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el balón
Nuestro columnista habla del cuentista peruano Julio Ramón
Ribeyro y unas fotos que no había visto.
09/10/2016 - 07:37h
Las fotos que observo con gran emoción y que ahora les
presentamos en exclusiva fueron tomadas por el fotógrafo
y poeta chalaco Carlos Alegre y pertenecen a una serie de
más de 50. No se sabe cómo terminaron junto a un
montón de papeles inservibles que estaban a punto de
tirarse a la basura. Hubiera sido un lamentable final para
unas imágenes que nos muestran el lado más íntimo del
‘Flaco’, ese que solo conocieron sus amigos cercanos y su
familia, pues pocos nos imaginamos a un Ribeyro
bailando al ritmo de Óscar D’León o de Juan Luis Guerra, o
afinando la voz en un karaoke, o dominando un balón
como todo un ‘crack’. Y así lo explica el periodista Daniel
Titinger, autor del libro ‘Un hombre flaco’: “Si tú lees a
Ribeyro, si conoces la imagen pública de Ribeyro, tienes
esa imagen de tipo con tendencia a la melancolía. Pero,
según fui conversando con gente, fui descubriendo que no
era así, que Ribeyro no era ese tipo triste que todos
tenemos en la cabeza”.
Este Búho ha
recibido varios
correos en los que
me preguntan si hay
más fotos inéditas
de nuestro querido
escritor Julio Ramón
Ribeyro.
Efectivamente,
tenemos más fotos
del ‘Flaco’ que
fueron rescatadas
del mercado de Loreto, Callao. Estaban a punto de ser
echadas a la basura, pero un querido amigo fotógrafo las
compró al peso. La imagen que ahora les presento es la
del escritor y ese amor que lo llevó a la tumba: el
cigarrillo. Fumador confeso, el autor de ‘La tentación del
fracaso’ hizo del pucho una extensión de sus falanges.
Ese hábito cancerígeno lo conoció muy jovencito, a los 15
años, cuando estaba en el colegio, y solo lo dejó en 1994,
cuando murió. Aquel vicio, como él mismo reconoció: “Si
entendemos por vicio a un acto repetitivo, progresivo y
pernicioso que nos produce placer”, lo llevó a cometer
actos descabellados: como vender sus libros de Paul
Valéry, Honoré de Balzac, Ciro Alegría, Antón Chéjov e
incluso los propios. Durante su peor etapa en Francia,
cuando no tenía ni para comer, el escritor solía caminar
por las calles más transitadas con los ojos mirando al
piso, con la esperanza de encontrar una colilla que
pudiera fumar. La imagen que acompaña este texto
-tomada en La Punta, Callao- es el retrato de ese amor
destructivo que Julio Ramón mantuvo con el cigarro.
Destructivo desde nuestra perspectiva, pues el cuentista
creía todo lo contrario. Su dependencia era tal, que no
podía iniciar ninguna actividad sin un pitillo entre los
labios. “El fumar se había ido ya enhebrando con casi
todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando
preparaba un examen, sino cuando veía una película,
cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa,
cuando me paseaba por el malecón, cuando tenía un
problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así
recorridos por un tren de cigarrillos”. Pero fue en los años
70 cuando el escritor sufrió su primera crisis a
consecuencia del humo. Según él mismo cuenta, cada día
se sentía peor porque tosía con frecuencia, sufría de
acidez, fatiga, pérdida de apetito, mareos y padecía de
una úlcera estomacal. Todo esto le generó una
hemorragia. Lo internaron varios días. Cuando le dieron
de alta, los doctores le prohibieron el cigarro si quería
seguir viviendo. Pedido en vano: volvió a fumar ni bien dio
un paso fuera del hospital. El pucho y la escritura fueron
para Julio Ramón, dos actividades complementarias y
dependientes una de la otra. Muchos años después, Julio
Ramón volvió a recaer. Esta vez le detectaron cáncer al
esófago, fue operado y puesto a rehabilitación por un
largo período. Bajo una estricta vigilancia médica y de su
esposa Alida Cordero, el escritor no tuvo más chance que
dejar temporalmente el cigarro. “Al mes estaba tostado,
fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo,
pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado,
por momentos increíblemente triste”. Una vez recuperado
y fuera del hospital, no demoró mucho en encender un
pitillo. Su tórrido romance con el tabaco fue inmortalizado
en ‘Solo para fumadores’, uno de sus textos más
populares. Ya en sus últimos años, el ‘Flaco’ decidió dejar
Europa y radicar en Perú, en su departamento
barranquino con vista al mar. Ya estaba, más bien,
dedicado a compartir con sus amigos, salir a bailar, cantar
y pasar el tiempo con su único hijo, Julio Ramón, quien en
una entrevista reciente aseguró que si algo bueno tenía
que sacar de aquellos años, era que la enfermedad hizo
que pasara más tiempo con su padre. Su hijo inspiró un
texto hermoso en ‘Prosas apátridas’ que vale recordar:
“Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo.
En él, más que en espejos o almanaques, tomamos
conciencia de nuestro transcurrir y registramos los
síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el
que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos
empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en
nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos;
y el año que suma, el que se nos sustrae”. El 4 de
diciembre de 1994, dos meses después de haber ganado
el prestigioso Premio Iberoamericano Juan Rulfo, falleció.
Dicen, quienes lo vieron en su ataúd, que cargaba un
cigarro en un bolsillo. El flaco, nuevamente, se salió con la
suya. Apago el televisor.
Julio Ramón Ribeyro, su
madre y el cigarrillo
Nuestro columnista habla del escritor Julio Ramón Ribeyro y
algunas cosas poco conocidas de él.
14/05/2017 - 07:59h
03/08/2017 - 08:25h
03/06/2018 - 07:24h
Este Búho es un
convencido de que Julio
Ramón Ribeyro y
Abraham
Valdelomar son los más
grandes cuentistas que
ha dado este país. El
narrador miraflorino, que
radicó varias décadas en
París pero que regresó al
Perú para vivir los
últimos días de su vida,
hubiera cumplido 89
años el 31 de agosto.