años 1790
y 1800 estuvo relacionada con la demanda anormal de pro
ductos siderúrgicos en tiempo de guerra, una demanda hin
chada por las necesidades navales y militares, a la que hay
que añadir la mejora de los transportes con la fiebre cons
tructora de canales. Cuando terminó la guerra hubo una fuer
te crisis y el crecimiento no se reanudó hasta que la deman
da militar fue sustituida por otros tipos de demanda. Se
empezó a utilizar hierro, en cantidad creciente, para la cons
trucción de edificios, puentes, máquinas, botes, tuberías del
gas y del agua, faroles, raíles y columnas; «Londres llegó a
hacer, incluso, experimentos con la pavimentación en hie
rro, cerca de Blackfriars Bridge y de Leicester Square».5 Pero
hasta la época del ferrocarril, iniciada en 1830, la industria
no volvió a recobrar el ritmo de crecimiento que la había
caracterizado en el período entre 1780 v 1800. Ahora bien, si
la producción aumentó más lentamente en el período inme
diatamente posterior a las guerras napoleónicas, lo cierto es
que aumentó más rápidamente que en ningún otro país.
Gran Bretaña pasó del 19% en 1800 al 40% en 1820 y al
52 % en 1840 dentro del total de la producción mundial de
hierro colado.
¿Qué podemos decir, pues, del impacto del progreso de
la industria siderúrgica en la economía británica en gene
ral? Consideremos, por ejemplo, los vínculos por el lado de
la demanda —los «vínculos hacia atrás» con el resto de la
economía, para utilizar la terminología del profesor Rostow.
En primer lugar, la industria siderúrgica creó una deman
da para el mineral de hierro británico: lo importante es que
dio valor a unos recursos minerales que hasta entonces no
tenían prácticamente ninguno por su bajísimo grado. Una de
las ventajas especiales con que contaba Gran Bretaña para
convertirse en el centro de la primera revolución industrial
era que sus recursos de hierro y de carbón coexistían en las
mismas regiones, a menudo en las mismas minas. El mine
ral que se utilizaba en aquella época procedía casi enteramen
te de venas situadas en los yacimientos de carbón: en 1850
se calculaba que el 95 % del mineral de hierro utilizado pro-
127
cedía de los yacimientos carboníferos.8 Durante más de un
siglo, después del rápido desarrollo de la fundición de co
que (iniciado hacia 1760) ésta dependió exclusivamente de
las fuentes domésticas de mineral de hierro, aunque fuesen
de baja calidad. Hasta 1870 y 1880 las importaciones de mi
neral de hierro no empezaron a adquirir importancia.
Además del mineral de hierro la industria utilizó grandes
cantidades de caliza y de carbón británicos. La industria si
derúrgica fue el factor más importante del aumento de la
demanda de carbón en la primera mitad del siglo xix; por
otro lado, esta doble demanda de carbón y de mineral de
hierro hizo necesarias nuevas facilidades de transporte.
Como ya hemos visto, los canales se construyeron, sobre todo,
para transportar carbón y una gran parte de éste —una
quinta parte a principios del siglo xix y una cuarta parte ha
cia 1840— iba destinado a los altos hornos.
Finalmente, podemos decir que la industria siderúrgica
era el prototipo de la industria moderna —si por tal enten
demos una industria de grandes dimensiones, fuertemente
capitalizada y mecanizada— y por ello necesitaba los facto
res de producción adecuados para una industria moderna.
Necesitaba, por ejemplo, fuerza de vapor (aunque en los
primeros años utilizó a menudo la fuerza hidráulica) para
múltiples operaciones: para el bombeo del agua de las minas
de carbón y hierro, para la trituración del mineral, para los
altos hornos, para el martillo pilón, para el laminado y para
la elaboración de los productos finales. No disponemos de
estados de cuentas de la industria siderúrgica en la primera
mitad del siglo xix, pero en 1871 los altos hornos, y las fun
diciones absorbían cerca del 25 % de toda la fuerza de va
por generada en las fábricas y talleres de Gran Bretaña y
cerca del 40 % de su fuerza de trabajo. La proporción no
pudo ser menor en la primera mitad del siglo. También ne
cesitaba una fuerza de trabajo masculina y adulta semies-
pecial izada y grandes dosis de capital y de maquinaria es
pecializada. Con ello contribuyó a crear una reserva nacio
nal de estos elementos indispensables para una economía
modernizada.
Por otro lado —los vínculos hacia adelante— la industria
siderúrgica suministró un material industrial barato y só
lido absolutamente necesario para una economía industria
lizada. La existencia de esta mercancía a precio tan reducido
128
y con tanta abundancia fue una de las principales razones
de que Gran Bretaña realizase la revolución industrial antes
que sus rivales. Se necesitaba hierro bueno y barato para
la fabricación de instrumentos y aperos de toda clase, desde
los arados a los tornos, para toda clase de objetivos milita
res y navales, desde las anclas a los cañones, para la ferre
tería, para el hilo telegráfico, para la construcción y, sobre
todo, para la maquinaria industrial. Los nuevos métodos de
fundición y forja aparecidos a finales del siglo xvm senta
ron las bases para el desarrollo de una industria mecánica
que serviría a toda la industria británica y suministraría
maquinaria a todo el mundo durante el siglo xix. Estimuló
invenciones que no sólo ahorraron mano de obra e hicie
ron posible la producción en gran escala, sino que sentaron
las bases para la fabricación de productos estandardizados y
de instrumentos de precisión que constituyen el fundamen
to de la industria moderna. Al desarrollar su propia maqui
naria, la industria metalúrgica ayudó a introducir mejoras
técnicas en muchas otras industrias. Se demostró que las
máquinas y las máquinas constructoras de máquinas podían
perfeccionarse al infinito y este proceso de cambio técnico
continuo, autogenerado es, en definitiva, la causa del desa
rrollo económico sostenido que tan natural nos parece.
Pues la característica que convierte la industria siderúr
gica en un factor crucial del moderno desarrollo económico
es que en gran parte, aunque no exclusivamente, es una in
dustria de producción y no de consumo. Una reducción en
el precio del hierro significaba una reducción en los costes
de producción de muchas otras industrias y permitía uti
lizar el hierro en vez de otros productos menos duraderos
que se venían utilizando porque el precio del hierro era pro
hibitivo. Un ejemplo de lo que decimos es la sustitución de
los productos de hierro dulce (muy caro) o de los productos
importados por otros hechos con hierro colado, mucho más
barato. Pero lo más importante fue la sustitución .de la ma
dera por el hierro; esto permitió producir maquinaría tex
til, por ejemplo, con una mano de obra semiespecializada y
no con carpinteros especializados, cada vez más escasos; per
mitió, también, elaborar un producto que no sólo era de fa
bricación más precisa que el viejo producto manual sino que
resistía mejor la intensa utilización a que le sometía el tur
no continuo y se podía reparar más fácilmente. Las tuberías
H CS 22. 9 129
de hierro eran más eficientes y duraderas para la conduc
ción de gas y de agua que las tuberías de madera o de al
farería y las vigas de hierro aumentaron grandemente la so
lidez de los edificios públicos. Con el tiempo, el hierro re
sultó el material más eficiente en muchas otras actividades
industriales —la construcción naval, por ejemplo, la fabrica
ción de vagones, de cubas para cervecerías y las destilerías,
etcétera. £1 país capaz de administrar este material industrial
de tan vital importancia en cantidades virtualmente ilimi
tadas y a un precio relativamente bajo era, sin duda, un
país con enormes posibilidades de desarrollo.
Pero el sector que más exigió a la industria siderúrgica
—y cuyo crecimiento puso verdaderamente a prueba su ca
pacidad de desarrollo— fue el del ferrocarril. En el primer
cuarto del siglo xix la construcción de raíles de hierro tenía
ya una cierta importancia, pero se limitaba a vías férreas
muy localizadas y de pequeñas dimensiones, la mayoría liga
das a una mina o a una fundición y basadas en la tracción
animal o movidas por motores fijos. Las vías férreas que sa
lían de los límites de una hacienda privada y ponían en re
lación más de una mina o una fundición necesitaban una
autorización del Parlamento; por esto disponemos hoy de
cifras sobre su longitud. Durante los primeros veinte años
del siglo xix se abrieron al público casi doscientas millas de
este tipo de ferrocarril público. En la década de 1820 se
abrieron unas cien millas más y se inició la era del ferroca-
iril a vapor. El punto culminante de la construcción de fe
rrocarriles se alcanzó en 1847: casi 6.500 millas estaban en
construcción en aquel momento. En la década de 1850 había
terminado ya el boom de la construcción de ferrocarriles y
existía ya la osamenta fundamental de la red ferroviaria bri
tánica. La rapidez con que se había construido era realmen
te excepcional. Es indudable que no se habría podido termi
nar en tan pocos años de no haber existido una industria
siderúrgica con una gran capacidad de expansión. También
es indudable que la rapidez con que se completó la red fue
una de las razones de su elevada rentabilidad. A finales de
la década de 1850 los beneficios de los ferrocarriles empe
zaron a ser del mismo orden que ¡os incrementos del capi
tal invertido en la red ferroviaria. Pese a las grandes fiebres
y a las crisis, a la mala dirección y a la pésima planifica-
130
ción, la historia del boom de los ferrocarriles es la historia
de un éxito impresionante.
Naturalmente, esta historia no terminó aquí. Cuando la
red ferroviaria británica quedó virtualmente terminada, la
industria siderúrgica pudo suministrar carriles de hierro a
las redes ferroviarias extranjeras. En la década de 1850 las
exportaciones fueron ya el 39 % del producto bruto de la in
dustria —durante la primera mitad del siglo el promedio
había sido del 25 %. Hasta entonces, las tres cuartas partes o
más de la producción de la industria se habían destinado a
cubrir la demanda interior e incidentalmente a apoyar a la
industria británica.
En pocas palabras: la industria siderúrgica desempeñó
en la industrialización británica un papel de difusión y de
estímulo, a la vez. Suministró a bajo precio y en abundan
cia la mercancía que más necesitaba la industria moderna
para su equipamiento esencial (sólo el carbón se le puede
comparar en esto). La industrialización del siglo xix empe
zó, quizá con las innovaciones en el ramo textil a finales del
siglo xviii. Pero el progreso continuo de la industrialización
dependía de la disponibilidad de carbón y de hierro y habría
sido inconcebible sin la máquina de vapor y sin el progreso
técnico en la industria siderúrgica manifestado también en
los últimos treinta años del siglo xviii. Los países subdesa
rrollados actuales que luchan por escapar al estancamiento
económico tienden a considerar que el primer paso es la
creación de una industria siderúrgica. Quizá no tengan siem
pre razón al plantear el problema de esta manera, pero no
es difícil ver por qué han sacado esta lección de la expe
riencia británica del siglo xix.
131
VIII. La cronología de la innovación
133
de adscribir la revolución industrial a una época definida.
t O fue más bien cuando el cambio técnico asumió un carác
ter claramente moderno, con la sustitución de la energía
humana por la mecánica, de las fuentes de energía biológi
cas por las minerales, de la industria doméstica por la facto
ría? Si fue así, realmente, nuestra atención debe centrarse
en el conjunto de innovaciones de los treinta últimos años
del siglo xviii. ¿O fue cuando la industria moderna adqui
rió unas dimensiones suficientes como para reformar la es
tructura de la economía nacional, marcar el ritmo del desa
rrollo económico, determinar los niveles y las formas de
vida para todo el pueblo en general? En este caso, deberemos
centrar el análisis en los comienzos de la era del ferrocarril,
es decir, en el segundo cuarto del siglo xix.
Recientemente, el profesor Rostow ha dado un nuevo
interés al problema de identificar y fechar con exactitud la
revolución industrial británica al convertirla en la base de su
teoría de las etapas del crecimiento económico, es decir, al
considerarla como el prototipo del despegue, «el intervalo
decisivo en la historia de una sociedad, cuando el crecimien
to se convierte en su condición normal».2 Esto es, desde lue
go, ir mucho más allá que sus predecesores en la vieja con
troversia sobre la cronología de la revolución industrial. Lo
que éstos intentaban hacer era sugerir una cronología de
la industrialización británica que pudiese ser útil para ana
lizar las causas, el carácter y las consecuencias del proceso
central. El profesor Rostow, en cambio, ha intentado inter
pretar la historia económica de Gran Bretaña de modo que
tenga implicaciones políticas inmediatas para los que se preo
cupan por los problemas de las actuales economías prein
dustriales; esto le lleva a ver la revolución industrial como
algo que se acerca más al acontecimiento que al proceso.
Por ello, aunque él pretende que su enfoque es un retorno
a «un viejo modo de observar el desarrollo económico» lo
que hace, en realidad, es ver la historia económica de una
nueva manera. Si tiene razón y es realmente posible iden
tificar en la historia de los países industrializados un período
de veinte o treinta años en el que la transformación ha sido
lo bastante decisiva como para asegurar la continuidad no
sólo del proceso de industrialización sino también del aumen
to de la productividad media y de los niveles de vida, si
esto es realmente posible, decimos, será desde luego muy
134
importante para los políticos actuales comprender la mecá
nica interna del cambio. Pues, en principio, los cambios que
han ocurrido espontáneamente en los «despegues» anterio
res pueden ser inducidos en los actuales países subdesarro
llados con una acción gubernamental apropiada.
El examen de la trayectoria histórica de algunos países
concretos a la luz de la teoría del «despegue», tal como la
ha formulado el profesor Rostow, ha sido muy útil para que
los economistas y los historiadores de la economía centra
sen su atención en las importantes discontinuidades que im
plica una revolución industrial.3 Ahora bien, es evidente que
el concepto de «despegue» es una dramática simplificación
que no resiste al intento sistemático de relacionarlo deta
lladamente con los hechos conocidos o de dar una crono
logía definida. En el caso británico, por ejemplo, la elección
del período 1783-1802 como el período concreto en que tuvo
lugar, en forma en cierto sentido irreversible, el proceso de
industrialización es comprensible pero no resiste el análisis
detallado.4 En este período hubo un desarrollo importante
de las industrias algodonera y siderúrgica, en él se produ
jo la fiebre constructora de canales, se aceleró el ritmo de
las enclosures y el de la población y, sobre todo, hubo una
fuerte elevación del comercio de ultramar, tanto el de im
portación como el de exportación. Pero cada uno de estos
elementos forma parte de un proceso histórico continuo en
el que el período 1783-1802 no constituye un hilo particular.
El aumento de la población y el de las enclosures, por ejem
plo, habían empezado a acelerarse con anterioridad y alcan
zaron su punto culminante más tarde. La fiebre de los ca
nales estuvo precedida por una explosión de actividad en la
construcción de canales que aunque menos poderosa no tuvo
ciertamente precedentes; al cabo de una generación, estalló,
por lo demás, una fiebre más espectacular e importante: la de
los ferrocarriles. Las industrias algodonera y siderúrgica ha
bían empezado a transformar sus técnicas muchos años an
tes y en 1802 constituían todavía una parte demasiado peque
ña de la actividad económica total para cargar con el peso
de la economía nacional. El cambio más importante en este
período es el del comercio de ultramar; los cálculos de la
producción nacional basados en las series estadísticas del
comercio exterior sugieren una aceleración del ritmo de cre
cimiento nacional durante este período. Pero el comercio de
135
ultramar era muy vulnerable a las vicisitudes de la guerra
y los bruscos aumentos de 1780 y 1790 se pueden explicar
fácilmente por las condiciones de la guerra; el aumento del
comercio en la década de 1780, por ejemplo, se puede ver
como una consecuencia (un rebote) de los niveles anormal
mente bajos en que había caído a causa de la Guerra de In
dependencia norteamericana; el prolongado crecimiento de
la década de 1790 puede deberse en gran parte a que los
principales competidores europeos de Gran Bretaña habían
desaparecido prácticamente del mar a causa de las guerras
francesas. Si tenemos en cuenta estas circunstancias espe
ciales, el brusco aumento del comercio exterior que carac
teriza el período 1783-1802 no es tan espectacular como po
dría parecer a primera vista.
El resultado de todo esto es que no se puede justificar
la elección de un período tan rígidamente especificado y es
trecho como el de 1783-1802 como aquel en que la revolu
ción industrial adquirió las características que hicieron ine
vitable la industrialización continua en el futuro. Ahora bien,
las cuestiones planteadas por el profesor Rostow en su in
tento de situar en el tiempo los cambios cruciales de la re
volución industrial siguen teniendo interés y son, desde lue
go, importantes. Sabemos, por ejemplo, que algunos de los
actuales países subdesarrollados han empezado a industria
lizarse y han sido incapaces o bien de mantener el impulso
inicial o de generar un desarrollo económico sostenido. Si
conociésemos mejor la mecánica interna de las revolucio
nes industriales anteriores, y en particular, si pudiésemos
decir con exactitud que hubo un período concreto en el pro
ceso después del cual el desarrollo fue inevitable, podríamos
comprender mejor las condiciones del éxito de la industria
lización. En este sentido, la primera revolución industrial
tiene un interés especial porque fue espontánea.
Una cosa está clara en relación con el moderno desarro
llo económico: que depende, sobre todo, de la existencia de
un proceso continuo de cambio técnico. Lo que hizo la re
volución industrial fue aumentar sustancialmente el flujo
de innovaciones incorporadas a la actividad económica na
cional y convertirlo en un flujo continuo, aunque fluctuan-
te. En una economía preindustrial, el progreso técnico tien
de a ser excepcional e intermitente. En una economía indus
trializada se acepta como una parte del orden normal de las
136
cosas. Cada generación espera que podrá mejorar las técni
cas productivas de la anterior. De cada nueva máquina se
espera que sea más eficiente que la que reemplaza en el
proceso productivo.
De todo esto podemos deducir que una revolución indus
trial implica ciertos cambios en las condiciones básicas. Una
de las condiciones de una revolución industrial es, por ejem
plo, un cambio en la actitud mental del productor repre
sentativo. En un tipo de economía tradicional las técnicas se
transmiten normalmente de padre a hijo sin cambios o sin
idea alguno de cambio. Otra condición es una modificación
ile las circunstancias del mercado. Si no hay excedente eco
nómico o si las perspectivas de expansión de las ventas son
limitadas o inciertas, los productores no tienen ni la liber
tad ni el incentivo para lanzarse a experimentar nuevos
métodos. Una tercera condición es el aumento del flujo de
invenciones o de ideas para el cambio, susceptibles de incor
porarse al proceso productivo. ¿Hasta qué punto se cum
plieron estas condiciones a finales del siglo xviti o a comien
zos del xix?
137
La agricultura era todavía la principal actividad y parece
indudable que el granjero activamente preocupado por las
mejoras era más bien raro a finales del siglo xvm y prin
cipios del xix. Sin embargo, debieron existir muchos gran
jeros pequeños que se vieron obligados, a causa de las enclo-
sures, a encontrar nuevas formas de organización de su
tiempo y de su labor. Los métodos tradicionales no bas
taban ya para que pudiese ganarse la vida muchos de los
afectados por las enclosures. Tenían que experimentar nue
vos cultivos o dedicarse a una industria doméstica, como el
hilado o el tejido, o dejar el negocio por cuenta propia y en
grosar el proletariado agrícola e industrial. Pero las enclo
sures hacía siglos que duraban. No podemos identificar con
exactitud el período en que el movimiento de las enclosures
empezó a influir en los métodos de la mayoría de los cul
tivadores, pero es razonable pensar en el período culminan
te de la enclosure obligatoria —es decir, impuesta por el
Parlamento. Las enclosures de tierra común y baldía por
disposición del Parlamento habían afectado a unos 75.000
acres en el período 1727-1760, pero subieron a 478.000 acres
en 1761-1792 y a más de un millón en el período de las gue
rras francesas y napoleónicas, es decir, entre 1793 y 1815.
Hacia 1820, la agricultura en campo abierto era ya una ra
reza, aunque a mediados del siglo xix no hubiesen desapa
recido del todo todavía las rotaciones de cultivos y las acti
tudes anticuadas. Cuando James Caird recorrió el país en
1850-1851 el viejo sistema de rotación («dos cosechas y bar
becho») de la agricultura de campo abierto se practicaba
todavía normalmente en muchos lugares de Inglaterra y ha
bía todavía cultivadores que consideraban los abonos como
una basura inútil.®
El comercio era otra de las grandes actividades de la
Gran Bretaña preindustrial y existen datos sobre una serie
de cambios en los métodos de organización y en los proce
dimientos que ampliaron, probablemente, las posibilidades
y redujeron las incertidumbres para todos los mercaderes
que se dedicaban al comercio en gran escala. Dentro de las
restricciones impuestas por la Bubble Acl los hombres de
negocios se dedicaban activamente a experimentar nuevas
formas de organización. A finales de siglo, la compañía por
acciones, sin incorporación plena o con responsabilidad li
mitada pero con acciones libremente transferibles era ya
138
una forma común. Hubo, también, a lo largo del siglo xvm,
un desarrollo continuo del seguro de los stocks contra in
cendios, que debió reducir grandemente el elemento de in
certidumbre en los negocios mercantiles. El seguro maríti
mo, que se diferenciaba difícilmente de la especulación frí
vola a principios de siglo, se convirtió en un servicio profe
sional especializado que alcanzó importancia en 1771, cuan
do la Sociedad de Aseguradores de la Lloyd’s Coffee House
se decidió a construir una nueva Lloyd's Coffee House y a
separarse de la informe mezcla de jugadores y especulado
res que frecuentaba la vieja sede.7
En el transporte también se observan nuevas actitudes
empresariales en el siglo xvm. Al cambiar la pauta general
de las posibilidades económicas para todos los comerciantes,
es indudable que estas nuevas actitudes tuvieron importan
tes repercusiones secundarias. En el negocio de las comuni
caciones, la iniciativa privada empezó a introducirse en sec
tores tradicionalmente considerados como exclusivos del go
bierno local y los nuevos responsables de las decisiones eran
a menudo menos conservadores que los antiguos. Los geren
tes de las compañías de peaje, por ejemplo, comprendían
más fácilmente que los concejales parroquiales las ventajas
de la utilización de un ingeniero especializado —incluso un
especialista autodidacta como John Metcalf— para la cons
trucción de carreteras baratas y duraderas; se abrió asi la
posibilidad de una nueva carrera: la de ingeniero de cami
nos. Del mismo modo, los constructores de canales dieron
trabajo a ingenieros como James Brindley, que abrió nue
vas dimensiones en el pensamiento de los navegantes flu
viales y ofreció una serie de nuevas oportunidades econó
micas a los que vivían de transportar materias primas pe
sadas a lo largo del país.
En la industria manufacturera, la transformación técni
ca fue especialmente evidente y completa en el ramo textil,
sobre todo en el algodonero, y en el ramo del metal, sobre
todo en el siderúrgico. En el textil el único sector que se
había transformado radicalmente a principios del siglo xix
era el algodonero, pero era, evidentemente, cuestión de tiem
po que los demás sectores reaccionasen ante el estímulo de
la competencia y del ejemplo y adaptasen nuevas máquinas
para sus necesidades específicas. Hacia 1770 las máquinas
de cardar lana de Yorkshire eran movidas mecánicamente
139
y en la década de 1790 se intentó peinar estambre y preparar
lino y seda para aplicar a los demás ramos textiles las má
quinas de hilar que tan espectacular resultado habían dado
en el algodonero. El telar Jacquard, un invento francés ori
ginado en la industria de la seda y patentado en 1805 se pro
pagó rápidamente en Inglaterra hacia 1820, cuando un per
feccionamiento inglés permitió disponer de una versión más
compacta, apta tanto para la industria doméstica como para
la de factoría. En la siderurgia los acontecimientos se pre
cipitaron a finales del siglo xvm con tanta rapidez como en
la industria algodonera. La transición de los hornos de car
bón vegetal a los de coque había terminado virtualmente
en la primera década del siglo xix y la tecnología tradicio
nal había sido completamente desplazada. Incluso el herre
ro de pueblo adoptaba nuevas técnicas cuando podía dis
poner de carbón barato. Sin embargo, en estos sectores de
la industria, más localizados, el cambio no produjo plenos
efectos hasta que se construyó la red de canales y, más tar
de, la de ferrocarriles, que abarataron el carbón en todo el
país. Del mismo modo, las técnicas de las demás industrias
metalúrgicas y de la minería de carbón cambiaron en la
fase de la mina con la utilización de la fuerza de vapor para
la extracción del agua y para los elevadores y, en las fases
ulteriores, por la utilización del carbón mineral en vez del
vegetal. Pero, hasta el siglo xix no se introdujeron cambios
radicales en los procedimientos de manufactura de los me
tales no ferrosos.
También en la industria de la construcción se registraron
importantes cambios técnicos desde las primeras fases de
la revolución industrial. La escasez de madera fue ya un
factor importante a principios del siglo xviii; esto llevó a
una mayor utilización de la piedra (por lo menos en las
zonas donde había canteras fácilmente accesibles) y más
tarde a una utilización extensiva del ladrillo. Los depósitos
de arcilla que servían para la fabricación de ladrillos eran
abundantes y el aumento de la red de canales —y sobre todo
la de ferrocarriles, más adelante— permitió suministrar
carbón barato a las tejerías. Al aumentar la producción de
ladrillos, se le impuso un tributo especial (en 1785) y por
ello disponemos de cifras concretas sobre dicha producción
a partir de la citada fecha. En cosa de veinte años, después
de 1785-1789, la producción de ladrillos aumentó en un 80 %,
140
aumento que refleja mejor que ninguna otra cosa hasta qué
l'unto los canales eran efectivos como medio de transpor
te barato para el combustible y el producto final de las
tejerías. Se necesitaron otros treinta años para que la pro
ducción anual de la industria ladrillera aumentase en otro
80 %; por entonces, a finales de la década de 1830, la era
del ferrocarril estaba ya en marcha y no sólo constituía un
nuevo canal de transporte sino que era una nueva fuente
de demanda de ladrillos. También fue importante la evolu
ción de otros materiales de construcción antes de acabar el
siglo xviii —por ejemplo, del yeso para las paredes, de la
argamasa para unir los- ladrillos o la piedra, del hormigón
para los cimientos. Pero hasta la década de 1820 los numero
sos experimentos no dieron como resultado el cemento Port-
land, el material con que se construyó, una generación más
larde, la mayor parte del sistema de desagüe de Londres.
En la mayoría de las demás industrias manufactureras
el único cambio tecnológico importante que data de finales
del siglo xviii es la utilización del vapor en vez de la ener
gía hidráulica o animal. Pero su impacto fue muy limitado
porque sólo adquirió importancia en las unidades de pro
ducción que ya funcionaban en gran escala. Las dos pri
meras máquinas de vapor que se instalaron en Londres, por
ejemplo, lo fueron en fábricas de cerveza; pero sólo en los
grandes centros de población como Londres, Bristol o Du-
blin el mercado cervecero tenían dimensiones suficientes
para permitir la compra de una máquina de vapor. Cuando
las dimensiones del mercado no eran tan grandes, el em
presario que intentaba la compra de una máquina de vapor
podía encontrarse con serias dificultades financieras. La Ha
rinera Albion, por ejemplo —de tan infortunado destino—,
la primera que funcionó con vapor, se construyó en Londres
con un coste de 60.000 libras esterlinas; empezó a funcionar
en 1786 y después de varios años de dificultades resultó to
talmente destruida por el fuego en 1792. Fue una lección
para otros fabricantes que disponían del capital y del espí
ritu emprendedor suficientes para iniciar un proyecto de
este tipo pero no de recursos lo bastante grandes como para
resistir los problemas, los fallos, los cálculos erróneos que
comporta todo cambio radical en la práctica establecida. La
mayor parte de las innovaciones requieren un período de
desarrollo antes de tener el éxito asegurado y la mayoría
141
de los empresarios manufactureros del siglo xvm eran de
masiado pobres para resistir un período —posiblemente lar
go— de pérdidas y de beneficios nulos.
La lista de las diversas innovaciones introducidas en la
economía británica durante la segunda mitad del siglo xvm
—incluso si la limitamos a los casos del éxito— da la im
presión de un considerable progreso técnico. En la práctica
sin embargo, se trataba de meros inicios. La generación que
sembró la semilla del progreso técnico no fue la que reco
gió los frutos. La mayoría de las decisiones empresariales
eran tomadas por hombres que no tenían ni los capitales,
ni la iniciativa ni el incentive para dedicarse a experimentar
nuevas técnicas y menos todavía para mecanizar sus ope
raciones con costes elevados y beneficios dudosos. La ma
yoría de los «manufactureros» era todavía «artesanos» al
empezar el siglo xix: la mayor parte de la maquinaria era
de madera, tosca, se rompía o desgastaba fácilmente y su
eficiencia dependía más de la habilidad del operario que de
su diseño básico. La mano de obra no calificada era abun
dante y a muy pocos productores les parecía remunerador
sustituir el esfuerzo humano por máquinas. Las mujeres es
cocesas transportaban todavía el carbón en la espalda y su
bían escaleras de más cien pies, pese a que la máquina de
vapor lo podía subir a la superficie con mayor rapidez y efi
cacia. En 1831, en el censo de actividades incluidas bajo la
denominación general de «comercio al por menor y artesa
nía» se encontraban todavía la construcción naval, la car
pintería y ebanistería, la relojería, la juguetería y la fabri
cación de instrumentos musicales, el ramo de alimentación
y bebidas, el de pieles y cueros, la imprenta, las industrias
del papel, la herrería, y algunos fundidores de hierro, teje
dores y tintoreros.
La conclusión que sugiere este repaso de los datos so
bre las innovaciones en el siglo xvm y comienzos del xix
es que sólo cuando había un mercado potencial lo bastante
grande y una demanda lo bastante elástica como para jus
tificar un aumento sustancial de la producción los empresa
rios ordinarios abandonaban sus sistemas tradicionales y
aprovechaban las posibilidades técnicas que se les abrían.
Así ocurrió en unas pocas industrias en las que el estímu
lo económico y la posibilidad técnica eran particularmente
importantes. En las demás, la innovación fue una perroga-
142
ti va de una minoría emprendedora y en muchos casos cons
tituía un proceso en marcha ya desde las primeras décadas
del siglo xviii. Ningún dato permite suponer que, fuera de
algunas industrias y regiones, la mayoría de los producto
res estaban más dispuestos a innovar en 1815 que en 1750.
2. Cambios en el mercado
La innovación requería un estímulo económico y una nue
va oportunidad técnica. Para que la innovación se propaga
se el estímulo tenía que ser masivo y la oportunidad acce
sible. El estímulo más efectivo para la innovación es, pro
bablemente, un cambio en las circunstancias del mercado.
¿Qué pruebas tenemos de que estas circunstancias cambia
ron hacia finales del siglo xvm?
Debemos considerar dos aspectos del mercado: el inte
rior y el exterior. ¿Qué podemos decir, ante todo, del mer
cado interior? Parece que hubo cambios importantes en la
distribución de los ingresos en la primera mitad del siglo,
a causa de la anormal proporción de buenas cosechas en las
tres o cuatro décadas que precedieron a 1755. Una buena
cosecha significaba precios de los artículos alimenticios más
bajos y coste de la mano de obra más alto; es decir, ingre
sos menores para los cultivadores que alquilaban mano de
obra y rentas menores para los terratenientes. Una serie de
buenas cosechas significaba que los granjeros y los terra
tenientes no tenían posibilidad alguna de recuperar sus pér
didas. Fue, efectivamente, un período de aguda crisis agrí
cola.
En cambio, para el resto de la sociedad las cosas iban
exactamente al revés. Para los cottagers los pobres y los jor
naleros agrícolas una buena cosecha quería decir más tra
bajo, mejores salarios y más frutos de la tierra del cottage
o del espigueo en la gran hacienda. Una serie de buenas co
sechas quería decir que los graneros se llenaban, que los
precios permanecían bajos y que al final del año, cuando
había que comprar alimentos al terminarse las reservas, se
podían comprar baratos. Los que trabajaban en labores no
agrícolas y que tenían que comprar casi todos sus alimen
tos se beneficiaban todavía más con una buena cosecha.
Sus salarios subían y disponían de más dinero para gastar
143
en artículos no esenciales, como bebidas (fue, no lo olvi
demos, la era de la ginebra), azúcar y vestidos. Los indus
triales que sacaban sus materias primas de la agricultura
(eran la mayoría en aquella economía preindustrial) veían
que sus costes bajaban en los años de buena cosecha, que
la mayoría de sus clientes disponían de mayor poder de
compra y que, por consiguiente, sus beneficios y sus ven
tas tendían a aumentar. Una serie de buenas cosechas les
impulsaba a emplear más mano de obra, a invertir más ca
pital, a ampliar su producción y aprovechar los beneficios
adicionales que daba un nivel de producción a mayor es
cala. Los comerciantes que vendían los productos agrícolas
británicos en el extranjero podían bajar los precios sin re
ducir sus beneficios por unidad de producción y cuando sus
mercados se ampliaban a causa de la baja de precios sus
beneficios aumentaban. Animados por la prima cerealista
(que otorgaba un subsidio de cinco chelines por arroba de
trigo exportada y un subsidio menor, pero también sustan
cial, para los cereales más baratos), consiguieron aumentar
las exportaciones de granos ingleses a más de un millón de
arrobas a principio de la década de 1750. La balanza co
mercial resultó así más favorable, aumentó la oferta na
cional de dinero y constituyó un nuevo estímulo para el
comercio.
En resumen: la sucesión de buenas cosechas empobreció
a los granjeros y a los terratenientes y enriqueció a los de
más miembros dé la sociedad. Utilizando los términos del
análisis de Gregory King sobre las familias de Inglaterra y
el País de Gales, podemos decir que los ingresos de los pro
pietarios (freeholders), de los granjeros (farmers) y de los
caballeros y demás miembros de la nobleza, es decir de
todos aquellos que obtenían sus rentas de la tierra (pro
bablemente menos del 20 % de las familias de la nación),
bajaron con la sucesión de buenas cosechas, y que los de-/
más miembros de la comunidad, la mayoría, percibieron
ingresos mayores. O, para decirlo de otra manera: los be
neficios de la explotación agrícola bajaron; los beneficios
de la actividad no agrícola subieron y los grupos de ingre
sos inferiores percibieron, en general, salarios más regula
res y pudieron comprar más bienes con su dinero. Todo
esto constituyó un claro estímulo para la industria y el co
mercio británicos, que duró más de una generación. No es
144
de extrañar, pues, que los datos muestren una aceleración
del ritmo del crecimiento económico a partir de poco antes
de la mitad del siglo xvm.
A finales de la década de 1750 la serie de buenas cose
chas se interrumpió y en la segunda mitad del siglo el pa
norama general cambió. Los cambios que se produj on en
tonces en el mercado interior pueden haber estimulado la
industria y el comercio británicos de dos maneras princi
pales. La primera fue el efecto causado por el crecimiento
de la población, crecimiento que elevó el volumen de gastos
nacionales aunque no aumentasen proporcionalmente los
gastos per capita. La segunda fue la extensión de la econo
mía monetaria a causa de las enclosures. La expulsión del
cottager de las tierras comunes y baldías y la compra de
los terrenos de los pequeños propietarios, demasiado pobres
para realizar las necesarias inversiones en el vallado y la
excavación de zanjas, significó la reducción del número de
familias que producían los alimentos y las ropas que con
sumían ellas mismas. Esta extensión de la economía mone
taria iba a la par con la de la enctosure (incluso era ante
rior) tanto de la voluntaria como de la obligatoria. Pero es
razonable suponer que en el período de alza de precios (1750-
1815) el cottager y el pequeño propietario chocaron con ma
yores dificultades que en los años de crisis agrícola para re
sistir la presión del terrateniente que consolidaba sus tie
rras y del granjero que las aumentaba. Al comenzar el si
glo xix, los cottagers, que constituían casi una cuarta parte
de las familias de Inglaterra y el País de Gales cuando Gre-
gory King elaboró su tabla y cuyos ingresos reales depen
dían en gran parte de bienes y servicios que nunca se ven
dían en el mercado, no tenían ya bastante importancia como
para que Colquhoun formase con ellos un grupo separado
en su tabla de familias. El productor de bienes de pura sub
sistencia había sido eliminado de todas las regiones del país,
con excepción de algunas pocas, las más inaccesibles.
El otro aspecto del mercado era el exterior. La baja de
precios y de costes en la agricultura y la industria británicas
debió facilitar la venta de bienes británicos en el extran
jero; lo lógico es, pues, que las exportaciones domésticas
aumentasen proporcionalmente. La tendencia alcista de las
exportaciones domésticas en las décadas de 1730, 1740 y 1750
se puede considerar, pues, como una repercusión secunda-
liC S 22 10 145
ria de los cambios contemporáneos en el mercado interioi.
El hecho de que el gran salto adelante de las exportaciones
domésticas en la década de 1740 (un aumento de volumen
de casi el 50 %) coincidiese con un descenso de las reexpor
taciones parece confirmar la opinión de que la causa del
aumento no era tanto el crecimiento espontáneo de la de
manda exterior como los términos más favorables en que
eran suministradas las mercancías británicas.
Sin embargo, había importantes signos de cambio en la
situación del mercado exterior, signos que se hicieron cada
vez más evidentes en la segunda mitad del siglo, pese a la
dislocación provocada primero por la Guerra de los Siete
Años y después por la Guerra de la Independencia norte
americana. El hecho es que la población y los ingresos au
mentaban en Europa occidental y en América del Norte y
que el mercado potencial de los bienes británicos se am
pliaba rápidamente. Después de la guerra norteamericana se
registró un fuerte aumento que persistió en la década de
1790, cuando las guerras francesas agarrotaron a los prin
cipales competidores europeos de Gran Bretaña. El comer
cio doméstico y el de reexportación experimentaron un fuer
te desarrollo al ampliarse de este modo los horizontes eco
nómicos. Por consiguiente aunque los comerciantes y los
industriales británicos tuvieron que hacer frente a una rá
pida inflación y a una fuerte imposición fiscal, estaban en
tan excelente posición para controlar las rutas comerciales
del mundo que no podían dejar de aumentar sus ventas.
Contaron, además, con una ventaja adicional: los productos
de las industrias algodoneras y siderúrgica les permitían
vender mercancías de mejor calidad a más bajo precio.
Podemos llegar, pues, a la conclusión de que en el si
glo xvm y a comienzos del xix hubo dos períodos en que el
estímulo de la oportunidad económica debió ser especial
mente importante para el fomento de la innovación. El pri
mero fue el período 1715-1755, cuando las cosechas fueron
anormalmente buenas. El segundo fue el período 1783-1815,
cuando Gran Bretaña se encontró en una posición muy ven
tajosa para explotar los mercados de Europa occidental y
de América del Norte, en rápida expansión.
146
3. Cambios en el ritmo de las invenciones
No basta con la oportunidad económica para innovar: se
necesita también la oportunidad técnica. ¿Podemos fechar
con exactitud el flujo de nuevos inventos e ideas de que
pudieron disponer los productores británicos en el curso
del siglo xvm? ¿Podemos calcular su importancia a la luz
de los puntos de estrangulación y de los factores que limi
taban el desarrollo económico?
Podemos formarnos una cierta idea de cuál fue el ritmo
de las invenciones consultando el registro anual de paten
tes sacadas por los inventores, aunque no todos ellos inten
tasen proteger su copyright y aunque no todos los inventos
fuesen productivos. La variación en la serie estadística apa
rece muy claramente en la década de 1760, cuando por vez
primera el número de patentes registradas pasó de doscien
tas en una sola década. Con anterioridad sólo en una oca
sión —en la década de 1690, caracterizada por un boom—
habían pasado de cien. A partir de entonces, las cifras au
mentaron continuamente, en cerca de un 50 % por década
hasta las de 1810 y 1820, cuando el ritmo descendió un poco
para volverse a acelerar en las de 1830 y 1840. En esta últi-
ma, el número de patentes registradas era veinte veces¡ SU-
perior al de la década de 1760.
147
El número de inventos patentados es, desgraciadamente,
un índice bastante inexacto del número de procedimientos
de que disponían los empresarios británicos y menos toda
vía de la significación productiva de los nuevos inventos.
Para determinar su impacto, tenía más importancia la cua
lidad y el carácter del invento que el número de patentes.
Es evidente que la significación inmediata de un nuevo in
vento para los innovadores potenciales depende de su capa
cidad de eliminar un punto de estrangulación o de reducir
algunos de los factores que limitan la expansión de la ofer
ta o de su capacidad de satisfacer una demanda insatisfe
cha. La lanzadera de Kay, por ejemplo, patentada en 1733,
permitía a un tejedor enérgico hacer el trabajo de dos. Sin
embargo, se propagó lentamente y dio pocos beneficios a
su inventor porque en aquel momento había escasez de hi
ladores y no de tejedores y el invento de Kay contribuyó a
agudizar esta escasez. Del mismo modo, veinticinco años des
pués de que Cartwright hubiese introducido su telar mecá
nico, el número de éstos en todo el país era únicamente
de 2.400 porque no había escasez ni de telares manuales ni
de operarios para moverlos y el carbón era todavía una mer
cancía cara. En cambio, la spinning-jenny de Hargreave mul
tiplicó dieciséis veces la producción del hilador individual
y se propagó como el fuego por los cotí ages que hasta en
tonces trabajaban con el viejo torno de mano. Y la water-
frame de Arkwright produjo hilo lo bastante sólido como
para servir tanto para la urdimbre como para la trama y
satisfizo así, con productos británicos, lo que hasta enton
ces era una demanda, en gran parte insatisfecha, de percales
indios.
Los puntos de estrangulación más decisivos y generales
con que chocaba la expansión de la economía británica en
vísperas de la revolución industrial (es decir, a mediados
del siglo xviii) eran dos: la escasez de madera y la escasez
de energía. Eran dos problemas íntimamente relacionados
entre sí. La madera era el material con que se construían
las instalaciones de capital fijo. Se utilizaba en la construc
ción de barcos, de máquinas, de vehículos, de tuberías, de
edificios; se necesitaba también como combustible en las zo
nas donde el carbón era inaccesible y donde su utilización
era imposible por razones técnicas (por ejemplo en la in
dustria siderúrgica). Como material de construcción era in-
148
satisfactorio porque era basto, se desgastaba rápidamente
con las inclemencias del tiempo o la fricción, se incendiaba
fácilmente, es decir, tenía, por lo general, una vida breva
y no era muy adaptable cuando se trataba de construir las
piezas móviles de una máquina. Su escasez limitó la pro
ducción de las industrias que la utilizaban como combus
tible, la más importante de las cuales era la siderurgia.
Las únicas formas de energía de que disponía la econo
mía preindustrial eran la energía muscular, la energía hi
dráulica y la energía suministrada por el viento. Ninguna
de ellas podía servir de base a una economía industrial mo
derna. El molino hidráulico y el molino de viento existían
desde hacía siglos y algunos de ellos eran muy ingeniosos.
IVro estaban sujetos a dos limitaciones insuperables: su
acción era imprevisible e irregular, porque dependía de las
condiciones climáticas (y nada hay más imprevisible que el
tiempo británico) y la energía que generaban tenía que uti
lizarse en el mismo lugar.
La realización más importante de la revolución indus-
tiial fue la transformación de la economía británica de una
economía basada en la madera y el agua en una basada en
el carbón y el hierro. La madera era un recurso en proceso
ile extinción, con un futuro estrictamente limitado como
material de construcción en un contexto industrial. La ener
gía hidráulica y la del viento sólo en parte podían ser con
troladas por el hombre y tenían, además, un potencial muy
limitado. El poder del molino de viento o de la rueda hi
dráulica era, por término medio, de cinco a diez caballos
de fuerza y en sus formas más caras y complicadas no lle
gaban a generar más de treinta caballos de fuerza.
Si tuviésemos que decir cuáles fueron los inventos cru
ciales que hicieron posible la revolución industrial y ase
guraron un proceso continuo de industrialización y de cam
bio técnico —y, por tanto, un desarrollo económico soste
nido— creo que la elección debería recaer en la máquina de
vapor, por un lado, y en el procedimiento de pudelación de
Cort, por otro, procedimiento que permitió disponer de un
hierro británico maleable, barato y aceptable. La máquina
de vapor de Watt, construida en 1775, tuvo en seguida una
gran cantidad de aplicaciones. Al aplicarla a la extracción
de agua y a los mecanismos de elevación, permitió extraer
carbón barato de venas cada vez más profundas. Al aplicarse
149
a los altos hornos, permitió disponer de un fuelle lo bastan
te poderoso como para quemar coque en vez de carbón ve
getal y asegurar el funcionamiento continuo de las caras ins
talaciones de los altos hornos en los lugares donde se dispo
nía de carbón y mineral de hierro, en vez de depender de
un suministro de agua localizado y variable según las es
taciones. Al aplicarse a la maquinaria industrial, suministró
energía a las fábricas de hilados y tejidos, a las cervecerías,
a las fábricas de harina y de papel y eliminó uno de los fac
tores que limitaban el funcionamiento en gran escala de una
amplia gama de industrias. Estas posibilidades eran ya apa
rentes en la primera década del siglo xix. Se podían haber
desarrollado con mayor rapidez si Watt no hubiese impedido
con una patente la propagación de su máquina. En el curso
del siglo xix, la aplicación del vapor a las locomotoras per
mitió transportar a todos los rincones del país carbón, hie
rro, ladrillos y toda clase de materias primas pesadas o de
bienes de producción; más adelante, su aplicación a la na
vegación permitió importar artículos alimenticios baratos del
Nuevo Mundo y llevó el proceso de industrialización a su
última conclusión: la especialización internacional.
El otro invento crucial, el procedimiento de pudelación
y laminación de Cort, que data de 1780, constituyó el toque
final a una serie de inventos que marcaron el paso del car
bón vegetal al carbón mineral en la industria siderúrgica.
Permitió a esta industria escapar rápidamente de la depen
dencia del suministro, cada vez más reducido, de madera
nativa y de lingote de hierro extranjero, muy caro y, de este
modo, pudo explotar los recursos británicos de mineral de
hierro y de carbón, relativamente abundantes. También en
este caso se eliminó rápida y eficazmente un punto de estran
gulación. Pero lo más importante fueron los resultados a lar
go plazo. La utilización del hierro para la construcción de
los bienes de producción duraderos tuvo consecuencias re
volucionarias. La maquinaria de hierro era de larga dura
ción, se podía hacer funcionar continuamente con poco des
gaste, podía resistir las más fuertes tensiones, se podía mo
delar en formas standard que daban resultados más exactos
que el ojo del artesano y, por encima de todo, era barata.
La introducción de hierro barato marcó el comienzo de la
mecanización y de la ingeniería mecánica. Las calderas de
vapor construidas con hierro dulce británico, por ejemplo.
150
salían más baratas que las de cobre y eran más seguras que
las de hierro colado para las altas presiones. El utilizar el
hierro, en la construcción de máquinas hizo posible por pri
mera vez el trabajo de precisión, susceptible de un desarro
llo infinito. Henry Maudslay, por ejemplo, el primer gran
fabricante británico de maquinaria en la tradición moderna,
estableció un nuevo nivel de exactitud al utilizar únicamente
metal como material de construcción. En 1802 instaló en el
astillero de Portsmouth una serie de máquinas de carpin
tería para mecanizar la fabricación de poleas. «Movidas por
una máquina de vapor de 30 HP. las máquinas fabricaron
130.000 poleas por año. redujeron la mano de obra de cien
to diez operarios calificados a diez obreros sin calificación
y ahorraron al Almirantazgo casi una tercera parte de sus
gastos de capital anuales. Algunas de las máquinas que
Maudslay construyó para Porsmouth se siguieron utilizando
hasta más de un siglo después de su muerte, ocurrida en
1831.»8 Finalmente, el hierro, aplicado a los ferrocarriles y
a los barcos, era un material de construcción extraordinaria
mente sólido que, junto con la máquina de vapor, revolu
cionó totalmente la industria del transporte.
Lo importante de estos dos inventos es que introdujeron
cambios tecnológicos radicales en las industrias que pro
ducían bienes de capital; esta fue la característica que ex
plica su tremendo y duradero impacto en el proceso de in
dustrialización. Sus efectos sobre el precio de los bienes de
capital hicieron aumentar las inversiones nacionales de ni
veles preindustriales a niveles industriales y economizaron
capital haciendo que los fondos existentes adquiriesen más
bienes generadores de renta que los que habrían comprado
en otras condiciones. Al influir en el ritmo de introducción
de las nuevas técnicas en los diferentes sectores de la eco
nomía aceleraron el ritmo de la innovación. La adopción de
una tecnología basada en el uso del metal y en fuentes de
energía descentralizada, gracias a las invenciones, constituye
el núcleo mismo de la primera revolución industrial.
¿Qué conclusiones podemos sacar, a la luz de los ante
riores argumentos, sobre las fechas de los cambios técnicos
que constituyen la primera revolución industrial? Lo más
razonable, al respecto, es centrar nuestro análisis en la in
dustria manufacturera, porque las innovaciones en la agri
cultura, el comercio y el transporte anterior a la era del fe
151
rrocarril eran simples factores permisivos que podían ha
ber coexistido perfectamente con una economía preindus
trial.
1) Lo primero que parece deducirse claramente es que
las circunstancias del siglo xix eran, en general favorables
para el cambio técnico. Desde un poco antes de mediados
del siglo y con un ritmo creciente durante la segunda mi
tad del mismo, parece que en una gran parte del país la
demanda de manufacturas británicas tendió a superar a la
oferta. El estímulo que esto significó para el cambio técni
co se reflejó en el gran interés sentido por las innovaciones.
La innovación estaba de moda, aunque no siempre diese
automáticamente grandes beneficios (a veces sí los daba).
2) En algunos sectores, el estímulo general a la expan
sión de la producción fue intensificado por las crecientes
dificultades técnicas con que chocaba. Las innovaciones que
rompieron esta situación y permitieron superar dichas limi
taciones tuvieron un éxito especial y se difundieron con
particular rapidez.
3) El número de estos sectores donde el cambio técnico
dio grandes resultados y se difundió rápidamente era más
bien escaso. Antes de 1820, se reducían prácticamente a la
industria algodonera y a la siderurgia. Había, además, la
máquina de vapor, aplicada con éxito a una gran variedad
de industrias pero que antes de la era del ferrocarril sólo
tuvo importancia en la industria algodonera, en la siderur
gia y en la minería.
4) Pero aunque las industrias que habían revolucionado
sus técnicas en la segunda década del siglo xix fuesen esca
sas y representasen una parte relativamente pequeña de la
producción nacional total, contenían las semillas de la in
dustrialización continuada. Hasta cierto punto, esto fue así
porque existían otras industrias con una tecnología similar.
Sólo era necesario cierto tiempo para que las innovaciones
iniciadas en la industria algodonera se adaptasen a otras in
dustrias textiles. También se explica porque estimularon di
rectamente otras industrias —la siderurgia estimuló la mine
ría de carbón y la navegación de cabotaje y las industrias
textiles estimularon los ramos del acabado y de la confec
ción. Pero, sobre todo, se explica porque el desarrollo de la
máquina de vapor y de la industria siderúrgica tuvo con
152
secuencias de largo alcance para las industrias productoras
de bienes de producción, en general, y a través de éstas,
para la inversión y la innovación en toda la industria ma
nufacturera.
153
IX. El papel del trabajo
155
transporte, eliminación que permitió utilizar recursos mi
nerales hasta entonces inaccesibles.
2) El progreso técnico permite también producir una ma
yor cantidad de bienes y servicios con una determinada inver
sión de trabajo y de capital. Una innovación en la técnica pro
ductiva (una nueva rotación de los cultivos, por ejemplo, o
la utilización del coque en vez del carbón vegetal) o una
nueva máquina reducirán los costes y permitirán a los em
presarios aumentar su producción por unidad de inversión.
3) El tercer determinante del ritmo de crecimiento eco
nómico es la tasa de nuevas inversiones; es decir, el incre
mento de la inversión (input) de capital en el proceso pro
ductivo. Un mayor número de barcos o de canales permite
transportar más mercancías; un mejor equipo para el bom
beo de agua y los mecanismos de elevación permite extraer
más carbón, etc.
4) El cuarto determinante del ritmo de crecimiento eco
nómico es la tasa de expansión de la oferta de trabajo. Si
los hombres trabajan con más intensidad o durante más
tiempo o con mayor regularidad o si aumenta la población
activa, aumenta también la producción de bienes y servicios.
Estos determinantes se relacionan estrechamente entre
sí. Normalmente, es imposible, por ejemplo, ampliar las exis
tencias nacionales de recursos naturales o introducir cam
bios técnicos sin aumentar la tasa de inversiones. Al final,
el capital requerido por unidad de producto puede ser me
nor, pero en un primer momento la cantidad absoluta de
capital requerido por el proceso productivo es casi siempre
mayor. Y viceversa: un aumento de la tasa de inversión
dará, a menudo, más valor a la oferta de recursos natura
les existentes o elevará el ritmo del progreso técnico. Una
nueva máquina es, en general, más moderna y eficiente que
la que reemplaza y aunque las diferencias sean triviales en
cada caso concreto el flujo continuo de estos perfecciona- j
mientos menores en las técnicas o en las máquinas, junto
con un aumento continuo de la formación de capital, darán
lugar a una elevación también continua de la eficiencia del
capital, a un continuo progreso tecnológico. Además, toda
ampliación sustancial de las existencias nacionales de re
cursos naturales o todo aumento apreciable de la inver
sión de capital o todo progreso técnico significativo exigi
rán, seguramente, o un aumento del número de personas de
156
dicadas a una actividad productiva o un desplazamiento de
obreros de una ocupación a otra, o ambas cosas a la vez. Es
difícil concebir una extensión de los recursos naturales o
un aumento del capital nacional que no impliquen un au
mento de la oferta de trabajo en el sector afectado. Incluso
en los casos en que el cambio técnico en la revolución in
dustrial permitió, ahorrar trabajo, -el inmenso impulso que
dio a la expansión de las inversiones dio lugar a un aumen
to neto de la demanda de trabajo.
En principio, un sector económico en expansión siempre
puede atraer mano de obra ofreciendo a los trabajadores sa
larios más elevados que los que cobran en otro lugar. Cuan
do existe pleno empleo de la fuerza de trabajo, éste es el
único medio de aumentar la producción. Si la reducción de
costes debida a una determinada innovación es lo bastante
grande y si los riesgos son escasos, quizá valga la pena ofre
cer aumentos salariales importantes. En cambio, si existe
una cierta cantidad de paro forzoso o de subempleo y, por
consiguiente, no hay por qué atraer a los trabajadores em
pleados en otros sectores, puede no ser necesario ofrecer
salarios superiores al promedio existente. Es evidente que
cuanto menor sea el aumento salarial necesario para atraer
la adecuada fuerza de trabajo, más lucrativas serán las pers
pectivas de una determinada innovación o de una nueva in
versión. Una oferta de trabajo elástica —es decir, el acceso
a una oferta de trabajo abundante a un precio relativamen
te bajo— es, pues, un factor enormemente atractivo para
los inversores potenciales.
El hecho de que los empresarios británicos de finales del
siglo x v i h y principios del xix pudiesen aumentar la pro
ducción y la capacidad industriales sin tener que enfren
tarse con una elevación correspondiente de los costes a cau
sa de un aumento de los salarios reales significó que los be
neficios de la innovación se repartieron, sobre todo, entre
el inversor y el consumidor. Esto aumentó grandemente el
incentivo para la industrialización. Los beneficios aumen
taron y los precios bajaron. Al aumentar los beneficios, los
inversores se decidieron a dedicar una fuerte proporción de
sus beneficios a nuevas inversiones y a aumentar todavía
más, de este modo, la producción y las posibilidades de em
pleo. Al bajar los precios, aumentó la demanda y dado que
la demanda de productos manufacturados tendía a ser elásti
157
ca, los gastos totales crecieron pese a la baja de precios y
la ampliación del mercado estimuló las inversiones ulterio
res y la demanda de trabajo. Era un proceso acumulativo.
El aumento de las inversiones aceleró el ritmo del progreso
técnico: los productores adoptaron máquinas y técnicas cada
vez más nuevas y esto significó un aumento de la producción
(output) con una menor inversión (input) de capital o de
trabajo. La abundancia de mano de obra barata fomentó,
así, las nuevas inversiones y mantuvo un ritmo de progreso
técnico que, al permitir ahorrar capital y trabajo, generó
una expansión acumulativa y autorreforzada de la actividad
económica.
Aunque en la segunda mitad del siglo xvni los produc
tores tuvieron más dificultades para encontrar la mano de
obra que necesitaban, es indudable que la fuerza de traba
jo estaba lejos del pleno empleo y que aumentaba a un ritmo
más rápido que en cualquier otra época anterior. Después
de una fase de estancamiento en las primeras décadas del
siglo, la población de Inglaterra y el País de Gales empezó a
aumentar a un ritmo del 3’5 % por década hacia 1740 y al
canzó un punto culminante en la década de 1811-1821: casi
el 17 %. Se mantuvo en el 16 % en la década siguiente y du
rante todo el siglo xix estuvo siempre por encima del 11 %,
aunque nunca superó el 14 %.* En el momento culminante
de la revolución industrial la población crecía a un ritmo
del 1'5 % anual, aproximadamente. Era un ritmo lento, en
comparación con los explosivos índices que caracterizan al
gunos de los actuales países en desarrollo, pero era supe
rior al de cualquier otro período anterior en Gran Bretaña.
En las primeras fases, el aumento de la población se de
bió sobre todo a los efectos combinados de una baja del ín
dice de mortalidad infantil y de un alza del índice de na
talidad: por ello el aumento se compuso en gran parte de
niños. En consecuencia, hasta 1821 aproximadamente la fuer
za de trabajo activa aumentó con más lentitud que la po
blación total. Por otro lado, los niños del siglo xvm no te
nían que esperar mucho para poder contribuir a los ingre
sos de la familia. La industria doméstica daba trabajo a los
niños casi desde que empezaban a andar y en las primeras
factorías textiles se utilizaban niños pobres desde la edad
de cinco años. La carga de los miembros dependientes de
la sociedad tan frecuente en los casos de aumento de pobla
158
ción, fue, en general, menos pesada para la economía britá
nica de finales del siglo xvm que en los países que en la ac
tualidad están en vías de desarrollo, con niveles de trato más
humanos a causa del ejemplo internacional. La conciencia
de la comunidad se hizo más sensible a medida que fue trans
curriendo el siglo xix y las Factory Acts, los inspectores de
fábricas y las escuelas nacionales empezaron a sacar a los ni
ños de las fábricas, pero el trabajo infantil continuó, en una
forma u otra, durante más de un siglo después del comienzo
de la revolución industrial. En 1871, el Medical Officer of
Health for the Local Government Board informó de que había
encontrado, todavía, a un niño de tres años en una fábrica de
fósforos de Bethnal Creen.
Otro factor que contribuyó a aumentar la inversión de
trabajo en el proceso productivo fue el aumento del pro
medio de horas de trabajo por obrero y día. Esto era mucho
más visible en las factorías que en la industria doméstica.
Las factorías utilizaban mano de obra de jornada total (full-
time), es decir, mano de obra que permanecía junto a las
máquinas mientras éstas funcionaban, lo que quería decir,
mientras existiese demanda para sus productos. Mientras de
pendieron de la energía hidráulica, sus operaciones se vieron
sujetas a interrupciones estacionales pero al introducirse la
máquina de vapor y, sobre todo, cuando se utilizó el gas
para iluminar las factorías, las máquinas sólo dejaron de fun
cionar en las épocas de crisis. Los hombres, las mujeres y
los niños trabajaban de doce a dieciséis horas, de día o de
noche, en turnos continuos. Es discutible que el trabajo
arrancado a unos niños que laboraban durante quince o die
ciséis horas con temperaturas de más de 30" fuese más pro
ductivo que, por ejemplo, once o doce horas trabajadas en
condiciones más humanas y en factorías mejor acondicio
nadas. Debió existir un límite más allá del cual el trabajo
extra tenía que dar más resultados negativos que positivos,
incluso en las operaciones no calificadas de la labor infan-
lil. Sin embargo, es indudable que a medida que la gente
fue abandonando la industria doméstica, que era una activi
dad marginal de los agricultores, y se fue incorporando al
trabajo en las factorías y los talleres, la inversión (input)
efectiva de trabajo por miembro de la fuerza de trabajo
aumentó. A medida que se fue incrementando el rendimien
to por hectárea que los agricultores fueron abandonando los
159
barbechos para adoptar cultivos de tubérculos y raíces que
requerían mayor empleo de trabajo y que la cría de ganado
aumentó en complejidad, el jornalero agrícola medio de fi
nales del siglo xviii pudo dedicar más horas de cada día y más
días de cada año que sus predecesores a un trabajo remu-
nerador.
Se acostumbraba a afirmar que al expulsar a los peque
ños propietarios y los cottagers de la tierra y al despoblar
las zonas rurales, las enclosures crearon la gran fuerza de
trabajo proletaria que hizo posible la revolución industrial.
Esta era la opinión que Oliver Goldsmith expresó en térmi
nos literarios en su poema The Deserted Village y que más
tarde Karl Marx formuló en términos políticos. Pero creo
que se trata de una visión muy simplificada de lo que ocu
rrió realmente.2 Que la enclosure contribuyó a destruir al
gunas de las rigideces tradicionales que rodeaban a la fuer
za de trabajo agrícola y que, al eliminar los derechos comu
nales, expulsó los pocos cottagers autosulicientes que que
daban, es algo que parece perfectamente plausible. Lo que
no confirman los datos, en cambio, es que hubiese una cone
xión general entre la enclosure y el movimiento de la fuer
za de trabajo de la agricultura a la industria. El verdadero
éxodo del campo no ocurrió hasta la segunda mitad del si
glo xix, y aunque el proletariado rural aumentó algo en el
curso de la revolución industrial la transformación no fue
tan súbita y radical como se suponía tradicionalmente. Com
parando los resultados del censo de 1831 con la tabla de Gre-
gory King, Clapham llegó a la conclusión de que en aquella
fecha había todavía sólo 275 familias de proletariado rural
por cada familia rural propietaria, en comparación con una
proporción de 175 a 1, ciento cuarenta años antes.3
El hecho es que el complejo proceso de cambio y de
desarrollo económico que denominamos revolución indus
trial —tanto en relación con la agricultura como con el trans-|
porte, el comercio o la industria— fue un proceso que re
quirió un aumento masivo de la inversión de trabajo y cons
tituyó, en parte, la ocasión de este aumento. Las factorías
ofrecieron un empleo pagado no sólo a los hombres sino tam
bién a las mujeres y a los niños, grupos que raramente ha
bían podido trabajar en tareas que no fuesen estacionales o
parciales, durante la época de la industria doméstica. Sería
erróneo, sin embargo exagerar el alcance de las nuevas po-
160
oibilidades. Sólo una pequeña parte de la población tenía
acceso al empleo en una factoría y muchos obreros fabriles
desplazaron a otros que sólo trabajaban parcialmente en la
lábrica. Es indudable, sin embargo, que tanto por su alcan
ce como por su número las oportunidades económicas au
mentaron en todos aquellos casos en que la producción cre
ció más rápidamente que los costes de la misma; es decir,
en todos aquellos casos en que el progreso técnico adquirió
una fuerza apreciable.
La relativa estabilidad de los precios confirma que había
trabajo disponible para satisfacer ia nueva demanda. Las
categorías especiales de trabajadores —como los tejedores
en los primeros años, cuando las máquinas hiladoras pro
ducían más hilo del que podían tejer o como los ingenieros,
cuando aumentó la demanda de maquinaria— ganaron a ve
ces salarios de verdadero boom. Pero para la gran masa
de la población trabajadora los salarios diarios no aumen
taron de manera clara o sostenida a lo largo del período
1780-1830, si tenemos en cuenta el alza de los precios alimen
ticios durante los años de guerra. Esto constituye, en sí mis
mo, un hecho notable, y a veces se ha pretendido que la
clástica oferta de trabajo que refleja constituyó una de las
principales razones de la enorme expansión de la economía
británica en este período. En una famosa nota, por ejemplo,
el profesor Hicks sugiere que «toda la revolución industrial
de los últimos doscientos años no ha sido más que un vasto
boom secular, inducido, en gran parte, por un aumento sin
precedentes de la población*.4
Decir que la abundancia de mano de obra barata fue un
tactor crucial para mantener el ímpetu de la revolución in
dustrial británica no quiere decir, sin embargo, que se pro
pugne una economía de bajos salarios, como la que querían
los mercantilistas de los siglos xvii y xvm. El argumento de
sapareció a medida que progresó la industrialización. Man-
deville, por ejemplo, afirmó en 1705, en su Fable of the Bees,
que «en una nación libre, donde no se permiten los escla
vos, el medio más seguro de obtener riqueza consiste en man
tener una multitud de pobres laboriosos».5 Arthur Young
planteó la cuestión de manera más radical en 1771: «Sólo
los idiotas ignoran que se debe mantener a las clases más
bajas en la pobreza para que sean industriosas.»6 En sus
Principies of Political Economy, publicados en 1769, sir Ja
162
nerse dejan de trabajar los otros tres. Pero no es ésta la
actitud de la mayoría.» 9
Lo interesante en la interpretación de Adam Smith es que
marca una fase de transición en la experiencia económica in
glesa. Limitarse a conseguir un determinado nivel de ingresos
es propio de una comunidad económicamente estática, y la
economía inglesa estaba en pleno crecimiento en la década
de 1770, tanto desde el punto de vista de los ingresos me
dios como desde el del número de habitantes. La transfor
mación que hemos dado en llamar revolución industrial ha
bía empezado ya a tomar forma y la fuerza de trabajo pre
industrial, con su organización básicamente autosuficiente,
estaba desapareciendo rápidamente para dar paso a una
fuerza de trabajo proletaria, con un apetito creciente de
manufacturas domésticas y de artículos de lujo como el azú
car, el té y el tabaco. La enclosure reducía al cottager a la
condición de jornalero agrícola sin tierra. El trabajador in
dustrial doméstico dependía cada vez más del mercader capi
talista para el suministro de materias primas y para la ven
ta del producto acabado. La economía inglesa era cada vez
más especializada y, por consiguiente, más independiente y
el obrero podía gastar sus ingresos en necesidades cada vez
más urgentes y variadas. En estas circunstancias, es muy
improbable que la ilustración más exacta de la tendencia
general fuese una curva de oferta de trabajo con inclinación
invertida.
Decir que la mano de obra inglesa era relativamente «ba
rata» a finales del siglo xvm no significa que fuese pobre,
tanto en relación con la de otros países como con la de
épocas anteriores en la misma Gran Bretaña. Los salarios
ingleses eran, en general, más bajos que los norteamerica
nos, porque en América del Norte la mano de obra era
escasa y la tierra muy abundante: el trabajador potencial
siempre tenía la posibilidad de convertirse en granjero pro
pietario y por ello los salarios eran más altos de lo que ha
brían sido en otras condiciones. En cambio, los salarios in
gleses eran superiores a los franceses. Cuando Arthur Young
viajó por Francia hacia 1780 calculó que los salarios france
ses equivalían aproximadamente al 76 % de los ingleses en
términos de poder adquisitivo; esto le hizo perder en parte
su fe en las virtudes de la economía de bajos salarios, tan
arraigada cuando viajó por el este de Inglaterra por los años
163
1760.10 «La gran superioridad de las manufactureros ingle
ses, tomados en general, sobre los de Francia, junto con el
precio más alto de la mano de obra —escribió en 1789— es
un tema de gran curiosidad e importancia políticas porque
demuestra claramente que no es baratura nominal del tra
bajo lo que favorece a los manufactureros; al contrario, és
tos prosperan al máximo cuando el trabajo es nominalmente
más caro. Quizá —continuó— sea ésta, precisamente, la cau
sa de su prosperidad, pues el trabajo es, en realidad más ba
rato cuando es nominalmente más caro; la calidad del tra
bajo, la habilidad y destreza con que se realiza... deben de
pender mucho, en general, del estado de bienestar en que
viva el trabajador. Si está bien alimentado y bien vestido
y su cuerpo se conserva vigoroso y activo realizará su tra
bajo incomparablemente mejor que el hombre hundido en
la miseria y con una pobre alimentación.» 11
Tampoco puede decirse que los trabajadores ingleses fue
sen más pobres que en épocas anteriores. En Jos primeros
setenta y cinco años del siglo xix había la creencia general
de que los ingresos reales de las clases trabajadoras habían
aumentado apreciablemente. El cálculo del poder adquisi
tivo del salario de los artesanos que trabajaban en la cons
trucción, realizado por Phelps Brown, indica que en la dé
cada de 1780 era un 15 % más alto que el de 1680, y que aun
que bajó durante los años de guerra en 1820 era un 12 %
superior al de 1780, y casi un 20 % superior en la década
de 1830. En 1688, Gregory King calculó que las familias que
vivían en la miseria recibían 622.000 libras esterlinas para
complementar sus ingresos; esta transferencia equivalía a
menos del 1’5 % de la renta nacional de Inglaterra y País de
Gales. En 1800, los gastos de ayuda a los pobres equivalían
a cerca del 2 % de la renta nacional, pero la política de be
neficencia era mucho más liberal. El conocido sistema Speen-
hamland, inaugurado por decisión de los magistrados de
Berkshire en 1795 y ratificado por el Parlamento el año si
guiente, autorizaba la concesión de ayuda a los pobres en
todas las parroquias y fijaba una escala de asistencia pú
blica relacionada con el precio del pan; esto aumentaba la
ayuda parroquial en proporción al número de bocas a ali
mentar.
El hecho es que al depender más de los ingresos de un
empleo específico que de otras fuentes de ingreso no fijas
164
—ganancias de la industria doméstica, alimentos cultivados en
el huerto familiar o en los pastos comunales, salarios de em
pleos ocasionales— el jornalero resultó más vulnerable a las
crisis agrícolas (malas cosechas) y comerciales que en el
pasado. Dado que ambas formas de catástrofe imprevisible
fueron frecuentes a finales del siglo xvm y principos del xix
(por las malas condiciones climáticas y la guerra) es difícil
ver cómo el país podría haber evitado las sublevaciones so
ciales y políticas sin una beneficencia pública amplia y libe
ral. Sin embargo, la interpretación tradicional —que proce
de casi sin variación alguna del Poor Law Commissioners
Report de 1834— ha sido que el sistema Speenhamland era
un «subsidio a la indolencia y al vicio», un «sistema univer
sal de pauperismo».12 Los salarios podían descender por de
bajo del mínimo vital porque el patrono contaba con que
la parroquia compensaría la diferencia. Se ha argüido que
el sistema fue una de las causas del aumento de la población
porque era una verdadera «subvención a los hijos ilegíti
mos» y un incentivo para contraer matrimonio a edad tem
prana. Esta concepción proviene de Malthus: «Entre las cla
ses inferiores de la sociedad, donde la cuestión es de máxi
ma importancia, las leyes de pobres constituyen un estímu
lo directo, constante y sistemático al matrimonio, puesto que
descarga a los individuos de la pesada responsabilidad en
que incurrirían por ley de naturaleza al traer al mundo hi
jos que no pueden mantener.» 13
Las investigaciones y los análisis recientes han tendido
a modificar esta interpretación de las consecuencias de la
vieja Ley de Pobres e incluso a poner en duda la extensión
de los cambios provocados por la Act de 1834.1** En primer
lugar, cabe decir que el sistema Speenhamland no era en
modo alguno universal. No se extendió a las zonas industria
les, donde la asistencia pública se hacía más en forma de
subsidio de paro que de subsidio lamiliar compensador de
la insuficiencia del salario. Los salarios industriales se de
terminaban por la situación de los negocios (que decidían
la demanda de trabajo) y las dimensiones de la reserva de
mano de obra en las zonas industriales (que decidían su ofer
ta), más que por las consideraciones del mínimo vital a que
permitía acceder la beneficiencia. Malthus lo sabía perfec
tamente y atribuyó el exceso de mano de obra en las ciu
dades a la inmigración masiva de las zonas rurales más fér-
165
tiles gracias a la Ley de Pobres. Pero este argumento se basa
en la presuposición de que en las zonas rurales la relación
de causa a efecto iba de los altos subsidios de la beneficen
cia a las familias numerosas y no al revés. Esta presuposi
ción no tiene base alguna. El sistema Speenhamland no regía
en todas las parroquias inglesas —ni siquiera en su momen
to de mayor auge— y no hay prueba alguna de que en las
zonas donde dicho sistema se aplicaba o en Escocia e Irlan
da, donde nunca se llegó a adoptar, la población aumentase
más rápidamente que en las zonas donde no regía. Además
los datos recogidos por los Poor Law Commissioners y pu
blicados en el apéndice de su informe de 1834 indican que
el sistema ya había desaparecido casi totalmente por aquella
fecha, incluso en el sur, donde más se había aplicado. Sólo
el 11 % de los llamados condados Speenhamland concedían
entonces subsidios para complementar los salarios; el por
centaje era del 7 % en los condados no Speenhamland.15 Pa
rece que el momento de mayor auge se alcanzó durante las
guerras napoleónicas, cuando constituía un medio para cal
mar el peligroso descontento del proletariado rural, cada
vez más numeroso, ante el alza de los precios de los alimen
tos. Pero, después de dichas guerras, el sistema desapareció
en todas partes, con excepción de algunas parroquias.
Si el sistema Speenhamland influyó en la oferta de mano
de obra a principios del siglo xtx fue, sobre todo, por sus
efectos sobre la movilidad del trabajo —cuando actuó junta
mente con las leyes de asentamiento. Pues para que haya
una oferta elástica no basta con que la fuerza de trabajo sea
numerosa —debe existir en cantidad adecuada cuando se
necesite. Las leyes de ayuda a los pobres y de asentamien
to parece que obstaculizaron al respecto, el libre movimiento
de la mano de obra. La vieja ley de asentamiento de 1662
había fijado una serie de barreras a la migración estable
ciendo que todos los recién llegados a una parroquia podían
ser reintegrados por la fuerza a la parroquia de donde pro
cedían (a expensas de ésta) dentro de los primeros cuaren
ta días si parecía que iban a resultar una carga para la pa
rroquia en la que se habían instalado. En 1795 la Poor Law
Removal Act derogó la citada ley y prohibió la expulsión de
los pobres hasta que resultasen efectivamente una carga;
además, los gastos de la expulsión y del traslado a su anti
gua parroquia debían ir a cargo de la que le expulsaba. Sin
166
embargo, el sistema de beneficencia municipal, más bien
laxo, y los riesgos de la expulsión por la fuerza de la nueva
parroquia constituyeron un poderoso freno a la migración
de los jornaleros responsables y sus familias. Cobbett, por
ejemplo, sostenía que en cuanto había una crisis seria los
centros industriales enviaban a sus trabajadores en paro a
las parroquias de donde procedían.16 Sólo la perspectiva in
mediata de una miseria total podía inducir a la familia tra
bajadora a abandonar su hogar en la parroquia en estas con
diciones. La consecuencia fue que mientras en las zonas es
tancadas del sur y del este había un paro y un subempleo
agrícolas muy fuertes, en las zonas industriales en expan
sión del norte y el oeste había una periódica escasez de mano
de obra.
De no haber sido por el elevado índice de aumento natu
ral de la población en las zonas industriales del noroeste y
de los Midlands y en sus zonas próximas, es dudoso que el
proceso de industrialización se hubiese podido desarrollar
con la rapidez con que lo hizo. Pues lo que ocurrió no fue
que la mano de obra se trasladase del sur y el este, donde
sobraba, al norte y al este, donde escaseaba, sino que se
trasladó a los centros industriales más próximos a las zo
nas rurales. En la década de 1830 hubo una migración de
larga distancia cuando los nuevos administradores de la ley
de pobres transfirieron familias enteras, con contratos a cor
to plazo, de los condados del sur a Lancashire. Pero la ma
yor parte de la migración tuva carácter local. El examen del
censo de 1851 revela que la mayoría de los inmigrantes lle
gados a Liverpool, Manchester y Bolton, por ejemplo, pro
cedían de Lancashire, Cheshire o Irlanda y que la mayoría de
los llegados a Leeds, Sheffield y Bradford procedían de
Yorkshire.17
La migración de Irlanda fue especialmente importante.
Irlanda tuvo a finales del siglo xvm y principios del xix un
índice de crecimiento demográfico tan alto como el de In
glaterra (pero basado más en la inmensa productividad ali
menticia del cultivo de la patata que en el progreso econó
mico, en el sentido amplio del término): pero en Irlanda no
había ningún sistema de asistencia a los pobres. Por esto,
cuando se producía alguna de las periódicas crisis agrícolas,
los miserables irlandeses no tenían otra alternativa que mo
rirse de hambre o emigrar. Muchos de ellos emigraron a
167
Glasgow y Lancashire y engrosaron la reserva de mano de
obra de las ciudades textiles. Cuando las manufacturas do
mésticas de Irlanda sucumbieron ante la competencia de los
productos británicos, tecnológicamente superiores, los teje
dores manuales irlandeses pasaron a engrosar las filas de los
obreros ingleses frente a la inexorable competencia del telar
mecánico. Cuando las catástrofes de la cosecha de patatas
en 1846-1847 coincidieron con el boom de los ferrocarriles
ingleses, los inmigrantes irlandeses permitieron llevar a cabo
un inmenso esfuerzo de construcción en un período rela
tivamente breve, sin tener que drenar mano de obra del res
to de la economía. Lo que hizo que la mano de obra fuese tan
accesible a los fabricantes ingleses no fue sólo que en Irlan
da concurriesen una fuerza de trabajo en rápido crecimien
to, el estancamiento de la economía doméstica y la inexisten
cia de un sistema de ayuda a los pobres. Fue también una
cuestión de transporte. El viaje de Kent a Lancashire, pon
gamos por caso, era caro y lento (por lo menos hasta la se
gunda mitad del siglo xix). En cambio, en los años 1820 ha
bía un servicio regular de vapores de Irlanda, que transpor
taba inmigrantes a un precio de dos chelines y seis peniques
por persona; en algunos momentos —en 1827, por ejemplo—
el precio del viaje bajó a cuatro o cinco peniques por per
sona.
Los industriales británicos tuvieron la suerte de que los
factores demográficos operasen en su favor durante el pe
ríodo crucial de la revolución industrial, y de que el progre
so técnico les permitiese aprovechar la situación demográ
fica. Como ya hemos visto, la población empezó a aumentar
de manera continua hacia 1740, en gran parte (pero no to
talmente) a causa del descenso del índice de mortalidad, so
bre todo del índice de mortalidad infantil. El aumento vol
vió a acelerarse en la década de 1780, cuando el índice de
natalidad, incrementado por el gran número de individuos
que superaban el período infantil, se elevó más rápidamente
todavía. Así continuó hasta alcanzar un máximo de incre
mento natural en la segunda década del siglo xix. La llegada
de aquella riada de jóvenes podía haber provocado un fuer
te descenso de la productividad media del país si el desarro
llo de la industria no hubiese permitido utilizar de manera
más completa la oferta de trabajo. Las nuevas fábricas tex
tiles podían emplear a miles de niños pobres y ofrecer tra
168
bajo regular a muchas mujeres que en la economía prein
dustrial tenían muy pocas posibilidades de ejercer un tra
bajo remunerado, excepto ocupaciones estacionales. El gran
aumento de la producción de hilo permitió, además, dar tra
bajo continuo a los tejedores masculinos, cuyos telares per
manecían parados a menudo por falta de hilo cuando la hila
tura era un laborioso proceso manual.
No se debe pensar, sin embargo, que los pioneros de la
revolución industrial se encontraron con una fuerza de tra
bajo fabril fácilmente manejable. Para los obreros británicos
no fue fácil la transición de la agricultura o la industria do
méstica, con su rutina anual, su ritmo variable y su organi
zación esencialmente familiar al trabajo de fábrica, monóto
no, mecanizado, impersonal. En las primeras fábricas mo
vidas por energía hidráulica, situadas generalmente en zonas
rurales remotas, junto a los ríos, había una escasez cons
tante de mano de obra. Podían importar centenares de niños
pobres, pero para la mano de obra adulta tenían que depen
der esencialmente de una reserva poco eficiente y altamente
móvil de emigrantes, que daban un elevado índice de des
perdicios y carecían de disciplina. La población sedentaria
y respetable miraba la factoría como una especie de asilo o
reformatorio y la migración a gran distancia como una es
pecie de deportación, actitud comprensible si tenemos en
cuenta que los fabricantes iban a buscar mano de obra a los
hospicios e invocaban todo el peso de la ley para mantener
sujetos a sus trabajadores con contratos a largo plazo y
para capturar a los fugitivos. Para incrementar su fuerza de
trabajo, el fabricante tenía que proporcionar casa y otros
servicios, ofrecer salarios altos y empleos a las mujeres y a
los niños para atraer a toda la familia al remanso rural; ade
más, tenía que conservar a la mayoría en nómina, incluso
cuando los negocios iban mal, para que no se trasladasen a
otras zonas. Las patriarcales colonias industriales construi
das por hombres como Strutt y Arkwright en la década de
1780 eran
«... una creación deliberada, sin ayuda del Estado o de
la autoridad local y sin servicios públicos. La fábrica, la pre
sa, los embalses, el taller, las casas, las carreteras y los puen
tes, la taberna, la tienda, la iglesia y la capilla, la mansión
del director: todo era concebido por el propietario y cons
169
truido bajo su vigilancia. La mayor parte del l raba jo era rea
lizado por trabajo directo como la fabricación de maquina
ria en el taller del mecánico. La mano de obra tenía que ser
atraída y conservada.» IK
No era, desde luego, mano de obra barata, ni su oferta
era elástica.
Pero la utilización del vapor cambió completamente el
cuadro. Cuando el vapor se convirtió en la principal energía
impulsora de las hilaturas, resultó preferible construir las
nuevas factorías en las ciudades, donde la reserva de mano
de obra era abundante en relación con las necesidades de
las fábricas. Los industriales podían atraer allí la mayor
parte de la fuerza de trabajo (por no decir la totalidad) re
querida por un boom comercial sin tener que aumentar su
precio. Podían despedir mano de obra cuando los negocios
flojeaban sin temor de perderla definitivamente. Podían de
jar que sus obreros se amontonasen en las buhardillas o en
los sótanos de las casas y dejar en manos de los construc
tores el ajuste de la oferta de viviendas a la demanda, edi
ficando casas de pésima calidad que alquilaban a precios ex
orbitantes. A medida que la industria se urbanizó, el pa-
ternalismo que caracterizaba a las factorías movidas por
energía hidráulica fue dejando paso a un sistema más im
personal de reclutamiento de mano de obra. La fuerza de tra
bajo de cada fábrica se mezcló con las demás para formar
una fuerza de trabajo general que podía pasar fácilmente de
un empresario a otro, de la cual ningún empresario concreto
tenía que responsabilizarse. De esta segunda fase de la edad
fabril surgió el verdadero proletariado industrial, numeroso,
capaz de realizar una acción unida porque estaba concentrado,
era cada vez más consciente de sus agravios políticos y traba
jaba en un medio cada vez más insalubre al crecer las ciuda
des y al aflojarse las relaciones personales entre el empresario
y sus obreros. *
En esta fase de la revolución industrial, la fuerza de tra
bajo carecía, en su mayoría, de calificación (o era, en el me
jor de los casos, semicalificada); era, por consiguiente, rela
tivamente homogénea. Este factor contribuyó también a que
la oferta de trabajo fuese relativamente elástica al bajar el
precio Las tareas que exigían fuerza física, como las del
ramo de la construcción, podían ser realizadas, tanto por po
170
bres inmigrantes irlandeses, como por nativos ingleses. Las
tareas que requerían capacidad de resistencia más que fuer
za física, podían ser —y eran— desempeñadas, tanto por los
hombres como por las mujeres y los niños. El patrono dispo
nía de una amplia gama de candidatos al empleo, y alquila
ba el más barato. Mientras el índice de aumento demográ
fico se mantuvo alto en las Islas Británicas y los irlandeses
siguieron emigrando en masa a Gran Bretaña en busca de
empleo, la reserva de mano de obra fue mayor que la de
manda potencial, incluso en momentos de boom, y los cos
tes de mano de obra fueron confortablemente bajos.
Si los trabajadores hubiesen ejercitado una fuerza con
tractual colectiva, el nivel general de salarios se había ele
vado fuertemente con la expansión de la industria en las dé
cadas de 1830 y 1840. Pero los dados estaban trucados en per
juicio de los obreros. La mano de obra tenía pocos incenti
vos para organizarse vis-á-vis de las clases patronales en la
era preindustrial. Hubo casos de agrupaciones de obreros
contra algunos grandes patronos, pero eran excepcionales,
localizadas y efímeras. «Hasta que el cambio de las condi
ciones de la industria no hubo reducido a proporciones in
finitesimales las posibilidades de que el jornalero se convir
tiese en amo, las agrupaciones efímeras no se transformaron
en asociaciones obreras permanentes.» 19 Pero cuando la apa
rición gradual de una fuerza de trabajo proletarizada a prin
cipios del siglo xix dio a los obreros un incentivo para orga
nizarse contra la industria capitalista, se encontraron con
que la opinión pública —esto es, la opinión pública que con
taba para la determinación de las decisiones políticas— era
ya contraria a toda forma de frente popular. Los excesos de
la Revolución francesa habían alarmado incluso a los miem
bros más ilustrados y avanzados de las clases dominantes
británicas y su reacción culminó con el Estatuto de 1799,
que prohibía toda clase de asociaciones de patronos o de
obreros.
En lo que a los patronos se refiere, esta prohibición no
tuvo, desde luego, el más mínimo efecto. ¿Quién podía im
pedir que tres o cuatro patronos —que podían constituir el
conjunto de los patronos de una región determinada a la
hora de negociar los salarios— llegasen a un acuerdo «entre
caballeros» para reducir los salarios? En cambio, aunque el
mecanismo de la ley no impidiese automáticamente todas las
171
asociaciones obreras, un patrono encolerizado podía pedir
siempre la ayuda de la Policía o del Ejército cuando sus obre
ros actuaban concertadamente contra él. Pero aunque hubo
salvajes persecuciones en nombre de las Combination Laws,
no fue la ley lo que impidió que la mayoría de los obreros
no calificados constituyesen organizaciones efectivas para la
fijación del salario. La verdad es que la reserva de mano de
obra era lo bastante grande para que la mayoría de los pa
tronos pudiesen despedir a los trabajadores descontentos y
alquilar los servicios de otros. De este modo, hasta que se
derogaron las Combination Laws en 1824-1825 los obreros
carecían todavía de uní fuerza contractual organizada. A ve
ces organizaban huelgas, pero raramente triunfaban. En la
década de 1830 hubo un breve período en que pareció que
se iba a crear una organización sindical de alcance nacio
nal capaz de oponerse de modo efectivo a los patronos. La
Grand National Consolidated Trades Union, fundada en 1834
bajo la influencia de Robert Owen, contó con medio millón
de miembros, por lo menos, y pronto se le unieron decenas
de miles de jornaleros del campo y de mujeres, grupos no
toriamente difíciles de organizar. Pero fue una esperanza de
corta duración. En marzo de 1834, seis trabajadores de Dor-
chester fueron sentenciados a siete años de deportación por
haber tomado un juramento y antes de terminar el año era
ya evidente que las huelgas organizadas por el sindicato fra
casaban sistemáticamente.
Una de las razones de que los obreros de 1830 y 1840 fue
sen incapaces de explotar su peso numérico para inclinar
la balanza a su favor en las negociaciones sobre los salarios
era, sin duda, que carecían de educación. Las cifras sobre
la educación recogidas en 1833 demuestran que sólo uno de
cada tres niños en edad escolar recibían instrucción diaria;
además, la educación que recibían era de muy dudoso va
lor. Parece seguro que la vasta mayoría de los obreros no,
calificados eran analfabetos y que los obreros calificados o
semicalificados que sabían leer y escribir no creían tener in
tereses comunes con las masas más explotadas y miserables.
Debe recordarse, finalmente, que en 1850 el empresario
típico no era todavía un gran capitalista y que el operario
de fábrica no era todavía el operario típico. Incluso en las
ocupaciones industriales había mucho trabajo extra en otras
tareas, fuera de la fábrica; la industria manufacturera bri
172
tánica pudo explotar, de este modo, las debilidades de un
mercado de trabajo primitivo. Había mucha subcontratación
entre los obreros calificados, que eran patronos y obreros
al mismo tiempo. Todo esto tendía a desintegrar el merca
do de trabajo, a hacer aumentar más la productividad que
los salarios, a fomentar la explotación de la mano de obra
y a mantener el obrero en una débil posición contractual.
Mientras el inversor capitalista pudo desempeñar un pa
pel dominante en la relación de trabajo, las posibilidades
de inversión remuneradora parecieron ilimitadas. Es dudoso
que la economía inglesa se hubiese podido transformar tan
rápida y completamente en una economía industrial si no
hubiese existido este estímulo especial a la inversión. Es, en
lodo caso, significativo que cuando hacia finales del si
glo xix la fuerza de trabajo empezó a aumentar con mucha
mayor lentitud y la demanda de trabajo perdió homogenei
dad con el desarrollo de los trabajos de precisión, es signi
ficativo, decimos, que todo esto coincidiese con una clara re
ducción del ritmo de desarrollo británico.
173
X. El papel del capital
175
su conducta económica. A veces se ha dramatizado el efec
to neto de estos cambios formulándolo como si se tratase de
una súbita y marcada elevación del porcentaje de la renta
nacional ahorrado e invertido anualmente. El profesor W. A.
Lewis, por ejemplo, ha indicado una importante diferencia
entre un país subdesarrollado y un país desarrollado: mien
tras el primero ahorra normalmente el 6 % de su renta na
cional, el segundo ahorra un 12 % o más. El profesor Rostow,
por su parte, considera que una de las condiciones del «des
pegue hacia el desarrollo sostenido» es que la tasa nacio
nal de inversión pase del 5 % de la renta nacional a cerca
del 10%.'
Si dispusiésemos de estadísticas de la renta y de la inver
sión nacionales en el período de la revolución industrial po
dríamos decir con exactitud cuándo se produjo un cambio
en la tasa de inversión de este país. Pero tales estadísticas
no existen. Los cálculos de Gregory King, realizados a finales
del siglo xvii, parecen indicar que el país invertía por en
tonces un 5 % de su renta total; por otro lado, los cálculos
de la renta y de la inversión nacionales en el siglo xix indi
can que a finales de la década de 1850 se había alcanzado una
tasa de inversión del 10 % anual, aproximadamente.2 Pero
las estadísticas no arrojan ninguna luz sobre la fecha del
cambio en relación con la revolución industrial. Para com
prenderlo debemos preguntarnos qué cambios profundos ex
perimentó el carácter del stock de capital y cuándo ocu
rrieron.
En primer lugar ¿Qué aumentos hubo en el capital de la
nación durante el siglo xvm? En los capítulos anteriores he
mos examinado ya algunos de los datos más importantes. Es
evidente, por ejemplo, que el movimiento de la endosare
provocó nuevas inversiones en el vallado, la excavación de
zanjas, el dragado y, en general, en todos los tipos de obra
que se requerían para convertir las tierras comunales y bal- ¡
días en tierras de cultivo permanente. La urbanización im
plicaba inversiones en la construcción de edificios, en la pa
vimentación y la iluminación de las calles, en el suministro
de agua y el sistema de alcantarillado. La mejora de las co
municaciones significó una sustancial inversión de capital en
carreteras, puentes, canales y acondicionamiento de los ríos.
Esta fue la característica de todo el siglo, pero con más in
tensidad en la segunda mitad que en la primera. El ritmo
176
de las enclosures, de la urbanización y de la construcción de
canales se aceleró ostensiblemente en las tres últimas dé
cadas del siglo. También a finales de siglo hubo una nota
ble aceleración de las inversiones en las industrias o en los
sectores industríales más afectados por los cambios técnicos,
especialmente en las industrias algodoneras y siderúrgica y
en la minería.
Pero si el capital nacional aumentó más rápidamente en
la segunda mitad del siglo xvm que en ningún otro período
anterior, lo mismo ocurrió con la renta nacional y la pobla
ción, La población de Inglaterra y el País de Gales aumentó
aproximadamente en un 50 % entre 1751 y 1801; el volumen
del comercio exterior casi se triplicó; la renta nacional real
probablemente se duplicó. El nivel de inversión tendría que
haber aumentado, pues, en un 50 % más o menos para que
el stock de capital creciese al mismo ritmo que la fuerza de
trabajo; tendría que haberse más que duplicado para au
mentar el porcentaje de la renta nacional destinado a la in
versión.
Si reunimos todas las estadísticas disponibles sobre la
nueva formación de capital a finales del siglo xvm parece
que el flujo de las inversiones aumentó más rápidamente
que la renta nacional.3 Pero es difícil, incluso adoptando la
base de cálculo más generosa, llegar a creer con fundamento
que el ritmo de la formación de capital aumentó en más del
1 % de la renta nacional, es decir que si a comienzos del
siglo xvm era el 5 % de la renta nacional, aproximadamente,
fuese de más del 6 % a finales de siglo —habiéndose pro
ducido el aumento en el último cuarto de siglo, especialmen
te. Tampoco podemos encontrar pruebas de un aumento des
proporcionado de la tasa de inversión nacional en las tres
primeras décadas del siglo xix. Entre 1801 y 1831 la pobla
ción aumentó en más del 50 %; la renta nacional, medida a
precios constantes, volvió a multiplicarse por más de dos.
No hay nada en la historia de la formación de capital en los
primeros veinticinco años del siglo xix que permita creer
que la renta dedicada a nuevas inversiones subió más depri
sa que la renta en sí; hay razones, en cambio, para creer
que aumentó más rápidamente que la población y que, por
consiguiente, el stock de capital por miembro de la fuerza
de trabajo era en 1830 mucho mayor que en 1800, y mayor
en esta fecha que en 1750.
178
cuatro o cinco veces superior a la renta nacional: a princi
pios de la década de 1830, cuando Pebrer hizo sus cálculos,
su valor no era ni tres veces superior al de la renta na
cional.
En resumen: los datos indican que la mayor parte del
aumento del nivel de inversión industrial relacionada con la
revolución industrial británica tuvo lugar durante las tres o
cuatro décadas que van desde 1830 hasta finales de la dé
cada de 1860 o principios de la de 1870. No es difícil encon
trar la explicación de estos aumentos relativamente masivos
del capital de la nación, en el citado período. Una gran parte
se deben a los ferrocarriles. El gran boom del ferrocarril al
canzó su punto culminante a finales de la década de 1840.
Pero también en otros sectores el proceso de acumulación
de capital se aceleró bruscamente a mediados del siglo. El
período de las grandes inversiones en la industria algodo
nera parece haber coincidido con la adopción general de la
maquinaria movida a vapor. En quince años, aproximada
mente, desde comienzos de la década de 1830 a mediados de
la de 1840 el número de husos se duplicó y el de telares
mecánicos se cuadruplicó. Fue el tejedor manual quien su
frió las principales consecuencias de la transformación de la
industria. En los quince años en que los beneficios de los
capitalistas algodoneros aumentaron a un ritmo sin prece
dentes, el número de telares manuales bajó a una cuarta
parte de los que funcionaban en la década de 1820. Hacia
1850 sólo una parte insignificante de la producción total de
tejidos se debió a los tejedores manuales. En las otras ra
mas textiles, el período de mecanización fue un poco más
tardío. El sector del estambre —técnicamente más próximo
al del algodón que los demás sectores de la industria lane
ra— siguió su ejemplo muy de cerca. En el resto de la in
dustria lanera, el punto culminante del ritmo de mecaniza
ción se alcanzó en las décadas de 1850 y 1860. En la de 1850
las fábricas de estambres adoptaron la fuerza de vapor con
más rapidez que las de algodón y en la de 1860 las fábricas
laneras propiamente dichas incrementaron su tasa de inver
sión en telares mecánicos más rápidamente que cualquiera
de las restantes industrias textiles.
Las inversiones en la minería y en la industria siderúr
gica parecen íntimamente relacionadas con el boom de la
construcción de ferrocarriles. Hacia 1850, se construían vein
179
tisiete altos hornos anuales y se ponían rápidamente en ex
plotación nuevos yacimientos de carbón y de hierro: en Es
cocia hacia 1830, en Cleveland hacia 1850 y en Cumberland-
Lancashire hacia 1860. La inversión en los hornos de pudela-
ción aumentó también considerablemente entre 1850 y 1875.
Entre 1860 y 1870 concretamente —antes de pasar del hie
rro maleable al acero— el número de hornos de pudelación
prácticamente se duplicó.
Pero, por encima de todo, estas décadas de mediados del
siglo xix estuvieron dominadas por el masivo desarrollo del
transporte. No hablamos sólo de los ferrocarriles. El va
lor de los barcos construidos en el Reino Unido empezó a
aumentar claramente a fines de la década de 1840, cuando se
empezaron a construir barcos de hierro en número crecien
te. Entre dicha fecha y comienzos de la década de 1860 el
valor de las nuevas construcciones se multiplicó por más
de dos. Hacia 1860, el valor anual de los barcos construidos
y registrados en el Reino Unido equivalía a más del 1 % de
la renta nacional. Fue, probablemente, el punto máximo de
su importancia relativa, aunque hasta la década de 1870 los
tonelajes de buques de vapor no empezaron a superar a los
de los buques de vela. La inversión en barcos fomentó otras
inversiones en los muelles y puertos. La zona portuaria de
Londres casi se duplicó en el segundo cuarto del siglo xix.
De los casi diez millones de libras que el Gobierno dedicó a
los puertos británicos en los primeros setenta y cinco años
del siglo xix cerca de la mitad se invirtieron entre 1850
y 1870.
El aspecto más impresionante del proceso de acumula
ción capitalista en las décadas del siglo xix fue, desde lue
go, el boom de la construcción de ferrocarriles. Fue un epi
sodio notable. Los ferrocarriles no eran, de por sí, una no
vedad. Lo nuevo era el triunfo de la locomotora a vapor. En
los primeros veinticinco años del siglo xix, la construcción
de vías férreas se había limitado a líneas de pequeñas di
mensiones y muy localizadas, movidas por caballos o con
energía suministrada por motores fijos. Para las líneas que
atravesaban el territorio de más de una hacienda privada
o que eran algo más que auxiliares de una mina o de un
taller siderúrgico se requería una disposición especial del
Parlamento: por ello disponemos de cifras sobre su longi
tud y los costes de su construcción. A finales de 1825 había
180
entre 300 y 400 millas de vías férreas en el Reino Unido, que
representaban una inversión total de capital algo inferior,
probablemente, a los dos millones de libras esterlinas. La
línea más larga era la de Stockton a Darlington. Tenía vein
ticinco millas y fue la primera que se construyó para la trac
ción a vapor y el tráfico de pasajeros: su inauguración pue
de considerarse como la iniciación de la la era del ferroca
rril. Pero tuvieron que pasar casi diez años antes de que
quedase asegurado el éxito de la locomotora a vapor. En
la línea Stockton-Darlington hacía ya algunos años que se
utilizaban vagones arrastrados por caballos para el trans
porte de pasajeros. En 1840 todavía había varias líneas públi
cas que dependían enteramente de la tracción animal o de
motores fijos. Pero en aquella fecha la Rapid de George Ste-
phenson había demostrado ya su utilidad y en todas las lí
neas que se construyeron en lo sucesivo se utilizó la loco
motora a vapor.
La construcción de ferrocarriles se llevó a cabo a saltos, en
una serie de booms o períodos de fiebre constructora. La
primera de estas fiebres coincidió con el boom de 1824-1825
y el resultado fue la apertura al tráfico de más de setenta
millas de vía férrea en los cinco años siguientes. La segun
da llegó a su punto culminante en 1836-1837 y en los siete
años que van de 1831 a 1837 se abrieron al tráfico entre 400
y 500 millas de vía férrea. En el trienio 1838-1840 los gastos de
construcción y de material rodante subían a un promedio
de más de diez millones de libras esterlinas anuales. En 1840
el valor del capital invertido en ferrocarriles era de casi cin
cuenta millones de libras, la mayoría de las cuales represen
taban el valor de las vías y sus instalaciones. Después de un
período de calma, estalló otro de gran actividad. Entre 1839
y 1843 no se inauguraron nuevas líneas de ferrocarril, pero
entre 1844 y 1847 se construyeron y abrieron al tráfico más
de 2.000 millas. El punto culminante de la gran construcción
de ferrocarriles se alcanzó en 1847: en aquella fecha más
de 250.000 hombres trabajaban en la construcción de 6.455
millas de vía férrea. Los gastos totales en ferrocarriles (In
cluyendo los gastos de mano de obra) alcanzaban por enton
ces un nivel superior al valor declarado de las exportacio
nes británicas y representaban casi el 10 % de la renta na
cional total.
En efecto, la primera gran fiebre constructora —la de los
181
años 1820— no era más que el reflejo de unos experimentos
primerizos. Cuando se vio claro que la línea Liverpool-Man-
chester era un éxito, los empresarios de ferrocarriles dedi
caron todos sus recursos a la construcción de enlaces entre
Londres y los principales centros provinciales y entre las dos
grandes zonas industriales —el sur de Lancashire y el oeste
de Yorkshire. Las grandes líneas de Inglaterra (excepto la
Great Northern) se construyeron durante la gran fiebre fe
rroviaria de los años 1830. La siguiente, la de la década de
1840, «creó prácticamente todo el sistema ferroviario de la
Gran Bretaña moderna»,5 y en 1852 sólo quedaban tres gran
des ciudades sin enlace ferroviario: Hereford, Yeovil y Wey-
mouth. En la década de 1850, el ferrocarril llegaba a todos
los rincones del oeste y del sudoeste de Inglaterra y del nor
deste de Escocia.
Los primeros ferrocarriles no diferían mucho —por su
concepción y su objetivo— de los primeras líneas de las mi
nas de carbón. La Liverpool-Manchester, por ejemplo, era
una línea muy corta entre un centro industrial del interior
y su puerto, construida con la espezanza de conseguir algo
nuevo en el tráfico de pasajeros y de mercancías. Las espe
ranzas se vieron justificadas y estimularon una innovación
ulterior: la construcción de líneas entre Londres y los prin
cipales centros urbanos de Inglaterra. Los innovadores que
crearon la Grand Junction Line, la Londres-Birmingham, la
Londres-Southampton, y la Grand Western y otras invirtie
ron sumas hasta entonces sin precedentes en una empresa
de perspectivas muy aleatorias en aquel momento. ¿Cómo se
reunieron dichas sumas?
Para los primeros ferrocarriles —como para los canales—
la mayor parte del capital procedía de los hombres de ne
gocios locales, especialmente interesados en el éxito de la
línea proyectada. La Bristol Corporation, por ejemplo, tomó
la iniciativa de la construcción del Great Western Railway.
Pero, gradualmente, su éxito les llevó a invertir en líneas
más alejadas. Los hombres de negocios de Liverpool, por
ejemplo, eran conocidos por su disposición a invertir en fe-
írocarriles situados lejos de su zona específica. Es probable
que la mayor parte del capital de los primeros ferrocarriles
fuese suministrado por mercaderes, muchos de los cuales te
nían grandes participaciones en varias compañías. Sin em
bargo, hubo en seguida extralimitaciones. El éxito manifies-
182
lo de algunas líneas atrajo los ahorros de personas que no
estaban en condiciones de calibrar las perspectivas de éxi
to de tal o cual línea. De hecho, hubo exceso de capital para
la construcción de ferrocarriles, en aquella fase. «El capital
ciego, que buscaba su 5%, totalmente distinto del lúcido
capital de los hombres de negocios cuáqueros de los Mid-
lands y del norte, se había acumulado para los invasores.» 6
Hubo también algo de especulación. Todo ello significó una
verdadera malversación de capital. En el boom de 1836-1837
muchos inversores serios se quemaron los dedos y a partir
de entonces operaron con una prudencia comprensible. In
cluso el Great Western llegó a encontrarse sin fondos y la
línea Londres-Southampton tuvo que vender sus acciones a
mitad de precio, en un intento desesperado de conseguir di
nero.
La segunda gran fiebre del ferrocarril, iniciada en la pri
mavera de 1843, fue todavía más espectacular y dio lugar a
una malversación de capital mayor aún. Se caracterizó por la
aparición en el mercado, en gran escala, de acciones ferro
viarias de capital especulativo. El sólido éxito de las pri
meras líneas de ferrocarril hizo concebir esperanzas de un
enorme tráfico potencial y un gran número de personas de
todos los niveles quisieron participar en esta fuente de rique
za. Estos eran los motivos respetables —aunque superopti-
mistas— de la inversión ferroviaria. Pero, a medida que la
fiebre constructora se extendió, aumentó el número de per
sonas que se dedicaban pura y simplemente a especular, no
sobre los beneficios de los ferrocarriles, sino sobre la posi
ble elevación de los precios de las acciones. «Las señoras y
los clérigos se sentían tentados por la facilidad con que se
podían comprar las acciones de las nuevas compañías pro
yectadas, depositando una pequeña parte de su valor nomi
nal.»7 El desastre era inevitable. El capital para las líneas
locales siguió afluyendo básicamente de fuentes locales en
la década de 1840, pero la mayor parte del dinero que en
traba en las cajas de las compañías durante la fiebre cons
tructora —y que fue extraído de los accionistas reticentes
al producirse la crisis— provenía de todos los rincones del
país. Algunas cantidades eran aportadas, incluso, por com
pañías ferroviarias ya existentes. La Great Western y la
North Western, por ejemplo, patrocinaron un cierto núme
ro de líneas secundarias.
183
En el período que va de la década de 1830 a la de 1860,
es, pues, evidente que la industria y el comercio británicos
disponían de una vasta cantidad de capital —en algunos mo
mentos superior al que la economía podía asimilar con efi
cacia. No fue sólo la industria británica la que interesó al
capital británico. En la segunda mitad de la década de 1850,
la exportación de capital alcanzó una proporción que repre
sentaba entre el 3 y el 4 % del producto nacional total. Se
calcula que en 1870 se habían invertido en el extranjero cer
ca de 700 millones de libras esterlinas: más de las dos terce
ras partes de esta cantidad lo habían sido en los veinte años
que siguieron a 1850. La edad de oro de la inversión británi
ca en el extranjero vino más tarde, pero el proceso se había
iniciado hacia 1820. Todo esto hizo aumentar sustancialmente
el volumen de la inversión nacional. Con la única excepción
del capital que se invertía en usos improductivos, como la
deuda nacional —que debió ser una fracción insignificante
del total— esto quiere decir que se podía disponer de un
gran volumen de ahorro de las fuentes interiores. Pues la
inversión y el ahorro son dos caras de una misma moneda.
Una sociedad gasta su renta en el consumo o en la inver
sión. O, para decirlo de otra manera: toma posesión de su
producción en forma de bienes de consumo o de bienes de
capital. Si el país pudo crear de nuevo capital en la escala
en que lo hizo fue porque algunos de sus ciudadanos estu
vieron dispuestos u obligados a abstenerse de consumir la
totalidad de sus rentas en cantidad correspondiente.
Ahora bien, en los años 1840 Gran Bretaña no era, en
modo alguno, un país rico. En un capítulo posterior exami
naremos la famosa controversia sobre el nivel de vida del
obrero. Pero, cualquiera que sea el resultado final de esta
controversia, nadie negará que fue un período de grandes
angustias y calamidades sociales para extensos sectores de
la población industrial, un periodo que inspiró a Marx y dio
motivos a Engels para trazar su sombrío cuadro de la con
dición de las clases trabajadoras en Inglaterra. ¿Cómo era
posible que un país tan pobre pudiese acumular tan enorme
stock de capital en un período relativamente breve?
Desde que la revolución industrial había empezado a ad
quirir fuerza, se había producido un cierto aumento del aho
rro. El Gobierno se dedicó a fomentar el ahorro obrero
desde la década de 1790: la Rose Act de 1793 consolidó la
184
ley sobre las mutuas. Según los cálculos de Edén, en 1801
había más de 7.000 clubs en Inglaterra, con un total de
600.000 miembros. La primera caja de ahorros propiamen
te dicha (distinta de las mutuas o de los clubs de ahorro,
cuya motivación era el seguro o un ahorro temporal) se
fundó en 1804. Se llamó el Charitable Bank y de hecho re
sultó más caritativo de lo que pretendía ser, pues el 5 %
de interés que pagaba a los imponentes significó una gran
pérdida para los fundadores y tuvo que cerrar. Pero el mo
vimiento se extendió gradualmente, y en 1817 existían ya se
tenta cajas de ahorro en funcionamiento en Inglaterra. El
movimiento adquirió fuerza con el boom de 1820 y continuó
aumentando en las décadas de 1830 y 1840. En 1830 había,
en cifras redondas, 378.000 depositantes en Inglaterra y el
País de Gales, con unos depósitos totales de más de doce
millones y medio de libras, un promedio de treinta y tres li
bras por cabeza. En 1845 el número de depositantes (también
en Inglaterra y el País de Gales) y el volumen de sus depó
sitos se había más que duplicado. Pero el promedio había
descendido algo —unas treinta libras por depositante— por
que el número de los imponentes había crecido más deprisa
que los depósitos totales. El hábito del ahorro se extendía
entre los artesanos acomodados y más de las cuatro quin
tas partes de los depositantes tenían depósitos inferiores a
cincuenta libras esterlinas.
Es evidente, sin embargo, que los ahorros personales de
los obreros no eran lo bastante grandes como para poder
contribuir de manera sustancial al capital industrial y co
mercial. ¿Cuáles eran las otras fuentes? Podemos empezar
eliminando dos posibles fuentes de acumulación de capital
en la iodustria, por ser realmente insignificantes a finales
del siglo xvm y comienzos del xix: los préstamos extranje
ros y la inversión gubernamental. Es cierto que los holan
deses habían prestado grandes cantidades de capital a Ingla
terra en el siglo xvm y que otros países tenían interés en la
deuda nacional inglesa. Pero las largas guerras francesas
modificaron la situación. Amsterdam perdió su predominio
en el mercado de capital internacional y fue reemplazada
—aunque no inmediatamente— por Londres. Inglaterra se
convirtió en un país prestamista más que un país prestatario
y la deuda nacional se convirtió esencialmente en un cues
tión interior. Tampoco el Gobierno fue una importante fuen
185
te de capital, ni siquiera de capital social lijo en forma de
carreteras, puentes y puertos. El Gobierno tendía más bien
a apartarse del ámbito económico que a mezclarse en él. Ten
día, por ejemplo a desarrollar el sistema de carreteras por
medio de compañías de peaje más que con inversiones gu
bernamentales directas. Los ferrocarriles, los canales, el su
ministro de gas y de agua estaban en manos de empresas
privadas más que de empresas públicas. De hecho, el Esta
do —sobre todo a finales del siglo x v i i i y comienzos
del xix— hizo más para alejar el ahorro de las inversiones
productivas que para aumentar el stock nacional de capital.
Las Usury Laws fijaron en el 5 % el interés legal máximo so
bre los préstamos comerciales, pero el Gobierno podía —a
veces lo hacía— pedir préstamos en condiciones más intere
santes que éstas.
Otra manera de financiar la formación de capital consis
te en utilizar la inflación para generar «ahorro forzoso». La
inflación crónica es una situación muy frecuente en los ac
tuales países subdesarrollados, en vías de industrialización.
Durante la inflación persistente, los precios aumentan más
deprisa que los salarios; los beneficios crecen más rápida
mente que unos y otros. Y dado que se espera que los pre
cios (y los beneficios) continuarán aumentando, los indus
triales celebran poder reinveitir los beneficios extraordina
rios en una formación de capital que les permitirá produ
cir más y vender más a precios tan atractivos. En esta situa
ción, los «ahorradores» son los asalariados que pagan pre
cios más altos por unas mercancías cuyos costes de produc
ción no han subido en la misma proporción; los inversores
son los empresarios individuales, que pueden financiar así
sus inversiones con el «ahorro forzoso» de sus clientes.
El profesor Earl Hamilton sostuvo la tesis de que algo
de esto ocurrió en Inglaterra en el período de la revolución
industrial: «Si los precios y los salarios no hubiesen variado
como lo hicieron o de una manera similar —dijo— es du
doso que el progreso industrial hubiese sido la bastante rá
pido, general o persistente como para parecer revoluciona
rio a las generaciones sucesivas.» * El argumento del profe
sor Hamilton es no sólo que la inflación creó ahorro forzo
so al poner los beneficios extraordinarios en manos de los
inversores potenciales sino también que al permitir esperar
186
una elevación continua de los precios constituyó un incen
tivo para que los industriales siguiesen invirtiendo. En otras
palabras: la inflación —dice Hamilton— constituye a la vez
el medio y el incentivo para aumentar la tasa de formación
de capital en la industria.
La validez de este argumento depende de si es posible
o no demostrar que los beneficios extraordinarios fueron em
bolsados por los industriales innovadores. De hecho, no es
esto lo que ocurrió en la revolución industrial británica.
Pues la inflación, tanto en su forma de preguerra, más sua
ve, provocada por la presión de una población en aumento,
como en su forma galopante del período de guerra hizo au
mentar los precios de los productos agrícolas. En cambio,
los precios de los bienes industriales en las industrias in
novadoras, la algodonera y la siderurgia por ejemplo, ten
dieron a bajar. Los beneficios del alza de precios fueron a
parar a manos de los granjeros y de los comerciantes, más
que a las de los industriales; de hecho, difícilmente puede
decirse que estos beneficios extraordinarios contribuyesen a
aumentar la acumulación de capital: la única contribución
positiva, al respecto, fue, quizá, que liberaron capital para
que los terratenientes y los granjeros pudiesen prestarlo a
las compañías constructoras de canales. Los beneficios que
los industriales británicos reinvirtieron en sus empresas pro
cedieron de la diferencia entre sus costes decrecientes y sus
precios, decrecientes también pero con menor rapidez. No
tuvieron ninguna relación con la inflación.9 En todo caso,
una vez superada la situación inflacionaria de las guerras
napoleónicas, la economía británica se caracterizó no por
una tendencia alcista de los precios sino por una tendencia
a la baja; tiene pues un cierto fundamento la tesis de que en
Gran Bretaña, durame el siglo xtx «los periodos de baja o
de estabilización de precios eran, normalmente, los interva
los en que tenían lugar los mayores aumentos de la produc
ción y las mayores reducciones del paro forzoso».10 En re
sumen: es difícil justificar la opinión de que la formación
de capital en la revolución industrial británica fue financia
da por el ahorro generado por la inflación.
Como ya hemos visto, el problema de encontrar el ca
pital para la revolución industrial no consistía tanto en ele
var el nivel del ahorro nacional —porque la tasa de inversión
nacional parece que aumentó relativamente poco— como en
187
redistribuir los fondos y pasarlos de manos de los que tenían
recursos suficientes para ahorrar a las de los que tenían
ideas productivas para utilizarlos. Debe recordarse que aun
que la mayoría de la gente era muy pobre y los ingresos
medios eran lastimosamente bajos, había en la sociedad sec
tores muy ricos. El comercio internacional, que llevaba más
de un siglo de prosperidad, había acumulado una gran masa
de beneficios. El profesor Postan ha afirmado que a prin
cipios del siglo xviii «había ya suficientes ricos en el país
para financiar un esfuerzo económico muy superior a las
modestas actividades de los dirigentes de la revolución in
dustrial».11 Existía además un complejo sistema de crédito
comercial. Los banqueros y los comerciantes de la ciudad
podían utilizar, pues, los recursos ociosos de la nobleza ru
ral o de los emigrantes vueltos de la India enriquecidos para
financiar el comercio y, a través de esto, suministrar a los
industriales una parte del capital que necesitaban. Existen
pocas pruebas, sin embargo, de que el capital industrial a
largo plazo procediese de los ahorros de los comerciantes
o de los terratenientes, excepto en los casos de transferen
cia impersonal.
En la práctica, los innovadores utilizaron sus propios re
cursos o los de los amigos y parientes. Con frecuencia, un
individuo industrioso pudo montar negocios con muy poco
capital y crear sus propios recursos hasta que fueron la bas
tante grandes como para atraer el interés de los individuos
más ricos. Robert Owen, por ejemplo, empezó pidiendo a su
hermano un préstamo de 100 libras, y asociándose con un
mecánico que fabricaba telares. James Watt pidió también
un pequeño préstamo a su amigo, el doctor Black, y se aso
ció con Boulton, que había heredado un negocio familiar.
Arkwright empezó con un préstamo de un amigo tabernero
y se asoció, más tarde, con Strutt, que era ya fabricante de
géneros de punto. Cuando Marshall montó una hilatura dej
lino en Leeds, hacia 1790, encontró el capital necesario de
tres maneras: 1) traspasando su propio negocio de pañería;
2) pidiendo prestado a los amigos, 3) con créditos de un
banco cuyo fundador era miembro de una familia de blan
queadores de lienzo. Para la industria siderúrgica se nece
sitaban mayores inversiones de capital, pero la financiación
se hizo también sobre una base personal. Los Darby y los
Wilkinson contaban con el apoyo de negocios familiares es
188
tablecidos desde hacía tiempo. La Carrón Company, fundada
en 1759 para fundir hierro con carbón de coque, empresa
que requirió la inversión inicial, relativamente importante,
de 12.000 libras esterlinas, estaba formada por tres socios
y sus respectivas familias. Se amplió, en un primer momen
to, con préstamos bancarios y después convirtiendo a los
«banqueros de la compañía y a los amigos de los socios en
accionistas. En 1765 volvió a crecer con la entrada de nuevos
socios. En cada caso, el capital se adquirió por vía de con
tactos personales.
Cuando la nueva empresa empezaba a tener beneficios
continuados, era costumbre que financiase su expansión re-
invirtiendo los beneficios o recurriendo nuevamente a los
amigos de los propietarios. «El éxito de una empresa de
pendía en gran parte de su dueño, de su capacidad de di
rigir y ordenar los factores de la producción y de su capa
cidad de atraer la demanda y formar su propio mercado.
Por consiguiente, sólo los que conocían al prestatario y su
mercado le prestaban capital.» 12 Más adelante, las innova
ciones en una rama de la industria se podían financiar con
los beneficios de otra rama de la misma industria. Los pro
pietarios de hilaturas, por ejemplo, fueron la principal fuen
te de capital para la instalación de telares mecánicos en Lan-
cashire en los años 1820 y 1830.
En efecto, el rasgo más destacado del mercado de ca
pital inglés a finales del siglo xvm y durante casi toda la
primera mitad del siglo xix fue su extrema imperfección.
Cabe decir, incluso, que fue más imperfecto cuando la revo
lución industrial se puso en marcha y los empresarios em
pezaron a especializarse, que en la economía del siglo xvm,
móvil y carente de espccialización, cuando los hombres y sus
capitales se movían libremente de una industria a otra. En
la nueva economía industrializada, el ahorro tendía a ser
generado por las mismas industrias —por las mismas em
presas, incluso— que lo invertían. Los beneficios de la agri
cultura se reinvertían en la agricultura y los beneficios de
la industria algodonera se reinvertían en la misma (o, por
lo menos, en alguna industria próxima, como el acabado
textil, por ejemplo). De este modo, aunque los bancos ru
rales prestasen algunos fondos a corto plazo en forma de
créditos, por equipo, y suministrasen, así, capital a la indus
189
tria, la mayor parte del ahorro a largo plazo se hacía pen
sando en inversiones concretas.
Hasta cierta punto, esta imperfección del mercado de
capital era un problema institucional. Hasta que la Joint
Stock Company Act de 1856 estableció ¡a responsabilidad
limitada, la empresa por acciones fue una forma de orga
nización más bien tara. Para la incorporación se requería
la sanción parlamentaria y con excepción de los sectores
caracterizados por unas dimensiones anormales del capital
y por unas operaciones relativamente poco especulativas
—canales, muelles, suministro de agua, puentes, carreteras,
seguros y, más tarde, suministro de gas y ferrocarriles—
era raro que los empresarios se tomasen la molestia y car
gasen con los gastos de conseguir una autorización del Par
lamento. La unidad de producción característica era la em
presa familiar, y el ahorrador característico era el miembro
de la familia o un amigo de ésta. £1 pequeño empresario no
quería buscar fondos fuera de su propia compañía y sus
propios amigos, porque con ello habría contraído indesea
bles obligaciones para con extraños. Incluso los promotores
de los grandes proyectos, como los canales, se resistían, a
menudo, a que adquiriesen acciones los individuos que no
tenían un interés directo en el proyecto.
Sin embargo, empezaba a surgir una clase de ahorradores
dispuestos a invertir en sectores que no conocían personal
mente. Las reformas financieras del siglo xvm habían con
vertido al Gobierno en prestatario con crédito y en la se
gunda mitad del siglo el inversor no participante pudo con
tar con una salida satisfactoria: los fondos públicos. La deu
da nacional de las guerras napoleónicas y la subsiguiente de
manda de préstamos en Londres por parte de gobiernos ex
tranjeros y de compañías mineras crearon nuevas oportuni
dades. Algunos inversores se desorientaron hacia 1820, cuan
do los gobiernos extranjeros dejaron de pagar y las acciones |
mineras demostraron ser fuentes de riqueza totalmente ilu
sorias; pero los ahorradores aprendieron nuevos hábitos. La
época del ferrocarril dio un enorme impulso a la educación
del ahorrador no participante. El paso fue tan importante
que es dudoso que sin esta nueva fuente de fondos hubie
se sido posible financiar el sustancial aumento de la tasa
de inversión nacional que caracteriza este período. Se invir
tieron sumas sin precedentes en las compañías ferroviarias
190
y pese a las fiebres y a las crisis la mayor parte de estas in
versiones sobrevivieron para obtener unos beneficios respe
tables. «A mediados de siglo, las acciones ferroviarias se
guardaban en el despacho y en la sala de estar, y en la se
gunda mitad del siglo los periódicos empezaron a publicar
diariamente los precios de las acciones industriales en bene
ficio de sus lectores burgueses.» 15
Recapitulando: ¿cómo se financió la acumulación de ca
pital de la revolución industrial? La puesta en marcha de
una fábrica o de un taller siderúrgico, la botadura de un bar
co, la formación del stock de una empresa comercial eran
inversiones que requerían decenas de miles de libras de ca
pital fijo. En condiciones normales, los inversores podían
esperar devolver la cantidad inicial a los pocos años de ha
berla pedido prestada. Un inventor o un empresario repu
tados, con un pequeño capital propio y una innovación que
contase con una demanda evidente podía esperar obtener
los fondos necesarios para iniciar el negocio con préstamos
de los parientes y amigos o de otras empresas fuertemente
interesadas en el éxito de la suya. Ésta fue la vía que se
utilizó en la mayoría de los casos. Con el ferrocarril (y coi
los canales y los puertos) el proceso fue diferente. Exigían
la inversión inmediata de centenares de miles de libras en
instalaciones que quizá no empezarían a dar beneficios —ni
siquiera modestos— hasta al cabo de muchos años y que
quizá requerirían (así ocurría generalmente) más inversio
nes de capital antes de empezar a funcionar. Para obtener
fondos en esta escala, el promotor de ferrocarriles tenía que
disponer de una amplia reserva de ahorro y poder recurrir
a ella cuantas veces fuese necesario. Para esto se exigía la
empresa corporativa y la emisión pública de acciones libre
mente transmisibles: ésta fue la vía que se utilizó realmen-
le. Se pudo disponer de un enorme capital social fijo en for
ma de canales, ferrocarriles, iluminación de calles, sistema
de suministro de agua, etc., porque sus promotores pudie
ron utilizar la masa de ahorros personales (a menudo muy
pequeños) e institucionales existente en una economía que ya
había empezado a industrializarse y a desarrollarse. En un
primer momento, fueron el Gobierno (en gran parte), los ca
nales (hasta cierto punto) y los ferrocarriles (extensamente)
los que pudieron aprovechar los ahorros de estos inversores
191
no participantes. Más tarde, los gobiernos y las compañías
ferroviarias del extranjero pudieron recurrir a la misma fuen
te, en parte porque existía ya el precedente y se hablan crea
do las instituciones necesarias.
192
XI. El papel de los bancos
194
des redondas) y se utilizaron libremente como equivalentes
a la moneda en metálico —con la cual podían cambiarse fá
cilmente— para el pago de las deudas entre individuos. Los
bancos privados también emitían billetes. En Londres, nin
guno tenía la reputación del Banco de Inglaterra y por ello
los billetes privados desaparecieron prácticamente en los
años 1770. Pero en Escocia había una larga tradición de emi
sión de billetes privados y en el resto de Inglaterra los ban
cos provinciales emitían billetes al portador para la circula
ción local.
La cantidad de dinero suministrada a una economía es
una cuestión de la máxima importancia para su desarrollo,
porque influye en el nivel de precios y, a través de éstos, en
el nivel y a veces en el carácter de la actividad económica.
Si la oferta de dinero no aumenta al mismo ritmo que la ex
pansión de los negocios en una determinada economía —es
decir, si el dinero escasea más que las mercancías— los pre
cios tienden a bajar, los productores pierden su incentivo
y a los empresarios les es más difícil obtener los recursos
financieros que necesitan para poner en marcha o ampliar
sus negocios. Y viceversa: si el dinero se emite con exceso,
los precios suben y las inversiones tienden a reducirse en
los sectores de actividad más inmediatamente afectados por
el alza de precios. En algunos de los actuales países subde
sarrollados, por ejemplo, la inflación tiende a estimular in
debidamente las inversiones en la construcción de edificios
residenciales, en los que el alza del valor del capital ofre
ce unas perspectivas de beneficios totalmente desproporcio
nados a la productividad real de los nuevos edificios. En
una economía preindustrial, en la que las comunicaciones
son reducidas y a veces azarosas —como ocurría en Gran
Bretaña en el siglo xvm— existe, además, el problema de
trasladar dinero en cantidad suficiente a las regiones en ex
pansión.
¿Cuáles fueron los determinantes de la oferta de dinero
en la primera revolución industrial? ¿Que influencia tuvo
ésta en el nivel de precios y en el estado de los negocios? El
volumen del dinero en circulación dependía esencialmente
de la oferta de oro al Banco de Inglaterra; y ésta, a su vez,
dependía, en parte, de la demanda y de la oferta mundiales
de oro y, en parte, de la balanza comercial británica. Pues
si las exportaciones eran mayores que las importaciones, se
195
producía, en general, una afluencia de oro; y viceversa, si las
importaciones superaban a las exportaciones, el exceso te
nía que financiarse con la exportación de oro. En efecto, el
oro era la moneda internacional con la que se saldaban las
deudas importantes entre las personas de diferente naciona
lidad. La capacidad del Banco de poner en circulación mo
nedas de oro dependía del precio a que tenía que pagar el
oro en el mercado mundial y, por consiguiente, de los inter
cambios con el exterior, pues esto era lo que determinaba
el valor en oro de la libra esterlina.
La relación entre la oferta de oro y la circulación de mo
nedas de oro, es, pues, evidente. Había también una relación,
aunque menos directa y automática, entre la oferta de bille
tes de banco y la del oro. La complicación era que no sólo
emitía billetes el Banco de Inglaterra sino también los ban
cos provinciales de Inglaterra y los bancos de Escocia. No
sabemos qué proporción de la emisión global de billetes in
gleses correspondía a los bancos de provincias, pero es in
dudable que la cantidad emitida por ellos era importante,
tanto desde el punto de vista cuantitativo como del cualita
tivo.2 Los billetes del Banco de Inglaterra no eran de uso
comúp fuera de Londres, porque sólo se podían convertir
en metálico en Londres y se utilizaban para cantidades re
lativamente importantes. Hasta la década de 1790, el Banco
no emitió nunca billetes de menos de diez libras. Los pro
blemas del transporte rápido entro Londres y las regiones y
el peligro del bandidaje hacían que los comerciantes no estu
viesen muy dispuestos a transportar grandes cantidades de di
nero en metálico entre Londres y las provincias. A los que que
rían disponer de dinero metálico y de billetes para las tran
sacciones cotidianas con los jornaleros y los comerciantes les
era más cómodo recurrir a los bancos provinciales, que emi
tían billetes de valor más bajo (por ejemplo, de una libra),
localmente convertibles, y que a veces emitían billetes dei
más valor (por ejemplo de cinco y diez libras) convertibles*
en Londres y en la región donde eran emitidos. Los datos
de que disponemos parecen indicar que los billetes al por
tador convertibles a voluntad llegaron a ser de uso común
en las provincias a finales de la década de 1780 y que por
entonces su valor global era igual o superior al de los bille
tes en circulación del Banco de Inglaterra. Pero las estadís
ticas no son concluyentes al respecto. Existen cifras relati
196
vas a un impuesto sobre la impresión de billetes a partir de
1784 pero hasta 1804 no diferencian los billetes al portador
de las demás formas crediticias (por ejemplo, letras de cam
bio), ni siquiera entonces son indicadores seguros de la cir
culación total o de las variaciones en la circulación porque
no toman en cuenta los billetes inutilizados y los billetes
estampados y no puestos en circulación. En 1808-1809, que
fue, probablemente, el año en que las emisiones privadas se
acercaron más a la circulación privada total, los datos indi
can que esta última se aproximaba a los veinte millones de
libras, cifra que hay que comparar con la de las emisiones
del Banco de Inglaterra: 171’5 millones de libras. Parece,
sin embargo, que durante las dos últimas décadas del si
glo xvin y las tres primeras del xix, los billetes emitidos por
los bancos provinciales tenían el mismo orden de importan
cia en la oferta nacional de dinero que los billetes emitidos
por el Banco de Inglaterra.
Esto complica grandemente la cuestión de qué fue lo que
determinó la oferta de dinero. Para empezar, podemos dar
por supuesto que tanto los bancos privados como el Banco
de Inglaterra concedieron lodo el crédito que quisieron (y
que, por lo tanto, emitieron un volumen correspondiente de
billetes). Pues eran estas transacciones —sus préstamos al
resto de la sociedad— lo que les daba beneficios y justifica
ba su existencia. Un comerciante, por ejemplo, pagaba las
mercancías que compraba con una promesa de pago a fe
cha fija —digamos, al cabo de tres meses—; esperaba que
mientras tanto habría vendido una cantidad de mercancías
suficiente (vendido o lo que hiciese con ellas) para pagar
la deuda. El vendedor de las mercancías no tenía que esperar
los tres meses, si podía conseguir que un banco le descon
tase la letra, es decir, que le pagase inmediatamente la can
tidad debida menos una cantidad que representaba el tipo
de interés más una prima para compensar el riesgo de una
posible quiebra del deudor. Este margen constituía el bene
ficio del banco. Si el comerciante gozaba de crédito, el ban
co podía esperar que la cantidad le sería pagada totalmente
en la fecha estipulada; en este caso, todo el descuento se
convertía en beneficio.
Cuando el comercio estaba en auge y los pedidos fluían
libremente, el número de receptores de promesas de pago
que buscaban el reembolso inmediato, en billetes o en me
197
tálico, en los bancos debía ser muy grande; y los bancos es
taban deseosos de satisfacer a aquellos clientes si el crédi
to era bueno, con la única limitación de la prudencia im
puesta por la necesidad de disponer de suficientes reservas
para cubrir la posible demanda de los depositantes. Hoy, la
proporción de los fondos bancarios que se considera como,
reserva necesaria contra una súbita demanda de los depo
sitantes se fija con límites muy estrechos y rígidos. Pero se
trata de una innovación moderna, relacionada con la polí
tica también moderna de control central del crédito y de la
oferta de dinero. Los banqueros del siglo xvm no se consi
deraban instrumentos de la política monetaria. Eran puras
instituciones con propósito de lucro, que sólo tenían obliga
ciones para con sus accionistas y depositantes, y no con el
público en general. Operaban con unas reservas en metáli
co flexibles, basadas en la valoración de los riesgos que co
rrían al ampliar el crédito. Si los negocios iban bien y los
riesgos de que los deudores tuviesen dificultades o de que
sus propios depositantes retirasen el dinero eran escasos,
podían operar con unas reservas muy bajas. Si las perspec
tivas no eran tan favorables, podían mantener unas reser
vas más altas. El Banco de Inglaterra operaba con un prin
cipio similar. También adoptó la política de descontar los
efectos comerciales que consideraba seguros y permitió que
su reserva de oro fluctuase ampliamente. Al mismo tiempo,
se sintió obligado a satisfacer todas las demandas guberna
mentales de crédito que ofreciesen un tipo de interés razo
nable.
En aquel sistema, los límites del crédito y de la emisión
de dinero dependían del volumen de los depósitos y del cli
ma de confianza pública. El Banco de Inglaterra no podía
prestar cantidades superiores a las que los depositantes le
habían confiado; y mientras mantuviese la promesa de con
vertir todos los billetes en oro no podía prestar más de lo
que sus depositarios —o los que disponían de billetes con*
tra estos depósitos— quisiesen retirar normalmente en me
tálico. Del mismo modo, los bancos provinciales, cuya reser
va consistía en billetes (de otros bancos, entre ellos el Ban
co de Inglaterra) y en dinero metálico no podían pagar más
de lo que podían llegar a necesitar. En último término, lo
que fijaba el límite a la expansión del crédito era la canti
dad de oro existente en el país. Esta situación perduró has-
198
ta 1797, cuando se suspendieron súbitamente los pagos en
efectivo y se liberó al Banco de Inglaterra de su obligación
de convertir los billetes en oro.
Un sistema de crédito que dependía tanto del estado de
la confianza pública era demasiado inestable: estaba a mer
ced de cualquier acontecimiento que perturbase esta con
fianza. Cabe decir, sin embargo, que dado que el sistema
no estaba articulado en absoluto, la pérdida de confianza
en una región podía saldarse simplemente con algunas ban
carrotas locales. Si la perturbación era general, la tensión
principal recaía sobre el Banco de Inglaterra, depósito final
de la única reserva metálica verdadera. Esto es lo que ocu
rrió en 1797, cuando se decidió eliminar esta presión rom
piendo el vínculo entre el oro y la oferta de dinero. ¿Cuáles
fueron las razones de esta decisión?
La primera causa era que el oro estaba saliendo del país
y no había ninguna perspectiva inmediata de que el proceso
se detuviese. En el siglo xvm se habían producido ya mu
chas salidas masivas de oro. En la crisis de 1783, por ejem
plo, el balance del mes de agosto en el Banco puso de relie
ve que la reserva de oro había bajado a menos de 600.000 li
bras —inferior al nivel a que se suspenderían los pagos en
efectivo en 1797. Pero la crisis de 1783 era una de las secue
las de la guerra norteamericana. Nadie esperaba que durase
mucho tiempo. Las perspectivas comerciales eran mejores
que unos años antes. No había razón alguna para esperar
una retirada masiva de fondos de los bancos, y éstos siguie
ron descontando confiadamente los buenos efectos comer
ciales y mantuvieron el nivel del crédito. La confianza re
sultó justificada; el comercio prosperó; el oro volvió al país
y en 1789 la reserva de oro en barras subió a un nivel equi
valente a más de la mitad de los billetes y depósitos totales
del Banco; era, desde luego, una reserva confortable.
Como ya hemos visto, el sistema de crédito dependía de
la confianza mutua entre los prestamistas y los prestatarios.
Si los comerciantes y los industriales podían confiar en la
posibilidad de descontar fácilmente sus letras, podían se
guir expandiendo sus actividades, siempre que viesen la po
sibilidad de aumentar sus beneficios. Si los depositantes con
fiaban en los recibos en papel para realizar sus inversiones,
los banqueros podían seguir ampliando el crédito y emitien
do nuevos billetes en favor de los que parecían tener posibi
199
lidades de obtener buenos beneficios en sus actividades.
Cuando los depositantes tenían la sensación de que los ban
cos no podrían cumplir su promesa de convertir los bille
tes en oro, se apresuraban a retirar su parte. Si el Banco
de Inglaterra hubiese sido el centro de esta estructura cre
diticia —como lo es hoy—, con la obligación de acudir en
ayuda de los bancos asaltados por sus depositantes y capaz
de influir directamente en las posibilidades crediticias de
ios demás bancos, la solvencia del sistema habría dependido
de la situación y de la política del Banco. Pero, aunque el
Banco de Inglaterra era en el siglo xvm el eslabón más im
portante de la cadena, no era más que uno de tantos centros
emisores de billetes y una perturbación seria en la cadena,
de la confianza en un sector sobre el cual no tenía influen
cia alguna podía conmover toda la estructura del sistema
crediticio. Si tenemos en cuenta la multitud de pequeños
bancos de emisión que funcionaban en Inglaterra en el úl
timo cuarto del siglo, parece asombroso que el colapso de
la confianza no se produjese antes. Las razones son, esen
cialmente, dos. La primera cabe buscarla en la solidez de la
mayoría de los bancos provinciales. Algunos quebraron pero
la mayoría eran dirigidos por hombres muy capaces que
traían los depósitos de sus vecinos porque todos sabían que
eran personas de confianza, y que abrían crédito a la gente
que conocían para negocios que comprendían después de un
atento examen de las perspectivas de los prestatarios. Ha
bía, desde luego, un cierto riesgo en prestar dinero a los
empresarios en una economía recientemente industrializada,
pero los riesgos se asumían con inteligencia y se repartían
por toda la sociedad. La otra razón de la relativa estabilidad
del sistema era que la revolución industrial ejercía ya una
fuerte presión al alza sobre el índice de crecimiento econó
mico. Las perspectivas comerciales eran tan buenas que siem
pre había prestatarios que inspiraban confianza en cuanto»
a su capacidad de sacar buenos beneficios de las inversio
nes, y siempre había inversores más deseosos de ganar dine
ro que de guardar sus recursos en lugar seguro.
Pero en 1797 las cosas eran distintas. El país estaba en
guerra, una guerra difícil y peligrosa, muy próxima al terri
torio nacional y de resultados imprevisibles. La guerra re
volucionaria francesa no era una guerra colonial remota;
tampoco era uno de aquellos minués de equilibrio de fuer
200
zas a que tan acostumbrado estaba el siglo xviu. Era algo
distinto a todas la experiencias anteriores, algo que se acer
caba más al tipo de «guerra total» del siglo xx que cuanto
habia ocurrido hasta entonces. Además, se había terminado
el boom comercial e industrial de los años 1780. Algunas de
las perspectivas más halagüeñas se invirtieron de signo a
comienzos de la década de 1790 y en 1793 varios bancos pro
vinciales tuvieron que suspender los pagos sobre sus bille
tes. El comercio exterior británico chocaba con las típicas
dificultades de la guerra: perturbaciones en las rutas co
merciales y en los mercados extranjeros, costes de transpor
te elevados y perspectivas inciertas. El nivel de la confian
za comercial era excepcionalmcnte bajo en este período, por
razones evidentes.
Además de la situación general, hubo también algunas
circunstancias especiales que precipitaron la crisis de con
fianza. La primera fue la mala cosecha de 1795. La población
de Gran Bretaña, en rápido crecimiento, no podía alimen
tarse cuando la cosecha quedaba por debajo del nivel nor
mal; en 1795-1796 hubo de recurrirse, pues, a fuertes importa
ciones de cereales. Esto significaba una fuerte presión so
bre la balanza de pagos: las importaciones tendían a supe
rar a las exportaciones, lo cual significaba una salida de oro.
Al mismo tiempo, los gastos bélicos del Gobierno eran anor
malmente elevados, tanto dentro como fuera del país. En el
interior, los grandes gastos de la Flota y los Ejércitos bri
tánicos, los subsidios a los aliados, los préstamos obtenidos
por éstos en el mercado británico constituyeron otras tantas
presiones sobre la balanza de pagos, otras tantas razones de
que los pagos al extranjero superasen el valor de los ingre
sos y de que hubiese que acudir a la exportación de oro.
Otra razón de esta salida masiva de oro fue la anormal de
manda de Francia. El Gobierno francés luchaba por volver a
dar a la moneda francesa —reducida a una fracción de su
valor de preguerra por el desastroso experimento del pa
pel moneda— una base sólida. Tan fuerte era la demanda en
París a finales de 1795 que el oro se llegó a vender a cuatro
libras y tres chelines la onza en Londres, y en guineas se
podía adquirir a tres libras, diecisiete chelines y diez peni
ques y medio. «La exportación directa era, desde luego, ile
gal, pero se realizaba. De un modo u otro, el oro salía del
país. Pese a los riesgos y al coste del transporte y del segu
201
ro, la tentación de fundirlo o de pasarlo de contrabando era
muy grande.» 3 El Banco intentó reducir su pasivo a un ni
vel menos peligroso limitando los descuentos; pero mientras,
los bancos provinciales siguiesen satisfaciendo la creciente
demanda de dinero provocada por el alza de precios, sus in
tentos de limitar el crédito no hacían más que debilitar la
confianza sin reducir la emisión de billetes. El desembarco
de una pequeña fuerza francesa en Fishguard provocó el pá
nico, la gente se precipitó a los bancos provinciales, éstos a
su vez, presentaron sus billetes al Banco de Inglaterra exi
giendo la reconversión en metálico y todo el sistema se hun
dió. El Gobierno, enfrentado con el problema de organizar
una gran guerra europea, no se atrevió a arriesgar sus pro
pias reservas de oro. En 1797 se prohibió al Banco hacer pa
gos en oro o plata, excepto a las Fuerzas Armadas situadas
en el extranjero, y los bancos provinciales no tuvieron más
alternativa que aceptar la decisión. Otra disposición legisla
tiva autorizó la emisión de billetes de menos de cinco libras
y los billetes del Banco de Inglaterra adquirieron, por vez
primera, curso legal. El oro se atesoró en su mayor parte
y se inició la época de los billetes de banco y de los efectos
comerciales.
En principio, pues, se levantaron las limitaciones a la ex
pansión del crédito con la suspensión de los pagos en efec
tivo. Los bancos provinciales tenían que asegurarse de que
posesían suficientes billetes del Banco de Inglaterra para cu
brir una demanda súbita, pero el Banco podía actuar sin lí
mite alguno. En aquellas circunstancias puede parecer sor
prendente que la oferta de dinero no aumentase con más
rapidez. No parece que los directores del Banco prestasen
la más mínima atención al estado de los cambios con el ex
terior o al precio de mercado del oro, y en todo el período
de restricciones siguieron descontando al 5 % todas las le
tras de cambio legítimas y emitiendo billetes en la propor
ción correspondiente. '
Los contemporáneos criticaron al Banco por expandir ex
cesivamente el crédito y le acusaron de ser el responsable de
la inflación de precios del período de guerra. Las investiga
ciones más recientes se han inclinado, en cambio, a absol
ver al Banco de estas acusaciones. Durante la primera dé
cada del período de suspensión, el alza de precios se debió
en gran parte a las malas cosechas y las condiciones de la
202
•uierra. En realidad, hubo muy poca depreciación de la ester
lina, cuyo precio en oro fluctuó muy levemente durante di
cha década. La depreciación de finales del período de gue
rra (la moneda de oro extranjera era un 43 % más alta que
el precio de la ceca en 1812) fue también consecuencia de
factores no monetarios, como las dificultades que el bloqueo
continental ordenado por Napoleón puso al comercio exte
rior británico o las especulaciones comerciales relacionadas
con la apertura de nuevos mercados en América del Sur.
El papel del Banco parece que fue esencialmente pasivo,
como, por otra parte, pretendía serlo. Consideraba que su pa
pel era satisfacer las necesidades del Gobierno y del sector
privado con el dinero necesario para la guerra y para la rea
lización de las actividades industriales y comerciales de la
nación. El alza de precios fue una causa, no una consecuen
cia, del incremento de la circulación de billetes. Es dudoso
que en las circunstancias de la época hubiese sido aconse
jable que el Banco adoptase un papel más activo en la eco
nomía y aplicase una política de descuentos concebida en
función de la estabilización de los precios interiores o del
mantenimiento del valor de cambio de la esterlina. De haber
lo hecho, podía haber frenado la expansión de la economía y
reducido su capacidad de sostener el esfuerzo de su guerra.
En los confusos años que siguieron a Waterloo, el Banco
siguió cumpliendo su papel pasivo y tuvieron que transcu
rrir seis años todavía para que la distancia entre el precio
de la ceca y el precio de mercado del oro se redujese lo bas
tante como para permitir la reanudación de los pagos en
efectivo en 1821.
En esta fecha, pues, se puso fin al sistema monetario
de emergencia del tiempo de guerra y Gran Bretaña adoptó
formal y legalmente el patrón oro. Las instituciones mone
tarias inglesas de la época consistían en: 1) un banco central
—el Banco de Inglaterra— que actuaba como banco del Go
bierno y como custodio de las reservas de oro de la nación;
2) unos sesenta bancos privados en Londres, de mucha so
lidez y reputación, pero que no emitían billetes; 3) unos 800
bancos privados de provincias, de dimensiones reducidas
pero emisores de billetes; no tenían que someterse a más
control que al del valor de los billetes emitidos. Este tercer
grupo constituía la debilidad y la fuerza, al mismo tiempo,
del sistema bancario inglés de los años 1820. La debilidad
203
se puso de manifiesto en la primera gran crisis financiera de
la década.
Estos bancos habían tenido ya una importante participa
ción en la primera revolución industrial. Uno de los proble
mas con que se enfrentaban constantemente los comerciantes
y los industriales de finales del siglo xvin era la escasez de
dinero líquido, particularmente de valores lo bastante ba
jos como para poder pagar los salarios de los trabajadores.
Hubo una escasez internacional de oro y plata que retiró las
monedas de ambos metales de la circulación o las llevó a la
fundición; hubo, incluso, momentos en que el precio del co
bre fue superior al de la ceca, con la consiguiente escasez
de monedas de cobre. Según Ashton, los empresarios del si
glo xvm pasaban una gran parte de su tiempo «recorrien
do el país en busca de numerario con que pagar los salarios;
y en el norte y el oeste de Inglaterra la carestía de numera
rio era a menudo muy aguda».4 Muchos empresarios se de
cidían a pagar a los trabajadores con promesas de pago o
letras canjeables en los comercios locales. Algunos, como
John Wilkinson, el industria! siderúrgico, y Thomas Williams,
el magnate del cobre, acuñaban sus propias monedas de co
bre canjeables en Londres y Liverpool y en las regiones
donde estaban enclavados los talleres siderúrgicos y las mi
nas de cobre. Fue esta necesidad de satisfacer la demanda
urgente de numerario, así como la necesidad de encontrar
oportunidades de inversión para el capital excedente de la
población pudiente de las provincias, lo que indujo a cen
tenares de pequeños bancos provinciales a emitir billetes
de valor relativamente bajo, como una y dos libras. Su nú
mero empezó a aumentar significativamente en los años 1750
y 1760 y en los «veinte últimos años del siglo xvm aparecie
ron enormes cantidades de nuevos bancos privados en casi
todos los rincones del país».5 El aumento continuó en las
dos primeras décadas del siglo xix. ¡
Por sus reducidas dimensiones y por el hecho de que
su éxito se basaba en el mantenimiento de un clima de con
fianza, los bancos provinciales dependían esencialmente de
las conexiones personales. La ley les impedía convertirse en
grandes establecimientos. Para proteger al público contra la
aparición de grandes compañías bancadas cuya bancarrota
podrán tener efectos desastrosos para toda la nación, la le
gislación del siglo xvm prohibió la fundación de bancos con
204
más de seis socios. Esto frenó el desarrollo de instituciones
bancadas especializadas y la mayoria de los banqueros pro
vinciales tuvieron que dedicarse fundamentalmente a otras
actividades, en relación con las cuales el banco era, por na
turaleza, un negocio marginal lucrativo —sobre todo, si se
tiene en cuenta la escasez de medios de pago. Los banqueros
procedían a menudo de la industria, el comercio o la abo
gacía. La localización de las factorías y de las fundiciones se
determinaba, en las primeras fases de la revolución indus
trial, por la proximidad de materias primas o de buenos re
cursos hidráulicos; es decir, se instalaban en zonas remotas
donde no existían facilidades bancarias. El empresario te
nía que crear, pues, su propio servicio de banca. Los comer
ciantes, que constituían el eslabón entre el mercado mundial
y una zona determinada de la producción o el comercio, tu
vieron que crear también su propio sistema bancario. Con
gran frecuencia, los perceptores de impuestos se convertían
en banqueros o viceversa, aprovechando el largo período que
transcurría entre la percepción de un impuesto y su ingreso
en las cajas gubernamentales, para utilizar el dinero públi
co en beneficio privado. Una de las consecuencias de este
heterogéneo sistema bancario fue que cuando los pioneros
de la revolución industrial se lanzaban en busca de capital
siempre podían encontrar banqueros locales que conociesen
suficientemente a los prestatarios o que tuviesen una prác
tica suficiente del comercio o de la industria para correr
unos riesgos que a otros banqueros, menos comprometidos
en el plano personal, les hubieran parecido incalculables y,
por consiguiente, imposibles de aceptar. Los bancos ingleses
quizá no han estado nunca tan dispuestos a ayudar a las' in
novaciones o a financiar inversiones industriales a largo pla
zo como en el período 1770-1830, cuando tomó forma la re
volución industrial.
El sistema tenía, desde luego, sus inconvenientes, sobre
todo cuando mejoraron las comunicaciones y se articuló es
trechamente. Un «clima de confianza» es algo muy inestable
y un clima de confianza equivocada podía adquirir fuerza
por sí mismo. Las consecuencias potenciales se hicieron más
peligrosas a medida que la economía se desarrolló. «La ex
pansión económica implica un aumento de la escala de las
demandas de créditos y servicios que debe satisfacer el ban
quero y se plantean, por ello, difíciles cuestiones técnicas
205
sobre la adecuada distribución de los riesgos y la liquidez
de los préstamos concedidos, cuando se produce la degrada
ción de las condiciones económicas.» fi En el período 1809-1830
hubo 311 bancarrotas de bancos provinciales, 179 de las cua
les ocurrieron en dos trienios críticos —1814-1816 y 1824-1826.
En efecto, la existencia de centenares de pequeñas insti
tuciones de emisión, cada una de las cuales operaba de
acuerdo con reglas propias, no todas con el mismo grado de
eficiencia y de honestidad, hacía a toda la cadena crediticia
tan vulnerable como algunos de sus eslabones más débiles.
Poca cosa podía hacer el Banco de Inglaterra, por ejemplo,
para expandir o restringir el crédito cuando había tantas
fuentes de crédito en el sistema económico. La debilidad
esencial de la estructura crediticia se puso claramente de
manifiesto a los ojos de todo el país a mediados de la dé
cada de 1820 cuando un boom especulativo, cuyos orígenes
radicaban en la recuperación y en la «reflación» iniciadas
en 1823, degeneró en un verdadero colapso financiero en 1825.
Hubo una verdadera explosión de fundación de compañías,
muchos préstamos al extranjero sobre proyectos mineros en
América del Sur que eran pura fantasía, muchas exportacio
nes que nunca se cobraron. Cuando el boom se interrumpió,
no sólo provocó el hundimiento de muchos bancos provin
ciales, sino que casi hizo abandonar al país el patrón oro.
A finales de 1825, setenta y tres bancos de Inglaterra y el País
de Gales habían suspendido pagos y el mismo Banco de In
glaterra estaba al borde de la parálisis.
El Gobierno lomó medidas rápidamente. La legislación
promulgada en 1826 redujo la influencia de los bancos pro
vinciales al prohibir la emisión de billetes de menos de cin
co libras, permitió la creación de sociedades bancarias con
más de seis socios (excepto en un radio de 65 millas en tor
no a Londres) y autorizó al Banco de Inglaterra a abrir su
cursales en todo el país. Una ley posterior, de 1833, permi-i
tió la creación de sociedades bancarias en Londres y sus al
rededores, siempre y cuando no emitiesen billetes.
La legislación de 1826 y 1833 terminó con el monopolio
del Banco de Inglaterra en las sociedades bancarias por ac
ciones, pero fortaleció grandemente la posición del Banco
pues le dio el monopolio virtual de la emisión de billetes en
Londres y los alrededores y le permitió operar directamente
en las provincias. Los billetes del Banco de Inglaterra, por
206
ejemplo, pasaron a constituir una parte importante de la
oferta de dinero en Lancashire. La posición del Banco como
árbitro de la oferta nacional de dinero chocaba todavía con
mucha oposición, pues las concepciones extremas de la «li
bertad económica» eran muy populares y el Banco tenía
poderosos enemigos entre los influyentes banqueros provin
ciales. Hasta que la Bank Charter Act de 1844 concentró la
emisión de billetes en el Banco de Inglaterra no quedó ase
gurada la supremacía de éste como pieza fundamental de la
estructura crediticia del país. Entre aquella fecha y el final
del siglo fueron desapareciendo los viejos bancos provincia
les: sus servicios fueron asumidos por las grandes socieda
des bancarias de Londres y su derecho de emisión quedó
concentrado exclusivamente en el Banco de Inglaterra.
En el medio siglo que precedió a la Bank Charter Act de
1844 el sistema monetario inglés pasó por muchas experien
cias. Hubo un largo período de guerra total y un período de
postguerra muy confuso; hubo un aumento considerable del
índice nacional de desarrollo económico y de las demandas
de crédito: hubo un período de no convertibilidad, un perío
do difícil en el que se intentó restaurar la convertibilidad
y algunas crisis financieras alarmantes. Era evidente que el
sistema monetario necesitaba una reforma, aunque no esta
ba nada claro qué tipo concreto de reforma. Hubo una ac
tiva controversia entre los economistas, los banqueros y to
dos los que participaban en la formulación de la política
económica. La controversia tomó formas diversas en las dis
tintas fases del período en cuestión. Yo me limitaré a estu
diar las formas que tomó inmediatamente antes de la Bank
Charter Act.
La controversia cristalizó en la oposición entre dos «es
cuelas» de pensamiento: la escuela «monetaria» y la escue
la «bancada». Es conveniente ver estas dos corrientes de
opinión como dos verdaderas «escuelas» de pensamiento,
pero no hay que olvidar que con ello simplificamos exce
sivamente la situación. No se puede colocar claramente a
los principales protagonistas de la controversia una etique
ta o la otra. Había entre ellos considerables diferencias y
muchos puntos comunes. Visto con la perspectiva del siglo xx,
el terreno común parece tan importante como las diver
gencias. Ambos grupos aceptaban como ideal un sistema mo
netario «automático» en el que el valor del numerario estu
207
viese firmemente ligado al oro (y por consiguiente a los ín
dices monetarios y a los niveles de precios de los demás
países que aceptaban el patrón oro). Esta visión del proble
ma contrasta fuertemente con la concepción moderna de
que el valor del numerario debe ser controlado por el go
bierno y adaptado a las necesidades interiores más que a los
patrones internacionales. Pero correspondía totalmente al li
beralismo económico iniciado por Adam Smith y sus con
temporáneos y convertido en la característica distintiva de
la era victoriana. Para los empresarios de comienzos del si
glo xix era importante que la interferencia del Gobierno en
la marcha de la economía se redujese al mínimo compatible
con el mantenimiento de un cierto orden económico. Y los
economistas tendían a estar de acuerdo con ellos.
El problema era, desde luego, cómo mantener este orden
económico —y concretamente, cómo proteger la economía
contra las crisis financieras periódicas, que tantas bancarro
tas y tanta congoja social innecesarias producían hasta po
ner en peligro, a veces la solvencia del mismo banco cen
tral. En 1825 y en 1839 el Banco de Inglaterra estuvo al bor
de de la suspensión de pagos en numerario. En la primera
crisis sólo se salvó —o así lo pareció, por lo menos— por
el afortunado hallazgo de un paquete de un millón de bi
lletes de una libra que estaba en reserva; en la segunda, se
salvó gracias a la movilización de un crédito que tenía con
el Banco de Francia. En ambas ocasiones, el peligro había
sido muy grande y no era razonable suponer que siempre
habría suerte para superarlo.
En las primeras décadas del siglo xix fue cada vez más
evidente que los intercambios con el exterior eran una parte
vulnerable del sistema y una importante causa de crisis fi
nancieras. En el período de restricción, el Banco de Ingla
terra se negó sistemáticamente a reconocer la conexión en
tre los intercambios exteriores y la emisión de billetes. Susv
directores consideraban que la función del Banco consistía
en satisfacer las «legítimas demandas del comercio» y que
mientras siguiesen descontando efectos comerciales sólidos
no había peligro alguno de emisión excesiva de billetes. El
peligro sólo surgía cüando prestaban dinero para fines es
peculativos. La dificultad consistía, sin embargo, en que no
siempre es fácil distinguir las necesidades «legítimas» del
comercio de las aventuras especulativas. Si durante un ex
208
ceso de confianza (como el de 1820 y 1825) los bancos con
cedían todas las peticiones de crédito seguras, los precios
aumentaban al competir los empresarios por los recursos es
casos, se contraía Ja demanda de exportaciones británicas
al elevarse los precios y aumentaba la demanda de artículos
de importación (estimulada por la elevación de los ingre
sos y por las favorables perspectivas). Y, naturalmente el oro
seguía saliendo del país para financiar el exceso de impor
taciones.
En la controversia sobre la depreciación de la esterlina,
durante la última parte del período de guerra, Ricardo y el
Bullion Comittee pusieron de relieve que el déficit de la ba
lanza comercial podía resultar de una elevación indebida de
los precios y que éstos sólo podían bajar con una contrac
ción del crédito. Esta insistencia en la intimidad de la rela
ción entre los cambios exteriores y la emisión interior de
billetes constituyó la base de las teorías de la escuela «mo
netaria». Argüía que la única manera de proteger la eco
nomía contra la emisión excesiva era que el papel moneda
actuase exactamente de la misma manera que el dinero pu
ramente metálico. Si el oro salía del país, se debía limitar
la cantidad de dinero, como habría ocurrido en el caso de que
el oro fuese la única moneda en circulación. Dejar que los
bancos siguiesen concediendo todo el crédito que quisiesen
a los comerciantes e industriales solventes era ir directamen
te a la crisis financiera si las expectativas de los empresarios
resultaban demasiado optimistas.
La escuela «bancaria», en cambio, argüía que las tasas de
intercambio adversas se debían a causas independientes,
como las malas cosechas o la anormal demanda exterior de
oro, y que reducir el crédito interior no era ninguna solu
ción. Las fluctuaciones de los intercambios con el exterior
volverían al nivel normal en cuanto desapareciesen las cau
sas especiales que las habían provocado y el deber de los
bancos era mantener una reserva suficiente de metal para
capear la tormenta. La escuela argüía que las crisis finan
cieras estallaban cuando los bancos reducían el crédito sin
tener en cuenta las necesidades interiores. Señalaba también
que los billetes no eran la única forma de dinero y ridiculi
zaba la obsesión de la escuela rival por la cuestión del pa
pel moneda. «Hablaba del gran volumen de billetes de los
bancos provinciales, de letras de cambio y de cheques y del
210
toriana del Banco de Inglaterra e introdujo los principios
del laissei-faire en la política monetaria ortodoxa, no resol
vió los problemas del sistema bancario británico. Los treinta
años que siguieron figuran entre los más revueltos y con
lusos de la historia de la banca. Hubo tres grandes crisis,
1847, 1857 y 1866: en cada una de ellas hubo una gran can
tidad de bancarrotas, tanto entre los bancos privados, como
entre las grandes sociedades bancarias. Los bancos que so
brevivieron a tan duras pruebas aprendieron en la escuela
de la experiencia una nueva forma de prudencia. Empezaron
a comprender la importancia de mantener una liquidez con
tinua y, en consecuencia, abandonaron las inversiones a lar
go plazo que podían inmovilizar recursos considerables en
una determinada industria. Al desaparecer toda limitación
a sus dimensiones, aprendieron a distribuir mejor sus ries
gos en las diversas regiones con el establecimiento de una
red nacional de sucursales. Fueron años de experimentación,
de adaptación y de incertidumbre. Durante muchos años ni
siquiera el Banco de Inglaterra tuvo ideas claras sobre su
papel en la economía. No hizo intento alguno de controlar
o dirigir el mercado de capitales o de frenar la especulación,
por ejemplo. En cambio, no vaciló en elevar el tipo de in
terés bancal io al 10% (nivel que provocó un verdadero pá
nico) cuando las reservas metálicas empezaron a disminuir.
Eran años de experimentación, pero los bancos siguieron
ejerciendo un pape! vital y flexible en aquella economía en
expansión. Habían creado ya un complejo servicio para el
comercio exterior. A principios de la década de 1830. Nathan
Rothschild podía decir a un comité que trabajaba sobre la
Carta del Banco de Inglaterra que «en Inglaterra se liquida
ban los pagos de todo el mundo»,8 y los banqueros londi
nenses concedían crédito para financiar el comercio de ar
tículos que nunca llegaron a Gran Bretaña. Cuando, en la dé
cada de 1830 y a principios de la de 1840 se vio que había
un excedente de fondos en la economía, los bancos ayudaron
a canalizarlo hacia la construcción de ferrocarriles, alimen
tando con ello el boom ferroviario. Cuando este sector que
dó saturado y los inversores empezaron a buscar nuevas
oportunidades para la colocación de sus excedentes, los ban
cos pudieron servirse de su conocimiento de la economía ex
terior para canalizar estos capitales hacia el extranjero. En
los primeros setenta y cinco años del siglo xtx el rasgo más
211
destacado de la cartera- del banco típico era la gran diversi
dad de inversiones. Al banquero moderno, acostumbrado a
una cartera segura, con una amplia distribución de venci
mientos, procedentes casi por completo de los valores crea
dos por una enorme deuda pública, el carácter aventurero
y arrisegado de la cartera bancaria del siglo xix le debe pa
recer sorprendente. Pero las inversiones bancarias del si
glo xix eran productivas —en el sentido de que la deuda na
cional no lo era— y constituyeron una importante contribu
ción directa a la financiación del comercio y de la industria
británicos.
212
XII. La adopción del librecam bio
213 .
acción más positiva. Entre 1823 y 1825 el comercio se expan
dió y los fabricantes empezaron a recobrar confianza. En
1824 y 1825 el Gobierno se encontró con un excedente y Hus-
kisson hizo aprobar al Parlamento una serie de reducciones
arancelarias por un total de más de cuatro millones de libras
esterlinas anuales; en 1826 hubo nuevas reducciones, con un
total de casi medio millón de libras. Era un avance muy mo
desto hacia el librecambio. En realidad, Gran Bretaña era
más proteccionista después de las reformas de los años 1820
que en el período de preguerra. Los derechos de importación
se elevaban a un promedio del 53 % a finales de la década
de 1820. A principios de la misma década eran del 57 % y a
finales del siglo xvnr de menos del 30 %. Huskisson no se
proponía abolir la protección sino racionalizar el sistema
arancelario. Eliminó las prohibiciones de importación, los
derechos prohibitivos y las primas a la exportación, que no
daban beneficio alguno al erario público. Redujo a niveles
nominales algunas de las tasas que recaían sobre las ma
terias primas de la industria británica, aumentando con ello
los costes de fabricación. En otros productos se propuso es
tablecer una tarifa máxima del 30 %, para reducir el contra
bando. Al mismo tiempo, liberalizó las leyes de navegación,
con la finalidad de aumentar el comercio de las colonias.
En realidad, convirtió el viejo sistema colonial en un nuevo
sistema de preferencias imperiales. Permitió entrar a las co
lonias en el terreno comercial internacional por propia ini
ciativa y en términos decididos por ellas mismas, siempre
y cuando concediesen derechos preferentes a las mercan
cías británicas. En cambio, con los países extranjeros apli
có el principio de reciprocidad. A partir de entonces, Gran
Bretaña utilizó sus tarifas aduaneras como otras tantas ar
mas para la negociación y empezó a negociar con éxito tra
tados con la mayoría de sus rivales comerciales que abolían
o igualaban las tarifas sobre una base de reciprocidad.
Con esto bastó, durante algún tiempo. Se habían e!imi4
nado los peores excesos del sistema aduanero británico y los
reformadores liberales de los años 1830 estaban demasiado
preocupados por las cuestiones institucionales y constitucio
nales para pensar en otras cosas. En la década de 1840, Peal
reemprendió la tarea de racionalizar las finanzas del Gobier
no británico. Encontró las tarifas tal como las había dejado
Huskisson, poco más o menos, aunque la carga se había ali
214
gerado porque había aumentado desproporcionadamente el
comercio de aquellas mercancías (el algodón en rama y la
lana eran los ejemplos más destacados) en las tarifas que eran
bajas, de modo que a finales de la década de 1830 el pro
medio de los derechos sobre las importaciones netas había
bajado al 31 % de su valor de mercado. Pero se podía llevar
a cabo todavía otro ejercicio de limpieza: el Committee on
Irnport Duties encontró en 1840 1.146 artículos que pagaban
derechos de aduana, pero el 94’5 % de los ingresos totales
procedían de diecisiete artículos. «En el otro extremo de la
escala, 531 artículos daban sólo 80.000 libras, en muchos
casos porque los derechos eran tan elevados que el comer
cio se reducía al mínimo.» 2
El primer presupuesto de Peel, aprobado en 1842, no
fue un paso muy importante hacia la reducción de las tarifas.
Estableció unos derechos máximos del 5 % sobre las ma
terias primas, del 12 % sobre los artículos semimanufactu-
rados y del 20 % sobre los manufacturados. Prefirió no to
car los derechos sobre los alcoholes y vinos para poder uti
lizarlos como armas en la negociación de los acuerdos de reci
procidad. En conjunto, su reducción fue inferior a la orde
nada por Huskisson en 1824. Pero lo importante de este pre
supuesto era la reintroducción del impuesto sobre la renta.
Al dar, de este modo, otra fuente de ingresos al Gobierno
abrió el camino a la adopción completa del librecambio.
En 1845 se renovó el impuesto sobre la renta, se derogaron
los derechos aduaneros de 450 artículos y se rebajaron mu
chos otros. Pero la introducción del impuesto sobre la renta
no era más que un factor que facilitaba las cosas, no una
medida decisiva. El paso crucial hacia el librecambio com
pleto, la ruptura más significativa con el pasado preindus
trial fue la derogación de las Leyes sobre los cereales (Corn
Laws) en 1846.
Una de las características estructurales básicas de la re
volución industrial es el cambio de la posición de la agricul
tura. De ser la actividad económica dominante en la econo
mía preindustrial, pasa a ocupar una posición secundaria en
la economía industrializada. La transformación, la reducción
de la agricultura a un papel secundario, no han ido en nin
gún otro país tan lejos como en Gran Bretaña. El desplaza
miento se produjo en un período muy largo y en gran parte
de manera espontánea. A medida que la industria y el trans
215
porte fueron reduciendo sus costes con la innovación (con
la cual aumentaron sus beneficios) y a medida que el comer
cio se fue expandiendo, la mayor parte del incremento anual
de la fuerza de trabajo y del stock de capital se incorporó
a estas actividades, más lucrativas. La parte de la agricul
tura en el producto nacional bruto del país (aunque no su
tamaño absoluto) había empezado a declinar ya en la prime
ra mitad del siglo xvm. A mediados del siglo era ya, pro
bablemente, inferior al 50 %; en los primeros años del si
glo xix, era una tercera parte, aproximadamente; en 1851 se
había reducido a cerca de una quihta parte.3 En la segunda
mitad del siglo xix el ritmo de transformación se aceleró
mucho. En 1881, Gran Bretaña empezó a adquirir en el ex
tranjero una gran parte de sus suministros alimenticios y de
sus materias primas y la agricultura no daba más que la dé
cima parte del producto nacional bruto; en 1901, su parte
había descendido a cerca del 6 %.
Esta culminación del proceso de industrialización tuvo,
en último término, una causa muy concreta: el cambio ra
dical de la política comercial simbolizado por la deroga
ción de las Corn Laws. Lo interesante es que esto se produjo
más bien al final que al principio de la revolución industrial
propiamente dicha. Al principio del período, Gran Bretaña
era un país exportador de cereales. A mediados del si
glo xvni, Inglaterra vendía al extranjero una cantidad sufi
ciente de cereales como para alimentar a un millón de per
sonas por año, excedente que equivalía a los alimentos que
consumía cerca del 25 % de su población. Pero en la segun
da mitad del siglo xvm el cuadro cambió completamente.
El aumento de la población, el de las ciudades, el de la fuer
za de trabajo no agrícola y una serie de malas cosechas termi
naron rápidamente con el excedente de cereales del país. En
1765, después de una serie de malas cosechas, las exportacio
nes de granos se redujeron prácticamente a la nada y a fi
nales de siglo Inglaterra era un país importador de grano!,
excepto en los años de cosecha abundante. En 1840, entre el
10 y el 15 % de la población británica se alimentaba con
cereales extranjeros.
En casi todo este período, los niveles de importación y
de exportación fueron artificialmente elevados o rebajados
por la política legislativa. No había comercio libre de ce
reales con el extranjero. Era de esperar, desde luego, que
216
el gobierno de una sociedad preindustrial con un margen
muy estrecho de subsistencia se considerase investido de res
ponsabilidades especiales en relación con el consumo de ali
mentos del país: las Corn Laws han tenido una larga histo
ria en Inglaterra. Adam Smith, adversario de la regulación
gubernamental, escribió al respecto:
«Las leyes sobre los cereales pueden compararse a las
leyes sobre la religión. La gente se siente tan interesada por
lo que concierne a su subsistencia en esta vida o a su feli
cidad en la futura que el gobierno debe ceder a sus prejui
cios y, para preservar la tranquilidad pública, establecer el
sistema que sea de su agrado. Por esto son tan raros los
sistemas racionales en relación con estos dos temas bási
cos.» 4
Es cierto que en los años que precedieron a la derogación
de las Corn Laws se produjo algo muy parecido a un mo
vimiento religioso, casi una cruzada, que soliviantó las pa
siones humanas en un grado y con una intensidad superiores
incluso a los del movimiento antiesclavista.
La cuestión de las Corn Laws adquirió una importancia
vital en la segunda mitad del siglo xvm. Durante el fuerte
aumento de las exportaciones de grano que caracterizó el
período anterior a 1750, lo importante de las Corn Laws es
que otorgaban una prima a la exportación. El hecho de que
icgulasen también las importaciones tenía muy poca impor
tancia en un país con una población relativamente estancada
y una producción agrícola en aumento. Las voces de indigna
ción sólo empezaron a oirse «cuando la cantidad pagada llegó
a ser tan enorme que los fondos de las aduanas locales resul
taron insuficientes y los abonarés de las aduanas no fueron
reintegrados por el Tesoro en Westminster por falta de fon
dos.»5 Pero la incapacidad del Gobierno de pagar las pri
mas a que estaba legislativamente obligado era un problema
temporal. Al desarrollarse el mercado interior, las reclama
ciones de primas disminuyeron. En las décadas siguientes,
las únicas revisiones de las Corn Laws que se exigieron fue
ron algunos ajustes ocasionales de los precios que servían
de base a la fijación de las primas o de las tarifas aduaneras,
ajustes que no se proponían más que tener en cuenta los cam
bios ocurridos en el nivel de precios.
En 1790, el problema de los Corn Laws empezó a ser un
reflejo de la lucha de clases. Las malas cosechas provocaron
217
una serie de revueltas de la población hambrienta (como ha
bía ocurrido ya antes, en diversas ocasiones), sobre todo du-
tante los años de hambre 1795-1796 y 1799-1801, En la tensa
atmósfera creada por los excesos de la Revolución francesa,
estas revueltas adquirieron una significación mucho más pro
funda que la que habrían tenido en otras circunstancias.
«Los terratenientes dijeron francamente que era tan impor
tante defender sus propiedades contra el populacho como
contra Napoleón.»« El ejército de jornaleros y de obreros
industriales, cada vez más numerosos, tomó conciencia de
que sus intereses divergían de los de la nobleza agraria, que
eran los que determinaban por entonces la política econó
mica. En ningún otro punto era esta divergencia tan marca
da como en el caso de las Corn Laws.
Al final de la guerra, los intereses agrícolas se refugia
ron detrás de una alta muralla proteccionista. La prima a
la exportación se había abolido en 1814: era ya un anacro
nismo. En 1815 se abandonó la escala decreciente de las tari-
las (que permitía que las importaciones de granos variasen
correlativamente a los precios del mercado) en favor de la
prohibición absoluta hasta un cierto nrivcl de precios (80 che
lines la arroba, en el caso del trigo) y de la admisión total
mente libre por encima de este precio. Durante los treinta
años siguientes, las Corn Laws fueron una de las cuestiones
clave de la política social y económica de Gran Bretaña, un
símbolo del conflicto entre los ricos y los pobres, entre la
agricultura y la industria manufacturera, entre el librecam
bio y el proteccionismo. Por su causa, los precios de los ali
mentos se mantuvieron altos, con la consiguiente reducción
de los salarios reales. Pero protegían lo que era todavía la
principal actividad económica de Gran Bretaña: la agricul
tura.
Como acostumbra a ocurrir, la guerra había dado una re
lativa prosperidad a la agricultura. El precio de los artículos
alimenticios subió. Se pusieron en cultivo los terrenos bal
díos y comunales para satisfacer la insaciable demanda de
alimentos. Los granjeros disponían de dinero y podían me
jorar su ganado y sus caballos, abonar la tierra, erigir sóli
dos edificios y drenar los pantanos. Los que tenían que com
prar sus alimentos sufrían una pérdida de ingresos reales,
tanto en el campo como en la ciudad, aunque los habitantes
del campo se las apañaban mejor en los momentos de esca
218
sez de alimentos que los de la ciudad. Los terratenientes per
cibían rentas cada vez más elevadas y cargaron con una
gran parte del impuesto de guerra; los jornaleros sin tierra
por su parte dependían esencialmente de la beneficencia.
Excepto en los años de excepcional carestía, la agricultura
prosperaba.
Al terminar la guerra, las cosas cambiaron. Los precios
bajaron de golpe, las rentas y los beneficios se esfumaron y
el capital, en stock, en tierra y en edificios, se deterioró rá
pidamente. Durante casi un cuarto de siglo, la agricultura
pasó por una terrible crisis que afectó a todos: terratenien
tes, colonos y jornaleros. «El período que va de 1813 a la
coronación de la reina Victoria es uno de los más negros de
la agricultura inglesa.»7 Fue esta profunda crisis agrícola
más que el movimiento de enclosure lo que expulsó al pe
queño yeoman de la tierra. Incapaces de soportar las vio
lentas fluctuaciones de los precios y la pesada carga del im
puesto de beneñcencia, muchos pequeños agricultores ven
dieron sus tierras o las abandonaron y se dedicaron a solici
tar la ayuda a los pobres. Los jornaleros agrícolas se queda
ron sin trabajo y los salarios se desplomaron. «Los que ha
bían ahorrado algún dinero o comprado un cottage no podían
ser inscritos en el registro de pobres: estaban obligados,
pues, a dejarlo todo y a convertirse en verdaderos pobres
para poder obtener un empleo.» 8
Los informes y las encuestas sobre la crisis agrícola eran
muy numerosos y si nos basamos exclusivamente en sus vi
vas informaciones podemos llegar a exagerar la amplitud y
la profundidad de la desmoralización que cundía en las zo
nas rurales. Pero las revueltas y los frecuentes incendios,
endémicos en este período, confirman que la moral del sec
tor agrícola era desesperadamente baja en los veinticinco
años que siguieron a la batalla de Waterloo. Y vale la pena
recordar, una vez más, que en 1850 la agricultura era, todavía,
el sector principal de la economía británica. Todo lo que
influyó en el nivel de ingresos del sector agrícola influyó en
el nivel de vida de más de una tercera parte de la población
de Gran Bretaña durante casi toda la primera mitad del si
glo XIX.
En estas circunstancias, es difícil ver cómo un Gobierno
responsable podía haber abandonado las Corrí Laws y some
tido la principal actividad de la nación a otra carga: a los
219
vientos helados de la competencia extranjera. Es cierto que
los economistas, siguiendo la línea trazada por Adam Smith,
eran partidarios del librecambio para los glanos y para otras
mercancías. «La mayoría de los economistas (con la impor
tante excepción de Malthus) seguían a David Ricardo y exi
gían la liberalización completa de los cereales como una me
dida que beneficiaría no sólo al país en general sino tam
bién a todos los sectores de la población, con excepción de
los terratenientes.»9 Los manufactureros eran contrarios a
las Corn Laws porque consideraban que hacían aumentar
los salarios industriales y reducían el poder de compra para
los productos no alimenticios en las ciudades. Los reforma
dores liberales se oponían a ellas en nombre de los intere
ses de los pobres y contra los de los terratenientes ricos.
Pero aun en el caso de que la mayoría de los hombres que
tomaban las decisiones fundamentales en el Parlamento y
en el Gabinete no hubiesen sido miembros de la aristocra
cia agraria, habría sido sorprendente que se decidiesen a
agravar voluntariamente los problemas de una agricultura
desesperadamente alicaída. Ahora bien, los problemas fue
ron efectivamente agravados cuando se intentó aligerar el
sistema proteccionista en 1828. La ley de 1828 introdujo una
escala móvil de tarifas que variaba según el precio del tri
go en las seis semanas precedentes. Si el promedio era in
ferior a 67 chelines, las tarifas se hacían virtualmente pro
hibitivas; si el promedio era superior, las tarifas bajaban
de 13 chelines (cuando el promedio era de 69 chelines) a un
chelín (cuando el promedio era de 73). Esto equivalía a ele
var el precio del trigo porque su importación se convertía en
un negocio arriesgado y especulativo y porque los agriculto
res se retraían ante las imprevisibles fluctuaciones de sus in
gresos.
El debate sobre las Corn Laws conoció varios flujos y re
flujos en los años 1820 y 1830 y se recrudeció en los años cua
renta. Cuando los negocios flojeaban, los comerciantes y los
industriales exigían su derogación. Cuando los negocios iban
bien, se preocupaban por otras cuestiones, más vitales —la
reforma monetaria o la reforma constitucional, por ejem
plo. Pero en la segunda mitad de la década de 1830, los da
los de la situación empezaron a cambiar. La agricultura pa
recía que estaba superando su terrible crisis. No se ve cla
ramente ni cuándo ni por qué se produjo la mejora. La re
220
cuperación tiene siempre efectos menos espectaculares que
la crisis y los documentos que dan cuenta de ella son más
escasos. Pero si no podemos fijar con exactitud la fecha del
cambio, sí sabemos que el cambio se produjo y que fue favo
rable. A mediados del siglo xix, la agricultura conoció tres
o cuatro décadas de progreso y prosperidad. Las rentas y los
beneficios subieron y se amplió el área cerealista. Aumentó
el uso de fertilizantes y hubo una serie de mejoras en los
instrumentos y la maquinaria agrícolas. Se hicieron mayores
inversiones en la ganadería y en sus instalaciones, en edifi
cios, en carreteras y en planes de drenaje.
Se han aducido diversas explicaciones de esta mejora de
la situación económica en la agricultura. Uno de los facto
res fue la nueva Ley de Pobres, que mejoró su situación fis
cal al eliminar el impuesto de beneficencia. Los gastos de
ayuda a los pobres, que pasaron de siete millones de libras
esterlinas en 1832, no superaron los cuatro millones en 1837.
Los salarios subieron, naturalmente. Pero parece seguro que
los granjeros perdieron menos con el alza de salarios que lo
que ganaron con la reducción del impuesto de beneficencia. La
Tithe Commutation Act de 1836 constituyó también una ayu
da para los agricultores al eliminar un fastidioso impuesto
sobre el producto antial de la tierra que se podía reclamar
en especie, variaba mucho de un año para otro y era una
causa constante de litigios. Este impuesto fue substituido
por una renta sobre los cereales que variaba de modo pre
visible según los promedios septenales de los precios del tri
go, de la cebada y de la avena.
Otras razones que se aducen a menudo para explicar la
recuperación de la agricultura se refieren a un aumento de
la eficiencia. Los granjeros reaccionaron, ante la adversidad
—se dice— introduciendo innovaciones que reducían los cos
tos. Los granjeros menos eficientes tuvieron que abandonar
gradualmente la empresa ante una serie de crisis que no les
permitieron recuperarse; los que quedaron eran por defini
ción, los más aptos para la supervivencia. Es posible que
la reducción y la racionalización del impuesto de beneficen
cia y del diezmo fomentasen también las inversiones de ca
pital para la adopción de mejores métodos e impulsasen con
ello, el aumento de la productividad. En 1822 se había di
suelto el Departamento de Agricultura, pero la Real Socie
dad Agrícola de Inglaterra, fundada en 1838, continuó su ta
221
rea de propagación de ideas e informaciones entre los agri
cultores y fue, según Ernle, «un poderoso agente en ia res
tauración de la prosperidad».11*
En tercer lugar, es evidente que el creciente ritmo de ur
banización y de industrialización tenía que aumentar la de
manda de productos agrícolas. Entre 1821 y 1841 el aumento
neto de la población británica que vivía en ciudades de 20.000
o más habitantes —y que, por consiguiente, no podían con
tribuir directamente, de modo apreciable, a la producción de
sus propios artículos de consumo alimenticio— fue de casi
dos millones y medio. Por muy pobres que fuesen, represen
taban una poderosa demanda de artículos alimenticios. A fina
les de la década de 1830, cuando el momento culminante de
la era del ferrocarril, se pagaron enormes cantidades en con
cepto de salarios a sectores de la población altamente pro
pensos a gastar sus ingresos en alimentos y bebidas.
En esta misma fecha, una serie de cosechas deficientes
volvieron a dar una dramática actualidad política a las Cortt
Laws. En setiembre de 1838 se fundó en Manchester la Anti-
Com Law Association y se puso en marcha la gran campaña.
La derogación no tuvo lugar hasta 1846, cuando Irlanda se
vio asolada por el hambre más desastrosa de la historia mo
derna de Gran Bretaña y forzó la situación. Pero la Anti-Corn
Law League tenía ya una cierta historia detrás suyo y había
preparado el terreno para la capitulación. La Liga no habría
conseguido imponer la derogación sin la cooperación activa
de sir Robert Peel y de lord John Russell. Pero, por otro
lado, es dudoso que Peel hubiese hecho algo más que suspen
der las tarifas sin los esfuerzos propagandísticos de la Liga.
En realidad, el éxito de ésta fue tan grande que consiguió
convencer de la sensatez y de la justicia de la causa de los
adversarios de la protección agrícola no sólo a una gran par
te de ¡a opinión de la época, sino también a la mayoría de
los historiadores de la economía de épocas posteriores. i
Se trataba, esencialmente, de una organización burguesá.
El control de sus actividades recaía en un consejo de suscrip-
tcres importantes: cada suscripción tenía derecho a un voto.
Simpatizaba, pues, totalmente, con los principios de la Ley
de Reforma (Reform Bill) de 1832, es decir, con la idea de
que la política tenía que ser dirigida por los propietarios.
Su ideología contrastaba, pues, fuertemente con la del car
lismo, el otro gran movimiento reformador de los años 1830
222
y 1840. Era éste un movimiento de la clase obrera que bus*
caba la justicia económica por medio de la reforma parlamen
taria. Los seis puntos de la Carta del Pueblo (People's Char-
ter) eran: sufragio universal masculino, voto secreto, fijación
de un sueldo para los miembros del Parlamento, elecciones
parlamentarias anuales, distritos electorales iguales y aboli
ción del requisito de ser propietario para poder ser elegido
miembro del Parlamento. Los revolucionarios cartistas, re
presentantes auténticos del proletariado obrero, desconfiaban
de la Liga porque contaba con el apoyo de sus enemigos, los
empresarios industriales, y porque creían que formaba parte
de una conspiración para mantener los salarios bajos. Pero
los cartistas —melodramáticos, irresolutos, líderes violentos
de hombres hambrientos— perdieron el combate y, en cam
bio, los miembros de la Anti-Corn Law League, confiados,
moralizadores y respetables, ganaron el suyo. «El ataque con
tra las Corn Laws había sido conscientemente planeado si
guiendo el modelo de la agitación antiesclavista; se atacó las
Corn Laws no sólo como una inconveniencia, sino también
como un pecado, y se invocó a un coro de ministros de la
religión para pronunciar el anatema.» 11 El movimiento dis
ponía de fondos considerables, tenía una administración cen
tralizada y eficiente y planteaba objetivos simples y coheren
tes. En 1841 decidió participar en las elecciones y se convir
tió en una poderosa fuerza política en la que confluían las
aspiraciones de economistas, empresarios y liberales del más
diverso matiz; movilizó a los dirigentes de la opinión comer
cial e industrial y a la intelligentsia de la nueva economía de
taissez-faire, que el comercio y la industria empezaban a ver
como su más auténtico interés.
Proclamaban que sus adversarios eran los terratenientes
ricos y los aristócratas. En realidad, como ha demostrado
Kitson Clark, las mayores objeciones contra la derogación
procedían de los pequeños agricultores, que sabían que esta
ban en juego sus medios de vida.12 La pequeña nobleza (gen-
try) y la aristocracia estaban divididas pues, en la práctica,
la mayoría tenían también intereses en el comercio y la in
dustria y no se identificaban totalmente con los avatares de
la agricultura. Tampoco estaba por medio ningún interés es
tratégico poderoso. La flota británica ejercía un control de los
mares indiscutible y Gran Bretaña producía todavía la parte
fundamental de sus propios artículos alimenticios. No había
223
necesidad alguna de apuntalar la agricultura para asegurarse
contra los riesgos de una guerra total y de un bloqueo ene
migo.
Durante la primera mitad de la década de 1840 el éxito
de la Liga varió según el estado de ias cosechas y del comer
cio. Hay pruebas de que Peel, que ya se había mostrado fa
vorable a una mayor libertad de comercio, pensaba en una
revisión de las Corn Laws en 1845. Pero la derogación total
era una perspectiva muy improbable. En 1845 y a principios
de 1846 el precio del trigo varió entre 45 y 59 chelines, pese
a> fracaso de la cosecha de patatas de 1845. En los años 1830
su precio había sido superior a los 70 chelines. Cuando falló
lu cosecha de la patata irlandesa, y la británica con ella, y
hubo una mala cosecha general en toda Europa, la situación
se hizo explosiva. En 1846, ante la difícil situación política
interior y las malas noticias que llegaban de Irlanda, donde
el hambre era general, Peel decidió pasar a la acción. Se de
rogaron las Corn Laws, sustituyéndolas únicamente por un
simbólico derecho de registro de un chelín por quarter de
trigo. Cobden saludó la derogación como una victoria dé la
burguesía, pero los motivos de Peel habían sido más prácti
cos que ideológicos. «Estaría loco si me hubiese dejado in
ducir a hacer lo que he hecho en esta sesión por otros mo
tivos que no fuesen el sentido del deber público» —escribió.
La derogación puso fin inmediatamente a la tensión social,
que no había dejado de aumentar hasta llegar muy cerca de
la explosión en las duras décadas que siguieron a Waterloo.
Las fuerzas del liberalismo y la reforma habían obtenido una
resonante victoria y hubo una especie de tregua en el conflic
to entre los ricos y los pobres. La actividad cartista revivió
al producirse la crisis de 1846, y creció en 1847 y 1848. Pero
es dudoso que, incluso con una dirección competente y con
unos objetivos unificados basados en unos intereses comu
nes, el cartismo hubiese obtenido alguna influencia en White-
hall en aquella fase. Lo cierto es que los cartistas presenta
ron peticiones redactadas con prisas y condenadas a la inope-
rancia, intentaron huelgas mal preparadas que no podían ser
más que otros tantos fracasos y amenazaron al Gobierno con
una fuerza patéticamente insuficiente. En el cartismo partici
pan, en realidad, tres grupos de trabajadores: un pequeño
grupo de artesanos, los operarios de las fábricas textiles y
los trabajadores domésticos, que iban desde los tejedores
224
manuales hasta los fabricantes de clavos. Era extraordinaria
mente difícil convertir aquel heterogéneo conjunto de traba
jadores en un movimiento político unificado. No tenían más
que una cosa en común: todos ellos habían salido perdiendo
en la gran redistribución de ingresos que comportaba la revo
lución industrial. Y cuando el desarrollo económico alcanzó
las dimensiones que le permitía la era del ferrocarril, se vio
claramente que ya no era posible volver atrás. Había muchos
sectores interesados en la nueva era industrial, y no todos
se encontraban entre los grupos de ingresos superiores. El
movimiento cartista se hundió, pues, con el reflujo que siguió
a la derogación de las Corn Laws. El objetivo de un pan ba
rato significaba más para las miserables clases trabajadoras
que las vagas aspiraciones cartistas a sostenerse en medio de
los nuevos cambios económicos.
Por su parte, la agricultura no conoció el desastre que se
preveía después de la derogación. Es cierto que hubo un ver
dadero pánico entre los Cultivadores cerealistas en los años
de baja de precios (1848-1852), pero esto se debía en gran
parte a las actividades especulativas fomentadas por el pro
teccionismo. Se había especulado con la tierra, las rentas se
habían elevado a niveles extravagantes y fueron estas extra
vagancias las que sufrieron las consecuencias de la deroga
ción. Mientras tanto, el agricultor británico seguía protegido
contra la competencia extranjera por la geografía. Era difícil
importar grandes cantidades de cereales desde largas distan
cias sin que los gastos de transporte fuesen muy elevados;
por otro lado, había muy pocas fuentes de suministro barato
fuera de Europa, donde la oferta era limitada por las restric
tivas políticas locales. En el interior, la demanda de produc
tos agrícolas se elevaba sin cesar. La demanda creció simple
mente porque siguió aumentando la población. Entre 1841 y
1851 la población de Gran Bretaña pasó de 18'5 a casi 21 mi
llones y siguió aumentando hasta llegar a los 23 millones en
1861. Hubo una vasta migración entre la ciudad y el campo
que, añadida al elevado índice de crecimiento natural dé las
zonas urbanas, significó un gran aumento de los que no pro
ducían alimentos pero que debían consumirlos. Entre 1841 y
1851 unas 700.000 personas emigraron a las ciudades y a los
distritos carboníferos de Inglaterra y el País de Gales, y en
tre 1851 y 1861 otras 600.000 personas se instalasen en las
ciudades. Por entonces, los agricultores británicos habían
226
pequeños agricultores. El agricultor que invertía su dinero
en la compra de fertilizantes no estaba dispuesto a dejar que
¿fertilizasen matorrales o se inutilizasen tierras pantanosas. El
agricultor de antes se contentaba con producir alimentos su
ficientes para alimentar a su familia y para adquirir en el
sector manufacturero las ropas y los muebles indispensables;
en cambio, el nuevo agricultor estaba dispuesto a reinvertir
una parte de sus ingresos para mejorar el rendimiento de la
próxima cosecha.
No debe creerse, sin embargo, que todo esto ocurrió en
seguida, que los resultados de la investigación científica se
convirtieron inmediatamente en innovaciones. Muchos expe
rimentos fracasaron, muchos agricultores aplicaron fertilizan
tes inadecuados que hicieron más daño que bien, o malgas
taron su capital drenando pantanos demasiado profundos. En
la época de la derogación la explotación agrícola avanzada
era más bien la excepción que la regla, y la mayoría de los
agricultores no hicieron más esfuerzos por aumentar la pro
ductividad de sus tierras o modernizar las técnicas que los
que habían hecho sus padres.
Quizá se necesitaba la fuerte conmoción del abandono
completo de la protección agrícola y los duros años de baja
de precios que la siguieron para que las posibilidades y los
límites de los agricultores británicos se viesen en su verda
dera perspectiva. Muchos colonos abandonaron la tierra en
los años de crisis y dejaron sus granjas en manos de los terra
tenientes. Pero hay pruebas de un importante cambio de
actitud no sólo por parte del agricultor individual, sino tam
bién por parte de los grandes propietarios. Parece evidente
que los encargados de las grandes haciendas seguían con mu
cha atención los mejores conocimientos agrícolas del momen
to y que hacían cuanto podían para transmitirlos a sus co
lonos. La Real Sociedad Agrícola («corazón y cerebro de la
agricultura británica», según Ernle) se convirtió en un ver
dadero centro de intercambio de las mejores investigaciones
científicas sobre las técnicas agrícolas. Una nueva clase de
profesionales —corredores de fincas, procuradores— se pu
sieron al frente de las grandes haciendas para dirigirlas con
métodos modernos.
En efecto, a partir de 1853 se vio que las perspectivas de
la agricultura británica habían cambiado en sentido favora
ble. Esto se debía, en lo fundamental, al perfeccionamiento
227
de las técnicas y a la mejora de las condiciones de la deman
da, pero hubo algunas circunstancias especiales que, a prin
cipios de la década de 1850, dieron un fuerte impulso a la
industria. La expans ón del comercio y de las manufacturas
(estimulada por el alza de precios consecutiva al descubri
miento de yacimientos de oro) elevó rápidamente la demanda
de productos agrícolas. El tiempo fue bueno en la década de
1850. La guerra de Crimea cerró el Báltico a los cereales ru
sos. Las rentas subieron, los beneficios de los agricultores
subieron también y se gastaron grandes sumas en trabajos de
drenaje (se podían pedir préstamos para el drenaje agrícola
gracias a la ley que Peel había hecho aprobar al derogar las
Corrí Laws) y en la edificación de instalaciones agrícolas. El
nivel general del cultivo se elevó rápidamente hasta alcanzar
el de los mejores agricultores individuales de la era protec
cionista y la agricultura británica alcanzó el punto más alto de
capacidad productiva de toda su historia. La década 1853-1862
se ha llamado con razón «la edad de oro de la agricultura
inglesa» y hasta el último cuarto del siglo xix la-industria no
empezó a ‘sentir plenamente los efectos del abandono de la
protección de la agricultura.
En resumen: en el segundo cuarto del siglo xix el equili
brio del poder económico y político se desplazó finalmente
de la agricultura a la industria. En las tres primeras décadas
del siglo se modificó la importancia relativa de la agricultu
ra y la industria y cambiaron sus respectivas posiciones (me
didas por el número de empleos que creaban y sostenían).
Si adoptamos como medida el volumen de las rentas genera
das, el grupo minería-manufactura-construcción había tomado
ya la delantera en los años de crisis agrícola que siguieron a
Waterloo; en el segundo cuarto del siglo la contribución de
la agricultura al producto nacional británico pasó de la cuarta
parte a cerca de la quinta parte.
El cambio en la balanza de poder económico tuvo su refle
jo en los cambios de la balanza del poder político y fue ayu
dado, a su vez, por éstos. Los principales beneficiarios de la
industrialización fueron las clases medias industriosas —el
confortable ejército de artesanos, empleados, tenderos, mer
caderes, banqueros e industriales. Los trabajadores pobres
de la ciudad y del campo, de la fábrica y de la granja sufrie
ron por igual las consecuencias de las malas cosechas y de las
crisis comerciales y tuvieron dificultades para alimentar y
228
vestir a sus familias al nivel en que lo habían hecho sus pa
dres y abuelos en el siglo xvm. No era su momento y los
dirigentes no podían esperar otra reacción a sus proclamas
que las cargas de la tropa, la cárcel y la deportación. Para
las clases medias, en cambio, fue un período de pleno reco
nocimiento político y de prestigio creciente. Los dirigentes
aristocráticos del Gobierno escucharon fielmente los consejos
de los economistas burgueses y adquirieron intereses perso
nales en los negocios y la industria, tan importantes, por lo
menos, como los que tenían en la tierra y la agricultura. La
Ley de Reforma de 1832 no dio, como se ha pretendido, el
poder a las clases medias, pero las integró en el cuerpo elec
toral y admitió formalmente su derecho a influir en la política
económica. Su triunfo supremo, el resultado de su influencia,
fue la derogación de las Corn Laws. Fue entonces cuando una
sociedad que había aceptado todas las consecuencias de la
revolución industrial rechazó formalmente el derecho de la
agricultura a tener un trato especial —un derecho indiscuti
ble en una economía preindustrial.
Una vez tomada irrevocablemente la decisión, el camino
era expedito para la gran especialización internacional de fi
nales del siglo xix. Cuando el ferrocarril y el buque a vapor
pusieron las feraces praderas de América del Norte y del Sur
al alcance del consumidor británico, el número de personas
dedicadas a la agricultura en Gran Bretaña empezó a dismi
nuir tanto en términos absolutos como en términos relativos.
Hasta que esto ocurrió no se manifestaron plenamente las
consecuencias de la derogación de las Corn Laws y se com
pletó la industrialización.
229
XIII. El papel del Gobierno
231
pero en éste como en otros casos es guiado por una mano
invisible que le lleva a promover un fin que no forma parte
de su intención.» 1
232
día cargar en los préstamos. En consecuencia el capital se
invertía en la deuda del Estado, en vez de invertirse en la in
dustria y el comercio, donde los riesgos eran demasiado fuer
tes y el interés legal demasiado bajo para compensar aque
llos. El Gobierno no estaba sujeto a ninguna restricción legal
cuando lanzaba nuevas emisiones de la Deuda y el precio de
los títulos gubernamentales ya existentes podía bajar hasta
tal punto que los ingresos que con ellos podía obtener un in
versor potencial eran muy superiores a los del comercio.
Había también las leyes que regulaban la organización del
capital y de la empresa. La Bubble Act de 1720 prohibió la
formación de compañías por acciones, excepto cuando existía
una concesión especial del Parlamento. «Se ha dicho a me
nudo que la Bubble Act impidió durante más de cien años
la aparición de grandes empresas industriales en Inglaterra»3.
Había, asimismo, las numerosas reglas impuestas por las le
yes de navegación (Navigation Acts) que prohibían las impor
taciones de determinados continentes si no se hacía en barcos
británicos, con tripulación esencialmente británica. Existían,
además, los diversos monopolios sobre el comercio exterior en
manos de compañías fletadoras privilegiadas; cabe decir, sin
embargo, que éstas empezaban a desaparecer a mediados del
siglo X V III.
Además de todo esto, existía una gran variedad de reglas
y disposiciones que especificaban, a veces con gran meticulo
sidad, cómo debían fabricarse o venderse los artículos ma
nufacturados. El objetivo era ejercer un cierto control sobre
su calidad en interés del consumidor británico y extranjero.
Los fabricantes de lana y de lino, por ejemplo, tenían que so
meterse desde tiempos inmemoriales a una serie de leyes
sobre la longitud, la anchura y el peso de las telas que fabri
caban. Muchas de estas disposiciones habían caducado a me
diados del siglo xviii —la manufactura de algodón, por ejem
plo, tenía poca importancia a finales del siglo xvm y por ello
no estaba sujeta a estas restricciones. Pero en 1765 todavía
se promulgó una ley para controlar la calidad de los tejidos
de lana del West Riding «para impedir los fraudes al certifi
car el contenido del tejido y para preservar el crédito de
dicha manufactura en los mercados extranjeros». La ley creó
toda una jerarquía de vigilantes, inspectores y supervisores
para certificar la longitud y la calidad de las telas y compro
bar que no se hubiesen estirado demasiado en los tendedo
233
res 4. Pero «más antigua que las más antiguas reglamentacio
nes que pesaban sobre la manufactura de tejidos, tan antigua
que era imposible fijar su fecha de aparición —una especie
de common law económico— era la Assize of Bread».5 Esta
reglamentación prescribía el peso y el precio del pan y los
márgenes de beneficio de les panaderos, legislaba contra la
posible adulteración y prescribía que los panaderos se atuvie
sen a los pesos y medidas legales. Finalmente, existía un com
plicado sistema de protección que limitaba de muy diversas
maneras la libertad del comercio con el extranjero. Había
prohibiciones absolutas de exportar determinados artículos
(la lana, por ejemplo) y embargos completos de algunas im
portaciones (como la de percales pintados); la mayoría de los
demás artículos estaban sujetos a fuertes gravámenes aduane
ros. En 1759 la tarifa media sobre las importaciones subía
al 25 %, y, pese a los esfuerzos de William Pitt por racionali
zar el sistema fiscal, la Guerra de Independencia norteameri
cana y las guerras francesas habían hecho elevar el nivel
efectivo de las tarifas.
No caeremos, desde luego, en la trampa de suponer que
la existencia de una gran cantidad de restricciones medieva
les sobre la actividad económica significase que dichas res
tricciones eran efectivas. Tomemos, por ejemplo, las leyes
sobre el aprendizaje. No se aplicaban en absoluto en las nue
vas profesiones no mencionadas en la ley elizabethiana origi
nal y algunas de las nuevas ciudades habían conseguido es
capar de ellas casi totalmente. Asi ocurrió, por ejemplo, en
Manchester, Birmingham y Wolverhampton. Además, allí don
de se aplicaba el Estatuto de Aprendices era, a menudo, una
fuente de mano de obra barata o equivalía a una prima para
el empresario, más que un medio para la preparación de los
artesanos. William Hutton, por ejemplo, «hizo su primer
aprendizaje en las sederías de Derby, cuando todavía era de
masiado pequeño para llegar a las máquinas sin ayuda dp
unos zuecos de madera fijados a sus pies».6 Pero esto erá,
en realidad, trabajo infantil, pues no aprendió en absoluto
el trabajo que podría practicar de mayor.
Como Ahston ha señalado, tampoco la Bubble Act frenó
la formación de compañías por acciones en aquellas indus
trias en que la escala de las operaciones las hacía particu
larmente valiosas.
234
«Siempre se podía crear una sociedad por acciones con
una Acta privada: las compañías constructoras de canales
surgieron de este modo. Y la estratagema del acuerdo equita
tivo (equitable trust), que permitía hacer pactos mutuos en
tre los suscriptores y los fideicomisarios nombrados por ellos,
dio lugar a un gran desarrollo de lo que en otros sectores
serían efectivamente compañías. Todas tenían la continuidad
propia de las compañías por acciones y funcionaban con ac
ciones transferibles. A finales de siglo, algunas pudieron, in
cluso, limitar la responsabilidad de sus miembros.» 7
En cuanto a las Usury Laws, es difícil creer que no se
incumplían a menudo en la práctica, e incluso con gran faci->
lidad, por consentimiento mutuo, cuando el prestamista y el
prestatario querían completar la transacción en términos que
igualasen la oferta y la demanda de fondos prestables. Aun
que se hubiese de suscribir un contrato en los términos lega
les, el prestatario podía comprometerse a devolver una canti
dad superior a la recibida y pagar, de este modo, un interés
superior al formalmente registrado en el contrato.
Del mismo modo, había muchas maneras de evadirse de
las restricciones que pesaban sobre el comercio exterior. La
prohibición de exportar lana se incumplía regularmente en
viándola a Holanda o Francia a través de Escocia, o, más a
menudo todavía, embarcándola subrepticiamente de noche en
barcos que esperaban a cierta distancia de la costa. Otra ma
nera de sacar lana del país era disimulándola en otras mer
cancías (por ejemplo balas de paño) o en el equipaje de los
pasajeros. El comercio de contrabando floreció en ambas di
recciones. Las mercancías valiosas y relativamente ligeras,
como el té, el tabaco, los vinos y los alcoholes, los encajes,
la seda y los percales pintados, entraban, probablemente, en
mayor cantidad de contrabando que con el comercio declara
do. El contrabandista era un miembro respetado de la socie
dad. Adam Smith, por ejemplo, se refiere a él como...
«...una persona que, aunque sea, sin duda, censurable por
violar las leyes de este país, es, con frecuencia, incapaz de vio
lar las de la justicia natural y sería, en todos los aspectos, un
excelente ciudadano si las leyes no convirtiesen en delito lo
que en la naturaleza no lo es... No hay muchas personas que
Se resistan a practicar el contrabando cuando encuentran la
235
posibilidad fácil y segura de hacerlo sin perjurio. Pretender
tener escrúpulos para comprar mercancías de contrabando,
aunque se trate de un estímulo manifiesto a la violación de
las leyes sobre la renta y al perjurio que casi siempre le es
pera, se consideraría en la mayoría de los países como una
de aquellas manifestaciones pedantes de hipocresía que, en
vez de aumentar el crédito de una persona, sirven para expo
ner a ésta a la sospecha de que es más bribón que la mayoría
de sus conciudadanos».8
Para tener una idea de la amplitud del contrabando de las
mercancías sujetas a fuertes tarifas, basta con ver lo que ocu
rrió cuando se rebajaron los derechos arancelarios sobre el
té del 119 % al 12'5 % en 1784. En el curso de un año la can
tidad importada para el consumo interior pasó de menos de
cinco millones de libras a casi dieciséis millones y medio. De
golpe, el contrabando de té dejó de ser remunerador y la mer
cancía empezó a importarse, en volumen creciente, por los
canales ordinarios del comercio legal.
Vemos, pues, que muchas de las restricciones legales que
pesaban sobre la actividad económica en Inglaterra, en vís
peras de la revolución industrial, eran más molestas que efec
tivas. El contrabandista corría el riesgo de confiscación y de
ser castigado con una dura pena, pero tenía al resto de la
sociedad a su lado y contaba con muchas probabilidades de
burlar a los aduaneros. Las leyes sobre el aprendizaje y la
usura eran más a menudo incumplidas que observadas. Para
hacer acatar al pie de la letra muchas de las reglamentacio
nes industriales se habría necesitado el aparato de la moder
na policía estatal; por ello se ignoraban. Cuando un Select
Committee investigó en 1821 las leyes sobre las manufacturas
de lana de Yorkshire, un fabricante tras otro admitieron tran
quilamente que las infringían habitualmente.
Los dirigentes políticos sabían, además, que la adopción
de medidas ultrarrepresivas iba en contra de sus propios fií
nes: una reglamentación suave efectivamente aplicada era
más útil que una restricción severa que nadie respetase. An
tes de terminar el siglo, los fabricantes ingleses empezaron
a darse cuenta de que sus intereses se defendían mejor abrien
do los canales del comercio que refugiándose bajo el manto
de la protección. El tratado Edén, concluido con Francia en
1786, era un reflejo de su creciente confianza. Al mismo tiem-
236
po, Pitt, deseoso de mejorar el rendimiento de los impuestos
sobre la importación, empezó a reemplazar algunos de los
derechos prohibitivos por impuestos que cercenaban los be
neficios de los contrabandistas y llevaban el comercio hacia
los canales legales, es decir, hacia los canales en que se ba
saba el sistema fiscal. El impuesto sobre el té era un ejem
plo. Cuando estallaron las guerras francesas en los años 1790,
las tarifas aduaneras británicas, pese a ser todavía altas, eran
bastante moderadas en comparación con las de otros países.
Pero la guerra modificó totalmente la situación. Por un
lado los excesos de la Revolución fi ancesa y el peligro que
corría la nación aumentaron el nerviosismo de las clases do
minantes, con el consiguiente endurecimiento de las leyes que
prohibían las asociaciones obreras. Por otro lado, la necesi
dad de obtener dinero para financiar los gastos de guerra
invirtió la tendencia a la reducción del proteccionismo. Des
pués de la guerra esta necesidad de recursos continuó: el im
popular impuesto sobre la renta, creado en tiempo de guerra,
desapareció, pero el Gobierno compensó esta pérdida recu
rriendo a los impuestos indirectos. Por consiguiente, las ta
rifas aduaneras británicas se elevaron durante la guerra y
después de ésta hasta alcanzar, en 1822, lo que debió ser el
punto más alto de toda su historia: el 64 % del valor de mer
cado de las importaciones netas. Según Imlah, «después de
la guerra su severidad fue tan grande, en volumen y efectivi
dad, que se convirtieron virtualmente en un nuevo sistema».1*
Hubo déficits comerciales crónicos a lo largo de todo este pe
ríodo y hay motivos para creer que la pesada carga del pro
teccionismo de postguerra frenó la recuperación de la indus
tria británica e intensificó el malestar social propio del cam
bio económico.
La explicación tradicional de lo que ocurrió después es
que los gobiernos sucesivos, reconociendo el error de sus in
tervenciones en los asuntos económicos e inspirados por los
utilitaristas benthamianos, por un lado, y los exponentes de
la doctrina de la «mano invisible» de Adam Smith, por otrot
rebajaron gradualmente el peso muerto de las restricciones
legislativas sobre la empresa privada y dieron rienda suelta
a la economía. En 1850 —dice esta explicación tradicional—
el triunfo de la filosofía del laissez-faire era virtualmente
completo en Gran Bretaña.
¿Qué base tiene esta explicación? Hay, en primer lugar,
237
el hecho incontrovertible de que se redujeron o eliminaron
del todo muchas de las restricciones que pesaban sobre la
actividad económica y la libertad de comercio. Las cláusulas
sobre el aprendizaje de la ley elizabethiana que regulaba el
trabajo fueron de las primeras que desaparecieron en 1814.
La East India Company perdió su monopolio del comercio
con la India en 1813, pero conservó su monopolio del comer
cio con China y siguió privando a los comerciantes británicos
no sólo de un mercado potencial, sino de un punto clave en
un lucrativo comercio triangular: algodón en bruto y opio
de la India a China, y plata, sedas, especies y té de China a
Europa. Este monopolio desapareció al terminar el privilegio
de la compañía en 1834. En los años 1820 se derogaron mu
chas reglamentaciones industriales. La primera fue la regla
mentación sobre los tejidos de lana de Yorkshire, seguida
rápidamente por las leyes que regulaban la manufactura del
lino escocés. En 1824 se derogaron las leyes «sobre el uso
del cuero en la fabricación de botas y zapatos y para impedir
que en el desuello se estropeen los cueros». Las reglamenta
ciones sobre el pan tuvieron una historia accidentada en el
período de postguerra: cuando las cosas iban mal, se ponían
en vigor; cuando iban bien, se les ponía sordina. El pan era
relativamente barato en los años 1820 y el Assize se derogó
en Londres er. 1822; estaba ya moribundo en las provincias,
pero no se derogó definitivamente hasta 1836: una ley abolió
el poder y la obligación del Justice of íhe Peace de regular
los beneficios de los panaderos o el precio del pan.
En los años de postguerra se revisaron también las Vsury
Laws. Durante la mayor parte del siglo xvm el tipo de inte
rés de los préstamos con garantía sólida estuvo más por de
bajo que por encima del máximo legal. Pero después de vein
te años de continuas solicitudes de préstamos por parte del
Gobierno para cubrir las necesidades de la guerra y de veinte
años de inflación correspondiente, el tipo de interés en el
mercado subió a más del 5 %. El que más sufrió fue el mer
cado hipotecario, pues las formalidades de los préstamos hi
potecarios dificultaban mucho la evasión. El resultado fue
que aumentaron las dificultades de los terratenientes, ya pre
sionados por la baja de los precios del grano. Se vieron obli
gados a pedir préstamos a las compañías de seguros con pro
cedimientos complicados que, en la práctica, elevaban el tipo
de interés al 10 % o más. Un Selecl Committee informó en
238
1818 de que las leyes sobre la usura se incumplían en la gran
mayoría de los casos —y Ricardo, entre otros, lo confirmó.
Pero el tipo de interés había empezado a bajar en el mercado
y en la década de 1820 (con excepción de la crisis de 1826) el
límite legal no planteó problemas reales ni a los prestatarios
ni a los prestamistas. La Bank Charter Act de 1833 permitió
que el Banco de Inglaterra no se sometiese a las prescripcio
nes de las Usury Laws; más adelante se dispensó igualmente
a las sociedades constructoras; de este modo, cuando Glad-
stone derogó finalmente las Usury Laws en 1854 casi nadie
—a excepción del mercado hipotecario— percibió el cambio.
En cierto sentido, puede decirse también que las solucio
nes dadas a los problemas monetario y bancario representa
ron un paso en dirección al laissez-faire. Por un lado, se sua
vizaron las restricciones que pesaban sobre la creación de
sociedades bancarias por acciones y sucursales; por otro lado,
hubo el principio «automático» de la política monetaria, que
adquirió carta de naturaleza legal en la Bank Charter Act de
1844. Lo que Peel, bajo la inspiración de la escuela «moneta
ria», intentó hacer con dicha ley fue establecer un mecanismo
de control de la circulación monetaria tan automático como
si se tratase de una circulación puramente metálica. En prin
cipio, elevando o rebajando el tipo de interés bancario (y, por
consiguiente, reduciendo o aumentando la emisión de bille
tes) según la demanda de libras esterlinas, el Banco se libera
ba de toda responsabilidad activa por el control de la circu
lación monetaria. Todo lo que debía hacer era obedecer las
reglas del juego y éstas decían, simplemente, que si el oro
salía del país había que reducir la oferta monetaria, y que si
entraba, había que aumentarla.
En las décadas de postguerra también se avanzó algo en
la liberalización de las relaciones laborales. Las Combination
Acts promulgadas en 1799 y 1800, cuando se consideraba que
los sindicatos embrionarios eran una tapadera para encubrir
la agitación política y la actividad subversiva, se derogaron
en 1824, lo mismo que las leyes del siglo xvm que impedían
la emigración de artesanos y la exportación de instrumentos
y maquinaria. Pero las huelgas que estallaron después de la
derogación de las Combination Laws reavivaron las inquie
tudes del Gobierno y en 1825 (año de precios altos de'los ar
tículos alimenticios y de serio malestar e inquietud en el
mundo del trabajo) se aprobó una nueva Combination Act
239
que, al tiempo que autorizaba las asociaciones obreras para
la negociación colectiva de los salarios o de la jornada labo
ral, prohibía organizar huelgas.
La victoria más espectacular del laissez-faire se produjo,
sin embargo, en el dominio del comercio exterior. Muchos
de los que hablan del triunfo del laissez-faire en el siglo xix
piensan, sin duda, en el abandono del proteccionismo y en
la adopción de una política totalmente librecambista. Fue en
este dominio de la actividad económica donde Adam Smith
y sus discípulos sintieron más seguros el terreno que pisa
ban y empezaron a imponerse ya antes de terminar el si
glo xvm. Pero la guerra frenó su avance y en la inmediata
postguerra no fue fácil aplicar una política liberalizadora;
había, sin embargo, personas como Robinson, del Departa
mento de Comercio (Board of Trade) plenamente conscien
tes de que las -tarifas que gravaban las importaciones dificul
taban las exportaciones porque reducían el poder adquisitivo
de los extranjeros para la compra de mercancías británicas.
Después de la experiencia de la escasez de víveres del perío
do de guerra, se consideró que las Corn Laws constituían una
medida de seguridad vital e incluso los industriales redujeron
su encono. Aunque Huskisson hizo algunos progresos en los
años 1820 y Peel sentó las bases de una mayor reducción de
las tarifas con sus planes de impuesto sobre la renta a prin
cipios de la década de 1840, la lucha contra el proteccionismo
no se convirtió en un movimiento irreversible hasta que el
hambre que padeció Ixlanda obligó a derogar las Corn Laws
en 1846. En aquellos cuatro años Peel había rebajado las ta
rifas en un 25 % y establecido el gravamen medio sobre las
importaciones en un 21 % —no muy superior al de 1790. El
proceso que él había iniciado fue completado por sus suce
sores. En 1849 se derogaron las Navigation Acts y en 1854 se
permitió a los barcos extranjeros participar en el comercio
de cabotaje del Reino Unido. Los gravámenes sobre los artícu
los de base se redujeron sin cesar o se abolieron definitiiéi-
mente y el librecambio se completó con el presupuesto de
1860, que derogó los gravámenes sobre 371 artículos.
Nadie duda de que la adopción del librecambio fue muy
beneficiosa para la industria británica de la época. En la dé
cada de 1850 la reducción de los costes y de los precios de la
industria y de la agricultura británicas hicieron a los produc
tores británicos casi invulnerables a la competencia extran
240
jera, excepto en algunos casos muy especiales. Su superior
eficiencia les aseguraba una parte cada vez mayor de los mer
cados mundiales; y el aumento de los ingresos y de la pobla
ción incrementaba la capacidad adquisitiva del mercado inte
rior. Lo importante era, pues, que los clientes potenciales
no viesen reducido su poder adquisitivo con las restricciones
impuestas a las importaciones y que no se ofreciese ninguna
excusa posible a las represalias de los que pretendiesen ex
cluir las mercancías británicas de los mercados exteriores.
En resumen: entre 1780 y 1860 se eliminaron muchas res
tricciones a la iniciativa económica. ¿Se debió esto realmen
te, como nos ha hecho creer Arnold Toynbee, al triunfo de
la doctrina de la «mano invisible»? ¿Fue, realmente, un refle
jo del apartamiento deliberado del Gobierno en favor de una
política de laissez-faire completo? ¿Fue realmente el Gobierno
británico un agente pasivo de la revolución industrial britá
nica?
Cuando examinamos los motivos y los actos de los sucesi
vos gobiernos en este período, la interpretación tradicional
del triunfo del laissez-faire parece excesivamente fácil. Mu
chas de las restricciones legales eran de tales características
que los gobiernos de finales del siglo xvm y comienzos
del xix eran manifiestamente incapaces de hacerlas cumplir;
las primeras restricciones que se suprimieron eran a menudo
las menos efectivas. Un gobierno que carecía de una fuerza
de policía efectiva o de un sistema de espionaje político muy
desarrollado no podía hacer cumplir las leyes que prohibían
las coaliciones de patronos o de obreros ni podía intervenir
eficazmente en el establecimiento de medidas de control de
calidad. El coste de recaudación de una incoherente multitud
de derechos de aduana era inmenso, y en muchos casos debió
superar los ingresos que se obtenían de personas poco dis
puestas a hacerlos efectivos. Cuando tan evidentes y genera
les eran los beneficios del contrabando, era muy improbable
que algunos grupos aislados de aduaneros y de recaudadores
de impuestos estacionados a lo largo de las costas inglesas
pudiesen hacer pagar los derechos prohibitivos o hacer efec
tivos los embargos. Lo primero que debía hacer un gobierno
para intervenir, con claridad de ideas, en la dirección de las
cuestiones económicas era llegar a un arreglo con sus posibi
lidades y sus limitaciones.
De hecho, cuando e) Gobierno pasó a ejercer un papel
242
tral de enormes responsabilidades. Había modificado la es
tructura y la finalidad de la actividad económica de la nación
y, con ello, había dado al Gobierno un papel directivo. Como
en las grandes guerras del siglo xx, las lecciones aprendidas
en la experiencia práctica de la planificación de la economía
para la obtención de la victoria condicionaron en grado im
portante las actitudes y las técnicas de los gobiernos de post
guerra. En segundo lugar, la dislocación de la postguerra fue
tan violenta como la guerra en sí misma y el Gobierno central
tuvo que enfrentarse con sus responsabilidades de manera
inequívoca para impedir que el edificio económico y social
se desintegrase bajo las tensiones a que estaba sujeto. En
tercer lugar, era ya evidente que la industrialización llevaba
consigo una gran zozobra social que el Gobierno tenía que
aliviar. En cuarto lugar, era también evidente que la econo
mía regionalizada del siglo xvm se estaba convirtiendo en
una economía nacional, y esto aumentaba las responsabilida
des del Gobierno central. El crecimiento de las ciudades y de
la industria significó el aumento del número de personas que
quedaban a la merced de una crisis; el desarrollo del comer
cio internacional signiñcó que las causas de la inestabilidad
económica interior debían buscarse más en condiciones modi-
ticables por la política económica del Gobierno que, como en
el pasado, en las incertidumbres climatológicas o en la volun
tad de Dios.
Los gobiernos británicos de los años 1820 y 1830 no fueron
todos igualmente competentes para resolver los problemas
de política económica con que se enfrentaban. Intentaron
elaborar una política coherente siguiendo las enseñanzas de
los economistas más destacados. Entre el público selecto que
acudió a oír las primeras conferencias conmemorativas de
Ricardo se encontraban Huskisson, Canning, Peel y Liver
pool.11 No siempre seguían al pie de la letra los consejos
de los economistas, pero comprendían mejor que sus prede
cesores del siglo xvm que la ejecución de una política eco
nómica adecuada requería un pensamiento serio y una acción
positiva.
Lo mismo hicieron algunos de los funcionarios encargados
de la puesta en práctica de la política económica. El perso
nal del Board of Trade, por ejemplo, se escogió cada vez más
en función de su calificación profesional y no de sus simpa
tías personales y políticas. En esto se difería también de la
243
práctica del siglo xvm cuando los funcionarios del Gobierno
eran, por lo general, los lacayos de la aristocracia agraria.
Fue el comienzo de un nuevo tipo de burocracia, del que pro
viene directamente la actual organización de los funcionarios
públicos. Pero, al contrario de la burocracia actual, el Board
of Trade de la primera mitad del siglo xix no veía necesidad
alguna de ocultar sus concepciones sobre la política econó
mica bajo la máscara del neutralismo. «En los años veinte
del siglo, el Board of Trade encabezó el movimiento en pro
de la liberalización comercial.» 12 Su tradición de dogmatis
mo librecambista no dejó lugar a dudas sobre su posición
en la controversia de las Corn Laws y en el triunfo final del
librecambio en los años 1840 y 1850. Por razones tan doctri
narias como éstas, los Poor Law Comissioners de comienzos
de la década de 1830 no hicieron esfuerzo alguno por ser ob
jetivos en su análisis de los datos sobre el funcionamiento
do la vieja Ley de Pobres. Creían, con Malthus y los exponen
tes de la doctrina del fondo de salarios, que el sistema Speen-
hamland perpetuaba la miseria que quería aliviar, al reducir
los ingresos y estimular el aumento de la población. En vez
de analizar sistemáticamente los resultados del cuestionario
que enviaron a las parroquias, seleccionaron los hechos y las
opiniones que confirmaban su concepción, de modo que «para
acusar a la Administración sobre una base predeterminada...
todos los datos que presentaron consistían en poco más que
una pintoresca serie de anécdotas sobre la mala administra
ción».13
El hecho es que, a medida que avanzó la industrialización,
el Estado intervino con más intensidad y efectividad en la
economía. Hubo una revolución en la técnica y en la filoso
fía del gobierno tan importante, por lo menos, para la acele
ración y la conformación de la primera revolución industrial,
como las transformaciones que hemos dado en considerar in
tegrantes de la misma. Era, también, del mismo tipo. Es de
cir: era una revolución en la organización, en el comporta
miento y en el personal que tomaba las decisiones políticas
efectivas; implicaba un incremento de la escala de las opera
ciones y de la división y la especialización del trabajo; se
caracterizó por la disposición a experimentar nuevas técnicas
y a utilizar en la práctica los descubrimientos de las ciencias
naturales; y generó su propia energía. Éstas eran, en defini
tiva, las características distintivas de la revolución industrial.
244
Lo curioso es que una revolución en las prácticas guber
namentales, que representaba el comienzo del colectivismo y
del moderno «Estado benefactor», tuviese lugar en una socie
dad que, por sus prejuicios políticos, era radicalmente con
traria a dicha evolución. Pero se impuso porque existían pre
siones subterráneas tan fuertes que a la larga resultaron irre
sistibles. Había, por ejemplo, las presiones ideológicas liga
das a la propagación de las doctrinas utilitaristas entre las
personas cultas. Creían éstas que iban a debilitar el poder
del Estado, pues simpatizaban plenamente con la doctrina de
Adam Smith de «mano invisible» y atacaban constantemente
la complicada e ineficaz red de reglamentaciones guberna
mentales que caracterizaba la sociedad preindustrial. Pero el
objetivo real de los filósofos radicales no era liberarse del
gobierno, sino liberarse del gobierno ineficiente; y la eficien
cia quería decir intervención efectiva y consciente en el sis
tema económico, en contraposición a la intervención inefec
tiva y carente de finalidad. Otro de los factores de la situa
ción fue el desarrollo del humanitarismo; y lo mismo cabe
decir de los acontecimientos o revelaciones históricos (las
epidemias, las catástrofes marítimas, los periódicos desastres
que afligían a la humanidad) que convertían el sentimiento
humanitario en afán de reforma. Hubo también el aumento
de las dimensiones y de la intensidad de los problemas socia
les en una economía sometida a rápido proceso de cambio y
desarrollo, y el aumento de los conocimientos sobre las for
mas de resolver dichos problemas y del sentido de respon
sabilidad social de los que poseían estos conocimientos. Éstas
eran las presiones subterráneas que permitieron a una gene
ración educada en las doctrinas del laissez-faire crear siste
máticamente los fundamentos del colectivismo moderno.
En la década de 1830 esta revolución en los métodos de
gobierno llegó a un punto irreversible. Es cierto que el Go
bierno había intervenido ya antes en la economía por motivos
humanitarios. La Hanway’s Act para la protección de los des
hollinadores contra la explotación se promulgó ya en 1788.
La ley de sir Robert Peel para controlar las condiciones de
trabajo de los niños pobres se aprobó en 1802 y la Passenger
Act de 1803 estableció un complejo sistema de protección de
los emigrantes pobres. Además, en las décadas inmediatamen
te posteriores a las guerras napoleónicas, la iniciativa de la
legislación económica y social tendió a pasar del Miembro
245
del Parlamento humanitario al Gobierno y a los funcionarios
permanentes. El Board of Trade estaba dominado por los
economistas, dogmáticamente seguros de que sabian lo que
había que hacer en la política de comercio exterior. Los uti
litaristas benthamianos «dominaban en las comisiones reales
y en los comités parlamentarios por su soberbia confianza
de que sabian exacta y científicamente lo que debían hacer».14
Esto fue, de hecho, el comienzo de la superación del laissez-
faire, pero no tuvo consecuencias revolucionarias porque era
completamente inefectivo.
Pero en la década de 1830 empezaron a introducirse en la
legislación reformadora medidas para la inspección y el cum
plimiento efectivo de las leyes a cargo de funcionarios esta
tales dotados de poderes ejecutivos. Lo$ primeros fueron los
inspectores de fábrica. La Factory Act de 1802, poco eficaz
para la protección de «la salud y la moral de los aprendices»
porque no se había aplicado efectivamente, se reemplazó por
la Factory Act de 1833, que creó una autoridad central y una
inspección local subordinada a aquélla, con poderes para ela
borar y hacer cumplir los reglamentos. La medida fue segui
da por una serie de disposiciones obligatorias del mismo tipo
(deshollinadores en 1840, minas en 1842, jomada de diez horas
en 1847-1850, etc.) que regularon la seguridad y la educación
del obrero y las condiciones de trabajo en general. El primer
funcionario encargado de la emigración se nombró en Liver
pool en 1833 para supervisar la aplicación de las leyes sobre
los emigrantes y para cooperar con la magistratura local en
el castigo de los infractores; en 1834 otros seis puertos acep
taron los funcionarios del servicio de emigración nombrados
por el Colonial Office. Fueron los primeros de un cuerpo cada
vez más numeroso de inspectores del Gobierno, que participa
ron activamente en la aplicación, en la experimentación y en
la formulación de la legislación social a lo largo del siglo xix.
En algunas esferas el nivel de burocratización a partir de
1830 resultó superior a lo que el país podía tolerar permanen
temente. La vieja ley de pobres, por ejemplo, que había sido
dejada prácticamente a la discreción de las autoridades loca
les, se reemplazó por una nueva ley de pobres destinada a li
quidar el problema de la miseria mediante la acción adminis
trativa. En esto no tuvo éxito: las causas de la miseria eran
mucho más profundas de lo que creían ios Poor Law Commis-
sioners. Pero representó una revolución en la administración
246
social. Creó una serie de nuevas unidades locales en forma de
uniones de parroquias y estableció una política de beneficen
cia igual para todo el país, que un conjunto de funcionarios
sin responsabilidad parlamentaria se encargaban de hacer
cumplir. «Las nuevas uniones iban a ser los vínculos pasivos
de la política de ayuda represiva que se disponía a aplicar la
Poor Law Commission.» Esta comisión perdió su independen
cia burocrática en 1847, cuando se convirtió en el Poor Law
Board, bajo la dirección de un ministro responsable ante el
Parlamento, pero la responsabilidad gubernamental en la pre
vención de la miseria social había sido establecida ya de modo
irrevocable. También se había empezado a organizar un ser
vicio sanitario nacional efectivo, pues la nueva ley de pobres
preveía el nombramiento de médicos pagados en las uniones
o grupos de uniones que diesen cuidados médicos gratuitos
a los ancianos, los enfermos o los grandes inválidos inscritos
para la percepción de ayuda. El intento de centralizar la ad
ministración de la sanidad pública, representado por la Chad-
wick's Public Health Act de 1848, fue también más allá de lo
que podía aceptar la sociedad de la época y en 1854 «triunfa
ron las fuerzas de la vileza y de la descentralización», al ser
destituido Chadwick, el dictador reformador. Pero se trataba
de un problema que podía resolverse —y se resolvió— a nivel
de las grandes ciudades, que se enfrentaban con él en su for
ma más crítica. En cambio, se podía supervisar y orientar
con mayor delicadeza a nivel nacional. En 1847 se nombró
en Liverpool el primer Medical Officer of Health, y cuando
en 1858 se abolió el General Board of Health, sus funciones
sanitarias se transfirieron al Consejo Privado, con el doctor
Simón (un reformador tan ardiente como Chadwick, pero
menos dictatorial) como consejero. Más tarde se nombraron
inspectores sanitarios adscritos al departamento de Simón;
su misión consistía en recorrer el país para comprobar si las
autoridades locales cumplían o no las prescripciones de las
Sanitary Acts.
La intervención del Gobierno en la economía no sólo fue
directa y decisiva en la esfera social. Los ferrocarriles britá
nicos fueron construidos por la iniciativa privada, pero con
el apoyo y bajo el control de una serie de disposiciones es
tatales en forma de leyes del Parlamento. Si los promotores
de los ferrocarriles «llegaban a convencer a una comisión
legislativa, obtenían, como en el caso de los canales, la posi
247
bilidad de una gran "interferencia en la propiedad”, es decir,
el derecho de forzar a los propietarios a venderles la tierra,
aunque siempre sujetos a una complicada serie de controles
—comisarios jurados e imparciales, o un jurado para com
probar que el terrateniente que se iba a expropiar no habia
sido arbitrariamente forzado».1* Con las Railway Acts de
1840 y 1842 se creó un departamento de ferrocarriles en el
Board of Trade y se nombraron funcionarios para inspeccio
nar las operaciones de las compañías de ferrocarriles y para
castigarlas si no cumplían la ley. Estos inspectores tenían
plena libertad de acceso a los proyectos de ferrocarriles, po
dían aplazar la apertura de nuevas líneas hasta que los pro
yectos fuesen totalmente satisfactorios y tenían que decidir
las disputas entre las compañías sobre la organización del
tráfico.
La Bank Charter Act, que con su sistema de control «auto
mático» de la circulación monetaria parece un claro ejemplo
de legislación de laissez-faire, fue, en realidad, otra de las
esferas en que el Gobierno utilizó la empresa privada como
instrumento, pero aceptando la responsabilidad última. Cuan
do el gobernador y el subgobemador del Banco de Inglaterra
fueron interrogados por el Select Committee on Commercial
Distress (que funcionó en 1847-1848), estuvieron de acuerdo en
que la Bank Charter Act había liberado al Banco de toda res
ponsabilidad en la circulación monetaria. Su función consis
tía en elaborar una serie de reglas mecánicas y la función del
Gobierno era intervenir cuando la crisis llegaba a ser tan
grave que el ajuste automático era incapaz de restaurar el
equilibrio. La responsabilidad, dijeron, es de la ley, no del
Banco.
También en la esfera del comercio exterior el Gobierno
llevó a cabo acciones decisivas. El Foreign Office, por ejem
plo, aceptó la responsabilidad del control político del comer
cio. Cuando los chinos tomaron medidas contra los contra
bandistas de opio en 1840, la Flota británica bloqueó el estua
rio de Cantón y en 1842 los chinos tuvieron que admitir a los
mercaderes británicos en los términos fijados por el Gobier
no de Gran Bretaña. La Iglesia entró también en la esfera de
la acción gubernamental, en un plano subordinado. Se supri
mieron radicalmente los privilegios exclusivos del clero an
glicano, y las subvenciones a las escuelas se otorgaron tanto
248
a las anglicanas como a las no anglicanas, en cantidades cre
cientes a partir de 1833.
No fue sólo el Gobierno central el que fortaleció su poder
y su voluntad de intervenir en la dirección de la empresa pri
vada. El gobierno local, especialmente el gobierno de las
grandes concentraciones urbanas, empezó a asumir respon
sabilidades cada vez mayores al respecto. Los problemas so
ciales tendían a plantearse en sus formas más agudas en el
plano local. El primer funcionario encargado de la emigra
ción, por ejemplo, se nombró por iniciativa del alcalde y de
la corporación de Liverpool. Cuando la Municipal Corpora
tion Act de 1835 reformó todas las corporaciones existentes
y extendió el derecho de voto a todos los que pagaban con
tribución, la balanza del poder empezó a desplazarse de los
representantes de la economía preindustrial a los reformado
res burgueses. El cambio se produjo con mayor rapidez en
unos sectores que en otros, pero quedó claro que los expe
rimentos de control social se podían adoptar, a veces, más
fácilmente a nivel local que a nivel nacional. Esto era verdad,
sobre todo, en lo que se refiere al tipo de intervención exigida
por los problemas de la sanidad pública y de mejora de las
condiciones urbanas. Fue a nivel local que el Gobierno empe
zó a regular las actividades de los terratenientes y de los
especuladores de la construcción, que estaban convirtiendo
los centros de las grandes ciudades industriales en barrios
inmundos e insalubres. La Borough Pólice Act, promovida por
la corporación municipal de Manchester en 1844, dictó unas
normas de vivienda y de sanidad que sólo al cabo de una ge
neración se pudieron imponer a nivel nacional. Prohibió, en
particular, la construcción de casas sin patios interiores. «An
ticipándose al Parlamento, Liverpool creó en 1847 el primer
British Medical Officer of Health» 16 y en 1860 construyó ca
sas para los obreros con fondos municipales. La City of Lon-
don Sewers Act de 1851 prohibió convertir en viviendas las
buhardillas y la cría de ganado en los patios, permitió la des
trucción de las propiedades malsanas e insalubres y estable
ció la inspección de las casas de huéspedes y de las viviendas
alquiladas por menos de 3 chelines y 6 peniques semanales.
Vemos, pues, que en las décadas de 1830 y 1840, y más
todavía en la de 1850, el Estado se responsabilizó cada vez
más del control de la empresa privada en interés de la so
ciedad en general. Para hacer cumplir la legislación sobre el
249
control se creó una nueva división del Gobierno, el brazo
ejecutivo; éste aseguraba que la intervención del Estado en
los asuntos sociales y económicos del país sería plenamente
efectiva. Tuvo, además, una especie de efecto de autorrepro-
ducción, pues la experiencia adquirida se utilizó para formu
lar nuevas formas de intervención y para crear más funcio
narios ejecutivos, encargados de hacerlas efectivas. Descri
biendo el desarrollo de este brazo ejecutivo del Gobierno en
el servicio de emigración, el doctor MacDonagh ha demos
trado que a mediados de siglo «... los funcionarios y comisa
rios no sólo exigían, sino que se anticipaban a una legislación
que les diese la más amplia libertad de acción e independen
cia... Es indudable que la actividad del Estado se vio limita
da, no por el individualismo, el contrato, el librecambio o
cualquier otra noción de este tipo, sino por la escasez de los
recursos humanos y físicos de que disponía el ejecutivo».17
Lejos de haber triunfado en la década de 1850, el movimiento
del laissez-faire había sido finalmente derrotado por las nue
vas técnicas de control gubernamental de la economía, que
tenían una tendencia intrínseca a desarrollarse, a crecer y a
multiplicarse.
250
XIV. C recim iento económico y
ciclos económicos
251
ajustamos a los cambios del valor de la moneda con ayuda
de los índices de precios existentes, encontraremos pocas
pruebas de que las rentas reales per capita aumentasen en el
último cuarto del siglo xvm y la primera década del xix. En
realidad, cuando aplicamos los índices de precios a los datos
sobre la renta nacional o los salarios, el resultado indica un
descenso del nivel de vida a lo largo de este período. Pero
el problema es que no se puede considerar los índices del
alza de precios como un reflejo exacto del descenso del va
lor de la moneda porque son incompletos y, además, lo son
de forma parcial. Resultan muy recargados por las mercan
cías que aumentaron fuertemente de precio (es decir, aque
llos precios que los contemporáneos tenían más interés en
registrar) y en cambio no se encuentran en ellos muchas
mercancías que bajaron de precio (especialmente los produc
tos manufacturados, que al ser mercancías no homogéneas
son difíciles de incluir en una serie de precios).1 Los índices
de precios tiende, pues, a exagerar el descenso del poder ad
quisitivo de los ingresos en este período.
Si para establecer el índice nacional de crecimiento eco
nómico partimos de las estadísticas de la producción y del
comercio y presuponemos que el comercio exterior (que nos
da la mejor serie estadística continua para el siglo xvm)
tuvo una importancia considerable para la economía, encon
traremos pruebas convincentes no sólo del aumento del pro
ducto nacional total sino también del de la productividad
nacional y los niveles de vida, es decir, del aumento de las
rentas reales per capita. Con este enfoque evitamos tener
que depender de estadísticas de precios parciales y deforma
das, pero no disponemos de suficientes estadísticas de la
producción y del comercio para saber lo que ocurría en
toda la economía y por ello hemos de hacer algunas supo
siciones sobre la importancia relativa de los sectores de la
producción y del comercio —cuyo crecimiento sí que pode
mos medir— en el producto nacional total. Es evidente que
no podemos obtener una medida exacta del índice de desa
rrollo económico con lan toscos cálculos, pero creemos que
se pueden conseguir respuestas de un orden de magnitud
adecuado.2
Los resultados son, pues, los siguientes: después de un
período de estagnación de la producción, los precios, la po
blación, los ingresos y los niveles de vida en la primera mi-
252
lad del siglo xvm, la producción nacional total aumentó cla
ramente a partir de 1750, aproximadamente. Pero en este
período la población aumentaba con una rapidez que contra
rrestaba la mejora del producto nacional total y es dudo
so que los hombres de la época llegasen a percibir una ver
dadera mejora de su nivel de vida. En los años 1780 y 1790
la tendencia al aumento se hizo mucho más fuerte: la pro
ducción nacional total creció posiblemente a un ritmo del
1'8 % anual (aproximadamente el doble del ritmo de creci
miento de mediados de siglo) y la producción per capita a un
ritmo aproximado del 0'9 % anual. En resumen, cuando Adam
Smith escribió su obra se refería a un período en que el rit
mo de crecimiento del producto nacional total implicaba
su duplicación en 70 u 80 años. No era un ritmo muy rápido,
pero bastaba para hacer conscientes a los hombres de la épo
ca de la realidad del crecimiento económico; no es extraño,
pues, que Adam Smith tuviese conciencia de dicho crecimien
to nacional. Por otro lado, es dudoso que la mejora del ni
vel de vida —que avanzaba a un ritmo que implicaba su
duplicación en cosa de siglo y medio— fuese evidente para
los contemporáneos, excepto en los sectores donde aumenta
ba con mayor rapidez. Pero a comienzos del siglo xix el cre
cimiento de la producción nacional total avanzaba a un ritmo
que permitía su duplicación en unos 40 años y las rentas
per capita lo hacían a un ritmo que significaba su duplica
ción en 70 u 80 años. Un rasgo significativo de esta acelera
ción finisecular del índice de crecimiento de las rentas per
capita es que fue acompañado por una aceleración del índi
ce de aumento de la población. Esto explica que los histo
riadores de la economía hayan atribuido tanta importancia
a las dos últimas décadas del siglo xviil. Parece que fue el
período en que el índice de crecimiento del producto nacio
nal superó efectivamente el índice de crecimiento de la po
blación y se consiguió exorcizar finalmente el espectro de la
estagnación malthusiana.
Parece que el crecimiento nacional fue retrasado, pero no
totalmente frenado, por las guerras francesas, y que volvió a
acelerarse en las décadas de 1820 y 1830. Entre la primera
y la quinta décadas del siglo xix parece que el producto na
cional total aumentó a un ritmo del 2’9 % anual (lo cual im
plica su duplicación en menos de 25 años) y que las rentas
per capita aumentaron a un ritmo aproximado del 1'5 % (lo
253
cual implica su duplicación en unos 50 años, poco más o me
nos). No era todavía el punto más alto del índice de cre
cimiento de la economía británica —éste se alcanzó en la
segunda mitad del siglo xix— pero se trataba ya de un cre
cimiento sostenido en una escala que superaba largamente
los sueños más atrevidos de las generaciones anteriores. Las
clases medias y superiores se beneficiaron mucho más de
este desarrollo que las clases trabajadoras; el capital se apro
pió de una parte mucho mayor que el trabajo; algunos gru
pos de la sociedad llegaron a un nivel próximo a la miseria
absoluta. Pero si tenemos en cuenta todos los cambios en la
distribución de los ingresos que acompañaron el crecimien
to económico, difícilmente puede ponerse en duda que a me
diados del siglo xix la mayoría de la población empezaba a co
nocer —aunque no todavía a esperar— un lento aumento de
su nivel ordinario de vida.
Decir esto no es negar que en los años 1830 y 1840 hubo
períodos de gran zozobra social y económica o que las condi
ciones de vida de grandes sectores de la población eran a
veces tan malas como las de antes, cuando no peores. Los
«hambrientos años cuarenta» no deben su nombre simple
mente al hambre que padeció Irlanda. La apasionada denun
cia del sistema industrial por Engels se basaba en un selec
ción parcial de la información, pero tenía una indudable sus
tancia. Los deplorables casos de miseria y de degradación
que cita no eran ni mucho menos excepcionales. El hecho es
que el crecimiento económico no fue un proceso de mejora
continua dei nivel económico y social que hizo a ciertos sec
tores de la población mucho más pobres que en la época
preindustrial; a su vez, otros sectores de la población —cada
vez más extensos— resultaron terriblemente vulnerables a las
crisis comerciales o industriales o a las variaciones de las
cosechas. Incluso aquellos que veían mejorar su nivel de
vida estaban sometidos a la perspectiva, totalmente impre
visible, de períodos de paro o de reducción del trabajo, que
les podían hacer recaer otra vez en la más negra miseria.
Engels lo vio claramente. Después de citar tres horribles
casos de la miseria londinense escribió:
«Esto no quiere decir, naturalmente, que todos los obre
ros de Londres vivan en una miseria comparable a la de es
tas tres familias. Es indudable que por cada obrero que la
254
sociedad reduce a la miseria hay diez que viven mejor. Por
otro lado, se puede afirmar a ciencia cierta que miles de fa
milias honestas e industriosas... viven en condiciones real
mente deplorables que constituyen una afrenta a la dignidad
humana. Es también incontestable que todos los trabaja
dores sin excepción pueden sufrir un destino similar sin
culpa suya y a pesar de todos sus esfuerzos por mantener
la cabeza fuera del agua.» 3
Ésta fue una parle del precio que debió pagarse por la
industrialización. En la etapa preindustrial, cuando la manu
factura estaba organizada generalmente sobre una base domés
tica, una crisis comercial significaba simplemente que el ma
nufacturero medio disponía de meros para gastar, pero no
que podía morir de hambre porque podía seguir trabajando
como jornalero agrícola o cultivando su propia parcela. Del
mismo modo, cuando las cosechas eran inferiores a lo nor
mal, la familia agrícola podía aumentar sus ingresos y hacer
frente, de este modo, al alza de los precios de los alimentos,
trabajando con más intensidad en el torno de hilar o en el
telar. En cambio, en una economía industrial, toda crisis,
por ligera que fuese, signiñeaba el paro de un cierto número
de obreros, que quedaban reducidos a la más completa mi
seria. Además, en una economía industrializada e integrada,
con un alto grado de especialización, existe inevitablemente
un alto grado de interdependencia entre los diferentes sec
tores de la sociedad. Una crisis en uno de los sectores de la
actividad económica puede propagarse en seguida a las ocu
paciones auxiliares y a las relacionadas con ella. En una
economía tradicional, en la que cada región o cada familia
están acostumbradas a producir una gran parte de sus pro
pios medios de subsistencia, la crisis en uno de los sectores
tiene sólo efectos limitados sobre los demás; en cambio,
ocurre exactamente lo contrario en una economía industrial.
Las pérdidas comerciales o la reducción de la producción en
una industria influyen en las perspectivas de muchos otros
sectores y la cadena de quiebras y bancarrotas se propaga
rápidamente, a menudo con fuerza acumulativa, por toda la
economía.
Resulta, pues, que el proceso de crecimiento económico
choca con una serie de fluctuaciones de la actividad econó
mica de diversos grados de severidad y duración, que tienen
255
importantes efectos en la distribución de las rentas en el
tiempo y entre los distintos sectores de la economía. Cuando
intentamos calcular los índices de crecimiento económico
prescindimos deliberadamente de estos altibajos para esta
blecer los índices medios de crecimiento por habitante y
año. Esto nos da una especie de medida única de los cam
bios a largo plazo en la producción y la productividad, que
podemos comparar con medidas similares de otros períodos
u otros países. Pero es importante recordar que estos cálcu
los de los índices de crecimiento representan una supersim-
plificación de los datos. Trazamos una línea recta imagina
ria a través de la línea ondulada que representa los cambios
anuales de la renta o de la producción per capita en una de
terminada economía. Para completar el cuadro es necesario
observar directamente los altibajos y analizar algunos de
los ciclos y de las oscilaciones de la actividad económica bri
tánica durante el período 1750-1850.
Existe, desde luego, una gran variedad de fluctuaciones
cíclicas en la actividad económica, desde las muy breves a
las muy largas. En el curso de un mismo año se pueden dis
tinguir las fluctuaciones que dependen de la rotación de las
estaciones. En una economía preindustrial las fluctuaciones
estacionales son, en general, más importantes que en una eco
nomía industrializada, en parte porque una gran proporción
de la actividad económica gira en torno a la agricultura, la
pesca, la navegación y la construcción —actividades, todas
ellas, muy influidas por las condiciones climáticas—, y en
parte porque una de las formas del progreso técnico consis
te en la adopción de métodos y de utillaje que permiten una
utilización más regular de la capacidad productiva y de la
mano de obra y un flujo más regular de transacciones a lo
largo del año. A mediados del siglo xvm, el invierno inglés
convertía las carreteras en lodazales, helaba los ríos e inmo
vilizaba los barcos en los muelles. El verano quitaba a la in
dustria su energía secando los ríos y provocaba una escasez
de leche y mantequilla. La mayor parte de la industria depen
día del ritmo estacional de la agricultura, bien porque se
basase en la transformación de productos agrícolas bien por
que dependiese de la mano de obra liberada por los períodos
de inactividad en el ciclo agrícola. «La helada que mataba el
trigo en flor o la tormenta que abatía los tallos podían, al
256
mismo tiempo, detener las ruedas hidráulicas o frenar el su
ministro de materiales.» 4
Las fluctuaciones estacionales se caracterizan, sobre todo,
por su regularidad. Algunos veranos son más calurosos (o hú
medos) que otros y algunos inviernos más fríos (o secos),
pero en general se puede esperar una alternancia regular de
las condiciones climáticas que —con una fluctuación de unas
semanas en más o en menos— se distribuye en el tiempo de
manera previsible. Menos regulares, pero no menos rítmicos,
son los ciclos que llamamos comerciales y que se caracteri
zan por una sucesión de fases perfectamente observables de
la actividad económica: recuperación, prosperidad, crisis, de
presión. También de éstos se puede decir que la intensidad
de cada fase, la profundidad o la altura de la fluctuación en
tre un ciclo y el siguiente son variables. Además, también
tiende a variar la distancia entre los períodos de prosperidad
(boom) o entre los puntos superiores (o inferiores) de tran
sición en el curso global del ciclo. El análisis de los ciclos
ingleses entre 1793 y 1857 indica que la duración media de
cada ciclo fue de menos de cinco años. Pero hubo dos ciclos
que duraron tres años o menos (1807-1810 y 1829-1831) y uno
que duró diez años (1837-1847). La oscilación es, pues, muy
amplia.5
Las características del ciclo comercial vienen determina
das por dos rasgos fundamentales. El primero es la causa
inicial que provoca el alza de la actividad económica o crea
una crisis de confianza, con la consiguiente baja de dicha
actividad; el segundo es la cadena de interacciones que pro
paga la perturbación de un sector a otro, hasta el corazón
mismo de la economía. Cuanto más interdependiente es la
economía más larga y fuerte es la cadena de las interacciones
y mayor el impacto de la alteración inicial en la actividad
económica nacional. Todo parece indicar, pues, que cuanto
más industrializada sea la economía, más importantes serán
las fluctuaciones cíclicas —más importantes tanto en el sen
tido de que afectan a una zona más extensa de la actividad
económica como en el de que los altibajos de las fluctuacio
nes son más fuertes que los que genera un determinado im
pulso en otras condiciones. Así parece haber ocurrido efec
tivamente. Es decir, los ciclos ingleses en el siglo xix soji más
pronunciados, más continuos y más. fácilmente identificables
que los ciclos del siglo xvm. Pero- hay que recordar que no
258
la especulación, etc., no hubo ninguna necesidad urgente de
explicarlas.
En efecto «... hasta que se estableció la regularidad de
las perturbaciones... la economia teórica no sintió la nece
sidad de explicarlas».9 Incluso cuando se vio claramente su
regularidad, en la segunda mitad del siglo xix, se tendió a
explicar los ciclos en función de causas no económicas.
W. Stanley Jevons, por ejemplo, el primer economista bri
tánico que se dio cuenta del carácter rítmico de las fases de
prosperidad y de depresión, lo atribuyó a los ciclos solares.
Observó que en el período 1721-1878 se habían producido die
ciséis ciclos en la vida económica inglesa. A cada uno de ellos
se le podía atribuir, pues, una duración media de 10’466 años,
duración que comparó con la atribuida al ciclo de las man
chas solares (10’45 años). De aquí no había más que un paso
a decir que se trataba de fenómenos idénticos. Desde enton
ces han surgido dudas sobre la duración real del ciclo de
las manchas solares, que parece ser a menudo de 11 años o
de más de 10*5; al mismo tiempo, se ha comprobado que
la duración del ciclo económico es bastante inferior a los 10
años. Sin embargo, la tesis de las manchas solares se ha
vuelto a formular de diferentes maneras, aunque no con mu
cha convicción en lo que a los ciclos más recientes (finales
del siglo xix y siglo xx) se refiere. Es indudable, sin embargo,
que puesto que se conoce la existencia de ciclos agrícolas y
estacionales, éstos pudieron provocar ciclos comerciales en
las economías preindustriales, cuando la agricultura era la
principal actividad económica y tanto el comercio como la
industria dependían fundamentalmente de los avatares de
la agricultura. Estudiando los precios del trigo europeo des
de 1545 a 1844, sir William Beveridge encontró pruebas evi
dentes no de uno o dos sino de muchos ciclos estacionales.
Esto le hizo llegar a la conclusión de que «... en el sistema
solar hay movimientos periódicos que influyen en nuestro
clima y en nuestras cosechas. Su número es de diez, veinte
o más y son más regulares de lo que hasta ahora se creía.
Es posible que en algunos casos se aproximen a la regula
ridad y a la persistencia del movimiento orbital libre y que
en otros casos estén sometidos a un nacimiento y una muer
te súbitos».10
Por muy escépticos que sean ante las teorías solares del
ciclo económico, la mayoría de los historiadores de la eco
259
nomía están de acuerdo en atribuir un peso considerable a
las teorías que subrayan la importancia de las cosechas en
los niveles de la actividad económica, especialmente en los
períodos en que la agricultura era la actividad principal.
E indudablemente en el período que estamos considerando
(1750-1850) la agricultura era la primera actividad económi
ca británica. Absorbía, probablemente, cerca de la mitad de
la fuerza de trabajo del país en 1750 y más de una quinta
parte en 1850 y suministraba, de hecho, la mayoría de los
alimentos del país en 1750 contribuyó considerablemente en
el comercio de exportación británico y en 1850 el estado de
la cosecha fue uno de los factores principales en la deter
minación del nivel de importaciones y, por consiguiente
—gracias a sus efectos sobre la balanza comercial— en la de
terminación del estado del crédito en general.
No es difícil comprender por qué una cosecha anormal
mente buena o mala podía tener repercusiones en toda la eco
nomía inglesa antes de que la moderna industria manufactu
rera se convirtiese en la forma típica de la actividad econó
mica. Es indudable que las cosechas tuvieron una importan
cia decisiva en la Inglaterra del siglo xvm. La mayoría de las
industrias de entonces dependían directamente de la agricul
tura para el suministro de sus materias primas. La pro
ducción de alcoholes, de almidón, de malta y de cerveza, por
ejemplo, tendía a fluctuar con la producción de los cerea
les que les servían de base; la producción de cuero y de sebo
fluctuaba según los progresos de la ganadería: incluso la
principal industria textil dependía del precio de la lana.
Cuando las condiciones de la cosecha encarecían los produc
tos agrícolas, las repercusiones podían afectar a todo el con
junto de la economía. Pues entre ellas había: 1) el alza de
los costes de las materias primas que utilizaban un gran
número de industrias; 2) el alza de los precios de los artícu
los alimenticios y el paro forzoso de muchos jornaleros agrí
colas, con la consiguiente reducción de su poder de compra
de productos industriales; 3) déficits presupuestarios debidos
al descenso de la producción de las mercancías que pagaban
impuesto de consumos (la mayoría de las cuales eran pro
ductos agrícolas transformados), lo cual reducía los ingre
sos del Gobierno y aumentaba los gastos del capítulo de ali
mentación de las Fuerzas Armadas, con el consiguiente incre
mento de los gastos generales del Gobierno; 4) una balanza
260
comercial desfavorable, a causa de la reducción de las ex
portaciones de productos agrícolas o del aumento de la im
portación de alimentos.
De este modo, en el siglo xvm era siempre de esperar que,
directa o indirectamente, una mala cosecha redujese los ni
veles de ingresos y de actividad industrial y que quebrantase
la confianza comercial. Y viceversa: la serie de buenas co
sechas de las cuatro o cinco décadas que terminaron en la
de 1760, debieron constituir un factor importante para esti
mular la expansión de la industria y de las rentas en aque
llos años, expansión que permitió al país acumular las ener
gías necesarias para llevar a cabo la revolución industrial
propiamente dicha.
Existen, desde luego, otras causas de las fluctuaciones de
la actividad económica inglesa en el siglo x v i i i , como ha s e
ñalado Ashton. La guerra, por ejemplo, fue un poderoso fac
tor en las fluctuaciones del comercio exterior. Cuando la gue
rra parecía inminente, las exportaciones tendían a aumen
tar porque los comerciantes aceleraban el transporte de las
mercancías antes de que se produjese la esperada interrup
ción de las rutas comerciales. Las exportaciones resultaron
estimulados de este modo en 1701, 1743, 1756, 1774-1775 y 1792.
Una vez estallada la güera, con los mares infestados de bar
cos enemigos, las importaciones tendían a disminuir; las ex
portaciones. en cambio, se mantenían a menudo gracias a los
gastos del Gobierno en el extranjero. Al terminar las guerras
y reanudarse los contactos comerciales normales, tanto las
exportaciones como las importaciones tendían a aumentar.'1
Podemos preguntamos si los ciclos económicos del si
glo x v i i t , debidos fundamentalmente a las fluctuaciones de
las cosechas o a las guerras, eran realmente el mismo fenó
meno que los ciclos del siglo xix. Parece que su incidencia
y su pauta general fueron menos regulares. El origen de al
gunas crisis parece radicar fundamentalmente en la situación
financiera, como las de 1720, 1763, 1772-1773 y 1788 (todas ellas
internacionales); pero la mayoría de los ciclos del siglo xvm
se debieron más a causas políticas que económicas. Nada
—o muy poco— permitía esperar que la prosperidad, el auge,
la depresión y el recobramiento continuarían sucediéndose
de modo regular e inevitable. Pero antes de afirmar que las
fluctuaciones del siglo x v i i i fueron oscilaciones hacia arriba
y hacia abajo desconectadas entre sí y atribuibles principal
261
mente a las cosechas, a las guerras o a los acontecimientos
políticos, más que ciclos completos propiamente dichos, vale
la pena recordar que tenemos una información muy escasa
y fragmentaria sobre el siglo xvm y que las series anuales
de que disponemos se refieren únicamente a sectores limi
tados de la actividad económica. Cuando sir William Beverid-
ge escribió su obra clásica sobre el paro forzoso, llegó a la
conclusión de que antes de 1858 es imposible «encontrar una
fluctuación cíclica en el sentido en que se encuentran más
tarde, es decir, como una influencia que pesa por igual en
las finanzas y el comercio en sentido estricto y en la indus
tria y la vida económica total de la nación».12 Pero algunos
años más tarde, cuando pudo disponer de más datos, com
piló un índice de la actividad industrial en la que se obser
vaban fluctuaciones cíclicas claramente modernas por su rit
mo y su amplitud.
El análisis de los ciclos económicos en el siglo xix ha
avanzado mucho más. El período 1790-1850 ha sido sometido
a un estudio exhaustivo por tres investigadores norteameri
canos, Gayer, Rostow y Schwartz, que han publicado los re
sultados de su trabajo en una monografía en dos volúmenes
que examina a fondo y con mucho detalle el carácter y las
causas de los ciclos económicos británicos.
La conclusión principal de Gayer, Rostow y Schwartz es
que los ciclos en la actividad económica británica que pue
den identificarse en el período 1790-1850 dependieron de dos
factores principales, ambos del lado de la demanda: en pri
mer lugar, las fluctuaciones en la demanda de las exporta
ciones británicas (particularmente de las exportaciones tex
tiles); en segundo lugar, las fluctuaciones en las inversiones
interiores. Estos dos factores se relacionaban entre sí, pues
la expansión de la inversión interior iba seguida, general
mente, de un aumento de las exportaciones, y cuando am
bos factores se daban con fuerza a la vez, generaban un
ciclo largo. En el período 1790-1850 estos autores encontra
ron seis ciclos largos (1797-1803, 1808-1811, 1816-1819, 1819-
1826, 1832-1837 y 1842-1848) y un cierto número de ciclos me
nores en los que la expansión de las exportaciones no era
lo bastante grande como para estimular la expansión de las
inversiones interiores pero sí para producir un ciclo innnega-
ble de actividad económica general.
262
«La imagen general de la expansión que surge de nues
tros datos es la de una recuperación iniciada por el aumen
to de las exportaciones y complementado, al cabo de un cier
to tiempo, por una inversión interior en gran escala. Es pro
bable, además, que estas dos fuentes de nuevos pedidos para
la industria estuviesen relacionadas entre sí. Los efectos pri
marios y secundarios (multiplicador) sobre la renta total,
debidos al aumento de las exportaciones en las primeras eta
pas de la recuperación, contribuyeron a inducir y a finan
ciar la posterior construcción de capital fijo.» ,J
Arguyen, en efecto, que la expansión de la demanda de ex
portaciones produjo tres efectos, cada uno de los cuales
impulsó la inversión interior: 1) la plena utilización de la
capacidad de algunos sectores; 2) la expectativa de un au
mento continuo de la producción; 3) el aumento de los be
neficios. Cada uno de estos efectos estimuló la expansión de
la inversión interior. Para que el ciclo tuviese una forma
moderna y englobase toda la vida económica, y no sólo algu
nos sectores particulares, las reacciones debieron tener un
carácter expansivo y general. Cuando la demanda incremen
tada de artículos de exportación se concentraba en una de
terminada industria se requería, para el surgimiento y desa
rrollo de un ciclo largo, que se crease un clima de confianza
en una área más extensa y que se pusiesen en acción una
serie de efectos acumulativos gracias a la tendencia de los
hombres de negocios a formular sus perspectivas en térmi
nos de desarrollo nacional y no de desarrollo local. Parece
indudable que esta tendencia de los hombres de negocios
a pensar y a actuar en consecuencia —una de las caracterís
ticas más significativas del ciclo moderno— aumentó a me
dida que mejoraron las comunicaciones y a medida que se
integró mejor el mercado nacional de mercancías y de ca
pital. Todo esto se ve muy claramente en los ciclos de los
años veinte, treinta y cuarenta del siglo xix. Gayer, Rostow
y Schwartz, por ejemplo, consideran que las condiciones del
mercado de dinero son las causas principales de la rápida
propagación de la confianza o del pesimismo en la vida de
los negocios que caracterizó los ciclos posteriores a 1820.
En las fases de expansión era relativamente fácil encontrar
dinero v, por consiguiente, la confianza era elevada. «Pueden
verse claramente los orígenes de este aumento del espíritu de
263
aventura de los empresarios (tanto en la industria como en
el mercado de capital a largo plazo) en los momentos de ex
pansión de los grandes ciclos de las tres últimas décadas del
período... Incluso en la economía relativamente atomizada
de Gran Bretaña a principios del siglo xix los empresarios
hacían sus previsiones de futuro sobre la base de condicio
nes generales.» 14 En resumen, aunque podamos reservarnos
el juicio definitivo (en espera de investigaciones ulteriores)
sobre si las fluctuaciones de la actividad económica en el si
glo xviii eran cíclicas en el sentido del moderno ciclo econó
mico, parece haber buenas razones para considerar que los
ciclos que alcanzaron sus puntos culminantes en 1825, 1836
y 1845 respectivamente eran esencialmente modernos por su
forma.
Ahora bien, las fluctuaciones a corto plazo que llamamos
ciclos económicos no son los únicos movimientos rítmicos
que han observado los economistas en las series estadísticas
de la actividad económica nacional e internacional. En 1913,
el economista holandés van Geldcren afirmó que había des
cubierto la existencia de «ciclos largos» en el desarrollo eco
nómico, de una duración aproximada de sesenta años. Ha
cia 1920, el economista ruso Kondratieff desarrolló, indepen
dientemente, su teoría de las ondas largas en la vida econó
mica.15 Al parecer estas ondas largas se superponían a los
ciclos del mismo modo en que éstos se superponían a los
ciclos estacionales anuales. Kondratieff analizó los datos his
tóricos sobre los precios y la producción de un cierto nú
mero de países occidentales —Grai Bretaña, Francia, Esta
dos Unidos y Alemania— v llegó a la conclusión de que el
mundo occidental había conocido dos «ondas largas» y me
dia, cada una de ellas de 50 a 60 años de duración, hasta los
años finales del siglo xvm. La primera comenzó en la déca
da de 1780 o principios de la de 1790, llegó a su punto cul
minante en 1810-1817 y terminó en 1844-1851; la segunda termi
nó en la década de 1890. Kondratieff se limitó a exponer las
pruebas encontradas en las series estadísticas. No intentó ex
plicar las ondas largas que había descubierto, pero insistió
en que eran unas fluctuaciones regulares y no fortuitas y for
muló la opinión de que «las ondas largas provienen de cau
sas inherentes a la esencia de la economía capitalista».16
Schumpeter sugirió una explicación de las ondas largas y
las interpretó en un contexto histórico. Como había hecho ya
264
Kondratieff, Schumpeter arguyo que la naturaleza cíclica del
desarrollo económico era inherente al sistema capitalista;
como también había hecho Kondratieff, inició su argumen
tación con los datos de 1780. Sin embargo, dijo que había
encontrado pruebas de otras oscilaciones anteriores; las di
ferencias que éstas presentaban en comparación con las on
das posteriores se debían, simplemente, a que el sistema ca
pitalista de organización económica estaba menos desarro
llado. «Cuando menor es el sector capitalista inserto en un
mundo precapitalista, menos claras y firmes serán las fluc
tuaciones características del proceso capitalista y... más do
minarán los factores externos (cosechas, guerras, pestes, et
cétera).» 17
En pocas palabras; la interpretación de Schumpeter se
basa en su teoría de las innovaciones. Una innovación impor
tante estimula siempre una serie de innovaciones relaciona
das y modifica completamente las posibilidades abiertas a
un determinado grupo de industrias. Mientras los empresa
rios se aprovechan de estas innovaciones por primera vez y
se adaptan a las cambiadas circunstancias económicas que
aquéllas implican, la economía tiende a ser próspera y ex
pansiva. Durante la fase ascendente de la onda larga puede
haber ocasiones en que los empresarios tiendan a pasarse de
raya y a provocar crisis y represiones temporales con un ex
ceso de especulación; es decir, el ciclo económico ordinario
sigue operando; pero un elemento esencial de la fase ascen
dente de una onda larga es que los años de optimismo y de
expansión son más frecuentes que los años de contracción
o de depresión. Con el tiempo, las repercusiones de una de
terminada innovación desaparecen, los precios bajan más de
prisa que los costos y la onda larga entra en su fase des
cendente: en ella los años de contracción y de depresión son
más frecuentes que los años de optimismo.
La primera onda larga que analizó Schumpeter en estos
términos va de 1787 a 1842. Fue la onda larga que coincidió,
más o menos, con la revolución industrial. Se inició, según
Schumpeter, con las innovaciones en la industria algodonera,
apoyadas por las innovaciones en la siderurgia y por la apa
rición de la máquina de vapor. Su fase ascendente coincidió
con el período en que las industrias algodonera y siderúr
gica crecían a un ritmo espectacular, después de sus modes
tos comienzos. Empezó a descender con la depresión que si
265
guió a las guerras napoleónicas. Durante las décadas de 1820
y 1830 la onda larga siguió descendiendo, al tiempo que las
industrias algodonera y siderúrgica, ya considerables por en
tonces, crecían más lentamente sobre la base de las innova
ciones pasadas. Volvió a ascender con el boom de los ferro
carriles en la década de 1840; al mismo tiempo, se empezó a
utilizar la fuerza de vapor en gran escala en el transporte, en
el sector de tejido de la industria algodonera y en otras in
dustrias textiles y las industrias del carbón y del hierro die
ron un gran salto adelante para satisfacer la demanda. Esta
segunda onda larga, de 1842 a 1897, fue la época del vapor,
del acero y de los ferrocarriles.
Es evidente, pues, que el crecimiento económico británi
co no se produjo mediante la expansión continua y uniforme
de la actividad económica, sino de manera fluctuante. Es evi
dente, también, que algunas de estas fluctuaciones tienen
un carácter rítmico y toman la forma de una serie de ciclos.
No he mencionado más que tres clases de fluctuación cíclica
—los ciclos estacionales completados en el curso de un solo
año; los ciclos comerciales (llamados a veces ciclos Juglar,
por el nombre del economista que los analizó), completados,
generalmente, en menos de nueve años (en nuestra época, el
promedio es de cinco); y las ondas largas (ciclos Kondra-
tieff) que se extienden en un período de 50 o 60 años. Los ana
listas de las estadísticas han llamado la atención sobre otras
regularidades rítmicas en los diversos aspectos de la activi
dad económica, pero todas ellas —excepto las estrictamente
estacionales— se perciben más clara e inteligiblemente a par
tir de la segunda mitad del siglo xix que en los períodos an
teriores. No se trata sólo de que las estadísticas sean más
completas y dignas de confianza a partir de la segunda mi
tad del siglo xix (aunque esto es innegable) sino también de
que la economía nacional surgida de la revolución industrial
era característicamente propensa a generar ciclos en la ren
ta y la producción.
Las razones son numerosas, pero todas provienen de un
mismo hecho: una economía industrializada está más estre
chamente articulada, es menos atomizada que una economía
preindustrial. Cuanto más capitalista se hizo la economía,
más se encontró sometida a una serie de períodos alternados
de prosperidad y de depresión, porque los empresarios in
novadores se imitaban mutuamente con gran optimismo y
266
aumentaban su capacidad productiva hasta que excedía las
posibilidades de la demanda; entonces dejaban de invertir,
hasta que su pesimismo colectivo era vencido por las nuevas
oportunidades de inversión abiertas por una demanda que
aumentaba mucho más rápidamente que la oferta. La espe-
cialización de la industria significaba el aumento y la ra
mificación de una serie de industrias altamente interdepen
dientes. Cuanto más se alejaba la economía de su dependen
cia de la agricultura tradicional, con su fuerte ritmo estacio
nal, y cuanto más dependía de los avalares de la industria
mecanizada, más probable era que el nivel de la deman
da fluctuase a lo largo del tiempo según los ciclos de dura
ción del utillaje de uso general fabricados por el hombre.
Cuando una interrupción del crecimiento industrial (debida,
quizá, a una causa exógena como un invento o una guerra)
inducía un aumento (o un descenso) súbito del índice de in
versiones en determinados vehículos o máquinas, lo más
probable era que el aumento de la capacidad desalentase las
inversiones hasta que, en un momento ulterior, el desgaste
del utillaje provocaba una nueva explosión de la demanda y
el ciclo volvía a ponerse en marcha.
La integración geográfica de la demanda también contri
buía a generar —o, por lo menos, a reforzar— las fluctuacio
nes cíclicas en la actividad económica. Cuanto mayor era la
integración nacional de una economía, más probable era que
los ciclos regionales de optimismo o de oportunidades se
sincronizasen para producir un ritmo nacional más impor
tante que cualquiera de sus componentes. Es significativo,
al respecto, que el ciclo de la construcción —de veinte
años—, que constituye uno de los rasgos más marcados en
los indicadores estadísticos de Gran Bretaña a finales del si
glo xix, no se observe claramente en los datos anteriores,
aunque exista en ellos a nivel regional. Se ha observado, por
ejemplo, que «la primera mitad del siglo xix se caracterizó
por una serie de ciclos regionales de la construcción, algo
defasados entre sí».18 La integración a nivel internacional
también contribuyó a dar un ritmo más vivo a las fluctua
ciones nacionales de la actividad económica. La especializa-
ción entre las industrias y entre los países fue otra caracte
rística de la industrialización del siglo xix y a medida que
las naciones dependieron más las unas de las otras para su
comercio resultaron más vulnerables a las perturbaciones que
267
surgían en sus respectivas economías. Cuando coincidían dos
o más ciclos nacionales producían unas fluctuaciones mucho
más pronunciadas que las que habrían provocado los ciclos
componentes por sí solos.
Ahora bien, cualesquiera que sean las razones, las conse
cuencias de esta tendencia de las fluctuaciones cíclicas de la
producción y las rentas a intensificarse en el curso de la in
dustrialización eran, por lo general, aciagas. La revolución
industrial sometía una sociedad con una renta todavía esca
sa a un tipo de crecimiento económico fluctuante, con alti
bajos prolongados y penosos para los sectores proletarios de
la población. Y no sólo eran las clases trabajadoras las que
sufrían por la creciente inestabilidad del sistema económico.
En los años deficientes el número de quiebras y bancarro
tas subía a un nivel alarmante. «El mismo John Kennedy,
próspero hilador de algodón, señaló que en Manchester al
final de las guerras francesas sólo siete fábricas algodone
ras estaban bajo la misma dirección que al principio.»19 Pero
mientras los terratenientes, los capitalistas y las clases me
dias podían acumular normalmente una proporción suficien
te de sus ganancias extraordinarias de los períodos ascenden
tes para conservar sus niveles de vida en los períodos descen
dentes, el proletariado oscilaba, desamparado, entre la más
completa miseria y la suficiencia. La industrialización signi
ficó para la mayoría del pueblo un nivel de vida más alto
pero totalmente inseguro hasta que la productividad media
subió lo bastante para poner a la gran masa de los trabaja
dores a resguardo de la miseria en los momentos de fluctua
ción descendente de la renta nacional y hasta que el sector
público se convirtió en un factor económico tan poderoso que
el Gobierno pudo compensar el descenso de la demanda pri
vada con una elevación de la demanda pública.
268
XV. Los niveles de vida
269
importantes discontinuidades en el proceso de desarrollo, de
modo que para el crecimiento de nuevas industrias se requie
ran importantes inversiones iniciales en nuevo capital fijo
(edificios, puertos, carreteras, canales, líneas de ferrocarril,
barcos, vehículos, instalaciones industriales, maquinaria) an
tes de que las rentas empiecen a aumentar efectivamente, el
consumo ordinario puede llegar a reducirse para canalizar
los fondos hacia estas inversiones de capital.
Todos los datos indican, efectivamente, que algunos paí
ses han pasado por un período de «hormigueo» de la pobla
ción en las primeras fases de la industrialización, un período
en que el número de los habitantes aumentó más rápida
mente que la productividad y en que la producción de bie
nes de consumo per capita se redujo. Tiene, pues, un inte
rés especial preguntarse si en la experiencia inglesa hubo
también este período y, en caso afirmativo, qué período fue,
concretamente.
Es muy difícil dar una respuesta concluyente a esta pre
gunta; de hecho, una de las controversias más persistentes en
la historia de la revolución industrial es la que se refiere al
nivel de vida de los obreros. Dos escuelas de pensamiento
han surgido en relación con el tema. La concepción pesimis
ta, sostenida por una larga serie de observadores, desde al
gunos autores de la época hasta algunos historiadores mo
dernos —Engels, Marx, Toynbee, los esposos Webb, los Ham-
mond y muchísimos más, entre ellos, como ejemplo recien
te, el doctor Hobsbawm— es que la primera fase de la indus
trialización en Inglaterra significó la riqueza y la opulencia
para algunos pero provocó una neta deterioración del nivel
de vida de los trabajadores pobres. La concepción optimis
ta, sostenida por una serie igualmente larga de observado
res —McCulloch, Tooke, Giffen, Clapham, Ashton y más re
cientemente el doctor Hartwell— es que aunque el cambio
económico desplazó y dejó en la miseria a algunos trabaja
dores, la mayoría de ellos pudieron gozar de un nivel de vida
cada vez más alto gracias a la baja de precios, a la mayor re
gularidad de su empleo y a las mayores posibilidades de ga
narse la vida.1
La controversia se ha complicado por los prejuicios po
líticos y por la miopía a que da lugar, tan a menudo, el pre
juicio. Es frecuente encontrar autores de izquierda, conmo
vidos por los sufrimientos del proletariado, que sostienen la
270
concepción pesimista; es frecuente, también, encontrar a au
tores de derecha, más convencidos de los beneficios que apor
ta la libre iniciativa capitalista, que sostienen la concepción
optimista. Engels, cuya obra La situación de la clase obrera
en Inglaterra (publicada en 1844 y traducida recientemente
al inglés por Henderson y Chaloner) es una de las denuncias
más vividas y violentas del sistema fabril, no oculta sus mo
tivos políticos. En una carta a Karl Marx califica su libro
de «acta de acusación». «Ante el tribunal de la opinión mun
dial —escribe— acuso a la burguesía inglesa de asesinato en
masa, de robo en gran escala y todos los demás crímenes ima
ginables.» 2 La teoría de la deterioración se veía reforzada
por una concepción más bien legendaria de la época ante
rior a la revolución industrial, que se veía como una especie
de edad de oro —una Inglaterra de yeotnen felices y prós
peros y de artesanos libres de toda explotación y de toda
penuria. La realidad es, sin embargo, que el trabajador do
méstico no era menos explotado por el manufacturero que
le suministraba el algodón para hilar o el hilo para tejer
que el obrero industrial por el empresario; las mujeres y los
niños trabajaban a menudo tantas horas en la labor domés
tica como en la factoría industrial.
La cuestión se ha complicado con la introducción de con
sideraciones «morales», «estéticas» y otras de tipo no econó
mico. Los Hammond, por ejemplo, prorrumpieron en invec
tivas contra la «maldición de Midas»:
«Inglaterra quería, pues, beneficios y los obtenía. Todo se
convertía en beneficios. Las ciudades disponían de suciedad
lucrativa, de barracas lucrativas, de humo lucrativo, de desor
den lucrativo, de ignorancia lucrativa, de desesperación lu
crativa... En las nuevas ciudades era imposible encontrar be
lleza, felicidad, tiempo libre, cultura, religión, es decir, todo
aquello que civiliza las concepciones y los hábitos; sólo se
encontraba desnudez y desolación, casas sin color, sin aire
y sin risas en las que los hombres, las mujeres y los niños
trabajaban, comían y dormían... Las nuevas factorías y los
nuevos altos hornos eran como las pirámides, una muestra
de la esclavitud del hombre y no de su poderío; unas pirá
mides que proyectaban su larga sombra sobre la sociedad
que tan orgullosa se sentían de ellas.» 3
271
Las consecuencias sociales de la revolución industrial son
un excelente terreno para la investigación sociológica, pero
la mayoría de las afirmaciones políticas y morales son alta
mente subjetivas. La cuestión tiene su paralelo en la contro
versia moderna sobre si se debe o no hacer entrar las co
munidades rurales atrasadas, con su escala relativamente
simple de necesidades y de actividades, en la competencia
impersonal y dura de la economía de mercado. El problema
es importante desde el punto de vista social, pero no es fá
cil analizarlo objetivamente. Ahora bien, aunque nos negue
mos a entrar en una argumentación filosófica o moral sobre
si aumentó o no el grado de felicidad o de civilización de los
obreros que se vieron envueltos en los torbellinos sociales
y económicos de la revolución industrial, la controversia es
perfectamente válida en lo que se refiere a su nivel material
de vida: ¿aumentó, permaneció estancado o descendió?
Como en la mayoría de los restantes problemas de la his
toria económica surgen dudas cuando se trata de establecer
los hechos demostrativos del crecimiento o del descenso o
señalar los momentos en que empieza o termina el proceso
porque los datos históricos de que disponemos son incom
pletos. Los datos cuantitativos, en particular, son demasiado
escasos, demasiado dispersos o demasiado parciales para po
der ser concluyentes. Nos vemos obligados, una vez más, a
reconstruir un cuadro en el que faltan algunas piezas cru
ciales del rompecabezas y a formular hipótesis sobre su sig
nificado.
Consideremos, por ejemplo, los datos demostrativos de
que el nivel de vida de la población trabajadora aumentó
durante el discutido período 1775-1850, es decir, el período
en que puede suponerse que tuvo lugar la revolución indus
trial británica. Ya he analizado los datos sobre la renta na
cional.4
Si yuxtaponemos los cálculos de Arthur Young para
1770 y los de diversos autores de las dos primeras décadas del
siglo xix, parece que las rentas reales per capita descendieron,
por lo menos hasta el período inmediatamente posterior a
las güeras napoleónicas. Pero hay razones para considerar
estos datos con un cierto escepticismo. No son lo bastante
sólidos para soportar el peso del análisis. En cambio los in
tentos de seguir el curso de la producción nacional total sobre
la base de series estadísticas de la producción incompletas
272
son más convincentes. Indican la existencia de un aumento
que se inició en la década de 1740 en términos generales y
que se aceleró, probablemente, en términos per capíta, en el
último cuarto del siglo xvm bajo la influencia de una fuerte
expansión de los mercados extranjeros. El índice de la pro
ducción industrial británica compilado por el erudito ale
mán Hoffman, a base, esencialmente, de las series sobre el
comercio exterior, sugiere un movimiento similar.s Demues
tra que el índice de crecimiento de la produccción industrial
total, que era de menos del 1 % anual, como promedio, en
los primeros setenta y cinco años del siglo xvm, se elevó
abruptamente a más del 3 % anual en la década de 1780 y
principios de la de 1790, para volver a descender en el perío
do 1793-1817 (a causa, probablemente, de la guerra) y recu
perar otra vez los niveles por encima del 3 % después
de 1817.
Todos los datos hablan, pues, de un aumento de la pro
ducción nacional per capila, que se inició probablamente en
la década de 1780, varió a causa de las guerras francesas y na
poleónicas, y volvió a reanudarse con fuerza a fines de la
segunda década del siglo xix; este aumento parece implicar,
por tanto, un aumento del nivel de vida medio. Ahora bien,
si hubo o no tal aumento en ia práctica es cosa que depen
de de si hubo o no cambios significativos en la distribución
de la renta nacional. Es posible que todo el valor del incre
mento de la producción nacional fuese a parar a manos de
los grupos superiores de renta —es decir, a los propietarios
de las fábricas y de los talleres— más que a los obreros.
O puede, también, que el incremento de la producción de
cereales o de carne, debido a las enclosures, fuese en be
neficio de un reducido número de granjeros propietarios,
mientras los cottagers eran expulsados de sus parcelas, pri
vados del derecho de pasto en los terrenos comunes para sus
vacas y cerdos y convertidos, de este modo, en miserables
proletarios agrícolas. Es posible que la producción nacio
nal aumentase más de prisa que la población y que a pesar
de todo el nivel de vida de la mayoría del pueblo bajase por
que una minoría monopolizaba los resultados del incremen
to o porque las nuevas mercancías producidas eran bienes
de capital y no de consumo.
Puede decirse, desde luego, como han hecho muchos de
los partidarios do la concepción «optimista», que los datos
HCS 22 1S 273
sobre el descenso de la mortalidad a fines del siglo xvm per
miten deducir que hubo un aumento de nivel de vida. Si las
personas eran más resistentes a la enfermedad podía deber
se o bien a que las técnicas médicas se habían perfeccio
nado o bien a que vivían mejor. Ahora bien, los historiado
res de la medicina niegan que los progresos de las técnicas
médicas pudiesen tener resultados tan notables y opinan que
«hubo un aumento general del nivel de vida como consecuen
cia del desarrollo económico de aquel período».6 También
en este caso se ha de tener en cuenta un problema de dis
tribución, aunque aquí se trata de una distribución en el
tiempo. Como ha señalado Hobsbawn:
274
hasta llegar a un promedio del 21’1 por mil en la década
1811-1820. Era, realmente, un éxito impresionante. Pero a
partir de esta fecha volvieron a aumentar hasta llegar a un
promedio del 23’4 en la década 1831-1840 y se mantuvieron
más o menos constantes por encima del 22 por mil (son las
cifras oficiales basadas en los registros) en las décadas de
1840, 1850 y 1860.8
La razón principal de este aumento del índice nacional
de mortalidad a principios del siglo xix fue la afluencia de
gente a las ciudades, que tenían un índice de mortalidad ele
vado (a veces en aumento). El índice medio de mortalidad
de las cinco ciudades principales, con excepción de Londres
(Birmingham, Bristol, Leeds, Liverpool, Manchester) pasó
del 207 en 1831 al 30'8 en 1841. En Liverpool el índice de
mortalidad en la década de 1841-1850 fue de un promedio del
39’2 por mil y en Manchester del 33’1. Ocurría que las ciu
dades habían superado las posibilidades de la tecnología de
la vida urbana. «Más de la mitad de las muertes se debían
a enfermedades infecciosas. Las enfermedades infantiles, pro
ducto de la suciedad, de la ignorancia, de la mala alimenta
ción y del hacinamiento producían la muerte de uno de cada
dos niños nacidos en las ciudades antes de cumplir los cin
co años.» 9 A medida que las ciudades fueron tomando más
importancia que el campo y que su población se multiplicó,
los sistemas sanitarios resultaron tan inadecuados que cons
tituían una creciente amenaza para la salud. «Las alcanta
rillas eran inmensas cavernas de ladrillo, de piso y de mu
ros delgados y quebradizos, lavadas únicamente por un débil
reguero de agua» y limpiadas mediante la excavación de las
calles cada 5-10 años.10 En algunos casos, las alcantarillas
vertían sus escombros en los mismos ríos en que las com
pañías tomaban el agua que suministraban a la población.
Fueron necesarias una serie de epidemias de cólera y algu
nas encuestas alarmantes sobre la sanidad para que las au
toridades centrales y locales se decidiesen a tomar medidas
para recoger la basura de las calles y patios, a adoptar sis
temas de canalización y a obligar a las compañías suminis
tradoras de agua a que desinfectasen el agua con cloro.
Puede decirse que en la mayoría de las zonas urbanas el
medio humano se deterioró perceptiblemente durante la pri
mera mitad del siglo xix y que no empezó a mejorar, de modo
general, hasta las décadas de 1870 y 1880.
275
Para demostrar de modo más concluyente si el nivel de
vida de las clases trabajadoras subió o bajó en el curso de
la revolución industrial, hemos de estudiar los datos sobre
los salarios. ¿Qué puede deducirse del movimiento de los in
gresos reales de los trabajadores en el primer período de la
industrialización? El problema de la interpretación de los
datos incompletos es aquí doble: ¿qué salarios debemos te
ner en cuenta y qué cambios hubo en el valor de la mo
neda?
En primer lugar, ¿qué salarios debemos tener en cuenta?
Los datos no nos permiten compilar un índice nacional de
salarios que pueda constitur una medida de los ingresos me
dios de los trabajadores. Sólo disponemos de una masa he
terogénea de datos salariales en industrias, ocupaciones y
regiones particulares que los economistas y los historiado
res de la economía han sido o no capaces de combinar en
agregados significativos. En general, los salarios de los obre
ros de la industria eran superiores a los de la agricultura;
es probable, pues, que a medida que aumentaba la propor
ción de trabajadores industriales aumentasen también los sa
larios nominales medios. En las industrias en expansión, los
salarios se elevaron a veces espectacularmente. Y vicever
sa: los salarios de los artesanos vencidos por la mecaniza
ción bajaban a veces con la misma espectacularidad. Tome
mos el caso de la industria algodonera. Los tejedores de al
godón de Manchester ganaban de siete a diez chelines se
manales cuando Arthur Young realizó su viaje por el norte
de Inglaterra en 1769, antes de que la spinning-jenny les su
ministrase hilo suficiente para mantener constantemente en
marcha sus telares. En 1792, las enormes cantidades de hilo
que producían las máquinas hiladoras provocaron una gran
escasez de tejedores y éstos empezaron a ganar de quince
a veinte chelines semanales. Pero el boom de los salarios no
duró mucho. La oferta de tejedores resultó muy elástica y
el mercado de mano de obra resultó pronto inundado. Su
fuerza de negociación descendió radicalmente. En 1800 un
buen operario que trabajase catorce horas diarias difícilmen
te llegaba a ganar de cinco a seis chelines.*1
Es evidente que los datos sobre los salarios de ocupacio
nes o industrias específicas arrojan poca luz —o no arrojan
ninguna— sobre el movimiento de los salarios en los gran
des sectores de la económía. En lo que se refiere a los datos
276
salariales del siglo xvni existe, además, el problema adicio
nal de que no hubo un mercado nacional de trabajo real
mente integrado hasta finales de siglo. En efecto, la carac
terística más notable de la historia de los salarios en el si
glo xvni es la existencia de grandes diferencias regionales,
tanto en los niveles como en las tendencias. En Lancashire,
por ejemplo, los salarios nominales de los trabajadores de
la construcción casi se duplicaron entre 1750 y 1790. En Lon
dres, parece que aumentaron en menos del 5 % y en Oxfords-
hire el aumento fue del orden del 15 %. Antes de terminar el
siglo estas diferencias regionales se redujeron notablemente
y a finales de la década de 1780 los trabajadores de la cons
trucción de Lancashire, cuyos ingresos equivalían a las dos
terceras partes de los de Londres en la década de 1750, ga
naban unos nueve chelines semanales, cifra muy próxima
a la de Londres (ocho chelines y seis peniques) y a la de
Oxfordshire (unos nueve chelines y seis peniques).12
Ahora bien, a finales de siglo el asalariado típico no era
el trabajador industrial sino el trabajador agrícola. Las ci
fras de Bowley sobre los ingresos agrícolas parecen indicar
que el salario agrícola medio aumentó en cerca de un 25 %
entre finales de la década de 1760 y 1795.13 El alza fue espe
cialmente notable en Yorkshire, Ridings, Lancashire, Nort-
humberland y Staffordshire, donde superó el 50 %. Pero en
una gran parte del este, del centro y del sur de Inglaterra
parece que durante la segunda mitad del siglo xvm los sa
larios agrícolas permanecieron en un estado de estagnación
relativa, similar al que caracterizó el ramo de la construc
ción londinense en el mismo período. Pero cuando estalló
la guerra con Francia a principios de la década de 1790 la
economía entró rápidamente en una fase de pleno empleo
relativo y los salarios nominales de la agricultura subieron.
Antes de terminar las guerras napoleónicas, el índice «na
cional» de salarios nominales, calculado combinando el ín
dice de Wood de los salarios nominales medios en las ciu
dades con el índice de Bowley de los salarios nominales en
la agricultura, muestra un incremento de cerca del 75 %.
Ahora bien, si los salarios nominales aumentaron fuerte
mente en este período de guerra (1792-1815), los precios au
mentaron todavía más. Fue un período de inflación galopan
te. Esto nos lleva a nuestro segundo problema de interpre
tación, el de calcular los cambios producidos en el valor del
277
dinero. Para disponer de una medida del cambio del nivel
de vida hemos de tener una idea del movimiento de los sa
larios reales, es decir, debemos ajustar los salarios nomina
les de modo que se elimine el efecto del movimiento alcista
de los precios.
Lo que hemos dicho de las diferencias regionales en el
precio de la mano de obra durante el siglo xvm es también
aplicable a los precios de las mercancías en el mismo perío
do —a veces incluso en mayor proporción. Para la Inglate
rra del siglo xvm, en la que se necesitaban de diez a doce
días para ir de Londres a Edimburgo (esta era la duración
del viaje en la década de 1750), en la que el precio del car
bón podía ir de quince chelines el cháldron a más de tres
libras el cháldron según la distancia de las minas (así ocu
rría todavía en la década de 1790) y en la que los salarios
del artesano de la construcción podían variar de dos a tres
chelines diarios según la región en que operaba, no hay
modo de construir un índice de precios general que refleje
los cambios en el valor del dinero en toda la economía. Cada
región tiene su propia historia de precios y su propia serie
de relaciones entre los diversos precios. Aunque tuviésemos
datos suficientes de cada región para elaborar un verdadero
promedio nacional no sabemos qué significado se podría atri
buir al resultado.
Por otro lado, es seguro que hubo importantes cambios
en el valor de la moneda durante la última parte del si
glo xvm y que estos cambios tuvieron que tener efectos so
bre los precios. En la década de 1790 (y probablemente
también en la de 1760) la mayoría de los precios tendían al
alza. Pero hasta las guerras napoleónicas —y posiblemente
hasta el comienzo de la era del ferrocarril— los movimien
tos de los precios individuales son tan divergentes y varia
bles que el intento de medir los cambios en forma de un ín
dice general de precios resulta un procedimiento más que
dudoso. Además, en un período de inflación violenta —como
fue la última década del siglo xvm, cuando los efectos acu
mulativos de una población en rápido aumento, de una se
rie de malas cosechas y de una guerra cara elevaron los
precios de muchos artículos alimenticios— los índices de
precios basados en medidas válidas para un período menos
confuso y perturbado no reflejan adecuadamente los cam
bios en el valor de la moneda. Y es que no toman en cuenta
278
el hecho de que los consumidores buscan sustitutivos de las
mercancías que han subido de precio. Las sustituyen con
bienes menos vulnerables a las malas cosechas y a las crisis
bélicas y su nivel de vida no desciende en la proporción en
que lo habría hecho si se hubiesen obstinado en seguir la
vieja pauta de consumo.
Hasta aquí he estado examinando las dificultades concep
tuales que ofrece la construcción de unos índices de pre
cios que permitan seguir con exactitud los cambios en el po
der adquisitivo del dindro y convertir los salarios nominales
en salarios «reales». Pero ni que decir tiene que existen
también problemas formidables en lo que a los datos se re
fiere. No disponemos de todos los datos sobre precios que
necesitamos. La mayoría de los precios que conocemos del
período de la revolución industrial los son de mercancías
particularmente vulnerables a las dislocaciones comerciales
y a las malas cosechas. Son muy escasos, en particular, los
precios de los bienes manufacturados (muchos de los cua
les bajaron al reducirse los costes con la industrialización)
o los de la renta; estos últimos acostumbran a ser muy es
tables, incluso en períodos de inflación. Tenemos, en cam
bio, muchos precios de artículos alimenticios y de bienes de
importación, es decir, precios que tendían a subir fuerte
mente cuando una mala cosecha o una guerra hacían esca
sear estos bienes temporalmente. Esto es, hasta cierto pun
to, inevitable porque los autores de la época recogían y pu
blicaban regularmente los precios vulnerables y son éstos
los que han quedado registrados. Pero la consecuencia es
que los índices basados en estas cifras selectivas tienden a
exagerar los movimientos del nivel general de precios y di
ficultan su utilización como indicadores del cambio de va
lor del dinero durante los períodos de inflación.
El resultado es que cuando intentamos eliminar de los
datos salariales los efectos de las alzas de precios debidas
a las malas cosechas y a la escasez de tiempo de guerra bo
rramos completamente las mejoras en los salarios nominales
y parece como si los salarios reales medios bajasen a lo lar
go del período 1782-1815. Quizá fue así realmente. Si tenemos
en cuenta, además, la carga de la guerra —el pueblo britá
nico concedió fuertes subsidios a sus aliados continentales,
uno de cada diez trabajadores era absorbido improductiva
mente por las Fuerzas Armadas y el crecimiento de las in
279
dustrias que producían para los mercados de las épocas de
paz se redujo perceptiblemente— no es difícil llegar a la
conclusión de que los niveles de consumo bajaron. Por otro
lado, si se tiene en. cuenta que la guerra total significaba el
pleno empleo de los hombres adultos, al tiempo que la ex
tensión del sistema de factorías y la expansión de las tierras
cultivadas aumentaban las posibilidades de empleo de las mu
jeres y los niños, parece probable que el descenso del nivel
de vida de la familia obrera típica —si realmente hubo tal
descenso— fuese menos drástico de lo que parecen indicar
los datos sobre los salarios.
Ahora bien, después de la guerra la inflación fue reem
plazada por la deflación y el cuadro cambió. Bajaron los sa
larios nominales medios y bajaron también los precios. En
el curso de diez años (es decir, entre 1816 y 1824, utilizando
también los índices Bowley Wood de ingresos agrícolas y ur
banos y combinándolos para formar un promedio nacional)
los salarios nominales bajaron en más del 10 %; en la déca
da de 1840 la baja era del 15 %. Pero los precios bajaron
más de prisa todavía y a primera vista parece que el poder
adquisitivo del salario obrero aumentó. Ésta parece ser la
interpretación más plausible de los datos en un período más
largo, hasta mediados de siglo. Pero en lo que se refiere a
los duros años, de la inmediata postguerra, cuando los sol
dados y los marinos desmovilizados inundaron el mercado
de trabajo y las industrias que habían prosperado durante
la guerra se encontraron con un bajón de la demanda, lo más
probable es que los salarios reales ganados por los que te
nían la suerte de disponer de un empleo regular fuesen, pese
a su aumento, insuficientes para compensar la pérdida de
ingresos experimentada por los que estaban en paro o en
semiparo. En los tensos años que van desde Waterloo (1815)
hasta la matanza de Peterloo (1819) Inglaterra estuvo —se
ha dicho— más cerca de la revolución social que en ningún
otro momento de su historia.14 Parece probable que los in
gresos reales de la familia obrera media fueron, en aquellos
años, inferiores a los de la década de 1780.
A partir de la citada época, los datos demostrativos de
un aumento de los salarios reales medios son más convincen
tes. No son totalmente concluyentes porque no conocemos la
incidencia del empleo. En los años, en las regiones o en los
sectores de la economía en que había depresiones comer-
280
cíales, las pruebas de la existencia de una miseria aguda son
aplastantes. Pero hay tres presunciones plausibles en favor
de una elevación global del nivel de vida, después de la gue
rra: 1) que a medida que la industrialización adquirió im
portancia en la década de 1820, la ocupación fue más regu
lar que en los años de preguerra; 2) que los bienes que antes
se tendía a omitir de los índices de precios —la mayoría bie
nes manufacturados— bajaron más de precio que los bienes
que se incluían en aquellos (en su mayoría materias pri
mas); por consiguiente, los índices de precios no reflejaron
adecuadamente la baja de precios de la postguerra; 3) que
la reducción de los impuestos, en un período en que la ma
yoría de éstos eran indirectos y, por tanto, regresivos, cons
tituyó un perceptible alivio para las clases trabajadoras.
En realidad, la fuerza de convicción de los «optimistas»
es más sólida en lo que se refiere a los años finales del perío
do en discusión que en lo relativo a los años iniciales. El pro
fesor Ashton, por ejemplo, se siente especialmente seguro
sobre el período posterior a 1820. «Confesaré de entrada
—dice— que soy de los que creen que, en general, las con
diciones de vida de los trabajadores eran cada vez. mejores,
por lo menos después de 1820, y que la extensión de las fac
torías fue una causa, no de las menos importantes, de esta
mejora.» 15 La mayoría de los observadores están de acuer
do en que la década de 1790, con la guerra, las malas cose
chas y el rápido aumento de la población, fue un período
trágico para los trabajadores ingleses. Clapham, otro de los
optimistas, llama el año 1795 —el año en que se introdujo
el sistema Speenhamland para aumentar los salarios de los
hombres que no alcanzaban el nivel medio— «el año más
negro» y llega a la conclusión de que
«... aunque por término medio el nivel potencial de con
fort de una ... familia inglesa de trabajadores del campo
era en 1824 algo mejor que en 1794, presuponiendo la misma
regularidad en el trabajo, había zonas importantes en que
era incontestablemente peor, otras en que el empeoramien
to era sólo probable y muchas en las que el cambio en uno
u otro sentido era imperceptible. En las zonas malas los ín
dices subieron a causa del déficit.» 16
Ni los «optimistas» más convencidos han pretendido que
281
el nivel de vida de los trabajadores mejoró perceptiblemen
te durante las guerras francesas o en la inmediata postgue
rra, aunque el pleno empleo financiado por el impuesto so
bre la renta pudo transferir una parte de las rentas de los
ricos a los pobres. Por otro lado, incluso los pesimistas re
conocerán que en la década de 1840 se registran mejoras per
ceptibles en el nivel de vida de la clase obrera.
Podemos, pues, reducir la controversia a un período más
estricto, el de las décadas de 1820 y 1830. Los datos sobre
los salarios y los precios sugieren, en este caso, una eleva
ción del salario real, pero no muy grande. Entre 1820 y 1840,
por ejemplo, los datos de Bowley y Wood indican un des
censo del 10 % de los salarios nominales y el índice de pre
cios de Gayer-Rostow-Schwartz sugiere un descenso de los
precios del 12 % aproximadamente. El índice de los salarios
de los trabajadores de la construcción compilado por el pro
fesor Phelps Brown, expresado en términos de los bienes
de consumo que podían comprar, sugiere una mejora del
5 % en el mismo período. Ahora bien, si suponemos, como
hacen los «pesimistas», que «en el período 1811-1842 hubo
problemas anormales y un paro anormal»,17 la irregularidad
del trabajo pudo, entonces, haber contrarrestado fácilmente
estas débiles mejoras de los ingresos reales sugeridas por
los datos sobre los salarios y los precios. En cambio, si su
ponemos con los «optimistas» que los índices de precios no
reflejan adecuadamente la baja de los precios (y por con
siguiente el aumento del poder adquisitivo de los salarios)
porque omiten las mercancías cuyos precios resultaron más
influidos por las reducciones de costes de la revolución in
dustrial, llegaremos a la conclusión de que los datos sobre
los salarios y los precios no son más que un pálido reflejo
de la mejora real del nivel de vida. Si no se investiga mucho
más a fondo las cuestiones que no están claras —la inciden
cia del paro, por ejemplo, y el aumento de valor de la mo
neda— es imposible resolver el problema. Cabe decir, sin
embargo, que en general las pruebas de una mejora del ni
vel de vida parecen más sólidas que las de un empeoramien
to, en este período.
Tampoco podemos decir muchas cosas, directamente, de
los niveles de consumo. Las cifras de importación de té, azú
car y tabaco, por ejemplo, no aumentan mucho en el perío
do discutido (en algunos casos descienden); la opinión de
282
los «pesimistas» se basa, en gran parte, en estos datos nega
tivos. Pero estas mercancías importadas no eran consumi
das en grandes cantidades por la familia media y pagaban
unos aranceles que repercutían considerablemente en el ín
dice de consumo. £1 consumo del azúcar permaneció estan
cado, cuando no bajó (pasó de 29’5 libras per capita en 1811
a 15 libras en 1840). El té aumentó de una libra per capita en
1811 (cuando el arancel que pagaba era, no obstante, de 4
chelines por cabeza) a cerca de 1’5 libras en 1841 (cuando
el arancel había descendido a menos de 3 chelines por ca
beza). En cambio, el consumo de tabaco bajó de 19 onzas
per capita en 1811 a cerca de 14’5 en 1841; pero la tarifa adua
nera había aumentado y no se conoce la cantidad de tabaco
que se introducía de contrabando. Estas cifras de consumo
no son, pues, concluyentes. Por otro lado, no tenemos datos
seguros del consumo de artículos más importantes en el
presupuesto de los trabajadores, como el pan, la leche, la
carne, la mantequilla o los huevos. Cierto que disponemos de
cifras de los animales sacrificados en el mercado de Smith-
field, pero son datos puramente cuantitativos, no dicen nada
sobre los cambios en el peso medio de las reses y son in
completos incluso como índice de consumo de Londres por
que no tenemos información sobre las ventas en los demás
mercados de carne londinenses.
Resumiendo: ¿qué conclusiones podemos sacar de todo
esto? La primera es que no existen pruebas concluyentes de
una mejora general del nivel de vida de la clase obrera en
tre 1780 y 1820. Si tenemos en cuenta las malas cosechas,
el aumento de la población, las privaciones de la guerra y
la dislocación económica de la postguerra podemos llegar
razonablemente a la conclusión de que, en líneas generales,
el nivel de vida tendió más a bajar que a subir.
En lo que se refiere al período 1820-1840, es difícil llegar
a conclusiones tan explícitas. No existe prueba alguna de un
aumento sustancial de los ingresos reales y los aumentos
que podamos deducir de las estadísticas no son lo bastante
fuertes como para compensar los ampios márgenes de error
de los datos. Por otro lado, las pruebas de un descenso del
nivel de vida se basan o bien en presunciones que no pode
mos confrontar empíricamente con la información de que
disponemos —como la incidencia del paro forzoso, por ejem
plo— o bien en datos sobre el consumo efectivo de algunas
283
mercancías poco importantes, consumo que tanto puede atri
buirse a un cambio de los gustos o a la variación de las ta
rifas aduaneras como a un descenso de los ingresos reales. En
general, quizá puede decirse que los optimistas tienen más
razones para hablar de una mejora del nivel de vida que los
pesimistas para hablar de un empeoramiento. Pero tanto los
unos como los otros se basan en pruebas circunstanciales.
Sólo podemos estar seguros de una cosa: que el cambio neto,
fuese cual fuese su sentido, fue relativamente leve.
Finalmente, a partir de 1840 tenemos pruebas mucho más
sólidas de un aumento de los ingresos reales medios de la
clase obrera, pruebas que son bastante considerables como
para convencer incluso a algunos de los pesimistas. No se
basan, sin embargo, en un aumento perceptible de los sala
rios reales. Habakkuk, por ejemplo, observa que: «El carác
ter inconcluyente del actual debate sobre los niveles de vida
en este período permite, quizá, suponer que hasta las déca
das de 1850 y 1860 no se produjo un aumento sustancial,
general y demostrable de los salarios reales de los trabajado
res industriales; hasta 1870, aproximadamente, no empezaron
a aumentar los salarios agrícolas y este aumento no fue evi
dente y continuo hasta la década de 1880.» 18 La demostra
ción de que el nivel de vida medio mejoró hacia la mitad del
siglo se basa, fundamentalmente, en el cambio ocurrido en
la composición de la fuerza de trabajo. Para citar a Hobs-
bawm, el más reciente partidario de la interpretación pesi
mista de la revolución industrial:
284
sus instrumentos mecánicos, sus hábitos de trabajo disci
plinados y su utilización continua e intensiva de utillaje día y
noche, con turnos de los trabajadores, constituye el verda
dero espíritu, la verdadera esencia de una revolución indus
trial. Los trabajadores agrícolas por ejemplo, acostumbran
a ganar menos que los obreros industriales de calificación
equivalente; los tejedores manuales ganan menos que los te
jedores mecánicos; los barqueros de los canales ganan me
nos que los conductores de locomotoras. De este modo, un
cambio en la composición de la fuerza de trabajo —un des
censo de la proporción de obreros ocupados en las categorías
de bajos salarios y un aumento correspondiente de la propor
ción de los que trabajan en las categorías de salarios altos—
puede elevar el nivel medio de los ingresos por obrero aun
que los índices de salarios permanezcan inmutables en cada
ocupación. Este es el proceso que ocurrió, con toda verosi
militud, en la década de 1840 y que produjo una perceptible
mejora de los niveles materiales de vida de los trabajadores.
Ouizá se inició antes, pero hasta la década de 1840 no existe
la certeza de sus efectos positivos.
Esto es lo que concierne a los datos sobre los salarios.
¿Qué podemos decir de los cálculos de la renta nacional? Es
tos cálculos indican que entre 1801 y 1851 el producto nacio
nal per capila casi se duplicó, a precios constantes. Entre el
período de preguerra (1791 digamos) y 1851 el aumento fue
probablemente inferior, pues 1801 fue ya un año de fuerte
inflación. Parece, sin embargo, que entre 1821 y 1841 (el pe
ríodo discutido) hubo un aumento de más de una tercera
parte. Si esto significó o no un aumento correspondiente de
los ingresos reales medios de los trabajadores es cosa que
depende, sin embargo, de la forma en que se distribuyó el
incremento del producto nacional. Si el incremento de los in
gresos fue absorbido enteramente por las clases propietarias
en forma de beneficios o de renta y si el incremento de la
producción de bienes y servicios tomó la forma de bienes de
capital o de bienes y servicios que no entraban en el pre
supuesto normal de los asalariados, llegaremos a la conclu
sión de que la población trabajadora no se benefició en ab
soluto del proceso de la primera industrialización.
Hasta cierto punto, es indudable que hubo un desplaza
miento en la distribución de los ingresos en favor de los be
neficios y las rentas y un cambio en la composición de la
285
producción en favor de los bienes de capital, las exportacio
nes y los bienes y servicios que consumían las clases altas.
Pero sólo hasta cierto punto. Las nuevas factorías no pro
ducían exclusivamente para la exportación o para el consumo
de lujo o para los demás productores, y el hecho de que los
precios de los bienes de consumo manufacturados bajasen
substancialmente quería decir que los trabajadores se bene
ficiaron como consumidores aunque no se beneficiasen como
asalariados. Así pues, aunque en líneas generales parece se
guro que la mejora del nivel de vida de la clase obrera fue
inferior al incremento de la renta nacional per capita en la
primera mitad del siglo xix y aunque es indudable que los
ingresos de algunos sectores de los trabajadores pobres dis
minuyeron seriamente porque quedaron sin trabajo a causa
del progreso técnico, es difícil llegar a la conclusión de que
los ingresos reales de las familias asalariadas bajaron glo
balmente en un período en que la renta total real del país
crecía más rápidamente que la población. En efecto, el au
mento sostenido del producto nacional a que dio lugar la in
dustrialización ejerció una presión alcista sobre el nivel de
vida de los obreros en tres sentidos principales, ninguno
de los cuales implicaba un aumento del precio de la fuerza
de trabajo: 1) haciendo más regulares las posibilidades de
trabajo para todos los miembros de la familia —lo cual que
ría decir mayores ingresos por año y familia, aunque no au
mentasen los salarios por hombre-hora; 2) abriendo más
oportunidades para la especialización del trabajo y, en con
secuencia, para la obtención de salarios más altos, propios
del trabajo semiespecializado o especializado; también en
este caso los ingresos medios pueden elevarse sin un aumen
to del índice de salarios porque la composición de la fuerza
de trabajo cambia en favor del grupo de ingresos superiores;
3) mediante la reducción de los precios de los artículos de
consumo y la ampliación del número de mercancías que en
traban en el presupuesto de las clases trabajadoras. Final
mente, en la medida en que aumentó el poder adquisitivo
real de las masas, la industrialización amplió el mercado de
los bienes manufacturados y justificó los aumentos ulterio
res de la inversión y la producción.
286
XVI. La realización
287
dustrial difiere de su fase preindustrial en tres aspectos prin
cipales: 1) en la estructura industrial y social; 2) en la pro
ductividad y en los niveles de vida relacionados con el au
mento de la productividad; 3) en los índices de crecimiento
económico.
288
altos hornos. Había más personas que trabajaban en su
propia casa como artesanos o como obreros a domicilio o en
pequeños talleres que obreros en la gran industria. Uno de
cada siete miembros de la fuerza de trabajo se dedicaba al
servicio doméstico o personal: es decir, su número global
era superior al de los obreros de las factorías textiles. Con
industrialización o sin ella, el ejército se servidores domés
ticos y de criadas que servían en las casas de la burguesía
victoriana aumentaba con más rapidez que la fuerza total de
trabajo, hasta llegar a su cifra más alta a finales del siglo xix,
cuando equivalía al 15 y al 16 % de la población ocupada
de Gran Bretaña.
El otro gran grupo ocupacional era, en 1850, el hetero
géneo grupo de personas dedicadas al comercio —los ten
deros y sus dependientes, los tratantes, los revendedores, los
marinos y los agentes de seguros. El número de empleados
del comercio era de más de un millón. Había, además, medio
millón en cada una de las ocupaciones siguientes: construc
ción, servicios públicos y profesionales, transporte, minería
y explotación de canteras. De todos ellos, sólo los trabaja
dores ferroviarios laboraban en una industria característica
mente «moderna», en el sentido de una industria revolucio
nada por el desarrollo tecnológico del siglo anterior. Pero,
«el número de personas que trabajaban en el transporte de
tracción caballar era superior al de todos los que trabajaban
en los ferrocarriles».5 Los marinos lo eran todavía en el sen
tido primitivo del término. La mayor parte de ellos navega
ban en veleros de madera. El ingreso en la administración
civil se hacía todavía a base del patronazgo y la fidelidad
personal y política. «A veces el patrón era un ministro, a ve-
ves el miembro local del Parlamento, a veces las autoridades
departamentales. La mayoría de las veces era un patronaz
go desinteresado, pero el hecho era que los que entraban en
la administración civil con aquel sistema siempre debían algo
a la influencia de alguien.» * Incluso en las minas de carbón,
pese a la existencia de bombas y de elevadores mecánicos,
los hombres que trabajaban en los filones utilizaban toda
vía sus músculos y el pico para arrancar la materia prima
de que más dependía la industria británica.
¿Qué cambios se habían producido en la pauta general de
las ocupaciones desde el comienzo de la revolución indus
trial? Es difícil hacer una comparación exacta porque no
290
siguió siéndolo hasta muy entrado el siglo xix. No obstante
tuvo que adaptar algunos de sus aspectos a las exigencias
de la economía industrializada. A mediados del siglo xvm
muchas de las cosas que consumía la gente se producían en
el seno de la misma familia o se compraban directamente
a los productores de la misma zona. Las mercancías pro
cedente de zonas más alejadas se vendían habitualmente en
ferias periódicas que constituían el mercado más importante
al por mayor y al por menor. Pero, al crecer las ciudades
y al mejorar las comunicaciones por carretera, río, canal y,
más tarde, ferrocarril, se inició la decadencia de la autosufi
ciencia familiar y local y aumentó, paralelamente, la impor
tancia del comercio en establecimientos fijos. Al mismo tiem
po, la especialización comercial aumentó la distancia entre
el productor y el consumidor y multiplicó el número de in
termediarios.
«Pero estos cambios en la estructura y en las técnicas
de distribución entre mediados del siglo xvm y mediados
del siglo xix fueron esencialmente de grado, de modificación,
de desplazamiento de acento más que de transformación y
reorganización. La estructura y el carácter básicos de las ac
tividades de distribución, la importancia atribuida a la habi
lidad y a la experiencia en la venta al detall, el regateo del
precio y la importante función desempeñada por los mer
cados abiertos no cambiaron en lo fundamental.»s
A mediados del siglo xix mucha gente hacía todavía la
mayor parte de sus compras cotidianas en los mercados y las
ferias o en los puestos de los vendedores ambulantes. Inclu
so las clases altas de la ciudad compraban la mayoría de las
mercancías directamente a los productores-artesanos. La tien
da fija había empezado a reemplazar al vendedor ambulante
ya antes de terminar el siglo xvm, pero las tiendas con es
caparates y con un gran muestrario de mercancías, caracte
rísticas del comercio al detall de nuestros días, sólo se en
contraban en su mayoría, en las grandes ciudades. Muchos
vendedores se ocupaban también de la preparación y el aca
bado de las mercancías que vendían y la calidad dependía,
pues, de cada comerciante. Los consumidores obreros, con
unas limitadas posibilidades de escoger la tienda y, más to
davía los que cobraban una parte de sus salarios en espe
291
cié y se veían obligados, de esta manera, a comprar en las
tiendas del patrono, cargaban con toda clase de artículos
adulterados. Ni el precio ni la calidad eran uniformes entre
los diferentes vendedores. En las tiendas más refinadas, por
ejemplo, se consideraba un signo de mal gusto fijar los pre
cios de las mercancías —como ocurre todavía hoy en algu
nos establecimientos de lujo. El consumidor de mediados del
siglo xix, no tenía muchas tiendas donde escoger pero tenía,
en cambio, toda clase de incentivos para preguntar y discu
tir el precio, porque siempre le cabía la esperanza de poder
influir en él. «Muy pocos tenderos marcaban clara y abier
tamente los precios de sus mercancías o esperaban que el
cliente pagase sin discutir el precio que le pedían.» 6
La diferencia entre 1850 y 1750, por ejemplo, era que las
mercancías puestas a disposición del comprador medio eran
mucho más numerosas y la cadena de intermediarios entre
el productor y el consumidor se había alargado. Esto se de
bía, en gran parte, a la mejora del sistema de comunicacio
nes. «El comercio de productos frescos, por ejemplo, era, an
teriormente, estrictamente localizado; los intermediarios te
nían poca cosa a hacer en él. En cambio, el barco de vapor
llevaba regularmente mantequilla fresca de Irlanda a Liver
pool y mantequilla fresca de las regiones del oeste a Lon
dres.» 7 El suministro le leche a Londres resultó también
afectado por las mayores facilidades de transporte. En la
década de 1830 todavía se ordeñaba las vacas delante de las
casas suburbanas, pero las vaquerías que distaban de veinte
a veinticinco millas de Londres enviaban ya leche a la ciu
dad en envases cerrados y con carros de muelles que se des
plazaban rápidamente por las carreteras —muy mejoradas—
que irradiaban de la metrópolis. El ferrocarril revolucionó
el mercado de la leche aunque no con la rapidez que era de
esperar, y hasta que las compañías de ferrocarril aprendie
ron a transportar la leche conservándola fresca (es decir,
hasta la década de 1870) la leche transportada por ferroca-
íril se destinaba esencialmente al consumo de los pobres.
Las legumbres se transportaban más fácilmente, y pronto
se empezó a organizar en Covent Garden un tráfico comer
cial que, a consecuencia de la puesta en servicio de los va
pores costeros en los años 1820 y 1830 había empezado a lle
gar ya a las zonas de cultivo de Escocia oriental. Por otro
lado, las estaciones que habían surgido al servicio de los con
292
ductores de ganado en sus largos desplazamientos de las zo
nas de pastos a las grandes ciudades perdieron «su función
cuando se empezó a transportar el ganado por ferrocarril y
cuando se pudo transportar rápidamente la carne en gran
escala.
El hecho es que aunque una parte sustancial de los habi
tantes de la Inglaterra victoriana se dedicaban todavía a ocu
paciones tradicionales con técnicas y métodos de organiza
ción también tradicionales, eran muy pocos los que no ha
bían cambiado de modo de vida bajo el impacto de la revo
lución industrial y los efectos correlativos a ésta —el gran
aumento de la población y su redistribución del campo a la
ciudad y del sur al norte; el gran perfeccionamiento del sis
tema de transporte, que amplió el mercado interior para
muchas mercancías que hasta entonces sólo se vendían a ni
vel local; la expansión del comercio exterior, que amplió el
número de mercancías en el mercado británico y ligó a éste
con el mercado mundial en un grado hasta entonces sin pre
cedentes. El proceso de cambio creó, a su vez, algunos pro
blemas propios y específicos.
Los cambios demográficos, por ejemplo, plantearon mu
chos problemas sociales. El gran aumento de la población
significó que la gente se hacinara en ciudades concebidas
para una población mucho menor. En 1770 la población de
Inglaterra y el País de Gales había empezado ya a aumentar,
pero no era muy superior, probablemente, a los siete mi
llones. En 1851 era de casi dieciocho millones. A mediados
del siglo xvin la proporción de habitantes que vivían en las
concentraciones de 5.000 o más habitantes era, probablemen
te, superior al 16 % en 1841 la proporción era de cerca del
60 96, y entre 1841 y 1851 el número de personas que se tras
ladaron a las ciudades fue de 1.800.000 (más que la pobla
ción urbana total de 1760 y 1770).
Más significativo que el número absoluto de los que vi
vían en las zonas urbanas a mediados del siglo xix era el rit
mo en que este número aumentaba por incremento natural
o migración. Ésta fue la causa de muchos problemas socia
les, del aumento de las diferencias entre los ricos y los po
bres, del abaratamiento del trabajo humano y de la creación
de un ambiente escuálido y repugnante para mucha gente.
Las ciudades, con una población que se componía esencial
mente de gente desarraigada, se convirtieron en un terreno
293
propicio para el vicio y el crimen. De los casi tres millones
y medio de personas que vivían en Londres y en las princi
pales ciudades de Inglaterra y el País de Gales en 1851, sólo
una tercera parte, aproximadamente, habían nacido en el
mismo lugar donde vivían. Aquellas primeras ciudades vic-
torianas, impersonales, insalubres y ferozmente competitivas
crecían con más rapidez que la capacidad de los municipios
para resolver los problemas físicos y sociales de la urba
nización. En todos los rincones disponibles de las ciudades
se levantaban casas. La mayoría de las calles estaban sin pa
vimentar, no había un sistema de alcantarillado subterráneo
y las condiciones de vida en los barrios más pobres y super
poblados de las principales ciudades eran realmente desas
trosas: las epidemias de cólera o de tifus eran muy frecuen
tes. Cabe decir que no sólo afectaban a los pobres. El prin
cipe consorte Alberto murió de fiebre tifoidea en 1861. Pero
el delito que más se castigaba en aquella sociedad victoria-
na era, sin duda, la miseria. Chadwick, el hombre de la cru
zada por la sanidad pública, dijo en la década de 1840 que
la gente que habitaba en las callejas de Edimburgo y Glas
gow o en las buhardillas de Liverpool, Manchesler y Leeds
vivía en peores condiciones que en las cárceles.
Una revolución industrial provoca cambios sociales y eco
nómicos profundos y la primera revolución industrial se en
contró con una sociedad que no estaba preparada para los
problemas que surgieron con la gran conmoción. Los Victo
rianos de mediados del siglo xix tenían plena conciencia de
vivir en una época de transición. Siempre se referían a ella
en estos términos. Mili decía que el rasgo distintivo de la
vida moderna era que «los seres humanos no ocupan en la
vida un lugar que les sea dado por nacimiento... sino que
tienen libertad para emplear sus facultades y aprovechar las
oportunidades favorables para conseguir lo que les parezca
más deseable».1' Incluso los que criticaban los horrores del
industrialismo veían con optimismo la transición. Se sentían
inmensamente impresionados por la gran magnitud de lo
conseguido —mayor población, líneas de ferrocarril más lar
gas, más toneladas de carbón, más altos hornos, más exporta
ciones, etc. Era una realidad industrial que se podía compa
rar favorablemente con la de cualquier otra nación de en
tonces y no es de extrañar que insistiesen tanto en la signi
ficación de su progreso material. Algunos veían el ferroca
294
rril como un instrumento de progreso moral e intelectual
y ligaban el progreso industrial con el fin de la guerra. El
príncipe consorte vio en la Gran Exposición la demostración
concreta de que se trataba de «un período de maravillosa
transición, un período que nos lleva rápidamente a la rea
lización del gran objetivo de toda la historia: la unidad de
la raza humana».9
Es indudable que los Victorianos tendían a dar rienda
suelta a su imaginación, pero también lo es que las realiza
ciones materiales que estimulaban este vuelo de la imagina
ción eran muy reales y concretas. Se trataba, además, de rea
lizaciones que, por lo menos en el nivel alcanzado en 1850
por la revolución industrial, eran obra de hombres de ne
gocios prácticos más que de hombres de cultura o de gran
erudición teórica. Los grandes inventores enfocaron con gran
empirismo los problemas tecnológicos que les interesaban
y llegaron a sus soluciones más por la vía experimental que
por la teórica. Los hombres de negocios pusieron en práctica
los inventos, guiados por un solo criterio: la obtención de
beneficios. No es sorprendente, pues, que el antiintelectua-
lismo se convirtiese en una de las características más mar
cadas del pensamiento Victoriano. Según Huxley:
«... los hombres prácticos creían todavía que el ídolo que
adoraban —el voluntarismo— había sido la causa de toda
la prosperidad pasada y bastaría para asegurar el bienestar
futuro de las artes y las manufacturas. Creían que la ciencia
era pura basura especulativa, que la teoría y la práctica no
tenían nada que ver la una con la otra y que la mentalidad
científica era más un obstáculo que una ayuda para llevar
los asuntos ordinarios.» 10
Mientras la nueva tecnología no se propagó a los demás
países en escala suficiente para originar competencia extran
jera, aquella filosofía de estar por casa parecía perfecta.
A juzgar por el éxito con que los capitanes de industria bri
tánicos se apoderaban de la parte del león en los mercados
mundiales, reducían sus costos y aumentaban sus benefi
cios, era indudable que sabían llevar los asuntos del país.
Pero cuando los extranjeros empezaron no sólo a imitar sino
a desarrollar las nuevas técnicas, y cuando el curso de los
cambios técnicos empezó a depender más del progreso de
295
la ciencia pura —con el consiguiente desarrollo de industrias
como la química, la ingeniería eléctrica y con los cambios
producidos en la industria siderometalúrgica— el empresa
rio británico empezó a perder terreno en relación con sus
competidores continentales.
Los hombres más importantes, los que tomaban las deci
siones cruciales, eran, probablemente, los que menos habían
cambiado bajo el impacto de la revolución industrial. Según
Kitson Clark,
«...el siglo xvm se aferraba a las alturas máximas de la so
ciedad con obstinación y confianza en la Inglaterra victoria-
na. El hombre de 1750 habría encontrado muchas cosas de
que asombrarse y muchas también de que asustarse en la
Inglaterra de 1850; las máquinas, las fábricas y sus dueños,
las atareadas multitudes, los periódicos..., todo esto le ha
bría parecido extraño e inquietante. Pero, al llegar a los que
se podía considerar dirigentes máximos de la sociedad, se
habría encontrado en un ambiente familiar. Muchos de ellos
eran nietos de personas que había conocido, y gran parte
de sus ideas y de sus hábitos le serían perfectamente fami
liares».11
Las clases medias estaban representadas en el Parlamento
y gozaban en éste de cierta consideración, pero no controla
ban las decisiones políticas. En 1859, Bagehot señalaba que
«los ministros del Gabinete forman una línea prácticamente
ininterrumpida de grandes terratenientes o de personas ínti
mamente relacionadas por nacimiento o por matrimonio con
los grandes terratenientes».12 En 1847 había todavía en la
Cámara de los Comunes más de ochenta miembros que de
bían su puesto al patronazgo y a las influencias. Incluso en
los casos en que parecía prevalecer la democracia, tomaba
formas bastante curiosas. En una propiedad como la de Mal
tón, con derecho de sufragio scot and lot, muchos de los
arrendamientos más pobres sólo existían porque se atribuía
a cada uno un voto; si los arrendatarios votaban por el condq
Fitzwilliam no era por fidelidad, sino porque éste les sobor
naba ».13 Hasta que la Ballot Act instituyó el voto secreto en
1872, los terratenientes y los empresarios industriales podían
confiar en los votos de los hombres que de ellos dependían
para su subsistencia. E incluso después de dicha ley las tra-
296
iliciones de una sociedad respetuosa aseguraron una pode
rosa influencia de la aristocracia en las elecciones locales.
El hecho de que fuese posible el soborno quería decir que
el poder político efectivo no estaba totalmente en manos de
una casta cerrada. Pero esto no constituía ninguna novedad.
Analizando el Parlamento no reformado del siglo xvm, Na-
mier observó la corrupción existente en los distritos popu
lares y lo interpretó como un «signo de la libertad y la inde
pendencia inglesas, porque nadie soborna cuando puede in
timidar».14
Lo cierto es, sin embargo, que en 1850 las decisiones de
política económica nacional eran tomadas, en su gran mayo
ría, por personas que, si no pertenecían directamente a la
nobleza, debían, por lo menos, su poder político a los propie
tarios hereditarios de las grandes haciendas. Éstos no eran
muy numerosos. Una investigación sobre la propiedad de la
tierra en Inglaterra mostró que en 1871 casi la mitad de
Ja tierra era poseída por 7.400 personas. Es razonable pensar,
pues, que en aquella época, la edad de oro de la agricultura
inglesa, eran los hombres más ricos del reino. Incluso los
que hacían sus fortunas en la industria y el comercio acos
tumbraban a consolidar su posición económica y social com
prando haciendas, «de modo que, a medida que transcurrió
ei siglo, entre los terratenientes se fueron encontrando los
nombres de los Peel, los Arkwright, los Baring, los Strutt
y otras familias enriquecidas antes de comprar la tierra, mu
chas de las cuales se asimilaron, en todo o en parte, al viejo
sistema social».15 Lo que Namier dijo de mediados del si
glo xvm podía aplicarse igualmente a mediados del siglo xix:
«Las fortunas amasadas en el comercio (o en la industria) se
invirtieron en propiedades territoriales y se utilizaron para
obtener puestos en la Cámara de los Comunes, porque una
y otra cosa ayudaban a sus poseedores a elevarse a una es
fera social superior.» 16 Además, el hecho de que las inversio
nes en tierra no dependiesen únicamente de los avatares de
la agricultura, sino que debiesen una buena parte de sus
rendimientos al proceso de industrialización —los derechos
pagados sobre las minas de carbón, por ejemplo, o el alza del
valor de la tierra a causa de la construcción de ferrocarriles
o de la urbanización—, quería decir que a muchos nobles
terratenientes les interesaba fomentar el proceso de indus
trialización. acelerar la marcha de la revolución industrial.
297
Fue esto, más que la creciente influencia de las locuaces cla
ses medias, lo que marcó el ritmo de la industrialización al
elaborar una política económica a nivel nacional. Por otro
lado, y dado que la ambición última de muchos industríales
británicos era convertirse en terratenientes, los empresarios
más capaces tendían a retirarse antes de haber alcanzado la
plenitud de desarrollo de sus imperios industriales. James
Nasmyth, por ejemplo, se retiró cuando sólo tenía 48 años.
Sir John Guest conservó sus fábricas, «pero adquirió varías
haciendas y una casa en Londres y en vez de reinvertir sus
fondos los dedicó a mantener su posición en la sociedad».17
Ahora bien, a nivel microeconómico eran las clases medias
las que tomaban la mayoría de las decisiones económicas.
Eran sus empresas las que hacían aumentar el producto na
cional; eran sus niveles de vida en ascenso los que creaban
gran parte de la demanda interior de manufacturas; eran sus
ahorros los que financiaban los ferrocarriles y una gran parte
del creciente volumen de las inversiones en el exterior; era
su antiintelectualismo, su moral puritana lo que daba forma
a las actitudes mentales que se acostumbra a considerar ca
racterísticas del victorianisino. En vista, pues, de la recono
cida importancia de este grupo social, vale la pena hacerse
una idea precisa de lo que era y de qué importancia numérica
tenía hacia 1850.
Basándose en las cifras del censo de 1851, la señorita Eric-
son ha calculado que el número de varones adultos que po
dían incluirse en esta categoría era algo inferior a 1.250.000,
lo que equivalía a cerca del 18 % de toda la fuerza de trabajo
ocupada.18 Cerca de la mitad trabajaba en ocupaciones co
merciales de diverso tipo —mercaderes, banqueros, tratantes,
tenderos y el ejército de empleados y dependientes mal pa
gados que desempeñaban las tareas de los white-collars en
la Inglaterra del siglo xix. Una cuarta parte, aproximada
mente, eran agricultores y la cuarta parte restante la consti
tuían las clases profesionales, administrativas y empresariales
del comercio o la industria. Era este último grupo el que
tomaba las principales decisiones económicas a nivel micro-
económico. De este grupo salía, también, la mayoría de los
innovadores y de los empresarios con espíritu de aventura.
Su número no era muy superior a las 300.000 personas.
La mayoría de los miembros de las clases medias sabían
leer y escribir. La mayor parte de los 300.000 individuos que
298
ocupaban el nivel superior se habían educado en escuelas
locales; pero en 1850 el ferrocarril les dio mayores facilida
des para enviar a sus hijos a las pubtic schools. Una encuesta
sobre los orígenes sociales de los fabricantes de acero demos
tró que en 1865 sólo el 10% de los más destacados habían
asistido a public schools.'19 En 1850 la proporción debió ser
insignificante. Un siglo más tarde la proporción de los prin
cipales dirigentes que habían asistido a public schools era de
uno de cada tres. Eran muy pocos los hombres de negocios
importantes de mediados del siglo xrx que prolongaban la
educación de sus hijos hasta lo que podríamos llamar nivel
de la escuela secundaria. Esto significaba que los dirigentes
de la industria británica del siglo xix se educaban, por lo
general, en el trabajo. En la industria del acero y en la de
construcción mecánica se acostumbraba a pasar por un pe
ríodo de siete años de aprendizaje, que empezaba a los trece
o a los catorce años. En los ramos textiles el aprendizaje de
los futuros dirigentes consistía, generalmente, en una prepa
ración comercial. Los hijos de los hombres de negocios em
pezaban a prepararse de este modo para ocupar puestos de
dirección. A mediados del siglo xix la industria británica se
estaba convirtiendo en una actividad absorbente, altamente
csDecializada. en contraste con la situación de un siglo antes,
cuando un solo empresario podía dedicarse activamente a di
versos tipos de manufactura, a la agricultura y al comercio
al mismo tiempo. Pese a la leyenda perpetuada v, en cierto
modo, creada por Samuel Smiles con su célebre libro de bio
grafías Setf-Help (publicado en 1859), las posibilidades de que
un individuo se elevase de los rangos inferiores hasta el nivel
de dirección, o de que un individuo se enriqueciese a base,
únicamente, de su habilidad técnica, eran limitadísimas. El
fabricante británico que triunfaba se distinguía más por su
experiencia comercial que por su aptitud técnica. Esto se
debía, en parte, a que la innovación era un arte más práctico
que científico en la primera revolución industrial y, en parte,
a que eran los beneficios conseguidos con las buenas opera
ciones comerciales los que daban a un hombre el poder ne
cesario para soportar sin hundirse las depresiones cíclicas de
la demanda que caracterizaban la economía industrial.
299
2. Niveles de vida y productividad
Se calcula que a lo largo del siglo que terminó en la dé
cada de 1850 el producto per capita se multiplicó casi dos
veces y media en Gran Bretaña; esto quiere decir que el nivel
de vida nacional también se multiplicó más de dos veces.20
Pero no todas las industrias ni todos los miembros de la so
ciedad participaron por igual en esta mejora. En industrias
como el transporte, los diversos ramos textiles y la siderurgia,
la producción por obrero aumentó en una proporción sin pre
cedentes; en cambio, los salarios subieron bastante modesta
mente y los precios, particularmente los de las exportaciones,
bajaron radicalmente. En algunos de los servicios, cuyo nivel
de empleó aumentó en las grandes ciudades, lo más probable
es que la productividad bajase porque el número de personas
que intentaban ganarse la vida en ellos crecía más rápida
mente que el volumen de sus ventas. Se calcula que miles
de personas vivían de la venta de artículos alimenticios en
las calles de Londres, por ejemplo, y que bastaban algunos
días de lluvia para que muchos de ellos se encontrasen al
borde del hambre. Muchas otras personas encontraron un
medio de vida precario rastreando los ríos, las cloacas y las
acequias en busca de desperdicios que podían tener un valor
de mercado, o recogiendo colillas que podían revender: eran
los poceros, los basureros, los recolectores de desperdicios
de lana. Las grandes ciudades, con las amplias posibilida
des de empleo lucrativo que ofrecían, atraían a una población
muy superior a la que podían mantener con un empleo futí-
time; los que no tenían suerte se aferraban a todas las posi
bilidades de vender sus servicios, al precio y en las condicio
nes que fuese.
Es indudable que en los momentos de auge económico la
gran masa de los trabajadores que no disponían de nada más
que de sus músculos para ganarse la vi :1a vivían mejor que
sus padres o abuelos; pero cuando se entraba en la fase de
depresión, con el consiguiente paro forzoso y el desamparo
en que dejaba a la gente la nueva ley de pobres, muchos de
ellos vivían en condiciones mucho peores que sus antepasa
dos. Por otro lado, incluso los que tenían la suerte de conser
var su empleo vivían bajo la amenaza muy concreta del paro.
Estos últimos —es decir, los que conservaban su empleo—
(y tal era la situación la mayor parte del tiempo en aquella
300
economía en expansión) consumían más y más variadas cosas
materiales que sus antepasados, pero la diferencia no era. ni
mucho menos, espectacular. Los cálculos realizados por el pro
fesor Phelps Brown sobre los salarios reales de los artesa
nos de la construcción, por ejemplo, indican que en la dé
cada de 1850 estos salarios reales eran un 20 % más altos que
los de los trabajadores del mismo ramo en la década de
1750.21 Y en 1848, J. S. Mili escribió más lúgubremente en sus
Principies: «Es dudoso que los inventos mecánicos realizados
hasta ahora hayan aligerado la carga cotidiana que pesa 'so
bre los seres humanos.» 22 Quizá era una exageración. «Era
más fácil atender una selfactina que empujar el bastidor de
la vieja máquina de hilar manual. El telar mecánico hacía
mucho ruidó y la lanzadera iba mucho más aprisa, pero el
trabajo en él era ciertamente menos fatigoso que la mono
tonía inacabable e insalubre del telar manual de los años
treinta y cuarenta.»23
En cambio, es dudoso que. muchos trabajadores preindus
triales pasasen tantas horas diarias y semanales, una semana
tras otra, aferrados a su tarea como los trabajadores de me
diados del siglo xix. La ley que estableció la jornada de las
diez horas en 1847 constituyó el primer impacto real sobre
el horario de trabajo en las fábricas textiles, en las que toda
vía en 1820 y 1830 la jornada diaria normal era de 12 a 12*30
horas (incluso en las fábricas mejor organizadas). Pero la
ley de 1847 no fue totalmente efectiva, porque el límite del
día legal era superior a las diez horas y era fácil eludir las
prescripciones de la ley haciendo trabajar a los obreros en
turnos. La ley de fábricas de 1850 eliminó los puntos débiles
de la de 1847 prescribiendo la semana legal de 60 horas para
las mujeres que trabajaban en el ramo textil. Este fue el
inicio de la semana inglesa, porque ordenaba que el trabajo
se interrumpiese el sábado a las dos de la tarde. Las diver
sas industrias textiles, que eran hasta entonces el sector don
de se cometían los mayores abusos, se convirtieron en las
mejor reguladas, pues la reducción del horario de trabajo de
las mujeres y los niños no pudo por menos que influir en las
condiciones de trabajo de los hombres que trabajaban junto
a aquellos. Los obreros de la construcción trabajaban de 52
a 64 horas por semana, según las estaciones; el cajista de
imprenta de Londres trabajaba 63 horas semanales todo el
año, lo mismo que el mecánico y el fundidor de hierro. «En
301
algunos ramos el horario de trabajo regular era más largo;
había trabajos en los que la inclinación o la necesidad deter
minaban la duración de la jornada; había también labores
continuas, con turnos de 12 horas, y toda clase de situaciones
de emergencia.» 24 No existen datos sobre el horario de tra
bajo en los talleres no regulados, pero cuando los negocios
iban bien lo más normal era la semana de 70 horas, y cuando
iban mal los obreros eran despedidos en masa. En general,
puede decirse que en la mayoría de las industrias mecaniza
das o pesadas la jornada normal era de 10 ó 10’30 horas; y
cabe decir que diez horas al cuidado de una máquina o al
mando de una locomotora o en las difíciles y a menudo pe
ligrosas labores de las fábricas de gas, de los talleres quími
cos, de los talleres mecánicos o de los altos hornos debían
representar una tensión mucho más fuerte para el operario
individual que un horario mucho más largo en las tareas pre
industriales, en las que el obrero podía ajustar el ritmo del
trabajo a su propio estilo o a sus inclinaciones. Esta acelera
ción del ritmo de la vida económica significó una pérdida de
tiempo libre y un aumento de la tensión. No es de extrañar,
pues, que el índice de suicidios aumentase a medida que
transcurría el siglo. En la «Edinburgh Review» de 1851 un
autor observó que la lucha por la existencia «no se limitaba,
ni mucho menos, a las clases inferiores. En todos los ámbi
tos de la sociedad nos vemos obligados a trabajar desde de
masiado temprano, con demasiada intensidad y durante dema
siado tiempo. Vivimos tristemente con demasiada rapidez*.25
Según Clapham, las oficinas de la ciudad («incluso una ins
titución tan capitalista como la Lloyds») permanecían abiertas
los sábados por la tarde.
Todo parece indicar, pues, que si las clases trabajadoras
de 1850 ganaban y gastaban más que los trabajadores po
bres de la época preindustrial, pagaban por ello un precio
muy alto. La revolución industrial les dio la posibilidad de
mejorar su situación trabajando mucho más duramente. En
1850 todo lo que les había dado había sido a cambio de algo.
Si comparásemos el bienestar representado por los mayores
ingresos monetarios y por la baja de precios de los artículos
manufacturados (aunque no de los alimenticios), con la ten
sión y la fatiga de un horario de trabajo más largo y más
duro, es dudoso que la balanza se inclinase en favor de los
trabajadores. Para muchos de ellos la vida en aquellos tér
302
minos sólo era aceptable si iba envuelta en los vapores del
alcohol: la embriaguez era —junto con la degradación y la
crueldad a que da lugar— uno de los rasgos característicos
de la escena inglesa a mediados del siglo xix —como lo había
sido ya un siglo antes, durante la época de la ginebra. El
alcoholismo causó grandes molestias a los empresarios (los
constructores de ferrocarriles se quejaban frecuentemente de
ello) y tuvo una importante influencia en el resultado de las
elecciones parlamentarias. Trazó una clara línea divisoria en
tre las clases de la sociedad, entre los individuos respetables
y los despreciables, entre las dos naciones —la rica y la po
bre—; una línea que nunca había sido tan neta en el si
glo X V III.
Podemos decir, pues, que, en comparación con el de un
siglo antes, el nivel de vida del pueblo británico en 1850 era
más alto, por término medio, y mucho más variado. Era tam
bién más vulnerable y más escuálido para una mayor canti
dad de personas (que representaban, sin embargo, una menor
proporción de la población total). Para la mayoría, este au
mento se obtuvo a costa de un esfuerzo laboral mucho más
duro. El horario de trabajo de los obreros de una sociedad
preindustrial viene impuesto por las estaciones, por el tiempo,
por las horas de luz solar y de oscuridad y por la limitación
de las posibilidades de empleo lucrativo para los miembros
más débiles de la sociedad (las mujeres y los niños, por ejem
plo). No siempre son ellos los que deciden el tiempo libre de
que disponen, aunque esto no quiere decir que sea un tiempo
libre carente de valor. En una sociedad industrial el trabajo
puede ser continuo a lo largo del año y durar todas las horas
del día y de la noche mientras exista un mercado para el pro
ducto; abundan, además, las tareas lucrativas para los traba
jadores no calificados y para las personas relativamente dé
biles.
En comparación con los contemporáneos de otros países,
los habitantes de Gran Bretaña gozaban de un nivel de vida
más alto y variado gracias a la industrialización. Los cálculos
de la renta nacional per capita muestran que se trataba de
la sociedad más opulenta del mundo. Por otro lado, muchas
personas vivían en ciudades superpobladas e insalubres y su
nivel de vida real era inferior al de los habitantes de Nortea
mérica o Australia que percibían salarios nominales inferio
res. En términos de producto nacional per capita, parece que
303
hasta el último cuarto del siglo xix los Estados Unidos no
superaron globalmente al Reino Unido; es probable, sin em
bargo, que en algunas regiones norteamericanas —en Nueva
Inglaterra y en algunos estados atlánticos— los norteameri
canos gozasen ya de un nivel de vida superior hacia 1850.
Además, la mano de obra norteamericana era escasa y por
esto podía exigir con más iacilidad una mejora de las condi
ciones de trabajo. «En las cartas de los inmigrantes se habla
de las máquinas no tanto como de algo que contribuía a man
tener los salarios altos, como de un factor que aligeraba la
carga del trabajo.» 26
304
miento de la agricultura a la industria, del campo a la ciudad,
había sido relativo. La fuerza de trabajo agrícola estaba toda
vía en expansión y la población de las zonas rurales aumen
taba. Era como si la vieja economía preindustrial siguiese
existiendo más o menos intacta junto a la economía indus
trializada, la cual encontraba su mano de obra y su fuerza
en el excedente generado por una población en aumento. En
la segunda mitad del siglo xix el sector preindustrial empezó
a desintegrarse. El número de los que se dedicaban a la agri
cultura y de los que vivían en las zonas rurales empezó a dis
minuir en términos absolutos. A partir de entonces el avance
hacia el estado industrial completo fue rápido y continuo y
al terminar el siglo no quedaban en la economía más que al
gunas raras zonas preindustriales.
Ahora bien, antes de terminar la primera mitad del si
glo xix —probablemente antes de terminar la cuarta década—
el proceso de industrialización había avanzado suficientemen
te para dar a la economía británica una tendencia autogene-
rada al crecimiento económico continuo. El volumen de capi
tal de que disponía la fuerza de trabajo aumentaba con más
rapidez que la fuerza de trabajo en sí y la tendencia a largo
plazo era ya, claramente, la del aumento continuo de la pro
ductividad del trabajador. Pero si el crecimiento era continuo
no podía decirse que fuese uniforme y rápido. En compara
ción con los países que se han industrializado posteriormente
—incluso con países como los Estados Unidos y Alemania
que ya se habían industrializado mucho antes de terminar
el siglo xix— el ritmo de crecimiento británico fue lento. Es
dudoso, por ejemplo, que el índice de crecimiento a largo
plazo llegase a superar el 3 % anual, ni siquiera en la segun
da mitad del siglo xix, cuando el capital y la fuerza de tra
bajo se desplazaban rápidamente del sector agrícola, de renta
baja, a los sectores de renta superior, como la industria o los
transportes. Parece que durante la mayor parte del siglo xix
la economía británica creció a un ritmo del 2 al 3 % anual.
En cambio, en los Estados Unidos el índice de crecimiento
de la producción total durante el período 1839-1913 fue del
4 al 5 % anual.
La lentitud del ritmo de crecimiento británico era, en
parte, consecuencia inevitable del hecho de tratarse de la pri
mera revolución industrial. La apertura de una nueva vía era
lenta y las economías que siguieron el camino tras las huellas
H C S 22. 20 305
del pionero pudieron evitar algunas de sus vacilaciones. Cuan
to más tarde empezaba el proceso de industrialización de un
país mayor era el cuerpo de conocimientos tecnológicos de
que éste disponía y menor era el coste en tiempo o en expe
rimentos abortivos en que había de incurrir para alcanzar
los niveles de productividad de sus antecesores. Por otro lado,
el hecho de ser el primero tiene sus ventajas y sus inconve
nientes; por ejemplo, para el primer país que se industrializó
debió resultar más fácil abrir nuevos mercados, ante la ausen
cia virtual de toda concurrencia.
El índice de crecimiento de una economía depende bási
camente de tres factores principales: el índice de aumento
(y de mejora cualitativa) de la fuerza de trabajo; el índice
de acumulación de capital y el índice de cambio tecnológico.
En los tres aspectos parece que la economía británica se de
sarrolló con relativa lentitud, si la comparamos con los países
que se industrializaron posteriormente. El aumento de la po
blación alcanzó su punto culminante en las décadas 1811-1831
(cerca del 1’5 % anual); durante el resto del siglo xix el ín
dice anual fue inferior al 1,25 %. En la mayoría de los países
que se han industrializado con posterioridad a la primera
i evolución industrial se han alcanzado y mantenido índices
anuales de aumento superiores al 2 %. En algunas zonas,
como en América (del Norte y del Sur), además de un alto
índice de aumento natural hubo una fuerte inmigración y la
fuerza de trabajo aumentó a un ritmo, a largo plazo, de más
del 2*5 % anual.
La economía británica tampoco se distinguió por una gran
propensión a la inversión; su capital fijo global no aumentó,
pues, con mucha rapidez. Es probable que el stock de capital
de la nación aumentase con una rapidez algo mayor que su
renta total en el período 1780-1830; en todo caso, esta rapidez
de aumento fue claramente superior en la época del ferroca
rril, sobre todo en el período 1830-1860. Pero en ningún mo
mento del proceso de industrialización la formación de capi
tal constituyó una elevada proporción de la renta nacional
y es dudoso que la nueva inversión neta llegase a representar
más del 10 % del producto nacional neto en la década de 1850.
Además, en esta fecha era cada vez mayor la proporción de
la renta nacional británica que se invertía en el extranjero.
Y aunque estas inversiones extranjeras generaban rentas para
los inversores británicos y contribuían a la apertura de mer
306
cados para las exportaciones británicas, no añadieron directa
mente al fondo nacional de salarios o al stock físico de capi
tal de las industrias británicas lo mismo que habrían añadido
la inversión interior.
El progreso técnico avanzó también a un ritmo bastante
lento en la revolución industrial británica, en comparación
con los procesos de industrialización posteriores. La transi
ción del torno de hilar a las hiladoras mecánicas y de los
hornos de carbón vegetal a los altos hornos de hulla se pro
dujo con bastante rapidez después de los inventos cruciales
del último cuarto del siglo xvm, y las principales líneas de
ferrocarril se tendieron en unos veinte años, una vez com
probada su justificación económica a principios de la década
de 1830. Pero no se les puede considerar ejemplos típicos.
En muchos aspectos, la industria británica se distinguió más
por la lentitud con que modernizó sus métodos que por su
disposición al cambio. Cartwright introdujo su telar mecánico
en la década de 1780, pero debieron transcurrir sesenta años
antes de que reemplazase efectivamente el telar manual en
la industria algodonera y más tiempo todavía para que se ge
neralizase en las demás industrias textiles. En 1850 la fuerza
de vapor utilizada en las fábricas textiles era de unos 108.000
caballos: en 1839 era de unos 75.000. Esto representaba, en
ambas fechas, un total de cinco a seis obreros por caballo
de fuerza generado en las fábricas textiles de Gran Bretaña.
Hasta finales de la década de 1850 y la de 1860 las fábricas
textiles no empezaron a adoptar la fuerza de vapor en gran
escala y en 1871 todavía había unos dos obreros por caballo
de fuerza en dichas fábricas. Cabe decir, además, que, fuera
de las factorías textiles, de las minas, de los talleres siderúr
gicos y de los ferrocarriles, la fuerza de vapor era todavía
una verdadera rareza a mediados del siglo xrx, es decir, cin
cuenta años después de haber caducado la patente de Watt
y de que el productor británico tuviese plena libertad para
adoptar y adaptar la máquina de vapor.
En cambio, los hombres de la época habían podido perci
bir ya la fuerza de la inventiva norteamericana antes, incluso,
de que los manufactureros norteamericanos empezasen a com
petir con los británicos en los mercados mundiales. En la
época de la Gran Exposición de 1851, «los hombres bien in
formados sabían que los norteamericanos estaban más dis
puestos que los ingleses a confiar a las máquinas las opera
307
ciones manuales más fatigosas y caras».27 En Norteamérica
había escasez de mano de obra y abundaban, en cambio, las
actitudes emprendedoras características de una sociedad de
inmigrantes; por ello los norteamericanos eran extraordina
riamente receptivos a todos los perfeccionamientos técnicos
que permitiesen ahorrar mano de obra. «Muchos inventos de
la industria textil del siglo xix se hicieron en Gran Bretaña,
pero se aplicaron y desarrollaron principalmente en los Es
tados Unidos.» 28
En 1859, menos de diez años después de la introducción
de la máquina de coser, en los Estados Unidos funcionaba
un número de éstas cinco veces superior al de las de Gran
Bretaña, con su costosa industria de la confección. Los nor
teamericanos se mecanizaban más fácilmente porque tenían
incentivos más poderosos para adoptar métodos ahorradores
de mano de obra y porque estaban relativamente libres del
conservadurismo inherente a una larga tradición industrial.
Los alemanes desarrollaron con más facilidad las nuevas tec
nologías porque la política educativa de Prusia les había
dado el cuerpo de investigadores que exigían las nuevas in
dustrias surgidas en la segunda mitad del siglo xix —las in
dustrias química y eléctrica, por ejemplo. Cuando, en 1856,
Perkins, un joven químico británico, descubrió, de modo ac
cidental, un método para la fabricación de tintes (que Gran
Bretaña necesitaba en gran cantidad para su industria textil)
a partir del carbón (recurso natural del que Gran Bretaña
disponía en abundancia) fueron los alemanes los que crearon
una nueva industria a base del invento y en 1879 producían
cuatro veces más que los británicos.29
El corolario de un índice modesto de progreso técnico es
un ritmo lento del aumento de la productividad. Si el pro
ducto nacional total aumentó entre el 2 y el 3 % anual duran
te la mayor parte del siglo xix, el producto per capita sólo
aumentó en un 1‘5 % en la primera mitad del siglo y en me
nos del 2'5 % en la mayor parte de la segunda mitad. Un
índice de crecimiento del 1’5 % anual implica la duplicación
de la productividad en menos de medio siglo, lo cual no es,
ni mucho menos, un progreso revolucionario. Incluso al 2'5 %
anual se necesita casi una generación para duplicar el nivel.
Lo cierto es que en la vida económica británica existía toda
vía un amplio sector no afectado por la revolución industrial.
El número de personas dedicadas al servicio personal y do-
308
mástico, por ejemplo, siguió aumentando en términos abso
lutos hasta la primera guerra mundial, y el hecho de que uno
de cada seis o siete miembros de la fuerza de trabajo se de
dicase a estas tareas demuestra que había una relativa abun
dancia de mano de obra, abundancia que reducía el incentivo
de los empresarios para innovar o para aumentar el capital
fijo de la sociedad.
En resumen, la economía británica, con una mano de obra
abundante, con un fondo de tierras y otros recursos naturales
limitado y agotable, con una modesta propensión al ahorro
y a la inversión y con un Gobierno que prefería dejar el desa
rrollo económico en manos de la iniciativa privada, entró en
la revolución industrial con un potencial de crecimiento rela
tivamente bajo en comparación con la mayoría de los países
que se industrializaron posteriormente. Una serie de décadas
de éxito fácil hicieron creer a sus empresarios que podían
evitar los cambios rápidos. En el momento de la Exposición
de 1851 las manufacturas y la maquinaria británicas eran
tecnológicamente superiores —excepto en algunos casos espe
ciales— a las de cualquier otro país. Pero era sólo cuestión
de tiempo que los rivales, con un ritmo de crecimiento más
rápido, con un camino más despejado y con mayores incen
tivos para la inversión y la innovación, empezasen a superarla
en la disposición a reducir costes y a amenazar, de este modo,
su monopolio virtual de los mercados mundiales. Cuando
estos rivales tuvieron gobiernos dispuestos a contribuir acti
vamente al proceso de industrialización —aunque sólo fuese
con una política aduanera en interés de los productores na
cionales— el fin de la supremacía industrial británica se anun
ció clara e inequívocamente.
309
G uía para una lectura ulterior
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Notas
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p. 129.
12. J. H. M e i s t e r , Letters written during a residence in England
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13. Arthur Y o u n g , Travels in France, ed. Maxwell (1929), p. 315.
14. Dorothy M a r s h a l l , English People in the Eighteenth Century
(1956), p. 193.
15. Según los cálculos de B r o w n l e e . Para una comparación con
otros cálculos, véase B. R. M i t c h e l l , Abstract of British His-
torical Statistics (1926), p. 5. Para un análisis del grado de
confianza que merecen los cálculos sobre la población del si
glo xvni, véanse, más adelante, pp. 30-31.
16. Deane y Colé, British Economic Growth.
17. Phyllis Deane, The Long Term Trends in World Economic
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22. Adam S m ith , The Wealth of Nations, cd. por Cannan (1950),
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23. E. G i l b o y , Wages in Eighteenth Century England (1934), p. 219.
24. R o s t o w , Stages of Economic Growth, p. 4.
25. Arthur Y o u n g , Political Arithmetic (1774), p. 49.
26. Adam S m i t h , Wealth of Nations, ed. Cannan, vol. I, p. 327.
324
6. T. R. M a l t h u s , Principies of Political Economy (1838), p. 228.
7. Esta es la conclusión que sugiere un estudio cuidadoso de los
datos de 1781-1850. Véase J. T. K r a u s e , Changes in English Fer-
tility and Mortality 1781-1850, «Economic History Review»
(agosto de 1958).
8. J. C h a m b e r s , «Population Change in Nottingham, 1700-1800»,
en L. P r e s s n e l l , Studies in the Industrial Revolution (1960),
pp. 116 y 110, respectivamente.
9. T. M a c K e o w n y R. G. B r o w n , Medical Evidence Related to En
glish Population Changes in the 18th Century, «Population
Studies» (1955).
10. lbid.
11. L. Fabian H i r s t , The Conquest of the Ptagtte (1953).
12. Los datos médicos han sido estudiados a fondo por McK eown
y Brown, Medical Evidence...
13. Ibid., o. 121.
14. J. E . E r i c h s e n , On Hospitalism and the Causes of Death after
Operations (1874), p. 43.
15. Véanse, más arriba, pp. 15-16.
16. E. H. Phelps B r o w n y Sheila V. H o p k i n s , Seven Centuñes of
the Prices of Consumables compared with Builders' Wage-Ra
les, «Económica» (1956). Para otro índice de precios que lleva
a conclusiones similares véase E. B. S c h u w p e t e r , English Pri
ces and Public Finance 1660-1822, «Review of Economic Statis-
tics» (1938).
17. Véanse también los cálculos de T. H. M a r s h a l l en «Popula
tion and the Industrial Revolution», reeditado en E. H. C a r u s -
W i l s o n , Essays in Economic History, vol. I (1954). En las
cifras del profesor Marshall el mayor porcentaje de mujeres
entre los 20 y los 40 años se alcanza en 1811 y no en 1791,
pero la tendencia general de unos índices de natalidad relati
vamente altos entre 1780 y 1820, seguidos de una baja, es tan
clara en sus estimaciones como en las de Farr.
18. D e a n e y Colé, British Economic Growth (1962), pp. 79-82.
19. H. J. H abakkuk, The Economic History of Modern Britain,
«Journal of Economic History» (diciem bre de 1958).
327
C a p ítu lo V I H . La c r o n o lo g ía d e la in n o v a c ió n
329
(1957), p. 2. Véase tam bién P ressnell, Country Banking in the
Industrial Revolution, p. 7.
6. T. E. G regory , The Westminster Bank, vol. I (1936), p. 4.
7. E. V. M o r c a n , Theory and Practice of Central Banking (1943),
p. 125.
8. Report from the Committee of Secrecy on the Bank of En-
gland Charter, 1833. Acta 4.866.
330
12. Lucy B r o w n , Board of Trade and the Free rrade Movement
1830-1842 (1958), p. 21.
13. B l a u g , The Myth of the Oíd Poor Law and the Making of the
New.
14. J. Bartlett B r e b n e r , Laissez-faire an State Intervention in Ni-
neteenth Century Britain, e n Essays in Economic History, e d .
C a r u s - W i l s o n , vol. III, p. 256.
15. C l a p h a m , Economic History, v o l . I , p . 413.
16. C l a p h a m , op. cit., vol. II, p. 423.
17. O l i v e r M a c d o n a g h , A Paltern of Government Growth 1800-1860
(1961), p. 345.
332
18. H. J. Habaxkuk, American and British Technology in the 19th
Century (1964), p. 139.
19. H obsbawm, The British Standard of Living 1790-1850, p. 52.
333
23. Clapham, op. cit., vol. II, p. 447.
24. Jbid., p. 448.
25. W. R. G r e y , England as it is, «Edinburgh Review», 1851, p. 325.
26. H abakkuk, American and British Technology in ihe Nineteenth
. Century, p. 110.
27. Clapham, Economic History, vol. II, p. 12.
28. H abakkuk, American and British Technology in ihe Nineteenth
Century, p. 120.
29. Es D. ÍS. L. C a r d w e l l quien cuenta la anécdota en The Orga
nizaron of Science in England (1957), pp. 79 y 105.
334
índice
Prefacio......................................................................... 5