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FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA
DE JORGE LUIS BORGES
6/28/2015
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Más cerca de nuestros días, el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, sugiere la
posibilidad propia de la mente humana de efectuar proyecciones mentales al hablar,
por ejemplo, de la capacidad que tenían los primitivos de objetivar sus pensamientos
(una habilidad que el hombre moderno ha perdido). Basándose en las
investigaciones de antropólogos y filósofos de las religiones, Jung considera que los
primitivos se beneficiaban de la extraordinaria ventaja de un “imaginario” autónomo,
ventaja conferida en el plano de la percepción y conocimiento del mundo por su
psiquismo diferente.
A pesar de las reticencias, el psicólogo suizo afirma, sin lugar a dudas, su creencia
en la realidad del mundo imaginario surgido del inconsciente, no sólo en relación
con los contenidos de la conciencia pero incluso en relación con lo que Berkeley
llamaba “cosas sensibles”, entre los dos mundos, el inconsciente-imaginario y el
consciente-sensible pudiendo existir —por muy paradójico que pareciera— una
relación de igualdad, cuando no incluso de superioridad de aquél frente a éste: Por
razones concernientes a la experiencia, debo decir, sin embargo, que, en relación
con la actividad de nuestra conciencia, los contenidos del inconsciente reivindican,
debido a su tenacidad y persistencia, tanta realidad cuanta tienen también las cosas
reales del mundo de fuera, aunque tales pretensiones aparecen totalmente
inverosímiles para una mentalidad dirigida preeminentemente hacia lo exterior. No
debemos olvidar que han existido siempre numerosos hombres para los cuales los
contenidos del inconsciente han tenido un grado mayor de realidad que las cosas
del mundo exterior. La investigación profundizada del psíquico humano aclara,
indudablemente, el hecho de que ambas realidades ejercen sobre la actividad
consciente un influjo igual de intenso, de modo que desde el punto de vista
psicológico y por razones puramente empíricas, tenemos el derecho de tratar los
contenidos del inconsciente como si fueran igual de reales que las cosas del mundo
exterior, aun cuando las dos realidades se contradicen y parecen ser
completamente diferentes en su esencia. [Psychologische Typen, 1942]
Estos contenidos, que Jung llama a veces “estructuras arquetípicas”, otras veces
“engramas funcionales”, constituyen la base de la actividad psíquica del ser
humano, siendo los que —más allá de las diferencias de raza, edad o época
histórica— unen a los humanos debido a su universalidad (la universalidad
constituye su característica fundamental).
Las proyecciones mentales, como producto de la fantasía o de la imaginación, van
en estrecha relación —en la concepción de Jung— con la dinámica y el modo de
funcionamiento del inconsciente, a los que él describe —siguiendo las huellas de su
maestro Freud— como si fueran determinados por la actividad de una cantidad de
energía psíquico denominada libido.
Así, por ejemplo, los arquetipos anima y animus, es decir, la imagen obsesionante
de la cara femenina, respectivamente de la masculina, aparecen —piensa Jung—
como consecuencia de una proyección mental de la imagen del alma. Siguiendo las
huellas de los filósofos neoplatónicos del Renacimiento, él afirma lo siguiente: En lo
real, el soporte más adecuado para la imagen del alma de un varón, en virtud de la
calidad femenina de su alma, es una mujer, y, a la inversa, par una mujer, un varón.
Siembre, ahí donde existe una relación inevitable, de efecto, por decir así mágico
entre los sexos, nos hallamos en presencia de una proyección de la imagen del
alma. Dado que estas relaciones son frecuentes, es probable que el alma sea
también frecuentemente inconsciente, es decir deben ser numerosos los hombres
que no tienen la conciencia de la actitud que adoptan ante los procesos psíquicos
interiores. Al ser la inconsciencia siempre acompañada por una identificación
correspondiente con persona, dicha identificación debe ser también frecuente. Lo
cual se produce realmente, una vez que numerosas personas se identifican de
manera tan completa con su actitud exterior, que dejan de guardar relación alguna
consciente con sus procesos interiores.
Por tanto, esta proyección espiritual pertenecería a la normalidad, una vez que su
ausencia lleva a la manifestación de una psicopatología comportamental con
consecuencias inesperadas para el individuo. De todos modos, se produce también
la situación inversa: La imagen del alma no se proyecta, sino que permanece en el
sujeto, éste se identifica, así, con la propia alma en la medida en que está
convencido de que su modo de comportarse frente a sus propios procesos interiores
representa su carácter único y real. En este caso, como consecuencia de su estado
de conciencia, la persona está proyectada, y lo está sobre un objeto del mismo sexo.
Es la base de numerosos casos de homosexualidad manifiesta o latente, o de
transferencia paterna en hombres, respectivamente materna en mujeres. Tales
transferencias afectan siempre a la gente con adaptación exterior deficiente y con
una relativa falta de relaciones, pues la identificación con el alma engendra una
actitud que se orienta predominantemente en función de la percepción de los
procesos interiores, lo cual quita al objeto su influjo determinante.
De modo que la proyección mental de la imagen del alma es, según Jung, un
proceso necesario para el desarrollo normal y armonioso de la personalidad. Si la
imagen del alma está proyectada, surge una relación afectiva incondicional con el
objeto. Si no está proyectada, surge un estado de relativa no adaptación, que Freud
llama narcisismo. La proyección de la imagen del alma exime de la preocupación
relacionada a los procesos interiores mientras el comportamiento del objeto
concuerda con la imagen del alma. El sujeto está situado, de este modo, en la
postura de vivir y desarrollar a continuación su propia persona. En el tiempo, el
objeto, empero, apenas si estará capaz de corresponder siempre a las exigencias
de la imagen del alma, aunque existen mujeres que consiguen, en detrimento de su
propia vida desempeñar en relación con sus maridos, el papel de la imagen del
alma. La misma cosa la puede hacer, inconscientemente, un varón por su mujer,
pero en tal caso aquél estará determinado a cometer acciones que superan sus
capacidades, tanto en lo bueno como en lo malo. Él también es ayudado por su
instinto biológico masculino.
Si la imagen del alma no está proyectada, surge con el tiempo una diferenciación
directamente patológica en las relaciones con el inconsciente. El sujeto es inundado
en medida cada vez mayor por los contenidos inconscientes que no puede ni utilizar
ni tampoco reelaborar de alguna manera, a causa de su relación defectuosa con el
objeto.
En el libro antes citado Culianu dedica un capítulo entero al estudio de los demonios
y de la demonología en el Renacimiento. Inscribiéndose en la misma corriente de
ideas que afirma la existencia objetiva de los fantasmas del imaginario, escribe
que los espíritus son fantasmas que adquieren una existencia autónoma mediante
una práctica de visualización que está muy emparentada con el Arte de la Memoria.
Los personajes autónomos, de tipo unamuniano o pirandelliano y, por extensión,
todos los personajes ficticios, podrían ser, por tanto, considerados espíritus,
demonios o fantasmas habitando libremente en la “naturaleza” (conforme a la
concepción de los filósofos del Renacimiento) o, conforme a la dicotomía impuesta
por el pensamiento neopositivista moderno, en otro nivel existencial, en un universo
cuadri o pluridimensional. En lo que concierne a la fuente de procedencia de estos
fantasmas, Culianu considera que no puede ser sino una sola: la actividad psíquica
del ser humano, manifestándose, como hemos visto, a través de toda una serie de
fenómenos (imaginación, sueños, producción artística, etc). Es indudable —escribe
el filósofo rumano— que los espíritus que imponen su presencia proceden del
inconsciente; los demás, empero, que son inventados, ¿de dónde proceden?. Y
contesta él mismo: La fuente de éstos es la misma, puesto que los modelos,
transmitidos mediante la tradición, aparecieron antaño en la fantasía de otro
operador. El mágico o el brujo del Renacimiento se entera de la existencia de los
mismos en los manuales de alta magia, tales como la Stenographia del abad
Trithemius o la filosofía oculta de su discípulo Cornelius Agrippa, o en los manuales
de magia negra. Para infundir vida a esas entidades el mago las invoca mediante
talismanes u otros accesorios específicos de su arte.
La analogía entre el mágico y el escritor es, por tanto, a la luz de lo expuesto por
Culianu, evidente. Tanto el uno como el otro son productores de fantasmas (seres
o cosas inanimadas) que, en ciertas circunstancias, en situaciones extremadas,
llegan a adquirir estatuto de autonomía, liberándose de la tutela del escritor e
invadiendo, hasta cierto punto, el mundo objetivo, físico por el hecho de que tienen
la posibilidad de imponerse también a la conciencia de personas ajenas.
Viajes al mundo del más allá es el libro en que Culianu insiste repetidas veces en la
idea del universo como espacio mental. Así, las visiones y viajes a otros mundos —
un tema antiguo de la mitología universal y de todas las religiones y creencias de la
humanidad— tienen todas, afirma el autor, un denominador común: Los universos
explorados son universos mentales. En otras palabras, la realidad de los mismos
está en la mente del explorador. Lamentablemente, ningún enfoque psicológico
parece ser capaz de ofrecernos una comprensión suficiente de lo que es la mente
en realidad y, sobre todo, de lo que es y dónde se encuentra el espacio mental. La
localización y las propiedades del espacio mental son, probablemente los más
incitantes enigmas a los que se enfrentaron los hombres; y después de que dos
oscuros siglos de positivismo han intentado explicarlos llamándolos ficticios, ellos
volvieron con más fuerza que nunca, con la aparición de la cibernética y de los
ordenadores. En el más puro espíritu berkeleyano, idealista y posmodernista a la
vez, Culianu destaca la interdependencia entre el espacio mental y el mundo que
percibimos como fuera de nosotros: El mundo exterior no podría existir sin el
universo mental que lo percibe, y en cambio el universo mental presta sus imágenes
de las percepciones. El mundo como creación de la mente es una idea antigua,
perteneciendo a creencias milenarias de la humanidad, a la que encontramos, por
ejemplo, en el budismo tibetano. Así, en El libro de los muertos se dice que:
La idea de que el universo que nosotros concebimos como objetivo, real y material
pudiera ser una proyección de una mente, sea divina o suprahumana, no le es ajena
tampoco a Cortázar, que enmarca esta idea en el conjunto más amplio de las
concepciones y convicciones que conforman el fundamento ideológico de la
mayoría de sus obras, pero también de su visión personal sobre el mundo y la vida.
Así, siguiendo las huellas de Borges, la apología del cuento de reducidas
dimensiones, él menciona el hecho de que el autor hubiera podido ser uno de los
personajes del cuento (de ahí su preferencia por la narración en primera persona,
en la que narrador y personaje se superponen y se confunden a veces). Situándose
en una línea que continúa el modernismo, Cortázar recoge, de hecho, un tema
extremadamente difundido en los autores perteneciendo a la corriente decadentista
de finales del siglo XIX y principios del XX, presente en toda una serie de autores,
no sólo españoles sino también de otras literaturas. Se trata de escritores muy
conocidos, como el español Unamuno o el italiano Pirandello, entre los que existen
evidentes paralelismos y afinidades electivas. Hablamos, en primer lugar, de la
conocida teoría, promovida por ambos, tanto en los escritos teóricos como en
novelas, cuentos o piezas teatrales, conforme a la cual el autor y sus personajes se
sitúan por lo menos al mismo nivel ontológico; es decir, ellos consideran que los
personajes imaginados por el autor, brotados de su mente, frutos o “hijos
espirituales”, como decía Unamuno, poseen un estatuto ontológico por lo menos
igual, cuando no superior al de su autor. Los personajes cobran vida, se convierten
en independientes, autónomos, autárquicos, salen en busca del autor, polemizan,
discuten, riñen, pelean con él, llegando hasta un conflicto abierto, luchando sin
tregua por obtener plena supremacía. El que ha sido considerado, a justa razón, el
paradójico Unamuno, va aún más lejos cuando afirma, implícita y explícitamente,
que los llamados “personajes literarios” son seres vivos, de carne y hueso, dotados
con voluntad y temperamento propios, situándose incluso en un nivel ontológico
superior al hombre normal y, en ocasiones, superior a su propio creador, al autor
que los había inventado mediante la fuerza de su imaginación. Lo afirma Unamuno
repetidas veces, explícitamente, en célebres ensayos como Vida de Don Quijote y
Sancho, libro fundado en la idea de que los personajes cervantinos fueron —y
siguen siendo—, a diferencia de su inventor, inmortales. Por tanto, nos enfrentamos,
en el caso de Unamuno, a una degradación en plano óntico del autor, frente a los
personajes inventados por él. Éstos disfrutan de un porcentaje mucho más alto de
plenitud vital una vez que son inmortales, perpetuando su existencia a través de la
conciencia de miles de lectores. Mientras que, en el caso del autor, el riesgo de caer
en el olvido, por tanto de perecer, de morir definitivamente, es mucho mayor, siendo
su única oportunidad de sobrevivir asegurada exactamente por estos “hijos
espirituales”.
Lo que Cortázar nombra polarización esencial podría ponerse en relación con lo que
otros autores, filósofos, historiadores de las religiones, antropólogos del tipo de los
comentados anteriormente, han nombrado proyección mental. Incluso vemos que
la idea de posesión vuelve casi obsesionadamente en este breve pero
extremadamente condensado texto cortazariano. El autor parece delimitarse, sin
embargo, aun cuando no en términos demasiado categóricos, de la asociación del
proceso de creación literaria a cualquier tipo de ritual o manipulación con efecto
mágico: Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si
alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se
quita de encima una alimaña, sabrá la diferencia que hay entre posesión y cocina
literaria.
La opinión que Cortázar expresa en lo relativo al estatuto del artista y del arte, tal
como resulta de estas consideraciones suyas, recogidas bajo el título Liminar, se
asemejen en muchos aspectos con la que los autores y teóricos del Renacimiento,
así como algunos filósofos de procedencia romántica, tales como Schopenhauer,
proponían, en su tiempo, para definir el concepto de genio y que consiste en
acentuar la idea de anormalidad (en sentido positivo, desde luego, el genio
situándose no en el límite de abajo sino en el de arriba de la normalidad) análogo al
concepto más moderno de estado alterado de la conciencia: La génesis del cuento
y del poema es sin embargo la misma, nace de un repentino extrañamiento, de un
desplazarse que altera el régimen «normal» de la conciencia. Los cuentos escritos
de este modo son, igual que ciertos poemas inmortales, criaturas vivientes que
respiran y comunican directamente con el lector, sin necesidad de una intervención
autoral. Y los personajes serán, como los ingeniados por Unamuno y Pirandello,
criaturas autónomas, dotadas de voluntad y poder de accionar propio: el poeta y el
narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus
consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las
que tienen para el autor.
El estatuto ontológico de los seres ficcionales parece ser uno de los problemas más
ardientes y que han preocupado las mentes de muchos investigadores en los
últimos años. Uno de ellos es Toma Pavel que, en un conocido libro titulado Mundos
ficcionales hace un breve resumen histórico de este discutido problema,
descubriendo dos concepciones que han venido perfilándose, dividiendo a sus
autores en dos bandos adversos: la concepción segregacionista y la concepción
integracionista. La primera caracteriza el contenido de los textos ficcionales como
pura imaginación, sin valor de verdad; sus adversarios adoptan una concepción
integracionista, tolerante, defendiendo que no se puede consignar ninguna
diferencia ontológica real entre las descripciones ficcionales y las no-ficcionales del
mundo real. Los integracionistas, especialmente los que pertenecen a la corriente
convencionalista, motivados al parecer por la confianza ilimitada en la ponderación
ontológica del discurso ficcional, afirman que M. Pickwick disfruta de una existencia
igual de sustancial como el sol o como Inglaterra en 1827 [Toma Pavel, Lumi
ficţionale]. Los objetos ficcionales están definidos como meinongianos (término
derivado del nombre de Alexis Meinong), al disfrutar ellos, en relación con los reales,
de un estatuto aparentemente paradójico y discriminatorio disminuyente al mismo
tiempo, al tratarse de objetos que son existentes pero no existen. Sólo los objetos
reales poseen tanto las propiedades plenas como las atenuadas de existir y ser
existentes. El caso de los seres ficcionales supone una extensión de la ontología
hacia dominios situados más allá de los limites de la realidad tangible. Ser existente
sin existir es una propiedad sofisticada, poseída también por las entidades
matemáticas, los monumentos arquitecturales no financiados, por las emanaciones
espirituales de los sistemas gnósticos, por los personajes ficcionales.
La misma opinión del universo como proyección del espíritu humano a escala
universal es señalada por Borges con referencia a Emerson en el ensayo
consagrado al prosista norteamericano Nathaniel Hawthorne: Esa misma intuición
de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal
está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula ‘History’.
‘Nueva refutación del tiempo’ es el texto en que Borges se nos presenta como un
digno continuador de la filosofía idealista de procedencia berkeleyana. Todo el
ensayo es un ingenioso comentario de las ideas del filósofo inglés. El procedimiento
predilecto empleado por Borges en este ensayo es el de la cita directa (desde luego,
en español) de Berkeley y el fragmento que más lo impresionó es: Berkeley observó:
«Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si
las perciben o no, es para mí insensato. No es posible que existan fuera de las
mentes que las perciben. No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego
que los objetos puedan existir fuera de la mente. Hay verdades tan claras que para
verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: todo el coro
del cielo y los aditamentos de la tierra, todos los cuerpos que componen la poderosa
fábrica del universo, no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser
percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un
Espíritu Eterno». Schopenhauer, observa Borges, se inscribe en la misma línea del
pensamiento idealista, mas comete el error de privilegiar las partes componentes
del cuerpo humano en relación con los fenómenos del mundo exterior: Es decir,
para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios
o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844 redescubre y agrava el antiguo error:
define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo de la cabeza»
del «mundo fuera de la cabeza», mientras que Berkeley prefiere resolver
tajantemente el problema, recurriendo al ser trascendental: Berkeley afirmó la
existencia de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los
percibe. El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al
mundo. Contrariamente a lo afirmado por Schopenhauer, Borges concluye, llevando
el razonamiento idealista al extremo y rechazando el estatuto privilegiado de la
persona en general y del cerebro en especial que El cerebro, efectivamente, no es
menos una parte del mundo externo que la Constelación del Centauro. Esta
negación del espíritu Borges la recoge de otro filósofo inglés del siglo XVIII, David
Hume: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los
sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los
cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había
querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de
materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la
noción metafísica de un yo.
La idea del mundo y del hombre como proyección mental realizada no por una
divinidad todopoderosa sino por los representantes de una especie suprahumana,
dotada de poderes paranormales, está presente —observa Borges— en la filosofía
budista: Otros textos budistas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil
quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión
vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. Todas
estas teorías idealistas extremadas demuestran —afirma Borges al final del ensayo
citado, mediante una lírica meditación pascaliana— la fragilidad e inconsistencia del
ser humano y de su destino, cuya sustancia es el tiempo. La negación del yo, del
espacio, de la materia, del tiempo, no son más que aventuras del espíritu inquieto,
no son —como diría Pirandello— sino desesperaciones aparentes y consuelos
secretos. Nuestro destino es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo
es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo
soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me
consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo,
desgraciadamente, soy Borges. De este modo, a través de una visión místico-
idealista sobre el universo que se confunde con su propio ego, subraya Borges la
tragedia de la condición humana.
La mayoría de los comentaristas ha destacado la ascendencia idealista,
berkeleyana y schopenhaueriana de Borges. Así, uno de los primeros que han
señalado el influjo de Berkeley en el escritor argentino fue Valéry Larbaud, en un
artículo publicado en La Revue Européenne, de diciembre de 1925, titulado ‘Sobre
Borges’, en el que se puede leer que Borges posee una doctrina estética y combate
por esa doctrina que tiene su base en el idealismo de Berkeley y que niega la
existencia real del yo y de sus productos: el tiempo y el espacio. Otro crítico, John
Bart, señala el influjo de Schopenhauer en la configuración de la teoría del universo
como ficción. Borges, afirma John Bart, considera, citando a Schopenhauer, que el
mundo es nuestro sueño, nuestra idea, en el cual pueden encontrarse «tenues y
eternos intersticios de sinrazón» que nos recuerdan que nuestra creación es falsa,
o por lo menos, ficticia, mientras que otros críticos son de la opinión de que este
carácter imperfecto, ilusorio, se refiere al texto, tratándose de una referencia
simbólica metatextual. Jaime Alazraki subraya la convicción de Borges de que toda
doctrina filosófica se configura en el espacio del imaginario fantástico y que la fuerza
del pensamiento puede engendrar cosas, objetos inexistentes, a condición de que
sean pensados intensa y voluntariamente, de que sean deseados y esperados
fervorosamente. Los símbolos son semejantes fuerzas, capaces de producir y
establecer un mundo propio. El crítico citado funda su argumentación en un
conocido fragmento borgesiano que reza así: Admitamos lo que todos los idealistas
admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha
hecho: busquemos irrealidades que confirmen este carácter. Borges descubre esas
irrealidades no en el ámbito de lo sobrenatural y maravilloso sino en esos símbolos
y sistemas que definen nuestra realidad: en metafísicas y teologías que de alguna
manera constituyen el meollo de nuestra cultura.
Stefania Mosca menciona, al lado del influjo berkeleyano, otros influjos que vienen
del área occidental pero que se sitúan, asimismo, en la misma barricada del
idealismo, de la creencia en la fuerza del espíritu y de la negación de la consistencia
de la materia, es decir, el platonismo, la religión cristiana y la magia: En sus relatos
hay una forma de atacar la consistencia del universo y del hombre dentro del
universo que reúne varios hilos: la filosofía idealista de Berkeley, para quien el
mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben o de la mente divina; el
platonismo, que concibe el mundo como un reflejo de los arquetipos divinos; la
creencia cristiana en un Dios creador y conservador del hombre, que vive mientras
el Señor lo piensa y todas las ficciones o leyendas mágicas o populares que
especulan con fantasmas, con ídolos, con simulacros, con seres creados por la
imaginación de los hombres [Jorge Luis Borges, utopía y realidad, 1983].
Todas —o casi todas— estas teorías, ideas, creencias, sistemas filosóficos tienen
como punto común el tema de la existencia como resultado de una proyección
mental, de una actividad espiritual, más exactamente cerebral. Este tema aparece
expresado, el nivel textual, ficcional, en una serie de cuentos de dimensiones
reducida y muy reducidas (algunos no superan una pagina o dos), entre los cuales
podemos mencionar ‘Las ruinas circulares’, ‘Parábola del palacio’, ‘La otra muerte’,
‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y ‘El Zahir’.