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"Hollywood, sin quererlo, ha salvado la poesía épica, que fue la primera forma
de poesía."
Desmitificar, tr. Disminuir o privar de atributos míticos a aquello que los tenía o
pretendía tenerlos.
Sinopsis
Un grabado pintado sobre una vasija cerámica, del siglo V a.C. representando al
protagonista principal Jasón saliendo de la boca del dragón bajo la protectora mirada
de Atenea y que estaba ubicada en el museo del Vaticano.
Un jarrón del s III a. C. con la figura de Atalanta luchando con Peleo (según
Apolodoro, Atalanta fue la única mujer que formó parte de la expedición argonautica,
contrariamente a la versión de Apolonio)y que estaba ubicado en el museo
arqueológico de Munich.
La escena culminante del relato - el robo del vellón de oro por parte de Jasón-
estaba pintado en un recipiente del S.III a. C en el Metropolitan de Nueva York.
Los lugares donde se hallaron las reliquias no aportaban información
significativa, como tampoco la antigüedad de las cerámicas y los metales donde se
representaban las escenas, pues éstas no guardaban relación con la cronología de los
materiales, pues las vasijas se fabricaron varios siglos después de la supuesta
expedición bajo la influencia de la leyenda helena.
Otros dibujos aportaban conocimientos no menos desdeñables, pero no tan
significativos para la historia que le ocupaba: las constelaciones estelares
tremendamente precisas, que inundaban el cielo encima del Argo; los contornos
rudimentarios, aunque con cierta similitud formal del actual litoral de la costa egea; la
vegetación y la fauna claramente identificables de los lugares visitados por la
expedición; el diseño y la estructura del barco, el material bélico...
Todo ello y otros datos los recopiló en un cuaderno forrado de piel. Le gustaba
dibujar todo aquello que observaba, y escribir sus anotaciones personales en los
márgenes. Quería tener un manuscrito similar del que se servían sus antecesores
ochocentistas cuando los daguerrotipos todavía no existían, y los obligaban a dibujar
los más mínimos detalles de los objetos observados. -En este sentido, le gustaba
conservar una estética romántica de científico victoriano que le daba cierta
singularidad respecto a los demás jóvenes de su edad, y que, sin duda obraba
premeditadamente para buscar la exclusividad que todo adolescente busca para
formarse una personalidad que todavía no ha completado-. -De todos modos su
imagen cambió –como es lógico- durante los años que duró la investigación, pero
conservó siempre el mismo cuaderno con que empezó a escribir los primeros apuntes
de su investigación.
El grito se oyó no muy lejos de donde me encontraba buscando leña. Procedía
del descampado que ocultaba un pequeño terraplén donde algunos de mis hombres
habían salido a cazar. Cuando llegué al lugar de los hechos rodeaban el cuerpo
convulso de un nativo moribundo. Al parecer era el pastor que cuidaba del rebaño de
ovejas que allí pacía. Uno de los marineros lo había matado clavándole una lanza en
el pecho. A pocos metros de allí, también yacía otro hombre sin vida. Mi sorpresa fue
enorme y al mismo tiempo terrible. Reconocí en aquel cuerpo inerte la cara de Canto.
Murió golpeado por el golpe de una enorme piedra que le aplastó el cráneo. Al parecer
nuestro malogrado compañero decidió –por comodidad y con la seguridad de obtener
una fácil presa para saciar lo más rápidamente el hambre- ir a robar una de las reses
del rebaño que había descubierto en las inmediaciones. Ya hacía tiempo que no
hacíamos remilgos a la hora de justificar una apropiación indebida de bienes ajenos,
pues cada uno de nosotros no dudaba del merecimiento de tales recompensas.
Mientras Canto intentaba arquear al animal para colgárselo en la espalda, el pastor del
rebaño - astutamente oculto tras un arbusto- lo asalto lanzándole una piedra de gran
tamaño que sujetaba por encima de su cabeza, y que dejó caer con gran precisión y
fuerza en el mismísimo centro de su coronilla. Sus acompañantes reaccionaron
rápidamente, y pudieron matar al asesino, aunque no pudieron hacer nada por salvar
la vida de Canto.
El resto de la tripulación se presentó rauda al lugar, pues corrió la noticia
enseguida. Lo enterramos allí mismo con el cuerpo todavía caliente. Encima del
túmulo, colocamos ceremoniosamente el yelmo del que se sintió tan orgulloso. Era su
casco abollado de soldado cuyo penacho maltrecho por una lanza llevaba encajado en
la desdichada batalla contra los doliones. Haberse salvado de la muerte en aquella
ocasión no fue garantía para volver con vida de la travesía. Quizás estaba
predestinado a morir en aquel viaje. Su muerte fue muy sentida, pues la convivencia y
las penurias nos habían convertido en un grupo cada vez más unido. La muerte de
Canto y la del resto de los compañeros que habían dejado la vida en esta empresa los
convertía en dioses inmortales, pero para mí aquellas muertes menguaban el éxito de
la misión, y la abocaban cada vez más al fracaso, uno de cuyos objetivos era la de
volver todos con vida.
Pero no se habían acabado todas las desdichas de ese día. La voluntad
caprichosa de los dioses decidió que esa misma tarde falleciera otro de los nuestros.
Mopso, el hombre que interpretaba en el vuelo de las aves el destino de nuestras
vidas, murió por la mordedura de una escurridiza serpiente: Ocurrió mientras yacía
bajo la sombra de un árbol, probablemente abatido por la muerte de Canto. Su pierna
tendida se cruzó irremediablemente en el camino del reptil, que respondió al incidente
como si de una gran amenaza se tratará, mordiendo por acto reflejo en el pie de
Mopso quien recibió su mortal veneno. Nadie lo oyó quejarse. Absorto todavía en el
malogrado destino de su amigo, no se atrevió a importunarnos por lo que creía una
nimiedad. La herida no le dolió demasiado. Tenía una mordedura justo en la planta del
pie izquierdo. En cuestión de segundos, el pie se hinchó de manera portentosa, y
cuando nos dimos cuenta de la gravedad de su estado, ya estaba con media alma en
el Hades. El veneno relajó suavemente todo su cuerpo, y un intenso pero irreversible
sopor invadió todo su ser. Se fue discretamente como quien no quiere molestar. El
cuerpo perdió su tonalidad. El blanco de los globos oculares sustituyó a la
pigmentación castaña de sus iris.
Nadie podía creer que se cebará de nuevo la muerte contra otro de los nuestros
y de aquel modo tan absurdo, después de haber superado multitud de situaciones
infinitamente más peligrosas y arriesgadas. En ese –aparentemente- inofensivo oasis,
perdimos de la manera más absurda a dos de nuestros más valiosos y queridos
marineros. Nos invadió un sentimiento de impotencia, rabia y tristeza. La penosa
experiencia de aquel día nos afectó en lo más profundo de nuestro ánimo. Muchos de
nosotros lloramos aquel día como no lo habíamos hecho nunca. Pero a pesar del
dolor, la cotidianeidad de nuestras vidas nos exigía continuar con el duro trabajo, y
entre todos hicimos un gran esfuerzo para construir una segunda sepultura.
Como era preceptivo en la muerte de personas muy queridas, celebramos el
ritual mortuorio desfilando al trote alrededor de la tumba y presentando nuestras armas
al homenajeado por última vez. Los más afectados se arrancaban los mechones de su
cabello. Este era un ritual habitual en las ceremonias funerarias de los más allegados
a las víctimas, y representaba de la manera más gráfica posible la insensibilidad física
de sus cuerpos, ante el gran dolor que sufrían sus almas. Los pelos arrancados en
aquella sesión se echaban sobre la tumba del difunto antes de quemarlo en la pira.
Orfeo fue el primero en exhortarnos a huir de ese maldito lugar. Nadie se opuso,
y marchamos presurosamente de allí.
No fue fácil alejarnos de aquel infernal oasis. Las aguas que lo rodeaban
escondían trampas de arrecifes de coral que amenazaban con reventar la quilla. Las
aguas transparentes nos permitieron guiar la nave en los lugares donde la presencia
del coral era menor.
Por fin alcanzamos Creta. Impacientes por llegar a casa, partimos raudos hacia
el Norte. La ansiedad por llegar era tal, que nos aventuramos a salir con el cielo
encapotado, sin referencia estelar alguna. Afortunadamente atravesamos sin novedad
el mar abierto y alcanzamos la minúscula isla Espórades, cerca de la pequeña isla de
Hipuris.
Después de anclar el barco, y caer agotados en cubierta, dormimos
profundamente durante toda la noche. Pudimos recuperar algo de energías que el
sueño, el cansancio, y las recientes desgracias habían agotado. Intuyendo la cercana
presencia de Yolko, se relajó la tensión y aumento nuestro ánimo, hasta el punto de
que una hilaridad colectiva se fue extendiendo en toda la tropa, que reía por cualquier
nadería.
Más tarde levantamos un altar invocando a Apolo y agradeciéndole nuestro
regreso a casa con las correspondientes libaciones. No teníamos vino, pues nuestras
reservas se habían acabado. Improvisamos las libaciones sustituyéndolas con las de
agua potable. Medea y sus sirvientas no pudieron reprimir por mucho tiempo las risas
de aquella ridícula profanación. Acabamos contagiándonos todos por aquel estado de
ánimo que vanamente queríamos reprimir, y acabamos desternillándonos todos por el
suelo.
Aquello nos sirvió como terapia para alejar los malos espíritus que todavía
pudieran permanecer en nuestras almas. Se formó enseguida una improvisada y
divertida fiesta en la que nos burlábamos unos de otros, se lanzaban descaradas
chanzas e invectivas, e incluso hubo algunos que aprovecharon la situación para
flirtear sin disimulo con las sirvientas.
Ansiosos y cada vez más exaltados por la inmediata proximidad de nuestros
hogares, aproveché los últimos días de camaradería para liberar nuestras
tensiones a través de competiciones deportivas. Organicé una de ellas,
consistente en una carrera que se iniciaba desde el barco: Cada participante era
portador de una ánfora atada a la espalda y la prueba consistía en ir nadando hasta la
costa, llenar el recipiente con agua potable, y volver con el recipiente lo más lleno
posible.
Una vez sobrepasada la tierra de Cecropia, Aulide y Opute, divisamos por fin las
playas de Pásagas. Llegamos precisamente por la costa opuesta a la que partimos el
día de nuestra marcha. Habíamos descubierto una ruta circular que rodeaba todo el
continente heleno
de norte a sur y de Este a Oeste.
A medida que nos acercábamos a la costa, nos dimos cuenta que nadie
esperaba nuestra llegada. Las playas estaban vacías. Ocasionalmente aparecía a lo
lejos la silueta de algún solitario labriego, que al percatarse de nuestra presencia,
abandonaba precipitadamente sus tareas para huir en busca de refugio en la ciudad.
La alarma de estos surgió efecto de inmediato, y una muchedumbre expectante se
reunió en el puerto prudentemente resguardada en la retaguardia de la formación de
soldados que la encabezaba.
A la espera de un periodo más favorable donde pudiera disfrutar de más tiempo
y disponer de un medio de automoción para sus desplazamientos, Artur aprovechó
para planificar detalladamente las dos rutas de la travesía que tenía previsto recorrer
en el futuro. La primera de ellas cruzaba los asentamientos micénicos más relevantes
de la península.
Para ello, situó en el mapa las principales ciudades y asentamientos de la
Grecia arcaica.
El segundo itinerario, bastante más complicado de llevar a cabo, seguía la
misma ruta utilizada por los antiguos argonautas. Desde Yolkos hasta Ea en la
Cólquide -pasando por todos aquellos asentamientos y pasos intermedios de las
costas Egeas y del mar Negro, donde hay constancia en la leyenda que acamparon
los héroes griegos- la ruta comprendía una inversión de tiempo y dinero inasumible
para el actual Artur Ferrer. Este itinerario tenia el inconveniente que había de ser
replicado lo más fidedignamente sobre las ubicaciones actuales de la Grecia y Turquia
actual – lo que comportaba un tiempo considerable de trabajo añadido-. Interpretando
los textos de la ficción y con el método inductivo-deductivo –también el intuitivo- las
playas, golfos, salientes y rocas descritas en sus parajes, y mediante el
emplazamiento aproximado de los antiguos poblados extinguidos, las antiguas
nomenclaturas de Yolco, Lemnos, Helesponto, la Propóntide, Cío, Bitinia, Las Rocas
Cianeas, el Ponto Euxino, Paflagonia, Asiría , Ea, Colquide, habían de coincidir en el
espacio con las actuales Volos, Lemnos, el estrecho Dardanelos, Canakkale, el mar de
Mármara, Yalova, Estambul, El Bósforo, El mar negro, Küre Daglari, Ordu, Bat'umi y
Kutaisi.
Las dos rutas surgían de dos líneas de investigación independientes, y se
sustentaban en diferentes sustratos empíricos.
El primero de ellos, se apoyaba en los restos arqueológicos de los antiguos
asentamientos micénicos hasta el momento.
El segundo sustrato -menos sólido que el primero- podría fundamentarse en
posibles futuros hallazgos encontrados en el fondo del Mar Negro, cuyas especiales
condiciones químicas hacían de cada uno de ellos unas auténticas joyas
arqueológicas. Unos recientes estudios de la Universidad de Columbia confirmaban
que el mar Negro sufrió hace 7500 años una catastrófica inundación que convirtió lo
que era un simple lago de agua dulce, en un gran mar. Artur confiaba en que los
restos que quería encontrar pudieran conservarse sumergidos en el agua. La
extremada salinización del agua, y la consecuente perdida de oxígeno confería a este
mar unas propiedades especiales en la conservación de los materiales, como lo
constataba una reciente noticia: Unos científicos de la prestigiosa revista National
Geographic Society encontraron cuatro embarcaciones que databan de la época
romana en muy buen estado en el fondo del Mar Negro. Los expertos consideraban
que estos restos se habían conservado gracias a las características químicas del agua
de la zona. Robert Ballard, jefe de esta investigación explicó que naufragios tan
antiguos suelen estar ya en malas condiciones cuando son descubiertos, pues la
corrosión y los animales marinos se encargan de destruir la madera de estas
embarcaciones. Pero en el caso de estas cuatro embarcaciones fueron las especiales
características del Mar Negro, por su gran carencia de oxigeno, las que permitieron la
buena conservación de las piezas. Estos naufragios que se encontraron eran la
continuación del hallazgo de un fondo arqueológico descubierto en septiembre de
2000 en el Mar Negro y que se componía, entre otras piezas, de herramientas
elaboradas con madera y piedra de hace 7000 años.
Cerca de la costa occidental de la tierra de Pélope, una intensa tormenta nos
sorprendió trayendo consigo un fuerte vendaval de Bóreas (viento del norte), que nos
alejaba velozmente de las costas helenas. La tormenta continuó toda aquella semana.
Estábamos totalmente desorientados. El cielo cubierto durante la noche nos impedía
orientarnos por las estrellas. Sin darnos apenas cuenta nos metimos en aguas poco
profundas, hasta que encallamos en una ciénaga donde la abundancia de algas
procuraba a las aguas un siniestro color oscuro. Más allá se extendía una playa de
arena infinita que se perdía en el horizonte. Caímos en la trampa: las aguas se
retiraron en la bajamar y la nave quedó incrustada en la arena.
El paisaje que nos rodeaba era desolador. La tierra y el cielo se extendían por
igual hasta encontrarse en el horizonte. Ningún árbol, roca, fuente, ni ser viviente
atisbamos en la lontananza. El desánimo fue calando en cada uno de nosotros. A
medida que analizábamos más el entorno, fuimos más conscientes del verdadero
estado de nuestra desesperada situación. Estábamos rodeados de dos grandes
desiertos. Uno, el de arena, donde no había posibilidad de conseguir agua ni comida, y
el otro, un mar poco profundo y por ello innavegable. Después de haber superado
tantos avatares y peligros, aquel lugar infernal daba por finalizada todas nuestras
esperanzas de volver sanos, salvos y triunfantes a la Hélade. El calor y la sequedad,
junto con la escasez de víveres no hacían más que alargar nuestra agonía.
Anceo se lamentaba por no haber perecido antes, en cualquiera de los peligros
precedentes donde sorteamos inútilmente nuestros destinos. Ahora nos esperaba una
muerte agónica y anónima. Me preocupó la estúpida idea de que no sobreviviera nadie
como testimonio para contar nuestras tribulaciones. Estábamos destinados a formar
parte de otra leyenda más sobre barcos fantasmas tripulados por almas perdidas que
vagaban sin rumbo durante la eternidad y cuyos espectros aparecían en las noches de
tormenta reflejados por las luces de los relámpagos para satisfacción de la
imaginación de niños y supersticiosos.
Las mujeres apiñadas junto a Medea rompían el sórdido silencio con sus
lamentos.
Nuestra suerte estaba echada. Decidimos que cada uno de nosotros buscara su
salvación por su cuenta y riesgo.
Nos despedimos muy apenados, abrazándonos fraternalmente, conscientes de
que sería la última vez que nos veríamos. Partieron cada cual en direcciones
diferentes a través del desierto, separándose cada vez más a medida que el trecho
andado era mayor. Yo me quedé en el barco cuidando de las mujeres, con la única
esperanza de que yo fuera el último en encontrar la muerte para poderlas sepultar –
aunque ello significase que mi cuerpo se pudriera en la intemperie para ser pasto de
los carroñeros-.
Nos repartimos los pocos víveres que conservábamos, y con un manto en la
cabeza nos cubrimos de los estragos del sol y de la corrosiva arena. Cuando el astro
solar se posó sobre nuestras cabezas, ya no alcanzamos a ver a ninguno de nuestros
compañeros cuyas figuras ya se había diluido en el paisaje.
Era media tarde cuando se oyó un tenue rumor familiar que me despertó del
aletargamiento. Mire por la borda para ver que ocurría. El mar estaba empezando a
tocar la quilla. Al rato observé que subía de nivel. Ya no tenía dudas: la marea
devolvía el agua que por la mañana nos había retirado. ¡Extraño comportamiento la de
aquellas playas, tan diferentes a las inapreciables mareas de nuestras costas!.
Excitado, comuniqué enseguida la buena nueva a Medea, que no se entusiasmó
demasiado por aquella noticia. Me hizo recordar que todos los hombres habían
marchado por la mañana y que en esos momentos se encontrarían muy lejos de allí.
No teníamos pues fuerzas suficientes para botar la pesada nave.
Empecé a gritar con todas mis fuerzas desde lo alto de la proa en todas las
direcciones del desierto. Mi voz al rato perdió su fuerza tras apagarse en la
inmensidad de su silencio. Entonces, recordé que teníamos un cuerno a bordo que
utilizábamos para indicar nuestra presencia en alta mar cuando había niebla intensa.
Estaba guardado en un rincón de la popa junto con el vellón. Atravesé corriendo toda
la cubierta, cogí el cuerno y soplé con todas mis fuerzas. Sonó un tono agudo pero
potente. El efecto reverberarte del cono amplificó el sonido por toda la superficie del
desierto. Estuve toda aquella tarde soplando hasta la extenuación.
La alarma funcionó, y al atardecer nos encontramos todos reunidos junto a la
nave que ya estaba parcialmente cubierta de agua. Entre todos -mujeres incluidas-
empujamos desde la popa esperanzados de que la fuerza del agua la pusiera a flote.
Zozobró, y la seguimos empujando hacia el interior de aguas más profundas. Nuestros
cuerpos se sumergían ya a la altura de la cintura, y cuando parecía que la nave flotaba
con más soltura, volvía a encallarse de nuevo en otro nuevo fondo. Tardaríamos
bastante más hasta que el barco perteneciera por fin al dominio pleno de la superficie
ondulada del mar. Cuando esto sucedió, Anceo se apresuró a subir a cubierta para
hacerse con el timón, mientras los demás gastábamos las últimas reservas de fuerza
en tensar la cuerda que contrarrestara la inercia de la nave en su salida hacía el
interior del mar. Nos zambullimos y alcanzamos la nave a nado. Cuando subimos a
cubierta, empapados hasta los huesos y sin tiempo que perder, no cesamos de
impulsar la nave mar adentro con la fuerza de los remos, hasta que consideré que
estábamos fuera de peligro. La debilidad, la sed, y el hambre, no fueron obstáculos
suficientes para impedirnos celebrar -con una alegría desbordada- con improvisados
cantos y danzas el haber salvado la vida. Era la manera más fácil de exorcizar
nuestros sufrimientos pasados. Era patético ver esa fiesta de cuerpos espectrales,
vestidos con harapos, cayendo torpemente al suelo por la debilidad -pues los
músculos no respondían a las voluntades y únicamente temblaban
espasmódicamente-.
Dormimos durante toda la noche, y al amanecer nos pusimos todos a trabajar
para dirigir la nave hacia el Norte, con la costa a estribor, en busca de tierra fértil. Los
víveres y el agua potable escaseaban. El agua conservada se había estropeado por la
podredumbre que la envenenaba. La situación era una vez más desesperada.
Conservábamos- aunque pareciera increíble- algunas fuerzas, pero la deshidratación
de los remeros empezó a hacer estragos. Con la garganta seca, y sin posibilidad para
aliviarla, la saliva espesaba por la comisura de los labios. Al rato empezaron a caer los
primeros: perdían la conciencia y caían desmayados, algunos en cubierta, otros
apoyados con su cabeza en el hombro del compañero. Las mujeres, y los pocos
hombres que no remábamos éramos los más afortunados, pero nadie nos lo
reprochaba. Todos teníamos una función que cumplir en el pilotaje del barco. Cuando
la situación era ya insostenible, una vez más el destino nos reservó una última tabla de
salvación. Quizás fue la voluntad de los dioses que quisieron aplazar nuestra muerte
para una mejor ocasión. Avistamos una bella costa con frondosos árboles
pertenecientes a un oasis que alimentaba un gran lago. Al desembarcar gastamos
todas nuestras reservas energéticas en buscar una fuente de agua, que
afortunadamente, encontramos no lejos de allí. Bebimos como animales sedientos.
Nunca el agua nos había aliviado como aquel día. Como hormigas que se precipitan
en una gota de miel caída del panal, así estábamos todos concentrados en el chorro
de agua cristalina que brotaba de aquel precioso manantial.
Una vez saciados nuestros sedientos cuerpos, nuestra siguiente necesidad pasó
a priorizarla el hambre. Organizamos una cacería y nos dividimos en varios grupos.
No tardaríamos demasiado en encontrar un estupendo rebaño de ovejas con las
que saciaríamos nuestra feroz hambruna. Pero pagaríamos por ello un alto precio.
El grito se oyó no muy lejos de donde me encontraba buscando leña. Procedía
del descampado que ocultaba un pequeño terraplén donde algunos de mis hombres
habían salido a cazar. Cuando llegué al lugar de los hechos rodeaban el cuerpo
convulso de un nativo moribundo
No fue hasta que terminó de completar el cuarto curso cuando consiguió cierta
libertad de acción. Durante los últimos años pudo recaudar los fondos suficientes para
disfrutar de aquel periodo vacacional sin otro compromiso que el de dedicarse
íntegramente a sus asuntos. Compró un coche usado a buen precio. No era una
maravilla de coche, ni tenia las mínimas prestaciones que se le debiera exigir a un
vehículo durante la canícula, pero le permitiría recorrer libremente la geografía griega
a su antojo.
“El mito de los Argonautas y su sustrato histórico". Así decidió titular la futura
tesis de sus investigaciones. El enunciado en sí implicaba mucho riesgo y, a su vez,
pecaba de ambicioso. Que la presentación de la tesis acabara siendo una simple
hipótesis sin demostrar, o que se convirtiera en uno de los textos científicos más
importantes del siglo lo determinarían la importancia de los hallazgos arqueológicos
que descubriera. Confiaba, y se conformaba con encontrar un resultado intermedio
que dejara una puerta abierta a nuevas investigaciones.
Su teoría, cuya única apuesta era confiar en que la expedición de Jasón hubiera
tenido lugar durante la era micénica, dependía exclusivamente de encontrar una
prueba que la vinculara en ese periodo.
Consciente de que el éxito o el fracaso de su teoría dependía de ello, se
propuso encontrarla por todos los medios. Si lo conseguía, la redacción de la tesis
sería simplemente cuestión de ordenar acontecimientos y situarlos en la apropiada
cronología micénica.
IOLKO
Volos, fue el primer asentamiento en que Artur pudo documentarse “in situ”
antes de iniciar el viaje. Recordemos que ya había visitado esta bonita ciudad otras
veces mientras estudiaba en Salónica.
Era una pequeña ciudad instalada bajo la falda del monte Pelión donde según la
tradición se talaron los árboles para la construcción de la nave marítima con la que los
argonautas se sirvieron para recuperar el vellón sagrado. La urbe volca se extiende
hacia el mar donde poseé un precioso puerto, heredero actual del antiguo astillero
donde presuntamente se construyó y botó el barco.
De sus periódicas visitas a la ciudad, pronto percibió que, de la metrópolis desde
donde zarpó la nave Argos rumbo a Eetes hacia unos 4000 años, únicamente la
geografía del lugar era la herencia muda de la antigua ciudad micénica -pues de ésta
no había el más mínimo vestigio de su existencia-. Una de las fuentes de información
donde Artur pudo estudiar “sobre el terreno” algunos restos arqueológicos de un
antiguo asentamiento micénico, se hallaba en el Museo arqueológico de Volos: El
"Athanassakeion Archaelogical museum". Ordenadamente expuestos según su
antigüedad, los restos manufacturados que un día pertenecieron a los hombres que
habitaron aquellas tierras en el Neolítico, no podían por si mismos demostrar más allá
de lo que los conservadores deducían de sus propiedades físicas y químicas. Allí
habían expuestas estatuas de arcilla y otras reliquias de la era micénica.
Dibujó en su cuaderno de piel tres utensilios de entre todos los objetos
expuestos:
Una maceta de cerámica que tenía dibujada en su superficie una embarcación
micénica con varios remos y que databa del año 1550 a. C.
Otra vasija consistía en un jarrón con asas decorado con guerreros montados en
carros de combate tirados por caballos. Este jarrón fechaba del año 1200 a. JC.
Y la última pieza consistía en una escultura en forma de caballo que tiraba de
una viga o carro. Todo el conjunto estaba decorado con múltiples dibujos en formas
geométricas. Esta figura se fabricó el año 1300 a. J.C.
Casi todas las herramientas que allí se exponían habían sido descritas alguna
vez en el relato de Apolonio de Rodas.
El primer destino al que decidió acudir Artur desde Volos fue a Corinto -en el
Peloponeso-, en busca de un imposible: Hallar los restos humanos del argonauta más
conocido, o al menos de algún resto de material que llegara a formar parte de la
estructura del legendario navío. Como era de esperar abandonó la idea una vez
visitada la ciudad. No le ofreció nada interesante, y se rindió enseguida a la evidencia:
era imposible organizar excavaciones tan ambiciosas por cuenta propia.
Marchó de allí, y se dirigió hacía Nemea, una ciudad situada más al interior del
istmo. Visitó el Archaeological Museum of Nemea, y allí estaban expuestos los objetos
que se encontraron en el cementerio micénico de Aidonia. Destacaban dos anillos de
oro en cuyos sellos se representaban esculpidos escenas sagradas de danzas
femeninas, y una procesión de mujeres que se dirigían a un santuario. También era de
admirar un abalorio formado con fragmentos de oro puro.
Todas aquellas reliquias databan de 15 siglos antes de Jesucristo. Artur dibujó
con todo lujo de detalles y colores lo más destacado, anotando en el margen de la
páginas los comentarios y reseñas que creyó necesarios.
La civilización micénica existió entre los años 1450-1200 a. C., periodo en el que
se basaron los hechos narrados en los poemas homéricos. Estos se escribieron
posteriormente, seguramente transcritos de los relatos épicos que recitaban a viva voz
los aedos especializados. La caída de Troya narrada en la Íliada -por ejemplo-, ocurrió
500 años antes de que sus poemas fueran escritos.
Con las Argonautiká de Apolonio ocurre algo similar, pero con la notable
diferencia de que el periodo transcurrido entre los hechos supuestamente acaecidos
en la leyenda (que por cierto, anteceden a los ocurridos durante las generaciones que
intervinieron en la guerra de Troya) y la época en que se escribió el poema de
Apolonio de Rodas las separan mil años.
Apolonio de Rodas, poeta alejandrino de la primera mitad del siglo III a. c., se
ocupó en su poema Argonautiká, de inmortalizar por escrito los versos de las hazañas
del viaje, imitando el estilo épico tradicional.
Hace apenas 130 años, nadie consideraba que existiera una civilización anterior
a la cretense. A partir de ésta, se originó en la zona continental griega la primera gran
civilización democrática de la historia conocida como la Grecia Clásica, con sus
grandes filósofos, políticos, senadores, literatos, médicos y científicos.
Pero existió una civilización anterior a estas que se caracterizaba por sus
palacios y riquezas. Es lo que actualmente se conoce como "la edad heroica" origen
del amplio periodo que abarca la revisada Historia de la Grecia Antigua, y que
concluye en el primer milenio después de Cristo, con las famosas conquistas de
Alejandro Magno.
Durante la "edad heroica"- así denominada porque según la leyenda la deshonra
era peor que la muerte- tuvo su apogeo la civilización micénica que se destacaba por
sus asentamientos y urbes, donde en bulliciosa vida urbana se mezclaban desde los
señores de la guerra y sus ejércitos, hasta los simples artesanos y campesinos que
vendían sus productos en los muros de los palacios y las murallas de las ciudadelas.
El desarrollo de las investigaciones y el interés por la Grecia Preclásica, tuvo
lugar al iniciarse las excavaciones de H. Schliemann en Troya ( 1870, 1871-73, 1878,
1882), Micenas (1874, 1876), Orcomenos (1880) y Tirinto (1880)
Shilieman -con la Ilíada como referencia- comenzó la búsqueda convencido de
la veracidad de la tradición homérica. Estos estudios se desarrollaron con las
excavaciones de Evans, en Knossos (1990), que dieron a conocer una cultura todavía
anterior a la micénica, y seguramente originaria de esta, la cultura minoica.
La civilización micénica, recibió su nombre gracias al desenterramiento de
Micenas por parte de Shliemann y ser ésta el mayor núcleo poblado y de mayor
empuje de esta cultura. Micenas -en la Argólide- se convierte en un centro de riqueza
y poder con una civilización guerrera sin igual en la zona del Egeo; No obstante no es
el único centro de población importante de la Grecia central y meridional que brilla y
surge con esplendor en esta época: Pilos en Mesenia, Tebas, Glá y Orcómenos en
Beocia y Tirinto. También en la Argólide y parece ser que bajo la Acrópolis de Atenas
reposa un primitivo asentamiento micénico fortificado.
El periodo de esplendor micénico abarca desde el 1600 al 1150 a. C. cuando se
configuran los palacios descritos en la Ilíada y sus reinos: Pilos, Tebas, Orcómenos,
Glá, Atenas y Micenas.
Con estas premisas como referentes teóricos, Artur construyó los fundamentos
de su teoría. La idea estaba perfectamente expuesta en su redacción. Solamente
faltaba confirmar aquella hipótesis con un simple hallazgo que demostrará
empíricamente la existencia de la expedición, y en ello se centró su actividad
primordial.
El mayor trecho de la ruta marítima navegada por los argonautas se realizó en
las costas meridionales del Mar Negro – la costa septentrional turca-. Por tanto, en las
poblaciones y asentamientos donde los marineros entraron en contacto con sus
gentes era donde tendría más posibilidades de encontrar vestigios materiales que
fueran testimonios de su paso. La mente de Artur iba siempre más allá, y perdía la
paciencia con facilidad. Modificó sus planes iniciales. Sin conocer todavía si se decidía
por esta ruta –pues no estaba seguro de la productividad de la misma- planeó un
posible itinerario alternativo.
En Corinto encontró cerca del hotel donde se alojaba un Cibecafe. Era más caro
que los locales clandestinos, pero el ambiente era mucho más agradable. Mediante el
buscador localizó varias web que informaban sobre las más recientes excavaciones
arqueológicas en Turquía.
En el horizonte se vislumbraba la primera urbe Helena que pisaríamos desde
que abandonamos Grecia: Drépane, capital del reino de Feacia. La noticia se extendió
rápidamente por toda la ciudad y una gran multitud se aglomeró en la plaza del puerto
para recibirnos. Todos los habitantes se regocijaban al vernos. Fuimos aclamados y
vitoreados durante todo el trayecto que iba desde el puerto hasta la ciudadela. Por las
delgadas calles formábamos un gran desfile en que los vecinos lanzaban flores desde
las terrazas de sus casas. En el palacio, el rey Alcínoo y su séquito nos recibieron con
gran entusiasmo. Un fenomenal banquete se celebró en nuestro honor.
En mitad de la fiesta irrumpió bruscamente en el comedor un mensajero con un
recado urgente para el rey. Comunicó al rey y a los presentes que el puerto estaba
sitiado por multitud de naves colcas que amenazaban con atacar la ciudad. Alcinoo y
los demás nos dirigimos raudos hacia el lugar. Allí nos esperaban recién
desembarcados el desafiante comandante colco junto con otros de los jefes de las
demás naves escoltados por una brigada de soldados bien armados que los
escoltaban. Solicitaba al rey Alcinoo la entrega inmediata de Medea sin condiciones. Si
no cumplían con sus exigencias, se exponían a un desembarco y saqueo
indiscriminado por toda la ciudad hasta dar con ella. Alcinoo intentó calmar los ánimos
del comandante, y le prometió mediar en el conflicto. Acordaron que en el plazo de un
día le daría una respuesta definitiva, pero que necesitaba todo este tiempo para
meditarlo bien.
Nos reunimos de nuevo todos en palacio. Medea estuvo todo el tiempo
exhortando a los marineros a entablar batalla contra los colcos, con el mismo
argumento que había aprendido a recitar cada vez que lo necesitaba: se lo debíamos
por su decisiva implicación en los hechos acontecidos en Ea. Yo, trataba de infundirle
ánimos y repetirle constantemente que confiara en nosotros. Todavía en ella
perduraba un recelo infundado a nuestra sellada fidelidad. Encontró en la esposa de
Alcinoo –Arete- a su nueva confidenta. Le explicó desde su punto de vista todo lo
sucedido desde el día en que se comprometió conmigo, y le confesó que había
cometido acciones muy desleales para con su familia para poder satisfacer mis
ambiciones. Arete parecía conmovida por el relato.
Durante la noche Alcinoo y su mujer deliberaron los pros y los contras de los
hechos que aquel tenía que juzgar. Arete, según supe por Medea, estaba de su parte,
y hacia todo lo posible para convencer a su marido de que defendiese con todo el
ejército de Drépane la decisión de Medea. Pero el talante mediador de Alcinoo estaba
tan arraigado en su manera de ejercer la política, que quiso actuar según las leyes que
había forjado durante su dilatada carrera real. Su razonamiento era que si Medea aún
era doncella todavía pertenecería a la tutela de Eetes. En cambio si conseguía
demostrar que había perdido su virginidad - y teniendo en cuenta la promesa de
matrimonio que yo continuaba manteniendo- me pertenecería con todos los derechos.
Tenía decidido que así se lo haría saber a los colcos. Arete -cuando Alcinoo cayó en
un profundo sueño que le permitió la serenidad de su determinación en su conciencia-
aprovechó para separarse sigilosamente de su esposo y darle a conocer a Medea el
veredicto. Despertó a las sirvientas e hizo llamar al emisario. Este galopó a toda prisa
hacia el puerto de Hilo donde nos encontrábamos acampados, y nos comunicó la
decisión del rey.
No había tiempo que perder. El ambiente no era el más propicio para tales
escarceos. Ordené a las mujeres que se encargaran de construir un lecho adecuado
para la ocasión.
Pedí a Mopso que libara vino desde la cratera en honor a los bienaventurados.
Derramó el líquido sagrado sobre la carne de cordero consagrada sobre un
improvisado altar. Divisamos una cueva en las rocas de la playa que se adecuaba a
nuestras necesidades inmediatas de intimidad. Hasta allí transportaron las criadas de
Medea el lecho conceptivo cuya base lo formaba el escudo dorado de Frixo cubierto
por numerosas pieles de cordero que lo confortaban. Arete nos envió a sus ninfas, que
nos proporcionaron un cesto con flores variopintas que echaron estratégicamente en la
colcha del improvisado lecho para dar colorido a la boda. Mientras, el resto de los
hombres mantenía la guardia cerca de la nave vigilando cualquier imprevisto. En la
entrada de la cueva escoltaban la puerta dos hombres armados con una lanza cada
uno, mientras, a poca distancia de ellos Orfeo, de espaldas a la entrada de la cámara
nupcial, tocaba su célebre lira que reverberaba entre las paredes de la cueva,
adornando aún mejor el efecto encantador de la melodía.
Era la primera vez que Medea y yo disponíamos de un momento de intimidad.
Pero no pudimos aprovecharlo para reflexionar y debatir nuestra relación. Había antes
otras prioridades. La tarea no fue fácil. La responsabilidad del momento, y el miedo de
no saber estar a la altura de las circunstancias me impidieron excitarme. Por más que
me concentrará no conseguía endurecer mi pene. El fracaso y sus funestas
consecuencias pesaban demasiado en el comportamiento desinhibitorio que estas
artes precisan. ¡Juro por todos los dioses que me fue totalmente imposible!. Tuve que
abandonar mi propósito. Le sugerí desvirgarla con mis dedos, o mejor aún, que
llamáramos discretamente a Anceo para que fuera él quien se acostara con ella, quien
sin duda cumpliría a la perfección su cometido.
Ella intentó tranquilizarme. Me cerró suavemente la boca con la pinza que
formaron sus delicados dedos, y tocándome suavemente los genitales con una mano,
y los muslos con la otra, me ordenó que absorbiera el aroma de aquellos pétalos que
las ninfas habían distribuido por toda la cámara. Succioné la esencia de las flores y
empecé a degustar una gran gamma de sabores deliciosos, y al instante todos mis
temores se diluyeron. La lujuria se apodero de mí, y lo único que quería era abusar de
aquel exuberante cuerpo. La voluptuosidad de Medea hizo el resto. Sin darme apenas
cuenta, mi miembro viril ya estaba firmemente erecto. La operación fue un éxito, otra
más en la dilatada carrera hacia la meta.
Estuve oculto detrás del templo, observando como los hermanos dialogaban,
esperando el momento oportuno para abalanzarme contra la espalda de Aspirto. Costó
más tiempo de lo esperado antes de que Medea pudiera colocar a su hermano en la
posición adecuada. Al fin pudo conseguirlo sin levantar sospechas.
No dudé un instante en saltar sobre él como un poseso. La tensión de la espera
había acumulado en mi cuerpo una fuerza sobrenatural. Sin apenas darme cuenta,
estaba en el suelo encima de mí victima. Me incorporé rápidamente con la daga recién
desclavada goteando sangre. Pero Aspirto, condenado por la herida letal, apenas tuvo
tiempo para incorporar levemente la cabeza y dirigir una última mirada interrogadora
sobre su hermana. Esta no pudo soportar el gesto de sorpresa de su hermano y se
ocultó el rostro con las dos manos. Esa última expresión de Aspirto quedo grabada
para siempre en la mente de Medea.
Para evitar que el espíritu de la víctima pudiera vengarse, tuve que cortar las
manos y las piernas del cadáver, así como lamer su sangre tres veces, y escupirla
otras tres. Con este siniestro ritual intentaba expiar el alevoso crimen.
Aquel monstruoso comportamiento, surgió desde lo más primitivo de mi alma
que trataba precipitadamente de enmendar aquel asesinato. Era como si la hambruna
me hubiera obligado a ello. Yo era una fiera, una sanguijuela, sin ningún tipo de
dignidad ante Medea, que observaba aterrorizada como descuartizaba al cadáver de
su hermano.
Mi rostro ensangrentado, como la de un lobo devorando a su victima, debería
proyectar ante sus ojos un espectáculo desagradablemente macabro.
Con mirada retrospectiva, sigo preguntándome de donde aprendí aquel siniestro
ritual. Era posible que hubiera oído tales historias de mis abuelos cuando era niño.
Cierto es que tal atrocidad se reveló de manera espontánea, y sin predeterminación
alguna por mi parte.
A continuación cavé precipitadamente una fosa para enterrar la carne
desmenuzada de quien, hasta hacia unos momentos, pertenecía al príncipe Aspirto,
hermana de Medea e hijo del rey Eetes de Cólquide.
A la señal convenida (el oscilar de la luz de una antorcha), los tripulantes del
Argos abordaron la nave principal de la flota colca capitaneada por el desaparecido
Aspirto. Los guerreros colcos desconcertados por el factor sorpresa, defendieron la
nave de manera muy negligente, esperando vanamente aturdidos las ordenes del
comandante. Sin la diligencia de su líder, la nave fue rápidamente reducida. Los
sobrevivientes fueron obligados a saltar por la borda y se prendió fuego a la colosal
embarcación. La fortaleza flotante se consumía por momentos, pues la madera de que
estaba construida ardía sin remedio, y sus llamas oscilaban con intensidad sobre las
naves colcas, testimonios impotentes de su inescrutable destino.
Como cuando un toro bravo cae fulminado cuando es descabellado, de igual
manera se desmoronaron las fuerzas colcas, que se paralizaron ante la ausencia de
una autoridad jerárquica a quien obedecer.
Aprovechando la confusión de la noche, nuestros hombres nos recogieron de la
isla para huir a toda prisa de allí.
Peleo fue quien decidió el nuevo rumbo a tomar para despistar definitivamente a
los colcos si estos se decidían de nuevo a perseguirnos. La vía más corta para llegar a
Yolko era, sin duda, la que vareaba la costa sur del Ponto hasta llegar a la Hélade. Es
decir, irnos por donde habíamos venido. En cambio Peleo argumentó, con buen
criterio, que siguiéramos la ruta de la costa opuesta del mar de Cronos: la costa
Ausónica.
Mantuvimos la velocidad más alta que pudimos durante toda la noche. El miedo
a ser alcanzados por los colcos nos hacía recuperar del desfallecimiento. No cesamos
en nuestro empeño hasta alcanzar la sagrada isla de Electris- en la costa occidental
del Mar de Cronos- la última de todo el archipiélago, en la desembocadura del río
Erídano.
Durante nuestra huída no vimos rastro alguno de los colcos. Parecía que
definitivamente los habíamos esquivado.
Nuestra navegación hacía el sur, siguiendo la ruta de la península Ausónica
transcurrió con normalidad. La tranquilidad de aquellas apacibles jornadas nos
permitió recuperar las fuerzas menguadas y disfrutar en algunos momentos de un
merecido descanso en cubierta. Pero ni Medea ni yo pudimos gozar de ese privilegio,
pues nuestros espíritus atormentados intentaban dar con una explicación convincente
para tranquilizar nuestras conciencias.
Los acontecimientos nos habían superado. Tuvimos que tomar decisiones tan
contundentes en tan poco tiempo que aún teníamos que digerir todo lo sucedido. En
aquellos momentos, lo de menos era nuestra promesa mutua de nupcias. Lo peor era
haber planeado y ejecutado la muerte de Aspirto en un acto de valentía discutible,
pues él nunca fue el responsable de nuestras desdichas, sino que al contrarío siempre
se mostró dispuesto a mediar entre las dos partes.
MICÉNAS
Empezó al poco tiempo de haber huido. Zarparon de Ea todas las naves colcas
disponibles en nuestra persecución. La flota se dividió en dos grupos para bloquear las
dos posibles salidas del Ponto Euxino: el Bósforo y el delta del río Istro. Poseían el
suficiente potencial naval como para permitirse ese lujo. Eetes no escatimó en
contingente bélico ni humano para darnos alcance. Su preocupación prioritaria –antes
incluso que cualquier otro problema de estado- era solucionar cuanto antes la afrenta
recibida. La flota de navíos colcos que partió hacía Istro estaba bajo su mando por
propia iniciativa, ya que -parte por intuición, parte por no subestimar nuestra capacidad
estratégica- tenía la certeza de que huiríamos por allí.
Alcanzaron el río poco antes que nosotros. Tomaron el cauce por el saliente sur
de la isla de Peuce, que los oculto de nuestro campo visual, y atajaron por el camino
más corto que les permitió aún coger más ventaja en la carrera.
Todo ello, sumado a que sus barcos eran más veloces, les permitió alcanzar la
costa dos días antes de que lo hiciéramos nosotros.
Habíamos subestimado a los colcos tanto en su conocimiento de las vías
marítimas que salían del mar, así como en su potencial naval y capacidad estratégica.
Infravaloramos el empeño que el rey pondría en alcanzarnos –era capaz de cualquier
cosa para vengar la deshonra que pudiera aplacar su ira-. Creí que los perseguidores
desistirían una vez perdido nuestro rastro. Deberíamos de haber previsto que la furia
que encendimos en el rey lo convertiría en un ser capaz de todo. Más que el robo, fue
el secuestro de su hija lo que provocó sus más altos deseos de venganza. Eetes llegó
a amenazarles con matarlos a todos si se atrevían a regresar sin ella.
Aspirto, como buen estratega que era –como nos había demostrado- quería
pactar una salida pacífica al conflicto. Me propuso - por iniciativa propia, una vez más-
un acuerdo: renunciaban a la custodia y propiedad del vellocino, a cambio de que le
devolviésemos a su hermana. Me concedía un plazo que concluiría al alba. Embarcó
de nuevo y zarpó confundiéndose con el resto la flota que nos asediaba en la costa.
El dilema estaba planteado. O luchábamos todos dignamente defendiendo
nuestro honor hasta que nos mataran a todos, o entregábamos a Medea y con ello
evitábamos un baño de sangre que además nos permitía volver triunfantes a la
Hélade. Era una propuesta muy tentadora que estuve a punto de aceptar. ¡Si yo casi
caí en la tentación, no era difícil imaginar lo que pensaría el resto de la tripulación!. En
el fondo todos justificábamos nuestra traición argumentando que a Medea no le
pasaría nada cuando volviera al tutelaje de su padre, y que se le perdonaría la vida en
la Cólquide. A lo sumo sufriría un leve castigo que sería levantado por el propio rey
cuando hubiera pasado un tiempo prudencial. Por algo era su hija.
Medea intuyó la propuesta que me había ofrecido su hermano. Bajó del barco, y
cogiéndome del brazo me llevó violentamente lejos de la nave en una arenosa playa.
No dejó de hablar hasta que escuché todo lo que tenía que decir. Yo tampoco la
interrumpí.
Entre temerosa e indignada me preguntó vehementemente si su hermano me
había propuesto el canje. La parálisis nerviosa de mis labios me delató -sorprendido
por el instinto intuitivo de la muchacha-. Un encendido rubor invadió su rostro. Las
venas de su cuello se dilataron y un arrebato de furia emergió de su estomago - mis
dudas la habían encendido, como la chispa que provoca el incendio en los rastrojos
secos-.
Se lamentaba que ella había perdido el honor y ganado una gran vergüenza
para su gente solamente por estar conmigo. Y ¿para qué? Para que un estúpido y
miserable advenedizo la engañase como a una niña, y la vendiese -como si de un
objeto se tratara- por un maldito vellón que ella misma nos había proporcionado.
Llegado a este punto de la diatriba, viendo que mi rostro continuaba impertérrito
-aunque ella pensará en unas razones totalmente distintas de las que me la
provocaban-enmudeció de repente y cayó agotada al suelo de rodillas con el rostro
oculto en su regazo. Entonces rompió a llorar.
Continuó hablando con su voz apagada por la tela de la falda:
La escasa posibilidad de que la cita con el soberano colco en la llanura del Ares
podía solucionarse de forma amistosa se disipó al instante, justo cuando vimos la
cantidad de gente que abarrotaba las gradas que rodeaban la llanura. La biga real
tirada por dos espléndidos corceles se abalanzó desafiante hacía nosotros. Tan cerca
estuvo de embestirnos que nos vimos obligados a desenvainar nuestras espadas, y
las hubiéramos utilizado si una última maniobra de frenada no hubiese evitado el
choque. La repentina parada obligó a los corceles a levantarse en sus patas
posteriores quedando las delanteras golpeando el aire. De pie, sobre la plataforma de
la biga, con los rostros ocultos tras sus celadas, fui capaz de reconocer la faz de Eetes
y la de su hijo Aspirto, quien llevaba las riendas del carro. El caudillo de los colcos,
vestía la indumentaria guerrera, signo inequívoco de su intención bélica. En su pecho
portaba una coraza metálica, sobre su cabeza llevaba el casco dorado de cuatro
penachos. En alto blandía su escudo de muchas pieles, y con la otra mano sujetaba
una pica. Detrás de ellos la inmensa multitud expectante bramaba entusiasmada. En el
terreno de juego estaban los soldados mientras que en las gradas estaba el populacho
disputándose los mejores sitios del espectáculo.
Eetes descubrió abiertamente sus intenciones cuando me desafió a la cruel
prueba. Tuvimos que seguirlo custodiados por su caballería, que nos condujo hasta el
interior de un recién construido corral de madera, y que funcionaba como improvisado
estadio. La multitud llenaba las gradas, y muchos tuvieron que subirse a las primeras
paredes del Cáucaso para poder seguir los acontecimientos. En el lugar más
privilegiado se situaron Eetes y Aspirto.
Nosotros nos quedamos en la arena frente a las miradas del enemigo. La tropa
puso todo su empeño en levantarme el ánimo y a arengarme para el combate. Uno de
ellos me masajeó con densos ungüentos para flexibilizar al máximo los músculos y
evitar lesionármelos con los movimientos bruscos que se daban tan frecuentemente en
la lucha. Pues si durante el combate algún tendón o músculo se rompía el resultado
sería fatal para el destino de todos.
Cuando creí estar preparado, marché con ímpetu hacía la tribuna. Con mirada
desafiante, clavé la pica en el suelo y coloqué mi casco en su extremo. Me despojé del
manto purpúreo y lo lancé al suelo. Con el torso brillante por el efecto de las pomadas,
alcé mis dos brazos desafiantes al gentío que bramaba en la tribuna. Lentamente fui
girándome sobre los pies para que mi mirada no dejase a nadie libre de agravio. Hasta
que mis ojos se posaron en la exigua delegación helena donde cesé el movimiento.
Las lagrimas de emoción resbalaron en mi rostro. Por ellos lucharía hasta la
extenuación y la muerte, pues arriesgaron sus vidas en defensa de la pervivencia de
nuestra nación. A ellos les dediqué aquel sacrificio. Así reparaba la vieja deuda que les
debía por todavía no haber agradecido su participación en tan osada aventura. Ese día
defendíamos, en definitiva, la continuidad de Hellas como confederación de ciudades
con cultura y tradiciones propias, la vida de nuestras familias y la de nuestros
conciudadanos. Un unísono gritó de guerra rugió de la exigua representación aquea,
con tal ímpetu, que llegó a silenciar a los seguidores colcos.
Era la hora de la verdad. Una calma tensa flotaba en el ambiente -como a la que
precede a la tormenta-.
Mi cuerpo y mi mente estaban en tensión y en máxima alerta de forma similar a
como se sienten los depredadores cuando están a punto de cazar a su presa. Desde
el más insignificante músculo hasta el más sagaz de los sentidos funcionaban al
máximo rendimiento, listos para responder inmediatamente a la primera señal de
peligro. Justo debajo de la tribuna se abrió una compuerta que descubría un pasillo
subterráneo. Dos toros enfurecidos por su cautiverio salieron con ímpetu para
desquitarse del responsable de su encierro -que según deducían de su simple lógica
animal recaía en el primer objeto con el que se topasen. Uno de ellos se percató
rápidamente de mi presencia y se encaró decidido contra mí. El toro me embistió con
uno de los pitones en un costado, abollando la vaína que me salvó de la cornada, pero
que no evitó que rodara por los suelos. Un gran rugido estalló en las gradas. El golpe
me dolió intensa y profundamente, y apenas pude levantarme cuando el toro decidió
atacarme de nuevo. Instintivamente me protegí con el escudo de la inminente cornada
que interceptó el golpe, pero no evitó que lo perforara como si de una simple hoja se
tratará. Aunque evité con ello que el cuerno me alcanzase, el toro consiguió
arrebatármelo, - pues este se clavó en su asta- hecho que lo aturdió bastante. El
percance entretuvo al toro, que estaba más pendiente de sacarse el pesado estorbo
de la cabeza que de proseguir adelante con sus embestidas. El otro toro que había
estado a la expectativa de lo que sucedía se decidió a atacarme, pero aún me dio
tiempo para alcanzar la capa púrpura que yacía en el suelo. Era hora de poner en
práctica los quiebros que Medea y yo estuvimos ensayando. El toro cogió velocidad y
se dispuso a embestirme. Yo agitaba la tela encarnada como si esta formará parte de
mí. El animal agachó la cabeza con la intención de clavarme sus cuernos, pero en ese
preciso momento solté súbitamente la capa purpúrea que se interponía entre nosotros
y me eché al suelo. El toro cayó en la trampa y se abalanzó sobre la capa que vapuleó
con saña en el aire y en el suelo. Cuando se percató de la inutilidad de su esfuerzo, su
atención volvió de nuevo a mí. Arrancó de nuevo en mi búsqueda, pero esta vez me
incorporé del suelo como un resorte y huí cobardemente. El gentío me dedicó un
sonoro abucheo. Yo corría delante del toro trazando eses para esquivarlo. Y lo
conseguí, pues el animal no conservaba las mismas fuerzas que al principio. Cuando
tuve la oportunidad de hacerme de nuevo con el manto, volví con la misma estrategia.
El toro se percató del extravagante movimiento de la tela, que esta vez mostraba
ingeniosamente extendida sobre la espada. La pobre bestia corrió contra mí, pero de
nuevo embistió la tela cuando me aparte de ella. Con esta mala treta esquivé una y
otra vez al desconcertado animal. Se me ocurrió perforar la tela con la espada para
evitar arriesgarme a recoger la capa cada vez que el toro me la quitaba. El paño
clavado en la espada se transformó en una especie de bandera, o estandarte. Parecía
que el capote adquiriera vida cuando era agitado por el viento. Entonces el toro se
embravecía todavía más contra él. Con un trote acelerado embistió la capa por
enésima vez. Esquivé de nuevo la cornada, pero a diferencia de las anteriores
ocasiones la tela no cayó al suelo, sino que se mantenía en la espada que sujetaba
firmemente en mi mano. El toro quedó perplejo al otro lado. Peor quedo cuando al
darse la vuelta continuo viéndome allí plantado junto a la capa que ondeaba al viento.
Como no acabándoselo de creer, me atacó de nuevo. Otra vez cayó en la trampa. Era
como si de un espectro se tratara. El toro, terco, quiso todavía insistir con algunas
intentonas más. Pero yo no me moví del sitio. Allí de pie, girando sobre mis talones
esquivaba con total eficacia la cornamenta del toro, mientras que este trotaba
inútilmente de un lado para otro. Finalmente el animal se cansó de tan absurdo juego,
y humillado, dejó de embestir de una vez por todas. Mientras, el otro astado –agotado-
aún peleaba impotente contra el molesto escudo que se agarraba fuertemente a su
cornamenta. Mareado por las fuertes sacudidas de cabeza y cuello se desplomó en el
suelo. Entonces salieron de nuestro grupo los hermanos tindáridas que me tendieron
el yugo que Medea les había conseguido. Enganche fácilmente el armazón al toro del
escudo, que quedó extenuado y dócil como un caballo domesticado. El siguiente paso
era intentar unir el segundo toro al mismo yugo. Era una tarea extremadamente
peligrosa, porque el animal conservaba todavía sus últimos coletazos para una
embestida final e inesperada. Me coloqué al lado del toro sometido e intenté que se
acercará. Agite la tela y se decidió a atacar. Pero desistió en el momento decisivo,
pues la tela ya no lo motivaba a acometer. Tiré la capa al suelo. El toro estaba a muy
escasa distancia de mí. Jadeante por el cansancio, distraído, con la cabeza gacha, y la
mirada fija en la purpúrea tela, dejó al descubierto su indefensa nuca. Fue entonces
cuando desenvaine mi espada y –concentrando todas mis fuerzas en los dos brazos
alzados que la sujetaban-, la dejé caer con todo su peso sobre el espinazo del toro,
que se desplomó al instante decapitado. La indignación general se trasformó
rápidamente en furia. Los toros eran animales sagrados y yo había osado humillarlos.
Flotaba en el ambiente una gran consternación, pues había demostrado que conocía
la pericia del rejoneo.
Pero todavía no había acabado - para mi desgracia- el torneo. Quedaba una
segunda parte. De otro portón que cerraba una galería iban saliendo –en fila unos
detrás de otros- una tropa de salvajes untados con barro y grotescamente vestidos –
vestían unos simples harapos y unas armaduras obsoletas y mal colocadas-. Eran los
aborígenes que los colcos habían esclavizado hacía varias generaciones trabajando
en las minas subterráneas.
Los terrígenos de aspecto miserable, me atacaron desorganizadamente, sin
coherencia ni estrategia alguna. Los tuve que matar uno a uno. Al principio, debido a la
superioridad numérica de los terrígenos, pase algunos apuros. Cuando paulatinamente
iba reduciendo su número el exterminio fue mucho más sencillo. Las vetustas
armaduras que vestían aquellos desdichados les hicieron más mal que bien, pues los
pobres se sentían mucho más cómodos sin ellos. Los colcos los habían forzado a
ponérselos, y la mitad de las armas se quedaron por el camino. Si hubiesen venido
desarmados hubieran tenido más posibilidades de salir victoriosos. Era el momento de
decidirme a iniciar la masacre de los terrígenos supervivientes. No habría clemencia
para ellos, pues fue la parte del espectáculo más admirada por el público que
exclamaba asombrado la crueldad de cada una las muertes. La orgía sangrienta más
celebrada fue cuando perdida ya la batalla, me deshacía de aquellos inocentes
indefensos como sí de moscas se tratara. Cortaba a los hombres brutalmente en dos,
unos de arriba abajo, otros de izquierda a derecha. A la mayoría les cortaba la cabeza.
La gente bramaba cuando los chorros de sangre brotaban como fuertes de los
miembros amputados.
Cuando acabé con el último de los terrígenos vivo, en el suelo quedo la imagen
desoladora de aquellos cuerpos mutilados manchados de sangre y arena. Acabé
extenuado por el esfuerzo y con el cuerpo teñido siniestramente de rojo. El estadio
enmudeció admirado y estupefacto ante la esperpéntica bacanal de violencia, sangre y
muerte. Era el momento oportuno para emprender la huida.
Contrariamente a lo que había previsto, no hubo una reacción inmediata a mi
escapada. Los habíamos cogido desprevenidos y tardaron algún tiempo en
organizarse. A veces subestimamos la importancia del factor sorpresa en nuestros
planes de acción. Aquellos momentos fueron vitales para nuestra suerte. Una vez
organizados, el ataque colco sería inminente y por ello no había tiempo que perder.
Mis compañeros cubrieron mi retirada formando un túnel humano, e idearon un
parapeto formado por cada uno de sus escudos.
La retaguardia aguantó el tiempo que pudo la presión de las exiguas lanzas
enemigas, ya que la mayoría del destacamento colco se dirigió al acantilado -tal como
sospechamos en nuestras predicciones- para destruir la nave que imaginaban todavía
anclada allí.
Antes de que la última zaga de guerreros que cubría nuestra retirada volviera del
enfrentamiento, y cuando los miembros que habíamos formado parte de la comitiva ya
habíamos alcanzado la playa, escuchamos desde el margen opuesto del río una voz
desesperada y aguda. Era Medea, que desde la otra orilla nos llamaba.
Me lancé al agua para cruzar el río a nado. Cuando salí del agua esta salió a mi
encuentro, y cuando me incorporé se agarró fuertemente a mis rodillas implorando que
no la abandonará. Me dijo que todo había quedado al descubierto. Su implicación en
los hechos se había hecho público. Su iniquidad la obligaba a exiliarse.
Trate de tranquilizarla diciéndole que no había pensado en abandonarla en
ningún momento. Los acontecimientos estaban saliendo tal como habían sido
previstos. Su destino estaba ligado a los nuestros. Le apresuré a que se levantara
para poder cumplir los planes previstos y no perder más tiempo.
Pero ella antes de decidirse me hizo prometer que seria "recompensada" una
vez llegáramos con el vellón a Tesalia.
Entendí enseguida el mensaje. La alcé suavemente, y acariciándole las mejillas,
juré poniendo a Zeus Y Hera Conyugal por testigos de que viviríamos como esposos
legítimos cuando regresáramos a tierras helenas. Había acertado con las intenciones
de la muchacha, pues su rostro cambió de inmediato y se dispuso enseguida a
acompañarme. Cogido de una mano con la de Medea, con la otra indicaba a los
compañeros nuestra posición. Llegaron los últimos rezagados de la retaguardia.
Defendieron hasta el límite de sus fuerzas para que los que huíamos tuviéramos
tiempo de subir a bordo y estar listos para soltar amarras. Cuando subieron todos
apresuradamente a cubierta, cortaron con una espada la cuerda que les ataba al
ancla. Nos vinieron a recoger a la orilla opuesta con alguna que otra mirada
recriminatoria.
El primer destacamento llegó enseguida, e intentamos reducirlos lanzándoles
una ráfaga de flechas. Algunos de ellos cayeron, y la mayoría retrocedió algunos
pasos. Nuevas fuerzas se añadieron a la persecución.
Estaban ahora presentes casi todo el contingente colco, que observaba
impotente nuestra huida por el río. Intentaron intimidarnos con el lanzamiento
desesperado de sus lanzas, que inútilmente caían en el agua. Solo una alcanzó el
casco de babor. Los más intrépidos corrían impetuosamente en los márgenes del río
intentándonos darnos caza. Los gritos intimidatorios de guerra se fueron convirtiendo
en insultos y amenazas fruto de la frustración. Distinguí entre ellos a Eetes en su
sólido carro cabalgando a los dos mejores corceles. Sostenía su escudo y su lanza.
Aspirto continuaba tirando de las riendas. Pero nuestra nave aceleraba -producto de la
fuerte corriente del río- cada vez más su marcha. Por fin Zeus se ponía de nuestra
parte. Cuando impotentes, los colcos se dieron cuenta de la esterilidad de sus
esfuerzos fue cuando oímos las maldiciones de Eetes. Su portentosa voz reverberaba
estremecedoramente en las paredes de la garganta. Alzó sus puños al aire y juró
colérico anteponiendo a Helios y a Zeus como testigos que nos perseguiría con sus
naves hasta el fin del mundo, y que no cesaría hasta asegurarse de que sufriéramos
una cruenta muerte. Gritó a sus soldados y los espoleó a que se dirigieran al puerto en
busca de sus naves. Escuchamos claramente como los amenazó de muerte si se
atrevían a volver a Ea sin su hija.
La galera tomó rumbo hacía el bosque sagrado en busca del toisón dorado.
Medea tuvo un último momento de melancolía al peinar por última vez la vista sobre la
ciudad, y se entristeció al oír la voz colérica de su padre. Mi primer gesto como
pretendiente consistió en abrazarla para contener su aflicción. Al poco rato avistamos
el pequeño embarcadero que iniciaba el camino que conducía hacía el lugar donde
estaba custodiada la piel del cordero. Era una hermosa y arbórea pradera llamada el
Lecho del Carnero que se adentraba dentro del espeso bosque. Medea y unos
cuantos hombres más bajamos a tierra.
Cerca de allí nos cruzamos con los cimientos ahumados del antiguo altar que
erigió Frixo en honor a Zeus en su pasó legendario por el camino. Ordene a Argos que
nos esperasen en el santo lugar mientras aguardaban nuestro retorno. Medea y yo
unidos de la mano recorrimos la estrecha senda que conducía al mágico lugar donde
se ocultaba la vetusta encina que custodiaba la piel del carnero. Al rato asomó del
horizonte del camino la ancha copa del árbol. El objeto más sagrado, el más anhelado
de todos los bienes requisados a nuestra nación -por el que Atamante, rey de Tebas,
fue capaz de anteponer su posesión a la vida de sus hijos- se encontraba a escasa
distancia de allí. De repente, - al mostrarse el árbol en su totalidad- sobre la encina
brilló resplandecientemente, el reflejo de un rayo de sol que emitía el precioso metal,
con tal pureza, que parecía venir directamente del mismísimo astro.
Fue entonces cuando vi a la bestia. Era un animal enorme y monstruoso.
Incrustado encima de su nariz se elevaba un gran cuerno. La piel gris, dura y gruesa
de la fiera se plegaba formando profundas arrugas. Estas caían pesadamente hacía
abajo atraídas por la fuerza de la gravedad. Su enorme cuerpo descansaba sobre
cuatro patas redondas de considerable diámetro, como si de columnas se tratasen.
Paradójicamente el animal se mostró ágil y rápido. Estaba atado al tronco de la encina
por una larga cadena metálica, y podía defender cualquier ángulo desde la base del
árbol. Al notar nuestra presencia, se puso furioso, y se abalanzó hacia nosotros. Yo
salí de allí huyendo, pero Medea se quedó estática. La llame desesperadamente para
que reaccionara. Me paré y intenté volver para ir en su ayuda. Pero el animal iba a
llegar antes que yo. De repente la bestia, a pocos palmos de Medea, fue abatida como
si de una herida mortal se tratara. Pero no fue la muerte repentina la que le sacudió,
sino la de la tensión de la limitada longitud de la cadena que le ataba al tronco de la
robusta encina y que Medea conocía de antemano.
Desenvainé la espada para desembarazarme de aquella bestia, pero Medea
logró asirme la muñeca que empuñaba el arma.
De la bolsa que colgaba de su hombro sacó una enorme cantidad de extractos
de amapola, mezcladas con hierba, y las lanzó al suelo, dentro del territorio accesible
a la fiera. Esta, hambrienta, optó enseguida por comer aquel apetecible manjar, pues
la necesidad apremiaba. Mientras el monstruo comía el preparado, la princesa me
contó la composición de aquella mezcla. Consistía en un extracto de amapola con alto
poder narcotizante. Era una droga que ellos llamaban nepente y que los colcos se
administraban -en dosis por supuesto más pequeñas- para provocarse una sensación
de placidez y somnolencia.
Efectivamente, la fiera al poco tiempo se tambaleaba, y enseguida cayó de
cuatro patas como si lo hubieran matado en ese preciso instante. El torso del animal
era lo que ahora sobresalía más de su dormida fisonomía. Era un rinoceronte, animal
inédito para los ojos de un occidental pero no para los ojos de los habitantes de las
tierras que había más al oriente del continente de donde procedía.
Cuando nos aseguramos que el animal estaba totalmente inconsciente, trepé al
viejo árbol, y alcancé, no sin dificultad, el pesado escudo. Inmediatamente salimos
huyendo de allí. Ninguna emoción especial había aparecido en mi durante la
operación. La urgencia de la situación me lo impidió. Pero a medida que nos
alejábamos del peligro, huyendo juntos a través del sendero fui conciente del
privilegiado momento histórico que los dioses me habían concedido. Eufórico y gozoso
la excitación me iba invadiendo incontroladamente. Como un efluvio interior, mi sangre
alterada fortalecía el vigor que convertía el pesado trofeo en una ligera carga para mis
brazos. El carnero que un día poseyó aquella piel debía de ser enorme pues tenia un
tamaño semejante a la de una ternera. Agotados llegamos hasta el grupo que nos
aguardaba en el altar de Frixo. Pasmados y boquiabiertos se quedaron los hombres
cuando vieron el deslumbrante reflejo de sus cuerpos sobre la superficie pulida del
trofeo. Este gran premio, la única y verdadera motivación de nuestra expedición, ya
estaba en nuestro poder, y fue finalmente llevado por todos los que habían esperado
en el altar a bordo de la nave. Inmediatamente lo cubrí con un manto para que no
distrajera a nadie de sus indispensables quehaceres.
¡No podía creérmelo! ¡El vellocino de oro estaba en nuestro poder!. Nuestro
único objetivo a partir de ese momento era volver a casa lo más pronto posible. A
partir de ese momento empezó nuestra desesperada huida hacia la patria.
ZONGULDAK
Eran las dos de la tarde del sábado cuando se presentó en la mesa del
restaurante del hotel que había reservada a nombre de Charles Conrad. Había
aprovechado el poco tiempo que disponía para asearse y cambiarse de ropa después
de que el taxi le dejara en el hotel desde el aeropuerto. Cuando entró en el comedor,
los dos científicos le estaban esperando en la mesa. Artur se sorprendió porque
faltaban todavía 5 minutos para la hora convenida y pidió avergonzado disculpas por
hacerse esperar. El Dr. Alexandros le saludó primero. Era un hombre cincuentón
calvo, con pelo cano en las sienes, la faz morena, nariz alargada y con un espeso
bigote.
Conrad en cambio era un tipo americano corpulento, también cincuentón, pero
con una estética artificial que disimulaba todos aquellos defectos físicos que con la
edad madura aparecen indefectiblemente. Su imagen le recordaba a algún veterano
actor rescatado de algún "Peplum" de la época protagonizado por Steve Reeves o
Giuliano Gemma.
Durante la comida los doctores le pusieron al día del propósito y el rumbo de sus
respectivas investigaciones. Mientras que los avances del Dr. Alexandros iban por
buen camino -pues sus objetivos eran más bien modestos y consecuentemente sus
resultados eran bastante más satisfactorios- los del Dr. Conrad eran muy pobres -por
no decir nulos- ya que la única finalidad de sus exploraciones era rescatar del mar
espléndidos objetos de gran valor arqueológico –que llamaran la atención a todo el
mundo, erudito o profano- que le dieran un hueco entre los grandes titulares de la
prensa diaria. Por ello explicó sin reparo alguno que sus averiguaciones se hallaban
en punto muerto.
Les confesó en tono preocupado que si durante las últimas semanas no hallaba
algo espectacular, la expedición del mar Negro sería un tremendo fracaso que traería
consecuencias irreparables para su reputación, y pondría en grave peligro futuras
expediciones. Lamentablemente para él, este tipo de proyectos a gran escala
requieren de espectaculares resultados para ser rentables. El presupuesto económico
les alcanzaba únicamente para dos semanas más de búsqueda, pues la revista que le
había encargado el trabajo ya le había negado una prolongación extra de tiempo y,
cualquier aumento de presupuesto sería inmediatamente denegado. Así que, si no
había novedad de última hora regresarían a EE.UU. cumpliendo con el ultimátum
lanzado por la revista. Él estaba acostumbrado al éxito de sus empresas, por muy
complicadas que se presentaran. Era conocido mundialmente -junto a Ballard- por el
descubrimiento del trasbordador Titánic en las frías aguas del Norte del Atlántico. A las
grandes inversiones respondía con espectaculares hallazgos. Pero en este último
proyecto era la primera vez que sentía la presión que conllevaba la estela del fracaso.
No estaba preparado para ello, y lo digería bastante mal, pagando su frustración
contra sus colaboradores.
Así que fue directamente al grano. Había encontrado durante las últimas
inmersiones algunos materiales interesantes pertenecientes a la cultura micénica. Le
propuso poner a su disposición estos objetos para que con sus conocimientos buscara
algún indicio empírico que los relacionara con el barco o los soldados protagonistas de
la legendaria aventura naval. No tenía que ser una prueba concluyente. Con una
pequeña insinuación o esperanza que mantuviera viva la posibilidad de relacionar los
dos hechos se podría salvar la rentabilidad del trabajo. Únicamente necesitaba un
titular lo suficientemente sensacionalista que fuera capaz de abrir un nuevo debate
sobre la veracidad de los acontecimientos. Entonces la polémica estaría servida y la
maquinaria se pondría de nuevo en marcha.
A cambio de ello le propuso firmar conjuntamente el reportaje. Si la prueba era
lo bastante sólida la revista le propondría un nuevo proyecto para seguir indagando
sobre la pista. Se comprometió incluso a contratarle si así fuera, además de poder
disponer cuando quisiera del patrimonio personal y material de la expedición. Artur
entusiasmado ante tal ofrecimiento aceptó la propuesta. Al fin de al cabo –pensó Artur-
él era un simple aficionado en estas lides, y le gustaba poder pensar que algún día
entraría en el mundo de la investigación profesional de primera línea.
Era consciente de que la exclusividad del descubrimiento que persiguió durante
toda su vida la vendió en ese instante. Pero para él era más importante la búsqueda
de la verdad que el vanidoso reconocimiento social que el americano perseguía.
El multimillonario encontró en el catalán a un raro erudito de la civilización
micénica, de los pocos que podían hallarse en el mundo, y confió en él para salvar la
inversión. Los restos micénicos que había hallado en los fondos marinos del litoral
turco, eran sin duda, objetos interesantes, pero no tenían nada que ver con el
verdadero motivo de sus ambiciones que se orientaban al hallazgo de restos mucho
más recientes -especialmente los grandes galeones desaparecidos que habían
naufragado por aquella zona, y que -según algunos documentos de la época-
transportaban grandes cantidades de tesoros que se suponía se mantenían intactos
sumergidos en el fondo de esta agua de altas propiedades conservativas debido a su
extraordinaria densidad de cloruro sódico-.
Veía en Artur la posibilidad de salvar su prestigio y de esta manera no perder la
confianza que la revista había depositado en él, y principalmente la de sus
patrocinadores. Así que decidió mostrar todas sus cartas sobre la mesa.
Le entregó una lista que describía detalladamente los cinco objetos que sacó del
fondo marino (una espada, un remo, un trozo de quilla, un trípode, y un pedazo
perdido de una vasija) y que posiblemente pertenecían a la época micénica. Había
hallado infinidad de materiales incluso más antiguos, pero esos eran los hallazgos más
novedosos que podía ofrecerle de ese periodo exclusivo. De ellos, solo dos llevaban
algún tipo de inscripción.
Todo el material fue encontrado en las profundidades del Mar Negro, en un
estado de conservación que rozaba la perfección a causa del escaso oxígeno al que
fueron expuestos.
Cuando abandonaron el restaurante, los tres hombres se dirigieron -invitados
por el americano- a la Suite donde se alojaba. De debajo de un falso suelo de armario,
extrajo un rollo de piel que desplegó cuidadosamente encima de su cama. Eran los
cinco objetos que había descrito en su listado.
Las piezas más interesantes eran un trozo de vasija y una espada de bronce,
precisamente las únicas que contenían grabadas en su superficie algún tipo de
inscripción o imagen. El resto de material no aportaba ninguna información significativa
a excepción de su antigüedad.
En los dibujos hallados en el trozo de cerámica desprendido de una vasija aún
mayor, había la figura de un hombre con torso y cabeza humana pero con cuerpo de
caballo (un centauro), que daba de comer a un joven coronado por laureles. En
cambio la espada de bronce tenía una empuñadura con incrustaciones de piedras
preciosas, y unos relieves que representaban algún episodio conocido de la leyenda
griega. Artur observó detenidamente la inscripción de la empuñadura. A
Alexandros –intentando mantener un respetuoso silencio para que Artur pudiera
examinar detenidamente las piezas- le pudo la impaciencia y lo interrumpió para
pedirle una primera impresión. Cuando Artur empezó a dilucidar sus primeras
conclusiones, al Dr. Conrad se le escapaba una sonrisa de satisfacción.
Aquel aseguraba que la imagen de la vasija personificaba a un centauro dando
de comer a un niño laureado. No cabía duda de que este joven representaba a
Diomedes, el hijo de Esón futuro rey de Tesalia. El mismo que años después -y más
conocido con el nombre adoptivo de Jasón- encabezó la famosa expedición.
La letanía de objeciones que tanto satisfaría a Conrad vendría a continuación.
Apuntó que los centauros eran uno de los mitos de la época clásica de Grecia
(500a.C hasta la muerte de Alejandro Magno en el 323 a. C.) Los centauros referidos
en los poemas clásicos griegos eran una tribu pelasga más que convivían junto otras
tribus existentes en el continente Pelasgo. La tribu centaura tomaba el nombre del
equino, ya que consideraban que ellos -como hermandad- compartían en su
idiosincrasia social muchas de las virtudes que se estiman al animal: nobleza,
fidelidad, fuerza, inteligencia y valentía.
Había en toda la Hélade y en el Peloponeso infinidad de tribus conocidas por el
nombre de un animal, y los centauros -u hombres-caballo- eran una más de ellas.
Seguramente fue la fantasía de los autores posteriores a esta civilización, la que
confundió la ambigüedad de sus gentilicios con el sentido literal de las palabras. De
ahí que aparezcan seres mitológicos mitad hombres y mitad animales en las leyendas
griegas. La artesanía más antigua donde aparecía un centauro es la escultura del
centauro de Lefkandi perteneciente al periodo de la edad oscura griega –posterior en
varios siglos a la época micénica- y que esta expuesta en el museo arqueológico de
Eretria.
Por lo tanto, o la pieza que tenía en sus manos era falsa, o bien habían
cometido un flagrante error en su datación...
Respecto a la espada, estaba fundida en bronce y por su aspecto parecía
auténtica y por cierto excelentemente conservada.
El americano se sonrió de que Artur descubriera tan brillantemente la celada que
malévolamente había tramado. Aunque pecara de presuntuoso y desconfiado, era una
manera fiable de examinar si la erudición del joven era verdadera, y no producto de la
casualidad.
¿Qué opina de la inscripción en lineal B que hay en la empuñadura? preguntó
Conrad cuando se cercioró de que estaba delante de un gran ilustrado en la materia.
El estudiante cogió de nuevo la espada la levantó y calculó su peso. Conrad y
Alexandros se inquietaron unos segundos. El chico se vengaba sutilmente dilatando
sus conclusiones.
¿Qué significaría ese enigmático signo? .No podía asociarlo a ninguna de las
escrituras hasta ahora descifradas. Evidentemente no era la del tipo Lineal B asociada
a la época micénica. ¿Que tipo de símbolo podría ser? - Se preguntaba- ¿ Una
escritura inédita, un nuevo descubrimiento?
En realidad, la escritura de la empuñadura estaba formada por un solo signo,
aunque por sí mismo podía significar algo, ya que la escritura en lineal B estaba
formado por una mezcla de signos pictográficos y silábicos.
Pero no alcanzaba a identificarlo como un signo micénico. No lo había visto
nunca. Quizás era un blasón familiar, como una especie de Heraldo. O quizás
representaba el linaje al que pertenecía el dueño del arma. Pero no estaba en
condiciones de asegurarlo. Únicamente estaba conjeturando. En cambio, los signos
del reverso de la empuñadura sí que parecían inscripciones en escritura Lineal B;
Zonguldak, donde estaban los eruditos reunidos, estaba situada
aproximadamente -según sus cálculos- sobre la tierra donde habitaron antiguamente
los mariandinos, antigua tribu originaría del lugar. Precisamente en el cabo Aqueronte
–que podían ver desde la terraza del hotel- según Las Argonáutikas, los mariandinos
encendían en su cima una hoguera, que al modo de los actuales faros, ejercía de guía
luminosa para los barcos que navegaban en la oscuridad de la noche. Los objetos
descubiertos, si se confirmaba su antigüedad, hubieran podido perfectamente
pertenecer a los mariandinos. Según la versión de Apolonio, los argonautas
convivieron varios días con los mariandinos, compartiendo con ellos abundantes
banquetes y fiestas. Allí se alistó a la expedición el hijo del rey Lico, Dáscilo, y allí
murió abatido por una fiera el visionario Idmón, y debido a una extraña enfermedad el
timonel Tifis. Por lo tanto, la espada podría haber pertenecido perfectamente a esta
antigua población coetánea a la de los famosos héroes. Los dibujos que había
grabados en la empuñadura podían guardar relación con el gran acontecimiento que
para ellos supuso la visita de aquellos magníficos navegantes.
Después de la reunión se acordó que Artur haría una reproducción dibujada de
la empuñadura para traérsela a casa y tenerla permanentemente presente y poder
estudiársela detenidamente por si encontraba algún dato relevante tras un examen
más exhaustivo. En el dibujo detallado de la empuñadura que más tarde pudo pintar,
acentuó los relieves sombreados que mantenían la escena claramente visible y
estable – contrariamente al relieve original, donde los brillos y la falta de sombras
dificultaba su estudio-. Reprodujo la empuñadura entera dividida en tres partes: la
anterior, la posterior y la planta.
El domingo al mediodía Artur embarcó al avión que le llevaría de vuelta a
Salónica.
Por mucho que nos hubiéramos esforzado –en aquellas horas que parecían tan
decisivas- por evitar el conflicto, no lo hubiésemos conseguido. Todo estaba decidido
de antemano por el monarca: Inmediatamente después de que abandonáramos el
palacio, convocó una asamblea de urgencia con los demás miembros de la corte y con
los generales de su tropa. Poco después fue informado de que el magnífico
contingente naval que aguardaba nuestro regreso, no era más que una solitaria nave
guerrera de apenas 50 soldados. Golpeó rabioso el puño contra la mesa humillado por
haberse tragado una mentira tan cándida. Nuestros últimos movimientos nos situaban
en un nuevo varadero. Discutieron la mejor manera de emboscar la nave. Un estratega
militar propuso lanzar desde lo alto del acantilado un tronco ardiendo para incrustarlo
en la cubierta. Eetes de naturaleza sanguinaria quería asegurarse de que toda la
tripulación estuviera a bordo cuando ocurriera el atentado. Las órdenes eran claras:
No quería supervivientes. Las leyes de Ea eran claras al respecto: Los saqueadores
que venían a Ea para robar, tramar conspiraciones, o devastar los rebaños en
incursiones, estaban destinados a sucumbir a una muerte segura. El resultado de
aplicar tan severa ley había permitido – según Eetes- a la ciudadanía colca convivir en
paz, armonía y justicia desde tiempos inmemorables.
Eetes ordenó que un destacamento de soldados vigilara permanentemente los
movimientos de los marineros helenos.
Entre tanto, Argos consiguió entrar en palacio y reunirse con su madre para
poder intentar un último acuerdo amistoso. Según la opinión de Calcíope, la solución
pasaba por la mediación de su hermana Medea a la que su padre adoraba. Calcíope
confiaba en ella para conciliar de nuevo a sus hijos con el rey. Decidieron que hablaría
con ella. Cuando entró en su habitación la encontró ya tendida en su lecho. Afligida y
con unas lágrimas que le resbalaban en sus mejillas no pudo evitar ser vista por la
inesperada visita. Calciope le preguntó que le sucedía. Medea dijo que sufría por sus
sobrinos porque temía fueran asesinados junto a los extranjeros. Pero bajo esa
explicación también se escondía su gran secreto pues Medea se había enamorado de
mí. Se debatía entre el amor pasional, o la fidelidad paterna. Pero no osó confiar esos
sentimientos a su hermana. Desde el primer instante que me vio la joven quedó
impresionada -como quedan encantadas las adolescentes de los príncipes- de mi
porte marcial, donde el uniforme(consistente en una capa púrpura, una túnica, una
coraza forzada en cobre, una espada cruzada al cinto, dos grebas, y el yelmo portador
de la crin) contribuyó de manera decisiva a ello.
Así que sin saberlo contábamos con su inestimable apoyo. Con el argumento de
salvar a sus sobrinos aceptó ayudar a su hermana. Las dos acabaron abrazadas
derramando lágrimas.
Calcíope salió sigilosamente de la habitación de su hermana, volvió a su
estancia, donde había dejado esperando a Argos, y le comunicó nerviosa la
disposición de su hermana por mediar en el asunto.
Medea pasó toda la noche en vela. Estaba resuelta a salvarme.
La habían educado en el templo de Hécate, junto a otras princesas vírgenes de
su edad. En la escuela tenía fama de huraña y extraña. Destacaba por su afición a las
plantas medicinales. Decían que su temprana erudición de estas artes las había
adquirido de su trato con las curanderas que merodeaban por el templo. Era conocida
por el sobrenombre de "la hechicera" y algunas compañeras le pedían consejo para
solucionar sus problemas, no solamente concernientes a la salud, sino también
referentes a temas amorosos.
Era la hija predilecta de Eetes. Una posición conseguida a costa de la perdida
de confianza del rey hacía su hermana y sobre todo hacía los hijos de esta, de los que
siempre recelaba pensando que confabulaban contra él.
El dilema fue debatido en la cabeza de Medea toda aquella noche. Amaba a su
padre con el apasionamiento de una hija, pero la intensidad de su turbación era muy
fuerte. La pasión que me procesaba era tan intensa que anulaba su propia voluntad.
Por fin el amanecer hizo acto de presencia. Argos llamó a la puerta de la
muchacha y la interrogó sobre sus intenciones. Medea le comunicó que quería
entrevistarse conmigo esa misma mañana en el templo de Hécate.
Cuando Argos salió de su habitación para darme el comunicado, la princesa
despertó inmediatamente a sus doce sirvientas que dormían en la habitación contigua
y les ordenó que engancharan los mulos al carro. Se perfumó con una fragancia que
ella misma fabricó, y junto con cuatro de sus doncellas se dirigió al templo. No
levantaría sospechas su ausencia. Era costumbre en ella pasear por la mañana bien
temprano. Tomó las riendas del carro y tomaron el camino que conducía al templo.
Mientras, Argos, Mopso y yo ya íbamos de camino.
Mopso, nuestro guía espiritual, presagiaba el futuro. Yo y algún otro como Idas
no nos tomábamos muy en serio aquellas predicciones, pero la mayoría de la tropa
creía con fe ciega en la virtud del mago -figura indispensable en cualquier tropa- en
adivinar los designios de los dioses. Mopso las traducía del modo de volar de las aves.
A medio camino del templo, Mopso se detuvo bruscamente para observar en las
ramas de un álamo a unas cornejas, una de las cuales agitaba sus alas sobre su
consorte que se mantenía estática. Mopso anunció los buenos presagios de mi
encuentro con Medea que le había transmitido Hera. Yo, prosaicamente, simplemente
vi como la corneja macho aleteaba mientras iniciaba la cópula sexual -acto por cierto
bastante habitual en esa estación del año-.
Le confesé abiertamente mi impresión a Mopso de manera bastante sarcástica. Pero
este no se ofendió, sino que sonrió ante la ingeniosa deducción. Cuando nos
encontramos lo suficientemente cerca del templo, decidí continuar solo en la
andadura. Vestía impecablemente, y resultaba muy seductor. Sospechaba lo que
podía estar pasando por los pensamientos de la muchacha y quería aprovechar
aquella oportunidad. No me pasó por la cabeza utilizar aquella debilidad de la chica
para nuestros intereses, pero en el fondo me sentía halagado, y sin quererlo me
dispuse a flirtear con ella. Al hacerme visible desde el templo, mi temple y andares se
tornaron aún más marciales.
Me imaginaba a mis compañeros escondidos detrás del matorral burlándose de
aquel premeditado cambio de actitud por aparentar gallardía.
Vi a Medea en el interior del patio, tras las columnas, acompañada de varias de
sus doncellas que ya se habían percatado de mi llegada. Su turbación al verme, me
convenció de que no andaba yo muy errado en la interpretación de sus sentimientos.
Ordenó a sus doncellas que se retiraran del recinto. Nos quedamos solos. Estaba muy
cohibida. Me acerqué a ella y la mire a los ojos. Tenía las pupilas dilatadas, y un
encarnado color le subía por las mejillas. Estaba ligeramente aturdida. Ya no tenía la
más mínima duda de que le gustaba. Inicié la conversación al comprender que ella era
incapaz de pronunciar una sola palabra. Tampoco la quería en aquel estado de
indolencia. Intenté tranquilizarla, hablándole coloquialmente para que se sintiera más
cómoda, y pudiera recuperar su capacidad de discernimiento.
El mecanismo de seducción se puso enseguida en marcha:
Con voz suave, profunda y grave, con un talante protector totalmente
premeditado, con el recurso fácil del halago como hábito en la conversación, con el
tono de superioridad que permite el control de los sentimientos propios para utilizar los
ajenos... fui poco a poco consiguiendo que se relajara y se sintiera cómoda conmigo.
La verdad es que era hermosa. Muy joven pero guapa. Todavía no poseía los
atributos físicos que nos atraen a los hombres, pero toda ella era delicada. Le dije que
tenía unos ojos hermosos- lo que era cierto- y que era muy bonita- lo que también era
verdad. En un exceso de confianza mentí, y cínicamente le dije que no había visto
mujer tan hermosa como ella. Me arrepentí al instante, pero a ella le encantó. Había
abandonado por fin la rigidez en su fisonomía. Fue entonces cuando decidí entrar en
materia. Me disculpé por abordar el tema tan rápidamente, pero por desgracia el
tiempo apremiaba y los acontecimientos se precipitaban. "¡Quisiera Hera que nos
hubiéramos visto en otras circunstancias!"
"Pero en tus manos esta evitar un conflicto bélico en que morirán muchos
hombres". "Haz entrar en razón a tu padre". "Todo es negociable","nada es definitivo,
tenemos otras compensaciones que ofrecerle".
Con expresión seria, negaba con su cabeza. Me cogió de la mano, y me obligó a
sentarme junto a ella en un banco de piedra. Me dijo que conocía perfectamente a su
padre, y que este ya había tomado la determinación de aniquilarnos a todos. Por esta
razón me había convocado con urgencia en el templo.
"Entonces no hay más que hablar, vuelvo inmediatamente a la nave para alertar
a mis hombres".
"¡¡Espera!!"
Me indicó que tomara asiento de nuevo. Me suplicó que escuchara atentamente
lo que tenía que decirme. Me temía una declaración empalagosa de amor
adolescente, y empecé a perder un poco la paciencia y la compostura.
Pero ella soltó: "¡Os voy a ayudar a salir con vida de Ea!". Me dejó estupefacto.
¿Hasta donde sería capaz la hija del rey a implicarse en el asunto? Me desveló los
planes que nos tenía preparados su padre: nos emboscarían por la mañana desde lo
alto del acantilado con un tronco ardiendo.
Ella misma planeó la estratagema de nuestra huida. Desde que tomó la
determinación de ayudarnos, las iniciativas más comprometidas para resolver los
problemas que el futuro nos depararía habrían de salir de su mente. Pero yo estaba
determinado a no marcharme sin el vellocino. “No te preocupes por ello, ya lo
solucionaremos”
Dimos por acabado el encuentro. El tiempo apremiaba y pasaba la hora en que
la joven debía de volver a casa junto a su padre sino quería levantar sospechas. Me
despedí de ella informándola del encuentro que tendría con su padre al día siguiente.
Ella me preguntó ligeramente alarmada donde nos había citado. Al saberlo sufrió un
leve desfallecimiento. La expresión de su cara pálida me preocupó. Cuando finalmente
se recuperó me explicó a que estaban destinadas las tierras del Ares. Era la llanura
donde habitualmente se celebraban los Juegos Ístmicos en honor a Posidón. El
espectáculo consistía en sacrificar a un hombre mediante pruebas insuperables. La
principal prueba – hasta ahora infalible- era un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con
dos toros bravos de cornamentas duras, afiladas como dagas. Las posibilidades de
salir con vida de la prueba eran nulas – desde que tenían memoria no conocían de
alguien que hubiera podido salvar la vida-. Sin duda, su padre nos había preparado
una celada ejemplar para aniquilarnos ante sus conciudadanos, y así poder
demostrarles a que destino se enfrentaban los que osaban retarle.
Pero Medea me desveló el secreto para superar aquella trampa que parecía
infalible. Gracias a ella no me sorprenderían en aquella encerrona.
No existía pócima, conjuro, ni intervención divina alguna capaz de inmunizarme
de las astas asesinas. El secreto era una ingeniosa maniobra, un truco que consistía
en poner en práctica una técnica depurada para dominar las embestidas del toro.
Medea me explicó que estos animales poseían una sensibilidad visual específica para
detectar el color rojo. La técnica en trataba de esquivar las embestidas de la res con
un sencillo quiebro corporal. Pero no era tan fácil como parecía. El quiebro había de
coincidir en el preciso momento en que el toro se dispusiera a clavar el cuerno a su
víctima: ¡esa era la clave del engaño!. El toro tenía que confundirlo con el manto
purpúreo. Justo cuando el animal agachase su cabeza para embestirlo con uno de sus
dos pitones, se apartaría del manto granate que lo cubría. El toro, debido a su especial
percepción se inclinaría siempre por el objeto rojo. Existía un alto riesgo de que alguna
vez el animal lo alcanzara. Si así fuera la herida podía ser mortal.
También la perdida de sangre de la victima era importante, pues el toro se
cebaba todavía más con una victima manchada de sangre –pues ese era exactamente
el color que más le atraía-. Medea me adiestró rápidamente con los quiebros básicos
del cuerpo, que sincronizados con el movimiento de la capa podían eludir las cornadas
de los animales.
Asumí el riesgo- que remedio- y decidí que utilizaría mi capa púrpura como
señuelo. Quedamos en que si todo iba bien después de superar la prueba, mis
hombres y yo intentaríamos escapar inmediatamente. Me prometió que, una vez libres
de los colcos, haría todo lo que estuviera a su alcance para buscarme y guiarme hacía
el vellocino. Me dio un beso y se marchó. Yo la seguí con la mirada.
Ya en la nave, nos concentramos todos en cubierta. Les conté la emboscada
que nos preparaba el rey. No les conté de donde había sacado la información, pero
sospechaba que el rumor corría ya en boca de todos. La tripulación se enfureció
cuando conoció las intenciones del rey. Traté de calmarles, y les anuncié que
jugábamos con ventaja. Conocíamos sus planes, y con una buena estrategia
podíamos sorprenderlos.
En el lugar y a la hora indicada del encuentro, una pequeña comitiva se
presentaría ante ellos. El resto de nuestros efectivos humanos se ocultaría cerca del
campo de batalla, observando los acontecimientos a distancia. Trasladaríamos la nave
a otro punto del río más cercano a la llanura y menos vulnerable a un ataque que la
actual ubicación. Si los planes de Eetes tenían cierta lógica, cuando se consumará mi
sacrificio en la llanura ordenaría la destrucción inmediata del barco, masacrando a
toda la tripulación en la emboscada. Con esta maniobra evitábamos la cruel
encerrona, y nos aseguraríamos una huida eficaz.
Idas puso objeciones a los planes. ¿Por qué habíamos de huir como cobardes?,
¿Por qué no enfrentarnos directamente a ellos?¿Por qué no robar ahora el vellón?.
La gloriosa jornada tuvo lugar dos días después a primera hora de la mañana,
cuando el sol ya superaba las cumbres del nevado Cáucaso. Mientras mi séquito y yo
simulamos partir hacía la llanura del Ares, los espías colcos abandonaron sus
posiciones de vigilancia tal como habíamos previsto. Deshicimos el camino andado y
subimos al barco. Salimos de la traidora bahía, y descendimos cautamente por el río.
Atamos las amarras en la orilla más cercana de la llanura. Una vez apeados en tierra,
los que formábamos parte de la comitiva nos adelantamos por el camino hacía la
llanura, no sin antes habernos armado concienzudamente para el combate: las
espadas bien amarradas al cinto, los escudos fuertemente sujetos en el antebrazo, y
los yelmos dentados bien encajados en la cabeza. Cuando vislumbramos en la lejanía
el lugar previsto para la encerrona, buscamos el lugar idóneo para que el grueso de la
tripulación pudiera espiar los acontecimientos sin ser vistos. Encontramos el sitio tras
una arboleda que se apartaba del camino. Cuando nos aseguramos que todos los
soldados se ocultaban en él, los que componíamos la comitiva decidimos continuar
con nuestro destino.
La escasa posibilidad de que la cita con el soberano colco en la llanura del Ares
podía solucionarse de forma amistosa se disipó al instante, justo cuando vimos la
cantidad de gente que abarrotaba las gradas que rodeaban la llanura. La biga real
tirada por dos espléndidos corceles se abalanzó desafiante hacía nosotros.
Siguió con la yema de su dedo índice el contorno de la enigmática figura. Era
evidente que aquello representaba a alguien o a alguna cosa. ¿Pero a que, o a quien?,
¿a una familia?, ¿al dueño del arma? ¿a una tribu? ¿a un lugar en concreto?....
Era la primera vez que aquel signo se daba a conocer al mundo desde su
descubrimiento. Podía ser un símbolo todavía no descifrado del silabario de la
escritura micénica. Así que, careciendo de un "diccionario" completo micénico-
español, su significado era imposible de desvelar. Haría falta un descubrimiento tan
importante como en su día fue el de la piedra Rosetta para la traducción de las
inscripciones jeroglíficas egipcias. Y su pensamiento se perdió a ese histórico
episodio...
“Dicen que fue Dhautpoul quien halló la piedra Rosetta. Pero este solo era el jefe
de las fuerzas de zapadores, un superior jerárquico del soldado que realmente la
encontró. Estas fuerzas estaban encargadas de trabajar en la reconstrucción de una
fortificación en las ruinas de la fortaleza de Rachid, entonces ya llamada Fort Julien,
siete kilómetros y medio al noreste de Rosetta, en el Nilo.
Durante estas excavaciones encontraron una gran piedra negra azabache, que
surgía de las ruinas de la fortaleza, y que era tan grande como el tablero de una mesa.
Era de grano duro, y estaba pulida de un lado. Presentaba tres series de inscripciones,
en parte raídas por el viento, borradas por el roce de la fina arena que durante dos
milenios había conseguido desgastarla. De las tres inscripciones, la primera, con
catorce líneas, era jeroglífica; la segunda, de veintidós, demótica, y la tercera, de
cincuenta y cuatro, griega.
Napoleón, helenista apasionado, dio la orden inmediata de iniciar su traducción.
Se dedicaron a tal empeño las mejores inteligencias de la época. No solamente
en Francia, sino también en Inglaterra, Alemania, e Italia. Fue en vano. Todos partían
de una hipótesis falsa, en parte basadas en las ideas de Heródoto, que les impedía
trabajar libres de las ideas falsas y preconcebidas de la cultura helena. Hasta que un
joven estudiante que contaba por entonces los dieciocho años, llamado Champollion,
descubrió el método del desciframiento de la escritura egipcia. Aunque no es hasta
sesenta y cuatro años después de su muerte, en 1866 cuando se descubrió el
llamado "decreto de Canopo" otra obra bilingüe, cuando se confirmo indiscutiblemente
el método Champollion.”
Si ellos aseguraban que eran hijos de Frixo, eran también primos míos. Me
decidí a preguntarles la filiación de su padre. ¿Era hijo de Atamante?. A su respuesta
afirmativa me presente. Aunque era la primera vez que nos conocíamos, el impulso
consanguíneo hizo abrazarnos como sí fuéramos amigos íntimos.
Hablé toda la noche con ellos. Habían nacido en Ea. Sabían que su padre había
llegado de occidente. Procedía de Orcomeno, unas tierras que no conocían sino de las
historias contadas de su padre. Según éste, poseía grandes tierras en aquella región.
Citisoro y sus hermanos habían decidido que ahora era la ocasión propicia para
instalarse definitivamente en aquellas tierras, pues no corrían buenos tiempos en Ea.
Su abuelo materno, el caudillo Eetes que gobernaba el país los había estado
acosando de tal modo, que la vida se les hizo insoportable y temieron por ella. El rey,
en su vejez, se había vuelto más desconfiado y huraño. Se le metió en la cabeza que
querían conspirar contra él, y no tuvieron más opción que huir del país.
Estuvimos hablando hasta bien entrada la noche, alrededor de las brasas,
mientras la mayoría de la tripulación dormía.
Recostado en mi vellón, les propuse que nos acompañaran de regreso a Ea,
pues ellos conocían perfectamente el camino. También nos asesorarían de cual era el
mejor lugar para guarecer la nave, y me serían de gran utilidad para acceder a una
entrevista con el rey. A cambio, les prometí que en la vuelta nos desviaríamos hacia
Orcomeno para dejarlos allí.
Pero, los hermanos eran reacios a volver. Parecía que preferían morir en la isla
que volver a Ea. Temían las represalias de Eetes.
Me iba haciendo a la idea de la clase de tirano que gobernaba en aquel país,
semejantes a la de los jefes tribales que abundaban en muchos reinos de Grecia.
Intenté convencerlos que no les dejaríamos solos si se atrevían a detenerlos, y
que los defenderíamos como si uno de nosotros se tratara. Aceptaron cuando Argos –
el líder del grupo- accedió a ello.
Tras tres días de navegación vimos las primeras siluetas del Cáucaso.
Por la noche, ya en el delta del Fasis, remamos silenciosamente con las velas y
el mástil recogidos para remontar sigilosamente el río, hasta que alcanzamos una
laguna en su margen– la última antes de ser vulnerables a ser descubiertos por los
colcos-.
Nos reunimos en la orilla esa misma noche. Habíamos de discutir las estrategias
para enfrontarnos al rey y su séquito. Yo era partidario primero de entrevistarnos con
el rey para proponerle algún trato. Una invasión, aunque fuera por sorpresa, tenía
nulas probabilidades de éxito. Tampoco sabíamos donde custodiaban el vellón. Argos
negó saberlo, aunque conocía su existencia. Tenía su lógica si el rey los consideraba
adversarios políticos. Además el factor sorpresa no sería determinante, pues sus
tropas -tal como me informó Argos- nos quintuplicaban, y su capacidad de reacción
bastaría para neutralizarnos. Lo debatimos y lo sometimos a votación: Unánimemente
se aprobó la propuesta. Era prioritario conseguir una entrevista con el patriarca. Me
acompañarían mis cuatro primos, Telamón y Augías como miembros de la
delegación. Teníamos que intentar ante todo solucionar el conflicto diplomáticamente.
Le expondríamos que su apoyo logístico con Troya iba en contra de nuestros intereses
político-comerciales en el Egeo. Nuestra propuesta era ofrecerle como contrapartida
unos mejores tratados comerciales y otras contraprestaciones. En cambio si se
negaban a romper sus relaciones con Troya contra toda lógica consideraríamos su
decisión como un grave agravio, pues su apoyo incondicional a Troya lo convertía, a
nuestros ojos, en un aliado de nuestros enemigos
Existen dos tipos de escrituras lineales. La lineal A y la lineal B.
Las dos son originarias de Creta. Pero la lineal B se utilizó exclusivamente en la
ciudad cretense de
Cnosos, y jamás en ninguna otra parte de la isla. La lineal A es anterior a la B y
se utilizó en la mayor parte de Creta. Si bien conservan ciertas afinidades, son lenguas
totalmente distintas entre ellas.
La cronología arqueológica de los descubrimientos es la siguiente:
Artur sospechó que las tablillas que poseía en su poder pertenecían a esta
última época. Se hizo con el cuaderno de piel y escribió.
1º/ La escritura lineal B era vigente en Grecia entre los años 1600 a. C. al 1200
a. C.
2º/La escritura lineal A era vigente en Creta entre los años 1800 a. C. al 1500 a.
C.
3ª/El descubrimiento de Ventris, vino a llenar la laguna existente entre el período
prehistórico y el clásico
4º/La escritura lineal B poco aportó a los acontecimientos históricos ocurridos en
aquella época, ya que esas tablillas contenían principalmente inventarios de
existencias: Cantidades contabilizadas de aceitunas, vinos, ruedas de carro, trípodes,
ovejas, caballos, bueyes, trigo, cebada, especias, e incluso parcelas de tierra cultivada
e impuestos recaudados. Y junto a estas mercancías, también había grupos de
esclavas clasificadas de acuerdo con sus tareas: moledoras de grano, hilanderas,
servidoras de baños.. O bien según lugares de donde fueron capturadas... Ni palabra
de historia, de poesía, o de filosofía. Nada que pudiera arrojar luz sobre la civilización
micénica
5ª/Gracias al descubrimiento de la escritura lineal B, se sabe que los griegos
leían y escribían antes de la invasión dórica.
Silogismos lógicos:
Cuando le volvieron a llamar del laboratorio para decirle que los resultados de la
prueba estaban listos, pasaron casi 15 días. Dentro de este intervalo, estuvo
rompiéndose de nuevo la cabeza para desvelar los secretos que se ocultaban en los
grabados de la espada.
La innata vocación de Artur –cuya afición por encontrar la verdad podía llevarle
días maniáticamente concentrado en solucionar el problema- junto con su talentosa
intuición – que le guiaba por donde atajar sus soluciones- jugaron un papel crucial
para que el desciframiento no solo tuviera lugar, sino que se hiciera en tan corto
intervalo de tiempo. Cuando decidió abandonar la línea de investigación con la que
había iniciado el proceso, decidió olvidarse por completo de él. Borró los esquemas
mentales adquiridos e hizo “tabla rasa en su mente”. No quería que el procedimiento
analítico anterior interfiriera en el nuevo enfoque.
Quería cambiar la percepción que tenia del dibujo aprovechando la flexibilidad
que el cerebro tenía para adaptarse a nuevas perspectivas para atajar el problema.
Durante la carrera universitaria cursó como asignatura optativa “Psicología de la
Percepción” y conocía por propia experiencia las ambigüedades perceptivas de las
figuras reversibles. Bajo el influjo de factores centrales, una misma figura puede, sin
variar un ápice en su proyección retiniana, percibirse alternativamente de diversas
maneras. Estas pruebas demostraban que las primeras impresiones son muy
importantes, y que es muy complicado cambiarlas. Cuando más adulta es una
persona, los esquemas y las percepciones mentales adquiridos son cada vez más
difíciles de cambiar, a menos que la persona esté entrenada para ello. Por esta razón
es tan importante no dejar nunca de ejercitarse intelectualmente.
Con una nueva mentalidad, sujetó el dibujo y lo miró del derecho y del revés, a
trasluz, y reflejado en el espejo.
Hasta que por fin dio con la solución. Era precisamente un problema de
percepción -un factor subjetivo- y no de escala o perspectiva.
Había descubierto - después de mucho esfuerzo intelectual- que efectivamente
se trataba de un mapa, como ya dedujo en su momento. Su visión de hombre
contemporáneo había construido un esquema mental adecuado para la identificación
preconcebida de los mapas contemporáneos, dando por hecho conceptos
comúnmente aceptados. Pero en la mente de los marineros micénicos, los esquemas
eran otros. Los interiores terrestres no eran suficientemente conocidos -ni falta que les
hacia-. Sus verdaderas preocupaciones eran identificar correctamente los litorales
costeros, puntos vitales de referencia de los que dependían en su orientación. Aquella
silueta que había dibujada en la empuñadura era efectivamente un mapa geográfico,
un dibujo que representaba los contornos de una parte de la corteza terrestre. Pero en
donde su interior se le presuponía tierra no era sino mar. Como ocurre con las
“imágenes ambiguas o reversibles”, su primera impresión percibió la figura opuesta o
complementaria a la correcta. Interpretó el mar como si fuera tierra, y la tierra como si
fuera mar.-como ocurre por ejemplo en el símbolo taoísta con el “ying” el “yang”-.
¡Por fin!.
El director, metió de nuevo los resultados en el sobre, y se los entregó. Artur
ahora con su ánimo volcado, milagrosamente, en una euforia desbordada, le dio un
abrazo, y le perdonó todos los pecados que había cometido. Marchó corriendo del
laboratorio, -gesticulando y dando saltos de alegría- para celebrar como se merecía el
gran evento.
Envió un correo electrónico con el informe, y con el reciente desciframiento a
Conrad y a Alexandros. Estos le felicitaron por el éxito de sus averiguaciones y el
científico americano además le apresuraba para que le enviase urgentemente los
resultados de la prueba de la termoluminiscencia, pues los necesitaba enseguida para
publicar el artículo en la revista.
Cuando estaba por fin convencido de que sus descubrimientos le llevarían hacia
el Olimpo de la fama, otro grupo de investigación paralela se le había adelantado. Su
mente se obsesiono con los peores presagios. Todos aquellos años dedicados al
estudio de los argonautas y de su entorno histórico, todos aquellos sacrificados viajes
alrededor de Grecia, todo el tiempo y dinero invertido en sus investigaciones, se
habían ido al carajo. Y todo porque un equipo de historiadores – desconocido hasta
hoy - se había propuesto la misma meta. Y lo peor de todo es que se habían
adelantado por muy poco a sus descubrimientos.
No era la primera vez -ni sería la última- que dos investigaciones paralelas
coexistían ajenas a sus objetivos comunes. El resultado de aquellas coincidencias
terminaba con el reconocimiento glorioso de los unos, en detrimento del más absoluto
olvido de los otros....:
Con la misma inmediatez con que presintió sus peores augurios, Artur superó su
infundada crisis a medida que iba leyendo el resto del articulo.
Aquel titular sensacionalista disfrazaba un descubrimiento mediocre. El resto del
artículo volvió a poner las cosas en su sitio. La noticia lanzaba una hipótesis al aire –
indemostrable- en que se aseguraba que los restos del palacio encontrado podrían
formar parte de la antigua ciudad de Yolkos. Las únicas pruebas de que disponían
para lanzar tan osada teoría eran que las ruinas coincidían con la ubicación y el
periodo histórico en que Yolkos fue un próspero centro micénico cercano al monte
Pelión.
Artur respiró aliviado por la alarma suscitada y sonrió ante el atrevimiento del
artículo periodístico, pero le hizo reflexionar sobre la injusticia con que la historia ha
sometido -y someterá- a aquellos hombres aventurados que sacrificaron su vida por
perseguir respuestas y que lo perdieron todo a costa del éxito y la fama de sus rivales.
" Estoy sometido a una gran angustia y temor cuando nos exponemos a los
caprichos del mar cuando se embravece, y cuando desembarcamos en tierras
hostiles. Por las noches medito lo que hicisteis por mí al embarcaros en esta misión.
Ya no temo por mi vida sino por devolveros salvos e indemnes a la tierra de la
Hélade".
BARDIMA
Cada una de estas capas parece haber sido habitada en épocas muy distintas.
En ellas vivieron pueblos que luego habrían desaparecido. Aquí se habrían construido
ciudades y se habrían derrumbado. Una civilización habría sucedido a otra, y cada vez
se habría vuelto a elevar una nueva ciudad de nuevos habitantes sobre la antigua
ciudad de los muertos.
En contraste con los primeros meses de trabajo en que los días pasaban
monótamente, esta nueva etapa trajo consigo innumerables momentos de emoción.
Ya se habían encontrado siete ciudades sepultadas.
"La capa más profunda es la prehistórica, la más antigua de todas, tan antigua
que todavía no conocían el empleo del metal. En la penúltima y antepenúltima capas
se hallan las huellas de un incendio, ruinas de fortificaciones poderosas y restos de
una puerta gigantesca. Estamos seguros de que estas fortificaciones son las que
rodeaban el palacio de los reyes de los doliones Cícico y Clite".
El texto traducido decía: "Me reuniré con vosotros en el Hades tras traspasar las
puertas de allí donde triunfé: allá en las gradas de Ea. Jasón.".
Cícico estaba casado con Clite. Era un matrimonio joven y sin hijos. Me
colocaron sentado entre medio de los dos. Era tan reciente su posesión en el cargo
que todavía recibían el trato principesco. A ninguno de los dos les pareció molestar tal
deferencia. Él se mostró interesado sobre el destino y la finalidad de nuestro viaje. La
misión era un alto secreto de estado, y por ello recurrí a una falsa historia como
coartada, aprendida de memoria de antemano por mí, y conocida perfectamente por
los marineros –la versión no difería mucho de la verdadera, pero sustituía ciertas
pretensiones políticas por otras más comerciales-.Me creyó a pies juntillas. Él me
informó de los pueblos y tribus que habitaban el litoral que se extendía por el Golfo.
Pero desconocía que había más allá de las Rocas Cianeas, pues nadie había osado
atravesar tan peligroso paso.
Pregunté por la hospitalidad de las tribus – quería saber si eran hostiles o no-.
"Por aquí habitan pocas tribus y aisladas. Temed por los macrieos pelasgos, que viven
un poco más al norte. Estamos en constantes disputas con ellos en los pasos
fronterizos, pero no sería la primera vez que osaran atacarnos por mar
desembarcando desde sus canoas”.
"Si mañana hace un día claro, al alba te acompañaré al alto del Díndimo de
3200 pies de altura. Allí viven confinados los aborígenes -antiguos dueños de estas
tierras- que huyeron a refugiarse entre sus áridas rocas, después de ser
sistemáticamente perseguidos por nuestros antepasados cuando invadieron y
saquearon su pacífico poblado. Hoy en día sobreviven tristemente recluidos en el árido
peñón con nuestra connivencia e indiferentes a su existencia. Cuando visitamos el
peñón, apenas se dejan ver, pues recelosos se ocultan la mayor parte del día en sus
profundas grutas al amparo de cualquier represalia, escarmentados de tanta represión
sufrida.
Cícico retomó la conversación: “Si el aire es limpio y transparente podrás ver la
bocana del Bósforo y conocer el rumbo a tomar para ir directos a las Rocas. Con un
poco de suerte - si la climatología os es favorable- no tendréis que hacer escala en
ninguna playa durante el trayecto, y con ello os evitareis posibles problemas con los
macrieos".
Al amanecer acompañamos a Cícico a la cima de la montaña tal como
habíamos acordado. El resto de la tripulación, entre los que se encontraban Anceo,
Heracles y Tifis se encargó de llevar la nave al Puerto de los Diques, justo debajo de
las altas paredes del peñón.
Cuando alcanzamos la cima, Cícico nos señaló a lo lejos, tras la bruma, y sobre
el horizonte el perfil de Tracia. En la parte más oriental de aquella tierra, a nuestra
derecha apenas se distinguía la entrada del gran Ponto Euxino. La ruta era sencilla.
Solamente cabía enfilar la proa en una trayectoria curvilínea (para contrarrestar las
corrientes del Sur) directa al destino. Tifis ya se encargaría de localizar los vientos
propicios para intentar ganar velocidad. En el peor de los casos siempre podíamos
recurrir a los remos. Nos aconsejo que, para evitar cualquier susto, navegáramos lo
más apartados de las costas pues los macrieos eran bastante osados como para
intentar un abordaje con sus canoas”
De repente, los aborígenes del peñon, nerviosos por nuestra dilatada intrusión
en la isla arrojaron grandes peñascos desde lo alto del desfiladero -que se
desprendían fácilmente de la montaña- contra nuestra nave que se encontraba
maniobrando debajo en la bahía. Las rocas llegaban con tal inercia al agua, que
cuando rompían contra el agua, esta recuperaba el espacio robado, escupiendo un
enorme chorro vertical que doblaba la altura del mástil de nuestro navío. Si alguno de
los rudimentarios proyectiles hubiera caído en cubierta, sin duda nuestra embarcación
se habría hundido irremediablemente. Heracles, respondió inmediatamente a la
emboscada. Apuntó y disparó con su arco la primera de las flechas. Mató
instantáneamente a uno de ellos que cayó inerte como un muñeco en el abismo del
precipicio. La superioridad armamentística era desproporcionada, como lo fue la
respuesta al ataque de los aborígenes. Heracles no tuvo compasión. Fuera de sí
masacró a los indefensos indígenas sin piedad alguna, que impotentes caían del
desfiladero como moscas. Los que estábamos observándolo todo desde la cumbre
bajamos apresuradamente hacía donde los salvajes lanzaban las piedras. Les
bloqueamos la salida para impedirles la huida. Allí cercados, como en una ratonera,
los exterminamos uno a uno con nuestras mortales espadas, sin que ellos dispusieran
de arma ni coraza alguna con la que se pudieran defender. Cuando nos aseguramos
que la batalla había concluido, el paisaje mostraba un aspecto desolador. Los hombres
mostraron un vergonzoso júbilo por la sangrienta carnicería. Yo solo tenía ojos para
los desdichados salvajes cuyos cuerpos yacían muertos en las playas.
Decenas de cadáveres quedaron esparcidos en la bahía. Unos flotando en el
agua, otros tendidos en la orilla, donde el retroceso de las olas descubría sus cuerpos
cubiertos de algas. Allí se quedarían sin que nadie les diera sepultura a disposición de
las aves carroñeras -si sus cuerpos se quedaban en tierra- o pasto de los peces si
eran arrastrados mar adentro.
La sed guerrera de los soldados aqueos se mantuvo latente durante los días que
duró la cruzada, hasta que una pequeña chispa detonó la frustración acumulada en
toda su magnitud.
Consciente de que se me escapaba el control, sentí que mi autoridad era ficticia.
Me culpaba de no haber advertido esas ansias de combate en mis hombres.
Estaba aturdido. Me sentí responsable de aquella matanza. Mi sistema de valores
éticos y morales se desmoronaba ante mi actitud indolente. No me atreví a
reprocharles nada. Únicamente dicté una tímida resolución como reacción que
consistió en organizar periódicamente campeonatos de lucha como atenuante a las
ansias de combate. La inactividad de a bordo acumulaba día a día una cólera que si
se desbordaba adquiría un poder destructor imposible de encauzar.
Aquella misma mañana decidí partir hacia el Bósforo. Quería dejar atrás lo más
rápido posible- física y mentalmente- aquel genocidio. Tifis dio el visto bueno
metereológico. Soplaba una brisa favorable, y no había tiempo que perder.
Avanzamos velozmente todo el día gracias al empuje de las velas hinchadas.
Observaba atónito como el ánimo de los guerreros no mostraba el más mínimo
arrepentimiento por lo sucedido apenas unas horas antes. Fui consciente del potente
mecanismo devastador que tenía entre mis manos. Reflexioné todo el día para tomar
algunas decisiones al respecto.
Cuando cayó la noche nos sorprendieron de repente fuertes vendavales
contrarios, que además de impedirnos avanzar, nos obligaron a retroceder el trecho
recorrido. En vista de la situación, nuestra prioridad inmediata fue alcanzar lo antes
posible la orilla más cercana. Con alguna que otra dificultad, alcanzamos la costa. No
se hizo esperar el ataque de un grupo de guerreros macrieos que –sin mediar palabra-
se abalanzaron contra nosotros. Antes de emprender el viaje preví la posibilidad de
que algunas poblaciones se mostrasen beligerantes. Por ello zarpamos de Yolkos
preparados para el combate: escudos, lanzas y espadas formaban parte de nuestro
arsenal.
Con el derecho moral de sentirse parte afrentada que nos legitimaba para una
contraofensiva, me lancé con rabia para repeler el ataque. Descargué toda la furia
acumulada por mis frustraciones contra aquellos descarados que nos osaban atacar
sin mediar palabra. La motivación triplicó mis energías, y convirtió mi mediano cuerpo
en una máquina destructiva y descontrolada. Las lanzas chocaron contra los escudos,
las espadas contra las espadas. Maté enseguida a la primera víctima que osó
interponerse en mi camino. Fue sencillo. El pecho del hombre se quebró como la
madera seca y cayó sin vida a mis pies. Pude percibir perfectamente su último suspiro.
Heracles, Peleo, Acasto, Telamón e Idas mataron a sus respectivos rivales de
combate con relativa facilidad. Canto salvó su vida gracias a que percibió el divino
reflejo de luz luna reflejada en la punta de la lanza que volaba rauda hacia su cráneo.
Sus magníficos reflejos evitaron el mortal golpe, pero no que el yelmo se abollara y
que el penacho que lo encumbraba se rompiera en dos como prueba de lo cerca que
estuvo de saborear la muerte. Durante el resto del viaje portaría con orgullo este yelmo
distintivo. Cuando los atacantes se rindieron a nuestra superioridad, huyeron en
bandada en busca de refugio tras las puertas de las murallas.
Aquella batalla nos aportó una victoria rotunda, toda una gesta sin precedentes.
Pero el alba nos descubrió la dura realidad y respondió a todos los interrogantes
planteados durante la pelea. Los primeros claros pusieron al descubierto a los
cadáveres desparramados por la arena de la playa. Eran doce. Acerqué mí rostro al de
la víctima. Enseguida reconocí en aquel rostro sin vida al muchacho con quien
compartí cena la pasada noche.
¡¡Cícico!!. Caí de rodillas, y lloré desconsoladamente sobre su cadáver"¡Qué
hemos hecho!".
La fuerza del viento que de repente se giró contra nosotros aquella noche era de
tal calibre que nos arrastró hasta el punto de partida. No fuimos capaces de calcular la
potencia del impulso que nos devolvió a Cicico en mucho menos tiempo del que
habíamos invertido en la ida. En el colmo de la mala suerte, desembarcamos en la
única playa de la ciudad que no conocíamos. Los doliones –como ya nos habían
contado- temían una incursión de los macrieos en su territorio. Nosotros temíamos un
ataque de rechazo por su parte si descubrían que habíamos desembarcado en sus
playas. Unos y otros –por el miedo mutuo que les procesábamos a los macrieos -
caímos en una lucha fratricida en que el enemigo fue completamente ajeno a ello. El
resultado de todo aquello fue otra lamentable masacre de inocentes. En menos de dos
días habíamos provocado la muerte a una treintena de personas que de no haber sido
por nuestra inoportuna injerencia ahora estarían viviendo.
Contrariamente a lo que sucedió con los aborígenes, la tripulación se resintió
anímicamente por lo sucedido, y los llantos y las lamentaciones fueron unánimes en
todos y cada uno de los miembros de la tripulación. Estos deambulaban
fantasmalmente por la playa observando el lamentable espectáculo mientras se
mesaban los cabellos cada vez que reconocían a los anfitriones de la cena. Algunos
ciudadanos y guerreros supervivientes de Cícico vinieron poco después al lugar de los
hechos desde su fortificada ciudadela. Enseguida se aclaró la situación, y la noticia se
extendió inmediatamente por toda la ciudad. El resto de los habitantes de Cícico
vinieron en tromba para certificar la muerte de su soberano y de los demás soldados
muertos en la fatídica noche.
Otra noticia desgarradora llegó del palacio. A la esposa de Cício, que por lo visto
ya se había enterado de la noticia, la habían encontrado ahorcada en su habitación.
No encontró la pobre mujer otra manera más rápida de calmar su terrible dolor que
colgándose con la sábana del lecho que compartía las noches con su marido.
Tras el cúmulo de terribles acontecimientos que parecían no tener fin, creímos
perder el juicio. Ayudó muchísimo poder compartir el dolor con los propios doliones
que en absoluto nos culparon de lo ocurrido. Si tuviera que definir a los doliones, diría
sencillamente que son gente con una gran comprensión. Sus premisas de tolerancia,
objetividad, honestidad y justicia son impartidas y cumplidas equitativamente. No son
rencorosos, simples o primarios, sino todo lo contrario de lo que consideraríamos -
desde nuestra perspectiva- a un pueblo descivilizado. Son espiritual, moral, y
éticamente más avanzados que nosotros, quienes arrogantemente nos consideramos
superiores en civismo y progreso a los demás pueblos del mundo. Los doliones me
demostraron que estaba equivocado.
Los ritos fúnebres fueron memorables. Compartimos con ellos la participación en
los sacrificios ofrecidos en honor a los muertos. Los veneramos como si de nuestros
propios soldados se tratara. Nos vestimos con todos los accesorios del combate como
señal de duelo y del sumo respeto que les procesábamos. Les dimos sepultura y
erigimos un túmulo para la posteridad. Todo con gran solemnidad por parte de todos
los presentes como bien se merecían los ausentes. Los más afligidos eran los
familiares de los guerreros muertos, a los que estérilmente intentamos consolar.
Durante los siguientes días se guardaron en la población las obligadas jornadas
de luto que se perpetuaron durante semanas, ya que la población cayó en un estado
de estupor tal que tardaron bastante en aparecer de nuevo las ganas de trabajar,
comer y dormir.
Nosotros por nuestra parte acampamos temporalmente en la playa. No teníamos
tampoco los ánimos necesarios para zarpar, y los días que siguieron a nuestro
desánimo se caracterizaron por una densa borrasca estancada que duró doce días y
que nos impidió zarpar. Un pesado tedio se apoderó de la tripulación durante aquellos
días de espera. Al fin Mopso nos pronosticó el alejamiento del tiempo tempestuoso.
Fue cuando observó el vuelo de un alción marino sobre nuestras cabezas. Según su
misterioso manual de predicción, el ave presagiaba el inicio del buen tiempo.
Efectivamente, ese día cesó la lluvia y el viento. Al día siguiente por la mañana lucía
un sol radiante y una mar en absoluta calma. Al alba nos fuimos con los escalofriantes
lamentos de fondo y que lúgubremente retumbaban en las murallas de la ciudad
todavía en el albor del duelo. Los atormentados llantos impresionaron profundamente
a la sensibilizada tripulación.
A media tarde el viento cesó por completo. Nada, ni una sola brizna de brisa. La
tela caía tristemente formando el clásico bucle vacío. La desembocadura del Ríndaco
se alejaba cada vez más de nuestra vista. No hubo más remedio que remar. Cuando
llevábamos un buen trecho recorrido, reté a los hombres a una improvisada
competición. Era importante apurar el último esfuerzo para llegar al destino, y no se
me ocurrió otra manera de motivarlos que desafiarlos a una prueba consistente en
aguantar el mayor tiempo posible el alto ritmo de remada que yo impondría. El
ganador sería el último que abandonase. Di la orden de salida y la nave empezó a
acelerar espectacularmente. La cadencia de remada era extremadamente alta, por lo
que rápidamente abandonaron extasiados los hombres más débiles. Al rato, ya fueron
los mejores remeros quienes abandonaron la prueba. Finalmente y como era de
esperar quedaron compitiendo mano a mano los dos máximos favoritos. Compensado
el rumbo de la nave por la posición simétrica de sus bancos, Anceo y Heracles
luchaban por la supremacía de la prueba. La competición no tuvo un claro favorito,
hasta que uno de ellos empezó a ceder ligeramente. Finalmente la victoria se decantó
claramente hacia un ganador. La galera empezó a escorarse del lado de Anceo, y nos
desviamos del rumbo establecido. Netamente derrotado, Anceo no tuvo más remedio
que soltar el remo. Heracles tozudo, con la simpleza que le caracterizaba, continuó
remando. Ya fuera por presumir o simplemente por su rudeza, paleteaba cada vez con
más fuerza en una demostración presuntuosa de su poderío físico, que provocó que la
nave girara absurdamente sobre si misma. A la gente le causó hilaridad aquel
despropósito que continuó hasta que el remo de Heracles se rompió, haciendo que
cayese de espaldas sin dejar de sujetar la parte mutilada del remo. Puso esté tal cara
de desconcierto que la gente arrancó a reír a carcajada limpia, pero también
empezaron a aplaudirle y a aclamarle, y con ello consiguió arrancar un poco de alegría
a sus compañeros.
Era ya de noche cuando llegamos a la desembocadura del río. Los misios, que
habitaban la región, nos acogieron hospitalariamente, y nos proporcionaron entre otras
provisiones, cordero y vino. Improvisaron nuestros lechos con pequeñas ramas, y nos
encendieron una hoguera con el fuego obtenido por la fricción de dos palos de madera
seca.
Nos estábamos acostumbrando a la hospitalidad de los pueblos que
visitábamos. Era un hábito muy arraigado en los pueblos costeros de la Propóntide
cuya actitud respondía a una dilatada tradición comercial. Era uno de los preceptos en
los que se apoyaba su cultura. El trato entre los pueblos vecinos era fluida, y como
norma se acogía a los visitantes -no con servidumbre ni sumisión – sino como a
invitados, de la misma manera que ellos serían bien servidos en otras comarcas.
Heracles se adentró en el bosque contiguo para apropiarse de un tronco para
construirse un nuevo remo. Era un hombre fuerte pero no musculoso, sino más bien
gordo. Vestía una piel de león que –según decía- cazó en África con sus propias
manos. Llevaba siempre una maza que sujetaba fuertemente por el mango y que muy
pocas veces se desprendía de ella –había matado a muchos de sus enemigos con
ella-.
No invirtió mucho tiempo en encontrar un tronco de su agrado, pues estos
abundaban en el bosque. Se despojo de su piel de león y dejo la maza en el suelo.
Apoyó su espalda en un álamo enhiesto, y con los pies bien apoyados en la tierra, lo
apalancó con su propio cuerpo. El leño empezó a gemir, y en un esfuerzo final pudo
desarraigarlo de la tierra. Acto seguido limpió del fango sus raíces y lo podó. Volvió a
vestirse y cargó el tronco en su hombro.
Momentos antes Hilas, su inseparable pero sumiso compañero, partió en busca
de agua fresca cargado con un cántaro vacío.
Al rato escuchamos un gemido. Procedía del lugar por donde Hilas se adentró.
Polifemo arrancó a correr impetuosamente espada en mano en su ayuda.
Temiendo que hubiera caído en una emboscada gritaba su nombre, pero no
obtuvo respuesta. Registró minuciosamente toda la zona, pero no encontró nada
anormal. Heracles que bajaba del sendero se cruzó con Polifemo que le contó lo
ocurrido.
Heracles, fuera de sí, soltó el pesado tronco y partió en su busca
desesperadamente.
Fue patético oír los gritos desesperados de Heracles durante la noche en busca
de su amor. Al principio reaccionó de una manera muy visceral. Corrió como un
poseso en busca de su querido Hilas. Registró el bosque palmo a palmo hasta donde
la espesura impedía su paso. Avanzada ya la noche utilizó el último recurso que le
quedaba para seguir buscándolo: sus desesperados y lamentables reclamos no nos
dejaron dormir durante toda la noche. Tal como predije, la obstinación y tozudez de
Heracles persistieron también cuando empezó a amanecer.
Cuando Venus anunció el nuevo día, Tifis aconsejó embarcar enseguida a los
presentes con la excusa de una racha de viento supuestamente favorable. La mayoría
subió a bordo pero otros, más reticentes, se quedaron todavía indecisos esperando a
que volvieran sus amigos. Pero estos no aparecieron en todo el día, y tuve que tomar
la drástica decisión de zarpar. Afrontamos las duras invectivas que sus acólitos nos
soltaban, pues estos proponían hacer todo lo posible para ir en su busca. Les tuve que
convencer de la inutilidad de su propuesta además de que la consideraba
contraproducente. Los hombres entraron en razón, y como eran muy influenciables
decidieron no sin cierta reticencia subir a bordo.
Ya en alta mar Telamón nos reprochó el abandono de los tres hombres. Me
acusó de urdir un plan para deshacerme de ellos. Se iba progresivamente
encolerizando y sus palabras salían envenenadas hasta que se abalanzó contra Tifis
para hacerse con el control del timón. La pelea no llegó a mayores porque los gemelos
tracios Zetes y Calais intermediaron para separarlos.
Telamón carecía de prueba alguna que demostrara sus acusaciones, pero la
conspiración existió y se ejecutó a la perfección.
Como ya conté, tenía la intención de adelantarme al inevitable amotinamiento
que se avecinaba. Mi plan se basaba en la sospecha de que la estima que Heracles le
profesaba a Hilas no era correspondida de la misma manera. Estaba casi seguro de
que su relación se fundamentaba en la sumisión sexual por el tutelaje que había
asumido Heracles.
Junto a Tifis, Zetes y Calais planificamos el complot. Lo más difícil fue encontrar
el momento en que los sorprendiéramos separados. Éste llegó cuando Heracles fue en
busca del madero para construir un nuevo remo y no consideró necesaria la compañía
de Hilas. Entonces aprovechamos para mandar a Hilas a buscar agua en un manantial
cercano. En connivencia con los misios enviamos a sus hermosas vírgenes a bañarse
en el estanque donde brotaba la fuente donde lo enviamos a llenar el ánfora. La
naturaleza y una pócima de belladona con comprobados efectos afrodisíacos hicieron
el resto. Hilas se abandonó a los placeres eróticos de las ninfas que se lo llevaron
entre gemidos de gozo. El plan se había cumplido a la perfección.
Asumí el riesgo de que algún día se descubriera toda la trama, pero valió la
pena de todas formas.
Con gran alivio por mi parte había conseguido depurar la tripulación de los
individuos subversivos que saboteaban el buen funcionamiento del regimiento. Y lo
conseguí de una manera limpia e incruenta. Telamón, sin la influencia corrosiva de
Heracles, se integró fácilmente en el grupo. Aniquilé el embrión de una rebelión que
me hubiera impedido continuar con el gobierno de la tropa de acuerdo con mis
convicciones -regidas por una fe ciega a favor del espíritu de equipo como mejor
método para obtener con éxito un objetivo común-. Mi máxima era anteponer el interés
colectivo al individual, y con aquella maniobra conseguí mi propósito.
Fue el propio jefe del poblado en persona quien encabezó la comitiva de
recepción. Con gran asombro por nuestra parte -no se dignó ni a presentarse- nos
invitó a marchar por donde habíamos venido. No le interesaba quienes éramos, ni cual
era motivo de nuestra visita. A continuación aquel tipo arrogante nos “halagó” con todo
tipo de improperios, arropado por el resto de sus acólitos guerreros que lo aclamaban
repitiendo las mismas frases hechas y otras onomatopeyas por el estilo, con tal
sumisión que rayaba lo patético.
SHKHARA
Al alba se desató el Bóreas -viento del norte- que nos impidió zarpar. El jinete
nos visitó varias veces ese día para interesarse por nosotros. En una de esas
ocasiones, cuando ya nos procesábamos cierta confianza, el jinete bajo del caballo y
se quitó el casco para mostrarnos su rostro. Quedamos todos boquiabiertos cuando
descubrimos que se trataba de una mujer. Su nombre era Ífinoe, y la enviaba su reina.
Nos relato que la mayoría de la población de Lemnos estaba formada
principalmente por mujeres. Los hombres en edad de luchar se habían embarcado
para combatir en Tracia. Allí acostumbraban a saquear las ciudades, y volvían
cargados a Minia de las riquezas robadas. En su última incursión a Tracia hubo una
cruel batalla -pues los tracianos hartos de tantos saqueos, contrataron a mercenarios
para defender sus pertenencias-, y más de la mitad de los hombres que zarparon no
volvieron vivos a Lemnos. Con ansias de venganza se proyectó precipitadamente un
nuevo asalto a Tracia. Reclutaron a la totalidad de la población masculina en edad de
combatir, y se embarcaron de lleno en la guerra.
Esa fue la última vez que los vieron con vida. Hacia más de un año que no
habían vuelto a tener noticias de ellos, y ya los daban por muertos. Ahora en su
comunidad escaseaban los hombres. Casi la totalidad de la población estaba formada
por mujeres de todas las edades, excepto niños, ancianos o algún tullido que se libró
por su minusvalía de su enrolamiento al navío.
Estaban pues a expensas de que cualquier tropa invasora mínimamente
capacitada pudiera asaltarlas. Si sus hijos y maridos habían muerto en Tracia, los
tracianos conocerían su actual situación de indefensión, y más tarde o más temprano
irían a por ellas. Habían vivido los últimos meses con el corazón en vilo cada vez que
avistaban una nave en el horizonte.
Nos informó que habían convocado una reunión en la plaza de la ciudad la
mañana anterior para debatir sobre nuestra llegada. En la asamblea se decidió
concedernos el permiso para prorrogarnos nuestra estancia en la playa, no sin antes
entrevistarme con la reina para darle cuenta de nuestros proyectos e intenciones.
Acepté sin dudarlo. Antes requerí un tiempo para asearme y vestirme
adecuadamente para tal evento. Me zambullí en el mar para disolver todos los malos
olores acumulados. Cuando estuve seco, aclaré la sal incrustada en la piel con agua
dulce, y a continuación perfumé todo mi cuerpo. Me puse la túnica púrpura que todavía
no había estrenado. Sobre ella me ajuste la coraza metálica que exageraba mi
anatomía con sus relieves exageradamente musculosos. Las hombreras simulaban
una espalda más erguida. Finalmente, sobre mis sandalias, me calcé unas bonitas
grebas. Solamente quedaba atarme el manto para bordar mi aspecto.
El manto estaba adornado con iconos y representaciones de los
acontecimientos más importantes de la historia de nuestro país. Era una auténtica
obra maestra, un ejemplo representativo de lo mejor del arte minio.
Me dirigí engalanado hacia la ciudad. Me acompañaba Ifínoe. Una vez
atravesadas las murallas que custodiaban la ciudad, un grupo de mujeres cada vez
más numeroso nos siguió a la zaga.
Cuando llegamos al Palacio, la multitud que nos seguía no pudo acceder a él,
pues la puerta principal estaba flanqueada por unas soldados que vetaban la entrada a
las plebeyas. Ifínoe me acompaño hasta el portico de la cámara real. Me invitó a entrar
e inmediatamente cerró las puertas tras de mí, dejándome solo en la estancia, ante el
trono donde estaba sentada aguardando mi llegada la reina Hipsípila.
La reverencié con una inclinación y ella me respondió invitándome con un gesto
liviano a que me sentara en un cojín que había enfrente. Allí acomodado, con la
espada colocada en mi regazo, esperé silencioso y expectante sus palabras.
Agradeció mi visita, y me propuso un acuerdo. Nos ofrecía hospedarnos en la
ciudadela, al amparo de las murallas a cambió de nuestra varonil protección. Desde
que los hombres marcharon, se sentían desprotegidas y totalmente vulnerables a
cualquier intento de invasión.
Escuché atentamente la propuesta, y prometí que le daría una rápida respuesta
después de tomar una decisión compartida con los demás miembros de la expedición.
Y regresé por donde había venido.
Comuniqué la oferta de Hípsípila a la tropa. La mayoría aceptó aliviado la
proposición. Era un ofrecimiento demasiado tentador para dejarlo escapar.
Disfrutaríamos de unos días de descanso bajo el hospicio de una ciudad habitada por
acogedoras y bellas mujeres que nos dispensarían un techo para dormir y comida
diaria para recuperar las fuerzas perdidas. Algunos de los que no estuvieron
conformes con el retraso – quienes disentían por razones legítimas, pero no
compartidas por la mayoría- decidieron quedarse en el barco para organizar guardias
de vigilancia. Entre estos se encontraban los inseparables Heracles e Hilas.
Llegamos a la ciudad cargados de obsequios para ofrecer a nuestras
respectivas familias de acogida.
Como máxima autoridad de la expedición, Hípsipila me acogió en su palacio.
Los demás hombres allí donde la suerte les deparó.
Esa misma noche celebramos una gran fiesta de bienvenida con un banquete
amenizado con bella música y excitantes danzas.
No sabría precisar el tiempo que permanecimos en la isla, pero puedo asegurar
que fue mucho más de lo que habíamos pretendido desde un principio.
Las causas de tan larga estancia se debieron a varios factores. Uno de ellos era
mi falta de convicción por continuar con el temerario viaje. El día de la partida se
posponía continuamente argumentando cualquier excusa. Otro de los factores de la
demora era la poca predisposición de las mujeres por dejarnos marchar, pues la
mayoría de ellas se convirtieron en nuestras amantes.
"¡Desgraciado!. ¡Para estar follando todo el día no hacia falta organizar todo este
tinglado!¡Acaso en Tesalia no tienes mejores posibilidades!¡Vaya gesta cuando
volvamos! : Los célebres héroes del Argos vagueando ociosamente en una isla
infestada de zorras ávidas de sexo. ¡Toda una inversión carísima para financiar un
prostíbulo!¡Que proeza! ¡Vuelvo de nuevo a mi casa!¡En esta isla no se me ha perdido
nada!.¡Quédate aquí en el lecho de Hípsipila, hasta que repuebles tu solito toda la isla!
¡Gran fama te sobrevenga, Jasón! ! !! !¡............
¡Soldados!, ¡ha llegado la hora de la verdad!, ¡si hice construir la mejor nave que
existe en toda la tierra!, ¡si hice venir a los mejores hombres de las familias más
nobles!, -algunos desde tierras muy lejanas-, ¡si jure ante los dioses que cumpliría esta
misión, no fue en vano!, ¡por los dioses que vamos a cumplirlas!.
Las mujeres de la isla reaccionaron con tristeza pero resignadamente a tal
decisión. Se habían ilusionado pensando que nuestra estancia sería definitiva y que
repoblaríamos de nuevo la isla como pioneros de una nueva estirpe generacional.
Pero sabían que solo era eso.. una ilusión!.
Hípsipila, en cambio, nunca guardó ninguna esperanza al respecto. Demostró
con ello conocerme mejor de lo que imaginaba, y nunca se tomó en serio mis
promesas de nupcias. El anhelo y el deber de cumplir con la misión encomendada
pudieron más que la tentación de una vida cómoda y feliz.
Deje a Hípsipila embarazada, y antes de partir la hice prometer que cuando
naciera el bebé lo diera a conocer a mis padres. Con un apasionado beso nos
despedimos para siempre.
No fue la única que quedó preñada durante nuestra explayada visita. Fueron
varias las mujeres que consiguieron concebir la ansiada descendencia gracias a este
memorable encuentro.
El día de la partida, lloramos por igual mujeres como hombres, intentando
vanamente que el hilo de nuestras miradas no se rompiera nunca mientras nos
separábamos. A fin de cuentas aquellas mujeres habían sido a todas luces nuestras
esposas en Lemnos.
Al atardecer del mismo día, alcanzamos Samocracia. Nos desviamos por
razones tácticas de la ruta más corta hacía el Helesponto. Era una estrategia
premeditada. Tifis el piloto me había aconsejado aquel viró hacia el norte para
cubrirnos –detrás de las islas- de la visión de alguna indeseable nave troyana que
pudiera cruzarse en nuestro camino. Al atardecer ya podríamos situarnos en las
puertas del estrecho sin ser vistos.
Así lo hicimos. Fue un ejemplo de estrategia y de planificación perfectamente
ejecutada.
Antes de adentrarnos hacia el Helesponto quise dirigirme a la tripulación con
solemnidad. Estábamos a punto de enfrentarnos a un momento crucial para el éxito de
nuestra misión.
Alcé la voz y dicté las últimas instrucciones.
¡Tifis dirigirá la nave siempre escorado a la costa izquierda del estrecho, pero lo
suficientemente lejos de esta para no embarrancar, o lo que sería todavía peor,
embestirnos contra las rocas!. ¡En proa, estará Linceo! (que por cierto era un prodigio
de agudeza visual, sobre todo, nocturna). ¡Él es, junto a mí, el único que tiene permiso
para hablar durante la travesía! .¡Seguiréis el ritmo de paladeo que marcaran Anceo y
Heracles!.
¡Quiero que a partir de ahora y durante todo el trayecto por el Helesponto, reine
el más absoluto de los silencios, y que el ritmo de remada sea ininterrumpido!.
¡Cualquier error o desfallecimiento por nuestra parte puede ser fatal!. ¡Los vigilantes
troyanos solo estarán a unos cuantos metros de la costa!.
¡Puede darse el caso, que durante la noche nos crucemos con alguna nave
enemiga!. ¡En cualquier caso las órdenes son claras, continuaremos con nuestro ritmo
de remada, y no cometeremos ningún movimiento brusco ni sospechoso!.
Tifis anunció viento favorable del sur, y me aconsejó izar inmediatamente las
velas.
Yo le repliqué que las velas blancas eran peligrosas porque reflejarían la luz de
la luna.
Tifis, siempre previsor, me anunció que era noche de luna nueva, y que reinaría
una oscuridad total.
"Vale la pena, ganaremos velocidad sin tomar más riesgos que los
imprescindibles".
La misión fue largamente urdida por el rey Pelias que me propuso encabezar la
expedición cuando yo rondaba la mayoría de edad. Recuerdo perfectamente como
ocurrió. Fue el día en que celebrábamos los festejos en honor al dios Posidón (el dios
del mar), una ceremonia repleta de sacrificios, bailes, juegos y banquetes.
Antes de llegar a ese día mi vida transcurrió en el exilio, forzado por la trama
exitosa de un complot aqueo por el trono de Tesalia. El reino fue usurpado a mi padre
–el rey legítimo- por su hermanastro Pelias -el actual soberano-. El primero era
descendiente del linaje mínio, antiguos colonizadores cretenses con una larga
tradición y linaje en la tierra de Pelasgica –antigua Helas- adquirida por una dilatada
estancia compartida con otras tribus pelasgas, y que reinaron en armonía una con otra
en la comarca hasta que los inmigrantes eolos vinieron a romper la equilibrada
convivencia. Peleo representaba a la nueva generación migratoria de tribus balcánicas
procedentes de la región del Epiro –Al Norte de la Hélade- con la pretensión de
someter a la población autóctona -política contraria a la que aplicaban los mínios-.
Eran los orgullosos eolos. Aunque previsible, el asalto al poder de Peleo –tras diversas
tentativas fallidas- excitó un emergente resentimiento en la población, realimentada
por la severa y arbitraria tiranía con que el caudillo sometía a sus súbditos. Mientras
que mi padre tramaba conspiraciones para recuperar el trono – que eran
sistemáticamente abortadas nada más producirse, incluso antes de poder hacerse
efectivas- a los centauros -la comunidad pelasga más antigua y con más derechos que
nadie sobre sus territorios- se les confió mi tutelaje. Los centauros tenían un
sentimiento muy arraigado por sus tierras, tradiciones, y defendían celosamente su
identidad como pueblo, identificación forjada desde tiempos inmemoriales por sus
antepasados. Cuando el rey Pelias cogió las riendas del mando, las relaciones de
mutuo respeto que hubo entre las dos comunidades se rompió. El soberano quiso
implantar por la fuerza las costumbres y la lengua aquea a las comunidades indígenas
de Tesalia y chocó frontalmente con las arraigadas ideas de las tribus nativas que
boicotearon cualquier intento de sometimiento.
Los centauros compartían esas ideas, y en mi educación me inculcaron los
talantes moderados que regían en su comunidad, mientras que detestaban el régimen
aqueo al que ponían como ejemplo a evitar.
Sé que piensas que el auténtico heredero del trono por derecho de linaje es tu
padre, pero perdió su oportunidad cuando se dejó arrebatar tan fácilmente su reino. Si
no supo defender su soberanía, no es digno de continuar en el cargo -sé que a partir
de ese día, tú y tu familia sufristeis un duro exilio en las montañas-. Además,
si decidiera que tu padre fuera mi sucesor, mi irrupción en el trono no hubiera
sido coherente con tal decisión, y la historia me tildaría de megalómano -cuyo interés
por el reino buscaba el beneficio personal, el protagonismo excluyente, y un poder
arbitrario- y no precisamente por las verdaderas causas por las que realmente di el
golpe y que se basaban en un fuerte transfondo de irreconciliables discrepancias
políticas, territoriales y sociales. También hay que valorar el posible resurgimiento de
las viejas rencillas entre las comunidades que representábamos cada uno de nosotros
y que se agravaron durante los años del levantamiento –a estas alturas ya nadie se
cuestiona que los mínios y los eolos pertenecemos a una misma nación aquea-.
Además, tu padre y yo pertenecemos a una misma generación caduca cuyo deber es
dejar paso a los jóvenes con proyección de futuro.
Lo que yo te propongo es que tú seas mi sucesor. Piénsatelo bien, y cuando
tomes una determinación no te demores demasiado en comunicármelo, pues la
alternativa a tú negativa no sería otra que la de continuar con mi estirpe monárquica
en la persona de mi primogénito.
No hace falta describir la perplejidad con la que recibí aquella propuesta. Salí de
la tienda aún más ebrio –sin haber probado una gota más de vino- que cuando entré.
Los siguientes días fueron de una profunda reflexión. Mientras paseaba, comía,
o recibía clases, mi cabeza se extraviaba absorta en la alternativa de pensamientos
que ponderaban una y otra vez las diversas repuestas a la propuesta. Los amigos y
conocidos se extrañaron de mi repentino cambió de conducta. Durante las noches
apenas podía conciliar el sueño. Mi mente activada trabajaba a pleno rendimiento.
Sopesaba todo aquello que conllevaba la aceptación del ofrecimiento, o en caso
contrario, la renuncia. Los pros y los contras de ambas determinaciones no lograban
decantarme. La elección era complicada.
La oferta del rey estaba envenenada. Si aceptaba el cargo traicionaría a mi
padre –no solamente por cuestiones de sangre y estirpe- también por todo aquello por
lo que había luchado tan férreamente durante los últimos años. Sin dejar de olvidar
que la persona con quien me aliaba era la misma que le había despojado del trono.
Por el contrario, y pensando pragmáticamente, me daba la oportunidad de poder
gobernar a mi pueblo con mis propias ideas de justicia, equiparación social y respeto a
las diferentes culturas. Muchas de estas ideas habían sido inspiradas por mi propio
padre, otras adquiridas de mi educación centaura que nada tenía que ver con la
autocracia que actualmente ejercía impunemente el rey. Por eso mismo, no las tenía
todas conmigo cuando el soberano pensó en mi como garante de la continuación de
su reinado. O estaba muy mal informado, o bien la propuesta escondía alguna sibilina
perversión.
Cuando al fin tomé una decisión, procedí a comunicársela primeramente a mi
padre. Nunca lo vi tan enfurecido. Me dedicó una letanía de improperios que jamás
antes escuché que pronunciar de su boca. Discordábamos especialmente en la
valoración tomada por la aceptación al cargo. Él era de la opinión que ello conllevaba
una traición a la causa mínia. Pero lo que no aceptaba de ningún modo era la traición
a la disciplina paterna. Yo intentaba hacerle comprender que era la mejor manera de
seguir con nuestra estirpe en el poder, para así poner en práctica nuestro modelo
político, y todo ello sin derramar una gota de sangre. Mi programa era aplicable a largo
plazo, y mi padre que quería vivir para contarlo, no quiso aprobarlo de ninguna de las
maneras. Si la intención de Pelias era que mi padre y yo nos distanciáramos, lo
consiguió. Desde que discrepamos en nuestra manera de interpretar el asunto, no
volvimos a hablarnos, y aunque volvimos a vernos alguna vez más durante nuestras
vidas, nuestra relación ya nunca fue la misma.
"Sé, que por el amor que le profesas a nuestro pueblo, aceptaras este gran
honor".....-dijo. Y a continuación me expuso sus planes.
Cuando acabó de relatarme su propuesta quedé impresionado por la
complicación del asunto. No solo requería una inversión de tiempo bastante importante
para realizarla –varios años- sino en que también era sumamente arriesgada, y tan
improbable de que terminara con éxito que nadie que hubiera sido un visionario la
hubiera calificado de posible:
La proposición radicaba en encabezar una expedición naval cuya misión
consistía en recuperar el legendario vellón dorado –el símbolo por excelencia de la
esencia de la patria helena y que implícitamente representaba los valores originarios
en las que se sostenía (su moderna civilización, lengua y religión)-. Su sustracción
para muchos coincidió con el declive y la decadencia de estos tres valores, por lo que
Pelias vio una oportunidad única para hacer causa común entre la una población cada
vez más discrepante con sus métodos y cometidos: La vieja y patriótica reclamación
sobre su legítima propiedad. El vellón les fue sustraído a nuestros antepasados por
una trama urdida por Ino, la amante del rey Atamante. Frixo y su hermana Hele lo
embarcaron en una nave rumbo a la Colquide, una comarca situada más allá del
Ponto Euxino -en el Asia Menor-. Se afirmaba que Hele perdió la vida antes de llegar a
su destino, pero que sin embargo Frixo alcanzo la ciudad de Ea en la Cólquide
portando consigo el vellocino. En boca de toda la población estaba el creciente rumor
–llegado desde distintas fuentes- de que el vellocino de oro estaba fuertemente
custodiado en algún lugar apartado de la capital. Mi misión consistía en comandar una
nave -tripulada por medio centenar de guerreros- para recuperar el emblema sustraído
a nuestra nación. Para ello teníamos que viajar hasta Ea, la ciudad Colca allende de
mares conocidos, indagar sobre el paradero del valioso vellocino y apoderarnos de él
para traerlo de vuelta a la Hélade.
Era una temeridad aceptar aquel reto, pero acabé aceptándolo por pura
ambición monárquica.
“Bien. Ahora que estoy seguro de que no te echaras atrás te contaré todos los
secretos que debes conocer sobre el preciado vellocino de oro”
“Existe un gigante dormido al otro lado del mar Egeo: Troya. Su capacidad
económica y militar está creciendo a pasos agigantados.
El puerto troyano es una parada obligada para el aprovisionamiento de agua
fresca y alimentos para las largas pausas de la navegación a vela. Además exigen a
cada nave un impuesto por su paso por el estrecho del Helesponto y una paga por la
estadía del barco. Mantienen amplias relaciones comerciales hasta todos los puntos
cardinales de su geografía -alguno de ellos a gran distancia, pues últimamente han
importado bronce y zinc adquirido en Asia Central transportados por caravanas de
asnos. Una de estas rutas comerciales los une con el Cáucaso donde abundan los
yacimientos metálicos incluido el oro. A través de esta fluida red de abastecimiento
que alcanza más allá de sus fronteras, los troyanos están produciendo gran cantidad
de armas. En este preciso momento podemos considerar a la capital frigia como una
amenaza real a nuestra supremacía política y comercial en el Egeo, y cuanto más
tiempo transcurra, el desequilibrio todavía puede acentuarse más. No parece pues
exagerado pronosticar que en un futuro próximo puedan osar desafiarnos con grandes
conflictos por la supremacía terrestre y marítima.
La alarma no es infundada, sobre todo teniendo en cuenta que la información
secreta más importante para la seguridad de nuestra civilización puede caer en sus
manos. Es pues prioritario impedir que lo consigan, si es que no lo han hecho ya.
Entonces, no solamente están en peligro nuestras rutas comerciales allende de Helas,
sino la integridad misma de nuestra nación.”
La maniobra para botar la nave no fue sencilla. Mientras unos tiraban de los dos
cabos de cuerda trenzada que sujetaba el casco, otros cavaban al mismo tiempo una
profunda zanja que guiaba la quilla hacía el mar. En el tramo final se simplificó el
esfuerzo de la maniobra colocando troncos en la base que ayudaban a deslizar mejor
la embarcación. Tifis dirigió la maniobra, subido en la popa. Cuando la galera alcanzó
el agua, su inercia la impulsó con fuerza hacía el interior del mar salpicando una gran
cantidad de agua y espuma. Entonces Tifis, con el propósito de frenarla ordenó tensar
los mismos cabos que antes habían servido para impulsarla. Finalmente lograron
controlarla y Tifis lanzó el áncora al fondo marino. Los tripulantes subimos a bordo de
la nave mediante una tabla que unía la playa con la cubierta. Mi primera gran sorpresa
sucedió cuando Acasto –el hijo del rey Pelias- se dispuso a subir al barco. Me imploró
que le dejará acompañarnos, pues no había otra cosa que deseará más en este
mundo. ¡En menudo dilema me colocó!. Después de pensármelo un rato acepté su
participación. De este modo, el motivo principal por el que el rey me propuso como
heredero del trono se vino abajo. Era una buena lección la que recibiría el rey cuando
se enterara, pues Acasto se incorporó sin el conocimiento ni consentimiento de aquel.
Cuando estuvimos todos a bordo me encargué de repartir los bancos. A
Heracles y a Anceo les adjudique los dos bancos centrales -eran los hombres más
fuertes- cada uno en el lado opuesto al del otro para compensar su fuerza.
Propuse que a partir de ese momento bautizáramos al barco con el nombre
de“Argos” en honor de su constructor. Nadie puso ningún inconveniente, y el
arestónida se puso a llorar emocionado.
Hubo un silencio sepulcral cuando los marineros sincronizaron la posición de
arranque de los remos. Cuando grité la orden de salida, la embarcación arrancó
espectacularmente, y la gente explotó en un gran griterío. ¡Por fin zarpábamos!.
Nuestros familiares nos despedían con sus brazos tendidos en alto, viendo
resignadamente como nos alejábamos.
Teníamos todavía una parada técnica pendiente antes de que acabase el día.
En las costas que hay cerca de la salida del golfo abundan las playas guijarrosas.
Cuando decidimos comer, bajamos a una de ellas. Entre todos cogimos la mayor
cantidad de piedras que pudimos cargar y las acumulamos en un túmulo al lado de
una pared rocosa. Así construimos el altar en honor de Apolo para encomendarnos a
su voluntad.
Era el ritual indispensable para que la expedición pudiera terminar con éxito.
Después de sacrificar las mejores reses para el hijo de Zeus, continuamos con unas
libaciones menores dedicadas a los dioses Actio Y Embasio. Cuando terminó toda la
liturgia Anceo y Heracles se dispusieron a desmenuzar los bueyes mediante su hacha
y su mazo respectivos. Los demás encendimos una gran hoguera, y mientras
esperábamos a que las brasas estuvieran en su punto, cubrimos cada pieza con
abundante grasa. Una vez asadas, libamos con buen vino la carne. Entonces nos
dimos el primer banquete fuera de Yolko.
A la hora del crepúsculo nos pusimos a comer el resto de la carne asada que
sobro del mediodía. Entre las dos viandas hubo una fuerte disputa que no trascendió a
más.
Con la embriaguez, Idas e Idmón empezaron a discutir. La pelea no llegó a las
manos gracias a la intervención de los demás hombres. Aquello me preocupó durante
la noche. Confiaba en la sensatez y el sentido común de mi tripulación, y justo antes
de embarcar ya había sucedido un altercado. No quería que aquello se me fuera de
las manos. Mientras tuviera a mi cargo la comandancia de la expedición exigía una
cierta autodisciplina. No quería verme obligado a intervenir en ninguna reyerta.