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“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 a
Timoteo 2, 4)
Desde el origen, Dios se da a conocer: Esta revelación no fue interrumpida por el pecado
de nuestros primeros padres. Dios, en efecto, "después de su caída alentó en ellos la
esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del
género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la
perseverancia en las buenas obras" (DV 3). La alianza con Noé: La Alianza con Noé
después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la Economía divina con las
"naciones", es decir con los hombres agrupados "según sus países, cada uno según su
lengua, y según sus clanes" (Gn 10,5; cf. 10,20-31). La alianza con Noé permanece en
vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21,24), hasta la proclamación
universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las "naciones", como
"Abel el justo", el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14,18), figura de Cristo (cf. Hb 7,3), o
los justos "Noé, Daniel y Job" (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura
de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que
Cristo "reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn 11,52). Dios elige a
Abraham: Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo "fuera
de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él "Abraham", es decir, "el
padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5): "En ti serán benditas todas las naciones de la
tierra" (Gn 12,3 LXX; cf. Ga 3,8). Dios forma a su pueblo Israel: Después de la etapa de
los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de
Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que
lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez
justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3). Por los profetas, Dios forma a
su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna
destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr
31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la
purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las
naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So
2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Dios ha dicho todo en su Verbo: "De una manera
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fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de
los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2).
En Cristo culmina la revelación: . Después que Dios habló muchas veces y de muchas
maneras por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo". Pues envió a
su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre
ellos y les manifestara los secretos de Dios; Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne,
"hombre enviado, a los hombres", "habla palabras de Dios" y lleva a cabo la obra de la
salvación que el Padre le confió.
La revelación hay que recibirla con fe: Cuando Dios revela hay que prestarle "la
obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando "a
Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo
voluntariamente a la revelación hecha por El.
Las verdades reveladas: Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí mismo
y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, "para
comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia
humana".
Los Apóstoles y sus sucesores, heraldos del Evangelio: Dispuso Dios benignamente que
todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para
siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones. Por ello Cristo Señor, en quien
se consuma la revelación total del Dios sumo, mandó a los Apóstoles que predicaran a
todos los hombres el Evangelio, comunicándoles los dones divinos. Más para que el
Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron
como sucesores suyos a los Obispos, "entregándoles su propio cargo del magisterio". Por
consiguiente, esta sagrada tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como
un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe,
hasta que le sea concedido el verbo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn., 3,2).
La Sagrada Tradición: Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia
con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas
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y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las
meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas
espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el
carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende
constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras
de Dios.
Mutua relación entre la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura: Así, pues, la Sagrada
Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque
surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo
fin. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo
la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los
sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el
Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la
expongan y la difundan con su predicación; de donde se sigue que la Iglesia no deriva
solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. La
Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la
palabra de Dios, confiado a la Iglesia; fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con
sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera constantemente en
la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 8,42), de suerte que prelados y fieles colaboran
estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida. Pero el
oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido
confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre
de Jesucristo.
Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a "los
géneros literarios". Puesto que la verdad se propone y se expresa de maneras diversas en los
textos de diverso género: histórico, profético, poético o en otros géneros literarios.
Conviene, además, que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar y expresó el
hagiógrafo en cada circunstancia según la condición de su tiempo y de su cultura, según los
géneros literarios usados en su época. Pues para entender rectamente lo que el autor
sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas
nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo,
como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres.
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6. LA TRADICIÓN: OBJETO Y SUJETO, CRITERIOS PARA DISCERNIR LA
TRADICIÓN APOSTÓLICA:
«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara
por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones» (DV 7).
«Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles
nombraron como sucesores a los obispos, "dejándoles su cargo en el magisterio"» (DV 7).
En efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados,
se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8). Esta
transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo, es llamada la Tradición en cuanto
distinta de la sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, "la Iglesia con
su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que
cree" (DV 8). "Las palabras de los santos Padres atestiguan la presencia viva de esta
Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora"
(DV 8).
"La sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu
Santo". "La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu
Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por
el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su
predicación". De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la
interpretación de la Revelación "no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo
lo revelado. Y así las dos se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción"
(DV 9).
La Tradición de que hablamos aquí es la que viene de los apóstoles y transmite lo que éstos
recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu
Santo. En efecto, la primera generación de cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento
escrito, y el Nuevo Testamento mismo atestigua el proceso de la Tradición viva. Es preciso
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distinguir de ella las "tradiciones" teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales
nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas constituyen formas
particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares
y a las diversas épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquéllas pueden ser mantenidas,
modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.
Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus Apóstoles: "El que a vosotros escucha a
mí me escucha" (Lc 10,16; cf. LG 20), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices
que sus pastores les dan de diferentes formas.
1- Ha sido solemnemente definida como tal por el Magisterio de la iglesia. Esto puede
ocurrir en un Concilio Ecuménico o por un pronunciamiento ex cathedra del Papa.
(Ejemplo: La Inmaculada Concepción de María)
2- Ha sido enseñada como tal por la Tradición invariable de la Iglesia y no requiere ser
proclamada dogmáticamente. (Ejemplo: La condena al aborto)
Negar algún dogma significa negar la misma fe, pues supone negar la autoridad de Dios,
que lo ha revelado.
El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo cuando define
dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo cristiano a una
adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la Revelación divina o también cuando
propone de manera definitiva verdades que tienen con ellas un vínculo necesario. Existe un
vínculo orgánico entre nuestra vida espiritual y los dogmas. Los dogmas son luces que
iluminan el camino de nuestra fe y lo hacen seguro. De modo inverso, si nuestra vida es
recta, nuestra inteligencia y nuestro corazón estarán abiertos para acoger la luz de los
dogmas de la fe (cf. Jn 8,31-32). Los vínculos mutuos y la coherencia de los dogmas
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pueden ser hallados en el conjunto de la Revelación del Misterio de Cristo (cf. Concilio
Vaticano I: DS 3016: "mysteriorum nexus "; LG 25). «Conviene recordar que existe un
orden o "jerarquía" de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su
conexión con el fundamento de la fe cristiana" (UR 11).
«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado
contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia
naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a
servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no
coaccionados [...] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto,
Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la
verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino [...]
crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH
11).
La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se
eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el
deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y
amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27
[26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan
cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer
verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a
la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y
comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
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Síntesis de revelación y fe. Juan Guillermo Ramírez