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universo
VICENTE ECHERRI | Nueva York | 30 de Junio de 2013 - 08:10 CEST. | 24
A Orlando Jiménez-Leal,
Más allá de estos juicios, veo la obra de Borges como un sistema para
explicar el mundo, solo que en lugar de ser mera especulación intelectual
—el estilo practicado desde la Antigüedad por filósofos y pensadores—,
se trata de un orden literario que, apoyándose o enmascarándose en lo
lúdico, en lo fantástico, se propone atrapar la realidad entera.
El universo de Borges es —y he aquí una revelación vertiginosa— el
Universo mismo, y no porque el primero sea reiteración minuciosa de los
elementos y componentes del segundo, a semejanza de la vasta y fútil
tarea de Pierre Menard, ese personaje de Borges que se propuso escribir
de nuevo El Quijote repitiendo todas y cada una de las palabras del texto
de Cervantes; o de Funes el memorioso, carácter también de su
invención, que necesitaba un día entero para rememorar los
acontecimientos de un solo día. En Borges está el universo como reflejo
(auténtica imago mundi), como hechizo, como acertijo,
como summa poética. Lejos de empeñarse en un estéril mimetismo de la
realidad, infinita y abarcadora; él se propone reducirla, ordenarla con
pasión epistemológica, en un viaje hacia los primeros principios, en el cual
todas sus invenciones literarias son aproximaciones, fichas de un vasto
tablero, piezas de un gigantesco rompecabezas donde se arma el mundo
íntegro, pero que puede presentársenos segmentado, como un verdadero
laberinto.
No es casualidad que el laberinto —esa red de engañosos pasadizos que
el mítico Dédalo construyó en Knossos para confundir al Minotauro o a
sus posibles matadores— sea un reiterado topos del universo borgeano;
como tampoco el que la primera ilustración de Las mil y una noches, en la
lujosa edición de Sir Richard Francis Burton, sea la de un laberinto. Este
compendio de cuentos orientales, que Borges gustó desde su niñez en
algunas de las célebres versiones inglesas, es una parábola del mundo
en cuyo discernimiento el escritor afirma su vocación de narrador, en el
sentido de intérprete de la realidad. El laberinto representa bien esta obra
(como también, de alguna manera, aunque menos perfecta, podría
representarlo la imagen de la matrioshka rusa): se trata de cuentos dentro
de cuentos, dentro de cuentos… en que Borges descubre pronto la
naturaleza de su búsqueda y de su tarea. Como en Las Noches, su
literatura se limitará al relato y al poema y, aunque no intentará la obvia
subordinación de unos cuentos a otros, todos sus trabajos operan como
fragmentos de ese universo a cuyo ordenamiento y comprensión él dedicó
su vida.
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El laberinto puede ser de piedra, el mismo que le dio fama a Creta, como
en "La casa de Asterión", con un inofensivo minotauro que espera a
Teseo como un redentor que habrá de librarlo de su infinita soledad, o el
que se construye un supuesto rey fugitivo en "Abenjacán el Bojarí, muerto
en su laberinto", donde se nos dice: "La noticia de que el forastero se
fijaría en Pentreach fue recibido con agrado; la extensión y la forma de su
casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa
constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores"[2] .
Para persistir en su parábola, Borges le hace decir a uno de sus
personajes que descifra esta historia: "No precisa erigir un laberinto,
cuando el universo ya lo es"[3] . En "El jardín de senderos que se
bifurcan", cuyo título sugiere el laberinto, Borges nos aporta una clave
más definitoria:
Esto nos pone en contacto con otra cara del universo borgeano, es decir,
con otro modo del laberinto, con otra parábola de los límites que intenta
alcanzar con su obra de narrador y de poeta. No vale la pena intentar
ninguna explicación; es preferible que sea Borges quien hable:
Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el
reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.[11]
Esta voluntad integradora del autor es del todo coherente con su proyecto
temerario de recrear el universo. Se vale de dos métodos: la reducción a
lo esencial —como acabamos de ilustrar— y la enumeración ordenadora
que, lejos de contrariar la síntesis, como parecería a primera vista, sirve
para afirmarla. Es preciso subrayar que enumeración y orden componen
aquí una sola naturaleza. Sin el segundo elemento, la enumeración se
tornaría caótica, como la han perpetrado sin límites los escritores
barrocos y neobarrocos, posmodernos y surrealistas, movidos por el
absurdo gratuito, cuando no por un sistema desgobernado y monstruoso.
El orden define la enumeración de Borges y la subordina a su proyecto
trascendente, el orden (que es también el rigor) hace de él, a diferencia
de casi todos sus contemporáneos, un clásico.
Esta idea nos devuelve a la reflexión sobre el tiempo, clave del mundo
que Borges intentó captar y transmitir, convencido de que la única
eternidad que le estaba reservada dependía de su obra.
A pesar de sus muchas menciones de Dios, puede afirmarse que Borges
no creyó en la directa intervención de un Ser Supremo en el mundo y en
la Historia. Profesaba una especie de agnosticismo antiguo que derivaba
de sus tempranas lecturas de los clásicos, especialmente de Lucrecio;
pero insistía en llamarle Dios a ese absoluto que necesitaba situar en el
centro mismo del sistema con que intentó explicar el universo. Tenía fe,
sí, en la perdurabilidad de su escritura, aunque la disimulara con los
ademanes de la modestia. Por eso creo que es la arrogancia —no la
humildad— la que lo lleva a decir: "espero que el olvido no se demore"[18] ,
contradiciendo así lo que antes ha dicho en verso memorable: "solo una
cosa no hay, es el olvido"[19].
[4] J.L.B., "El jardín de senderos que se bifurcan", Ficciones, op. cit., p.
475.
[11] J.L.B., "Historia del guerrero y de la cautiva", El Aleph. op. cit. p. 560.
[13] J.L.B., "Historia del guerrero y de la cautiva", El Aleph, op. cit., p. 558.
[15] J.L.B., "Otro poema de los dones", El otro, el mismo, op. cit., p. 937.
[17] Idem