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ALGUNAS FUENTES

FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA
DE JORGE LUIS BORGES
6/28/2015

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por VIOREL RUJEA


La idea de que el universo en que vivimos podría ser producto de una mente
superior plantea, desde luego, graves e inquietantes interrogaciones, idea que
constituye sujeto de meditación para las inteligencias más profundas de la
humanidad, desde los más remotos tiempos hasta hoy. En función de la respuesta
dada a esta pregunta esencial concerniente a la naturaleza del universo, tanto los
creadores de los mitos fundamentales como los filósofos arquitectos de
impresionantes edificios teóricos, se han agrupado en dos bandos opuestos, que se
han enfrentado permanentemente a lo largo de las épocas históricas, es decir, los
materialistas, que afirman la preeminencia de la materia y los idealistas, que afirman
la preeminencia del espíritu. Nuestro análisis podría empezar desde cualquier
momento de esta confrontación. Nos detenemos, empero, en el filósofo inglés del
siglo XVIII George Berkeley (1685-1753) por la simple razón de que tanto Borges
como Bioy Casares fueron buenos conocedores y grandes admiradores de la obra
de este filósofo.

Berkeley es conocido en la historia de la filosofía como autor de una célebre fórmula,


convertida en aforismo, que expresa la esencia de su pensamiento: esse est
percipi (“ser significa ser percibido”). Él expone y comenta ampliamente esta idea
en escritos como Principles of Human Knowledge o Three dialogues between Hylas
and Philonous. El primero de éstos parece haber sido pensado y redactado como
una réplica directa, en el marco de una polémica más prolongada con el filósofo
materialista francés Descartes, el fundador del racionalismo, el que había postulado
la duda como método de pensamiento y como fundamento ontológico al mismo
tiempo (dubito, ergo cogito; cogito, ergo sum). La intención polémica del filósofo
inglés resulta claramente del fragmento que cita como preámbulo a su trabajo,
fragmento en que Descartes se nos presenta como uno de los campeones del
materialismo, precursor de la ideología ateísta, poniendo en tela de juicio la
existencia de la divinidad misma. El concepto de “divinidad” podría ser —considera
Descartes— una simple ilusión y Dios un simple “engañador” o “ilusionista” si
rechazáramos la idea de la existencia objetiva de la materia. Haciendo una
distinción clara entre los dos conceptos —materia o sustancia, de una parte y Dios,
de otra parte— que percibe en términos de polaridades irreducibles, Descartes opta,
desde luego, por el primero, por cuanto, conforme a su razonamiento, no exento de
cierto sustrato irónico, Dios, en su infinita bondad no puede engañar a los humanos.
Partiendo de este fragmento cartesiano, Berkeley defiende y arguye repetidas veces
la idea de que el mundo sensible no puede existir fuera de una percepción, que la
existencia de este mundo consiste en ser percibido por una mente, sea humana o
divina. Esta idea le parece al filósofo inglés muy evidente. Estamos plenamente
habilitados a hablar —considera Berkeley— sobre “ideas de los sentidos” e “ideas
de la imaginación”. Ellas son de la misma índole, distinguiéndose sólo por intensidad
mayor o menor. Berkeley niega categóricamente la existencia objetiva de la materia,
postulada por Descartes y por otros filósofos materialistas, sin que ello signifique,
empero, una negación de la existencia real de las cosas. La única cuestión que se
plantea es la concerniente al sujeto o el autor de esta percepción que constituye el
soporte ontológico del mundo, al tratarse de una voluntad o espíritu superiores a los
humanos. Para el obispo Berkeley, representante destacado de la Iglesia, ocupando
un alto cargo en su jerarquía, no había más que una sola respuesta posible: el sujeto
de la percepción mental no puede ser sino Dios, supremo espíritu en que todos
nosotros vivimos y nos movemos y del cual recibimos nuestro ser, causa espiritual
última, que está detrás de todas las cosas.

Berkeley desarrolla ampliamente la idea de Dios como Autor de esta eterna


percepción que constituye el soporte ontológico del universo en otra obra,
titulada Three Dialogues between Hylas and Philonous, obra didáctica, escrita
según el modelo socrático de los diálogos, tan usado en la época medieval y
renacentista. Partiendo de la premisa de que la mente humana, por definición
limitada, no puede aspirar al rango de instancia óntica suprema, el autor postula —
por boca de Philonous (“el que ama el espíritu”)— la necesidad de la existencia de
una instancia superior, de un espíritu todopoderoso, apto para sostener mediante
una percepción total y simultánea la existencia del Universo entero. Y este Espíritu,
desde luego, no puede ser sino una entidad que tenga todos los atributos el Creador
Supremo, es decir, Dios (sabiduría, poder, bondad). Para el filósofo inglés está fuera
de cualquier duda el hecho de que las cosas sensibles no pueden existir de otra
manera sino por ser percibidas por la omnipresente, eterna e infinita mente de Dios.
Berkeley no descarta la realidad de las cosas, como lo acusan los materialistas, sino
tan sólo su existencia absoluta, fuera de la percepción divina. La segunda idea es
la de que entre las cosas sensibles (o las ideas percibidas por los sentidos, como
las llama él) y las ideas de la imaginación (las creaciones del imaginario fantástico,
como las llamaríamos nosotros hoy), no existe una distinción de esencia sino sólo
de intensidad. En lo que concierne a la relación entre las cosas sensibles y la mente
humana, Berkeley considera que la existencia propiamente dicha de las cosas está
en estrecha relación con la aparición, por decreto divino, de una inteligencia capaz
de percibirlos y de proyectarlos instantáneamente, poniendo así el signo de igualdad
entre percepción y proyección mental.

Por tanto, no creemos que fuese extremadamente azarosa la hipótesis conforme a


la cual Berkeley coloca el signo de igualdad-identidad entre los dos tipos de
percepción, la sensorial y la mental o imaginativa, por cuanto el Ser Supremo
percibe el mundo sensible no a través de los sentidos sino a través de la mente, de
la razón. Y la percepción mental supone, al mismo tiempo, proyección mental, ya
que las cosas reciben su ser mediante el esfuerzo mental de ese Ser,
indiferentemente de su naturaleza, sea racional, imaginativa o simplemente —como
consideran desde los tiempos más antiguos algunos poetas filósofos— onírica.
Los filósofos idealistas del período siguiente continúan la línea de pensamiento de
Berkeley, el más importante de ellos —y el más cercano a la vez— es
Schopenhauer, que, a su vez, considera el mundo como inexistente fuera del
esfuerzo volitivo y representacional de un sujeto. Borges considera al filósofo
alemán como su primer maestro.

Más cerca de nuestros días, el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, sugiere la
posibilidad propia de la mente humana de efectuar proyecciones mentales al hablar,
por ejemplo, de la capacidad que tenían los primitivos de objetivar sus pensamientos
(una habilidad que el hombre moderno ha perdido). Basándose en las
investigaciones de antropólogos y filósofos de las religiones, Jung considera que los
primitivos se beneficiaban de la extraordinaria ventaja de un “imaginario” autónomo,
ventaja conferida en el plano de la percepción y conocimiento del mundo por su
psiquismo diferente.

La idea de la preeminencia o, por lo menos, de la autonomía, en el pensamiento


primitivo de lo imaginario frente a lo sensorial es utilizada ampliamente por Jung
como argumento a favor de su célebre tesis del inconsciente colectivo y la existencia
de un juego universal de arquetipos, aun cuando reconoce el estatuto ontológico
relativamente precario de tales fenómenos.

A pesar de las reticencias, el psicólogo suizo afirma, sin lugar a dudas, su creencia
en la realidad del mundo imaginario surgido del inconsciente, no sólo en relación
con los contenidos de la conciencia pero incluso en relación con lo que Berkeley
llamaba “cosas sensibles”, entre los dos mundos, el inconsciente-imaginario y el
consciente-sensible pudiendo existir —por muy paradójico que pareciera— una
relación de igualdad, cuando no incluso de superioridad de aquél frente a éste: Por
razones concernientes a la experiencia, debo decir, sin embargo, que, en relación
con la actividad de nuestra conciencia, los contenidos del inconsciente reivindican,
debido a su tenacidad y persistencia, tanta realidad cuanta tienen también las cosas
reales del mundo de fuera, aunque tales pretensiones aparecen totalmente
inverosímiles para una mentalidad dirigida preeminentemente hacia lo exterior. No
debemos olvidar que han existido siempre numerosos hombres para los cuales los
contenidos del inconsciente han tenido un grado mayor de realidad que las cosas
del mundo exterior. La investigación profundizada del psíquico humano aclara,
indudablemente, el hecho de que ambas realidades ejercen sobre la actividad
consciente un influjo igual de intenso, de modo que desde el punto de vista
psicológico y por razones puramente empíricas, tenemos el derecho de tratar los
contenidos del inconsciente como si fueran igual de reales que las cosas del mundo
exterior, aun cuando las dos realidades se contradicen y parecen ser
completamente diferentes en su esencia. [Psychologische Typen, 1942]

Estos contenidos, que Jung llama a veces “estructuras arquetípicas”, otras veces
“engramas funcionales”, constituyen la base de la actividad psíquica del ser
humano, siendo los que —más allá de las diferencias de raza, edad o época
histórica— unen a los humanos debido a su universalidad (la universalidad
constituye su característica fundamental).
Las proyecciones mentales, como producto de la fantasía o de la imaginación, van
en estrecha relación —en la concepción de Jung— con la dinámica y el modo de
funcionamiento del inconsciente, a los que él describe —siguiendo las huellas de su
maestro Freud— como si fueran determinados por la actividad de una cantidad de
energía psíquico denominada libido.

Así, por ejemplo, los arquetipos anima y animus, es decir, la imagen obsesionante
de la cara femenina, respectivamente de la masculina, aparecen —piensa Jung—
como consecuencia de una proyección mental de la imagen del alma. Siguiendo las
huellas de los filósofos neoplatónicos del Renacimiento, él afirma lo siguiente: En lo
real, el soporte más adecuado para la imagen del alma de un varón, en virtud de la
calidad femenina de su alma, es una mujer, y, a la inversa, par una mujer, un varón.
Siembre, ahí donde existe una relación inevitable, de efecto, por decir así mágico
entre los sexos, nos hallamos en presencia de una proyección de la imagen del
alma. Dado que estas relaciones son frecuentes, es probable que el alma sea
también frecuentemente inconsciente, es decir deben ser numerosos los hombres
que no tienen la conciencia de la actitud que adoptan ante los procesos psíquicos
interiores. Al ser la inconsciencia siempre acompañada por una identificación
correspondiente con persona, dicha identificación debe ser también frecuente. Lo
cual se produce realmente, una vez que numerosas personas se identifican de
manera tan completa con su actitud exterior, que dejan de guardar relación alguna
consciente con sus procesos interiores.
Por tanto, esta proyección espiritual pertenecería a la normalidad, una vez que su
ausencia lleva a la manifestación de una psicopatología comportamental con
consecuencias inesperadas para el individuo. De todos modos, se produce también
la situación inversa: La imagen del alma no se proyecta, sino que permanece en el
sujeto, éste se identifica, así, con la propia alma en la medida en que está
convencido de que su modo de comportarse frente a sus propios procesos interiores
representa su carácter único y real. En este caso, como consecuencia de su estado
de conciencia, la persona está proyectada, y lo está sobre un objeto del mismo sexo.
Es la base de numerosos casos de homosexualidad manifiesta o latente, o de
transferencia paterna en hombres, respectivamente materna en mujeres. Tales
transferencias afectan siempre a la gente con adaptación exterior deficiente y con
una relativa falta de relaciones, pues la identificación con el alma engendra una
actitud que se orienta predominantemente en función de la percepción de los
procesos interiores, lo cual quita al objeto su influjo determinante.

De modo que la proyección mental de la imagen del alma es, según Jung, un
proceso necesario para el desarrollo normal y armonioso de la personalidad. Si la
imagen del alma está proyectada, surge una relación afectiva incondicional con el
objeto. Si no está proyectada, surge un estado de relativa no adaptación, que Freud
llama narcisismo. La proyección de la imagen del alma exime de la preocupación
relacionada a los procesos interiores mientras el comportamiento del objeto
concuerda con la imagen del alma. El sujeto está situado, de este modo, en la
postura de vivir y desarrollar a continuación su propia persona. En el tiempo, el
objeto, empero, apenas si estará capaz de corresponder siempre a las exigencias
de la imagen del alma, aunque existen mujeres que consiguen, en detrimento de su
propia vida desempeñar en relación con sus maridos, el papel de la imagen del
alma. La misma cosa la puede hacer, inconscientemente, un varón por su mujer,
pero en tal caso aquél estará determinado a cometer acciones que superan sus
capacidades, tanto en lo bueno como en lo malo. Él también es ayudado por su
instinto biológico masculino.

Si la imagen del alma no está proyectada, surge con el tiempo una diferenciación
directamente patológica en las relaciones con el inconsciente. El sujeto es inundado
en medida cada vez mayor por los contenidos inconscientes que no puede ni utilizar
ni tampoco reelaborar de alguna manera, a causa de su relación defectuosa con el
objeto.

Al comentar a Meister Eckhart, uno de los mayores autores místicos alemanes de


la Edad Media, Jung considera que el mundo podría ser una proyección mental
instintual, por tanto involuntaria o inconsciente de Dios. La idea de relatividad de
Dios aparece expresada por el hecho de que el hombre y Dios no pueden existir
uno sin otro, ellos se proyectan con reciprocidad mentalmente.

Siguiendo las huellas de Meister Eckhart, otro autor, Silesius, ha conseguido


comunicarnos en estrofas breves, conmovedoras y profundas la misma idea de
relatividad de Dios:
Yo sé que sin mí Dios no puede vivir ni un momento.
Si yo perezco, él también está obligado a perecer.
Un gusano Dios no lo puede hacer sin mí;
si yo no lo cuido con Él, ese perecerá.

Dios me es Dios y hombre; yo le soy a Él hombre y Dios,


Yo aplaco su sed. Él me libra de mis cuidados.

La Reforma —concluye Jung— ha alejado en gran medida a la Iglesia, mediadora


de la Salvación y ha restablecido la relación personal con Dios. Este mérito es,
lamentablemente, contrarrestado, paliado, aniquilado por lo que Ioan Petru Culianu
llama “la censura del imaginario”, es decir, las medidas represivas que tanto la
Reforma como su opuesto, la Contrarreforma, han puesto en movimiento
desencadenando la vasta operación conocida con el nombre de “caza de brujas”.
Esta censura consigue eliminar las «ciencias» fundadas en el control del imaginario,
sobre todo el eros fantástico, el Arte de la memoria y la magia, de modo que la
ofensiva victoriosa de la Reforma contra lo imaginario acaba destruyendo la cultura
del Renacimiento [Culianu, Eros şi Magie în Renaştere, 1999]. La Reforma y la
Contrarreforma, afirma el teórico rumano, han actuado, en realidad, de manera
unitaria, en el mismo sentido, distinguiéndose sólo en aspectos no esenciales.
Este momento ha significado un importante cambio de rumbo en la evolución de la
humanidad, por cuanto la censura del imaginario y el rechazo en bloque de la cultura
de la época fantástica ejercitada por los medios cristianos rigoristas llevan a una
modificación radical de la imaginación humana. El imaginario es visto por Culianu,
igual que su precursor y maestro Mircea Eliade, como un espacio sagrado teniendo
un papel determinante en el destino de la humanidad. El imaginario es el depósito
de una energía psíquica de una fuerza inigualable, que, si es dominada, confiere al
sujeto que la posee —sea brujo, chamán, mágico, fundador de religiones o simple
artista, poeta, escritor— poderes insospechados, entre los cuales está el poder de
manipular, controlar por medio de proyecciones y materializaciones fantasmáticas,
las mentes de los demás mortales. Incluso existen métodos de manipulación de las
masas y de los individuos. Estos métodos están descritos por Giordano Bruno, el
gran filósofo del Renacimiento, que Culianu comenta en el tratado titulado ‘De
vinculis’ y estos métodos parecen tener como fundamento que entre las creaciones
imaginarias y los objetos del mundo físico material no existe una diferencia de
esencia sino tan sólo de intensidad de la percepción. De modo que, al considerar el
sueño sólo como uno de los múltiples aspectos de la producción fantasmática,
Culianu afirma que el cerebro del hombre no es capaz de distinguir directamente las
informaciones oníricas de las transmitidas por medio de los sentidos, lo imaginario
de lo tangible. Para Bruno, dice el filósofo rumano, no existe más que una sola
verdad y es: todo es manipulable, no existe absolutamente nadie que pueda escapar
de las relaciones inter subjetivas. La teología misma, la fe cristiana y cualquier otra
fe no son más que determinadas convicciones de la masa instauradas por medio de
operaciones de magia. Existe, empero, una condición indispensable para la
posibilidad de manipulación, señalada repetidas veces por Bruno, es decir, la fe: No
existe operario —mágico, médico o profeta— que pueda llevar a cabo algo sin
encontrar una fe previa en el sujeto. La fe es el vínculo mayor, el vínculo de los
vínculos [vinculum vinculorum]. Notemos, de paso, que los famosos arquetipos de
Jung no son, ellos tampoco, en la concepción de Culianu, más que unas categorías
preformativas de la producción fantástica, que se fundan en buena medida en las
analogías entre las fantasías de los pacientes y el repertorio mítico-mágico de la
humanidad. La distinción fundamental entre el brujo, el mágico y el enfermo psíquico
consiste en el hecho de que el brujo utiliza estupefacientes alucinógenos para forzar
la experiencia de una realidad distinta de la consuetudinaria; el enfermo psíquico es
transportado contra su voluntad en medio de sus fantasmas. Sólo el mágico utiliza
técnicas totalmente conscientes para invocar y mandar a sus espíritus auxiliares.
En su caso, la invención de un demonio equivale a su entrada a la existencia. Por
tanto —concluye Culianu— sólo existen dos tipos de operadores de fantasmas: los
que han sido invadidos por la producción inconsciente y sólo a duras penas han
conseguido poner orden en la misma; y aquéllos cuya actividad ha sido enteramente
consciente, consistiendo en la invención de unos fantasmas nemotécnicos a los que
han prestado una existencia autónoma.

La idea de existencia autónoma de los fantasmas nemotécnicos es muy importante


para nuestra demostración, por cuanto se trata de una teoría y práctica que han
venido imponiéndose en la conciencia y la terminología crítica que el
posmodernismo ha recogido y heredado del modernismo. Como se sabe, estamos
acostumbrados a separar con una frontera infranqueable las cosas del mundo
sensible, material, objetivo, de las llamadas “producciones” o “creaciones” del
espíritu o de la imaginación. Estas últimas pueden pertenecer a distintos dominios
del arte (literatura, pintura, escultura, o, más recientemente, fotografía, cine, artes
visuales, etc.); pueden, asimismo, pertenecer a la imaginación milenaria, ancestral,
expresada y reflejada en mitos, dogmas religiosos, incluso, como diría Borges, en
doctos tratados filosóficos; finalmente, pueden pertenecer a la imaginación
individual, de cada uno de nosotros, pues la mayor parte de los mortales otorga la
primacía a un pensamiento en imágenes, en detrimento del pensamiento lógico,
conceptual. La pregunta que plantearon algunos de los filósofos contemporáneos
es la concerniente al estatuto ontológico de estos objetos y seres imaginarios,
ficticios. Y la respuesta dada parece ser una paradójica, pero que se inscribe de una
manera muy normal en el área de comprensión del realismo fantástico, y es que
aquéllos —los objetos y personajes ficticios— existen en la realidad objetiva, a
nuestro lado, sólo que a otro nivel existencial, en un universo paralelo o en otra
dimensión de nuestro propio mundo.
Recogiendo la idea de Culianu, podemos interrogarnos a qué categoría pertenece
el escritor como productor de fantasmas y podríamos contestar que a la segunda
categoría, asimilándose así al mágico por el hecho de que no se deja dominar o
aniquilar por los fantasmas del propio inconsciente —o consciente— sino que sabe
domeñarlos, darles vida proyectándolos mentalmente en aquel universo imaginario
y sin embargo, al parecer, muy real, antes mencionado. La autonomía de los
personajes literarios sería, por tanto, una consecuencia inevitable de la actividad del
escritor, como producción de fantasmas. Una vez salidos de la mente del autor, ellos
adquieren existencia real, autónoma, material y actúan inconscientemente. El
problema fundamental es el de la relación que se establece entre ese mundo
ficcional y el mundo en que vivimos los seres “reales”, al que estamos
acostumbrados a considerar “real”, material y objetivo, es decir, si entre los dos
mundos existe una relación de incomunicabilidad total y absoluta —al estar
separados por barreras trascendentales— o, al contrario, son posibles, en ciertas
circunstancias, relaciones de comunicación. A partir del modernismo, un número
cada vez mayor de pensadores están propensos, paradójicamente, a aceptar la
segunda variante, así que el autor recurre a toda una serie de procedimientos de
tipo barroco para crear un extraordinario juego de ilusiones y fantasmagorías, para
hacernos creer y ver cómo los personajes parece que cobran vida, se salen de las
páginas del libro y se enfrentan al autor, luchan por una existencia y un estatuto
autónomo e incluso llegan a conquistarlo, desde luego dentro de ciertos límites,
determinados por el orgullo demiúrgico del artista. Así pasa, por ejemplo, con
escritores —representantes destacados del modernismo— como Unamuno o
Pirandello.

En el libro antes citado Culianu dedica un capítulo entero al estudio de los demonios
y de la demonología en el Renacimiento. Inscribiéndose en la misma corriente de
ideas que afirma la existencia objetiva de los fantasmas del imaginario, escribe
que los espíritus son fantasmas que adquieren una existencia autónoma mediante
una práctica de visualización que está muy emparentada con el Arte de la Memoria.
Los personajes autónomos, de tipo unamuniano o pirandelliano y, por extensión,
todos los personajes ficticios, podrían ser, por tanto, considerados espíritus,
demonios o fantasmas habitando libremente en la “naturaleza” (conforme a la
concepción de los filósofos del Renacimiento) o, conforme a la dicotomía impuesta
por el pensamiento neopositivista moderno, en otro nivel existencial, en un universo
cuadri o pluridimensional. En lo que concierne a la fuente de procedencia de estos
fantasmas, Culianu considera que no puede ser sino una sola: la actividad psíquica
del ser humano, manifestándose, como hemos visto, a través de toda una serie de
fenómenos (imaginación, sueños, producción artística, etc). Es indudable —escribe
el filósofo rumano— que los espíritus que imponen su presencia proceden del
inconsciente; los demás, empero, que son inventados, ¿de dónde proceden?. Y
contesta él mismo: La fuente de éstos es la misma, puesto que los modelos,
transmitidos mediante la tradición, aparecieron antaño en la fantasía de otro
operador. El mágico o el brujo del Renacimiento se entera de la existencia de los
mismos en los manuales de alta magia, tales como la Stenographia del abad
Trithemius o la filosofía oculta de su discípulo Cornelius Agrippa, o en los manuales
de magia negra. Para infundir vida a esas entidades el mago las invoca mediante
talismanes u otros accesorios específicos de su arte.

La analogía entre el mágico y el escritor es, por tanto, a la luz de lo expuesto por
Culianu, evidente. Tanto el uno como el otro son productores de fantasmas (seres
o cosas inanimadas) que, en ciertas circunstancias, en situaciones extremadas,
llegan a adquirir estatuto de autonomía, liberándose de la tutela del escritor e
invadiendo, hasta cierto punto, el mundo objetivo, físico por el hecho de que tienen
la posibilidad de imponerse también a la conciencia de personas ajenas.
Viajes al mundo del más allá es el libro en que Culianu insiste repetidas veces en la
idea del universo como espacio mental. Así, las visiones y viajes a otros mundos —
un tema antiguo de la mitología universal y de todas las religiones y creencias de la
humanidad— tienen todas, afirma el autor, un denominador común: Los universos
explorados son universos mentales. En otras palabras, la realidad de los mismos
está en la mente del explorador. Lamentablemente, ningún enfoque psicológico
parece ser capaz de ofrecernos una comprensión suficiente de lo que es la mente
en realidad y, sobre todo, de lo que es y dónde se encuentra el espacio mental. La
localización y las propiedades del espacio mental son, probablemente los más
incitantes enigmas a los que se enfrentaron los hombres; y después de que dos
oscuros siglos de positivismo han intentado explicarlos llamándolos ficticios, ellos
volvieron con más fuerza que nunca, con la aparición de la cibernética y de los
ordenadores. En el más puro espíritu berkeleyano, idealista y posmodernista a la
vez, Culianu destaca la interdependencia entre el espacio mental y el mundo que
percibimos como fuera de nosotros: El mundo exterior no podría existir sin el
universo mental que lo percibe, y en cambio el universo mental presta sus imágenes
de las percepciones. El mundo como creación de la mente es una idea antigua,
perteneciendo a creencias milenarias de la humanidad, a la que encontramos, por
ejemplo, en el budismo tibetano. Así, en El libro de los muertos se dice que:

1. El sueño es creación mental.


2. El mundo circundante es sueño, por tanto creación mental también.
3. Bardo es, también, sueño y, por tanto, creación mental.
El tema del mundo como proyección mental aparece incluso en algunas obras de
ficción de Culianu. Así, en un cuento titulado ‘El orden secreto’ el autor rumano narra
la historia de un oscuro profeta herético, Juan de Capadocia, que consideraba el
mundo como un vasto proceso mental en el cual todas las mentes humanas son
parte de una mente universal, proyectada para pensar todos los pensamientos
posibles. Cuando todas las permutaciones habrán sido agotadas, el universo llegará
a su fin.

La idea de que el universo que nosotros concebimos como objetivo, real y material
pudiera ser una proyección de una mente, sea divina o suprahumana, no le es ajena
tampoco a Cortázar, que enmarca esta idea en el conjunto más amplio de las
concepciones y convicciones que conforman el fundamento ideológico de la
mayoría de sus obras, pero también de su visión personal sobre el mundo y la vida.
Así, siguiendo las huellas de Borges, la apología del cuento de reducidas
dimensiones, él menciona el hecho de que el autor hubiera podido ser uno de los
personajes del cuento (de ahí su preferencia por la narración en primera persona,
en la que narrador y personaje se superponen y se confunden a veces). Situándose
en una línea que continúa el modernismo, Cortázar recoge, de hecho, un tema
extremadamente difundido en los autores perteneciendo a la corriente decadentista
de finales del siglo XIX y principios del XX, presente en toda una serie de autores,
no sólo españoles sino también de otras literaturas. Se trata de escritores muy
conocidos, como el español Unamuno o el italiano Pirandello, entre los que existen
evidentes paralelismos y afinidades electivas. Hablamos, en primer lugar, de la
conocida teoría, promovida por ambos, tanto en los escritos teóricos como en
novelas, cuentos o piezas teatrales, conforme a la cual el autor y sus personajes se
sitúan por lo menos al mismo nivel ontológico; es decir, ellos consideran que los
personajes imaginados por el autor, brotados de su mente, frutos o “hijos
espirituales”, como decía Unamuno, poseen un estatuto ontológico por lo menos
igual, cuando no superior al de su autor. Los personajes cobran vida, se convierten
en independientes, autónomos, autárquicos, salen en busca del autor, polemizan,
discuten, riñen, pelean con él, llegando hasta un conflicto abierto, luchando sin
tregua por obtener plena supremacía. El que ha sido considerado, a justa razón, el
paradójico Unamuno, va aún más lejos cuando afirma, implícita y explícitamente,
que los llamados “personajes literarios” son seres vivos, de carne y hueso, dotados
con voluntad y temperamento propios, situándose incluso en un nivel ontológico
superior al hombre normal y, en ocasiones, superior a su propio creador, al autor
que los había inventado mediante la fuerza de su imaginación. Lo afirma Unamuno
repetidas veces, explícitamente, en célebres ensayos como Vida de Don Quijote y
Sancho, libro fundado en la idea de que los personajes cervantinos fueron —y
siguen siendo—, a diferencia de su inventor, inmortales. Por tanto, nos enfrentamos,
en el caso de Unamuno, a una degradación en plano óntico del autor, frente a los
personajes inventados por él. Éstos disfrutan de un porcentaje mucho más alto de
plenitud vital una vez que son inmortales, perpetuando su existencia a través de la
conciencia de miles de lectores. Mientras que, en el caso del autor, el riesgo de caer
en el olvido, por tanto de perecer, de morir definitivamente, es mucho mayor, siendo
su única oportunidad de sobrevivir asegurada exactamente por estos “hijos
espirituales”.

Cortázar, a su vez, continuando la misma idea, afirma y confirma en términos


semejantes la dignidad y el estatuto ontológico superior de los seres ficticios,
injustamente considerados larvales, brotados de la mente de un autor. Él nos habla
de la proyección de las criaturas ficticias hacia una condición que les ofrezca una
existencia universal, aunque, quizás demasiado influido por algunas lecturas
psicoanalíticas, así como por ciertas doctrinas religiosas orientales, el autor
argentino confiere un matiz psicologizante e incluso místico-religioso a sus
afirmaciones, en la medida en que concede que el proceso de elaboración del
cuento breve está estrechamente relacionado a la necesidad, casi biológica, que el
artista resiente de librarse de ciertas obsesiones mediante una especie de
exorcización u objetivación de las mismas: Un verso admirable de Pablo Neruda:
mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un
proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas
invasoras proyectándolas a una condición que, paradójicamente les da existencia
universal. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado,
y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o
alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio
exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve
memorable se percibe esta polarización, como si el autor hubiera querido
desprenderse lo antes posible y de la manera absoluta de su criatura, exorcizándola
en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola [Julio Cortázar, Final del
juego].
Helo, pues, al escritor, convertido en exorcista de sus propios demonios o
taumaturgo, una especie de medicine manque se libera a sí mismo primero,
después al lector ocasional, ambos poseídos por obsesiones como por demonios,
al cabo de un sostenido esfuerzo catártico y este proceso de exorcización, de
objetivación, constituye la sustancia, la esencia y, en última instancia, el valor
artístico imperecedero de la obra artística: Este rasgo común no se lograría sin las
condiciones y la atmósfera que acompañan al exorcismo. Pretender librarse de
criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un
cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado
catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la
atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el
relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al
autor.

Lo que Cortázar nombra polarización esencial podría ponerse en relación con lo que
otros autores, filósofos, historiadores de las religiones, antropólogos del tipo de los
comentados anteriormente, han nombrado proyección mental. Incluso vemos que
la idea de posesión vuelve casi obsesionadamente en este breve pero
extremadamente condensado texto cortazariano. El autor parece delimitarse, sin
embargo, aun cuando no en términos demasiado categóricos, de la asociación del
proceso de creación literaria a cualquier tipo de ritual o manipulación con efecto
mágico: Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si
alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se
quita de encima una alimaña, sabrá la diferencia que hay entre posesión y cocina
literaria.

Así, la verdadera y gran narración, considera Cortázar, es una presencia alucinante


que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder
contacto con la desvaída realidad que lo rodea. De ese cuento se sale como de un
acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco
con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y
tantas otras de resignación. El autor de tales cuentos, a su vez, pasó por una
experiencia todavía más extenuante y la tensión del cuento nació de esa eliminación
fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria
deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que
no toleraba pérdida de tiempo.

La célebre fórmula que comprende y sintetiza el pensamiento filosófico orteguiano,


de procedencia vitalista y perspectivista (“yo soy yo y mi circunstancia”) viene a ser,
en la concepción de Cortázar, demasiado estrecha, insuficiente, como de hecho
cualquier otra doctrina filosófica o considerada científica y racionalista, para abarcar
la cuasi infinita gama de aspectos de nuestra multifacética y misteriosa realidad. En
esa fórmula no cabe, por ejemplo, el mundo fantástico ingeniado por un poeta.
Cortázar da como ejemplo, primero a Edgar Allan Poe, cuya obra admiró y tradujo,
para después recurrir a su propia experiencia de escritor: apelo entonces a mi propia
situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano que lee el
periódico y se enamora y se va al teatro y de pronto, instantáneamente, en un viaje
en el subte, en un café, en un sueño deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón
alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a
las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar
hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero
ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida,
inmediatamente este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará
a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas,
aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas
tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse
o telefonear a los amigos. El estado anímico que atraviesa el autor es, a la hora de
escribir el cuento, uno inefable, semejante al éxtasis místico, un estado que supone
una especie de coincidentia oppositorum en plano mental y sentimental, a lo largo
de un trayecto espiritual y creacional que va desde la confusión a la claridad, desde
el caos hacia el cosmos: hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también
las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un
cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación
exaltante, una exaltación desesperada. La actividad de creación, afirma Cortázar,
no supone, en realidad, ni el más mínimo esfuerzo, al transformarse el autor en una
especie de instrumento hallado a disposición de unas fuerzas extrañas,
independientes de su voluntad, que lo manipulan: Escribir un cuento así no da
ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes es el
que ha provocado la obsesión. Y por eso, porque todo está decidido en una región
que diurnamente me es ajena, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo
presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el
coagulo inicial como el punto de partida. Por consiguiente, el hilo de la acción se le
revela al autor descrito por Cortázar a lo largo de la elaboración del texto,
exactamente mientras trabaja con su máquina de escribir, de modo que, cosa
extraña, el autor no conoce de antemano ni como evolucionará la narración, ni el
final de la misma; narración, intriga, son elementos que se desenvuelven semejante
a un ovillo que conduce al autor hacia la salida del laberinto del texto, o, tal vez,
hacia su centro, por cuanto el ovillo se deshace como una madeja que se desovilla
a medida que tiramos. De ahí la tendencia, que pareció a ciertos críticos por lo
menos exagerada por falsa modestia, de crear la impresión de un autor con pocos
méritos en plano de la creación o incluso, paradójicamente, con ninguno, una vez
que dicha creación no necesitó ningún esfuerzo. Siguiendo a Unamuno, Cortázar
disminuye, por tanto, el papel y la importancia del escritor en la elaboración del texto,
como si éste se escribiera solo o hubiera sido dictado por alguna voz misteriosa: la
verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo.
Y, a continuación, otra afirmación, igual de chocante, pero no menos reveladora,
que sitúa a Cortázar en la familia espiritual de los herederos del modernismo como
defensor del misterio existencial, afirmación muy semejante, en su espíritu y letra,
a un conocido verso del célebre poeta rumano Lucian Blaga: Yo no destruyo la
corola de maravillas del mundo.
El artista imaginado por Cortázar se sitúa, por tanto, muy lejos del postulado clásico
del mímesis aristotélico; él no elabora su texto en el registro mimético-realista, no
imita la realidad, ni siquiera la re-crea a través de una selección más o menos
rigurosa de elementos perteneciendo al mundo objetivo. El artista, semejante al
mágico renacentista, sobre el que con tanto entusiasmo y convicción escribe
Culianu, hace más que eso: crea o, quizás, descubre, no se sabe cómo, una nueva
realidad, una supra o hiper realidad, mundos nuevos, objetos, seres inexistentes o
desconocidos antes y que, mediante su esfuerzo mental acceden a un nivel
ontológico superior, saliendo del limbo o de la niebla de su existencia larval. Dónde
han preexistido (si han preexistido) estos mundos, seres, objetos antes de ser
descubiertos por el autor y llevados a la conciencia del lector y qué pasa con ellos
después de haber sido descubiertos —es decir, creados o proyectados
mentalmente— es un problema que supera los límites de un simple estudio
filológico, entrando en la del realismo mágico, objeto de estudio para la filosofía o,
quizás para las ciencias, aún no inventadas, del porvenir.

La opinión que Cortázar expresa en lo relativo al estatuto del artista y del arte, tal
como resulta de estas consideraciones suyas, recogidas bajo el título Liminar, se
asemejen en muchos aspectos con la que los autores y teóricos del Renacimiento,
así como algunos filósofos de procedencia romántica, tales como Schopenhauer,
proponían, en su tiempo, para definir el concepto de genio y que consiste en
acentuar la idea de anormalidad (en sentido positivo, desde luego, el genio
situándose no en el límite de abajo sino en el de arriba de la normalidad) análogo al
concepto más moderno de estado alterado de la conciencia: La génesis del cuento
y del poema es sin embargo la misma, nace de un repentino extrañamiento, de un
desplazarse que altera el régimen «normal» de la conciencia. Los cuentos escritos
de este modo son, igual que ciertos poemas inmortales, criaturas vivientes que
respiran y comunican directamente con el lector, sin necesidad de una intervención
autoral. Y los personajes serán, como los ingeniados por Unamuno y Pirandello,
criaturas autónomas, dotadas de voluntad y poder de accionar propio: el poeta y el
narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus
consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las
que tienen para el autor.

El estatuto ontológico de los seres ficcionales parece ser uno de los problemas más
ardientes y que han preocupado las mentes de muchos investigadores en los
últimos años. Uno de ellos es Toma Pavel que, en un conocido libro titulado Mundos
ficcionales hace un breve resumen histórico de este discutido problema,
descubriendo dos concepciones que han venido perfilándose, dividiendo a sus
autores en dos bandos adversos: la concepción segregacionista y la concepción
integracionista. La primera caracteriza el contenido de los textos ficcionales como
pura imaginación, sin valor de verdad; sus adversarios adoptan una concepción
integracionista, tolerante, defendiendo que no se puede consignar ninguna
diferencia ontológica real entre las descripciones ficcionales y las no-ficcionales del
mundo real. Los integracionistas, especialmente los que pertenecen a la corriente
convencionalista, motivados al parecer por la confianza ilimitada en la ponderación
ontológica del discurso ficcional, afirman que M. Pickwick disfruta de una existencia
igual de sustancial como el sol o como Inglaterra en 1827 [Toma Pavel, Lumi
ficţionale]. Los objetos ficcionales están definidos como meinongianos (término
derivado del nombre de Alexis Meinong), al disfrutar ellos, en relación con los reales,
de un estatuto aparentemente paradójico y discriminatorio disminuyente al mismo
tiempo, al tratarse de objetos que son existentes pero no existen. Sólo los objetos
reales poseen tanto las propiedades plenas como las atenuadas de existir y ser
existentes. El caso de los seres ficcionales supone una extensión de la ontología
hacia dominios situados más allá de los limites de la realidad tangible. Ser existente
sin existir es una propiedad sofisticada, poseída también por las entidades
matemáticas, los monumentos arquitecturales no financiados, por las emanaciones
espirituales de los sistemas gnósticos, por los personajes ficcionales.

A diferencia de Culianu y de otros autores modernistas o posmodernistas, Toma


Pavel cree que los seres ficcionales, como entidades no-empíricas —es decir,
situadas más allá de los límites y posibilidades de la experiencia sensible— no
pueden ser un buen día admitidos al mundo real, tal como pueden serlo los
proyectos no realizados y las utopías. Se trata, pues, de postular uno o varios
mundos posibles y de establecer el grado de accesibilidad de los mismos desde
nuestro mundo. Aristóteles, con su conocida teoría sobre el mímesis y la tarea del
artista, no está lejos de esta idea cuando sostiene que no es el deber del poeta decir
lo que ha pasado, sino qué cosas pasarían, en función de la posibilidad y la
necesidad. Uno de los filósofos más conocidos que han estudiado la lógica de los
mundos posibles fue Leibniz, conforme al cual las proposiciones que son
verdaderas no sólo en el mundo actual, sino en todos los mundos posibles, se
llamarán verdades necesarias; al revés, una proposición es posible en nuestro
mundo real si es verdadera en por lo menos un mundo posible accesible desde
nuestro mundo. A pesar de los chocantes paralelismos existentes entre el mundo
en que vivimos y los mundos ficcionales, la ficción —escribe Toma Pavel— no
puede, sin embargo, identificarse estrictamente con los mundos metafísicamente
posibles. Alegando contra tal identificación, Howell ha observado que ésa nos puede
dirigir a concebir los mundos ficcionales, junto con los objetos ficcionales, como
existiendo independientemente del novelista que los descrie. Pero ello conlleva la
conclusión no plausible de que el autor no ha creado al personaje sino antes bien lo
ha identificado, al investigar con esmero uno u otro de los mundos posibles. Henos,
pues, muy cerca del pensamiento intuido por los escritores modernistas conforme
al cual los mundos ficcionales adquieren estatuto ontológico a partir del momento
en que son creados, imaginados, son descubiertos por el autor, la última variante
sugiriendo la eventualidad de que los mundos posibles existan en alguna parte en
un hiperespacio y que el autor adquiera, no se sabe cómo, acceso a ellos.
El mundo como proyección mental es, desde luego, un tema esencial en los cuentos
de Borges. Hay que destacar el hecho de que Borges, continuando en una
importante medida a Unamuno, no hace una distinción neta entre ficción ensayo ni
desde el punto de vista temático, ni tanto menos desde el punto de vista estilístico.
De modo que sus cuentos de ficción pueden ser leídos y considerados como unos
ensayos filosóficos disfrazados, a veces envueltos en un lenguaje metafórico-
simbólico, otras veces alegórico pero siempre con un sólido fundamento filosófico a
pesar del predominio de los elementos fantástico-imaginativos. No olvidemos que
una de las ideas básicas de Borges, muchas veces repetida, es que la filosofía, con
todos sus sistemas de todos los tiempos, materialistas, idealistas o de otra índole,
se constituye, de hecho, como una rama de la literatura fantástica.

Podemos citar tres textos semejantes. En el primero de ellos, titulado ‘Magias


parciales del Quijote’, vemos cómo Borges, recogiendo la idea modernista,
unamuniana y pirandelliana (idea bastante difundida entre los filósofos
contemporáneos) de la identidad ontológica entre el mundo ficticio y el real: ¿Por
qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet, espectador de
Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los
caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores
o espectadores, podemos ser ficticios. La idea del mundo como ficción literaria, obra
de todos nosotros, es bastante antigua, considera Borges, pudiendo ser notada, por
ejemplo, en ciertos autores de la época romántica: En 1833, Carlyle observó que la
historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen
y tratan de entender, y en el que también los escriben [Borges, Otras Inquisiciones].

La misma opinión del universo como proyección del espíritu humano a escala
universal es señalada por Borges con referencia a Emerson en el ensayo
consagrado al prosista norteamericano Nathaniel Hawthorne: Esa misma intuición
de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal
está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula ‘History’.

‘Nueva refutación del tiempo’ es el texto en que Borges se nos presenta como un
digno continuador de la filosofía idealista de procedencia berkeleyana. Todo el
ensayo es un ingenioso comentario de las ideas del filósofo inglés. El procedimiento
predilecto empleado por Borges en este ensayo es el de la cita directa (desde luego,
en español) de Berkeley y el fragmento que más lo impresionó es: Berkeley observó:
«Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si
las perciben o no, es para mí insensato. No es posible que existan fuera de las
mentes que las perciben. No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego
que los objetos puedan existir fuera de la mente. Hay verdades tan claras que para
verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: todo el coro
del cielo y los aditamentos de la tierra, todos los cuerpos que componen la poderosa
fábrica del universo, no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser
percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un
Espíritu Eterno». Schopenhauer, observa Borges, se inscribe en la misma línea del
pensamiento idealista, mas comete el error de privilegiar las partes componentes
del cuerpo humano en relación con los fenómenos del mundo exterior: Es decir,
para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios
o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844 redescubre y agrava el antiguo error:
define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo de la cabeza»
del «mundo fuera de la cabeza», mientras que Berkeley prefiere resolver
tajantemente el problema, recurriendo al ser trascendental: Berkeley afirmó la
existencia de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los
percibe. El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al
mundo. Contrariamente a lo afirmado por Schopenhauer, Borges concluye, llevando
el razonamiento idealista al extremo y rechazando el estatuto privilegiado de la
persona en general y del cerebro en especial que El cerebro, efectivamente, no es
menos una parte del mundo externo que la Constelación del Centauro. Esta
negación del espíritu Borges la recoge de otro filósofo inglés del siglo XVIII, David
Hume: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los
sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los
cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había
querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de
materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la
noción metafísica de un yo.

La idea del mundo y del hombre como proyección mental realizada no por una
divinidad todopoderosa sino por los representantes de una especie suprahumana,
dotada de poderes paranormales, está presente —observa Borges— en la filosofía
budista: Otros textos budistas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil
quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión
vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. Todas
estas teorías idealistas extremadas demuestran —afirma Borges al final del ensayo
citado, mediante una lírica meditación pascaliana— la fragilidad e inconsistencia del
ser humano y de su destino, cuya sustancia es el tiempo. La negación del yo, del
espacio, de la materia, del tiempo, no son más que aventuras del espíritu inquieto,
no son —como diría Pirandello— sino desesperaciones aparentes y consuelos
secretos. Nuestro destino es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo
es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo
soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me
consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo,
desgraciadamente, soy Borges. De este modo, a través de una visión místico-
idealista sobre el universo que se confunde con su propio ego, subraya Borges la
tragedia de la condición humana.
La mayoría de los comentaristas ha destacado la ascendencia idealista,
berkeleyana y schopenhaueriana de Borges. Así, uno de los primeros que han
señalado el influjo de Berkeley en el escritor argentino fue Valéry Larbaud, en un
artículo publicado en La Revue Européenne, de diciembre de 1925, titulado ‘Sobre
Borges’, en el que se puede leer que Borges posee una doctrina estética y combate
por esa doctrina que tiene su base en el idealismo de Berkeley y que niega la
existencia real del yo y de sus productos: el tiempo y el espacio. Otro crítico, John
Bart, señala el influjo de Schopenhauer en la configuración de la teoría del universo
como ficción. Borges, afirma John Bart, considera, citando a Schopenhauer, que el
mundo es nuestro sueño, nuestra idea, en el cual pueden encontrarse «tenues y
eternos intersticios de sinrazón» que nos recuerdan que nuestra creación es falsa,
o por lo menos, ficticia, mientras que otros críticos son de la opinión de que este
carácter imperfecto, ilusorio, se refiere al texto, tratándose de una referencia
simbólica metatextual. Jaime Alazraki subraya la convicción de Borges de que toda
doctrina filosófica se configura en el espacio del imaginario fantástico y que la fuerza
del pensamiento puede engendrar cosas, objetos inexistentes, a condición de que
sean pensados intensa y voluntariamente, de que sean deseados y esperados
fervorosamente. Los símbolos son semejantes fuerzas, capaces de producir y
establecer un mundo propio. El crítico citado funda su argumentación en un
conocido fragmento borgesiano que reza así: Admitamos lo que todos los idealistas
admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha
hecho: busquemos irrealidades que confirmen este carácter. Borges descubre esas
irrealidades no en el ámbito de lo sobrenatural y maravilloso sino en esos símbolos
y sistemas que definen nuestra realidad: en metafísicas y teologías que de alguna
manera constituyen el meollo de nuestra cultura.

Luis Sánchez Ferrer destaca el procedimiento narrativo fundamental de Borges,


consecuencia de su concepción del mundo como proyección mental y la
desaparición de las fronteras que separan los seres reales de los ficticios. Este
procedimiento consiste en inventar libros y autores y escribir comentarios sobre los
mismos. El razonamiento analógico de Borges sería el siguiente: así como no hay
ninguna diferencia desde el punto de vista ontológico entre los objetos y personajes
del mundo real y los objetos y personajes imaginados por los escritores, así también,
no hay ninguna diferencia entre los libros ya escritos y los imaginados. Estos últimos
(los libros “ficcionales”) podrían existir, igual que los seres “ficcionales”, en otra
dimensión del universo o podrían aparecer en cualquier momento en nuestro
mundo, de modo que nos podemos considerar plenamente habilitado a escribir
sobre ellos, como si existieran de verdad. El hecho de que un libro no exista, no
significa que no puede existir (en el porvenir) o que no hubiera podido existir (en el
pasado). Es suficiente que la existencia de tal libro sea posible o imaginada para
que, tarde o temprano, haga su aparición.

Stefania Mosca menciona, al lado del influjo berkeleyano, otros influjos que vienen
del área occidental pero que se sitúan, asimismo, en la misma barricada del
idealismo, de la creencia en la fuerza del espíritu y de la negación de la consistencia
de la materia, es decir, el platonismo, la religión cristiana y la magia: En sus relatos
hay una forma de atacar la consistencia del universo y del hombre dentro del
universo que reúne varios hilos: la filosofía idealista de Berkeley, para quien el
mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben o de la mente divina; el
platonismo, que concibe el mundo como un reflejo de los arquetipos divinos; la
creencia cristiana en un Dios creador y conservador del hombre, que vive mientras
el Señor lo piensa y todas las ficciones o leyendas mágicas o populares que
especulan con fantasmas, con ídolos, con simulacros, con seres creados por la
imaginación de los hombres [Jorge Luis Borges, utopía y realidad, 1983].
Todas —o casi todas— estas teorías, ideas, creencias, sistemas filosóficos tienen
como punto común el tema de la existencia como resultado de una proyección
mental, de una actividad espiritual, más exactamente cerebral. Este tema aparece
expresado, el nivel textual, ficcional, en una serie de cuentos de dimensiones
reducida y muy reducidas (algunos no superan una pagina o dos), entre los cuales
podemos mencionar ‘Las ruinas circulares’, ‘Parábola del palacio’, ‘La otra muerte’,
‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y ‘El Zahir’.

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