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México mestizo
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México mestizo

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Siendo México, sin duda, uno de los países cuyo mestizaje cultural puede considerarse como uno de los más ricos del continente, resulta claro que haya sido el tema de una polémica que se remonta a los orígenes mismos de este encuentro de culturas. Agustín F. Basave reconstruye la fuerza del significado del mestizo como imagen emblemática de un nacionalismo que, desde don Andrés Molina Enríquez, ha pasado a ser un lugar común de esta polémica.
LanguageEspañol
Release dateSep 5, 2011
ISBN9786071607690
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    México mestizo - Agustín Basave

    México mestizo

    Análisis del nacionalismo mexicano

    en torno a la mestizofilia

    Agustín Basave B.


    Prólogo de Carlos Fuentes

    Primera edición, 1992

    Segunda edición, 2002

       Primera reimpresión, 2011

    Primera edición electrónica, 2011

    D. R. © 1992, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-0769-0 (ePub)

    ISBN 978-968-16-6560-9 (impreso)

    Hecho en México - Made in Mexico

    No hemos encontrado todavía la cifra, la unidad de nuestra alma. Nos conformamos con sabernos hijos del conflicto entre dos razas

    Alfonso Reyes, La X en la frente

    A México, mi patria y mi filia,

    con el reconcomio de haber tenido que alejarme de ella para entenderla mejor

    Prólogo

    Carlos Fuentes

    ¿Cuál es la relación entre una nación y su cultura? Ésta es la pregunta que late en el corazón del ya clásico y excelente libro de Agustín Basave Benítez, México mestizo. Históricamente, la cultura precede a la nación. ¿Por qué? Porque la cultura, por mínima y rudimentaria que sea, es anterior a las formas de organización social, a la vez que las exige. Familia, tribu, clan, sociedad, Estado, son organizaciones que preceden a la idea de nación, una idea que no está inserta en el orden natural y que sólo apareció en el Renacimiento europeo para legitimar ideas de unidad territorial, política y cultural, necesarias para la integración de los nuevos estados europeos nacidos de la ruptura de la comunidad medieval cristiana.

    México y la América española accedieron a la idea de la nacionalidad al ocurrir otra ruptura: la del Imperio español de las Américas. No nos balcanizamos: las fronteras de los virreinatos y las capitanías generales permanecieron más o menos iguales, aunque México perdió a Centroamérica, y Chile ganó, a expensas de Perú y Bolivia, los territorios del norte. La idea de la nación aparece, según Emile Durkheim, porque se pierden viejos centros de identificación y de adhesión. La nación los suple. Isaiah Berlin añade que todo nacionalismo es respuesta a una herida infligida a la sociedad. La nación la cicatriza.

    El nacionalismo mexicano e hispanoamericano cabe dentro de estas definiciones, pero constituye una excepción a la regla. Las naciones emancipadas de España hacia 1821 decidieron que podían hacer caso omiso de las culturas existentes ya en grados diversos (indígena, africana, europea y mestizaje de las tres) y optar por un solo modelo excluyente, el de la cultura del progreso imperante en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. La imitación extralógica denunciada por Gabriel Tarde veló la preexistencia de las culturas a la nación. Optamos oficialmente por el modelo occidental blanco y corrimos el velo sobre las culturas indígenas y negras de las Américas. Pero éstas, convertidas por fiat en fantasmas culturales, no tardaron en manifestarse, rompiendo la barrera del silencio a través de un suceso no sólo visible , sino mayoritario: el mestizaje.

    Las naciones hispanoamericanas decidieron que ser independientes suponía poner la idea de nación por delante de la idea de cultura y obligar a ésta a seguir los dictados ideológicos de la nación democrática, progresista e, implícitamente, blanca, blanqueada y filoccidental plasmada en las constituciones y las leyes. De allí que la reaparición de los huéspedes indeseados —los indios, los negros— provocase manifestaciones racistas tan irracionales y rabiosas. Agustín Basave da cuenta de ellas en su libro. El indígena es un lastre, es irredimible. El villano liberal Lorenzo de Zavala pide educarlos (es decir, occidentalizarlos) o expulsarlos. El icono liberal José María Luis Mora es más drástico. En México y sus Revoluciones pide, en efecto, des-nacionalizar a esos cortos y envilecidos restos de la antigua población mexicana. Hay que buscar el carácter mexicano en la población blanca. Justo Sierra O’Reilly no se queda atrás en su indofobia. En 1848 pide expulsar a los indios de Yucatán por no amalgamarse con el resto de la comunidad… ¡como si la comunidad no fuese, originalmente, indígena y los obligados a amalgamarse no fueran los conquistadores intrusos!

    La fobia contra el indio no se limitó a México. En Argentina, uno de sus más virulentos campeones fue José Ingenieros, para quien la Argentina es grande porque es blanca, liberada… de razas inferiores. Éstas no eran palabras limitadas a la opinión, sino llamados a la acción racista y genocida. Las campañas del general Roca contra los indios en Argentina, las del general Bulnes contra los mapuches chilenos, las propias campañas del presidente Porfirio Díaz contra mayos y yaquis en nada desmerecen de las políticas de exterminio y reducción de los indios practicadas por la expansión imperial de los Estados Unidos del Atlántico al Pacífico.

    Pero si en los Estados Unidos, salvo voces muy aisladas, no hubo oposición a la política de el mejor indio es el indio muerto, en México una realidad racial mucho más dinámica, fluyente, abarcadora, hacía presente nuestra raíz indígena a través del mestizo, aunque éste, a veces, también se disfrazara de blanco para participar en lo que Alfonso Reyes llamó el banquete de la civilización occidental. Hay que tomar dos datos en cuenta. El primero es que el reino azteca no logró unificar a México. Un centro imperial rodeado de pueblos vasallos facilitó, como todos sabemos, la conquista por los españoles apoyados por indígenas descontentos. España, por lo demás, traía una paradoja a cuestas. Los monarcas españoles sacrificaron el multiculturalismo en la península expulsando sucesivamente a los judíos y a los moros. Pero Fernando el Católico, desde 1514, había expedido una cédula real propiciando el mestizaje en el Nuevo Mundo y autorizando los matrimonios mixtos. Ello no evitó la bastardía, pero, con o sin ley, la Nueva España cobró muy pronto carácter mestizo. Añádase a estos hechos la pugna en torno a la humanidad del indígena, encarnada en la disputa entre Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda, para iluminar el mestizaje mexicano con la luz de una preocupación totalmente ausente de las colonizaciones inglesas, francesa u holandesa de las Américas. De la disputa acerca de la humanidad del indio surgió, gracias a los escritos de Vitoria y Suárez, un concepto del derecho internacional, bien llamado derecho de gentes, fundado en el respeto a lo que hoy llamamos derechos humanos. Dicho respeto es indispensable precisamente porque es violado con la constancia que lo violaron la hacienda, la mina y los cacicazgos antes y después de la Independencia.

    De manera que las reacciones contra la discriminación y la violencia contra los indios no tardaron en aflorar. En México, la Revolución de Ayutla, triunfo del movimiento liberal consolidado en las guerras de Reforma y la Constitución de 1857, es el parteaguas de nuestra primera independencia. Quedan atrás el capricho y la irresponsabilidad de la dictadura santanista y su terrible herencia: la mutilación de la mitad del territorio nacional. Para los liberales, no hay indios. Hay ciudadanos. Y si para muchos liberales el mejor indio no es el indio muerto, pero sí el indio invisible, la visibilidad indígena de Benito Juárez, Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez el Nigromante lleva a éste —adelantándose a la raza cósmica de Vasconcelos— a decir que la sangre del hombre del futuro será al mismo tiempo africana, esquimal, caucásica y azteca. México, declara generosamente Vicente Riva Palacio, tiene nacionalidad propia. ¿Y qué es esa nacionalidad étnicamente? Es mestiza. Pues si, según Justo Sierra, los indios adolecen de una pasividad incurable y los criollos son apenas una seudoaristocracia sin raíces, los mestizos son la familia mexicana. Pero, para activar la mezcla, se requiere una creciente inmigración europea.

    Andrés Molina Enríquez, nacido en 1868 —es decir, recién restaurada la República tras el triunfo de Juárez y los liberales contra Maximiliano y los conservadores—, crece y se educa en medio de estas tensiones irresueltas entre la nación y sus etnias, agravadas por una nueva imitación extralógica: el imperio del positivismo comtiano adoptado por los científicos del Porfiriato bajo otra guisa menos científica: el darwinismo social, la supervivencia del más fuerte y la religión de un progreso que requiere deshacerse de lastres raciales y culturales que nos rezagan. Agudamente, Basave ve en Herbert Spencer, más que en Augusto Comte, al verdadero filósofo detrás de la ideología científica del Porfiriato. Spencer no sólo acuñó el lema la supervivencia del más apto, sino que aceptó la teoría darwinista de la selección natural y llegó a considerar que ser moreno equivalía a ser bárbaro. Ello no obsta para que Spencer, al mismo tiempo, esbozara una teoría evolutiva de carácter abarcante, no excluyente, en virtud de que nada es homogéneo si es activo, sino que la actividad en sí misma es programa de diversificación.

    Acaso esta dimensión del pensamiento spencerista escapó a Molina y a los científicos, quienes lo redujeron a términos de progreso racista y excluyente. En todo caso, Molina Enríquez abandonó muy a tiempo el ferrocarril de Spencer y sus rígidos rieles industrialistas, para embarcarse en la nave de Franz Boas y sus amplios horizontes marinos. El relativismo cultural de Boas le permite a Molina romper con los positivistas y declarar que no hay sociedades atrasadas, sino pueblos diferentes. Gracias a Boas, Molina separa raza de cultura. Gracias a Molina, podemos ver nuestra propia cultura sin carga genética determinando retraso o progreso.

    La sociología molinista no dio fin, desde luego, a la querella de la modernidad mexicana y latinoamericana. Si el doctor Mora fue capaz de corregir su racismo de 1836 proponiendo arrepentido, en 1849, la fusión de todas las razas, tan tarde como Martín Luis Guzmán caracteriza al indio como perro fiel que sigue ciegamente lo designios de su amo (La querella de México). Pero, para entonces, había cobrado enorme fuerza la visión humanista latinoamericana de Euclides de Cunha en Brasil, viendo en el mestizo el núcleo de la nacionalidad.

    Después de la revolución liberal de 1854, es la Revolución mexicana de 1910-1940 la que con más vigor reivindica la caracterología mestiza del país. El carácter introspectivo de la Revolución, como lo llama Basave, es ante todo un acto de autorreconocimiento. El zapatista bigotudo, sombrerudo y charrasqueado tomando café en el antiguo Jockey Club de la aristocracia porfirista es sólo la imagen más llamativa del espejo desenterrado: Así somos. Somos todo esto. Indígenas, europeos, mestizos. Que a menudo la cultura promovida por la Revolución haya sido demagógicamente nacionalista no oculta la verdad dicha por Manuel Gamio: Ante el arte no hay pueblos excluidos ni pueblos predilectos. Las opciones nacionalistas de los muralistas, por ejemplo, no alcanzan a disfrazar la presencia europea del Renacimiento italiano en Rivera, del futurismo italiano en Siqueiros o del expresionismo alemán en Orozco. La reacción cosmopolita del grupo de Contemporáneos representó un saludable contrapunto: México estaba en el mundo. Y una vez más, quien aclara las cosas es el más grande humanista mexicano del siglo XX, Alfonso Reyes: México le da color al agua latina. La política cultural de José Vasconcelos como primer secretario de Educación de los regímenes revolucionarios abarca, en fin, todas las dimensiones de nuestra cultura incluyente. Alfabetiza en la base. Publica los clásicos universales en la cima. Prohija el muralismo nacionalista. Nos propone como raza cósmica e instala a Buda, a Mahoma, a Jesús en los patios de la Secretaría de Educación Pública.

    Pero en la grieta histórica, como la llama con acierto Basave, en esa falla sísmica entre el Porfiriato y la Revolución, el que construye el puente, inestable, de tablas en el medio aunque de mármol en las orillas, es el inquieto, inquietante, contradictorio don Andrés Molina Enríquez. Aun en los años cincuenta, Los grandes problemas nacionales era lectura obligatoria para todos —estudiantes y maestros— en la Facultad de Derecho de la UNAM. Molina es mestizófilo, pero con adornos positivistas de Comte y Spencer. Cae en estereotipos. El México indio es melancólico. El México criollo es triunfalista. El México sintético o ideal es el mestizo. ¿Por exclusión? ¿Por malas razones? ¿Por una especie de pioresnada congénito? Molina lucha por no llevar vicios y virtudes preconcebidos a las razas. Pero es él, al cabo, quien nos endereza y perfila hacia una concepción de la variable étnica en México y de la correlación entre raza y clase. A pesar de su linaje positivista, Molina nos impulsa a superar los índices puramente biológicos. La variable étnica no explica los fenómenos humanos. Las polarizaciones culturales son peligrosas e inútiles: hispanofilia, indofilia, incluso mestizofilia. Molina nos coloca a las puertas de la más actual de las filias: el multiculturalismo como signo de la modernidad globalizada. El respeto a todas las razas y a todas las culturas.

    En México, en este sentido, la cultura puede y debe ser occidental, india y mestiza. Pero, en términos étnicos, no existe ya un México puramente occidental ni puramente indígena. Hay entre nosotros una dinámica de la mezcla racial que, dice Basave, no necesita gestores. Pero como siguen existiendo etnias indígenas sojuzgadas, rezagadas, olvidadas, la justicia impone una obligación al mestizaje: proteger a las minorías indias, liberarlas, respetarlas. O como lo dice lúcidamente Luis Villoro, Al buscar la salvación del indígena, el mestizo se encuentra a sí mismo.

    Molina no era un socialista. Su darwinismo social lo llevó a admitir la sociedad con clases. Pero su conciencia social lo llevó a proponer una nación sin castas. La justicia social y la justicia racial se confundieron en él, pues por más que dijese que las diferencias de clases eran tolerables cuando no se combinaban con las diferencias raciales, decirlo revela ya que, en México, existe una intolerable correlación entre raza y clase. Ser indio es ser pobre. Ser blanco es ser rico. Pero más allá de este prejuicio y de esta suerte de fatalidad, México es hoy un país de cien millones de habitantes, y por lo menos la mitad —todos los indios y la mayoría de los mestizos— vive en la pobreza.

    El mestizaje se ha identificado con la nacionalidad en México. Eso está bien, siempre y cuando no signifique, en un extremo, darle la espalda al mundo con actitudes xenofóbicas y chovinistas que afloran a cada rato. Y en el otro extremo, celebrar a los indios en los museos y despreciarlos en las calles. La rebelión en Chiapas, con todos sus discutibles dichos y hechos, tuvo el inmenso mérito de hacer visible, de nuevo, al indio invisible y de proponerle al mestizo, identificado con la nacionalidad, que ésta es injusta si es excluyente y que carece de futuro si carece de pasado. El indio, hasta cierto punto, puede bastarse a sí mismo si es respetado. Pero al mestizo le corresponde, por su propio bien, atender al indígena, no por anacronía, no por antioccidentalismo ni por folklore, sino por tener presente una de las vertientes de nuestra cultura y de nuestra existencia nacional, y entreverar lo mejor de ella a su contraparte en un plano de igualdad, escribe luminosamente Agustín Basave.

    Existen tantos modelos de modernidad como pueblos capaces de concebirlos, dice con precisión y autoridad humanistas el autor. Su mensaje, a doce años de los fastos del Quinto Centenario, a ocho años del levantamiento zapatista y a dos años de la renovación democrática de México, es más que nunca pertinente: nuestras etnias portadoras de ricas culturas y de proyectos válidos deben estar dispuestas a una apertura recíprocamente enriquecedora, condicionada al propósito de producir algo mejor.

    Ese algo mejor es vernos a todos, indígenas, blancos y mestizos, como ciudadanos mexicanos.

    Introducción

    El propósito primordial de este libro es estudiar lo que aquí ha sido bautizado como mestizofilia. La mestizofilia puede definirse, en su más amplia connotación, como la idea de que el fenómeno del mestizaje —es decir, la mezcla de razas y/o culturas— es un hecho deseable. En particular, la tesis mestizófila de Andrés Molina Enríquez —epicentro de la investigación— parte de la premisa de que los mestizos de México, entre los que él incluye fundamentalmente a quienes poseen un linaje mixto hispano-indígena, son los mexicanos por antonomasia, los auténticos depositarios de la mexicanidad, y pretende demostrar histórica y socioetnológicamente que México no puede convertirse en una nación desarrollada y próspera mientras no culmine su proceso de mestizaje y logre homogeneizar en lo étnico la población mediante la fusión racial de las minorías de indios y criollos en la masa mestiza.[1] Para realizar el estudio de dicha tesis se ha recurrido tanto al análisis comparativo de la obra de Molina Enríquez, cotejando el instrumental doctrinario empleado en su demostración con las fuentes originales del mismo, como al análisis de la propia argumentación moliniana y a la evaluación de su contribución a la historia de las ideas en México.

    No obstante, en virtud de que la mestizofilia mexicana es toda una corriente de pensamiento que antecede y trasciende con mucho a Molina, y tomando en cuenta que pese a ser México un país mestizo no existen trabajos de investigación sobre esa corriente,[2] se juzgó necesario incorporar en este libro un breve recuento monográfico de algunas de las tesis mestizófilas que se dan antes y después de la del jilotepequense. Sin ello la aportación moliniana, que se nutre de unas y alimenta a las otras, quedaría fuera de contexto, y no se contaría en consecuencia con la perspectiva adecuada para apreciarla cabalmente. Por otra parte, se consideró que una exposición cronológica de las posturas que una porción importante de la intelectualidad mexicana ha tomado con respecto al mestizaje,[3] por somera que sea, puede ofrecer la ventaja de propiciar el rescate de una línea de pensamiento hasta ahora olvidada por los especialistas. La tesis de Molina Enríquez es la más rica y elaborada de todas —no por otra razón se decidió hacerla objeto principal del presente estudio—, pero eso no obsta para que no sea enriquecida por las de sus homólogos.

    Ahora bien; la mestizofilia es, en efecto, una idea. Conviene pues aclarar de antemano de qué clase de idea se trata y ofrecer un marco conceptual en el que pueda ubicarse su análisis. Para ello, y por principio de cuentas, vale recordar que la tendencia a vincular mestizaje y mexicanidad responde esencialmente a una búsqueda de identidad nacional. En ese sentido, la corriente mestizófila se inscribe en el ámbito del nacionalismo. Mas en este punto es necesario deslindar conceptos. A pesar de la selva semántica que rodea al polifacético término,[4] varios de los más conspicuos estudiosos del tema coinciden en interpretarlo como el proceso mediante el cual una nación —un conjunto de personas que se sienten parte de una misma nacionalidad intenta crear un Estado que la contenga y la separe de las demás. Con énfasis en el lenguaje (Hayes), en la raza (Akzin) o en la religión, las tradiciones y otros factores de unión (Kohn), ya sea explicándolo a partir de la uniformidad cultural generada por la industrialización (Gellner) o de la extrapolación al plano colectivo de la idea kantiana de la autodeterminación individual (Kedourie), los autores más disímbolos ostentan así un común denominador: el eurocentrismo.[5] El blanco de sus observaciones —aun en el caso de los que estudian el nacionalismo desde Estados Unidos— suele ser la historia de Europa. Por eso sus teorías rara vez se aplican a América Latina.[6]

    En los países latinoamericanos el proceso fue al revés: primero se tuvieron los Estados y luego se intentó crear las naciones. Las colonias españolas, al independizarse de su metrópoli, mantuvieron en lo general la división territorial del Imperio. Así, los antiguos virreinatos dieron origen a las nuevas repúblicas, cuyos pueblos carecían sin embargo de conciencia nacional; la ausencia de una cultura propia y homogénea, el ínfimo nivel educativo y la incomunicación de la inmensa mayoría de sus habitantes descartaban el proyecto de unificar el subcontinente y hacían que la idea de nacionalidad existiese sólo en la mente de sus élites.[7] En tales circunstancias, era natural que los movimientos nacionalistas se caracterizaran, a diferencia del gradualismo, el integracionismo o el separatismo europeos,[8] por la tentativa de definir el elemento con que en mayor medida Europa ya contaba: la identidad nacional.

    Así sucedió en México. Pues si bien por un lado la europeización de su intelligentsia propició la imitación extra lógica de exaltar un abigarrado amasijo histórico y cultural que pretendía representar lo mexicano, y por otro las tendencias anticolonialistas e incluso las latinoamericanistas se mantuvieron vivas,[9] la preocupación por encontrar comunes, denominadores y factores de unidad nacional ganó cada vez más adeptos. Ese fue el caso de la corriente mestizófila, que en sus orígenes atribuyó el desorden y la anarquía del México independiente a las diferencias raciales de la población —pugnando en consecuencia por erradicarlas— y que pronto se perfiló como un longevo movimiento intelectual nacionalista que postulaba el mestizaje como quintaesencia de la mexicanidad. Por ello no deja de ser sorprendente que los estudios de este tipo de movimientos en México se hayan concentrado en el bien llamado patriotismo criollo, el cual se desarrolló primordialmente en la era novohispana y que, salvo por el guadalupanismo y alguno que otro rasgo, desapareció con ella, desdeñando en cambio el nacionalismo mestizo, que en más de un sentido se conserva vivo en la actualidad.[10]

    Tales son el marco conceptual y los objetivos de este libro; es decir, sus puntos de partida y de llegada. Lo que sigue es el trayecto entre ambos, el cual está dividido en tres partes: Los orígenes de la corriente mestizófila, Andrés Molina Enríquez o la mitificación del mestizo y El desenlace actual de la mestizofilia. En la primera se relata la actitud de las élites coloniales para con el mestizo, pasando también revista a algunos de los pioneros de la mestizofilia (El México colonial: el mestizaje a contrapelo); se recuerda la postura de los liberales decimonónicos frente al indio y la cuestión racial (El México liberal: un buen indio es un indio invisible); se analizan las tesis mestizófilas de los tres padres de la corriente (Francisco Pimentel: el genocidio humanitario, Vicente Riva Palacio: el contrato racial y Justo Sierra: el mestizo se vuelve burgués) y, finalmente, el Porfiriato en cuanto a su valoración de lo indígena ("El México positivista: la teoría vs. la praxis").

    La segunda parte, dedicada a Molina Enríquez, se divide a su vez en dos secciones: Vida y obra: génesis de una obsesión y Evaluación crítica: un problema de envoltura. La primera sección incluye una cronología de su vida (Nota biográfica) y una exposición de su tesis mestizófila a través de tres etapas de su obra (Su pensamiento mestizófilo en formación, Consolidación de su tesis pro-mestizaje y Su mestizofilia corregida y aumentada); la segunda contiene la crítica de dicha tesis desde la perspectiva tanto de las teorías en que se inspira como de sus propias contradicciones metodológicas (Encasillando su inencasillable pensamiento y Los entretelones de su mestizofilia) y recoge los aspectos de la mestizofilia moliniana que rindieron frutos en su época o que aún se mantienen vigentes (El germen y el fruto de su legado).

    La tercera y última parte del libro trata del boom de la mestizofilia entre los ideólogos revolucionarios (El México revolucionario: la mestizofilia en su apogeo), analiza las tesis mestizófilas de los dos más importantes sucesores de Molina (Manuel Gamio: la reencarnación del indio y José Vasconcelos: ¡Mestizos de América, uníos!) y termina con un vistazo a la nueva mestizofilia cultural en algunos estudios de la mexicanidad (El México posrevolucionario: el mexicano bajo la lupa). Después vienen las conclusiones.

    La bibliografía empleada consiste, en términos generales, en las obras de los pensadores analizados, sus biografías y el material historiográfico necesario para situarlos en su tiempo. Por lo que toca a Andrés Molina Enríquez, se recurrió también a documentos oficiales de carácter biográfico —acta de nacimiento, certificados

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