You are on page 1of 168

ODISEA 2001 A.C.

Jordi Pallàs i Martí


"Que otra cosa han hecho los pintores sino repetir a lo largo de los Siglos, la
Virgen con el Niño, la Pasión, la Crucifixión. Que otra cosa han hecho los escultores
que repetir con variantes la misma estatua ecuestre o el mismo busto, y eso ha
bastado. Además, el hecho de usar argumentos ya conocidos tiene una ventaja, y es
la que conocieron muy bien los dramaturgos griegos, que el espectador ya conoce el
argumento, y entonces puede interesarse más en las variaciones personales de cada
autor"

"Creo que el ejercicio de las armas es verdaderamente honroso. La misión del


soldado es algo noble. Hay que pensar que la poesía empieza con la épica. En todas
las culturas del mundo se empieza siempre con las armas."

"Hollywood, sin quererlo, ha salvado la poesía épica, que fue la primera forma
de poesía."

Borges, el palabrista. Esteban Peicovich.

Desmitificar, tr. Disminuir o privar de atributos míticos a aquello que los tenía o
pretendía tenerlos.
Sinopsis

La novela que tiene en sus manos es una interpretación libre de las


“Argonáuticas” de Apolonio de Rodas que se va alternando simultáneamente con otra
historia del presente. Mientras que la primera narra los avatares de una arriesgada
expedición formada para cumplir la orden para recuperar el vellocino de oro, la
segunda coincide con su búsqueda, pero a diferencia de aquella, los fines y métodos
utilizados pertenecen a la arqueología.
La técnica utilizada es la alternancia narrativa de las dos historias que se
entremezclan de una manera poco convencional: Y es que se invierten sus direcciones
temporales.
La expedición micénica esta contada en primera persona desde la perspectiva
de Jasón, el comandante de la expedición. El tono de su narración no se parece al que
se esperaría del héroe clásico. Más bien muestra un ánimo decaído, escéptico,
arrepentido y desolado al final de su campaña.
La historia de Artur, arqueólogo vocacional, esta contada en tercera persona por
el narrador. Es la crónica de un descubrimiento arqueológico que empieza desde la
precoz y enfermiza obsesión del protagonista por hallar la existencia del vellocino,
sueño juvenil desde que leyó por primera vez la aventura de los argonautas.
El descubrimiento del vellón de oro traerá revelaciones inauditas, y el destino
final del trofeo deja las puertas abiertas a su presencia futura en el universo.
Era un vuelo caro, pero era la manera más segura y cómoda para transportar
una obra de arte sin que sufriera deterioro alguno. Era un avión comercial capaz de
alcanzar la orbita terrestre y recorrer grandes distancias en muy poco tiempo. La
revista y los patrocinadores de la expedición se habían hecho cargo de los gastos. En
las bodegas del aparato se encontraba almacenado el motivo de tales privilegios. No
era para menos. Era un objeto cuya trascendencia superaba a la mera comunidad
científica. Hasta su descubrimiento no era más que una leyenda por todos conocida.
Pero la arcana reliquia era una prueba irrefutable de su existencia.
Artur y el excéntrico científico millonario disfrutaban del irrepetible viaje. No en
vano ellos mismos habían embalado la pieza arqueológica para asegurarse que no
sufriera daño alguno. En el aeropuerto de destino, habían habilitado una sala de
prensa para desvelar al público uno de los enigmas mitológicos más legendarios de
todos los tiempos......
No valió la pena. El esfuerzo, los sufrimientos y penalidades fueron en balde.
¡Cuantas energías desperdiciadas!. ¡Cuantas vidas sacrificadas!. ¿Para que tanta
inquietud, tanto entusiasmo?.
¿Que somos los hombres? ¿para quién trabajamos? ¿Quién nos utiliza?
Recuperamos el baluarte expoliado por nuestros enemigos. ¿Fue un éxito, o el
símbolo mismo del fracaso humano?: Traicioné a mi padre en el instante en que decidí
pactar con su más acérrimo enemigo –el rey Pelias- mi sucesión al trono–
precisamente el que él le arrebató.
Durante la misión, murieron varios de nuestros hombres.
En nuestro camino hacia la Cólquide, nos tropezamos con pueblos pacíficos y
hospitalarios a los que atacamos por nuestra arrogante ignorancia.
También exterminamos por completo de la faz de la tierra a una primitiva tribu
de aborígenes -que aunque hostiles, no merecían menester tal abuso de supremacía
técnica y táctica sobre sus rudimentarias artes y pederestes armas.
Abandonamos a su suerte a tres miembros de la tripulación mediante un engaño
premeditado y alevoso por miedo a la rebelión, pues disentían de nuestra manera de
capitanear la nave.
Utilicé el enamoramiento que me procesaba una adolescente, para embaucarla
con artimañas amorosas poco sinceras, y la comprometí en una arriesgada aventura
donde sacrificó una confortable vida en palacio por otra incómoda, errante e incierta,
drásticamente arrancada de su familia y de su país.
Asesiné con nocturnidad y alevosía a su hermano en un acto vil, salvaje e
injustificable, se mire por donde se mire, pues tenía pleno derecho a reclamar el
perjuicio de su secuestro.
Por todo ello los remordimientos me han atormentado durante el resto de mi
vida: Algunas veces en forma de pesadillas durante el sueño, otras -durante la vigilia-
en forma de mala conciencia, o incluso con terribles y frecuentes alucinaciones.
Estoy convencido de que tantos y costosos sacrificios fueron en vano. Nuestro
pueblo helénico nunca valoró en su justa medida la guerra que habíamos evitado
mediante nuestra intervención. La catástrofe hubiera devastado vidas, ciudades y
campos. El hambre, las enfermedades y la podredumbre se hubieran extendido sobre
los dos continentes.
En cambio a mi únicamente me aportaron las horribles escenas que se repetían
obsesivamente en mi mente.
Medea, la verdadera heroína y artífice del éxito de la misión, no fue laureada
como tal, sino todo lo contrario. Considerada por todos como una mujer ambiciosa de
riquezas y de poder, que utilizaba nuestra unión matrimonial como medio para poder
alcanzar sus más perversas aspiraciones, fue injustamente repudiada por esta fama
infundada de mentiras e infamias.
Los muertos, que dieron su vida por la nación aquea, fueron injustamente
olvidados, prevaleciendo el ego de los que sobrevivieron, pues ellos mismos se
encargaron de fomentar sus propias gestas, tergiversando su protagonismo en
detrimento de sus auténticos valedores. Los famosos supervivientes del Argos nunca
más tuvieron que trabajar. La mayoría de ellos vivían de las rentas que les aportaba el
relato remunerado de sus proezas en las mejores cortes del país. Su fama les abrió
las puertas de todos los hogares y mansiones de la nobleza y de la monarquia griega.
Eran la élite de la sociedad helena y eran tratados como tales.
Si se hubiera desencadenado una guerra abierta, si hubiéramos encabezado un
enfrentamiento directo cuerpo a cuerpo contra un ejercito agresor ¿no hubiésemos
sido glorificados como héroes, aunque con ello se produjeran un incontable número de
muertos?.
¿No es la guerra una gran catástrofe? El evitarla no me aportó beneficio ni
reconocimiento alguno.
¿Quién puede asegurar hoy en día que la guerra contra Troya es imposible?. ¿Y
si lo que hicimos no fue más que colocar un pequeño obstáculo para demorar lo
irremediable?.
Quizás los hombres han de sentir en sus propias carnes el desgarramiento
brutal de una guerra, y cuando la opinión de su fatalidad esté generalizada, la
humanidad pueda valorar mejor actos como los nuestros.
Pero esto solo podrá suceder en un futuro todavía muy lejano. Nosotros vivimos
para las guerras. Sentiremos el dolor y el sufrimiento que estas provocan una y otra
vez... hasta la saciedad. Si ello llegara a ocurrir –que nos saciáramos de las guerras-
habremos dado un paso definitivo para acabar con ella: Las ciudades se lo pensarían
dos veces antes de declararse la guerra, se potenciarían las iniciativas pacificadoras,
los pactos serian promovidos por los gobiernos. Evitar un enfrentamiento violento sería
lo prioritario... Por tanto una gesta como la nuestra hubiera sido merecidamente
celebrada en una civilización más bragada.
Si esto no llegara a ocurrir tal como yo lo predigo, la función del género humano
no habrá sido más que una poderosa arma de destrucción al servicio de no se sabe
quien, pero en definitiva, no a ella misma. Seremos meros instrumentos para
conseguir un fin -sin duda creo que vamos a ello- pero totalmente ajeno a nuestros
intereses.
Hoy, retirado del mundo, con mi vida a punto de concluir, solo me llevaré al
Hades un único recuerdo imborrable: No echo de menos, ni la gloria, ni las mujeres de
Lemnos, ni la fama, ni las riquezas. Ni siquiera el éxito de nuestras batallas. Lo que
realmente echo de menos es la expectante y confiada mirada de los remeros antes de
escuchar la orden para zarpar.

Toda mi vida ha sido una obsesión. La de ahora es la definitiva, la última, la que


acabará conmigo. No puedo librarme del desencanto, del escepticismo profundo, en
definitiva, del desasosiego vital y de su sin sentido. Solamente espero que el ineludible
destino -que todo ser viviente acordó cuando decidió venir al mundo- me soliviante
para siempre jamás de sus pesadas cargas. Desaparezco. Traslucido, todavía me
quedan reminiscencias del alma para pensar. Pronto alcanzaré la temida trasparencia.
Ello me aterra porque mi espíritu esta abocado a vagar en el Hades junto a las almas
perdidas que no encontraron en los dioses la justificación de la ilógica humana. No
pierdo la esperanza que un último momento de iluminación me devuelva el sentido, la
alegría, porque hasta ahora no he entendido nada. No puedo ni siquiera juzgar los
hechos en los que se ha basado mi vida, porque no poseo la razón que una vez creí
tener. Los juicios y las respectivas resoluciones de la naturaleza son injustos, como lo
son los de los hombres, y ya no digamos la de los dioses. La justicia no es más que
una mera ilusión, una ley ideal que rige mis pensamientos que no coincide con la del
mundo que me rodea. Aprendemos -casi imperceptiblemente- desde los primeros
pensamientos de nuestra existencia, premisas falsas, como la totalidad de leyes que
vamos construyendo durante el resto de nuestras vidas. Es duro confirmar una por una
la falsedad de cada una de ellas.
¿Pero por qué llegar a tal sórdida conclusión precisamente al final de mis días
cuando lo que lo más temo es el tormento eterno?.
¿De qué sirvió mi vida? No lo sé ni me importa. La mía como la de cualquier
mortal no tiene sentido. ¿Para qué sirve vivir? Tampoco tengo la respuesta, pero es la
que más me angustia. Es todo tan absurdo. ¿Para que tanto dolor?. Si al menos
viviéramos en un estado de permanente placer, en un éxtasis continuado, la vida
tendría sentido...
Navego sin rumbo, no hay estrellas que me guíen, y las que habían eran simples
ilusiones. Divago y no hay nada.. nada.. , un océano inmenso oscuro y negro.... ¡Por
fin muero!.. ¿Pero donde esta el esperado sosiego?...¡Otra vez el pánico: era cierto lo
que me revelaban mis ataques... y ahora es definitivo, ahora sé la verdad..No hay
esperanza....el sueño tan ansiado nunca llegará!.[]
Artur Ferrer nació en Atenas. Sus padres españoles, tuvieron que exiliarse
cuando aquel todavía no había nacido. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas
que buscaron refugio en Francia o Latinoamérica para emigrar de la dictadura militar,
ellos se instalaron en Grecia. El padre de ella era griego y se instalaron en su casa
hasta que encontraron piso en la capital.
De regreso a España, a principios de la década de los 80, Artur dominaba por
igual las dos lenguas paternas.
También trajo consigo todas las enseñanzas adquiridas en las asignaturas
impartidas en los planes de estudio de los institutos del bachiller heleno. La docencia
hacía bastante hincapié –como es lógico- en la Historia y la Literatura de la Grecia
Clásica. En su mente había registrados un gran entramado de frases memorables,
versos, poemas de los dioses y héroes que protagonizaban sus apasionadas lecturas.
En Atenas Artur leyó y analizó a los mejores dramaturgos -Sófocles, Euripides y
Esquilo-; Filósofos -Sócrates, Platón, Aristóteles..; historiadores -Herodoto ,Ovideo..-
de la Grecia Antigua.
Sus favoritas fueron las aventuras épicas de Homero. Tal fue su afición por sus
versos, que uno de los hobbies de su vida fue coleccionar todo tipo de ediciones de la
“Iliada” y “La Odisea" – la clasificación abarcaba desde valiosos incunables hasta todo
tipo de traducciones a idiomas de todo el mundo-.
Pero no fue hasta que cayó en sus manos las "Argonáutikas" de Apolonio de
Rodas que su pasión se convirtió en una enfermiza obsesión.. No comprendía como
una obra cuyo argumento transcurría cronológicamente en una época anterior a la de
"La Ilíada" y “La Odisea” no hubiera alcanzado la fama de estas. Casi sin
proponérselo, aprendió de memoria los versos más emblemáticos de esta fascinante
aventura. Investigó en
profundidad la leyenda del Vellocino de Oro. Compró toda la literatura disponible
en las librerías sobre el tema, y consulto en bibliotecas y archivos especializados.
También puso en su conocimiento las otras versiones posteriores a la obra de
Apolonio, como la que cuenta el latino Valerio Flaco en la obra del mismo título escrita
400 años después, o el pequeño resumen que Apolodoro ofrece en su "Biblioteca de
relatos mitológicos". Se documentó con los pocos datos que aparecían en la Historia
de Heródoto. Y devoró la fantástica interpretación que Robert Graves da a la famosa
aventura en su novela titulada "El Vellocino de Oro". Incluso, fue capaz de conseguir
en DVD la película realizada en Gran Bretaña en 1963 titulada "Jasón and the Golden
Fleece", una cinta de serie B famosa por los espectaculares efectos especiales de Ray
Harryhausen- que por cierto, han sido cruelmente humillados por el rápido progreso de
las actuales técnicas de animación por ordenador-.
Las playas estaban vacías. Ocasionalmente aparecía a lo lejos la silueta de
algún solitario labriego, que al percatarse de nuestra presencia, abandonaba
precipitadamente sus tareas para huir en busca de refugio en la ciudad. La alarma de
estos surgió efecto de inmediato, y una muchedumbre expectante se reunió en el
puerto prudentemente resguardada en la retaguardia de la formación de soldados que
la encabezaba. Sin duda, los yolkianos más veteranos no reconocieron en la
embarcación que navegaba decididamente hacia ellos, a la misma que zarpó desde
ese mismo lugar hacía ya algún tiempo – el suficiente para que nadie esperara su
regreso-.
La actitud beligerante- o más bien- la colocación de las tropas en formación
marcial, daban a entender una fuerte desconfianza en lo que se les avecindaba. Pero
la rigidez de las filas se fue poco a poco distendiendo a medida que nos íbamos
haciendo más visibles. No recuerdo quien fue el primero que nos reconoció, ni a quien
reconoció, pero recuerdo perfectamente el momento en que la formación se rompía
ante el desconcierto de la tropa. Una feliz sospecha fue extendiéndose como una ola
entre la multitud, y esta estalló de jubilo cuando el mascarón de proa apareció bien
visible en su entrada al puerto.
La alegría se desbordó a uno u otro lado de la línea costera.
La euforia en cubierta acabó en un desconcierto generalizado, donde alguno de
los marineros no pudo reprimir su impaciencia, y acabo lanzándose al agua para poder
alcanzar antes a nado la costa. Este fue rescatado por los soldados que hacia breves
momentos todavía habían estado en formación, mientras aquel – con la ropa
empapada- les confirmaba nuestra identidad. Seguidamente fue alzado a hombros por
otros dos soldados para festejar nuestro inesperado regreso. Finalmente pudimos
atracar la nave. Los tripulantes fueron bajando de uno a uno, y antes de que
alcanzaran tierra firme, eran alzados y transportados por encima de los brazos del
gentío. Fui el último de los hombres en asomarse en la cubierta. Quería rememorar en
ese instante, con toda la intensidad posible, todos y cada uno de los momentos que
formaron parte de la ya histórica tribulación. Desde esa privilegiada visión de la
escena, quería rendir un homenaje personal a aquellos que murieron por el camino. Mi
abstracción no duró mucho, pues la multitud expectante de repente quedó en silencio.
Todas las miradas se volvieron hacia mi. Comprendí que esperaban una respuesta.
Escondido tras la baranda de la borda se apoyaba el objeto de tanto esfuerzo. Cogí
con las dos manos el pesado envoltorio. Deje resbalar el manto que lo ocultaba para
descubrir finalmente el codiciado vellón dorado. Un clamor general de admiración
explotó en la planicie del puerto. Levanté triunfalmente el trofeo golpeándolo al mismo
tiempo con los rítmicos y sonoros impactos del filo de la espada. Un rugido
ensordecedor estremeció la ciudad. La celebración de la victoria se extendía como una
ola por las calles y callejuelas de la pequeña urbe. Como no me decidía a bajar, los
soldados decidieron ir a buscarme y lanzarme sobre la muchedumbre que me tendía
sus manos.
Con el pueblo volcado por las calles celebrando la buena nueva finalizó nuestra
exitosa misión. Los hombres
que participamos en ella fuimos nombrados héroes vitalicios; los más famosos,
cuyas gestas resultaron ser las más valoradas conocieron la gloria eterna al ser
considerados casi como semidioses –hijos de alguno de los dioses del Olimpo-.
El Vellocino de oro fue entregado solemnemente al rey en palacio, y fuertemente
custodiado en una cámara sellada, a buen recaudo de posibles nuevas tentativas de
robo. Con el éxito mi popularidad fue en aumento, mientras que la del rey menguó
vertiginosamente. El viejo caudillo no pudo acabar su reinado. Un alzamiento militar lo
obligó a abdicar de su trono a mi favor.
Con mi nombramiento, volvió la estirpe nimia al gobierno de Yolkos. Medea se
convirtió en la reina. Nunca consiguió el reconocimiento ni del pueblo, ni de la nobleza,
ni siquiera de la totalidad de la corte.
Los tripulantes regresaron a sus ciudades natales. Fueron muy populares y a
menudo eran asiduos a las fiestas a las que eran invitados para contar sus -cada vez
más- tendenciosas hazañas.
En un festín en el que Orfeo fue el homenajeado, compuso para la ocasión unos
versos descaradamente tergiversados de la aventura, donde los dioses del Olimpo
aparecían como protagonistas cruciales de los acontecimientos, decidiendo la suerte y
el destino de cada uno de los héroes –que debido a esta intromisión parecían meros
actores secundarios de la obra-.
No es necesario señalar que la narración de Orfeo fue muy bien aceptada por
los creyentes en general, y por la comunidad religiosa sacerdotal en particular.
Había que reconocer que la calidad narrativa del autor, junto a su particular
estilo de declamación, dotaba de tal suspenso y emoción a la trama que podía
mantener la atención del espectador de principio a fin. Por ello tuvo también un gran
seguimiento y acogida por el público en general.
Su pasión por la historia clásica griega, y especialmente por la leyenda de los
argonautas fueron los motivos por los que decidió decantar su futuro hacia la
licenciatura de Historia. Estudio en Barcelona, donde hacía poco tiempo se habían
trasladado para vivir definitivamente. Destacó en sus estudios, gracias a la formación
previa recibida en Grecia y a sus inquietudes personales que le habían convertido en
un autentico aficionado en la materia. Esta importante ventaja le permitió ganar
tiempo, y poder dedicarse a la investigación mientras cumplía con sus deberes
académicos. A fin de cuentas, tenía previsto doctorarse en la materia y habría que
redactar tarde o temprano una tesis doctoral de final de carrera. En ello decidió poner
de ahora en adelante los cinco sentidos:

Los últimos descubrimientos arqueológicos demostraban la existencia de una


antigua ciudad de casi 4000 años, cerca de Canakkale. Los restos encontrados la
ubicaban justo en el lugar donde los relatos antiguos situaban la mítica ciudad de
Troya, y con ello daban pie para confirmar la veracidad histórica de los relatos bélicos
narrados en la obra literaria “La Ilíada” de Homero.
La línea de investigación de Artur partía de una premisa similar: De la misma
manera que se había encontrado una prueba tangible para demostrar la existencia de
Troya, se podía también hallar algún vestigio empírico que probará que la leyenda de
los argonautas era cierta. Le obsesionaba poder resolver algún día este misterioso
enigma. Los profesores y entendidos en la materia a los que Artur pedía información -
argumentaban que- tamizando las figuras mitológicas que invadían coyunturalmente
las obras de la época y las exaltaciones rapsódicas contadas de boca en boca, podía
haber un trasfondo de realidad
-sobre la cual, y a falta de una prueba material contundente- habría derivado -a
causa de la imaginería popular- a un entramado de fantasías y fábulas de difícil
credibilidad.
Así pues, se propuso demostrar con pruebas empíricas que, el viaje iniciático de
un grupo de hombres liderado por Jasón hacía 4000 años se llevó a cabo en la
realidad.
Durante el tercer curso se acogió a una beca para continuar sus estudios en la
universidad de Salónica. Su idea era compaginarlos con las investigaciones sobre el
terreno.
Durante los fines de semana, aprovechaba para realizar pequeñas escapadas a
Volos, ciudad de Tesalia en la falda del monte Pelión, a unos 200 Kms. de la
Universidad.
Fue en el monte Pelión donde, según la tradición, Jasón de niño tuvo que
refugiarse de los eolos que lideraba Pelias, el rey usurpador del trono de Yolkos (la
micénica Volos) y que destronó a Esón, el padre de Jasón.
Refugiado entre el espeso bosque, Jasón fue acogido, educado, y tutelado por
los centauros –la tribu (pelasga) aborigen de las montañas-. (los pelasgos son los más
antiguos habitantes de las tierras griegas)
En Volos, y durante los fines de semana, Artur dormía en la habitación del piso
de una antigua amiga que trabajaba como abogado en la ciudad, y que le presto
amablemente para todo el tiempo que necesitara.
Solo la utilizaba para pernoctar, pues aprovechaba la mayor parte del dia para
recabar información sobre el terreno, y almacenaba en su mesa de trabajo toda la
información que recogía. Era pues el centro neurálgico desde donde iba a dirigir la
operación.
Durante el primer año en Grecia se dedicó a reunir todo el material bibliográfico
que constituiría su base teórica sobre los lugares y personajes históricos de probada
existencia de la época a estudiar.
El texto, que sería un informe personal extraído de la documentación
acumulada, consistiría básicamente en extraer de los antiguos manuscritos helenos,
algún fragmento que describiera lugares y paisajes donde la expedición griega pudiera
haber desembarcado. Lugares que por su descripción geográfica y geológica pudieran
coincidir con los parajes actuales del sudeste de Europa, especialmente el de las
costas griegas y turcas.
Existían documentos y planos debidamente contrastados que permitían a los
entendidos reconstruir fidedignamente el diseño de las naves micénicas.
Otros documentos revelaban conocimientos no menos importantes:
Confirmaban que los griegos antiguos ya denominaban los vientos según su origen.
Que identificaban en las noches despejadas a la mayoría de estrellas visibles de
las que se servían para orientarse durante la navegación nocturna.
Muy raramente navegaban perdiendo de vista la costa -el Mar Egeo permite este
tipo de navegación: Posee tantas islas que es posible navegar sin perder de vista el
litoral. La figura del timonel era casi tan importante como la del capitán, pues de la
pericia de aquel dependía la supervivencia de la tripulación; y muchos otros detalles
interesantes que desvelaban la capacidad cultural y tecnológica de los primeros
griegos.
Poco o nada se conocía de estas naves hasta que en 1973 se descubrieron
unos frescos en Thera, que mostraban a siete de estas naves. Las sencillas
embarcaciones disponían de un recio espolón de proa destinado a embestir los barcos
enemigos, y justo arriba, un mascarón en forma de cabeza de algún animal sagrado.
Inmediatamente detrás estaba el castillo de proa en forma de plataforma con un
tambucho recubierto de piel de vaca. La nave alzaba un gran mástil que soportaba una
verga con vela cuadrada. Cincuenta marineros manejaban los remos, y en la popa
había una plataforma donde el timonel podía manejar-cada uno con un brazo- los dos
maderos que hacían de timón y que se sumergían en el agua para orientar la nave.
En los grabados que habían pintados en algunas de las vasijas micénicas
encontradas en Grecia, se representaban escenas inconfundibles de alguno de los
episodios de la leyenda argonáutica. De estas, las que más interesaron a Artur –cuyas
reproducciones gráficas pudo observar detenidamente en los libros que había
recopilado hasta el momento- eran aquellas que describían episodios en los que los
personajes de las aventuras fueran los protagonistas principales de la famosa leyenda
argonaútica. También tomó nota de otros episodios argonáuticos menos interesantes
desde un punto de vista científico, pues el protagonismo excesivo de los dioses
lograba abortar cualquier interpretación realista del suceso.
Cinco fueron las ilustraciones elegidas como punto de partida para su
reconstrucción teórica. Consideró que estas eran las únicas que conservaban la
esencia primordial para sonsacar de ellas un episodio auténticamente histórico.
Selecciono para su informe las siguientes ilustraciones:

Un grabado pintado sobre una vasija cerámica, del siglo V a.C. representando al
protagonista principal Jasón saliendo de la boca del dragón bajo la protectora mirada
de Atenea y que estaba ubicada en el museo del Vaticano.

Un recipiente del s. V a. C con representaciones de los hermanos gemelos


Castor y Polideuces (Pólux) que se conservaba en el museo del Louvre en Paris

Un jarrón del s III a. C. con la figura de Atalanta luchando con Peleo (según
Apolodoro, Atalanta fue la única mujer que formó parte de la expedición argonautica,
contrariamente a la versión de Apolonio)y que estaba ubicado en el museo
arqueológico de Munich.

La muerte de Talo en Creta se escenificaba grabada en una vasija del S.V. a. C.


en la colección privada Ruvo-Jatta.

La escena culminante del relato - el robo del vellón de oro por parte de Jasón-
estaba pintado en un recipiente del S.III a. C en el Metropolitan de Nueva York.
Los lugares donde se hallaron las reliquias no aportaban información
significativa, como tampoco la antigüedad de las cerámicas y los metales donde se
representaban las escenas, pues éstas no guardaban relación con la cronología de los
materiales, pues las vasijas se fabricaron varios siglos después de la supuesta
expedición bajo la influencia de la leyenda helena.
Otros dibujos aportaban conocimientos no menos desdeñables, pero no tan
significativos para la historia que le ocupaba: las constelaciones estelares
tremendamente precisas, que inundaban el cielo encima del Argo; los contornos
rudimentarios, aunque con cierta similitud formal del actual litoral de la costa egea; la
vegetación y la fauna claramente identificables de los lugares visitados por la
expedición; el diseño y la estructura del barco, el material bélico...
Todo ello y otros datos los recopiló en un cuaderno forrado de piel. Le gustaba
dibujar todo aquello que observaba, y escribir sus anotaciones personales en los
márgenes. Quería tener un manuscrito similar del que se servían sus antecesores
ochocentistas cuando los daguerrotipos todavía no existían, y los obligaban a dibujar
los más mínimos detalles de los objetos observados. -En este sentido, le gustaba
conservar una estética romántica de científico victoriano que le daba cierta
singularidad respecto a los demás jóvenes de su edad, y que, sin duda obraba
premeditadamente para buscar la exclusividad que todo adolescente busca para
formarse una personalidad que todavía no ha completado-. -De todos modos su
imagen cambió –como es lógico- durante los años que duró la investigación, pero
conservó siempre el mismo cuaderno con que empezó a escribir los primeros apuntes
de su investigación.
El grito se oyó no muy lejos de donde me encontraba buscando leña. Procedía
del descampado que ocultaba un pequeño terraplén donde algunos de mis hombres
habían salido a cazar. Cuando llegué al lugar de los hechos rodeaban el cuerpo
convulso de un nativo moribundo. Al parecer era el pastor que cuidaba del rebaño de
ovejas que allí pacía. Uno de los marineros lo había matado clavándole una lanza en
el pecho. A pocos metros de allí, también yacía otro hombre sin vida. Mi sorpresa fue
enorme y al mismo tiempo terrible. Reconocí en aquel cuerpo inerte la cara de Canto.
Murió golpeado por el golpe de una enorme piedra que le aplastó el cráneo. Al parecer
nuestro malogrado compañero decidió –por comodidad y con la seguridad de obtener
una fácil presa para saciar lo más rápidamente el hambre- ir a robar una de las reses
del rebaño que había descubierto en las inmediaciones. Ya hacía tiempo que no
hacíamos remilgos a la hora de justificar una apropiación indebida de bienes ajenos,
pues cada uno de nosotros no dudaba del merecimiento de tales recompensas.
Mientras Canto intentaba arquear al animal para colgárselo en la espalda, el pastor del
rebaño - astutamente oculto tras un arbusto- lo asalto lanzándole una piedra de gran
tamaño que sujetaba por encima de su cabeza, y que dejó caer con gran precisión y
fuerza en el mismísimo centro de su coronilla. Sus acompañantes reaccionaron
rápidamente, y pudieron matar al asesino, aunque no pudieron hacer nada por salvar
la vida de Canto.
El resto de la tripulación se presentó rauda al lugar, pues corrió la noticia
enseguida. Lo enterramos allí mismo con el cuerpo todavía caliente. Encima del
túmulo, colocamos ceremoniosamente el yelmo del que se sintió tan orgulloso. Era su
casco abollado de soldado cuyo penacho maltrecho por una lanza llevaba encajado en
la desdichada batalla contra los doliones. Haberse salvado de la muerte en aquella
ocasión no fue garantía para volver con vida de la travesía. Quizás estaba
predestinado a morir en aquel viaje. Su muerte fue muy sentida, pues la convivencia y
las penurias nos habían convertido en un grupo cada vez más unido. La muerte de
Canto y la del resto de los compañeros que habían dejado la vida en esta empresa los
convertía en dioses inmortales, pero para mí aquellas muertes menguaban el éxito de
la misión, y la abocaban cada vez más al fracaso, uno de cuyos objetivos era la de
volver todos con vida.
Pero no se habían acabado todas las desdichas de ese día. La voluntad
caprichosa de los dioses decidió que esa misma tarde falleciera otro de los nuestros.
Mopso, el hombre que interpretaba en el vuelo de las aves el destino de nuestras
vidas, murió por la mordedura de una escurridiza serpiente: Ocurrió mientras yacía
bajo la sombra de un árbol, probablemente abatido por la muerte de Canto. Su pierna
tendida se cruzó irremediablemente en el camino del reptil, que respondió al incidente
como si de una gran amenaza se tratará, mordiendo por acto reflejo en el pie de
Mopso quien recibió su mortal veneno. Nadie lo oyó quejarse. Absorto todavía en el
malogrado destino de su amigo, no se atrevió a importunarnos por lo que creía una
nimiedad. La herida no le dolió demasiado. Tenía una mordedura justo en la planta del
pie izquierdo. En cuestión de segundos, el pie se hinchó de manera portentosa, y
cuando nos dimos cuenta de la gravedad de su estado, ya estaba con media alma en
el Hades. El veneno relajó suavemente todo su cuerpo, y un intenso pero irreversible
sopor invadió todo su ser. Se fue discretamente como quien no quiere molestar. El
cuerpo perdió su tonalidad. El blanco de los globos oculares sustituyó a la
pigmentación castaña de sus iris.
Nadie podía creer que se cebará de nuevo la muerte contra otro de los nuestros
y de aquel modo tan absurdo, después de haber superado multitud de situaciones
infinitamente más peligrosas y arriesgadas. En ese –aparentemente- inofensivo oasis,
perdimos de la manera más absurda a dos de nuestros más valiosos y queridos
marineros. Nos invadió un sentimiento de impotencia, rabia y tristeza. La penosa
experiencia de aquel día nos afectó en lo más profundo de nuestro ánimo. Muchos de
nosotros lloramos aquel día como no lo habíamos hecho nunca. Pero a pesar del
dolor, la cotidianeidad de nuestras vidas nos exigía continuar con el duro trabajo, y
entre todos hicimos un gran esfuerzo para construir una segunda sepultura.
Como era preceptivo en la muerte de personas muy queridas, celebramos el
ritual mortuorio desfilando al trote alrededor de la tumba y presentando nuestras armas
al homenajeado por última vez. Los más afectados se arrancaban los mechones de su
cabello. Este era un ritual habitual en las ceremonias funerarias de los más allegados
a las víctimas, y representaba de la manera más gráfica posible la insensibilidad física
de sus cuerpos, ante el gran dolor que sufrían sus almas. Los pelos arrancados en
aquella sesión se echaban sobre la tumba del difunto antes de quemarlo en la pira.
Orfeo fue el primero en exhortarnos a huir de ese maldito lugar. Nadie se opuso,
y marchamos presurosamente de allí.
No fue fácil alejarnos de aquel infernal oasis. Las aguas que lo rodeaban
escondían trampas de arrecifes de coral que amenazaban con reventar la quilla. Las
aguas transparentes nos permitieron guiar la nave en los lugares donde la presencia
del coral era menor.
Por fin alcanzamos Creta. Impacientes por llegar a casa, partimos raudos hacia
el Norte. La ansiedad por llegar era tal, que nos aventuramos a salir con el cielo
encapotado, sin referencia estelar alguna. Afortunadamente atravesamos sin novedad
el mar abierto y alcanzamos la minúscula isla Espórades, cerca de la pequeña isla de
Hipuris.
Después de anclar el barco, y caer agotados en cubierta, dormimos
profundamente durante toda la noche. Pudimos recuperar algo de energías que el
sueño, el cansancio, y las recientes desgracias habían agotado. Intuyendo la cercana
presencia de Yolko, se relajó la tensión y aumento nuestro ánimo, hasta el punto de
que una hilaridad colectiva se fue extendiendo en toda la tropa, que reía por cualquier
nadería.
Más tarde levantamos un altar invocando a Apolo y agradeciéndole nuestro
regreso a casa con las correspondientes libaciones. No teníamos vino, pues nuestras
reservas se habían acabado. Improvisamos las libaciones sustituyéndolas con las de
agua potable. Medea y sus sirvientas no pudieron reprimir por mucho tiempo las risas
de aquella ridícula profanación. Acabamos contagiándonos todos por aquel estado de
ánimo que vanamente queríamos reprimir, y acabamos desternillándonos todos por el
suelo.
Aquello nos sirvió como terapia para alejar los malos espíritus que todavía
pudieran permanecer en nuestras almas. Se formó enseguida una improvisada y
divertida fiesta en la que nos burlábamos unos de otros, se lanzaban descaradas
chanzas e invectivas, e incluso hubo algunos que aprovecharon la situación para
flirtear sin disimulo con las sirvientas.
Ansiosos y cada vez más exaltados por la inmediata proximidad de nuestros
hogares, aproveché los últimos días de camaradería para liberar nuestras
tensiones a través de competiciones deportivas. Organicé una de ellas,
consistente en una carrera que se iniciaba desde el barco: Cada participante era
portador de una ánfora atada a la espalda y la prueba consistía en ir nadando hasta la
costa, llenar el recipiente con agua potable, y volver con el recipiente lo más lleno
posible.
Una vez sobrepasada la tierra de Cecropia, Aulide y Opute, divisamos por fin las
playas de Pásagas. Llegamos precisamente por la costa opuesta a la que partimos el
día de nuestra marcha. Habíamos descubierto una ruta circular que rodeaba todo el
continente heleno
de norte a sur y de Este a Oeste.
A medida que nos acercábamos a la costa, nos dimos cuenta que nadie
esperaba nuestra llegada. Las playas estaban vacías. Ocasionalmente aparecía a lo
lejos la silueta de algún solitario labriego, que al percatarse de nuestra presencia,
abandonaba precipitadamente sus tareas para huir en busca de refugio en la ciudad.
La alarma de estos surgió efecto de inmediato, y una muchedumbre expectante se
reunió en el puerto prudentemente resguardada en la retaguardia de la formación de
soldados que la encabezaba.
A la espera de un periodo más favorable donde pudiera disfrutar de más tiempo
y disponer de un medio de automoción para sus desplazamientos, Artur aprovechó
para planificar detalladamente las dos rutas de la travesía que tenía previsto recorrer
en el futuro. La primera de ellas cruzaba los asentamientos micénicos más relevantes
de la península.
Para ello, situó en el mapa las principales ciudades y asentamientos de la
Grecia arcaica.
El segundo itinerario, bastante más complicado de llevar a cabo, seguía la
misma ruta utilizada por los antiguos argonautas. Desde Yolkos hasta Ea en la
Cólquide -pasando por todos aquellos asentamientos y pasos intermedios de las
costas Egeas y del mar Negro, donde hay constancia en la leyenda que acamparon
los héroes griegos- la ruta comprendía una inversión de tiempo y dinero inasumible
para el actual Artur Ferrer. Este itinerario tenia el inconveniente que había de ser
replicado lo más fidedignamente sobre las ubicaciones actuales de la Grecia y Turquia
actual – lo que comportaba un tiempo considerable de trabajo añadido-. Interpretando
los textos de la ficción y con el método inductivo-deductivo –también el intuitivo- las
playas, golfos, salientes y rocas descritas en sus parajes, y mediante el
emplazamiento aproximado de los antiguos poblados extinguidos, las antiguas
nomenclaturas de Yolco, Lemnos, Helesponto, la Propóntide, Cío, Bitinia, Las Rocas
Cianeas, el Ponto Euxino, Paflagonia, Asiría , Ea, Colquide, habían de coincidir en el
espacio con las actuales Volos, Lemnos, el estrecho Dardanelos, Canakkale, el mar de
Mármara, Yalova, Estambul, El Bósforo, El mar negro, Küre Daglari, Ordu, Bat'umi y
Kutaisi.
Las dos rutas surgían de dos líneas de investigación independientes, y se
sustentaban en diferentes sustratos empíricos.
El primero de ellos, se apoyaba en los restos arqueológicos de los antiguos
asentamientos micénicos hasta el momento.
El segundo sustrato -menos sólido que el primero- podría fundamentarse en
posibles futuros hallazgos encontrados en el fondo del Mar Negro, cuyas especiales
condiciones químicas hacían de cada uno de ellos unas auténticas joyas
arqueológicas. Unos recientes estudios de la Universidad de Columbia confirmaban
que el mar Negro sufrió hace 7500 años una catastrófica inundación que convirtió lo
que era un simple lago de agua dulce, en un gran mar. Artur confiaba en que los
restos que quería encontrar pudieran conservarse sumergidos en el agua. La
extremada salinización del agua, y la consecuente perdida de oxígeno confería a este
mar unas propiedades especiales en la conservación de los materiales, como lo
constataba una reciente noticia: Unos científicos de la prestigiosa revista National
Geographic Society encontraron cuatro embarcaciones que databan de la época
romana en muy buen estado en el fondo del Mar Negro. Los expertos consideraban
que estos restos se habían conservado gracias a las características químicas del agua
de la zona. Robert Ballard, jefe de esta investigación explicó que naufragios tan
antiguos suelen estar ya en malas condiciones cuando son descubiertos, pues la
corrosión y los animales marinos se encargan de destruir la madera de estas
embarcaciones. Pero en el caso de estas cuatro embarcaciones fueron las especiales
características del Mar Negro, por su gran carencia de oxigeno, las que permitieron la
buena conservación de las piezas. Estos naufragios que se encontraron eran la
continuación del hallazgo de un fondo arqueológico descubierto en septiembre de
2000 en el Mar Negro y que se componía, entre otras piezas, de herramientas
elaboradas con madera y piedra de hace 7000 años.
Cerca de la costa occidental de la tierra de Pélope, una intensa tormenta nos
sorprendió trayendo consigo un fuerte vendaval de Bóreas (viento del norte), que nos
alejaba velozmente de las costas helenas. La tormenta continuó toda aquella semana.
Estábamos totalmente desorientados. El cielo cubierto durante la noche nos impedía
orientarnos por las estrellas. Sin darnos apenas cuenta nos metimos en aguas poco
profundas, hasta que encallamos en una ciénaga donde la abundancia de algas
procuraba a las aguas un siniestro color oscuro. Más allá se extendía una playa de
arena infinita que se perdía en el horizonte. Caímos en la trampa: las aguas se
retiraron en la bajamar y la nave quedó incrustada en la arena.
El paisaje que nos rodeaba era desolador. La tierra y el cielo se extendían por
igual hasta encontrarse en el horizonte. Ningún árbol, roca, fuente, ni ser viviente
atisbamos en la lontananza. El desánimo fue calando en cada uno de nosotros. A
medida que analizábamos más el entorno, fuimos más conscientes del verdadero
estado de nuestra desesperada situación. Estábamos rodeados de dos grandes
desiertos. Uno, el de arena, donde no había posibilidad de conseguir agua ni comida, y
el otro, un mar poco profundo y por ello innavegable. Después de haber superado
tantos avatares y peligros, aquel lugar infernal daba por finalizada todas nuestras
esperanzas de volver sanos, salvos y triunfantes a la Hélade. El calor y la sequedad,
junto con la escasez de víveres no hacían más que alargar nuestra agonía.
Anceo se lamentaba por no haber perecido antes, en cualquiera de los peligros
precedentes donde sorteamos inútilmente nuestros destinos. Ahora nos esperaba una
muerte agónica y anónima. Me preocupó la estúpida idea de que no sobreviviera nadie
como testimonio para contar nuestras tribulaciones. Estábamos destinados a formar
parte de otra leyenda más sobre barcos fantasmas tripulados por almas perdidas que
vagaban sin rumbo durante la eternidad y cuyos espectros aparecían en las noches de
tormenta reflejados por las luces de los relámpagos para satisfacción de la
imaginación de niños y supersticiosos.
Las mujeres apiñadas junto a Medea rompían el sórdido silencio con sus
lamentos.
Nuestra suerte estaba echada. Decidimos que cada uno de nosotros buscara su
salvación por su cuenta y riesgo.
Nos despedimos muy apenados, abrazándonos fraternalmente, conscientes de
que sería la última vez que nos veríamos. Partieron cada cual en direcciones
diferentes a través del desierto, separándose cada vez más a medida que el trecho
andado era mayor. Yo me quedé en el barco cuidando de las mujeres, con la única
esperanza de que yo fuera el último en encontrar la muerte para poderlas sepultar –
aunque ello significase que mi cuerpo se pudriera en la intemperie para ser pasto de
los carroñeros-.
Nos repartimos los pocos víveres que conservábamos, y con un manto en la
cabeza nos cubrimos de los estragos del sol y de la corrosiva arena. Cuando el astro
solar se posó sobre nuestras cabezas, ya no alcanzamos a ver a ninguno de nuestros
compañeros cuyas figuras ya se había diluido en el paisaje.
Era media tarde cuando se oyó un tenue rumor familiar que me despertó del
aletargamiento. Mire por la borda para ver que ocurría. El mar estaba empezando a
tocar la quilla. Al rato observé que subía de nivel. Ya no tenía dudas: la marea
devolvía el agua que por la mañana nos había retirado. ¡Extraño comportamiento la de
aquellas playas, tan diferentes a las inapreciables mareas de nuestras costas!.
Excitado, comuniqué enseguida la buena nueva a Medea, que no se entusiasmó
demasiado por aquella noticia. Me hizo recordar que todos los hombres habían
marchado por la mañana y que en esos momentos se encontrarían muy lejos de allí.
No teníamos pues fuerzas suficientes para botar la pesada nave.
Empecé a gritar con todas mis fuerzas desde lo alto de la proa en todas las
direcciones del desierto. Mi voz al rato perdió su fuerza tras apagarse en la
inmensidad de su silencio. Entonces, recordé que teníamos un cuerno a bordo que
utilizábamos para indicar nuestra presencia en alta mar cuando había niebla intensa.
Estaba guardado en un rincón de la popa junto con el vellón. Atravesé corriendo toda
la cubierta, cogí el cuerno y soplé con todas mis fuerzas. Sonó un tono agudo pero
potente. El efecto reverberarte del cono amplificó el sonido por toda la superficie del
desierto. Estuve toda aquella tarde soplando hasta la extenuación.
La alarma funcionó, y al atardecer nos encontramos todos reunidos junto a la
nave que ya estaba parcialmente cubierta de agua. Entre todos -mujeres incluidas-
empujamos desde la popa esperanzados de que la fuerza del agua la pusiera a flote.
Zozobró, y la seguimos empujando hacia el interior de aguas más profundas. Nuestros
cuerpos se sumergían ya a la altura de la cintura, y cuando parecía que la nave flotaba
con más soltura, volvía a encallarse de nuevo en otro nuevo fondo. Tardaríamos
bastante más hasta que el barco perteneciera por fin al dominio pleno de la superficie
ondulada del mar. Cuando esto sucedió, Anceo se apresuró a subir a cubierta para
hacerse con el timón, mientras los demás gastábamos las últimas reservas de fuerza
en tensar la cuerda que contrarrestara la inercia de la nave en su salida hacía el
interior del mar. Nos zambullimos y alcanzamos la nave a nado. Cuando subimos a
cubierta, empapados hasta los huesos y sin tiempo que perder, no cesamos de
impulsar la nave mar adentro con la fuerza de los remos, hasta que consideré que
estábamos fuera de peligro. La debilidad, la sed, y el hambre, no fueron obstáculos
suficientes para impedirnos celebrar -con una alegría desbordada- con improvisados
cantos y danzas el haber salvado la vida. Era la manera más fácil de exorcizar
nuestros sufrimientos pasados. Era patético ver esa fiesta de cuerpos espectrales,
vestidos con harapos, cayendo torpemente al suelo por la debilidad -pues los
músculos no respondían a las voluntades y únicamente temblaban
espasmódicamente-.
Dormimos durante toda la noche, y al amanecer nos pusimos todos a trabajar
para dirigir la nave hacia el Norte, con la costa a estribor, en busca de tierra fértil. Los
víveres y el agua potable escaseaban. El agua conservada se había estropeado por la
podredumbre que la envenenaba. La situación era una vez más desesperada.
Conservábamos- aunque pareciera increíble- algunas fuerzas, pero la deshidratación
de los remeros empezó a hacer estragos. Con la garganta seca, y sin posibilidad para
aliviarla, la saliva espesaba por la comisura de los labios. Al rato empezaron a caer los
primeros: perdían la conciencia y caían desmayados, algunos en cubierta, otros
apoyados con su cabeza en el hombro del compañero. Las mujeres, y los pocos
hombres que no remábamos éramos los más afortunados, pero nadie nos lo
reprochaba. Todos teníamos una función que cumplir en el pilotaje del barco. Cuando
la situación era ya insostenible, una vez más el destino nos reservó una última tabla de
salvación. Quizás fue la voluntad de los dioses que quisieron aplazar nuestra muerte
para una mejor ocasión. Avistamos una bella costa con frondosos árboles
pertenecientes a un oasis que alimentaba un gran lago. Al desembarcar gastamos
todas nuestras reservas energéticas en buscar una fuente de agua, que
afortunadamente, encontramos no lejos de allí. Bebimos como animales sedientos.
Nunca el agua nos había aliviado como aquel día. Como hormigas que se precipitan
en una gota de miel caída del panal, así estábamos todos concentrados en el chorro
de agua cristalina que brotaba de aquel precioso manantial.
Una vez saciados nuestros sedientos cuerpos, nuestra siguiente necesidad pasó
a priorizarla el hambre. Organizamos una cacería y nos dividimos en varios grupos.
No tardaríamos demasiado en encontrar un estupendo rebaño de ovejas con las
que saciaríamos nuestra feroz hambruna. Pero pagaríamos por ello un alto precio.
El grito se oyó no muy lejos de donde me encontraba buscando leña. Procedía
del descampado que ocultaba un pequeño terraplén donde algunos de mis hombres
habían salido a cazar. Cuando llegué al lugar de los hechos rodeaban el cuerpo
convulso de un nativo moribundo
No fue hasta que terminó de completar el cuarto curso cuando consiguió cierta
libertad de acción. Durante los últimos años pudo recaudar los fondos suficientes para
disfrutar de aquel periodo vacacional sin otro compromiso que el de dedicarse
íntegramente a sus asuntos. Compró un coche usado a buen precio. No era una
maravilla de coche, ni tenia las mínimas prestaciones que se le debiera exigir a un
vehículo durante la canícula, pero le permitiría recorrer libremente la geografía griega
a su antojo.

“El mito de los Argonautas y su sustrato histórico". Así decidió titular la futura
tesis de sus investigaciones. El enunciado en sí implicaba mucho riesgo y, a su vez,
pecaba de ambicioso. Que la presentación de la tesis acabara siendo una simple
hipótesis sin demostrar, o que se convirtiera en uno de los textos científicos más
importantes del siglo lo determinarían la importancia de los hallazgos arqueológicos
que descubriera. Confiaba, y se conformaba con encontrar un resultado intermedio
que dejara una puerta abierta a nuevas investigaciones.
Su teoría, cuya única apuesta era confiar en que la expedición de Jasón hubiera
tenido lugar durante la era micénica, dependía exclusivamente de encontrar una
prueba que la vinculara en ese periodo.
Consciente de que el éxito o el fracaso de su teoría dependía de ello, se
propuso encontrarla por todos los medios. Si lo conseguía, la redacción de la tesis
sería simplemente cuestión de ordenar acontecimientos y situarlos en la apropiada
cronología micénica.

IOLKO

Volos, fue el primer asentamiento en que Artur pudo documentarse “in situ”
antes de iniciar el viaje. Recordemos que ya había visitado esta bonita ciudad otras
veces mientras estudiaba en Salónica.
Era una pequeña ciudad instalada bajo la falda del monte Pelión donde según la
tradición se talaron los árboles para la construcción de la nave marítima con la que los
argonautas se sirvieron para recuperar el vellón sagrado. La urbe volca se extiende
hacia el mar donde poseé un precioso puerto, heredero actual del antiguo astillero
donde presuntamente se construyó y botó el barco.
De sus periódicas visitas a la ciudad, pronto percibió que, de la metrópolis desde
donde zarpó la nave Argos rumbo a Eetes hacia unos 4000 años, únicamente la
geografía del lugar era la herencia muda de la antigua ciudad micénica -pues de ésta
no había el más mínimo vestigio de su existencia-. Una de las fuentes de información
donde Artur pudo estudiar “sobre el terreno” algunos restos arqueológicos de un
antiguo asentamiento micénico, se hallaba en el Museo arqueológico de Volos: El
"Athanassakeion Archaelogical museum". Ordenadamente expuestos según su
antigüedad, los restos manufacturados que un día pertenecieron a los hombres que
habitaron aquellas tierras en el Neolítico, no podían por si mismos demostrar más allá
de lo que los conservadores deducían de sus propiedades físicas y químicas. Allí
habían expuestas estatuas de arcilla y otras reliquias de la era micénica.
Dibujó en su cuaderno de piel tres utensilios de entre todos los objetos
expuestos:
Una maceta de cerámica que tenía dibujada en su superficie una embarcación
micénica con varios remos y que databa del año 1550 a. C.
Otra vasija consistía en un jarrón con asas decorado con guerreros montados en
carros de combate tirados por caballos. Este jarrón fechaba del año 1200 a. JC.
Y la última pieza consistía en una escultura en forma de caballo que tiraba de
una viga o carro. Todo el conjunto estaba decorado con múltiples dibujos en formas
geométricas. Esta figura se fabricó el año 1300 a. J.C.
Casi todas las herramientas que allí se exponían habían sido descritas alguna
vez en el relato de Apolonio de Rodas.

Las posibilidades de encontrar algún resto o alguna evidencia de la existencia


de la vida terrenal de Jasón y de su majestuosa nave Argos pasaban por las diferentes
versiones de su muerte. Estas diferían significativamente entre sí, y ninguna de ellas
parecía ser cierta. La confusión que años después Eurípides aportó con su famosa
tragedia de "Medea", no hizo más que confundir todavía más el destino final de las
vidas de Medea y Jasón con nuevas conjeturas de suicidio y homicidio.
De entre todas ellas, había dos que poseían mayor credibilidad.
La primera de ellas situaba la muerte de Jasón en Corinto, bastantes años
después de volver con éxito del viaje. Según esta versión, su cadáver fue hallado en
una playa de Corinto junto a la embarcación que le dio la fama y el prestigio. Las
causas de su muerte en este caso variaban dentro de la misma versión: Por una parte,
se afirmaba que el fallecimiento del héroe ocurrió por causas naturales. Por otro lado –
más acorde con la tragedia eurípida- se apostaba por el suicidio del esónida debido a
graves desgracias personales y familiares.
La otra versión situaba a Jasón en un entorno menos complicado, acabando sus
días como rey de Tesalia tras volver triunfante con el Vellocino de Oro.
Por intuición y sentido común, Artur confiaba más en esta segunda
interpretación. La primera coincidía sospechosamente con los clásicos esquemas de la
tragedia griega.

El primer destino al que decidió acudir Artur desde Volos fue a Corinto -en el
Peloponeso-, en busca de un imposible: Hallar los restos humanos del argonauta más
conocido, o al menos de algún resto de material que llegara a formar parte de la
estructura del legendario navío. Como era de esperar abandonó la idea una vez
visitada la ciudad. No le ofreció nada interesante, y se rindió enseguida a la evidencia:
era imposible organizar excavaciones tan ambiciosas por cuenta propia.
Marchó de allí, y se dirigió hacía Nemea, una ciudad situada más al interior del
istmo. Visitó el Archaeological Museum of Nemea, y allí estaban expuestos los objetos
que se encontraron en el cementerio micénico de Aidonia. Destacaban dos anillos de
oro en cuyos sellos se representaban esculpidos escenas sagradas de danzas
femeninas, y una procesión de mujeres que se dirigían a un santuario. También era de
admirar un abalorio formado con fragmentos de oro puro.
Todas aquellas reliquias databan de 15 siglos antes de Jesucristo. Artur dibujó
con todo lujo de detalles y colores lo más destacado, anotando en el margen de la
páginas los comentarios y reseñas que creyó necesarios.

La civilización micénica existió entre los años 1450-1200 a. C., periodo en el que
se basaron los hechos narrados en los poemas homéricos. Estos se escribieron
posteriormente, seguramente transcritos de los relatos épicos que recitaban a viva voz
los aedos especializados. La caída de Troya narrada en la Íliada -por ejemplo-, ocurrió
500 años antes de que sus poemas fueran escritos.
Con las Argonautiká de Apolonio ocurre algo similar, pero con la notable
diferencia de que el periodo transcurrido entre los hechos supuestamente acaecidos
en la leyenda (que por cierto, anteceden a los ocurridos durante las generaciones que
intervinieron en la guerra de Troya) y la época en que se escribió el poema de
Apolonio de Rodas las separan mil años.
Apolonio de Rodas, poeta alejandrino de la primera mitad del siglo III a. c., se
ocupó en su poema Argonautiká, de inmortalizar por escrito los versos de las hazañas
del viaje, imitando el estilo épico tradicional.

Hace apenas 130 años, nadie consideraba que existiera una civilización anterior
a la cretense. A partir de ésta, se originó en la zona continental griega la primera gran
civilización democrática de la historia conocida como la Grecia Clásica, con sus
grandes filósofos, políticos, senadores, literatos, médicos y científicos.
Pero existió una civilización anterior a estas que se caracterizaba por sus
palacios y riquezas. Es lo que actualmente se conoce como "la edad heroica" origen
del amplio periodo que abarca la revisada Historia de la Grecia Antigua, y que
concluye en el primer milenio después de Cristo, con las famosas conquistas de
Alejandro Magno.
Durante la "edad heroica"- así denominada porque según la leyenda la deshonra
era peor que la muerte- tuvo su apogeo la civilización micénica que se destacaba por
sus asentamientos y urbes, donde en bulliciosa vida urbana se mezclaban desde los
señores de la guerra y sus ejércitos, hasta los simples artesanos y campesinos que
vendían sus productos en los muros de los palacios y las murallas de las ciudadelas.
El desarrollo de las investigaciones y el interés por la Grecia Preclásica, tuvo
lugar al iniciarse las excavaciones de H. Schliemann en Troya ( 1870, 1871-73, 1878,
1882), Micenas (1874, 1876), Orcomenos (1880) y Tirinto (1880)
Shilieman -con la Ilíada como referencia- comenzó la búsqueda convencido de
la veracidad de la tradición homérica. Estos estudios se desarrollaron con las
excavaciones de Evans, en Knossos (1990), que dieron a conocer una cultura todavía
anterior a la micénica, y seguramente originaria de esta, la cultura minoica.
La civilización micénica, recibió su nombre gracias al desenterramiento de
Micenas por parte de Shliemann y ser ésta el mayor núcleo poblado y de mayor
empuje de esta cultura. Micenas -en la Argólide- se convierte en un centro de riqueza
y poder con una civilización guerrera sin igual en la zona del Egeo; No obstante no es
el único centro de población importante de la Grecia central y meridional que brilla y
surge con esplendor en esta época: Pilos en Mesenia, Tebas, Glá y Orcómenos en
Beocia y Tirinto. También en la Argólide y parece ser que bajo la Acrópolis de Atenas
reposa un primitivo asentamiento micénico fortificado.
El periodo de esplendor micénico abarca desde el 1600 al 1150 a. C. cuando se
configuran los palacios descritos en la Ilíada y sus reinos: Pilos, Tebas, Orcómenos,
Glá, Atenas y Micenas.

Con estas premisas como referentes teóricos, Artur construyó los fundamentos
de su teoría. La idea estaba perfectamente expuesta en su redacción. Solamente
faltaba confirmar aquella hipótesis con un simple hallazgo que demostrará
empíricamente la existencia de la expedición, y en ello se centró su actividad
primordial.
El mayor trecho de la ruta marítima navegada por los argonautas se realizó en
las costas meridionales del Mar Negro – la costa septentrional turca-. Por tanto, en las
poblaciones y asentamientos donde los marineros entraron en contacto con sus
gentes era donde tendría más posibilidades de encontrar vestigios materiales que
fueran testimonios de su paso. La mente de Artur iba siempre más allá, y perdía la
paciencia con facilidad. Modificó sus planes iniciales. Sin conocer todavía si se decidía
por esta ruta –pues no estaba seguro de la productividad de la misma- planeó un
posible itinerario alternativo.
En Corinto encontró cerca del hotel donde se alojaba un Cibecafe. Era más caro
que los locales clandestinos, pero el ambiente era mucho más agradable. Mediante el
buscador localizó varias web que informaban sobre las más recientes excavaciones
arqueológicas en Turquía.
En el horizonte se vislumbraba la primera urbe Helena que pisaríamos desde
que abandonamos Grecia: Drépane, capital del reino de Feacia. La noticia se extendió
rápidamente por toda la ciudad y una gran multitud se aglomeró en la plaza del puerto
para recibirnos. Todos los habitantes se regocijaban al vernos. Fuimos aclamados y
vitoreados durante todo el trayecto que iba desde el puerto hasta la ciudadela. Por las
delgadas calles formábamos un gran desfile en que los vecinos lanzaban flores desde
las terrazas de sus casas. En el palacio, el rey Alcínoo y su séquito nos recibieron con
gran entusiasmo. Un fenomenal banquete se celebró en nuestro honor.
En mitad de la fiesta irrumpió bruscamente en el comedor un mensajero con un
recado urgente para el rey. Comunicó al rey y a los presentes que el puerto estaba
sitiado por multitud de naves colcas que amenazaban con atacar la ciudad. Alcinoo y
los demás nos dirigimos raudos hacia el lugar. Allí nos esperaban recién
desembarcados el desafiante comandante colco junto con otros de los jefes de las
demás naves escoltados por una brigada de soldados bien armados que los
escoltaban. Solicitaba al rey Alcinoo la entrega inmediata de Medea sin condiciones. Si
no cumplían con sus exigencias, se exponían a un desembarco y saqueo
indiscriminado por toda la ciudad hasta dar con ella. Alcinoo intentó calmar los ánimos
del comandante, y le prometió mediar en el conflicto. Acordaron que en el plazo de un
día le daría una respuesta definitiva, pero que necesitaba todo este tiempo para
meditarlo bien.
Nos reunimos de nuevo todos en palacio. Medea estuvo todo el tiempo
exhortando a los marineros a entablar batalla contra los colcos, con el mismo
argumento que había aprendido a recitar cada vez que lo necesitaba: se lo debíamos
por su decisiva implicación en los hechos acontecidos en Ea. Yo, trataba de infundirle
ánimos y repetirle constantemente que confiara en nosotros. Todavía en ella
perduraba un recelo infundado a nuestra sellada fidelidad. Encontró en la esposa de
Alcinoo –Arete- a su nueva confidenta. Le explicó desde su punto de vista todo lo
sucedido desde el día en que se comprometió conmigo, y le confesó que había
cometido acciones muy desleales para con su familia para poder satisfacer mis
ambiciones. Arete parecía conmovida por el relato.
Durante la noche Alcinoo y su mujer deliberaron los pros y los contras de los
hechos que aquel tenía que juzgar. Arete, según supe por Medea, estaba de su parte,
y hacia todo lo posible para convencer a su marido de que defendiese con todo el
ejército de Drépane la decisión de Medea. Pero el talante mediador de Alcinoo estaba
tan arraigado en su manera de ejercer la política, que quiso actuar según las leyes que
había forjado durante su dilatada carrera real. Su razonamiento era que si Medea aún
era doncella todavía pertenecería a la tutela de Eetes. En cambio si conseguía
demostrar que había perdido su virginidad - y teniendo en cuenta la promesa de
matrimonio que yo continuaba manteniendo- me pertenecería con todos los derechos.
Tenía decidido que así se lo haría saber a los colcos. Arete -cuando Alcinoo cayó en
un profundo sueño que le permitió la serenidad de su determinación en su conciencia-
aprovechó para separarse sigilosamente de su esposo y darle a conocer a Medea el
veredicto. Despertó a las sirvientas e hizo llamar al emisario. Este galopó a toda prisa
hacia el puerto de Hilo donde nos encontrábamos acampados, y nos comunicó la
decisión del rey.
No había tiempo que perder. El ambiente no era el más propicio para tales
escarceos. Ordené a las mujeres que se encargaran de construir un lecho adecuado
para la ocasión.
Pedí a Mopso que libara vino desde la cratera en honor a los bienaventurados.
Derramó el líquido sagrado sobre la carne de cordero consagrada sobre un
improvisado altar. Divisamos una cueva en las rocas de la playa que se adecuaba a
nuestras necesidades inmediatas de intimidad. Hasta allí transportaron las criadas de
Medea el lecho conceptivo cuya base lo formaba el escudo dorado de Frixo cubierto
por numerosas pieles de cordero que lo confortaban. Arete nos envió a sus ninfas, que
nos proporcionaron un cesto con flores variopintas que echaron estratégicamente en la
colcha del improvisado lecho para dar colorido a la boda. Mientras, el resto de los
hombres mantenía la guardia cerca de la nave vigilando cualquier imprevisto. En la
entrada de la cueva escoltaban la puerta dos hombres armados con una lanza cada
uno, mientras, a poca distancia de ellos Orfeo, de espaldas a la entrada de la cámara
nupcial, tocaba su célebre lira que reverberaba entre las paredes de la cueva,
adornando aún mejor el efecto encantador de la melodía.
Era la primera vez que Medea y yo disponíamos de un momento de intimidad.
Pero no pudimos aprovecharlo para reflexionar y debatir nuestra relación. Había antes
otras prioridades. La tarea no fue fácil. La responsabilidad del momento, y el miedo de
no saber estar a la altura de las circunstancias me impidieron excitarme. Por más que
me concentrará no conseguía endurecer mi pene. El fracaso y sus funestas
consecuencias pesaban demasiado en el comportamiento desinhibitorio que estas
artes precisan. ¡Juro por todos los dioses que me fue totalmente imposible!. Tuve que
abandonar mi propósito. Le sugerí desvirgarla con mis dedos, o mejor aún, que
llamáramos discretamente a Anceo para que fuera él quien se acostara con ella, quien
sin duda cumpliría a la perfección su cometido.
Ella intentó tranquilizarme. Me cerró suavemente la boca con la pinza que
formaron sus delicados dedos, y tocándome suavemente los genitales con una mano,
y los muslos con la otra, me ordenó que absorbiera el aroma de aquellos pétalos que
las ninfas habían distribuido por toda la cámara. Succioné la esencia de las flores y
empecé a degustar una gran gamma de sabores deliciosos, y al instante todos mis
temores se diluyeron. La lujuria se apodero de mí, y lo único que quería era abusar de
aquel exuberante cuerpo. La voluptuosidad de Medea hizo el resto. Sin darme apenas
cuenta, mi miembro viril ya estaba firmemente erecto. La operación fue un éxito, otra
más en la dilatada carrera hacia la meta.

Cuando aparecieron las primeras luces de la Aurora nos apresuramos en


armarnos con todo nuestro equipo completo. La dotación consistente en corazas,
escudos, lanzas y dagas mostraban claramente que nos preparábamos para lo peor.
Desfilamos hacía el puerto de Drépane dispuestos ofrecer una digna lucha contra la
aplastante superioridad colca. Yo encabezaba la tropa y no las tenía todas conmigo en
que la determinación del líder feacio se cumpliera. Nos reunimos las tres huestes
puntuales en el puerto donde el rey dictaría su veredicto. En el centro de la dársena,
las tres tropas uniformadas con sus singulares armaduras guerreras formaban un
espacio triangular cuyos lados delimitaban las vanguardias de cada ejército. Del mar,
desde el oeste, habían desembarcado los efectivos colcos. De la ciudad, por el norte
vinieron Alcinoo y su ejercito que los doblaban en número. Y desde el puerto de Hilos
en el sur apareció nuestro escuálido regimiento. En el centro geométrico del triángulo,
nos reunimos los que formaríamos parte de la comisión negociadora. Nuestro ejercito
se componía de una representación heterogénea de los pueblos que tenían como
denominador común la civilización helena. Todo lo que nos unía – religión, lengua,
territorio, cultura- nos permitió confeccionar una tripulación que formaba la única
embajada que existía en defender los intereses de los estados unidos helenos. La
causa común de nuestra misión era principalmente religiosa, pues el vellón pertenecía
–según nuestra leyenda- a nuestro mismo dios: Zeus. Pero también los intereses
geoestratégicos y económicos jugaban un papel determinante –aunque no tan
explícito- en el entramado político que formaba nuestra delegación. Como comandante
de la expedición, yo era el único embajador de los estados unidos que podía
intermediar como interlocutor valido en una negociación. Pero al mismo tiempo, como
príncipe de Tesalia mi obligación era también representar los intereses particulares de
los eolos. Los príncipes y nobles de los demás pueblos que nos apoyaban en la
embarcación de la misión representaban al resto de las comunidades de la
confederación. Pero en el caso particular que nos ocupaba en ese momento –como en
todas las ocasiones que se nos presento- defendía un proyecto común de todos los
expedicionarios. Era el único portavoz -por consenso unánime- que presidía la
delegación en asuntos exteriores de la Unión, y por lo tanto mi persona era la más
indicada para mediar en el lugar, del mismo modo en que el comandante de la
Cólquide lideraba a los colcos, y el rey Alcinoo lo hacia con los feacios.
Éste empezó el acto con una ceremonia al uso, consistente en alzar a media
altura el justiciero cetro de oro con la mano derecha, mientras a continuación daba
parte de su resolución. El discurso confirmó las informaciones de Arete. La virginidad
de Medea tenía que ser confirmada. Aparecieron a la señal convenida las cuatro
sirvientas que aguardaban detrás de la reina. Desplegaron una gran sabana blanca
con la que improvisaron un escuálido vestuario para Medea. Cuando se solicitó la
presencia de Medea, esta se avanzó hacía el grupo y se introdujo en la improvisada
tienda. A continuación entró la reina, seguido del comandante colco –que sin pudor ni
modales- no titubeó en su decisión. El rey Alcinoo, muy a su pesar, tuvo que
resignarse a aceptar el derecho que tenía el comandante de comprobar
personalmente los resultados. Arete aceptó sin rechistar las decisiones de su marido.
Al rato salieron los dos árbitros de entre las sabanas, y Arete comunicó al oído del rey
un diagnóstico irrefutable.
Seguidamente Alcinoo anunció en público que Medea no era virgen. Por lo tanto
Medea estaba unida a mi destino, y cualquiera que se opusiera a la voluntad de los
dioses tendría antes que enfrentarse con él y todo su ejército. Así lo proclamó, y se
mantuvo firme en sus convicciones a pesar de las reiteradas e enfurecidas
impugnaciones del comandante. Ante la irreversible posición del rey que reafirmó su
determinación como irremediable y sin posibilidad de negociación, los colcos
comprendieron que reclamaban en vano. El rey les ordenaba que alejaran
inmediatamente la flota del puerto de Drépane sino querían enfrentarse contra un
ejército de soldados que doblaban sus efectivos.
El comandante colco intentó, sin la convicción que le era exigida, amedrentar
con las mismas amenazas que había vertido el día anterior. El séquito asesor del
comandante lo llamó discretamente para deliberar privadamente. Estos más realistas
en la percepción de la situación de inferioridad en que se encontraban parecían
intentar convencer a su líder de la retirada. Estuvieron toda la tarde parlamentando,
enzarzados en tensas discusiones. El comandante era reacio a abandonar sus
pretensiones, y su séquito quería hacerle ver todo lo contrario. Para evitarles la
humillación del patético espectáculo que ofrecían, decidimos retirarnos a la playa
aliviados por haber evitado otra derrota. Las tropas feacias decidieron hacer lo mismo.
El rey en cambio, se quedó esperando una respuesta junto a su pequeño séquito real.
Los colcos no llegaron a un consenso y pidieron una tregua por dos días, pues querían
ocultar a los demás sus divergencias.
Ya perfectamente relajado en el campamento -todavía no era consciente de mi
nueva condición marital- me invadió una sensación de alivio muy estimulante. Y no fue
hasta que apareció un coro de ninfas -enviadas por la reina para cantar un gracioso
canto himeneo- cuando tomé plena conciencia de mi actual situación. De detrás de las
dunas que separaban el puerto de Hilo con la ciudad, llegaban los habitantes de
Drépane con todo tipo de regalos nupciales. Los hombres nos traían corderos,
terneras y ánforas de vino, mientras que las mujeres vestidos, joyas y demás ropajes.
Los días que siguieron fueron una inacabable concatenación de celebraciones y
fiestas conmemorativas de tal evento. Una semana entera estuvimos en las playas de
Drépane antes de partir. Durante ese tiempo, nos informaron que los colcos habían
cejado de insistir en sus amenazas, y habían suplicado al rey acogida en su reino,
pues temían a su regreso a Cólquide que Eetes cumpliera las amenazas vertidas
cuando partieron de Ea.
Alcinoo nos envió por mediación de sus sirvientes obsequios hospitalarios para
toda la tropa. Arete, cada día más encaprichada por Medea, le donó varias valijas de
un valor considerable. El día de nuestra partida no permitió que Medea rechazara a las
doce siervas feacias para su comitiva personal que aquella le regalaba.
A la semana partimos, dejando atrás las todavía humeantes hogueras de los
sacrificios nupciales.
Ciertamente, si a partir de ese día hubiéramos decidido poner fin al viaje virando
a oriente para dar por acabada la travesía naval en el golfo de Acaya y cubrir la
distancia triunfal entre Tebas y Yolko a pie, hubiéramos evitado los imprevistos y
desgracias que nos aguardaban todavía en nuestro desdichado sino. Pero por
desgracia, decidimos continuar bordeando el litoral heleno.
Cerca de la costa occidental de la tierra de Pélope, una intensa tormenta nos
sorprendió trayendo consigo un fuerte vendaval de Bóreas (viento del norte), que nos
alejaba velozmente de las costas helenas. La tormenta continuó toda aquella semana.
Estábamos totalmente desorientados. El cielo cubierto durante la noche nos impedía
orientarnos por las estrellas. Sin darnos apenas cuenta nos metimos en aguas poco
profundas, hasta que encallamos en una ciénaga donde la abundancia de algas
procuraba a las aguas un siniestro color oscuro. Más allá se extendía una playa de
arena infinita que se perdía en el horizonte. Caímos en la trampa: las aguas se
retiraron en la bajamar y la nave quedó incrustada en la arena.
El paisaje que nos rodeaba era desolador. La tierra y el cielo se extendían por
igual hasta encontrarse en una línea común divisoria. Ningún árbol, roca, fuente, ni ser
viviente atisbamos en la lontananza. El desánimo fue calando en cada uno de
nosotros.
Descubrió una expedición submarina que cumplía ampliamente con sus
expectativas. Era la que dirigía el multimillonario Charles Conrad -antiguo colaborador
de Ballard- quien había invertido gran parte de su fortuna en varios vehículos
submarinos tripulados y en sofisticadas sondas-robot capaces de soportar las fuertes
presiones de las grandes profundidades marinas. Junto con Ballard, Conrad había
participado en el descubrimiento del Titánic en 1985. Pero también encontraron el
acorazado alemán Bismark, la flota perdida de Guadalcanal, y el portaaviones
norteamericano Yorktown.
Por causas que Artur desconocía -pero que podía sospechar- Conrad se
independizó de Ballard para continuar con sus propias exploraciones en las
profundidades marinas. Sus costosas expediciones eran financiadas por una
combinación de diferentes patrocinadores. La International Archaeologist Society, la
marina de los EE.UU., fundaciones, sponsors de empresas privadas y su particular
fortuna privada eran sus fuentes de ingresos habituales. Gracias a estas peculiares
"colaboraciones" adquirió, además de una lujosa flota, uno de los equipos tecnológicos
punteros en investigación oceánica.
Intentó ponerse en contacto con él mediante un e-mail en que le solicitaba
cualquier información significativa que pudiera haber hallado en las profundidades
marítimas relacionadas con la edad de bronce. Y añadía que, aunque no fueran
pruebas determinantes, también estaba interesado en cualquier inscripción que
representara o hiciera referencia expresa a la leyenda del legendario vellón –
independientemente de si pertenecían o no a la época micénica- pues podrían aportar
algún dato inédito o nuevas pistas en su investigación.
Para ello, rogaba que se pusiera en contacto con él lo más pronto posible, para
al menos saber como estaba el asunto de sus descubrimientos y no crearse falsas
expectativas.
Apenas encontró otras investigaciones sobre el tema, y las que halló contaban
con presupuestos mucho más modestos dirigidas por las universidades locales turcas.
Las primeras respuestas fueron remitidas por estas últimas. Unas semanas más
tarde- y para sorpresa de Artur- recibió de Charles Conrad una respuesta. Con un
exiguo texto, se daba por enterado del requerimiento y dispuesto a colaborar por si
tuviera entre sus hallazgos algún objeto de aquellas características. Artur sospechó
que la carta que le mandaba como respuesta contenía un formulismo que debería
utilizar siempre para contestar a las innumerables correspondencias que recibiría cada
semana, pero se dio por satisfecho. Por ello, no se hizo demasiadas ilusiones de
recibir más comunicados del gran científico americano. Comprendía el recelo con que
los popes del mundo arqueológico guardaban sus hallazgos, muchas veces
coaccionados por el hermetismo impuesto por los promotores, que astutamente se
habían asegurado en las cláusulas del contrato la exclusividad de los hallazgos.
Esperaba pues, que el grado de colaboración que encontraría de los diferentes
equipos exploradores arqueológicos guardaría una relación inversa a la importancia
presupuestaría de que disponían.
Mientras esperaba alguna información interesante con alguno de sus contactos,
optó por continuar su viaje siguiendo la ruta prevista para visitar el resto de las
ciudades micénicas. La más importante de ellas era – evidentemente- Micenas la
antigua "capital" del continente, y por cuyo gentilicio es conocida aquella civilización:
La edad Micénica. El otro destino imprescindible para visitar sin retraso era la
"sagrada" ciudad de Pilos.
Durante el resto de los años transcurridos desde la fatídica noche, me he
cuestionado innumerables veces el grado de premeditación que hubo en mi
sanguinaria acción.
Si pudiera volver a empezar aquel terrible día, estoy prácticamente convencido
de que volvería a cometer otra vez semejante y despiadada barbaridad.
Descartada una salida fácil para satisfacer una solución consensuada, revive en
mi la angustia del animal acorralado: la tensión aceleraba los acontecimientos a una
velocidad que no te permitía pensar, y la mente asediada solo se urgía en resolver el
problema de manera inmediata sin detenerse en consideraciones. El instinto primó
sobre otras consideraciones morales. Por conservar la vida somos capaces de todo -
excepto contadísimas almas superiores que tienen asumido el precio que hay que
pagar por mantener sus principios o conductas morales-.
Es como cuando a un ciervo, que esta cercado por una manada de lobos
hambrientos, embiste a diestro y siniestro con todos aquellos que tiene al alcance -
sean o no sus enemigos-. Así responde la naturaleza humana ante la posibilidad de
perder la vida: sin miramientos, ni remordimientos. Estos aparecen a traición, cuando
el sosiego de la paz sublima al instinto animal. Es entonces, cuando la conciencia del
pensamiento y la razón, libres de las ataduras instintivas, empiezan a hilvanar sus
crueles remordimientos. Pero no debemos caer en la tentación de valorar las
consideraciones de estos últimos como las más justas, de la misma manera que no
justificamos el comportamiento de una persona a través de sus instintos. La facilidad
para sacar conclusiones de una acción –conociendo de antemano sus consecuencias-
da lugar a juicios fáciles. ¿Dónde estaban los jueces de tus actos cuando solo tú te
enfrentabas al problema?. La conciencia juzga los hechos a distancia, sin tener en
cuenta la situación emocional, ni la incertidumbre del momento.

Estuve oculto detrás del templo, observando como los hermanos dialogaban,
esperando el momento oportuno para abalanzarme contra la espalda de Aspirto. Costó
más tiempo de lo esperado antes de que Medea pudiera colocar a su hermano en la
posición adecuada. Al fin pudo conseguirlo sin levantar sospechas.
No dudé un instante en saltar sobre él como un poseso. La tensión de la espera
había acumulado en mi cuerpo una fuerza sobrenatural. Sin apenas darme cuenta,
estaba en el suelo encima de mí victima. Me incorporé rápidamente con la daga recién
desclavada goteando sangre. Pero Aspirto, condenado por la herida letal, apenas tuvo
tiempo para incorporar levemente la cabeza y dirigir una última mirada interrogadora
sobre su hermana. Esta no pudo soportar el gesto de sorpresa de su hermano y se
ocultó el rostro con las dos manos. Esa última expresión de Aspirto quedo grabada
para siempre en la mente de Medea.

Para evitar que el espíritu de la víctima pudiera vengarse, tuve que cortar las
manos y las piernas del cadáver, así como lamer su sangre tres veces, y escupirla
otras tres. Con este siniestro ritual intentaba expiar el alevoso crimen.
Aquel monstruoso comportamiento, surgió desde lo más primitivo de mi alma
que trataba precipitadamente de enmendar aquel asesinato. Era como si la hambruna
me hubiera obligado a ello. Yo era una fiera, una sanguijuela, sin ningún tipo de
dignidad ante Medea, que observaba aterrorizada como descuartizaba al cadáver de
su hermano.
Mi rostro ensangrentado, como la de un lobo devorando a su victima, debería
proyectar ante sus ojos un espectáculo desagradablemente macabro.
Con mirada retrospectiva, sigo preguntándome de donde aprendí aquel siniestro
ritual. Era posible que hubiera oído tales historias de mis abuelos cuando era niño.
Cierto es que tal atrocidad se reveló de manera espontánea, y sin predeterminación
alguna por mi parte.
A continuación cavé precipitadamente una fosa para enterrar la carne
desmenuzada de quien, hasta hacia unos momentos, pertenecía al príncipe Aspirto,
hermana de Medea e hijo del rey Eetes de Cólquide.

A la señal convenida (el oscilar de la luz de una antorcha), los tripulantes del
Argos abordaron la nave principal de la flota colca capitaneada por el desaparecido
Aspirto. Los guerreros colcos desconcertados por el factor sorpresa, defendieron la
nave de manera muy negligente, esperando vanamente aturdidos las ordenes del
comandante. Sin la diligencia de su líder, la nave fue rápidamente reducida. Los
sobrevivientes fueron obligados a saltar por la borda y se prendió fuego a la colosal
embarcación. La fortaleza flotante se consumía por momentos, pues la madera de que
estaba construida ardía sin remedio, y sus llamas oscilaban con intensidad sobre las
naves colcas, testimonios impotentes de su inescrutable destino.
Como cuando un toro bravo cae fulminado cuando es descabellado, de igual
manera se desmoronaron las fuerzas colcas, que se paralizaron ante la ausencia de
una autoridad jerárquica a quien obedecer.
Aprovechando la confusión de la noche, nuestros hombres nos recogieron de la
isla para huir a toda prisa de allí.
Peleo fue quien decidió el nuevo rumbo a tomar para despistar definitivamente a
los colcos si estos se decidían de nuevo a perseguirnos. La vía más corta para llegar a
Yolko era, sin duda, la que vareaba la costa sur del Ponto hasta llegar a la Hélade. Es
decir, irnos por donde habíamos venido. En cambio Peleo argumentó, con buen
criterio, que siguiéramos la ruta de la costa opuesta del mar de Cronos: la costa
Ausónica.

Mantuvimos la velocidad más alta que pudimos durante toda la noche. El miedo
a ser alcanzados por los colcos nos hacía recuperar del desfallecimiento. No cesamos
en nuestro empeño hasta alcanzar la sagrada isla de Electris- en la costa occidental
del Mar de Cronos- la última de todo el archipiélago, en la desembocadura del río
Erídano.
Durante nuestra huída no vimos rastro alguno de los colcos. Parecía que
definitivamente los habíamos esquivado.
Nuestra navegación hacía el sur, siguiendo la ruta de la península Ausónica
transcurrió con normalidad. La tranquilidad de aquellas apacibles jornadas nos
permitió recuperar las fuerzas menguadas y disfrutar en algunos momentos de un
merecido descanso en cubierta. Pero ni Medea ni yo pudimos gozar de ese privilegio,
pues nuestros espíritus atormentados intentaban dar con una explicación convincente
para tranquilizar nuestras conciencias.
Los acontecimientos nos habían superado. Tuvimos que tomar decisiones tan
contundentes en tan poco tiempo que aún teníamos que digerir todo lo sucedido. En
aquellos momentos, lo de menos era nuestra promesa mutua de nupcias. Lo peor era
haber planeado y ejecutado la muerte de Aspirto en un acto de valentía discutible,
pues él nunca fue el responsable de nuestras desdichas, sino que al contrarío siempre
se mostró dispuesto a mediar entre las dos partes.

Un día, Medea me propuso que podíamos intentar expiar nuestras almas


atormentadas mediante la gran sacerdotisa Circe. Ella nos podría purificar y por
consiguiente liberarnos de los tormentosos remordimientos que se debatían en el
interior de nuestras conciencias. Yo estaba de tal modo angustiado por haber
cometido un crimen tan horrible, que me acogí esperanzado a esa solución.
Un problema añadido sería el modo de convencer a la tripulación para alejarnos
todavía más de la ruta que nos llevaba de camino a casa. La morada de la sacerdotisa
se encontraba en el lado más occidental de la península Ausónica, lo que nos alejaba
todavía más de nuestro país.
La situación anímica no estaba para encajar más disgustos. La tropa estaba
cansada de superar las extraordinarias complicaciones que la misión nos deparaba
casi periódicamente, y, en sus pensamientos, se repetían obsesivamente las ideas de
volver a Helas y particularmente a sus respectivas comarcas. Por ello nos costó
mucho trabajo convencer con buenos argumentos a la tripulación de que era -no ya
prioritario, sino imprescindible- desviar nuestra ruta hacía la isla de Ea donde la
sacerdotisa purificaría nuestras almas.
Al principio la mayoría de los integrantes de la tripulación mostró abiertamente
su disconformidad, pero quise exponerles mis razones antes de que tomaran una
determinación. Una de ellas era que temía que los colcos nos estuvieran aguardando
al otro lado de la costa oriental, pues la estrategia más lógica de la flota perseguidora
era intentar cerrarnos el paso de vuelta a casa. Nos convenía pues estar unos días
escondidos, dejando pasar el tiempo, para que la incertidumbre de nuestro paradero
fuera calando en la moral enemiga. De paso, aprovecharíamos el tiempo de espera
purificándonos en la isla de Eea.
Finalmente los convencí. No todos estuvieron de acuerdo, pero las propuestas -
que parecían prudentes y razonables- convencieron a la mayoría. A medida que nos
acercábamos a Eea -la morada de Circe- incluso los más reticentes se convencieron
de que la mejor opción era la que finalmente se había determinado.
Después de unos días de intensa navegación avistamos la isla sagrada.
En el templo de Circe las ninfas de la comunidad religiosa impartían diariamente
las distintas oraciones y ofrendas programadas durante el día a la diosa Hera. Las
había de todas las edades, pero la gran mayoría eran jóvenes novicias enviadas allí
por sus ricas familias que recibían los estudios y la educación de esta orden religiosa.
Vestían de forma austera. Su única indumentaria consistía en una túnica de color
blanco inmaculado que les cubría todo el cuerpo hasta los tobillos.
Una de las alumnas avisó de nuestra presencia a la gran sacerdotisa. Medea y
yo fuimos los primeros en entrar. Cuando sobrepasamos la puerta, la gran sacerdotisa
Circe se aclaraba el pelo de una manera bastante peculiar: Como cada mañana, y con
agua expresamente traída del mar ausónico, empapaba su abundante cabellera
sumergiéndola en el estanque rectangular que había en medio de su estancia, de
manera que cuando el pelo se le secaba quedaba cubierto de sal.
Con un simple gesto, nos dio la bienvenida sin apenas mostrarnos el rostro,
oculto tras su mojada cabellera. Nos invitó con un ademán a acompañarla hacía el
interior de la sala expiatoria del templo y nos tumbamos en sus espléndidos sillones.
Nos miró expectante, aguardando a que le expusiéramos el motivo por el que
demandábamos su mediación. Pero nadie de los dos se atrevió a confesar tamaña
clase de crímenes. Medea ocultó su cara con las manos intentando inútilmente evitar
el llanto y se arrodilló suplicante ante Circe. Mientras yo, clavaba violentamente en el
suelo la espada con la que maté a Aspirto.
Circe, intuyendo la gravedad de las faltas acarició con sus manos nuestras
cabezas. Nuestro espíritu atormentado le había despertado una franca compasión.
Tristes y abatidos le confesamos todo lo ocurrido. Ella no se conmovió en lo más
mínimo durante el largo relato de los hechos. No pasamos por alto –en nuestra
confesión- el horrendo crimen urdido contra Aspirto, causa principal de nuestros
remordimientos. Con la tranquilidad de espíritu que alcanzan los grandes místicos,
Circe no hizo si quiera un gesto de desaprobación. La verdad es que su rostro ni se
inmutó. Cuando volvió a hablar, únicamente fue para condenarnos severamente por
nuestros delitos. Para expiar nuestras culpas, habíamos de realizar un sacrificio ya
dictaminado en las leyes de Zeus suplicante –que socorría a los homicidas- para
purificar a los culpables de un crimen de tal envergadura.
La ceremonia expiatoria consistió en sacrificar una cría de cerda recién parida.
Solicitó a sus subordinadas que la prepararan para la ocasión. La vistieron con su
túnica sagrada, que complementaba armoniosamente con brazaletes y colgantes de
bronce, ornamentados con famosas escenas mitológicas de la región.
Con un corte fino, firme y profundo, perforó magistralmente la garganta del
recién nacido de la que brotó un chorrito de sangre. Nos obligó a mojar las manos
debajo de aquel denso líquido y a frotarnos las manos en su viscosidad. Luego
mediante libaciones que derramó sobre el cochinillo, invocó solemnemente a Zeus
Purificador -acogedor de los criminales y protector de las súplicas-. De pronto dio dos
palmadas que dieron por concluida la ceremonia. Entraron cuatro ninfas para limpiar
todas las impurezas desparramadas en el suelo para llevarlas al crematorio destinado
a incinerarlas. Mientras Circe continuó con las últimas libaciones y quemó tortas como
ofrecimiento a los demás dioses para que no se ofendieran.
Una vez acabado el ritual expiatorio, nos conminó a marchar enseguida de allí,
pues –aunque habíamos expiado nuestras culpas- no por ello nos redimía de la
marginación que su comunidad obligaba con los culpables de delitos de tal proporción.
Una tristeza incontenible se apoderó de Medea nada más cruzar el dintel de
salida de la morada sacerdotal. Sus piernas flaquearon, y cayó de rodillas al suelo
llorando, cubriendo su triste rostro con el peplo. Intenté levantarla agarrando uno de
sus antebrazos para ayudarla a mantener en pie con el poco ánimo que le quedaba.
La exhorté a que siguiera andando. Los demás tripulantes que formaban una
ordenada cola para visitar a la gran sacerdotisa nos miraban consternados.
Cuando hubo acabado de confesarse el último de los tripulantes de la tropa,
zarpamos del puerto.
El barco partió rumbo a oriente, decididos a poner el punto y final a nuestra
hazaña.
La aflicción que sufrió Medea al ser rechazada por Circe duró menos de lo que
me temía. Su talante mejoró ostensiblemente al sentirse purificada de sus pecados. La
tripulación también sentía -en este mismo sentido- sus cuerpos más livianos.
De nuevo volvió la cotidianeidad y la rutina de nuestros quehaceres diarios.
Estábamos todos mucho más felices y relajados. Las bromas circulaban por doquier.
Cuando pisábamos tierra, era habitual la celebración de juegos de competición,
principalmente los del lanzamiento de disco o del arco.
La ociosidad nos permitió cuidarnos un poco más de nosotros mismos.
Recobramos la higiene, tanto en nuestros cuerpos, como en la habitabilidad de la
nave. Previamente bañados en agua, nos frotábamos con saña nuestros sucios
cuerpos- una costumbre que, por cierto, dice mucho de la animosidad de una persona-
. Y es que con estos detalles de cotidianidad, uno se daba cuenta de la progresiva
mejoría del estado anímico de la gente -. La proximidad de nuestra patria, la
purificación de nuestras almas, el éxito de nuestra empresa, y las últimas jornadas de
tranquilidad donde no hubo complicación ni altercado de ningún tipo – nos insufló un
nuevo aire fresco y reactivador.
Solo un hecho, que empezó como una simple excentricidad en el carácter de
uno de los tripulantes, acabó perturbando la tranquilidad de aquellos pacíficos días.
Últimamente Butes había tenido unos preocupantes brotes alucinatorios que le
perturbaban el juicio momentáneamente. Cuando apareció el primer síntoma de locura
nos mortificó a todos. Creyéndose Zeus, ordenaba fantásticas disposiciones a sus
sumisos hijos. Lo reducimos entre todos antes de que algún compañero fuera
involuntariamente lastimado. Cuando volvió de nuevo en sí, no recordaba nada. Pero a
partir de ese día, ya nunca más fue el mismo. Se volvió extrañamente huraño, aislado
y poco activo. Parecía que su voluntad se había sumido en una total apatía. No
mostraba el menor interés por aquellos que lo acompañábamos, ni tenia intención
alguna de alimentarse. Su aspecto personal fue progresivamente siendo más
descuidado, hasta llegar a una total dejadez. Sucio, con los pelos largos, y las uñas sin
cortar, ya nadie osaba acercarse a él, excepto Medea, que parecía la única en dedicar
un poco de su tiempo a cuidar de él. Cuando le sobrevino un nuevo ataque, toda la
energía que parecía haber desaparecido para siempre, emergía de su letanía, para
volver con más fuerza que nunca. Se volvía eufórico, bordeando lo sublime. Esta vez
oyó la voz de Zeus, y los cantos de las diosas del Olimpo.
El día en que avistamos la isla Antemóesa, navegábamos viento en popa, y las
velas izadas nos impulsaban a gran velocidad por el mar. De repente Butes sufrió otro
de sus ataques. Esta vez escuchó el dulce canto de las sirenas que según él cantaban
desde la atalaya de la isla. Hartos de su comportamiento, y molestos de que cualquier
percance nos hiciera perder el ritmo de la navegación, no le hicimos el más mínimo
caso. Continuó con sus diatribas y excentricidades. Se puso de pie en la baranda de a
bordo, y se lanzó sin pensárselo por la borda. Desapareció inmediatamente engullido
por las aguas. No quedo rastro de él, aunque pusimos un gran empeño en encontrarlo.
Continuamos el regreso sumidos en la tristeza. Mi pensamiento voló hacía el
noble Teonte, que confió a su único hijo en esta arriesgada misión y que con su
muerte perdió la última garantía para sobrevivir a la vejez.
Tardamos varios días en atravesar la parte sur del mar de Cronos. La distancia
que nos quedaba por recorrer desde la isla de Antemóesa hasta la costa más
occidental del continente Helio era aproximadamente la misma que había desde el
cabo Carambis hasta la desembocadura del río Istro. La travesía se realizaba a mar
abierto con los inconvenientes y peligros que ello conllevaba
Pero una climatología benigna se apiadó de nosotros y pudimos atravesar el
mar sin complicaciones importantes.

En el horizonte vislumbramos la primera urbe Helena que pisábamos desde que


abandonáramos Grecia: Drépane, capital del reino de Feacia. La noticia se extendió
rápidamente por toda la ciudad y una gran multitud se aglomeró en la plaza del puerto
para recibirnos. Todos los habitantes se regocijaban al vernos. Fuimos aclamados y
vitoreados durante todo el trayecto que iba desde el puerto hasta la ciudadela. Por las
delgadas calles formábamos un gran desfile en que los vecinos lanzaban flores desde
las terrazas de sus casas. En el palacio, el rey Alcínoo y su séquito nos recibieron con
gran entusiasmo. Un fenomenal banquete se celebró en nuestro honor.
Micenas, al igual que las demás ciudadelas micénicas, no era realmente una
ciudad, sino un palacio fortificado, que incluía centros administrativos, templos etc.
Esta fabulosa civilización permaneció oculta tras su desaparición hasta que
Schliemann desenterró esta mítica ciudad, Tirinto y demás lugares legendarios.
Los griegos micénicos, aunque no tenían una idea nacional única formaban una
confederación de estados unidos por su cultura común: hablaban griego, escribían en
lineal B, adoraban a los mismos dioses y se sentían parte de una cultura común. La
civilización micénica toma su nombre del más poderoso estado de Grecia: Micénas.

MICÉNAS

Artur se desvió de la carretera nacional Corinto-Argos apenas una hora después


de salir de la ciudad. Se encontraba a unos 10 Km de Argos.
Poco antes de llegar a la Acrópolis, a la izquierda del camino se encontró con
los primeros vestigios de la antigua ciudad: Unas pequeñas tumbas rectangulares
talladas en las cuestas rocosas, los mausoleos particulares pertenecientes a las
familias de la ciudad, cuyos cuerpos se descomponían al raso -Raras veces se abrían
hoyos para enterrarlos-
Más cerca del camino se hallaba la tumba conocida como el "tesoro de Atreo".
Es la tumba más grande que se ha hallado en Micenas. La fachada de la entrada se
decoraba con dos semi-columnas de piedra verdosa con bajo-relieves. La bóveda
tenía un diámetro de 15m y 13 de altura.
Cuando Artur iba subiendo por el camino, alcanzó lo que eran las
construcciones privadas de los micénicos. En ellas se hallaron unas cuantas tabletas
de barro con la escritura lineal B, tal como informaban los folletos informativos del
museo.
Más arriba se encontraba la tumba de Clitemnestra. Dentro de ella se
descubrieron vasos, espadas de bronce, vasos de cristal de roca, collares y varias
joyas de láminas de oro. Delante de ésta, los habitantes de Micenas, construyeron un
teatro.
Artur alcanzó finalmente la entrada principal de la acrópolis (el sitio más alto y
fortificado de las ciudades griegas) La planta que antecedía a la entrada llamada
puerta de los leones era un corredor estrecho formado por los dos brazos de la
muralla, reforzadas por torres desde las cuales los soldados defendían la acrópolis en
caso de ataque. Se detuvo frente a este célebre portón, cuyos pilares y colosal dintel
de piedra estaban rematados por dos leones heráldicos bastante erosionados.
Mientras que, la doble puerta de madera recubierta de bronce y que cerraba la entrada
no sobrevivió al paso del tiempo ni a los saqueos. Cuando atravesó el corredor de la
puerta de la derecha se encontró con una construcción apoyada en las murallas.
Desde este edificio -que tenía dos pisos y que se usaba como cuartel de los guardias
encargados de la apertura de la puerta- se tenía una privilegiada vista de las tumbas
reales. De entre todas ellas, dos no fueron nunca saqueadas y se pudieron
desenterrar los tres hallazgos arqueológicos más importantes de la ciudad: " Una
máscara mortuoria dorada; una vasija con cabeza de león para beber vino; y una
mortaja de oro para un niño difunto". Éstas eran las más valiosas obras del recinto
mortuorio de Micenas que en 1876 dio a conocer el arqueólogo aficionado Heinrich
Schliemann, pero hubo cientos de objetos más, que fueron hallados también en las
mismas tumbas: espadas de bronce, máscaras áureas, diademas y centenares de
láminas de oro decoradas. Antes se tuvieron que retirar las lápidas mortuorias que
cubrían al muerto y que estaban decoradas con bajorrelieves de hombres en carro u
ornamentos decorativos. Posteriormente, alrededor de las tumbas se excavaron
viviendas apiñadas una al lado de la otra y se descubrieron vestigios de
construcciones del barrio bajo de la ciudad.
Una rampa conducía hacia el pico de la colina donde estaba ubicado el palacio.
Aquí se conservaba entero el primer tramo de la escalera, desde donde comenzó la
ascensión que llevaba a la parte más alta de la ciudad. El palacio había dominado
desde allí a toda la ciudad, pero ahora apenas conservaba sus bases, pisos y zócalos.
Si por el norte se abarcaba la visión de toda la ciudad, desde esas alturas y por el sur
se divisaba toda la planicie de la Argólida en cuyo centro se divisa la ciudad de Argos.
Cerrando los ojos, y dejándose llevar por el lugar, Artur podía imaginarse sin
mucha dificultad a una escuadra enemiga que avanzaba por estas llanuras que se
extendían hasta el horizonte, y a unos guardianes micénicos que en alerta, los habrían
avistado a muchos kilómetros de distancia.

La mayor parte de los objetos encontrados en las excavaciones arqueológicas


hallados por Henry Shhliemann en 1876 se exhibían en el museo arqueológico
Nacional de Atenas.
Para no glorificar en demasía a Shhliemann – todos somos humanos- citemos
un fragmento de un colaborador suyo para poner un contrapunto a la historia oficial -
que sin duda destacará siempre la versión egocéntrica del personaje-. Es de un libro
en el que se cuestiona el trabajo altruista de Shhliemann en contraposición a la
biografía oficial o de otros incondicionales como C.W. Ceram. Textualmente dice; un
empresario alemán, ambicioso y emprendedor, situó las ciudades perdidas en el
mapa. Asesorado por un arqueólogo aficionado local (a quien ni siquiera mencionó),
Schliemann dio a conocer las ruinas de Troya –que no era más que una superposición
de varios asentamientos que se habían construido sustituyendo unas a otras desde
tiempos inmemoriales- no sin antes destruir infinidad de pruebas por su afán de
celebridad y sus escasos conocimientos arqueológicos. Más tarde encontró el oro de
Micenas;

Micenas fue la ciudad más emblemática de la Grecia micénica. Schliemann y


otros arqueólogos posteriores, localizaron más tarde una docena de centros
micénicos, así como centenares de asentamientos y tumbas, todos originarios de una
cultura común: Midea, Tirinto "de murallas formidables", la "sagrada" Pilos, la "árida"
Argos, Orcómeno "rica en ovejas”.

¡No podía creérmelo! El vellocino de oro estaba en nuestro poder. A partir de


ese momento empezó la indecorosa huida hacia la patria. Los arengue sin complejo
alguno. Una vez conseguido el objetivo, la meta era –sin duda- llegar sanos y salvos a
nuestro país para poder recuperar de nuevo a nuestra nación el emblemático trofeo
expoliado. Tres días, con sus tres noches, navegamos a toda vela, remando
incansablemente sin probar bocado alguno. El temor de ser alcanzados por las tropas
colcas era motivación suficiente, para que nadie se quejara del descomunal esfuerzo.
Al tercer día, agotados, y con la esperanza de habernos distanciado lo suficiente de
nuestros perseguidores, desembarcamos en las costas de los paflagones, delante del
río Halis. Allí pudimos descansar y reponer fuerzas. Asamos un cordero previamente
sacrificado en honor a Hécate, a quien también dedicamos la construcción de un
santuario. Cuanto más nos acercábamos al final de nuestro viaje, mayor era el temor
de que en el último momento los colcos lograran alcanzarnos para hacer fracasar la
misión. Tal era la ansiedad por cumplir de una vez nuestro glorioso cometido, que
nunca vi a los hombres tan devotos con los dioses, como en aquella desesperada
fuga.
Cuando el banquete hubo acabado, convoqué una asamblea alrededor del
fuego. Teníamos que debatir una idea que se había propagado los últimos días entre
la tripulación. Se trataba de volver a Yolkos por una ruta alternativa a aquella por la
que vinimos. Argos –que parecía ser el origen de la iniciativa- era partidario de
esquivar la persecución colca con una huida estratégica: los colcos que por pura lógica
navegarían siguiendo la estela imaginaria de nuestra huidiza nave, se dirigirían hacía
el Bósforo –pues era paso obligatorio para navegar hacía Grecia-. La alternativa que
nos proponía, consistía en dirigir nuestro barco justo en dirección contraría a la que
ellos esperaban. Argos, había oído hablar a los sacerdotes de Tebe Tritónide (Tritón,
antiguo nombre del Nilo)de que remontando el río Istro se podía atravesar todo el
continente tracio.
Finalmente nos convencimos con sus argumentos, que aunque ello supusiera
mayor tiempo y distancia invertida en la navegación, era la opción más segura para
librarnos de los perseguidores. Pusimos proa rumbo al nordeste para cruzar el Ponto
Euxino, sin más referencia que el mar abierto.
Desplegamos la vela para dirigirnos raudos hacía el nordeste, no sin antes
despedirnos efusivamente de Dáscilo, el hijo de Lico, quien nos sirvió de guía durante
nuestro paso por las costas Paflagonias y asirías. Desde lo alto de un desfiladero no
dejó de saludarnos hasta que la distancia lo convirtió en una silueta humana casi
irreconocible. Fue en aquel instante cuando le vi: De pie en lo alto de la colina también
nos saludaba el espectro de Tifis, que con sus brazos en alto recuperaba la
oportunidad que no tuvo en vida de despedirse.
No recuerdo los días que hacía que duraba la huída, pero se escuchaban
constantemente las oraciones entre susurros que los tripulantes dedicaban a Zeus y a
su hijo Posidón - el dios de todos los mares- para que intercedieran por ellos.
Una mañana alcanzamos jubilosos la costa occidental del Ponto Euxino tras
días de intensa navegación. La desembocadura del río era obstruida por una pequeña
isla triangular llamada Peuce que mostraba su ancha base hacia la costa, mientras
que el otro lado de la isla – cuyo vértice agudo como la punta de una flecha cortaba la
corriente- dividía el del río en dos estuarios. La más septentrional se llamaba Nereco.
Por aquel canal contactamos por vez primera con el cauce del río. Los pobladores de
las tierras fluviales eran campesinos rupestres que asustados de nuestra presencia,
abandonaban a la suerte a sus rebaños. El río era efectivamente ancho y profundo.
Remábamos a contracorriente lo que reducía la velocidad de la huída. Pero si, por
alguna remota posibilidad, los colcos nos hubieran perseguido, también tropezarían
con el mismo problema. La verdad es que estábamos bastante seguros de que
habernos librado de ellos. De todas maneras, y por seguridad, día y noche un vigilante
se apostaba en la popa observando cualquier incidencia que ocurriera en la
retaguardia. Él que mayor tiempo dedicaba a tal menester era Linceo, pues era
conocida por todos su extraordinaria agudeza visual, tanto diurna como nocturna. El
éxito de la expedición parecía cuestión de tiempo y paciencia. Con los colcos fuera de
nuestro alcance, la navegación prometía ser de lo más placentera: una vez
alcanzásemos el Mar de Crono, bordearíamos la costa occidental de Tracia,
parapetados de la vigilancia colca que nos buscaría por todo el Mar Egeo. Cuando
alcanzásemos Creta, pediríamos protección a las primeras naves helenas que nos
encontrásemos para que nos escoltasen hasta Yolko.
En el promontorio de Caulíaco, el río se bifurcaba en dos cauces. Según Argos,
la ruta continuaba por el flanco izquierdo, donde el cauce fluía a favor de la
navegación. La velocidad de la embarcación aumentó considerablemente al
inclinarnos por el flanco izquierdo del río. En poco tiempo cruzamos Laurio, la gran
llanura desierta, el monte Anguro, y la llanura de Laurio. A los pocos días vimos el
delta del río que desembocaba en el mar de Crono.
La sorpresa fue descomunal cuando Linceo- que desde que tuvimos la corriente
a favor vigilaba desde proa- nos alertó de que veía naves frigias cercando la salida del
río. Algo extraño sucedía, pues ninguna nave asiática se hubiera atrevido a cruzar el
Mar Egeo para llegar hasta allí, y mucho menos hubiera podido conseguir cruzar las
líneas Helenas con éxito. Fue como si nos cayera el mundo encima. Petrificados, no
podíamos dar crédito a nuestros ojos. ¿Habíamos vuelto al mismo punto de partida?
¿Era el río una circunvalación, y daba la vuelta sobre sí mismo?. La desembocadura
estaba rodeada –efectivamente- de barcos colcos, dispuestos en ordenada formación.
Las numerosas islas dispuestas en la zona, estaban todas ocupadas por algún barco
enemigo. Nadie fue capaz de dar con una explicación lógica de como el enemigo
había llegado hasta allí.
Una vez que el río nos abandonó al mar, dos naves colcas nos escoltaron
guiándonos hasta obligarnos a escorar a una de las islas Brigeides -lugar donde tenían
previsto nuestro confinamiento-. En aquella pequeña isla desierta nos esperaba
Aspirto. La tripulación estaba desconcertada, abatida y humillada. Nadie imaginaba un
final tan triste, sobretodo cuando los acontecimientos iban tan bien encaminados.
Desembarcamos al pie del barco. Aspirto esperaba con serio semblante a que
yo descendiera para recibirme personalmente. De manera muy cordial me pidió que
aceptara lo más pronto posible nuestra desfavorable situación para el bien de todos.
Antes de que tuviera tiempo para proponerme nada, la curiosidad fue más fuerte que
el abatimiento, y le rogué que me explicará como habían conseguido encontrarnos. No
tuvo el más mínimo inconveniente en revelarme todos los detalles de la persecución.
Me llevó lejos de los oídos de los demás, y me contó orgulloso su plan.

Empezó al poco tiempo de haber huido. Zarparon de Ea todas las naves colcas
disponibles en nuestra persecución. La flota se dividió en dos grupos para bloquear las
dos posibles salidas del Ponto Euxino: el Bósforo y el delta del río Istro. Poseían el
suficiente potencial naval como para permitirse ese lujo. Eetes no escatimó en
contingente bélico ni humano para darnos alcance. Su preocupación prioritaria –antes
incluso que cualquier otro problema de estado- era solucionar cuanto antes la afrenta
recibida. La flota de navíos colcos que partió hacía Istro estaba bajo su mando por
propia iniciativa, ya que -parte por intuición, parte por no subestimar nuestra capacidad
estratégica- tenía la certeza de que huiríamos por allí.
Alcanzaron el río poco antes que nosotros. Tomaron el cauce por el saliente sur
de la isla de Peuce, que los oculto de nuestro campo visual, y atajaron por el camino
más corto que les permitió aún coger más ventaja en la carrera.
Todo ello, sumado a que sus barcos eran más veloces, les permitió alcanzar la
costa dos días antes de que lo hiciéramos nosotros.
Habíamos subestimado a los colcos tanto en su conocimiento de las vías
marítimas que salían del mar, así como en su potencial naval y capacidad estratégica.
Infravaloramos el empeño que el rey pondría en alcanzarnos –era capaz de cualquier
cosa para vengar la deshonra que pudiera aplacar su ira-. Creí que los perseguidores
desistirían una vez perdido nuestro rastro. Deberíamos de haber previsto que la furia
que encendimos en el rey lo convertiría en un ser capaz de todo. Más que el robo, fue
el secuestro de su hija lo que provocó sus más altos deseos de venganza. Eetes llegó
a amenazarles con matarlos a todos si se atrevían a regresar sin ella.
Aspirto, como buen estratega que era –como nos había demostrado- quería
pactar una salida pacífica al conflicto. Me propuso - por iniciativa propia, una vez más-
un acuerdo: renunciaban a la custodia y propiedad del vellocino, a cambio de que le
devolviésemos a su hermana. Me concedía un plazo que concluiría al alba. Embarcó
de nuevo y zarpó confundiéndose con el resto la flota que nos asediaba en la costa.
El dilema estaba planteado. O luchábamos todos dignamente defendiendo
nuestro honor hasta que nos mataran a todos, o entregábamos a Medea y con ello
evitábamos un baño de sangre que además nos permitía volver triunfantes a la
Hélade. Era una propuesta muy tentadora que estuve a punto de aceptar. ¡Si yo casi
caí en la tentación, no era difícil imaginar lo que pensaría el resto de la tripulación!. En
el fondo todos justificábamos nuestra traición argumentando que a Medea no le
pasaría nada cuando volviera al tutelaje de su padre, y que se le perdonaría la vida en
la Cólquide. A lo sumo sufriría un leve castigo que sería levantado por el propio rey
cuando hubiera pasado un tiempo prudencial. Por algo era su hija.
Medea intuyó la propuesta que me había ofrecido su hermano. Bajó del barco, y
cogiéndome del brazo me llevó violentamente lejos de la nave en una arenosa playa.
No dejó de hablar hasta que escuché todo lo que tenía que decir. Yo tampoco la
interrumpí.
Entre temerosa e indignada me preguntó vehementemente si su hermano me
había propuesto el canje. La parálisis nerviosa de mis labios me delató -sorprendido
por el instinto intuitivo de la muchacha-. Un encendido rubor invadió su rostro. Las
venas de su cuello se dilataron y un arrebato de furia emergió de su estomago - mis
dudas la habían encendido, como la chispa que provoca el incendio en los rastrojos
secos-.

Me empezó a recriminar que la ofendía mi poca rotundidad –pues no me había


negado tajantemente a su propuesta-. Es más, mi silencio daba esperanzas a Aspirto
a recibir una respuesta positiva. Me recordó el sacrificado paso que tuvo que dar
cuando decidió abandonarlo todo – no solamente el abandono de su familia, de sus
privilegios y el tener que dejar el país que le vio nacer- sino el haber tomado partido
por la causa Helena y por consiguiente haber consumado la traición a su país. Por
tanto tenía el mismo derecho –sino más- de ser defendida de un rapto que cualquier
otra princesa helena, pues había hecho meritos más que suficientes para demostrar su
lealtad al nuevo país de asilo. Además, decía –con razón- que la recuperación del
vellocino era un éxito que se debía sin duda a su decisiva aportación, y que sin ella la
operación hubiera sido un rotundo fracaso. Que si le entregaba a su hermano, no
dudase ni un instante que su padre ordenaría que la ejecutasen
Pero lo que más le dolía era la confirmación de que yo no sentía absolutamente
nada por ella. Utilizada y engañada por mis mentiras, había descubierto que era un
mero instrumento para conseguir nuestra meta, y que se sentía profundamente
decepcionada de que hubiéramos conseguido alcanzar tal gloria con semejante
canallada.

Estas recriminaciones me dolían y hacían mella en mi ánimo, sobretodo si había


en sus afirmaciones parte de razón –que yo aún no había aceptado en reconocer- y
me quedé bloqueado sin saber que decir. Medea incansable, poseída por una
interminable verborrea, continuaba con su destructor discurso:

Se lamentaba que ella había perdido el honor y ganado una gran vergüenza
para su gente solamente por estar conmigo. Y ¿para qué? Para que un estúpido y
miserable advenedizo la engañase como a una niña, y la vendiese -como si de un
objeto se tratara- por un maldito vellón que ella misma nos había proporcionado.
Llegado a este punto de la diatriba, viendo que mi rostro continuaba impertérrito
-aunque ella pensará en unas razones totalmente distintas de las que me la
provocaban-enmudeció de repente y cayó agotada al suelo de rodillas con el rostro
oculto en su regazo. Entonces rompió a llorar.
Continuó hablando con su voz apagada por la tela de la falda:

Que si yo había formulado un juramento sagrado ante Zeus y Hera. Que le


atravesara su garganta con mi espada antes de entregarla y sufrir los terribles castigos
que le infringiría su padre.

Su frágil apariencia contrastaba con la vehemencia de su ira –sin duda heredada


de su padre-.
Desconcertado ante tal demostración de rabia, y temiendo un rápido y fatal
desenlace, por fin reaccioné e intenté calmarla. La situación era complicada, pero
Medea estaba en posesión de la verdad cuando defendía sus derechos. No podíamos
abandonarla a un destino incierto cuando ella había sido la llave del éxito de la misión,
pues únicamente gracias a su implicación habíamos logrado el ansiado vellocino.
Me defendí aludiendo que lo único que intentaba era aplazar el combate, única
y exclusivamente con el objeto de ganar tiempo que era la verdadera prioridad en mis
decisiones. El enfrentamiento directo con las fuerzas de Aspirto era una insensatez.
Los aborígenes estaban dispuestos a luchar por él – a saber que les había prometido-.
En el momento en que empezara el conflicto todos nosotros –ella incluida- estaríamos
sentenciados.
¿Qué podíamos hacer?, Repetía una y otra vez a Medea. Se hizo un largo
silencio antes de que esta tomara de nuevo la palabra. Alzó su rostro hacía el mío, y
con serio semblante me dijo que ya había tomado una determinación.
Lo soltó sin rodeos: teníamos que matar a su hermano. Ya había traicionado a
su familia una vez, y no le importaba repetirlo. Estaba comprometida de tal modo en su
deserción que no podía hacer nada para enmendarse. No tenía nada que perder. Su
compromiso era definitivo.
Solicitó que agudizara mi atención: Había decidido tomar partido definitivo por la
causa helena y acabar de una vez por todas con cualquier atadura pasada. Si el
príncipe moría, el valedor del rey desaparecería con él.
El plan partía de la convicción de Medea de prever con absoluta seguridad como
respondería el ejército colco ante una determinada eventualidad -conociendo como
conocía la idiosincrasia de la jerarquía militar colca-. Medea no dudaba que la
indecisión y la incertidumbre se apoderarían de la tropa si éstas se quedaban sin el
mando de más alto rango. Tras el comandante, la jerarquía se repartía entre los
capitanes de los barcos por igual. Entonces sería el momento idóneo para aprovechar
el desconcierto de las huestes colcas y huir de ellas.
Otra de las condiciones que había de cumplirse era que Aspirto la aceptara
como intermediaria, o como moneda de cambio – pero en definitiva, que estuviera
presente- en la negociación para la rendición. Le enviaríamos heraldos para transmitir
al príncipe nuestra voluntad de posponer el enfrentamiento, y alentarle en sus
esperanzas de una salida negociada.
Partiendo de estas premisas se dispuso a explicarme el resto de su plan...
Los emisarios de nuestros requerimientos fueron bien recibidos en la cubierta de
la nave del príncipe colco. Le entregamos -como prueba de nuestras buenas
intenciones- una valiosa valija diplomática, entre la que se hallaba el sagrado peplo
purpúreo de Hípsipila. Etálida -nuestro portavoz oficial - le comunicó en mi nombre el
siguiente mensaje: "Vuestra hermana, la princesa Medea desea reunirse esta noche
contigo en la isla de Artemis, junto al templo de la diosa a fin de idear una salida
honrosa para las dos partes y evitar la violencia, tal como es el deseo común de
todos”.

Cuando el sol desapareció en el horizonte, las tinieblas se apoderaron de la isla


y Medea y yo pudimos trasladamos, cada uno por separado, a los lugares acordados.
Mientras Medea se apeaba en la playa, yo desembarqué oculto tras el templo para
buscar un buen lugar para ejecutar la emboscada.
Durante el resto de los años transcurridos desde la fatídica noche, me he
cuestionado innumerables veces el grado de premeditación que hubo en mi
sanguinaria acción.
Si pudiera volver a empezar aquel terrible día, estoy prácticamente convencido
de que volvería a cometer otra vez semejante y despiadada barbaridad.
PILOS

La siguiente ciudad a visitar era Pilos a unos 150 Km de Micenas, en la misma


península del Peloponeso más al Oeste. Como todavía le quedaba un largo camino,
decidió conducir sin prisas hacia allí y dormir aquella misma noche en la ciudad.
Cuando llegó al centro, le ofrecieron una habitación que una familia alquilaba a
particulares. El precio incluía el desayuno.
Como llegó temprano, quiso ir a cenar por la ciudad. Cuando preguntó a la
familia si había algún restaurante recomendable y barato cerca de allí, la matrona de la
casa no permitió que saliera, y se empeñó en que se quedara a cenar con ellos la
comida que ella misma preparaba. Así que, sin proponérselo se encontró de repente
hablando con el marido mientras esperaban a que ella regresara con la cena. Era una
de aquellas familias acogedoras y sociables que abundan todavía en algunas
sociedades mediterráneas –todo hay que decirlo: una sociedad marcadamente
machista-. La conversación empezó con las habituales preguntas que la formalidad
obliga. Después de la cena el marido le preguntó por el propósito de su visita a Pilos.
Con la embriaguez que proporciona el vino, Artur tuvo una necesidad imperiosa de
hablar sobre su proyecto.
Y fue entonces cuando apareció -en la situación más inesperada y trivial que
hubiera podido imaginarse- la posibilidad de hallar un “asentamiento virgen” para
rebuscar en él. Se dio, lo que se llama en términos científicos "el serendipity", o la
azarosa casualidad que da una nueva esperanza al estancamiento de las
investigaciones. Este famoso término anglosajón, describe como el azar determina el
desarrollo de algún descubrimiento. Este fue el caso en el hallazgo de la radioactividad
por parte de la Premio Nóbel Marie Curie (de soltera Sklodowska) cuando notó que las
placas fotográficas que guardaba en el mismo cajón donde conservaba un mineral
llamado Radio siempre se velaban, mientras que las que guardaba en otras estancias
seguían intactas. Fue entonces cuando empezó a sospechar que aquel extraño
mineral poseía una particularidad especial para emitir energía. Un caso similar se dio,
cuando el doctor Fleming descubrió que las bacterias cultivadas en un recipiente,
habían desaparecido cuando por un descuido, el moho de un alimento en mal estado
se introdujo en él. Había descubierto la penicilina.
En el caso de nuestro protagonista su “serendipity” no fue tan determinante
como en los casos de la señora Curie y del Dr. Fleming, pero si que fue lo
suficientemente significativo para abrir una pequeña brecha al haz que lo conduciría a
alcanzar su más ambiciosa meta. Con ello apenas conseguía aumentar las pocas
probabilidades que mantenía para descubrir una prueba tangible que confirmará su
hipótesis.
Como decía, ese mágico momento o “serendipity particular” se dio, cuando el
padre de familia - de oficio pescador- empezó a explicarle que muchos de sus
compañeros de trabajo y otros conciudadanos de Pilos eran aficionados a conservar
en casa reliquias encontradas en el mar o heredadas de sus antepasados saqueadas
de los asentamientos, cuando estos no tenían la infranqueabilidad y protección de que
ahora gozaban. Según el señor Vasilis –que así es como se llamaba el hombre-, era
un secreto a voces que en muchas de las ciudades donde había algún asentamiento
arqueológico importante, sus conciudadanos poseían de manera ilegal antigüedades
no clasificadas por ningún catálogo o museo oficial. A Artur se le disparó el corazón y
tuvo que reprimir las expresiones convulsivas de alegría que aquellas revelaciones le
impulsaban a cometer.
Con ese estado de excitación intentó vanamente dormir aquella noche, pero
apenas si pudo relajarse. Con su mente en plena ebullición decidió que seguiría en
contacto con aquel hombre. El Sr. Vasilis se había comprometido a presentarle a
cuanta gente le confesara confidencialmente, que poseyera antigüedades ilegales en
su patrimonio. A través de él, Artur ofrecería su colaboración en la catalogación,
valoración e identificación de los objetos con la máxima discreción y reserva a cambió
únicamente de poderles echar un vistazo. Cayó en la cuenta que tendría que volver de
nuevo a Pilos, pero eso no era un gran handicap en sus planes.
A primera hora de la mañana, y con el ánimo cansado por no haber conciliado el
sueño, marchó de la casa en dirección a los restos arqueológicos de la antigua ciudad
de Pilos, no sin antes haber degustado un abundante desayuno preparado por la
matrona. Poco antes propuso al patrón griego que si obtenía algún resultado
satisfactorio con sus vecinos, sería recompensado de alguna manera.
Estuvo de acuerdo, e intercambiaron sus direcciones, sus números de teléfono y
sus correos electrónicos. Vasilis no tenía ni idea de como podía crear un correo
electrónico. Artur le prometió crearle uno en el ciber-café del barrio antes de partir, y
dejarle el recado al empleado para que le enseñara a utilizarlo.
Cuando Artur estaba en el coche, Vasilis desde la ventanilla le puntualizó que si
quería convocar una reunión con los demás, su casa estaba descartada como lugar
del encuentro. Si acaso la convocaría en un lugar secreto que no comprometiera a
nadie si fueran descubiertos.
Después de salir del Ciber-café, se dirigió a visitar la "sagrada Pilos" –los restos
de la antigua ciudad micénica-.
Mientras que Micenas estaba llena de fortificaciones, Pilos se asentaba, sin
murallas defensivas, en un risco que se asomaba sobre la llanura dominando la visión
del mar Jónico. Construida en piedra caliza local de tonos suaves, conserva todavía
los restos de una vida lujosa: Una bañera de terracota pintada con dibujos
multicolores; unos bancos lisos en el vestíbulo contiguo a una despensa repleta de
tazas y copas de cerámica de pie fino.
Fue en Pilos donde el arqueólogo estadounidense Carl Blegen realizó en 1939
uno de los hallazgos más importantes de la arqueología de la edad de bronce: la
primera de unas 1200 tablillas grabadas con una misteriosa escritura que recibió el
nombre de "Lineal B". Las tablillas se habían conservado por accidente, cocidas por
las llamas en un incendio ocurrido hace 3200 años aproximadamente y que destruyó
el palacio casi por completo. Durante años, el lenguaje en "lineal B" desconcertó a los
expertos y permaneció sin descifrar. En 1952, Michael Ventris, joven y brillante
arquitecto británico, anunció en una entrevista radiofónica en la BBC que había
descifrado el código de las tablillas y que su lengua era el griego; un griego torpe y
anticuado, sin duda, pero aún así inconfundible. Hasta entonces, nadie supo en que
lengua hablaban los micénicos.

Crecieron las expectativas sobre el contenido de lo que revelarían las tablillas.


Pero únicamente descifraron que contenían listas de existencias: cantidades
contabilizadas de aceitunas, vino, ruedas de carro, trípodes, ovejas caballos, bueyes
(distinguiendo entre las razas de "oscuro" o "pinto"), trigo, cebada, especias e incluso
parcelas de tierra cultivada e impuestos recaudados.
Las tablillas encontradas en otros lugares confirmaron que los inventarios en
lineal B eran característicos de los complicados sistemas de comercio, de industria y
de tributos de las economías palaciegas de Micenas. Cada región subordinada a Pilos
pagaba impuestos a su capital en forma de productos como pellejos de buey, cerdos
cebados y textiles de lana e hilo. Las listas de artesanos del bronce y tinas de aceites
esenciales daban cuenta de las industrias del metal y del perfume.
Las excavaciones de Pilos también arrojaron luz sobre las prácticas religiosas
cotidianas. En las tablillas escritas en lineal B aparecen grabados los nombres de
deidades corrientes en la Ilíada: Zeus Hera, Atenea, Poseidón, Hermes, y quizás
Apolo, bajo su apelativo homérico de Paieon. También revelaron deidades
desconocidas. Las tablillas de Pilos mencionaban también ofrendas de bueyes,
cabras, ovejas, cerdos, vino, aceites aromáticos y trigo: estos eran los obsequios con
que los micénicos adoraban a sus dioses a través del sacrificio. Junto a otras
mercancías antes mencionadas en este particular inventario de existencias, aparecían
algunos grupos de esclavas, clasificadas de acuerdo con sus tareas - moledoras de
grano, hilanderas, servidoras de baños- o los lugares donde fueron capturadas:
"mujeres de Cnido", "mujeres de Mileto", "mujeres de Asia".
Llegado a este punto en sus indagaciones, decidió dar por terminada las
investigaciones sobre el terreno, y recogerse en algún lugar tranquilo para poner orden
a la información acumulada. Como estaba en plenas vacaciones estivales no le
pareció mal la idea de disfrutar durante una semana de los encantos de la capital
griega, y alquiló un pequeño apartamento céntrico con vistas al Pireo a su llegada a
Atenas. Dedicó un par de días a recorrer como un turista más las calles de la
cosmopolita ciudad. Quedó francamente saciado- como no podía ser de otra manera-
de la infinidad de monumentos y ruinas que ofrecía la ciudad. Pudo desconectar
durante aquel pequeño paréntesis del trabajo acumulado en las últimas semanas. Al
tercer día decidió que ya hora de volver a ponerse manos a la obra.
Sentado en un pequeño escritorio que amueblaba la única habitación del
apartamento, abrió el cuaderno en la última hoja que había escrito. El ambiente de la
habitación era muy acogedor, no solamente por la estupenda vista y la luminosidad del
piso, sino también por los pocos muebles que contenía, que eran de una exquisitez
suprema. Estaba sentado en una silla de madera giratoria que algún día ocupó un
destacado lugar en alguna oficina de los años treinta. El cuaderno de piel curtida
armonizaba con la superficie del escritorio, también construida completamente de
madera, manteniendo ese color que solo se consigue con el paso de los años. Los
cajones laterales inferiores del escritorio se repartían simétricamente a los lados.
Todos se mantenían vacíos excepto el cajón derecho superior que contenía un
paquete de folios ya estrenado. Enfrente, encima del escritorio se apoyaba la vitrina
que se mantenía cerrada con alguna gótica llave que el propietario escondía
posiblemente en algún rincón de la casa. Su doble puerta de cristal esmerilado estaba
enmarcada por un conjunto de pequeños cajones. El conjunto de los que estaban en
su base, eran anchos y estrechos, y estaban diseñados para contener planos y otras
reprografías. Con un ambiente propicio que estimulaba el trabajo intelectual, Artur
comenzó a reproducir fielmente en su cuaderno, los bocetos de las imágenes
ofrecidas en su retina durante sus visitas en los museos y que plasmó en unas
páginas del bloc. Contorneaba un primer trazo con el carbono del lápiz para conformar
las líneas y las sombras del futuro dibujo, y luego lo pintaba con otros lápices
cromáticos. Con un bolígrafo negro de punta fina anotaba en los márgenes los
comentarios, y una línea relacionaba las nomenclaturas con sus partes en el dibujo.
Este trabajo lo tuvo ocupado todo el día.
Por la tarde bajo a la calle a pasear y pudo comer alguna cosa. Poco después
se dirigió a uno de los ciber-cafés del centro.
Cuando abrió el correo electrónico se encontró con varios mensajes
interesantes: Uno de ellos provenía de una de las expediciones griegas que trabajaban
en el mar Negro, en la ciudad Turca de Zonguldak. La firmaba el doctor Alexandros,
catedrático de arqueología en la universidad Aristóteles de Salónica, (precisamente la
misma donde él estudiaba). Le contestó que sería un placer ponerse en contacto con
él cuando hubiesen hallado algún elemento digno de mención que pudiera ser de su
interés. Lamentó que actualmente no tuviera nada que ofrecerle, y esperaba con
ganas poder conocerlo en persona en alguna ocasión. Deseándole suerte en la
investigación se despidió cortésmente.
El otro mensaje tenía como remitente al señor Vasilis. Le decía que se había
puesto a trabajar la misma mañana en que se despidieron, y que ya había contactado
con personas que le habían demostrado un gran interés en el asunto. Aseguraba que
no iban de farol, y que tenían muchas ganas de poder mostrar sus reliquias a alguien
entendido. Pero este interés no pasaba precisamente por una inquietud o curiosidad
arqueológica, sino en calibrar su valor monetario en el mercado clandestino.
Se aseguró que corriera la voz entre sus conocidos.
Artur no se sorprendió excesivamente del tipo de respuestas que dieron los que
se interesaron por la oferta. Estas "colecciones privadas" - según le había explicado
Vasilis- no eran las clásicas de los anticuarios millonarios ansiosos por coleccionar
piezas inéditas por las cuales se ofrecían auténticas fortunas en el mercado negro.
Eran simplemente objetos de terracota, madera o metal que habían sido o bien
saqueados en épocas mucho más pretéritas y heredadas por los descendientes de los
vándalos, o bien hallados entre las redes de los pesqueros de arrastre, o bien
encontrados de casualidad en una excursión matutina.
Y estas propiedades pertenecían a los vecinos autóctonos de la comarca –
generalmente pescadores, campesinos y ciudadanos de larga tradición familiar en la
zona.
El tercer e-mail lo remitía el Dr. Conrad. El texto era escueto y apenas contenía
su número de celular.
Le sorprendió gratamente aquel comunicado. No era que no se lo hubiera
esperado, pero tenía una idea preconcebida de que el Dr. Charles Conrad era
bastante inaccesible e importante como para que se molestase en contestarle. Pero
era una impresión que carecía de fundamento, ya que no lo conocía personalmente,
aunque había visto su cara en alguna declaración televisada de algún reportaje
científico de las Noticias. Quizás era un mecanismo psicológico de defensa para
amortiguar futuras decepciones. Realmente le costó decidirse a llamarlo. Era un
hombre muy famoso en su círculo profesional e incluso más allá. Sus reportajes se
emitían en televisión de pago, y publicaba a menudo sus reportajes en el International
Archaeologist Society.
Nervioso e impaciente se introdujo en la primera cabina de teléfono que
encontró vacía en el mismo local del cibercafé, donde también negociaban con las
llamadas provinciales e internacionales.
Al tercer tono la voz del Dr. Conrad respondió. Serio y sencillo en el trato, le
invitó -sin más preámbulos- a pasar el próximo fin de semana en Zonguldak, en la
Turquía asiática. El Dr. Alexandros le había llamado esa misma mañana para hablarle
sobre su petición en internet. Dijo que se conocían desde que eran estudiantes y que
incluso habían colaborado esporádicamente juntos en algún trabajo. Aunque sus
expediciones actualmente coincidían en la zona, todavía no habían podido encontrarse
personalmente - se alojaban en la misma ciudad, pero mientras Conrad vivía en un
lujoso hotel, el profesor griego vivía de prestado en un piso compartido en el campus
de la universidad de Zonguldak-. Explicó su invitación argumentándole que estaba
interesado en mantener intercambios de información con sus colegas para
descongestionarse de sus propias obsesiones laborales. El americano se sincero al
reconocer que al Dr. Alexandros y a él les había picado la curiosidad. Aquel habló muy
entusiasmado del proyecto, y decidieron de mutuo acuerdo celebrar una comida para
el próximo sábado y así poder intercambiar las últimas novedades que cada uno
pudiera aportar.
Recibiría esa misma noche en su domicilio el billete de avión y la reserva del
hotel en su piso. La cita era el sábado al mediodía en el comedor del Hotel. Antes
podría dejar su equipaje en recepción.

La escasa posibilidad de que la cita con el soberano colco en la llanura del Ares
podía solucionarse de forma amistosa se disipó al instante, justo cuando vimos la
cantidad de gente que abarrotaba las gradas que rodeaban la llanura. La biga real
tirada por dos espléndidos corceles se abalanzó desafiante hacía nosotros. Tan cerca
estuvo de embestirnos que nos vimos obligados a desenvainar nuestras espadas, y
las hubiéramos utilizado si una última maniobra de frenada no hubiese evitado el
choque. La repentina parada obligó a los corceles a levantarse en sus patas
posteriores quedando las delanteras golpeando el aire. De pie, sobre la plataforma de
la biga, con los rostros ocultos tras sus celadas, fui capaz de reconocer la faz de Eetes
y la de su hijo Aspirto, quien llevaba las riendas del carro. El caudillo de los colcos,
vestía la indumentaria guerrera, signo inequívoco de su intención bélica. En su pecho
portaba una coraza metálica, sobre su cabeza llevaba el casco dorado de cuatro
penachos. En alto blandía su escudo de muchas pieles, y con la otra mano sujetaba
una pica. Detrás de ellos la inmensa multitud expectante bramaba entusiasmada. En el
terreno de juego estaban los soldados mientras que en las gradas estaba el populacho
disputándose los mejores sitios del espectáculo.
Eetes descubrió abiertamente sus intenciones cuando me desafió a la cruel
prueba. Tuvimos que seguirlo custodiados por su caballería, que nos condujo hasta el
interior de un recién construido corral de madera, y que funcionaba como improvisado
estadio. La multitud llenaba las gradas, y muchos tuvieron que subirse a las primeras
paredes del Cáucaso para poder seguir los acontecimientos. En el lugar más
privilegiado se situaron Eetes y Aspirto.
Nosotros nos quedamos en la arena frente a las miradas del enemigo. La tropa
puso todo su empeño en levantarme el ánimo y a arengarme para el combate. Uno de
ellos me masajeó con densos ungüentos para flexibilizar al máximo los músculos y
evitar lesionármelos con los movimientos bruscos que se daban tan frecuentemente en
la lucha. Pues si durante el combate algún tendón o músculo se rompía el resultado
sería fatal para el destino de todos.
Cuando creí estar preparado, marché con ímpetu hacía la tribuna. Con mirada
desafiante, clavé la pica en el suelo y coloqué mi casco en su extremo. Me despojé del
manto purpúreo y lo lancé al suelo. Con el torso brillante por el efecto de las pomadas,
alcé mis dos brazos desafiantes al gentío que bramaba en la tribuna. Lentamente fui
girándome sobre los pies para que mi mirada no dejase a nadie libre de agravio. Hasta
que mis ojos se posaron en la exigua delegación helena donde cesé el movimiento.
Las lagrimas de emoción resbalaron en mi rostro. Por ellos lucharía hasta la
extenuación y la muerte, pues arriesgaron sus vidas en defensa de la pervivencia de
nuestra nación. A ellos les dediqué aquel sacrificio. Así reparaba la vieja deuda que les
debía por todavía no haber agradecido su participación en tan osada aventura. Ese día
defendíamos, en definitiva, la continuidad de Hellas como confederación de ciudades
con cultura y tradiciones propias, la vida de nuestras familias y la de nuestros
conciudadanos. Un unísono gritó de guerra rugió de la exigua representación aquea,
con tal ímpetu, que llegó a silenciar a los seguidores colcos.
Era la hora de la verdad. Una calma tensa flotaba en el ambiente -como a la que
precede a la tormenta-.
Mi cuerpo y mi mente estaban en tensión y en máxima alerta de forma similar a
como se sienten los depredadores cuando están a punto de cazar a su presa. Desde
el más insignificante músculo hasta el más sagaz de los sentidos funcionaban al
máximo rendimiento, listos para responder inmediatamente a la primera señal de
peligro. Justo debajo de la tribuna se abrió una compuerta que descubría un pasillo
subterráneo. Dos toros enfurecidos por su cautiverio salieron con ímpetu para
desquitarse del responsable de su encierro -que según deducían de su simple lógica
animal recaía en el primer objeto con el que se topasen. Uno de ellos se percató
rápidamente de mi presencia y se encaró decidido contra mí. El toro me embistió con
uno de los pitones en un costado, abollando la vaína que me salvó de la cornada, pero
que no evitó que rodara por los suelos. Un gran rugido estalló en las gradas. El golpe
me dolió intensa y profundamente, y apenas pude levantarme cuando el toro decidió
atacarme de nuevo. Instintivamente me protegí con el escudo de la inminente cornada
que interceptó el golpe, pero no evitó que lo perforara como si de una simple hoja se
tratará. Aunque evité con ello que el cuerno me alcanzase, el toro consiguió
arrebatármelo, - pues este se clavó en su asta- hecho que lo aturdió bastante. El
percance entretuvo al toro, que estaba más pendiente de sacarse el pesado estorbo
de la cabeza que de proseguir adelante con sus embestidas. El otro toro que había
estado a la expectativa de lo que sucedía se decidió a atacarme, pero aún me dio
tiempo para alcanzar la capa púrpura que yacía en el suelo. Era hora de poner en
práctica los quiebros que Medea y yo estuvimos ensayando. El toro cogió velocidad y
se dispuso a embestirme. Yo agitaba la tela encarnada como si esta formará parte de
mí. El animal agachó la cabeza con la intención de clavarme sus cuernos, pero en ese
preciso momento solté súbitamente la capa purpúrea que se interponía entre nosotros
y me eché al suelo. El toro cayó en la trampa y se abalanzó sobre la capa que vapuleó
con saña en el aire y en el suelo. Cuando se percató de la inutilidad de su esfuerzo, su
atención volvió de nuevo a mí. Arrancó de nuevo en mi búsqueda, pero esta vez me
incorporé del suelo como un resorte y huí cobardemente. El gentío me dedicó un
sonoro abucheo. Yo corría delante del toro trazando eses para esquivarlo. Y lo
conseguí, pues el animal no conservaba las mismas fuerzas que al principio. Cuando
tuve la oportunidad de hacerme de nuevo con el manto, volví con la misma estrategia.
El toro se percató del extravagante movimiento de la tela, que esta vez mostraba
ingeniosamente extendida sobre la espada. La pobre bestia corrió contra mí, pero de
nuevo embistió la tela cuando me aparte de ella. Con esta mala treta esquivé una y
otra vez al desconcertado animal. Se me ocurrió perforar la tela con la espada para
evitar arriesgarme a recoger la capa cada vez que el toro me la quitaba. El paño
clavado en la espada se transformó en una especie de bandera, o estandarte. Parecía
que el capote adquiriera vida cuando era agitado por el viento. Entonces el toro se
embravecía todavía más contra él. Con un trote acelerado embistió la capa por
enésima vez. Esquivé de nuevo la cornada, pero a diferencia de las anteriores
ocasiones la tela no cayó al suelo, sino que se mantenía en la espada que sujetaba
firmemente en mi mano. El toro quedó perplejo al otro lado. Peor quedo cuando al
darse la vuelta continuo viéndome allí plantado junto a la capa que ondeaba al viento.
Como no acabándoselo de creer, me atacó de nuevo. Otra vez cayó en la trampa. Era
como si de un espectro se tratara. El toro, terco, quiso todavía insistir con algunas
intentonas más. Pero yo no me moví del sitio. Allí de pie, girando sobre mis talones
esquivaba con total eficacia la cornamenta del toro, mientras que este trotaba
inútilmente de un lado para otro. Finalmente el animal se cansó de tan absurdo juego,
y humillado, dejó de embestir de una vez por todas. Mientras, el otro astado –agotado-
aún peleaba impotente contra el molesto escudo que se agarraba fuertemente a su
cornamenta. Mareado por las fuertes sacudidas de cabeza y cuello se desplomó en el
suelo. Entonces salieron de nuestro grupo los hermanos tindáridas que me tendieron
el yugo que Medea les había conseguido. Enganche fácilmente el armazón al toro del
escudo, que quedó extenuado y dócil como un caballo domesticado. El siguiente paso
era intentar unir el segundo toro al mismo yugo. Era una tarea extremadamente
peligrosa, porque el animal conservaba todavía sus últimos coletazos para una
embestida final e inesperada. Me coloqué al lado del toro sometido e intenté que se
acercará. Agite la tela y se decidió a atacar. Pero desistió en el momento decisivo,
pues la tela ya no lo motivaba a acometer. Tiré la capa al suelo. El toro estaba a muy
escasa distancia de mí. Jadeante por el cansancio, distraído, con la cabeza gacha, y la
mirada fija en la purpúrea tela, dejó al descubierto su indefensa nuca. Fue entonces
cuando desenvaine mi espada y –concentrando todas mis fuerzas en los dos brazos
alzados que la sujetaban-, la dejé caer con todo su peso sobre el espinazo del toro,
que se desplomó al instante decapitado. La indignación general se trasformó
rápidamente en furia. Los toros eran animales sagrados y yo había osado humillarlos.
Flotaba en el ambiente una gran consternación, pues había demostrado que conocía
la pericia del rejoneo.
Pero todavía no había acabado - para mi desgracia- el torneo. Quedaba una
segunda parte. De otro portón que cerraba una galería iban saliendo –en fila unos
detrás de otros- una tropa de salvajes untados con barro y grotescamente vestidos –
vestían unos simples harapos y unas armaduras obsoletas y mal colocadas-. Eran los
aborígenes que los colcos habían esclavizado hacía varias generaciones trabajando
en las minas subterráneas.
Los terrígenos de aspecto miserable, me atacaron desorganizadamente, sin
coherencia ni estrategia alguna. Los tuve que matar uno a uno. Al principio, debido a la
superioridad numérica de los terrígenos, pase algunos apuros. Cuando paulatinamente
iba reduciendo su número el exterminio fue mucho más sencillo. Las vetustas
armaduras que vestían aquellos desdichados les hicieron más mal que bien, pues los
pobres se sentían mucho más cómodos sin ellos. Los colcos los habían forzado a
ponérselos, y la mitad de las armas se quedaron por el camino. Si hubiesen venido
desarmados hubieran tenido más posibilidades de salir victoriosos. Era el momento de
decidirme a iniciar la masacre de los terrígenos supervivientes. No habría clemencia
para ellos, pues fue la parte del espectáculo más admirada por el público que
exclamaba asombrado la crueldad de cada una las muertes. La orgía sangrienta más
celebrada fue cuando perdida ya la batalla, me deshacía de aquellos inocentes
indefensos como sí de moscas se tratara. Cortaba a los hombres brutalmente en dos,
unos de arriba abajo, otros de izquierda a derecha. A la mayoría les cortaba la cabeza.
La gente bramaba cuando los chorros de sangre brotaban como fuertes de los
miembros amputados.
Cuando acabé con el último de los terrígenos vivo, en el suelo quedo la imagen
desoladora de aquellos cuerpos mutilados manchados de sangre y arena. Acabé
extenuado por el esfuerzo y con el cuerpo teñido siniestramente de rojo. El estadio
enmudeció admirado y estupefacto ante la esperpéntica bacanal de violencia, sangre y
muerte. Era el momento oportuno para emprender la huida.
Contrariamente a lo que había previsto, no hubo una reacción inmediata a mi
escapada. Los habíamos cogido desprevenidos y tardaron algún tiempo en
organizarse. A veces subestimamos la importancia del factor sorpresa en nuestros
planes de acción. Aquellos momentos fueron vitales para nuestra suerte. Una vez
organizados, el ataque colco sería inminente y por ello no había tiempo que perder.
Mis compañeros cubrieron mi retirada formando un túnel humano, e idearon un
parapeto formado por cada uno de sus escudos.
La retaguardia aguantó el tiempo que pudo la presión de las exiguas lanzas
enemigas, ya que la mayoría del destacamento colco se dirigió al acantilado -tal como
sospechamos en nuestras predicciones- para destruir la nave que imaginaban todavía
anclada allí.
Antes de que la última zaga de guerreros que cubría nuestra retirada volviera del
enfrentamiento, y cuando los miembros que habíamos formado parte de la comitiva ya
habíamos alcanzado la playa, escuchamos desde el margen opuesto del río una voz
desesperada y aguda. Era Medea, que desde la otra orilla nos llamaba.
Me lancé al agua para cruzar el río a nado. Cuando salí del agua esta salió a mi
encuentro, y cuando me incorporé se agarró fuertemente a mis rodillas implorando que
no la abandonará. Me dijo que todo había quedado al descubierto. Su implicación en
los hechos se había hecho público. Su iniquidad la obligaba a exiliarse.
Trate de tranquilizarla diciéndole que no había pensado en abandonarla en
ningún momento. Los acontecimientos estaban saliendo tal como habían sido
previstos. Su destino estaba ligado a los nuestros. Le apresuré a que se levantara
para poder cumplir los planes previstos y no perder más tiempo.
Pero ella antes de decidirse me hizo prometer que seria "recompensada" una
vez llegáramos con el vellón a Tesalia.
Entendí enseguida el mensaje. La alcé suavemente, y acariciándole las mejillas,
juré poniendo a Zeus Y Hera Conyugal por testigos de que viviríamos como esposos
legítimos cuando regresáramos a tierras helenas. Había acertado con las intenciones
de la muchacha, pues su rostro cambió de inmediato y se dispuso enseguida a
acompañarme. Cogido de una mano con la de Medea, con la otra indicaba a los
compañeros nuestra posición. Llegaron los últimos rezagados de la retaguardia.
Defendieron hasta el límite de sus fuerzas para que los que huíamos tuviéramos
tiempo de subir a bordo y estar listos para soltar amarras. Cuando subieron todos
apresuradamente a cubierta, cortaron con una espada la cuerda que les ataba al
ancla. Nos vinieron a recoger a la orilla opuesta con alguna que otra mirada
recriminatoria.
El primer destacamento llegó enseguida, e intentamos reducirlos lanzándoles
una ráfaga de flechas. Algunos de ellos cayeron, y la mayoría retrocedió algunos
pasos. Nuevas fuerzas se añadieron a la persecución.
Estaban ahora presentes casi todo el contingente colco, que observaba
impotente nuestra huida por el río. Intentaron intimidarnos con el lanzamiento
desesperado de sus lanzas, que inútilmente caían en el agua. Solo una alcanzó el
casco de babor. Los más intrépidos corrían impetuosamente en los márgenes del río
intentándonos darnos caza. Los gritos intimidatorios de guerra se fueron convirtiendo
en insultos y amenazas fruto de la frustración. Distinguí entre ellos a Eetes en su
sólido carro cabalgando a los dos mejores corceles. Sostenía su escudo y su lanza.
Aspirto continuaba tirando de las riendas. Pero nuestra nave aceleraba -producto de la
fuerte corriente del río- cada vez más su marcha. Por fin Zeus se ponía de nuestra
parte. Cuando impotentes, los colcos se dieron cuenta de la esterilidad de sus
esfuerzos fue cuando oímos las maldiciones de Eetes. Su portentosa voz reverberaba
estremecedoramente en las paredes de la garganta. Alzó sus puños al aire y juró
colérico anteponiendo a Helios y a Zeus como testigos que nos perseguiría con sus
naves hasta el fin del mundo, y que no cesaría hasta asegurarse de que sufriéramos
una cruenta muerte. Gritó a sus soldados y los espoleó a que se dirigieran al puerto en
busca de sus naves. Escuchamos claramente como los amenazó de muerte si se
atrevían a volver a Ea sin su hija.
La galera tomó rumbo hacía el bosque sagrado en busca del toisón dorado.
Medea tuvo un último momento de melancolía al peinar por última vez la vista sobre la
ciudad, y se entristeció al oír la voz colérica de su padre. Mi primer gesto como
pretendiente consistió en abrazarla para contener su aflicción. Al poco rato avistamos
el pequeño embarcadero que iniciaba el camino que conducía hacía el lugar donde
estaba custodiada la piel del cordero. Era una hermosa y arbórea pradera llamada el
Lecho del Carnero que se adentraba dentro del espeso bosque. Medea y unos
cuantos hombres más bajamos a tierra.
Cerca de allí nos cruzamos con los cimientos ahumados del antiguo altar que
erigió Frixo en honor a Zeus en su pasó legendario por el camino. Ordene a Argos que
nos esperasen en el santo lugar mientras aguardaban nuestro retorno. Medea y yo
unidos de la mano recorrimos la estrecha senda que conducía al mágico lugar donde
se ocultaba la vetusta encina que custodiaba la piel del carnero. Al rato asomó del
horizonte del camino la ancha copa del árbol. El objeto más sagrado, el más anhelado
de todos los bienes requisados a nuestra nación -por el que Atamante, rey de Tebas,
fue capaz de anteponer su posesión a la vida de sus hijos- se encontraba a escasa
distancia de allí. De repente, - al mostrarse el árbol en su totalidad- sobre la encina
brilló resplandecientemente, el reflejo de un rayo de sol que emitía el precioso metal,
con tal pureza, que parecía venir directamente del mismísimo astro.
Fue entonces cuando vi a la bestia. Era un animal enorme y monstruoso.
Incrustado encima de su nariz se elevaba un gran cuerno. La piel gris, dura y gruesa
de la fiera se plegaba formando profundas arrugas. Estas caían pesadamente hacía
abajo atraídas por la fuerza de la gravedad. Su enorme cuerpo descansaba sobre
cuatro patas redondas de considerable diámetro, como si de columnas se tratasen.
Paradójicamente el animal se mostró ágil y rápido. Estaba atado al tronco de la encina
por una larga cadena metálica, y podía defender cualquier ángulo desde la base del
árbol. Al notar nuestra presencia, se puso furioso, y se abalanzó hacia nosotros. Yo
salí de allí huyendo, pero Medea se quedó estática. La llame desesperadamente para
que reaccionara. Me paré y intenté volver para ir en su ayuda. Pero el animal iba a
llegar antes que yo. De repente la bestia, a pocos palmos de Medea, fue abatida como
si de una herida mortal se tratara. Pero no fue la muerte repentina la que le sacudió,
sino la de la tensión de la limitada longitud de la cadena que le ataba al tronco de la
robusta encina y que Medea conocía de antemano.
Desenvainé la espada para desembarazarme de aquella bestia, pero Medea
logró asirme la muñeca que empuñaba el arma.
De la bolsa que colgaba de su hombro sacó una enorme cantidad de extractos
de amapola, mezcladas con hierba, y las lanzó al suelo, dentro del territorio accesible
a la fiera. Esta, hambrienta, optó enseguida por comer aquel apetecible manjar, pues
la necesidad apremiaba. Mientras el monstruo comía el preparado, la princesa me
contó la composición de aquella mezcla. Consistía en un extracto de amapola con alto
poder narcotizante. Era una droga que ellos llamaban nepente y que los colcos se
administraban -en dosis por supuesto más pequeñas- para provocarse una sensación
de placidez y somnolencia.
Efectivamente, la fiera al poco tiempo se tambaleaba, y enseguida cayó de
cuatro patas como si lo hubieran matado en ese preciso instante. El torso del animal
era lo que ahora sobresalía más de su dormida fisonomía. Era un rinoceronte, animal
inédito para los ojos de un occidental pero no para los ojos de los habitantes de las
tierras que había más al oriente del continente de donde procedía.
Cuando nos aseguramos que el animal estaba totalmente inconsciente, trepé al
viejo árbol, y alcancé, no sin dificultad, el pesado escudo. Inmediatamente salimos
huyendo de allí. Ninguna emoción especial había aparecido en mi durante la
operación. La urgencia de la situación me lo impidió. Pero a medida que nos
alejábamos del peligro, huyendo juntos a través del sendero fui conciente del
privilegiado momento histórico que los dioses me habían concedido. Eufórico y gozoso
la excitación me iba invadiendo incontroladamente. Como un efluvio interior, mi sangre
alterada fortalecía el vigor que convertía el pesado trofeo en una ligera carga para mis
brazos. El carnero que un día poseyó aquella piel debía de ser enorme pues tenia un
tamaño semejante a la de una ternera. Agotados llegamos hasta el grupo que nos
aguardaba en el altar de Frixo. Pasmados y boquiabiertos se quedaron los hombres
cuando vieron el deslumbrante reflejo de sus cuerpos sobre la superficie pulida del
trofeo. Este gran premio, la única y verdadera motivación de nuestra expedición, ya
estaba en nuestro poder, y fue finalmente llevado por todos los que habían esperado
en el altar a bordo de la nave. Inmediatamente lo cubrí con un manto para que no
distrajera a nadie de sus indispensables quehaceres.
¡No podía creérmelo! ¡El vellocino de oro estaba en nuestro poder!. Nuestro
único objetivo a partir de ese momento era volver a casa lo más pronto posible. A
partir de ese momento empezó nuestra desesperada huida hacia la patria.
ZONGULDAK

Eran las dos de la tarde del sábado cuando se presentó en la mesa del
restaurante del hotel que había reservada a nombre de Charles Conrad. Había
aprovechado el poco tiempo que disponía para asearse y cambiarse de ropa después
de que el taxi le dejara en el hotel desde el aeropuerto. Cuando entró en el comedor,
los dos científicos le estaban esperando en la mesa. Artur se sorprendió porque
faltaban todavía 5 minutos para la hora convenida y pidió avergonzado disculpas por
hacerse esperar. El Dr. Alexandros le saludó primero. Era un hombre cincuentón
calvo, con pelo cano en las sienes, la faz morena, nariz alargada y con un espeso
bigote.
Conrad en cambio era un tipo americano corpulento, también cincuentón, pero
con una estética artificial que disimulaba todos aquellos defectos físicos que con la
edad madura aparecen indefectiblemente. Su imagen le recordaba a algún veterano
actor rescatado de algún "Peplum" de la época protagonizado por Steve Reeves o
Giuliano Gemma.
Durante la comida los doctores le pusieron al día del propósito y el rumbo de sus
respectivas investigaciones. Mientras que los avances del Dr. Alexandros iban por
buen camino -pues sus objetivos eran más bien modestos y consecuentemente sus
resultados eran bastante más satisfactorios- los del Dr. Conrad eran muy pobres -por
no decir nulos- ya que la única finalidad de sus exploraciones era rescatar del mar
espléndidos objetos de gran valor arqueológico –que llamaran la atención a todo el
mundo, erudito o profano- que le dieran un hueco entre los grandes titulares de la
prensa diaria. Por ello explicó sin reparo alguno que sus averiguaciones se hallaban
en punto muerto.
Les confesó en tono preocupado que si durante las últimas semanas no hallaba
algo espectacular, la expedición del mar Negro sería un tremendo fracaso que traería
consecuencias irreparables para su reputación, y pondría en grave peligro futuras
expediciones. Lamentablemente para él, este tipo de proyectos a gran escala
requieren de espectaculares resultados para ser rentables. El presupuesto económico
les alcanzaba únicamente para dos semanas más de búsqueda, pues la revista que le
había encargado el trabajo ya le había negado una prolongación extra de tiempo y,
cualquier aumento de presupuesto sería inmediatamente denegado. Así que, si no
había novedad de última hora regresarían a EE.UU. cumpliendo con el ultimátum
lanzado por la revista. Él estaba acostumbrado al éxito de sus empresas, por muy
complicadas que se presentaran. Era conocido mundialmente -junto a Ballard- por el
descubrimiento del trasbordador Titánic en las frías aguas del Norte del Atlántico. A las
grandes inversiones respondía con espectaculares hallazgos. Pero en este último
proyecto era la primera vez que sentía la presión que conllevaba la estela del fracaso.
No estaba preparado para ello, y lo digería bastante mal, pagando su frustración
contra sus colaboradores.
Así que fue directamente al grano. Había encontrado durante las últimas
inmersiones algunos materiales interesantes pertenecientes a la cultura micénica. Le
propuso poner a su disposición estos objetos para que con sus conocimientos buscara
algún indicio empírico que los relacionara con el barco o los soldados protagonistas de
la legendaria aventura naval. No tenía que ser una prueba concluyente. Con una
pequeña insinuación o esperanza que mantuviera viva la posibilidad de relacionar los
dos hechos se podría salvar la rentabilidad del trabajo. Únicamente necesitaba un
titular lo suficientemente sensacionalista que fuera capaz de abrir un nuevo debate
sobre la veracidad de los acontecimientos. Entonces la polémica estaría servida y la
maquinaria se pondría de nuevo en marcha.
A cambio de ello le propuso firmar conjuntamente el reportaje. Si la prueba era
lo bastante sólida la revista le propondría un nuevo proyecto para seguir indagando
sobre la pista. Se comprometió incluso a contratarle si así fuera, además de poder
disponer cuando quisiera del patrimonio personal y material de la expedición. Artur
entusiasmado ante tal ofrecimiento aceptó la propuesta. Al fin de al cabo –pensó Artur-
él era un simple aficionado en estas lides, y le gustaba poder pensar que algún día
entraría en el mundo de la investigación profesional de primera línea.
Era consciente de que la exclusividad del descubrimiento que persiguió durante
toda su vida la vendió en ese instante. Pero para él era más importante la búsqueda
de la verdad que el vanidoso reconocimiento social que el americano perseguía.
El multimillonario encontró en el catalán a un raro erudito de la civilización
micénica, de los pocos que podían hallarse en el mundo, y confió en él para salvar la
inversión. Los restos micénicos que había hallado en los fondos marinos del litoral
turco, eran sin duda, objetos interesantes, pero no tenían nada que ver con el
verdadero motivo de sus ambiciones que se orientaban al hallazgo de restos mucho
más recientes -especialmente los grandes galeones desaparecidos que habían
naufragado por aquella zona, y que -según algunos documentos de la época-
transportaban grandes cantidades de tesoros que se suponía se mantenían intactos
sumergidos en el fondo de esta agua de altas propiedades conservativas debido a su
extraordinaria densidad de cloruro sódico-.
Veía en Artur la posibilidad de salvar su prestigio y de esta manera no perder la
confianza que la revista había depositado en él, y principalmente la de sus
patrocinadores. Así que decidió mostrar todas sus cartas sobre la mesa.
Le entregó una lista que describía detalladamente los cinco objetos que sacó del
fondo marino (una espada, un remo, un trozo de quilla, un trípode, y un pedazo
perdido de una vasija) y que posiblemente pertenecían a la época micénica. Había
hallado infinidad de materiales incluso más antiguos, pero esos eran los hallazgos más
novedosos que podía ofrecerle de ese periodo exclusivo. De ellos, solo dos llevaban
algún tipo de inscripción.
Todo el material fue encontrado en las profundidades del Mar Negro, en un
estado de conservación que rozaba la perfección a causa del escaso oxígeno al que
fueron expuestos.
Cuando abandonaron el restaurante, los tres hombres se dirigieron -invitados
por el americano- a la Suite donde se alojaba. De debajo de un falso suelo de armario,
extrajo un rollo de piel que desplegó cuidadosamente encima de su cama. Eran los
cinco objetos que había descrito en su listado.
Las piezas más interesantes eran un trozo de vasija y una espada de bronce,
precisamente las únicas que contenían grabadas en su superficie algún tipo de
inscripción o imagen. El resto de material no aportaba ninguna información significativa
a excepción de su antigüedad.
En los dibujos hallados en el trozo de cerámica desprendido de una vasija aún
mayor, había la figura de un hombre con torso y cabeza humana pero con cuerpo de
caballo (un centauro), que daba de comer a un joven coronado por laureles. En
cambio la espada de bronce tenía una empuñadura con incrustaciones de piedras
preciosas, y unos relieves que representaban algún episodio conocido de la leyenda
griega. Artur observó detenidamente la inscripción de la empuñadura. A
Alexandros –intentando mantener un respetuoso silencio para que Artur pudiera
examinar detenidamente las piezas- le pudo la impaciencia y lo interrumpió para
pedirle una primera impresión. Cuando Artur empezó a dilucidar sus primeras
conclusiones, al Dr. Conrad se le escapaba una sonrisa de satisfacción.
Aquel aseguraba que la imagen de la vasija personificaba a un centauro dando
de comer a un niño laureado. No cabía duda de que este joven representaba a
Diomedes, el hijo de Esón futuro rey de Tesalia. El mismo que años después -y más
conocido con el nombre adoptivo de Jasón- encabezó la famosa expedición.
La letanía de objeciones que tanto satisfaría a Conrad vendría a continuación.
Apuntó que los centauros eran uno de los mitos de la época clásica de Grecia
(500a.C hasta la muerte de Alejandro Magno en el 323 a. C.) Los centauros referidos
en los poemas clásicos griegos eran una tribu pelasga más que convivían junto otras
tribus existentes en el continente Pelasgo. La tribu centaura tomaba el nombre del
equino, ya que consideraban que ellos -como hermandad- compartían en su
idiosincrasia social muchas de las virtudes que se estiman al animal: nobleza,
fidelidad, fuerza, inteligencia y valentía.
Había en toda la Hélade y en el Peloponeso infinidad de tribus conocidas por el
nombre de un animal, y los centauros -u hombres-caballo- eran una más de ellas.
Seguramente fue la fantasía de los autores posteriores a esta civilización, la que
confundió la ambigüedad de sus gentilicios con el sentido literal de las palabras. De
ahí que aparezcan seres mitológicos mitad hombres y mitad animales en las leyendas
griegas. La artesanía más antigua donde aparecía un centauro es la escultura del
centauro de Lefkandi perteneciente al periodo de la edad oscura griega –posterior en
varios siglos a la época micénica- y que esta expuesta en el museo arqueológico de
Eretria.
Por lo tanto, o la pieza que tenía en sus manos era falsa, o bien habían
cometido un flagrante error en su datación...
Respecto a la espada, estaba fundida en bronce y por su aspecto parecía
auténtica y por cierto excelentemente conservada.
El americano se sonrió de que Artur descubriera tan brillantemente la celada que
malévolamente había tramado. Aunque pecara de presuntuoso y desconfiado, era una
manera fiable de examinar si la erudición del joven era verdadera, y no producto de la
casualidad.
¿Qué opina de la inscripción en lineal B que hay en la empuñadura? preguntó
Conrad cuando se cercioró de que estaba delante de un gran ilustrado en la materia.
El estudiante cogió de nuevo la espada la levantó y calculó su peso. Conrad y
Alexandros se inquietaron unos segundos. El chico se vengaba sutilmente dilatando
sus conclusiones.
¿Qué significaría ese enigmático signo? .No podía asociarlo a ninguna de las
escrituras hasta ahora descifradas. Evidentemente no era la del tipo Lineal B asociada
a la época micénica. ¿Que tipo de símbolo podría ser? - Se preguntaba- ¿ Una
escritura inédita, un nuevo descubrimiento?
En realidad, la escritura de la empuñadura estaba formada por un solo signo,
aunque por sí mismo podía significar algo, ya que la escritura en lineal B estaba
formado por una mezcla de signos pictográficos y silábicos.
Pero no alcanzaba a identificarlo como un signo micénico. No lo había visto
nunca. Quizás era un blasón familiar, como una especie de Heraldo. O quizás
representaba el linaje al que pertenecía el dueño del arma. Pero no estaba en
condiciones de asegurarlo. Únicamente estaba conjeturando. En cambio, los signos
del reverso de la empuñadura sí que parecían inscripciones en escritura Lineal B;
Zonguldak, donde estaban los eruditos reunidos, estaba situada
aproximadamente -según sus cálculos- sobre la tierra donde habitaron antiguamente
los mariandinos, antigua tribu originaría del lugar. Precisamente en el cabo Aqueronte
–que podían ver desde la terraza del hotel- según Las Argonáutikas, los mariandinos
encendían en su cima una hoguera, que al modo de los actuales faros, ejercía de guía
luminosa para los barcos que navegaban en la oscuridad de la noche. Los objetos
descubiertos, si se confirmaba su antigüedad, hubieran podido perfectamente
pertenecer a los mariandinos. Según la versión de Apolonio, los argonautas
convivieron varios días con los mariandinos, compartiendo con ellos abundantes
banquetes y fiestas. Allí se alistó a la expedición el hijo del rey Lico, Dáscilo, y allí
murió abatido por una fiera el visionario Idmón, y debido a una extraña enfermedad el
timonel Tifis. Por lo tanto, la espada podría haber pertenecido perfectamente a esta
antigua población coetánea a la de los famosos héroes. Los dibujos que había
grabados en la empuñadura podían guardar relación con el gran acontecimiento que
para ellos supuso la visita de aquellos magníficos navegantes.
Después de la reunión se acordó que Artur haría una reproducción dibujada de
la empuñadura para traérsela a casa y tenerla permanentemente presente y poder
estudiársela detenidamente por si encontraba algún dato relevante tras un examen
más exhaustivo. En el dibujo detallado de la empuñadura que más tarde pudo pintar,
acentuó los relieves sombreados que mantenían la escena claramente visible y
estable – contrariamente al relieve original, donde los brillos y la falta de sombras
dificultaba su estudio-. Reprodujo la empuñadura entera dividida en tres partes: la
anterior, la posterior y la planta.
El domingo al mediodía Artur embarcó al avión que le llevaría de vuelta a
Salónica.

Aunque llegó a su residencia estudiantil aquella misma tarde, la alteración


nerviosa le jugó una mala pasada. Artur se levantó aquel lunes por la mañana
derrotado antes de empezar el día. Había dormido apenas un par de horas. No
concilio el sueño hasta muy tarde, y le había costado un esfuerzo extraordinario
levantarse de la cama. Ahora reflexionaba detrás de su mesa de trabajo -todavía
somnoliento- la cantidad de compromisos y de trabajos que tenía todavía pendientes.
Tenía que escribir en su cuaderno toda aquella información que adquirió en
Zonguldak. Por si fuera poco, tenía pendiente el desciframiento de aquel dibujo, y para
colmo tenía que salir del campus para revisar el correo electrónico por si el señor
Vasílis le comunicaba alguna novedad.
Aquella misma tarde y con la mente más despierta, pudo comprobar que había
un nuevo mensaje remitido por el señor Vasilis en su correo electrónico. Este decía
que para dentro de unas semanas había dispuesto la fecha para el encuentro con sus
paisanos. Este tendría lugar en algún local todavía sin determinar.

El día siguiente lo dedicó exclusivamente a analizar detenidamente las


inscripciones de la espada. Pudo disfrutar de la soledad del piso del campus de la
Universidad, porque sus compañeros de piso estaban disfrutando de sus vacaciones
estivales. Esa noche si que pudo dormir profundamente tras el cansancio acumulado.
Desayunó abundantemente y se dirigió de inmediato a su habitación dispuesto a no
salir de allí hasta haber sacado algo en claro. Se llevó consigo la reproducción que
dibujo de la espada -que hubo convertido en rollo para su mejor transporte-, y lo
extendió todo él encima de la colcha de su cama. Lo observo con satisfacción.
La iluminación lateral con que había trazado los dibujos resaltaba aún más la
tridimensionalidad del relieve. Los analizó minuciosamente. La empuñadura se
diferenciaba de las espadas convencionales más modernas en que la guarnición en
vez de estar situada entre el puño y la espada, estaba situada al final de esta,
formando parte del extremo posterior. En el mango de bronce había incrustadas
pequeñas piedras preciosas, y dibujado en el relieve metálico había forjada unas rudas
siluetas humanas que acumuladas unas encima de las otras –no eran más de cuatro,
mal proporcionadas y con sencillos trazos- representaban un gran túmulo humano.
Eran cuerpos inertes colocados unos encima de otros, cada uno formando parte de un
montículo humano. Le vino a la mente aquellas famosas imágenes rodadas en
películas en blanco y negro por los norteamericanos inmediatamente después de
entrar en los campos de concentración nazi y que habían servido de pruebas en el
juicio de Nüremberg. Había otras figuras humanas que se mantenían de pie con los
brazos en alto o de rodillas. Aquello sugería la escena de un rito funeral para honrar la
sepultura de los muertos.
Al final de la empuñadura junto a la guarnición había -como ya hemos descrito
anteriormente- los contornos de lo que parecía una letra heráldica, un signo de alguna
escritura o la inicial de un nombre. En su contorno inferior llevaba incrustado un
pequeño rubí.
En el reverso de la empuñadura había representada la escena de un banquete,
en el que destacaban -por su mejor elaboración- las figura de tres siluetas humanas.
Estos personajes tendrían que ser -por fuerza- más relevantes que los demás. Debajo
del relieve parecía que hubieran subtitulado la escena con algunos signos caligráficos
pertenecientes a la escritura micénica.
El que más le intrigaba era el símbolo del rubí. Estuvo un buen rato
observándolo. Lo estudió del derecho y del revés, incluso a través de la luz pudo ver
su forma invertida.
¿Y si fuera un simple boceto o figura simbólica?. Si así fuera, era muy ambigua.
Cada persona la interpretaría de modo diferente, como si del test de manchas tintadas
se tratara. Artur evocó aquel juego infantil que consistía en percibir figuras en los
relieves de las nubes.
Él reconocía, en el esbozo de la empuñadura, la figura de un oso hormiguero u
otro mamífero parecido. No conocía la estandarización de sus evocaciones en esta
mancha, ya que era el primer humano que intentaba evocar alguna cosa en aquella
amorfa figura. Y pensó que, si de una prueba de Rorschach se tratara, su respuesta
entraría dentro de la normalidad estadística de la población. Es decir, que a la mayoría
de personas a quien le pidiéramos que interpretara aquel garabato, lo identificaría
también con un oso hormiguero.

Era prioritario conseguir una entrevista con el patriarca. Me acompañarían mis


cuatro primos, Telamón y Augías como miembros de la delegación. Teníamos que
intentar ante todo solucionar el conflicto diplomáticamente. Le expondríamos que su
apoyo logístico con Troya iba en contra de nuestros intereses político-comerciales en
el Egeo. Nuestra propuesta era ofrecerle como contrapartida unos mejores tratados
comerciales y otras contraprestaciones. En cambio si se negaban a romper sus
relaciones con Troya contra toda lógica consideraríamos su decisión como un grave
agravio, pues su apoyo incondicional a la emergente ciudad lo convertía, a nuestros
ojos, en un aliado de nuestros enemigos. Si las conversaciones derivaran por estos
derroteros, amenazaríamos con usar la fuerza. Por descontado no tenían que
sospechar que nuestra flota se limitaba a un único barco. Les diríamos que había
fondeados docenas de ellos esperando una señal convenida para desembarcar
inmediatamente.
Al día siguiente encabecé la comitiva que partió hacia la ciudad. El cetro del
Heraldo Real lo porté personalmente, pues sobre mi cargo el rey delegó la
representación de la nación helena.
Tras atravesar los cañaverales que hasta allí nos habían ocultado, aparecimos
en un descampado donde abundaban los árboles, sobre todo tamarindos y sauces.
Pasamos por el primer límite amurallado de la ciudad: el cementerio. Había decenas
de cadáveres suspendidos en los árboles, cubiertos con pieles de buey no curtidas
atados en las ramas más robustas. En los cadáveres más recientes, el saco se movía
producto de la gusanera, pero el aire era fresco y agradable. También compartían el
cementerio las mujeres, pero éstas, al contrario que los hombres eran enterradas bajo
tierra.
Seguimos nuestra marcha hacía la puerta de la ciudadela. Mis primos nos
hicieron rodear la ciudad por una calle que atravesaba tierras cultivadas o de pastoreo.
A medida que nos aproximábamos a la fortaleza del palacio, las calles empedradas
ganaban terreno al campo y de pronto apareció a nuestra vista una ciudad moderna,
urbanizada con una agitada vida laboral que no se diferenciaba de cualquier otra
ciudad de la nación helena. No diferíamos en exceso del aspecto propio de estas
gentes. Llegamos hasta la puerta principal de la gran muralla que cercaba la
ciudadela. La atravesamos y tuvimos que cruzar aún otra muralla más para admirar el
majestuoso palacio real construido en la cumbre del montículo. En el patio de la
mansión pudimos admirar boquiabiertos la majestuosidad del edificio. Me cohibí un
instante ante la magnificencia de las anchas puertas y de las impresionantes
columnas de mármol que alrededor del muro se alzaban una tras otra. Había encima
del edificio un entablado de piedra ajustado sobre capiteles cincelados en bronce. Es
lo que más recuerdo de la fachada del palacio. Mi mente estaba concentrada en el
encuentro con el monarca. Pero no pude dejar de sorprenderme por los maravillosos
ingenios construidos en refinados mármoles que nos aguardaban tras atravesar el
umbral. La entrada al palacio custodiada por varios guardias, no nos supuso ninguna
dificultad en traspasarla. Al contrario, se cuadraron ante la presencia de los hijos de
Frixo miembros de la familia real. En el patio interior cuatro fontanas brotaban
respectivamente leche, vino, aceite y agua. Argos iba explicándome el funcionamiento
y la construcción de todas aquellas curiosidades de la ingeniería colca. La que más
atraía la atención de los visitantes, era la fuente brotadora de agua, que poseía un
diseño de construcción tan sofisticado que aprovechaba la energía calorífica de la luz
solar -mediante unas cañerías de bronce expuestas permanentemente al sol,
dispuestas laberínticamente en la terraza - para calentar el agua. La fuente emanaba
constantemente agua caliente, y se constataba por el vapor que desprendía el haz de
la fuente cuando se encontraba con el ambiente frío del exterior. Estas obras las había
diseñado para el rey Eetes Citeo el ingeniero Hefesto. Otras obras allí expuestas y que
llamaban enseguida la atención del recién llegado eran unos toros de mármol, cuyas
pezuñas y morros los habían forjado en bronce. Las bocas de estos falsos animales
exhalaban llamaradas rítmicas que imitaban el jadeo real de estos animales. Desde el
patio interior porticado se podían flanquear directamente cualquiera de las entradas de
las habitaciones que lo rodeaban. A los costados de la puerta central forjada de cobre
se situaban otras puertas dobles bien compactas. Un decorado pórtico diferente a
cada una de ellas las embellecía de una manera singular.
En las alas del edificio se alzaban dos estancias adosadas encima del edificio
central y que formaban un segundo piso en sus respectivos extremos. En la torre más
alta- el edificio era asimétrico- vivían el rey Eetes y su esposa. En la otra estancia,
habitaba Aspirto, el hijo del soberano, conocido por el mote de Faetonte "el brillante".
Las estancias de la planta baja las ocupaban las hijas del rey: Calcíope y Medea.
Esta última fue el primer miembro de la familia real que vimos cuando
atravesamos la entrada central.
Medea cuando nos vio emitió un grito agudo y estridente de sorpresa.
Cometimos una negligencia al preceder en la entrada a los sobrinos. El grito alarmó a
Calciope y fue a socorrerla en su auxilio. Pero la perplejidad de esta fue mayúscula al
encontrarse con sus hijos. El regreso de sus vástagos la hizo emprender una carrera
aún más rápida de la que llevaba a través de la estancia para poder abrazarlos.
Cuando lo consiguió rompió a llorar. Supongo que la mujer se había resignado a la
idea de no verlos más. Los abrazó intensamente uno a uno, y dio las gracias a los
dioses por volverlos a tener tan pronto de nuevo en casa.
La sala se fue llenando de gente atraídas por el alboroto, hasta que finalmente
se presento Eetes, quien sin excesivos aspavientos de alegría interrogó a sus nietos
sobre lo sucedido. Argos su nieto primogénito le explicó el naufragio que habían
sufrido y el rescate que los había salvado.
Ese fue el momento en que Argos se dirigió a nosotros para presentarnos a su
familia, lo que tranquilizó a muchos, sobre todo a la joven Medea que todavía no se
había recuperado del susto. Yo mismo bromeé con ella para tranquilizarla. Era una
buena manera de romper el hielo, y ganarme la confianza de la familia.
El rey nos invitaba a un almuerzo con su familia. Mientras llegaba la hora de la
comida y los criados preparaban las recetas culinarias, nosotros nos bañábamos en
los templados baños del palacio que se abastecían de los mismos depósitos de agua
caliente que la fontana. Cuando salí del baño limpio y relajado, paseé por la estancia y
acabé entrando en la cocina. Allí la actividad era frenética. Los criados divididos en
grupos de trabajo se ocupaban algunos de despellejar un toro, otros de cortar los
leños que servirían para asar la carne, otros llenaban de agua las ánforas, y otros
repartían los vinos en las jarras.
Poco después, cuando todos estuvimos dispuestos nos sentamos en una mesa
alargada de madera. Los criados sirvieron el banquete a los presentes. El rey durante
la comida intentó averiguar lo sucedido a sus nietos. Era evidente que no pertenecían
al círculo de confianza del rey, pues en su actitud se entreveía un cierta suspicacia de
fondo. Argos –que era el que llevaba la voz cantante de los hermanos- le explicó los
pormenores del naufragio de la nave, las penalidades que tuvieron que soportar en la
inhóspita isla durante su abandono, la angustiosa incertidumbre sobre sus destinos
con la que tuvieron que convivir y que acabó felizmente cuando los rescatamos.
Al aludir a nuestra intervención le dio pie al patriarca para preguntar por
nosotros.
Entonces interrumpí anticipadamente la repuesta de Argos, y aproveché para
presentarnos. Me dirigí directamente al monarca contándole quienes éramos y los
avatares que padecimos antes de llegar su ciudad. No intervine de nuevo hasta el final
de la comida, pues el monarca tampoco me dio pie a ello. Encontré la oportunidad de
exponerle sin preámbulos nuestras preocupaciones cuando ya habíamos agotado
todas las viandas ofrecidas. Primero le expuse nuestra posición. Conocíamos la
existencia de sus tratados comerciales con Troya y queríamos concretar el volumen de
las transacciones.
No esperé la respuesta, sino que continué con mi discurso disuasorio. Le
enfaticé abiertamente la demanda innegociable de romper sin demora el suministro
comercial con Troya, pues esta ciudad estaba acaparando un poder inusitado que
comprometía nuestros intereses político-comerciales. Como contrapartida le
ofrecíamos una vía comercial con mejores condiciones y volumen de mercado a
condición –eso si- de romper toda relación comercial con Troya.
Continuaba hablando inconscientemente –no me daba cuenta del tono cada vez
más hostil del discurso- sin duda presa de los nervios:
Reclamábamos el retorno del vellocino de oro ilícitamente usurpado a sus
verdaderos propietarios. Teníamos informaciones bien fundadas de que el tesoro
expoliado se hallaba custodiado en la Cólquide en algún lugar secreto. Sí algún día
llegara a caer en manos del enemigo, sería impredecible las consecuencias que de
ello se pudieran derivar.
La reacción del rey no se hizo esperar. Inmediatamente acabado mi discurso, se
levantó de su majestuosa silla y empezó a bramar una serie continuada de
improperios contra Argos y sus hermanos que pareció no acabar nunca. Con el rostro
descompuesto por la cólera acusó a sus nietos de intrigar contra él para usurparle el
trono. Nos culpó de ser sus cómplices, y recriminó a sus nietos haberle traicionado por
habernos llevado hasta el mismísimo corazón del reino.
Se cuestionaba hasta donde habían alcanzado nuestras intrigas, a que
promesas e infames pactos habíamos llegado. Dirigiéndose a los supuestos
conspiradores, les preguntó si habían ya acordado la sucesión del trono y a quien
habían designado. Después de un silencio expectante, continuó con su interrogatorio:
la independencia del reino ¿estaba asegurada como ahora, o se anexionaban al nuevo
imperio?
¿Pasarían a formar una provincia más de Hellas o conservarían una ficticia
autonomía siendo simplemente una colonia explotada por los intereses económicos
griegos?. Y el papel del nuevo monarca colco. ¿Qué poderes conservaría, si es que
conservaría alguno?
Después de otro silencio provocado por su desafiante mirada, tomó de nuevo la
palabra para sentenciar vehementemente que antes preferiría colaborar como hasta
ahora con los troyanos -que respetaban su independencia y que les reportaba
beneficiosas ganancias comerciales- que someterse para siempre a la impredecible
ambición griega.
Otro violento silencio siguió a la violenta invectiva de Eetes.
Intenté intervenir de nuevo para calmar los ánimos, pero las conversaciones
estaban definitivamente rotas. La mirada desafiante del rey así lo confirmaba. Telamón
altamente ofendido por las falsedades de las que se nos acusaba, mostraba su peor
rostro y temí que su temeridad le hiciera desenvainar la espada.
Pude anticiparme a sus intenciones y le sujeté la muñeca antes de que pudiera
agarrar la empuñadura, pues toda la escolta del rey esperaba ansiosa tener un motivo
para saltar sobre nosotros.
Intenté intervenir para ganar tiempo con la intención de apaciguar los ánimos y
de desviar y suavizar el rumbo hacía donde inevitablemente se dirigían los
acontecimientos.
Intenté por todos los medios disuasorios convencerle de que no había nada
premeditado. Lo que contaban sus nietos era la pura verdad. No había existido
ninguna conspiración. Le referí que estos fueron muy reacios a volver de nuevo a Ea,
porque su máximo deseo era poder continuar con su viaje a Orcomeno, y más cuando
les avergonzaba tener que volver y hacer público su fracaso – Habían alardeado de
poseer reinados allende de Ea y de permitirse el lujo de dejar el país por
desavenencias con el rey-. Deje claro que fue mi insistencia para que nos
acompañaran la que finalmente les convenció de regresar momentáneamente. Ellos
me facilitarían la audiencia con él y a cambio yo les prometía llevarlos a Orcomeno de
regreso.
Mis palabras no surtieron efecto alguno porque el rey estaba decidido a no
escucharme.
Como no había ninguna esperanza de hacerle entrar en razón, nos levantamos
todos de la mesa para disponernos a abandonar lo antes posible la mansión real. No
había más que decir. La suerte estaba echada, y solo nos quedaba dar media vuelta e
irnos, y para ello teníamos que ofrecerles nuestras indefensas espaldas. –No
podíamos mostrar desconfianza (marchar cubriéndonos las espaldas) ni beligerancia
(sacar las armas)-. Sentí la fría vulnerabilidad de mi existencia. Mi vida pendía de un
fino hilo que cualquiera podía cortar. Mi piel dorsal estaba alerta para recibir en
cualquier momento la punzada mortal. La distancia hasta la puerta de salida se
presentaba largo, y el tiempo eterno. Con el alma encogida, el pánico jugaba conmigo:
la sangre helaba mis pies y las piernas empezaban a flaquear. Mi cara -helada
también- palidecía y el sudor frío –primer síntoma del desmayo- se apoderó de mí. Los
latidos del corazón se aceleraron a un ritmo insoportable. Presa del terror, una última
idea sacada del miedo más profundo vino a darme una última oportunidad de
resarcirme. –porque la esperanza de continuar con vida es la única forma de
mantenerse en pie-.
Me di la vuelta decididamente y Augías y Telamón me acompañaron en mi
actitud. Tenía que mentir con la suficiente credibilidad posible para al menos hacer
dudar al rey sobre su veracidad. “Tengo que consultar la situación con el resto de la
flota”. Así de escueto, dejando que la frase bailara en el aire, lancé mi última baza.
Podía ser más explicito, pero a riesgo de que sonara artificial y de que la frase no
fuera creíble. La diplomacia te permitía jugar entre las verdaderas intenciones del
pensamiento y la ambigüedad de las palabras. Mientras que oficialmente yo solo
quería decir que la decisión de lo que haríamos de ahora en adelante los helenos no
dependía de mí, lo que realmente quería que supiesen, es que teníamos más barcos y
hombres esperando en algún lugar de la costa, y ello los disuadiría de matarnos allí
mismo. Si hubiera dado directamente la información sin ningún tipo de subterfugio
hubiera sonado a amenaza y seguramente a mentira. Tras un tenso silencio, el
monarca hizo un gesto apenas perceptible a sus guardias, que obedecieron enseguida
cuando quitaron sus manos de las empuñaduras de las espadas todavía envainadas.
Tras un intercambió de escudriñadoras miradas –la mía contra la del rey, la de los
demás contra la guardia- el rey habló. Se había tragado el farol, pues nos pidió que
volviéramos a tomar asiento. Esta vez se dirigió directamente a mí, dejando a sus
disidentes familiares de lado.
Me ofrecía el vellón a cambió de que no llevara a sus nietos con nosotros. Mis
vástagos han conspirado contra mí. Han infringido la ley más sagrada de los colcos:
Han pospuesto la fidelidad al rey por sus intereses personales. El agravio es todavía
mayor siendo ellos sangre de mi misma sangre. Te convoco mañana por la mañana
para que me entregues a los traidores. El lugar del intercambio será en la llanura del
Ares, que encontraras siguiendo el camino que se inicia frente a la puerta de la
ciudad. Recuperé el control, empecé a sentir más fuertes las piernas y que el pulso se
tranquilizaba. Había salvado la vida.
Los hermanos menores de Argos se quedaron en el palacio en busca de su
madre, que disgustada se había retirado a su aposento. Aquel y yo volvimos al
acantilado.

Cuando llegamos al pantano, la tripulación se abalanzó ansiosa en busca de


novedades. Cuando estuvieron todos presentes les anuncié el fracaso de las
negociaciones. Dubitativo y pronunciando sin fluidez las frases -me costaba transmitir
las malas noticias- les acabé por resumir la situación: " El rey Eetes ha desestimado
todas nuestras demandas, y no ha querido aceptar ninguno de los ofrecimientos". "La
suerte está echada".
Había tal indignación y decepción en el grupo tras el pronunciamiento de mis
últimas palabras, que una voz entre todas se alzó. Era Peleo quien llevaba la voz
cantante: " ¡Mañana atacaremos y saquearemos la ciudad!" decía mientras
desenfundaba su espada alzándola al cielo. Telamón, impetuoso como él, se añadió
uniendo el filo de la espada contra la suya. Inmediatamente a ellos se unieron Idas, los
hermanos Polideuces y Castor, y el púber Meleagro que a pesar de su juventud ya
mostraba una precoz inquietud guerrera. Argos intentó calmar los ánimos. Todavía no
estaba todo perdido. Quedaban aun por quemar los últimos recursos para evitar el
enfrentamiento. Anunció que en aquellos precisos momentos sus hermanos estarían
mediando en el asunto a través de su madre. Además reveló la propuesta que el rey
me había ofrecido. Todas las miradas se dirigieron a mí. Acorralado, me vi obligado a
reconocer que el rey me propuso un trato que yo consideré innegociable. Ellos
insistieron en saber en que consistía la propuesta. Argos me puso entre la espada y la
pared, y no tuve más remedio que desvelarles la oferta del perverso jerarca. La
indignación fue unánime cuado los hombres conocieron las condiciones del acuerdo
(el rey Eetes entregaba el vellocino de oro a cambio de los hijos de Frixo) Todos
mostraron su solidaridad con Argos y agradecieron su sinceridad siendo como era
parte perjudicada. Él honestamente respondió que había que albergar todas las
posibilidades antes que sacrificar vida alguna.
Mopso - que era el único mago de la tripulación desde que Idas murió- vio en el
vuelo huidizo de una paloma ante el ataque del gavilán un buen augurio en la
determinación de Argos.
Idas se burló de Mopso como cuando en Pasagas se encaró con el pobre
Idmón. Idas, hombre rudo escéptico y guerrero impetuoso no soportaba que la opinión
de aquellos brujos supersticiosos fuera valorada a la hora de tomar decisiones;
"Maldito cobarde, interpretas el vuelo de las aves a tu conveniencia, con tal de no
enfrentarte al enemigo". Calló, e irritado se sentó. La experiencia vivida con Idmón no
lo escarmentó de repetir otra discusión por idéntica causa. -desgraciadamente para él,
también tendría que arrepentirse más delante de este suceso-.
El silencio se apoderó de los hombres. La reacción de Idas a estas alturas ya no
sorprendía a nadie.
Ordené pues que Argos intentara un último esfuerzo de pacificación enviándolo
de nuevo a palacio, mientras nosotros maniobraríamos la nave para salvaguardarla en
alguna playa oculta. Levamos las anclas y encaramos la nave hacia una pequeña cala
rodeada en su mayor parte por grandes precipicios rocosos.

Por mucho que nos hubiéramos esforzado –en aquellas horas que parecían tan
decisivas- por evitar el conflicto, no lo hubiésemos conseguido. Todo estaba decidido
de antemano por el monarca: Inmediatamente después de que abandonáramos el
palacio, convocó una asamblea de urgencia con los demás miembros de la corte y con
los generales de su tropa. Poco después fue informado de que el magnífico
contingente naval que aguardaba nuestro regreso, no era más que una solitaria nave
guerrera de apenas 50 soldados. Golpeó rabioso el puño contra la mesa humillado por
haberse tragado una mentira tan cándida. Nuestros últimos movimientos nos situaban
en un nuevo varadero. Discutieron la mejor manera de emboscar la nave. Un estratega
militar propuso lanzar desde lo alto del acantilado un tronco ardiendo para incrustarlo
en la cubierta. Eetes de naturaleza sanguinaria quería asegurarse de que toda la
tripulación estuviera a bordo cuando ocurriera el atentado. Las órdenes eran claras:
No quería supervivientes. Las leyes de Ea eran claras al respecto: Los saqueadores
que venían a Ea para robar, tramar conspiraciones, o devastar los rebaños en
incursiones, estaban destinados a sucumbir a una muerte segura. El resultado de
aplicar tan severa ley había permitido – según Eetes- a la ciudadanía colca convivir en
paz, armonía y justicia desde tiempos inmemorables.
Eetes ordenó que un destacamento de soldados vigilara permanentemente los
movimientos de los marineros helenos.
Entre tanto, Argos consiguió entrar en palacio y reunirse con su madre para
poder intentar un último acuerdo amistoso. Según la opinión de Calcíope, la solución
pasaba por la mediación de su hermana Medea a la que su padre adoraba. Calcíope
confiaba en ella para conciliar de nuevo a sus hijos con el rey. Decidieron que hablaría
con ella. Cuando entró en su habitación la encontró ya tendida en su lecho. Afligida y
con unas lágrimas que le resbalaban en sus mejillas no pudo evitar ser vista por la
inesperada visita. Calciope le preguntó que le sucedía. Medea dijo que sufría por sus
sobrinos porque temía fueran asesinados junto a los extranjeros. Pero bajo esa
explicación también se escondía su gran secreto pues Medea se había enamorado de
mí. Se debatía entre el amor pasional, o la fidelidad paterna. Pero no osó confiar esos
sentimientos a su hermana. Desde el primer instante que me vio la joven quedó
impresionada -como quedan encantadas las adolescentes de los príncipes- de mi
porte marcial, donde el uniforme(consistente en una capa púrpura, una túnica, una
coraza forzada en cobre, una espada cruzada al cinto, dos grebas, y el yelmo portador
de la crin) contribuyó de manera decisiva a ello.
Así que sin saberlo contábamos con su inestimable apoyo. Con el argumento de
salvar a sus sobrinos aceptó ayudar a su hermana. Las dos acabaron abrazadas
derramando lágrimas.
Calcíope salió sigilosamente de la habitación de su hermana, volvió a su
estancia, donde había dejado esperando a Argos, y le comunicó nerviosa la
disposición de su hermana por mediar en el asunto.
Medea pasó toda la noche en vela. Estaba resuelta a salvarme.
La habían educado en el templo de Hécate, junto a otras princesas vírgenes de
su edad. En la escuela tenía fama de huraña y extraña. Destacaba por su afición a las
plantas medicinales. Decían que su temprana erudición de estas artes las había
adquirido de su trato con las curanderas que merodeaban por el templo. Era conocida
por el sobrenombre de "la hechicera" y algunas compañeras le pedían consejo para
solucionar sus problemas, no solamente concernientes a la salud, sino también
referentes a temas amorosos.
Era la hija predilecta de Eetes. Una posición conseguida a costa de la perdida
de confianza del rey hacía su hermana y sobre todo hacía los hijos de esta, de los que
siempre recelaba pensando que confabulaban contra él.
El dilema fue debatido en la cabeza de Medea toda aquella noche. Amaba a su
padre con el apasionamiento de una hija, pero la intensidad de su turbación era muy
fuerte. La pasión que me procesaba era tan intensa que anulaba su propia voluntad.
Por fin el amanecer hizo acto de presencia. Argos llamó a la puerta de la
muchacha y la interrogó sobre sus intenciones. Medea le comunicó que quería
entrevistarse conmigo esa misma mañana en el templo de Hécate.
Cuando Argos salió de su habitación para darme el comunicado, la princesa
despertó inmediatamente a sus doce sirvientas que dormían en la habitación contigua
y les ordenó que engancharan los mulos al carro. Se perfumó con una fragancia que
ella misma fabricó, y junto con cuatro de sus doncellas se dirigió al templo. No
levantaría sospechas su ausencia. Era costumbre en ella pasear por la mañana bien
temprano. Tomó las riendas del carro y tomaron el camino que conducía al templo.
Mientras, Argos, Mopso y yo ya íbamos de camino.
Mopso, nuestro guía espiritual, presagiaba el futuro. Yo y algún otro como Idas
no nos tomábamos muy en serio aquellas predicciones, pero la mayoría de la tropa
creía con fe ciega en la virtud del mago -figura indispensable en cualquier tropa- en
adivinar los designios de los dioses. Mopso las traducía del modo de volar de las aves.
A medio camino del templo, Mopso se detuvo bruscamente para observar en las
ramas de un álamo a unas cornejas, una de las cuales agitaba sus alas sobre su
consorte que se mantenía estática. Mopso anunció los buenos presagios de mi
encuentro con Medea que le había transmitido Hera. Yo, prosaicamente, simplemente
vi como la corneja macho aleteaba mientras iniciaba la cópula sexual -acto por cierto
bastante habitual en esa estación del año-.
Le confesé abiertamente mi impresión a Mopso de manera bastante sarcástica. Pero
este no se ofendió, sino que sonrió ante la ingeniosa deducción. Cuando nos
encontramos lo suficientemente cerca del templo, decidí continuar solo en la
andadura. Vestía impecablemente, y resultaba muy seductor. Sospechaba lo que
podía estar pasando por los pensamientos de la muchacha y quería aprovechar
aquella oportunidad. No me pasó por la cabeza utilizar aquella debilidad de la chica
para nuestros intereses, pero en el fondo me sentía halagado, y sin quererlo me
dispuse a flirtear con ella. Al hacerme visible desde el templo, mi temple y andares se
tornaron aún más marciales.
Me imaginaba a mis compañeros escondidos detrás del matorral burlándose de
aquel premeditado cambio de actitud por aparentar gallardía.
Vi a Medea en el interior del patio, tras las columnas, acompañada de varias de
sus doncellas que ya se habían percatado de mi llegada. Su turbación al verme, me
convenció de que no andaba yo muy errado en la interpretación de sus sentimientos.
Ordenó a sus doncellas que se retiraran del recinto. Nos quedamos solos. Estaba muy
cohibida. Me acerqué a ella y la mire a los ojos. Tenía las pupilas dilatadas, y un
encarnado color le subía por las mejillas. Estaba ligeramente aturdida. Ya no tenía la
más mínima duda de que le gustaba. Inicié la conversación al comprender que ella era
incapaz de pronunciar una sola palabra. Tampoco la quería en aquel estado de
indolencia. Intenté tranquilizarla, hablándole coloquialmente para que se sintiera más
cómoda, y pudiera recuperar su capacidad de discernimiento.
El mecanismo de seducción se puso enseguida en marcha:
Con voz suave, profunda y grave, con un talante protector totalmente
premeditado, con el recurso fácil del halago como hábito en la conversación, con el
tono de superioridad que permite el control de los sentimientos propios para utilizar los
ajenos... fui poco a poco consiguiendo que se relajara y se sintiera cómoda conmigo.
La verdad es que era hermosa. Muy joven pero guapa. Todavía no poseía los
atributos físicos que nos atraen a los hombres, pero toda ella era delicada. Le dije que
tenía unos ojos hermosos- lo que era cierto- y que era muy bonita- lo que también era
verdad. En un exceso de confianza mentí, y cínicamente le dije que no había visto
mujer tan hermosa como ella. Me arrepentí al instante, pero a ella le encantó. Había
abandonado por fin la rigidez en su fisonomía. Fue entonces cuando decidí entrar en
materia. Me disculpé por abordar el tema tan rápidamente, pero por desgracia el
tiempo apremiaba y los acontecimientos se precipitaban. "¡Quisiera Hera que nos
hubiéramos visto en otras circunstancias!"
"Pero en tus manos esta evitar un conflicto bélico en que morirán muchos
hombres". "Haz entrar en razón a tu padre". "Todo es negociable","nada es definitivo,
tenemos otras compensaciones que ofrecerle".
Con expresión seria, negaba con su cabeza. Me cogió de la mano, y me obligó a
sentarme junto a ella en un banco de piedra. Me dijo que conocía perfectamente a su
padre, y que este ya había tomado la determinación de aniquilarnos a todos. Por esta
razón me había convocado con urgencia en el templo.
"Entonces no hay más que hablar, vuelvo inmediatamente a la nave para alertar
a mis hombres".
"¡¡Espera!!"
Me indicó que tomara asiento de nuevo. Me suplicó que escuchara atentamente
lo que tenía que decirme. Me temía una declaración empalagosa de amor
adolescente, y empecé a perder un poco la paciencia y la compostura.
Pero ella soltó: "¡Os voy a ayudar a salir con vida de Ea!". Me dejó estupefacto.
¿Hasta donde sería capaz la hija del rey a implicarse en el asunto? Me desveló los
planes que nos tenía preparados su padre: nos emboscarían por la mañana desde lo
alto del acantilado con un tronco ardiendo.
Ella misma planeó la estratagema de nuestra huida. Desde que tomó la
determinación de ayudarnos, las iniciativas más comprometidas para resolver los
problemas que el futuro nos depararía habrían de salir de su mente. Pero yo estaba
determinado a no marcharme sin el vellocino. “No te preocupes por ello, ya lo
solucionaremos”
Dimos por acabado el encuentro. El tiempo apremiaba y pasaba la hora en que
la joven debía de volver a casa junto a su padre sino quería levantar sospechas. Me
despedí de ella informándola del encuentro que tendría con su padre al día siguiente.
Ella me preguntó ligeramente alarmada donde nos había citado. Al saberlo sufrió un
leve desfallecimiento. La expresión de su cara pálida me preocupó. Cuando finalmente
se recuperó me explicó a que estaban destinadas las tierras del Ares. Era la llanura
donde habitualmente se celebraban los Juegos Ístmicos en honor a Posidón. El
espectáculo consistía en sacrificar a un hombre mediante pruebas insuperables. La
principal prueba – hasta ahora infalible- era un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con
dos toros bravos de cornamentas duras, afiladas como dagas. Las posibilidades de
salir con vida de la prueba eran nulas – desde que tenían memoria no conocían de
alguien que hubiera podido salvar la vida-. Sin duda, su padre nos había preparado
una celada ejemplar para aniquilarnos ante sus conciudadanos, y así poder
demostrarles a que destino se enfrentaban los que osaban retarle.
Pero Medea me desveló el secreto para superar aquella trampa que parecía
infalible. Gracias a ella no me sorprenderían en aquella encerrona.
No existía pócima, conjuro, ni intervención divina alguna capaz de inmunizarme
de las astas asesinas. El secreto era una ingeniosa maniobra, un truco que consistía
en poner en práctica una técnica depurada para dominar las embestidas del toro.
Medea me explicó que estos animales poseían una sensibilidad visual específica para
detectar el color rojo. La técnica en trataba de esquivar las embestidas de la res con
un sencillo quiebro corporal. Pero no era tan fácil como parecía. El quiebro había de
coincidir en el preciso momento en que el toro se dispusiera a clavar el cuerno a su
víctima: ¡esa era la clave del engaño!. El toro tenía que confundirlo con el manto
purpúreo. Justo cuando el animal agachase su cabeza para embestirlo con uno de sus
dos pitones, se apartaría del manto granate que lo cubría. El toro, debido a su especial
percepción se inclinaría siempre por el objeto rojo. Existía un alto riesgo de que alguna
vez el animal lo alcanzara. Si así fuera la herida podía ser mortal.
También la perdida de sangre de la victima era importante, pues el toro se
cebaba todavía más con una victima manchada de sangre –pues ese era exactamente
el color que más le atraía-. Medea me adiestró rápidamente con los quiebros básicos
del cuerpo, que sincronizados con el movimiento de la capa podían eludir las cornadas
de los animales.
Asumí el riesgo- que remedio- y decidí que utilizaría mi capa púrpura como
señuelo. Quedamos en que si todo iba bien después de superar la prueba, mis
hombres y yo intentaríamos escapar inmediatamente. Me prometió que, una vez libres
de los colcos, haría todo lo que estuviera a su alcance para buscarme y guiarme hacía
el vellocino. Me dio un beso y se marchó. Yo la seguí con la mirada.
Ya en la nave, nos concentramos todos en cubierta. Les conté la emboscada
que nos preparaba el rey. No les conté de donde había sacado la información, pero
sospechaba que el rumor corría ya en boca de todos. La tripulación se enfureció
cuando conoció las intenciones del rey. Traté de calmarles, y les anuncié que
jugábamos con ventaja. Conocíamos sus planes, y con una buena estrategia
podíamos sorprenderlos.
En el lugar y a la hora indicada del encuentro, una pequeña comitiva se
presentaría ante ellos. El resto de nuestros efectivos humanos se ocultaría cerca del
campo de batalla, observando los acontecimientos a distancia. Trasladaríamos la nave
a otro punto del río más cercano a la llanura y menos vulnerable a un ataque que la
actual ubicación. Si los planes de Eetes tenían cierta lógica, cuando se consumará mi
sacrificio en la llanura ordenaría la destrucción inmediata del barco, masacrando a
toda la tripulación en la emboscada. Con esta maniobra evitábamos la cruel
encerrona, y nos aseguraríamos una huida eficaz.
Idas puso objeciones a los planes. ¿Por qué habíamos de huir como cobardes?,
¿Por qué no enfrentarnos directamente a ellos?¿Por qué no robar ahora el vellón?.

Me vi obligado a descubrir mi fuente de información, no sin antes aclararle sus


dudas. Era evidente que incluso con un ataque por sorpresa no conseguiríamos
derrotar a un ejército que nos quintuplicaba en sus efectivos. Teníamos una única
posibilidad de salir con vida de allí, y esta pasaba por superar la prueba, y huir.
Para hacernos con el vellón era indispensable contar con la colaboración de
Medea.
Pero a Idas todas aquellas explicaciones en vez de apaciguar su furia, la
aumentó todavía más; ¿Por qué teníamos que fiarnos de una mujer?¿Cómo
conseguirá robar el toisón Medea si estaba custodiado por una fiera terrible? ;
¿Y yo qué sé? Pensé irritado, pero no le contesté. Finalmente lo sometí a
votación para que no hubiera futuras recriminaciones. Con la votación a mano alzada,
Idas se descubrió como el único discrepante. Ello me dio cierta libertad de actuación.
Me dispuse a explicarles el plan: Cuando la comitiva se dirigiría al encuentro con
Eetes, los soldados colcos que nos espiaban escondidos en las cuevas del desfiladero
abandonarían sus escondrijos para marchar raudos a informar de nuestros
movimientos al soberano. Una vez libres de la vigilancia colca, la comitiva
aprovecharía para retroceder y poder reunirse con los demás para, todos juntos, poder
zarpar con la nave hacía la planicie del río. Una vez desembarcados, la delegación
negociadora se adelantaría hacía el lugar de la reunión donde probablemente el rey
nos retaría al consabido desafío. Bajo la suposición de que Eetes planeaba -para
cuando yo yaciera derrotado en la arena- emboscar inmediatamente la nave, -pues era
de prever que huiriamos inmediatamente hacía el barco para intentar escapar-
nosotros –pues guardaba dentro de mí la esperanza de salir victorioso de la prueba-
correríamos hacía la nueva ubicación del barco, mientras que el resto del contingente
de soldados que habrían estado ocultos detrás de los matorrales, cubrirían nuestra
retirada cortando el paso a la vanguardia perseguidora – asequible para nuestras
tropas, pues según nuestras previsiones, la mayor parte del contingente colco se
dirigiría al acantilado para ejecutar las ordenes-.
Finalmente les di instrucciones muy claras sobre mi suerte: si yo cayese herido o
muerto en la prueba, los planes seguirían siendo los mismos, y que no dudaran ni un
momento en abandonarme, pues sería un suicidio para todos enfrentarse con un
ejército muy superior. La misión tendría las mismas posibilidades de éxito conmigo que
sin mí.
Si afortunadamente conseguía superar la prueba, los que se quedaran
cubriendo nuestra retirada, tendrían que mantener la acometida de los colcos el
máximo tiempo posible e ir retrocediendo las líneas progresivamente. Evitaríamos en
lo posible el combate cuerpo a cuerpo intentando mantener a distancia el frente
enemigo con armamento de medio alcance -lanzas y flechas-. Una vez cumplido un
tiempo prudencial podían batirse en una rápida huida, donde el barco nos esperaría
preparado para zarpar enseguida.

La gloriosa jornada tuvo lugar dos días después a primera hora de la mañana,
cuando el sol ya superaba las cumbres del nevado Cáucaso. Mientras mi séquito y yo
simulamos partir hacía la llanura del Ares, los espías colcos abandonaron sus
posiciones de vigilancia tal como habíamos previsto. Deshicimos el camino andado y
subimos al barco. Salimos de la traidora bahía, y descendimos cautamente por el río.
Atamos las amarras en la orilla más cercana de la llanura. Una vez apeados en tierra,
los que formábamos parte de la comitiva nos adelantamos por el camino hacía la
llanura, no sin antes habernos armado concienzudamente para el combate: las
espadas bien amarradas al cinto, los escudos fuertemente sujetos en el antebrazo, y
los yelmos dentados bien encajados en la cabeza. Cuando vislumbramos en la lejanía
el lugar previsto para la encerrona, buscamos el lugar idóneo para que el grueso de la
tripulación pudiera espiar los acontecimientos sin ser vistos. Encontramos el sitio tras
una arboleda que se apartaba del camino. Cuando nos aseguramos que todos los
soldados se ocultaban en él, los que componíamos la comitiva decidimos continuar
con nuestro destino.
La escasa posibilidad de que la cita con el soberano colco en la llanura del Ares
podía solucionarse de forma amistosa se disipó al instante, justo cuando vimos la
cantidad de gente que abarrotaba las gradas que rodeaban la llanura. La biga real
tirada por dos espléndidos corceles se abalanzó desafiante hacía nosotros.
Siguió con la yema de su dedo índice el contorno de la enigmática figura. Era
evidente que aquello representaba a alguien o a alguna cosa. ¿Pero a que, o a quien?,
¿a una familia?, ¿al dueño del arma? ¿a una tribu? ¿a un lugar en concreto?....
Era la primera vez que aquel signo se daba a conocer al mundo desde su
descubrimiento. Podía ser un símbolo todavía no descifrado del silabario de la
escritura micénica. Así que, careciendo de un "diccionario" completo micénico-
español, su significado era imposible de desvelar. Haría falta un descubrimiento tan
importante como en su día fue el de la piedra Rosetta para la traducción de las
inscripciones jeroglíficas egipcias. Y su pensamiento se perdió a ese histórico
episodio...

“Dicen que fue Dhautpoul quien halló la piedra Rosetta. Pero este solo era el jefe
de las fuerzas de zapadores, un superior jerárquico del soldado que realmente la
encontró. Estas fuerzas estaban encargadas de trabajar en la reconstrucción de una
fortificación en las ruinas de la fortaleza de Rachid, entonces ya llamada Fort Julien,
siete kilómetros y medio al noreste de Rosetta, en el Nilo.
Durante estas excavaciones encontraron una gran piedra negra azabache, que
surgía de las ruinas de la fortaleza, y que era tan grande como el tablero de una mesa.
Era de grano duro, y estaba pulida de un lado. Presentaba tres series de inscripciones,
en parte raídas por el viento, borradas por el roce de la fina arena que durante dos
milenios había conseguido desgastarla. De las tres inscripciones, la primera, con
catorce líneas, era jeroglífica; la segunda, de veintidós, demótica, y la tercera, de
cincuenta y cuatro, griega.
Napoleón, helenista apasionado, dio la orden inmediata de iniciar su traducción.
Se dedicaron a tal empeño las mejores inteligencias de la época. No solamente
en Francia, sino también en Inglaterra, Alemania, e Italia. Fue en vano. Todos partían
de una hipótesis falsa, en parte basadas en las ideas de Heródoto, que les impedía
trabajar libres de las ideas falsas y preconcebidas de la cultura helena. Hasta que un
joven estudiante que contaba por entonces los dieciocho años, llamado Champollion,
descubrió el método del desciframiento de la escritura egipcia. Aunque no es hasta
sesenta y cuatro años después de su muerte, en 1866 cuando se descubrió el
llamado "decreto de Canopo" otra obra bilingüe, cuando se confirmo indiscutiblemente
el método Champollion.”

Su pensamiento retomó la actual realidad de la ausencia de una piedra Rosetta


para la traducción de su misterioso signo.
A no ser que perteneciera a un lenguaje universal, como la pictografía, o una
escritura ideográfica, como la de algunas palabras egipcias (donde la forma, o el
dibujo del signo contiene el significado intrínseco de la misma), era muy poco probable
descubrir la clave de su desciframiento. Intentó asociar la forma del dibujo con algún
objeto real. ¿Podía ser una ballena? O ¿un pez?. ¿Un pie?,O ¿un zapato?. ¡¡Que
relevancia tendría aquello!!. Miró de nuevo los grabados humanos de uno de los lados
de la empuñadura, y no tuvo el más mínimo atisbo de duda de lo que aquella escena
representaba. Era un instante congelado, que resumía todo lo sucedido en una
jornada dedicada a los ritos funerarios. En contraposición a este detallado relieve
superior de la empuñadura, subtitulaba aquella escena un dibujo impreciso, como un
garabato que podía ser la rúbrica del autor de aquella obra de arte.
De todas maneras y a pesar de la dificultad del momento echo mano de un ritual
ridículo, pero a veces útil: pronunciar en voz alta las cuatro preguntas básicas del
periodismo.
¿Qué es? y él respondía: la imagen de un funeral multitudinario.
¿Por qué?: A Causa de una batalla -muchos de los muertos tienen lo que
parecen heridas abiertas en el cuerpo, y de algunos soldados gotea sangre de la punta
de la espada-.
¿Cuándo?: En la época micénica hacia el 1600 a. C.
¿Dónde?: En una montaña, al lado del mar. Aquí claramente el relieve forma
ondulaciones que sugieren. que sugieren...
Miró de nuevo al dibujo de la empuñadura y lo vio claro como el agua.
¡¡Dios Santo!!¡Es un mapa! -gritó en voz alta sorprendiéndose a sí mismo.
La figura no era más que el contorno que forma la tierra en su frontera con el
mar: La costa de una isla, con sus cabos y sus golfos.
Como impulsado por un resorte se dirigió con el dibujo en mano a la biblioteca
de la universidad. Primero intentó localizar la isla en un atlas universal.
Infructuosamente la buscó en el mar Egeo. Luego lo intentó en el mar Negro. Achacó
el fracaso a la excesiva escala del mapa-mundi. Sin duda las técnicas topográficas de
la edad micénica eran rudimentarias y la escala que representaba aquel trozo de tierra
rodeado de agua salada debía de ser mucho más pequeña. Decidió recurrir al
ordenador. Tomó prestado el CD room que contenía un programa del Atlas mundial.
Clicó en el mapa de la región del Asia Occidental, e intentó reconocer en las costas de
alguna de las numerosas islas, algún parecido con la rudimentaria silueta. Amplió -
gracias a un recurso del programa- cada uno de los pequeños fragmentos terrestres -
que parecían haberse desprendido del continente- repartidos por todo el litoral del Mar
Egeo, el Mar de Marmara, e incluso el Mar Negro, intentando así abarcar todas las
posibilidades. Lo probó con todas y cada una de ellas: las cicladas; Andros, Milos,
Serifos, Mikonos; con las esporadas septentrionales; Skiros Skiazos, Lemnos, Tasos,
Lesbos, Kios; con Las esporadas meridionales; Samos, Ikaria, Kos; con Las islas
Jonicas en el mar Jónico; Corfú, cefalonia, Zante; y con la isla de Marmara en el Mar
del mismo nombre. Pero su búsqueda fue en vano. No existía ninguna isla en aquella
zona del Mediterráneo con aquella forma.
Del contorno de la figura destacaban dos protuberancias irregulares, una
cóncava y otra convexa no muy deprimidas, que formaban un cabo y un golfo
respectivamente. A continuación una acusada depresión -parecida a los huecos que
presentan las piezas de un puzzle- que sugería una bahía o puerto natural. En la
estrecha boca del puerto había incrustado un diminuto rubí. Continuando por la
derecha, la costa se delineaba en una trayectoria más o menos rectilínea, hasta que
tropezaba con otro golfo –mayor y más pronunciado que el anterior-. La parte más
septentrional de la isla no estaba muy bien detallada, posiblemente por el
desconocimiento geográfico de la zona.
Lo probó de nuevo en el Mar Negro. Pero no había ninguna isla al menos
suficientemente grande como para que los cartógrafos la hubieran considerado digna
de aparecer en el Atlas Mundial. Después de mucho observar, localizó una pequeña
isla al noreste frente a las costas de Moldavia. Utilizó el máximo número de aumentos
que el programa informático daba de sí. "La isla de Sierpes". Una nueva esperanza se
apoderó de su mente. Pero lamentablemente la "pieza suelta del puzzle" que flota en
el gran mar del este europeo tampoco encajaba con la silueta que había grabada en la
empuñadura.
Ninguna de las islas allí representadas tenía un perfil tan característico como la
del trazo de aquel dibujo. Su ánimo empezó a debilitarse. Se alegró por una parte por
no haber telefoneado precipitadamente al doctor Conrad o a su homólogo Alexandros
de una manera impulsiva cuando dedujo que aquel boceto de la empuñadura podía
ser el litoral de una isla. La hipótesis del mapa no había decaído en lo más mínimo,
pero desconocía la escala del boceto y podía ser tan pequeña que sería
absolutamente imposible identificar el emplazamiento. Tendría que escudriñar
minuciosamente toda la geografía de los tres mares, incluyendo además de las islas,
los islotes, atolones, arrecifes, peñones o cualquier sólido que emergiera de la
superficie de sus aguas.

Dos semanas después, desmoralizado por el estancamiento de la investigación,


decidió regresar de nuevo a Pilos en automóvil. Vasilis le había citado en su casa,
para, desde allí, dirigirse después al lugar secreto donde se produciría la reunión
clandestina con los propietarios de los restos arqueológicos. Cuando llegó a primera
hora de la mañana, la matrona ya le había preparado el desayuno. El señor Vasilis
descendió de la escalera y lo saludó efusivamente. Mientras comían el señor Vasilis le
puso al corriente de la situación. Vendrían quince personas, de las que conocía
personalmente, en mayor o en menor grado, a casi todas. La reunión tendría lugar por
la noche en el garaje de una vivienda unifamiliar en las afueras de la ciudad propiedad
de su suegro quien estaba totalmente al margen asunto. La gente se presentaría
disfrazada con las máscaras doradas de rostros grotescos del clásico teatro griego-
para guardar el anonimato-. Incluso ellos dos las vestirían. La contraseña para entrar
en la casa era: "Comenzando por ti Febo" - la primera frase de las argonautikas de
Apolonio. La respuesta al santo y seña sería lógicamente las últimas palabras de la
obra: "en las costas de Pásagas"-. La coartada que tenían consensuada por si la
policía local descubría la reunión, era la de que pertenecían todos a un grupo
aficionado de teatro clásico que utilizaba habitualmente el garaje como local de
ensayo. La pieza teatral a la que se estaban preparando para la próxima
representación era una adaptación de “Medea” de Eurípides.
Artur escucho atentamente todas las instrucciones. Una vez terminadas todas
las explicaciones y cuando hubo saciado el hambre, se disculpó y se retiró a la cama
de su habitación, pues tenía el sueño acumulado de su conducción nocturna. Agotado,
durmió hasta poco antes de la cita vespertina, cuando el señor Vasilis le despertó al
volver de su trabajo en el puerto.
Llegaron al garaje de la casa una hora antes de la cita. Artur comprobó que
Vasilis había amueblado el habitáculo con una mesa de oficina colocada en la pared
junto a una lámpara de pie. A los lados estaban dispuestos paralelamente dos bancos
bastante largos. Encima de cada banco, colgadas en la pared de piedra rústica había
dos antorchas que brillaban a intensidades diferentes debido al bailoteo de sus llamas
y que daban al local un aspecto siniestro. Parecía que el patrón quería dar a la reunión
secreta un halo misterioso, como el de una arcana ceremonia de alguna anacrónica
orden medieval. Quizás el hombre quería dar rienda suelta a su vocación frustrada de
escenográfo teatral.
La puerta metálica del garaje contenía a su vez incrustada otra más pequeña
para las personas.

Cinco minutos antes de la hora acordada sonaron los primeros golpes en la


puerta. -¡Comenzando por ti Febo! - susurró tímidamente la voz de detrás de la puerta.
Inmediatamente Vasilis contestó desde el otro lado: ¡en las costas de Pásagas!. Y a
continuación –y no sin cierto nerviosismo- abrió la puerta. El visitante entró indeciso al
garaje cubierto con capa y una máscara teatral dorada originaria del antiguo teatro
clásico cuyo rostro de rasgos grotescos sonreía malévolamente.
¡En las costas de Pásagas! contestaba Vasilis a la contraseña que susurraban
los invitados poco después de golpear la puerta. Los hombres enmascarados
buscaban su ubicación en los bancos de madera y se sentaban silenciosamente con
sus respectivos embalajes en el regazo. La gente fue progresivamente llenando la
sala, hasta que, a los pocos minutos, no faltó nadie de los citados a la solemne
ceremonia.
Aquello se asemejaba más a algún antiguo rito esotérico convocado por una
logia masónica con siniestras intenciones, que a una reunión de ambiente lúdico-
familiar”. A ello contribuía el fluctuar irregular de las llamas de las antorchas que se
reflejaban en el rostro de aquellos tenebrosos personajes, y que Artur calificaba
cautamente de extravagantes. Aunque él desconocía la identidad de los que se
escondían detrás de las caretas, estaba seguro de que Vasilis los reconocía sin
necesidad de que se despojaran de su disfraz.
Por fin empezó el desfile de antiguallas: ánforas, monedas, armas y multitud de
objetos que habían hallado en el fondo del mar o que, por casualidad en alguna
excavación inmobiliaria eran “confiscadas” por algún obrero de la construcción que
participase en ella. No informaban de sus hallazgos a nadie - más bien eran
intencionadamente escondidos y robados- y - por supuesto- no eran declarados al
Patrimonio del Estado. El delito estaba claramente tipificado por la UNESCO:

Según la organización, esta herencia cultural se encuentra amenazada por estos


"cazadores de Tesoros" que se interesan más por las ganancias económicas que les
puedan aportar las piezas, que de contribuir a aumentar el conocimiento cultural de la
humanidad. Los "saqueadores" de la Herencia Cultural, tratan de sacar tantos objetos
como pueden, y luego los venden rápidamente. En cambio, un arqueólogo puede
preservar detalles de los restos y de sedimento que contiene para ganar la máxima
información que guarda secretamente, y que un profano en la materia desconoce.
La UNESCO, para evitar tales pérdidas, está estudiando una propuesta donde
se prohíbe el saqueo y la destrucción de los antiguos barcos y sitios arqueológicos que
se encuentran en el fondo del mar. Con el nombre de Convención sobre la Protección
de la Herencia Cultural Submarina, entrará en vigor cuando 20 países la hayan
suscrito. Comerciar con ellos, ya estaba duramente penalizado.

Artur conocía perfectamente las leyes internacionales que prohibían


comercializar y poseer ilegalmente estos tesoros culturales. Por ello era consciente
del celoso cuidado con que los propietarios ilegales preservaban su identidad.
Recelaban de cualquiera, actuando de forma cautelosa cuando se decidían a mostrar
sus posesiones.
Una vez comenzada la procesión de individuos que guardaban turno para
enseñar sus posesiones a Artur, el ambiente se relajó. El arqueólogo descartaba
muchos objetos por la sola cuestión de ser anacrónicos con la época en cuestión. La
mayor parte de monedas, ánforas, armas y escudos que mostraban los propietarios de
las reliquias, pertenecían a los tiempos de Alejandro Magno. Algunos restos
pertenecían incluso a épocas posteriores o a objetos bastante recientes
arqueológicamente hablando. Para este erudito cualquier indicio físico podía ser
suficiente para poder pronosticar la antigüedad de la pieza. Por ello pudo descartar
enseguida la mayor parte de objetos como posibles restos del Argo o de algún otro
material contemporáneo suyo.
Estuvieron toda la noche analizando, clasificando, y catalogando cada una de
las piezas que aquellos hombres educadamente pacientes, les mostraban en la mesa.
A la mayoría, por no decir a todos, les motivaba un interés económico y se mostraban
ansiosos por conocer su valor monetario en el mercado negro. Pero Artur les repetía
una y otra vez que no valían mucho, -salvo su valor cultural- y siempre les acababa
aconsejando que los donasen a las autoridades de los municipios a los que
pertenecían para evitarse problemas en el futuro. Continuó la exposición de ánforas,
vasijas, cerámicas, estatuas, monedas... etc., de importancia diversa. Pero cuando
llevaban, un buen rato atendiendo a los participantes, se les presentó el individuo que
les suministró los fragmentos más prometedores de la noche.
Fueron las única piezas que separaron del resto. Los demás miembros de la
"orden" iban desapareciendo discretamente del garaje a medida que eran informados
de las características de sus pertenencias, no sin antes ser debidamente atendidos
educadamente con un apretón de manos de Vasilis, que los despedía por... ¡sus
nombres de pila!. Ya se empezaban a vislumbrar las primeras luces del alba. Artur y
Vasilis retuvieron al propietario de esta última colección de terracota para mantener
una conversación privada con él. Eran unas tablillas de barro cocidas con grabados
que -sin duda alguna- correspondían a la escritura en lineal B. Desgraciadamente no
estaba muy bien conservada, y pertenecía al fragmento de una inscripción aún mayor.
Se informaron de la procedencia de los arcaicos fragmentos. El dueño los
heredó de la familia, e ignoraba la procedencia de estas piezas. Las generaciones que
precedieron a la del hombre habían traspasado su potestad a la siguiente, pero
desconocía cual fue el primer propietario de la tablilla.
El estudiante le informó de que la tablilla podía tener mucho valor histórico por
las inscripciones que contenía en ellas, pero que necesitaba imperiosamente llevársela
para poder analizar su composición y así certificar la autenticidad de la pieza de
terracota.
El hombre accedió, no sin hacer prometer antes a Vasilis que se hiciera
responsable por su honor de la devolución del mismo. Obviamente, éste avaló su
prestigio como garantía de que así se haría. Luego, cuando el hombre en cuestión se
fue, Vasilis le confesó que aquella frase, eufemísticamente ocultaba una clara
amenaza por si le ocurría algún contratiempo a la tablilla. Aquí somos como una gran
Familia, ¡igual que en Sicilia!.
Finalmente dieron por acabada la reunión clandestina y volvieron juntos con la
tabla de terracota en el maletero del coche protegida por una caja de porespan rellena
de espuma amortiguadora. Bullía por las calles el alborozo habitual de un día
laborable. La actividad comercial, el ruido caótico de la circulación automovilística y el
ir y venir de los trabajadores y escolares- eran pruebas evidentes de que estaban
plenamente inmersos en la "hora punta" matinal. Pero ellos dos nadaban contra
corriente de todo aquel mecanismo que movía a la sociedad griega, para poder
abandonarse -en cuando cayesen rendidos en la cama-al sueño más profundo.
Por la tarde se despertaron los dos hombres. Artur tuvo el tiempo justo para
asearse, comer y recoger todo el equipaje para irse. Como era habitual en los últimos
meses tenía un largo camino de vuelta por recorrer. Le dio las gracias efusivamente y
marchó hacia Volos.
En el piso de la compañera catalana, aprovechó para analizar detenidamente y
con tranquilidad aquellas prometedoras piezas. Impaciente por emprender la tarea,
engulló con mala gana el desayuno, y se dio una rápida ducha para terminar cuanto
antes con aquellas engorrosas tareas cotidianas. Una vez estuvo listo, desenvolvió el
paquete que subió la noche anterior cuando llegó a la ciudad. Vació de trastos la mesa
central de la sala "Office" del apartamento, y extendió en ella las páginas de un
periódico. Con delicadeza y suavidad situó la fragmentada tablilla encima de la mesa.
En la cara de Artur se podía leer la satisfacción que confirmaba sus mejores
presagios. No cabía duda alguna. Aquella tabla de terracota contenía inscritas todas
las figuras icónicas que eran características de la escritura utilizada en la Grecia
micénica (1600 a 1200 a. C.) El sentido de la escritura era horizontal de izquierda a
derecha. Era lo que los expertos denominaban la escritura lineal.
Por fin oteamos en el horizonte la isla de las gaviotas. Cuanto más nos
acercábamos a sus costas más aves teníamos revoloteando alrededor de la nave,
hasta tal punto que una osó morder el hombro de Oleo. Clitio lanzó un dardo con su
arco y la mató. Al poco tiempo había millares de ellas revoloteando alrededor de
nuestra nave oscurecieron el cielo -como lo haría una nube tormentosa-, por lo que fue
imposible enfrentarse a ellas. Aquello desbordó todas nuestras expectativas. No solo
eran los picotazos que pudiéramos recibir, sino que a ello se añadió la peligrosa lluvia
de excrementos que nos quemaba la piel y que nos obligaba a mirar al suelo -de todos
eran conocidas las cegueras de algunos marineros causadas cuando la execrable
sustancia tocó en sus ojos-.
Anfidamante organizó aquel desorden. Puso en práctica un rápido remedió a la
caótica situación que conducía la nave a la deriva -dando vueltas sobre sí misma-.
Ordenó que la mitad de los marineros dejara de remar y se encargaran de cubrir los
ataques aéreos con los escudos vueltos hacía el cielo, mientras que la otra mitad de la
tripulación remará y dirigiera la nave hacía la isla. Nos colocamos los yelmos que nos
resguardaron de “la lluvia ácida”. La techumbre formada con todos los escudos al aire
nos resguardó aún más de ella. El ruido de los picos en los escudos semejaba al del
sonido de un diluvió. Una vez varados en tierra desembarcamos -todavía bien
cubiertos por la formación-, e intentamos deshacernos a duras penas de las gaviotas.
A alguien se le ocurrió golpear la espada contra el escudo en la parte metálica. Eso
asustó a las aves que huyeron del ruido. Al fin todos utilizamos aquella artimaña, y un
enorme estruendo disolvió definitivamente la agrupación.
El islote, que emergía unos cuantos metros del nivel del mar estaba infestado de
excrementos, huesos, cadáveres de aves, huevos podridos y nidos profanados. La
superpoblación y la competencia que conllevaba la isla habían dejado estragos en la
colonia. Quizás era por ello por lo que mantuvieron un comportamiento tan osado y
agresivo. De momento sobrevolaban el horizonte formando una nube que se
asemejaba a las que forman las abejas cuando son molestadas en su enjambre, a la
espera de una ocasión más propicia para intentar de nuevo el ataque.
Nos sorprendimos enormemente cuando aparecieron de entre las cuevas unos
hombres haraposos que iban a nuestro encuentro. El alboroto que provocamos al
desembarcar les advirtió de nuestra presencia. No podíamos dar crédito a nuestros
ojos. Pensábamos como demonios habían podido sobrevivir en la inhóspita isla.
Pero contrariamente a lo que su imagen nos hiciera creer, no eran unos desalmados.
Habían naufragado hacía unas pocas semanas. Estaban demacrados. Habían
sobrevivido a costa de huevos podridos y de crías enfermas. Últimamente, las gaviotas
presintiendo su muerte, se atrevían a atacarlos aprovechando su debilidad. Desde
luego poco faltó para que éstas se dieran el gran festín. Su piel estaba llena de llagas
infectadas. El ácido de los excrementos les estaba abriendo las carnes. Los andrajos
que vestían se les descosían por todos lados.
Les dimos de comer y beber. Curamos sus heridas y les proporcionamos ropa
limpia.
Era el momento de explicarse. Se presentaron como ciudadanos de Ea,
descendientes de los primeros colonos que fundaron la ciudad. Nos miramos unos a
otros. Eran los primeros habitantes que conocíamos de la ciudad destino de nuestra
misión.
Pues bien, dio la casualidad de que aquellos cuatro náufragos medio
moribundos eran los hijos del díscolo Frixo, que finalmente se exilio en Ea.
Naufragaron en la isla cuando se dirigían a la tierra natal de su padre – Orcoméno-
para reclamar antiguas posesiones heredadas.
El árbol generacional de los helenos era bien conocido sobre todo en la nobleza
minia cuyos antepasados colonizaron el corazón de Pelasgia. La estirpe de la que
descendíamos estaba marcada en nuestros nombres, y la historia de nuestros
antepasados la conocíamos de memoria, casi tan bien como la vida y sucesos de
todos los dioses del Olimpo. Así pues, no era de extrañar que de entre las familias
más notables de Helas hubiera distintos grados de parentesco, sobre todo, cuando la
endogamia entre las estirpes de abolengo era lo más habitual.

Yo sabía que Frixo era el primo de mi padre, y el causante de que ahora


estuviéramos liderando una misión en busca de un tesoro que precisamente él se
llevó.
Efectivamente, Frixo era el heredero legítimo de Beocia, pues era el hijo
primogénito del matrimonio del rey Atamante con Néfele. Atamante, como muchos
otros matrimonios- se separo de Néfele, y convivió en su mismo palacio con Ino, su
amante. De esta relación nacieron dos hijos. El conflicto no tardaría en explotar: las
maniobras de Ino para que la herencia del trono pasara a manos de su hijo Learco
fueron constantes y casi siempre con malas artes. Cuando dio por imposible el
asentimiento de Atamante, planeó la gran conspiración. Durante una larga época de
sequía y hambruna, aprovecho la debilidad y desesperación de la población para
convencerles – mediante rumores y alguna que otra manipulación orácula- de la
culpabilidad de Frixó de los tiempos de escasez. La superstición de los campesinos de
Beocia se impuso en el inconsciente general de los ciudadanos que ya empezaban a
exigir por las calles la ejecución de Frixo. Este enterado de lo que estaba sucediendo,
y aconsejado por su madre, decidió huir de Beocia antes de que la situación fuera
irremediable. Pero, antes de marchar decidió dar un duro golpe a la seguridad nacional
del desagradecido país. Dolido por todas las conspiraciones e injusticias procuradas a
lo largo de los últimos años, no quiso exiliarse sin antes vengarse de todos y cada uno
de los ignorantes súbditos de Atamante, robándoles la más preciada de sus
posesiones y de la que se sentían más orgullosos: el vellocino de oro.
Allí acababa todo lo que sabíamos de Frixo, que aunque era primo de mi padre,
ni siquiera fue contemporáneo suyo.

Si ellos aseguraban que eran hijos de Frixo, eran también primos míos. Me
decidí a preguntarles la filiación de su padre. ¿Era hijo de Atamante?. A su respuesta
afirmativa me presente. Aunque era la primera vez que nos conocíamos, el impulso
consanguíneo hizo abrazarnos como sí fuéramos amigos íntimos.
Hablé toda la noche con ellos. Habían nacido en Ea. Sabían que su padre había
llegado de occidente. Procedía de Orcomeno, unas tierras que no conocían sino de las
historias contadas de su padre. Según éste, poseía grandes tierras en aquella región.
Citisoro y sus hermanos habían decidido que ahora era la ocasión propicia para
instalarse definitivamente en aquellas tierras, pues no corrían buenos tiempos en Ea.
Su abuelo materno, el caudillo Eetes que gobernaba el país los había estado
acosando de tal modo, que la vida se les hizo insoportable y temieron por ella. El rey,
en su vejez, se había vuelto más desconfiado y huraño. Se le metió en la cabeza que
querían conspirar contra él, y no tuvieron más opción que huir del país.
Estuvimos hablando hasta bien entrada la noche, alrededor de las brasas,
mientras la mayoría de la tripulación dormía.
Recostado en mi vellón, les propuse que nos acompañaran de regreso a Ea,
pues ellos conocían perfectamente el camino. También nos asesorarían de cual era el
mejor lugar para guarecer la nave, y me serían de gran utilidad para acceder a una
entrevista con el rey. A cambio, les prometí que en la vuelta nos desviaríamos hacia
Orcomeno para dejarlos allí.
Pero, los hermanos eran reacios a volver. Parecía que preferían morir en la isla
que volver a Ea. Temían las represalias de Eetes.
Me iba haciendo a la idea de la clase de tirano que gobernaba en aquel país,
semejantes a la de los jefes tribales que abundaban en muchos reinos de Grecia.
Intenté convencerlos que no les dejaríamos solos si se atrevían a detenerlos, y
que los defenderíamos como si uno de nosotros se tratara. Aceptaron cuando Argos –
el líder del grupo- accedió a ello.
Tras tres días de navegación vimos las primeras siluetas del Cáucaso.
Por la noche, ya en el delta del Fasis, remamos silenciosamente con las velas y
el mástil recogidos para remontar sigilosamente el río, hasta que alcanzamos una
laguna en su margen– la última antes de ser vulnerables a ser descubiertos por los
colcos-.
Nos reunimos en la orilla esa misma noche. Habíamos de discutir las estrategias
para enfrontarnos al rey y su séquito. Yo era partidario primero de entrevistarnos con
el rey para proponerle algún trato. Una invasión, aunque fuera por sorpresa, tenía
nulas probabilidades de éxito. Tampoco sabíamos donde custodiaban el vellón. Argos
negó saberlo, aunque conocía su existencia. Tenía su lógica si el rey los consideraba
adversarios políticos. Además el factor sorpresa no sería determinante, pues sus
tropas -tal como me informó Argos- nos quintuplicaban, y su capacidad de reacción
bastaría para neutralizarnos. Lo debatimos y lo sometimos a votación: Unánimemente
se aprobó la propuesta. Era prioritario conseguir una entrevista con el patriarca. Me
acompañarían mis cuatro primos, Telamón y Augías como miembros de la
delegación. Teníamos que intentar ante todo solucionar el conflicto diplomáticamente.
Le expondríamos que su apoyo logístico con Troya iba en contra de nuestros intereses
político-comerciales en el Egeo. Nuestra propuesta era ofrecerle como contrapartida
unos mejores tratados comerciales y otras contraprestaciones. En cambio si se
negaban a romper sus relaciones con Troya contra toda lógica consideraríamos su
decisión como un grave agravio, pues su apoyo incondicional a Troya lo convertía, a
nuestros ojos, en un aliado de nuestros enemigos
Existen dos tipos de escrituras lineales. La lineal A y la lineal B.
Las dos son originarias de Creta. Pero la lineal B se utilizó exclusivamente en la
ciudad cretense de
Cnosos, y jamás en ninguna otra parte de la isla. La lineal A es anterior a la B y
se utilizó en la mayor parte de Creta. Si bien conservan ciertas afinidades, son lenguas
totalmente distintas entre ellas.
La cronología arqueológica de los descubrimientos es la siguiente:

En 1900 un arqueólogo inglés, Arthur Evans, comenzó a excavar en un lugar de


la isla de Creta llamado Cnossos, a unos cuantos kilómetros de la principal ciudad de
la isla.
Las tradiciones griegas hablaban de un tal rey Minos, quien en tiempos remotos
gobernó desde Cnossos un imperio en el Mar Egeo. Parecía un lugar prometedor para
investigar y, en efecto, así resultó, pues Evans fue recompensado con el
descubrimiento de un gran número de tablillas de barro inscritas.
No había duda de que los signos marcados constituían una verdadera escritura,
aunque no se parecían a ningún sistema conocido hasta entonces. Allí en Cnossos,
Evans descubrió un enorme complejo de edificios que debía haber sido un gran
palacio del período micénico. Pero a diferencia de esté, que floreció en la Grecia
continental, aquí se trataba de una civilización doscientos años más antigua que el
micénico continental. A esta civilización Evans la denominó "minoica".
Muchos arqueólogos siguieron a Evans a Creta, donde nuevos palacios fueron
descubiertos en Faistos, al sur de la isla, y en Malia, al este en la costa norte. Otro
lugar notable fue Hagia Tríada, a unos Kilómetros de Faistos.
Entre todos estos lugares se desenterraron una gran cantidad de tablillas de
barro, que eran muy diferentes a las de Cnossos. Al principio, Evans pensó que se
trataba de una escritura real y especial de Cnossos, pero más tarde se dio cuenta de
que las diferencias tenían que ver con las fechas.
Las inscripciones más antiguas estaban sobre sellos de piedra y rara vez en
barro; a éstas las denominó "jeroglíficas" a causa de un cierto parecido con el antiguo
sistema de escritura egipcio.
Un poco después los dibujos de los objetos se estilizan y se hacían menos
reconocibles, especialmente si se grababan en el barro. A esta escritura la denominó
Lineal A, porque los signos eran líneas simples. El número de signos de la escritura
Lineal A era sumamente reducido: no más de setenta y siete (ochenta y cinco, según
algunos estudiosos) son los que se han contado. La mayoría de ellos representan
figuras humanas, partes del cuerpo, animales domésticos, símbolos religiosos, barcos,
trigo, ramos de olivo y algunos signos puramente geométricos. La cantidad de signos
es demasiado pequeña para una escritura pictográfica y parece haber indicios de
elementos fonéticos (con toda probabilidad silábicos)
Entre el 1450 y aproximadamente el 1200 a. C., Cnosos cayó bajo la influencia
de Micenas y los escribas cretenses parecían haber adaptado su escritura silábica
para expresar la lengua de la nueva clase dominante, en concreto el griego micénico
simbolizado con signos a través de la escritura en Lineal B, única cretense totalmente
descifrada hasta hoy. Los textos tratan por lo común de cuentas rendidas, listas de
mercancías, pesos entregas y otros elementos de la vida comercial. Se ha insinuado
que la mitad de los signos son los mismos que en Lineal A y unos veinte parecen ser
evolución de signos pictóricos antiguos.
Fue en Pilos donde el arqueólogo estadounidense Carl Blegen realizó en 1939
uno de los hallazgos más importantes de la arqueología de la edad de bronce: la
primera de unas 1.200 tablillas grabadas en lineal B que se encontró en Grecia
continental. Las tablillas se habían conservado por accidente, cocidas por las llamas
de un incendio que destruyó un palacio hacia 1200 a. C. Durante años, el lenguaje
lineal B desconcertó a los expertos y permaneció sin descifrar.
En 1959, el arquitecto y estudioso inglés Michael Ventris logró descifrar la
escritura lineal B y demostró que se trataba de una forma antiquísima del griego,
antecesora de la lengua helénica clásica y, por lo que se sabe, la lengua más antigua
de Europa. Ventris a fuerza de paciencia y valiéndose de técnicas criptoanalíticas
logró descifrar la escritura lineal B para probar, con asombro, lo que no se pudo
conocer hasta entonces: Que las tablillas en lineal B correspondían a la lengua griega
hablada en Micenas. Era un griego torpe y anticuado, sin duda, pero aún así
inconfundible.

Artur sospechó que las tablillas que poseía en su poder pertenecían a esta
última época. Se hizo con el cuaderno de piel y escribió.

1º/ La escritura lineal B era vigente en Grecia entre los años 1600 a. C. al 1200
a. C.
2º/La escritura lineal A era vigente en Creta entre los años 1800 a. C. al 1500 a.
C.
3ª/El descubrimiento de Ventris, vino a llenar la laguna existente entre el período
prehistórico y el clásico
4º/La escritura lineal B poco aportó a los acontecimientos históricos ocurridos en
aquella época, ya que esas tablillas contenían principalmente inventarios de
existencias: Cantidades contabilizadas de aceitunas, vinos, ruedas de carro, trípodes,
ovejas, caballos, bueyes, trigo, cebada, especias, e incluso parcelas de tierra cultivada
e impuestos recaudados. Y junto a estas mercancías, también había grupos de
esclavas clasificadas de acuerdo con sus tareas: moledoras de grano, hilanderas,
servidoras de baños.. O bien según lugares de donde fueron capturadas... Ni palabra
de historia, de poesía, o de filosofía. Nada que pudiera arrojar luz sobre la civilización
micénica
5ª/Gracias al descubrimiento de la escritura lineal B, se sabe que los griegos
leían y escribían antes de la invasión dórica.

Silogismos lógicos:

A/ La escritura cumple todos los requisitos de la época a investigar


B/ Una vez identificada la escritura se cerrará el cerco de la población origen. Si
fuera lineal A pertenecería a la cretense. En cambio si se descifrará como lineal B, la
escritura podría pertenecer a la cretense de Cnossos, o bien a la micénica
C/ También se cercaría la antigüedad de la tablilla. Si fuera lineal A, abarcaría
un periodo comprendido entre el siglo XVIII a. C. y el siglo XV a. C. Si fuera lineal B el
periodo estaría comprendido entre el siglo XIV a. C. al siglo XI a. C.

Tareas y pasos pendientes:

a/ La identificación inmediata de la escritura. Se habrá de discernir entre las


formas del lineal A o del lineal B;
b/ Una vez resuelto el enigma, traducir el contenido;
c/ Finalmente, se habrá de comprobar la autenticidad de la cerámica, con la
técnica de laboratorio más adecuada.

Satisfecho con la rapidez mental con la que pudo diagnosticar el curso de la


investigación, planificó su futuro inmediato.
Tenía entre sus manos una esperanza tangible, una posible prueba que podía
cumplir los requisitos mínimos que exigía un estudio más profundo. Decidió prestar
toda la atención de sus indagaciones sobre aquellos hallazgos, en vista de que el
desciframiento del enigmático signo de la empuñadura se hacía de momento
imposible. Por ello se agarró en cuerpo y alma a "La tabla salvadora" que sostenía
entre sus manos.
A mediodía, y después de comer salió de la casa rumbo a Salónica. Dejo una
nota despidiéndose de su amiga, a quien no pudo ni siquiera ver. Marchó cargando
bajo el brazo el delicado paquete.

En la biblioteca de la facultad, buscó entre las estanterías libros que trataran


sobre la Historia de la Escritura. Encontró en una página de uno de los libros, el listado
completo del silabario lineal B. Identificó en este sistema caligráfico muchos de los
signos que estaban acuñados en su tablilla. ¡Había reconocido en sus restos la
escritura de los escribas cretenses!. Estaba eufórico por haber podido identificar tan
fácilmente el sistema silábico de "su" tablilla. Como dice el refrán, las buenas noticias -
como las malas- tampoco vienen solas. Eso quería decir que podía traducir el texto,
pues esta escritura es la única que estaba completamente descifrada.
El manual también mostraba una serie de palabras. Unas cortas líneas
verticales que aparecían con frecuencia las separaban unas de otras. Había varias
fotografías de las tablillas que se encontraron en Pilos en 1939 dentro del palacio
micénico destruido por el fuego hacia el siglo XIII a. C.
La impaciencia y la emoción del momento le impulsaron a pronunciar las
primeras palabras en el idioma arcaico de los primeros fundadores helénicos. "Ka-Ko"
"Pa-ka-na" "ti-ri-po" "i-je-re-ja" "qa-si-re-u" "po-me" "tu-ka-te" "ko-wo" "re-wo-to-ro-ko-
wo". Estaba tan absorto en sus averiguaciones, que no advirtió que los estudiantes
con los que compartía escritorio lo miraban enojados. Cuando se percató,
avergonzado se sonrojó y volvió al habitual procedimiento de leer en silencio.
Analizó el sistema de numeración. Había escritos en la tablilla algunas líneas
verticales cortas que representaban las unidades. Pero en el libro se explicaba que
también había signos para las decenas (líneas horizontales), las centenas (círculos) y
los millares (círculos con rayas)
Exhausto, miró el reloj y vio que había pasado más de media mañana
concentrado en estudiar detenidamente el contenido del libro. Decidió que lo tomaría
prestado, para continuar trabajando tranquilamente en el piso del “village”.

Tumbado en su cama, con la espalda apoyada sobre un gran almohadón,


desenvolvió delicadamente la fragmentada tabla de terracota en la colcha. Se propuso
no salir de allí hasta que la hubiera descifrado por completo.
Identificó fácilmente el primer signo. Era el símbolo del carnero. El siguiente
significaba oro. Los dos eran ideogramas -dibujos cuyas explicitas formas (significante)
constituían básicamente su significado. Los siguientes signos eran silábicos separados
por líneas verticales. Pronunció en voz alta; Qua-si-re-u Ka-ko pa-ka-na; es decir “jefe
bronce, espada”. No hacía falta ser un Einstein para relacionar los tres sustantivos
recurriendo a las modernas preposiciones: “El jefe de la espada de bronce” ¡Eureka!
No pronunció esta exclamación en vano. Resolver este jeroglífico era relativamente
sencillo. No era un simple aficionado. Era uno de los mejores especialistas en
mitología griega. El verdadero descubrimiento fue la asociación del epíteto con el
autentico personaje: Melampo de Pilos, miembro de la tripulación del Argos conocido
con ese sobrenombre. Si se certificaba la autenticidad de la arcilla significaría que este
legendario héroe existió en carne y hueso. Entusiasmado continuó descifrando el resto
del texto; “volver” “carro” “Yolko” eran las últimas palabras. Finalmente, y con todo el
descaro del mundo
- pues todo aquello era una interpretación sesgada por el autor- se aventuró a
completar la frase. “Melampo que participó en el rescate del carnero dorado, volvió
desde Yolko con su carro”.
La traducción del texto de la pieza fue científicamente rigurosa, pero
evidentemente su interpretación era subjetiva, pero no por ello carente de lógica.
Nadie podía cuestionar el derecho de Artur a aventurarse (consciente, o no) en
provocar suposiciones que concordaran con sus convicciones. Sin esta motivación,
nunca se hubiera dedicado a ello con tanto entusiasmo, y todos somos humanos..
El descubrimiento, de todas maneras, era magnífico.
Por descontado no cayó en la tentación de cantar victoria. Aquello podía ser una
trampa o una broma de mal gusto. Hacia falta contrastar la información, y por
supuesto, verificar la autenticidad de la pieza.
Decidió ponerse manos a la obra. Volvió a empaquetar la valiosa reliquia, salió
del departamento y se dirigió, sin pérdida de tiempo, al laboratorio.
Zarpamos de Aqueronte 12 días después de haber atracado por primera vez.
Los días que siguieron fueron muy favorables meteorológicamente hablando.
Desde buena mañana sopló una fuerte brisa de Céfiro que hinchó la vela. El segundo
día a media tarde doblamos el cabo Carambis, y luego remamos a lo largo de la Gran
Costa. Recorrimos el litoral durante el resto del día y de la tarde. Durante la noche
fondeamos en Asiría.
Sorprendentemente nos encontramos allí con tres compatriotas que llevaban
varios años exiliados en esas tierras. Eran tres mercenarios que vinieron de Tesalia
buscando dinero en tierras frigias donde andaban sobrados de trabajo si lo
comparamos con el pacífico país Heleno. Después de varios años ofreciéndose al
mejor postor matando soldados enemigos y acumulando cicatrices, el destino los
había traído hasta estas tierras - las más lejanas que habían alcanzado jamás-
contratados por los asirios para luchar contra las amazonas. Nos suplicaron
embarcarse con nosotros. Querían abandonar aquella guerra interminable. Eran
hombres duros, bregados en mil guerras y batallas. Nos venían como anillo al dedo
para cubrir las cinco bajas que habíamos sufrido durante la travesía. Su vocación
guerrera nos podía ser muy útil en tierras hostiles. Eran tres hermanos llamados
Deileonte, Aútolico y Flogio. Eran hijos del ilustre Deímaco, todos ellos de Tesalia. Era
gratificante encontrarse con compatriotas en aquellas tierras lejanas y extrañas
después de no habernos cruzado con ninguno de ellos durante meses.
Su última contienda la mantuvieron contra las amazonas que habitaban en las
tierras de más al este. Contratados por los asirios luchaban contra estas hábiles
guerreras. Esta tribu matriarcal se diferenciaba de las demás por ser las mujeres las
que tomaban el mando en los conflictos bélicos. Los dos pueblos enfrentados libraban
una larga guerra interminable. Las amazonas eran unas fantásticas guerrilleras. Se
escondían muy bien entre la espesura de los bosques de las montañas, y mediante
emboscadas y escaramuzas dañaban seriamente los flancos atacados sin dejar
apenas rastro de su presencia. Asimismo eran diestras arqueras. Podían
perfectamente matar a los enemigos que se pusieran a tiro desde una distancia
suficiente que no supusiera una excesiva exposición al peligro. Estos atentados tenían
una gran eficacia y representaban un bajo riesgo físico para ellas.
Era difícil sorprenderlas durante una emboscada, ya que dormían en lugares
diferentes cada noche. No existían pueblos ni moradas fijas, sino que deambulaban
como fieras por todo su territorio. La comunidad como tal no existía, sino que andaba
repartida por todo el territorio, dividida en grupos, cada uno de ellos con poder
autónomo para poder autoabastecerse y decidir sus propias estrategias de combate.
Era, en definitiva, una tribu nómada dispersada en su propio territorio. A su vez,
cuando actuaban en emboscadas podían replegarse en grupos todavía más pequeños
o “comandos” más operativos. El conflicto se eternizó en una guerra de guerrillas difícil
de controlar. No era una guerra convencional con unos frentes y un enemigo definidos.
Tampoco la intensidad de los enfrentamientos era siempre la misma, y se alternaban
épocas muy cruentas con otras más tranquilas. Eran famosas por sus sanguinarios
atentados: Hipólita, Licasto, y sobre todas ellas, Cadesia, que lideraba a la brigada de
las arqueras.
Hartos de tanta miseria y barbarie, los hermanos aprovecharon la oportunidad
que se les presentaba para huir de aquel ambiente virulento.
Pocos días nos establecimos en Sinope la ciudad de Asiría, ya que el viento nos
seguía siendo favorable. Nos dejamos llevar por una ligera brisa que nos enlazó con
los soplos del Argestes. Este nos impulsó a velocidades aún mayores. Navegamos
frente a la costa amazónica. Vimos a algunas de ellas desde el barco que
manteníamos a una distancia prudencial. Nos miraban desafiantes. Vestidas con
pieles sin curtir, montaban erguidas y orgullosas sus caballos. Con sus arcos en la
mano, esperaban cualquier pequeña ocasión que se les presentase para sacar
hábilmente la flecha de la aljaba y dispararla contra quien estuviera a tiro. No nos
tranquilizamos hasta que dejamos de estar a tiro de aquellas beligerantes guerreras.
Ya de noche pasamos por delante de las tierras de los Cálbes. La frenética actividad
que reflejaban las luces de cientos de antorchas, sugería desde la distancia algún tipo
ritual religioso o sacrificio espiritual. Pero los mercenarios tesalienses que conocían
estas tierras desmintieron mis suposiciones: Eran los trabajadores de las minas que
extraían un nuevo mineral más duro que el cobre: el hierro. Trabajaban día y noche
con sus cuerpos cubiertos sempiternamente de fango extrayendo el mineral que
posteriormente era suministrado a Ea y posiblemente a Troya.
El progreso tecnológico en Frigia estaba mucho más avanzado de lo que nos
temíamos. Había también un gran flujo migratorio que se dirigía a Troya y que crecía
demográficamente a pasos agigantados. Se murmuraba que estaban reclutando gente
para formar el mayor ejército jamás visto. La extracción de hierro en Cálbes
posiblemente estaba destinada a la fabricación de armas. Todo ello nos preocupaba,
pues parecía que Troya se estaba convirtiendo en una potencia que podía romper la
predominancia política territorial y comercial de la Hélade. No era una quimera un
posible enfrentamiento a medio plazo entre las dos superpotencias por las tensiones
generadas por el control de las rutas comerciales del mar Egeo.
La Cólquide se encontraba ya muy cerca. Aumentaba la urgencia de hacernos
con el vellón de oro, pues si este caía en manos troyanas desencadenaría una gran
amenaza a nuestra seguridad territorial.
La empresa parecía muy complicada. No conocíamos nada de la ciudad que
custodiaba la piel del carnero, con lo que tendríamos que enviar a algunos de mis
hombres a recabar información mediante escaramuzas nocturnas. Una vez evaluado
el potencial bélico y humano de los colcos, tendríamos que valorar la situación y
decidir la estrategia a tomar.
Pasado ya el Termodonte, fondeamos delante de las tierras donde vivían los
mosinecos que se regían por unas costumbres y unas leyes bastante extravagantes.
Los comportamientos públicos que para los helenos eran corteses, para los mosinecos
eran motivo de escándalo, y viceversa. Fornicaban sin ningún tipo de escrúpulo por los
rincones de la ciudad. El onanismo era habitual en los adolescentes por los
alrededores de los lagos donde las mujeres se bañaban desnudas. También sin
vergüenza alguna defecaban en los canales de los sumideros que surcaban las calles.
Escupían en el suelo cada vez que querían expulsar sus excrementos nasales. Pero
en cambio se mostraban intransigentes con nuestras costumbres, como cuando
ofrecíamos nuestra palma de la mano para el habitual apretón de cortesía, o que
paseáramos con alguien cogidos de la mano, o que mirásemos directamente a los ojos
de nuestro interlocutor cuando entablábamos una conversación. Repudiaban los actos
públicos o las manifestaciones abiertamente divertidas.
Este choque de culturas tan opuestas, esta inversión de formas de vida, me hizo
sentirme realmente lejos de mi país y de nuestras familias.
Como era lógico de suponer, nos quedamos allí el tiempo indispensable.
Pusimos la nave rumbo a la isla de Ares situada enfrente de la costa de los
mosinecos. Como no hizo aparición viento alguno que nos impulsara, tuvimos que
remar durante todo el día. Pero hasta eso era preferible a quedarnos un día más con
los mosinecos. Y sospecho que a ellos tampoco les apenó demasiado que nos
largáramos tan rápidamente.
Por fin oteamos en el horizonte la isla de las gaviotas. Cuanto más nos
acercábamos a sus costas más aves teníamos revoloteando alrededor de la nave,
hasta tal punto que una osó atacarnos y mordió en el hombro de Oleo.
Artur solicitó hablar inmediatamente con el director. Lo vieron tan nervioso que
apenas le pusieron impedimentos para que entrara en su despacho. Le explicó
sintéticamente lo que quería. Intencionadamente ocultó la mayor parte de la
información, y solo explicó lo imprescindible para que el director se diera cuenta de la
importancia del caso. El profesor le expuso detalladamente las técnicas disponibles en
el laboratorio para averiguar la antigüedad de los materiales:
La técnica del Carbono 14 consiste en medir la irradiación de este isótopo. El
carbono 14 tiene un período de semi-desintegración de solamente 5.700 años. Si un
trozo de carbón vegetal o de hueso animal se preserva por 5700 años, queda con solo
la mitad de radiocarbono que tuvo cuando estaba vivo. Por lo tanto, en principio, si
medimos la proporción de carbono 14 que queda en algo que tuvo vida, podemos
decir por cuanto tiempo ha estado muerto. La arcilla o la cerámica no son entidades
vivas. Lo que ocurre, es que puede contener algún resto orgánico que en el momento
de su fabricación se hubiera incrustado en su interior. Si hubiera por ejemplo un
insecto momificado -suceso por cierto harto improbable, pero no imposible- tendríamos
que detectarlo mediante los Rayos X, con el costo económico que conlleva. Si
localizáramos el insecto, o restos vegetales, tendríamos que efectuar una operación
de extracción, con el riesgo que ello comporta para la integridad de la pieza. En el
caso que nos ocupa, yo descartaría la técnica del isótopo radioactivo del carbono.
Pero para su tranquilidad, le comentaré que hay una técnica no agresiva para el
"monolito". Es la técnica de datación absoluta llamada Termoluminiscencia: Los
materiales con una base cristalina -como por ejemplo pasa con la cerámica de nuestra
muestra- contienen pequeñas cantidades de elementos radioactivos. Estos se
desintegran a un ritmo constante y conocido a lo largo de los años, emitiendo
radiaciones que bombardean la estructura cristalina y desplazan los electrones, que
quedan atrapados en las grietas de la parte sólida.
Cuando el material se calienta rápidamente a unos 500º C o más, los electrones
escapan a las grietas donde estaban aprisionados, y emiten una luz conocida como
termoluminiscencia.
Midiendo la intensidad de la luminiscencia producida al calentarse artificialmente
el material, puede determinarse la edad del objeto desde su primera cocción. Cuanto
más viejo sea el objeto, mayor será la intensidad de la luz emitida. El margen de
antigüedad de los materiales a analizar, varía de los 300 años a los 10.000 años.
Artur no entendía gran cosa, pero el hombre parecía dispuesto a colaborar con
él y con ello ya se sentía satisfecho. Dejó que el director continuara con su
presuntuosa exposición. No quería que se ofendiera de ningún modo por no mostrar
interés en lo que tan apasionadamente estaba contando. Su paciencia sería luego
recompensada cuando le facilitase las cosas.
Finalmente exigió ver la muestra.
-¡Interesante! -comentó escuetamente.

Cuando le volvieron a llamar del laboratorio para decirle que los resultados de la
prueba estaban listos, pasaron casi 15 días. Dentro de este intervalo, estuvo
rompiéndose de nuevo la cabeza para desvelar los secretos que se ocultaban en los
grabados de la espada.
La innata vocación de Artur –cuya afición por encontrar la verdad podía llevarle
días maniáticamente concentrado en solucionar el problema- junto con su talentosa
intuición – que le guiaba por donde atajar sus soluciones- jugaron un papel crucial
para que el desciframiento no solo tuviera lugar, sino que se hiciera en tan corto
intervalo de tiempo. Cuando decidió abandonar la línea de investigación con la que
había iniciado el proceso, decidió olvidarse por completo de él. Borró los esquemas
mentales adquiridos e hizo “tabla rasa en su mente”. No quería que el procedimiento
analítico anterior interfiriera en el nuevo enfoque.
Quería cambiar la percepción que tenia del dibujo aprovechando la flexibilidad
que el cerebro tenía para adaptarse a nuevas perspectivas para atajar el problema.
Durante la carrera universitaria cursó como asignatura optativa “Psicología de la
Percepción” y conocía por propia experiencia las ambigüedades perceptivas de las
figuras reversibles. Bajo el influjo de factores centrales, una misma figura puede, sin
variar un ápice en su proyección retiniana, percibirse alternativamente de diversas
maneras. Estas pruebas demostraban que las primeras impresiones son muy
importantes, y que es muy complicado cambiarlas. Cuando más adulta es una
persona, los esquemas y las percepciones mentales adquiridos son cada vez más
difíciles de cambiar, a menos que la persona esté entrenada para ello. Por esta razón
es tan importante no dejar nunca de ejercitarse intelectualmente.
Con una nueva mentalidad, sujetó el dibujo y lo miró del derecho y del revés, a
trasluz, y reflejado en el espejo.
Hasta que por fin dio con la solución. Era precisamente un problema de
percepción -un factor subjetivo- y no de escala o perspectiva.
Había descubierto - después de mucho esfuerzo intelectual- que efectivamente
se trataba de un mapa, como ya dedujo en su momento. Su visión de hombre
contemporáneo había construido un esquema mental adecuado para la identificación
preconcebida de los mapas contemporáneos, dando por hecho conceptos
comúnmente aceptados. Pero en la mente de los marineros micénicos, los esquemas
eran otros. Los interiores terrestres no eran suficientemente conocidos -ni falta que les
hacia-. Sus verdaderas preocupaciones eran identificar correctamente los litorales
costeros, puntos vitales de referencia de los que dependían en su orientación. Aquella
silueta que había dibujada en la empuñadura era efectivamente un mapa geográfico,
un dibujo que representaba los contornos de una parte de la corteza terrestre. Pero en
donde su interior se le presuponía tierra no era sino mar. Como ocurre con las
“imágenes ambiguas o reversibles”, su primera impresión percibió la figura opuesta o
complementaria a la correcta. Interpretó el mar como si fuera tierra, y la tierra como si
fuera mar.-como ocurre por ejemplo en el símbolo taoísta con el “ying” el “yang”-.

¡Es la representación geográfica de un mar cerrado!.Fue en busca del Atlas, y lo


identificó enseguida: ¡El Mar de Mármara! Parecía mentira lo sencilla que era la
solución. Era evidente que existían diferencias entre las proporciones, y entre algún
que otro detalle en los dos mapas marítimos. No podía esperarse de ese arcaico
dibujo una aproximación exacta a las proporciones del mar como ahora lo vemos a
través de un satélite, pero el parecido era incuestionable. La silueta que formaba el
perímetro del mapa parecía un pequeño mamífero con hocico largo en actitud de
aspirar insectos (Artur, se refería a él como “el osito hormiguero”) Una vez conseguida
la identificación del mapa, solo faltaba averiguar el lugar aproximado que indicaba el
rubí incrustado. Estaba en un golfo que había - por decirlo de algún modo- en el
extremo de la pata posterior izquierda del animal.
Así pues no hacia falta ser un genio, ni tener una mente prodigiosa como la que
él poseía para resolver el enigma. El lugar que señalaba la piedrecilla no podía ser
otro que la antigua ciudad de Cício, -actualmente el pueblo turco de Bandirma, situada
en el punto de inflexión que une la costa con la pequeña ínsula de Erdek- y los
sucesos descritos en el anverso no dejaban ningún tipo de duda: Eran los ocurridos en
el desembarco de los argonautas en la Peña Sagrada -tan eficazmente detallados en
el libro de Apolonio- donde tuvo lugar la confusa matanza de los doliones a manos de
los helenos y los consiguientes ritos funerarios frente a la sepultura del rey dolión.
Todo ello era ahora fácilmente identificable en los iconos del relieve en bronce de la
empuñadura.
Al amanecer llegamos a cabo Aqueronte. No paso inadvertida nuestra visita a
los mariandinos, los pobladores del cabo. Cuando nos afianzamos en la costa, nos
visitó Lico, el jefe de los mariandinos, que ofició un comité de bienvenida. Se nos trató
como a héroes de guerra. Estaban profundamente agradecidos por haberles librado de
los bebrices, pues resultaba que eran enemigos acérrimos en perpetuo litigio
fronterizo. Las batallas contra los intentos invasores de los bárbaros soldados de
Ámico eran encarnizadas. La crueldad del tirano se cebaba en los prisioneros de
guerra mariandinos. El sufrimiento corporal a que eran sometidos superaba lo
inadmisible: Los estremecedores alaridos de los torturados destinados a una muerte
lenta pero segura, traspasaban el silencio nocturno para desesperación de los
mariandinos y especialmente la de sus familiares.
Cuando les anuncié que la muerte de Amico se la tenían que agradecer
personalmente a Pólux, enseguida lo alzaron a hombros y fue aclamado como si de un
dios se tratara. Habíamos trabado una férrea alianza con los mariandinos gracias al
exterminio de los bebrices.
Nos acompañaron hasta el interior de la ciudad amurallada donde nos recibieron
en olor de multitudes, lanzándonos pétalos desde las ventanas. Deje que Pólux
disfrutará de su momento de gloria. A fin de cuentas fue él quien luchó contra Ámico
en mi lugar. Solo por este gesto merecía recibir los máximos honores. En el palacio de
Lico fuimos invitados a un copioso banquete en el que le contamos al monarca los
sucesos y las anécdotas más interesantes que nos ocurrieron en durante la travesía.
Como agradecimiento por el exterminio de sus enemigos, nos ofreció como guía
para continuar el viaje a su hijo Dáscilo, para que nos acompañara durante el resto del
trayecto hasta Termodonte. Nos sería de mucha utilidad, pues conocía el litoral
costero y los pobladores que lo habitaban al dedillo.
Una duda me rondaba en la cabeza. ¿Cómo era que los bebrices y los
mariandinos litigaban por tierras comunes?
Lico confirmó mis sospechas. Sus pueblos se comunicaban por tierra por una
ruta bastante accesible. Las rocas que habíamos bordeado formaban parte de un
enorme cabo en cuya base se establecieron las dos tribus, cada una en un extremo
diferente. La ruta marítima triplicaba la distancia real entre los dos pueblos. Aquel
cruce era el eslabón terrestre que unía a Troya con las tierras orientales.
Lico fue informado del motivo oficial de nuestra expedición. Hacia tiempo que yo
había descartado la existencia de una ruta marítima entre Troya y las poblaciones del
nordeste. Los hechos me daban la razón. No nos cruzamos nunca con ninguna nave
troyana ni de ninguna otra nación durante nuestra larga navegación. Las dificultades
que conllevaba eran evidentes, pues las habíamos sufrido en nuestras propias carnes.
Lico nos confesó que en sus tierras, los troyanos habían creado rutas terrestres
donde mercadeaban con civilizaciones del lejano oriente. Hasta de Tinia habían
llegado noticias. Pero el abastecimiento principal de los recursos alimentarios y
armamentísticos procedían de Ea, la gran aliada de Troya. Los mercaderes troyanos
les demandaban materia prima en abundancia, muy bien pagada. La ruta terrestre
estaba tan asentada que se edificaron pueblos a su paso. La mayoría de veces la
mercancía no era transportada por un solo mercader, sino que por lo general existía
una cadena de transporte donde era transferida de transportista a transportista.
Acabábamos de descubrir una de las rutas comerciales más importantes por la
que se abastecía Troya. Las informaciones de Pelias eran ciertas y no carecían de
fundamento.
Pasamos algunos días más con nuestros amigos mariandinos. Lico nos
abastecía diariamente con alimentos y regalos personales de valor considerable. El
ánimo de la tropa había mejorado por las atenciones recibidas, la buena alimentación
y el merecido descanso. En un improvisado astillero, reparamos los desperfectos y
daños que la embarcación sufrió debido al desgaste y otros golpes recibidos.
Renovamos el agua y el vino de las ánforas. Nos desprendimos de los últimos víveres
infestados por la podredumbre, substituyéndolos por las nuevas y frescas viandas
proporcionadas por nuestros anfitriones. El campamento estuvo en pie durante una
semana más con la intención de partir renovados de energía y con la despensa llena.
Nuestras fuerzas rebosaban dispuestas para enfrentarse a futuros contratiempos. El
recuento de hombres aún era deficitario respecto al primer día. Todavía nos faltaban
por cubrir dos vacantes de las tres plazas ocupadas antes de llegar al cabo. Con el
ingreso del hijo de Lico habíamos cubierto una de ellas.
Cuando la máxima preocupación parecía parcialmente solucionada, vinieron a
romper el optimismo creciente dos sucesos irreparables:
El destino final de Idmón estaba sentenciado en Aqueronte. “El hombre del don
de la adivinación”, lo sorprendió la muerte-¿o quizás no?- en forma de jabalí mientras
paseaba cerca del río. El animal, que debía de estar oculto entre las cañas, se sintió
acorralado y lo embistió en la ingle, clavándole los blancos y afilados colmillos con
toda la fuerza de su carrera. El infortunado cayó fulminado mientras lanzaba un grito
desgarrador. Peleo que estaba un poco descolgado de Idmón, pero a pocos pasos de
él, vio como se desplomaba, y tuvo tiempo de alcanzar al jabalí con su lanza cuando
este se disponía a atacarle también a él. Idas que vino corriendo al auxilio de sus
compañeros finalmente acabó por rematarlo. Herido de muerte yacía en un charco de
sangre Idmon, que falleció al rato rodeado de sus queridos compañeros. Quisieron los
dioses otorgarle un último privilegio. Pudo pronunciar sus últimas palabras de
despedida. En brazos de Idas aguardaba la muerte. Este, entre sollozos rogó que le
perdonara la reyerta que tuvieron el día antes de zarpar en las playas de Pásagas.
Idmón asintió con una sonrisa y al momento murió.
La tropa quedó sumamente afligida. Nos resignábamos a los deseos de los
dioses.
Aquella muerte marcó un punto de inflexión en el viaje, y se iniciaba una nueva
etapa. El propósito de volver todos sanos y salvos a Tesalia era imposible.
Lo sepultamos y guardamos duelo durante tres días tratando de hablar sobre el
muerto, y de las anécdotas que cada uno personalmente podía aportar.
Pero el verdadero punto de inflexión del viaje estaba por venir: Una enfermedad
fulminante acabó con la vida de Tifis, el timonel.
Este golpe nos desconcertó profundamente a todos. No solamente por la
perdidas personal –era por todos admirado y respetado-, sino sobre todo por su
importante función en la nave. A mí personalmente me dolió en lo más hondo. Tifis era
el más férreo de mis colaboradores. Siempre me apoyó incondicionalmente desde que
asumí el mando. Formaba parte del grupo de confianza que tomaba parte en las
decisiones. Era el hombre con quien había compartido la responsabilidad de conducir
la nave entre las peligrosas aguas de las Simplégades. Fue el más fiel de los
cómplices en la conspiración contra Heracles. Era el único que podía recriminar mis
errores sin temor a que yo me ofendiera. Pero por encima de todo, acababa de perder
a un amigo.
La noticia cayó como un jarro de agua fría en toda la tripulación. Como timonel,
era una pérdida irreparable, porque no había nadie más como él en toda la tropa. Pero
es que además, también era quien nos orientaba a través de las estrellas, quien nos
pronosticaba más fielmente el tiempo, y quien conocía a la perfección que vientos nos
favorecían o cuales no. Cuando murió nos dimos cuenta de como dependíamos de él
y de la falta de previsión por no alistar a más de un timonel en la tripulación. Si había
algún hombre irremplazable, este era Tifis.
El abatimiento invadió el estado de ánimo general, y no era para menos. Ya no
estaba en juego el éxito de nuestra misión, sino el regreso a nuestro país.

Lo sepultamos y le rendimos culto durante días. Pero el largo luto no ayudo


precisamente a subir el ánimo. No conseguimos superar su pérdida.
Intenté motivarles y les ordené que continuásemos con el viaje. Pero no era éste
el asunto prioritario que se debatía entre los marineros: simplemente se planteaba la
manera de volver cuanto antes a la patria. El final de la nave parecía decantado al
desahucio, embarrancada como otras muchas en alguna playa desierta.
Definitivamente, algunos de ellos decidieron regresar por tierra. Yo los comprendí, y fui
haciéndome a la idea de que no tendría más remedio que tomar la misma solución. Mi
coraje permanecía dentro de los límites de lo razonable.
Pero la situación dio un vuelco inesperado, y el responsable de tal cambio no fue
menos sorprendente. Anceo, liberado de la sombra de Heracles y por ello el actual
hombre más fuerte de la tripulación, no quiso perder la oportunidad de restarle
popularidad a su antiguo rival. Quería hacerse un nombre entre los grandes héroes
helenos -en detrimento de aquel, que aunque ya tenía méritos más que suficientes
para haberse ganado el Olimpo y convertirse en el próximo mito viviente, no por ello
evitaría que el último suceso ocurrido en el Ríndaco hiciera mella en su consolidado
prestigio-.
Una mañana decidió coger sus pertenencias y subir al barco. Y, mientras el
resto de la tripulación recogía sus enseres personales en fardos para disponerse a
marchar, Anceo llevó el ancla, y sentado en popa condujo como pudo la embarcación
con los timones sujetos bajo sus axilas. Uno de los marineros se percató del suceso y
llamó la atención de los demás.
Atónitos se quedaron los marineros observando como la galera maniobraba
extrañamente cerca de la orilla. Nos temíamos que de un momento a otro la nave
varara en la playa, pero Anceo consiguió alejarla de ésta, y encararla mar adentro.
Sentados en la arena nos quedamos todos asombrados viendo el espectáculo. Más
que una demostración de pericia, era una sesión de aprendizaje, porque al punto que
avanzaba el día, la nave maniobraba con más fluidez.
Por la tarde, la embarcación volvió de nuevo a puerto.
De momento, Anceo había conseguido algo que parecía irremediable: aplazó un
día más la decisión de los marineros que estaban dispuestos a abandonar.
Al día siguiente, Anceo repitió las mismas maniobras que practicó el día anterior.
Su segundo intento había despertado una gran expectación. Mejoró sustancialmente
el control de la nave que manejaba con mayor pericia que el día anterior, y consiguió
reabrir el debate.
En la playa, Anceo se reunió con todos nosotros. Con una capacidad de
convicción insospechada en él, prometió por su vida que nos llevaría hasta Ea.
Aunque Anceo no era timonel, argumentó que tenía una larga experiencia en
expediciones marítimas. Había conocido a muchos timoneles, y había aprendido de
cada uno de ellos los trucos que utilizaban para manejar con destreza el barco. Lo
único que le faltaba era acostumbrarse a manejarlo. A muchos nos convenció, seguros
de que aún mejoraría más en su pericia cuando adquiriera más experiencia. A otros
más reticentes les faltó la convicción suficiente para decidirse a continuar. Antes de
que pudiéramos debatir el tema para tomar una resolución, Anceo sin pronunciar
palabra, cogió su fardo y subió a la nave. Ergino, Nauplio y Eufemo fueron los
siguientes. Se levantaron, cogieron sus pertenencias y lo siguieron.
Cuando me decidí a subir yo, también se fueron levantando progresivamente el
resto de la tripulación. Una gran ovación estalló cuando subimos todos sin excepción
en cubierta, para seguidamente aclamar y vitorear a Anceo como se merecía.
Zarpamos de Aqueronte 12 días después de haber atracado por primera vez.
Los días que siguieron fueron muy favorables meteorológicamente hablando.
Desde buena mañana sopló una fuerte brisa de Céfiro que hinchó la vela. El segundo
día a media tarde doblamos el cabo Carambis, y luego remamos a lo largo de la Gran
Costa. Recorrimos el litoral durante el resto del día y de la tarde. Durante la noche
fondeamos en Asiría.
Sorprendentemente nos encontramos allí con tres compatriotas que llevaban
varios años exiliados en esas tierras. Eran tres mercenarios que vinieron de Tesalia
buscando dinero en tierras frigias donde andaban sobrados de trabajo en comparación
con el pacífico país Heleno.
El director del laboratorio le estaba aguardando en su despacho. Su cara no
reflejaba emoción alguna que pudiera revelar los resultados de las pruebas. A ello
contribuía mucho su poblada barba. Empezó divagando en un discurso largo,
presuntuoso y totalmente innecesario. Se perdió por las ramas prolongando cada vez
más el momento de anunciar los resultados de la prueba. Describió los métodos
empleados, alabó la meticulosidad de su personal y se quejó de la acumulación de
trabajo. Por fin sacó del interior de un sobre el folio que contenía los resultados de la
prueba.
El Doctor -para sorpresa de Artur- reemprendió de nuevo otra confusa diatriba,
al describirle por enésima vez los procesos a los que sometieron la muestra. Después
de otro interminable periodo repitiendo los mismos pasos mencionados, el
parsimonioso doctor se decidió por fin a comunicarle los resultados de la prueba. La
paciencia de Artur llegó a su cenit. Las pulsaciones de su corazón se aceleraron. El
sudor frío caía de sus sienes y resbalaba lentamente en la piel de su rostro. El Director
ya comenzó a leer el resultado de las pruebas. Comenzó por el principio: "
Metodología: Después de estudiar todas las técnicas..........."
¡No se lo podía creer!. ¡Estaba leyendo el procedimiento del análisis!. . Estuvo a
punto de perder el control y arrebatarle de las manos el informe. Pero su fuerza de
voluntad reprimió sus instintos agresivos.
"Resultados: ". Apartó por un momento la vista del folio, para dirigirla por un
instante a los ojos de Artur. Continuó leyendo un galimatías de cifras incompresibles
acompañados de nomenclaturas científicas que solo podían comprender los
entendidos en la materia. Pero, sin inmutarse, y con aquella pusilaminilidad que le
caracterizaba continuaba su soporífero monólogo. Artur cada vez estaba más nervioso
e indignado con el director. ¿Cómo era posible aquella indolencia?¿Cómo era capaz
aquel hombre de someterle a tan cruel tortura?. Él solamente quería saber si aquella
pieza era auténtica o no. Le iba la vida en ello, y en cambio este hombre, con una
empatía que le llegaba a la suela de los zapatos, se empeñaba en soltarle aquel
interminable goteo de cifras incomprensibles.
"En conclusión, analizando los resultados de las pruebas, y basándonos en la
fiabilidad de la técnica, con un error de más menos 150 años podemos asegurar que la
pieza cerámica objeto de análisis, procede de una época que no excede de....... 3500
años de antigüedad. Por tanto, podemos afirmar, con un margen de error del 98%, que
la reliquia analizada es auténtica".

¡Por fin!.
El director, metió de nuevo los resultados en el sobre, y se los entregó. Artur
ahora con su ánimo volcado, milagrosamente, en una euforia desbordada, le dio un
abrazo, y le perdonó todos los pecados que había cometido. Marchó corriendo del
laboratorio, -gesticulando y dando saltos de alegría- para celebrar como se merecía el
gran evento.
Envió un correo electrónico con el informe, y con el reciente desciframiento a
Conrad y a Alexandros. Estos le felicitaron por el éxito de sus averiguaciones y el
científico americano además le apresuraba para que le enviase urgentemente los
resultados de la prueba de la termoluminiscencia, pues los necesitaba enseguida para
publicar el artículo en la revista.

Aprovechando que estaba en Internet y a través de un buscador encontró las


últimas noticias en hallazgos arqueológicos. Cuando leyó el títular de uno de sus
artículos el mundo se le vino abajo.

"DESVELAN EL MISTERIO DE LOS ARGONAUTAS".

Cuando estaba por fin convencido de que sus descubrimientos le llevarían hacia
el Olimpo de la fama, otro grupo de investigación paralela se le había adelantado. Su
mente se obsesiono con los peores presagios. Todos aquellos años dedicados al
estudio de los argonautas y de su entorno histórico, todos aquellos sacrificados viajes
alrededor de Grecia, todo el tiempo y dinero invertido en sus investigaciones, se
habían ido al carajo. Y todo porque un equipo de historiadores – desconocido hasta
hoy - se había propuesto la misma meta. Y lo peor de todo es que se habían
adelantado por muy poco a sus descubrimientos.
No era la primera vez -ni sería la última- que dos investigaciones paralelas
coexistían ajenas a sus objetivos comunes. El resultado de aquellas coincidencias
terminaba con el reconocimiento glorioso de los unos, en detrimento del más absoluto
olvido de los otros....:

Famosa es la carrera hacía el Polo Sur en que dos expediciones paralelas


rivalizaron para conquistarlo por primera vez. La del británico Scott, y la del noruego
Amunsen.
La decepción de Scott cuando vio ondear la bandera noruega clavada justo en el
punto que indicaba el polo sur geográfico sería similar a la que Artur sentía en esos
momentos.
En las últimas páginas del diario del capitán Scott – que se encontró fuertemente
sujeto a sus manos heladas- vienen reflejadas todas las penalidades y sufrimientos
infrahumanos que la expedición tuvo que soportar- incluida la penosa muerte de todos
y cada uno de los caballos de carga incapaces de sobrevivir a las extremas
condiciones metereológicas-. La clave de su fracaso fue su obstinación en continuar
con la expedición sin los animales de carga, teniendo que apechugar ellos mismos con
los trineos que contenían el material. Por mucha fe y férrea disciplina con la que el
capitán Scott impuso la marcha hacía la meta final, no le garantizaron el éxito de ser el
primero en conquistar el continente helado. La coherencia en la infraestructura de los
medios, y la buena preparación física de la expedición noruega fueron las claves para
que Admunsen pusiera por primera vez los pies del hombre en la Antártida. Al
contrario que Scott, Admunsen confió acertadamente en los perros esquimales o
"huskyns" -más adaptados a las extremas condiciones de los polos- para tirar de los
trineos.
Otro ejemplo más reciente fue el empeño que pusieron los mejores matemáticos
de la pasada década en invertir años enteros de sus vidas en averiguar el enigma que
les planteaba un famoso teorema matemático todavía sin solución: "El teorema de
Fermat". Imagínense la decepción de todos estos fracasados matemáticos, cuando
Gerhard Frey propuso que el teorema podría ser reducido a una hipótesis no
demostrada de la teoría de curvas elípticas, denominada la "conjetura de Taniyama-
Shimura", una idea que más tarde demostraría de manera concluyente Ken Ribet. La
conjetura de Taniyama-Shimura (y en consecuencia, la del último teorema de Fermat)
fue hallada por Andrew Wiles, con la colaboración de Richard Taylor en la última fase
del trabajo.

La decepción de Artur no fue diferente a la que experimentaron muchos otros


investigadores y científicos en circunstancias similares.
No tuvo más remedio que seguir leyendo.

Noticia aparecida el 30 de Julio de 20.. en la cadena de noticias CNN en su


página digital.
TECNOLOGIA Y CIENCIA

Desvelan el misterio de los Argonautas


DIMINI, Grecia - La historia de Jasón y la conquista del Vellocino de Oro ha sido
contada como un relato épico desde tiempos inmemoriales, pero recientes
excavaciones podrían descubrir un trasfondo de verdad.
Según desvela la revista Studia Troica, los arqueólogos han descubierto el
palacio de una ciudad micénica que creen podría haber servido de inspiración a una
de las fábulas griegas de mayor trascendencia: Las aventuras de Jasón y sus
argonautas.
El mito ha sido contado una y otra vez en innumerables libros y películas, y
sirvió como punto de partida para la obra "Medea" de Eurípides.
Cuenta la leyenda que el tío de Jasón retuvo su reino ilegítimamente luego de
que éste hubiera alcanzado la mayoría de edad, pero ofreció devolverlo a cambio del
legendario Vellocino de Oro, el manto de lana de un carnero mágico. Jasón reúne a un
grupo de hábiles camaradas (entre ellos el semidiós Hércules), se hace a la mar y lo
consigue.
El palacio encontrado podría ser parte de la antigua ciudad de Iolkos, donde la
leyenda afirma que el rey Pelias prometió a Jasón su legítimo reino si regresaba con el
vellocino, dicen los arqueólogos.
Las ruinas concuerdan con la descripción y el período histórico de Iolkos, un
centro micénico cercano al monte Pelión, que tuvo su auge a fines de La Edad de
Bronce, o cerca del 1200 a. C.
Vasso Adrimi, quien dirigió la excavación desde sus comienzos en 1975, dijo
"Dado que sabemos que el mito se refiere a un rey micénico que vivió en esta área...
es natural que pensemos en ello".
Adrimi ha dicho que no existe evidencia concreta que relacione las ruinas con
Jasón, "Y tal vez nunca la tengamos".
Los descubrimientos reforzarían las teorías que sostienen que la leyenda de
Jasón y sus Argonautas proviene de los relatos de los comerciantes micénicos.
Las excavaciones de Dimini, unos 170 Kilómetros al noroeste de Atenas,
muestran evidencia de haberse tratado de un importante centro de comercio para las
regiones del Mar Egeo y el Mar Negro.
Tiempo después, los griegos establecieron centros de comercio en Colchis-
donde Jasón fue en busca del Vellocino de oro-para intercambiar oro, metales
preciosos y gemas.
"Tal vez el mito de la campaña de los Argonautas... sea un recuerdo que se
tenía de estos viajes en busca de materias primas", dice Adrimi.
Hasta el evidentemente mitológico Vellocino de Oro podría tener su origen en
algo real, agrega.
Algunos estudiosos han interpretado el Vellocino de Oro ya sea como un texto
sobre la extracción de este metal o como una descripción acerca del uso que los
nativos de la región de Colchis daban a las pieles de los ovinos para atrapar polvo de
los arroyos.
Sin embargo, otros especialistas se muestran escépticos en poder sacar
conclusiones de los elementos hallados hasta el momento en Dimini.
"A no ser que encuentren un pedazo de papel, o algo que diga 'aquí vivió Jasón'
nunca lo sabremos a ciencia cierta. Pero, de todas formas, sirve para desarrollar el
mito", dice Peter Ian Kuniholm, experto en datar árboles en la Universidad Cornell en
Nueva York.
Kuniholm planea visitar el sitio en breve para recolectar piezas de carbón
preservadas en el suelo luego de que parte del palacio fuera devastada por el fuego.
El análisis podría ofrecer precisiones sobre la fecha de su apogeo.
Adrimi, por su parte, tiene pensado extender las excavaciones hacia antiguos
cementerios con la esperanza de poder ahondar las conexiones entre el relato de
Jasón y la realidad de los tiempos.
"Es imposible no relacionarlos en nuestra mente", dice Adrimi.

Con la misma inmediatez con que presintió sus peores augurios, Artur superó su
infundada crisis a medida que iba leyendo el resto del articulo.
Aquel titular sensacionalista disfrazaba un descubrimiento mediocre. El resto del
artículo volvió a poner las cosas en su sitio. La noticia lanzaba una hipótesis al aire –
indemostrable- en que se aseguraba que los restos del palacio encontrado podrían
formar parte de la antigua ciudad de Yolkos. Las únicas pruebas de que disponían
para lanzar tan osada teoría eran que las ruinas coincidían con la ubicación y el
periodo histórico en que Yolkos fue un próspero centro micénico cercano al monte
Pelión.
Artur respiró aliviado por la alarma suscitada y sonrió ante el atrevimiento del
artículo periodístico, pero le hizo reflexionar sobre la injusticia con que la historia ha
sometido -y someterá- a aquellos hombres aventurados que sacrificaron su vida por
perseguir respuestas y que lo perdieron todo a costa del éxito y la fama de sus rivales.

Por fortuna para Artur, toda la historia acabo felizmente. Se publicó en el


Interational Archaeologist Society el prestigioso articulo “las pruebas definitivas sobre
la autenticidad de las Argonautikas” firmado por Charles Conrad y Artur Ferrer. Era la
noticia que encabezaba la foto de la portada. Esta exhibía una estupenda imagen de la
espada broncínea apoyada delicadamente sobre la pieza de terracota, que iluminadas
lateralmente mostraban las inscripciones en su máximo esplendor.
La noticia, por lo extraordinario, traspasó los círculos estrictamente
especializados, y se difundió a través de las revistas de divulgación científica,
periódicos de información general y tuvo un amplio eco en las noticias radiofónicas y
televisivas.
Hubo una fiebre sobre el tema que duró una larga temporada. Se vendieron
cromos y figuras que representaban a los mitológicos héroes. Una productora de cine
infantil lanzó al mercado una película realizada en dibujos animados, mientras que un
prestigioso director norteamericano rodó su versión cinematográfica con actores de
primera fila y espectaculares efectos especiales.
El primer pueblo que divisamos después de atravesar el Bósforo, es decir, el
primer lugar habitado de la costa bañado por el Ponto Euxino, fue Tinia y allí
desembarcamos. Era un pueblo construido alrededor de la ribera del río. Excepto una
exigua guardia que permaneció dentro del barco, el resto fuimos en busca de los
habitantes de la ciudad. Una vez atravesadas las murallas nos dirigimos hacia el
palacio del rey. En su patio nos encontramos con un deplorable anciano, un despojo
humano famélico y sucio –desprendía un fuerte y desagradable olor a orín- que yacía
sentado con la cabeza en su regazo sobre el escalón de la entrada principal de la
cámara. Nos preguntábamos como había llegado hasta allí aquel pobre indigente.
También nos sorprendió el deterioro del edificio y el abandono del jardín. El viejo
reaccionó al ruido de nuestra entrada. Tenía los cabellos canos y largos hasta la
cintura. Los pelos de la barba le tapaban todo el pecho. Parecía un náufrago recién
salido de una isla desierta. Intentó incorporarse por sí solo, pero cayó patéticamente
de nuevo contra el escalón. Parecía moribundo, pues tenía los ojos en blanco y
respiraba con accesos estertóreos. Intentamos reincorporarle y lo tendimos
delicadamente en el lecho de la habitación contigua al patio. Esta exhalaba un hedor
insoportable debido a la porquería esparcida descuidadamente por toda la habitación.
Eran los restos de comida podrida acumulada de no se sabe cuanto tiempo. La
sequedad de los alimentos era un buen referente para calcular el tiempo que llevaban
dentro. Mezcladas repugnantemente con ellas, las defecaciones humanas estaban
también esparcidas por todo el lugar – allí se mostraba la última de la mañana-. La
estancia estaba repleta de insectos, mayoritariamente moscas y gusanos. El nivel de
insalubridad era total. A los que entramos en la estancia para acostar al anciano, se
nos revolvió de tal manera el estómago, que tuvimos que salir huyendo de la
nauseabunda sala para echar todo lo que había de vomitable en nuestro estómago. El
anciano que era todo hueso y pellejo, murmuraba con una vocecita frases
incoherentes. Al cabo de un rato se le entendía mejor: Divagaba sobre una
conspiración de unas misteriosas Harpías que le rondaban y que le infectaban y
robaban la comida. Incluso decía que en ese mismo momento, delante de nuestra
presencia, las muy descaradas seguían intentando acaparar todo el alimento posible
para satisfacer su insaciable hambruna.
Los únicos seres con alas que veíamos eran aquellas repugnantes moscas
gordas y verdes que se regocijaban con semejante festín. El viejo estaba ciego,
contrariamente a lo que pensé en principio cuando relacioné la blancura de sus ojos
con su agonía. Una blanca membrana le cubría el ojo. Era una enfermedad común en
la gente mayor. Él, nos decía convencido que la vista se la arrebato el propio Zeus.
Era evidente que aquel anciano sufría de una severa demencia. Su vejez
contribuía a ello.
Era la conocida enfermedad que los dioses cobraban como tributo a algunos
ancianos, por desafiar a la muerte.
La confirmación de que ese despojo humano era el monarca de Tinia, nos la dio
el descubrimiento de que aquella deplorable porqueriza correspondía a lo que
antiguamente fue una espléndida mansión, donde el rey recibía majestuosamente
sentado en su trono a los embajadores de otros pueblos.
Lo que más nos extrañaba de todo aquello era que el pueblo vivía por fuerza en
auténtica connivencia con la situación. Él nos seguía rogando que le socorriéramos y
lo liberáramos del tormento a que era sometido. Ordené que algunos de los hombres
limpiaran a conciencia la estancia, y que dispusieran al anciano de un intenso baño
reparador. Prometí que sacrificaríamos un cordero del botín embargado a Ámico para
que pudiera comérselo entero si así lo deseaba. Ayude en todas las tareas que pude.
Los hermanos Zete y Calais se encargaron de matar a todas aquellas asquerosas
moscas, tarea que incluso les resultó divertida. Esta labor humanitaria me ayudó un
poco a superar mis antiguos remordimientos. Me enorgullecí de mi tripulación, que en
ningún momento se quejó de realizar aquellas degradantes tareas. Al contrario, todos
ayudaron felizmente como pudieron. Era la primera misión de carácter humanitario que
el destino nos había predestinado, y no desperdiciamos esa oportunidad.
Reaccionamos de la mejor manera que supimos, y así, por fin, pude observar el
espíritu humano que me había propuesto inculcar desde el principio al carácter de
nuestra tropa. La formación religiosa y educativa de los centauros había forjado en mi
una personalidad pacífica y afianzado aún más las convicciones tolerantes que creí
debían imperar en la humanidad. Y bajo esas premisas estaba dispuesto a gobernar.
Durante las primeras semanas había tenido problemas para imponer mis
criterios, pero gracias a la última depuración, se cumplirían todas y cada una de las
normas éticas impuestas por mis guías espirituales.
Mientras rematábamos las tareas, algunos se dedicaron a preparar la cena que
se celebraría en palacio. Una vez las viandas estuvieron a punto, la cara
descompuesta del viejo se contorneó hacía facciones más agradables e incluso más
juveniles con aquel revitalizante olor. El primer bocado lo engulló sin masticarlo ni una
sola vez. Devoró el cordero como si temiera que se lo arrebataran de sus manos en
cualquier instante, pues tenía fuertemente sujeta con sus manos la pata de cordero.
Sus dientes iban desmenuzando las deliciosas carnes, mientras que su boca se hacía
agua. Cuando calmó la parte más voraz de su apetito, observé como el viejo, ya más
tranquilo comía feliz y contento por primera vez en años. Comparado con la ruina del
hombre que nos encontramos aquella misma mañana, parecía otro. Con el ánimo
regocijado –nada mejor que el estómago lleno para recuperar el carácter sosegado- el
aspecto del anciano había rejuvenecido varios años. Yo también rejuvenecí esa
noche.

Tinia se convirtió en la primera ciudad perteneciente al protectorado de Yolkos.


Mis competencias como delegado y representante real me autorizaban a ello. Las
nuevas alianzas políticas y comerciales que se sellaran a partir de ahora con los
puertos y villas habían de garantizarnos unas sólidas relaciones para el correcto
funcionamiento de la nueva ruta marítima. Para ello teníamos que instalar a un
gobernante afín que rigiera el país bajo las leyes inspiradas en el orden político griego.
El autoritarismo ejercido por el rey Fineas durante su reinado le había pasado
factura. No hubo nadie que quisiera cuidar de él cuando enloqueció. Los habitantes no
osaban entrar en palacio, temerosos de sus pasadas represalias, y los sirvientes de la
corte libres de la presión del tirano acabaron vejando al viejo como represalia a sus
anteriores abusos. Y de no ser por nuestra llegada, lo hubieran dejado morir por
inanición como si de un perro se tratara.
Fineas acabó sus días recluido finalmente en un edificio comunitario destinado a
convivir con otros ancianos y enfermos de la comarca, donde se les vigilaba, cuidaba y
mantenía a cargo del fondo común del gobierno real.
El anciano desgraciadamente carecía de descendencia, y no fue fácil determinar
su sucesor. Al fin dimos con un antiguo discípulo suyo en el poblado, quien dejó de
instruirse repentinamente cuando el rey un día empezó a recriminarle de un modo
cada vez más beligerante sus opiniones liberales.
Una vez localizado, fue llevado al palacio donde lo sometimos a un intenso
interrogatorio. Cuando aprobamos unánimemente sus aptitudes lo investimos como
rey de Tínia. Se vistió con las prendas reales y alzó el cetro que simbolizaba el poder,
en un acto solemne que hizo público ante sus súbditos y bajo el apadrinamiento de
nuestra tropa. Prometió servir y gobernar al pueblo con justicia, y libertad. Cumplió
perfectamente su cometido, pues todavía gobierna en Tinia el famoso rey Parebio.
Permanecimos una temporada en Tinia, pues al tiempo invertido para instaurar
el nuevo régimen, se añadió el de la aburrida espera en las playas aguardando a que
los vientos etesios -típicos del verano- dejaran de soplar.
En la primera tregua que nos ofreció la climatología, aprovechamos para zarpar.
Nuestro próximo obstáculo no estaba lejos. Enseguida tuvimos el primer
contacto visual con las rocas Cianeas, las puertas del Ponto Euxino.
Delante de la colosal garganta, Eufemo soltó una paloma para observar en su
vuelo las posibles corrientes de aire que se podían ocultar en ese misterioso paso.
Infinidad de cuevas y grutas formaban parte de sus paredes. El máximo riesgo
consistía en escorar la nave demasiado cerca de los salientes con el consecuente
peligro de chocar con ellas, o ser fatalmente absorbidos por las grutas cuyas
corrientes querían atraer con ansias todo aquello que quisiera atravesar su paso. Las
olas, resacas, remolinos y corrientes eran nuestros peores enemigos, pues fácilmente
podían despeñar la galera contra las paredes del desfiladero y hacernos añicos al
primer embiste. Sabíamos que si perdíamos el control de la nave a merced de ellos,
sería imposible salir con vida de allí.
La paloma voló alta y segura sobre los acantilados, desapareció de nuestra vista
y durante unos momentos angustiosos esperamos su vuelta. Con un retraso mayor de
lo esperado, regresó intacta del paso.
Tifis ordenó una marcha vigorosa para contrarrestar la intensidad de las
corrientes. La fuerza de atracción de las resacas provocadas por la recuperación de
las olas, era mucho más potente de lo que podíamos haber imaginado. Nos invadió
una terrible sensación de impotencia. Los remos apenas si respondían a la fuerza de
las embestidas de las olas. Hubo una, de tal tamaño, que me pareció que
definitivamente iba a engullirnos. Los marineros instintivamente se agazaparon. Pero
Tifis aguantó el tipo y logró remontarla. Momentáneamente nos alejamos de las rocas,
pero la nave era ingobernable, y los remos apenas ejercían influencia alguna en el
trayecto del navío. La resaca de una gran ola nos hizo retroceder lo avanzado, y la
misma ola consecuente nos escupió hacia el Ponto. Eso sí, rozando peligrosamente el
mascarón de proa contra una roca, perdiendo parte de los ornamentos que la
embellecían. De nuevo habíamos rozado la muerte, pero esta vez pude dominar mis
miedos. Era evidente que me bregaba a marchas forzadas.
En esos breves, pero intensos instantes de euforia y felicidad, mirábamos
entusiasmados al cielo agradeciendo la ayuda de los dioses. Pasado el entusiasmo
inicial, el sosiego y el bienestar se apoderó del ambiente. En esos instantes cada uno
reflexionaba silenciosamente para sus adentros. Mis pensamientos valoraban el gran
refuerzo que para mi confianza suponía la superación de la última prueba de fuego, y
con ello reafirmaba mi autoridad en las dotes de mando: Me sentía cómodo entre la
tripulación, y el cargo ya no me era extraño ni penoso. Mi autoridad se consolidaba
con el tiempo. Estaba rodeado de un círculo de hombres leales, que a su vez eran los
mejores consejeros. Mis decisiones eran lógicas, coherentes y humanas. Hasta cierto
punto era tolerante con la tripulación, y sabia manejarla con destreza.
Cuando cruzamos las Simplégades recibí mi consagración moral como
comandante de la tropa, no sin antes recibir una reprimenda pública por parte de Tifis,
causada por la tensión sufrida en el peligroso paso. Me recriminó abiertamente haber
expuesto en exceso sus vidas por mi egoísta ambición por recuperar cuanto antes el
trono de Iolco. Reconocí ante todos mi osadía, y pedí perdón por ello. No agradecí
suficientemente lo que aquellos hombres arriesgaban por mi causa. Aunque tarde,
intente enmendar el descuido:

" Estoy sometido a una gran angustia y temor cuando nos exponemos a los
caprichos del mar cuando se embravece, y cuando desembarcamos en tierras
hostiles. Por las noches medito lo que hicisteis por mí al embarcaros en esta misión.
Ya no temo por mi vida sino por devolveros salvos e indemnes a la tierra de la
Hélade".

Los marineros aplaudieron la sinceridad de mis palabras y acabé aclamado y


vitoreado.
Una vez atravesadas las Simplégades, nuestra intención era costear el litoral sur
del Ponto Euxino rumbo a Ea. El remar rítmico de la tripulación empujaba al navío a
una velocidad firme y constante.
Después de surcar el mar durante un día con su noche correspondiente,
desembarcamos en la desierta isla de Tinia, eso si agotados por el esfuerzo. Muchos
de los remeros se quejaban del dolor intenso de sus brazos, las axilas, y las rodillas,
así como de sangrantes llagas en sus manos. El agotamiento de la tropa hizo
desplomarse a más de uno nada más pisar la arena de la playa. Al cabo de unos
segundos se oyeron algunos ronquidos. Mientras, los más fuertes partieron con la
intención de cazar algún animal para la cena. Tuvieron suerte, porque al cabo de poco
tiempo después, volvieron con varias piezas abatidas sobre sus espaldas. Al
atardecer, despertaron a los que dormían. Les tenían reservada una sorpresa: Detrás
de un estratégico lugar se escondía una opípara cena ya cocinada con la carne recién
cazada. Al descubrirles la sorpresa, los agasajados -que después de haber podido
descansar largamente y que ahora despertaban hambrientos- se mostraron muy
agradecidos y emocionados con el detalle, y un ambiente de gran compañerismo nos
invadió durante toda la velada. Después de la cena, cantamos y bailamos alrededor de
las brasas, con aquel buen humor que se había consolidado durante los últimos días.
Al final, para concluir la velada, brindamos con vino y nos juramos fidelidad eterna.
Cuando evocamos esa noche en nuestras conversaciones y pensamientos, nos
referimos a ella como "la noche de la "Concordia".
La estancia en la desértica isla de Tinia se alargó durante tres días hasta que los
vientos del Céfiro fueron propicios para abandonar aquella escarpada isla.
Al amanecer llegamos a cabo Aqueronte. No paso inadvertida nuestra visita a
los mariandinos, los pobladores del cabo. Cuando nos afianzamos en la costa, nos
visitó Lico, el jefe de los mariandinos, que ofició un comité de bienvenida. Se nos trató
como a héroes de guerra. Estaban profundamente agradecidos por haberles librado de
los bebrices, pues resultaba que eran enemigos acérrimos en perpetuo litigio
fronterizo.
Esta vez la revista apostó fuerte e invirtió mucho dinero en financiar el nuevo
proyecto de excavación que tendría lugar en Bardima –al norte de Turquía-. Esta vez
se había creado una gran expectación mediática incluso antes de que esta se iniciara.
Artur Ferrer, y Conrad (Alexandros se apartó discretamente del equipo para atender
sus obligaciones docentes), dispondrían de toda la tecnología a su alcance para
descubrir la prueba definitiva que pusiera fin a un debate que ellos mismos habían
hecho mundialmente conocido.

Artur se encontró con el Dr. Conrad en la terminal del aeropuerto de Estambul.


Había pasado casi un año desde que los dos científicos publicaran su artículo. Antes
de intercambiar palabra alguna se abrazaron como viejos amigos. Lo acompañaba un
prestigioso fotógrafo que la revista había enviado exclusivamente para cubrir el
reportaje, y que empezó a disparar las primeras instantáneas nada más bajar del
avión.
Su lugar de destino era un pequeño pueblo al Oeste de la ciudad turca de Bursa
llamado Bardima.

BARDIMA

Esta es la población que más se aproximaba al punto indicado por el rubí en el


mapa de la empuñadura de la espada. Por sus alrededores tenían la intención de
encontrar algún vestigio de la matanza de los doliones ocurrida en la desaparecida
Cícico. Llegaron directamente desde el aeropuerto Internacional de Estambul en un
todo-terreno que habían alquilado en la terminal. Tardaron más de seis horas en cubrir
un trayecto que en una carretera nacional europea no hubiera excedido de las tres
horas. La situación geográfica entre las dos ciudades tampoco favorecía su
comunicación. En línea recta distan apenas 100 Kilómetros, pero se extiende entre
ellas una gran barrera que les impide recorrerla en un vehículo terrestre: el golfo de
Marmara. Para unir las dos ciudades por carretera todavía se utilizaba el antiguo
camino que sigue el litoral del golfo y que se adentra hacía el interior de Turquía en
dirección a la Capadocia, para girar radicalmente hacía el sur mimetizando los
contornos naturales del litoral marítimo.
En Bandirma habían reservado las habitaciones donde se hospedarían mientras
duraran las excavaciones.
El Dr. Conrad llego con una semana de antelación. Había estado localizando los
lugares donde efectuarían las excavaciones. La zona a remover estaba acotada en las
playas más cercanas a la ciudad, en la orilla oriental de la ínsula de Erdek. Era el lugar
donde -según sus razonamientos- existían más posibilidades de encontrar alguna
prueba relevante. La orilla occidental estaba prácticamente descartada. Según el
relato, los griegos anclaron por primera vez el navío en la bahía de Erdek cuando
pisaron por primera vez esas tierras. Pero fue en la orilla posterior donde sucedieron
los lamentables sucesos descritos en la historia. Cuenta esta que, debido a una
terrible confusión ocasionada por la oscuridad de una noche sin luna, los doliones y los
argonautas se enzarzaron en una sangrienta batalla cuerpo a cuerpo. Del resultado
final y de sus fatales consecuencias, fueron testimonios horas después los soldados
supervivientes cuando la claridad del día les mostró el terrible panorama.

El Dr. Conrad había contratado a 60 trabajadores, y al día siguiente por la


mañana ya podíamos empezar a excavar con los permisos en regla de la
administración turca.
Así dieron comienzo las duras, intensas y monótonas jornadas de trabajo.
Tres meses después de extraer tierra día y noche no habían todavía encontrado
el más mínimo indicio de civilización alguna. Tras noventa días de cavar, de tragar y
respirar indiscriminadamente polvo y arena, la frustración se apoderó del personal. La
desmoralización, el cansancio, y el mal humor estaban a la orden del día. Las reyertas
tampoco eran extrañas. Más de una vez se plantearon la posibilidad de abandonar la
búsqueda. Nadie estaba exento de las broncas de Conrad. Artur y el fotógrafo también
estuvieron en su momento en el punto de mira de sus ataques de ira. Pero estos
sucesos fueron silenciados debido a la buena fe de Artur y al exigente código
deontológico que el fotógrafo se obstinó en cumplir. El viejo dicho de que "la ropa
sucia se limpia en casa" era para él cuestión de fe.
Un día, el grito de un obrero rompió con la agobiante monotonía. Todos los
trabajadores presentes en las excavaciones reaccionaron rápidamente a la voz de
alerta del operario, pues aquella novedad era un hecho extraordinario. La alarmante
voz que ahora escuchaban, no fue muy diferente a la que emitió hace ya algunos
meses un trabajador que cayó de un entarimado. El pobre hombre se rompió la
clavícula, y tuvo que desvincularse del proyecto y del sustento de su familia. Por ello,
los que pudieron escuchar semejante alarido temieron que fuera un nuevo accidente
que viniera a complicar todavía más el avance de las obras. Los trabajadores dejaron
de cavar, y se dirigieron todos hacia el lugar donde saltó la alarma. Parecía
descartarse el motivo de un accidente laboral, pues no reinaba el desconcierto habitual
en estos casos. Pero algo extraordinario estaba ocurriendo. Los mirones llevaban
mucho tiempo allí sin intención alguna de dispersarse. Los dos arqueólogos se
introdujeron inmediatamente en el interior del pozo, donde se reunieron con el
trabajador que había hallado una esperanzadora piedra punzante incrustada en la
tierra. Cuando el fotógrafo llegó abriéndose paso entre la multitud el Dr. Conrad y Artur
ya estaban limpiando con un pincel la esquina de alguna pared mayor. Rápidamente
descolgó la máquina de fotografiar maldiciendo haber llegado tan tarde. Sin mediar
palabra bajó hasta donde estaban, y se apresuró a tomar imágenes sin apenas sitio
para hacerse un hueco entre los tres hombres.
Unas horas más tarde, los tres asalariados de la revista se encontraban todavía
sucios y sudorosos sentados en el extremo de los sillones que había alrededor de una
de las mesas del hall del hotel. Estaban degustando un excelente té turco mientras
intercambiaban sus impresiones. Artur y Conrad daban las oportunas explicaciones al
fotógrafo que era quién más necesitado estaba de ellas. Habían descubierto los
cimientos de un muro -del que todavía no podían calibrar su importancia, pues
dependería de lo que quedara por desenterrar- de lo que seguramente sería una
construcción micénica.
La siguiente etapa de la excavación se caracterizó en la ansiedad por
desenterrar lo más rápidamente posible el resto del muro y especular con las
fantásticas maravillas que podía desvelar. Cuando llevaban una semana quitando
tierra de por medio, los dos científicos estuvieron de acuerdo en afirmar que la muralla
que estaban desenterrando pertenecía a una muralla aún mayor todavía sin descubrir.
Por su forma semicircular dedujeron que era la antigua muralla de un antiguo pueblo
micénico. El agujero se ensanchó y profundizó todavía más. Decidieron derribar las
frágiles paredes, y empezaron a aparecer armas, utensilios domésticos, joyas,
testimonios irrefutables de que allí existió una rica ciudad. Pero bajo las recién
descubiertas ruinas hallaron otras ruinas, y debajo de estas otras más, pues aquel
enorme socavón en que se había convertido la playa, parecía estar compuesto de
capas de tierra superpuestas una encima de la otra, como si de una cebolla se tratara.
En las notas de su diario, Artur escribía :

Cada una de estas capas parece haber sido habitada en épocas muy distintas.
En ellas vivieron pueblos que luego habrían desaparecido. Aquí se habrían construido
ciudades y se habrían derrumbado. Una civilización habría sucedido a otra, y cada vez
se habría vuelto a elevar una nueva ciudad de nuevos habitantes sobre la antigua
ciudad de los muertos.
En contraste con los primeros meses de trabajo en que los días pasaban
monótamente, esta nueva etapa trajo consigo innumerables momentos de emoción.
Ya se habían encontrado siete ciudades sepultadas.

"La capa más profunda es la prehistórica, la más antigua de todas, tan antigua
que todavía no conocían el empleo del metal. En la penúltima y antepenúltima capas
se hallan las huellas de un incendio, ruinas de fortificaciones poderosas y restos de
una puerta gigantesca. Estamos seguros de que estas fortificaciones son las que
rodeaban el palacio de los reyes de los doliones Cícico y Clite".

A medida que transcurrían frenéticamente los días, se iban descubriendo y


desenterrando tesoros que revelaban una vida cotidiana en la ciudad micénica.

Una nueva ciudad micénica aparece a la luz. Si los descubrimientos de Troya


por parte de Schliemann convirtieron la obra de Homero en algo más que una leyenda
– en un episodio histórico -, el descubrimiento de Cícico confirma la existencia real de
una ciudad citada en las Argonautikas de Apolonio de Rodas, que le da una nueva
visión histórica a esta obra, que narra sucesos mucho más remotos de los que
sucedieron en la Íliada. Por tanto, no todo el contenido del libro pertenecía al mundo
mitológico y legendario griego.

Conrad, Ferrer y su equipo de excavación llevaban removidos más de 25.000


metros cúbicos de tierra y continuaban expandiéndose.
Querían encontrar los restos humanos de los antiguos pobladores de la ciudad.
Sus tentativas se orientaban a rastrear dentro del espacio acotado entre las dos
murallas, pues sospechaban que el cementerio estaría construido precisamente allí.
Artur, que era el especialista, pensaba no sin razón, que Cícico estaría construida bajo
la influencia de las otras ciudades micénicas. Sería lógico que compartieran las
mismas tendencias arquitectónicas en boga, y lo más probable sería encontrar las
tumbas de los doliones siguiendo las pautas de los patrones urbanísticos
micénicos(que las ubicaban en un terreno alejado de la ciudadela cerca de la entrada
principal, inmediatamente cruzada esta)y no fundamentarse en la literalidad de la obra
de Apolonio.
Con el nuevo giro dado a las excavaciones, se estrechó el cerco en la
búsqueda. Perforaron la tierra todavía más en los puntos específicos donde se tenían
serios indicios de la existencia de alguna construcción relevante. La racha que empezó
el día que se halló la muralla, todavía no había terminado, pues al cabo de unos días
localizaron una tumba. Los trabajos se realizaban con celoso cuidado, y duraron casi
25 días, entre los cuales se halló una segunda tumba. Los esqueletos que allí
descansaban pertenecían -con casi total seguridad- a alguno de los protagonistas del
famoso episodio mitológico: Cicico, el rey de la ciudad con su mismo nombre y la de
su esposa Clíte. En la tumba de la izquierda estaban los restos del varón que
mostraba una herida mortal, fácilmente deducible por la fractura ósea localizada entre
el esternón y el par de costillas que cubrían su corazón.
Había muerto instantáneamente.
El esqueleto femenino presentaba la traquea rota, y enredado entre las
cervicales correspondientes a la nuca, los restos de un tejido envejecido. Todo ello
evidenciaba que podía haber muerto estrangulada.
Las obras continuaron inalterables a los descubrimientos, y otros nuevos vieron
la luz. Hallaron una fosa común con varios esqueletos humanos. Los habían enterrado
con algunas de sus pertenencias: lanzas, escudos, grebas, espadas.. accesorios en
definitiva que formaban parte de la indumentaria de un soldado micénico. Todo
parecía conducir a que estaban ante la sepultura colectiva del resto de los guerreros
dolios que perdieron la vida en la famosa batalla de Cício.
Ahora bien, el descubrimiento más importante para la confirmación de la
veracidad de los sucesos acontecidos, fue como no, unas tablas de barro cocidas que
contenían inscritas simbología en escritura Lineal B, y que se hallaron encabezando la
entrada a la fosa.
Las pruebas del laboratorio demostraron que estas tablillas fueron cocidas años
después de los hechos, y colocada allí posteriormente por alguien.

El texto traducido decía: "Me reuniré con vosotros en el Hades tras traspasar las
puertas de allí donde triunfé: allá en las gradas de Ea. Jasón.".

Cuando sacaron a la luz los secretos de esta nueva ciudad, el suceso se


convirtió en otro acontecimiento mundial, aún mayor que el provocado por su anterior
éxito. Las agencias de noticias, televisiones, periódicos, y reporteros de todo el mundo
se peleaban diariamente para concertarles entrevistas, mientras que las instituciones
de los países involucrados los felicitaban con envíos masivos de telegramas. Sin
haberlo buscado, el fotógrafo acabó convertido en el jefe de prensa de esta particular
pareja de científicos.
Fue el propio jefe del poblado en persona quien encabezó la comitiva de
recepción. Con gran asombro por nuestra parte -no se dignó ni a presentarse- nos
invitó a marchar por donde habíamos venido. No le interesaba quienes éramos, ni cual
era motivo de nuestra visita. A continuación aquel tipo arrogante nos “halagó” con todo
tipo de improperios, arropado por el resto de sus acólitos guerreros que lo aclamaban
repitiendo las mismas frases hechas y otras onomatopeyas por el estilo, con tal
sumisión que rayaba lo patético.
Yo quería evitar por todos los medios una reyerta gratuita, así que decidí
marchar de allí y amarrar la nave en otro sitio. Ordené embarcar de nuevo a mis
hombres, pero el energúmeno no se dio por satisfecho y amenazó con atacarnos si
huíamos.
Yo me preguntaba que demonios se proponía ese tipo. Evidentemente buscaba
pelea. ¿Pero, por qué ponía tal interés en ello?.
Resultó ser que topamos con la tribu más autócrata del mundo -la más simple
de las organizaciones sociales- en que el jefe del poblado adquiría el grado más alto
en la jerarquía social mediante una legislación inspirada en la preeminencia de la
fortaleza física.
El muy cretino, estaba obligado a demostrar en cada ocasión que se le
presentara su condición de patriarca del poblado, sino quería que se le cuestionase su
liderazgo. Era el jefe de la "manada", y tuvo antes que derrotar a todos los aspirantes
al trono para conseguirlo. Los bebrices eran un pueblo sometido a una soberanía
totalitaria y eran plenamente sumisos a la voluntad del rey. El trono lo ocupaba el
varón más fuerte del momento, hasta que otro miembro de la tribu -que se sintiera más
fuerte que él y con derecho a cuestionarle su supremacía- le retara en un desafío
público y lograra subyugarle en la derrota.
Eran casi salvajes, y su educación cívica brillaba por su ausencia. Cualquiera
que no perteneciera a su tribu era considerado sin excepción como enemigo al que
aniquilar. Era la xenofobia manifestada en su máxima expresión.
Nuestra presencia allí ya era considerada como provocativa.
El patriarca de turno se llamaba Amico, y me retó a una lucha a muerte.
No hubo otro remedio que aceptar el desafío si queríamos evitar una lucha sin
cuartel con los bebrices. La reciente experiencia me hizo reacio a cualquier tipo de
confrontación bélica.
Pero Polideuces -que estaba muy enojado con la actitud de aquel energúmeno–,
pensaba, como todos nosotros, que aquel sujeto carecía de motivo alguno para
mostrar aquel comportamiento y me convenció para que fuera él quien se enfrentara
con ese bruto." Al fin y al cabo te mataría", me dijo advirtiendo que yo no aguantaría
mucho tiempo en la arena. "En cambio yo tengo una envergadura similar a la suya, y
no tiene porque saber que yo no soy el jefe". "Además, he sido entrenado para las
luchas cuerpo a cuerpo". Le agradecí su ofrecimiento, y le deseé suerte. Cuando
Castor –su hermano- se enteró, lo acompaño en todo momento, susurrándole al oído
consejos sobre el pugilato, ayudándole con la vestimenta o refrescándole con agua.
Formamos un corro en la arena. Ocupamos medio círculo mientras que el otro medio
fue para los bebrices. En el centro de nuestro semicírculo estaban Polideuces y su
hermano, quien le exhortaba al combate mientras le ataba las correas a sus puños. Al
otro lado estaban Amico y su sirviente Licoreo quien también le preparaba para el
combate.
El contraste era brutal. Mientras Amico, impaciente, quería empezar
inmediatamente el combate, Polux se lo tomaba con más calma, intentando
concentrarse para el choque. Atendía rigurosamente a las instrucciones que su
hermano le dictaba. Se calentaba el cuerpo saltando y amagando golpes que pegaba
en el aire. Una carcajada estrepitosa estalló entre los bebrices. Les resultó gracioso
ver a un hombre entrenándose para el combate. Hasta Ámico soltó una sonora
carcajada. Este había permanecido hasta ese instante estático, a la expectativa de
que el árbitro del combate diera la señal de inicio.
La diferencia entre sus cuerpos también era notorio. Amico era fuerte y alto,
pero gordo y fofo. Pesaba más que Pólux, pero no era tan ágil como éste que tenía un
cuerpo fibrado y musculoso.
Estaba a punto de empezar la pelea, y Polux entregó a Castor su fino manto
lemnio, mientras que Amico tiró al suelo su doble capa oscura.
Licoreo dejó caer un pañuelo al suelo para señalar el inicio del combate.
Amico se abalanzó impacientemente sobre Polux, quien esquivó con un ligero
movimiento la embestida del gordo. Una y otra vez las embestidas de Amico se fueron
frustrando por los quiebros bailarines de Polux. Los bebrices abuchearon a Pólux.
Amico resoplando por el cansancio después de perseguirlo infructuosamente extendió
los brazos expresando perplejidad. En ese momento Pólux se puso a tiro. Amico no se
lo pensó un instante y le lanzó su puño derecho para golpearle la cabeza, pero Pólux
evitó el golpe con un imperceptible movimiento de amago. Desconcertado, Amico lo
volvió a intentar, pero falló de nuevo. Una y otra vez sus puños se perdían en el aire
gracias a los amagos de Pólux. Eso sí, cada vez sus golpes eran más débiles y su
respiración más jadeante. Lo más patético llegó al final. Ámico se balanceaba como un
borracho, y riéndose se volvió hacia sus compañeros con los dos brazos en alto.
Cuando volvió la vista hacia el cuadrilátero recibió un golpe de tal potencia en la nuca,
que sus ojos se le salieron repugnantemente de sus órbitas, para seguidamente recibir
el segundo y definitivo derechazo que partió en dos su duro cráneo. Se escuchó
claramente el escalofriante sonido de la fractura ósea. La cara descompuesta de
Amico ofrecía un aspecto grotesco. Su cara formaba una mueca imposible, y si no
fuera por la seriedad de la situación hubiera provocado la hilaridad de los presentes.
Su cuerpo quedó tumbado en la arena, se movió compulsivamente con espasmos
irregulares, y echando espuma por la boca, murió al instante.

Los Bebrices no tuvieron opción para evitar la muerte de su rey. Su reacción


desesperada no fue otra que abalanzarse con mazas y venablos contra Pólux. Salimos
raudos en su defensa. Desenvainamos las espadas, y se formó una batalla campal.
Cástor que fue el primero en salir en defensa de su hermano, cortó la cabeza de
un bebrice de un solo tajo. Pólux golpeó con la planta del pie en el pecho de un
gigantón que lo tumbó al suelo, dejando que se ahogará asfixiado. Sin tiempo para
pensar rompió con el puño la ceja izquierda de otro salvaje que le atacaba, con tal
fuerza que le arrancó el párpado dejando el ojo al descubierto.
Talao fue atacado por uno de los aborígenes con una espada que le alcanzó un
costado. Pero el cinturón impidió que el metal lo atravesase, y quedo levemente
herido.
Ifito fue alcanzado con una maza en el pecho. Aparte del aturdimiento, no pasó
a mayores.
Entonces Anceo -el de la piel de oso- se abalanzó contra el grupo de bebrices
que todavía se mantenía en pie portando en su mano una gran hacha. Detrás de él le
seguimos Telamón, Peleo, y yo.
Ante tal avalancha, los bebrices huyeron, dejando abandonado su poblado.
Aquella noche celebramos nuestra victoria en el territorio conquistado. Los
heridos curaban sus heridas. Los sanos se apoderaban del ganado encerrado en los
establos. Asamos la carne de un buey. Y para los que querían una dieta más ligera se
cocinaron unos cuantos pollos. Saqueamos todo el vino que estuvo a nuestro alcance.
Al fin y al cabo era nuestro botín de guerra.
El vino hizo su efecto y nos embargó enseguida con sus encantadores efluvios.
Empezamos a cantar y bailar para celebrar la victoria. En aquellos momentos me
sentía muy feliz, libre de ataduras. Fui, sin dudarlo el que más disfruté de la velada.
Por la mañana, zarpamos cargados con los víveres saqueados. Vaciamos los
corrales, envasamos el grano de arroz y las hortalizas. Luego prendimos fuego a todo
el poblado que ardió rápidamente.
La navegación por el Bósforo no fue tarea fácil. Las olas chocaban frontalmente
en su encuentro con los dos mares. La nave se balanceaba- de arriba abajo, y de
izquierda a derecha- a merced de las olas. Estábamos pasando factura por haber
apostado por una nave de quilla baja -que ganaba en velocidad lo que perdía en
estabilidad-. Gracias a la habilidad de Tifis, que sujetaba los timones con sus
respectivas axilas, pudimos evitar volcar la nave. Encaraba las olas con la proa en una
trayectoria en zigzag. Pero hubo un momento que se le soltó uno de los timones. La
nave perdió el control y las olas azotaron sin compasión los laterales del barco. Tuve
que auxiliarlo para hacerme con el timón liberado, y pudimos encararlo nuevamente en
la dirección correcta. Conseguimos superar el estrecho, pero al precio de sufrir un
buen sobresalto. Tal fue la tensión soportada, que cuando pasó el peligro acabamos
los dos fuertemente abrazados, con nuestros músculos todavía temblando por el
esfuerzo.
El primer pueblo que divisamos después de atravesar el Bósforo, es decir, el
primer lugar habitado de la costa bañado por el Ponto Euxino, fue Tinia y allí
desembarcamos. Era un pueblo construido alrededor de la ribera del río. Excepto una
exigua guardia que permaneció dentro del barco, el resto fuimos en busca de los
habitantes de la ciudad. Una vez atravesadas las murallas nos dirigimos hacia el
palacio del rey. En su patio nos encontramos con un deplorable anciano, un despojo
humano famélico y sucio –desprendía un fuerte y desagradable olor a orín- que yacía
sentado con la cabeza en su regazo sobre el escalón de la entrada principal de la
cámara.
KUTAISI

Los éxitos se repitieron. Los descubrimientos de Conrad y Artur en Bardima se


publicaron en la portada de la revista con las fotos de los huesos de los reyes
doliones.
La siguiente cita fue en Kutaísi. Había pasado casi un año desde que
encontraron la ciudad de Cicico y sus tesoros. Pero, la de ahora era como dirían los
americanos “la madre de todos los descubrimientos”, pues querían descubrir los restos
humanos de Diomedes, más conocido como Jasón el esónida. Para ello tuvieron que
viajar hasta la ciudad georgiana de Kutaísi, la zona poblada más cercana a la
confluencia entre el río Rioni y la altiplanicie y que era el lugar donde según los
expertos se había asentado antiguamente la ciudad de Ea. El lugar donde se custodió
el vellocino era, actualmente, una pradera virgen sin el menor vestigio de construcción
humana.
Inspeccionaron el suelo, y estuvieron convencidos de que si empezaban a
excavar en el llano, tarde o temprano saldrían a la luz las piedras de la ciudad. Pero su
objetivo no era éste. Con el desenterramiento de Cícico tenían que superar un nuevo
reto y lograr otro descubrimiento de mayor envergadura. Estaban seguros de que las
inscripciones encontradas en Cícico eran las pistas a seguir para encontrar el lugar
donde encontró la muerte Jasón. Donde en el texto de las tablillas micénicas se leía
“Las gradas de Ea”, ellos interpretaron que Jasón se refería a las faldas montañosas
del Caúcaso, y por ello se desentendieron de Ea para ir hacía el Caúcaso en busca de
Jasón. Conrad, Artur y el fotógrafo que conducía el coche todoterreno se dirigieron a la
cordillera a través de los caminos tortuosos que se perdían entre sus faldas. Una de
las ideas sugeridas por el texto encontrado en Cícico era que Jasón podría haber
vuelto en una peregrinación postrera a las montañas que le dieron la gloria. La
expresión helena "marchar al Hades" era un eufemismo para referirse a la muerte. El
testimonio del paso de Jasón escrito en las tablillas no dejaba lugar a dudas.
Apostarían lo que fuera a que los restos de Diomedes no se encontraban junto a otros
contemporáneos en la ciudad oculta, sino más allá de la pradera. ¿Qué mejor sitio
para morir sino en el mayor templo que existe en la tierra?. Para Jasón y su mundo,
las montañas más altas de la tierra eran Caucásicas.
La más cercana de las montañas, y la que parecía más alta era la que estaba
enfrente de la pradera de Kutaísi: Shkhara.
Desperté al alba, cuando el cielo todavía conservaba su negrura y una tenue
claridad asomaba por el Este. Me hallaba tumbado, boca arriba. Había perdido el
conocimiento durante la travesía nocturna. Navegábamos a mar abierto, lejos de la
salida del estrecho, sin que el ritmo de las remadas hubiera decaído.
Nadie percibió mi estado. Me sentía muy aturdido. Al estupor lo siguió una fuerte
resaca mental que apenas me dejaba pensar.
Tifis mientras se aseguró de poner agua de por medio para desaparecer del
campo de visión de los troyanos. Cuando consideró que estábamos fuera de peligro
ordenó bajar el ritmo de las remadas. A través de la penumbra intentó localizarme.
Creo que intuyó mi lamentable estado, lo que le autorizó a dictar las órdenes:

"¡ Compañeros! ¡ Cesad de remar! ¡Hemos dejado atrás el Helesponto!."

Y los tripulantes de aquel magnífico regimiento dejaron de remar y lo celebraron


con gran júbilo. Ya más recuperado, después de dejar que festejaran el éxito de la
campaña, ordené continuar hasta la costa. Estábamos exhaustos, pero con la euforia
desatada pudimos exprimir las últimas reservas musculares para alcanzar la playa
más cercana.
Por mi parte disimulé como pude mi embotamiento mental que se resistía a
desaparecer por completo.
Durante mi vida he padecido otros episodios de angustia, pero nunca con la
intensidad de la de aquel día.
El viento del norte, que sopló desde que empezamos a navegar por el interior de
la Propóntide nos ayudó a alcanzar la rápidamente la costa, que resulto pertenecer a
un istmo que estaba unido al continente por una delgada franja de tierra. En un
extremo estaba asentado el poblado Cicico. Allí dimos por finalizada la larga etapa que
empezó la mañana del día anterior. Echamos el ancla, hundiendo una pesada piedra
que atamos en el extremo de una cuerda hacía el fondo marino. La tribu doliona
habitaba el poblado. Su jefe Cícico nos recibió en el mismo malecón. Acompañado de
Etálida descendí de la galera y parlamentamos cortésmente con él. Le explicamos que
nuestros planes más inmediatos pasaban por cruzar las rocas Cianeas para alcanzar
el Ponto Euxino. Era nuestro segundo encuentro con la más alta autoridad de una
ciudad. En ese tipo de encuentros -en que cualquier malentendido puede resultar fatal-
experimenté la dificultad para hacerme entender de la manera más fiel a mis
intenciones. Teníamos que mostrar -mientras nos presentábamos- un talante neutro
que no fuera ni excesivamente temeroso ni demasiado arrogante. Teníamos que
transmitir una imagen de confianza y de credibilidad. Por ello fue de suma importancia
la inestimable aportación del heraldo Etálida, un buen comunicador dotado de gran
facilidad de palabra. Sus frases pronunciadas a un ritmo pausado, poseían los
refinados modales necesarios para agasajar a cualquier interlocutor desconfiado. En
cambio yo, por querer decir muchas cosas en poco tiempo convertía mis
pensamientos en frases ininteligibles o en palabras mal combinadas que podían dar
lugar a irreparables malentendidos y confusiones.

Cícico accedió finalmente a acogernos esa noche debido a la persuasiva


intervención del heraldo.
Nos aconsejó que trasladásemos el barco al puerto opuesto al que ahora
estábamos amarrados.
El príncipe era un hombre muy joven. Posiblemente heredó el trono de su padre
prematuramente fallecido. No podía precisar su edad, pero tenía una de aquellas
caras imberbes que caracterizan a aquellos a quienes la pubertad les alcanza
tardíamente.
Nos invitaron a cenar para esa misma noche. Me asombraba la amabilidad y la
hospitalidad de los pueblos que hasta el momento nos habían acogido. Resultaba
conmovedor disfrutar de las atenciones que nos dispensaban, pues esta actitud en
Helas no solía ser una costumbre corriente. Quizás la sencillez de los pobladores, y la
falta de trato habitual con gente extraña, les convertía en seres excesivamente
confiados.
Al atardecer marchamos hacía el palacio del príncipe, acompañados por un
sirviente de la corte. Cícico era, como no, el anfitrión del banquete. Bebimos vino de
sus cráteras, y comimos cordero asado. Orfeo, como agradecimiento, amenizó la
velada nocturna con la música de su cítara que cautivó en sobremanera a los doliones
que era la primera vez que la escuchaban. Sus notas pausadas hipnotizaron a los
anfitriones sometiéndoles a un estado de encantamiento tal, que parecían estar
sometidos a la voluntad de su melodía. Cícico aplaudía fervorosamente en cada uno
de los silencios con que terminaban sus composiciones. La admiración por la novedad
que acababan de descubrir, contrastaba significativamente con nuestro general
desinterés
-algunos se mostraban indiferentes, otros acentuaban descaradamente sus
soporíferos rostros y disimulaban mal el aburrimiento-. Algunos más impacientes -
abusando de la confianza que da la amistad cultivada a costa de los días convividos-
mostrábamos abiertamente nuestras quejas. El hastío empezaba a hacer mella en
todos nosotros, excepto en algún “incondicional” que se divertía cruelmente a su costa.
Cuando por fin Orfeo dio por concluido el concierto, los doliones no contentos
con lo que habían oído le rogaron que siguiera tocando más música. Orfeo se hizo de
rogar. Cuando vi que no tenía la más mínima intención de dar por concluido el
concierto, sino que por el contrario, parecía estar encantado con la nueva situación,
intervine con urgencia para dar por concluido el concierto.
Etálida me echó una mano: “sentimos interrumpir tan agradable velada musical.
Espero que nos sepan perdonar, pero nuestro lider ansía entrevistarse cuanto antes
con los reyes”, y dirigió su mirada a los príncipes para que asintieran –no les quedó
más remedio-, mientras me enviaba un guiño de complicidad.

Cícico estaba casado con Clite. Era un matrimonio joven y sin hijos. Me
colocaron sentado entre medio de los dos. Era tan reciente su posesión en el cargo
que todavía recibían el trato principesco. A ninguno de los dos les pareció molestar tal
deferencia. Él se mostró interesado sobre el destino y la finalidad de nuestro viaje. La
misión era un alto secreto de estado, y por ello recurrí a una falsa historia como
coartada, aprendida de memoria de antemano por mí, y conocida perfectamente por
los marineros –la versión no difería mucho de la verdadera, pero sustituía ciertas
pretensiones políticas por otras más comerciales-.Me creyó a pies juntillas. Él me
informó de los pueblos y tribus que habitaban el litoral que se extendía por el Golfo.
Pero desconocía que había más allá de las Rocas Cianeas, pues nadie había osado
atravesar tan peligroso paso.
Pregunté por la hospitalidad de las tribus – quería saber si eran hostiles o no-.
"Por aquí habitan pocas tribus y aisladas. Temed por los macrieos pelasgos, que viven
un poco más al norte. Estamos en constantes disputas con ellos en los pasos
fronterizos, pero no sería la primera vez que osaran atacarnos por mar
desembarcando desde sus canoas”.
"Si mañana hace un día claro, al alba te acompañaré al alto del Díndimo de
3200 pies de altura. Allí viven confinados los aborígenes -antiguos dueños de estas
tierras- que huyeron a refugiarse entre sus áridas rocas, después de ser
sistemáticamente perseguidos por nuestros antepasados cuando invadieron y
saquearon su pacífico poblado. Hoy en día sobreviven tristemente recluidos en el árido
peñón con nuestra connivencia e indiferentes a su existencia. Cuando visitamos el
peñón, apenas se dejan ver, pues recelosos se ocultan la mayor parte del día en sus
profundas grutas al amparo de cualquier represalia, escarmentados de tanta represión
sufrida.
Cícico retomó la conversación: “Si el aire es limpio y transparente podrás ver la
bocana del Bósforo y conocer el rumbo a tomar para ir directos a las Rocas. Con un
poco de suerte - si la climatología os es favorable- no tendréis que hacer escala en
ninguna playa durante el trayecto, y con ello os evitareis posibles problemas con los
macrieos".
Al amanecer acompañamos a Cícico a la cima de la montaña tal como
habíamos acordado. El resto de la tripulación, entre los que se encontraban Anceo,
Heracles y Tifis se encargó de llevar la nave al Puerto de los Diques, justo debajo de
las altas paredes del peñón.
Cuando alcanzamos la cima, Cícico nos señaló a lo lejos, tras la bruma, y sobre
el horizonte el perfil de Tracia. En la parte más oriental de aquella tierra, a nuestra
derecha apenas se distinguía la entrada del gran Ponto Euxino. La ruta era sencilla.
Solamente cabía enfilar la proa en una trayectoria curvilínea (para contrarrestar las
corrientes del Sur) directa al destino. Tifis ya se encargaría de localizar los vientos
propicios para intentar ganar velocidad. En el peor de los casos siempre podíamos
recurrir a los remos. Nos aconsejo que, para evitar cualquier susto, navegáramos lo
más apartados de las costas pues los macrieos eran bastante osados como para
intentar un abordaje con sus canoas”
De repente, los aborígenes del peñon, nerviosos por nuestra dilatada intrusión
en la isla arrojaron grandes peñascos desde lo alto del desfiladero -que se
desprendían fácilmente de la montaña- contra nuestra nave que se encontraba
maniobrando debajo en la bahía. Las rocas llegaban con tal inercia al agua, que
cuando rompían contra el agua, esta recuperaba el espacio robado, escupiendo un
enorme chorro vertical que doblaba la altura del mástil de nuestro navío. Si alguno de
los rudimentarios proyectiles hubiera caído en cubierta, sin duda nuestra embarcación
se habría hundido irremediablemente. Heracles, respondió inmediatamente a la
emboscada. Apuntó y disparó con su arco la primera de las flechas. Mató
instantáneamente a uno de ellos que cayó inerte como un muñeco en el abismo del
precipicio. La superioridad armamentística era desproporcionada, como lo fue la
respuesta al ataque de los aborígenes. Heracles no tuvo compasión. Fuera de sí
masacró a los indefensos indígenas sin piedad alguna, que impotentes caían del
desfiladero como moscas. Los que estábamos observándolo todo desde la cumbre
bajamos apresuradamente hacía donde los salvajes lanzaban las piedras. Les
bloqueamos la salida para impedirles la huida. Allí cercados, como en una ratonera,
los exterminamos uno a uno con nuestras mortales espadas, sin que ellos dispusieran
de arma ni coraza alguna con la que se pudieran defender. Cuando nos aseguramos
que la batalla había concluido, el paisaje mostraba un aspecto desolador. Los hombres
mostraron un vergonzoso júbilo por la sangrienta carnicería. Yo solo tenía ojos para
los desdichados salvajes cuyos cuerpos yacían muertos en las playas.
Decenas de cadáveres quedaron esparcidos en la bahía. Unos flotando en el
agua, otros tendidos en la orilla, donde el retroceso de las olas descubría sus cuerpos
cubiertos de algas. Allí se quedarían sin que nadie les diera sepultura a disposición de
las aves carroñeras -si sus cuerpos se quedaban en tierra- o pasto de los peces si
eran arrastrados mar adentro.
La sed guerrera de los soldados aqueos se mantuvo latente durante los días que
duró la cruzada, hasta que una pequeña chispa detonó la frustración acumulada en
toda su magnitud.
Consciente de que se me escapaba el control, sentí que mi autoridad era ficticia.
Me culpaba de no haber advertido esas ansias de combate en mis hombres.
Estaba aturdido. Me sentí responsable de aquella matanza. Mi sistema de valores
éticos y morales se desmoronaba ante mi actitud indolente. No me atreví a
reprocharles nada. Únicamente dicté una tímida resolución como reacción que
consistió en organizar periódicamente campeonatos de lucha como atenuante a las
ansias de combate. La inactividad de a bordo acumulaba día a día una cólera que si
se desbordaba adquiría un poder destructor imposible de encauzar.

Aquella misma mañana decidí partir hacia el Bósforo. Quería dejar atrás lo más
rápido posible- física y mentalmente- aquel genocidio. Tifis dio el visto bueno
metereológico. Soplaba una brisa favorable, y no había tiempo que perder.
Avanzamos velozmente todo el día gracias al empuje de las velas hinchadas.
Observaba atónito como el ánimo de los guerreros no mostraba el más mínimo
arrepentimiento por lo sucedido apenas unas horas antes. Fui consciente del potente
mecanismo devastador que tenía entre mis manos. Reflexioné todo el día para tomar
algunas decisiones al respecto.
Cuando cayó la noche nos sorprendieron de repente fuertes vendavales
contrarios, que además de impedirnos avanzar, nos obligaron a retroceder el trecho
recorrido. En vista de la situación, nuestra prioridad inmediata fue alcanzar lo antes
posible la orilla más cercana. Con alguna que otra dificultad, alcanzamos la costa. No
se hizo esperar el ataque de un grupo de guerreros macrieos que –sin mediar palabra-
se abalanzaron contra nosotros. Antes de emprender el viaje preví la posibilidad de
que algunas poblaciones se mostrasen beligerantes. Por ello zarpamos de Yolkos
preparados para el combate: escudos, lanzas y espadas formaban parte de nuestro
arsenal.
Con el derecho moral de sentirse parte afrentada que nos legitimaba para una
contraofensiva, me lancé con rabia para repeler el ataque. Descargué toda la furia
acumulada por mis frustraciones contra aquellos descarados que nos osaban atacar
sin mediar palabra. La motivación triplicó mis energías, y convirtió mi mediano cuerpo
en una máquina destructiva y descontrolada. Las lanzas chocaron contra los escudos,
las espadas contra las espadas. Maté enseguida a la primera víctima que osó
interponerse en mi camino. Fue sencillo. El pecho del hombre se quebró como la
madera seca y cayó sin vida a mis pies. Pude percibir perfectamente su último suspiro.
Heracles, Peleo, Acasto, Telamón e Idas mataron a sus respectivos rivales de
combate con relativa facilidad. Canto salvó su vida gracias a que percibió el divino
reflejo de luz luna reflejada en la punta de la lanza que volaba rauda hacia su cráneo.
Sus magníficos reflejos evitaron el mortal golpe, pero no que el yelmo se abollara y
que el penacho que lo encumbraba se rompiera en dos como prueba de lo cerca que
estuvo de saborear la muerte. Durante el resto del viaje portaría con orgullo este yelmo
distintivo. Cuando los atacantes se rindieron a nuestra superioridad, huyeron en
bandada en busca de refugio tras las puertas de las murallas.
Aquella batalla nos aportó una victoria rotunda, toda una gesta sin precedentes.
Pero el alba nos descubrió la dura realidad y respondió a todos los interrogantes
planteados durante la pelea. Los primeros claros pusieron al descubierto a los
cadáveres desparramados por la arena de la playa. Eran doce. Acerqué mí rostro al de
la víctima. Enseguida reconocí en aquel rostro sin vida al muchacho con quien
compartí cena la pasada noche.
¡¡Cícico!!. Caí de rodillas, y lloré desconsoladamente sobre su cadáver"¡Qué
hemos hecho!".
La fuerza del viento que de repente se giró contra nosotros aquella noche era de
tal calibre que nos arrastró hasta el punto de partida. No fuimos capaces de calcular la
potencia del impulso que nos devolvió a Cicico en mucho menos tiempo del que
habíamos invertido en la ida. En el colmo de la mala suerte, desembarcamos en la
única playa de la ciudad que no conocíamos. Los doliones –como ya nos habían
contado- temían una incursión de los macrieos en su territorio. Nosotros temíamos un
ataque de rechazo por su parte si descubrían que habíamos desembarcado en sus
playas. Unos y otros –por el miedo mutuo que les procesábamos a los macrieos -
caímos en una lucha fratricida en que el enemigo fue completamente ajeno a ello. El
resultado de todo aquello fue otra lamentable masacre de inocentes. En menos de dos
días habíamos provocado la muerte a una treintena de personas que de no haber sido
por nuestra inoportuna injerencia ahora estarían viviendo.
Contrariamente a lo que sucedió con los aborígenes, la tripulación se resintió
anímicamente por lo sucedido, y los llantos y las lamentaciones fueron unánimes en
todos y cada uno de los miembros de la tripulación. Estos deambulaban
fantasmalmente por la playa observando el lamentable espectáculo mientras se
mesaban los cabellos cada vez que reconocían a los anfitriones de la cena. Algunos
ciudadanos y guerreros supervivientes de Cícico vinieron poco después al lugar de los
hechos desde su fortificada ciudadela. Enseguida se aclaró la situación, y la noticia se
extendió inmediatamente por toda la ciudad. El resto de los habitantes de Cícico
vinieron en tromba para certificar la muerte de su soberano y de los demás soldados
muertos en la fatídica noche.
Otra noticia desgarradora llegó del palacio. A la esposa de Cício, que por lo visto
ya se había enterado de la noticia, la habían encontrado ahorcada en su habitación.
No encontró la pobre mujer otra manera más rápida de calmar su terrible dolor que
colgándose con la sábana del lecho que compartía las noches con su marido.
Tras el cúmulo de terribles acontecimientos que parecían no tener fin, creímos
perder el juicio. Ayudó muchísimo poder compartir el dolor con los propios doliones
que en absoluto nos culparon de lo ocurrido. Si tuviera que definir a los doliones, diría
sencillamente que son gente con una gran comprensión. Sus premisas de tolerancia,
objetividad, honestidad y justicia son impartidas y cumplidas equitativamente. No son
rencorosos, simples o primarios, sino todo lo contrario de lo que consideraríamos -
desde nuestra perspectiva- a un pueblo descivilizado. Son espiritual, moral, y
éticamente más avanzados que nosotros, quienes arrogantemente nos consideramos
superiores en civismo y progreso a los demás pueblos del mundo. Los doliones me
demostraron que estaba equivocado.
Los ritos fúnebres fueron memorables. Compartimos con ellos la participación en
los sacrificios ofrecidos en honor a los muertos. Los veneramos como si de nuestros
propios soldados se tratara. Nos vestimos con todos los accesorios del combate como
señal de duelo y del sumo respeto que les procesábamos. Les dimos sepultura y
erigimos un túmulo para la posteridad. Todo con gran solemnidad por parte de todos
los presentes como bien se merecían los ausentes. Los más afligidos eran los
familiares de los guerreros muertos, a los que estérilmente intentamos consolar.
Durante los siguientes días se guardaron en la población las obligadas jornadas
de luto que se perpetuaron durante semanas, ya que la población cayó en un estado
de estupor tal que tardaron bastante en aparecer de nuevo las ganas de trabajar,
comer y dormir.
Nosotros por nuestra parte acampamos temporalmente en la playa. No teníamos
tampoco los ánimos necesarios para zarpar, y los días que siguieron a nuestro
desánimo se caracterizaron por una densa borrasca estancada que duró doce días y
que nos impidió zarpar. Un pesado tedio se apoderó de la tripulación durante aquellos
días de espera. Al fin Mopso nos pronosticó el alejamiento del tiempo tempestuoso.
Fue cuando observó el vuelo de un alción marino sobre nuestras cabezas. Según su
misterioso manual de predicción, el ave presagiaba el inicio del buen tiempo.
Efectivamente, ese día cesó la lluvia y el viento. Al día siguiente por la mañana lucía
un sol radiante y una mar en absoluta calma. Al alba nos fuimos con los escalofriantes
lamentos de fondo y que lúgubremente retumbaban en las murallas de la ciudad
todavía en el albor del duelo. Los atormentados llantos impresionaron profundamente
a la sensibilizada tripulación.
A media tarde el viento cesó por completo. Nada, ni una sola brizna de brisa. La
tela caía tristemente formando el clásico bucle vacío. La desembocadura del Ríndaco
se alejaba cada vez más de nuestra vista. No hubo más remedio que remar. Cuando
llevábamos un buen trecho recorrido, reté a los hombres a una improvisada
competición. Era importante apurar el último esfuerzo para llegar al destino, y no se
me ocurrió otra manera de motivarlos que desafiarlos a una prueba consistente en
aguantar el mayor tiempo posible el alto ritmo de remada que yo impondría. El
ganador sería el último que abandonase. Di la orden de salida y la nave empezó a
acelerar espectacularmente. La cadencia de remada era extremadamente alta, por lo
que rápidamente abandonaron extasiados los hombres más débiles. Al rato, ya fueron
los mejores remeros quienes abandonaron la prueba. Finalmente y como era de
esperar quedaron compitiendo mano a mano los dos máximos favoritos. Compensado
el rumbo de la nave por la posición simétrica de sus bancos, Anceo y Heracles
luchaban por la supremacía de la prueba. La competición no tuvo un claro favorito,
hasta que uno de ellos empezó a ceder ligeramente. Finalmente la victoria se decantó
claramente hacia un ganador. La galera empezó a escorarse del lado de Anceo, y nos
desviamos del rumbo establecido. Netamente derrotado, Anceo no tuvo más remedio
que soltar el remo. Heracles tozudo, con la simpleza que le caracterizaba, continuó
remando. Ya fuera por presumir o simplemente por su rudeza, paleteaba cada vez con
más fuerza en una demostración presuntuosa de su poderío físico, que provocó que la
nave girara absurdamente sobre si misma. A la gente le causó hilaridad aquel
despropósito que continuó hasta que el remo de Heracles se rompió, haciendo que
cayese de espaldas sin dejar de sujetar la parte mutilada del remo. Puso esté tal cara
de desconcierto que la gente arrancó a reír a carcajada limpia, pero también
empezaron a aplaudirle y a aclamarle, y con ello consiguió arrancar un poco de alegría
a sus compañeros.
Era ya de noche cuando llegamos a la desembocadura del río. Los misios, que
habitaban la región, nos acogieron hospitalariamente, y nos proporcionaron entre otras
provisiones, cordero y vino. Improvisaron nuestros lechos con pequeñas ramas, y nos
encendieron una hoguera con el fuego obtenido por la fricción de dos palos de madera
seca.
Nos estábamos acostumbrando a la hospitalidad de los pueblos que
visitábamos. Era un hábito muy arraigado en los pueblos costeros de la Propóntide
cuya actitud respondía a una dilatada tradición comercial. Era uno de los preceptos en
los que se apoyaba su cultura. El trato entre los pueblos vecinos era fluida, y como
norma se acogía a los visitantes -no con servidumbre ni sumisión – sino como a
invitados, de la misma manera que ellos serían bien servidos en otras comarcas.
Heracles se adentró en el bosque contiguo para apropiarse de un tronco para
construirse un nuevo remo. Era un hombre fuerte pero no musculoso, sino más bien
gordo. Vestía una piel de león que –según decía- cazó en África con sus propias
manos. Llevaba siempre una maza que sujetaba fuertemente por el mango y que muy
pocas veces se desprendía de ella –había matado a muchos de sus enemigos con
ella-.
No invirtió mucho tiempo en encontrar un tronco de su agrado, pues estos
abundaban en el bosque. Se despojo de su piel de león y dejo la maza en el suelo.
Apoyó su espalda en un álamo enhiesto, y con los pies bien apoyados en la tierra, lo
apalancó con su propio cuerpo. El leño empezó a gemir, y en un esfuerzo final pudo
desarraigarlo de la tierra. Acto seguido limpió del fango sus raíces y lo podó. Volvió a
vestirse y cargó el tronco en su hombro.
Momentos antes Hilas, su inseparable pero sumiso compañero, partió en busca
de agua fresca cargado con un cántaro vacío.
Al rato escuchamos un gemido. Procedía del lugar por donde Hilas se adentró.
Polifemo arrancó a correr impetuosamente espada en mano en su ayuda.
Temiendo que hubiera caído en una emboscada gritaba su nombre, pero no
obtuvo respuesta. Registró minuciosamente toda la zona, pero no encontró nada
anormal. Heracles que bajaba del sendero se cruzó con Polifemo que le contó lo
ocurrido.
Heracles, fuera de sí, soltó el pesado tronco y partió en su busca
desesperadamente.

Heracles e Hilas eran amantes. Me di cuenta de su especial relación en Lemnos.


Al principio habían levantado sospechas entre algunos de sus compañeros que me lo
insinuaban con comentarios despectivos. Pero yo pensé que solo eran habladurías.
Fue en la isla cuando se confirmaron nuestras sospechas: Ellos dos se ofrecieron
voluntarios para custodiar el barco durante nuestra estancia y no se mezclaron nunca
con las mujeres isleñas.
Cuando se confirmó su relación, enfurecí. Me habían ocultado una condición
indispensable para el reclutamiento. Mi idea de un regimiento competente era la de
una formación de guerreros unidos por un mismo objetivo. Una estrecha relación
particular- especialmente amorosa- podía romper la estabilidad del grupo. Así se lo
hice entender a Atalanta cuando me pidió formar parte de la expedición. A pesar de su
demostrada gallardía y sus especiales dotes para la batalla, tuve que rechazar sus
demandas al temer celosas disputas amorosas condicionadas por su sexo. Ella aceptó
resignada mi resolución, y para demostrar que no me guardaba rencor, me regaló su
lanza.
Por ello me consideré doblemente traicionado por Heracles e Hilas cuando me
enteré de su secreta pasión. De hecho, con quien había tenido mayores discrepancias
en mi manera de concebir el grupo y como este tenía que comportarse fue con
Heracles. Él lideraba a un pequeño grupo disidente que discrepaba de mi capacidad
de mando.
Sus premisas eran menos tolerantes, y sus actos más irreflexivos. No eran
partidarios de los grandes parlamentos pero si férreos defensores de la fuerza bruta
para conseguir sus propósitos. El detonante de la ruptura definitiva con Heracles y su
grupo fueron los sucesos acontecidos durante la matanza de los salvajes del peñón.
Le reproché públicamente haber iniciado y alentado el genocidio. Le recriminé que una
iniciativa de tal envergadura tenía que –como mínimo- ser aprobada por la máxima
autoridad de la tropa.
A partir de aquella reprimenda pública donde afloraron nuestras discrepancias,
las intrigas de conspiración se apoderaron diariamente de los rumores que circulaban
por doquier en la tripulación.
Intuí que los tambores de guerra del grupo discrepante iban en serio. Así que
decidí actuar, y junto con los hombres de mi más estrecha confianza, urdí un plan.

Fue patético oír los gritos desesperados de Heracles durante la noche en busca
de su amor. Al principio reaccionó de una manera muy visceral. Corrió como un
poseso en busca de su querido Hilas. Registró el bosque palmo a palmo hasta donde
la espesura impedía su paso. Avanzada ya la noche utilizó el último recurso que le
quedaba para seguir buscándolo: sus desesperados y lamentables reclamos no nos
dejaron dormir durante toda la noche. Tal como predije, la obstinación y tozudez de
Heracles persistieron también cuando empezó a amanecer.
Cuando Venus anunció el nuevo día, Tifis aconsejó embarcar enseguida a los
presentes con la excusa de una racha de viento supuestamente favorable. La mayoría
subió a bordo pero otros, más reticentes, se quedaron todavía indecisos esperando a
que volvieran sus amigos. Pero estos no aparecieron en todo el día, y tuve que tomar
la drástica decisión de zarpar. Afrontamos las duras invectivas que sus acólitos nos
soltaban, pues estos proponían hacer todo lo posible para ir en su busca. Les tuve que
convencer de la inutilidad de su propuesta además de que la consideraba
contraproducente. Los hombres entraron en razón, y como eran muy influenciables
decidieron no sin cierta reticencia subir a bordo.
Ya en alta mar Telamón nos reprochó el abandono de los tres hombres. Me
acusó de urdir un plan para deshacerme de ellos. Se iba progresivamente
encolerizando y sus palabras salían envenenadas hasta que se abalanzó contra Tifis
para hacerse con el control del timón. La pelea no llegó a mayores porque los gemelos
tracios Zetes y Calais intermediaron para separarlos.
Telamón carecía de prueba alguna que demostrara sus acusaciones, pero la
conspiración existió y se ejecutó a la perfección.
Como ya conté, tenía la intención de adelantarme al inevitable amotinamiento
que se avecinaba. Mi plan se basaba en la sospecha de que la estima que Heracles le
profesaba a Hilas no era correspondida de la misma manera. Estaba casi seguro de
que su relación se fundamentaba en la sumisión sexual por el tutelaje que había
asumido Heracles.
Junto a Tifis, Zetes y Calais planificamos el complot. Lo más difícil fue encontrar
el momento en que los sorprendiéramos separados. Éste llegó cuando Heracles fue en
busca del madero para construir un nuevo remo y no consideró necesaria la compañía
de Hilas. Entonces aprovechamos para mandar a Hilas a buscar agua en un manantial
cercano. En connivencia con los misios enviamos a sus hermosas vírgenes a bañarse
en el estanque donde brotaba la fuente donde lo enviamos a llenar el ánfora. La
naturaleza y una pócima de belladona con comprobados efectos afrodisíacos hicieron
el resto. Hilas se abandonó a los placeres eróticos de las ninfas que se lo llevaron
entre gemidos de gozo. El plan se había cumplido a la perfección.
Asumí el riesgo de que algún día se descubriera toda la trama, pero valió la
pena de todas formas.
Con gran alivio por mi parte había conseguido depurar la tripulación de los
individuos subversivos que saboteaban el buen funcionamiento del regimiento. Y lo
conseguí de una manera limpia e incruenta. Telamón, sin la influencia corrosiva de
Heracles, se integró fácilmente en el grupo. Aniquilé el embrión de una rebelión que
me hubiera impedido continuar con el gobierno de la tropa de acuerdo con mis
convicciones -regidas por una fe ciega a favor del espíritu de equipo como mejor
método para obtener con éxito un objetivo común-. Mi máxima era anteponer el interés
colectivo al individual, y con aquella maniobra conseguí mi propósito.
Fue el propio jefe del poblado en persona quien encabezó la comitiva de
recepción. Con gran asombro por nuestra parte -no se dignó ni a presentarse- nos
invitó a marchar por donde habíamos venido. No le interesaba quienes éramos, ni cual
era motivo de nuestra visita. A continuación aquel tipo arrogante nos “halagó” con todo
tipo de improperios, arropado por el resto de sus acólitos guerreros que lo aclamaban
repitiendo las mismas frases hechas y otras onomatopeyas por el estilo, con tal
sumisión que rayaba lo patético.
SHKHARA

El monte Shkhara de 5068 metros de altura donde las temperaturas nunca


sobrepasan los 10º bajo cero era su siguiente destino. Las duras adversidades
metereológicas y condiciones climáticas les obligaron a planificar la ascensión a la
cumbre de manera minuciosa. Se abastecieron de víveres para tres semanas.
Adquirieron tiendas isotérmicas, ropa alpina impermeable con botas Goretex, así como
piolets y grampones. Contrataron a un guía autóctono llamado Anatoli, cuya vida
siempre estuvo vinculada a las faldas de estas enormes pendientes. Era un tipo
curtido por el clima y por las extremas condiciones de la árida zona. Partieron de
Mestia –la ciudad que se asienta en sus vertientes- por la mañana y tardaron dos días
en alcanzar el terreno donde establecerían el campamento. El guía era un hombre
fuerte, el único que no sucumbió al desfallecimiento durante las duras jornadas que le
esperaban. Tenía una enorme resistencia física y una gran capacidad para trabajar sin
que por ello menguase su rendimiento. Su productividad igualaba a la de los otros tres
juntos (el fotógrafo también se implicó en los trabajos), y cuando estos finalmente
abandonaban exhaustos la búsqueda, él todavía continuaba incansable cavando la
tierra. Cada mañana y cada anochecer, ofrecía oraciones a los dioses de la montaña.
Esta costumbre les reforzó la convicción de que se encontraban en las laderas de una
montaña considerada sagrada desde tiempos ancestrales.
Ya llevaban varias semanas luchando contra unas condiciones de vida muy
adversas. Hubo días en que no pudieron siquiera salir de las tiendas a causa de las
frías tormentas y los vientos huracanados que alcanzaban velocidades superiores a
los 100Km/h y que parecían no acabar nunca. Pero también disfrutaron de días
serenos y soleados que les permitieron inspeccionar el terreno y realizar las primeras
incursiones en las concavidades del terreno. Tras 20 arduas jornadas en la cumbre, se
pudo oír el sobresaltado grito de Anatoli: ¡Momia!. Corrieron impacientemente los tres
hacia el lugar donde se encontraba cavando.
Enterrado bajo la roca de un suelo frágil que facilitaba la extracción de la capa
rocosa que lo cubría, encontraron -con la misma posición fetal con la que falleció- la
figura congelada de un hombre. Poco antes de morir se había despojado de su
armadura y su vestimenta que yacían al lado de su cuerpo desnudo. No encontraron
explicación lógica de como aquel hombre había podido ser capaz de haber llegado
hasta allí. Las extremidades del cadáver mostraban una tonalidad anómalamente
oscura, síntoma evidente de una gangrena por congelación, y el mal estado de los
dientes diagnosticaban el grado de desnutrición y extenuación que el hombre había
padecido en sus últimos días de vida.
La aceleración del pulso debido a la excitación del descubrimiento, junto con la
dificultad por respirar en altura debido a la escasa proporción de oxigeno en el aire,
estuvo a punto de hacer desfallecer a un hipoglucémico Artur que apenas pudo
recobrarse. No es difícil de imaginar la intensidad de la emoción que los embargaba en
la cumbre..
Cuando lo sacaron al exterior vieron que el cuerpo estaba muy bien conservado
gracias sobre todo a las bajas temperaturas que se mantenían heladas durante todo el
año – las mismas que precisamente habían maldecido esos días.
Varias horas después sacaron el cuerpo - todavía estaba por confirmar- de más
tres mil años de antigüedad. El cuerpo yacía ahora fuera del socavón –el mismo que
había sido su morada después de tantos años-. A su lado reposaban ordenadas sus
pertenencias que también habían sido extraídas del agujero. Artur se introdujo en el
interior de la cavidad. Apenas tuvo tiempo para reflexionar que era el primer hombre
en ocuparla después de tres milenios, pues tenía que continuar indagando en busca
de pistas o huellas relevantes para una prometedora conjetura empírica. De pronto, al
rozamiento con su espalda, rompió parcialmente una de las paredes formada por una
fina capa de sedimentos. Cuando Artur acabó de resquebrajarla, y la nube de polvo
desprendida empezó a despejar, su mirada se clavó repentinamente en el punto más
brillante que se reflejaba en el interior que ocultaba. Cuando limpió con sus guantes
helados el mate de la superficie del objeto, reconoció enseguida la luz inconfundible
del metal precioso, y no pudo reprimir las exclamaciones que le presionaban por salir
de su boca: ¡Oro!.
Inverosímil como el arca perdida, místico como las tablas de los diez
mandamientos, legendario como el santo grial, brillante como el cáliz de La última
Cena, valioso como el Becerro de Oro, fantástico como la Atlántida, real como las
torres de Hércules, indiscutible como el coloso de Rodas, enigmática como la esfinge
de Tebas, famoso como el caballo de Troya, simbólico como la mesa redonda,
poderoso como el martillo de Thor, fascinante como las minas del rey Salomón, arcano
como la cueva de Alí Baba, delicada como la lámpara de Aladino, deseado como el
"Dorado" de López de Aguirre, inalcanzable como el oro del Rin, sofisticado como la
tela de Penélope......
En sus manos acariciaba uno de los mitos más buscados por la humanidad. El
precioso escudo, símbolo del origen de la civilización occidental, hallazgo codiciado
por la totalidad de los arqueólogos mundiales, y el deseo obsesivo de sus fantasías
infantiles acababa de ser descubierto para ser admirado por el mundo: ¡El legendario
vellón dorado!
La fascinación era el sentir general de los cuatro cuando sacaron el
impresionante cuero al exterior. La lana sucia, se conservaba como si la hubieran
despellejado aquel mismo día. La parte cóncava -donde había cosidas las correas
para sujetarlo- contraía dolorosamente sus pupilas. Las desabrocharon dejando a la
vista la totalidad del escudo. Descubrieron un elaborado y minucioso trabajo forjado en
relieve sobre la cara visible del metal: Era un mapa cartográfico – primitivo pero
recargado de detalles y ornamentado por toda su superficie- donde abundaban los
contornos terrestres, los límites costeros, las ciudades, los poblados, las aldeas, las
montañas, los valles, los ríos y todo tipo de accidentes geográficos. En algunos puntos
de los mapas habían representados fabulosos monstruos mezclas de varios animales,
y encabezando todo ello estaba el dios Zeus junto con su familia olímpica mirando a
sus homólogos Posidón y Hares, uno en medio del mar, y el otro en la base debajo de
todo el conjunto reservado a representaciones de animales. Se podía aventurar que se
distinguían –poniendo mucha imaginación por parte de Artur- el Mar Negro y la parte
oriental del Mediterráneo. Grecia estaba completamente detallada. La densidad de
ornamentos en la superficie del escudo hacía de él un documento de información
trascendental para las arcaicas civilizaciones de aquella época.
Quizás el empeño de Jasón por cargar con ello hasta su tumba tenía la intención
de evitar que cayera en manos indebidas. Hoy en día sabemos del poder que implica
una información privilegiada en el momento y situación oportunos, y que quien la
poseyera cobraría una ventaja insalvable en un conflicto bélico. Y ya no digamos si
cayera en manos infames que podrían hacer un daño irreparable a la humanidad.
En manos de la emergente potencia troyana de hace tres mil quinientos años
esa información hubiera sido motivo suficiente para que osaran aventurarse a una
invasión por sorpresa sobre la desprevenida nación rival. Pero todo esto no son más
que conjeturas dentro de otras conjeturas.
Durante la jornada y hasta la hora del crepúsculo sopló un viento favorable que
nos mantuvo hinchadas las velas hasta el atardecer. Por la noche, el viento cesó y
tuvimos que remar para alcanzar la costa.
Nos topamos con una isla a medio camino de Troya. Al poco tiempo de echar
anclas, aparecieron tras las dunas de la playa, un grupo de soldados armados.
Montado al galope de un corcel rompió la formación uno de ellos. Cuando el jinete se
situó al pie de nuestra nave, todos nos asomamos expectantes. Los movimientos
nerviosos de su caballo no hicieron que desviara su vista levantada y fija hacia
nuestras curiosas miradas. Reclamó la presencia del jefe. Mientras debatíamos quien
bajaba a negociar el permiso de nuestra estancia, el caballo del jinete seguía dando
vueltas – inquieto- sobre sí mismo, obligando a este a estar ocupado por dominarlo.
Etálides fue designado para bajar a parlamentar. Su virtud diplomática, su buen trato,
su instinto para interpretar las situaciones más confusas, su poder de disuasión, y su
capacidad para la negociación daban a nuestro hombre el perfil idóneo para nombrarlo
heraldo de la tropa. Antes de que descendiera a conversar con su homólogo, le instruí
con mis intenciones. Nuestra prioridad era conseguir su permiso para establecernos
en la playa y poder pasar la noche. Más adelante ya tendríamos tiempo para intentar
alargar nuestra estancia. Etálides descendió con calma de la nave. Desde la cubierta
el resto de los marineros observábamos expectantes los acontecimientos desde una
posición privilegiada. El intercambio de palabras fue corto y cordial. El soldado a
caballo, y los demás que acechaban tras los matorrales desaparecieron por donde
habían venido. Cuando subió de nuevo a cubierta me resumió sus acuerdos y
impresiones.

"¡Ningún problema!. Podemos instalarnos y pasar la noche en la playa. Temían


que fuéramos soldados Tracios, sus enemigos del norteños. Nos está vedado entrar
en la ciudad.

Al alba se desató el Bóreas -viento del norte- que nos impidió zarpar. El jinete
nos visitó varias veces ese día para interesarse por nosotros. En una de esas
ocasiones, cuando ya nos procesábamos cierta confianza, el jinete bajo del caballo y
se quitó el casco para mostrarnos su rostro. Quedamos todos boquiabiertos cuando
descubrimos que se trataba de una mujer. Su nombre era Ífinoe, y la enviaba su reina.
Nos relato que la mayoría de la población de Lemnos estaba formada
principalmente por mujeres. Los hombres en edad de luchar se habían embarcado
para combatir en Tracia. Allí acostumbraban a saquear las ciudades, y volvían
cargados a Minia de las riquezas robadas. En su última incursión a Tracia hubo una
cruel batalla -pues los tracianos hartos de tantos saqueos, contrataron a mercenarios
para defender sus pertenencias-, y más de la mitad de los hombres que zarparon no
volvieron vivos a Lemnos. Con ansias de venganza se proyectó precipitadamente un
nuevo asalto a Tracia. Reclutaron a la totalidad de la población masculina en edad de
combatir, y se embarcaron de lleno en la guerra.
Esa fue la última vez que los vieron con vida. Hacia más de un año que no
habían vuelto a tener noticias de ellos, y ya los daban por muertos. Ahora en su
comunidad escaseaban los hombres. Casi la totalidad de la población estaba formada
por mujeres de todas las edades, excepto niños, ancianos o algún tullido que se libró
por su minusvalía de su enrolamiento al navío.
Estaban pues a expensas de que cualquier tropa invasora mínimamente
capacitada pudiera asaltarlas. Si sus hijos y maridos habían muerto en Tracia, los
tracianos conocerían su actual situación de indefensión, y más tarde o más temprano
irían a por ellas. Habían vivido los últimos meses con el corazón en vilo cada vez que
avistaban una nave en el horizonte.
Nos informó que habían convocado una reunión en la plaza de la ciudad la
mañana anterior para debatir sobre nuestra llegada. En la asamblea se decidió
concedernos el permiso para prorrogarnos nuestra estancia en la playa, no sin antes
entrevistarme con la reina para darle cuenta de nuestros proyectos e intenciones.
Acepté sin dudarlo. Antes requerí un tiempo para asearme y vestirme
adecuadamente para tal evento. Me zambullí en el mar para disolver todos los malos
olores acumulados. Cuando estuve seco, aclaré la sal incrustada en la piel con agua
dulce, y a continuación perfumé todo mi cuerpo. Me puse la túnica púrpura que todavía
no había estrenado. Sobre ella me ajuste la coraza metálica que exageraba mi
anatomía con sus relieves exageradamente musculosos. Las hombreras simulaban
una espalda más erguida. Finalmente, sobre mis sandalias, me calcé unas bonitas
grebas. Solamente quedaba atarme el manto para bordar mi aspecto.
El manto estaba adornado con iconos y representaciones de los
acontecimientos más importantes de la historia de nuestro país. Era una auténtica
obra maestra, un ejemplo representativo de lo mejor del arte minio.
Me dirigí engalanado hacia la ciudad. Me acompañaba Ifínoe. Una vez
atravesadas las murallas que custodiaban la ciudad, un grupo de mujeres cada vez
más numeroso nos siguió a la zaga.
Cuando llegamos al Palacio, la multitud que nos seguía no pudo acceder a él,
pues la puerta principal estaba flanqueada por unas soldados que vetaban la entrada a
las plebeyas. Ifínoe me acompaño hasta el portico de la cámara real. Me invitó a entrar
e inmediatamente cerró las puertas tras de mí, dejándome solo en la estancia, ante el
trono donde estaba sentada aguardando mi llegada la reina Hipsípila.
La reverencié con una inclinación y ella me respondió invitándome con un gesto
liviano a que me sentara en un cojín que había enfrente. Allí acomodado, con la
espada colocada en mi regazo, esperé silencioso y expectante sus palabras.
Agradeció mi visita, y me propuso un acuerdo. Nos ofrecía hospedarnos en la
ciudadela, al amparo de las murallas a cambió de nuestra varonil protección. Desde
que los hombres marcharon, se sentían desprotegidas y totalmente vulnerables a
cualquier intento de invasión.
Escuché atentamente la propuesta, y prometí que le daría una rápida respuesta
después de tomar una decisión compartida con los demás miembros de la expedición.
Y regresé por donde había venido.
Comuniqué la oferta de Hípsípila a la tropa. La mayoría aceptó aliviado la
proposición. Era un ofrecimiento demasiado tentador para dejarlo escapar.
Disfrutaríamos de unos días de descanso bajo el hospicio de una ciudad habitada por
acogedoras y bellas mujeres que nos dispensarían un techo para dormir y comida
diaria para recuperar las fuerzas perdidas. Algunos de los que no estuvieron
conformes con el retraso – quienes disentían por razones legítimas, pero no
compartidas por la mayoría- decidieron quedarse en el barco para organizar guardias
de vigilancia. Entre estos se encontraban los inseparables Heracles e Hilas.
Llegamos a la ciudad cargados de obsequios para ofrecer a nuestras
respectivas familias de acogida.
Como máxima autoridad de la expedición, Hípsipila me acogió en su palacio.
Los demás hombres allí donde la suerte les deparó.
Esa misma noche celebramos una gran fiesta de bienvenida con un banquete
amenizado con bella música y excitantes danzas.
No sabría precisar el tiempo que permanecimos en la isla, pero puedo asegurar
que fue mucho más de lo que habíamos pretendido desde un principio.
Las causas de tan larga estancia se debieron a varios factores. Uno de ellos era
mi falta de convicción por continuar con el temerario viaje. El día de la partida se
posponía continuamente argumentando cualquier excusa. Otro de los factores de la
demora era la poca predisposición de las mujeres por dejarnos marchar, pues la
mayoría de ellas se convirtieron en nuestras amantes.

Mi primera noche en palacio después de la fiesta, Hípsipila me preparó


personalmente un baño de agua caliente- ¡Cómo reconforta eso después de una
semana a la intemperie! !- Me enjabonó con sus finas manos de una manera tan
sensual que enseguida me excité. Me condujo hasta su lecho y follamos con tal
intensidad que no tuve fuerzas para continuar despierto.
Hubo otros casos como el mío. Los demás continuaron celebrando con excesos
su estancia en la ciudad. Los banquetes, las borracheras, y las orgías estaban en la
orden del día.
La partida se demoró indefinidamente. Y nos hubiéramos establecido allí
definitivamente de no ser por la tozuda intervención de Heracles.
Una calurosa mañana en el palacio de Hípsipila, mientras yo yacía tumbado en
un diván de la terraza observando las maravillas del paisaje, disfrutando del contacto
de mi piel con el sol, apareció la sombra de Heracles irrumpiéndome bruscamente. Lo
vi encendido. Era un hombre bruto y tosco que no controlaba sus emociones y bramó:

"¡Desgraciado!. ¡Para estar follando todo el día no hacia falta organizar todo este
tinglado!¡Acaso en Tesalia no tienes mejores posibilidades!¡Vaya gesta cuando
volvamos! : Los célebres héroes del Argos vagueando ociosamente en una isla
infestada de zorras ávidas de sexo. ¡Toda una inversión carísima para financiar un
prostíbulo!¡Que proeza! ¡Vuelvo de nuevo a mi casa!¡En esta isla no se me ha perdido
nada!.¡Quédate aquí en el lecho de Hípsipila, hasta que repuebles tu solito toda la isla!
¡Gran fama te sobrevenga, Jasón! ! !! !¡............

No hubo manera de hacerle callar. Estaba ido. Su rostro iba progresivamente


volviéndose más morado, y el hinchazón de las venas del cuello hacía presumir un
colapso inmediato. Dejé que se desahogará.

Cuando se calmó, abatido, dejó resbalar su espalda sobre la pared en la que


estaba apoyado para acabar sentado con la cabeza escondida entre las rodillas.
Estuve un largo rato meditando en silencio, un silencio compartido con Heracles.
De pronto tomé una determinación. Me incorporé y le ordené que convocara una
asamblea inmediatamente en la plaza.
Allí se reunieron todos los miembros de la tripulación. Subí en lo alto de un
parapeto, y mandé guardar silencio.

¡Soldados!, ¡ha llegado la hora de la verdad!, ¡si hice construir la mejor nave que
existe en toda la tierra!, ¡si hice venir a los mejores hombres de las familias más
nobles!, -algunos desde tierras muy lejanas-, ¡si jure ante los dioses que cumpliría esta
misión, no fue en vano!, ¡por los dioses que vamos a cumplirlas!.
Las mujeres de la isla reaccionaron con tristeza pero resignadamente a tal
decisión. Se habían ilusionado pensando que nuestra estancia sería definitiva y que
repoblaríamos de nuevo la isla como pioneros de una nueva estirpe generacional.
Pero sabían que solo era eso.. una ilusión!.
Hípsipila, en cambio, nunca guardó ninguna esperanza al respecto. Demostró
con ello conocerme mejor de lo que imaginaba, y nunca se tomó en serio mis
promesas de nupcias. El anhelo y el deber de cumplir con la misión encomendada
pudieron más que la tentación de una vida cómoda y feliz.
Deje a Hípsipila embarazada, y antes de partir la hice prometer que cuando
naciera el bebé lo diera a conocer a mis padres. Con un apasionado beso nos
despedimos para siempre.
No fue la única que quedó preñada durante nuestra explayada visita. Fueron
varias las mujeres que consiguieron concebir la ansiada descendencia gracias a este
memorable encuentro.
El día de la partida, lloramos por igual mujeres como hombres, intentando
vanamente que el hilo de nuestras miradas no se rompiera nunca mientras nos
separábamos. A fin de cuentas aquellas mujeres habían sido a todas luces nuestras
esposas en Lemnos.
Al atardecer del mismo día, alcanzamos Samocracia. Nos desviamos por
razones tácticas de la ruta más corta hacía el Helesponto. Era una estrategia
premeditada. Tifis el piloto me había aconsejado aquel viró hacia el norte para
cubrirnos –detrás de las islas- de la visión de alguna indeseable nave troyana que
pudiera cruzarse en nuestro camino. Al atardecer ya podríamos situarnos en las
puertas del estrecho sin ser vistos.
Así lo hicimos. Fue un ejemplo de estrategia y de planificación perfectamente
ejecutada.
Antes de adentrarnos hacia el Helesponto quise dirigirme a la tripulación con
solemnidad. Estábamos a punto de enfrentarnos a un momento crucial para el éxito de
nuestra misión.
Alcé la voz y dicté las últimas instrucciones.

¡Tifis dirigirá la nave siempre escorado a la costa izquierda del estrecho, pero lo
suficientemente lejos de esta para no embarrancar, o lo que sería todavía peor,
embestirnos contra las rocas!. ¡En proa, estará Linceo! (que por cierto era un prodigio
de agudeza visual, sobre todo, nocturna). ¡Él es, junto a mí, el único que tiene permiso
para hablar durante la travesía! .¡Seguiréis el ritmo de paladeo que marcaran Anceo y
Heracles!.
¡Quiero que a partir de ahora y durante todo el trayecto por el Helesponto, reine
el más absoluto de los silencios, y que el ritmo de remada sea ininterrumpido!.
¡Cualquier error o desfallecimiento por nuestra parte puede ser fatal!. ¡Los vigilantes
troyanos solo estarán a unos cuantos metros de la costa!.
¡Puede darse el caso, que durante la noche nos crucemos con alguna nave
enemiga!. ¡En cualquier caso las órdenes son claras, continuaremos con nuestro ritmo
de remada, y no cometeremos ningún movimiento brusco ni sospechoso!.

Tifis anunció viento favorable del sur, y me aconsejó izar inmediatamente las
velas.
Yo le repliqué que las velas blancas eran peligrosas porque reflejarían la luz de
la luna.
Tifis, siempre previsor, me anunció que era noche de luna nueva, y que reinaría
una oscuridad total.

"Vale la pena, ganaremos velocidad sin tomar más riesgos que los
imprescindibles".

Acepté agradecido la propuesta.

¡Qué los dioses nos sean favorables!

Fue el último deseo que formulé antes de dar la orden de partida.


La nave empezó a moverse con las primeras remadas, y al rato cogimos el ritmo
más adecuado para la larga marcha. Entramos en el estrecho con una leve luz rojiza
en el horizonte. Los marineros remaban sin reposo, sudando por el esfuerzo. Había tal
tensión en el ambiente que temía por algún error que pudiera cometer alguno de mis
hombres.
La incertidumbre de que en cualquier momento podíamos ser descubiertos nos
presionó excesivamente, afectando la precisión de nuestros movimientos, pero el ritmo
de las brazadas era de momento regular y fuerte. Aquella intensísima tensión duraba
demasiado.... No era fácil de soportar la amenaza a la que estábamos sometidos. El
tiempo transcurrido se hacía cada vez más y más lento. Parecía que se eternizaba
cuando apenas habían pasado unos pocos instantes. Tenía los nervios a flor de piel.
Vi en las sombras de la oscuridad a los barcos troyanos, en las escarpadas rocas, a
los monstruos marinos... Oía voces y señales de alarma por todos los lados. Mi
angustia fue en aumento, hasta que me colapsé. Sentí que me moría. Aunque
intentaba esforzarme por evitar aquella obsesión, el convencimiento de que no iba a
salir con vida de allí volvía a mí como en una espiral interminable de pensamientos.
Empecé a temblar convulsivamente y a notar como un sudor frío invadía mi piel. No
sentía las extremidades, los esfínteres apenas podían retener mis excreciones, y el
corazón palpitaba cada vez más acelerado como a punto de estallar: ¡Iba a morir...y
explotó el atávico pánico a la muerte!.
Desperté al alba, cuando el cielo todavía conservaba su negrura y una tenue
claridad asomaba por el Este. Me hallaba tumbado, boca arriba. Había perdido el
conocimiento durante la travesía nocturna. Navegábamos a mar abierto, lejos de la
salida del estrecho, sin que el ritmo de las remadas hubiera decaído.
Nadie percibió mi estado. Me sentía muy aturdido. Al estupor lo siguió una fuerte
resaca mental que apenas me dejaba pensar.
Mi nombre es Diomedes. Soy hijo de Esón y de Alcimedes. Mi padre fue el rey
Esón de Tesalia hasta que su hermanastro Pelias le arrebató el trono. Mi nombre
adoptivo es Jasón, y soy el famoso tripulante que capitaneo la nave Argos para
restaurar un antiguo agravio. En las postrimerías de mi vida, quiero cumplir un viejo
deseo, que debido las responsabilidades de mi cargo me han obligado siempre a
posponer: Poder narrar fidedignamente desde el principio hasta el fin los
acontecimientos acaecidos en la ya legendaria expedición que partió en busca del
vellocino de oro expoliado. Soy una persona bastante racional y objetiva que no me
dejo llevar fácilmente por las emociones a la hora de juzgar a las personas y los
hechos. Es por ello que considero que mi narración es lo bastante fiel a los
acontecimientos para poder ser transcrita como un documento veraz para las
generaciones venideras, e impedir que otras versiones distorsionadas e
intencionadamente manipuladas –algunas ya han llegado a mis oídos- puedan
desvirtuar la realidad de lo que sucedió. Y ello me indigna profundamente porque se
ha mezclado -en las historias que se cuentan en las ciudades- la realidad con la
fantasía, porque se ha censurado hechos que nos desprestigiarían, y en cambio se ha
exaltado y exagerado otros acontecimientos que en realidad no fueron tan exitosos
como nos cuentan. La travesía marítima fue ante todo una aventura humana, con todo
lo que ello conlleva: los aciertos y los errores, la alegría y la tristeza, la amistad y la
hostilidad, la vida y la muerte, en fin toda la nobleza y la miseria que pueda abarcar el
ser humano.
Casi todos los relatos que circulan por la Heláde han dado a los dioses un
protagonismo que no les atañe. Esto es debido, sin duda, a la gran influencia religiosa
que rige en nuestra sociedad. Lo que sí que es cierto es que durante el tiempo que
duró la misión nuestros actos estuvieron minuciosamente sometidos a los
innumerables ritos y liturgias que exigían las creencias de nuestros tripulantes. En
cada una de las tierras donde desembarcamos erigimos altares en honor a Posidón,
Apolo y Zeus. Cada una de nuestras decisiones fue reforzada por sus
correspondientes sacrificios a los dioses. Si ello fue determinante o no nunca lo
sabremos, aunque con ello se pudo fortalecer el comportamiento de los más devotos.
Si fue fruto del azar tampoco lo puedo asegurar. Decantarse por una u otra opción, en
definitiva, sería no ajustarse a la verdad.

La misión fue largamente urdida por el rey Pelias que me propuso encabezar la
expedición cuando yo rondaba la mayoría de edad. Recuerdo perfectamente como
ocurrió. Fue el día en que celebrábamos los festejos en honor al dios Posidón (el dios
del mar), una ceremonia repleta de sacrificios, bailes, juegos y banquetes.
Antes de llegar a ese día mi vida transcurrió en el exilio, forzado por la trama
exitosa de un complot aqueo por el trono de Tesalia. El reino fue usurpado a mi padre
–el rey legítimo- por su hermanastro Pelias -el actual soberano-. El primero era
descendiente del linaje mínio, antiguos colonizadores cretenses con una larga
tradición y linaje en la tierra de Pelasgica –antigua Helas- adquirida por una dilatada
estancia compartida con otras tribus pelasgas, y que reinaron en armonía una con otra
en la comarca hasta que los inmigrantes eolos vinieron a romper la equilibrada
convivencia. Peleo representaba a la nueva generación migratoria de tribus balcánicas
procedentes de la región del Epiro –Al Norte de la Hélade- con la pretensión de
someter a la población autóctona -política contraria a la que aplicaban los mínios-.
Eran los orgullosos eolos. Aunque previsible, el asalto al poder de Peleo –tras diversas
tentativas fallidas- excitó un emergente resentimiento en la población, realimentada
por la severa y arbitraria tiranía con que el caudillo sometía a sus súbditos. Mientras
que mi padre tramaba conspiraciones para recuperar el trono – que eran
sistemáticamente abortadas nada más producirse, incluso antes de poder hacerse
efectivas- a los centauros -la comunidad pelasga más antigua y con más derechos que
nadie sobre sus territorios- se les confió mi tutelaje. Los centauros tenían un
sentimiento muy arraigado por sus tierras, tradiciones, y defendían celosamente su
identidad como pueblo, identificación forjada desde tiempos inmemoriales por sus
antepasados. Cuando el rey Pelias cogió las riendas del mando, las relaciones de
mutuo respeto que hubo entre las dos comunidades se rompió. El soberano quiso
implantar por la fuerza las costumbres y la lengua aquea a las comunidades indígenas
de Tesalia y chocó frontalmente con las arraigadas ideas de las tribus nativas que
boicotearon cualquier intento de sometimiento.
Los centauros compartían esas ideas, y en mi educación me inculcaron los
talantes moderados que regían en su comunidad, mientras que detestaban el régimen
aqueo al que ponían como ejemplo a evitar.

Cuando a mi padre le usurparon el reino, vivíamos privilegiadamente en el


palacio real de Yolkos -la ciudad que me vio nacer-. Pero cuando fue obligado a
abdicar del reino, mi vida dio un giro radical. Fui acogido por los centauros cuando
contaba muy poca edad– contaban con la total confianza y beneplácito de mi padre- y
vivía confinado junto a ellos en el monte Pelión. Su santuario estaba situado en la
escarpada cadena montañosa que hay al nordeste de la ciudad al otro lado de la costa
del istmo.
Allí me crié bajo la tutela del centauro Quirón.
El tiempo pasó, y mi padre nunca llegó a recuperar el poder. Era un hombre de
carácter pusilánime, enfermizo y de pocas iniciativas.
Cuando cumplí la mayoría de edad, todas las esperanzas estaban puestas en
mí. Había sido educado como el legítimo sucesor del trono de Tesalia y tenía que
estar preparado para reaccionar rápidamente a cualquier subversión que pudiera
surgir para liderar el alzamiento contra Pelias.
La intención de Pelias era transmitir la herencia del trono a su primogénito como
continuador de la estirpe aquea, y mantenerme al margen de la sucesión.
Por ello, cuando fui reclamado por el rey para formar parte de la familia real en
la corte no salí de mi asombro.
El primer día de mi llegada a Palacio fui conducido directamente hasta la
estancia real, donde el rey se limitó a darme la bienvenida.
Los días se sucedían sin que se me asignara ninguna responsabilidad. Pasé a
pertenecer al amplio grupo de nobles y funcionarios que pululaba sin oficio en las
estancias del palacio -todo hay que decirlo: en una magnifica "prisión" rodeado por
todo tipo de lujo-.
Pasaba el tiempo tendido ociosamente en los jardines interiores y no veía salida
alguna a mi aburrida situación. Estaba –eso si- bien informado de todos los rumores y
confidencias que circulaban sobre mi futuro. La mayoría de ellos me ubicaban en
cargos sin relevancia alguna. Los peores presagios eran aquellos que perpetuaban mi
estancia en palacio con el único fin de mantenerme controlado y aislado de cualquier
contacto exterior.
De todas maneras el tedio se apoderaba de mí y sentía la necesidad de
sentirme útil.
Intenté en varias ocasiones solicitar audiencia al rey, pero sus lacayos siempre
me impedían acceder a él.

En la conmemoración de la fiesta nocturna en honor a Posidón –que se


celebraba cada año por esas fechas coincidiendo con alguna fase lunar- los sacrificios
fueron especialmente animados en la playa de Yolko. Habían plantadas multitud de
tiendas que rodeaban la explanada central donde la conmemoración se mostraba
repleta de trípodes y hogueras encendidas. El exceso en la comida y la bebida era la
tónica general en este tipo de celebraciones. Sin duda alguna había un excedente
premeditado en carne de cordero y vino – para el sacrificio y la libación
correspondientes- que dotaban a la festividad de su verdadera magnitud orgiástica.
Me estaba divirtiendo como nunca aquella noche. Estaba entretenido en una
competición de lucha que improvisadamente organizamos entre todos los interesados.
Durante un descanso se me acercó uno de los sirvientes reales para comunicarme
que el rey quería verme esa misma noche en su tienda privada. Pregunté al subalterno
si sabía que asunto se trataba, y me respondió con un gesto negativo de cabeza.
Preocupado me dejó la inesperada cita. Abandoné la competición, pues mi
mente ya no estaba predispuesta al divertimento. Poco después el agregado real me
hizo una señal para indicarme que lo acompañara. Me guió hasta la tienda.
Encontré al rey al fondo, cruzado de piernas sobre un montón de pieles, tras una
mesa de madera de corta altura que le llegaba hasta la cintura. El soberano me invitó
a sentarme con el gesto de su cabeza.
Me miró fijamente a los ojos, entre desconfiado y beligerante.
Hablo sin tapujos:
¡Mira hijo!. Todavía no soy tan anciano como para pensar que el fin de mi vida
esta cerca. Pero para consolidar mi régimen he de empezar a pensar en el futuro y
nombrar a mi heredero. Ahora que vivo en mi máximo esplendor estoy en las mejores
condiciones mentales para designar al sucesor idóneo para perpetuar mi reinado en
Yolko.

Yo callaba y me limitaba a escuchar

Sé que piensas que el auténtico heredero del trono por derecho de linaje es tu
padre, pero perdió su oportunidad cuando se dejó arrebatar tan fácilmente su reino. Si
no supo defender su soberanía, no es digno de continuar en el cargo -sé que a partir
de ese día, tú y tu familia sufristeis un duro exilio en las montañas-. Además,
si decidiera que tu padre fuera mi sucesor, mi irrupción en el trono no hubiera
sido coherente con tal decisión, y la historia me tildaría de megalómano -cuyo interés
por el reino buscaba el beneficio personal, el protagonismo excluyente, y un poder
arbitrario- y no precisamente por las verdaderas causas por las que realmente di el
golpe y que se basaban en un fuerte transfondo de irreconciliables discrepancias
políticas, territoriales y sociales. También hay que valorar el posible resurgimiento de
las viejas rencillas entre las comunidades que representábamos cada uno de nosotros
y que se agravaron durante los años del levantamiento –a estas alturas ya nadie se
cuestiona que los mínios y los eolos pertenecemos a una misma nación aquea-.
Además, tu padre y yo pertenecemos a una misma generación caduca cuyo deber es
dejar paso a los jóvenes con proyección de futuro.
Lo que yo te propongo es que tú seas mi sucesor. Piénsatelo bien, y cuando
tomes una determinación no te demores demasiado en comunicármelo, pues la
alternativa a tú negativa no sería otra que la de continuar con mi estirpe monárquica
en la persona de mi primogénito.
No hace falta describir la perplejidad con la que recibí aquella propuesta. Salí de
la tienda aún más ebrio –sin haber probado una gota más de vino- que cuando entré.
Los siguientes días fueron de una profunda reflexión. Mientras paseaba, comía,
o recibía clases, mi cabeza se extraviaba absorta en la alternativa de pensamientos
que ponderaban una y otra vez las diversas repuestas a la propuesta. Los amigos y
conocidos se extrañaron de mi repentino cambió de conducta. Durante las noches
apenas podía conciliar el sueño. Mi mente activada trabajaba a pleno rendimiento.
Sopesaba todo aquello que conllevaba la aceptación del ofrecimiento, o en caso
contrario, la renuncia. Los pros y los contras de ambas determinaciones no lograban
decantarme. La elección era complicada.
La oferta del rey estaba envenenada. Si aceptaba el cargo traicionaría a mi
padre –no solamente por cuestiones de sangre y estirpe- también por todo aquello por
lo que había luchado tan férreamente durante los últimos años. Sin dejar de olvidar
que la persona con quien me aliaba era la misma que le había despojado del trono.
Por el contrario, y pensando pragmáticamente, me daba la oportunidad de poder
gobernar a mi pueblo con mis propias ideas de justicia, equiparación social y respeto a
las diferentes culturas. Muchas de estas ideas habían sido inspiradas por mi propio
padre, otras adquiridas de mi educación centaura que nada tenía que ver con la
autocracia que actualmente ejercía impunemente el rey. Por eso mismo, no las tenía
todas conmigo cuando el soberano pensó en mi como garante de la continuación de
su reinado. O estaba muy mal informado, o bien la propuesta escondía alguna sibilina
perversión.
Cuando al fin tomé una decisión, procedí a comunicársela primeramente a mi
padre. Nunca lo vi tan enfurecido. Me dedicó una letanía de improperios que jamás
antes escuché que pronunciar de su boca. Discordábamos especialmente en la
valoración tomada por la aceptación al cargo. Él era de la opinión que ello conllevaba
una traición a la causa mínia. Pero lo que no aceptaba de ningún modo era la traición
a la disciplina paterna. Yo intentaba hacerle comprender que era la mejor manera de
seguir con nuestra estirpe en el poder, para así poner en práctica nuestro modelo
político, y todo ello sin derramar una gota de sangre. Mi programa era aplicable a largo
plazo, y mi padre que quería vivir para contarlo, no quiso aprobarlo de ninguna de las
maneras. Si la intención de Pelias era que mi padre y yo nos distanciáramos, lo
consiguió. Desde que discrepamos en nuestra manera de interpretar el asunto, no
volvimos a hablarnos, y aunque volvimos a vernos alguna vez más durante nuestras
vidas, nuestra relación ya nunca fue la misma.

Cuando comuniqué mi decisión a Pelias, este no se demoró mucho tiempo en


desvelarme sus verdaderas intenciones sobre lo que me depararía el futuro inmediato:
me encomendaba una arriesgada misión que tenía que encabezar como heredero al
trono y actual príncipe de Tesalia.
No pretendió esconder el propósito de ahorrarle aquel mal trago a su
primogénito- que era muy querido por él y su mujer-, dándome a entender que el pacto
al que habíamos acordado llevaba implícito la renuncia a la sucesión de su
primogénito a cambio de que yo me aventurara en la arriesgada misión.
Yo estaba ansioso por conocer de que iba aquel misterioso cometido.

"Sé, que por el amor que le profesas a nuestro pueblo, aceptaras este gran
honor".....-dijo. Y a continuación me expuso sus planes.
Cuando acabó de relatarme su propuesta quedé impresionado por la
complicación del asunto. No solo requería una inversión de tiempo bastante importante
para realizarla –varios años- sino en que también era sumamente arriesgada, y tan
improbable de que terminara con éxito que nadie que hubiera sido un visionario la
hubiera calificado de posible:
La proposición radicaba en encabezar una expedición naval cuya misión
consistía en recuperar el legendario vellón dorado –el símbolo por excelencia de la
esencia de la patria helena y que implícitamente representaba los valores originarios
en las que se sostenía (su moderna civilización, lengua y religión)-. Su sustracción
para muchos coincidió con el declive y la decadencia de estos tres valores, por lo que
Pelias vio una oportunidad única para hacer causa común entre la una población cada
vez más discrepante con sus métodos y cometidos: La vieja y patriótica reclamación
sobre su legítima propiedad. El vellón les fue sustraído a nuestros antepasados por
una trama urdida por Ino, la amante del rey Atamante. Frixo y su hermana Hele lo
embarcaron en una nave rumbo a la Colquide, una comarca situada más allá del
Ponto Euxino -en el Asia Menor-. Se afirmaba que Hele perdió la vida antes de llegar a
su destino, pero que sin embargo Frixo alcanzo la ciudad de Ea en la Cólquide
portando consigo el vellocino. En boca de toda la población estaba el creciente rumor
–llegado desde distintas fuentes- de que el vellocino de oro estaba fuertemente
custodiado en algún lugar apartado de la capital. Mi misión consistía en comandar una
nave -tripulada por medio centenar de guerreros- para recuperar el emblema sustraído
a nuestra nación. Para ello teníamos que viajar hasta Ea, la ciudad Colca allende de
mares conocidos, indagar sobre el paradero del valioso vellocino y apoderarnos de él
para traerlo de vuelta a la Hélade.
Era una temeridad aceptar aquel reto, pero acabé aceptándolo por pura
ambición monárquica.

“Bien. Ahora que estoy seguro de que no te echaras atrás te contaré todos los
secretos que debes conocer sobre el preciado vellocino de oro”

Yo lo escuchaba perplejo. No podía imaginar otro valor que no fuera el


simbólico, pues aquel emblema representaba el origen de la civilización helena. A no
ser que se refiriera al valor material (no podía olvidar que el vellocino estaba bañado
en oro), aunque consideré está última suposición algo prosaica. Así que agudicé mis
sentidos para retener y comprender bien lo que me iba a desvelar.

“EL vellón lanudo es el forro exterior de un escudo de oro. En él hay inscrito el


mapa mejor detallado de la península helena que se haya hecho jamás. El mejor
cartógrafo heleno hizo forjar el escudo para regalárselo a Atamante. Su fiabilidad es
única en el mundo. El erudito invirtió la mayor parte de su vida en el proyecto. Recopiló
la mayor cantidad de datos y dibujos de sus innumerables viajes realizados por la
geografía griega. De los lugares a los que no pudo acceder personalmente, pudo
reconstruir los detalles geo-políticos gracias al testimonio de otros viajeros y
navegantes. De esta manera consiguió reproducir a escala reducida, la totalidad de la
península helena con todo tipo de detalles – incluidos el Peloponeso y todo el extenso
archipiélago-. El mapa contenía el enclave de cada una de las ciudadelas fortificadas
de la Hélade, así como sus puertos navales más destacados. También, perfectamente
detallados estaban los más importantes accidentes geográficos del país (sus
cordilleras, valles y ríos) vitales para la estrategia defensiva y comercial de la nación,
incluyendo las rutas terrestres y marítimas más utilizadas...
Por ello es tan importante y urgente hacerse lo antes posible con él”.
“Si el inaudito documento cayera en manos de alguna nación enemiga nos
podría costar muy caro”

Puse cara de extrañeza

“Existe un gigante dormido al otro lado del mar Egeo: Troya. Su capacidad
económica y militar está creciendo a pasos agigantados.
El puerto troyano es una parada obligada para el aprovisionamiento de agua
fresca y alimentos para las largas pausas de la navegación a vela. Además exigen a
cada nave un impuesto por su paso por el estrecho del Helesponto y una paga por la
estadía del barco. Mantienen amplias relaciones comerciales hasta todos los puntos
cardinales de su geografía -alguno de ellos a gran distancia, pues últimamente han
importado bronce y zinc adquirido en Asia Central transportados por caravanas de
asnos. Una de estas rutas comerciales los une con el Cáucaso donde abundan los
yacimientos metálicos incluido el oro. A través de esta fluida red de abastecimiento
que alcanza más allá de sus fronteras, los troyanos están produciendo gran cantidad
de armas. En este preciso momento podemos considerar a la capital frigia como una
amenaza real a nuestra supremacía política y comercial en el Egeo, y cuanto más
tiempo transcurra, el desequilibrio todavía puede acentuarse más. No parece pues
exagerado pronosticar que en un futuro próximo puedan osar desafiarnos con grandes
conflictos por la supremacía terrestre y marítima.
La alarma no es infundada, sobre todo teniendo en cuenta que la información
secreta más importante para la seguridad de nuestra civilización puede caer en sus
manos. Es pues prioritario impedir que lo consigan, si es que no lo han hecho ya.
Entonces, no solamente están en peligro nuestras rutas comerciales allende de Helas,
sino la integridad misma de nuestra nación.”

Me puse rápidamente manos a la obra. Exigí reclutar personalmente a los


guerreros que pasarían a formar parte de la tripulación, la mayoría de ellos
perteneciente a la aristocracia tesaliense –mínia por supuesto-.
Con la misma determinación pedí no escatimar en gastos para la construcción
de la nave. Quería un barco competente donde primara la robustez y la velocidad de
crucero a costa de perder otras comodidades.

En los astilleros de Pásagas se almacenaron las mejores maderas de roble y


pino de la comarca. Los carpinteros de la ciudad se volcaron en el proyecto
abandonando sus tareas habituales por un trabajo temporal pero muy bien
remunerado, cuyos sueldos -al igual que el resto de la financiación de la operación-
corrían a cargo de las mejores familias del país. La aristocracia promotora podía con
ello optar preferentemente a ocupar una plaza en la formación de la tripulación.
Se contrató al reputado constructor ateniense Argo Arestor para el diseño de la
nave. Vino especialmente de Atenas para incorporarse al proyecto. Bajo su brazo
portaba los rollos de papiro con el proyecto del barco ya ideado. De sus dibujos
destacaba una quilla cuya cubierta formaba una superficie de sesenta pasos de largo
por una anchura de solo cinco. Su exclusivo diseño sacrificaba la estabilidad del barco
a favor de una mayor velocidad de navegación.
Los plazos que nos habíamos impuesto para la construcción del barco se iban
cumpliendo a la perfección. La noticia se propagó rápidamente por los alrededores, y
la mano de obra aumento espectacularmente.
Tres periodos lunares tuvieron que transcurrir para que la nave pudiera ser
botada.
Durante ese periodo fui enviando mensajes a los caudillos de las familias más
ricas de Helas para solicitar la participación de alguno de sus vástagos en la misión,
así como una aportación económica de acuerdo a la importancia de su abolengo.
A pesar de mis reticencias iniciales, las expectativas previstas de participación
fueron ampliamente superadas, de tal modo que me vi obligado a abrir un proceso de
selección.
Entre conciudadanos, familiares y tripulantes, el día de la partida se amontonó
una gran multitud en el puerto. Todos querían estar presentes en la despedida.
Nuestros compatriotas nos arengaban mientras nos acercábamos a la embarcación.
Entre aplausos, gestos victoriosos y golpes cariñosos en la espalda o en la cabeza
apenas podíamos abrirnos paso entre la gente. Fue muy emotivo. Al pie de la
embarcación nos esperaban nuestros allegados que, menos alegres que el resto de la
multitud, se resignaban a la separación con un último abrazo fraternal. Mi madre no
cesó de llorar. A última hora, mi padre se decidió también a despedirme.

La maniobra para botar la nave no fue sencilla. Mientras unos tiraban de los dos
cabos de cuerda trenzada que sujetaba el casco, otros cavaban al mismo tiempo una
profunda zanja que guiaba la quilla hacía el mar. En el tramo final se simplificó el
esfuerzo de la maniobra colocando troncos en la base que ayudaban a deslizar mejor
la embarcación. Tifis dirigió la maniobra, subido en la popa. Cuando la galera alcanzó
el agua, su inercia la impulsó con fuerza hacía el interior del mar salpicando una gran
cantidad de agua y espuma. Entonces Tifis, con el propósito de frenarla ordenó tensar
los mismos cabos que antes habían servido para impulsarla. Finalmente lograron
controlarla y Tifis lanzó el áncora al fondo marino. Los tripulantes subimos a bordo de
la nave mediante una tabla que unía la playa con la cubierta. Mi primera gran sorpresa
sucedió cuando Acasto –el hijo del rey Pelias- se dispuso a subir al barco. Me imploró
que le dejará acompañarnos, pues no había otra cosa que deseará más en este
mundo. ¡En menudo dilema me colocó!. Después de pensármelo un rato acepté su
participación. De este modo, el motivo principal por el que el rey me propuso como
heredero del trono se vino abajo. Era una buena lección la que recibiría el rey cuando
se enterara, pues Acasto se incorporó sin el conocimiento ni consentimiento de aquel.
Cuando estuvimos todos a bordo me encargué de repartir los bancos. A
Heracles y a Anceo les adjudique los dos bancos centrales -eran los hombres más
fuertes- cada uno en el lado opuesto al del otro para compensar su fuerza.
Propuse que a partir de ese momento bautizáramos al barco con el nombre
de“Argos” en honor de su constructor. Nadie puso ningún inconveniente, y el
arestónida se puso a llorar emocionado.
Hubo un silencio sepulcral cuando los marineros sincronizaron la posición de
arranque de los remos. Cuando grité la orden de salida, la embarcación arrancó
espectacularmente, y la gente explotó en un gran griterío. ¡Por fin zarpábamos!.
Nuestros familiares nos despedían con sus brazos tendidos en alto, viendo
resignadamente como nos alejábamos.

Teníamos todavía una parada técnica pendiente antes de que acabase el día.
En las costas que hay cerca de la salida del golfo abundan las playas guijarrosas.
Cuando decidimos comer, bajamos a una de ellas. Entre todos cogimos la mayor
cantidad de piedras que pudimos cargar y las acumulamos en un túmulo al lado de
una pared rocosa. Así construimos el altar en honor de Apolo para encomendarnos a
su voluntad.
Era el ritual indispensable para que la expedición pudiera terminar con éxito.
Después de sacrificar las mejores reses para el hijo de Zeus, continuamos con unas
libaciones menores dedicadas a los dioses Actio Y Embasio. Cuando terminó toda la
liturgia Anceo y Heracles se dispusieron a desmenuzar los bueyes mediante su hacha
y su mazo respectivos. Los demás encendimos una gran hoguera, y mientras
esperábamos a que las brasas estuvieran en su punto, cubrimos cada pieza con
abundante grasa. Una vez asadas, libamos con buen vino la carne. Entonces nos
dimos el primer banquete fuera de Yolko.

A la hora del crepúsculo nos pusimos a comer el resto de la carne asada que
sobro del mediodía. Entre las dos viandas hubo una fuerte disputa que no trascendió a
más.
Con la embriaguez, Idas e Idmón empezaron a discutir. La pelea no llegó a las
manos gracias a la intervención de los demás hombres. Aquello me preocupó durante
la noche. Confiaba en la sensatez y el sentido común de mi tripulación, y justo antes
de embarcar ya había sucedido un altercado. No quería que aquello se me fuera de
las manos. Mientras tuviera a mi cargo la comandancia de la expedición exigía una
cierta autodisciplina. No quería verme obligado a intervenir en ninguna reyerta.

Al día siguiente después de dormir toda la noche en la intemperie, Tifis, el más


madrugador nos despertó con el anuncio de un viento propicio.
Poco a poco nos fuimos incorporando todos. Recogimos nuestras pertenencias
y subimos a bordo. Todos se colocaron en sus puestos. Impulsamos mediante los
remos la nave hacia el interior del mar al ritmo que marcaba el arpa de Orfeo.
Seguidamente alzamos la vela y ésta se hinchó inmediatamente empujando con más
fuerza la embarcación. Mi última mirada a la costa se dirigió hacia el monte Pelión.
Aquella noche atracamos en la tumba de Dólope. Dos días permanecimos en la
costa, a causa de un temporal que embravecía el oleaje del mar. Al tercer día
tendimos en lo alto la vela mayor. La noche siguiente la pasamos en las faldas de la
colina de Palene, más allá del cabo Canastro.
Nuestros primeros días de navegación fueron un constante aprendizaje en el
manejo de la nave, y una adaptación a la nueva vida marina.

Éramos la primera embajada naval en toda la historia de la recién constituida


nación aquea, que integraba a todos los pueblos y tribus que vivían en el continente
heleno.
Los pelasgos, los mínios y los recién llegados eolos pertenecíamos todos a una
misma nacionalidad: La helena.
Después de la rueda de prensa, los organizadores de los eventos habían
programado para toda la semana una serie de conferencias en Nueva York en la que
darían cabida cuenta de todos los pormenores y explicaciones que los periodistas e
historiadores quisieran conocer. La primera de ellas tendría lugar, seguramente, en el
solemne edificio de la O.N.U.
Pero todavía tenían que llegar al aeropuerto internacional J.F.K.
Parecía mentira que un vuelo tan sofisticado y caro llevara volando casi tanto
tiempo como un avión convencional. Encima la tripulación no había dado señales de
vida, ni siquiera para anunciar el retraso. Artur no podía sospechar a que podía ser
debido, pues no tenía experiencia en este tipo de vuelos.
Después de varias horas más sin que ningún signo hiciera evidente un próximo
aterrizaje, salió personalmente el comandante de la cabina de control para dar
personalmente las malas noticias. Por un problema técnico muy grave, la nave se
había salido de la órbita terrestre y navegaba alejándose muy deprisa de la tierra, sin
rumbo fijo y a la deriva.
La conexión por radio se había perdido. No existían esperanzas para volver.
Las reservas de oxigeno de este tipo de aviones eran muy grandes, pero
además estaba dotado de un complejo sistema que podía retroalimentarse del CO2
para reconvertirlo de nuevo en oxigeno. Había suficientes víveres como para
abastecerse durante algunas semanas.
La nave se alejaba irremediablemente de la tierra a la altísima velocidad que le
había impulsado la fuerza centrípeta de la gravedad terrestre.
De nuevo el vellocino de oro se encontraba de viaje hacía zonas desconocidas y
recónditas en una nave tripulada por astronautas. Por fin Artur comprendió el destino
de este objeto cargado de simbolismo: dirigirse hasta los confines del universo –como
hasta ahora lo había hecho en la tierra- preconizando los principios e ideas más
nobles de nuestra civilización en su estado más puro.
Desconocido era el cartógrafo que lo modeló, pero el detalle y precisión del
mapa – una clara alusión al origen del símbolo- descartaba cualquier suposición en su
forjado que no fuera el místico.
No era ni el Santo Grial, ni el arca perdida, ni el monolito. Era el Vellocino de Oro
quien ostentaba la originalidad de todas las leyendas que eran -al fin y al cabo-
variaciones de si misma.
De lo que ya no pudo sacar conclusiones Artur fue del destino final compartido
de la nave, de los compañeros de viaje y del mismísimo vellocino. Si que las podemos
sacar nosotros -no porque las haya-, sino porque las conocemos. No fueron muy lejos,
ni mucho menos. La gravedad de Marte los atrajo mucho antes de que pudieran
escapar del sistema solar y sus restos acabaron esparcidos por toda la superficie
marciana.

Jordi Pallàs Martí

Buenos Aires, 15 de Julio de 2005

You might also like