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Julio Ramón Ribeyro domina

el balón
Nuestro columnista habla del cuentista peruano Julio Ramón
Ribeyro y unas fotos que no había visto.

09/10/2016 - 07:37h

Este Búho recuerda


aquella frase que,
de alguna u otra
manera, determinó
mi manera de ver el
periodismo. Me lo
dijo el maestro
Carlos ‘Chino’
Domínguez una
tarde de cervezas:
‘Perro que no camina, no encuentra hueso’. Y ese adagio
viene a mi memoria ahora, cuando un joven fotógrafo me
deja en las manos una serie de fotos inéditas del gran
cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro. “Señor Búho,
encontré estas fotos en el mercado de Loreto, Callao,
estaban a punto de tirarlas a la basura ¡¡Las estaban
vendiendo al peso!! Quiero que las comparta con sus
lectores de Trome”. Este columnista ha escrito ríos de
tinta en homenaje al entrañable ‘Flaco’, de quien soy fiel
devoto. Por eso me estremezco al ver las instantáneas.
Son realmente unas ‘joyitas’. Lejos de esa imagen
melancólica que proyectó el cuentista por sus textos y su
hermetismo, las fotos reflejan a un Julio Ramón lleno de
vida, sonriente, divirtiéndose como un niño, pateando una
pelota, dominándola con estilo y elegancia. Así era Julio
Ramón, hombre feliz, que gustaba nadar, cantar, bailar y
pelotear. La afición del autor de ‘La palabra del mudo’ por
el fútbol data desde su infancia, cuando era alumno del
colegio Champagnat: “Mi juego era más de sutileza: yo
hacía buenos pases a los hombres que estaban bien
colocados y, cuando estaba cerca del arco, trataba de
meter goles. Pero no tenía mucho físico”.

En ‘Atiguibas’, uno de sus más célebres cuentos, el ‘Flaco’


plasma su amor por el fútbol y específicamente por el
club de sus amores, Universitario de Deportes. Así lo
relata: “En el viejo estadio nacional José Díaz -ahora
ampliado y modernizado- viví de niño y luego de
muchacho horas inolvidables. Con mi hermano vimos
desfilar por la grama pelada de la cancha a los más
renombrados clubes del fútbol de Argentina, Brasil y
Uruguay. Y también del Perú, hay que decirlo, pues
entonces teníamos grandes jugadores y equipos que
realizaron hazañas memorables”. En ese mismo texto,
revive el emocionante encuentro entre el equipo crema y
el argentino Racing Club de Buenos Aires: “Al promediar el
primer tiempo, el entrenador de Universitario decidió
hacer entrar a Lolo en reemplazo del flaco Espinoza. Su
aparición en el campo, con su redecilla en la cabeza y un
ancho vendaje en el muslo, despertó aplausos
atronadores y un alentador “¡Atiguibas!”. Y entonces se
produjo el milagro. Lolo Fernández marcó cinco goles,
pero cada uno de ellos fue una obra de arte, un modelo
de fuerza, técnica, coraje y oportunismo”.

Las fotos que observo con gran emoción y que ahora les
presentamos en exclusiva fueron tomadas por el fotógrafo
y poeta chalaco Carlos Alegre y pertenecen a una serie de
más de 50. No se sabe cómo terminaron junto a un
montón de papeles inservibles que estaban a punto de
tirarse a la basura. Hubiera sido un lamentable final para
unas imágenes que nos muestran el lado más íntimo del
‘Flaco’, ese que solo conocieron sus amigos cercanos y su
familia, pues pocos nos imaginamos a un Ribeyro
bailando al ritmo de Óscar D’León o de Juan Luis Guerra, o
afinando la voz en un karaoke, o dominando un balón
como todo un ‘crack’. Y así lo explica el periodista Daniel
Titinger, autor del libro ‘Un hombre flaco’: “Si tú lees a
Ribeyro, si conoces la imagen pública de Ribeyro, tienes
esa imagen de tipo con tendencia a la melancolía. Pero,
según fui conversando con gente, fui descubriendo que no
era así, que Ribeyro no era ese tipo triste que todos
tenemos en la cabeza”.

No puedo terminar esta columna, sino con un fragmento


entrañable que nos dejó Julio Ramón y que estoy seguro
muchísimos jovencitos sabrán guardar en su memoria, así
como yo hice: “Ser el eterno forastero, el eterno aprendiz,
el eterno postulante: he allí una forma para ser feliz”. Y él
lo fue. Apago el televisor.
Julio Ramón Ribeyro y su
amado cigarrillo
23/10/2016 - 07:52h

Este Búho ha
recibido varios
correos en los que
me preguntan si hay
más fotos inéditas
de nuestro querido
escritor Julio Ramón
Ribeyro.
Efectivamente,
tenemos más fotos
del ‘Flaco’ que
fueron rescatadas
del mercado de Loreto, Callao. Estaban a punto de ser
echadas a la basura, pero un querido amigo fotógrafo las
compró al peso. La imagen que ahora les presento es la
del escritor y ese amor que lo llevó a la tumba: el
cigarrillo. Fumador confeso, el autor de ‘La tentación del
fracaso’ hizo del pucho una extensión de sus falanges.
Ese hábito cancerígeno lo conoció muy jovencito, a los 15
años, cuando estaba en el colegio, y solo lo dejó en 1994,
cuando murió. Aquel vicio, como él mismo reconoció: “Si
entendemos por vicio a un acto repetitivo, progresivo y
pernicioso que nos produce placer”, lo llevó a cometer
actos descabellados: como vender sus libros de Paul
Valéry, Honoré de Balzac, Ciro Alegría, Antón Chéjov e
incluso los propios. Durante su peor etapa en Francia,
cuando no tenía ni para comer, el escritor solía caminar
por las calles más transitadas con los ojos mirando al
piso, con la esperanza de encontrar una colilla que
pudiera fumar. La imagen que acompaña este texto
-tomada en La Punta, Callao- es el retrato de ese amor
destructivo que Julio Ramón mantuvo con el cigarro.
Destructivo desde nuestra perspectiva, pues el cuentista
creía todo lo contrario. Su dependencia era tal, que no
podía iniciar ninguna actividad sin un pitillo entre los
labios. “El fumar se había ido ya enhebrando con casi
todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando
preparaba un examen, sino cuando veía una película,
cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa,
cuando me paseaba por el malecón, cuando tenía un
problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así
recorridos por un tren de cigarrillos”. Pero fue en los años
70 cuando el escritor sufrió su primera crisis a
consecuencia del humo. Según él mismo cuenta, cada día
se sentía peor porque tosía con frecuencia, sufría de
acidez, fatiga, pérdida de apetito, mareos y padecía de
una úlcera estomacal. Todo esto le generó una
hemorragia. Lo internaron varios días. Cuando le dieron
de alta, los doctores le prohibieron el cigarro si quería
seguir viviendo. Pedido en vano: volvió a fumar ni bien dio
un paso fuera del hospital. El pucho y la escritura fueron
para Julio Ramón, dos actividades complementarias y
dependientes una de la otra. Muchos años después, Julio
Ramón volvió a recaer. Esta vez le detectaron cáncer al
esófago, fue operado y puesto a rehabilitación por un
largo período. Bajo una estricta vigilancia médica y de su
esposa Alida Cordero, el escritor no tuvo más chance que
dejar temporalmente el cigarro. “Al mes estaba tostado,
fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo,
pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado,
por momentos increíblemente triste”. Una vez recuperado
y fuera del hospital, no demoró mucho en encender un
pitillo. Su tórrido romance con el tabaco fue inmortalizado
en ‘Solo para fumadores’, uno de sus textos más
populares. Ya en sus últimos años, el ‘Flaco’ decidió dejar
Europa y radicar en Perú, en su departamento
barranquino con vista al mar. Ya estaba, más bien,
dedicado a compartir con sus amigos, salir a bailar, cantar
y pasar el tiempo con su único hijo, Julio Ramón, quien en
una entrevista reciente aseguró que si algo bueno tenía
que sacar de aquellos años, era que la enfermedad hizo
que pasara más tiempo con su padre. Su hijo inspiró un
texto hermoso en ‘Prosas apátridas’ que vale recordar:
“Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo.
En él, más que en espejos o almanaques, tomamos
conciencia de nuestro transcurrir y registramos los
síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el
que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos
empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en
nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos;
y el año que suma, el que se nos sustrae”. El 4 de
diciembre de 1994, dos meses después de haber ganado
el prestigioso Premio Iberoamericano Juan Rulfo, falleció.
Dicen, quienes lo vieron en su ataúd, que cargaba un
cigarro en un bolsillo. El flaco, nuevamente, se salió con la
suya. Apago el televisor.
Julio Ramón Ribeyro, su
madre y el cigarrillo
Nuestro columnista habla del escritor Julio Ramón Ribeyro y
algunas cosas poco conocidas de él.

14/05/2017 - 07:59h

Este Búho no puede dejar de saludar a las mamitas en su


día y quisiera hacerlo citando a nuestro mejor
cuentista, Julio Ramón Ribeyro, quien escribió que para
una madre o un padre, el calendario más veraz es su
propio hijo, porque “en él, más que en espejos o
almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y
registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente
que le sale es el que perdemos; el centímetro que
aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que
adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que
aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se
nos sustrae”. El ‘Flaco’ amó demasiado a su madre, quien
lo alentó y apoyó cuando decidió convertirse en escritor,
dejando de lado su profesión de abogado. Incluso, escribió
esta dedicatoria en su antología de cuentos ‘Mar afuera’:
“Mamá: ¿no te parece raro verme traducido al alemán?
París 1961”. Aunque se le había creado un aura fatalista,
el escritor fue un hombre que gustaba de nadar, cantar,
bailar y pelotear. El fútbol, se sabe, fue una de sus
grandes pasiones. Él mismo cuenta que cuando era
alumno del colegio Champagnat, era diestro con el balón.
“Mi juego era más de sutileza: yo hacía buenos pases a
los hombres que estaban bien colocados y, cuando estaba
cerca del arco, trataba de meter goles. Pero no tenía
mucho físico”. En ‘Atiguibas’, uno de sus más célebres
cuentos, el escritor plasma su amor por el fútbol y
específicamente por el club de sus amores, Universitario
de Deportes. Su viaje a Francia, muy joven, lo alejó de las
canchas de fútbol. Allá pasó sus días más difíciles y, lejos
del deporte, su vicio por el cigarrillo se desbordó al punto
que lo llevó a cometer actos descabellados, como vender
sus libros de Paul Valéry, Honoré de Balzac, Ciro Alegría,
Antón Chéjov y los propios, inclusive. Durante su peor
etapa en Francia, cuando no tenía ni para comer, el
escritor solía caminar por las calles más transitadas con
los ojos mirando al piso, con la esperanza de encontrar
una colilla que pudiera fumar. Pero él se excusaba así: “El
fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las
ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando
preparaba un examen, sino cuando veía una película,
cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa,
cuando me paseaba por el malecón, cuando tenía un
problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así,
recorridos por un tren de cigarrillos”. Pero fue en los años
70 cuando el escritor sufrió su primera crisis a
consecuencia del humo. Según él mismo cuenta, cada día
se sentía peor porque tosía con frecuencia, sufría de
acidez, fatiga, pérdida de apetito, mareos y padecía de
una úlcera estomacal. Todo esto le generó una
hemorragia. Lo internaron varios días. Cuando le dieron el
alta, los doctores le prohibieron el cigarro si quería seguir
viviendo. Pedido en vano: volvió a fumar ni bien dio un
paso fuera del hospital. El pucho y la escritura fueron para
Julio Ramón, dos actividades complementarias y
dependientes una de la otra. Muchos años después, Julio
Ramón volvió a recaer. Esta vez le detectaron cáncer al
esófago, fue operado y puesto a rehabilitación por un
largo periodo. Bajo una estricta vigilancia médica y la de
su esposa Alida Cordero, el escritor no tuvo más chance
que dejar temporalmente el cigarro. “Al mes estaba
tostado, fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en
el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado, por
momentos increíblemente triste”. Una vez recuperado y
fuera del hospital, no demoró mucho en encender un
pitillo. Su tórrido romance con el tabaco fue inmortalizado
en ‘Solo para fumadores’, uno de sus textos más
populares. Ya en sus últimos años, el ‘Flaco’ decidió dejar
Europa y radicar en Perú, en su departamento
barranquino con vista al mar. Ya estaba, más bien,
dedicado a compartir con sus amigos, salir a bailar y
disfrutaba de un amor afiebrado con Anita Chávez, pese a
estar casado con Alida Cordero, quien le dijo ‘ándate y sé
feliz’. Apago el televisor.
'Solo para fumadores': Julio Ramón
Ribeyro y los cigarrillos
'Solo para fumadores' es un cuento de Julio Ramón Ribeyro
en el que se confesó sobre su gran adicción.

03/08/2017 - 08:25h

En ‘Solo para fumadores’, nuestro gran cuentista Julio


Ramón Ribeyro –quien era un fumador empedernido-
relata sus experiencias en torno al tabaco y su
imposibilidad de liberarse del vicio que acabó con su vida.
El texto no solo nos permite internarnos en la historia
sino, también, nos estremece con las situaciones que
describe con gran detalle.

Al comienzo se lee de ‘Solo para fumadores’: “Sin


haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento
mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos”.

Y vemos desfilar los nombres de aquellas marcas que


pasaron por sus manos, esas que estaban de moda y
otras más baratas.

En otra parte Julio Ramón Ribeyro escribe: “Fumaba no


solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una
película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una
guapa, cuando me paseaba solo por el malecón, cuando
tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban
así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba
sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían
cada cual su propia significación y su propio valor”.

A través de la lectura, Julio Ramón Ribeyro también


cuenta todo lo que hizo para dejar de fumar: “(...) podría
decir, incluso, que fumar me era desagradable, pues me
dejaba amarga la boca, ardiente la garganta y ácido el
estómago”.

“Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir


su consumo y, eventualmente, suprimirlo. Escondía las
cajetillas en los lugares más inverosímiles, llenaba mi
escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano
algo que llevarme a la boca (...), adquirí boquillas
sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina, tragué
todo tipo de pastillas (...), me clavé agujas en las orejas
bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
Nada dio resultado” sentencia ‘Solo para fumadores’.
‘Ribeyro, la palabra
inmortal’
El Búho recibe con alegría el anuncio de la publicación de la
cuarta edición del libro ‘ Ribeyro, la palabra inmortal’.

03/06/2018 - 07:24h

Este Búho asiste contento al anuncio de la publicación de


la cuarta edición del libro ‘Ribeyro, la palabra inmortal’,
del periodista y literato Jorge Coaguila. El libro, un clásico
para todo aquel que quiera conocer a fondo a Julio Ramón
Ribeyro, constaba en anteriores versiones de las seis
extensas entrevistas que, en los últimos tres años de su
vida, le hiciera el periodista a uno de los escritores más
difíciles y escurridizos de abordar para la prensa nacional
y cultural del país.
En la flamante cuarta nueva edición (Revuelta Editores) se
incluyen además una entrevista a Alfredo Bryce
Echenique, su gran amigo, quien habla sobre su obra, y
también estudios del propio Coaguila sobre los cuentos
más representativos de Julio Ramón. Un bufé exquisito
para todos sus seguidores. Imagínense qué tan esquivo
era con la prensa, que no permitió que ningún periodista,
ni de diarios ni televisión, se le acerque en aquel año
1982 cuando llegó como toda una celebridad a Lima, a
raíz de una campaña de ‘Telelibros Pantel’ que lanzara a
nivel popular con spots en la tele su clásico ‘La palabra
del mudo’, y solo accedió a que lo entrevistara el inmenso
poeta Juan Gonzalo Rose, para ‘Caretas’, porque era su
amigo. Esa tarde le confesó a Juan Gonzalo: ‘No hablo
porque un escritor solo debe hablar si tiene algo nuevo
que decir. Por favor, publica la nota cuando ya me haya
ido del país, pues me daría vergüenza si me cruzo en la
calle con los periodistas a los que rechacé una entrevista’.
¿Por qué entonces aquel año 1991, el autor de ‘Solo para
fumadores’ iba a dejarse entrevistar por un estudiante
sanmarquino del Callao, como Jorge Coaguila?

Cuenta Coaguila que gracias a sus amigos de Letras de


San Marcos conoció al autor de ‘Los geniecillos
dominicales’. Uno de ellos era el indescriptible poeta Leo
Zelada, líder del grupo ‘Neón’. ‘No sé cómo Zelada había
conseguido la dirección del maestro’. El grupo de cinco
sanmarquinos, un poco aterrorizados, llegaron a tocar el
timbre del intercomunicador.
Contestó el escritor: ‘Señor Ribeyro, ¿cómo le va? Somos
estudiantes de San Marcos, quisiéramos tener el placer de
charlar unos minutos con usted. Sabemos que no le
gustan las preguntas, pero somos estudiosos de su obra’.
‘Miren, en estos momentos estoy muy ocupado, vuelvan
dentro de una hora y puede ser que los atienda’,
respondió. Los muchachos hicieron guardia en el parque.
(‘¡No vaya a ser que se nos escape!’, recuerda Jorge). Ese
primer encuentro marcaría a Coaguila. Como confesos
fanáticos de Ribeyro, los estudiantes lo ‘bombardearon’
con preguntas que extendieron el diálogo a dos horas. El
editor de Coaguila, Alonso Rabí, no creía en la entrevista,
pues no había llevado cámara. El muchacho llamó a
Ribeyro y pidió una segunda visita para unas fotos y este
accedió de mala gana.

Regresó con una fotógrafa, la guapa charapa Lily Saldaña,


quien fue una visión que relajó al escritor y Coaguila
aprovechó para hacerle nuevas preguntas. Al despedirse,
Julio Ramón hizo su clásica advertencia: ‘Publica la
entrevista cuando me vaya a Europa’. ‘El editor publicó mi
entrevista a cuatro páginas en una edición especial con
portada incluida’, evoca el periodista. ¡Había hablado el
mudo!

Al año siguiente, en 1992, se presenta en Lima el cuarto


volumen de ‘La palabra del mudo’. Coaguila estaba en
primera fila y conoció al hermano de Julio Ramón. ‘Todos
los domingos en la mañana -rememora- visitaba su casa
en la quinta Leuro, en Miraflores. No hay ningún otro
conocedor de la obra de Julio Ramón como su hermano.
Me mostró cartas personales, recortes periodísticos desde
que Julio Ramón comenzaba a escribir, hasta artículos que
escribió cuando ejerció el periodismo. Él me iluminaba en
mi conocimiento de la obra ribeyriana’. Pero ni el hermano
ni el periodista sabían que el escritor moría de cáncer
aceleradamente, pues nunca dejó de fumar pese a
advertencias médicas.

‘Le hice en esos tres años seis entrevistas, pero lo visité


muchas veces más, ya sin grabadora para no intimidarlo,
y así pudiera hablar con mayor franqueza’. Fuera de su
selecto grupo de fieles amigos con los que se iba a
montar bicicleta o navegar por el mar en esos últimos
días de su vida, los narradores Guillermo ‘Willy’ Niño de
Guzmán, Fernando Ampuero, el entrañable poeta Antonio
‘Toño’ Cisneros y Alonso Cueto, estaba el biógrafo Jorge
Coaguila. El mismo Ribeyro, tan poco afecto para
reconocer trabajos sobre su obra, afirmó que Coaguila ‘es
mi mayor crítico y mi biógrafo’. Jorge me alcanza el libro
‘Dichos de Luder’, la otra cara de la moneda de la
laureada ‘Prosas apátridas’ y tomo nota de un dicho
interesantísimo: ‘Le preguntan por qué se emborracha
esporádicamente en tabernas mal afamadas’. ‘Por
precaución’, dice Luder. ‘Sucede que a veces me
despierto con la vaga satisfacción de estar llegando a ser
una persona respetable’. Un libro imprescindible para
conocer aspectos totalmente desconocidos de uno de los
mejores cuentistas de habla hispana y que todavía no
tiene, lamentablemente, el reconocimiento que se
merece. Apago el televisor.
Los últimos días de Julio
Ramón Ribeyro
02/09/2018 - 07:48h

Este Búho es un
convencido de que Julio
Ramón Ribeyro y
Abraham
Valdelomar son los más
grandes cuentistas que
ha dado este país. El
narrador miraflorino, que
radicó varias décadas en
París pero que regresó al
Perú para vivir los
últimos días de su vida,
hubiera cumplido 89
años el 31 de agosto.

Su único hijo, Julio Ramón Ribeyro Cordero, estuvo en


Lima y, rompiendo con el perfil bajo que heredó de su
padre, decidió conceder entrevistas para revelar aspectos
poco conocidos del narrador como progenitor, pero
también sorprende que se expresara sobre los libros de su
padre con estas frases:

‘La gente no lo lee. A mí eso me desespera. Mi padre es


más conocido como imagen, como ícono de la literatura
peruana. Así como Janis Joplin, la gente adora al ícono,
pero no escuchan su música. La gente no lo compra o no
sabe que está ahí’.

Pero bueno, sea como sea, este episodio es un buen


pretexto para que este columnista aborde la figura de uno
de sus escritores peruanos preferidos. Es más,
cuando Ribeyro murió en 1994 después de una larga
lucha de veinte años con el cáncer, adquirido por culpa de
su sempiterna costumbre de fumar, en una decisión
sorpresiva decidió vivir sus últimos años en Lima solo, sin
su esposa ni su hijo, que se quedaron en Francia. Y
adquirió un departamento frente al mar en Barranco,
dedicándose a gozar de la vida con sus amigos de toda la
vida: Fernando Ampuero, Guillermo Niño de
Guzmán, Balo Sánchez León y Alonso Cueto, entre
otros.

Montaban bicicleta por el malecón, navegaban por el mar


y, si el cuerpo aguantaba, hasta hacía vida nocturna
yendo a salsódromos, al estadio y hasta tuvo una novia.
Tanto influyó en él esa etapa final de su vida, que el
último relato que escribió el maestro lo tituló ‘Surf’. Allí,
de manera autobiográfica, cuenta la historia de Bernardo,
un escritor que adquiere un departamento frente al mar
barranquino. En esos años, la ciudad vivía sumergida en
la violencia de grupos terroristas, pero el protagonista
prefería mirar con sus prismáticos la playa y los bañistas.
El viejo escritor,
entusiasmado por ese fervor
de los tablistas, decidió
desafiar el tiempo y
practicar el surf. A su edad
era hasta suicida y le daba
vergüenza mezclarse con los
jóvenes surfistas, así que un
amigo le prestó su casita de
playa en Punta Rocas y allí practicaba el surf en la noche,
cuando los delfines descansaban cerca de la orilla. Ese
último relato seguía teniendo el ADN ribeyriano, en la
lucha de Bernardo contra el fracaso, esa implacable
espada que siempre atravesaba a todos los personajes de
su vasta producción.

En ese cuento terminado el 26 de julio de 1994, a pocos


meses de su deceso, ocurrido el 4 de diciembre del mismo
año, Bernardo -‘alter ego’ de Julio Ramón- al final del
relato y después de tanto batallar, por fin logra encontrar
la ola perfecta que había buscado con tanta
desesperación. Esta le dice: ‘Cógeme, yo soy la que
esperabas, conmigo podrás realizar tus sueños’. El cuento
terminaba con el protagonista conducido por esa ola a los
arrecifes, hacia la eternidad.

Definitivamente, un narración que puso colofón a su vida,


una existencia que injustamente no tuvo el brillo de las
luces de neón y las fanfarrias de muchos de sus
compañeros de generación, como Mario Vargas
Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Gabriel García
Márquez, bendecidos con el ‘boom’ de la literatura
latinoamericana. Sin embargo, Julio Ramón siempre
contó con una legión de seguidores a los que encandilaba
con esos personajes alucinantes, que transitaban en
chifladuras de pensar que podían mutar sus opacas
existencias a las de un hombre triunfador. Sus historias
estaban pobladas de fracasados, arribistas, perdedores
crónicos, personajes ridículos, que causaban hilaridad y
carcajadas, como también conmiseración.

El escritor no se hacía problemas para definir su filosofía.


‘La vida la concibo como algo completamente irracional,
imprevisible, donde no hay lógica ni dirección u objetivos
determinados, al menos no perceptibles para los
humanos’.
Este columnista no podrá olvidar el momento en que leyó
por primera vez los cuentos reunidos en ‘La palabra del
mudo’. Cuando cayó en mis manos su
inclasificable ‘Prosas apátridas’ (1975), la devoraba de
cachimbo en el Patio de Letras sanmarquino a inicios de
los ochenta, y eran, como dice el autor, textos ‘sin patria
literaria... ningún género quiso hacerse cargo de ellos...
fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de
un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados
y librarse de la soledad’. Apago el televisor.

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