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y
2 Alejandro Rússovich
3

Palabras
encontradas
Alejandro Rússovich
4 Alejandro Rússovich
5

Palabras encontradas...
6 Alejandro Rússovich
7

…para los amigos y los alumnos que he co-


nocido en las Universidades Nacionales de
Buenos Aires, de Lomas de Zamora, de Mar del
Plata y del Centro de la Prov. de Bs. As. (Ola-
varría), y en la Escuela Prilidiano Pueyrredón,
que, con sus preguntas y comentarios, me ayu-
daron a pensar.

A. R.
8 Alejandro Rússovich
9

Por descubrirnos la relación escondida en


múltiples enlaces

Por la precisión en el análisis de la engañosa


certeza del aquí y del ahora

Por llevarnos a “pensar sobre el pensar”

Por develarnos el trabajo de lo negativo y su


acción transformadora

Por presentarnos el despliegue de la Volun-


tad de Vivir en la vida entera

Por guiarnos hacia la alegría, que “aumenta


la potencia de obrar”

Por mostrarnos cómo el fetichismo está tam-


bién en las palabras

Por compartir “fragmentos de una gran con-


fesión”

Por inolvidables tardes de lectura gozosa

Quiero “decir mi sentimiento”:

- Gracias, Alejandro, mi compañero,


mi maestro.
(Rosa María)

- Gracias, Alejandro, mi maestro.


(Kikí Elorza)
10 Alejandro Rússovich
11

CLASE INAUGURAL DE FILOSOFÍA EN EL CBC1

En esta primera lección, debo rendir un examen. Voy a ren-


dir ante ustedes un examen haciendo ciertas preguntas, que co-
menzaré formulando yo mismo, pero que después ustedes
también me formularán. La pregunta que cae por su propio peso
es ¿qué es la filosofía?, ¿en qué consiste?, ¿cuál es su concepto?
Lo que primero se me ocurre es responder por medio de un
rodeo. En lugar de dar una definición de la filosofía, preferiría
trazar una especie de visión histórica de la filosofía.
Vamos a trabajar, durante este cuatrimestre, con dos textos.
Estos textos, naturalmente, serán pretextos para filosofar. Vamos
a leer interpretando, vamos a leer de manera ingenua, como si
nunca hubiéramos tomado en manos un texto de filosofía.
Vamos a leer El Banquete, de Platón, así como podríamos leer
algún libro del Antiguo Testamento o la Ilíada de Homero, libros
fundadores de una historia que nos concierne. Estamos consti-
tuidos, mal o bien, por una especie de tradición. Hablamos una
lengua que, en su origen, es una corrupción del latín. De los ro-
manos procede gran parte de lo que constituye lo que podríamos
llamar nuestra concepción del mundo y de la vida. De ellos he-
redamos el Derecho Romano, el establecimiento de una socie-
dad civil, leyes para constituir la sociedad política. También el
Antiguo Testamento, porque ésta es otra de las raíces de nuestra
concepción del mundo y de la vida, el judeo-cristianismo.
1
Dictada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el 29/03/1996.
(N. del E.)
12 Alejandro Rússovich

La segunda parte del cuatrimestre vamos a tomar otro texto:


la La Genealogía de la Moral, de Nietzsche, que justamente nos
va a colocar frente a un problema central de la modernidad, del
mundo contemporáneo: la crítica, el pensamiento crítico. Nietzs-
che fue un crítico implacable del cristianismo. El pensamiento
crítico es uno de los objetivos, diría el objetivo central de la uni-
versidad. Todo cuanto existe puede y debe ser criticado. “Criti-
car” es una palabra que viene del griego krínein, que significa
“colar”. Vale decir, la crítica es una “colada”. ¿Qué hacemos al
colar? Separamos un todo unitario al menos en dos partes. Me-
diante la interposición de un instrumento crítico, de un criterio,
vale decir, de un colador, separamos el grano de la paja. Separa-
mos el té en hojitas y el líquido; el criterio consiste en que, en el
caso del té, nos quedamos con el líquido, y en el caso de los fi-
deos, nos quedamos con lo que queda contenido en el colador.
En todo caso, hay una elección, una decisión de destruir, de rom-
per lo que está unido y constituye un todo. La llamada “crítica
constructiva” es una contradicción en los términos: toda crítica
comienza por destruir, destruir para construir.
Siguiendo con la respuesta a la primera pregunta, ¿qué es la
filosofía?, intentaremos remontarnos al origen de la filosofía al
efecto de usar todos los conceptos centrales de la obra y el pen-
samiento de Nietzsche. El libro que vamos a leer se llama la La
Genealogía de la Moral. Parafraseando a Nietzsche, vamos a
hacer un árbol genealógico de la filosofía, Así como, en las so-
ciedades donde existe algo así como una aristocracia, sus miem-
bros se preocupan de establecer su árbol genealógico, nosotros,
como aprendices de filósofos, recurrimos entonces a un árbol
genealógico de la filosofía.
En forma más o menos arbitraria, porque sí –así como res-
ponden los padres a los hijos cuando no saben qué contestar-
les– quiero empezar por Grecia. Yo veo que la filosofía comienza
en Grecia. Su nombre es griego y significa “amor a la sabiduría”:
“filo” significa “amor”, “atracción”, aun “seducción”. Vamos a
ver, en el diálogo de Platón, todos los problemas del erotismo.
El problema del amor como tal es problema estrictamente filo-
sófico. Sofía es la sabiduría, pero no la sabiduría de los libros, no
la sabiduría de la erudición. El sofós era aquél que sabía hacer
algo con las manos. Cuenta un autor antiguo que se encontró
un día con un chico, un campesino, que llevaba un enorme
Clase inaugural de Filosofía en el CBC 13

atado de leña sobre los hombros. Parecía verdaderamente pro-


digioso el modo como había logrado convertir en algo transpor-
table una enorme cantidad de leña. Entonces, el maestro lo
llamó, y le dijo: “Dejá en el suelo el atado, deshacelo. A ver, vol-
velo a hacer”. El chico lo desató y volvió a hacerlo como la cosa
más natural. A partir de ese día, se convirtió en un discípulo del
maestro y fue un destacado filósofo. Es el amor al hacer, el amor
a la acción productiva, lo que constituye propiamente la filoso-
fía. Aparentemente, el nombre implica una cierta contradicción,
o, por lo menos, la pone en evidencia: el amor a la sabiduría es
la carencia de sabiduría. Éste es un tema que vamos a encontrar
en el texto platónico. Comprobaremos la importancia decisiva
de la conciencia de la carencia, lo único que puede determinar
el deseo de llenar lo vacío, el hambre de saber.
Así, entonces, en el origen están los griegos. Y de la misma
manera arbitraria con que establecemos que la filosofía nace
en Grecia, la hacemos nacer en Grecia, de la misma manera
empezaremos con Parménides, Parménides de Elea, una colo-
nia griega de Sicilia. Parménides es una figura emblemática del
comienzo de la filosofía. Comienza, no con un tratado filosó-
fico, sino con un poema escrito en versos griegos. La filosofía
nace estrechamente vinculada al arte, a la belleza, a la poesía,
a la lógica, a las matemáticas, todo lo que constituía el régi-
men, diríamos, de un estudiante griego del siglo IV o V a. C.
Parménides escribe un poema que se llama Sobre la natura-
leza2, y lo singular de ese poema es que la forma literaria encu-
bre un vertiginoso pensamiento abstracto, algo que, bien
mirado, produce un cierto vértigo. La afirmación tajante, ab-
soluta, de la unicidad del ser. Más aún, algo todavía más ex-
traño, la identidad del ser y del pensar, del ser y del hablar,
porque pensar y hablar, para los griegos, eran una y la misma
cosa. Pero Parménides nos dice que todo cuanto es, es decir,
todas las cosas de esta infinita multiplicidad, de este universo,
de este firmamento que se extiende sobre nuestras cabezas,
todo cuanto es, participa del ser. Por lo tanto, no hay no-ser.
El ser de Parménides debe ser pensado como una esfera inmó-
vil para que tengamos una imagen total del concepto, pero es

2
El título (peri physios) fue colocado posteriormente, en la época helenística.
(N. del E.)
14 Alejandro Rússovich

una esfera inmóvil, infinita, en donde al mismo tiempo se ab-


sorbe la infinitud del tiempo y del espacio. El todo absoluto es,
al mismo tiempo, el pensar.
Podríamos decir: “Bueno, esto se puede comprender, en cierta
medida, porque es evidente que el pensamiento piensa el ser”.
Lo que pensamos es o no es, pero el pensamiento es, y el pensa-
miento sabe que es. Quizá no sepa qué es, pero sí sabe que es.
Aquí se abre una primera distinción. La primera división es
ese concepto unitario de Parménides. Pensar, hablar… era para
los griegos lo mismo, y por lo tanto vamos a recurrir a nuestro
lenguaje, al castellano, lo que pensamos en castellano, porque
no pensamos en griego. En castellano, hay dos verbos; el “ser”
y el “estar”. El estar es distinto del ser. El estar es transitorio, el
ser es permanente. Si estoy resfriado, eso va a pasar, pero soy
argentino, y eso es una condición permanente. Y ese estar es
nada menos que existir. No todo lo que es, existe. La única cosa
que, además de ser, existe, es “yo”, que sé que existo. El ser que
sabe de sí mismo como algo que existe es el hombre.
El problema de la filosofía, la otra gran pregunta de la filo-
sofía, la otra gran pregunta que hubieran podido formularme
ustedes es no solamente ¿qué es la filosofía?, sino ¿qué es el
hombre? Vamos a ver, entonces, que esta segunda pregunta, la
pregunta por el hombre, la pregunta antropológica, es la que
va a caracterizar una de las ramas de ese árbol genealógico.
Aquí aparecen otros dos grandes filósofos: Heráclito de
Éfeso y Demócrito de Abdera. Fíjense ustedes que estoy ha-
blando de pensadores que, en la mayoría de los casos, han lle-
gado hasta nosotros no por sus propios escritos sino a través de
citas de otros autores posteriores, de manera que estos pensa-
mientos nucleares del comienzo de la filosofía son breves, se
enuncian con pocas palabras: el ser es y el no-ser no es; el pensa-
miento y el ser son una y la misma cosa.
Heráclito nos dice: todo cuanto es, el infinito universo in-
móvil de Parménides, no es otra cosa que un no-ser que es. En
el pensamiento de Heráclito se identifican el no-ser y el ser,
porque el pensamiento de Heráclito es el devenir, el acontecer,
el flujo, el movimiento continuo, incesante: de todo cuanto
existe, nada está quieto. Todo está, al mismo tiempo, en un es-
tado de dejar de ser y comenzar a ser. El movimiento, negado
por Parménides, se introduce, con Heráclito, en la filosofía.
Clase inaugural de Filosofía en el CBC 15

Decir que se introduce el movimiento es lo mismo que decir


que se introduce nada menos que el tiempo. Otra crítica pre-
gunta filosófica, de las que no tienen respuesta. Las buenas, las
auténticas preguntas filosóficas son las que, por definición, por
naturaleza, son imposibles de contestar. La pregunta que surge
a partir del pensamiento de Heráclito, que introduce el cambio
incesante (“no te bañas dos veces en el mismo río”3) no es ¿qué
es la filosofía? ni ¿qué es el hombre? sino ¿qué es el tiempo? La
pregunta por el tiempo empieza a formularse en forma explícita
en un texto filosófico fundamental: las Confesiones de San
Agustín, obispo de Hipona, aproximadamente en el siglo IV d.
C. San Agustín pregunta. ¿A quién le va a preguntar? Al autor
del tiempo. Yo no soy el autor del tiempo, el tiempo me cons-
tituye, yo no lo inventé, alguien lo produjo. Para San Agustín
era Dios. Entonces, dialoga con lo que podríamos llamar el in-
terlocutor adecuado: Dios. ¿Qué es el tiempo? ¿Hubo tiempo
antes de que empezara el tiempo? ¿Hasta dónde y hasta cuándo
habrá tiempo? Los contemporáneos se rompen la cabeza con
este problema. Parece que el tiempo empezó con el universo.
San Agustín formula no una respuesta sino un comentario:
“¿Qué es el tiempo? cuando no me lo preguntan lo sé, y cuando
me lo preguntan, no lo sé”4. Así de simple. Pero claro que la
pregunta por el tiempo ya está profundamente penetrada por
la pregunta antropológica. Son Husserl y, finalmente, Heideg-
ger, más cerca nuestro, quienes se ocuparon en profundidad de
esta cuestión del tiempo, indisolublemente unida a la cuestión
antropológica. Porque de la misma manera en que todo lo que
es, existe, todo lo que es está en el tiempo. El que está en el
tiempo soy yo, que sabe que se va a morir. Parménides me habla
a la cabeza, Heráclito me habla al corazón, me arroja a la con-
templación vertiginosa del acontecer, al terrible sentimiento de
la irreversibilidad. Se hace consciente, en la madurez, la belleza
de la juventud perdida.
El otro filósofo, Demócrito de Abdera, pensó también algo
admirado como profundamente original. Todo cuanto es, está
compuesto en partes, pero ¿hasta dónde es posible dividir las par-

3
Cita aproximada del fragmento 12 en la numeración de Diels-Kranz.
(N. del E.)
4
Cita aproximada de Confesiones, XI 14. (N. del E.)
16 Alejandro Rússovich

tes en que se compone un todo? La divisibilidad, ¿puede llegar


al infinito? Esto es lo que proponía Parménides, y Demócrito con-
sidera que es preciso poner un límite a la infinitud de la divisibi-
lidad. Tiene que haber un elemento último, algo, una especie de
ladrillo primordial del cual están compuestas todas las cosas. A
ese ladrillo lo llamó “átomo”. Conocemos bien la historia del
átomo. Empezó como un pensamiento puramente especulativo,
algo que nada tenía que ver con la experiencia pero, al cabo del
tiempo, el átomo se constituyó en una realidad de la investiga-
ción científica. Se produjeron modelos de átomo. El átomo que,
por naturaleza, por definición (la palabra átomos significa “indi-
visible”), no puede dividirse, no puede romperse, finalmente, el
átomo se rompe, desaparece como lo que era, como una unidad
última provisoria, porque después aparecen el núcleo, el elec-
trón… El núcleo, a su vez, está compuesto de partes. El electrón
es un concepto, un concepto que nos da cuenta de los efectos
visibles en la química y en la física. Quiero decir con esto que,
genealógicamente, debemos establecer, como precedente de la
ciencia contemporánea, el pensamiento de Demócrito.
Hay, en este comienzo de la filosofía, una división, pero
todas las divisiones, lo repito, son arbitrarias. Hablamos de
Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna, Edad Contempo-
ránea. Los que vivían en la Edad Media no sabían que vivían
en la Edad Media. De la misma manera, en filosofía hablamos
de “presocráticos”, entre los cuales incluimos a Parménides,
Heráclito, Demócrito y otros más que no voy a mencionar para
no complicar tanto la ensalada (una buena ensalada no tiene
que tener demasiados componentes).
Siguiendo a los presocráticos, aparece Sócrates. Es una es-
pecie de punto de inflexión. De los presocráticos arranca la fi-
gura de Sócrates. Sócrates, que se desentiende de los problemas
de sus antecesores. Sócrates, a quien no le interesa para nada
qué es el ser, qué es el no ser, qué es la existencia… lo único
que le interesa es qué es el hombre, la pregunta antropológica.
Todos sabemos, gracias a nuestro Presidente de la Nación, que
Sócrates no escribió nada5. En realidad, a quien tendríamos que
poner en lugar de Sócrates es a Platón. Extraordinaria circuns-

5
Alusión a la famosa frase de Menem, por entonces presidente: “mi libro de
cabecera son las obras completas de Sócrates”. (N. del E.)
Clase inaugural de Filosofía en el CBC 17

tancia, felicísima circunstancia en la historia de la filosofía: el


maestro sobrevive únicamente en la obra de su discípulo, un
discípulo enamorado del maestro. Enamorado en el sentido es-
tricto, caliente con el maestro. Y sin embargo, constituye un
ensamble particular. Nos hace asistir al espectáculo de cómo
un pensamiento produce, excita, otro pensamiento. Es absolu-
tamente difícil, y yo diría superfluo, discernir, en la obra de Pla-
tón, qué es lo que realmente dijo Sócrates y qué es lo que en
realidad le hace decir Platón. No interesa. No nos interesa qué
es lo que realmente dijo Jesús de Nazareth, sino que lo que
cuenta son los escritos que subsisten, de lo que dijo, en una
forma más regular, más “académica”, podríamos decir.
La palabra “academia” es el nombre que dio Platón a su es-
cuela, pero podríamos decir que el primer académico fue el dis-
cípulo de Platón, Aristóteles, el codificador de la filosofía, el
fundador de la filosofía como ciencia universal: física, zoología,
historia, sobre todo un invento particular de Aristóteles, algo
imperecedero: la lógica, y también nada menos que la metafí-
sica –dos elementos fundamentales de toda filosofía–. La lógica,
vale decir, el examen de las operaciones que cumple la mente
al pensar, y la metafísica, que no es otra cosa sino lo que hacían,
precisamente, los predecesores de Sócrates, lo que el gran filó-
sofo Kant llegó a establecer como imposible. La imposibilidad
de la metafísica es la imposibilidad de ir más allá de la expe-
riencia, más allá de lo que me conste, pues no puedo abarcar la
totalidad del tiempo y, por lo tanto, nada puedo decir al res-
pecto. El tiempo será, para Kant, no algo que esté fuera de nos-
otros sino, precisamente, algo que nos constituye.
Schopenhauer, sucesor de Kant, dijo una vez: “Antes de Kant,
estábamos en el tiempo. Después de Kant, el tiempo está en
nosotros”6.
Vemos, ya, cinco puntos de referencia, cinco iniciadores, des-
pués vendrán los sucesores. Los sucesores, que se van a carac-
terizar por algo que definía muy bien el gran poeta alemán
Goethe: “Todos somos una de dos, o platónicos o aristotélicos”,
hasta el punto de que en el resto de los filósofos que siguen hasta
nuestros días, se puede hablar de una cierta adscripción a la co-
rriente platónica y, en otros casos, una adscripción a la corriente
6
En Fragmentos para la Historia de la Filosofía. (N. del E.)
18 Alejandro Rússovich

aristotélica. En el diálogo que vamos a leer, se trata especial-


mente de uno de los problemas que constituyen el repertorio
del pensamiento platónico. Nada más que del eros, del amor.
Pero también Platón es el autor de la doctrina de las Ideas,
modelos eternos de todo cuanto existe. Todo cuanto existe no
es sino una reproducción imperfecta de esos modelos inmuta-
bles. En verdad, las llamadas ideas platónicas están contenidas,
en germen, en lo que constituye otro de los rasgos del pensa-
miento socrático.
Las ideas platónicas tienen las características del ser de Par-
ménides. Hay un diálogo de Platón que se llama, justamente,
Parménides, en donde aparecen Sócrates, jovencito, Parméni-
des, ya anciano, junto con un discípulo célebre de Parménides,
Zenón de Elea, el autor de esas célebres aporías o paradojas ló-
gicas tan célebres: Aquiles, que no alcanza a la tortuga, la flecha
inmóvil, para demostrar que no existe el movimiento. Ese diá-
logo de Platón es uno de los más ricos, pero su temática es de-
masiado compleja. Platón escribe siempre con claridad, pero
prefiero tomar El Banquete porque es un diálogo filosófico que,
al mismo tiempo, es una obra maestra literaria, construida en
forma dramática. Hay elementos de intensidad, puntos culmi-
nantes, y una galería de personajes, cada uno de los cuales,
como en una novela, refleja una personalidad inconfundible,
en parte personajes históricos de la época de Platón y en parte
personajes imaginarios. Este diálogo de Platón se puede repre-
sentar como una obra de teatro.
En general, también tenemos que atribuir a Platón –por lo
menos hacer arrancar de Platón– ese concepto tan mentado y
difundido en la modernidad, el concepto de la dialéctica, que
proviene, justamente, de “diálogo”. Hay posiciones fuertes, con-
tradicciones. La contradicción es el concepto que, a partir de
Hegel, constituye el núcleo de la dialéctica. La contradicción,
la fecundidad de lo contradictorio: si no hay contradicción, no
hay nada. La contradicción es productiva. Platón nos muestra,
en el desarrollo del texto, cómo a partir de la contradicción se
va a dinamizar el concepto. Otro de los títulos que podemos
otorgar a Sócrates es el de “inventor del concepto”. El concepto
es la definición de lo que una cosa es. Más tarde, Aristóteles
nos va a dar la fórmula de la definición: la definición se hace
según el género próximo y la diferencia específica. Un género
Clase inaugural de Filosofía en el CBC 19

próximo, el más abarcativo: “animal”; una diferencia específica,


que lo distingue de todos los animales: “racional”. Como ejem-
plo de definición, recurro a la definición del hombre, una defi-
nición lógica, abstracta. Esa definición debe convenir a un
número indeterminado de hombres, de seres humanos. Las di-
ferencias específicas entre los seres humanos son de tal natu-
raleza que tendríamos que inventar, o, por lo menos, tratar de
inventar una definición para cada uno de nosotros. Somos igua-
les, nuestra igualdad, la igualdad humana, la que se proclamó
en la Revolución Francesa, consiste en que todos somos abso-
lutamente distintos unos de otros. Somos iguales porque somos
desiguales. La desigualdad es la que determina las jerarquías
humanas, no la mera desigualdad económica sino la más
honda, la espiritual.

–¿Eso no lo dijo Nietzsche?

–Sí, son conceptos nietzscheanos. Nada de lo que digo es ori-


ginal. Como estábamos viendo recién, las ideas, las concepcio-
nes del mundo son múltiples, prácticamente todo está dicho, no
hay nada nuevo bajo el sol. No hay ideas nuevas en sentido es-
tricto. Kant decía que el trabajo del filósofo no era el de producir
ideas, como si fuera una gallina que pone huevos, no, el filósofo
–decía Kant– es el administrador de las ideas, el que las pone
en orden, el que las distribuye y hace que las ideas puedan ser
consumidas, de modo equitativo, por el mayor número posible
de usuarios, y esto es, en buena medida, lo que hago. Tomo un
concepto de Nietzsche, el otro de Platón, nos manejamos con
referencias, con ideas que no hemos producido nosotros mismos
pero que sí podemos combinar. Aquí hay lo que podríamos lla-
mar un auténtico juego. El juego se compone de dos elementos:
ideas y reglas, reglas que no se pueden transgredir, porque si se
transgreden no se puede jugar. Si en el ajedrez, por ejemplo, un
peón empieza a moverse como un caballo, y la reina como el
alfil, no se puede jugar. En este caso, jugamos con las ideas. La
regla es que las ideas están ahí, como las piezas del ajedrez, como
las palabras y, en realidad, nuestra tarea consiste, fundamental-
mente, en la combinación, en la astucia con que podemos poner
en relación unas ideas con otras. En ese sentido, el pensamiento
también puede definirse como un juego con las ideas, un juego
20 Alejandro Rússovich

donde se puede ganar o perder, un juego que nos puede llevar a


la verdad o al error, un juego peligroso porque hay ideas que
pueden producir circunstancias atroces, como la idea de la su-
perioridad de una raza, que produjo el Holocausto de la Segunda
Guerra Mundial, o como la idea de una especie de mítico ser
nacional, occidental y cristiano, que llevó al golpe militar que
acabamos de conmemorar en estos días, culpable de la dictadura
más atroz que haya sufrido nuestro país. Juegos peligrosos, y en
la medida en que lo son, también juegos estimulantes, porque
no es muy interesante el juego en que no importa ganar o perder.
En este juego con las ideas filosóficas queremos ganar madurez
y desarrollar nuestra inteligencia.
21

I1

Advertir que cualquiera puede pensar, que está en nosotros


el ejercicio de la crítica, que no hay mucho que adquirir y for-
marse “antes de”. Si no, siempre está latente la posibilidad de
posponer. En realidad, nada nos impide acercarnos a un texto
como los producidos por Platón, por Schopenhauer, por Nietzs-
che, por Spinoza. Algunas dificultades que se producen por falta
de información las puede suplir el profesor o alguna otra lectura,
pero en realidad los textos fundantes del pensamiento están allí.
No se requiere una especie de información erudita sino pensar,
dialogar, establecer relaciones conceptuales y al mismo tiempo
personales, porque nunca el pensamiento está separado del ser
humano, de la persona, de la personalidad.

1
Los fragmentos que aparecen con esta numeración provienen de la entre-
vista que a Alejandro le hizo Nicolás Terranova para El Árbol de Arena. Re-
vista literaria de Cariló, nº 4, enero de 2000. (N. del E.)
22 Alejandro Rússovich
23

NOTAS SOBRE LA ESPECULACIÓN


Y LA LITERATURA1

“Wie hast du´s denn so weit gebracht?


Sie sagen, du habest es gut vollbracht.”
“Mein Kind, ich habe es Klug gemacht:
Ich habe nie über das Denken gedacht.”

(“Y cómo lo has logrado? Dicen que lo has logrado bien.”


“Hijo mío, procedí con cordura: nunca pensé sobre el pensar.”)

Goethe, Fausto

Estas palabras del viejo Goethe, que Simmel recoge para


mostrar la espontaneidad con que el poeta daba forma a su
visión del mundo, encierran sin embargo una contradicción
velada. Porque nadie antes que Goethe parece haber refle-
xionado tan hondamente sobre los problemas universales de
la filosofía para darles, a través del arte, una configuración
intuitiva y plástica. Con voracidad juvenil absorbió los áridos
esquemas del sistema de Spinoza, que hicieron nacer en su
espíritu la Naturaleza-Dios, tan bien avenida con su propio
impulso poético que lo llevaba a insuflar vida, significación y
movimiento a todas las cosas con que tropezaba su fantasía.
Es cierto que no le preocupó mayormente el problema del co-
nocimiento –y a ello alude lo de “nunca pensé sobre el pensar”.

1
Original mecanografiado con fecha marzo de 1952. (N. del E.)
24 Alejandro Rússovich

La verdad es que si no le importaba, era porque ya lo había


resuelto de antemano. Su actitud de inmersión en el gran
Todo de la Naturaleza que era a la vez un identificarse con
todas las cosas disolviendo, en cierto modo, su propia iden-
tidad individual, le permitía borrar la distancia entre el que
conoce y lo conocido, entre el sujeto y el objeto, los dos tér-
minos del problema del conocimiento. Pero, con respecto a
la elaboración poética, no es menos cierto que le preocupaba
profundamente la relación entre el impulso plasmador y los
principios universales que con él se proponía encarnar.
A partir de Goethe, esta cuestión ha tenido en vilo la me-
ditación de los grandes escritores alemanes y ha impreso un
sesgo peculiar a la crítica literaria. El examen estilístico y la
atención a lo formal deben contemplar, cuando se trata de
la literatura alemana, la problemática que en cada caso
orienta la elaboración artística. En esta dirección se mueven
también las reflexiones de Schiller, y la Estética recibe desde
entonces el derecho a figurar con pie de igualdad entre las
disciplinas filosóficas.
Con todo, la valoración de la obra de arte se funda, en
última instancia, en los valores de orden estético, por más
que esta palabra haya obtenido ciudadanía metafísica al con-
tacto con las especulaciones del idealismo alemán. En el
fondo, el hecho de que una obra traduzca esta o aquella de-
terminada concepción del mundo le importa menos a la crí-
tica literaria que el proceso mismo por el cual el pensamiento
puro desciende y adquiere existencia visible en las formas del
arte. Así, la obra estará “lograda” tan sólo cuando la tran-
substanciación se haya consumado y el producto final no des-
cubra las huellas de su origen abstracto.
Desde Platón y Aristóteles, se considera como perfección
de la literatura el poder de provocar la “simpatía”, de mover
el ánimo hasta alcanzar aquel enajenamiento en que la inte-
ligencia se rinde al artificio y encuentra su placer precisa-
mente en ese abandono y subordinación a la esfera de lo
sensible. Nos entregamos a la seducción de la novela, el
drama o la poesía, resignamos nuestra propia visión y senti-
miento del mundo, abandonándonos a la imagen extraña y
nueva que el artista nos propone. Pero ocurre, a veces, que
el Seductor depone sus galas para demostrarnos, a la fría luz
Notas sobre la especulación y la literatura 25

de la Razón, a dónde nos conduce. La inteligencia se topa


aquí con su objeto propio y no puede menos que despertar
de su adormecimiento. Se retrae y torna distante frente al ob-
jeto, porque ésta es su manera de vincularse con él. Caen las
escamas de sus ojos y el hechizo se rompe.
Por ello, la literatura parece soportar con dificultad la per-
manencia en su seno de elementos nacidos en la región del
pensamiento puro. Con disgusto solemos notar a veces la
irrupción de un esquema conceptual en la anécdota de la fan-
tasía, el relajamiento del pathos que nos conduce a la actitud
objetiva.
El esfuerzo para superar esta dificultad es característica
constante de la literatura alemana. No todos los intentos, na-
turalmente, han logrado establecer este clima viviente que en
las obras maestras aventa las Ideas espectrales. En nuestros
días, el problema culmina en soluciones opuestas. Entre las
más representativas se destacan las de Hermann Hesse y Tho-
mas Mann. En las novelas de Hesse se recorta la estructura
conceptual dispuesta en antinomias simétricas, y el desarrollo
no se aparta del cauce trazado previamente por la reflexión.
El paisaje y la naturaleza recuerdan la escenografía de un
drama cuyas alternativas podemos adivinar, con el resultado
de que la atención se complace más en el artificio que en la
expectativa; la ligera densidad de los personajes permite en-
trever el mecanismo que los mueve.
La fábula de Thomas Mann, por el contrario, aparece re-
cubierta por un espeso velo de acontecimientos y situaciones
imprevistas cuya relación con la idea central resulta general-
mente difícil de descubrir.
Es curioso, sin embargo, que el procedimiento de Thomas
Mann, siendo más discursivo y sucediéndose a veces capítulos
enteros de disquisiciones eruditas y metafísicas, resulta a la
postre más vivo y cautivante que el de Hesse, por lo general
más regular y más ceñido al relato. La explicación ha de bus-
carse quizá en la diferente actitud que uno y otro adoptan
ante las ideas: en tanto que Hesse asciende hasta ellas llevado
por la seriedad y el respeto, se diría que Thomas Mann las
contempla desde arriba, con mesurada ironía y a veces con
la sonrisa burlona de quien, en nombre de la arbitraria y des-
cocada Diosa de la Naturaleza, se permite barajar las antítesis,
26 Alejandro Rússovich

para reducirlas finalmente a un soplo, a un juego de llamitas


chispeantes en el seno de la Vida infinita e inexplicable.

En la vida de Occidente, “lo alemán” se destaca con una


interna unidad de sentido que empuja por igual todas las ma-
nifestaciones particulares. Arte, religión, filosofía, política,
brotan de un mismo suelo y, como troncos corpulentos de
un solo bosque, se entrelazan en la altura. La literatura no
ha podido sustraerse al impulso del pensamiento especulativo
que recorre la cultura alemana desde la época moderna hasta
nuestros días.
Lo peculiar de esta literatura es el modo como opera la tras-
mutación de los esquemas racionales en configuraciones plás-
ticas que hieren la sensibilidad con fuerza incomparable. Así,
el “hombre fáustico”, que aparece en el comienzo de su des-
arrollo, es por sobre todo una idea, el concepto de una actitud
ante el destino, la vida y la totalidad cósmica. Sus caracteres
–el hambre de participar en todas las transformaciones de la
Naturaleza, la tendencia insaciable a lo ilimitado y la recon-
ciliación final con la existencia– pueden describirse con las pa-
labras que acuñaron los grandes sistemas del idealismo
alemán. Pero en el drama de Goethe, la Acción mezcla y con-
funde la “figura” de Fausto con la “idea” de Fausto de tal modo
que cada episodio de la anécdota puede explicarse a partir del
núcleo conceptual originario. Aquí comienzan a anudarse los
hilos que a través de Schelling, Fichte, Hegel y Schopenhauer
desembocan en la producción contemporánea.
27

EPISODIO DEL MINISTERIO DE DEFENSA1

1- “Memorandum” [verso]

Para información del: SEÑOR JEFE DE DIVISIÓN CENTRAL


Producido por: SEÑOR JEFE DEL DEPARTAMEN DEPAR-
TAMENTO ADMINISTRATIVO
Objeto: Comunicar Novedades.-
A los efectos que estime corresponder informo
al Sr. Jefe que en la fecha al llegar a mi oficina encontré, el piso
sucio, un charco de líquido , los muebles cambiados de sitio y
me habían retirado y utilizado la estufa, que hallé en la Guardia
de Prevención con el kerosene gastado.-
Buenos Aires, 1º de Julio de 1953
OSCAR C.
CAPITÁN DE INTENDENCIA
JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO

2.1- “Memorandum” [anverso]

Comunico a Vd. que de las averiguaciones


practicadas resulta:

1
Se conservan las erratas, puntuación, espaciado y demás características del
original (que se reproduce luego de la transcripción). (N. del E.)
28 Alejandro Rússovich

Que desde las 15.00 horas hasta las 20.30


horas, en su Oficina particular, estuvo trabajando el empleado
RUSOVICH - el que utilizó la estufa, entregándola a la Guardia
posteriormente, encendida.
Dicho empleado concurrió a trabajar a orden
del Tte.1º de Intendencia D. ELISARDO R.
-Buenos Aires, 2 de Julio de 1953.-
CESAR JORGE C.
Mayor
JEFE DIVISIÓN CENTRAL

2.2- Reporte

Buenos Aires, 2 de Julio de 1953.


Pase al Señor Jefe de División Contaduría para
su informe
OSCAR C.
CAPITÁN DE INTENDENCIA
JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO

3- Constancia

//// SEÑOR JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRA-


TIVO
En cumplimiento de lo ordenado precedente-
mente informo a Vd.que,en efecto,el suscripto autorizó al cau-
sante para que concurriese a trabajar el dia 30 de junio ppdo.en
horas de la tarde.
Buenos Aires, 2 de julio de 1953.

4.1- Pase

//Buenos Aires, 2 de julio de 1953


Pase al AUXILIAR 4° Alejandro Rus-
sovich para su informacion.-
Episodio del Ministerio de Defensa 29

4.2- Informe de Alejandro

///SEÑOR JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO

De conformidad con lo requerido, y ratificando


lo expuesto por los señores Jefes de la División Central y Divi-
sión Contaduría, respectivamente, cumplo en informar a Vd.
lo siguiente:
a) El día 29 de junio ppdo. A las 15,00´ hs. concurrí a tra-
bajar en esta Dirección General, según autorización del
señor Jefe de la División Contaduría, consignada en Me-
morandum de la misma fecha que obra en poder de la
Guardia de Prevención.
b) En esa circunstancia, tomé ubicación en la oficina del
señor Jefe de Departamento, dado que la misma ofrecía,
por sus condiciones de aislamiento, la posibilidad de es-
tablecer una temperatura ambiente más propicia que la
extremadamente fría del resto del edificio, sin calefacción
a esas horas. Tal determinación se fundaba en la presu-
posición de que el señor Jefe de Departamento no en-
contraría objetable ese proceder de mi parte, por cuanto
en una ocasión anterior idéntica a la presente, tuvo el
señor Jefe conocimiento de mi permanencia en su oficina
en horas de la tarde, habiéndome observado únicamente
que la ficha de la máquina de sumar estaba a la mañana
siguiente desenchufada, a lo cual respondí que pondría
en lo sucesivo especial atención a ese detalle. Entiendo
que en esa ocasión, de haber estado disconforme con el
uso dado por mí a su oficina, el señor Jefe me lo hubiera
manifestado.
c) A efectos de crear un ambiente adecuado al trabajo, y
no siendo posible a esa altura obtener kerosene, por no
encontrarse ya en la casa el encargado de proveerlo,
hice uso de la estufa que se encontraba en la oficina del
señor Jefe de Departamento, que contenía, según pude
apreciar, suficiente reserva de combustible, el cual, al
iniciarse las tareas del día siguiente, sería repuesto sin
dificultad. Posteriormente hice entrega de la misma al
30 Alejandro Rússovich

Jefe de la Guardia de Prevención, quien la siguió utili-


zando, entendiendo también, presumiblemente, que el
combustible consumido sería repuesto a la mañana si-
guiente con la provisión diaria.
d) Antes de retirarme realicé un prolijo examen del estado
y disposición de los muebles y útiles de la oficina, vol-
viendo las sillas o mesas a la misma ubicación en que las
había encontrado. Es posible, sin embargo, que en este
punto pudiera habérseme escapado algún detalle; pero
en todo caso el orden fundamental y lógico de los ele-
mentos quedó, en general, inalterado.
e) Dejo expresa constancia de que en el examen practicado
no advertí mancha alguna en el piso, ni en las paredes o
muebles u otros elementos. La mancha de líquido a la
que se refiere en el Memorandum de fojas 1 el señor Jefe
de Departamento, no pudo haberse originado durante mi
permanencia en la oficina, por cuanto –en caso de tra-
tarse de una mancha de combustible– la estufa funcio-
naba perfectamente y sin perder nada de su contenido;
por lo demás, no hice uso de ninguna otra clase de líqui-
dos, ni tomé café, te, u otra bebida-
f) En cuanto al piso, declaro haberlo dejado limpio. Si, a
pesar de mi cuidado durante el tiempo que allí permanecí
y el arreglo final practicado, se hubieren desprendido al-
gunas partículas de la goma de borrar, o deslizado otras
del cenicero, se trataría, en verdad, de fragmentos casi
imperceptibles que, si no fueron advertidos por mí en la
ocasión, tampoco habría podido el señor Jefe considerar
por ello que el piso se encontraba sucio. Infiero, por
tanto, que la suciedad a que el señor Jefe hace mención
pudo haberse depositado sobre el piso con posterioridad
a mi abandono de la oficina.
g) Me retiré de la casa siendo aproximadamente las 20,30´ hs.
Buenos Aires, 3 de julio de 1953.

ALEJANDRO RUSSOVICH
Auxiliar 4º
Episodio del Ministerio de Defensa 31

5- Veredicto
///enos Aires, 3 de julio de 1953.

Vuelva al Auxiliar 4º ALEJANDRO


RUSSOVICH, llevando a su conocimiento:
a) Que la autorización que menciona, para trabajar en horas
de la tarde el día 29 de junio ppdo., de conformidad a lo dis-
puesto en la orden del día nº 119/52, debió gestionarla ante
el suscripto.
b) Que la ocasión anterior que menciona no fue (…) por
cuanto fué otorgada como correspondía, por el suscripto, sin
tener el carácter de una autorización general extensiva a los
efectos con cargo personal del suscrito, sino exclusiva a su
escritorio y la máquina de sumar.
c) Que el causante puede alegar desconocimiento, pero era
notorio que en esa fecha la reposición del combustible no
podía efectuarse normalmente porque la Repartición carecía
de Kerosene desde hacía varios días.
d) Que en efecto en lo fundamental, el orden de los muebles
no fué alterado, sólo lo fué en detalles.
e) Que en efecto el líquido derramado, no era kerosene, sino
agua que volcó un marinero de la guardia en horas de la ma-
drugada al pasar a retirar una taza.
f) Que la suciedad que se menciona a fojas 1, se refiere a pe-
queños restos de ceniza, goma y tierra que permitieron ase-
gurar al suscripto que su oficina estaba sin barrer.
Por las razones expresadas se impone al
causante una “ OBSERVACION LEVE” equivalente a 0,50
punto por no guardar las consideraciones debidas a un superior.
Enterado vuelva.
OSCAR C.
CAPITÁN DE INTENDENCIA
JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO
ENTERADO.
3/VII/53.
ALEJANDRO RUSSOVICH
Auxiliar 4º
32 Alejandro Rússovich

1- “Memorandum” [verso]

Pagina siguiente:
Arriba: 2.1- “Memorandum”
[anverso] y 2.2- Reporte.
Abajo: 3- Constancia
Episodio del Ministerio de Defensa 33
34 Alejandro Rússovich

4.1- Pase
4.2- Informe de Alejandro
Episodio del Ministerio de Defensa 35

4.2- Informe de Alejandro


36 Alejandro Rússovich

5- Veredicto
37

SOBRE LA LIBERTAD EN LA ENSEÑANZA1

1. Las mismas preguntas que se han formulado acerca del


problema de la libertad en general, se repiten en cuanto se re-
fiere a la libertad determinada por las condiciones peculiares
de la educación. Sólo que aquí los términos se vuelven más
complejos, pues a la existencia o posibilidad de la libertad es-
tablecida en el orden filosófico se añade la cuestión de la posi-
bilidad o imposibilidad de su adaptación al orden pedagógico,
vale decir, a un sistema de normas y técnicas pre-establecidas
que, al menos en apariencia, contradicen la espontaneidad ab-
soluta que suele señalarse como nota esencial del concepto de
la libertad en general.
Otro tanto puede decirse del problema del “valor” de la li-
bertad referido a la enseñanza, que sucede al de su posibilidad
o existencia: una vez establecida, de ser posible, la realidad de
la libertad, habrá que preguntar hasta qué punto es lícito su
ejercicio o, mejor, cuál es el criterio que ha de decidir en última
instancia sobre la conveniencia del ejercicio de la libertad. En
otras palabras, si puede darse una enseñanza “libre”, qué bene-
ficios o inconvenientes pueden resultar para el desarrollo de la
educación humana.
Una cuestión de carácter metafísico y una cuestión de ca-
rácter ético presiden, pues, el problema de la libertad de ense-
ñanza. Pero si bien pueden formularse por separado, no
1
Original mecanografiado con fecha diciembre de 1951, con el título “Sobre
la libertad de enseñanza” corregido en lápiz. (N. del E.)
38 Alejandro Rússovich

pueden, en cambio, más que resolverse juntamente, y la res-


puesta a la primera llevará envuelta la solución de la segunda,
porque una definición metafísica de la libertad, en tanto que
condición inherente a la naturaleza humana y posibilidad de
la determinación de la voluntad en general, se refiere a un
“hecho” de la existencia sito en una región determinada de la
totalidad del ser; marca sus límites y descubre su finalidad. Esta
razón de ser y esta finalidad de la libertad, es lo que puede de-
terminar su valor general como hecho de la existencia, esto es,
su conformidad a un fin que la justifique y establezca el criterio
según el cual pueda considerarse “bueno” o “malo” el ejercicio
de la libertad.
La historia de la filosofía abunda en intentos de definición
de la libertad. El primero de ellos se presenta en íntima cone-
xión con la pedagogía, más aún, puede decirse que brota de la
actitud pedagógica misma y es a la vez su postulado y su coro-
lario. Se trata de la inquieta y apasionada búsqueda socrática
en pos del perfeccionamiento espiritual del hombre. Sin duda
la figura de Sócrates encarna uno de los más acabados “tipos”
del pedagogo social –en el sentido de la clasificación de Spran-
ger2– y lo que lo distingue de los cosmólogos que lo precedieron
es precisamente su apartamiento radical de todo interés teoré-
tico que no fuera el conocimiento del hombre y del modo como
en él se vinculan la actividad racional y la conducta moral. Lo
que fundamenta y orienta la mayéutica es la identidad entre el
conocimiento y la práctica de la virtud: basta conocer el bien
para que la voluntad se determine, sin requerir otro estímulo y
por obra del sólo conocimiento, a realizarlo. Pero si el movi-
miento de la voluntad en todo caso está absolutamente deter-
minado por el conocimiento –o el desconocimiento– del bien,
quiere decir que nunca puede ser ella, en sentido estricto, libre.
Libertad, según esto, es determinación por la razón, y la para-
dójica consecuencia de esta definición es la negación de la re-
alidad de la libertad, pues su noción esencial dice
espontaneidad que sólo se rige por su propio impulso y no por
nada que le sea heterogéneo.

2
Eduard Spranger (1882-1963). Filósofo, psicólogo y pedagogo alemán. En
su obra Formas de Vida, establece una clasificación de los distintos tipos hu-
manos, según sus valores e intereses. (N. del E.)
Sobre la libertad en la enseñanza 39

¿Cuáles son las consecuencias de este determinismo racional


aplicado a la efectiva paideia socrática? Es altamente significa-
tivo el hecho de que Sócrates recibiera la muerte justamente a
causa de su infatigable actividad pedagógica, acusado por su
pueblo de “corromper a la juventud ateniense”, tanto más si se
tiene en cuenta el alto grado de desarrollo pedagógico alcan-
zado por la cultura griega a través de la refinada técnica didác-
tica de los sofistas. A primera vista, nada parece más libre que
las charlas de Sócrates, filósofo ambulante y despreocupado.
Sin embargo, ellas introducen el primer enérgico intento de
subordinar la didáctica a una finalidad ideal. Todo consistía en
extraer del fondo de las conciencias las nociones dormidas del
bien y la justicia, el claro “concepto” de la virtud que, una vez
mostrado, no podía sino atraer irresistiblemente el impulso de
la voluntad. Sobre la negación de la libertad metafísica fundaba
Sócrates su sencilla y poderosa pedagogía. Su enseñanza era
ciertamente libre en cuanto a los medios empleados para co-
municarla, pero no en cuanto a los fines, inflexiblemente de-
terminados por el conocimiento conceptual. Todo lo contrario
de la sofística, que desplegaba un prestigioso retablo de cono-
cimientos con el fin aparente de formar rhétores brillantes, pero,
en el fondo, sólo movida por aquel goce peculiar que los griegos
descubrieron en la pura función cognoscitiva, el motus animi
continuus que es para Cicerón la causa de la elocuencia.
En contraposición al determinismo ético-racional que es-
taba en la base de la pedagogía socrática, el puro juego del co-
nocimiento por el conocimiento mismo aparecía como
verdadera libertad y podía arrogarse todas las excelencias que
los hombres siempre atribuyeron a ese concepto. El conflicto
se advierte en toda su crudeza si se considera que la sofística
había sido la escuela formadora de los espíritus más significati-
vos de esa época. Poetas y dramaturgos y, en general, todos
aquellos que debían a la paideia sofística la liberación sin mar-
gen restrictivo de la fantasía creadora y la exaltación de la sen-
sibilidad plástica, se sintieron alcanzados en lo más hondo de
su textura espiritual. No es arbitrario el desdén del filósofo por
los poetas, como tampoco la hiriente mofa con que Aristófanes
presenta la figura de Sócrates en Las nubes; el mismo Aristófa-
nes la consideraba “la más penetrante y acabada de sus obras”
y en una segunda versión llegó hasta añadir esa extraordinaria
40 Alejandro Rússovich

escena final en la que prende fuego a la casa de Sócrates y sus


discípulos.
La acusación no fue, pues, más que la encarnación legalizada
y pública, el último y dramático símbolo del conflicto de dos
principios antinómicos: el determinismo metafísico de la vo-
luntad que nutría la vigorosa actitud pedagógica de Sócrates, y
la espontaneidad de la especulación sin límites, que tantos mag-
níficos frutos rindiera a la civilización helénica. El triunfo, como
no podía ser de otra manera, correspondió a “los más”. Pero la
actitud socrática habría de inmortalizarse a través de la lumi-
nosa doctrina de Platón.

2. Esta definición de la libertad como “determinación de la


razón” se presenta, pues, como una contradicción in adjecto,
como una destrucción del concepto de la espontaneidad que
se opera en la subordinación a la idea del bien. Y una enseñanza
fundada en esta libertad así entendida no puede, por tanto,
considerarse metafísicamente libre, por más que los medios di-
dácticos disfruten de la máxima variabilidad.
La contradicción se repite singularmente en la efectiva eje-
cución de la didáctica orientada en el sentido de esta libertad-
determinación: basta observar, en el caso particular citado,
cómo el determinismo socrático se levantaba contra el espíritu
pedagógico imperante, cuyo propósito era precisamente excitar,
sin objeto fijo, la libertad espiritual creadora. Lo contradictorio
de esta pugna es que la “presión” era ejercida por los “libres”
contra el moralista solitario, y éste, a su vez, constreñido por la
dictadura de “los más”, no podía sino reclamar para su ense-
ñanza la “forma” de la libertad.
Por otra parte, cabe preguntarse qué forma hubiera asumido
la pedagogía socrática en un Estado donde sus partidarios cons-
tituyeran mayoría. No hay más que ver la impresionante rigidez
que Platón imprimió a la educación del ciudadano en el estado
utópico de La república, para advertir hasta qué punto puede
ahogarse toda libertad de enseñanza bajo una organización ra-
cional cerrada y orientada por bien definidos fines supremos.
La situación se ha repetido, bien que a través de configura-
ciones diversas, siempre que la Razón ha tratado de encauzar
la imprevisible y fluyente naturaleza humana en un orden con-
ceptual sistemático.
Sobre la libertad en la enseñanza 41

3. Una segunda definición de la libertad metafísica es la que


se funda en el concepto de azar. Sus orígenes se remontan a De-
mócrito y, más tarde, a la escuela epicúrea. La marcha de la vo-
luntad, según ella, sería comparable a la de los infinitos átomos
materiales que “caen” sin dirección determinada en el espacio,
también infinito. Las variaciones serían imprevisibles y fallaría
todo intento de fijar dirección y objeto a este universal devenir.
Pero el análisis del concepto de azar –como bien destaca
Jean Wahl3– acaba por destruirlo. La causalidad de la Natura-
leza no admite –tanto si se la considera en general, como a tra-
vés de las series causales particulares– una discontinuidad que
la interrumpa en el Tiempo. Lo que llamamos azar no es más,
según Aristóteles4, que el encuentro de dos series causales di-
ferentes; pero el encuentro mismo está tan determinado como
cada uno de los eslabones de las dos series, y el acontecimiento
resultante es el desenlace de una serie causal más vasta que in-
cluye a las dos últimas.
De esta manera, no queda en la Naturaleza sitio alguno para
la libertad. Así lo comprendió Kant, y se vio obligado a estable-
cerla en el reino de las “cosas en sí”, inaccesible a la Razón teo-
rética. Ya, en este punto, el “concepto” de la libertad se vuelve
no sólo contradictorio, sino también inaprehensible. ¿Y qué sen-
tido tendría entonces hablar de libertad de enseñanza, si estamos
empleando un vocablo que, en el fondo, nada significa?
Pero si la libertad no puede aprehenderse cabalmente como
concepto, no deja por eso de ser un “hecho” de la existencia
que intuimos con inmediatez cuando, frente al Futuro, debemos
“elegir” entre dos o más posibilidades. Henri Bergson señaló, el
primero, este carácter “abierto” del Futuro, y en la problemática
de Søren Kierkegaard como en la de Martin Heidegger se en-
cuentran afirmadas –no “demostradas”– las características fác-
ticas y la realidad irracional de la libertad.
La filosofía existencial no ha engendrado ningún sistema pe-
dagógico propiamente dicho. Mal podría hacerlo cuando ella
misma es la negación de todo sistema y toda tentativa de racio-
nalizar la existencia por medio de esencias que serían inmutables.

3
Wahl, J., Ordre et Désordre dans la Pensée de Nietzsche, Ed. de Minuit,
París, 1967.
4
Aristóteles, Metafísica, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1966.
42 Alejandro Rússovich

Pero sí puede derivar de la problemática existencial una descrip-


ción del animus docendi y del espíritu de aprendizaje, como que
son ambos estructuras fundamentales de la Existencia.
En todo caso, puede adelantarse que la libertad en la ense-
ñanza, desde este punto de vista, ya no podrá ser objeto de nin-
gún propósito o esquema didáctico pre-establecido. Como
“hecho”, surgirá del acto mismo de la enseñanza. O no surgirá,
en la medida en que el ánimo del maestro, o el del discípulo, o
el de ambos a la vez, esté embargado por estructuras concep-
tuales rígidas.
Esta libertad “impensable”, es el puro y simple hacer didác-
tico, que no anida en los tratados pedagógicos, sino en el vínculo
inter-humano que enlaza al maestro con el discípulo. Y sólo nace
cuando ambos se enfrentan para verificarse mutuamente.
43

II

Alejandro Rússovich se ha forjado un nombre. Sus clases de


filosofía en el CBC de la UBA, cátedra de Tomás Abraham, son
una excepción. En los pasillos de la universidad su nombre es
recomendado de boca en boca...

–Yo fui su alumno y de sus clases recuerdo un manejo de tex-


tos atípico, una pedagogía, una falta de bibliografía burocrática,
en conclusión un sistema de trabajo al que no estaba acostum-
brado en un medio bastante hostil como es el de la filosofía aca-
démica.
–Sé que en general mis clases son bien recibidas, sé que en
general tengo una muy buena respuesta. Naturalmente, no
puedo dejar de ser consciente de que, en gran medida, eso de-
pende de lo que vos señalaste, o lo que yo resumiría en cierta
entrega que se produce de mi parte en relación con los alumnos.
Y es una cuestión recíproca. Creo fervientemente que la posi-
bilidad de moverse en el orden del pensamiento es una actividad
estimulante para cualquiera.
Lo que yo noto es que cada vez que me embarco en un curso
se produce una buena relación, siempre, y eso está mediatizado
por mi propio interés por el pensamiento, un asunto que, como
el bostezo, se contagia.
44 Alejandro Rússovich
45

EN TORNO AL ESQUEMATISMO KANTIANO1

–De lo que Kant nos está hablando acá es de cómo se pasa,


cómo se conecta esta heterogeneidad de lo absolutamente inteli-
gible, como es el concepto, y lo absolutamente sensible y percep-
tible, que es la imagen. La imagen misma está en el orden de lo
sensible. Pero, al mismo tiempo, participa de lo inteligible.
Tiene que haber, no solamente un a priori en cuanto al con-
cepto puro del entendimiento (la categoría), sino también un
a priori en cuanto a lo puro de la sensibilidad. Hay cosas que
nos son dadas como sensibles en su máxima extensión aprio-
rística: Espacio-tiempo. Antes de que algo nos afecte, en
cuanto a la sensibilidad, estamos preparados para darle un lugar
en el Espacio y un lugar en el Tiempo.
Y, en efecto, nuestros conceptos sensibles puros no tie-
nen por fundamento imágenes de objetos, sino schemas2

Alumna– “Conceptos sensibles puros”, ¿cuáles son los con-


ceptos sensibles puros?

Alejandro– El Tiempo y el Espacio.

1
Este texto combina pasajes de un curso sobre la Crítica de la Razón Pura en
la APDH, mayo-diciembre de 1995. (N. del E.)
2
Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Sopena, Buenos Aires, 1942, tomo I (tra-
ducción de F. L. Alvarez), pág. 149. En adelante, se toman las citas de esa
misma edición. Los corchetes señalan comentarios incidentales de Alejandro
durante la lectura. (N. del E.)
46 Alejandro Rússovich

El esquema es para Kant un procedimiento, más bien que un


mecanismo. Hay una dinámica activa, que no se puede reducir
a una operación lógico-mecánica, y es algo que sirve para repre-
sentar. El “pote”, la figura en cuanto a lo que constituye una es-
pecie de hábito que permite reconocer tal cosa como tal cosa.
Decía inmediatamente antes:

Por sí mismo, el schema no es siempre más que un pro-


ducto de imaginación [en otras palabras, pertenece al orden
de la espontaneidad]; pero como la síntesis de ésta [de la
imaginación] no tiene por fin ninguna intuición particular,
sino únicamente la unidad en la determinación de la sensi-
bilidad, es preciso no confundir el schema con la imagen

El esquema es el término medio. Es lo que nos permite pro-


ducir una imagen que se refiera al concepto, que evoque en la
mente el concepto. Que se pueda pensar el concepto en térmi-
nos de imagen (en términos icónicos, diría Peirce).
Es imposible que el concepto se refiera a algo particular y
determinado, a una cosa específica. Porque si no, el lenguaje
no sería posible. El lenguaje es posible en la medida en que el
significado de cada fragmento de la lengua es un concepto. Si
fuera una denominación estrictamente particular, que sirviera
para un solo objeto…

Alumna– Como los nombres propios. Los nombres propios


tienen esa característica: ser para una sola persona.

Alejandro– Sí, pero el nombre propio es posible porque hay


el concepto de nombre propio. También los toponímicos…
Todos los que se refieran a una cosa determinada (Juan,
Pedro, Plaza de Mayo, etc.) son posibles porque hay el con-
cepto de toponimia o hay el concepto de nombre propio. En-
tonces se particulariza.
Estábamos hablando recién del lenguaje. En realidad, esta-
mos hablando siempre del lenguaje. ¿Cómo se constituye algo
así como ese significado de Saussure? (que es un concepto, sig-
nificado es un concepto).
El triángulo que trazamos en el pizarrón no se adecua al con-
cepto puro de triángulo en general, porque el concepto puro de
En torno al esquematismo kantiano 47

triángulo incluye todos los posibles. Y sin embargo, vemos trián-


gulos, construimos triángulos; operamos a partir de triángulos que
trazamos en el pizarrón y, una vez que lo hemos trazado, estable-
cemos relaciones internas (que la suma de los ángulos internos es
igual a dos rectos, el teorema de Pitágoras y todo lo demás).

Alumna– Ahora, una imagen siempre es, de alguna manera,


una abstracción. No toma todos los elementos…

Alejandro– Claro. Es un recorte de todas las posibles con-


ceptualizaciones. La imagen implica una reducción de la repre-
sentación del concepto.

Este schematismo del Entendimiento, relativo a los fe-


nómenos y a su simple forma, es un arte escondido en las
profundidades del alma humana, bien difícil de arrancar a
la naturaleza el procedimiento y el secreto.

Aquí nos detenemos. Es un hecho que se produce, algo que


ocurre en el reino de la naturaleza según mecanismos a los cuales
no tenemos acceso. Quizás, por ejemplo, un estudio anátomo-
fisiológico podría conducir a un mayor conocimiento del modo
como se realiza (cómo se entrecruzan las neuronas y determinan
estas relaciones), pero aún así tendríamos que anteponerle una
cierta concepción teleológica de la naturaleza también, lo cual
ya no es accesible al conocimiento científico estricto.
Y cuando Kant dice arte, dice tecnología. El arte se hace
con una especie de atracción del porvenir, de tendencia hacia
el futuro, que es lo que determina la “técnica de la naturaleza”
(“técnica de la naturaleza” es una expresión de Kant en la Crí-
tica del Juicio).

Alumna– Como quien dice: yo he observado que un con-


cepto se basa en un esquema, y este esquema no sé de dónde
viene. Sabe, sale, porque ya está.

Alejandro– Que es propio de lo vivo, de lo viviente.


Y estamos muy lejos todavía, aún con todo el desarrollo de
la ciencia biológica, de alcanzar la comprensión de lo viviente
como tal.
48 Alejandro Rússovich

Alumna– Uno tiene como principio de conocimiento la aso-


ciación, no puede evitar mirar una cosa y asociar. Y en eso ya
hay una generalidad, una generalización.

Alejandro– Claro. O, diría Kant, de enlazar o sintetizar.


Es el concepto de la apercepción pura. Que, además, no so-
lamente es que asocie o enlace, sino que además esta asociación
y este enlace se dan a condición de darse en una conciencia.
Es decir, hay un Yo pienso –dice Kant– que acompaña todas las
representaciones y todos los enlaces. Hay una especie de reu-
nión de todo que viene a converger en un punto, que es esa
conciencia, en donde se produce el enlace.

Alumna– Yo diría que hay diversos niveles, ¿no? Que hay un


“uno mismo” cultural y social; que uno capta o, digamos, re-
corta por la cultura que tiene, recorta y asocia por la cultura
que tiene. Y hay, seguramente, un “uno mismo” individual, que
también agrega, perfila de algún modo este recorte

Alejandro– No, si el uno mismo individual es simplemente


el lugar en donde se produce la representación. Y estas repre-
sentaciones están determinadas social, históricamente…

Alumna– Se producen dentro de una cultura determinada.

Alejandro– Y dentro de un lenguaje determinado. Porque


también las reglas de un lenguaje determinan la posibilidad de
pensar en ciertos términos.

Alumna– Sí. Yo me he acostumbrado a pensar –por facilidad,


¿no?– que la cultura es la definición de las palabras. Que, de
alguna manera, la cultura es el lenguaje.

Alejandro– Claro, claro. Es decir, cómo manejamos nuestros


conceptos. Cómo nos manejamos, qué conceptos nos determi-
nan. Qué conceptos tenemos de nosotros mismos, de los demás.
Cuál es la calidad de nuestro autoconocimiento, que, en defi-
nitiva, es el conocimiento que tenemos de nosotros mismos a
través de los demás, a través de lo exterior. Porque, en tanto
que autoconciencia, en tanto que nos observamos a nosotros
En torno al esquematismo kantiano 49

mismos, nos descubrimos –dice Kant– como fenómeno. Como


un fenómeno entre otros. No como un fenómeno privilegiado.
Lo único que privilegia a la autoconciencia es la posibilidad
de la percepción inmediata de nuestros estados. O de nuestros
sentimientos, de nuestros sentimientos de placer y dolor (que
es lo que determina la Estética) o de nuestros sentimientos de
deseo (que es lo que determina la Ética), es decir, la facultad
de desear, o la voluntad.

Alumna– Después Freud va a decir que hay muchas cosas


inconscientes y uno desea lo que no sabe que desea.

Alejandro– Está bien, pero el deseo nos consta. De modo in-


mediato. El dolor, más aún que el placer, es una inmediatez que
no requiere mediación alguna. Surge en la conciencia como un
dato absolutamente independiente, diríamos. No independiente
de la causa que lo produce, pero independiente en cuanto que
no es objeto de una inferencia. La inferencia se produce cuando
digo “¡ay!”, cuando lo registro y lo convierto en lenguaje. Pero,
en sí mismo, el sentimiento de placer y dolor, como el senti-
miento de deseo, se produce de tal modo que después puede ge-
nerar una expresión, que ya está canalizada por el lenguaje.

Alumna– Que ya tiene asociaciones culturales.

Alejandro– Totalmente. En sí no hay ninguna espontanei-


dad en la expresión, en la llamada expresión de los sentimien-
tos. Está perfectamente codificado. nosotros nos comportamos
como hablantes, y por lo tanto estamos definidos socialmente
por el lenguaje que nos constituye.
Pero lo que Kant está estudiando acá es el tránsito de lo
puro, lo inteligible como tal, a su expresión lingüística. Que
siempre tiene la generalidad del concepto, pero, a su vez, es
susceptible de generar imágenes3.

3
Desde ya, imágenes las hay de todos los sentidos. Que se las suela restringir
a lo visual no es más que una metáfora selectiva. La vista es, en efecto, como
decía Aristóteles, el más intelectual de los sentidos, el que nos permite mayor
distancia con relación al objeto, y este carácter es el que la hace preferible
para un concepto de imaginario.
50 Alejandro Rússovich

Mediante [él]… son posibles las imágenes. […] El


schema de un concepto puro del Entendimiento es, por el
contrario, algo que no puede reducirse a ninguna imagen;
no hay más que la síntesis pura operada según una regla de
unidad, conforme con los conceptos en general y expresada
por la categoría.

Ahí es donde el esquema enlaza con la categoría. Es un pro-


cedimiento que, finalmente, se conecta con la categoría, que
es un concepto puro del Entendimiento, absolutamente a priori.

Alumna 1–Dice “expresada por la categoría”.

Alumna 2– La categoría expresa el esquema en la medida en


que se puede definir un esquema solamente con las categorías.

Alejandro– Sí. Por una determinada categoría. Porque hay


doce.

no hay más que la síntesis pura –entonces– operada


según una regla de unidad, conforme con los conceptos en
general y expresada por la categoría. Es [el schema] un pro-
ducto trascendental de la imaginación, que consiste en de-
terminar el sentido interno en general, según las
condiciones de su forma (del Tiempo)

El Tiempo con esa triplicidad de Permanencia, Sucesión y


Simultaneidad, caracteres que son los que alternativamente se
van a acentuar en relación con el esquema de cada categoría
determinada, como veremos.

Sin detenernos en un seco y enojoso análisis de lo que


exigen en general los schemas trascendentales de los concep-
tos puros del Entendimiento, los expondremos mucho mejor
según el orden de las categorías y en su relación con ellas.

Y aquí comienza la exposición de los esquemas.

La imagen pura de todas las cuantidades [vamos a la pri-


mera serie de categorías, las de la Cantidad] (quantorum)
para el sentido externo es el Espacio
En torno al esquematismo kantiano 51

Entonces, el esquema que nos conduce a la posibilidad de


pensar categorialmente en términos de Unidad, de Pluralidad,
de Totalidad, es el Espacio. Porque en el Espacio se da el número.

…y la de todos los objetos de los sentidos en general, el


Tiempo.
Mas el schema puro de la cuantidad (quantitatis), como
concepto del Entendimiento, es el número

El número es, podríamos decir, lo que determina o delimita


lo indefinido de la cantidad en general. Es la unidad producida
por este procedimiento general de la imaginación. Una especie
de invento para poder aferrar lo que vagamente se produce
como cantidad en el Espacio.
¿Y qué carácter del Tiempo es el que determina la posibili-
dad de establecer el número como esquema? La Sucesión. No
la Permanencia, no la Simultaneidad. Porque, digamos, en la
intuición pura de la geometría basta con el Espacio, con la Si-
multaneidad. En cambio, para que se produzca la aritmética es
necesaria la Sucesión.
En la aprehensión, veo primero esta mesa, después aquella
pared y poco a poco voy configurando… como si fuera una cá-
mara cinematográfica: voy haciendo un paneo. Y este paneo im-
plica Sucesión. No se me dan los objetos que están en el Espacio
como un todo simultáneo en mi aprehensión, pero sí intuyo el
Espacio mismo como pura Simultaneidad. Es decir, si cierro los
ojos y pienso en el Espacio en general, entonces sé que, en este
momento mismo, está esta mesa, el sol, la luna, las constelacio-
nes, etcétera, todo en un solo momento. Es decir, los intuyo
como Simultaneidad. Pero los aprehendo en forma sucesiva.
Antes nos había dicho que renunciaba a la definición de las
categorías. Con muy buenos motivos: si las categorías son ele-
mentos últimos, entonces, para definirlas, tendríamos que re-
currir a otras categorías. En cambio, aquí nos acercamos a la
categoría misma, más que a su definición, digamos, a la percep-
ción conceptual de la categoría, mediante el esquematismo.
El esquema de la realidad es la sensación. Es decir, eso que
se produce (como decíamos recién) como placer o dolor,
como deseo. Aquello que se percibe de modo inmediato
como real. Lo que nos permite distinguir lo real de lo irreal,
52 Alejandro Rússovich

de lo ilusorio, de lo simplemente imaginario o soñado (nos


pellizcamos para saber si estamos despiertos cuando vemos
algo muy extraño).

Alumna– Yo nunca hice eso de pellizcarme…

Alejandro– No, claro, pero quiero decir: necesitamos algo así


como una sensación real para darnos cuenta de que lo real es real.
Más adelante4:

Como el Tiempo no es más que la forma de la intuición,


por consiguiente de los objetos en tanto que fenómenos [“la
intuición de objetos en tanto que fenómenos”: eso es el
Tiempo], lo que en ellos corresponde a la sensación es la
materia trascendental de todos los objetos como cosas en
sí (la realidad).

Alumna– Ahora, digo, “materia trascendental” es la materia


reflexiva, la que yo reflexiono…

Alejandro– No, no. Es la que nos permite construir objetos.


“Trascendental” siempre en Kant ha de entenderse, en primer
término, no simplemente como el conocimiento de objetos,
sino como el modo de conocimiento de objetos.

Alumna– Está más allá. Es trascendental porque está más


allá del objeto.

Alejandro– Más acá, podríamos decir. Pero, en todo caso,


no es lo habitual… No es el realismo ingenuo que considera
que el conocimiento es una especie de reflejo de los objetos. Lo
trascendental es lo que nos pone en evidencia en qué sentido
es que nosotros constituimos objetos. De qué manera nosotros
constituimos objetos: esto es la reflexión trascendental.
El del esquematismo es un capítulo donde Kant condensó
una cantidad de cosas, apurado por desarrollar otras, lo que
va a venir después, es decir, la Dialéctica Trascendental. Es
como si en la redacción de su obra se hubiese encontrado, de

4
Ibid., pág. 150. (N. del E.)
En torno al esquematismo kantiano 53

pronto, con la perspectiva de un gran problema, el problema


de mostrar los límites de la aplicación de las categorías (vale
decir, hasta qué punto no nos es posible sobrepasar los límites
de la experiencia).
Y entonces, rápidamente nos hace ver que, para que las ca-
tegorías (es decir, los conceptos puros a priori del Entendimiento)
funcionen como tales, para que se puedan aplicar a la materia
de la sensación, es necesaria la presencia del Tiempo. El Tiempo
es la clave fundamental de la aplicación de las categorías a la sen-
sibilidad. Pero no el Tiempo en forma indiscriminada: la condi-
ción central del Tiempo, que es la sucesión, nos determina
inexorablemente, de modo irreversible, y no da lugar alguno
para que se interponga algo así como la libertad.

Alumna– ¿En qué sentido la libertad no puede intervenir?


Solamente en el sentido de que no tiene alternativa lo que
pasó. Pero hay una alternativa, que es lo que va a pasar.

Alejandro– Claro, claro. Pero esa alternativa de lo que va a


pasar, si nos atenemos al conocimiento, que es de lo que trata la
Crítica de la Razón Pura, no permite la irrupción de una nueva
serie causal. Puesto que todo está determinado témporo-cau-
salmente, en principio los fenómenos se suceden según leyes
inmutables.
Claro que estas leyes, como el mismo Kant nos dice, son
leyes que nosotros prescribimos a la naturaleza. No es que sean
leyes de la naturaleza en sí, sino que las vamos descubriendo.
Es decir, se las vamos imponiendo a la naturaleza, y diciéndole
a la naturaleza “bueno, comportate de esta manera porque así
te puedo entender”.

Alumna– Y te puedo dominar.

Alejandro– Y te puedo determinar, a mi vez.


Alumna– Porque el conocimiento de la ley de gravedad te
permite volar. Que no es alterar la ley de gravedad, es utilizarla.

Alejandro– Efectivamente. Esto es lo que determina la evo-


lución de la especie humana como tal: una comprensión cog-
noscitiva de lo dado, de la sensibilidad, vale decir, de aquello
54 Alejandro Rússovich

que está fundado en el Tiempo y que tiene como sustancia al


Tiempo mismo.
Antes nos adelantó que el Tiempo es lo único que, en el en-
tendimiento, no puede ser suprimido. “No puede ser aufgeho-
ben”, dijo; es decir, negado. Con relación a esto, lo importante
es que, si echamos una ojeada sobre la historia, podríamos decir
que todo lo que la especie humana obtiene como cultura lo ob-
tiene, precisamente, como intento de negación del Tiempo.
Mediante la negación del Tiempo se abre para la especie hu-
mana esta dimensión que llamamos Historia. Es decir, la fija-
ción. Relato, mito, códigos, escritura, imprenta, cine, máquinas
y maquinaciones, estructuras de memoria, flujo y producción,
el recuerdo materializado en instituciones –y al hablar de ins-
tituciones me refiero fundamentalmente al lenguaje y después
a todo lo que Hegel llama Espíritu objetivo, es decir, las concre-
ciones de la estructura social en forma de leyes–.
Frente a todo esto, entonces, la afirmación kantiana: “no se
puede suprimir el Tiempo”. Pero hay una intención. Y en la me-
dida en la que toda intención se realiza en el Tiempo, en el
orden del Espíritu (del Espíritu humano, del Espíritu objetivo),
podríamos decir que el Tiempo se vuelve, en cierto modo, con-
tra sí mismo.
Tenemos una patencia inmediata en nosotros mismos, en la
medida en que deseamos, de esta tensión negadora que cons-
tituye el fundamento de toda cultura, de la humanidad como
tal. Del concepto de Humanidad así como lo desarrolló Kant.
55

AGUSTÍN Y KANT1

…En el Diccionario del Hombre Contemporáneo, dice Ber-


trand Russell acerca de Agustín:
La teoría de que el tiempo es sólo un aspecto de nues-
tro pensamiento es una de las formas más extremas de
aquel subjetivismo que, como hemos visto, aumentó gra-
dualmente en la antigüedad desde los tiempos de Protá-
goras y Sócrates.2

En realidad, Russell se refiere a lo que podríamos llamar


el problema antropológico, que comienza justamente con
Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas, de las
que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no
son”. Y Sócrates, que es el que plantea el problema antro-
pológico de máxima amplitud, se desentiende de los ante-
riores (de los cosmólogos, diríamos), y se preocupa por el
hombre como tal, él hace suyo el “conócete a ti mismo” del
Oráculo de Delfos y ese predominio del sujeto se hace pa-
tente en la figura de Sócrates o en todos los diálogos de
Platón.
Entonces, nos dice Russell… Lo interesante de esta cita es
que comienza caracterizando la figura de Agustín como el in-
troductor de la problemática del tiempo, del tiempo como

1
Clase al grupo de lectura de Kant, 27/5/1996. (N. del E.)
2
Russell, B., Diccionario del Hombre Contemporáneo, Santiago Rueda edi-
tor, Buenos Aires, 1963, pág. 13.
56 Alejandro Rússovich

subjetividad. En las Confesiones, a partir del libro 113, creo,


varios capítulos tratan acerca de la pregunta por el tiempo.
Agustín es el que inaugura la problemática de la temporali-
dad como constitutiva del sujeto. Más adelante va a decir en
qué sentido él es un precursor: su aspecto emocional, el as-
pecto emocional de este subjetivismo temporalizante, diría-
mos. Su aspecto emocional es la obsesión del pecado, que vino
después de sus aspectos intelectuales.

–¿A qué se refiere?

–Pienso que se trata de que Agustín plantea en dos órde-


nes el subjetivismo: en el orden intelectual, vale decir, como
pregunta por el tiempo, que hace el sujeto porque el sujeto
que habla en las Confesiones es Agustín, y el interlocutor es
Dios… Entonces pregunta al autor del tiempo acerca de la
naturaleza del tiempo; es el único que puede responder, na-
turalmente. Esos largos capítulos de las Confesiones, natural-
mente que no resuelven el problema del tiempo, pero lo
plantean con una agudeza y con una intensidad intelectual,
en el sentido filosófico, de gran hondura.
Pero además, dice Bertrand Russell, hay un aspecto emo-
cional del subjetivismo. Y este aspecto emocional es el pro-
fundo sentimiento empírico, la culpa por el pecado. En las
Confesiones, San Agustín analiza ya desde el comienzo el pro-
blema del mal.

–Pero eso no está relacionado con el tiempo.

–Bueno, pero está relacionado con el hombre agustiniano,


subjetivo. La subjetividad del hombre agustiniano, entonces,
es la que se pregunta por esto que es el pecado original, la co-
rrupción esencial de la condición humana. Entonces, analiza
un aspecto de su infancia del cual jamás pudo salir como ato-
lladero, porque no se lo perdonó nunca a sí mismo: robó unas
peras a un huerto vecino sin ninguna necesidad, simplemente
por robar. Entonces ese pequeño indicador –como en los aná-

3
San Agustín, Confesiones, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid,
1986.
Agustín y Kant 57

lisis de Freud acerca de las equivocaciones– ese pequeño indi-


cador le sirve para ahondar en el problema de la culpa. Que
también queda planteado a partir de esto en una forma muy
fuerte, sobre todo por el dogma del pecado original.

–¿Él cómo entiende el dogma?

–Teológicamente. Es decir, el pecado es una herencia de


los primeros padres…

–¿Adán y Eva?

–Adán y Eva, el pecado empieza ahí. Y esa es, digamos, una


constante de la condición humana. Entonces –dice Russell–
San Agustín muestra las dos clases de subjetivismo [el
intelectual y el emocional]. Éste lo llevó, no sólo a anticipar
1a teoría kantiana del tiempo, sino el cogito de Descartes
[que sigue presente en la problemática kantiana, porque el
cogito es el ´Yo pienso` que acompaña a todas las repre-
sentaciones]. En sus Soliloquios [no en Confesiones], dice:
–Tú que deseas conocerte, ¿sabes que existes?
–Lo sé.
– ¿De dónde lo sabes?
–No lo sé.
– ¿Eres un ser simple o compuesto?
–No lo sé.
– ¿Sabes que te mueves?
–No lo sé.
– ¿Sabes que piensas?
–Lo sé.
Esto contiene, no sólo el cogito de Descartes, sino su res-
puesta al ambulo ergo sum [camino, luego existo] de Gas-
sendi [el opositor de Descartes; pero este opositor, diríamos,
es una especie de materialista ingenuo]. Por lo tanto –dice
Russell– como filósofo San Agustín merece un alto lugar.

En esta mención tan breve que hace Russell de Agustín,


no está incluido un rasgo fundamental del pensamiento kan-
tiano que lo vincula de una manera notable con Agustín: el
triadismo del pensamiento, vale decir, la estructura triádica
de un pensamiento que se articula, precisamente, como tria-
58 Alejandro Rússovich

dismo, que después será la dialéctica hegeliana en parte, la


cual después será el triadismo semiótico de Peirce. En San
Agustín está en el tratado De Trinitate, y al mismo tiempo el
tránsito del dualismo maniqueo al triadismo. Bertrand Rus-
sell se caracteriza por ser un dualista; jamás pudo entender el
pensamiento de Peirce.

–Siendo los dos lógicos.

–Claro, pero, digamos, Russell tuvo su etapa hegeliana y


kantiana, porque también estudió en Alemania, pero en de-
finitiva adhirió al nominalismo del empirismo anglosajón,
sobre todo de Locke y de Hume, y por lo tanto, el pensa-
miento de Peirce le resultó absolutamente ajeno y práctica-
mente incomprensible.
Peirce habla mucho de Russell, y lo critica, precisamente
por esa especie de dualismo empecinado, que le impidió ac-
ceder a la lógica de las relaciones, que fue de alguna manera
un invento de Peirce, un desarrollo extraordinario.
Pero, de todas maneras, aquí me interesaba destacar esos
dos aspectos que hacen que el pensamiento de Kant perte-
nezca a una cierta ralea, digamos, de pensadores, a una cierta
estirpe o modo estructural del pensamiento con una gran tra-
dición filosófica: empieza con Platón, se hace extraordinaria-
mente honda con Agustín, luego se reitera en Descartes y,
en cierto modo, culmina en Kant.
Lo que estábamos viendo era el capítulo del esquema-
tismo, y, sobre todo, el modo en que aparece el Tiempo como
la única posibilidad de aplicación de los conceptos puros del
entendimiento a la experiencia; como el mediador universal,
como aquello que, siendo subjetivo, sensibilidad pura, es el
mediador entre los conceptos universales y la sensación. Por-
que la sensación nos es dada, es el datum, la materia; en cam-
bio el tiempo es puesto por el sujeto, es lo que le permite
organizar, mediante los conceptos puros del entendimiento,
la materia caótica de la sensación.

–Todo parecería como si fuera una ronda de mediadores, en


donde no hay tiempo, entre los conceptos puros del entendimiento
y las sensaciones. Es el tiempo vacío.
Agustín y Kant 59

–Claro, y el tiempo está vacío y no se relaciona con los conceptos


puros del entendimiento, y como no hay conceptos puros del enten-
dimiento… Entonces todo parecería una serie de mediaciones.

–Claro, sí, y la mediación final es el tercer término de la


tríada. Es el mediador universal, diríamos, la ley, la regla, la
necesidad, lo que se plantea como futuro en relación con las
tres instancias del tiempo: pasado, presente y futuro. Pero
esas tres instancias del tiempo están enlazadas con la memo-
ria. La memoria, con relación al tiempo, es siempre presente,
pero se construye hacia delante, es decir, pertenece al porve-
nir; en otras palabras, la memoria cumple con relación al
tiempo el Aufheben de la dialéctica hegeliana: conserva, anula
y supera.

–¿A qué memoria te referís?

–A todas las memorias. A las malas memorias y a las bue-


nas memorias. Está la memoria que niega, y en la medida en
que sólo niega entonces es una memoria imperfecta. Única-
mente la memoria que niega conservando puede superar.
María Luisa está trabajando con Proust. Proust es el gran me-
morioso, Infinitamente más fecundo que Funes. que no podía
avanzar un paso.

–Él trabaja con el tiempo…

–Claro, trabaja con el tiempo y, por lo tanto, construye


una representación, es decir, una serie de formas icónicas de
extraordinaria fuerza en la medida en que, precisamente,
están construidas con esa estopa del tiempo, con la memoria
en esa triple forma de anulación porque todo lo que recorda-
mos ya no es exactamente. Lo terrible del recuerdo es que
mata: el mero hecho de que yo recuerde una cosa que me
acaba de ocurrir, implica que esa cosa no existe, que está
muerta. Y por lo tanto, la novela de Proust se construye a
partir de la magdalena, pero como una obra que está en el
futuro y que va hacia el futuro. Que le lleva mucho tiempo
escribir, pero que además va a subsistir por sí misma, inde-
pendientemente de las peripecias de la vida del mismo Proust.
60 Alejandro Rússovich

–Yo creo que esto es inmortalidad.

–Naturalmente que lo es. En el caso de Proust es particu-


larmente impresionante, pero desde Sócrates en adelante,
desde el Menón de Platón sobre la inmortalidad del alma, esa
problemática ha sido profundamente planteada. Entonces no
es casual que surja en Agustín, neoplatónico, la temática del
tiempo, y que, simultáneamente, surja la subjetividad, la ab-
soluta subjetividad del artista. No hay que olvidar que tam-
bién Agustín era un artista, era un literato muy versado antes
de su conversión, y después fue un magnífico escritor. Los
diálogos de Agustín, algunos, se pueden equiparar a los pla-
tónicos. Y en ese sentido el arte constituye –ya Platón es el
ejemplo más notable– al mismo tiempo un procedimiento de
pensamiento y un procedimiento de supervivencia mediante
la belleza literaria. Es decir, esa superación está presente en
el arte, en toda forma del arte.
Bueno, vamos a ver un poquito más del capítulo de esque-
matismo, y vamos a tomar un grupo de categorías que a mi
modo de ver resulta particularmente apropiado para com-
prender esta relación tiempo-categoría. El párrafo empieza:
“En el concepto puro del entendimiento, una realidad es lo que co-
rresponde a una sensación.”4 Bueno, aquí se trata de las cate-
gorías de la Cualidad: Realidad, Negación, Limitación; pero
yo voy más abajo.
Recordemos que el tiempo como tal tiene tres modos: Per-
manencia, Sucesión y Simultaneidad, tres modos que guar-
dan entre sí la misma relación dialéctica que guardan entre
sí las categorías.
Y entonces aquí, en las categorías de la Relación, vemos
cómo en cada categoría hay un modo del tiempo que es el vehí-
culo para que se efectivice el concepto puro del entendimiento.
El esquema de la sustancia es la permanencia de lo real
en el tiempo, es decir, que se presenta lo real como un
substratum de la determinación empírica del tiempo en
general, substratum que permanece mientras que todo lo
demás cambia.

4
Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Editorial Losada, Buenos Aires, 1943,
pág. 285.
Agustín y Kant 61

En otras palabras, es así como tenemos necesariamente


que pensar la substancia. No es que haya algo así como una
substancia en sí, nosotros construimos la substancia, el con-
cepto de substancia, mediante el esquema de la permanencia
de lo real en el tiempo, y es así como nos manejamos en la
vida cotidiana: en todo cambio suponemos algo que –relati-
vamente a lo que cambia– permanece; no porque creamos en
una permanencia en sí, porque sabemos perfectamente que
todo cambia y que Heráclito tiene razón, pero frente a la
razón profunda de Heráclito oponemos la razón cotidiana
que es la que organiza nuestra experiencia (esta casa es la
misma que la de la semana pesada, yo soy el que era ayer).
Para Kant es una categoría de la razón, y por lo tanto algo
que no trasciende los límites de la experiencia. Dios para
Kant va a ser una idea regulativa de la razón, una idea regu-
lativa que está fundada únicamente en el postulado de la li-
bertad, de la autonomía.
Entonces, decíamos, es un substratum.
Se representa lo real como un “substratum” de la de-
terminación empírica del Tiempo en general, “substra-
tum” que permanece mientras que todo lo demás cambia.
En él, en el “substratum”, no pasa el Tiempo sino la exis-
tencia de lo mudable.

El tiempo mismo no puede pasar porque el tiempo es lo


que permite la existencia del Universo, su condición de per-
manencia. Como vía de ejemplo, a pesar de que, como dice
Montaigne, todos los ejemplos son cojos, podemos com-
prender lo que llamamos articulación o bisagra, un ele-
mento fijo relativamente y otro relativamente móvil con
relación al fijo. Para que algo se mueva es preciso que algo
no se mueva, un eje, una substancia para que haya un ac-
cidente. “Al Tiempo, pues, que en sí es fijo e inmutable…” –re-
cordemos que, con relación al tiempo y la estética
trascendental, decía Kant: el tiempo no puede ser supri-
mido, el tiempo no puede ser anulado, no puede ser con-
servado, no puede ser superado, y acá nos dice: el tiempo
no pasa; cuando decimos “cómo pasa el tiempo”, estamos
diciendo cómo pasamos nosotros en el tiempo, porque el
tiempo es nuestro, el tiempo es nuestro bien, es la gracia de
62 Alejandro Rússovich

la existencia. “Al Tiempo pues –sigue Kant– que en sí es fijo


e inmutable, corresponde en el fenómeno lo inmutable en la exis-
tencia, es decir, la substancia”. Hay algo en el fenómeno que
corresponde a la substancia y es la permanencia. “En ésta
sola [la substancia] pueden determinarse la permanencia, la su-
cesión y la simultaneidad de los fenómenos en relación al
Tiempo”. Como si dijéramos: en el primer modo están de
alguna manera en potencia contenidos los dos…
Y ahora vamos a la segunda categoría, a la Causalidad:
causa y efecto.
El esquema de la causa y de la causalidad de una cosa
en general es lo real, que una vez puesto, necesariamente
está siempre seguido de alguna cosa. Consiste pues en la
sucesión de la diversidad, en tanto que está sujeta a una
regla.

Ésta es la definición más apretada y más concisa posible


que se puede hacer del principio causal: lo real necesaria-
mente se sigue de otra cosa. Aquí el acento está puesto en
que sea extraído de la experiencia. Es exactamente al revés:
la causalidad es lo que nos permite constituir experiencia, y
entonces vivimos en la causalidad. La vida cotidiana no es
otra cosa sino una serie de causalidades que registramos
como normales, pero en cuanto surge algo que interrumpe
el curso cotidiano o de la cotidianeidad, como puede ser un
tropezón en la vereda, inmediatamente nos damos vuelta
para ver con qué tropezamos. Es decir, hay una vivencia in-
mediata de la causalidad que surge a propósito de cualquier
anomalía, como puede ser un hecho nuevo en la investiga-
ción de las leyes de la naturaleza, Allí donde todo estaba
previsto resulta que hay una cosa que parece surgir de la
nada, que contradice toda la experiencia de esa ley de la na-
turaleza y, por lo tanto, es necesario encontrar una causa;
es decir, que el motor de toda la investigación científica no
es otro sino la vivencia fuerte de la causalidad. Aquí, en-
tonces, rige la sucesión, la sucesión es segundidad en térmi-
nos de Peirce, es aquello que consiste en la coexistencia de
dos elementos.

–El humo y el fuego, por ejemplo…


Agustín y Kant 63

–La sucesión es lo que permite la conexión de estos dos


elementos. Es únicamente mediante la sucesión que puedo
relacionar el humo con el fuego, vale decir, establecer la cau-
salidad, es decir, el índice.

–El fuego es la causa del humo.

–Y el humo es el síntoma, como en la medicina, de otra cosa


que no está a la vista. Digamos, que no es sensible de modo inme-
diato sino mediante una inferencia.

–Claro, de lo que se trata, si vamos a ayudarnos con las


categorías, es de cuál de los modos del tiempo es el que pre-
domina. Esto no implica que los otros dos estén ausentes.
Aquí, en la primera categoría, en la substancia, predomina
la permanencia, pero, como nos dijo Kant, solo en ésta pue-
den determinarse la sucesión y la simultaneidad de los fenó-
menos. La permanencia nos permite determinar la sucesión
y la simultaneidad, es decir que la permanencia ya está pre-
ñada, diríamos, de sucesión y simultaneidad. Pero ante todo
es permanencia, por más que albergue en su vientre a las
otras dos.
En cambio, en la causalidad predomina la sucesión, pero
también están presentes la permanencia y la simultaneidad.
Hay simultaneidad en la impresión del pie y la arena, hay
permanencia porque el pie se va y la huella queda: el pie ven-
dría a ser el accidente y la huella la substancia.
Se lo puede tomar de cualquiera de los dos lados. Me re-
fiero al hecho de que están presentes los otros dos, pero uno
predomina. Es como en lo que tanto hemos repetido: las fun-
ciones del lenguaje de Jakobson, en donde hay una que pre-
domina pero las otras están presentes potencialmente.
También el esquema de Jakobson es triádico, en definitiva,
porque se trata del número seis.

–Todo eso parte del esquema triádico.

–Claro. “Consiste, pues, en la sucesión de la diversidad, en


tanto que está sujeta a una regla”. Yo quería subrayar esto úl-
timo, ya que es un rasgo de la terceridad, digamos, de la si-
64 Alejandro Rússovich

multaneidad, de la ley, de la regla, que determina que esta


conexión sea necesaria en la causalidad. Y finalmente:
El esquema de la reciprocidad o de la mutua causalidad
de las substancias en relación con sus accidentes, es la simul-
taneidad de las determinaciones de una con las de otra, según
una regla general.

El ejemplo que da Kant es el de una substancia en la cual


las partículas que la componen se atraen y se repelen al
mismo tiempo, con lo cual Kant, de alguna manera, nos ade-
lanta la aplicación de las categorías del entendimiento a la
ciencia, a la naturaleza. Ya en la materia misma, en lo dado,
se advierte una reciprocidad causal; esta reciprocidad causal
se extiende como un modelo de la reciprocidad. Incluso en-
tendemos en distintos órdenes la reciprocidad. Les da conte-
nido a las categorías, o mejor dicho, les da a las categorías la
posibilidad de morder lo real, porque, si no, se quedan vacías.
Les voy a leer un párrafo de la Analítica trascendental.
Dice en el libro primero, en la Analítica de los conceptos5:
Éste es propiamente el objeto de la Filosofía trascen-
dental, lo restante es el estudio lógico de los conceptos tal
como se usa en la Filosofía; perseguiremos, pues, [y a esto
voy] los conceptos puros [categorías] hasta sus primeros
gérmenes y rudimentos en el intelecto humano, donde
existían precedentemente [lo dice a la manera platónica,
como si fuera una especie de reminiscencia], esperando
que la experiencia fuera ocasión de su desenvolvimiento
y que, libres por ese mismo entendimiento de las condi-
ciones empíricas que le son inherentes, lleguen a ser ex-
puestos en toda su pureza.

En otras palabras, vamos a extraerle toda la cáscara, dirí-


amos, todas las adherencias empíricas que tienen las catego-
rías, porque, si no, no las podemos ver en su pureza.
Tenemos que efectuar una crítica, es decir sacar algo y
quedarnos con otra cosa, como la acción de separar y con-
servar algo. Siempre con la Aufheben algo se anula, algo se

5
Ibid., pág. 209.
Agustín y Kant 65

conserva y esta conservación ya implica una superación, vale


decir, que nos quedamos con los conceptos puros, libres de
las condiciones empíricas que le son inherentes, para que lle-
guen a ser expuestos en toda su pureza. Entonces, lo que es-
tamos viendo es el modo como el tiempo permite que estos
conceptos puros constituyan experiencias, en otras palabras,
constituyan objetos.
Claro que estamos viendo las categorías de la relación,
que son las categorías dinámicas. Hay dos grupos de catego-
rías: las matemáticas, que son los primeros grupos, y las di-
námicas, los dos segundos. Se refieren a la constitución de
objetos de la experiencia.
Seguimos con las últimas, las tres categorías de la Mo-
dalidad6.

El esquema de la posibilidad es la conformidad de la


síntesis de diferentes representaciones con las condiciones
del Tiempo en general, por ejemplo, que lo contrario no
puede existir al mismo tiempo [subrayo “al mismo tiempo”]
en una cosa sino sucesivamente.

Es el enunciado del principio de no contradicción.


Vale decir que, en el principio de no contradicción, si no
se incluye el tiempo no hay contradicción.

Por consiguiente la determinación de la representación


de una cosa en un tiempo dado [que aquí podría incluso
sustituirse por la expresión “en un tiempo posible”, si no
fuera una redundancia, o “en un tiempo cualquiera que
será dado como posible”]. El esquema de la realidad es la
existencia en un tiempo determinado.

Yo acá en mis ejemplos lo corregí, porque habría que


decir, más bien, “el esquema del estar”. Pero en todo caso po-
dríamos corregir así: “el esquema del estar es la existencia en
un tiempo y espacio determinado”.
Por eso, la realidad efectiva es la realidad que actúa, diría,
es la realidad fuerte, es la realidad causal; la otra es la realidad
concebida como lo que simplemente esté ahí, y existe en la
6
Ibid., pág. 286.
66 Alejandro Rússovich

medida en que produce sensaciones. Aquí, no es Realität sino


Wirtlichkeit, vale decir estar aquí y ahora...

–Lo concreto.

–Lo concreto, lo determinado por la encrucijada espacio-


temporal, en la cual siempre, aquí y siempre es ahora.
El aquí y el ahora, que nos parecen lo más concreto, son
sin embargo lo más abstracto, porque siempre es aquí y
ahora, siempre es ahora y todos los lugares son aquí.

–Problemas del lenguaje…

–Problemas del lenguaje, vale decir problemas del pensa-


miento… en última instancia es bueno no hacer esta gruesa distin-
ción entre pensamiento y lenguaje.

–Lo que pasa es que hay un trabajo subterráneo, diríamos,


no consciente del pensamiento; hay una articulación no re-
flexiva del pensamiento, previa del enunciado verbal. De esto
no cabe la menor duda, no tanto en el sentido de la psicolo-
gía de la consciencia, sino de la psicología que también in-
cluye la inconsciencia o el sistema inconsciente, o el modelo
del inconsciente en términos de Freud.
Pero lo que nosotros estamos viendo no es un problema
psicológico sino un problema lógico, y por eso tenemos que
insistir en este vaciamiento de un carácter psicológico de los
enunciados trascendentales kantianos, porque nos pueden
inducir a confusión. Kant mismo nos dice: tenemos que hacer
una crítica y depurar todos los conceptos puros de todas las
adherencias empíricas, vale decir psicológicas, porque esto es
lo que nos va a permitir entender la psicología.
Siguiendo con las categorías de la Modalidad, el esquema
de la necesidad es la existencia de un objeto en todo tiempo,
lo que nos remite a la simultaneidad.
Supongamos que acá en lugar de existencia digamos
“estar”, y no varía. Lo importante es que se trata de un caso
de un tiempo dado, un tiempo determinado y todo tiempo
es un tiempo dado; cualquiera, un tiempo determinado es
este tiempo en particular, el de este momento en este lugar,
Agustín y Kant 67

y todo tiempo es el tiempo infinito del porvenir. El tiempo


que, en la tríada de Peirce, corresponde: el ícono al pasado,
el índice al presente y el símbolo al porvenir, porque es la ley,
la regla, o sea lo necesario, la necesidad, en términos de Kant.

–La fatalidad para los griegos es más fuerte que para nosotros
el porvenir.
–Pero la fatalidad como destino.

–Como destino marcado, claro, pero el destino está marcado


por los dioses, por un capricho, no por una especie de Dios omni-
potente y omnisapiente del calvinismo, sino por los dioses paganos.

–Tenían a dioses hijos de puta pero eran sus padres. Yo


confieso que tengo una nostalgia del paganismo realmente
muy grande, pero los tiempos actuales no dan para eso, ne-
cesitaríamos un aire más puro, diríamos más clásico para
cuando nos pongamos a inventar como los alegres y pecado-
res dioses griegos.
En todo esto se ve, pues, lo que conviene y representa
el esquema de cada categoría: el de la cuantidad, la pro-
ducción (la síntesis) del Tiempo mismo en la aprehensión
sucesiva de un objeto [porque el número es la sucesión]:
el de la cualidad, la síntesis de la sensación (de la percep-
ción) [o el enlace de la sensación] con la representación
del Tiempo u ocupación del Tiempo;

El de la Relación vimos que era sustancia, causalidad y re-


ciprocidad, el enlace que une las percepciones en todo
tiempo, es decir, según una regla de la determinación del
tiempo, el enlace necesario.
Por último, el esquema de la Modalidad y de sus categorías,
el Tiempo mismo, como lo correlativo de la determinación de
un objeto, para ver cómo y si este objeto pertenece al Tiempo.
Si es posible, si existe o si es necesario.
Esos tres modos del tiempo son los que corresponden a las
categorías de la Modalidad, de qué manera el objeto está en
el tiempo, en todo el tiempo, pero de qué modo el objeto ya
determinado por las categorías anteriores está en el tiempo:
si está como posible, si existe es porque una posibilidad se ha
68 Alejandro Rússovich

realizado y por lo tanto es necesario; la necesidad se deduce


de la existencia, pero la existencia misma no es producto de
la posibilidad sino solamente de un número muy limitado de
posibilidades: las posibilidades son infinitas, las que se con-
cretan son unas pocas. En cada caso, una determinada, pero
ésa que se concretó resulta por lo tanto necesaria; si es, es
porque tuvo que ser. Vale decir, en última instancia, el enlace
necesario, el más profundo, es el causal. Siempre una segunda
categoría…
Los esquemas no son más que [puras] determinaciones
a priori del Tiempo hechas reglas, [determinaciones a priori
del tiempo porque el tiempo es un a priori, pero converti-
das en reglas, vale decir, en formas necesarias de configu-
ración de la experiencia] y que, según el orden de las
categorías, tienen por objeto: la serie del Tiempo [canti-
dad], el contenido del Tiempo [la cualidad], el orden del
Tiempo [la relación], y en fin, el conjunto del Tiempo en re-
lación a todas las cosas posibles.

En otros términos, a una experiencia posible, que es una


frase que muchas veces reitera Kant.
Y es por eso que constituimos experiencia, que constitui-
mos objetos y que constituimos experiencia, como dice Kant;
que imponemos leyes a la naturaleza: no nos limitamos a des-
cubrir leyes que serían eternas de la naturaleza, no, se las im-
ponemos hasta que la naturaleza se resiste y efectivamente
corcovea, y nos muestra que hay algo más que lo que pode-
mos imponerle a la naturaleza, que en la naturaleza hay un
plus enigmático, que continuamente está abriéndose como
posibilidad de un nuevo conocimiento. Porque lo importante,
precisamente, de la frecuentación de la experiencia es la ins-
tauración de lo nuevo, y la instauración de lo nuevo es la
producción del valor. Tiene una expresión extraordinaria-
mente patente en la actividad artística. Ahí, la originalidad
del producto es una condición prácticamente sine qua non de
la actividad de la producción de valor estético y aún de cual-
quier producción de valor. Incluso en la mercancía hay no-
vedad: lo que produce la acción, el trabajo, es algo más que
lo meramente repetido, no es la reiteración de lo mismo, sino
la aparición de un elemento distinto.
69

BUBER Y KANT1

Hace días que vengo re1eyendo un librito que para mí es


particularmente significativo y querido, el libro ¿Qué es el
Hombre?2 de Buber. A mi modo de ver, es algo que puede y
debe adjuntarse como bibliografía a una lectura de la Crítica
de la Razón Pura. Hay, por ejemplo, un estudio de Kuno Fis-
cher, el gran libro de Cassirer… pero , de alguna manera, Fis-
cher y Cassirer son kantianos, y más bien, epígonos de Kant;
en cambio, Martin Buber es un filósofo original que puede
enjuiciar y contraargumentar de manera extraordinariamente
fructífera con dos contemporáneos suyos: Max Scheler y
Martin Heidegger3. De manera que yo entiendo que Buber
nos da una clara conciencia de la importancia de Kant, ubica
perfectamente a Kant en la historia de la Filosofía. Remon-
tándose hasta los gnósticos…

–¿En ese librito?

–Sí, en ¿Qué es el Hombre?


Y, por lo demás, establece, con una claridad impresio-
nante, lo que podríamos llamar las dos vertientes de la filoso-

1
Clase para el grupo de lectura de Kant, del 8/IV/1996. (N. del E.)
2
Buber, M., ¿Qué es el Hombre?, Fondo de Cultura Económica, México, 1949.
3
Heidegger es un tributario de Kant: su primer libro más pertinente al
respecto [Kant y el problema de la metafísica] se trata de una lectura de la
Critica de la razón pura.
70 Alejandro Rússovich

fía: el pensamiento cosmológico y el pensamiento antropoló-


gico; o el mundo, el universo, y el hombre, el hombre en el
universo. Como yo suelo decir: el problema antropológico co-
mienza a ser planteado por Platón en forma casi exhaustiva,
a través de la figura de Sócrates. Sócrates, del cual nos llega
la divisa del “conócete a ti mismo” (gnoti heautón), que era el
acápite del oráculo de Delfos. Sócrates lo toma de allí. Sócra-
tes, que deja de lado, prácticamente de manera total, el pro-
blema cosmológico. Sócrates es el primer antropólogo de la
Filosofía, el que pone en el centro la cuestión que constituye
la cuarta pregunta de Kant: ¿qué es el hombre?
Esas preguntas de Kant han tenido una suerte muy parti-
cular. Entre los autores de obras de filosofía se las cita mucho.
Las cuatro preguntas kantianas son cuatro adivinanzas que
de manera muy singular plantean, en una especie de apretada
síntesis, toda la problemática posible de la filosofía: ¿qué po-
demos conocer?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué podemos esperar?
y finalmente ¿qué es el hombre? Yo diría que, siguiendo el es-
tilo musical o arquitectónico kantiano, bien podemos sospe-
char que esas cuatro preguntas se parecen notablemente a las
cuatro series de tres categorías del entendimiento. Más bien:
se parecen a esas tríadas como si las tres preguntas explícita-
mente formulables tuvieran al menos un conato de respuesta,
y en cambio la cuarta es la pregunta que queda picando, Kant
la lanza al porvenir del pensamiento. Ha respondido a la pri-
mera pregunta: ¿qué es lo que podemos conocer? La experien-
cia (la respuesta es la Crítica de la Razón Pura). ¿Qué debemos
hacer? Simplemente hacer un uso práctico de la razón pura.
¿Qué podemos esperar? Lo que podemos esperar es que haya
un dios que alcancemos a conocer y a practicar la libertad y
que nos sea concedida la inmortalidad.
Estas tres ideas regulativas de la razón se responden de al-
guna manera en la Critica del juicio, en donde se hace un aná-
lisis a fondo –maravillosamente exacto– del juicio teleológico,
y se lo pone en relación con el juicio estético. Vale decir, tele-
ología (aquello que tiende a un fin) y estética (aquello que como
obra de arte es un fin en sí mismo) se entrelazan particular-
mente en la Crítica del Juicio. Yo diría que es una obra maestra
de Kant, quizá la culminación de las tres críticas, y en muchos
sentidos tan fecunda como la Crítica de la Razón Pura. Inspiró
Buber y Kant 71

a Schiller, a Goethe, a Schopenhauer, a Hegel. Específica-


mente a Hegel, quien tomó de Kant, como hilo de Ariadna
salvador, el principio de finalidad –sólo que, según la costum-
bre dialéctica hegeliana, conservó, negó y superó–. La finalidad
en la naturaleza, nos dice Hegel, no es una idea de la razón.
La finalidad en la naturaleza es un “en sí”. El organismo nos
muestra efectivamente cómo hay un fin en sí que constituye el
tope que estructura la totalidad. El funcionamiento, digamos.
La fisiología es tan real y tan necesaria como la anatomía.
Pero entonces el problema que me traía al libro de Buber
es el hecho de que Buber, en forma notable, plantea de qué
manera la Crítica de la Razón Pura no es solamente una res-
puesta a Hume, sino que es fundamentalmente una respuesta
a Pascal. No porque Kant tuviera en cuenta a Pascal, como
tuvo en cuenta a Hume, sino porque el problema metafísico
ha sido planteado en la historia de la filosofía de manera ex-
traordinaria en Platón, en Agustín, en Descartes y en Kant.
Kant es el que finalmente va a cerrar la metafísica, la va a
clausurar, y establecerá una nueva metafísica. Va a abolir la
antigua metafísica, la metafísica hasta él, y va a dar origen a
una nueva metafísica.

–¿Y cuál es la diferencia entre una y otra metafísica? Porque


mucho no lo explica.

–Podríamos decir que la diferencia fundamental entre una


y otra metafísica es que la primera es una metafísica del co-
nocimiento y la segunda una metafísica de la voluntad. Kant
inaugura la metafísica de la voluntad, no la metafísica del en-
tendimiento, no la metafísica de la razón, que es una metafí-
sica ilusoria, sino la metafísica de la voluntad que es una
metafísica real, porque la voluntad nos pone en relación con
la cosa en sí y no con el fenómeno meramente. Tenemos, me-
diante la voluntad, un acceso inmediato a la cosa en sí, acceso
que nos estaba totalmente vedado en la Crítica de la Razón
Pura en el uso teorético de la razón, porque sólo en el uso
práctico de la razón es posible.

–¿Es decir que la Crítica de la Razón Pura todavía es la Me-


tafísica antigua?
72 Alejandro Rússovich

–¡No! Es la abolición de la metafísica antigua. En la Crítica


de la Razón Pura se establece el fundamento de la nueva meta-
física, que es la metafísica de la voluntad, la metafísica del que-
rer, la metafísica –como dice Kant– de la facultad de desear.

–Que implica la libertad.

–Que implica la libertad, por lo tanto es metafísica. En


cambio, la Crítica de la Razón Pura no es metafísica estricta.

–Por eso es crítica y no metafísica, porque habla de la experiencia.

–Porque la metafísica anterior, diríamos, se ocupaba de


aquello que está más allá de toda experiencia posible. Esa
frase de Kant, “experiencia posible”, es un sonsonete que re-
corre toda la Crítica de la Razón Pura.
Lo interesante, y por eso digo yo que aquí en el caso de
Buber vale la pena que lo tengamos en cuenta, porque es un
filósofo y un filósofo original que, sin embargo, mantiene con
Kant una profunda relación, yo diría más clara, más libre,
más honesta que la relación que mantienen con Kant filóso-
fos como Hegel o como Schopenhauer: tanto uno como otro
dependientes confesos de Kant, pero al mismo tiempo des-
agradecidos. Pero es inevitable. Ambos conservan, niegan y
superan. A Schopenhauer le hubiera dado un ataque de rabia
si yo le hubiera dicho esto, porque nada le resultaría más re-
pelente e insoportable que el hecho de que se aplicara a su
pensamiento la estructura dialéctica de su odiado, estúpido
y plúmbeo género. Hegel, por otra parte… Yo no sé, es cu-
riosa esta relación: él ignoró olímpicamente a Schopenhauer.
Uno piensa cómo es posible, dos genios de la filosofía que en-
señaban en la misma Universidad de Berlín… Es verdad que
Hegel hizo una impecable carrera hasta ahí: comenzó como
preceptor privado, después fue rector de un colegio secunda-
rio en la costa del Báltico, después fue Decano de la Facultad
de filosofía en Viena, después fue Rector de la Universidad
de Berlín... digamos, una brillante carrera académica que cul-
minó en el Rectorado de la universidad.

–¿Un José Luis Romero?


Buber y Kant 73

–No, José Luis Romero ya es más respetable.

–¿Que Schopenhauer?

–No, que Hegel. Estaba hablando de Hegel.

–De Hegel en el sentido de Schopenhauer. Es decir, lo que


más despreciaba Schopenhauer de Hegel es que era, como
yo, un profesor de Filosofía y no un filósofo.

–Vos sos filósofo.

–Claro, pero soy profesor de Filosofía. Enseño en Puán,


doy seminarios, soy profesor…

–No entiendo la diferencia, porque Schopenhauer a su vez tam-


bién enseñaba, ¿verdad?

–Claro, enseñaba, pero con una diferencia muy grande:


a Schopenhauer le importaba un pepino el sueldo que ga-
naba, porque tenía (como yo, yo tengo mi campo), él tenía
la herencia del padre, que en gran parte dilapidó la
madre…

–Lo consideraba un comerciante, digamos, una cosa por el es-


tilo, ¿no?

–Sí, exacto, un mercenario de la filosofía. Y Hegel, al


mismo tiempo, ignoró totalmente a Schopenhauer. Yo no
conozco, no sé que haya leído Hegel alguna vez algo de Scho-
penhauer, este que enseñaba en el aula contigua a la de él…

–Y por eso, al que uno tiene cerca no le puede conceder…

–Es verdad.

–A uno le cuesta leer con respeto las cosas que ha escrito al-
guien cercano…

–Es un colega.
74 Alejandro Rússovich

–Uno por ahí lo lee por solidaridad…

–Y menos aún si sabe que es un colega que dice que uno es un


hijo de puta y que es un estúpido, entonces que se vaya a la mierda,
no voy a leer ni un panfleto.

–Es un medio muy competitivo.

–Claro. Pero Martin Buber pone en su lugar a Hegel, a


Marx, a Nietzsche y sobre todo se remonta a Pascal, al pri-
mero que formula la pregunta existencial. No la pregunta te-
órica existencial, no la pregunta de un profesor de filosofía,
sino la pregunta de un hombre profundamente religioso,
capaz de haber llevado, elevado al extremo de una categoría,
un sentimiento profundamente desgarrador: la angustia.
Claro que si nos remontamos a los antropólogos y nos re-
montamos a Agustín vamos a encontrar con que hay prede-
cesores de la angustia pascaliana, eso que va a recoger el
existencialismo, a través de Heidegger, de Sartre, de Jaspers.

–¿Pascal de qué siglo es?

–Es posterior a Descartes, es de la escuela de Port-Royal. Del


siglo XVII. Y, en cambio, Agustín es anterior muchísimos si-
glos… Siglo IV d. C., “en la era vulgar”, como dicen los judíos.
Esto en cuanto a la pertinencia de la lectura de Kant. Dice
Buber: Kant ha sido el primero en comprender la cuestión an-
tropológica de una forma crítica que ofrecía una respuesta a
lo que a Pascal le importaba de veras. Una respuesta que no
iba a enderezar metafísicamente al ser del hombre, sino gno-
seológicamente, en cuanto al conocimiento, a su relación con
el mundo, y que, sin embargo, captó los problemas fundamen-
tales: qué es este mundo que el hombre conoce; cómo es po-
sible que el hombre, tal como es en su realidad concreta,
pueda en general conocer; cómo está el hombre en el mundo
que conoce y qué es este mundo para él y él para el mundo.
Hermosa y apretada síntesis de preguntas.
Podríamos decir que el método buberiano es –en forma
mucho más honda que el de Heidegger– el de perfilar, pro-
fundizar, agotar la pregunta.
Buber y Kant 75

–¿En dónde están escritas esas famosas…?

–En la Antropología, publicada bastante después de la Crí-


tica de la Razón Pura.

–Posterior.

–Yo lo tengo en francés.


En verdad, Kant formuló la pregunta; su respuesta perte-
nece a lo que podríamos llamar psicología de su tiempo.

–¿Psicología?

–Sí, es decir, no la responde simplemente en su Antropología.


Ensaya una especie de respuesta posible, pero sin la pretensión
de constituir una especie de todo acabado sistemático, como
la Crítica de la Razón Pura, como cualquiera de las tres Críticas.
Para comprender –sigue Buber– en qué medida la Crítica
de la Razón Pura debe ser considerada como respuesta a la
cuestión de Pascal, examinaremos ésta de nuevo a ver cuál
es la pregunta de Pascal. Nos movemos de pregunta en pre-
gunta, nos detenemos en la pregunta, casi diríamos que pa-
samos rápidamente por alto las respuestas. El pensador
auténtico ama sobre todo la pregunta; algunos se quedan tan
enamorados de la pregunta y se pasan toda la vida pregun-
tando y sufren horrores por eso, como Pascal. El espacio cós-
mico, infinito, es inquietante para Pascal, y le hace cobrar
conciencia del carácter cuestionable del hombre, que se halla
expuesto en este momento. “El silencio eterno de esos espacios
infinitos me espanta”4. Pero lo que le espanta y conmueve no
es ya la recién descubierta infinitud del espacio por obra de
la ciencia, es el Renacimiento (Galileo es el gran vuelco cos-
mológico... es la revolución copernicana). Lo que lo espanta
y conmueve no es la ya la recién descubierta infinitud del es-
pacio por contra de su anterior supuesta finitud. Más bien,
es el hecho de que, bajo la impresión de lo infinito, le resulta
inquietante cualquier concepto del espacio, lo mismo un es-
pacio finito que uno infinito.
4
Pascal, Pensamientos, III 206. (N. del E.)
76 Alejandro Rússovich

Porque pretender imaginar realmente un espacio finito no


es empresa menos insensata que la de pretender imaginar el
espacio infinito, podríamos añadir: el espacio infinito en
cuanto microcosmos, en cuanto macrocosmos, esa doble punta
de la problemática (como dice Sherlock Holmes: “este misterio
tiene dos puntas y entonces no lo puedo resolver”, si el cliente
no le dice quién es el que manda y para qué va a trabajar en-
tonces eso para él es un misterio a la entrada del enigma; des-
pués tiene que descubrir al asesino… es mucho, un misterio a
dos puntas, “es inabarcable para mí”, dice Sherlock Holmes
con toda razón5. Al final, el cliente tiene que poner claro una
de las puntas porque, si no, no se puede trabajar).
Y Pascal le hace cobrar al hombre –no menos claramente–
conciencia de no hallarse a la altura del mundo.

–Sí, porque en cuanto vos le querés poner un límite, detrás del


límite hay algo. Si no, no sería límite.

–Sí, ¡es lo que Hegel va a llamar el infinito malo!


“Yo mismo, a la edad de catorce años…”. Por eso digo que a
nosotros… Yo comprendo el temple de ánimo de Buber, que
podríamos llamarle… Hay una novela de Manuel Gálvez que
se llama El Mal Metafísico. Sí, es el mal metafísico que aqueja,
no a todos, pero yo diría, sí, que a la edad a la que se está re-
firiendo, yo creo que sí.
Además, Buber venía de una tradición talmúdica, de una
profunda inmersión en la vivencia religiosa del hombre con
Dios. Vivió en carne propia la aventura de Abraham, y

Yo mismo, a la edad de catorce años, viví esto de una


forma que ha influido profundamente sobre toda mi vida. Se
había apoderado de mí como una obsesión insensata: tenía que
tratar de representarme constantemente los límites del espacio
o su falta de límites, un tiempo con principio y fin o un tiempo
sin principio ni fin. Y ambas cosas eran igualmente imposibles

5
En “La aventura del cliente ilustre” [The Adventure of the Illustrious Client]
(1924): “…–Lo siento –contestó Holmes–. Estoy acostumbrado a que uno
de los extremos de mis casos esté envuelto en el misterio, pero el que lo
estén los dos resulta demasiado expuesto a confusiones. Lamento, sir
James, tener que rehusar a ocuparme del caso”. (N. del E.)
Buber y Kant 77

y desesperadas, y, sin embargo, parecía que no había opción


posible más que entre un absurdo y otro.6

Un enigma a dos puntas, como decía Sherlock Holmes.


“Me encontré zarandeado entre ambos como por una confusión
irresistible, con peligro tan eminente a veces de volverme loco que
seriamente pensé en escapar al peligro mediante el suicidio”. Yo
le creo.

A los quince años encontré la solución en un libro:


los Prolegómenos para toda metafísica futura que publicó
Kant, en una especie de resumen de la Crítica de la Razón
Pura, algo más accesible, que me atreví a leer a pesar de
que en la primera línea avisa que no era para uso de estu-
diantes sino de futuros maestros.7

Él, un pendejo, a los quince años se atrevió a leer eso que


no era para él, no era para menores, no estaba en el horario
de protección al menor.

Este libro me explicó que el espacio y el tiempo no son


más que las formas en que ocurre necesariamente mi in-
tuición humana de lo que es, que por tanto no eran in-
herentes al mundo sino a la índole de mis sentidos.

Verdaderamente uno imagina la cara plácida y satisfecha


de Buber, en esa época en que no tenía ni barbita todavía.
“Y también aprendí que para mis conceptos era igualmente im-
posible decir que el mundo es finito en el tiempo y en el espacio
como decir lo contrario”. Y cita a Kant:

porque ninguna de las dos cosas está contenida en la


experiencia, y ninguna de las dos puede radicar en el
mundo mismo, puesto que éste se nos da como fenómeno,
como apariencia.

Como aparición a o para. El fenómeno, por esencia, es


para otros.

6
Buber, op. cit., pág. 29.
7
Ibid., pág. 42.
78 Alejandro Rússovich

–Por definición.

–Por definición. Y todo lo que se puede conocer del fenó-


meno es este para-otro, porque este otro lo único que recibe
del fenómeno es la intencionalidad del fenómeno que se di-
rige hacia él, pero que sabe del trasero del fenómeno

–Pero eso se relaciona muchísimo con la definición de la frase:


es algo para alguien.

–Exacto, es algo para alguien en algún aspecto, y la cosa


en sí es el culo del fenómeno. La cara del fenómeno –para
usar términos gombrowiczianos– es aquello que conocemos
pero plenamente; ahora, el culito del fenómeno, eso que
nunca se muestra, esa es la cosa en sí.

–La otra cara de la luna…

–La otra cara de la luna es una cosa en sí.


Este mundo, entonces, sólo se nos da como fenómeno,
cuya existencia y trabazón tienen lugar únicamente en la
experiencia; fuera de ella, nada. La experiencia dice “con-
migo todo, sin mí nada”. Ambas tesis pueden ser afirmadas
y demostradas: son las antinomias de la Crítica de la Razón
Pura que también Hegel va a demoler sistemáticamente,
porque Hegel va a alcanzar la cosa en sí, va a alcanzar el
absoluto, va a resolver las antinomias (pero ésta es otra his-
toria). Ambas tesis pueden ser afirmadas y demostradas:
entre la tesis y la antítesis existe una contradicción insolu-
ble; esta contradicción insoluble será el punto de partida
de Hegel.
Una antinomia de las ideas cosmológicas, con lo cual se
refuta la prueba cosmológica de la existencia de Dios. Y el
cosmos es el orden Y por lo tanto hay un ordenador, una
computadora que rige el universo porque, si no, sería un des-
piole, se cae el software. Y el mundo se va a la mierda.
Esta prueba cosmológica, entonces, es refutada por Kant.
Pero el ser mismo no es rozado por ninguna de las dos. Se
puede seguir siendo uno mismo quien es tranquilamente, des-
entendiéndose de las antinomias. No afecta nuestro propio
Buber y Kant 79

ser; permanecemos incólumes, como dirían los estoicos, y a


un lado y al otro yacen estas antinomias inservibles que no
nos llevan a ninguna parte. Entonces, nos tiramos por la vía
del medio, como dicen los cubanos

–Como dicen los ingleses, un problema sin solución no es pro-


blema.

–Claro. La cuestión que este librito nos está resolviendo


es una respuesta a la pregunta ¿qué es metafísica? Es una pre-
gunta…, digamos, y nos responde de tal modo que ya vamos
a saber de una vez para siempre lo que es metafísica: es, por
una parte, afirmación absoluta de lo absoluto, de aquello que
está más allá de la experiencia. Decir, como Leibniz, que el
mundo está compuesto de mónadas, que el todo, que lo que
concebimos como todo es una pluralidad infinita de unidades
últimas e indescomponibles que encierra en cada una de ellas
el todo en su conjunto. El microcosmos, nada más que un
espejo en donde reproduce…

–Una muestra gratis.

–Sí, un botón de muestra del macrocosmos, del supremo


infinito orden eterno del todo de las cosas, del ser, del ser del
devenir de Heráclito, equivalente a la concepción de Demó-
crito, no tiene nada que envidiarle a Parménides y a Herá-
clito. Leibniz es un metafísico nato, es el predecesor
inmediato de Kant, a quien Kant veneraba profundamente
y de quien tomó infinidad de conceptos. De Leibniz, de la
vulgarización de Leibniz que hizo Wolff.
Seguimos entonces con la formulación que nos hace
Buber del problema metafísico:

“ya no me veía obligado a atormentarme con el in-


tento de representarme primero una cosa irrepresentable
y luego la contraria no menos irrepresentable. Tenía que
pensar que el ser mismo se halla sustraído por igual a la
finitud, espacio-temporal, y a la infinitud, espacio-atem-
poral, porque no hace más que aparecer en el espacio y
en el tiempo, sin entrar él mismo en esa aparición”.
80 Alejandro Rússovich

El ser no entra en su aparición, está esto que queda más


allá, y lo que nos entrega de sí es aparición.
“Por entonces, comencé a vislumbrar que existe lo eterno”. Por
entonces, podría añadir Buber, comencé a familiarizarme con
el Dios de Spinoza.
“Por entonces, comencé a vislumbrar lo eterno”, que es
algo muy diferente a lo infinito, como también es muy dife-
rente de lo finito y, sin embargo, puede darse una comunica-
ción entre el hombre que soy yo y lo eterno.

–Yo no entiendo por qué lo eterno es tan diferente de lo infinito.

–Muy infinita es la manera con que se me aparece lo


eterno. Lo infinito se nos escapa, como lo finito, también.
En cambio con lo eterno podemos entrar en una relación in-
mediata. Lo eterno es Dios. Lo eterno es el absoluto para los
filósofos. Lo eterno es el otro, el Otro, y cuando decimos otro
con mayúscula, finalmente nos va a decir Buber: saquen la
mayúscula. Si la relación esencial es la relación con el otro,
y a partir de esa relación con el otro entonces yo puedo esta-
blecer algo que es, en términos de Kant, un en sí.

–El otro como no yo, simplemente.

–Como no yo, y al mismo tiempo como idéntico y absoluta-


mente diferente. Eso sí, pero no sé por qué eterno.

–Porque es un absoluto, la conducta. Kant nos va a decir,


con relación a la moral, que en el acto moral nos ponemos
en relación con algo que está más allá o más acá, o en todo
caso que no depende en absoluto del espacio y del tiempo.
Lo infinito es lo que depende del espacio y del tiempo pero
en el acto moral yo llevo a cabo algo que, como diría Spinoza,
pertenece a lo eterno.

–Sí, eso lo entiendo.

–La suma de los ángulos de un triángulo: eso es eterno.


Yo debo devolver el depósito que me dieron, la plata que me
prestaron. Eso es eterno, ¿estamos?
Buber y Kant 81

–Sí, sí, eso sí.

–¿Cómo “sí, eso sí”?

–Ahí estoy de acuerdo.

–El triángulo y el Banco de la Provincia son la misma cosa.

–La idea del banco es eterna, pero que el otro como per-
sona, como lo otro… todo lo que no es yo es lo otro, eso sí
entiendo. Pero en realidad lo eterno no es el otro, sino mi re-
lación con el otro, o nuestra relación.
No sé si aclaró un poquito más esta diferencia entre lo
eterno y lo infinito.

–Sí.

–Entonces podemos seguir adelante.

Por entonces comencé a vislumbrar que existe lo


eterno, que es algo muy diferente de lo infinito, como
también es muy diferente de lo finito y que sin embargo
puede darse una comunicación entre el hombre que soy
y lo eterno.

Así se comunicaba, por ejemplo, Agustín con lo eterno.


Él le decía: decime Señor qué carajo es el tiempo, vos que lo
hiciste, explicámelo porque yo a otro no le puedo preguntar.
Y entonces entraba en una comunicación inmediata con lo
eterno.
Como Job, que hablaba con Él y le decía “¡¿qué carajo
me hiciste?! ¡Mirá adonde me mandaste, que estoy en la pura
miseria! ¡¿Dónde está la justicia?!”. También él hablaba, ¿no?,
mano a mano con Su excelencia. El Señor no puede ser in-
justo. “¡Perdóname Señor! Soy nada frente a vos pero hay
algo que te tengo que decir porque no te la puedo dejar
pasar, vos que sos el que hizo la Creación, el Gran Arqui-
tecto, el Señorón, te mandás una injusticia que es una ca-
gada que no te la puedo dejar pasar por alto”. No se lo dijo
con esas palabras, se lo dijo con mucho respeto, pero se lo
82 Alejandro Rússovich

dijo. Es decir, esta comunicación con lo eterno, que después


con la decadencia, diríamos, la degradación de lo religioso
se convirtió en relación con lo absoluto, en gente como
Hegel, como Schelling, como Fichte.

–Lo que yo entiendo es que lo eterno es lo abstracto.


–¿Lo abstracto? Si, en parte podríamos decir lo eterno es
lo abstracto, en el sentido de la matemática…

–Son los conceptos.

–Son los conceptos, son las Ideas eternas de Platón. Esta-


mos en pleno Platón.

–La blancura es eterna, las cosas blancas son infinitas

–Como diría Peirce, es una cualidad, es una primeridad.


Las primeridades son eternas; ahora, las segundidades, la exis-
tencia, esto es recontra-fugaz. Eso ya está pasando a toda ve-
locidad. Ya nosotros estamos pensando en un geriátrico. Es
brava la cosa.

–Y la terceridad, que es la ley, no es eterna pero es infinita. Es


decir, tuvo comienzo, pero no fin. Es el hábito.

–Claro. Es aquello que se construye para el porvenir, vale


decir, de manera alguna es eterno. No solamente no es eterna
en cuanto a que tiene comienzo, sino que también la ley no
es eterna, porque será reemplazada por otra ley más abarca-
toria y más justa, más verdadera. Es la historia de todas las
leyes.

–Me acuerdo como van los tiempos y (…)

–Es la historia de todas las leyes de la naturaleza y de las


leyes del Derecho, de las leyes históricas y de las leyes que se
han producido en la Historia. Ojo, no la Ley de la Historia,
que es otro macanazo de Hegel que no se puede dejar pasar
por alto, como si la Historia fuera algo independiente, que
tuviera sus propias leyes, así como la naturaleza.
Buber y Kant 83

Entonces, no sé si leí la respuesta de Kant a Pascal. La res-


puesta se puede formular así: “lo que te espanta del mundo,
lo que se te enfrenta como el misterio de su espacio y de su
tiempo, es el enigma de tu propio captar el mundo y de tu
propio ser, tu pregunta ¿qué es el hombre? Es, por consi-
guiente, un problema auténtico para el que tienes que buscar
la solución”. Porque un problema auténtico es, como yo suelo
decir en la clase, la diferencia entre una pregunta auténtica y
una pregunta falsa. La pregunta del examen es falsa; la pre-
gunta auténtica es la pregunta que está fundada en la deses-
peración: “Don, ¿qué colectivo me lleva a Plaza de Mayo?”,
porque tengo que llegar, y pregunto de verdad, porque pre-
gunto empujado por un sentimiento urgente, irrefrenable. Y
esa pregunta es la pregunta metafísica, y por eso es que nos
va a decir Kant: la metafísica es, al mismo tiempo, imposible
e inevitable; estamos condenados a la metafísica, pero es
bueno que sepamos que metafísica es un intento siempre fa-
llido pero, al mismo tiempo, una de las tareas más gloriosas
del espíritu humano. Empujados por la metafísica llevamos a
cabo todo lo que constituye eso que llamamos progreso: un
buceador como Newton o como Einstein más tarde, se mue-
ven en lo absoluto, se mueven en el charco de la metafísica.
Esto es al mismo tiempo su tropezadero y su sustento. La me-
tafísica está incluso en el huevo de la ciencia contemporánea,
de la modernidad, digamos.

–Sí, con sólo pensar lo que se está haciendo con el ADN y los
cromosomas…

–Pone los pelos de punta. En este punto se nos muestra la


interrogación antropológica de Kant como un legado ai que
nuestra época no puede sustraerse. Ya no se traza ninguna
mansión cósmica para el hombre, sino que se exige de él,
como constructor de la casa, que se conozca a sí mismo –lo
que había empezado a decir Sócrates–.
84 Alejandro Rússovich

En el Café Tortoni de Buenos Aires. A la derecha de Alejandro,


el traductor de Gombrowicz al italiano, Francesco Cataluccio, y a
la izquierda, con la imagen lamentablemente velada, Ryszard Ka-
puscinski. Octubre 2002.
85

III

Hay pensadores que ofrecen una particularidad intensidad,


una fuerza de convicción singular, y esos textos están ahí. Los
textos siempre son una excusa, un punto de partida. La lectura
atenta, algunos trabajos de escritura, sólo eso le da a uno la me-
dida de lo que puede hacer. Suscitar el interés, quedarse con las
ganas y haber tenido la experiencia de que uno puede pensar. Y
que para pensar no se requiere un aprendizaje especial. Pensar
es como nadar. Y una de las cosas imprescindibles para aprender
a nadar es meterse en el agua, porque todo lo que se diga antes
al respecto es teórico. Sólo el diálogo vivo produce en cada es-
píritu la sensación de que es posible participar. Ese diálogo es
intemporal, porque uno conversa con Platón, con Hesíodo, con
Homero, a través de los siglos, y están presentes en la medida
en que uno se da cuenta de que son nuestros hermanos, nuestros
contemporáneos, ya que podemos establecer en cualquier mo-
mento una relación fecunda con ellos.
86 Alejandro Rússovich
87

“Cuando pienso que pienso no consigo…”

Cuando pienso que pienso no consigo


recobrar el amor del bien amado
algo queda, me falta aquel pasado
en que con otro estuve al fin conmigo.

Ese cuerpo, no el mío, esa mirada


me habló, me dijo, me abrazó en su hierro
me vi, supe de mí, trazó mi encierro,
cercó mi ser, mi libertad cerrada.

Pero yo mismo fui por un instante


un sueño de saberme bien amado.
¿Quién dice instante? Sólo el que ha pasado

por el trance mortal del navegante:


brújula loca, derrotero errado,
flujo sin fin y norte equivocado.
88 Alejandro Rússovich

Con "Rosa María, risa y alegría..."


89

LA CONTRADICCIÓN1

Tomemos como centro temático de la reunión de esta


noche: la contradicción. Y señalo aquí: dicción contra dicción.
En otras palabras, “nombramos” la contradicción. La contra-
dicción se realiza en el plano de la enunciación, del lenguaje.
Es decir, es una dicción que contradice otra dicción. Por eso la
llamamos “contra-dicción”. No pensamos la contradicción en
los hechos, sino que la pensamos en las palabras. La pensamos
en el plano lingüístico. Es decir, la contradicción se nos pre-
senta como algo que dice lo contrario de lo que se dice. Al
mismo tiempo, a la vez, y en el mismo sentido.

–¿Por qué en la palabra y no en los hechos?

–Por el momento tomemos el nombre, es decir, la expre-


sión “contradicción”. Qué es lo que dice la expresión “con-
tradicción”. Después vamos a ver en qué medida eso se realiza
en el pensamiento, en los hechos, en la realidad, en qué me-
dida la contradicción es constitutiva de la conciencia en tanto
que desdoblamiento.
Por el momento decimos “dicción contra dicción”.
Digo “A”, digo: “no A”. Esto es, digamos, en el plano ló-
gico, el enunciado contradictorio.
La contradicción, ella misma, no es contradictoria. No se
anula a sí misma. Se entiende, es pensable. Es enunciable.
1
Clase en el marco de un grupo de lectura de psicoanalistas sobre Hegel,
el día 7/11/1980. Transcripción mecanografiada. (N. del E.)
90 Alejandro Rússovich

Es el hecho más caro a la conciencia, su pensamiento predi-


lecto. El chiste, el humor, la paradoja que revela lo que
oculta. Es el signo por excelencia. Lo esencial de toda signi-
ficación. Digo esto en lugar de otra cosa. Cada palabra está
en lugar de otra cosa. Con “esto” digo “lo que no es esto”. Me
contradigo para decir. Al mismo tiempo, y en el mismo sen-
tido, según la fórmula aristotélica, la contradicción es el “ho-
rror” de la conciencia, el vacío de sentido. La nada
encarnada en el lenguaje.
La marcha entera de la ciencia, conocimiento verdadero
de lo verdadero, es una historia del esfuerzo de la conciencia
para anular la contradicción. El hecho nuevo, que no cabe
en la teoría, que la contradice, debe ser incluido en una
nueva teoría que lo explique, que lo haga desaparecer como
hecho; es decir, como contradictor.

–¿Eso sería una forma de la Aufhebung?

–Sí, sí, exactamente. Hay una frase que se atribuye a Hegel


–que no sé si la dijo en alguna de sus clases– y que es muy
significativa, que enuncia la cosa así: “si los hechos están en
contra de mí, peor para los hechos”. (Risas). Se atribuye a
Hegel y “si non è vero, è ben trovato”. Este sería el planteo que
propongo para la temática de esta noche: la contradicción
con relación al texto que vamos viendo2.
Una de las dificultades que presenta este texto es, precisa-
mente, el eslabonamiento de contradicciones. Por lo tanto,
es necesario volver un poco atrás y pensar el mecanismo ge-
neral de la contradicción. Aquí yo lo enuncio como un hecho
que se puede rastrear a nivel del lenguaje, incluso considero
el modo más habitual, más familiar de la contradicción, la
paradoja, el chiste, la situación que revela algo que se hace
presente y, al mismo tiempo, es negado.
Podemos tomar algo que a todos nos resulta familiar, que
es el análisis del chiste freudiano. Parte de un hecho banal.
El chiste del acto fallido, de una pequeña punta contradic-

2
“La percepción contradictoria de la cosa” en Hegel, G. W. F., Fenome-
nología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág.
74.
La contradicción 91

toria que asoma en la expresión, en el lenguaje. Un judío


dice a un no judío: “Sie sind ein Gauner” (“usted es un ato-
rrante”, una porquería, un bandido). El otro se queja y el
juez lo condena al judío a decir la misma frase en sentido ne-
gativo: Sie sind kein Gauner. Entonces el judío dice: “Sie sind
kein Gauner?” (“¿usted no es un bandido?”). Es decir, lo enun-
cia en forma interrogativa y el juez le dice: ¡No, no, no! ¡Así
no! “¡Ah!”, dijo el judío, “¡usted me dijo el texto, pero no la
melodía!”.
El enunciado contradictorio se presenta habitualmente,
pero incluye la negación. La negación está presente. La pre-
sencia de una negación pone en evidencia el carácter con-
tradictorio pero, al mismo tiempo, la verdad del enunciado.
Cuando decimos “A”, pero para decir “A” decimos “no A”,
estamos utilizando el procedimiento fundamental de la con-
tradicción expresiva. El lenguaje dice “yo no me contradigo,
lo que nombro es la verdad, lo que enuncio es lo real, esto
que está aquí, en este momento, esto es lo que estoy enun-
ciando, no se me entienda de otro modo”. Pero, al decirlo,
el lenguaje mismo desarrolla una estructura que, para sí, es
contradictoria. En otras palabras, vamos a la parte en la cual
hacemos referencia a la significación. La significación es un
mecanismo contradictorio. Mediante una cosa digo otra.
Mediante la palabra enuncio lo que no es palabra, apunto a
lo real, pero lo real es construido a partir de algo que se pre-
senta como sustitutivo de lo real. Ya en la constitución
misma del lenguaje, de la expresión como tal, estamos ob-
servando el funcionamiento de un mecanismo contradicto-
rio. La palabra se presenta como sustituto de lo real pero al
mismo tiempo ella misma se presenta como verdad, vale
decir, como lo real mismo. Uno de los grandes poderes del
lenguaje es, precisamente, esta confusión que se establece
entre el signo o el significante y su significado, por el valor
de sustitución, por la carga libidinal, podría decir usted, con
que el significante asume la función de la otra cosa que está
reemplazando.

–La representación simula ser presencia.

–¡Exactamente!
92 Alejandro Rússovich

–Hay un engaño…

–Pero es el mecanismo lingüístico que estamos utilizando


habitualmente. Cuando decimos “mentar”, eso es contradic-
torio en sí mismo. Pero la contradicción sirve para enunciar
algo que se presenta como no contradictorio.

–Norma acuñó una frase histórica: “El vacío de la ausencia es


colmado por la plenitud de la representación”. La representación
es una mentira, porque simula ser presencia.

–Pero, además, ¿no es acaso una verdad porque confirma? Eso


es lo que yo no entiendo. Es una mentira que sustituye a la cosa,
pero además confirma lo representado.

–¿En qué sentido?

–En el sentido que si nosotros nombramos “mesa”, estamos sus-


tituyendo a la cosa “mesa”, pero además confirmamos que hay una
cosa “mesa”.

–Eso. Aquí estamos en el tema. Cuando nombramos


“mesa”, nombramos la cosa, la representamos estando pre-
sente la cosa. Es lo que dice Hegel: la percepción en realidad
es una mezcla de lo universal y de lo particular. Es decir, es-
tamos construyendo un objeto al mismo tiempo que lo nom-
bramos y precisamente porque lo nombramos. La mesa es
mesa no solamente porque está aquí, y porque es blanca y la
toco, sino porque la nombro y la constituyo como tal objeto
sostenido por cuatro patas, que sirve para sostener otras cosas,
etc. Todo lo que está incluido en la representación universal
de la mesa, está producido al nombrar la mesa. Entonces,
estoy construyendo un objeto a partir de la percepción sensi-
ble, de la certeza sensible. Pero ya no es la certeza sensible sola,
sino es una combinación de lo universal y de lo particular.

–Si así no fuera, Freud no podría haber dicho que el síntoma,


que es fruto de la representación, hace gozar o sufrir. Si hace gozar
o sufrir, estamos implícitamente reconociendo la capacidad pre-
sentificante de la representación, o sea, el hecho de que la repre-
La contradicción 93

sentación, que es mentira porque simula ser presencia, es al mismo


tiempo verdad porque actúa como si fuera presencia.

–Otro tema relacionado con éste, es entonces no solamente


el lenguaje, sino la significación en general. La significación
como un proceso que se cumple también dialécticamente.
Cuando yo establezco un signo, cuando yo pienso en un
signo, generalmente pienso en una cosa, en un significante:
en una palabra, en un objeto, en algo inmediatamente acce-
sible a la percepción y a la sensibilidad. Pero este signo, como
tal, es un intermediario; él no es en sí mismo lo que es, sino
que apunta a otra cosa que él no es. Es decir, es una construc-
ción contradictoria. Cuando digo que un síntoma es un sín-
toma, lo estoy pensando como signo. El síntoma está presente,
pero remite a otra cosa. Otra cosa que es supuesta, presu-
puesta, concebida o preconcebida. El signo mismo -el síntoma-
tiene un status ontológico muy particular: está en el cuerpo,
pero no es el cuerpo; es una noticia que se produce en una
instancia que se llama conciencia; placer, dolor, sensación en
general. Remite a otra cosa, es decir, lo que lo provoca, lo que
lo determina como síntoma, como signo. Pero esa otra cosa
tampoco está presente. El signo mismo entonces es una me-
diación, y se define más bien por lo que no es que por lo que
es. En este sentido, entonces, entendemos la identificación que
hace Hegel: mediación, negación y universal. El signo es uni-
versal en la medida en que constituye un concepto, en que es
pensable, en que es concebible, y en que se define como ne-
gación de todo lo que no es él.

–¿En qué sentido se integra la palabra “signo” en este contexto,


como aquello que remite a un referente o como aquello que remite
a un significado?

–Vamos a definir los términos: referente sería el objeto


hacia el cual apunta el signo; el objeto real, el objeto diná-
mico, diríamos, en el que reside lo efectivo. En este sentido,
hay un objeto del signo. El signo mismo no es el objeto; pero
él también tiene un carácter objetivo, es aislable, yo puedo
decir: esto es un signo, es un representante. En términos de
Peirce, es un representamen, es decir: “lo que representa”. Pero
94 Alejandro Rússovich

el signo, para ser representante de un objeto, necesita de una


condición esencial: necesita de otro signo que lo interprete,
y es lo que Peirce llama el “interpretante”. Entonces, un
signo es una tríada, funcional, imposible de disociar: objeto,
representamen e interpretante. El interpretante, ¿qué es? ¿Es
el intérprete? No. El interpretante puede residir en una
mente, que sería la mente del intérprete. Pero el interpre-
tante, a su vez, es aislable; es otro signo, mediante el cual se
explica ese signo.
En un diálogo muy profundo, que, si tienen ocasión de le-
erlo… de San Agustín, que se llama El maestro, comienza es-
tableciendo San Agustín, en un diálogo con su hijo, que el
significado de un signo es otro signo. Con eso sienta lo que
vendría a constituir toda la teoría semiótica moderna.
El significado de un signo no es esa “cosa” a la cual el signo
se refiere. En otras palabras: el significado de un signo no es
el referente.
El significado de un signo es otro signo. El signo que lo ex-
plica, el signo que pone en evidencia el sentido de este signo.

–Que a su vez remite a otro…

–A su vez remite a otro. Es una cadena infinita como la


del diccionario, en la cual una palabra tiene que ser compren-
dida mediante otra palabra.
Pero lo fundamental es esto, entonces: que tengamos en
cuenta que en la significación hay objeto, signo e interpretante.
Que la relación entre el signo y el objeto es como la relación
que hay entre el interpretante y el signo.

–¿El interpretante es arbitrario?

–¿Qué quiere decir “arbitrario”? Vamos a hilar fino. Ojo


que éste es un concepto de esos “pesados” en la lingüística y
en la semiótica moderna.

–¡Es que si no hay interpretante no hay signo ni objeto!

–Dice Saussure: la relación entre el significante y el signi-


ficado es una relación arbitraria. ¿Qué quiere decir “arbitra-
La contradicción 95

ria”? Aparentemente, si nos atenemos al contexto de Saus-


sure, arbitrario quiere decir inmotivado.

–Pero también quiere decir convencional.

–También quiere decir convencional, pero esa es otra pa-


labra que tiene que ser definida.
Entonces, cuando decimos “arbitrario”, estamos pen-
sando en realidad en un concepto ambiguo y, por lo tanto,
contradictorio. ¿Por qué? Hagamos un poquito de historia:
¿de dónde viene “arbitrario”? Viene de arbiter. Esta es una
palabra latina; se llamaba así al que estaba subido al árbol.
El árbitro era el que veía más, y por lo tanto el que podía
determinar la situación. Es como el que está en la popa de
un buque. Entonces, ya en latín la palabra arbiter tenía un
significado ambiguo. Es decir, por una parte era el juez, y
por otra parte era el entrometido, el que espía, el que sabe
lo que en realidad no tendría que saber. Tenía ese doble
sentido.
Para nosotros, “árbitro”, “arbitraje”, “arbitrio”, “arbitra-
riedad”, también tienen un doble sentido. El libre arbitrio
es la condición más elevada del hombre. Y la arbitrariedad
es algo signado peyorativamente. Una persona arbitraria es
una persona que obra porque sí, ilógicamente, porque se le
ocurre, porque “se le canta”, y lo hace. Pero si analizamos
un poquito más, resulta que esta arbitrariedad que funda-
mentaría la relación entre significado y significante, es pre-
cisamente esta condición particular del individuo que asume
la significación, sin otro fundamento, porque sí. Asume la
significación, la establece; dice, como decía el Humpty-
Dumpty de Alicia en el País de las Maravillas, “cuando yo
digo una palabra, esa palabra significa lo que yo quiero
decir, y ninguna otra cosa. Yo pongo el significado”3. Es
decir, que, por una parte, nos estamos refiriendo a esta cua-
3
A través del Espejo y lo que Alicia Encontró allí. En Carroll, L., Los Libros
de Alicia, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1998 (traducción anotada
de Eduardo Stilman, prólogo de Jorge Luis Borges), Cap. VI: “Cuando
yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty, en tono despectivo– esa palabra
significa exactamente lo que yo decidí que signifique… Ni más ni menos.”
(N. del E.)
96 Alejandro Rússovich

lidad fundamental de la libertad, que establece una signifi-


cación “porque sí”. Pero resulta que lo arbitrario es, como
señalaba Abadi también, lo convencional. ¿Y qué es lo con-
vencional? Lo convencional es lo que conviene, aquello en
lo cual todos convenimos: vamos a reunirnos a determinada
hora, vamos a hablar sobre esto, etc., etc. Todo esto es con-
vencional, es el origen y el producto de una convención.
¿Por qué? Porque todos convenimos en el mismo punto y
porque esto es lo que conviene. En otras palabras, que la
arbitrariedad no es tan arbitraria. Que si examinamos, si
“rascamos” un poco en el origen de una unión entre signi-
ficante y significado, vamos a encontrar una conveniencia.
Resulta que en determinada circunstancia histórica, olvi-
dada o ignorada en el lenguaje, esto era lo más apropiado
para indicar otra cosa. Había una cierta relación. Entonces,
no era tan arbitrario, no era tan convencional en el mal
sentido, sino que era arbitrario y convencional en el buen
sentido, unir este significante a un significado. Si nosotros
consideramos, por ejemplo, los análisis freudianos de los me-
canismos inconscientes (el desplazamiento, etc.), ¿cómo se
producen las uniones? Hay un vínculo, y esto es lo que per-
mite, en última instancia, la interpretación. Si la unión
entre significante y significado fuera absolutamente inmo-
tivada, entonces nos encontraríamos frente a un lenguaje,
como ejemplificaba Abadi en su trabajo4, como el lenguaje
etrusco, del cual no se conoce la lengua, y por lo tanto es
imposible descubrir la unión entre significante y significado,
es decir, hay una falta de motivación absoluta, no porque
existiera esa falta de motivación, sino porque no es accesible
a nosotros. Pero al interpretar, nosotros nos ponemos, de
alguna manera, en la situación histórica en que se genera
esa relación entre significante y significado. Es decir, hay
una motivación; suponemos que hay una motivación; su-
ponemos que hay una causa, algo que vincula el significante
al significado.

–Pero, ¿se puede acceder a la comprensión del significado que


nos impuso un mundo cerrado en sí mismo, si no es desde afuera?
4
Ignoramos a qué trabajo se refiere. (N. del E.)
La contradicción 97

Si me dan un diccionario y yo no sé ninguna palabra de ese idioma,


puedo dar vueltas hasta el infinito, y nunca comprenderé ese
idioma…

[…]

–…es una brecha que está afuera de ese mundo cerrado, a tra-
vés de la cual penetro. Esa brecha que me permite penetrar da
paso a algo que ya sé, al lenguaje en sentido saussureano, y que es
el mundo de las cosas y de las nociones en que toco una mesa y
como sobre ella…

–Yo observaría lo siguiente: el ejemplo es bueno y malo


como todos los ejemplos. Es bueno en este sentido: que si yo
me enfrento con algo así ante todo sé algo, sé que es un dic-
cionario, se que es un código. Parto de esto: es un código.
Me va a costar un trabajo infinito descifrar esto, pero sé que
es un código.

–Es un conocimiento externo al diccionario…

–Es un conocimiento externo. Es un conocimiento que


engloba al diccionario como tal cosa, como resumen, como
sinopsis de un código existente en donde tal cosa corres-
ponde a tal otra cosa. No tengo acceso a él pero lo com-
prendo en su totalidad, y entonces puedo trabajar a partir
de allí. Lo que hizo Champollion. A Champollion, en de-
terminado momento, se le prendió la lamparita y compren-
dió que los jeroglíficos no eran fantasías sino que
constituían un código y que ese código tenía el carácter de
todos los códigos: que si no era alfabético era fonético, si
no era fonético era ideográfico, o sería una mezcla de ideo-
grafía y fonetismo y alfabeto. Con esta concepción funda-
mental empezó a trabajar. Comprendió la totalidad del
problema. Entonces se fijó en los detalles particulares, y em-
pezó a establecer relaciones, falsas, no falsas, comprobadas,
no comprobadas. Poco a poco fue avanzando. Pero com-
prendió que se trataba de un código, y que este código no
era de ninguna manera arbitrario en el sentido de que podía
significar cualquier cosa.
98 Alejandro Rússovich

Hay elementos que permiten entrar en el misterio de un


código desconocido. Pero ante todo sabemos que se trata de
un código.

–Si el interpretante es arbitrario en los dos sentidos (la arbitra-


riedad por el poder: esto que digo yo es lo que digo yo, y arbitrario
por una convención) quiere decir que el significado del significante
lo da un determinado poder, y el poder que domina puede hacer
que un significante tenga un significado conveniente a los intereses
del poder.

[...]

–Las reglas son el plano más alto del signo. Quiero señalar
esto: empezamos hablando de la contradicción y estamos en
los enredos de la significación. Nos hemos ido de tema por-
que establecemos que la contradicción es un mecanismo fun-
damental de la significación. Ahora estamos viendo más en
detalle el problema de la significación.
En la semiótica moderna, uno de los pensadores más te-
nidos en cuenta, porque desarrolló muy a fondo el problema
del signo, es Charles Sanders Peirce, norteamericano, funda-
dor del pragmatismo (que después tuvo, como escuela filosó-
fica, muy poco que ver con él). El trabajo más importante de
Peirce se realizó en el terreno semiótico. Es casi contemporá-
neo de Saussure. Podríamos decir, para hacer una síntesis
muy global, que hay tres clases de signos. Peirce los llama ín-
dices, íconos y símbolos. Un índice es algo que está, como
signo, en una relación de contigüidad muy estrecha, de in-
mediatez con lo que significa: el humo es un índice, un indi-
cio o un síntoma, como quiera llamárselo, del fuego. Ante la
presencia del humo determino la presencia de un fuego que
en realidad está ausente a la percepción. Las nubes, la lluvia,
etc., y todos los síntomas considerados clínicamente, son in-
dicios, son indicadores. La presencia de esta determinada par-
ticularidad apunta de modo inmediato, está estrechamente
unida a esta otra cualidad que no se hace presente. La rela-
ción, entonces, entre significante y significado, para el indicio
es una relación de contigüidad, de inmediatez. La causalidad
está presupuesta. La causalidad es un concepto del entendi-
La contradicción 99

miento que se aplica a la naturaleza en general. Pero nosotros


no pensamos en términos de causalidad cuando pensamos en
el humo y el fuego. Pensamos, en realidad, que el humo no
es nada más que la prolongación del fuego.

–Pero cuando yo voy por una ruta, y veo una figurita que indica
una locomotora, yo sé que cincuenta metros después voy a encon-
trar una vía de ferrocarril. ¿Eso es un índice?

–Eso es un símbolo. Eso es un signo muy elaborado. En


realidad, el pito de la locomotora sí es un índice.

–¿El semáforo?

–Es un símbolo, en el sentido de Peirce y de Saussure


también.

–¿Y el síntoma, por qué decís que es un índice?

–Porque está vinculado de manera inmediata a aquella


condición que suponemos es la cosa. Pero no establecemos
una relación causal, sino más bien la simple contigüidad. El
pito de la locomotora forma parte de la locomotora, yo no
pienso que la locomotora es la causa del pito.
Después viene otra clase de signo, en la cual la relación ya
no es de contigüidad, sino de semejanza; es la relación icónica.
Hay dos clases de semejanza: una semejanza inmediata y
una semejanza mediata. Aquí se desdobla la cosa. Una seme-
janza inmediata sería la de una caricatura o un dibujo, una
semejanza mediata sería la de un diagrama. Por ejemplo, el
trazo de la temperatura en el cuadrito que se pone al pie de
la cama en el hospital. Es decir, hay una relación diagramá-
tica de semejanza entre las alturas y los descensos de la tem-
peratura, y los picos que suben y bajan en el dibujo que nos
representa la fiebre. Esta también es una relación icónica. En-
tonces, tenemos un segundo tipo de signo que es el ícono.
En estos dos signos, hay una motivación, que en el caso
del índice es más fuerte, en el caso del ícono es más débil,
pero existe una motivación entre significante y significado.
No es arbitrario en el sentido de que podría ser cualquier
100 Alejandro Rússovich

cosa, sino que evidentemente existe un procedimiento me-


diante el cual pasamos del signo al significado.
Y finalmente, viene el tercer signo, el símbolo, aquel en el
cual se da una verdadera relación arbitraria en sentido am-
plio. ¿Por qué? Porque nosotros nos ponemos de acuerdo y
establecemos una norma, una ley que se hace entre dos, como
decía recién Abadi. Entonces, a partir de este momento,
vamos a establecer un árbitro, el árbitro de la ley, es la
norma, es lo que hace que esto signifique tal cosa, de aquí en
adelante, y en general. El símbolo es lo universal.
Una importante aclaración: no existen en absoluto signos
puros. Un índice es predominantemente un índice, pero tiene
algo icónico y algo simbólico. Es decir, de alguna manera
también constituye y forma parte de un código, por lo tanto.
es un símbolo, y de alguna manera evoca, representa una
imagen correspondiente a un significado. El ícono, a su vez,
es una representación, pero una representación que también
forma parte de un código, que también está vinculada a la
cosa que representa con cierta inmediatez, y que por lo tanto
participa de los otros dos. Y un símbolo, a su vez, una pala-
bra, la palabra “átomo”, por ejemplo, la palabra “libro”, la
palabra “radio”, son palabras que, como tales, pertenecen pu-
ramente a un código, son absolutamente arbitrarias, están
obedeciendo a una regla de significación preestablecida. Pero
en su origen, a cada una de esas palabras, simbólicas y arbi-
trarias, le podemos encontrar una punta indicial y una punta
icónica, que es lo que hacen los poetas, y lo que hacen,
cuando lo hacen bien, los psicoanalistas y, sobre todo, los en-
fermos. Es decir, están resucitando el carácter indicial y el ca-
rácter icónico de la expresión.

–Por ejemplo, el travestismo de un travestista, como síntoma,


es un signo predominantemente icónico.

–Tiene carácter predominantemente icónico; pero además


es un síntoma, y por lo tanto es indicial. Y además, forma
parte de un código general, que es el de la clínica, que le llama
a esto travestismo. Es decir, tiene las tres dimensiones, no en
la misma medida, no en la misma cantidad, pero, como signo,
La contradicción 101

pertenece a los tres sectores: al de la inmediatez, al de la me-


diación, y al de la arbitrariedad.

–Pregunta: si sustitución implica contradicción.

–Muy bien, sí. ¿Y si decimos ahora, en este punto, susti-


tución es Aufhebung? Entonces lo vamos a entender mejor.
Sustitución no es contradicción en el sentido estricto, pero
sí lo es en cuanto pongo algo que es como algo que no es. En
un mismo acto estoy diciendo: esto que es negro, no interesa
en cuanto negro, sino porque representa, por ejemplo, la ne-
gritud. Y, por lo tanto, estoy poniendo lo que es como algo
que no es. Es decir, implica una contradicción. ¿Pero qué
pasa? Que esta contradicción no termina en sí misma, es
decir, no es una contradicción cerrada, es una contradicción
productiva, porque sale de sí misma para apuntar a otra cosa.
En otras palabras: niego la realidad del significante. Digo:
ojo, que esto no es un ruido cualquiera, esto es una palabra;
y esta palabra debe ser atendida en toda su calidad de ruido.
Porque si yo digo “pe” no es lo mismo que si yo digo “be”.
Desde el punto de vista físico, material, el significante debe
ser atendido en toda su realidad, para mostrar lo que no es,
aquello a lo cual apunta, lo que significa. Si yo quiero inter-
pretar un signo, tengo que dejar de lado todo lo que pienso,
lo que sé, etc., para atender a la realidad concreta y material
del signo. Entonces sí, a partir de él, de su realidad, voy a
comprender su significación, ya sea indicial, icónica o arbi-
traria, o mezcladas. El signo, como tal, se niega a sí mismo.
Pero, al mismo tiempo, incluye en sí otra cosa. Está preñado
de significación. Constituye a la vez una negación y una con-
servación. Porque se mantienen todos los caracteres materia-
les del significante como tal. Si no, se pierde como
significante. Y al mismo tiempo, establece una superación.
Ya, lo que resulta no es, ni estos caracteres físicos, ni el sig-
nificante en abstracto, sino otro signo que es el interpretante.

Abadi–…puede ocurrir también que yo me ocupe del signifi-


cante, independientemente del significado. Cuando Jakobson habla
de las seis funciones del lenguaje, independientemente del signifi-
cado al cual una determinada frase remite, nos fijamos en la ma-
102 Alejandro Rússovich

terialidad del significante. Es decir, que si digo: “Nel mezzo del


cammin di nostra vita…” el significante no es un medio para ac-
ceder a un significado sino que es el fin en sí mismo. Tanto es así
que si yo decido modificar ese significante y decirlo de otro modo:
“en la mitad de la vida de un ser humano”, elimino todo el valor
o función poética. Si tomamos la música –no sé si es lícito hacerlo–
como un lenguaje, es un lenguaje que tiene únicamente una función
poética porque… ¿dónde está el significado al que esa cantidad de
notas como significante remite? No está en ningún lado. Me deleito
ante una sucesión de significantes.

–Voy a retomar la observación de Abadi. Yo creo que a


él se le ocurrió esto de la función poética acerca de lo que yo
le contestaba a él, en este sentido de que el significante tiene
que ser respetado en su realidad material. Es decir, cuando
estamos frente a una obra de arte generalmente nos vemos
cargados de un bagaje cultural, de una pre-interpretación. Y
lo más común, lo más corriente, es que pasemos junto a la
obra con la interpretación bajo el brazo y la obra misma no
existe. Es muy corriente que el lenguaje poético sea ignorado
como tal, precisamente porque ponemos el interpretante por
delante e ignoramos la consistencia, la calidad misma del sig-
nificante. Es lo mismo que en clínica puede ocurrir cuando
yo prejuzgo y no atiendo al síntoma que se me está presen-
tando a través de las palabras, de las expresiones, de la con-
ducta del paciente, es decir, ignoro la calidad poética del
significante.

– …que no es omnipresente.

–¡Claro! Pero hay ocasiones, como en la clínica, en que la


función poética es fundamental. No puedo pasarla por alto.

–Si no se prejuzga no se atiende. Si no hay un mínimo prejuicio


no hay un “para qué”. Al no haber un “para qué” no se puede
atender.

–¡Claro! Pero, en este sentido, entonces ocurre lo que yo


decía al final: el hecho nuevo que no cabe en la teoría que la
contradice. Es el contradictor. Este hecho nuevo, entonces,
La contradicción 103

es el que me obliga a reconsiderar la presuposición. No puedo


manejarme sin presuposiciones. Soy una presuposición que
camina. Pero me encuentro con el hecho. El hecho me con-
tradice. El hecho es una contradicción total. Entonces tengo
que reacomodar toda mi teoría, toda mi Weltangschaung,
tengo que recomponerla atendiendo a la presencia de este
contradictor que es el hecho. En otras palabras, este contra-
dictor que es el hecho de lo que Abadi, recordando a Jakob-
son, llamaba “mensaje” con función poética. Estas funciones
del lenguaje, esta clasificación de las funciones de Jakobson,
es algo que vale la pena tener en cuenta porque es un es-
quema de mucha riqueza conceptual. Hay dos elementos: un
emisor y un receptor. Allí se establece la contradicción co-
municativa. Uno emite y otro recibe. Entre el emisor y el re-
ceptor se produce una mediación. La contradicción entre
emisión y recepción se salva o se supera mediante el mensaje.
El mensaje es lo que vincula uno al otro. Para que el mensaje
se produzca, no solamente tiene que haber un emisor y un
receptor. Tiene que haber algo que ambos tengan en común
para que sea posible el mensaje: el código. Ya tenemos cuatro
elementos. Pero el mensaje transcurre a través de algo: el
canal es otro de los elementos imprescindibles de la comuni-
cación, es decir, de la superación de la contradicción entre
emisor y receptor. Hay otro elemento que es fundamental, y
es el referente. Porque el mensaje dice algo acerca de algo.
Este acerca de es el referente.

–Retomando la división en índice, ícono y símbolo. ¿Por qué


el interpretante puede inclinarse, si un signo contiene los tres,
hacia el lado del símbolo, que es lo más arbitrario, o hacia el lado
del índice, que es lo más cercano en que aparezca el hecho con-
tradictorio?

–¡Esa es una pregunta de 150 dólares5! Creo que es posible


contestarla. Creo que es posible pensarlo. ¿Hacia qué lado se
inclina el interpretante, pero por qué hacia este lado y no
hacia el otro?

5
Alusión a un famoso programa de concursos de la época (N. del E.).
104 Alejandro Rússovich

–Por el hecho contradictor. Porque, por el lado del simbolismo,


el hecho contradictor, que permite reformular nuevamente, es más
difícil de encontrar que del lado del signo como índice.

–Vamos a hacer dos partes. Yo veo que no nos vamos de


tema sino que la charla está muy orgánica. Las preguntas se in-
sertan en la temática y nos permiten avanzar un poquito más.
Cuando el interpretante dice: esto es índice, esto es ícono,
o esto es símbolo, atiende, ante todo, a la característica del re-
presentante, es decir, del significante. El significante como tal
se presta, en ocasiones, más bien a ser ícono que símbolo, o
ícono que índice, etc. Es decir, el interpretante no es absolu-
tamente arbitrario; atiende a la calidad o a las cualidades pre-
sentes del representamen, o del significante en términos
saussureanos. ¿Pero qué ocurre? Que esta interpretación no
es automática. Se abren posibilidades a la interpretación. Y
estas posibilidades se establecen a partir del carácter contra-
dictorio del interpretante. Y a mí, una palabra se me presenta
francamente como símbolo, es decir, tengo que recibirla como
símbolo, como formando parte de un código que funciona au-
tomáticamente de acuerdo a leyes convencionales, si esta pa-
labra se me presenta como representamen, como significante,
yo, intérprete, puedo adoptar una actitud contradictoria. Es
decir: “no”. Sí, de acuerdo, forma parte de un código, pero
para mí es ícono, porque algo de ícono tiene, y voy a ver lo
icónico que tiene. O para mí es índice, y voy a ver el carácter
indicial de ese signo. Porque estoy seguro: como signo que es,
no puede sino ser las tres vertientes. Que me digan que pre-
domina la vertiente simbólica, es decir, convencional, arbi-
traria, de acuerdo; pero yo voy a ver la otra. Es el trabajo que
hace un intérprete, por ejemplo, de un sueño, de un síntoma,
o es el trabajo que hace el poeta, que no toma en cuenta el
carácter eminentemente simbólico del mensaje, sino el carác-
ter poético, vale decir, el carácter icónico.

–Pero eso varía de persona a persona.

–Varía de persona a persona, no es automático.


Hay que tomar en cuenta el interpretante porque en fun-
ción del background cultural, social, etc., de cada interpre-
La contradicción 105

tante, se dará una diferente interpretación icónica. En cam-


bio, la interpretación simbólica, ésta que no es icónica, es
mucho más pertinente o segura o confiable. Los signos sim-
bólicos son susceptibles de interpretaciones indiciarias o icó-
nicas, pero esas interpretaciones indiciarias e icónicas no son
confiables; en cambio, la interpretación que se atiene mera-
mente al valor simbólico, sí es confiable. Es confiable la ley,
la convención por la cual hemos tirado al árbitro y lo hemos
sustituido por algo confiable. Convención se llama a aquello
que todos han aceptado.

–Yo puedo no aceptarla, pero si sé que se trata de una conven-


ción, entonces la comprendo.

–Lo más singular del individuo no pasa por el fondo simbólico,


sino por lo icónico y lo indicial. Ahí es donde me voy a reconocer
más yo, aun dentro de la cultura, pero al mismo tiempo con una
identidad que viene vinculada a la historia.

–Claro. Pero hay un proceso, que va de lo indicial a lo


simbólico, y que enriquece lo indicial y lo icónico, partir,
otra vez, de lo simbólico. Es este proceso que estamos viendo
en el texto. Hay una teleología. La certeza sensible es la más
rica, pero es la más pobre. Es incrementada y completada
por lo universal de la percepción que constituye la cosa. La
cosa a su vez es contradictoria. Tiene que ser superada.
Vamos a pasar al entendimiento, en donde ya se ponen fun-
ciones generales, de la razón, del pensamiento. Leyes de
comprensión de la relación entre los objetos, y leyes que
rigen la constitución de los objetos, y su comportamiento
entre sí. Todo esto en realidad enriquece la certeza sensible,
que es la piedra de toque. Índices e íconos están en el funda-
mento, pero para que constituyan un fundamento verda-
dero, tienen que ser enriquecidos retroactivamente por el
carácter simbólico.
[…] No se ha modificado en cuanto certeza sensible, se
ha modificado en cuanto comportamiento, porque, me-
diante esta modificación, a pesar de que yo siga sabiendo
que la tierra es plana, yo puedo tomarme un avión y dar la
vuelta al mundo.
106 Alejandro Rússovich

–Es como si fuera menos certeza la certeza sensible…

–¡No, no, no! Sigue siendo tan cierta como siempre. Lo


que se modifica es la conducta social de la especie, no de mí,
como individuo, que sigo percibiendo siempre las cosas que
percibo. Pero desde el punto de vista general, como conoci-
miento universal, se posibilitan otras cosas. Lógicamente, que
si yo pienso que la tierra…

–Nadie se pone a correr el sol que está en el horizonte…

–Pero es que hay hechos históricos. Si Colón se largó a


hacer el viaje que hizo, es porque de alguna manera dejó de
lado la certeza sensible de que la Tierra es plana, porque si
no, se iba a caer, como creían muchos de los marineros de
Colón. Sin embargo, él dio la vuelta, contorneó la esfera. Se
equivocó porque creyó que había llegado a la India, y había
un continente…
La conducta, la posibilidad de desarrollo histórico de la
conducta humana se modifica a partir del conocimiento sim-
bólico.

–Porque nuestra conducta no depende solamente de la certeza


sensible.

–Si dependiera de las certezas no podríamos sobrepasar el


mundo de la inmediatez, que es el mundo indicial o icónico.

–Siempre es para enriquecer aquella primera certeza…

–Además, enriquezco el plano de lo simbólico mediante


una especie de retrogradación, de retrocesión de la com-
prensión. La simbolización pura como pura convención,
como pura abstracción, es un instrumento operativo, es un
instrumento para operar. El símbolo me abre a lo universal
y con el símbolo yo procedo, pero procedo con mi sensibi-
lidad, con mi sentimiento, con mi deseo, con la inmediatez
de mi percepción sensible. Lo pongo a mi servicio. El sím-
bolo, en definitiva, enriquece los otros dos caracteres de la
significación.
La contradicción 107

Hoy propuse este tema, que queda abierto, y en vista de


que el tiempo nos era un poco más favorable porque decidi-
mos prolongar las reuniones, no hicimos una lectura del
texto, pero esta lectura tiene que ser hecha de todas maneras.
La próxima vez vamos a terminar de ver la percepción a tra-
vés de este concepto contradictorio, vamos a buscar las con-
tradicciones manifiestas en el texto y vamos a pasar al
entendimiento, la fuerza del entendimiento, fenómeno y
mundo supra-sensible. Allí ya vamos a estar en la última
etapa de la constitución científica de la visión de la realidad.
Después de esto va a venir la autoconciencia, la constitución
de la autoconciencia, que es un salto cuántico en la constitu-
ción de la conciencia.
Hasta ahora estamos viendo la conciencia en la relación
sujeto-objeto. En la autoconciencia vamos a ver la constitu-
ción del sujeto-objeto como una entidad única y contradic-
toria en sí misma, puesto que conciencia de sí implica el
progreso, el despliegue de una cualidad que hasta este mo-
mento no se puso en evidencia. Pero no se va a constituir
como autoconciencia por el simple hecho de que vuelva
sobre sí porque se le da la gana, sino que vuelve sobre sí en
el acto del reconocimiento recíproco. Y eso nos va a intro-
ducir en la problemática de la interacción entre autocon-
ciencias, que es lo que constituye, propiamente hablando, la
historia humana.
El tema de hoy no está cerrado. Está abierto. Yo quería
añadir algo acerca de las funciones del lenguaje que men-
cionó Abadi, y que nos van a permitir perfilar un poco mejor
el concepto de signo y de significación. Lo que mencionamos
eran elementos de la comunicación. Las funciones mismas no
son estos elementos, sino la relación entre estos elementos,
es decir, a qué se refiere el mensaje. La pregunta es ésta: ¿el
mensaje se refiere a qué cosa? ¿Se refiere al referente? La fun-
ción es referencial. ¿Se refiere al emisor? La función es emo-
tiva. ¿Se refiere al receptor? La función es conativa, trata de
influir sobre el otro. ¿Se refiere al código? La función es me-
talingüística. ¿Se refiere al canal? La función es fática. ¿Se re-
fiere a sí mismo? La función es poética. Es una clasificación
importante que nos permite entendernos rápidamente, por-
que aludir a una función lingüística nos permite rápidamente
108 Alejandro Rússovich

clasificar el tipo de mensaje con el cual estamos teniendo que


ver. Cuando yo decía recién, de acuerdo a la pregunta de
Marucco, si el interpretante se inclina en un sentido o en
otro, evidentemente éste tiene en cuenta al mensaje como tal,
es decir, desentraña la característica del mensaje como signi-
ficante. En la relación comunicativa hay muchas confusiones
de hecho. Hay mensajes que son manifiestamente referencia-
les. Casi todos lo son, casi todos los mensajes se presentan
como referenciales. Y, al cabo, si presto atención al mensaje
mismo, me doy cuenta de que en realidad no es referencial,
que lo referencial es una nube constitutiva del mensaje pero
éste en realidad es conativo, porque el tipo ese me estuvo di-
ciendo todo eso porque me quería pedir plata.
Hay un dibujo de Steinberg, muy bueno, en donde está
un jefe de oficina en el escritorio y alguien que evidentemente
es un solicitante, y el gerente o el jefe de la oficina le res-
ponde. Hay un globo que sale de la boca del jefe en el dibujo,
que está lleno, absolutamente lleno de palabras. El otro es-
cucha atentamente, pero la forma del globo es NO. Si hu-
biera prestado atención a la forma general del mensaje, el
otro hubiera advertido que no tenía ninguna posibilidad de
conseguir lo que pretendía.
Las interferencias de interpretación en cuanto a la calidad
del mensaje son decisivas. Podríamos decir que la función po-
ética como tal, no la función lírica, sino poética en cuanto
mensaje que se refiere a sí mismo, tendría que tener una cierta
prioridad en la tarea interpretativa. Hay un momento en que
es preciso prestar atención al mensaje mismo, porque es úni-
camente de allí de donde vamos a extraer la posibilidad de
inclinarnos hacia lo simbólico, hacia lo icónico, hacia lo in-
dicial. Denme el signo y veremos después la posibilidad de
una interpretación, pero que el signo esté presente en toda
su realidad. Lo voy a dar vuelta, lo voy a mirar, de arriba, de
abajo, es mi posibilidad, la única que tengo. Yo no soy dueño
del emisor. Yo no soy dueño de mí mismo como receptor, no
sé las cosas que tengo, ni mis presupuestos, ni todo eso. Lo
único que tengo delante de mí es el mensaje. Esto es todo
con lo que cuento para interpretar. A partir de allí, se va a
generar una interpretación. Tengo que tener en cuenta la
cosa misma, y en este sentido se identificaría la función poé-
La contradicción 109

tica con la función que Kant (y también Bacon) adscribía a


la ciencia: tender a la cosa misma, en primer término, en
cuanto realidad presente y observable.

–Con respecto a la Aufhebung, hay un gesto que traduce sus


significados de anular y conservar al mismo tiempo.

–Hay un gesto judío… Hay un libro de David Efrón, se-


miólogo muy importante6, argentino. Tiene un libro muy
importante, que dio el punto de partida para un estudio sis-
temático del lenguaje gestual, que no existía. Lo que se pro-
ponía, en realidad, era refutar la teoría de los nazis (pues lo
escribió antes de la Segunda Guerra Mundial) acerca del ca-
rácter necesario e insuperable de la herencia racial, que ha-
bían desarrollado en Alemania estudios acerca de los gestos
típicos de los arios y los judíos. Entonces, Efrom estudió los
gestos en la colectividad judía de Nueva York. Pero no sola-
mente en el gheto sino también en las clases que ya formaban
parte de la clase media y en la universidad. La demostración
era obvia: no hay absolutamente nada de herencia. Se trata
de un código. Porque él quería refutar a los nazis, pero se
encontró con otra cosa: se encontró con que los gestos son
un código, que además tenían que ser nombrados y descrip-
tos. Además tenían, lo mismo que la palabra, carácter icó-
nico, carácter simbólico y carácter indicial, y tuvo que darles
nombres a los gestos. A partir de ese momento se creó en
los EE.UU. toda una escuela, muy importante, del estudio
del lenguaje gestual, de las relaciones a través de la gesticu-
lación y de mayor refinamiento en cuanto a la clasificación
de la gestualidad. En el libro de Efrom, están descriptos los
gestos típicos judíos, y están clasificados como “emblemas”
(gestos que pueden traducirse mediante una verbalización),
otros gestos de carácter indicial, que expresan una función
emotiva del emisor (esto lo agrego yo, aplicando los concep-
tos de Jakobson) y otros gestos que él llama “batuta”, es
decir, que acompañan el desarrollo del pensamiento: no in-
dican nada sino que diseñan una figura ideal que vendría a
corresponder al pensamiento en cuanto producción de ideas,
6
Efron, D., Gesto, Raza y Cultura, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.
110 Alejandro Rússovich

que no representan la idea icónicamente sino que acompa-


ñan la productividad interior del pensar.

–…palabras que no pueden traducirse a otro idioma y sí al len-


guaje gestual.

–Eso es muy importante.

–¿La cosa en sí no será la que me determina a que yo pueda


después ver lo indicial, lo icónico, lo simbólico?

–Claro, pero hay un ida y vuelta. El mensaje, como tal,


es recibido como mensaje, por lo tanto, yo lo recibo de
acuerdo a mi predeterminación. Me determina en la medida
en que me dice algo, pero yo vuelvo sobre él, y una vez que
me he enterado de lo que me dice el mensaje, atiendo a su
carácter de mensaje. Entonces, lo niego, lo contradigo, lo
niego en su realidad. “No importa lo que usted me dijo, por-
que ya sé que usted me dijo esto, pero a mí me importa cómo
lo dijo, en qué momento lo dijo, y en relación con qué se pro-
dujo ese mensaje”. Cambio la realidad del mensaje. Lo con-
sidero en su función poética, en su propia realidad, como un
cartucho que implica una referencia, pero esta referencia pasa
a segundo plano, se convierte en fondo, y pasa a ser figura el
mensaje como tal. Y entonces se abre una nueva posibilidad
de interpretación, pero ésta no es la última, porque también
tengo que considerar el mensaje con su contenido.

[...]

–…“en sí”, para Kant es una cosa independiente del cono-


cimiento. Por lo tanto, de esto no sé nada. De la “cosa en sí”
no puedo decir absolutamente nada. De una cosa indepen-
diente de mi conocimiento, independiente del sujeto, nada
puedo saber. Pero sí puedo hablar de una cosa en sí, cuando
la considero en sí misma, como si fuera independiente de la
relación, en este caso, entre emisor y receptor. Puedo hacer
una abstracción. En sí misma, la cosa procede de este modo.
Pero para esto yo he tenido que retirarme de la relación. Por
eso Hegel dice: para nosotros, o en sí, la conciencia hace tal
La contradicción 111

cosa, ella se olvida de su etapa anterior, ella ignora lo que en


verdad está haciendo, porque la tomo en sí, está frente a mí
la conciencia. La conciencia soy yo, pero me desdoblo y digo:
la conciencia hace esto. Esto me permite comprender algo
más, no solamente de la conciencia sino de mí mismo, que
soy la conciencia que observa a la conciencia, no a esta con-
ciencia particular, sino a la conciencia como necesariamente
se comporta en lo real y en relación con lo real.

[...]

–Pienso que debe ser “vernein” (“negar”). De acuerdo al


contexto, se habla del no, del nein, en realidad. Es decir, la
negación como anulación de algo que está presente. Como
una nada determinada. La negación nunca es negación en
abstracto, sino que es negación de un contenido. En este sen-
tido, diría Freud que el inconsciente no conoce la negación.
No es tanto que no la conoce sino que no la ejercita, diría-
mos. El inconsciente es positivo. En la dinámica la negación
es exterior porque viene de afuera. La negación es el principio
de realidad.
112 Alejandro Rússovich
113

DESDOBLAMIENTO DE LA AUTOCONCIENCIA
Y DIALÉCTICA INTERSUBJETIVA EN HEGEL1

–…Una vez superada la figura anterior, la conciencia ol-


vida que lo que está viviendo es el resultado necesario de lo
anterior. A cada paso, se caracteriza a sí misma como una
nueva conciencia, como una conciencia fresca.

Abadi– Desdoblamiento de la conciencia y una conciencia cada


vez más rica, más fresca, más viva, porque se apropia de la otra
conciencia y la transforma en ella, en la nueva. Pero el fenómeno
de la autoconciencia, ¿no implica un momento en que la conciencia
toma conciencia de ese proceso por el cual se generó?

–Hay dos maneras de tomar conciencia, como hay dos


maneras de conciencia. Hay una conciencia que registra y
hay una conciencia para la cual una cosa está bien y otra esta
mal. En el Génesis se dice: “no has de comer del árbol de la cien-
cia del bien y del mal”2.
La conciencia se desdobla. Una conciencia que registra,
una conciencia abstracta, objetiva, en la cual yo digo: ahí
está la mesa, esto es una luz, y simplemente registro el mundo
exterior como objeto, aparentemente carente de valor, de

1
En este texto se reúnen tramos de varias clases de un curso dado a psi-
coanalistas sobre la Fenomenología del Espíritu, noviembre y diciembre de
1980. (N. del E.)
2
Gen 2:17. (N. del E.)
114 Alejandro Rússovich

carga afectiva. En otros casos, yo soy consciente de haber


hecho una macana: dije que iba a venir a tal hora y no vine,
etc.: la conciencia moral, la conciencia del deber.
¿Pero es que entonces hay dos conciencias? ¿Realmente
hay dos conciencias? Sí y no. Para la conciencia hay dos con-
ciencias.

Abadi– Claro, porque si no hubiera dos, no habría conciencia.

–Exacto. Pero la conciencia que tiene conciencia de las


dos conciencias es una. Y en el fondo ella sabe que estas
dos conciencias son un producto de ella misma, que se des-
dobla en dos conciencias. Por una parte registro, y por otra
parte considero que esto está bien o mal; por una parte me
considero culpable, y por otra parte no tengo ninguna
culpa de que las cosas sean como son y como las leo en el
periódico.

Abadi– Entonces usted le está dando más importancia a la con-


ciencia unitaria, que dice que se da cuenta de que es una conciencia.

–En el fondo.

Abadi– Cuando yo me pregunto si en esta valoración de la con-


ciencia unitaria no hay algo del orden de lo ideológico. Usted da
a entender que es más verdadera la conciencia que sabe que es uni-
taria, ¿no es así? Yo tengo la intuición de que Freud, Lacan, etc.,
tienden a plantear que es una dualidad irreductible la que da
cuenta de la condición humana, y que, en ese sentido, el intento
de apuntar a una unificación de la conciencia es un anhelo que no
se logra nunca, porque somos irreductiblemente dos conciencias.
Yo no sé si esto que usted dice es solo prejuicio ideológico o si re-
almente hay esta conciencia unitaria que sale de su escisión o exis-
ten dos conciencias irreductibles y que anhelan una cierta unión,
pero lo único que logran es una articulación.

– Yo creo que no anhela la unión. Justamente, la característica


de la conciencia es conocimiento de que son dos. Cuando de una
persona se trata, siempre da a entender la alteridad. Es una por-
que es dos.
Desdoblamiento de la autoconciencia... 115

–¿Puedo desplazar un poquito el tema a lo que preguntaba


Abadi y después retomar lo que vos dijiste?
Somos dos conciencias: Abadi y Alejandro. Y Abadi me
dice: “vos valorizás la unidad de la conciencia”. En otras pa-
labras: “lo que vos decís sobre que hay una conciencia que
valoriza y otra que registra, es en realidad un engaño para
vos, porque vos en realidad considerás que hay una sola con-
ciencia”.

Abadi– Exacto. Eso digo.

–Lo que yo dije no fue exactamente eso. Lo que yo dije es


que hay una conciencia que registra y otra que valoriza. Pero
ellas están determinadas como desdoblamiento por una con-
ciencia. Es decir, yo conciencia me desdoblo y en última ins-
tancia no soy consciente de mi unidad. De lo único que
puedo ser consciente –y es lo que estoy tratando de hacer
ahora– es de mi desdoblamiento.

Abadi– Comprendí perfectamente. Solo planteo la posibilidad


de ver las cosas desde un enfoque opuesto (sobre el cual no hay
ninguna garantía), que sería que no es que esas dos conciencias son
el resultado de un desdoblamiento, como dice usted, sino que de
entrada se dan dos conciencias porque de entrada hay una duali-
dad que nos constituye (padre y madre, naturaleza y cultura, etc.),
y que por tanto somos, desde el vamos, irreductiblemente duales.
Pero ser duales nos impediría vivir, entonces todo el intento de
vivir es un intento de articular esos dos para hacer de ellos uno,
intento vano y nunca plenamente logrado, porque nunca se daría
esa una unión sino que se darían unas uniones o un atisbo de ar-
ticulación. Eso es lo que quise decir.
Ahora, cuando dije antes que Freud opinaría así… Depende,
según dónde se lea. Hay partes en que parece decir esto que estoy
diciendo. Pero en las partes en donde dice que, en función de la
represión, una conciencia se desdobla en consciente e inconsciente,
más bien parece darle la razón a usted.
Quizás sea una cosa que va más allá de la ideología y que sea
más caractereológica e inconscientemente determinada, pero yo me
veo siempre tentado de pensar que hay una dualidad irreductible
y que intentamos establecer un puente entre ambas.
116 Alejandro Rússovich

–Por ejemplo, en una conciencia desdoblada, en una con-


ciencia mefistofélica, hay una absoluta incomunicabilidad
entre las mitades establecidas. La escisión del yo. Respecto
de lo que usted decía, la tentativa de establecer un vínculo,
un puente, esto es lo que yo podría llamar la cultura, es decir,
el desarrollo de la conciencia intersubjetiva. No es que la uni-
dad se establezca. Evidentemente, el desdoblamiento es ori-
ginario y el puente es el proceso, es el tránsito.
“La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es
en sí y para sí para otra autoconciencia”3. Es decir, yo soy en la
intimidad y para mí mismo en la medida en que soy otra au-
toconciencia, en la medida en que tengo otro frente a mí que
me justifica, que me autoriza, desde el punto de vista ontoló-
gico, a ser lo que soy.
El asunto es quién reconoce a quién. Lo importante es que
en el reconocimiento hay un desnivel, en el cual se da lo esen-
cial y lo no esencial. Se reproduce el movimiento de la con-
ciencia ante el objeto, en el cual, por ejemplo, el objeto es lo
esencial y el saber, la conciencia, es lo inesencial, porque el
objeto es lo que es independientemente de que yo lo sepa o
no. Acá estamos en un nivel mucho más complejo. Después,
en ese mismo movimiento del conocimiento, se da la inver-
sión del proceso. En donde resulta que el objeto no es lo esen-
cial, sino que lo esencial es que yo sepa de él. Lo esencial es
el saber, porque el saber lo constituye como objeto.
En este caso, está el fenómeno del reconocimiento. Pare-
ciera que las dos autoconciencias están en el mismo nivel de
la balanza. Y que una reconoce a la otra. El proceso es mucho
más complejo. El proceso se produce como un reconoci-
miento de la una por la otra más bien que de la otra por la
una. Es decir, hay alguien que reconoce y alguien que es re-
conocido.
El reconocimiento es conocimiento de sí mismo y conoci-
miento de lo otro, por eso su nombre. Y además el reconoci-
miento quiere decir gratitud; vale decir, yo reconozco a quien
me reconoce. Quien me reconoce obtiene, diríamos, como
una especie de pago mi reconocimiento. Yo lo reconozco,

3
Hegel, G. W. F., Fenomenología del Espíritu, FCE, México, 1966, p. 113.
(N. de E.)
Desdoblamiento de la autoconciencia... 117

estoy reconocido, porque me reconoció. Lo gratifico con mi


reconocimiento, pero mi reconocimiento es de otro orden, el
más importante es el reconocimiento de quien me reconoció,
porque quien me reconoció es el que me hizo aparecer como
autoconciencia.

– Y ahí está lo de “esto que yo digo, es lo que yo digo”. Esa pa-


labra es lo que yo quiero que sea esa palabra. Ahí hay un desnivel
en el reconocimiento…

–Sí, sí, estamos hablando de emisor-receptor, la interlo-


cución, la comunicación… Es decir, hay alguien que impone
la palabra.

– Estamos llegando al amo y al esclavo…

– Suavemente…

–Sigamos un poquito:
“El concepto de esta unidad de la autoconciencia en su dupli-
cación…”. Fíjense ustedes, hay dos autoconciencias. Real-
mente. Una que reconoce, otra que es reconocida, o si se
quiere que se reconocen recíprocamente. Pero Hegel dice: du-
plicación de la autoconciencia.

El concepto de esta unidad de la autoconciencia en


su duplicación, de la infinitud que se realiza en la auto-
conciencia, es una trabazón multilateral y multívoca [tiene
muchos procesos, muchos avatares]. De tal modo que, de
una parte, los momentos que aquí se entrelazan deben
ser mantenidos rigurosamente separados y, de otra parte,
deben ser, al mismo tiempo en esta diferencia, tomados
y reconocidos también como momentos que no se dis-
tinguen o tomados en esta diferencia, y reconocidos siem-
pre en su significación contrapuesta [o, diríamos,
complementaria]4

En otras palabras: esta duplicación de la autoconciencia


constituye una verdadera unidad, pero para que sea consti-
4
Ibid. (N. del E.)
118 Alejandro Rússovich

tuida tienen que diferenciarse absolutamente como dos au-


toconciencias. Tenemos la conciencia de que somos dos.

– ¿Dos… internamente?

–Lo que pasa es que hemos saltado muchos procesos de la


duplicación de la conciencia hasta llegar a la autoconciencia.
Pero la autoconciencia se constituye como tal cuando hay
otra autoconciencia.
Esta duplicación de la autoconciencia es una unidad. En-
tonces tenemos que verla al mismo tiempo como unidad y
como desdoblamiento.

– ¿La relación intersubjetiva sería una unidad?

–Claro, una unidad. Que es lo que llamamos comunica-


ción, en términos modernos.

– Es decir, uno solo no existe. La unidad son dos.

–La unidad son dos.

– Ahora, esa autoconciencia escindida, ¿no puede reconocerse


a sí misma como autoconciencia en el proceso de escisión?

–No. ¿Cómo podría ser? Si lo que ella tiene es un ob-


jeto. Lo que siempre tuvo la conciencia fuera de sí es un
objeto. Su propio cuerpo es un objeto. Ella misma es un
objeto. Para la conciencia sola –diríamos teóricamente ais-
lada, en estado puro– lo único que hay es ella y otra cosa.
Por lo tanto, no puede reconocerse a sí misma, solamente
conoce. Solo en cuanto reconoce, entonces se establece a sí
misma como autoconciencia. Cuando yo reconozco a la
otra autoconciencia, entonces yo me constituyo en auto-
conciencia.
Ojo que estoy avanzando un poco: primero se muestra
que, cuando la autoconciencia es reconocida, es autoconcien-
cia. Yo digo más: la culminación del proceso es que, cuando
yo reconozco a la otra autoconciencia, yo me constituyo
como autoconciencia.
Desdoblamiento de la autoconciencia... 119

– Si yo no lo reconozco a Alejandro, yo no me constituyo como


autoconciencia.

–Exactamente. ¿Por qué? Porque si él no me reconoce, en-


tonces yo soy objeto, y el sigue siendo conciencia. ¿Está claro?
Yo soy cosa, y por lo tanto él no es todavía autoconciencia.

– Pero primero me tengo que sentir reconocido como autocon-


ciencia.

–Claro, por eso dice acá Hegel, con bastante claridad, que
es una “trabazón multilateral y multívoca”. Con lo cual además
nos está diciendo: ojo que vamos a entrar en un capítulo muy
difícil, que tiene muchas interpretaciones, que tiene muchos
lados a considerar, una duplicación permanente de sentidos,
que es lo que va a constituir el objeto de nuestro estudio en
este momento.
Si alguien me reconoce a mí como autoconciencia, yo soy
autoconciencia y el otro es más autoconciencia que yo. Hay
un desnivel.

– ¿Es un desnivel que puede desnivelarse o que puede mante-


nerse como desnivel?

–Es un desnivel que genera un proceso. Un proceso que


tenderá a la unidad, o sea a la liquidación de la dualidad. Si
yo reconozco a alguien como amo, este amo se constituye en
autoconciencia. Pero, al mismo tiempo, se inicia el aspecto
contradictorio de la relación: él depende de mí para ser au-
toconciencia.

– Pero para hacer autoconsciente el desnivel sigue estando…

–Claro, pero hay un proceso. En este proceso, ¿qué hace


el amo? Me hace trabajar, para él. Él consume. Él devora.
Yo, en cambio, tengo que postergar, tengo que establecer un
tiempo entre la elaboración y el consumo. Es decir, yo tra-
bajo. Por lo tanto, yo transformo la naturaleza mediante el
trabajo para el amo.
120 Alejandro Rússovich

¿Pero qué pasa? Que el proceso, entonces, margina a la


autoconciencia del amo. Porque la autoconciencia del amo
no es productiva, no se desarrolla. Subsiste y permanece sim-
plemente como autoconciencia reconocida. En cambio, el
otro es el que produce la transformación real del objeto, y
por lo tanto de sí mismo, porque cuando él hace el objeto, es
él el objeto. Es decir, la cosa que yo produzco… soy yo
mismo, objetivado; está ahí, ante mis ojos.

– Ahora, si se da cuenta de este proceso, y de que está siendo


marginado, y de que está constituyéndose, el amo dice “basta, no
te reconozco más como esclavo”… Lo que quiero decir es que se
puede interferir en el desarrollo. Si amenazo con quitarte el lugar
de esclavo que es tu lugar, y dejar de ser…

–Es muy sencillo: si yo soy esclavo y el día de mañana de-


cido dejar de trabajar y matar al amo, entonces yo soy el
amo. No pasa nada. Simplemente subsiste un amo y un es-
clavo. Ha cambiado de lugar la autoconciencia, pero no se
ha cumplido un proceso. El proceso, es decir la Historia, se
produce por lo que el esclavo hace como transformación de
la naturaleza.
Está utilizando la amplitud de significaciones del lenguaje.
Y nos está mostrando que lo que se llama desdoblamiento
no se produce solamente en la interioridad del sujeto, sino
que se manifiesta, se exterioriza, se concretiza, se cristaliza en
dos cosas absolutamente opuestas e independientes, que son
dos autoconciencias. Es decir, yo me desdoblo (como esqui-
zofrénico), pero también me desdoblo en cuanto me comu-
nico con otra autoconciencia. Estos sentidos se superponen.
En este movimiento, vemos repetirse el proceso que se pre-
sentaba como juego de fuerzas. Es decir, cuando la conciencia
se enfrentaba al mundo como objeto y describía la fuerza, la
fuerza como replegada de sí misma y la fuerza como expan-
siva. Los dos momentos de la fuerza que en realidad consti-
tuían los dos extremos de una misma realidad.
Entonces, ¿qué entendemos nosotros en esta relación parti-
cular que constituye el núcleo fundamental de la sociedad hu-
mana como tal, la intersubjetividad? Nos relacionamos como
autoconciencias, somos y nos definimos el uno frente al otro.
Desdoblamiento de la autoconciencia... 121

Hay una concepción de esta relación […] que considera


que entre las autoconciencias lo que se produce no es la sub-
jetividad de la una sumada a la subjetividad de la otra, sino
más bien un espacio intermedio, algo que se define justamente
como un entre5: lo que el otro hace de mí y lo que yo hago del
otro. Esto nos introduce, entonces, a la dialéctica hegeliana.

Abadi– Dos preguntas. Yo, el otro, y como dijiste, un tercero.


¿A ese tercero lo podemos llamar relación?

–Sí, provisoriamente llamémoslo relación.

Abadi– La segunda pregunta es esta: hay una autoconciencia…


Yo soy en función del otro que me. Acá es la pregunta es ¿que me
qué cosa? ¿Que me mira? ¿Soy en función de la mirada del otro, o
de la interlocución del otro…?

–El término que aquí se traduce del alemán es reconoci-


miento. Reconocimiento, que implica una especie particular
de conocimiento. Porque hay dos maneras de entender el re-
conocimiento: reconocer es conocer lo ya conocido (así lo en-
tendemos espontáneamente: reconozco lo que he visto y
vuelvo a ver), pero acá el re- de reconocimiento implica una
transformación esencial del conocimiento. Yo no conozco
meramente un objeto como tal, y por tanto no me relaciono
con él en la forma sujeto-objeto, en la cual el sujeto de alguna
manera recibe y a la vez determina las características del ob-
jeto, sino que toda mi autonomía, toda mi independencia se
presenta duplicada en otra autonomía y en otra independen-
cia. Es un juego de espejos.
“…que deben ser reconocidos siempre en su significación con-
trapuesta”. Yo significo al otro y el otro me significa a mí. En
este carácter semiótico, que aparece por primera vez en el
texto hegeliano, vemos en qué consiste la duplicación de las
autoconciencias: mi significación me es atribuida por un in-
terpretante; yo, a mi vez, soy un significante para un inter-
pretante. Estamos en una relación semiótica estricta. ¿Qué
significo yo para vos, cuál es mi significación, y qué significás
5
Cf. a propósito, en este libro, “Gombrowicz entre nosotros”. (N. del E.)
122 Alejandro Rússovich

vos para mí? La pregunta que se hace en la relación amorosa


está mostrándonos esta dialéctica del reconocimiento. Esta-
mos en esta particular dialéctica de dobles sentidos.

Abadi– Si inclusive la condición de enemigo sirve para definir en


función del otro, entonces quiere decir que ese vínculo tan contradic-
torio que se llama hostilidad sin embargo me da vida, en cuanto sujeto
del otro y sujeto para el otro, no es solamente en función de que al-
guien me ama que existo. Pero esto es contradictorio de acuerdo a
nuestra concepción de las relaciones afectivas (tal vez errónea), según
la cual el odio es algo desunitivo o desestructurante en una relación.

–¡Abadi, Abadi… usted se adelanta, como siempre! Yo no


quiero interrumpir la ilación del texto, pero voy a dar dos o
tres puntualizaciones para ver que estamos en tema.
Indudablemente, el amor, tal como lo concebimos, en una
evolución histórica de la especie humana no es lo primitivo y
determinante. Decir algo así como que el hombre es lobo del
hombre es un lugar común, que sin embargo apunta a una re-
alidad fundamental que está ínsita en la naturaleza humana.
Es decir, lo primordial es la contradicción, la oposición, el en-
frentamiento. La lucha a muerte. Nos enfrentamos como dos
autoconciencias y en este enfrentamiento la autoconciencia
asume su carácter esencial que es la negatividad. Es decir, como
autoconciencias civilizadas toda nuestra educación tiende a su-
perar nuestra negatividad esencial. Pero la negatividad es lo
esencial: esto es lo que comprendemos como filósofos leyendo
el texto que muestra los avatares de la conciencia. La concien-
cia no sabe de sí misma, se olvida de su verdadera naturaleza
esencial. La conciencia cree que es buena, la conciencia cree
que ama, la conciencia cree que desea el bien y bienestar de la
otra autoconciencia, cuando en realidad su fundamento es la
autoconciencia, la afirmación de sí como existente, y por lo
tanto la negatividad, la negación de todo otro que no le dé su
autonomía. Pero no nos adelantemos.

El doble sentido de lo diferenciado se halla en la esen-


cia de la autoconciencia que consiste en ser infinita o in-
mediatamente lo contrario de la determinabilidad en la
que es puesta.
Desdoblamiento de la autoconciencia... 123

Yo soy consciente de mí y por lo tanto soy lo contrario


de mí mismo. Yo sufro y tengo conciencia del sufrimiento, y
por tanto soy lo contrario del sufrimiento (como podría decir
Schopenhauer: sé que sufro y el placer de saber que sufro es
más fuerte que el sufrimiento mismo). En mi determinabili-
dad, en mi aquí y ahora, me estoy contradiciendo, y esta con-
tradicción es la esencia del ser consciente. Yo sé lo contrario
de lo que soy, soy lo contrario de lo que sé. Al comprobar lo
que soy, soy otra cosa que, por lo tanto, supera, incluye, etc.
Es un Aufhebung permanente de la autoconciencia.
124 Alejandro Rússovich
125

UN EPÍGRAFE

El pensador que habla es como el guiador. No va en coche


sino a caballo, se adelanta lo suficiente como para que el co-
chero tenga tiempo de rectificar el rumbo, pero se mantiene
siempre a la vista. No muestra el camino, no hace gestos, se li-
mita a sortear los obstáculos un poco antes y un poco más fá-
cilmente que el pesado carro que lo sigue.
Los pasajeros no entienden por qué tiene que haber un guia-
dor. En el fondo, les parece superfluo. En los tramos llanos, sin
baches, del camino, el guiador piensa lo mismo. Pero en la os-
curidad, cuando desaparecen los contornos, cuando es preciso
decidirse por unos centímetros a la izquierda o a la derecha,
cuando hay que atender a los impulsos del caballo tanto como
a las propias ideas, el guiador siente la exaltación de la aven-
tura, el placer del terror, la suprema tensión de la conciencia,
la lúcida ebriedad de descubrir los más ínfimos indicios signifi-
cativos. En esos momentos, es como un dios: él y los pasajeros
lo sospechan.
126 Alejandro Rússovich
127

“Canta el cielo desierto ¡Dios ha muerto!…”

Canta el cielo desierto ¡Dios ha muerto!…


Canto la muerte de mi Dios: mi muerte.
Yo soy mi Dios, el cielo me pervierte
y en el placer en muerto me convierto.

Una palabra trae la otra, el verso


me hace hablar por hablar, digo que muero
por el placer de hacer lo que no quiero:
rimar el verso con el universo.

Pero lo escribo y queda: gran invento


la escritura, que desde su partida
contó el pan, el aceite, el alimento,

la propiedad, la producción, la vida,


y finalmente cuenta la partida:
la escritura final es testamento.
128 Alejandro Rússovich
129

MONTAIGNE Y LA FILOSOFÍA COMO FICCIÓN1

El propósito de este escrito es tomar como punto de partida


el ensayo de Miguel de Montaigne Apología de Raimundo de Sa-
bunde, en el que se establece el carácter de invento o ficción de
todos los sistemas filosóficos y aún de las ciencias más exactas,
para mostrar hasta qué punto en nuestro Seminario de los Jue-
ves, nos acercamos a la verdad a través de la fantasía y el juego.
Nos dice Montaigne en ese ensayo:

Han querido los sabios pesarlo todo, examinarlo todo, y


han hallado tal labor adecuada a la natural curiosidad que
forma parte integrante de nuestra naturaleza. Algunos prin-
cipios sentáronse como evidentes para beneficio y provecho
de la paz pública, como las religiones, por eso las doctrinas,
que constituyen el sostén de los pueblos, no las ahondaron
tan a lo vivo, a fin de no engendrar rebeldía en la obediencia
de las leyes ni en el acatamiento de las costumbres. Platón,
sobre todo, presenta al descubierto esa tendencia; pues
cuando escribe según sus ideas, nada sienta como evidente;
pero cuando ejerce de legislador, adopta un estilo autoritario
y doctrinal, en el cual ingiere sus invenciones más peregrinas,
tan útiles para llevar la persuasión al vulgo, como ridículas
para la propia convicción individual, convencido de lo blan-
dos que somos para recibir toda suerte de impresiones, sobre

1
Presentado en el Seminario de los Jueves, dirigido por Tomás Abraham, el
01/11/2001. El eje temático del Seminario para ese año fue “la filosofía como
ficción”. (N. del E.)
130 Alejandro Rússovich

todo las más osadas y singulares. [...] En su República, dice


de una manera terminante “que para provecho de los hom-
bres hay con frecuencia necesidad de engañarlos”2

Todos hemos comprobado en la lectura de los diálogos pla-


tónicos que, en verdad, como dice Montaigne, “cuando escribe
según sus ideas [Platón] nada sienta como evidente”. Un típico
ejemplo de esta modalidad es el Crátilo, donde Sócrates apoya
la pretensión de Crátilo acerca de la plena concordancia entre
la forma de las palabras y su significado, contra Hermógenes
que sostiene el carácter convencional de la relación entre signo
y significado como fundamento de todos los lenguajes huma-
nos. Sócrates se lanza jocosamente a establecer una serie de eti-
mologías y derivaciones, en su mayor parte arbitrarias y
peregrinas, con lo cual más que apoyar a Crátilo conduce la re-
flexión del lector a afirmar la tesis de Hermógenes sobre el ca-
rácter artificial, de pura convención, y añadiríamos
conveniencia, de la relación entre los sonidos del lenguaje y la
imagen que evoca su significado.
Incluso cuando Platón pone en boca de Sócrates, en el
Fedón, una argumentación profusa para sostener la inmortali-
dad del alma, lo rebuscado y complejo de estas razones debieran
equipararse al juego dialéctico de Sócrates en el Crátilo. Más
bien la charla de Sócrates parece destinada a confortar a sus
afligidos discípulos que a sentar dogmáticamente la inmortali-
dad del alma. La argumentación alude y contornea la cuestión
sin persuadirnos; tal la generación de algo por su opuesto: el
dormir que produce el despertar o viceversa y, sin transición,
la muerte que suscita otra vida. Tampoco nos convence aducir
la naturaleza invisible y simple del alma, como si se tratara de
una unidad numérica que, en rigor, y después de Kant –confe-
sadamente platónico– sabemos que, como toda unidad, no es
más que una categoría del entendimiento, destinada a ordenar
el caos de las sensaciones (algo que sería bueno que recordaran,
de cuando en cuando, los físicos, lanzados a buscar las unidades
últimas de la materia). Y hablando de Kant: la prueba de la pre-
existencia del alma, fundada en la reminiscencia, que también
aduce Platón poniéndola en boca de Sócrates, a favor de una

2
Montaigne, Ensayos, Libro Segundo, XII.
Montaigne y la filosofía como ficción 131

existencia transtemporal del alma, resulta más adecuada a un


fundamento racional si pensamos tal “reminiscencia” como una
manifestación de conceptos puros del entendimiento o catego-
rías, según el esquema kantiano. Antes, Descartes se acercó
confusamente a estos conceptos mediante la invención de las
“ideas innatas”.
Como nos dice Montaigne:
La debilidad de los humanos argumentos en este punto
pruébase singularmente por las fabulosas circunstancias
que los filósofos idearon para dar cuerpo a la idea de nues-
tra inmortalidad [...].

Menciona después como muy extendida la idea de Pitágoras


de la metempsicosis o transmigración de las almas, y añade:

No quiero olvidarme de consignar la objeción que los


discípulos de Epicuro presentan a esta transmigración de
las almas de un cuerpo en otro y que bien puede mover a
risa. Dicen así: “¿Qué acontecería si el número de muertos
superase al de nacidos? Porque en este caso las almas que
se quedaran sin vivienda tropezarían unas con otras al que-
rer procurarse nuevo estuche”. Pregúntanse también:
“¿Cómo pasarían el tiempo mientras aguardaran lugar
donde meterse?”.

Refiriéndose a Sócrates y a su incomparable vigor ante la


muerte, Montaigne nos dice de él rotundamente: “No porque
su alma sea inmortal sino porque él es inmortal.”3

Las reflexiones de Montaigne, dispersas y desordenadas a lo


largo de sus ensayos, casi de carácter aforístico, fundamentan
mejor que la obra de cualquier otro pensador el carácter fun-
damentalmente artificioso y ficcional de toda filosofía. No es
casual que el genio de Shakespeare haya abrevado en sus En-
sayos, y que en el Museo Británico se guarde un ejemplar ano-
tado por éste. No sería extraño que algunos rasgos de Hamlet,
sus divagaciones, su ingenio en que se mezclan humor y escep-
ticismo, su incertidumbre ante el destino, fueran inspirados por
3
“De la fisonomía”, libro III.
132 Alejandro Rússovich

algunos pasajes de los Ensayos. Quizá también podríamos cargar


a cuenta de Montaigne la decisiva predilección del dramaturgo
por Plutarco, que le inspirara figuras como las de Julio César,
Antonio y Cleopatra o Coriolano.
Molière, también asiduo lector de Montaigne, pudo recoger
algunas sugerencias para pergeñar su Misántropo o el maligno
e implacable Tartufo.
El moderado escepticismo de Montaigne, que se refleja en
su divisa “Que sais-je?” (“¿Y yo qué sé?”), contrapartida del
“Sólo sé que no sé nada” de su admirado Sócrates, es, entre
otras cosas, el punto de partida de Descartes y su duda metó-
dica que dio nacimiento a la filosofía moderna. También Pascal
parte de este Ensayo de Montaigne para tratar, afanosa e in-
fructuosamente, de construir contra Montaigne una apología
del cristianismo. Mucho más cerca de nosotros, y en el mismo
camino emprendido por nuestro autor, se erige el pensamiento
de Nietzsche en su notable ensayo de 1873, “Sobre la verdad y
la mentira en sentido extramoral”, donde nos dice:
Aquel instinto de metáfora, fundamental en el hombre
y del cual no se puede prescindir en ningún momento, por-
que se prescindiría del hombre entero, no ha sido cohibido
ni domado, porque de sus engendros volatilizados, los con-
ceptos, se forma un nuevo mundo consistente y regular que
vale lo que una fortaleza. Quiere proporcionarse un nuevo
campo de acción, un nuevo cauce, y lo encuentra en el
“mito”, y en general en el “arte”.

En este ensayo, nos anticipa lo que será una de las marcas


centrales de su pensamiento: la primacía de la estética sobre la
lógica, la ética y la metafísica. También el viejo Kant hizo pre-
ceder la Estética Trascendental, vale decir, el orden de lo sen-
sible, a la enumeración categorial de los conceptos puros del
entendimiento. La consecuencia a que nos conduce la primacía
de la estética en Nietzsche es la valorización de la mentira como
privilegiado medio de toda auténtica creación en el arte. Quizá
debiéramos remontarnos hasta el propio Platón, que en su dis-
tinción entre mundo sensible y mundo inteligible hace preceder
lo sensible como etapa necesaria e imprescindible para acceder
al elevado orden del espíritu. No obstante, al modo dogmático
y apodíctico que subraya Montaigne, Platón expulsa a los poe-
Montaigne y la filosofía como ficción 133

tas de la República, porque “mienten demasiado”.


Todo el citado ensayo de Nietzsche puede considerarse un
compendio condensado y rotundo de la sapiencia y hondura
desparramadas y sueltas en los Ensayos de Montaigne; una y
otra vez subraya éste el carácter ficcional de toda filosofía. Con-
fronta la escandalosa contradicción entre los diversos sistemas,
sólo en apariencia conclusos e irrefutables, y, lejos de conciliar-
los como hace Hegel en su Historia de la Filosofía, mediante un
concepto dialéctico de evolución en provecho de su propio sis-
tema, Montaigne exhibe la trampa y la presuntuosa seriedad
con que tratan de persuadirnos esas construcciones conceptua-
les, los intríngulis lógicos que no tardan en resolverse en apa-
ratosas tautologías. Su criterio, el colador con que discierne
todos esos castillos conceptuales, es, en el fondo, el mismo em-
pleado por Nietzsche en su crítica del valor de los valores mo-
rales: en qué medida favorecen la vida o por el contrario
atentan contra ella, hasta qué punto nos hacen mejores, más
fuertes contra el infortunio, el sufrimiento, la enfermedad y la
inexorable muerte.
Esto último, la fortaleza y la dignidad ante la decadencia, la
vejez y la muerte, es una constante ocupación de Montaigne.
Selecciona y espiga las mejores máximas en Séneca, en Plu-
tarco, en los estoicos y en los epicúreos. Aprovecha, como
Nietzsche, su flúido manejo del latín, que hablaba desde su in-
fancia, y que le permitió frecuentar los clásicos latinos y la cul-
tura antigua mejor aún que la de su tiempo.
Su estilo deshilvanado, con digresiones –cada una de las
cuales es de por sí tema y punto de partida para otras reflexio-
nes–, el modo de perfilar la cuestión, que nos descubre más lo
que deja de decir que lo que dice, la referencia constante a su
modo de vivirla, son rasgos de su escritura que nos hacen con-
versar con él mientras lo leemos; todo ello cumple el primer
mandamiento de la Escuela del Estilo4 de Nietzsche: “Lo que
importa más es la vida: el estilo debe vivir”. En realidad, cumple
todo el decálogo nietzscheano, y hasta puede uno imaginarse
que, más que atender a Moisés, el autor de esas prescripciones
tuvo a la vista los Ensayos.

4
“Diez Mandamientos de la Escuela del Estilo”, escritos por Nietzsche para
su amiga Lou Andreas Salomé.
134 Alejandro Rússovich

Vale la pena transcribir el segundo de estos mandamientos,


porque, a mi entender, condensa lo más propio de la escritura
de Montaigne: “El estilo debe ser apropiado a tu persona, en fun-
ción de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pen-
samiento (ley de la doble relación).”5
¿Quién es esa persona determinada, el interlocutor imagi-
nario y privilegiado de los Ensayos? A primera vista, el primero
que se me ocurre es su amigo del alma, el único que menciona
una y otra vez en todo el libro, Etienne de La Boétie, cuyo pen-
samiento –nos dice Montaigne– “honrará el resto de esta obra”.
Mucho habría que decir de esta amistad, el solo verdadero
amor de su vida, del que da cuenta y resume en esa célebre y
enigmática frase “porque él era él y porque yo era yo”, más ade-
cuada –como comenta André Gide– para definir una pasión
amorosa entre un hombre y una mujer. De todos modos, añade
Gide, la influencia de la severidad y rigidez moral de La Boétie
hubieran quitado mucho del encanto y alta libertad de espíritu
que tienen para nosotros los Ensayos, si no se hubiera producido
la temprana e inesperada muerte del amigo. Pienso, variando
la reflexión de Gide, que, si bien La Boétie es el interlocutor
imaginario y constante de Montaigne, su pensamiento se dirige
cada vez más, no en la dirección de los ideales morales y reli-
giosos de La Boétie, sino justamente en contra, liberándose pro-
gresivamente de esa influencia restrictiva, hasta culminar en
los notables ensayos finales, donde campea, abiertamente, un
auténtico paganismo, similar al de Goethe, que nada tiene que
ver con su catolicismo superficial y de conveniencia, profesado
en relación con las sangrientas guerras religiosas que sacudían
a la Francia de aquel tiempo.
Tal como, invariablemente, ocurre en la historia del pensa-
miento y según la matriz tensional entre Padre e Hijo, las ideas
más fecundas, las más innovadoras, auténticos acontecimientos
históricos, se generan a partir de un modelo personal, determi-
nado y concreto, y se perfilan, finalmente, contra el modelo ori-
ginario. Comenzando por Platón/Aristóteles, las parejas
prolíficas se suceden en todas las épocas: Manes/Agustín, y, más

5
Esta ley anticipa la teoría de la recepción, de Bajtín, tan importante en la
lingüística moderna y en el análisis del discurso.
Montaigne y la filosofía como ficción 135

cerca nuestro, Kant/Schopenhauer o Kant/Hegel, Hegel/Marx,


Schopenhauer/Nietzsche, sólo para dar algunas pocas muestras
ejemplares.
En realidad, los interlocutores innumerables y continuos de
Montaigne somos nosotros mismos, sus lectores, siempre sor-
prendidos por sus variaciones de humor, por las asociaciones
peregrinas, arbitrarias y a menudo geniales, de las considera-
ciones de un hombre común y sencillo, idéntico al lector ordi-
nario, sometido al tráfago vulgar de la vida cotidiana.
Como Pascal, cuyos Pensamientos están atravesados de cabo
a rabo por Montaigne, podemos exclamar: “no está en Montaigne
sino en mí mismo” y “en mí encuentro todo lo que veo en él”.
Hace poco, tuve un accidente brutal cuando fui atropellado
por un colectivo. Quedé indeciblemente magullado y estrope-
ado hasta los huesos. A poco estuve de perder la vida, y nunca
me hallé, hasta ese momento, en contacto tan inmediato con
la súbita realidad de la muerte. De los días que siguieron sólo
recuerdo, por ráfagas, los espasmos de un sufrimiento intolera-
ble. En algún momento, para distraer el dolor, eché mano del
libro de Montaigne que siempre suelo tener a mi alcance. Lo
abrí por cualquier parte, tal como suelo hacerlo, porque no se
presta su manera de escribir para una lectura sostenida y siste-
mática. A las pocas páginas, toparon mis ojos con la narración
de un terrible accidente, sufrido por él mismo, cuando fue atro-
pellado a toda velocidad por un jinete que montaba un caballo
gigantesco: “De te fabula narratur”. Punto por punto describe
Montaigne, prolijamente, los detalles de ese tremendo golpe;
la inconsciencia primero, el recuerdo vago y, poco a poco, el
despertar a la realidad y los insufribles dolores. “El recuerdo de
este suceso, –dice– cuya huella tengo fuertemente grabada en mi
alma, me representa la apariencia e idea de la muerte tan cerca del
natural que me concilia de algún modo con ella.”
Yo añadiría que, a partir de esa experiencia, puedo marcar
dos épocas en mi existencia: antes y después. Por si fuera poco,
en los primeros días de mi convalecencia, estallaron en Nueva
York las Torres Gemelas y fue como si una onda expansiva, a
partir de mi ínfimo y particular estropicio, se extendiera al pla-
neta entero, a partir de ahora tambaleante y amenazado de la
extinción, sobre su faz, de toda vida orgánica.
Mucho más que un desdén o un rechazo de la filosofía o un
136 Alejandro Rússovich

escepticismo despectivo ante la ciencia, que nos conduciría a


venerar, como algunos intelectuales “dispépticos”, al brujo de
la tribu, Montaigne nos muestra a cada paso su aprecio y aun
su admiración ante la ciencia y la filosofía, claro que no como
reducto y ciudadela de la verdad, sino sólo y fundamentalmente
como arte del pensar. Se solaza y le divierte el ingenio y la agu-
deza de un razonamiento bien construido, o de un argumento
contundente, pero sólo en la medida en que apuntan a una me-
jora en la técnica del vivir, a una eficacia de las relaciones in-
tersubjetivas, de la educación, de la salud, y, en suma, de la
existencia a secas.
El buen vivir: he aquí el principio y el objetivo de toda cien-
cia humana y de toda filosofía. Sus mejores atributos son, para
Montaigne, la libertad y la alegría: “Nada hay –nos dice– más
alegre, divertido, jovial, y estoy por decir que hasta juguetón. No
pregona la filosofía sino fiesta y tiempo apacible; una faz triste y
transida proclama que de ella la filosofía está ausente.”6 Pienso en
Spinoza, para quien sólo tres afectos configuran la condición
del hombre: deseo, alegría y tristeza. El más excelso, la alegría,
resulta de todo cuanto aumenta nuestra potencia de obrar; dis-
tingue a los individuos mejores y más sanos y al gozo que acom-
paña la producción de auténticos valores; es el bien mismo que
nos otorga la Naturaleza infinita, benigna y todopoderosa.
Lejos de un engañoso progreso de la evolución histórica,
violentamente refutado por las regresiones a la barbarie, cada
vez más atroces, se da por el contrario una cierta permanencia
en el orden del arte y también en el de la filosofía. El devenir
parece respetar el encanto intemporal de algunas obras del in-
genio humano, desde los bisontes de las cuevas de Altamira
hasta las caprichosas deformaciones de Picasso; el canto gre-
goriano, Mozart, Stravinsky, se mantienen vigentes; tal como
el Partenón, las catedrales del Medioevo, la vertiginosa arqui-
tectura contemporánea; Homero, la Biblia, Shakespeare, Tols-
toi, Proust y todos los que trabajaron la palabra, seguirán
seduciéndonos. Pero también el pensamiento disfruta de esta
benevolencia del tiempo; desde los presocráticos hasta Kant,
Marx o Nietzsche, sus ideas quizá se mantendrán entre los es-
combros y el destrozo de los bombardeos, al menos mientras la
6
Libro Primero, XXV: “De la educación de los hijos”.
Montaigne y la filosofía como ficción 137

especie humana sobreviva.


Modas y renacimientos marcan periódicos retornos del arte
y del pensamiento. Los extraños y siempre atrayentes Ensayos
de Montaigne han conocido estos vaivenes. Quizá el género –si
hay alguno que pueda alojarlos– fue iniciado por las Confesiones
de San Agustín. Pero Montaigne alcanza una modernidad y un
interés que no decaen en ninguna época. Entre otros, Jean-Jac-
ques Rousseau siguió sus pasos en sus propias Confesiones; co-
mienza declarándonos “quiero mostrar a mis semejantes a un
hombre en toda la verdad de la naturaleza, y ese hombre seré yo.”
Lo último que conozco del género, lo más afín a mi tempe-
ramento, es el profuso, zigzagueante y frecuentemente genial
Diario de Gombrowicz. Devoto de Montaigne en su juventud,
adopta su actitud vital, haciendo de sí mismo el tema de su obra,
lo mismo que guió la empresa de Goethe en Poesía y Verdad: for-
marse, conocerse, y dar cuenta de sí mismo a través de la escri-
tura; perfilarse, reflexionar sobre la propia creación y ofrecer al
público una imagen lo más completa e indiscreta posible de la
propia vida, inextricable mezcla de invención y verdad. Espejo
y regocijo para el lector. Escuela inagotable de sabiduría privada,
personal y, sobre todo, sencillamente humana.
138 Alejandro Rússovich
139

SPINOZA CON DELEUZE1

“Un lector avisado –nos dice Montaigne– descubre a menudo


en los escritos de otro, diversas perfecciones que las que el autor puso
y percibió allí.”
“Avisado” aquí vale como “perspicaz” y “experto”. Se trata
de sorprender lo inhabitual, la liebre que salta en el texto, para
perfilar con eso un concepto nuevo.
Es la comparación que se me ocurre para la lectura que De-
leuze hace de Spinoza. Naturalmente, en esa lectura subyace
una admiración y un verdadero amor por el pensamiento de
Spinoza. Para Deleuze “en Spinoza, la vida no es una idea, una
cuestión sólo teórica. Es una forma de ser, un mismo y eterno modo
en todos los atributos.”
Deleuze es prolijo y sigue paso a paso los enlaces lógicos que
dan a Spinoza su potencia de pensar y su univocidad expresiva,
que Deleuze despliega en los tres libros en que, por lo que sé,
glosó con rigor a Spinoza2.
Antes que todo, comienzo con algo que muchos hemos
oído: “Deus sive Natura”, la fórmula que, para Spinoza, expresa
la sustancia infinita de infinitos atributos. Dos solos atributos,
Extensión y Pensamiento, están al alcance de la finitud de
1
Presentado en el Seminario de los Jueves, de Tomás Abraham, el
13/11/2003. Publicado en: Tomás Abraham y El Seminario de los Jueves, La
Máquina Deleuze. Sudamericana, Buenos Aires, 2006. (N. del E.)
2
Spinoza y el Problema de la Expresión (1968), Spinoza: Filosofía Práctica
(1981), En Medio de Spinoza (1982). (N. del E.)
140 Alejandro Rússovich

nuestro entendimiento, sometido a la duración incierta, al


miedo, a la esperanza y el deseo.

Estado de razón y estado de naturaleza

El estado de razón, función del entendimiento, no de la ima-


ginación generadora de signos multívocos, concierne a la fini-
tud de los modos, esto es, al hombre como tal. Las leyes de la
Naturaleza, en cambio, son infinitas y regulan el juego alter-
nado de composiciones y descomposiciones de la duración uni-
versal. Este juego se resuelve en una composición resultante
que hace de la previa descomposición una mera condición para
un acuerdo por afinidad entre las ínfimas partes evanescentes,
infinitesimalmente pequeñas que, para el cálculo cuantitativo,
componen la extensión.
Pero la razón, pese a su finitud, manifiesta –dice Deleuze–
una tendencia por la que las esencias buscan multiplicar los en-
cuentros (“occursus”) que favorecen una composición de rela-
ciones con otro cuerpo que es útil a ambos y, por tanto, generan
un tercero más potente que las esencias individuales desligadas.
Éste es –señala Deleuze– el esfuerzo de la razón, mediante
el cual se aproxima, asintóticamente, a la trabazón perfecta de
las infinitas leyes que componen la Naturaleza.
Algo contribuye –agrega– a este esfuerzo de la razón por
equipararse a la infinita complexión legal de la Naturaleza. Esta
contribución viene de la mano de una organización de otro
orden, de una composición de potencias colectivas, sociales: se
trata de la Ciudad.
Ella, la “buena” ciudad que, a pesar de todos los encuentros
fortuitos, es el mejor ámbito donde el hombre se hace razona-
ble; esto es, consciente y dueño de su derecho natural a mirar
por su utilidad y a cumplir con su deseo de persistir en su ser.
Más tarde, en su Filosofía del Derecho, Hegel establecerá que
sólo en el ámbito del Estado el individuo es racional, libre y
dueño de su derecho natural. Mutatis mutandi, el Estado por la
Ciudad, la afinidad de los conceptos huele al rancio e inconfe-
sado spinozismo de Hegel.
Deleuze subraya que, en una ética ontológica como la de
Spinoza, se trata del Ser que Es, de la sustancia infinita que se
Spinoza con Deleuze 141

expresa en infinitos atributos: no se trata, pues, de un modo fi-


nito y evanescente sino de la sustancia misma. Ella se expresa
ante nosotros como potencia de infinitas efectuaciones. Cada
esencia es un grado de potencia, una cantidad intensiva, en eso
que nos representamos, por analogía con el nuestro, del enten-
dimiento divino.
“Ir hasta el final de lo que se puede –dice Deleuze– es la tarea
propiamente ética”. Recuerdo otra vez a Montaigne y a su vene-
rado Sócrates, cuya divisa era, justamente, “según mis fuerzas”,
esto es, “voy hasta el final de lo que puedo”; apotegma sapien-
cial que prefigura la captación de Spinoza de un “conatus” de
la razón por alcanzar la plena trabazón legal de la Naturaleza.

–––––––––––––––––––––––––––––––

Vuelvo a la referencia que hice al comienzo acerca del modo


particular que Deleuze emplea para glosar a Spinoza. No cabe
duda de que fecunda y enriquece alternar la lectura de Deleuze
con la de Spinoza. Guiados por Deleuze, descubrimos nuevos y
sugestivos enfoques en la Ética, en el Tratado Teológico-Político
y en el de la Reforma del Entendimiento, que leí hace tiempo con
una admiración equivalente a la impresión que me produjeron
Kant, Nietzsche o Schopenhauer.
La lectura que hace Deleuze de Spinoza es tan original y no-
mádica, que mi exposición quizá no resulte demasiado estriada
y lineal, sino más bien nómada.

Spinoza: Filosofía Práctica

Bien comienza Deleuze su libro sobre Spinoza citando a


Nietzsche; más de un rasgo enlaza el pensamiento ético del so-
litario de Amsterdam con el polémico moralista de Engadina.
Por mencionar sólo uno: el aumento de la “potencia de
obrar”, en Spinoza, que determina alegría, y, en Nietzsche, la
“voluntad de poder”, que no se trata, como aclara Martín
Buber, del deseo del poder por el poder mismo, “el gran agua-
fiestas de la historia universal”, sino la capacidad de realizar lo
que se pretende y se puede, de instaurar lo nuevo, de aumentar,
como dice Spinoza, la potencia de obrar.
142 Alejandro Rússovich

En una nota de Sánchez Pascual a su traducción de la La


Genealogía de la Moral, transcribe las siguientes palabras de
Nietzsche de una carta a Overbeck: “¡Estoy asombrado, comple-
tamente asombrado! ¡Tengo un precursor, y qué precursor! Yo casi
no conocía a Spinoza: el que ahora sintiese necesidad de conocerlo
ha sido una ‘acción instintiva’.”
Por mi parte, añadiría que Goethe hubiera llamado a esta
“acción instintiva” una “afinidad electiva”.
Las tres tesis de Spinoza: la denuncia de la “conciencia”, la
de los “valores”, y la de las “pasiones tristes” son las tres grandes
afinidades con Nietzsche, como establece Deleuze.
En cuanto a la primera, la “conciencia” (para Nietzsche sólo
una “superficie”) no es otra cosa para Spinoza que el registro,
en modo alguno continuo y permanente, de las acciones del
cuerpo. Éste, como todo cuerpo en general, es extenso y guarda
con el pensamiento una estrecha relación de paralelismo psi-
cofísico.
En cuanto a los “valores”, Deleuze los considera dentro de
una moral axiológica, a la que distingue de una ética, como la
de Spinoza, de carácter ontológico. Los valores morales son
trascendentes: “La ética –afirma Deleuze– sustituye la oposición
(Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia
(bueno-malo). La ilusión de los valores está unida a la ilusión de la
conciencia”.

El título de este capítulo de Deleuze, “Desvalorización de


todos los valores, principalmente del bien y del mal”, le sirve para
subrayar la consonancia de Spinoza con Nietzsche, mediante
la transcripción de un concepto de la La Genealogía de la Moral:
“Más allá del Bien y del Mal –dice Nietzsche– esto al menos no
quiere decir: más allá de lo bueno y lo malo”.
Sabemos hasta qué punto llega en Nietzsche la afinidad con
Spinoza: la “transvaloración” nietzscheana que denuncia espe-
cialmente la producción de antivalores por obra del resenti-
miento, del odio y del deseo de venganza.
La tercera coincidencia Spinoza-Nietzsche es la desvalori-
zación de las “pasiones tristes”. Éstas provocan la aparición de
personajes siniestros: el déspota, que requiere para consolidar
su dominio las pasiones tristes del sometido, la humillación, el
resentimiento...
Spinoza con Deleuze 143

“La ética –sostiene Deleuze– dibuja el retrato del hombre del


resentimiento, para quien toda felicidad es una ofensa, y que hace
de la miseria o la impotencia su única pasión.”
Basta mencionar el resentimiento para advertir cuánto de
Spinoza resuena en la crítica de los valores de Nietzsche. El re-
sentimiento, por obra de la voluntad de poder, sublima en hu-
mildad y compasión el deseo postergado de venganza y la
crueldad imaginaria.
De allí brotan los valores del rebaño: la igualdad, la sumi-
sión, y, finalmente, el nihilismo, como consecuencia de la re-
nuncia a la voluntad de poder.
Hay un rasgo de Spinoza que lo emparienta singularmente
con Nietzsche. Dice Deleuze: “El modelo del envenenamiento
como resultado de una mala combinación de los elementos del
cuerpo, sirve a Spinoza para ejemplificar a Blyemberg la acción de
lo malo.”
Nietzsche, por su parte, se proclama fisiólogo en su crítica de
los valores morales3. Seguramente comprendió muy bien esta
particular relación de tristeza que se produce entre los cuerpos.
La ignorancia (no la socrática, consciente de sí misma, ni la
de Nicolás de Cusa, proclamada por él como desideratum de sa-
biduría) nada tiene que ver con la cerrazón mental atribuida por
Spinoza al vulgo, el cual no alcanza a explicarse un aconteci-
miento desacostumbrado, pues lo atribuye a causa divina o so-
brenatural. Ignora, e ignora que lo ignora, este hombre masa del
“rebaño”, para hablar como Nietzsche, que nada puede acon-
tecer contra la vigencia eterna de las leyes de la Naturaleza. El
desconocimiento de la causa que alega el hombre común, lo
lleva a encumbrar el suceso como prodigio o milagro.
Es lo que está en la base de la fe supersticiosa en lo inexpli-
cable para el lerdo caletre del rebaño. Del mismo modo afirma
nuestro solitario pensador, “...que insiste... y labra un arduo cris-
tal: el infinito mapa de Aquél que es todas sus estrellas”, para de-
cirlo con Borges.
Recuerdo que Spinoza nos descubre que conocemos, sí,
nuestros propios actos y la vehemencia del deseo que nos arras-

3
En el prólogo de La Genealogía de la Moral, dice Nietzsche: Necesitamos
una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el
valor mismo de esos valores.
144 Alejandro Rússovich

tra, y nos consideramos libres porque ignoramos la causa ignota


que nos motiva. A un paso estamos del develamiento por Freud
del sistema inconsciente.

Acerca de las nociones comunes

Inicia Deleuze sus reflexiones con un enfoque pesimista –no


distante, en este punto, de Spinoza– acerca de la mayor parte
de los hombres que viven sometidos a la superstición, conse-
cuencia de ideas inadecuadas. Esta visión opresiva del spino-
zismo cede a una vislumbre de claridad para despejar y
reconocer la idea inadecuada. Tal esclarecimiento es potenciado
por la dicha, estado de alegría que, como tal, incrementa la po-
tencia de obrar. La dicha, no obstante, sigue obedeciendo a una
causa externa. No se eleva aún a albergar dentro de sí su propia
causa, en otras palabras, no alcanza a ser activa.

Spinoza y el Problema de la Expresión

¿Por qué habla Deleuze del “problema de la expresión” en


el pensamiento de Spinoza? Parece evidente que, más que una
cuestión lingüística o semántica, se trata de una dificultad pro-
piamente filosófica. Deleuze evacua, en pocas líneas, los aspec-
tos lingüísticos del asunto.
“La palabra ‘expresar’ –nos dice– tiene sinónimos, como ‘ma-
nifestar’”, y añade la forma latina de “manifestar”: “ostendere”,
que Spinoza usa en el Tratado de la Reforma para referirse a los
atributos que manifiestan la esencia de Dios.
Por mi parte, agrego que “expresar” viene del latín exprimo,
-is, -ere, expressi, expressum, que significa, fundamentalmente,
exprimir, sacar, extraer. También, traducir. También pronunciar
distinta y claramente; declarar formalmente.
En español, la primera acepción del verbo latino se limita a
la voz “exprimir”; la otra variante: “expresar” corresponde a las
segunda y tercera acepciones latinas, y deriva de la raíz del per-
fecto, no de la del presente.
En francés, en cambio –y es la lengua en la que piensa De-
leuze–, una sola forma, “exprimer”, se encarga de los dos senti-
Spinoza con Deleuze 145

dos. El más general –segundo con respecto al latín– es “expresar


o manifestar”. La segunda acepción, como tecnicismo o forma
literaria, es la de extraer el jugo de una fruta.
No sólo en francés “exprimer” significa “expresar” y en una
segunda acepción “exprimir”: “exprimer le jus d’un citron”. Tam-
bién en alemán “Ausdruck”, “expresión”, se corresponde con
un verbo, “ausdrücken”, que significa “exprimir” y, en sentido
figurado, “expresar”.
Diversos usos para una misma palabra, polisemia, en térmi-
nos de Deleuze “multivocidad”.
Spinoza debió utilizar habitualmente el latín, como todo hom-
bre cultivado que quería comunicar sus pensamientos en esos
tiempos. El uso de una lengua culta, es decir, desarrollada, man-
tiene en potencia, en el eje paradigmático, todas las significaciones
posibles para su puesta en enunciado ni bien lo requiera el acon-
tecimiento que suscite el discurso. Quiero decir que, de modo pre-
consciente, todas las acepciones determinan, quizá unas más que
otras, el matiz particular con que cada hablante marca un sentido
predominante en el vocablo que escogió articular.
La “expresión” connota, por la metáfora que le da origen en
latín (se exprime un tubo, el cual entonces “expresa” el dentí-
frico), un sentido de “presión”, fuerza que supone el proceso de
“exprimir”. En términos de Spinoza, una potencia que, al impli-
car el atributo del Pensamiento, se torna decididamente expre-
siva. Los signos del lenguaje constituyen, de ese modo,
representaciones equívocas de los atributos y, por tanto, de la
propia sustancia infinita, es decir Dios. Se trata, para Spinoza,
nada menos que de formular una expresión absolutamente uní-
voca mediante signos del lenguaje incurablemente ambiguos y
multívocos por naturaleza. En esto, creo yo, consiste el pro-
blema de la expresión para Spinoza. La “presión”, la dificultad,
el esfuerzo o conatus, es partir de la multivocidad de los signos
hasta culminar en una expresión unívoca, capaz de dar cuenta
de las más complejas operaciones de la razón, las requeridas
para alcanzar el “amor dei intelectualis” y una vida exenta, en lo
posible, de pasiones tristes.
¿Qué hay en la “expresión” de Spinoza, que subraya Deleuze,
que corresponda al primer sentido del verbo latino?
Por una parte, se me ocurre la “presión” que ejercía sobre el
ánimo de Spinoza la necesidad de compartir, mediante la escri-
146 Alejandro Rússovich

tura, la alcanzada claridad de la sustancia eterna. Expresión


clara y distinta, pero, sobre todo para Spinoza, adecuada –que
alcanzó, finalmente– de una sustancia infinita, la Naturaleza,
de cuya existencia tenemos la misma patencia inmediata que
la del propio ego cogitans, puesto que mi existencia depende de
esa madre universal.
La dificultad, el problema, aquello contra lo que había que
presionar con toda la fuerza de su lucidez, era, en palabras de
Deleuze,
¿por qué el pueblo es tan profundamente irracional?,
¿por qué se enorgullece de su propia esclavitud?, ¿por qué
los hombres luchan por su esclavitud como si se tratase de
su libertad?, ¿por qué es tan difícil, no ya conquistar, sino
soportar la libertad?, ¿por qué una religión que invoca el
amor y la alegría inspira la guerra, la intolerancia, la male-
volencia, el odio, la tristeza y el remordimiento?

La “expresión” de Spinoza se dirigía, polémicamente, contra


ese pueblo que, como dice Deleuze, se corporizaba en los diri-
gentes judíos, católicos, calvinistas y luteranos. Todos los cír-
culos bienpensantes y los mismos cartesianos rivalizaban en
denunciar el Tratado Teológico-Político, verdadera anti-Biblia de
Spinoza.
Expresarse del modo más claro posible, con nítida precisión,
como los axiomas, postulados, demostraciones y escolios de la
Geometría euclidiana, constituía el mejor ataque contra ese
frente de mentes obtusas, a quienes Spinoza proporcionaba una
posibilidad de liberarse de la ignorancia culposa y el error de
juicio constante en las dificultades de la vida.
Para ellos, ninguna presión mayor que la que ejercía la no-
vedad de sus conceptos y la particularidad de él, de Spinoza, con
que procuraba un punto de vista nuevo, una perspectiva original
y única, un ojo copernicano, una visión del Todo que transfor-
maba la marcha del pensamiento. La transformaba a tal punto
que él mismo, cosa pensante, modo finito y fugaz, se diluía con
la infinitud impersonal de una mónada leibniziana, frente al Uno
incircunscribible, la sustancia absoluta, “Deus sive Natura”.
¿Hasta qué punto los signos son multívocos? Deleuze subraya
este carácter, una y otra vez; nos dice, por ejemplo: “[...] Estos
signos indicativos fundan un orden completo de signos convencionales
Spinoza con Deleuze 147

(lenguaje), que se caracteriza por su equivocidad, o sea, por la va-


riabilidad de las cadenas asociativas en las que entran”. Y, más ade-
lante: “[...] la unidad de todos los signos consiste en que forman un
lenguaje esencialmente equívoco e imaginativo que se opone al len-
guaje de la filosofía, hecho de expresiones unívocas.”4
Spinoza, por su parte, nos dice en el §36 del Tratado de la
Reforma del Entendimiento:
Pues como la verdad no necesita ningún signo, y como
para suprimir toda duda basta poseer las esencias objetivas
de las cosas o, lo que es lo mismo, las ideas, resulta que el
método verdadero no es buscar el signo de la verdad des-
pués de la adquisición de las ideas, sino el camino para bus-
car, en el orden debido, la verdad misma o las esencias
objetivas de las cosas, o las ideas (todos estos términos sig-
nifican lo mismo).

Pienso en la notable clasificación de los signos de Charles


Sanders Peirce, quien, según las tres últimas categorías kantia-
nas de la modalidad (posibilidad-existencia-necesidad), esta-
bleció una tríada –que se ramifica– de tres signos básicos:
íconos, índices y símbolos.
Los íconos dependen de la semejanza entre el signo como tal
(que implica la percepción de algo audible, visual, olfativo, táctil
o gustativo) y su objeto designado. Es notorio que la semejanza
es ante todo posible (según la categoría kantiana de la posibili-
dad), no real; además parece, y el parecido es siempre discutible.
El reino de los signos icónicos es el arte. Y la mentira, el embe-
llecimiento, es esencial al arte. El signo icónico es una represen-
tación, la del teatro, por ejemplo, fundada en un juego de
simulaciones, en que el engaño se acepta para gozar de la intriga.
La belleza o la fealdad no existen, para Spinoza, en la Natu-
raleza, a causa de la finitud y el error que condicionan el en-
tendimiento humano. La misma causa provoca la irresistible
deformación a que el arte somete a la Naturaleza.
No menos engañosa es la condición del índice, el segundo
de los signos de Peirce. Un síntoma es un índice, y se requiere
una ciencia, la semiología médica, para desentrañar la supuesta

4
Deleuze, Spinoza: Filosofía Práctica, cap. 4: “Índice de los principales con-
ceptos de la ética”.
148 Alejandro Rússovich

causa entre la confusa manifestación de los síntomas. Sueños,


premoniciones, adivinación del porvenir, augurios por el vuelo
de las aves, son índices tan ambiguos como esos “signos indi-
cativos” que, como decía Deleuze, fundan el lenguaje.
Y esto nos lleva a la tercera clase de signos, el símbolo, que
es el reino propio de la equivocidad y la mentira. Umberto Eco
definía el signo como algo que, fundamentalmente, sirve para
mentir.
La expresión, según Deleuze, solo es posible en la medida en
que se mantenga una estricta univocidad del lenguaje. El “pro-
blema de la expresión” para Spinoza, es el de formular una verdad
pura del entendimiento mediante palabras que, por naturaleza,
son signos ambiguos, multívocos y falaces. Menuda tarea para un
pensador tan escrupuloso y amante de la verdad como Spinoza.
Por lo demás, conocía muy bien Spinoza las trapacerías del len-
guaje. En ese sentido, al igual que Nietzsche, era un consumado
filólogo. En el Tratado Teológico-Político analiza la palabra hebrea
“rúaj”, que significa “viento”, metáfora de “espíritu”. Las acepcio-
nes innumerables marcan un sentido distinto cada vez que la Sa-
grada Escritura emplea el vocablo “espíritu”. Los sentidos que
encuentra Spinoza explican (“expresan” diría Deleuze), mediante
un acabado análisis, lo que nos dice el texto en cada caso.
Según Deleuze, el uso del vocablo “expresión” y sus derivados
es, tanto para Spinoza como para Leibniz, un argumento deci-
sivo para superar la influencia de Descartes.
Y acá debemos recordar la prueba ontológica de la existen-
cia de Dios.
La implicación de esencia y existencia en la definición de
Dios de Spinoza coincide, en apariencia, con la llamada
“prueba ontológica” de la existencia de Dios formulada en el
Proslogion de San Anselmo. En los mismos términos fue acep-
tada, más allá de toda duda, por Descartes, en el Discurso del
Método (cuarta parte) y en la quinta de las Meditaciones Meta-
físicas. Más tarde, lo será también por Hegel. Sólo la refutará
Kant con el argumento de los cien táleros imaginarios contra
los que tengo en el bolsillo. Hablando de Kant y su intuición
pura del espacio como Extensión, viene a punto mencionar la
prueba geométrica de que los tres ángulos de un triángulo
suman dos rectos: basta extender los tres segmentos de los lados
sobre una línea horizontal, lo que nos da los 180 grados. Hace-
Spinoza con Deleuze 149

mos uso aquí de la intuición pura a priori del espacio, que de-
bemos a Kant. Ella nos permite “ver” las figuras en el espacio y
trazarlas con la sola participación de la mente. La tiza da cuerpo
objetivo, imperfectamente, a la idea platónica del triángulo.
Kant nos hace pensar en Spinoza. Su método geométrico es
el mejor despliegue de la intuición espacial kantiana. Retros-
pectivamente, el pensador alemán algo le debe a su célebre an-
tecesor holandés.
Quizá husmeando este vínculo, el viejo Kant, cuya mente
ya acusaba un serio envejecimiento, vuelve una y otra vez a
evocar a Spinoza en numerosos pasajes de su Opus Postumus.
Exclama, por ejemplo, “Todo es y existe en Dios. ¿Puede la razón
alcanzar lo infinito, más allá de los límites de toda experiencia?”
Deleuze nos habla de un “desplazamiento de la prueba on-
tológica” en la medida, añade, en que “...el spinozismo entero...
es una superación de lo infinitamente perfecto como propiedad por
lo absolutamente infinito como Naturaleza.”
Podríamos añadir aquí que esa “Naturaleza” con mayúscula
que menciona Deleuze, es la otra “expresión” –siguiendo su
propia tesis– de Dios, sustancia única de infinitos atributos. La
existencia de la Naturaleza es, para cualquier pensante, la pa-
tencia del Objeto, ante la que el Sujeto topa con la evidencia
con la que él mismo, como cosa pensante, existe.
Con respecto a la existencia de la Naturaleza, la prueba on-
tológica sería superflua para una mente ingenua.
Peirce, a lo sumo, la categoriza en el orden indicial como re-
sistencia, único y fundamental carácter de la existencia, se-
gunda categoría de la Modalidad kantiana, como enlace
necesario que produce simultáneamente la dualidad Sujeto-
Objeto o Yo-Mundo.
La fórmula de la existencia del Yo para Fichte, quien leyó
mucho y no muy bien a Spinoza, será: “El Yo se pone a sí mismo y
pone también, al mismo tiempo, el No-Yo” (o Mundo, para Fichte).
Comenta Deleuze la frase de Spinoza “No sabemos ni siquiera
lo que puede un cuerpo” que, en la Ética se expone en el escolio
del libro III que sigue a la proposición 2, donde nos dice que
...la experiencia no ha enseñado a nadie hasta aquí lo
que el cuerpo, por las solas leyes de la Naturaleza, en cuanto
se la considera sólo como corpórea, puede obrar, y lo que
no puede, sin ser determinado por el alma.
150 Alejandro Rússovich

La pregunta por el poder o potencia del cuerpo vale por sí


misma, en la medida en que aporta una visión holística o tota-
lizadora del individuo entero, cuerpo y mente. No estamos lejos
de las ocasiones de atracción o rechazo entre individuos, de los
conflictos entre individuos-cuerpos, conflictos que están en la
base de la formación de comunidades sociales, macro-indivi-
duos como las patrias o naciones, que se enfrentan entre sí, pac-
tan acuerdos o se hacen la guerra. Amor y odio, pasión alegre
o triste, que en la acción guerrera culmina en la descomposición
de las relaciones que componen un cuerpo viviente. Descom-
posición de relaciones es muerte, y la existencia infinita de la
sustancia produce, como Naturaleza extensa, una cadena con-
tinua de composiciones y descomposiciones, lo que llamamos
vida del universo.
Amor y odio son pasiones que enfrentan a dos individuos
en circunstancias de vida o muerte. La sociedad se forma a par-
tir de estos conflictos que componen o descomponen las esen-
cias individuales. La historia los relata, los individuos que la
leen están ellos mismos a merced de la historia. La curiosidad
y el interés de esta lectura se deben al hecho de la identificación
que cada uno siente con el suceso histórico que le concierne.
Todo conflicto, como todo juego, tiene reglas, y el desarrollo
incierto de la obra o del juego determina que se gane o pierda.
Resulta –aquí cito a Deleuze– que “...si dos individuos com-
ponen enteramente sus relaciones, forman naturalmente un indivi-
duo dos veces mayor.”
A este respecto, nos dice Spinoza:

...si, por ejemplo, dos individuos, enteramente de la


misma naturaleza, se unen el uno al otro, componen un
individuo dos veces más potente que cada uno por se-
parado. Nada, pues, más útil al hombre que el hombre...

Tal es la composición: se trata de una relación esencial


donde ambos ganan. Pienso en la composición madre-hijo o en
la de amante-amado. Las reglas de la relación se crean al mismo
tiempo que la relación se cumple. Un individuo en relación con
otro: el tercer término es la relación misma. Como en el miste-
rio de la Santísima Trinidad; el Padre y el Hijo se aman recí-
procamente y de esta relación “procede” el Espíritu Santo.
Spinoza con Deleuze 151

La glosa de Deleuze al texto de Spinoza me hace pensar en


otra figura conceptual del mismo orden. Se trata de la esfera
del “entre”, en cuya concepción concuerdan Gombrowicz y
Martín Buber. El primero, en su obra artística, incluido el no-
table y montaignano Diario, verdadera “máquina de guerra”,
en la relación “entre” autor y lector, máquina destinada a des-
montar críticamente la propia obra, para duplicar el efecto
sobre la recepción del lector.
Martín Buber, filósofo, define el “entre”: éste se produce
...no arrancando de la óntica personal ni tampoco de
las dos existencias personales, sino de aquello que, tras-
cendiendo a ambas, se cierne “entre” las dos... Más allá
de lo subjetivo, más acá de lo objetivo, en el “filo agudo”
en que el “yo” y el “tú” se encuentran, se halla el ámbito
del “entre”.

En cuanto a Gombrowicz, toda su obra muestra una acen-


tuación continua de la esfera del “entre”. En su teatro, diga-
mos en El Casamiento, que es un sueño del protagonista
Enrique (de a ratos príncipe heredero de Polonia) aparece su
onírico amigo Pepe. Enrique le propone un extraño arreglo:
para lograr su propósito de destronar al Rey Padre, Pepe debe
matarse con un cuchillo. En ese clima absurdo de las pesadi-
llas, Pepe responde: “¿por qué no? Puedo hacerlo. ¡‘Entre’ dos
todo se puede!”
Concluye Buber:

Si consideramos el hombre con el hombre, veremos,


siempre, la dualidad dinámica que constituye al ser hu-
mano... si acertamos a comprenderlo como el ser en cuya
dialógica, en cuyo “estar-dos-en-recíproca-presencia”, se
realiza y se reconoce cada vez el encuentro del “uno” con
el “otro”.

Los escolios

Por consejo de Deleuze, seguí, en la lectura de la Ética, una


línea discontinua constituida –dice Deleuze– por la línea que-
brada de la cadena volcánica de los escolios. El consejo –en sus
152 Alejandro Rússovich

palabras– es que “puede ser interesante leer la segunda Ética


bajo la primera, saltando de un escolio a otro”.
La lectura “saltando”, pero no “salteada”, depara la visión
de un pensamiento viviente de Spinoza. Dice Deleuze que el
escolio tiene tres caracteres: “positivo, ostensivo, agresivo”.
Deleuze resume, en primer lugar, lo que considera “el primer
gran escolio de la Ética”, en el libro I, Proposición 8, Escolio 2.
En este escolio analiza Deleuze los giros imprevistos que mues-
tran un carácter expresivo de otro estilo que el de la sucesión
rigurosa de definiciones, proposiciones, axiomas o demostra-
ciones que remiten unas a otras en trabazón lógica. Encuentra
sucesivamente en el escolio los caracteres que señaló: positivo,
ostensivo y polémico o agresivo.
Yo diría que la estructura del escolio, con los caracteres que
señala Deleuze, comparten su expresividad con lo positivo del
Tratado de la Reforma del Entendimiento, que expone el método
de una investigación sistemática de la verdad. Lo ostensivo de
los libros II, III y IV de la Ética está centrado en las peripecias
de los modos: alma, afectos, servidumbre humana. Lo polémico
o agresivo se muestra en el Tratado Teológico-Político, donde se
esgrime una razón contundente para refutar la superstición, la
ficción teológica y la práctica de una vida de sometimiento,
acompañada de pasiones tristes.
No menos polémico se muestra Spinoza en su correspon-
dencia. Aun en la argumentación científica, supuestamente ob-
jetiva, polemiza con Boyle, y abiertamente con Blyemberg,
sobre el mal, y con el ingrato y ofensivo Burgh.
Quiero decir que, como indica Deleuze, los grandes giros
de la Ética son, de hecho, presentados en los escolios que
muestran la positividad del método spinoziano, la ostensividad
de los desarrollos teóricos que exponen las impotentes pasiones
humanas, y el carácter polémico del Tratado Teológico-Político
y del Epistolario.
Quiero ejemplificar la estructura de los escolios, con el que
abre el libro III, “Del origen y de la naturaleza de los afectos”.
Éste sigue a la proposición II: “Ni el cuerpo puede determinar al
alma a pensar, ni el alma al cuerpo, al movimiento ni al reposo, ni
a nada más (si lo hay).”
Este escolio se fundamenta en la noción de “paralelismo”,
así llamada por Leibniz. Sin emplear esta denominación, Spi-
Spinoza con Deleuze 153

noza aplica esta noción a fondo en la explicación de la igualdad


de principios que origina dos series independientes que se co-
rresponden término a término.
Deleuze considera que el paralelismo debe afirmarse sólo de
los modos, y excluye la intervención de un Dios trascendente
que sincronizaría, uno a uno, los términos de ambas series: Pen-
samiento y Extensión, y, en el caso de los modos, alma y cuerpo.
De este punto deriva una fórmula que Spinoza mismo pre-
senta como oscura. Ocurre en el escolio del Libro II, que sigue
a la proposición 7ª: “El orden y conexión de las ideas es el mismo
que el orden y conexión de las cosas.”
En el escolio, Spinoza nos dice que
...ya concibamos la Naturaleza bajo el atributo de la Ex-
tensión, ya bajo el atributo del Pensamiento, o bajo otro
cualquiera, hallamos un mismo orden, o sea una sola y
misma conexión de las causas, esto es, que se siguen las mis-
mas cosas unas de otras.

Y termina el escolio con la confesión de oscuridad que sus-


cita su propio discurso; allí nota Spinoza:

Luego, de las cosas tal como son en sí mismas es, en re-


alidad, la causa Dios en cuanto consta de infinitos atributos.
Pero al presente, no puedo explicar esto más claramente.

Pienso que esa “oscuridad” se debe, quizá, a algo que para


nosotros, modos finitos que balbucean la filosofía, nos resulta
difícil de comprender: la infinidad de los atributos, de los que
conocemos sólo dos, Extensión y Pensamiento.
Digo yo (y esto lo agrego al releer el manuscrito): ¿no es-
tuvo tentado Spinoza, alguna vez, de imaginar uno, al menos
uno, de los infinitos atributos de la sustancia, aparte de los
dos únicos con que se nos muestra escasamente la infinita Na-
turaleza? Digo esto para confesar que yo mismo he sucumbido
a esa verdadera tentación de San Antonio. Lo más que he lo-
grado fantasear son algunos universos oníricos, alternativos,
de ciencia-ficción. El hecho de compartir, nada menos que
con Spinoza, esta tentación de modos finitos –él y yo– me
colma de alegría autovalorativa, me equipara, por un instante,
154 Alejandro Rússovich

con un pensador que sobrepasa con creces mi potencia de


pensar.

––––––––––––––––––––––––––––––

Veamos ahora en Spinoza algo que Deleuze ha señalado en


Kafka: el subyacente sentido del humor. Como narra Deleuze
en su “Vida de Spinoza”, en la carta 32 a Oldenburg, Spinoza
le dice:
Imaginemos ahora, si le place, que en la sangre vive un
gusanito dotado de vista para discernir las partículas de la
sangre, y de razón para observar cómo cada una de estas par-
tículas, al chocar con otra, retrocede o le comunica una
parte de su propio movimiento. Éste gusanito viviría, sin
duda, en la sangre, como nosotros en esta parte del universo.

La imaginación de Spinoza contradice aquí su estilo mesu-


rado y, en lo posible, exento de metáforas. Imagina un ser di-
minuto, insignificante, pero dotado de discernimiento y razón,
un junco pensante, como el de Pascal.
Contra sus hábitos de pensamiento, da pábulo Spinoza a la
fantasía, y piensa, como el gusanito, desde su propia finitud,
desde su nada. La existencia desnuda, inerme, ante la pavorosa
nada, parece un rasgo de anticipación en Spinoza, que marcará
después a la filosofía, por obra de Pascal y Kierkegaard, Sartre
y Heidegger. El propio Deleuze habla de un existencialismo en
Spinoza, pero, con respecto a la Naturaleza, nada le resulta a
éste más ajeno que el romanticismo con su culto a la Natura-
leza a través del arte, contemplable sólo en un cuadro, en un
relato, o sobre la escena, si es posible, acompañada la repre-
sentación con música. No es que Spinoza fuera sordo para la
música, como parece que lo fue Kant. Digamos que, más bien,
sus armonías predilectas eran las que resuenan en el entendi-
miento por la irrupción de una idea adecuada, de un axioma,
de una demostración, exactamente enunciados: poesía de las
construcciones especulativas, belleza de la configuración geo-
métrica de conceptos, música de las consonancias y disonan-
cias de los modos finitos en sus composiciones y
descomposiciones continuas.
Spinoza con Deleuze 155

No obstante, “a veces dormita el bueno de Homero” y a Spi-


noza me gusta descubrirle sus facetas humanas, tal como apa-
recen en su correspondencia. Pienso, por ejemplo, en las cartas
que intercambia con Burgh, joven discípulo predilecto de Spi-
noza, que se convirtió súbitamente al catolicismo y cayó en
manos de los jesuitas.
Entre los insultos, insolencias e intentos de convertir a Spi-
noza, Burgh le pregunta “¿cómo sabe que su filosofía es la mejor
entre todas las que alguna vez fueron enseñadas en el mundo, se en-
señan aún ahora o serán enseñadas alguna vez?” Con referencia a
eso, Spinoza, en una demorada respuesta, le dice “Eso podría
preguntarle yo, con mucho más derecho. Pues yo no presumo haber
descubierto la mejor filosofía sino que sé que conozco la verdadera”.
Más adelante agrega que:
“el orden de la Iglesia Romana, que usted elogia tanto,
es, lo confieso, político y lucrativo para muchos y no creería
que hubiera otro más conveniente para engañar al pueblo
y constreñir el ánimo de los hombres”.

La risa de Spinoza

Pienso igualmente en la anécdota que relata su biógrafo Co-


ledus, quien refiere que disfrutaba con las luchas de arañas:
“Buscaba arañas, a las que hacía luchar entre ellas, o bien
moscas, a las que lanzaba a la tela de araña y contemplaba
después estas batallas con tanto placer que algunas veces no
podía contener la risa”.

Deleuze señala tres razones que lo llevan a creer en la au-


tenticidad de este episodio. Se basa en la exterioridad de la
muerte necesaria, en la composición de relaciones en la Natu-
raleza, en la relatividad de las perfecciones (cómo la crueldad
de la guerra, por ejemplo, puede mostrar un cierto grado de per-
fección si se lo relaciona con otra esencia, como la del insecto).
Las razones de Deleuze son válidas, pero me pregunto
hasta qué punto la risa de Spinoza no fue motivada por una
especie de compensación psicológica, a causa de las humilla-
ciones, los ataques malévolos, la excomunión de la Sinagoga,
el asesinato de los hermanos De Witt, la deslealtad de Burgh,
156 Alejandro Rússovich

y tantos agravios como experimentó hasta que la tisis lo llevó


a la muerte.
Spinoza, para Hegel y Schopenhauer

En el resumen terminológico que hace Deleuze en Spinoza:


Filosofía práctica, remite la afirmación o determinación a la ne-
gación: “omnis determinatio est negatio”.
Según Deleuze, Spinoza elimina radicalmente la negación,
la estatuye como abstracción y ficción. En palabras de Deleuze,
“Spinoza se basa en la diferencia entre la distinción, siempre positiva,
y la determinación, negativa: toda determinación es negación.”
Hegel, refiriéndose a Spinoza, en sus Lecciones sobre la His-
toria de la Filosofía dice que “debe señalarse como algo muy carac-
terístico y peculiar que Spinoza, en su carta 50, dice que toda
determinación es una negación.”
Notoriamente, interesa a Hegel la contradicción, para él
dialéctica, entre ambos términos, como en su Lógica, la contra-
dicción entre el Ser y el No-Ser. La solución estará en un tercer
término, el Devenir.
¿Acaso pensó Hegel que Spinoza debió hallar una síntesis
entre afirmación y negación que condujera a un tercer término?
¡Nada de eso!: la negación simplemente no es. A Dios, o a la
Naturaleza, nada falta. Como nos dice Deleuze: “Toda privación
es una negación, y la negación no es.”
En otra parte, comenta Hegel: “Spinoza llama a la infinitud
filosófica, a lo que es infinito en acto, la absoluta afirmación de sí
mismo. Y es absolutamente exacto. Lo que ocurre es que habría po-
dido expresarlo mejor, diciendo: ‘es la negación de la negación’”
Con esto último, Hegel trata de convertir el pensamiento
de Spinoza en conceptos dialécticos de su propio sistema: agua
para su molino.
Por otra parte, la apodíctica afirmación hegeliana de que
“todo lo racional es real y todo lo real es racional” es una simplifi-
cación apodíctica del axioma spinoziano: “el orden y conexión
de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. Pa-
ralelismo, no causalidad entre Extensión y Pensamiento, entre
alma y cuerpo.
Otro pensador, violentamente opuesto a Hegel, hace lo
mismo que él, si bien se trata –como dice Nietzsche– de su ene-
migo predilecto. Schopenhauer no deja de tender sobre el lecho
Spinoza con Deleuze 157

de Procusto de su propio sistema el pensamiento de Spinoza.


En sus Estudios Filosóficos nos dice Schopenhauer en sus propias
palabras: “La ‘extensio’ es la voluntad, y la ‘cogitatio’ es la repre-
sentación”. Añade después que “la Natura naturans es también
la voluntad, y la Natura naturata la representación”.
Si, como piensa Deleuze, la filosofía consiste en la invención
de conceptos, puede que, de una lectura errónea, surjan nuevas
claves conceptuales. Es el caso de Hegel y Schopenhauer, que
leyeron mal a Spinoza y concibieron, por eso mismo, nuevas vi-
siones de sus propias ideas. Quizá, en la historia del pensa-
miento, la profusión de sistemas opuestos se debe a una lectura
equivocada que un filósofo hizo de otro. No es el caso de De-
leuze, que, como dije al comienzo, lee bien a Spinoza, y a partir
de esa lectura crea conceptos que espolean el pensamiento.
158 Alejandro Rússovich
159

IV

T: Señor Rússovich, ¿por qué y para qué la filosofía?


R: (Rússovich hace una pausa y sus palabras se ralentizan)
Cuando a uno le hacen este tipo de preguntas, uno tiende a res-
ponder con algo que no es precisamente filosofía sino que se
refiere al modo en el que uno vive la filosofía. Y en ese sentido,
como se trata de un sentimiento, se podría homologar al senti-
miento erótico: si sabes por qué amas, no amas. Hay un ele-
mento, que en última instancia debería rastrearse en el orden
del inconsciente con Freud o con quien sea: ese elemento de-
termina nuestra elección. En ese sentido pienso, con Spinoza y
Schopenhauer, que la libertad de la voluntad es ilusoria. Pasa
que no conocemos las determinaciones de nuestros actos, por-
que la voluntad siempre se determina por el motivo más fuerte,
y actuamos y vivimos como si fuéramos libres, pero claro que
esta ilusión de libertad es lo más importante con lo que conta-
mos como seres humanos, es lo que nos permite una cierta au-
tonomía y sobre todo la conciencia de nosotros mismos, de ser
quienes somos y de incidir de alguna manera sobre nuestros
contemporáneos, porque la filosofía como tal es una clase de
amor. “Amor a la sabiduría”, se dice, pero amor al fin.
Entonces, en última instancia, quizás mis motivaciones es-
triben en algo que de algún modo no es filosófico sino pura-
mente afectivo, a lo mejor infantil, ya no lo sé, pero sé que es
de esa naturaleza, que de la misma manera en que me puede gus-
tar una mujer me puede gustar un texto o el pensamiento, por-
160 Alejandro RússovichAlejandro Rússovich

que me excitan, porque me estimulan. Más allá de eso es difícil


hablar. Y cuando digo eso, digo lo que decía Gombrowicz: “no
creo en una filosofía no erótica”. Kant, Hegel, los grandes abs-
traccionistas de la filosofía, tuvieron que hacer caso omiso de la
sexualidad para desarrollar su propio trabajo. Lo hicieron bajo
el signo del ideal ascético. Pero la filosofía viviente no ignora, y
no sólo no ignora, sino que cuenta profundamente con la se-
xualidad y con lo más profundo de nuestra naturaleza volitiva.
Una gran filosofía no puede ignorar esos resortes de la condi-
ción humana. El sexo, el amor, el verdadero interés que produce
lo que nos seduce, un pensamiento bien tramado, una elocución
clara, una palabra dicha en el momento adecuado.
Todo eso, el arte de pensar y el estilo que se obtiene mediante
ese trabajo, eso es lo que para mí constituye lo estimulante, lo
excitante de la filosofía.
161

SEMIÓTICA Y PSICOANÁLISIS1

Me propongo desarrollar una charla más o menos infor-


mal, y acercarme a algunos conceptos de la ciencia de la se-
miótica, tal como fue inaugurada por Charles Sanders Peirce.
En verdad, la obra de Peirce, que se desarrolló a lo largo de
toda su vida, es muy extensa, compleja, en cierto modo de
difícil acceso, debido a las publicaciones no ordenadas cro-
nológicamente que se hicieron de sus obras. A pesar de ello,
en general, ha suscitado mucho interés, y actualmente, cada
cuatro años, a partir de 1975, se realizan congresos interna-
cionales de semiótica. Hoy en día, ésta constituye una especie
de actividad interdisciplinaria que se propone abarcar, a par-
tir de la clasificación general de los signos, distintas activida-
des, como la arquitectura, el arte, la medicina, el
psicoanálisis. Justamente, hablando aquí con Álvaro2, le re-
cordaba que uno de los que se interesaron particularmente
en la obra de Peirce fue Jacques Lacan y, en gran medida, su
clasificación tripartita de lo real, lo imaginario y lo simbólico
sigue más o menos de cerca la clasificación en tríadas de
Charles Sanders Peirce. Esto, en lo que se refiere al interés

1
Conferencia pronunciada ante integrantes del grupo Quimera, inte-
grado por psicoanalistas, que convocaba a personajes destacados en el
mundo cultural para hablarles sobre un tema de su especialidad, ca. 2002.
(N. del E.)
2
Álvaro Vives, psicoanalista, integrante del Seminario de los Jueves y de
Quimera. (N. del E.)
162 Alejandro Rússovich

que puede suscitar su obra, y que ha dado mucho estímulo a


diversas investigaciones.
Quizás, lo que más o menos ha llegado, o se ha difundido,
con relación a su clasificación de los signos, es la que define
íconos, índices y símbolos. Yo voy a tomar algunos fragmen-
tos de la obra de Peirce desarrollando, en la medida de lo po-
sible, estos conceptos y, al mismo tiempo, poniendo de
manifiesto en qué medida se relaciona Peirce con la filosofía:
con la filosofía medieval, con Duns Scoto, con Hegel. Y no
hay que olvidar que la actual filosofía, digamos, la más difun-
dida en Estados Unidos, es el pragmatismo, y el fundador de
este pragmatismo fue justamente Charles Sanders Peirce, a
pesar de que, en cierto modo, renegó de sus continuadores,
particularmente William James. Y, entre otras cosas, el prag-
matismo, más que una ciencia de orientación pragmática y
utilitaria, se refiere a problemas como el de la verdad que,
tanto para Peirce como para Hegel, constituye no un elemento
único más o menos inalterable o inamovible, sino un proceso
que culmina en lo que Peirce llama un “interpretante final”.
Un interpretante final es una definición operativa de un ele-
mento. Peirce da como ejemplo la definición del litio, porque
Peirce fue, fundamentalmente, un matemático, astrónomo,
geógrafo y lógico. Su obra se anticipa bastante a partir de lo
que se llama “lógica de las relaciones”, en lo que hoy día cons-
tituye la lógica contemporánea. En muchos aspectos, podemos
decir que Peirce se adelanta a su tiempo, y realmente su obra
ofrece muchos puntos de interés para diversas disciplinas.
Un tema central es el carácter fundamentalmente triádico
de las categorías de Peirce. Para clasificar los signos, estableció
tres categorías que llamó “neopitagóricas”: primeridad, segun-
didad y terceridad. Según esa definición, la primeridad cons-
tituye aquello que es independiente de cualquier relación con
un segundo, con otro. La segundidad se refiere a aquello que
es, pero que lo es en una relación esencial con otro o con otra
cosa. Y la terceridad es aquello que depende, para ser lo que
es, de lo primero y de lo segundo, con los cuales establece
esta relación semiótica que Peirce llama un “signo”. En esa
relación tripartita se produce la clasificación que quizás sea
la más conocida o difundida de Peirce: íconos, índices y sím-
bolos. Los tres, en partes diferentes, constituyen lo esencial
Semiótica y psicoanálisis 163

de todo signo, o –como lo llama Peirce refiriéndose al signo


como tal, es decir, al que ocupa el segundo lugar– “represen-
tamen”, representación, lo que en el sentido más amplio cons-
tituye el carácter central de todo signo.
Lo primero, el ícono, es una representación, a su vez, una
cualidad que no tiene la existencia de algo que necesaria-
mente haya de ser percibido. Un color rojo o violeta perci-
bido por nosotros mismos ya constituye un elemento
encarnado, es decir, una segundidad. Pero la cualidad misma
del color, aquello que lo constituye como posibilidad, es lo
que implica este carácter del color como primero.
Lo segundo, lo llamado por Peirce segundidad, es la exis-
tencia como tal, la existencia que se define precisamente por
la contraposición, por el esfuerzo, por aquello que nos opone
una resistencia. Cuando empujo una pared, hay dos cosas o,
mejor dicho, tres: la pared como tal –como objeto–, la pre-
sión de mi mano y la acción de empujarla. Esto es lo que
constituye el carácter del segundo signo, el índice.
El índice se caracteriza porque hay una relación existencial
entre dos elementos, una vinculación intrínseca que hace que,
para nosotros, el uno pueda constituirse en signo del otro,
como ocurre con el humo y el fuego y, en general, con todos
los llamados “síntomas”: algo que está en nosotros pero no es
nosotros. Algo que percibimos como dolor, como molestia,
como obsesión, como comportamiento tanto o más inusitado,
que está, como decía, en el cuerpo pero no es el cuerpo, mas
se refiere a él y, por lo tanto, constituye un signo indicial que,
cuando se trata de un conjunto de signos asociados, es lo que
se llama “síndrome”. El dolor en la pierna derecha y molestia
en el estómago puede ser un síndrome o síntoma de apendi-
citis, pero, para establecerlo como signo, es necesaria la terce-
ridad, vale decir, la ley o regla según la cual interpretamos este
signo y le damos una referencia, un objeto. Por lo tanto, en el
acto del diagnóstico se produce el signo en sus tres fases: como
cualidad del objeto o posibilidad, como signo o representamen
(este dolor determinado), y como interpretante, vale decir,
aquello que el médico o el profesional reconoce como lo que
debe ser interpretado según una norma, según una regla de
interpretación. Con relación a esta temática de íconos, índices
y símbolos, la formulación es técnica y conviene atenerse al
164 Alejandro Rússovich

lenguaje que ha formado el propio Peirce para designar las


operaciones lógicas que constituyen el fundamento de su cla-
sificación de los signos:

Un signo o representamen es un primero que está en una


relación triádica genuina tal con un segundo, llamado su ob-
jeto, que es capaz de determinar un tercero, llamado su inter-
pretante, para que asuma la misma relación triádica con su
objeto, que aquella en la que se encuentra él mismo, el inter-
pretante, con respecto al mismo objeto.3

Hay una imbricación, entonces, entre objeto, represen-


tamen e interpretante que constituye la totalidad de todo
signo. Lo que ocurre es que, en cada uno de estos signos,
predomina uno de los tres rasgos. O bien es fundamental-
mente icónico, como un retrato, como una representación,
como algo que se construye, precisamente, en una relación
de similitud o similaridad, que es lo propio del ícono, de toda
iconicidad... Un ícono no necesita ser necesariamente una
representación idéntica o similar al objeto que representa.
Bien puede ser un diagrama, como ocurre con el álgebra, en
donde los signos constituyen un diagrama de relaciones nu-
méricas; o bien puede ser un diagrama en el sentido en que,
a los pies de la cama de un enfermo, se establece una serie
de líneas que indican los ascensos y descensos de la tempe-
ratura, de tal manera que, de un solo vistazo, tenemos, a tra-
vés de este signo icónico diagramático, una comprensión,
vale decir, somos interpretantes de este diagrama que nos
permite ponernos en relación con el objeto de que se trata:
la temperatura del paciente. En general, el ícono ocupa una
posición primera en todo lenguaje, en toda habla, en toda
expresión, manifestación o comunicación. Nos manejamos
con palabras que, de por sí, tienen carácter icónico. En los
antiguos jeroglíficos egipcios, una figura constituía el repre-
sentamen de una idea que, a su vez, requería de un índice o
de un indicador característico que añadía, a la idea repre-
sentada por el ícono, un rasgo particular que permitía, en-

3
Peirce, Ch. S., Écrits sur le Signe, Rassemblés, Traduits et Commentés par
Gérard Deledalle, Éditions du Seuil, Paris, 1978..
Semiótica y psicoanálisis 165

tonces, la interpretación adecuada. Todavía el idioma chino


recurre a ideogramas, que no son otra cosa sino trazos que
representan, no un sonido, como ocurre en nuestras lenguas
occidentales, sino una idea. Lo mismo ocurre en la lengua
hebrea, que se caracteriza no por una inscripción o escritura
ideográfica, sino por un conjunto de tres consonantes que
constituyen el vehículo de una idea determinada. Las vocales
que se añaden en la lengua hebrea son determinaciones in-
diciales que nos permiten pasar de la raíz significativa de tres
consonantes a su función gramatical: si se trata de un verbo,
de un sustantivo, de un adjetivo, etc.
Es decir, que en el lenguaje ocurren distintas posibilidades
de utilizar estas características del signo. En este momento,
me estaba refiriendo a la escritura, algo que constituyó un
extraordinario invento en la historia de la civilización porque
otorgó al signo como tal una cierta permanencia, la posibili-
dad de trascender la comunicación inmediata de la palabra
que vuela y se pierde. En realidad, las primeras escrituras que
conocemos se refieren a transacciones intersubjetivas, a re-
cuentos, a clasificaciones, a resúmenes de mercancías y, sobre
todo, a la propiedad y a lo que constituye todavía hoy lo que
llamamos estrictamente “escritura”. Cuando vendemos una
casa, o la compramos, es necesario recurrir al escriba, al es-
cribano, para que esta transferencia de bienes o propiedades
constituya un acto legal, jurídico, a partir del cual se deter-
minarán los roles respectivos de comprador, vendedor, deu-
dor, etc. Con relación a esta permanencia, a esta relativa
inmutabilidad de lo escrito y, sobre todo, a esto que en la es-
critura constituye el fundamento de toda legalidad en las re-
laciones intersubjetivas, se constituye eso que Friedrich
Nietzsche llama culpa, atendiendo también al lenguaje,
puesto que, en alemán, Schuld significa, al mismo tiempo,
“deuda” y “culpa”. Una deuda que contraemos, consciente o
inconscientemente, con alguien al cual tenemos que satisfa-
cer, una deuda que constituye el núcleo de este sentimiento
particular que llamamos “culpa”.
Esto, en relación con el signo como representamen per-
manente, y, en particular, con el símbolo, ya que lo más ele-
vado en nuestra relación intersubjetiva, el lenguaje como tal,
esta fundamentalmente compuesto de símbolos. Símbolos
166 Alejandro Rússovich

que, como tales, constituyen algo general, una regla que com-
parten los hablantes y que nos permite, entonces, una inter-
pretación, como signos interpretantes que somos, que nos
constituye en interpretantes del otro; sólo que el otro no es
un simple hueco, lugar o bolsa en donde van a introducirse
las palabras que emitimos, habladas o escritas, el otro es aquel
que determina el mensaje del emisor, en tanto que receptor.
Vale decir, que no es cualquiera el mensaje que dirigimos al
otro; el mensaje que yo les estoy dirigiendo ahora los tiene
en cuenta como oyentes, sé aproximadamente de quiénes se
trata, me dirijo de un modo determinado y no de otro. Us-
tedes están determinando, tanto como yo, o quizás más que
yo, mi discurso. Esto fue establecido por un lingüista ruso ex-
traordinariamente perceptivo de las relaciones del lenguaje,
Mijaíl Bajtín.
La comunicación, entonces, se realiza siempre por medio
de signos icónicos, indiciales o simbólicos.
Peirce presenta la división fundamental de los signos cla-
sificándolos en íconos, índices y símbolos. Y, si bien ningún
representante o signo propiamente dicho funciona efectiva-
mente como tal hasta que no determina un interpretante, se
convierte en un representamen no bien es capaz de hacer
esto, y su cualidad representativa no depende necesariamente
de que haya determinado alguna vez, en forma efectiva, un
interpretante ni que haya tenido nunca un objeto. Se trata
del carácter primero, aquello con lo cual nos encontramos
no como realidad, sino estrictamente como posibilidad.
El carácter de las categorías de Peirce, según él mismo lo
aclara o establece, se refiere a las tres últimas categorías de la
tabla kantiana. Son las que Kant llama de la Modalidad: Po-
sibilidad, Existencia y Necesidad. Posibilidad o imposibilidad;
Existencia o inexistencia; y Necesidad, ley o regla. La pri-
mera, la Posibilidad, corresponde al ícono; la segunda, la
Existencia o resistencia o realidad, corresponde al índice; y
la tercera, la ley o regla, la Necesidad, según la cual nos mo-
vemos en un universo legal en donde se establecen las con-
ductas respectivas recíprocas (lo que determina
fundamentalmente lo social), corresponde al símbolo. No so-
lamente el lenguaje, sino todos aquellos signos que, por su
naturaleza simbólica, permiten tanto la comunicación hu-
Semiótica y psicoanálisis 167

mana como el establecimiento de relaciones permanentes, fu-


gaces, o de cualquier índole, que constituyen, como tal, el
entramado de lo social.

Vamos, entonces, a hablar de la interpretación, el tercer


paso a que nos convoca todo signo. Hubo una lectura que
influyó temprana y poderosamente en Charles Sanders
Peirce, y que recomiendo: las Cartas para la educación estética
del hombre de Friedrich Schiller, el gran poeta y dramaturgo
alemán. Allí descubrió Peirce el desarrollo del concepto de
juego. El juego, como sabemos, está constituido fundamen-
talmente por lo que Peirce llamaría una “terceridad”, una ne-
cesidad, ley o regla, las reglas del juego. Para aprender a jugar
al truco, para aprender cualquier tipo de juego, es preciso,
primero, conocer las reglas. Espontáneamente, cuando jue-
gan los chicos, dicen: “Bueno, dale que yo soy el vigilante y
vos sos el ladrón”. A partir de esta regla de repartición de
roles, se produce lo que constituye el placer del juego, vale
decir, la libertad, aquello en donde cada uno toma parte ya
habiendo introyectado las reglas y sin tenerlas en cuenta
como elemento fundamental. Este procedimiento lo llamó
Peirce “abducción”, contraponiéndolo a la deducción lógica
y a la inducción. La deducción es la que nos permite pasar
de lo general, de la regla, a lo particular. La inducción, a la
inversa, es lo que nos permite pasar de un conjunto de he-
chos individuales a una hipótesis general. Pero a estas dos
operaciones lógicas, le agregó Peirce la abducción, y a veces
la llama “retroducción”.

La matriz de toda abducción es, fundamentalmente, la no-


ción de juego, una especie de ensoñación lúcida que nos per-
mite atender al representamen, es decir, al signo manifiesto,
no en lo que se refiere a su constitución legal, es decir, a aque-
llo que se exhibe como signo; más bien, en este caso, la aten-
ción se dirige a aspectos que funcionalmente no parecen ser
los más importantes, sino a representámenes que, en modo
alguno, pertenecen a la intención significativa de quien emite
el signo. Muy a menudo, nos fijamos en detalles que, en sí
mismos, no corresponden al todo de una personalidad, sino
que son accesorios circunstanciales o contingentes.
168 Alejandro Rússovich

Un peirciano norteamericano, Thomas Sebeok, comparó,


teniendo en cuenta algunos episodios de la vida de Peirce, su
método abductivo con el de Sherlock Holmes. El mismo
Peirce descubrió, mediante abducción, durante un viaje, al
que le había robado el reloj. El desarrollo de su pensamiento
no estaba fundado en las suposiciones que puede hacer un
policía, sino en detalles contingentes y aparentemente sin im-
portancia en cuanto a la identificación del posible sustractor
o delincuente. Si atendemos a los relatos de Conan Doyle, él
mismo dice haber aprendido su método, el método de Sher-
lock Holmes, de un profesor que tuvo en la escuela de medi-
cina, en donde se ponía en evidencia que, más que el síntoma
ostensible, este profesor tomaba en cuenta elementos aparen-
temente insignificantes: el modo de prender un cigarrillo, el
hecho de que el pantalón del paciente tuviera manchas de
barro, la risa, ciertos gestos, nada que fuera específicamente
fundado en la ley de interpretación del síntoma tal cual se da
en los tratados de medicina. Vale decir que Sherlock Holmes
(Conan Doyle) aplicaba lo que, en términos de Peirce, se lla-
maría abducción a la determinación de signos, es decir, se
constituía en interpretante de signos que, en modo alguno,
estaban destinados a ser tales signos, ya que no estaban diri-
gidos a la comunicación. No eran elementos sígnicos que es-
tuvieran en relación con el propósito comunicativo del otro.
Y, por lo tanto, las deducciones que hacía el detective a partir
de estos signos subsidiarios o involuntarios, constituían los
elementos principales de su condición de interpretante.
En general, Peirce llama al estado anímico, que en inglés
es amusement, algo que podríamos traducir como diversión,
entretenimiento, un modo no directamente dirigido a la in-
terpretación, sino más bien a la recepción no responsable y
asumida de signos, de detalles, de circunstancias, que, en una
especie de atmósfera que rodea al propósito de interpretar,
nos permite utilizar, sin esa responsabilidad del diagnóstico y
de la clínica, elementos que, arbitrariamente, más bien perte-
necerían a la descripción poética y no a la descripción clínica
y científica. Una ensoñación que, sin embargo, está consti-
tuida por una regla fundamental de interpretación. Es lo que
subyace a la abducción. Pero, al mismo tiempo, muchas veces
nos sorprende que alguien interprete con toda certeza un
Semiótica y psicoanálisis 169

rasgo, un elemento, una circunstancia, un acontecimiento,


atendiendo no a sus rasgos fundamentales sino, precisamente,
a aquellos rasgos accesorios que no han sido producidos deli-
beradamente como signos para ser interpretados.
La abducción es lo que le permitió a Peirce introducirse
en forma, diríamos, colateral en la filosofía; y más bien aten-
diendo a su instinto, a su perspicacia espontánea y no a las
reglas y a las condiciones que imponen la interpretación en
los textos de filosofía.
Antes, me he referido al concepto de Nietzsche de deuda
o culpa, porque una es metáfora de la otra. Una metáfora
parte de lo conocido, de lo corriente, de lo que inmediata-
mente sabemos, para alcanzar lo desconocido y, fundamen-
talmente, lo abstracto. Por ejemplo, la palabra “pensar”
proviene del latín pensare (pesar), que significa simplemente
tomar el peso de algo, es decir, establecer una comparación:
si yo levanto esta taza, comparo la taza misma con el esfuerzo
de mi brazo para levantarla. Tomar el peso sirvió a los latinos
para denominar esta actividad de pensar que, como tal, es abs-
tracta y siempre algo desconocida para nosotros. Quiero decir
con esto que la abducción de Peirce tiene mucho que ver con
la construcción metafórica, y pertenece al primero de los sig-
nos, al ícono, que representa algo en la medida en que es si-
milar o, en algún aspecto, semejante a lo representado. La
palabra “crítica”, por ejemplo, es una palabra que en griego
denominaba la operación de colar, tomar un objeto y hacerlo
pasar a través de un colador o “criterio” –que tiene la misma
raíz de “crítica” y de “crisis”– de tal manera que retenemos un
elemento y descartamos otro. Esta construcción en la cual,
precisamente, demuestran su ingenio los poetas, nos retrotrae
a la producción de la metáfora. Por eso, Peirce llama a la ab-
ducción también reproducción, porque nos retrotrae a un
signo primario o primitivo que se manifiesta no de modo os-
tensible sino de modo poco claro, y se requiere una atención
más dirigida al contorno que al centro de la cosa, una aten-
ción que tiene en cuenta lo singular y, sobre todo, aquello que
no está producido notoriamente con la intención de significar.
Nos refiere Peirce innumerables ejemplos de abducción, pero
lo más importante es que él mismo produjo, a lo largo de sus
años, su teoría de la semiótica, este proceso que llamó “semio-
170 Alejandro Rússovich

sis” (el tránsito de lo icónico y lo indicial a lo simbólico, vale


decir, a la interpretación final), utilizando algo que, aparente-
mente, constituía un sistema sumamente complejo de catego-
rías. Recordemos que el primer autor de una tabla de diez
categorías fue Aristóteles; pero la que en definitiva se ha im-
puesto como tabla categorial es la de Kant. Doce categorías a
las que llamó conceptos puros del entendimiento, vale decir,
aquello con lo cual venimos provistos en tanto que seres ra-
cionales. Estas categorías son las de la Cantidad, las de la Cua-
lidad, las de la Relación y las de la Modalidad. Más tarde,
Hegel recogió buena parte de la experiencia kantiana en forma
crítica, como lo hizo el mismo Peirce, es decir, reteniendo algo
y descartando el resto.
Las categorías kantianas siempre son tríadas, y tienen
entre sí una relación similar a la que Peirce da a sus clasifica-
ciones de signos. Ninguno de estos signos, como tales, es au-
tónomo: siempre necesita de los otros dos para constituirse
en verdadero signo. Las categorías de la Cualidad, de Kant,
son: Unidad, Pluralidad y Totalidad. La relación entre las
dos primeras produce la tercera (o interpretante), es decir, la
totalidad es la unidad de la pluralidad. Las categorías de la
Cualidad son Realidad, Negación y Limitación, en las cuales
la limitación es la negación de la realidad. Las categorías de
la Relación son Sustancia y Accidente, Causa y Efecto, y Co-
munidad o Reciprocidad causal entre sustancia y accidente.
En cuanto a las categorías de la Modalidad, que son la Posi-
bilidad, la Existencia y la Necesidad, esta última nace de la
existencia real de una posibilidad. Lo que extrajo la crítica
de Peirce, abductivamente, de todas las categorías kantianas
son, precisamente, las tres últimas, las de Modalidad: Posibi-
lidad, Existencia y Necesidad, ley o regla, que implica, nece-
sariamente, una interpretación, una captación del todo de la
cosa, tal como se presenta con sus características esenciales y
secundarias.
Es lo que Platón llamaba eidos o idea. Platón construyó
esta metáfora. Para los griegos, eidos era lo que llamamos
nosotros “pinta”, “facha”: “éste tiene facha de atorrante”.
Captamos una totalidad indiscriminada, pero en esa tota-
lidad hay ya algo que, inmediatamente, para nosotros,
puede convertirse en índice, en síntoma, en elemento sig-
Semiótica y psicoanálisis 171

nificativo, no para el sujeto que manifiesta el signo sino


para nosotros, que lo configuramos de otra manera que la
del ícono, tal cual se nos presentó como facha, pinta, eidos
o idea. Vale decir que, en la abducción, se nos abre un ca-
mino que, por lo general, nunca está contemplado en las
operaciones lógicas.
Yo quisiera que, a partir de algunas de las cosas que pude
poner de manifiesto, como ya alguien se me acercó con una
pregunta, se estableciera entre nosotros un tipo de comuni-
cación más abductiva que la que, hasta este momento, ha
presidido esta charla, en la cual yo expuse una serie de con-
ceptos teóricos. Muchas veces, lo que más enriquece una
charla es el diálogo, la pregunta, la observación, la asociación
casual con otra cosa. Todo eso que constituye una auténtica
dinámica comunicativa.

–No me queda claro este asunto: ¿cómo se pasa de un ícono a


un índice?

–El índice constituye, decíamos, una relación existencial,


se da juntamente con la otra cosa. El ícono podría ser una co-
lumna de humo que se me presenta en su realidad icónica, por-
que en sí mismo forma parte de lo que me rodea, implica un
cierto carácter distinto de lo normal, algo que nos sorprende.
Por ejemplo, no es lo mismo escuchar en la calle el ruido de
los automóviles, porque esto constituye el ícono habitual de la
calle, que ver una columna de humo elevándose de una ven-
tana de un departamento. Entonces, otra de las características
del índice es su carácter sorprendente, algo que inmediata-
mente nos llama la atención. Eso que inmediatamente nos
llama la atención, lo relacionamos con otra cosa –en este caso
particular, el fuego– y lo relacionamos porque estamos en po-
sesión de un concepto puro del entendimiento o categoría que
Kant llama, en este caso, Causalidad. La causalidad implica
siempre dos cosas, algo que genera y algo generado.

–Pero una vez que se aísla un signo, una presencia, lo primero


que vamos a enfrentar en la interpretación es que necesito otro
signo. Lo que nos resulta muy difícil de pensar es que haya una
relación existencial entre uno y otro.
172 Alejandro Rússovich

–La relación existencial es una relación de coexistencia ne-


cesaria, tal cual como se da en la causa y el efecto. Por lo
tanto, en este sentido, los índices privilegiados en la medicina
son los que se llaman “síntomas”. Hay una ley de interpreta-
ción de los síntomas que está codificada…

–¿Existencial quiere decir que no es cualquier posibilidad?

–No es cualquier posibilidad. Es una posibilidad que está


arraigada en la existencia como tal. Es la posibilidad que co-
rresponde a una causa que necesariamente arrastra un efecto
determinado.

–Una aclaración, simplemente. Perdón, pero ¿eso es experien-


cial, esta relación necesaria de causa-efecto? ¿Es un efecto de ex-
periencia? ¿Cada vez que hay humo es porque hay fuego?

–Sí. No hay, según Peirce, un conocimiento que sea pri-


mero. En general, se da, ya desde la infancia, una continuidad
en la cual un conocimiento genera otro conocimiento; estriba,
o sea, se apoya a favor o en contra de otro conocimiento an-
terior. Esto es lo que llamamos “experiencia”. Una experiencia
pertenece al terreno de la indicialidad. Cuando yo me refería
al índice como algo que tiene carácter plenamente existencial,
no simplemente posible, me refería al esfuerzo. Peirce dice que
podemos abundar mucho en la definición de qué cosa es,
desde el punto de vista crítico, un esfuerzo: en realidad, basta
con que el idioma denomine algo como “esfuerzo” para que
sepamos perfectamente de qué se trata. Es decir, lo propio de
la experiencia es encontrar una resistencia.

–Es decir, que la experiencia supera la lógica. Cuando digo


“existencia” no me refiero a la cuestión empírica. A lo que definiste
como “abducción” nosotros lo llamamos “atención flotante”.

–Claro, porque es una conexión existencial. Y esta cone-


xión existencial es la que determina la posibilidad de un in-
terpretante que no se funda en razones formales o técnicas,
sino en algo que constituye eso que vos llamaste “atención
flotante”, y que es lo que a mi modo de ver se acerca más a
Semiótica y psicoanálisis 173

la abducción en el sentido de Peirce, es decir, tránsito de un


ícono a la percepción de que ese ícono no está solo, de que
está determinado por otra cosa y por el interpretante, aque-
llo que llega en tercer lugar (digo en tercer lugar en sentido
lógico más que en sentido temporal). No es que al ícono lo
sucedan índices y después el interpretante o símbolo, sino
que el todo se produce casi simultáneamente. Es más, yo
puedo corregir una interpretación a la vista de un elemento
indicial, al cual le había atribuido falsamente otro interpre-
tante. Y esto se produce como un todo, es decir, como el
todo que constituye temporalmente el signo. El signo es algo
que, de modo teórico, lógico o mental, produce necesaria-
mente una modificación, una conducta diferente. El conduc-
tismo (o behaviorismo) en Estados Unidos, es una especie
de reducción a un dualismo estímulo-respuesta que se pro-
dujo como escuela de psicología y que, en realidad, es una
de las posibles consecuencias del pensamiento de Peirce. Sólo
que, muchas veces, una teoría, por lúcida y críticamente ade-
cuada que sea, puede degradarse en manos de los que mani-
pulan la cosa en forma simplista o con un propósito
directamente utilitario.

–Yo estaba pensando en esta cuestión de la posibilidad de la


abducción. Había comentado que, dentro de unas reglas de juego
marcadas, se daba al juego, digamos, la mayor libertad posible.
Lo que comentaba Francisco aporta en este mismo sentido. En
algún otro sentido, me parece que esta idea de la libertad es una
idea que hace al ánimo y a la posibilidad de llegar a una interpre-
tación abductiva. En un sentido contrario, que me parece que lo
ilustra bastante bien, están los algoritmos que se usan donde la li-
bertad es mínima, por ejemplo, en las terapias intensivas, en me-
dicina, donde la urgencia, la emergencia y la dificultad de este
estado anímico de juego no puede ser una condición imperante.
Con lo cual, a lo que recurren los médicos, en este caso, es a una
serie de pasos pre-formados que terminan en una conducta al estilo
causa-efecto de la formación conductista, a la que, creo, usted
hacía referencia. Con lo cual, me parece que lo que quería tratar,
no sé si lo planteé bien, es esta alusión a la libertad en el tema de
la abducción: una libertad, obviamente con reglas, pero de juego
al fin, digamos.
174 Alejandro Rússovich

–Sí, de juego con las reglas. Creo que… creí escuchar allá,
en el fondo, algo que está relacionado, decía, la química de
la mirada…

–La clínica de la mirada.

–…que yo relaciono… No es casual, entendí bien porque


entendí mal. Efectivamente, yo creo que estamos sometidos,
como dice Jean-Paul Sartre, a la mirada del otro. La mirada
del otro nos determina y, en definitiva, para Sartre el infierno
son los otros. Es decir, estamos soportando este continuo
efecto químico y a veces corrosivo, como lo entendí al prin-
cipio, de la mirada.

–Pensaba, en realidad, en los partos, en la terapia intensiva, y


en la libertad del juego. No es cualquier libertad, no es cualquier
interpretación la posible. O sea, que ese juego también tiene ciertos
límites, que la libertad es limitada.

–Claro, pero el juego se refiere a la actitud del interpre-


tante. En un caso urgente, evidentemente se impone una de-
terminada respuesta que, por lo general, en la medicina, en
los hospitales, etc., está codificada. Vale decir, hay elementos
que constituyen una respuesta inmediata a una situación, a
una perturbación, a algo que implica una acción precodifi-
cada, pero también nos da cierto grado de libertad. Tenemos
que dar algunos pasos que están configurados, yo respondo
al estímulo de una manera determinada, pero, al mismo
tiempo, me permite el paso de una situación a otra. Yo tenía
calor y me saqué el saco. Hay una serie de elementos que apa-
rentemente son automáticos, pero, cuando yo me saqué el
saco, tuve en cuenta que estaba frente a ustedes, que se me
iban a ver los tiradores, en fin, una serie de detalles que me
permitieron hacerlo pero, al mismo tiempo, dentro de una
cierta regla de comportamiento que, sin embargo, implicaba
finalmente la libertad.
Bien, si no hay más preguntas o comentarios, terminamos
aquí.
Muchas gracias.
175

FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA
DE LAS CATEGORÍAS SEMIÓTICAS.
EL PENSAMIENTO DE PEIRCE CONSIDERADO COMO
UN INTERPRETANTE DEL PENSAMIENTO DE KANT1

Es para mí un tema recurrente el análisis de las categorías


entendido como un problema constante a lo largo de toda la
historia del pensamiento humano. Si entendemos por “cate-
goría” un elemento último de la composición de un todo, ve-
remos reproducirse los intentos de obtener un número finito
de elementos para dar cuenta de la configuración de un infi-
nito ilimitado, en empresas tan heterogéneas y en dominios
tan distantes entre sí como el de la escuela pitagórica, con la
consagración del número como clave de interpretación uni-
versal (el eco de esta empresa resuena en las palabras de Ga-
lileo: “La Naturaleza es un libro escrito en caracteres
matemáticos”), y el de la cábala hebrea que, mediante las vein-
tidós letras del alfabeto, presume interpretar la mecánica
combinatoria que da origen al universo material ilimitado y
a la infinitud del universo del discurso. Más ceñido al método
científico experimental es el trabajo de Mendeleiev, creador

1
Presentado originalmente en francés, en el V Congreso de la Asociación
Internacional de Semiótica, Berkeley, California, junio de 1994. Publicado,
con algunas modificaciones y exceptuando los tres primeros párrafos, en
Intersecciones. Revista de la Facultad de Ciencias Sociales, n˚ 1, Universidad
Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Olavarría, 1995.
(N. del E.)
176 Alejandro Rússovich

de la tabla periódica de los elementos. En términos estricta-


mente filosóficos, la primera tabla de categorías fue pensada
por Aristóteles (en forma algo rapsódica y descuidada, según
el sentir de Kant) a partir de las formas expresivas de la len-
gua griega (Benveniste 1966: 63).
Lo que cuenta en todos los casos es que, en definitiva, se
trata de signos: números, grafemas, fonemas, ecuaciones al-
gebraicas y aun leyes de la naturaleza que la investigación fí-
sica del macrocosmos tiende a reducir a una entidad cada vez
más amplia y más abarcativa. Por lo demás, en el otro ex-
tremo del espectro, en el microcosmos, aparecen sin cesar
nuevas unidades últimas supuestamente indescomponibles,
las llamadas subpartículas.
¿No será más bien que esta búsqueda de categorías llevada
a cabo por el entendimiento humano resulta de una particu-
lar configuración de algo que, siguiendo a Peirce, llamaríamos
“cuasi mente” y que, por primera vez, fue sistemáticamente
deducida por Immanuel Kant en su tabla de doce categorías?
El pensamiento de Charles Sanders Peirce es un signo,
quizás el más desarrollado, del pensamiento kantiano, un “In-
terpretante” en sentido estricto. En la misma medida, el con-
cepto peirciano de Interpretante es aplicable a la propia
crítica kantiana, que también puede considerarse un signo
más desarrollado del pensamiento de Leibniz, junto con el
de Locke, el de Hume y el de Berkeley.
La fuerza innovadora de la “revolución copernicana” de
Kant debía producir, casi necesariamente, otros Interpretan-
tes: Fichte, quien por primera vez llamó “tesis-antítesis-
síntesis” al proceso de un Yo absoluto que se pone a sí mismo
y pone también, al mismo tiempo, su No-Yo, un Otro abso-
luto que es materia o naturaleza, para crearse una resistencia
u oposición reactiva. De la confrontación resulta la práctica
de la Razón, la acción moral.
De mayores consecuencias en la historia social de la mo-
dernidad es el Interpretante hegeliano: la tríada dialéctica, ge-
nerada a partir de las tricotomías kantianas, se concibe como
una forma dinámica o movimiento lógico inmanente del flujo
histórico. El módulo motriz es, en cada salto evolutivo, la Ne-
gación originaria y originante que articula, resuelve y supera
las contradicciones del devenir de la Naturaleza y del género
Fundamentación filosófica de las categorías semióticas... 177

humano. En esta secuencia del pensar signada por “la seriedad,


el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo” (Hegel, 1966:
16), irrumpe la crítica de Karl Marx (1969) como el Interpre-
tante dinámico más fecundo de la dialéctica hegeliana. La Ne-
gación traspasa del orden de la Posibilidad al orden de la
Existencia y la lucha revolucionaria, para culminar en Ley in-
novadora de las relaciones sociales.
En abierta oposición a Hegel, Arthur Schopenhauer
arranca a su vez de la obra kantiana. El núcleo de su pensa-
miento Interpretante conserva sólo tres de las determinacio-
nes que, según la Crítica de la Razón Pura, configuran la
facultad cognoscitiva del Sujeto trascendental: la idealidad
del Tiempo, la del Espacio y la de la categoría de Causalidad.
Desarrolla, en cambio, como principio trans-empírico abso-
luto lo que interpreta como idea central de la Crítica de la
Razón Práctica: la “Cosa en sí” es la Voluntad. Inicia de este
modo una metafísica de la voluntad, opuesta a las tradicio-
nales metafísicas pre-kantianas del conocimiento.
El último interpretante de esta metafísica de la facultad de
desear es el trabajo de investigación “genealógica” de Frie-
drich Nietzsche, maestro del “arte de la interpretación” (1992:
26), cuya crítica de la producción del valor moral es contem-
poránea y, en más de un sentido, complementaria de la crí-
tica de la producción del valor económico de Karl Marx.
Con excepción de este último y de Charles S. Peirce, todos
los nombrados han intentado ignorar la barrera infranquea-
ble erigida por Kant: no sobrepasar los límites de la experien-
cia, único dominio en que puede ejercerse el conocimiento
como un proceso infinito de investigación y producción de
la verdad de lo real. Entre la demanda de Locke (1956: 728)
de una Semeiotiqué que nos ofrecería “quizás otra clase de lógica
y de crítica”, y el cumplimiento por obra de Peirce de esta
tarea, se yergue la divisa de Kant que veda el acceso a las
cosas tales como son en sí mismas, independientes de toda
relación cognoscitiva. Entre el objeto y el sujeto del conoci-
miento se interpone la representación. Y el estudio del modo
de representarse el objeto, es decir, la cualidad de ser Repre-
sentamen, es la doctrina “quasi” necesaria o lógica de los sig-
nos; la Semiótica se instaura así, a la manera kantiana, como
una prospección fenoménica o “ideoscópica”, destinada a
178 Alejandro Rússovich

componer diversos sistemas de signos mediadores para la co-


municación de toda experiencia posible.
Peirce nos dice (1987: 221) que su método “surgió por el
estudio de las categorías de Kant y no de las de Hegel”. Cabe
preguntarse por qué la docena de categorías kantianas se
reducen para Peirce a solamente tres. Entendido el pensa-
miento de Peirce como Interpretante del de Kant, quizá po-
drían deducirse ciertas implicaciones del concepto mismo
de Interpretante. Aun aceptando la antipatía de Peirce y su
rechazo in toto del sistema hegeliano, podemos tomar de éste
el concepto de la Negación que se expresa en el triple sen-
tido –simultáneo, para Hegel– del verbo alemán aufheben2:
anular-conservar-elevar. Según esta condensación lógica
(tres cartas para un solo envite sintagmático), un Interpre-
tante anula, conserva y eleva el pensamiento-signo que des-
arrolla. Así Peirce anula la tabla kantiana, a la vez que
conserva las tres últimas categorías (forma pura de la tríada),
elevándolas al rango de la forma auténtica de la operación
de todo signo.

DIAGRAMA DE LAS CATEGORIAS KANTIANAS

Cantidad Cualidad Relación Modalidad


Unidad Realidad Substancia Posibilidad
y Accidente e imposibilidad
Pluralidad Negación Causalidad Existencia
y Dependencia y No-existencia
Totalidad Limitación Comunidad Necesidad
causal recíproca y Dependencia

Una mirada al diagrama de las doce categorías kantia-


nas permite descubrir relaciones, digamos horizontales:
todas las primeras de cada tríada –Unidad, Realidad, Subs-
tancia, Posibilidad– son Primeridades, en el sentido de
Peirce. Un aspecto notable, en relación con esto, es que la
Posibilidad (la primera categoría peirciana) es el todo-
2
En castellano “levantar”.
Fundamentación filosófica de las categorías semióticas... 179

poder-ser, la potencia absoluta, esto es, el poder del Padre,


en términos teológicos.
Hay una coincidencia del triadismo agustiniano, kan-
tiano, hegeliano y peirciano: el primero, el Padre, con el atri-
buto substancial del poder, es el Ser en y para sí de Hegel,
llamado también Substancia por Spinoza o Voluntad por
Schopenhauer y Nietzsche.
La tríada kantiana culmina en las tres ideas trascendentales
o regulativas: Dios, Libertad e Inmortalidad. La segunda es la
única susceptible de un cierto modo de experiencia, al menos
como postulado de la decisión moral racional; la realidad de
las dos restantes es una inferencia nacida de la certidumbre es-
pontánea de la libertad de la voluntad en el acto reflexivo de
una negación del impulso volitivo: contra-voluntad, en que el
deseo inextinguible sustituye su objeto intencional por la pura
forma de la ley, configurada según las categorías del entendi-
miento. Es el tránsito de la pulsión subjetiva a la generalidad
objetiva de la categoría, autonegación de la voluntad que
quiere sólo la Forma –tal como ocurre en el orden de la crea-
ción estética– independiente de todo contenido o interés indi-
vidual. Tal es la figura del imperativo categorial –o
“categórico”, en términos de Kant–, escueta y única fórmula
de la autonomía con respecto a cualquier codificación fundada
en supuestas revelaciones extraempíricas, norma subjetiva ele-
mental, capaz de regular el comportamiento y fundar los há-
bitos de humanización del animal social.
En cuanto a San Agustín, ciertos aspectos del misterio de
la Trinidad se le revelan de modo sugestivamente pitagórico.
En el capítulo IV del cuarto libro del De Trinitate, "Sobre la
perfección del numero seis", nos dice: “Esta relación del uno al
dos tiene su origen en el número tres: uno y dos son tres, y todo
esto que dije nos lleva al número seis: uno, más dos, más tres, son
seis...” (Agustín, 1948: 335).
No se me oculta que en el curso de este trabajo me atengo
a ciertas líneas de confluencia que vinculan sistemas y visio-
nes del mundo y de la vida radicalmente opuestos en otros
aspectos. Pero es privilegio del pensar “abductivo” –como lo
denomina Peirce, inspirado por Friedrich Schiller (1969: 74)–
el libre juego que establece arbitrariamente nuevos enlaces
formales a partir de las limitaciones de una regla necesaria en
180 Alejandro Rússovich

sí, en este caso la forma de las relaciones triádicas, articulada


por una lógica intrínseca, tal como la enuncia Kant: 1) la
Condición (o Posibilidad pura), 2) lo Condicionado (la Exis-
tencia concreta) y 3) la Relación (Necesidad de la síntesis)
entre lo Condicionado y su Condición (1951: 223, nota 1).
Mediante este juego abductivo, aparece a lo largo de la
historia del pensamiento humano cierta forma triádica o tri-
nitaria de concebir el Todo. Las conjunciones entre la doc-
trina trinitaria o teológica, la concepción pitagórica, las tres
Críticas kantianas y la Semiótica de Peirce son de tal natura-
leza que bien vale la pena señalar alguna de ellas.
El Padre es la Posibilidad, la Primeridad, el todo-poder-ser
que ha sido: es el pasado. Es el creador que produjo el tiempo
tridimensional (Simultaneidad-Sucesión-Permanencia). Sus
atributos son la Unidad, la Realidad y la Substancialidad. Es
el Ícono.
El segundo es el Hijo, el Representamen. Proviene del
Padre pero está ya en el tiempo, es el presente. Es la categoría
de la Existencia, del hecho, de la lucha y la contradicción vi-
viente. Se trata de la Pluralidad (de las cualidades encarna-
das), de la Negación (el estar en lugar de) y de la Causalidad
(el hecho de ser un resultado).
A propósito de esta segunda categoría, que, en cuanto
signo, corresponde al Índice, hay que señalar que la Causa-
lidad, la lucha, la resistencia (el sentimiento de hallar un obs-
táculo absoluto) se experimenta en el grado más alto cuando
se trata de un sujeto frente a otro sujeto. Cada uno es para
el otro y para sí mismo, un otro. Es el acontecimiento de la
co-existencia, el dominio de la praxis, de la ética en sentido
estricto. Co-nacimiento de dos en presencia uno del otro, el
“entre” que hace al hombre real, no al hombre solo ni al
hombre en general, que no existen en ninguna parte.
Esta categoría, “a causa” de la Causalidad, es la experien-
cia real. Corresponde a la instancia existencial de la indicia-
lidad. Marca el ser en este momento, aquí, en el sentido de
la haecceitas de Duns Escoto. Ser determinado, Dasein, prin-
cipium individuationis. Es la carne, el pecado original, el tra-
bajo creador de valores, el sufrimiento y la muerte. Discurre
en la fugacidad del tiempo, en el instante puntual inapre-
hensible.
Fundamentación filosófica de las categorías semióticas... 181

Hay una primacía de la Segundidad que se manifiesta


decididamente en la teología y en la filosofía. El Hijo, car-
nal, Dasein o Existencia, debe ser algo más que una Posibi-
lidad. De otro modo, Kant no hubiera podido apelar a esta
categoría para refutar la prueba ontológica de la existencia
de Dios.
El Hijo es el Representamen, el signo por antonomasia,
la Cualidad materializada, semejante al Padre invisible del
pasado. Es el ahora de la encrucijada témporo-espacial y su
forma puede ser justamente la de una cruz sobre una
tumba, que indica el lugar determinado donde yace algo
que alguna vez fue un signo. De hecho, cualquier cosa –no
necesariamente una cruz– puede emplearse como emblema,
una estela, por ejemplo, para cumplir la misma función in-
dicial. En todo caso, qua signo, exhibe su lado icónico:
forma material visible de representar el Objeto inexistente,
y su lado simbólico, en tanto resulta de una convención
social.
Puede decirse que el Índice es el primer mediador puntual
en el orden del tiempo; patentiza el rasgo más conspicuo de
la “quasi mente”: la gravedad de la existencia, la condición
permanente del “estar”, atónita ante el Objeto todopoderoso
que la constriñe y circunscribe como Sujeto sometido a un
cuerpo –el “objeto inmediato” de Schopenhauer– y, por
tanto, a la secuencia inexorable que va del dolor del deseo a
la efímera satisfacción del no-deseo y, en definitiva, al tedio
y a la nada.
Es posible negar la voluntad en el intento de alcanzar el
nihilismo del Nirvana. O bien, aceptar la vida sin pesar y a
pesar del sufrimiento: regocijarse “de todo corazón”, como el
Zaratustra de Nietzsche. Es una opción. Y la clase de filosofía
que se adopte depende de la clase de ser humano que se es.
Es un concepto de Fichte (1975), que remite, en última ins-
tancia, al “carácter inteligible” kantiano, elegido por el sujeto
fuera del tiempo, del espacio y de toda categoría, en un acto
absolutamente libre.
Finalmente, la última categoría, la Necesidad, Ley o Ter-
ceridad, es la condición del deber-ser, de una regla para el
porvenir ilimitado. Es la mediación universal, el Eros sub-
yacente a todo enlace, configurador de todas las síntesis a
182 Alejandro Rússovich

priori. Spinoza la llama “cupiditas coeundi”3 (1944: 19); los Pa-


dres de la Iglesia, “Espíritu Santo”; Schopenhauer, la Rela-
ción por antonomasia, expresión de la voluntad de
supervivencia de la especie; Freud, “libido” o manifestación
indiferenciada de las pulsiones del Ello. Para Kant, es sim-
plemente el concepto que nace de la relación entre lo Con-
dicionado y su Condición. En términos de Peirce, es el
hábito, la confluencia de las cuatro terceras categorías de la
tabla kantiana:
1) Totalidad, que resulta de la Unidad de la Pluralidad.
2) Limitación, producida por la Negación de la Realidad.
3) Comunidad, como generalidad de la Causalidad recí-
proca entre la Substancia y el Accidente.
4) Necesidad, que nace de la Existencia real de una Posibi-
lidad.
En todos los casos, el substrato esquemático que hace po-
sible la aplicación de las categorías a los objetos de la expe-
riencia es, en palabras de Kant, “el tiempo mismo en calidad de
correlato de la determinación de un objeto, en cuanto a la cuestión
de saber si y cómo pertenece al tiempo” (1920: 180).
Se puede, y aun se debe, considerar las tres categorías se-
mióticas de Peirce en un movimiento lógico regresivo: la Ter-
ceridad las orienta teleológicamente. Pero la Segundidad (el
Representamen o Signo propiamente dicho) es la única cate-
goría realmente dada a la intuición inmediata; da cuerpo a
las cualidades puras, por una parte, y por lo demás, es la con-
dición sine qua non del Interpretante, es decir, de la Terceri-
dad del signo.
Tanto la Cualidad pura como la Ley son, una y otra, abs-
tracciones lógicas, inferencias necesarias, a partir de la Se-
gundidad concreta, viviente y obsistente del fenómeno
constituido como representación.
El Interpretante es, pues, un desarrollo (que implica la Ne-
gación hegeliana) y, muy particularmente, la consecuencia
pragmaticista que culmina en un verdadero hábito.
El pensamiento kantiano, tal como se muestra en la tabla
de las categorías y en sus relaciones intrínsecas, configura un
hábito triádico como tendencia, intención reflexiva y método
3
Deseo de copular.
Fundamentación filosófica de las categorías semióticas... 183

de una especulación unitaria: el pensamiento que vive, crece


y se manifiesta como signo.
El signo, así considerado en su totalidad, es el pensa-
miento mismo, desarrollándose en la semiosis ilimitada de la
experiencia.
El pensamiento de Peirce es un Interpretante ejemplar, el
mejor ejemplo de lo que quiere decir "Interpretante" según
su propio concepto.

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184 Alejandro Rússovich

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miento. Trad. del latín por Oscar Cohan. Buenos Aires: Editorial Bajel.
185

REFLEXIONES ACERCA DEL


CONCEPTO DE FAMILIA1

¿Qué representa la “familia”? Si preguntara por el signifi-


cado, debería dirigirme a los inventores del vocablo, los ro-
manos, quienes llamaban de ese modo al conjunto de siervos
de una casa, a la gente que vivía en una casa bajo el mando
del señor de ella. Junto con el Derecho, que heredamos de
Roma, tenemos esta definición, que sigue vigente en nuestros
diccionarios. Deriva de “famel”, el esclavo, y, en última ins-
tancia, de la condición que reduce al hombre a la esclavitud
y a las bestias a la domesticidad, el latín “fames”, el hambre.
Pero mi pregunta no se dirigía al significado sino a la re-
presentación, y una representación es algo distinto de una
definición. Definir es marcar el fin de un proceso de conoci-
miento, delimitar y cerrar, en la forma abstracta del con-
cepto, el flujo viviente de imágenes que pone en movimiento
toda verdadera pregunta, la pregunta que se formula desde
la inseguridad y la ausencia de sentido.
Entiendo que, con esta charla, se inicia un curso destinado
a alcanzar una imagen más clara y coherente de esa noción
obvia e imprecisa a que echamos mano cuando tratamos de
iniciar una reflexión sobre lo que nos toca más de cerca.
Antes que ciudadanos, antes que profesionales, antes de que
recibiéramos cualquier marca de identificación social, antes
1
Conferencia ante un grupo de psicoanalistas, en Buenos Aires, el 16 de
abril de 1991. (N. del E.)
186 Alejandro Rússovich

aún de que se nos distinguiera con un nombre propio, fui-


mos, somos y terminaremos siendo miembros de una familia.
Uno de los más célebres hijos ilegítimos de que se guarda
memoria se dio a conocer como “Hijo del Hombre”, el único
título que, en justicia, puede otorgarse a un ser humano. Ser
padre, hermano, esposo, primo, sobrino, cuñado o pariente,
es cosa que se puede ser o no ser; la única condición esencial
e ineludible es la de ser, simplemente, hijo.
Las formas de la familia como núcleo social son diversas,
no es seguro que alguna vez terminen de estudiarla los an-
tropólogos, y no hay razón alguna para considerar como es-
quema universal la configuración de la familia romana, aun
cuando seamos, precisamente, en lo que atañe a las formas
jurídicas y lingüísticas, descendientes de los romanos.
Comienzo, pues, preguntando por una representación,
por una imagen, por algo que nos toque los oídos o los ojos.
En otras palabras, por una palabra. Y la palabra “familia”,
como toda palabra, es miembro de una familia de palabras,
de un paradigma lingüístico: “matrimonio”, algo que tiene
que ver con la madre; “patrimonio”, que hace referencia al
padre; “hijuela”, que es la porción del patrimonio que toca
a cada miembro de la familia, según las prescripciones de la
ley.
A primera vista, lo principal parece ser el matrimonio (no
sé por qué no se llama “matrimonia”, es algo que habría que
investigar). El matrimonio, monogámico o poligámico, pero
nunca amorfo, es la articulación primaria entre cultura y na-
turaleza o, si se quiere, entre institución e instinto, genera-
dora de lo que, siguiendo a Hegel, podríamos llamar Espíritu,
y constituye la sacralización, que por eso mismo es negación
de la unión sexual.
La ambivalencia que Freud encuentra en la palabra latina
“sacer” (sagrado, de donde proviene “sacerdote”), la ambiva-
lencia, decía, se manifiesta aquí como negación de lo que se
consagra. Venerado y proscrito. Yahvé y Satanás. Placentero
y abominable.
Como cristiano, pero también podría decir como judío o
musulmán, la primera imagen que se me ocurre es evocar la
de mis padres, retozando en el jardín del Edén. No sabían lo
que estaban haciendo, y cuando lo supieron, la cosa ya estaba
Reflexiones acerca del concepto de familia 187

hecha. Resultó irremediable precisamente porque lo supieron.


Lo malo está en saber lo que está mal, lo malo estuvo en ha-
cerlo a sabiendas, y, lo que es peor, a escondidas.
Yo comencé esta charla preguntando, es decir, pidiendo
una imagen ejemplificadora de esa obviedad que es la familia.
Ahora pienso, y expreso, lo que se me ocurre a propósito del
matrimonio, de la institucionalización de un vínculo primor-
dial, tal como aparece representado en un relato del que me
apropio porque lo comprendo, o más bien, porque él me com-
prende. Yo soy el fruto, bendecido por el Estado y por la Igle-
sia, de esa travesura de Eva y Adán. Quiero pensar que
también ellos comenzaron preguntándose, porque el pregun-
tar está a medio camino entre la inocencia y la malicia. Y si
fue así, yo me pregunto ahora ¿por qué la severidad del cas-
tigo, por qué el hambre, el dolor y la muerte? ¿Por qué se fijó
un precio tan espantoso a la sabiduría?
En este punto, el punto que cierra el signo de interroga-
ción, me propongo, les propongo (y estoy seguro de que en
este lugar será bienvenida la propuesta) recurrir a la ayuda
de ese maestro indiscutido del preguntar, de la misma calaña
que Sócrates, y que fue el fundador del psicoanálisis.
Ordenando algunos apuntes para esta charla, me pareció
particularmente adecuado echar un vistazo, desde el punto
de vista de la filosofía, a ciertas reflexiones acerca de la natu-
raleza de la prohibición ancestral, tal como aparecen en
Tótem y Tabú.
Cualquiera que sea su organización, la familia está desti-
nada (encuentra su sentido, ya que, como es sabido, “destino”
es un anagrama de “sentido”) a evitar el incesto, vale decir,
el sinsentido de invertir el orden temporal, haciendo de la
consecuencia una causa: del hijo un esposo y padre de hijos
que son sus hermanos.
Lo que me resultó más sugestivo de esta indagación es,
justamente, el acento que allí se pone en lo que yo llamaría
un enlace misteriosamente necesario entre prohibición y re-
presentación, entre culpa y sabiduría, entre idea y acción.
Comienzo por el final y cito a Freud tal como él mismo
concluye, señalando que el paralelismo entre los primitivos
–más cercanos a Adán– y el neurótico –más próximo a nos-
otros– no es, en modo alguno, completo.
188 Alejandro Rússovich

Es preciso tener también en cuenta las diferencias rea-


les. Cierto es que ni el salvaje ni el neurótico conocen
aquella precisa y decidida separación que establecemos
entre el pensamiento y la acción. En el neurótico, la acción
se halla completamente inhibida y reemplazada totalmente
por la idea. Por el contrario, el primitivo no conoce trabas
a la acción. Sus ideas se transforman inmediatamente en
actos. Pudiera, incluso, decirse que la acción reemplaza,
en él, a la idea. Así, pues, sin pretender cerrar aquí [es
decir, si lo leemos bien: “pretendiendo cerrar”] con una
conclusión definitiva y cierta la discusión, cuyas líneas ge-
nerales hemos esbozado antes, podemos arriesgar la pro-
posición siguiente: “En el principio era la acción”.

Esta proposición final es una réplica de las palabras con


que Goethe pretendió, a su vez, rectificar el comienzo del
Evangelio de San Juan: “En el principio era el verbo”, es decir,
el Logos, la palabra, la representación, la idea y, podríamos
añadir nosotros: “Y en el final fue la palabra, que dijo que
en el principio era la acción”.
Para leer el texto de Freud, empleo ciertas categorías lógi-
cas que, en lo que concierne a mi tarea filosofante, resultan
particularmente útiles. Me refiero a la llamada “ciencia de los
signos” o Semiótica, fundada por Charles Sanders Peirce, más
o menos al mismo tiempo que Sigmund Freud, del otro lado
del Atlántico, fundaba el psicoanálisis.
“Un signo o representamen –dice Peirce– es algo que está en
lugar de otra cosa, bajo cierta relación o en algún aspecto”. Se di-
rige a alguien, es decir, crea en la mente de esa persona un
signo equivalente o, quizá, un signo más desarrollado. Este
signo que crea se llama interpretante del primer signo. Está en
lugar de algo: de su objeto, no en todos los aspectos sino con
referencia a una especie de idea, que Peirce llama fundamento
del representamen.
Se trata, como podemos observar, de una definición cuya
forma es estrictamente lógica y, como tal, describe o muestra
–no demuestra ni explica– la naturaleza esencial de todo
signo posible, más específicamente, señala las fases de un pro-
cedimiento general mediante el cual se rigen las ideas que nos
hacemos acerca del acontecer real y la acción o conducta que
resultan, de hecho, de una interpretación.
Reflexiones acerca del concepto de familia 189

Afirma Peirce que el hombre mismo, como tal, es un


signo. Esto hemos de entenderlo considerando que el sujeto
es, aun sin proponérselo conscientemente, objeto de la inter-
pretación de otro, siempre representante e interpretado, en
un triple movimiento continuo: representamen de un objeto
para un interpretante. Este movimiento en tres fases, lógica-
mente simultáneas, es lo que Peirce llama semiosis. Cada uno
de los elementos es signo de por sí y para los otros, y los tres
juntos constituyen a la vez el signo. Si queremos buscar una
estructura lógica análoga, podemos remontarnos a los pro-
fundos análisis de los lógicos medievales sobre el llamado
“misterio” de la Santísima Trinidad. Lo dicho hasta aquí de
modo tan difícil, permite acercarnos, así lo espero al menos,
a la forma singularmente diáfana y penetrante de la semiosis
freudiana.
Tomemos, por ejemplo, la duplicidad aparente de la re-
presentación –o idea– y prohibición: “aquel que realiza el acto
prohibido –nos dice Freud– viola el tabú y se hace tabú a su vez”.
Semióticamente hablando, podemos decir que, quien trans-
grede, se comporta según la idea que se hace del objeto pro-
hibido, y se vuelve, a su vez, objeto de una prohibición
equivalente, para otros que comparten con el transgresor la
misma representación del objeto marcado por la prohibición.
Otro ejemplo se presenta con la tríada: rey, súbdito, mi-
nistro. O, si queremos –se me ocurre–: Dios, pecador, sacer-
dote. El ministro puede tocar al rey porque está ocupando
un lugar intermedio o vicario, como el sacerdote, y a través
de él, el súbdito o el pecador, según el caso, puede establecer
una relación mediata con el objeto intocable. De cualquier
modo, se trata del concepto fundamental de mediación, que
ocupa un lugar prominente tanto en la dialéctica de Hegel y
de Marx como en la semiótica de Peirce y aun en especula-
ciones tan olvidadas como la teología medieval.
Otro rasgo notablemente fecundo desde el punto de vista
lógico es el concepto de ambivalencia, tomado de Breuer, y
que Freud emplea con un extraordinario rendimiento espe-
culativo, para perfilar lo que podríamos llamar forma o figura
del inconsciente. En palabras de Freud, “actos, medidas y pres-
cripciones”… que corresponden “a veces simultáneamente al
deseo y al contradeseo”.
190 Alejandro Rússovich

Por mi parte, puedo acotar que la ambivalencia no es,


como podría pensarse, un rasgo accesorio de la representa-
ción: puede alcanzar un grado más o menos notorio, pero
siempre está presente en toda representación, en cuanto cons-
tituye su modo de manifestación como fenómeno significa-
tivo. La representación se actualiza o, lo que es lo mismo,
vuelve a hacerse presente en la imagen o representamen que,
como el dios Jano, o como el adivino Tiresias, mira a la vez
lo pasado y lo por venir. Sobreviene cargada con la determi-
nación del renunciamiento o la frustración que tuvo lugar al-
guna vez, y al mismo tiempo, con la posibilidad de
satisfacción del deseo, inherente por esencia al futuro.
Escuchemos esto: “La inobservancia de una renunciación es
expiada por una renunciación distinta”, o sea, en términos se-
mióticos, el interpretante del primer signo se transforma en
representamen del mismo objeto, esto es, en signo más des-
arrollado. Para decirlo con palabras de Freud: “el deseo prohi-
bido se desplaza en lo inconsciente sobre otros objetos”.
He aquí otro párrafo:
El tabú ha acabado por constituir […] la forma general
de la legislación y ha entrado al servicio de tendencias so-
ciales más recientes que el tabú mismo. Tal es, por ejem-
plo, el caso de los tabúes impuestos por los jefes y los
sacerdotes para perpetuar sus propiedades y privilegios.

Freud señala, como de pasada, y sin enfocar particular-


mente el análisis del concepto, la propiedad, que constituye
el segundo componente nuclear de la familia: el patrimonio.
Será otro el intérprete que se dedicará a este aspecto de la
problemática familiar. Más adelante, tendremos ocasión de
volver sobre esto.
El proceso de representar está, por lo demás, configurado
doblemente: por una parte, es el acto de poner algo en lugar
de otra cosa, transferir o desplazar el valor de una presencia
por otra, y, en segundo lugar, este desplazamiento, lejos de
ser un simple escamoteo o apariencia de movimiento, cons-
tituye un nuevo objeto, capaz de suscitar uno o una multitud
de interpretantes diversos.
Quizá lo más digno de reflexión es que la representación
–y con esto reanudo algunos hilos sueltos dejados por Kant
Reflexiones acerca del concepto de familia 191

en el oscuro capítulo del esquematismo en la Crítica de la


Razón Pura– la representación, digo, configura el orden de la
sucesión que llamamos Tiempo. Lo que quiero decir –y lo su-
brayo– es que la concepción del tiempo en términos de pa-
sado, presente y futuro es el resultado y no el origen de la
representación. Destaco, de este modo, que no es el tiempo el
que hace posible que algo retorne, se presente y perdure sino,
a la inversa, es la representación la que hace posible el tiempo
como tal, como nos habituamos a concebirlo. Hacemos el
presente en la medida en que recordamos, es decir, fijamos
algo en la nada del pasado, donde todo ya ocurrió para siem-
pre, y proyectamos hacia adelante la posibilidad pura, donde
todavía no ocurre nada y, por lo tanto, se abre un espacio
continuamente disponible para la satisfacción imaginaria del
deseo.
Cuando dije que representar es el acto de poner algo en
lugar de otra cosa, transferir o desplazar el valor de una pre-
sencia por otra, tenía en mente, de modo especial, el con-
cepto de la transformación del valor de uso en valor de
cambio, donde la forma dinero representa la fuerza de trabajo
encarnada en la mercancía, concepto que, a su vez, repre-
senta el ingente trabajo de interpretación llevado a cabo por
Karl Marx en relación con los modos de producción del
valor. Ninguna interpretación es inocua, y ésta en particular
no lo fue para la estructura política del mundo contemporá-
neo. Nuevas interpretaciones, que son siempre nuevas nega-
ciones, se suceden hoy ante nuestros ojos, pero dejo estos
zapatos en manos de otros remendones más hábiles o con
mejores herramientas que las mías.
Tocamos con esto un punto que, estrictamente hablando,
no se puede tocar: la llamamos Realidad y es como el hori-
zonte, que siempre está a la vista y nunca se puede alcanzar.
Tal es, también, y no puede ser de otra manera, el carácter
omnipresente e inabarcable de la familia: una configuración
patente, obvia y archiconocida. El problema está en ella y
nosotros lo padecemos, porque si no fuera por ella, casi no
tendríamos problemas. Edipo resolvió el acertijo de la Esfinge
pero no el problema de su familia. No quiso verlo, y así le
fue. Dejó de lado la prohibición. Ocupó el lugar del rey, y, a
partir de ese momento, comenzó un juego de permutaciones
192 Alejandro Rússovich

que conducían, todas, a la nada, a la disolución de la estruc-


tura social. Quizá el personaje más patético de la tragedia es
el que resulta de ese vínculo imposible, Antígona, cuyo nom-
bre podría traducirse como la “contra-engendrada”, último
eslabón solitario del encadenamiento fatal de transgresiones.
No es casual que sea justamente una representación, una
obra de teatro, la que inspiró el análisis interminable que
sigue envolviéndonos a todos en la misma red de interpreta-
ciones sin fin.
Como la semiosis es infinita y el análisis, interminable,
tanto la una como el otro pueden y deben interrumpirse a
una hora oportuna. Para mí, al menos, ha llegado el mo-
mento de la interrupción. Permutamos el rol: ahora tienen
ustedes la palabra.
193

ACERCA DEL SIGNIFICADO


DE LA IDENTIDAD1

Para examinar el significado de la identidad, he escogido


las reflexiones de tres pensadores: un teólogo, un lógico y un
artista. San Agustín, Charles Sanders Peirce y Witold Gom-
browicz, respectivamente. Cada uno de ellos ha forjado su
propio lenguaje y, deliberadamente, he leído los textos de
Agustín con los ojos de Peirce o con los de Gombrowicz, tal
como ustedes escucharán mis palabras con otros oídos que
no son los míos.
Dicho esto, comenzaré empleando el ícono más corriente
de la identidad: “A es igual a A”. A primera vista, se nos pre-
senta un desdoblamiento. Para que una A sea igual a sí
misma, es preciso que se duplique, reflejándose en otra A dis-
tinta de ella.
Accedemos a la identidad a través de la diferencia, acre-
ditamos nuestra identidad personal mediante un documento
que no es sino un resumen o compendio de diferencias per-
sonales: fotografía, impresiones digitales, señas particulares
indiciales o icónicas, todo cuanto ayude a que uno pueda
ser reconocido por otro. Al parecer, la identidad personal
es, en el fondo, una verdadera “otroidad” impersonal. Soy
“por” otro. En palabras de Hegel: “La autoconciencia es en y
para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra auto-
1
Conferencia pronunciada en Barcelona, en el V Congreso Internacional
de Semiótica (Barcelona y Perpignan), el 1º de abril de 1989. (N. del E.)
194 Alejandro Rússovich

conciencia; es decir, sólo en cuanto se la reconoce”2.Y más ade-


lante: “Se reconocen como reconociéndose mutuamente”3.
Por lo demás, el examen de todo cuanto existe como cosa
unitaria, separada y distinta, nos muestra que lo simple no
es, como quería Descartes, y, en general, toda concepción
atomística, un elemento último e “indescomponible”. Véase,
si no, la búsqueda incesante, cada vez más sofisticada, de uni-
dades últimas en la física contemporánea. Tras la ruptura del
átomo de Demócrito, nos vemos lanzados a una carrera tras
las partículas elementales, que, a su vez, se descomponen en
subpartículas. El descenso hacia las profundidades del micro-
cosmos se muestra, para espanto de nuestra imaginación,
como un regressus ad infinitum.
Este regressus ad infinitum implica la búsqueda de una uni-
dad última. Una unidad última que, en definitiva, coincide
con esta categoría monística de la identidad. ¿No será más
bien que deberíamos buscar la unidad precisamente como re-
sultado de un proceso y no como punto de partida? El len-
guaje nos lo aconseja sabiamente: en el comienzo hubo dos
cosas y no una sola, una abertura que se cerró como la boca
en el bostezo, que es lo que indica la palabra “caos”, vincu-
lada con “jasma”, que quiere decir “bostezo”. El comienzo de
la serie numérica no es el uno sino el dos. La lengua española
lo dice de otro modo: “uno” es no sólo el nombre sustantivo
de una entidad indescomponible sino también la primera per-
sona de indicativo del verbo “unir”, la acción de vincular, por
lo menos, dos cosas, “uno dos”. En el origen hay dos cosas y
la acción que las reúne. En términos teológicos: Padre, Hijo
y Espíritu Santo.
En el tratado De Trinitate, de San Agustín, se echa de
menos, a veces, un análisis más desarrollado de la persona
del Espíritu Santo. Más que nada, le preocupan el Padre y el
Hijo, quizá porque no puso liberarse del todo de la seducción
del dualismo maniqueo, el primer amor de su juventud.
No menos duro resultó, para Peirce, renunciar al confor-
table dualismo de la satisfacción estética de la simetría. Parece

2
Hegel, G. W. F., Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Econó-
mica, México, 1966, pág. 113.
3
Ibid., pág. 115.
Acerca del significado de la identidad 195

que a muchos físicos contemporáneos les ocurre lo mismo.


Hablando de las tres categorías de la primeridad, segundidad
y terceridad, Peirce confiesa sinceramente a Lady Welby:
Esta noción es tan desagradable para mí como para
los demás, y durante años intenté desdeñarla y refutarla,
pero hace tiempo que me ha conquistado por completo.
Por más desagradable que sea atribuir tal significado a los
números y a una tríada, sobre todo, resulta tan verdadera
como desagradable.

Para un artista como Gombrowicz, la cuestión se presenta


en otros términos. Sabe, porque lo sufre en su actividad con-
figuradora de íconos, que éstos no surgen misteriosamente
dentro de un yo encapsulado y hueco, sino que brotan de su
lucha incesante, dolorosa, apasionada, contra una forma que
le es impuesta desde afuera. Cada obra de arte es un vestigio
de esta confrontación con la forma. Gombrowicz la descubrió
por todas partes, no sólo en la esclerosis de todos los acade-
micismos, sino en la educación, en la cultura, la religión, las
ideologías, los mitos que nos conforman, deformándonos,
metiéndonos en la horma que nos hace una “facha”, una
”pinta” determinada. El hombre solo no existe, bien lo vieron
Marx, Peirce, Hegel y muchos otros que pensaron en profun-
didad la relación interhumana. Lo que Gombrowicz subraya
es que el vínculo, el Espíritu Santo, consiste en el hecho fun-
damental de que uno hace al otro, y éste, a su vez, modifica
al que lo hace. El Padre es engendrado por el Hijo, es éste, el
joven, el inmaduro, quien lo consagra y le otorga su hueca
omnipotencia. El hombre se configura “entre”, no dentro de
los sujetos. También lo percibieron Martín Buber y Pirande-
llo, entre otros. No es en mí donde nace mi forma, mi “facha”
o, para decirlo a la alemana, mi Gestalt. La forma me define
ante mí mismo y ante los otros, puede ser mía, pero ¿quién
es el que dice “mía”? ¿Dónde está, qué es ese yo inaprensible
que llama “mía” a mi facha, que se recubre de una identidad
impuesta desde afuera, “forrado” de valores, titubeando entre
el prestigio y la vergüenza, sabio, idiota, heroico, cobarde,
responsable, irresponsable? Desde alguna parte, acuñada en
mi memoria, la voz algo gangosa, irónica, de Gombrowicz,
me responde: “Inútil, Russo, preguntar, da lo mismo. La cosa no
196 Alejandro Rússovich

está en usted ni en mí, está ‘entre’ nosotros. Yo ante usted, usted


ante mí, nos hacemos, no somos dos, somos ‘entre’”. En definitiva,
se trata de la célebre cuarta pregunta de Kant: ¿Qué es el
hombre? ¿Qué es la identidad personal? ¿Hay realmente un
sujeto que no sea mero sujeto del lenguaje? El que habla, el
que se comunica, ¿existe fuera del acto comunicativo? O más
bien ¿es allí, justamente, donde existe, en el “entre”, en la per-
petua actualidad de la acción comunicativa? Hay, sin em-
bargo, una cosa, entre todas, que se distingue porque se
individualiza a sí misma, recuerda haber sido y desea seguir
siendo. Como nos dice Spinoza, el deseo es la esencia misma
del hombre, es decir, un esfuerzo por medio del cual trata el
hombre de perseverar en su ser. También Leibniz, y, más
tarde, Hegel, hallarán en la intimidad de esta forma particu-
lar que es el hombre, ese deseo de “mismidad” que lo singu-
lariza. “Apetición” en la mónada leibniziana, “apetencia” en
la autoconciencia hegeliana. Gombrowicz, a su vez, nos con-
fiesa: “No sé cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se
me deforma. Así sé, al menos, lo que no soy. Mi yo no es otra cosa
que mi voluntad de ser yo mismo”. Peirce, por su parte, afirma
taxativamente: “La existencia personal es una ilusión y una
farsa”. En otro contexto, añade:
El hombre individual, al manifestarse su existencia se-
parada, sólo por ignorancia y error, en la medida en que
no es nada al margen de su prójimo y de lo que él y ellos
deben ser, es sólo una negación.
En la historia del pensamiento, esta problemática ha sido
inaugurada, de modo incomparable, por las Confesiones de
San Agustín. Allí nos habla desde su interior, desde el lugar
donde, según él, habita la verdad. Nos cuenta las vicisitudes
de su tránsito del dualismo maniqueo a la unidad del Dios
cristiano. Éste, y no otro, es el interlocutor a quien dirige las
preguntas más apremiantes. ¿Quién es él, este Agustín que
habla y quién y cómo es aquél a quien interroga? En sentido
estricto, la forma dialógica del texto constituye una figura de
la conciencia desgarrada o desdoblada de la fenomenología
hegeliana, una sola autoconciencia, escindida entre la muta-
bilidad de su condición, de su encarnadura efímera, y la in-
mutabilidad del Otro absoluto, omnisciente y perfecto.
Acerca del significado de la identidad 197

Ignora la desgarradura insondable que parece separarlos y,


por eso, puede dialogar con Él, como dialoga un hijo carnal
con su Padre Omnipotente. Como Job, que a pesar de todo,
no se atreve a maldecirlo; como Abraham, que regatea con
el Señor acerca de la cantidad de justos que pueda haber en
Sodoma. Dialécticamente hablando, San Agustín no cree en
Dios. Quiero decir que no sabe hasta qué punto su Dios es
su concepto. Sabe, eso sí, porque está escrito, que, como
Adán, también él está hecho a imagen y semejanza del Padre.
Es un ícono, digamos, en términos peircianos, del objeto, o
bien, que lo encarna, que es un representamen del Padre. Y
también que se comporta como un interpretante idóneo,
capaz de describir y explicar, bajo cierto aspecto, la naturaleza
una y trina del Otro. Este despliegue sígnico fluye y subyace
a lo largo del extenso tratado De Trinitate En el otro texto,
el diálogo De Magistro, donde Agustín, como padre, investiga
con su hijo Adeodato la esencia del lenguaje, se llega a la sor-
prendente y anticipadora conclusión de que el significado de
un signo es otro signo. En el tratado De Trinitate, se aproxima
asintóticamente a su objeto supremo, el Dios uno y trino, a
través de la interpretación de distintos signos o representá-
menes, imágenes y alusiones del Antiguo y el Nuevo Testa-
mento y, sobre todo, de los vestigios que encuentra en el
auto-examen de su propio yo, un complejo de tres condicio-
nes que lo conforman como tal “yo”: lo que recuerda, lo que
entiende, y lo que aguarda. Tres momentos que, como el
tiempo tripartito del ayer, el hoy y el mañana, representan
otra teofanía, otra contrafigura de la Trinidad. Agustín, “ese
hombre tan serio en sus luchas espirituales”, como dijo Husserl,
dedica a dilucidar el misterio del tiempo buena parte de sus
Confesiones. Sigue vigente su formulación, tan bien perge-
ñada, de su lucha por la esencia del tiempo: “Cuando no me
lo preguntan, lo sé, y cuando me lo preguntan, no lo sé.”
Charles Sanders Peirce, por su parte, dedicó largos y pe-
nosos años a consolidar las consecuencias científicas de su
conversión del dualismo lógico al triadismo semiótico. Como
Agustín, como Pablo en el camino de Damasco, fue deslum-
brado por un signo, y el signo no era otra cosa que él mismo,
un representamen material encarnado, fluyente y transitorio,
del objeto inaprensible, su propia quasi mente a la cual sólo
198 Alejandro Rússovich

podía acercarse a tientas, interpretando, describiendo y cla-


sificando todos los signos habidos y por haber. Viene a la
memoria el autoanálisis de otros insignes interpretadores de
signos, entrañablemente relacionados con el Padre: José, hijo
de Jacob, en el relato del Génesis; Franz Kafka, en Praga; Sig-
mund Freud, en Viena, y nosotros mismos, ahora, semióti-
cos, en Barcelona. Yo ante ustedes, cada uno un signo,
enigma para sí y espejo para los otros, sentados en la atenta
o aburrida actitud del interpretante.
Dije “yo ante ustedes”, mejor hubiera dicho “bajo vuestras
miradas”, interpretando vuestros fugaces signos gestuales,
ojos, visajes, modelando una forma que sólo es mía en parte,
recortando fragmentos de un discurso que, una vez lanzado,
se vuelve hacia mí y me imprime una “facha” a la que tendré
que adaptarme. Aún no sé si me sentará. Tendré que mi-
rarme, a solas, en el espejo de algún otro. (Aplausos)
No espero ninguna pregunta, puesto que creo haberlas
formulado yo a través de este trabajo.

Michel Balat– Quiero decirle que su exposición es mara-


villosa… ¡realmente extraordinaria!

A. R.– ¡Muchas gracias!

M. B.– ¿Puedo hablar en francés?

A. R.– ¡Sí, sí!

M. B.– Querría hacerle una pregunta…4

A. R.– ¡Sí!

M. B.– Hay un momento en que, quizá a causa de la len-


gua, no comprendí el pasaje que usted hizo entre la reflexión
sobre la unidad del Ser, tal como usted la había planteado, y
la identidad…

4
El diálogo que sigue de aquí hasta el final es traducción del francés.
(N. del E.)
Acerca del significado de la identidad 199

A. R.– Sí. Es justamente el misterio, para Agustín, de la


Trinidad. Para nosotros, es el misterio del signo triádico, es
decir, una sola cosa, una partícula unitaria, la persona, el yo,
son todas denominaciones, me parece, de la misma cosa; la
voluntad de captar una sola cosa primera, última y, en defi-
nitiva, el esclarecimiento de lo que pasa dentro de nosotros
y alrededor de nosotros. Pero, justamente, el problema parece
resolverse mediante una disociación, es decir, verbi gratia, el
cuerpo y el alma, lo infinito y lo perecedero. Por doquier, se
ve el sistema diádico sobre el cual reposa la construcción que
nos hacemos del universo. Por su carácter simétrico, el dua-
lismo es una posición confortable. Agustín era maniqueo.
Tenía un Dios bueno y un Dios que era una abominación.
Era muy simple, dos únicos principios. Para la lógica y los ló-
gicos era lo mismo, dos instancias, el binarismo que resuelve
las dificultades, la ecuación en el álgebra, en las matemáticas.
Eso es lo que constituye para mí la base de toda fe, se puede
descansar porque es una elección muy fácil: hay que elegir el
bien, todos los hombres deben amarse los unos a los otros,
simplemente. Amor y odio, combatir el mal, es el funda-
mento de toda posición activa. Pero la cosa no parece ser tan
simple. La unidad se descompone pero no hay solo dos posi-
bilidades porque la descomposición implica una acción, jus-
tamente la acción de descomponer. Hay una mediación: el
todo se compone de modo triádico porque la apertura y el
cierre implican un movimiento, y el movimiento, la acción
de ligar, de reunir, la relación es el tercer término. Esto lo
podemos ver con gran profundidad en la reflexión teológica,
en la Edad Media, a partir, justamente, de la obra de San
Agustín. Nos encontramos ahora, en la semiótica, la tarea
de seguir con este tema… Pero no sé si aporté alguna claridad
a su pregunta…

M. B.– ¡Oh, sí! ¡Muchas gracias!

A. R.– Como dije que no habría preguntas, espero que


algún otro me señale otro defecto…
Muchas gracias.
200 Alejandro Rússovich
201

MUY CERCA DEL OBJETO EN SÍ1

“…para que algo sea un signo –nos advierte Peirce– es pre-


ciso, como se dice, que ‘represente’ otra cosa, llamada su objeto”.
¿Por qué las comillas? Aparentemente, para destacar el uso
corriente del término, como se dice: todo el mundo sabe o cree
saber lo que quiere decir “representar”. Yo también; por el
momento acepto, pues, las comillas. Más tarde, volveremos
sobre este pequeño asunto de la representación.
Lo más importante, me parece, es esta entidad que la cosa
representa: se la nombra –enfatizada– el objeto.
Tenemos acceso al objeto a través del representamen, el
mediador universal, el signo. Heme aquí en el lugar del in-
térprete, tratando de producir interpretantes que esa palabra,
objeto, de la frase de Peirce, ha suscitado en mí.
Y Peirce retoma su texto: “…todo signo tiene, en acto o vir-
tualmente, lo que podemos llamar un precepto de explicación,
según el cual podemos comprenderlo como siendo, por decirlo así,
una especie de emanación de su objeto” (soy yo quien enfatiza).
Plotino desliza, vagamente, en mi recuerdo, esa idea del alma
que no es más que una emanación del ser divino: se me an-
tojan las procesiones del Hijo y del Espíritu Santo, emana-
ciones del Padre… Con todo, hay cosas más cercanas que
emanan de un objeto, que saltan a los ojos; otros aún que
penetran la nariz, invadiendo nuestra intimidad.

1
Publicado, en francés, en Cruzeiro Semiotico (Associaçâo Portuguesa de Se-
miótica) Nº 13, “Do Objecto-I”, julio de 1990 (por invitación). (N. del E.)
202 Alejandro Rússovich

Sobre un estante de mi biblioteca, una ratita de bronce


está royendo las páginas de un libraco titulado Les odeurs de
Paris. Esta mañana, estaba mordisqueando palabras sobre los
escritos de Peirce, y la imagen de la ratita se instaló en mi
“casi” espíritu ni bien mis ojos cayeron sobre esta frase: “…los
olores tienen una notable tendencia a ‘presentarse’, es decir, a ocu-
par todo el campo de la conciencia, al punto que uno vive al mo-
mento en un mundo de olores”.
Muchas veces pensé en esta “presentificación” de los olores,
sobre todo cuando tienen el poder de evocar. No es que uno
se encuentre en un instante preciso de su propio pasado, por-
que sabe bien que ya no existe; vamos más bien hacia ese mo-
mento, en la dirección del porvenir. La vida se despierta como
presentimiento. A partir de aquí, el instante comienza a dila-
tarse, a volverse un representamen más desarrollado. La dila-
tación no llega todavía a un interpretante neto. Hay aún que
exprimirlo, extraerle todo el jugo, como Proust de su magda-
lena. Una ligera inversión se ha producido, en el orden del
tiempo, por obra de una débil emanación del objeto. Un pe-
queño signo (el nombre que se da –“yo”– recuerda quizá que
tiene siempre algo que ocultar) ha encontrado otro signo que
lo seduce, algo que desentrañar, una adivinanza para Edipo.
Es un verdadero hallazgo topar con un representamen de
este tipo. Nos lleva hacia el mañana: basta alimentarlo para
que se expanda por sí mismo. Poco a poco, nos entregará as-
pectos inesperados, rasgos que se arreglan, ellos solos, para
componer una historia, algo que contar a los demás, nada
que ver con esa cadena de episodios que exige la mayúscula.
El signo “yo” se sintió tocado por una emanación, en otros
términos, por un signo indicial. Puede decir: “este olor me in-
dica que…” o bien “me sugiere…”. Pero es preciso que haya,
previamente, una información que concierna a la cosa ema-
nante, o sea, el señalamiento de la causa (la palabra “cosa”
viene del bajo latín causa; permítanme mezclar, en la ocasión,
“cosa”, “causa” y “objeto”; esto no enreda mucho el sentido,
tiempo habrá de hacer las distinciones).
Apenas el intérprete haya olfateado la presencia del ob-
jeto, podrá identificarlo: “es eso, la misma cosa que…”. Pero
no es exactamente la misma o, mejor dicho, es la misma por-
que no es, en modo alguno, la misma. El signo acrecienta un
Muy cerca del objeto en sí 203

poco, casi imperceptiblemente, la re-presencia del objeto, sin


contar la corriente del tiempo, que arrastra ese mundo hu-
mano donde se despliega la representación.
El signo, pues, nos informa, es cierto, pero, tristemente,
como los lazos del amor, no nos entrega el alma del objeto:
No puede dar a conocer ni a reconocer el objeto; por-
que eso quiere decir… objeto de un signo; aquello cuyo co-
nocimiento es presupuesto para poder comunicar
indicaciones suplementarias que le conciernan.

Uno se pregunta: ¿cuál es la vía de conocimiento directo


e inmediato –si es que hay una– del objeto?
El signo, único proveedor de todo conocimiento posible,
no nos da más que indicaciones suplementarias. ¿Habrá que
machacar sobre la “cosa en sí” más allá, según Kant, de la
percepción sensible?
Al parecer, la única puerta practicable, abierta al objeto
mismo, a su presencia inmediata, sea la mística o, quizá, el
disfrute estético –como lo prescribe Schopenhauer– si cree-
mos a los que hicieron la experiencia; en cuanto a mí, la se-
gunda vía está más a mi alcance.
Peirce, por su parte, puso la estética en su clasificación tri-
partita de las ciencias normativas (aunque confesaba, en una
carta a William James, que no entendía casi nada de problemas
estéticos). Se puede decir, al hilo de su pensamiento, que la aís-
thesis griega está en relación estrecha con la Primeridad de los
“sentimientos” o cualidades puras, cuyo rasgo más notorio es
no concernir para nada a la conciencia. Cuando la cualidad
pura llega a la conciencia, ha perdido ya su pureza; ha sufrido
el proceso de inferencia, un proceso por lo demás sustraído a
la apercepción del yo: “…no hay conciencia (en el sentimiento) por-
que es instantáneo y, además, una cualidad no es consciente”.
No se puede captar el instante, carpere diem, porque ha-
bitamos la continuidad: “…la ausencia de partes últimas en lo
divisible”.
Hace mucho tiempo, en épocas de la fe, se podía contar
con la ubicuidad de un objeto por antonomasia: inaccesible
de modo inmediato. Sólo los místicos –condenados lo más
frecuentemente por el único intermediario oficial del objeto
en-sí–, tenían la audacia de anudar con este objeto relaciones
204 Alejandro Rússovich

directas. El Maestro Eckhart, que, según palabras de la Bula


de condenación de Juan XXII, “quiso saber más de lo que con-
venía”, nos dice:
Pasemos a lo que es el objeto del puro desapego. No
de esto ni de aquello. El desasimiento tiende a una pura
nada, pues tiende al estado más alto, en el cual Dios
puede obrar en nosotros enteramente a su antojo.

He aquí el camino hacia el objeto: es el despojamiento de


todo “esto o aquello”, hay que desembarazarse de toda ape-
tencia, vaciarse de todos los objetos del deseo para dejar lugar
al objeto único. No se encuentra ante nosotros, en el exterior,
sino en la pura nada. El Maestro Eckhart no nos dice cómo
hacer ese vacío, queda a cargo nuestro encontrar la manera.
A partir del siglo XVIII, ese objeto se ha vuelto finalmente
un concepto abstracto, un punto de referencia para cerrar la
serie de condiciones de la razón. A partir de ese punto de
vista, Newton se consideraba, sobre todo, un teólogo; Eins-
tein consideraba que Dios no trampea en el juego de las leyes
de la Naturaleza. Por el contrario, habría que poner del lado
de los místicos a los ateos más rabiosos, como el “divino”
Marqués que no podía nunca, en el éxtasis, prescindir de Él.
Parece que el abordaje al objeto es una maniobra muy di-
fícil, casi imposible, para la filosofía. En opinión de Schopen-
hauer, es una cosa reservada a los santos –y, a lo más,
durante algunos instantes felices– a los artistas, en el desam-
paro de la creación. El objeto, en ese caso, es, por cierto, el
deseo absoluto, la voluntad de vivir, siempre oculta tras el
velo de Maya de la representación.
Ignoro lo que pasa en el éxtasis sin palabras, pero puedo
decir, en cambio, lo que me ocurre en mis encuentros con las
palabras. Cuando estoy a la búsqueda de un arreglo armo-
nioso de términos, de una Forma convincente, me viene a la
cabeza la aseveración de Platón: “hay algo que quieren las cosas”.
Hay algo que quieren las palabras. No soy yo, es ella misma,
la palabra, la que me exige darle un sentido, cualquiera que
sea, el que le corresponda, un interpretante adecuado, porque
ella no es el objeto, sólo su representamen; más exactamente,
el portavoz del objeto y su instancia no es más que una ema-
nación de la falta de significación del objeto, siempre en busca
Muy cerca del objeto en sí 205

de un interpretante, el tercero, el salvador, que insuflará la


vida de un verdadero representamen a la materia del objeto.
¿Acaso podemos representar a Dios? Ciertos intermedia-
rios oficiales lo prohíben; la cosa es, para ellos, ciertamente
posible, aunque no sea para nada conveniente. Vale la pena,
en verdad, reflexionar sobre este extraño vínculo entre la
transgresión y la representación. Puesto que no se puede
negar el ser presente –está siempre ahí–, se ocupan en borrar
sus rasgos y, llegado el caso, tratan de impedir su aparición.
La interdicción de representar al Objeto se extiende hasta el
hecho de pronunciar Su Nombre; pero la perífrasis, tanto
como el eufemismo, no son más que ardides para gozar o su-
frir en secreto el poder del objeto viviente.
Moderno iconoclasta, Karl Marx reveló el carácter fetichista
de la mercancía, en visible relación con la vieja idolatría.

Es sólo una relación social determinada de los hom-


bres entre sí que reviste aquí para ellos la forma fantástica
de una relación de las cosas entre sí. Para encontrar una
analogía a este fenómeno, hay que buscarla en la nebu-
losa región del mundo religioso. Allí los productos del ce-
rebro humano toman el aspecto de seres independientes,
dotados de cuerpos particulares en comunicación con los
hombres y entre ellos mismos… Sólo con el tiempo el
hombre trata de descifrar el sentido del jeroglífico, de pe-
netrar los secretos de la obra social a la cual contribuye,
y la transformación de los objetos útiles en un producto
de la sociedad, lo mismo que el lenguaje.

Hay, pues, por encima de todo, un fetichismo de las pala-


bras, cuya práctica es regulada por la retórica, tal como la
economía política se aplica a encontrar las leyes de la tran-
substanciación de los objetos en valores de cambio. Pero la
crítica científica debe preservar los caracteres del fenómeno
como materia prima del análisis y el conocimiento de las leyes
nada puede cambiar a la obsistencia de un hecho. Josué pudo
ordenar al sol que se detuviera para ganar una batalla, pero
ésa no era ciertamente la intención de Copérnico.
Con ciertas reservas, creo que se puede hablar de una ac-
tividad propia del objeto. Según el uso, aunque de un modo
deliberadamente oblicuo, llamo “objeción” a esta actividad
206 Alejandro Rússovich

del objeto; en ese sentido, la piedra ob-jetada por David fue


una réplica aplastante para el pobre Goliat. Más específica-
mente, Peirce nos habla de un objeto dinamoide o dinámico
“que es la realidad que, por un medio u otro, llega a determinar
el signo a su representación”. La dinamización alcanza también
al interpretante, que se vuelve dinámico porque “es el efecto
que el signo, en tanto que signo, determina realmente”.
Desde el Crátilo hasta Heidegger, los filósofos han sido atra-
ídos por el juego de las etimologías, a veces tiradas de los pelos;
al respecto, viene a punto la advertencia de Peirce en “Moral
terminológica”: “El mundo científico y el mundo filosófico están,
empero, infestados de pedantes y de pedagogos que tratan de impo-
ner continuamente una especie de magistratura sobre los pensamien-
tos y otros símbolos”. No obstante, reconoce que “la ciencia se
enriquece de continuo con nuevas concepciones, y a cada nueva con-
cepción científica es preciso atribuirle un término nuevo o una nueva
familia de palabras a él emparentadas”. Según este criterio, ha
creado muchos términos o resucitado otros pertenecientes a
la nomenclatura medieval, formados a partir de prefijos o de
raíces griegas o latinas. Tal el caso del objeto dinamoide, dotado
de la fuerza de producir efectos verificables en el dominio de
lo real. Se sabe que el término objeto nombra algo puesto de-
lante, pero el peso de la expresión depende sobre todo del pre-
fijo “ob-”, cuya función prepositiva expresa la idea de estar
“delante”, pero también la de ser la causa, el motivo, que ma-
nifiesta la relación de dos cosas en el universo de la obsistencia.
Esta última expresión deriva del verbo latino obsistere, que
quiere decir oponerse, resistir, impedir, hacer frente a algo,
estar o ponerse delante, poner trabas, obstaculizar; son todas
variantes de la “objeción”, la acción propia del objeto, la causa
o, más familiarmente, la cosa. Es por eso que pedí antes el per-
miso de mezclar las tres acepciones.
Ahora bien, la representación de la cosa es una tarea del
espíritu cuyo análisis ha sido el más espinoso para los pensa-
dores (Peirce incluido), que han dirigido la reflexión a ese
punto. Peirce nos cuenta que empleó más de diez años para
estudiar el libro II de la Crítica de la Razón Pura. Quizá con-
venga echar un vistazo al texto kantiano para comprender
este largo asedio. Me atengo sólo al primer capítulo, donde
Kant se dedica a desentrañar un punto cardinal del proceso
Muy cerca del objeto en sí 207

de la representación: “…explicar cómo conceptos puros del


entendimiento pueden aplicarse a los fenómenos en general”. La
marcha del método kantiano, que marca el comienzo de la
trisección de los conceptos2, se muestra aquí sin vueltas:
Ahora bien, es claro que debe haber un tercer término
que sea homogéneo, de un lado, a la categoría, del otro a
los fenómenos y haga posible la aplicación de la primera al
fenómeno. Esta representación intermedia debe ser pura (sin
ningún elemento empírico) y es preciso que sea, de un lado,
intelectual, y del otro, sensible. Tal es el esquema trascendental.

Este capítulo es uno de los más oscuros de la obra kan-


tiana y Kant mismo lo confiesa:
Este esquematismo de nuestro entendimiento, relativo
a los fenómenos y a su simple forma, es un arte oculto en
las profundidades del alma humana, y del que será siem-
pre difícil de arrancar el propio mecanismo [Handgriffe] a
la naturaleza, para exponerlo al descubierto ante los ojos.

El desarrollo del esquema concluirá, en la taxonomía peir-


ciana de los signos, en el establecimiento del ícono como me-
diador universal del flujo semiótico:
La única manera de comunicar una idea es por medio
de un ícono; y todo método indirecto para comunicarla
debe depender, para su establecimiento, de la utilización
de un ícono.

Kant, por su parte, declara:


Las categorías, sin esquema, no son más que funciones
del entendimiento relativas a los conceptos, pero ellas no
representan ningún objeto. Su significación les viene de
la sensibilidad que lleva a cabo el entendimiento, aunque
restringiéndola.

2
En una nota al pie de página en la Crítica del Juicio, Kant escribe que “se
ha encontrado como digno de reflexión que mis divisiones en la filosofía siempre
caen en tres. Pero esto está incluido en la naturaleza de la cuestión… la división
debe ser necesariamente una tricotomía, según las exigencias de la unidad sinté-
tica, que son, a saber: 1) la condición; 2) lo condicionado; 3) el concepto que
nace de la unión de lo condicionado con su condición.”
208 Alejandro Rússovich

No iré hasta establecer un paralelismo estricto entre el es-


quema y el ícono, pero uno y otro tienen al menos dos rasgos
en común: ambos comparten el dominio de la representación
ante el objeto, y el privilegio de ser indispensables para efec-
tuar la comunicación de las ideas; en el caso del esquema, al
sujeto trascendental (el yo vacío que acompaña todas las re-
presentaciones); en el caso del ícono, al quasi3 espíritu de la
lógica peirciana.
El esquema universal que permite –según Kant– la sub-
sunción de las intuiciones empíricas bajo las categorías es “el
tiempo como condición formal de lo diverso, del sentido interno y,
por ende, del vínculo de todas las representaciones”. ¿No será,
más bien, que el tiempo mismo, concebido en términos de
presente, pasado y futuro, sea el resultado y no el mediador
de la comunicación? Viéndolo así, no es el tiempo el que hace
posible que algo retorne, se presente y quede, sino al revés,
la representación misma hace posible el tiempo como tene-
mos el hábito de concebirlo. Construimos el presente en
tanto que recordamos algo, es decir, marcamos puntos en la
nada del pasado, donde todo tuvo lugar –y para siempre– y
proyectamos hacia delante la posibilidad pura, donde nada
ocurrió todavía, donde se abre un espacio del que siempre
podemos disponer para la satisfacción imaginaria del deseo.
El tiempo, pues, interior o inmanente, es un producto de
la semiosis representativa. He aquí una abducción que merece
reflexión a partir de la doctrina kantiana del esquematismo.
Una de las diferencias entre el ícono y el esquema se hace
evidente cuando se trata de su aplicación al arte, la actividad
productiva de objetos que, a primera vista, no tiene el carác-
ter falaz de la mercancía. Kant ha consagrado la tercera de
sus Críticas al estudio del fenómeno estético, el juicio teleo-
lógico quasi universal y necesario, que se aplica tanto al arte
como a los productos del arte y a los de la naturaleza, en
tanto que Peirce no se ha dado jamás, explícitamente, al aná-

3
Esa palabra latina, que hubiera encantado a Kant, expresa, en la lengua
original, un cierto grado de comparación, y no sólo de aproximación como
en francés, de modo que la expresión “quasi-espíritu” remite a algo semejante
a una entidad psíquica, no a un insólito “próximo-espíritu”. Peirce ha esco-
gido el término latino por una intención significativa resueltamente icónica.
Muy cerca del objeto en sí 209

lisis semiótico o lógico de la belleza. Aunque acordó el primer


lugar a la estética entre las ciencias normativas, lo que equi-
vale a cederles el campo de las cualidades o talidades que “son
puros quizás no necesariamente realizados”. Se trata aquí del sen-
timiento, y éste “no es nada más que una cualidad y una cualidad
no puede ser consciente: ella es una pura posibilidad”.
Hay que notar bien que ese sentimiento no es propiedad
de un sujeto interior que pueda exteriorizarlo u ocultarlo
según la noción corriente; es más bien un atributo de los ob-
jetos en general, que pueden actualizar en sí mismos la posi-
bilidad de las cualidades puras:
La gente se pregunta… cómo puede ser que la materia
inanimada excite sentimientos en el espíritu. Por mi parte,
en lugar de preguntarme cómo es posible esto, estoy más
dispuesto a negar totalmente que esto sea posible… Y pre-
fiero creer que un sentimiento de rojo fuera de nosotros
es lo que hace nacer un sentimiento correspondiente de
rojo en nuestros sentidos.

Lato sensu, el objeto estético “ob-jeta”, se hace presente por


sí mismo, se propone ante nosotros y, desplegando todos sus
encantos, despierta el polimorfismo arcaico del deseo: esbozos
de imágenes fugitivas, una nostalgia sin motivo, en la que se
exhala el objeto como un olor vagamente conocido. Nada que
ver con el “desinterés”, el desapego del apetito sensual que era,
para Kant, la condición esencial del efecto de la obra de arte.
Lo que quiero decir es que el objeto se propone –en el doble
sentido de ponerse delante y de tener la intención– ejercer el
privilegio de una primeridad, de estar “presente, inmediato,
fresco, nuevo, inicial, original, espontáneo, libre, vivo, consciente y
evanescente”. Son éstas, palabras de Peirce, de las que un crítico
de arte echará mano hablando de una melodía, de un cuadro
o de cualquier forma de belleza encarnada, una representación
producida expresamente para merecer esos adjetivos.
Digo “expresamente” porque la intencionalidad del trabajo
del artista tiende siempre a reflejar, penosamente, la apariencia
de una primeridad. De este modo, ser objeto quiere decir, ante
todo, estar sometido al lecho de Procusto de la forma –icónica,
indicial, simbólica– para llegar a ser un interpretante dinámico
para la mente de intérpretes innumerables. El creador no es
210 Alejandro Rússovich

más que el primer intérprete y su tarea es una lucha incesante


contra la obsistencia: tonos, rasgos, palabras. Su trabajo es se-
gundo, ocurre en el reino de la existencia bruta, y la obra que
resulta, en tanto que final, pertenece a la terceridad, sobre
todo porque el juicio de gusto es apodíctico. A despecho de
todo esto, la obra remite, de tiempo en tiempo, a la cualidad
originaria durante los trances “evanescentes” de sufrimiento
o de placer del intérprete eventual.
He releído este escrito. Me fastidia. No el texto, sino el
hecho de releer. Las palabras quedan como eran, pero, a cada
lectura, no son exactamente las mismas. El proceso de produc-
ción de interpretantes podría continuar al infinito. Llegado un
momento, hay que poner un punto-representamen final. El
momento es inminente. Mientras aguardo, haré, de apuro, al-
gunas observaciones: las citas textuales, muy largas, para mi
gusto. Pero allí están, enraizadas en la página. Las elegí, un
poco al azar, y ahora reclaman el beneficio de la adopción. Y,
en definitiva, el Arte: ¿por qué es tan imponente? ¿Hay que
hacer esfuerzos, fatigarse sin reposo para llegar a ser para otro
y, en consecuencia, para uno mismo, un auténtico conocedor?
¿Cuándo llegará esa ocasión única de gozar solo, tranquilo, la
magnificencia que el oro jamás podrá pagar?
¡Lo sé bien: es un momento imposible de alcanzar, porque
siempre estará el Otro, el que yo llamo autoconciencia, para
burlarse de mí! Con todo, no pierdo la esperanza de ocultarle
alguna cosa, por pequeña que sea. Cuando menos.

REFERENCIAS

C. S. PEIRCE, Écrits sur le signe, reunidos, traducidos del inglés al


francés y comentados por Gérard Deledalle, París: ed. du Seuil, 1978.
· Le Pragmatisme, textos escogidos y presentados por Gérard De-
ledalle, París: ed. Bordas, 1971.
E. KANT, Critique de la Raison Pure, trad. francesa con notas de A.
Tremesaygues y B. Pacaud, París: ed. Félix Alcan, 1920.
· Crítica del Juicio, trad. del alemán al español por Manuel García
Morente, Buenos Aires: ed. El Ateneo, 1951.
Maître ECKHART, Oeuvres, Sermons, Traités, traducidos del alemán
al francés por Paul Petit, París: ed. Gallimard, 1988.
K. MARX, Le Capital, Libro I, trad. francesa de J. Roy, París: ed.
Garnier-Flammarion, 1969.
211

EL SIGNO EN LA TEORÍA DEL


CONOCIMIENTO1

La función de los signos se ha considerado, hasta ahora,


como una mediación entre el emisor y el receptor en el pro-
ceso de la comunicación. Intentaré examinar aquí algunos
aspectos de esta función mediadora en el proceso del conoci-
miento. Con este objetivo, adopto, en términos generales, la
nomenclatura de C. S. Peirce, fundada en los grados de con-
tigüidad, de semejanza o de arbitrariedad que caracterizan la
relación significante. La concisión exigida por los límites de
esta ponencia excluye la consideración de las diferencias que
se pueden señalar cuando se trata de “conocer”, o bien de
“comunicar” por medio de un signo, del trastrocamiento que
se produce en los sentidos de los signos cuando se pasa de la
mediación cognitiva a la comunicativa.

Primera mediación: el Índice

De pronto, el Objeto se hace presente por la intermedia-


ción de un signo, el Índice, que despierta a la conciencia po-
niéndola en estado de alerta. Se trata, por ejemplo, del dolor.
Sufro, y el sufrimiento manifiesta la presencia del Objeto: mi
propio cuerpo. Existe una contigüidad inmediata entre el Ín-

1
Ponencia presentada, en francés, en el Primer Congreso de la Asocia-
ción Internacional de Semiótica, en Milán, 1974. (N. del E.)
212 Alejandro Rússovich

dice y lo que éste indica: el dolor está en mi cuerpo, le perte-


nece; pero también hay una contigüidad inmediata entre el
dolor y yo: soy yo el que sufre, es mi dolor el que siento. El
Índice revela así tanto el cuerpo como el Yo: de pronto apa-
recen uno en presencia del otro. Sin embargo, no se trata de
una relación simétrica, pues es el Yo el que siente la presencia
del otro, en tanto que el cuerpo dirige hacia el Yo la punta,
el aguijón del signo: el Objeto es lo que significa lo que el Yo
debe saber. Por medio del Objeto, el Yo se hace consciente
de sí en tanto que sujeto de sufrimiento, sometido al dolor,
limitado y circunscrito por el Objeto. El Yo, aquí, no es sino
el objeto del Objeto que lo atenaza. El Índice es la tenaza.
Muerde la unidad homogénea de lo real y la cortadura resul-
tante marca el comienzo del proceso cognitivo. Pero el Índice
tiene la propiedad de ser inmediato: reúne el Sujeto con el
Objeto y, aunque oponiéndolos, los mantiene juntos; la
grieta entre ambos términos es virtual, como la que junta los
labios de una herida.
Lo esencial de todo signo –y por lo tanto del Índice– es que
no es una “cosa”, sino una relación, siempre orientada hacia
el término que recibe la determinación. Esta orientación de
la relación significante puede llamarse el “sentido” del signo.

Segunda mediación: el Ícono

Al fin de la primera mediación, el Sujeto llega a la plena


conciencia de sí; en este momento, se reconoce como distinto
del Objeto. Esta diferenciación anula la simple contigüidad
produciendo una abertura que el Índice ya no puede cerrar,
aunque persista o se renueve. El dolor, el hambre, la necesi-
dad, pueden seguir oprimiendo al Sujeto; pero durar quiere
decir pasar, renovarse implica haber pasado. El Índice per-
manece en la memoria y, a partir de un conjunto de trazos
mnemónicos, de índices grabados en la memoria individual
o social, se destaca el Ícono, a imagen y semejanza del Objeto
primitivo. Es cierto que, resultado de una síntesis de índices,
la imagen icónica no es sino una configuración parcial, uni-
lateral, del objeto; registra solamente los rasgos que dependen
de la manera particular en que el Objeto ha tenido incidencia
213

sobre el Sujeto.
La imagen surge del pasado y se proyecta sobre el pre-
sente; el Sujeto reconoce el Objeto por la imagen. Hay que
subrayar, no obstante, que el pasaje de “conocer” a “recono-
cer” invierte el sentido del signo; en el primer caso, el Yo re-
cibe la verdad palpable de la materia –lo que a veces se llama
la objetividad de las sensaciones, es decir los Índices–. En el
reconocimiento, en cambio, el Yo se enfrenta al Objeto del
cual destaca los objetos que se convierten así en las cosas “lan-
zadas hacia delante”. Ahora es el Sujeto el que encierra al
Objeto en el cerco de la forma. Sin embargo, no hace más
que restituir lo que él había recibido del Objeto original.

Primera mediación: el Símbolo

La imagen icónica, que surge del pasado, permanece ad-


herida al presente, es decir al Objeto. Aquí “adherir” significa
“atribuir”. El Ícono es lo que el Sujeto atribuye al Objeto.
Pero, para que esto se produzca, es necesario que la cosa
misma no cambie. Para la imagen icónica, el Objeto queda
inmutable; permanece tal como es, con toda su consistencia
ontológica vis-à-vis del Sujeto, que imagina al Objeto como
lo que era. La transformación misma del Objeto sería pura-
mente imaginaria. Frente a lo Inmutable surge el sentido de
la distancia; a menudo, lo que percibimos a lo lejos nos parece
inmutable. Lo que ocurre es que la imagen ha producido la
distancia, el enfrentamiento, la lucha abierta, donde se con-
frontan el Ícono parcial y la realidad total del Objeto.
Una vez más, como en la primera mediación, el Sujeto
debe someterse a la actividad determinante del Objeto. Des-
pués de muchos encuentros, la presión del Objeto transforma
y recompone la imagen icónica primitiva. El objeto –la cosa,
el fenómeno– se abre cada vez más ante el Yo y despliega ante
él sus cualidades más íntimas, despojando al Ícono de todos
los rasgos contingentes con los cuales el Sujeto pretendía re-
presentar al Objeto. La impronta acuciante del Objeto con-
cluirá con el Ícono concreto, dotado de numerosos rasgos
heterogéneos. Después de su última reducción, el Ícono será
un manojo de rasgos esenciales: el concepto abstracto, me-
214 Alejandro Rússovich

diación final del proceso cognitivo. Llamamos Símbolo a la


forma separada del Sujeto, objetivada, de este concepto abs-
tracto. El Símbolo no indica ni representa nada. No revela
de antemano la presencia o la ausencia del Objeto. Excluye
toda relación de contigüidad o de semejanza entre los térmi-
nos que enlaza.
Índices e Íconos son contenidos concretos y contingentes,
miembros de una articulación aleatoria entre Sujeto y Ob-
jeto. El Símbolo, por el contrario, es una forma reguladora,
dotada de una necesidad interna que el Objeto impone al Su-
jeto. Éste concibe así el Símbolo como la más alta relación
posible con el Objeto. En adelante, el Sujeto ya no dependerá
más de la presencia ni de la ausencia del Objeto, sino sola-
mente de su posibilidad en la perspectiva de la Historia.

Conclusiones

La cuestión principal implicada en el problema del cono-


cimiento es la de determinar la génesis de los signos en un
proceso de desarrollo dialéctico.
En el estudio del proceso de la comunicación, los signos
constitutivos del mensaje tienen carácter objetivo y dotado
de significación, en la medida en que están insertos en un có-
digo. A este respecto, hace tiempo que se ha estudiado el pro-
blema, y se puede decir que el análisis estructural, en lo que
concierne a los sistemas de comunicación, resulta insuficiente
en cuanto a la génesis de los signos, y, en consecuencia, de
los códigos. Esta insuficiencia proviene, en gran medida, del
hecho de que el método estructural privilegia la sincronía, y
solamente a partir de un método dialéctico, válido para con-
siderar el proceso histórico y, en general, todos los fenómenos
considerados desde el punto de vista de su desarrollo, es po-
sible dar cuenta de la génesis y de la evolución de los signos.
Desde el punto de vista estructural, la oposición y la diferen-
cia se conciben como los principios esenciales constitutivos
de todo sistema, pero son considerados como categorías for-
males y vacías, y por ende estáticas: pueden, sin duda, expli-
car las relaciones internas de un sistema dado, pero no
constituyen un principio de razón suficiente para explicar la
215

formación de este sistema, o, eventualmente, el nacimiento


de un nuevo sistema. Desde el punto de vista dialéctico, la
oposición y la diferencia son principios dinámicos que dan
cuenta de las transformaciones cualitativas producidas a lo
largo de luchas continuas entre elementos contradictorios.
Al final de cada etapa de este proceso, surgen productos ob-
jetivos, susceptibles de fijarse en un sistema coherente, cuya
significación dependerá de sus respectivas posiciones en el sis-
tema.
Una consideración más profunda podrá poner en eviden-
cia cómo un signo cognitivo tiene una función exactamente
inversa a la del mismo signo en un proceso de comunicación.
Así, por ejemplo, el Índice cognitivo es la manifestación de
la presencia del Objeto, como un dato inmediato de la con-
ciencia. El signo está orientado hacia el Sujeto, lo que quiere
decir que éste, ausente de sí, es el significado, en tanto que el
Objeto, presente, es el significante del signo. El suceso decisivo
en la comunicación es la objetivación de los signos. Un Índice
(la vista de humo) se hace objetivo en ausencia del Objeto (el
fuego) en la medida en que el signo reemplaza al objeto. A
partir de aquí, la presencia del Índice permitirá al Sujeto de-
terminar la presencia probable del Objeto. La objetivación,
que permite poner el Índice en el lugar del Objeto, es la con-
dición esencial de la comunicabilidad del signo. Así el Sujeto
podrá producir por sí mismo, con su propio cuerpo, diversos
índices –sonidos, gestos, huellas– que conducirán a otro Su-
jeto a la presencia de una ausencia significante. A la inversa
del Índice cognitivo, el Índice comunicativo no es sino la pre-
sencia manifiesta del Sujeto, en tanto que el significado es la
contigüidad o la inminencia de la presencia del Objeto des-
aparecido.
Para el resto, y como C. S. Peirce lo estableció con res-
pecto a los signos comunicativos, hay que recordar que ya
no hay más signos cognitivos “puros”.
En cada caso, únicamente se puede señalar cuál es su ca-
rácter principal, sin olvidar que cada uno de los signos cog-
nitivos implica a la vez, y en proporciones diversas,
características propias de otros signos.
217

EL CO- DEL CONOCIMIENTO1

Los tres términos del procedimiento

En la preparación del trabajo que presenté en el anterior


Congreso de Semiótica, en Milán2, tuve el impulso de desen-
trañar la relación, muy dudosa, entre yo mismo y mis signos.
Mas la forma escrita de un contacto tomó la forma de una
descripción impersonal y abstracta, donde yo, que era el su-
jeto y el objeto, el actante y el veedor del enlace, había des-
aparecido sin dejar la menor huella. ¿Cuál fue el camino que
mi yo recorrió hasta desaparecer entre las palabras?
A decir verdad, no es más que un ejemplo del proceso ge-
neral descripto en esta relación, en la cual la producción de
signos se muestra necesariamente ligada a la del conocimiento.
1- “Tener conciencia de un objeto”, “conocerlo”, son ex-
presiones que remiten a una relación estructural de orden
diádico, pero, de hecho, los términos de que se trata –sujeto
y objeto– no se encuentran en una relación simultánea. Para
describir el sentido del conocimiento, hay que seguir la mar-
cha a lo largo del desarrollo cognitivo.
2- El segundo término no es sino un mediador significante,
conservado y anulado a cada nivel más alto y abstracto,
1
Ponencia presentada en el II Congreso de la Asociación Internacional
de Semiótica, Viena, 1979. Publicado en las Actas de ese Congreso, (Mou-
ton Publishers, Nueva York, 1983). (N. del E.)
2
Primer Congreso Internacional de Semiótica, Milán, Palacio de los Con-
gresos, junio de 1974. (N. del E.)
218 Alejandro Rússovich

donde colisionan, invirtiendo el sentido del movimiento, el


objeto y el sujeto.
3- El sujeto, que es, a la vez, el autor y el producto del co-
nocimiento, es este hombre determinado, yo mismo, maltra-
tado o halagado por mis signos, pero, en todo caso,
determinado por un signo perentoriamente indicativo, que me
muestra, simplemente, que yo existo. Para cumplir esta tarea,
nada mejor que la acción del dolor. Imposible no darse cuenta.
Uno puede gritar, expresarse. “Decir mi sentimiento”, como
decía Goethe. Siempre se puede contar la propia historia par-
ticular, y hasta darse el placer de publicarla. Para eso, es pre-
ciso dirigirse a los demás como objetos del deseo, según la
dirección de la proyección icónica. Porque se trata de íconos,
de imágenes, de metáforas, fantasías, cuyas reglas están com-
prendidas en la retórica de todas las artes. Para obtener el re-
conocimiento de los demás, hay que saber manejar el propio
instrumento. Mas, si el sujeto quiere girar hacia el objeto para
conocerlo tal cual es –ni Dios omnipotente ni Dios compla-
ciente–, si quiere conocer la cosa misma, no sólo un fenó-
meno sino la causa que lo determina, en tal caso, él será
pasible de una experiencia nueva. Aproximándose, toca el
objeto, penetra la corteza individual, contingente del fenó-
meno. Encuentra por doquier, en la naturaleza, en sí mismo
y en los otros, que el objeto no es más importante que él,
ambos sometidos a la misma existencia fugaz y perecedera
que no llama la atención. Él apunta a la razón de ser, la ley
constitutiva del objeto. Éste pierde, en consecuencia, todos
sus rasgos distintivos y, en su lugar, no queda más que una
razón de ser en general, la razón propiamente dicha.
Desde entonces, la razón retendrá el carácter de objetivi-
dad que pertenecía al objeto. Ella misma no pertenece a nadie,
y el sujeto, ese yo determinado, no puede acceder al nivel de
la significación universal si, antes de entrar, no “abandona
toda esperanza” de ser reconocido en el paraíso terrestre.

Gestalten morfemáticas

En cuanto al problema del “co-” del conocimiento –que


he propuesto como tema de esta charla–, puede hallarse fá-
El co- del conocimiento 219

cilmente el sentido del morfema “co-”, a partir de una abs-


tracción de las significaciones donde se encuentra esta suce-
sión de dos sonidos: consonante y vocal.
El “co-” tiene su propia significación en los códigos que han
recibido la herencia del latín. El latín, como el español, tiene
dos formas del “co”: una es cum, es decir, “con”, que expresa
la operación lógica de unir dos fragmentos de significación. Y
la otra forma, inseparable, el “co-” propiamente dicho, que re-
aliza la significación intencional de la forma cum.
De hecho, se puede prestar atención a la forma fónica o a
la forma escrita. Ambas significan la misma operación lógica.
En cuanto a mí, prefiero la forma escrita, en razón de su re-
lativa inmovilidad, que me permite recibir tranquilamente lo
que ella me indique, y producir libremente íconos interpre-
tantes para, al fin, alcanzar el contenido conceptual. A este
nivel, se puede hallar un signo de carácter simbólico, capaz
de arribar a un concepto general de orden lógico, en este caso
la indicación de un procedimiento lógico –la juntura– que
hay que realizar cada vez que se halle el “co-” en una expre-
sión dada.
De una manera libre, es decir, arbitraria, puedo “ver” di-
versas Gestalten interpretantes de esta articulación visual
entre una forma abierta y una forma cerrada. ¿Qué es lo que
se puede ver aquí? ¿Una boca mordiendo algo? ¿Quizá una
medialuna? ¿Un imán atrayendo un fierro? Y así sucesiva-
mente. En cierto momento, llegaremos a un grado tal de so-
brecarga de la dinámica gestáltica que desencadenará un
cambio cualitativo a un nivel más alto. Así se constituye una
configuración gestáltica abstracta que circunscribe los rasgos
pertinentes y se obtiene de manera más económica la misma
configuración significante.
Se puede decir que, si se quieren reconocer los rasgos que
indiquen la intención en una configuración significante, di-
gamos, “arbitraria”, hay que asumir la marca del interpre-
tante final, esto es, del árbitro absoluto: la misma actitud que
determinó la producción de ese signo. Hay que asumir el pro-
pio deseo, tenerlo ante nosotros mismos, para estimar el im-
pulso de esos operarios anónimos que han producido y
producen todos los signos, desde los motivados por la nece-
sidad del trabajo –como las herramientas–, o por las propie-
220 Alejandro Rússovich

dades de la materia –como las obras de arte–, hasta los sím-


bolos de la ciencia, los más independientes del objeto.
Aparte, hay que establecer la unidad del significante.
Cada segmentación de la unidad objetiva: una imagen vista,
un sonido distinto, un olor particular, una consistencia re-
conocible al tacto, un sabor definido, debe considerarse una
totalidad autosuficiente, capaz de llamar la atención de una
conciencia real. Cada significante muestra la fuerza de toda
Gestalt: una configuración, en el aspecto fenomenológico,
subsiste más allá de la conciencia. Esta manera de encarar el
ser del significante evidencia que, como toda Gestalt, está
siempre dotada de sentido. Puede decirse, así, que conocer
no es más que hallar una significación que, a su vez, abre la
posibilidad de reencontrarla en circunstancias siempre diver-
sas. Su campo es la naturaleza cambiante y sometida al azar,
contra la fijeza de la significación, que permite el estableci-
miento de un código o sistema de signos, regido por leyes de
diferenciación y de correspondencia que es dable encontrar
en el lenguaje articulado.

Conocimiento vs. significación

Para definir la relación entre conocimiento y significación,


tenemos a mano algunos conceptos ya incorporados a la cien-
cia de los signos. Entre esos conceptos, encuentro como uno
de los más fecundos, la noción del origen instrumental del
signo, entendido como mediación entre el hombre y la natu-
raleza en la actividad del trabajo. Se trata de la formulación
de Luis Prieto.
Si se trata de hundir un clavo, empuño el martillo y, sin
pensar, golpeo, porque previamente he aprendido a usarlo.
Según el concepto de Prieto, podemos decir que conozco la
significación del martillo. Sea cual fuere el modo de definir
esta relación, está claro que tengo este conocimiento porque
he tenido la experiencia de la operación respectiva: la signi-
ficación universal, que me permite emplear esta palabra y en
general todo otro instrumento susceptible de cumplir una sig-
nificación. Cuando conozco un objeto, este objeto es una sig-
nificación particular, determinada por la significación
El co- del conocimiento 221

universal, es decir, el concepto de conocer. A la inversa, todo


conocimiento es la puesta en obra de la operación universal
de significar o de ser significado.
Los signos se presentan a la consideración científica como
mediadores de la comunicación entre los hombres. Ellos son
los instrumentos, diseñados para satisfacer la necesidad de
comunicación a todo nivel de la actividad humana.
En la historia de las ideas, la cuestión del origen del len-
guaje se ha planteado muchas veces. La respuesta hay que
buscarla más en el porvenir que en el pasado. Es la teleología
propia del trabajo la que da, en cada caso, la razón suficiente.
222 Alejandro Rússovich

Alejandro y Rosa María con sus nietos Tomás y Martín.


223

Advertir que las ideas están, como las palabras, en nuestras


manos; podemos combinarlas, no está prohibido. Las palabras
no son las cosas, están en lugar de ellas, son signos, y con los
signos, en la medida en que nosotros somos creadores de signos
y en la medida en que nosotros somos un signo –como dice
Peirce– está en nuestras manos el trabajo con las ideas. No algo
que deba hacerse según ciertas normas, no. Hay una posibilidad
inmediata con las ideas que es el juego, como con el lenguaje, a
ver qué queda. ¿Por qué tengo que aceptar siempre las mismas
cosas, los mismos conceptos? Aunque suene a frase hecha, la
práctica de pensar es cuestión práctica.

Hay filósofos que se han dejado llevar por el lenguaje y han


creado una barrera difícil de saltar para acercarse a ellos. Sobre
todo por la forma en la que trabajan su terminología. Pero otros
no. Y esos son los que subsisten, los que en todos los tiempos
constituyeron un punto de referencia. Son [esos] con los que
advertimos que todas las manifestaciones humanas tienen que
ver con el pensamiento y tienen que ver con el diálogo, tienen
que ver con el trabajo de establecer relaciones entre ideas, de
ejercer la crítica no sólo sobre lo que nos rodea, sino también
sobre nosotros mismos; en qué medida aceptamos conceptos o
ideas o fórmulas o recetas que se dan como válidas y que no
hemos examinado antes de utilizarlas…
Insisto: los que han influido poderosamente son los que es-
criben con la mayor claridad. Son los que han hecho de la co-
municación racional un arte.
224 Alejandro Rússovich

Alejandro con Rita Gombrowicz, en París, trabajando en el “Tes-


timonio” para el libro de Rita: Gombrowicz en la Argentina.
225

GOMBROWICZ ENTRE NOSOTROS1

Ahora, Gombrowicz es su obra. Todo está allí, no es un


recuerdo sino una presencia. No me gusta recordar y menos
aún recordarme, pero él fue mi amigo y una parte de mi vida
le concierne.
Nos conocimos una noche en el invierno de 1946. Nunca
me había ocurrido nada semejante, toparme sin más ni más
con lo más querido: la verdad encarnada en una naturaleza
demoníaca; crueldad, cinismo liberador, aire fresco, salud, in-
teligencia sin concesiones. Despótico, infantil, artificial, es-
pontáneo, imagen viva e insondable de la libertad humana.
Parodia de sí mismo, construyéndose y construyendo al otro
en cada gesto, con cada palabra, con la mirada inquieta, bur-
lona, huidiza, implacable. ¡Dios mío, quién hubiera podido
resistirse!
Al día siguiente vino a cenar conmigo al hotel donde yo
vivía, bajo las luces de neón del cine Ocean, y me propuso
mudarme a una habitación desocupada junto a la suya en la
calle Venezuela. Brevemente, con pocas palabras, quedó fi-
jado el estilo que habría de regir nuestra convivencia du-
rante los siete años que siguieron. El tono fundamental era
la alegría, una especie de humor despiadado que nos arro-
jaba el uno contra el otro sin perdonarnos nada, porque
nada había que perdonar. Nunca he reído tanto como en
aquellos días, nunca sentí tan vivamente el alivio de entre-
1
Publicado originalmente en La Opinión Cultural, 1969. (N. del E.)
226 Alejandro Rússovich

garse, desdeñando toda mísera defensa, a un combate con-


tinuo, leal, encarnizado; victoria, derrota y recompensa,
todo a un tiempo.
Ante los demás uníamos nuestras fuerzas formando una
especie de cupla irritante y provocadora, comportándonos de
modo algo aparatoso, él como “maestro” y yo como obse-
cuente discípulo. Era una combinación infalible porque, pa-
radojalmente, yo asumía el rol de la “madurez”: seriedad,
honestidad, espíritu reflexivo y filosófico. Mi apoyo incondi-
cional desconcertaba e indignaba: “¡Cómo es posible que
usted, justamente usted, apruebe y convalide a… a… a un
hombre como éste!”.
Trabajábamos en la traducción de El Casamiento. Todas
las noches, en el café Rex, que yo detestaba, embotado por
el humo o tiritando cuando alguien abría los enormes venta-
nales, bostezaba y buscaba rabiosamente la palabra, que di-
jera, en español, lo que él decía en francés, en polaco o en su
inefable castellano, preciso, directo, equivocado, con un estilo
soberano, seguro, sembrado de errores llenos de sentido que
yo trataba de preservar.
Nos levantábamos al mediodía. Después de un desayuno
más o menos magro, él se sentaba en la cama a meditar y
yo en la mesa de mi cuarto a preparar mis exámenes de fi-
losofía –Kant, Hegel, Kierkegaard, Nietzsche–. Salvo las pá-
ginas del Diario que enviaba a la revista Kultura, nunca me
leía sus escritos hasta que no tuvieran su forma definitiva,
pero sí me hablaba profusamente de los problemas “estruc-
turales” que la obra le creaba. Eran tensiones, paralelismos,
hundimientos pavorosos, parálisis, irrupciones vertiginosas.
Un juego implacable que se jugaba a sí mismo y nos hacía
temblar. Yo exclamaba “¡No, no, Gombrowicz, no, por Dios
santo!” y él, sentencioso, severo, resignado, pero firme ante
la monstruosa fatalidad de la Forma: “Sí, Russo, sí, ¡no hay
remedio!”. De pronto, la insistencia, la presión insoportable,
el callejón sin salida, se adelgazaban, apuntaban hacia un
giro imprevisto pero tan necesario como todo lo precedente.
Un rasguido, un chasquido abrían paso al ridículo imposible.
La risa nos hacía brotar lágrimas de los ojos. Era una fiesta.
Él se marchaba al Banco Polaco y yo a mi no menos absurda
oficina en el Ministerio de Defensa Nacional. Más tarde nos
Gombrowicz entre nosotros 227

encontrábamos en un restaurante de la avenida 9 de Julio


donde hacíamos la única comida, propiamente dicha, del día.
Comía él con buen apetito, metódica y ceremoniosamente, “por
respeto a sí mismo”, decía. Era una hora sagrada y regocijante,
no exenta, sin embargo, de sobresaltos. Podía ocurrir, por ejem-
plo, que irrumpiese de pronto Pancho Oddone, turbulento e
imprevisto, huyendo de alguna gresca descomunal, sin un cen-
tavo y nos arrancara con violenta dignidad un plato de sopa.
A veces dábamos largos paseos: la Costanera, San Isidro,
la quinta de Cecilia en Mercedes. No teníamos reloj, llevá-
bamos por dentro un tiempo propio, un ritmo hecho de sor-
presas y cierta inquieta, confiada expectativa con que nos
acechábamos el uno al otro. El chiste era un cuchillo rápido,
brillante, de doble filo, que nos cortaba hasta el hueso, li-
brándonos de la espesa sangre del hastío. A mis carcajadas
respondía con una risa prieta, contenida, que se escapaba
irresistible por entre los labios apretados en las comisuras,
como cediendo cómicamente a la derrota de su dignidad. Ba-
jaba los párpados, trataba de componer su empaque aristo-
crático, se resistía. Y entonces el otro: más, un poco más
todavía, el cuchillo se hundía en esa carne viva, verdadera,
cruda, humana, lo más sabroso del mundo. Era preciso llegar
hasta el centro de esa vida, partirla y compartirla. ¡Ah!
¡Cómo se lo amaba entonces!
Poco a poco yo enfrentaba mi propio destino. Llegó el día
en que me casé y me fui a vivir a la calle Añasco. La época
en que, como dice de mí en su Diario, que transcribo del bo-
rrador sin corregir: “…entraba poco a poco en la edad madura,
terminada la filosofía, empiezaba el estudio de la medicina, se ca-
saba con Rosa María (otra, digna de mención, incarnación de la
nueva Argentina)…”
Gombrowicz, especialmente en su Diario, escribía tal como
hablaba, por eso sus propias palabras vienen a entremezclarse
con estas imágenes sueltas en una especie de diálogo inconcluso.
La cosa consiste en que algo entre Alejandro y mí no
anda bien. Nuestras relaciones, antes, se basaban en el
juego. Nuestra amistad consistía en un chiste permanente.
Pero desde algún tiempo el chiste entre nosotros fene-
ció. Quedó intacta la amistad, pero qué hay con eso, si
ya no estamos tan armonizados (zgrani) como antes. Ah,
228 Alejandro Rússovich

mucho afecto, respeto, cariño… pero todo esto en serio,


sin mueca… y estamos incómodos con esto! Las cosas lle-
garon a tal punto que, cuando hablamos por teléfono,
surgen silencios en los cuales nos hundimos…
Así que yo me siento indolente (niezreczny) frente a él!
Y, cuando él me vuelve indolente (uniezrecznil) por esta
apertura (szpara) penetra en mí toda la indolencia del
mundo, todas las turbiedades…
Y toda la rebelión de mi sentimiento en Goya nacía
indudablemente del deseo de una brutalidad saludable
(que cura). Alejandro! Aprovecho que estoy hablando en
público para decirte algo muy personal: tendré en breve-
dad romper contigo. Volverme contra ti. Maltratar tus
sentimientos. No puedo ser alguien aquí, sobre el papel,
cuando allá, en la calle Añasco, existe alguien frente a
quien yo soy indolente (nijaki).

***

Ningún animal, batracio, crustáceo, ningún monstruo


imaginario, ninguna galaxia me son tan inaccesibles y aje-
nos como yo. (¿Una idea fútil?).
Te has esforzado durante años en ser alguien. ¿Y qué
has llegado a ser? Un río de acontecimientos en el pre-
sente, un torrente impetuoso de hechos fluyendo en el
presente hacia el momento frío que padeces y que no lo-
gras referir a nada. El abismo: he ahí lo único tuyo.2

¿Quién es Gombrowicz? Lo primero que se nos ocurre es


responder con lo que fue aquél, a quien llamábamos con ese
o con otros nombres, tratamos de ensamblar recuerdos, anéc-
dotas, rasgos escogidos para dibujar una imagen que en el
mejor de los casos es nuestra propia imagen, nuestro proyecto
de Gombrowicz. Contamos una historia, que como toda ver-
dadera historia sólo alcanza a enriquecer la pregunta, nos
acerca un poco más a la esfinge y allí nos deja, librados a nos-
otros mismos.
Quizá sea mejor decir que, a veces, yo soy Gombrowicz,
pero también lo son Humberto y Virgilio, Betelú, Di Paola,
Gómez, Cecilia, Lolita, Aldo y quién sabe cuántos más que
2
W. G., Diario Argentino, Sudamericana, Buenos Aires, 1968, pág. 196.
Gombrowicz entre nosotros 229

todavía andamos, sin llegar a ser. Lo son y lo serán, además,


en número incontable, todos cuantos le presten su propio yo,
fascinados por su obra, “extrañas y desconocidas fachadas de ex-
traños, desconocidos fachendos que me vais a leer…”
¿Quién, pues, soy yo, tú, él o ella cuando somos Gombro-
wicz? Somos lo que queremos, quiero decir, lo que amamos, lo
que no tenemos –sólo el burgués satisfecho cree ser lo que
tiene–. Pero no basta con amar, simplemente. Nada más estéril
que la nostalgia complacida en sí misma. El amor vivo se
mueve, irrumpe y prueba lo que ama, se lo lleva a la boca. Sabe.
¿Qué amaba Gombrowicz? Él mismo nos lo dice: amaba
la juventud. No la idea de la juventud, no la promesa, no el
porvenir ni la esperanza, porque el porvenir es esperanza de
madurez, fijación, seguridad, posesión mezquina de un codi-
ciado “yo”. Amaba a la juventud humana, oscura, aplastada
por todos los valores de la cultura, sofocada por la seriedad,
la historia, las precedencias y las consecuencias, deslumbrada
por la majestad de las ideas que su propio ser provoca y ge-
nera sin saberlo, que se refieren sólo a ella aunque parecen
dirigirse a Dios, a la Humanidad, al Destino Sagrado del
Hombre.
Valor “en sí”, la juventud no lo es, sin embargo, “para sí”
misma.
La madurez, carente de belleza, “produce” la belleza juve-
nil; sólo a través del maduro el joven es consciente de sí, se
reconoce como valor. La mediación, lo que a la vez comunica
y separa al joven del adulto es la Forma. Como el agua a los
peces, la forma nos incluye, nos limita y determina, nos vivi-
fica y nos mata. Existir es formarse, informarse, deformarse,
conformarse y no conformarse. Ser “ser” es ser forma. No hay
salida, no hay modo alguno de eludir el conflicto, porque el
conflicto nos constituye; en esta lucha se configura el mundo
humano, emerge o se hunde la cultura, se crea y se desvanece
a cada instante la inaprensible “esencia” del hombre.
La madurez, la inmadurez, la forma, son los grandes temas
que resuenan con mil matices, con tonos iridisados, violen-
tos, armónicos, disonantes, obsesivos, a través de la obra es-
crita de Gombrowicz, fragmento privilegiado de la obra total
que fue su vida. De aquí arranca toda la fuerza configuradora
que estos temas alcanzan en sus escritos. Se trata de un con-
230 Alejandro Rússovich

flicto personal, vivido y sufrido hasta sus últimas consecuen-


cias. Eso que Nietzsche quería para sí mismo, “vivir su filoso-
fía”, fue para Gombrowicz su modo privado y público de
existir, su pan de cada día. Convivir con él me ponía de con-
tinuo ante esa rara identidad de vida y obra. Su voluntad de
forma imprimía a toda su actitud, a cada uno de sus gestos,
un sello particular de deliberación y autoconciencia. Sus ade-
manes cortantes, nítidamente perfilados, su voz de inflexiones
marcadas, de timbre perentorio, irónico, levemente nasal,
eran piezas diseñadas para el juego o, más bien, duelo pe-
renne con la forma. Para decirlo con las palabras con que
‘ describe a uno de sus personajes: “…no hacía más que ‘compor-
tarse’, ‘se comportaba’ sin parar…”. Sólo que, acentuando lo
convencional del signo, poníalo por eso mismo en evidencia,
desnudo y libre, apuntando de modo inquietante hacia algo
todavía no formado, hacia esa tierra de nadie donde se en-
gendra el Significado.
Digo “tierra de nadie” porque lo que allí surge no perte-
nece al individuo aislado; si así fuera, nada podría explicar la
existencia del lenguaje, de las múltiples formas co-dificadas
de la co-municación.
No es “en” mí donde nace mi forma, mi “pinta”, mi facha
o, para decirlo a la alemana, mi Gestalt, no fui yo quien la
inventó. La forma que me define ante mí mismo y ante los
otros puede ser “mía”, pero ¿quién dice que es “mía”? ¿Dónde
está, qué es ese “yo” inaprensible que llama “mía” a mi facha,
que se recubre de una identidad impuesta desde afuera, “fo-
rrado” de valores, titubeando entre el prestigio y la ver-
güenza, sabio, idiota, heroico, cobarde, responsable,
irresponsable? Desde alguna parte, acuñada en mi memoria,
la voz de Gombrowicz me responde: “Inútil, Russo, preguntar.
Da lo mismo. La cosa no está en usted ni en mí: está entre nos-
otros. Yo ante usted, usted ante mí, nos hacemos; no somos dos,
somos ‘entre’.”
Cierta vez cayó en mis manos un libro, ¿Qué es el Hombre?,
de Martin Buber3. Con claridad y rigor incomparables con-
cluía Buber estableciendo el concepto del entre casi con las
mismas palabras de Gombrowicz. La diferencia era de estrato
3
Cf. en este libro “Buber y Kant”. (N. del E.)
Gombrowicz entre nosotros 231

existencial: Gombrowicz sufría y plasmaba en obra de arte lo


que Buber pensaba. Le pasé el libro y lo leyó, primero con
desconfianza y poco a poco con encanto y entusiasmo cre-
ciente; aún conservo el ejemplar, subrayado por él vigorosa-
mente. Le escribió enseguida a Jerusalén, enviándole un
ejemplar de El Casamiento. Buber le contestó con una her-
mosa carta, en polaco, donde, entre otras cosas, le decía que
encontraba el mundo de El Casamiento mucho más grande
que el de Pirandello. Cito aquí algunas de las frases de Buber
subrayadas por Gombrowicz:

El hecho fundamental de la existencia humana es el


hombre con el hombre. Lo que singulariza al mundo hu-
mano es, por encima de todo, que en él ocurre entre ser
y ser algo que no encuentra par en ningún otro rincón
de la naturaleza. El lenguaje no es más que su signo y su
medio, toda obra espiritual ha sido provocada por ese
algo. Es lo que hace del hombre un hombre; pero, si-
guiendo su camino, el hombre no sólo se despliega sino
que también se encoge y degenera. Sus raíces se hallan en
que un ser busca a otro ser, como este otro ser concreto,
para comunicar con él en una esfera común a los dos,
pero que sobrepasa el campo propio de cada uno. Esta es-
fera, que ya está plantada con la existencia del hombre
como hombre pero que todavía no ha sido conceptual-
mente dibujada, la denomino la esfera del “entre”. Cons-
tituye una protocategoría de la realidad humana…
[…] Un abrazo verdadero y no de pura formalidad, un
duelo de verdad y no una mera simulación; en todos estos
casos, lo esencial no ocurre en uno y otro de los partici-
pantes ni tampoco en un mundo neutral que abarca a los
dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más pre-
ciso, “entre” los dos, como si dijéramos en una dimensión
a la que sólo los dos tienen acceso.
[…] Más allá de lo subjetivo, más acá de lo objetivo,
en el “filo agudo” en el que el “yo” y el “tú” se encuentran,
se halla el ámbito del “entre”.

En esta extraña, inexplorada franja de lo interhumano vi-


vimos, creemos y creamos todo cuanto pueda crearse. Es
nuestro dominio porque allí somos dominados por fuerzas
232 Alejandro Rússovich

que nos sobrepasan. Ferdydurke, El Casamiento, La Seducción,


Cosmos, los tres volúmenes del Diario abren una perspectiva
radicalmente nueva donde se sitúa el drama; es preciso aco-
modar los ojos a este enfoque desacostumbrado que altera
sutilmente los módulos, las relaciones de valor, las reglas ha-
bituales del acontecer humano. Como Isaías, Gombrowicz
viene a decirnos: “reconoce tus ídolos”, observa la materia
con que los fabricas, es tu propia sustancia. Juega con ellos,
si quieres, pero no te engañes, no te dejes arrebatar con esa
estúpida seriedad con que te adoras a ti mismo en ellos. La
atmósfera del planeta se hace irrespirable por el hedor del in-
cienso con que les rindes culto. Sangre, pólvora, gases, radia-
ciones mortíferas se elevan de los altares que eriges a la Raza,
la Patria, la Civilización, la Ciencia, la Propiedad, el Honor,
el Arte.
Destaco estas ideas –en particular el concepto del entre–
porque creo que son las que llevarán más lejos la obra y la
influencia de Gombrowicz en los tiempos venideros. Pienso
que la crítica actual se limita a glosar algunos rasgos de esa
obra, sin advertir su verdadera originalidad, eludiendo la pro-
blemática expresa de Gombrowicz, lo que efectivamente
aporta al mundo del hombre. Estructuralistas, psicoanalistas,
marxistas, se apropian de su figura, analizan su obra y, como
en una fonda española, terminan por encontrar allí lo que
ellos mismos llevaron. Todo esto hace mucho por su fama,
pero, en verdad, no mucho por la comprensión y la eficacia
de su obra y su vida.
Quien quiera saber algo de él, que lo lea. Allí están sus li-
bros, para eso los escribió, para eso vivió. Quien quiera co-
nocer a un hombre verdadero que se acerque y lo toque. Que
se lo lleve a la boca.
233

LA VISIÓN DEL MUNDO DE GOMBROWICZ Y


SU RELACIÓN CON LA ARGENTINA1

Aunque Gombrowicz considera la filosofía como un anda-


mio descartable para construir sus obras, hasta en su Diario2,
su mirada sobre la realidad del mundo y de la vida fue inspi-
rada, principalmente, por el punto de vista de Schopenhauer.
Su metafísica era la de la voluntad, el centro de donde
irradian las objetivaciones de la voluntad de vivir, desde la
piedra hasta el hombre, los múltiples matices del deseo, espe-
ranzas, amor, odio y, sobre todo, el sufrimiento, el lote asig-
nado a cada entidad por el solo hecho de existir. Al final de
su vida, tuvo la intención de escribir una obra sobre el dolor,
que tendría, como personaje central, una mosca.
Tal como él mismo nos lo cuenta en Trans-Atlántico3, con
un estilo esclerosado y un lenguaje sabiamente deformado,
desde su llegada a Buenos Aires Witoldo comienza una vida
absolutamente nueva, que ejercerá un notable efecto sobre
el carácter de sus textos escritos en la Argentina.
La experiencia de una vida profundamente ligada a un
pueblo, a la juventud de las calles, la más baja, no podía más
que provocar en su alma resonancias que aparecerán en su

1
Conferencia pronunciada en el Congreso “Gombrowicz - nuestro con-
temporáneo”. Universidad de Cracovia, 22 de marzo de 2004 (traducción
del francés a cargo del autor). (N. del E.)
2
W. G., Diario, Alianza Editorial, Madrid, 1988.
3
W. G., Trans-Atlántico, Seix Barral, Barcelona, 2003
234 Alejandro Rússovich

literatura. La novela Pornografía4 (que, en su primera edición


en español se llamó La Seducción) y, sobre todo, el Diario,
están llenos de influencias argentinas, para no hablar de Cos-
mos5, que relata los mismos conflictos de su vida en el Banco
Polaco, sus peleas con la Secretaria del Director, precisamente
el problema que configura el personaje de Fuks. Podrían en-
contrarse muchos otros casos, pero los más claros son la ver-
sión al español de Ferdydurke por un “Comité de
Traducción”, así como la de El Casamiento6, que el autor re-
dactó en español con mi ayuda.
Pero su relación con la Argentina no fue solamente la de
un emigrado obligado por las circunstancias de la Segunda
Guerra Mundial. Los temas esenciales que se desarrollan en
todos sus escritos: el conflicto entre inmadurez y madurez, la
omnipotencia de la Forma, y la perpetua formación del indi-
viduo por fuerzas que provienen de otros hombres –la inter-
subjetividad formante y deformante que Gombrowicz llama
la esfera del “entre”– constituyen problemas permanentes que
definen la joven cultura argentina ante la madurez europea.
Estas obras descubren un verdadero continente de la sub-
jetividad que había permanecido tan oculto para la cultura
oficial como lo fue América para Europa antes del viaje de
Colón. En su penetrante análisis, Bruno Schulz compara el
descubrimiento de la esfera de la inmadurez con la revelación
freudiana del inconsciente y, sin duda, la comparación es
acertada. En ambos casos, se considera la infancia como la
clave de interpretación para comprender el comportamiento
diurno cotidiano del adulto. El protagonista de Ferdydurke,
de treinta años, se ve súbitamente infantilizado, reducido a
la condición de adolescente7, por un implacable pedagogo,
conducido a la escuela y sometido a la humillante condición
de un chiquillo. Esta situación se resume en la cita de Dante:
“En medio del camino de mi vida, me encontré en una selva os-
4
W. G., Pornografía. Seix Barral, Barcelona, 1968 con el título La Seduc-
ción, 2002 con el título Pornografía.
5
W. G., Cosmos, Seix Barral, Barcelona, 2002.
6
El Casamiento, ediciones EAM, Buenos Aires, 1948 (Trad. de A. R.) En
1971, editorial Seix Barral, de Barcelona, publicó otra versión española
con el título El Matrimonio.
7
W. G., Ferdydurke, Seix Barral, Barcelona, 2003.
La visión del mundo de Gombrowicz y su relación con la Argentina 235

cura”. Y añade Gombrowicz: “Y, algo peor aún, aquella selva...


era VERDE!”.
Así comienzan las aventuras de Pepe, alter ego del autor,
que, a partir de esta novela, empleará siempre la primera per-
sona en sus relatos. La historia de las desopilantes peripecias
del protagonista, que oscilan entre la angustia y el ridículo,
muestra un estilo humorístico notablemente inspirado por
Rabelais y el Pickwick de Dickens, influencias reconocidas por
Gombrowicz más de una vez, que se manifiestan claramente,
por ejemplo, en el duelo de muecas entre Sifón y Polilla, pa-
rodia del duelo entre Panurgo y el teólogo inglés Thaumasta
así como en el personaje de Pimko, que comparte muchos de
los rasgos de Mr. Pickwick.

En Ferdydurke, ya se dibujan los rasgos que componen el


héroe gombrowicziano: un hombre contemporáneo hundido
en las fluctuaciones de un destino insondable, sometido a la
Forma que los demás le imponen. Sin Patria ni Dios, pere-
grino solitario en un opresivo paisaje de pesadilla, pero, a la
vez, portador de una profunda verdad humana, de un lla-
mado liberador que puede inducir un cambio real del lector
atento y perspicaz: el hecho de mantener distancia ante la
Forma, de no identificarse con la facha aplicada sobre él por
los otros.
La versión española de Ferdydurke, lo mismo que la de El
Casamiento, constituyen verdaderas reescrituras de ambas
obras. En la primera, hay numerosos añadidos que no esta-
ban en el original polaco.

El Casamiento es una transubstanciación dramatizada de


la propia actitud del autor; una afirmación obstinada de sí
mismo, de su necesidad de expansión y de una verdadera
grandeza. Desde su juventud, parece haber comprendido, de
una vez por todas, que el gran arte se forma en relación con
las fuentes siempre manantes de los temas que acosan al gé-
nero humano. Él mismo nos señala esas fuentes para El Ca-
samiento: Shakespeare, Goethe, Calderón, Molière o Jarry.
Quizá la cualidad particular de un artista resida –parafra-
seando a Borges– en la creación de sus precursores. Y es ver-
dad que, tras la lectura de El Casamiento, puede que hallemos
236 Alejandro Rússovich

algunos rastros gombrowiczianos en Hamlet, Fausto, La vida


es Sueño, igual que en Tartufo o en Ubu Rey .
En cuanto a Calderón, pueden señalarse algunos parale-
lismos o isotopías. La vaga frontera entre el sueño y la vigilia
hace nacer la atmósfera opresiva de La Vida es Sueño y de El
Casamiento. La diferencia entre las dos obras reside en el
hecho de que, en la primera, la inconsistencia proviene de la
irrupción violenta de otra realidad sin ningún motivo racio-
nal: Segismundo, que, desde su nacimiento, conoce sólo la pe-
numbra tenebrosa de un calabozo, se ve súbitamente, sin
transición, coronado rey frente a una corte deslumbrante. El
devenir de la acción hace que se despierte en la misma sórdida
mazmorra. A partir de aquí, la vida perderá, para él, el espesor
de lo real para volverse una alucinación incomprensible.
El príncipe Enrique, por el contrario, sabe que sueña, sabe
que habita el mundo schopenhaueriano de la representación.
La horrible presencia abominable de la guerra, la inminencia
de la brutalización y de la muerte, tanto como la súbita ex-
plosión escénica que transforma la miserable fonda en el lu-
joso salón del trono de un rey intocable, no son más que una
incesante divagación onírica.
El nudo, en las dos obras, es el conflicto entre el Rey
padre y el Príncipe heredero, y es evidente que, tanto en Cal-
derón como en Gombrowicz, las simpatías se dirigen hacia
el joven príncipe y no hacia el decrépito rey padre. Por lo
demás, no parece casual que ambos sean príncipes herederos
de Polonia.
Gombrowicz conocía bien la pieza de Calderón (de
hecho, muchas veces hablaba de esa genial fantasmagoría),
pero hay que decir que su valorización de La Vida es Sueño
venía marcada por la admiración que suscitaba en Schopen-
hauer, que la consideraba como la más explícita concreción
artística de su libro capital, El Mundo como Voluntad y Repre-
sentación.
Segismundo, Hamlet y Fausto son contrafiguras espectra-
les del Enrique de El Casamiento. En verdad, ciertos atributos
del Rey padre, en El Casamiento, recuerdan jocosamente la
figura grotesca y malévola de Ubú Rey. Estas presencias con-
tribuyeron, en diversos grados, a la construcción del drama
de Gombrowicz.
La visión del mundo de Gombrowicz y su relación con la Argentina 237

La primera edición del texto español de El Casamiento co-


mienza con un claro y notable Prefacio del autor que incluye
reflexiones de peso, en una típica actitud creadora: la inver-
sión del punto de vista. Es la inversión o revolución coperni-
cana de Kant, y también la de Descartes. Es la
transvalorización de Nietzsche. Gombrowicz opera del mismo
modo, despliega la misma estrategia metódica: no la Forma
sino la forma de la Forma; no mi verdad sino mi manera
de decirla. Encontramos la verdad cuando descubrimos la
no-verdad esencial de toda pretensión de ser verdadero, au-
téntico, espontáneo.
Las “Notas al pie de página” enriquecen el texto con una
primera interpretación. No hay que olvidar que fueron escri-
tas tras concluir la versión española. El texto primitivo, según
la situación de un Yo que sueña, se puede comparar a una
producción onírica y, tal como se produce en el relato de las
peripecias de una pesadilla, la reflexión tiende a racionalizar
el acontecer, introduciendo una lógica intrínseca de motiva-
ciones que se expresan en imágenes y situaciones aparente-
mente incoherentes y absurdas.
Los episodios no dramáticos que preceden al drama, ofre-
cen una trama de motivaciones concretas que, en la pieza, se
desarrollan en secuencias que combinan el poder de la imagi-
nación onírica (extrañamente análogas a la creación artística,
tal como nos sugieren los “climas” de Kafka) con un plexo de
ideas generatrices, sobre todo en los monólogos hamletianos.
Pero la motivación más profunda es la recurrencia de
temas que obran como verdaderos motivos musicales. Éstos
despliegan la formación continua del propio Yo por fuerzas
que lo sobrepasan, fuerzas que nacen no “en” sino “entre” los
hombres.
La acción de El Casamiento está constelada de ideas. Con-
trariamente al llamado “teatro del absurdo”, el de Gombro-
wicz es un teatro que, como los de Goethe y Calderón,
expresa directamente las ideas y no sólo a través de metáforas.
El Yo creador de sueños, más allá de un vehemente deseo
de ser él mismo, único, singular (deseo de persistir en su ser,
como decía Spinoza), nada tiene realmente propio, porque
no es él quien se define: su forma procede de otra parte y no
del fondo oscuro de sí mismo. Procede de una zona descono-
238 Alejandro Rússovich

cida e imprevisible: el teatro puramente humano, sin deus ex


machina, donde se entabla el drama de la relación esencial
entre dos seres, ninguno de los cuales es un Yo autónomo y
soberano. Es la esfera del “entre”, como la denomina también
Martín Buber. Allí se engendran las fuerzas configuradoras
del sujeto, la sartriana mirada del otro nos implanta una
“facha”, una Forma que nos aprisiona.

Pornografía propone un nuevo tratamiento de la vieja di-


cotomía Naturaleza/Cultura. Aquí la oposición radical es Ju-
ventud/Madurez, ascenso y descenso de la existencia mortal.
Un trozo del Diario sirve como prefacio a la novela en la úl-
tima edición de Seix Barral8.
Y bien, en Pornografía (según mi viejo hábito, pues Ferdy-
durke está nutrido de eso), revelo otro objetivo del hombre,
sin duda más secreto y menos legal: su necesidad de No-ple-
nitud… de Imperfección… de Inferioridad… de Juventud…

Ciertas categorías filosóficas pueden ayudar a una inter-


pretación. No hay que olvidar la advertencia del autor:
Naturalmente, en Pornografía, busco menos tesis filo-
sóficas, que despejar las posibilidades artísticas y filosóficas
del tema. Exploro ciertas “bellezas” propias de tal conflicto.

Pero una crítica coherente no puede ignorar la ascenden-


cia filosófica de un artista, aun si él subraya su desconfianza
del pensamiento abstracto. A menudo, en la literatura uni-
versal, se constata la impronta de una concepción metafísica
del mundo sobre algunas obras de arte. Es típico el caso de
Dante, que se sirvió de la escolástica medieval justamente
para contradecir el espíritu mismo del cristianismo. Su “co-
media” nada tiene del amor que es base de la fe cristiana,
salvo el enamoramiento por Beatriz, que no contamina. Su
odio a los florentinos es implacable. Pero hay que decir que
su maestría del lenguaje es arrebatadora.
Por lo demás, Gombrowicz lo señaló en su ensayo Sobre
Dante, un escrito breve pero formidable, obra de su estada

8
Edición de 2002. (N. del E.)
La visión del mundo de Gombrowicz y su relación con la Argentina 239

en Europa, que marca su dimensión humanista, en la mejor


tradición de Erasmo, de Rabelais y de Montaigne. (Está en
buena compañía: Nietzsche también, en la La Genealogía de
la Moral, tiene palabras de indignada protesta contra esa eter-
nidad del sufrimiento infernal).
Otro ejemplo, muy diferente, es la obra de Goethe, que
abrevó en el sistema de Spinoza, para alcanzar su senti-
miento cósmico de la Naturaleza. Nostalgia de la Juventud
en el viejo doctor Fausto. “Necesidad de No-plenitud… de Im-
perfección… de Inferioridad…de Juventud…” en los dos adultos
de Pornografía.
Dada la admiración de Gombrowicz ante el “Genio de
Danzig”, es presumible que haya heredado del maestro la ve-
neración por el “Genio de Weimar”. Es, pues, natural acercar
la obra de Gombrowicz, que habitaba el terrible cosmos de
Schopenhauer, a la obra de Goethe, que reposaba sobre la
infinitud apacible del mundo de Spinoza.
En tren de establecer afinidades entre el arte de Goethe y
el de Gombrowicz, la novela del primero Las Afinidades Elec-
tivas presenta una cierta correspondencia con Pornografía, del
segundo.
En ambos casos, se trata del entrecruzamiento “químico”
de dos parejas (dos jóvenes y dos adultos) que se atraen por
obra de la Naturaleza, una atracción rigurosamente prohi-
bida por la Cultura.
En la novela de Goethe, la Cultura está representada por
la moral burguesa del siglo. Naturalmente, la Cultura triunfa
a pesar de todos los encantos que la prosa de Goethe otorga
a los dos jóvenes pecadores. El castigo es virtual: ambos mue-
ren de amor, un fin no menos convencional que el del joven
Werther, condenado al suicidio por Goethe.
En Pornografia, las afinidades adquieren un sentido demo-
níaco que liga esta novela más bien con el Fausto. Fryderyk es
el Mefistófeles de Witold, la lúcida y pragmática conciencia de
la operación técnica, del creador de nuevas situaciones teatra-
les; su especialidad es la mise en scène. A través de él, la Cultura
se desacraliza, Fryderyk despoja de sentido las formas maduras,
aparentemente inmutables, del poder del Adulto, que se rebaja
a venerar lo todavía no formado, la adolescencia torpe y des-
mañada, desprovista de todo valor social, pero dueña de la
240 Alejandro Rússovich

única belleza humana posible, la de la juventud. En esta iglesia


“baja”, interhumana, se crean combinaciones químicas nuevas:
el adolescente se encanta a sí mismo porque encanta al adulto,
ya infectado por la muerte. Es “para sí” porque es “para otro”
y sabe que el viejo lo sabe, que lo “saborea”.
Pero las afinidades importan a causa de las diferencias que
implican los modos respectivos para encarnar las ideas de una
obra artística. El autor se pregunta:
¿Pornografía es algo como una “metafísica”? Metafísica
significa “trans-física”, “trans-carnal” y mi intención era al-
canzar ciertas antinomias del espíritu a través de la carne.

La “carne” no es más que el oleaje de las palabras, el élan


poético, el espesor de las metáforas, las deformaciones, las
alusiones evocadoras.
La propia Naturaleza en persona interviene en la aventura
novelesca. Algo lejana, parece flotar por sobre la trama, aun-
que no deja de manipular los hilos. En una de sus cartas,
Fryderyk dice: “Hay que conocer a la vieja puta. ¿sabe Ud. en
quién pienso? En la Naturaleza”. Asociamos la Naturaleza con
otras representaciones; ante todo, con la Gran Madre Cibe-
les, la tierra, que, como Madre universal, pertenece a todos,
es la prostituta cósmica. Por lo demás, la Tierra-Naturaleza
es una hembra y el varón que la somete es el hombre mismo,
la especie inteligente que penetra y surca su corteza en el
curso del trabajo ancestral que llamamos Cultura.
He aquí la Cultura que entra en escena como el Otro de
un Otro. Un lazo equivalente al que liga la pareja Witold-
Fryderyk. Witold, el narrador, que ignora tanto como el lec-
tor lo que va a pasar, es algo ingenuo, está más cerca de la
naturaleza. Fryderyk, en cambio, es la frialdad de la inteli-
gencia que penetra las apariencias. Él sabe. Prevé. Es astuto,
capaz de combinar estratagemas para engañar a la Natura-
leza. O, al menos, para aprovechar sus distracciones.

[...] ella es siempre muy categórica, cortante, etc., en


sus intervenciones, pero después es como si su interés de
pronto cayese, se relaja y, entonces, uno puede volver a
escondidas a sus propios asuntos, contando con una
cierta indulgencia de su parte…
La visión del mundo de Gombrowicz y su relación con la Argentina 241

Es, de veras, pintoresca la imagen de una Naturaleza dis-


traída. Pero no es más que el efecto retórico de personificar
(como lo hacían los griegos) las fuerzas del universo y el des-
tino. La Gran Madre prostituida se humaniza, se vuelve bo-
nachona cada vez que aparta los ojos de los asuntitos
mundanos… “Aliquando bonus dormitat Homerus”.
Gombrowicz comparte la concepción del mundo de Ar-
thur Schopenhauer que, lo mismo que Spinoza, reconoce el
poder implacable de la causalidad. Empero, el Genio de Dan-
zig concede, sin embargo, al individuo la posibilidad de un
escape en medio de ese universo rígidamente sometido a la
Voluntad de Vivir: puede recurrir al arte, único medio de
eludir la fatalidad del tiempo, y de la misma “cosa en sí”.
Tiempo, Espacio, y Causalidad se desvanecen para dar lugar
a un relámpago de lo absoluto incondicionado.
Nuestro autor no sólo abrevó en la visión schopenhaue-
riana de la vida y de la naturaleza; en verdad, hizo mucho
más: vivió en su propia carne esta imagen del mundo. Obse-
sionado por la falta de sentido del sufrimiento de todos los
seres vivos, compuso su obra con los temas de ese registro pe-
simista y desolado, pero supo agregarle la risa rabelesiana y
la música de una escritura de gran estilo.
Vivir las ideas en la propia carne quiere decir perseguirlas
a través del laberinto del sexo para “alcanzar –como él lo dice–
ciertas antinomias del espíritu a través de la carne”.

En Trans-Atlántico, el sufrimiento de la carne, impuesto


recíprocamente, implica la renuncia a la dignidad humana.
Escogí una secuencia, en particular, de Trans-Atlántico, la
de la “Orden de los Caballeros de la Espuela”, que puede ser-
vir como muestra del clima que el escritor atribuye a la Na-
ción. Nos fuerza a meter allí la nariz, a respirar la atmósfera
de la novela cuando nos impone –querámoslo o no– imaginar
una situación de hombres mutuamente entreclavados, obli-
gándose a sí mismos a infligir a su prójimo un gran sufri-
miento carnal y la terrible humillación de ser tratado como
un caballo, recibiendo a su vez el mismo gran dolor y humi-
llación de parte del otro, mediante una aguda espuela en la
pantorrilla. Es la trampa en que caen todos los que pertene-
cen a la Orden de los Caballeros de la Espuela: un círculo
242 Alejandro Rússovich

que bien puede compararse a uno de los abismos del infierno


dantesco. Llegado a este punto, Witold exclama: “En ese mo-
mento comprendí que no había Esperanza” (“Lasciate ogni spe-
ranza, voi ch’entrate”). Es una especie de masoquismo
recíproco, más próximo a las obras de Bruno Schulz, quien
seguía las huellas de Kafka. En verdad, hay un aire kafkiano
en la situación aberrante. La condición humana se funda en
la crueldad esencial, activa y pasiva, de los seres vivos en ese
mundo agobiante.
Cada uno es a la vez demonio torturador y condenado al
castigo perenne. Algo más acentuada, es la misma trampa de
la existencia cotidiana, el encarnizamiento del dolor que, para
Schopenhauer, constituye la vida como objetivación sensible
de la Voluntad de Vivir. La Argentina lo padeció cuando los
militares tomaron el poder imponiéndonos una dictadura
atroz. Fueron las torturas, el terror, el sufrimiento y la des-
aparición. La palabra “desaparecido” forma parte, desde en-
tonces, del lenguaje internacional.
Al mismo tiempo, lo colectivo recluyó al individuo en la ce-
rrada prisión de la ideología o de la creencia en lo sobrenatural.
Cada cual es una ruedita de la máquina del Estado todo-
poderoso, nadie piensa más allá de lo que ha sido fijado por
el poder. Una situación similar a la de Polonia durante la se-
gunda guerra: la muerte, la brutalización, el holocausto.
Tal es, yo creo, el sentido insondable de la escena de las
Espuelas hundidas en la carne. Imposible moverse: para im-
pedir el dolor, hay que quedarse quieto. Durante horas, se
quedan inmóviles. Es la presión de lo colectivo sobre el indi-
viduo aislado, abandonado a sí mismo. Cada uno impone al
otro la obligación de sacrificar su dignidad, su “sí mismo”,
para rebajarse al nivel inferior.
Es el nacionalismo ciego, que hace de la Nación una
Madre intocable, la Polonia de Trans-Atlántico, nuestra Ar-
gentina en tiempos de la dictadura.

En Cosmos, no se trata de la Nación, sino de la formación


de una realidad. Todo comienza con el tedio, la lasitud infi-
nita de la vida cotidiana, de lo que se sabe ya de una vez
para siempre. Es la posibilidad de que ocurra cualquier cosa,
nada hay predeterminado a la existencia. Cada cosa, aislada,
La visión del mundo de Gombrowicz y su relación con la Argentina 243

tiene un sentido particular en potencia, pero el Todo (el cos-


mos propiamente dicho) se muestra desprovisto de sentido.
Súbitamente, porque sí, sin motivo manifiesto, comienza
la existencia: una cosa está ligada con otra en virtud de una
cierta oposición binaria. La diferencia crea la analogía y la
analogía se resuelve en diferencia: dos personajes, dos bocas
(la una normal, la otra sinuosa), dos objetos que cuelgan (un
gorrión de un alambre, un palito de un piolín) y todo parece
organizarse. La existencia es un hecho… ¿pero hacia qué
apunta la existencia? ¿Qué hay allí, en lo oscuro del devenir,
a dónde va a parar la flecha del tiempo? (En el espacio en
blanco del cielorraso, ha aparecido, de pronto, una flecha).
Ninguna existencia determinada por la pura oposición
tiene significado en sí y por sí misma. Para que haya sentido,
tiene que haber otra existencia; entre ambas –la una por medio
de la otra–, por acción recíproca, algo quedará firme y estable.
Habrá un sentido necesario. Algo acontecerá y, por sobre
todo, será dicho. Una palabra, un logos organizador, un Verbo
divino: lo que ocurre será relatado, devendrá escritura, novela.
Y así llegamos al lenguaje estructurado. Es la palabra es-
crita, la ley y el orden, la regularidad del acontecer regido
por normas. La escritura permanecerá, para eso fue inven-
tada. Los elementos dispersos, las letras sueltas, se han arti-
culado en prosa o en poesía, un libro ha nacido, una Biblia,
una buena novela.
El autor tiene plena conciencia de esta autoformación del
relato; en sus Conversaciones con Dominique de Roux9 afirma:
“Esta novela tiene por tema la formación misma de esta historia,
es decir, la formación de una realidad… Cosmos es una novela
que se crea a sí misma, escribiéndose.”
A lo largo de esta historia, los episodios arriesgan, a me-
nudo, decaer en el caos. Pero los pasajes del Diario que remi-
ten a ésta no tienen nada de caóticos: “Es una obra que
definiría de buen grado como una ‘novela sobre la creación de la
realidad’. Y como la novela policial responde justamente a esta
definición –tentativa de organizar el caos– Cosmos adopta, en
cierta forma, la de un relato policial”.

9
W. G., Testamento. Conversaciones con Dominique de Roux, Anagrama,
Barcelona, 1991.
244 Alejandro Rússovich

No una novela entre otras del mismo género, sino una es-
pecie aparte, algo que posea una diferencia específica que la
distinga de un relato de Edgar Poe o de Conan Doyle, esas in-
numerables aventuras multiplicadas a partir de la pareja Hol-
mes-Watson. En Cosmos, Witold y Fuks son detectives
anómalos, que no saben lo que buscan, y que ignoran quién
será el culpable de un crimen que nadie cometió todavía. Lo
que los tiene en suspenso es la pregunta sobre el sentido de
todo lo que pasa, sobre lo que llamamos Realidad. Se trata,
nada menos, que de inquirir el origen del Todo, una pesquisa
cosmogónica.
Hesíodo es uno de los más remotos precursores:
Así, antes de todo, fue el Caos, después la Tierra de
amplio seno, sentada y para siempre ofrecida a todos los
vivientes, y Eros, el más bello entre los dioses inmortales…

Estas palabras concuerdan con las tres obsesiones de


Gombrowicz: la juventud, la madre y el sexo. Más exacta-
mente, la inmadurez, Polonia y la perversión erótica.
Describir, o lo que es lo mismo, escribir el caos, es, por de-
finición, imposible, es más, parece un trabajo de Hércules. Y
pintar el cosmos no es menos desesperante: describir el Todo
vale tanto como escribirlo todo. Equivale a abarcar el infi-
nito, encerrarlo en palabras.
“Ardua tarea”, dice el autor. Y un poco antes: “¿Cómo re-
latar algo sino a posteriori? ¿Es que realmente no se puede ex-
presar nada en el momento de su nacimiento, cuando se trata
aún de algo anónimo?” Y yo agrego: algo no bautizado toda-
vía. Sigue el autor:
¿Es que nunca nadie será capaz de trasmitir el balbuceo
del instante que nace; uno se pregunta por qué razón, si
hemos salido del caos, no podemos nunca entrar en con-
tacto con él. Apenas fijamos en algo nuestros ojos y ya,
bajo nuestra mirada, surge el orden… las formas… No im-
porta. Que sea como quiera.

Podría haber agregado: da lo mismo, seguiré intentándolo.


El mundo de Cosmos, como, en general, de toda la obra
de Gombrowicz, está dotada de una sutil inconsistencia:
¿sueño, realidad? Nunca se sabe.
La visión del mundo de Gombrowicz y su relación con la Argentina 245

Unas palabras sobre el modo aparentemente descuidado,


indolente, de la prosa del relato: al contrario, es reflexiva
al más alto grado, somete la bajeza, la abyección, la estupi-
dez de la juventud, la inmadurez, a la Forma lograda, con-
vincente, a las palabras vivientes hasta el detalle más
pequeño.
Recordemos que el asunto, como dice el novelista, con-
cierne a la formación de la realidad, y, a fin de cuentas, a la
construcción misma del relato. Quiere decir que cada giro es,
a la vez, rebuscado e inusitado para el propio escritor –placet
experiri–, hay que disfrutar la propia experiencia. Quizá bos-
quejar una historia “que se crea a sí misma escribiéndose” pro-
cura una aventura azarosa que crea el placer experimental de
la escritura y, a la vez, de la lectura.
Al final, ayudando el Azar, se obtendrá un rosario de imá-
genes, capaz de provocar algunos sobresaltos al lector.
Los temas vuelven, es verdad; pero no son exactamente
los mismos: una intromisión singular, más bien graciosa, des-
vía el flujo de las alternativas; el simple fluir del tiempo y la
obsesión del autor sostienen los leitmotivos.
Desde el comienzo, se entrevé el paisaje de Zakopane,
lugar de vacaciones no lejos de Cracovia. La naturaleza se
muestra en todo su salvaje esplendor, hasta la materia inerte:
sol, tierra y arena, piedras; es el entorno continuo, el clima
del relato:
...las montañas que desde hacía tiempo se nos aproxi-
maban, cayeron repentinamente sobre nosotros por todas
partes, comenzamos a penetrar por la garganta de un
valle; por lo menos la bendita sombra llegaba desde los
acantilados, coronados en lo alto por un verde absoluto…

Siempre, y particularmente en esta novela, el autor se ins-


tala a sí mismo solo en medio de la naturaleza. En todo caso,
lo que pasa son choques; se tropieza con alguien entre los
demás. La acción depende de eso. En el mejor de los casos,
la cosa se presenta como un acertijo: ¿Quién y por qué ha
colgado el gorrión? ¿Quién y con qué fin dibujó la flecha en
el cielorraso? Los indicios se entretejen en un tejido casi in-
extricable. Quizá a espaldas del autor, la Cábala se instala en
la narración: “¿Cuántas frases se pueden formar con las veintio-
246 Alejandro Rússovich

cho letras del alfabeto? ¿Cuántos significados podían extraerse de


esos cientos de yerbajos, terrones y pequeños detalles?” (Según la
Cábala, las veintidós letras del alfabeto hebreo hacen la vir-
tual infinitud del universo del discurso, del mismo modo que
los elementos químicos, a través de su combinación, compo-
nen el universo de la materia, tal como puede verse en la
Tabla de Mendeleiev).
A medida que avanza la lectura, se impone el hecho de ha-
llarse en un mundo extraño, desconocido, inquietante, pero,
a la vez, totalmente familiar y cotidiano. Se pueden reconocer
las cosas más banales, la multiplicación al infinito de menudos
detalles que tejen nuestra existencia de todos los días.
La vasta infinitud, inabarcable, del instante huidizo re-
torna, sin embargo, enriquecida por nuevos hallazgos com-
binatorios. Y no es sólo el Witold del relato quien se entrega
a la Cábala de múltiple combinatoria; es su doble, León, la
contrafigura de Witold, su réplica demoníaca, quien se en-
carga de sacar las consecuencias más audaces de las situacio-
nes (como el Fryderyk de Pornografía); es él, erotómano
impenitente, quien alcanza el clímax de la acción con su mas-
turbación rebuscada y espectacular, verdadero punto culmi-
nante, donde se anudan todos los hilos del relato.
Para terminar, una lluvia torrencial cae sobre las monta-
ñas, empapa los personajes y cae como un telón que cierra la
última escena de la novela. La frase final retoma la infinitud
de lo cotidiano: “Hoy, en el almuerzo, comimos pollo con arroz.”
247

SCHULZ/GOMBROWICZ.
UNA POLARIDAD DIALÉCTICA1

La consigna para estas charlas de los jueves es la de pro-


ducir o suscitar una reflexión sobre “tensiones”. Claro que,
tratándose de un grupo filosófilo, esa reflexión sólo puede re-
ferirse a una cierta tirantez, no entre elementos de la Natu-
raleza, sino entre dos autoconciencias.
El concepto mismo de “tensión” implica la existencia de
dos elementos: una peculiar relación entre opuestos, una po-
laridad de fuerzas, de cuyo choque se generará una tercera,
resultante que no es una mera suma dinámica, sino que in-
cluye una dirección, un sentido que la constituye como un
auténtico tercero.
¿En qué consiste, cuál es, pues, la esencia de toda tensión?
Lo primero que me viene a la cabeza, quizá por su fuerza
poética, son las palabras que Platón pone en El Simposio en
boca de Heráclito: “Los hombres ignoran que lo divergente está
de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas
como la del arco y de la lira.”
La armonía, tanto como la flecha, es el resultado dinámico
de la tensión y, como tal, es otra cosa, un elemento nuevo
que configura una acción o acontecimiento, una consecuen-
cia que se inscribe en la percepción de un acorde musical, o
en el vuelo implacable de la flecha.
1
Publicado originalmente en Tomás Abraham y el Seminario de los Jueves,
Tensiones Filosóficas, Sudamericana, Buenos Aires, 2001. (N. del E.)
248 Alejandro Rússovich

Más que un paralelogramo de fuerzas en que la resultante


es una suma mecánica, la resolución de una tensión espiritual
compone una figura dialéctica: dos elementos se oponen,
pero la relación que los enfrenta es, a la vez, constitutiva de
los polos en pugna. Más bien habría que pensar en términos
de potencial eléctrico: positivo y negativo sólo existen en y
por la tensión que les da sentido.
Este diagrama triádico se corresponde con la relación in-
trínseca que guardan las doce categorías kantianas en cada
uno de los cuatro grupos.
No sólo la posterior dialéctica hegeliana sino la notable
clasificación categorial de los signos de Charles Sanders
Peirce, derivan directamente de la estructura nuclear de sólo
tres formas que guardan entre sí el nexo necesario de toda
tricotomía a priori –en palabras de Kant– “[...] según las exi-
gencias de la unidad sintética, que son, a saber: 1) condición; 2)
condicionado y 3) el concepto que nace de la unión de lo condicio-
nado con su condición.”2
Todo esto: diagrama triádico; carácter constitutivo de la ten-
sión, que configura los elementos en pugna; tránsito o pasaje
de una autoconciencia a la absolutamente otra mediante el
gesto codificado en lenguaje; todas las reflexiones que puedan
hacerse acerca del eidos o forma esencial –fenomenológicamente
hablando– de la tensión; todo no es sino un bosquejo abstracto,
una contrafigura ectoplásmica de la relación concreta que se
entabla entre dos almas en carne y hueso. La tensión constituye
entonces algo que no tiene igual en la Naturaleza y se erige ante
ella como un otro absoluto: lo que llamamos Cultura.
Una tensa relación concreta me servirá para ilustrar mi
aporte reflexivo a esta serie de “tensiones”: el duelo o certa-
men singular protagonizado por Witold Gombrowicz y
Bruno Schulz, como resultado de una pública provocación
por parte de Gombrowicz.
La carta-desafío de Witold lo retrata por entero: el pro-
blema de la Forma, su problema, desde que el pequeño Witek
pergeñaba su propia forma contra la odiada, falsa y autocom-
placida forma de la madre. Él mismo lo confiesa al comienzo

2
Kant, I., Crítica del Juicio, El Ateneo, Buenos Aires, 1951, pág. 223 (In-
troducción, Cap. IX).
Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica 249

de ese largo diálogo-testamento con Dominique de Roux:


“Ella [mi madre] fue la que me empujó al puro despropósito, al
absurdo, que más tarde llegó a ser uno de los elementos más im-
portantes de mi arte.”3
Esta Forma, en nombre de la cual reta a Bruno a entrar
con él en singular combate, es, fundamentalmente, la forma
humana, social, la “facha” o máscara (en el sentido de Nietzs-
che) que nos fabrican los demás pero que, a nuestra vez, apli-
camos a los otros.
Witold comunica a Schulz que “la mujer de cierto doctor,
encontrada por azar en el tranvía nº 18” dijo que “Bruno Schulz
es o un enfermo depravado o alguien que posa. Lo más probable
es que pose. Sólo finge.”4
Adoptando el estilo protocolar del duelo (recuérdese el de
Filifor y Anti-Filifor en Ferdydurke) añade Witold:

“Pues bien, te disparo el pensamiento de esta mujer.


Notifico públicamente, oficialmente y formalmente a tu
persona que la esposa del médico te juzga un loco o un
farsante. Y pido que tomes posición respecto a la Esposa.”

Se trata, justamente, de la Forma de Bruno. Ha sido al-


canzada, touchée por el juicio de una Esposa varsoviana. Y lo
peor es que esta deformación grosera de la delicada forma de
Schulz, duele. Gombrowicz lo dijo de sí mismo: “[...] no sé cuál
es mi forma, lo que yo soy; pero sufro cuando se me deforma. Así,
sé, al menos, lo que no soy. Mi ‘yo’ no es otra cosa que mi voluntad
de ser yo mismo.”5
Lo que, entre otras cosas, revela el texto es esta noción,
vivida y sufrida, no sólo en la actividad artística, sino en la
existencia cotidiana, de la Forma como problema radical.
Para un artista –y Witold y Bruno lo eran en grado emi-

3
W. Gombrowicz Conversa con Dominique de Roux. Lo Humano en Busca de
lo Humano. Siglo XXI, México, 1970, pág. 25. En 1991, editorial Ana-
grama, de Barcelona, lo publicó con el título Testamento. Conversaciones
con Dominique de Roux.
4
Las citas de las cartas de Schulz y Gombrowicz están tomadas de la Re-
vista La Caja, Nº 1, Buenos Aires, septiembre/octubre 1992, págs. 16-17,
"Cartas Polacas" (trad. de Liliana Villar).
5
De Roux, D., op. cit., pág. 84.
250 Alejandro Rússovich

nente– la Forma es, ante todo, una cuestión esencial: toda


pulsión estética tiende, como motivo más fuerte del deseo
procreador, a la Belleza, tal como nos mostró Platón y volvió
a pintarnos Schopenhauer en El Mundo como Voluntad y Re-
presentación. Todas las artes bellas, aun las artesanías más hu-
mildes, están motivadas por este deseo provocador, sensual,
de la belleza de la forma. (“Formosa” era la forma misma ex-
hibida en toda su seductora apariencia).
Ambos, Schulz y Gombrowicz, rendían culto, cada cual a
su modo, en ese altar en que muchedumbres ofrecen sacrifi-
cios, casi todos inútiles. Pero la diferencia es que para Witold
la Forma significaba, sobre todo, forma humana, social, o,
más precisamente, interhumana.
En este punto, es preciso introducir un rasgo crucial de la
Forma gombrowicziana: el concepto categorial del “entre” en
la definición de toda relación humana esencial.
La formulación más acabada de este concepto, en térmi-
nos estrictamente filosóficos, se debe a Martin Buber, quien,
en un pequeño libro –¿Qué es el Hombre?6– recorre a vuelo de
pájaro la historia del pensamiento de Occidente, según las
respuestas que distintos sistemas y concepciones del mundo
dieron a la cuarta pregunta kantiana. Hegel, Marx, Feuer-
bach y Nietzsche; Heidegger y Max Scheller: ninguno de ellos
alcanza a discernir, según Buber, esa esfera del “entre” donde
se generan los valores, las formas, hormas o normas que con-
figuran desde fuera, en términos de Gombrowicz, nuestras
respectivas “fachas” o máscaras.
Pero el “entre” de Gombrowicz difiere del de Buber en que
para éste la antinomia entre la alteridad radical del Yo y el
Tú se resuelve en la medida en que ambos enfrentan –uno a
través del otro– la presencia ignota y redentora de Dios, o el
Tú Absoluto. Para Gombrowicz, en cambio, esta instancia
simplemente no existe después del “Dios ha muerto”, algo tar-
díamente decretado por Nietzsche (a quien Buber llama, no
sin cierta propiedad, “un místico de la Ilustración”).
Para Gombrowicz, la esfera del “entre” es un fermentario
incesante de formas, estilos de ser, aparatos de dominación,
dioses, ideologías, mitos de redención capaces de engendrar
6
Buber, M., ¿Qué es el Hombre?, FCE, México, 1940.
Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica 251

las más sublimes pero también las más atroces deformidades


de la condición humana.
En la obra de Gombrowicz, el “entre” constituye el motor
principal que genera la acción en El Casamiento: en el desen-
freno de una pesadilla, Enrique –como el Segismundo de Cal-
derón– crea un mundo absurdo pero regido también por una
lógica secreta. El “otro” –Pepe–, producto del sueño de Enri-
que, determina y crea la "forma" de Enrique. Aparece el
mundo realmente humano: los hombres, como los encandila-
dos habitantes de la caverna de Platón, desconocen que el
único Dios que realmente existe es el hombre mismo para sí
mismo. Mitos, dioses, ideologías, no son más que sombras,
tras las cuales yace la simple verdad de lo “interhumano”.
En La Seducción7, la forma solemne de la misa ante Dios
Padre se deteriora y se hunde ante dos nuevos dioses: las
nucas radiantes, bellísimas, de dos adolescentes, Henia y
Carol. A partir de allí, la tirantez de la forma joven sobre la
pareja de viejos machos, infectados ya por la muerte, deter-
mina la estructura dinámica del relato.
En Trans-Atlántico8, la espléndida novela que transcurre
en Buenos Aires, la “Hijatria” prevalece y anula definitiva-
mente la pretenciosa y obsoleta forma de la “Patria”.
La respuesta de Bruno Schulz a la provocación de Witold es
una pequeña obra maestra de ingenio, un texto sutil donde
asoma la notable orfebrería estilística de los escritos que llegaron
hasta nosotros. La “forma” predilecta de Schulz era, decidida-
mente, la Belleza. Hablando de él dice Gombrowicz en el Diario:
De hecho, lo veía siempre dedicarse al arte, impregnarse
de él, con un ardor y un recogimiento que jamás he visto
en nadie más que en él –un fanático del arte, un esclavo–.
Había entrado en esa orden, se había sometido a sus rigores
y obedecía humildemente a las más duras exigencias para
alcanzar la perfección.9

7
W. G., La Seducción, Barcelona: Seix Barral, 1968. Posteriormente, se pu-
blicó con el título original Pornografía, Seix Barral, Barcelona, 2002.
8
W. G., Trans-Atlántico, Seix Barral, Barcelona, 2003.
9
W. G, Journal. Tome II, Gallimard, París, 1995, pág. 212. La traducción
es nuestra.
252 Alejandro Rússovich

De parte de Schulz, la réplica fue una finta que le permitió


desplegar su elaborada prosa.
Querrías atraerme, querido Witold [comienza Bruno]
a la arena rodeada por una muchedumbre curiosa, que-
rrías verme, toro desencadenado, corriendo tras el trapo
agitado por la esposa del doctor, mientras su bata de color
púrpura te serviría de capa detrás de la cual me esperarían
tus estocadas.

Más adelante, golpea en un compartimento del alma par-


ticularmente sensible para Witold: el honor, la honra, toda
la artificial y falsa bravura que obliga a los absurdos ceremo-
niales del duelo:
¿Y qué pasaría si me mostrase como un toro fuera de
las convenciones, un toro sin honor y sin ambición, si
desdeñase la impaciencia del público, si volviese la espalda
a la señora esposa del doctor que empujas hacia mí, y si
te atacase con la cola valerosamente erguida? No para ha-
certe desplomar, mi noble toreador, sino para tomarte del
cuello, si no fuese megalomanía, y llevarte fuera de la
arena, fuera de sus normas y de sus códigos.

En definitiva, la salida sería cordial y amistosa. Se alejarían


de la arena trenzados en esas profundas e iluminadoras char-
las que, como cuenta Gombrowicz en su Diario, los llevaban
a lo largo de las viejas avenidas de la ex Varsovia.
Muchos años después, cuando su literatura había alcan-
zado resonancia mundial, Gombrowicz tuvo que enfrentar
a una homóloga de la señora del doctor, no una muñeca
imaginaria como la que Witold enarboló ante Bruno, sino
una impertinente y a todas luces limitada lectora que juz-
gaba ininteligibles las obras de Gombrowicz escritas para
una “[...] pseudo-élite, grupo superior, la vanguardia, que me
parece ser más bien la retaguardia de nuestra literatura [...]”10
Gombrowicz encara alegremente la polémica con la se-
ñora Szubska. Después de todo, se había adiestrado en las
mesas de café de Varsovia, donde jovenzuelos imberbes, in-
10
Jelenski, C., y de Roux, D., Gombrowicz, Cahier de l'Herne, París, 1971.
La traducción es nuestra.
Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica 253

maduros, embobados ante sus paradojas e histriónica iro-


nía, le ofrecían el campo ideal para su permanente juego,
profundamente serio y comprometido con la forma. Más
tarde, repetiría esa esgrima en las noches del café Rex de
Buenos Aires.
Haciendo un balance de aquel “duelo” en su Diario, decía,
entre otras cosas:
[...] Pero yo proclamo desde hace tiempo que el juicio
emitido por aquél que es inferior nos toca y nos lastima
como “un zapato que aprieta”; no es verdad que a nosotros,
los “escritores”, esto no nos afecte [...] Hubiera resultado,
sin duda, más interesante si yo hubiese tomado esta guerra
más en serio, pero el hecho mismo de haber lanzado un
desafío público a Bárbara exigiéndole reconocer su inferio-
ridad y mi superioridad, no carece de importancia. Esta po-
lémica –me permito señalarlo modestamente– es única en
la historia de la literatura.11

La opinión que un tonto, alguien francamente inferior,


emite sobre nosotros, es justamente lo que molesta. El sufri-
miento que nos infiere un juicio estrecho encoge y deforma
nuestro fluctuante yo. La autoestima se yergue y contraataca,
y ese combate con lo bajo, con lo inferior, que al mismo
tiempo peligrosamente nos atrae, es la enconada lucha por
una forma propia, libre y distinta. Es preciso saber que la
forma nunca es nuestra del todo, que la autenticidad, la na-
turalidad, la expresión espontánea, son otros tantos mitos
con que nos adormece la tendencia gregaria a renunciar a la
propia diferencia para pertenecer a un conjunto que nos con-
tenga –gremio, religión, bandera, partido– donde ya no hay
lugar para preguntas porque todas las respuestas están for-
muladas de una vez para siempre.
En el prefacio de El Casamiento, Gombrowicz nos exhorta
a tomar distancia frente a la forma, con ese tono sapiencial
de un moralista transvalorador que acentúa, como Nietzsche,
como Oscar Wilde, como Goethe, el artificio y la libertad
productora de formas que renuevan y enriquecen el incierto
e inestable destino del individuo. Que la Naturaleza imita al

11
Ibid., pág. 109.
254 Alejandro Rússovich

Arte es una convicción perspicaz que comparten estos pen-


sadores. La Naturaleza no es sino un invento del Arte, de la
Filosofía y de la Ciencia.
Pensad [nos dice en ese prefacio] en lo imposible que
es ser inmediato, en la incesante deformación que sufri-
mos, en lo inhumano de nuestra humanidad y en todo
este dolor de una creación a ciegas en que participamos
desde el nacimiento. Pensad que no sabéis todavía defen-
deros contra las fuerzas que surgen de vuestra conviven-
cia, y ni siquiera las sabéis reconocer. Meditad en la
dignidad afrentada, en la impotencia de la moral, en las
esperanzas frustradas y fijaos que en tanto no manejéis
mejor el temible poder de la Forma, siempre estaréis con-
denados a la mentira, la crueldad y la estupidez.12

Esas fuerzas que surgen del “entre” son las que determinan
la máxima tensión espiritual entre los desterrados hijos de Eva.
Según aquella unidad sintética formulada por Kant, en la
tensión Schulz/Gombrowicz la condición es el desafío de
Gombrowicz y lo condicionado la réplica de Schulz. La sín-
tesis, esto es, lo que nace de la unión de lo condicionado con
su condición, es la recíproca influencia que ejercieron el uno
sobre el otro en la progresiva formación del propio estilo, a
partir de modelos clásicos en Gombrowicz y de la fuerte im-
pronta de Kafka en Schulz. Una tensión similar se dio en la
clásica pareja Goethe/Schiller.
En lo que atañe a Gombrowicz, la polémica es un eco,
como dijimos, de la tirantez entre la forma de la madre y la
del hijo que, como lo dice él mismo, hizo surgir uno de los
elementos más productivos de su arte. Bruno Schulz, por su
parte, reiteraba la decisiva relación con el padre, quien ter-
minaría encarnándose en el personaje principal de sus relatos.
Hay otras tensiones, nacidas no entre personas de carne
y hueso, sino –si así puede hablarse– entre pensamientos.
Hegel y Kierkegaard, Kant y Schopenhauer, Hegel y Marx,
Schopenhauer y Nietzsche... oposiciones violentas, mundos
inconciliables. La sorda tirantez, más o menos consciente,
entre padre e hijo, es el esquema de estas tensiones en una

12
W. G. El Casamiento, ediciones EAM, Buenos Aires, 1948 (traducción
de A. R.), pág. 6.
Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica 255

relación esencial. Y aquí también la forma diagramática es


dialéctica: el triple paso de la negación o Aufhebung hegeliana
configura la dramática dinámica del pensamiento: anular,
conservar y superar al otro. La transubstanciación abstracta
de la lucha por la existencia en la Naturaleza da cuenta de
la confrontación fecunda, crítica y creadora de nuevos mun-
dos del espíritu, que se produce entre pensamientos afines
en cuanto a su nivel, pero irreconciliablemente distintos en
su adhesión apasionada a una visión propia e innovadora
del mundo.
Una tensión clásica, paradigmática de los multíparos en-
cuentros entre pensamientos, es la que produjo la violenta
negación con la que Nietzsche rompió su dependencia del
padre Schopenhauer. Nietzsche rechaza las consecuencias
prácticas de la doctrina de la Voluntad de Vivir: autonega-
ción de la voluntad, nihilismo, y supremo valor moral de la
compasión. Conserva, sí, la metafísica de la Voluntad, he-
rencia del abuelo Kant, también conservada y dilapidada por
ese gruñón hijo de Kant que fue Schopenhauer. Otros hijos
que disfrutaron la herencia y se enriquecieron con ella fueron,
sin embargo, menos agradecidos que el pesimista de Danzig.
A diferencia de él, trataron, en lo posible, como Hegel, Fichte,
Schelling y otras figuras del star system del idealismo alemán,
de disimular el ubérrimo legado del viejo Kant.
La superación alcanzada por Nietzsche hizo de él un pen-
sador original, estrictamente moderno, y un crítico genial de
la génesis de los valores morales, tal como Marx, hijo y ne-
gador de Hegel, lo fue con respecto al valor económico.
Nos es imposible pensar la historia de la modernidad sin
las profundas transformaciones morales y políticas provoca-
das por la tensión que padecieron esos dos Hijos del Hombre.
256 Alejandro Rússovich

Alejandro y Gombrowicz en la cubierta del barco que


los llevaba a Goya.
257

LA AMISTAD CON GOMBROWICZ1

Era abril de 1946. Me encontraba en el café La Fragata


con Adolfo de Obieta, José Patricio Villafuerte y Virgilio Pi-
ñera. Estaba al corriente del trabajo de traducción que hacían
con Ferdydurke. Pero de Gombrowicz sólo sabía que era
conde –algo probablemente falso–, que era raro, que recurría
a todo el mundo para conseguir unos pesos o para que lo in-
vitaran a comer. Se hablaba de él más como personaje que
como escritor.
Esperaba, en consecuencia, encontrar a alguien pintoresco
cuando lo vi entrar por primera vez en La Fragata. Llevaba
las manos metidas en los bolsillos de un viejo impermeable;
un sombrero gris, viejo y sucio. Tras saludarnos de modo un
tanto altivo, se sentó a nuestra mesa. Me fijé en que no tenía
aire de pobre. Su ropa contrastaba con su rostro y sus gestos
muy distinguidos. Gombrowicz no tenía aspecto de artista y
no parecía, en todo caso, uno de esos intelectuales con los
que acostumbraba reunirme en Buenos Aires. Hablaba de li-
teratura, de la vida y de las personas con sarcasmo e ironía.
No recuerdo exactamente lo que nos dijo aquella tarde. Sobre
todo prestaba atención a su manera de hablar. Lo observaba
con tal intensidad que se dio cuenta y me lanzó una rápida

1
Publicado originalmente en el libro de Rita Gombrowicz Gombrowicz en
la Argentina, como “Testimonio de Alejandro Rússovich”. Se reproducen
las notas al pie de aquella edición, con algunas pequeñas modificaciones.
(N. del E.)
258 Alejandro Rússovich

mirada de reojo. Después se levantó para ir al Rex. Entonces


también me levanté uniéndome a él. Los demás se quedaron.
Gombrowicz ya estaba en la vereda y no parecía advertir que
yo lo seguía, aunque al mismo tiempo se diría que me espe-
raba sin mirar. Le dije: “Quiero hablar con usted”. “Bien, ¿y
qué me quiere decir?” –me respondió con un tono seco, como
si sintiera una especie de pudor por encontrarse solo con-
migo. “Sólo le quería decir que es usted la primera persona
capaz de expresar con tanta lucidez lo que yo mismo siento y
no consigo formular”. “Bueno, eso es normal, ya que usted
es muy joven y yo ya soy maduro. Sentiría lo mismo ante
cualquiera que haya vivido” –me respondió–. “No, eso no es
cierto, conozco a muchos intelectuales que saben un montón
de cosas, pero usted es diferente”. Quería decirle que conse-
guía expresar con toda claridad su originalidad. Acababa de
encontrar a alguien único, incomparable, inclasificable. Es-
taba fascinado.
Nos dirigimos hacia el centro. Su modo de caminar daba
impresión a la vez de fuerza y ligereza. Tras su aparente rigi-
dez se ocultaba una flexibilidad sorprendente. Más tarde, no
me extrañó enterarme de que había jugado mucho al tenis
en su juventud.
Ya era tarde. Seguíamos andando. Si yo hablaba, Gom-
browicz me respondía con monosílabos, a no ser que callase.
Después, de modo inesperado, me dijo: “¿Tienes algo que
hacer ahora? ¿Vas a alguna parte?”. Le respondí: “No, tengo
todo el tiempo del mundo”. Entonces, Gombrowicz me pre-
guntó: “¿Quieres venir conmigo?”. Y nos dirigimos a la calle
Venezuela.
Volví a ver a Gombrowicz en el Rex algunas semanas más
tarde. No volvimos a hablar de nuestro primer encuentro.
Me trataba nuevamente de usted como continuaría hacién-
dolo, pero había algo más personal que con los otros. La tra-
ducción de Ferdydurke ya estaba terminada y la iban a
imprimir. Gombrowicz lo controlaba todo, escribió el pró-
logo, donde aparezco entre los numerosos traductores. En re-
alidad, no hice nada; únicamente participé en las discusiones
finales. Al incluir mi nombre, Gombrowicz quería mostrar
que yo también formaba parte del grupo Nuestra amistad se
incrementaba.
La amistad con Gombrowicz 259

Después, Gombrowicz se puso a escribir El Casamiento. La


idea de escribir esta obra venía de lejos. Ya durante la guerra
pensaba en ella. Pero sólo después de la traducción de Ferdy-
durke al español tomó forma el proyecto. Cansado de Ferdy-
durke, quería escribir algo diferente, de otro género. Pensó
vagamente en el teatro. Al trabajar, fue poseído de una autén-
tica pasión por su texto, al que se entregó por completo, escri-
biendo sin reposo. A veces, me hacía partícipe de algunas
situaciones difíciles de resolver. Pero, en general, hablaba poco
de su trabajo aunque discutiera ocasionalmente la estructura
de la obra. La terminó a fines de 1947, comienzos de 1948.

Traducción de El Casamiento2

Algunos meses más tarde, en la primavera de 1948, em-


pecé a traducir El Casamiento al español. El texto polaco sólo
existía mecanografiado3. Nos instalábamos todas las noches
en el café Rex, que yo detestaba. El humo me atontaba, tiri-
taba cuando abrían los grandes ventanales. Bostezaba, tra-
tando obstinadamente de encontrar la palabra española que
expresara con exactitud lo que Gombrowicz me decía en fran-
cés e incluso en polaco –que, por otra parte, yo no entendía.
Pero me explicaba todos los matices de la palabra polaca en
su español inefable: preciso, directo, evocador. Satisfecho de
la experiencia con Ferdydurke, trataba encarnizadamente de
conseguir lo que buscaba. El estilo de su español era seguro,
soberano, pero cometía bastante a menudo faltas sabrosas
que me hubiera gustado dejar tal cual. Pienso que mi traduc-
ción es importante en la medida en que transmite bien el pen-
samiento de Gombrowicz.

2
Esta traducción, agotada desde hace mucho tiempo, apareció en las edi-
ciones EAM, Buenos Aires, 1948. Laura Yussem la utilizó para su puesta
en escena, en el Teatro San Martín, de Buenos Aires, en 1982. Otra tra-
ducción al español, debida esta vez a Javier Fernández de Castro, fue pu-
blicada en 1973 por Barral Editores, de Barcelona, con el título de El
Matrimonio.
3
El Casamiento fue publicada por primera vez en polaco por el Instituto
Literario de París, en el mismo volumen que Trans-Atlántico, en febrero
de 1953.
260 Alejandro Rússovich

Durante la traducción, me daba cuenta de que confería


mucha importancia al ritmo de la frase. Incluso llegaba a bai-
lar ciertas escenas. Era extraordinario, porque Gombrowicz
no bailaba jamás. Con su silueta un tanto rígida, uno no se
lo podía imaginar, como decía Halina Grodzicka “bailando
un fox-trot con Radziminska4, por ejemplo”. Tenía demasiado
sentido del ridículo para bailar delante de otros. Y, sin em-
bargo, lo he visto bailar –sólo cuando estábamos solos en
casa– con escenas de este tipo:
¡Qué agradable en el five o'clock del rey
Llevar un flirt liviano en forma discrecional!
Embriaga y fascina de las mujeres el dorso
¡Y de los hombres el torso!

Gombrowicz recitaba el texto con entonaciones musicales


y, al mismo tiempo, se movía de una manera completamente
ridícula con gestos lentos y distorsionados. Exageraba expre-
samente para sugerir el estilo deforme de la dignidad escar-
necida. Determinadas réplicas de El Casamiento son para
decirlas en prosa; otras son realmente versos rimados y deben
ser recitadas de distinta manera, y están dispuestas de modo
particular en el libro. Su intención era dar un tono poético
casi puro.
Releímos Hamlet juntos, y Gombrowicz se inspiró en esta
obra para El Casamiento, porque quería crear situaciones si-
métricas a las de Hamlet, pero en un plano puramente formal.
A veces, trabajábamos en el Rex en voz alta, en medio del
ruido. Allí se hablaba fuerte y, cuando se producía un silen-
cio, había que bajar la voz. Trabajábamos también durante
nuestros paseos por la Costanera. Pronunciábamos las pala-
bras en voz alta para ver el efecto que producían. Gombro-
wicz quería que fuera a la vez artificial y convincente. Puso
mucho de sí mismo en la obra: ideas personales, filosóficas,
políticas. Es realmente un drama total.
Una vez terminada la traducción (julio-agosto 1948), re-
dactar el prólogo –que él consideraba indispensable– era la
mejor manera que Gombrowicz tenía de tratar de tomar con-
ciencia del sentido global de esta obra vasta y caótica. Gom-
4
Josefa Radziminska, una polaca que ha vivido en Buenos Aires.
La amistad con Gombrowicz 261

browicz lo escribió todo por sí mismo: prefacio, comentarios,


notas, presentación en la solapa, en fin, todo lo que hay en
el libro. Escribía en el Rex y yo lo ayudaba. Su autopublici-
dad formaba parte de su propia mitología. “Sé lo que hay que
decir sobre mí” –decía, y tenía razón. Sin referencia a su pa-
sado, a sus obras tragadas por la guerra, ¿en qué se podía apo-
yar? En nada, absolutamente nada. La aparición de
Ferdydurke en español había sido su primera tentativa por
emerger, pero el libro había pasado casi inadvertido. Era ne-
cesaria la creación de un Gombrowicz de la preguerra en Po-
lonia para conseguir hacerse conocido en Argentina.
Habíamos elegido el título de El Casamiento y no La boda
–palabra más atrayente– porque casamiento significa el acto
legal de casarse, mientras que boda se refiere a los festejos.
Tras largas discusiones, optamos por casamiento, que se co-
rrespondía mejor con el sentido de la obra. Cuando, al fin,
el libro estuvo listo, nos pusimos a la búsqueda de un editor.
Witold no quería insistir con Argos, dado que Ferdydurke
había sido un fracaso. Entonces, consideramos las posibilida-
des que se ofrecían. Calculamos cuánto nos costaría si recu-
rríamos a los servicios de la pequeña imprenta de la facultad
de Filosofía, donde yo estudiaba. También pensamos en “Phi-
lip Morris”, un personaje del Rex que poseía su propia im-
prenta, donde editaba una revista sobre el cuidado del
ganado. “Philip Morris” era un suizo-alemán que vivía a la
inglesa. Elegante, serio, puntual, sólo fumaba Philip Morris
–lo que resultaba muy chic en aquella época–, de ahí su
apodo. Siempre quería jugar al ajedrez con Witold y nunca
ganaba. Nunca. No conseguí convencerlo de que imprimiera
El Casamiento gratis. Nos propuso unas condiciones ventajo-
sas, pero no teníamos ni un centavo. De modo que Witold
se dirigió a su amiga y mecenas Cecilia Debenedetti. Su
amigo “el príncipe” Odyniec5 debía participar en los gastos,
pero creo que quien financió la edición fue Cecilia6. El Casa-
miento fue, entonces, publicado en diciembre de 1948 en las
ediciones EAM, dirigidas por Cecilia Debenedetti. Era una
casa de ediciones exclusivamente musicales. En su larga ca-

5
Stanislaw Odyniec, polaco emigrado a Argentina antes de la guerra.
6
No se han encontrado rastros de la colaboración financiera de S. Odyniec.
262 Alejandro Rússovich

rrera, Cecilia sólo ha publicado dos libros de literatura: una


biografía de Stravinski escrita por un francés y El Casamiento.
En el caso de El Casamiento, el objetivo de Cecilia sólo era
hacerle un favor a Witold. La tirada fue de mil o dos mil
ejemplares como máximo. Sin duda, a causa de la inexperien-
cia de las ediciones EAM con este tipo de publicaciones, el
libro fue mal distribuido. Recuerdo haber ido yo mismo a las
librerías –en concreto a las de la avenida Corrientes– a dejar
diez ejemplares que se vendían a comisión. Mi mujer, Rosa
María, que trabajaba con Cecilia en esta época, me ha con-
tado que algunos meses después, Sarraceno, uno de los dos
directores, había querido verificar en las librerías el estado de
ventas y nadie sabía nada. No encontraron ni los ejemplares,
que probablemente habían sido relegados a un rincón.
Lo peor es que no hubo ni una crítica, ni una sola. Ni en
Sur, ni en La Nación (donde ya había colaborado Gombro-
wicz), en ninguna parte. Y sin embargo, yo mismo he ido a
llevar el libro a los periódicos y revistas literarias más impor-
tantes. Un amigo se encargó personalmente de entregarle el
libro a un colaborador de Sur. Ni una sola reacción. Los au-
ténticos “ferdydurkistas” capaces de comprometerse a fondo
eran, aparte de mí, “los cubanos”, y por desgracia estaban au-
sentes. Los demás, sea porque no tenían ningún poder en el
mundo literario argentino, sea por otras razones, no podían
o no querían comprometerse. Muchas personas estaban se-
ducidas por la personalidad de Gombrowicz, pero ¿a quién
le gustaba de verdad su obra, quién creía realmente en Ferdy-
durke? Muy pocos, casi nadie. Pero todavía fue peor con El
Casamiento. Si un solo hombre, con suficiente prestigio, hu-
biera luchado por defender el valor de Ferdydurke, Gombro-
wicz sin duda habría conseguido destacarse de un modo u
otro. Pero El Casamiento cayó en el vacío más absoluto. La
obra no fue apreciada más que por algunos amigos o conoci-
dos. Más tarde, a Canal Feijóo7 parece que le gustó. Era todo.
Me acuerdo de haberle llevado yo mismo un ejemplar a Ja-
cinto Grau, un dramaturgo español conocido. Exiliado por
la Guerra Civil, Grau era una figura legendaria entre sus
compatriotas –refugiados como él– que tenían la costumbre
7
Bernardo Canal Feijóo, escritor argentino.
La amistad con Gombrowicz 263

de reunirse en un café de la avenida de Mayo. Allí fui a co-


nocer su opinión sobre El Casamiento. Grau se puso a hablar
de Dostoievski, a decirme cuánto le gustaría hablar ruso.
Traté de explicarle que Gombrowicz no era ruso pero, im-
perturbable, Grau seguía con Dostoievski. También se había
imaginado, a causa de mi nombre, que yo era ruso. Era una
aberración. Me marché sin conseguir sacarlo de su confusión
y sin conseguir nada de él.
Las auténticas reacciones llegaron después del envío del
texto polaco. Buber8, por ejemplo –a quien Witold había
mandado su manuscrito mecanografiado–, le escribió una
hermosa carta9. En Polonia, su familia y algunos de sus ami-
gos acogieron El Casamiento con entusiasmo. Algunos pola-
cos de Buenos Aires, como Swieczewski, Szwejs10 y otros
demostraron una admiración sincera. Pero, en cualquier caso,
es un argentino, Jorge Lavelli11, quien está en el origen de la
carrera mundial de El Casamiento.
Gombrowicz no se dejó desanimar y emprendió inmedia-
tamente la traducción de El Casamiento al francés, a partir
del texto en español. Buscábamos alguien que nos ayudase y
encontramos por medio de unos amigos a dos jóvenes fran-
cesas, hijas de diplomáticos que vivían en el elegante barrio
de Belgrano. Ibamos por la tarde, con gran misterio, a casa
de los diplomáticos. Nunca vimos a los padres. Imaginábamos
cosas fantásticas. Witold besaba la mano de las jovencitas,
que la retiraban enseguida. Era una vieja costumbre polaca,
decía él. Una se llamaba Odile y Witold le recitaba:

Odile, ma soeur, de quel amour blessée


Vous mourûtes au bord où vous fûtes laissée. 12

8
El filósofo Martin Buber.
9
Carta del 9 de julio de 1951. [También publicada en Gombrowicz en Ar-
gentina (N. del E.)]
10
Karol Swieczewski y Satanislaw Szwejs.
11
Jorge Lavelli ganó el primer premio del concurso de compañías jóvenes
en París, por la puesta en escena de esta obra, en junio de 1963. La repre-
sentación se volvió a realizar en enero de 1964, en el teatro Récamier. Ac-
tualmente, El Casamiento integra el repertorio de la Comédie Française.
12
“Odile, hermana mía, ¿de qué amor herida agonizas en la orilla donde
fuiste abandonada?”
264 Alejandro Rússovich

Y hacía todo tipo de bromas como esa. Las francesitas


eran ricas. Witold no tenía dinero pero, sin embargo, se pro-
ponía compensarlas por su trabajo. Una tarde, cuando íba-
mos camino de su casa, encontramos seis gatitos recién
nacidos. Nos los metimos en los bolsillos para regalárselos.
Witold les da uno, las jóvenes contestan: Gracias. Después
otro, después otro... Estaban estupefactas.
Con todo, creo que Gombrowicz hizo que revisara el texto
de la traducción un periodista francés del Paris Match, un tipo
llamado Debeney que le había presentado nuestro amigo
Francisco Oddone. El texto se pasó a stencil para contar con
varias copias. Su objetivo era darlo a conocer en Francia,
pues Gombrowicz estaba convencido, y con razón, que de-
bería editarse en París. Recuerdo que mandó un ejemplar a
André Gide con la frase siguiente: “He aquí, Sr. Gide, un
libro que necesita su apoyo”. Pero Gide nunca respondió. Por
el contrario, Albert Camus le dirigió una carta bastante elo-
giosa13. Creo que también mandamos un ejemplar a Jean-
Louis Barrault, ya que Gombrowicz quería que se
representase su obra. Sin embargo, cosa extraña, Gombro-
wicz jamás iba al teatro y decía, mientras escribía El Casa-
miento: “Eso me facilita el trabajo. Así continúo con mi idea
sin ser distraído”. La única ocasión, que yo sepa, en que entró
en un teatro en Argentina, fue para ver El proceso, de Kafka,
en la versión francesa de Gide y con puesta en escena de Jean-
Louis Barrault. No recuerdo la fecha exacta. Sé que habíamos
terminado la traducción española y nos encontrábamos en
pleno proceso de difusión de El Casamiento. Como Witold
quería encontrar a alguien que la pusiera en escena, cuando
Barrault vino a Buenos Aires nos dijimos: “¿Por qué no él?”.
Gombrowicz era un perfecto desconocido para los franceses.
No se había traducido ninguna de sus obras. La traducción
francesa de El Casamiento no se había iniciado. Fuimos a la
recepción en honor de Barrault en el patio de la vieja casa
donde se encontraba la sociedad de escritores14. Era prima-
vera y había mucha gente. Witold fue presentado a Barrault

13
Carta publicada en el Cahier Gombrowicz.
14
Sociedad Argentina de Escritores (SADE), en esa época en la calle Mé-
xico, cerca de la Biblioteca Nacional.
La amistad con Gombrowicz 265

por un escritor argentino. La conversación fue cordial y ani-


mada. Witold se daba importancia y Barrault estaba encan-
tado. Desgraciadamente, en aquella época yo entendía muy
bien el francés de Witold ¡pero no el de Barrault!. Me acuerdo
de algunos fragmentos de las frases. Barrault era una persona
muy abierta y simpática. Witold le contaba que acababa de
terminar una obra de teatro pero dio a entender que no te-
níamos suficiente dinero para asistir al espectáculo y Barrault
nos regaló dos entradas.
Durante la representación, Witold, muy atento, se man-
tuvo en silencio. Al salir, dijimos casi al tiempo: “Es una pena
que el decorado no corresponda al texto”. La puesta en es-
cena era excelente, el tono justo, pero el decorado era una
ilustración del absurdo en un estilo surrealista. “Hubiera ido
mejor una simple mesa y unas sillas” –dijo Gombrowicz. Y
nos fuimos al Rex a comentar durante horas la puesta en es-
cena de Barrault. Hablábamos de la posibilidad de una repre-
sentación de El Casamiento, tal vez por Barrault. Soñábamos.
Imaginábamos ciertas escenas. En un momento determinado,
Witold dijo: “Yo no soy tan melancólico y aburrido como
Kafka” –pues confiaba en la vitalidad de su obra.

Traslado a la calle Venezuela

La traducción nos había acercado mucho y un día Witold


me dijo: “Russe15, acaba de quedar una habitación libre al
lado de la mía en la calle Venezuela. Es muy cómoda. ¿Quiere
mudarse a ella?” Yo me alojaba en el Luxor, una pensión del
centro, en la calle Lavalle. Estaba cerca de mi trabajo y me
gustaba su ambiente bohemio. Me sentía perfectamente bien
allí y no tenía ninguna gana de mudarme. Witold insistió.
Creo que deseaba, después de esos años de soledad, contar
al fin con alguien con el que hablar, vivir. Ciertos aspectos
de mi modo de ser no se le habían pasado por alto: alegría,
facilidad, bondad; habla de ellos en su Diario. Ante mi nega-
tiva, se creyó obligado a precisar: “Entiéndame bien, Russe,
no habrá jamás nada entre nosotros. En absoluto se trata de
15
Gombrowicz llamaba “Russe” a Alejandro.
266 Alejandro Rússovich

ese tipo de relaciones sentimentales entre dos hombres: eso


es de muy mal gusto”. Le respondí que eso no era un incon-
veniente para mí pero que me encontraba bien en el Luxor.
Y después, para terminar, me dejé convencer. ¡Por suerte! Por
suerte, desde luego, porque pronto me di cuenta de que tenía
razón. Podíamos discutir, pasear, intercambiar libros, hacer
proyectos. Mi necesidad de amistad quedaba totalmente cu-
bierta. Durante los primeros años fui completamente feliz. Y
él también era feliz conmigo, puedo asegurarlo, pero a su ma-
nera hermética, naturalmente, sin manifestarlo jamás. Yo no
estaba sorprendido, sabía que era un poco seco y distante en
la expresión de sus sentimientos.
La pensión de la calle Venezuela era dirigida por una ale-
mana. Frau Elsa –así la llamábamos–. siempre se había ga-
nado la vida, desde su partida de Alemania en 1925,
subarrendando habitaciones de sus sucesivas casas. En la de
la calle Venezuela tenía alquiladas diez. Estaba en el primer
piso. Los inquilinos eran todos alemanes, con excepción de
nosotros dos. Por lo general eran obreros, más algunos em-
pleados o pequeños comerciantes. Frau Elsa era una “buena
alemana”, patriota pero no hitleriana. En todo caso, desde el
comienzo, Witold adoptó con respecto a ella una actitud un
tanto fría, desdeñosa, desagradable. Por su lado, cuando ha-
blaba de Witold, Frau Elsa nunca decía “Señor” sino este po-
laco. No le gustaba. Era una mujer corpulenta, fuerte,
valiente y, al mismo tiempo, muy tímida. Asustada por Wi-
told se dirigía a mí todas las veces que tenía que hacerle algún
reproche. Siempre servía de intermediario entre ellos.
La habitación de Witold era bastante grande, con un pe-
queño balcón que daba a la calle. La mía era pequeña y sin
luz. Éramos los únicos que desayunábamos en la pensión. Wi-
told probablemente había exigido ese tratamiento especial.
Como se levantaba tarde, incluso cuando trabajaba en el
Banco Polaco, ese desayuno le servía de almuerzo, y así se
ahorraba una comida. Frau Elsa traía café, leche, pan, man-
teca y un huevo duro. La escasez de comida solía ser un mo-
tivo de disputas entre ellos. Ella no se atrevía a pedir
directamente un aumento del alquiler y se sentía explotada.
Luego, poco a poco, fue reduciendo todavía más el desayuno
y Witold decía: “¿Por qué nos da usted menos café con leche
La amistad con Gombrowicz 267

cada día?” –y después añadía en mi dirección–: “¿Cree que su


avaricia tendrá límite?”. Teníamos derecho a utilizar la cocina
pero nunca lo hacíamos. Salvo para preparar el mate que me
gustaba tomar de vez en cuando. ¡Pero Witold jamás! Era una
costumbre bárbara, propia de indios, decía él. Se negaba a
probarlo.
Witold ocultaba el hecho de que se alojaba en casa de una
alemana. Su primo, Gustavo Kotkowski, le había encontrado
esta pensión en 1945. Era limpia, barata y cerca del centro.
Witold vivió en ella hasta su partida a Europa en 1963. ¡Du-
rante 18 años! Era probablemente debido a los polacos por
lo que ocultaba la nacionalidad de Frau Elsa; al menos en los
primeros tiempos. La guerra acababa de terminar. Después,
su Trans-Atlántico apareció en Kultura, en 1951, una revista
leída por sus compatriotas de Buenos Aires. Si por casualidad
nos encontrábamos con sus amigos polacos, me guardaba
bien de pronunciar el nombre de Frau Elsa.
En esta época, no recibía visitas en casa. Más tarde, sobre
todo en los últimos años, sé que algunos de sus amigos iban
a verlo. Pero durante el tiempo en que estuve con él, es decir,
hasta 1953, eso nunca pasó. Hubo tres excepciones, creo: tres
recepciones que dimos. Me acuerdo de una vez que estuvie-
ron Ada y su marido16 con otras dos personas. Eso tuvo lugar
en su cuarto, más grande y más chic que el mío a causa de su
gran armario de roble americano. Mi puerta estaba abierta.
Habíamos rogado a Frau Elsa que encerase el piso. Me prestó
unos visillos que guardaba para las grandes ocasiones. Com-
pramos jamón y pastelillos. Witold estaba radiante. Se había
hecho limpiar el traje, lustrar los zapatos, e iba y venía entre
su habitación y la mía para arreglar los últimos detalles. El
ambiente debía ser alegre, pero también intelectual. Me to-
caba a mí aportar los libros. Tenía unos volúmenes bien en-
cuadernados de la obra de Kant. Era preciso elegir lo que
convenía mejor a las circunstancias, lo que causaría sensa-
ción. Sobre una mesita había papeles dispuestos como por
casualidad, y había un libro abierto en una página donde se
podían leer algunos títulos con facilidad... Todo estaba en
función de la personalidad de los invitados. Nos divertimos
16
Ada y Henrik Lubomirski.
268 Alejandro Rússovich

mucho. Fue una fiesta extraordinaria. Con la princesa Ada


y el príncipe Henri todo fue bien. Recuerdo que Witold me
había dado consejos muy precisos sobre lo que debía decir
para conseguir unas reacciones calculadas. Y él seguía ha-
ciendo las mismas reflexiones de siempre, tan obsesivas sobre
los príncipes y la aristocracia.
La segunda recepción fue para “los cubanos”. Habíamos
invitado a más gente. Virgilio y Humberto volvían de Cuba
y nos habían traído de regalo, una botella de ron Bacardí.
Yo había comprado algunas bebidas más, pero no vodka. No
se conseguía en Buenos Aires y Witold contaba que, a veces,
los polacos compraban alcohol en las farmacias y le añadían
corteza de limón. Elegante, distinguido, Witold se compor-
taba como un hombre de mundo. Antes, habíamos prepa-
rado los temas de discusión y Witold dirigía diestramente la
conversación. Todo iba perfectamente, pero poco a poco, sin
darnos cuenta, nos habíamos bebido todas las botellas y es-
tábamos algo borrachos. La atmósfera de la velada era rela-
jada. Nos pusimos a hablar de cosas raras, un poco locas. ¡La
puesta en escena que habíamos preparado con tanto cuidado
se había ido al diablo!
Dimos la tercera recepción con ocasión del cumpleaños
de Witold, en septiembre de 1949, creo. Estuvieron Frydman,
los Nowinski, los Berni, Nicolás Espiro y su hermana Beba,
Pancho17 y otros. Por desgracia, he olvidado los detalles. Me
acuerdo de que salió tan bien como la primera vez. Fue una
pena que no recibiéramos más a menudo. Porque, en el
fondo, era un auténtico ejercicio con la Forma, una manera
excelente de vivir. En casa no era como en el Rex, era una
fiesta “a la antigua”, como le gustaban a Witold. Me imagino
que su hospitalidad y su gusto por recibir le venían de sus
tradiciones familiares. Si no recibimos más a menudo no fue
a causa del dinero. Aquellas pequeñas recepciones no costa-
ban mucho. Fue por otras razones que se me escapan.
Claro, sobre todo al principio, vivíamos en la pobreza. Lo
que nos permitía sobrevivir era el sentido que Witold tenía
para la organización. Sin él, yo me gastaba todo el dinero.
Nunca llegaba a fines de mes. Pero él –tal vez a causa de sus
17
Francisco Oddone.
La amistad con Gombrowicz 269

años de miseria y también por temperamento– tenía sentido


de la economía. Era una persona metódica y organizada. Des-
pués de que empezara a trabajar en el Banco Polaco, cuando
tuvo dinero de un modo regular, aunque al principio se tra-
tara sólo de pequeñas cantidades, me obligó a llevar las cuen-
tas al día. Eso nos ayudó mucho porque si, por ejemplo, debía
comprar algo “extra”, recurría a mis padres para no desequi-
librar nuestro presupuesto. Witold ganaba un poco más que
yo, que trabajaba en el Ministerio de Defensa mientras estu-
diaba filosofía. Íbamos al restaurante todas las noches. Los
restaurantes en aquella época eran muy baratos. Se trataba
de la única comida auténtica de la jornada. Witold comía con
buen apetito, de una manera disciplinada y ceremoniosa “por
respeto hacia sí mismo”, según decía. Incluso cuando no co-
míamos lo mismo nos lo dividíamos por igual. Jamás hubo
mezquindades entre nosotros. Me prestaba dinero con fre-
cuencia. Sabía que podía contar con él para pequeños prés-
tamos que le devolvía. Metódico, mesurado, nunca cometía
“locuras”. Con todo, a veces no nos alcanzaba el dinero. En-
contrábamos diversas soluciones. En los casos extremos me
acuerdo haber comido la comida de Fifi, el perro de Frau
Elsa. Le preparaba cosas apetitosas que dejaba en un plato
en el suelo y cuando yo volvía hambriento me las comía. En-
seguida oía ladrar al perro y gruñir a Frau Elsa. Por supuesto,
esto no era frecuente. Queríamos mucho al perrito y Witold
se apenó cuando murió.
Decidimos, en los momentos más difíciles, ir menos al res-
taurante. Comprábamos provisiones baratas que comíamos
en casa: salchichón, queso, pan. Le habíamos pedido a Ceci-
lia Debenedetti una canasta que en invierno dejábamos en
el balcón. Pero teníamos discusiones con Frau Elsa porque
nuestro vecino se quejaba de que venía un olor a muerto de
nuestro balcón. Nos gustaba mucho un queso muy fermen-
tado de olor insoportable que se llamaba “liptauver”. Como
se trataba de un queso alemán, hice que Frau Elsa lo probara
y se apaciguó.
También teníamos la costumbre, de la que participaban
“los cubanos”, de hacer que nos invitaran lo más a menudo
posible; por ejemplo, Witold trataba de que lo invitara Ceci-
lia Debenedetti, o Graziella Peyrou o los Berni. Y yo, mi tío,
270 Alejandro Rússovich

que era coronel y me había conseguido ese trabajo en el Mi-


nisterio de Defensa. Witold también tenía amigos polacos:
los Grodzicki, los Grocholski y, más tarde, los Swieczewski y
otros. Solíamos conseguir que nos invitaran a cenar gratis
unas diez veces al mes. Cuando invitaban a uno, el otro debía
de hacer lo posible para que también lo invitaran a él y no
tener que ir solo al restaurante. Pancho cuenta que Witold
exigía que no fuéramos juntos por la calle por si acaso alguno
encontraba quien le invitase... “Puede invitar a dos, pero no
a tres” –decía Witold. Era un modo de vivir muy pobre, pero
nunca estábamos tristes ni deprimidos por cuestiones de di-
nero. El humor era el único modo que teníamos de superar
los problemas. No conservo de esa época un recuerdo triste,
al contrario. Se habla de pobreza, pero en esa época fue la
primera vez que Gombrowicz tuvo algo de dinero. Liberado
de la miseria, con la conciencia tranquila, no tenía necesidad
de buscar ayuda. Le resultaba importante no depender de los
demás. De ese modo, y poco a poco, fue dejando de hacer
que Gruber y otros le pasasen ropa. Compraba camisas y tra-
jes a muy buen precio en una tienda popular, El Coloso, en
la esquina de la avenida de Mayo y la calle Perú. En cuanto
se las lavaba, las camisas encogían y perdían el color. Los
sombreros eran todavía demasiado caros para pensar en ad-
quirirlos. Adoraba los sombreros y consideraba que eran la
parte más importante de la elegancia masculina. “Un caba-
llero sin sombrero no es un caballero” –decía. Para él, el som-
brero señalaba el rango que una persona ocupaba en la escala
social. Recuerdo que me dibujaba, sobre un papel, una co-
rona gran-ducal y otros sombreros heráldicos. Witold siempre
ha llevado sombrero; primero los que le daban, luego los que
se pudo comprar.
He vivido prácticamente siete años con Gombrowicz. Es
imposible acordarse de todo. Trato de recordar los aspectos
más significativos de su vida en esa época. Pienso, por ejem-
plo, en su gusto por los paseos largos, sobre todo de noche,
durante kilómetros y kilómetros. Era muy andariego. Íbamos
a la Costanera. No nos quedaba lejos. Bajábamos por la calle
Belgrano que desembocaba directamente al puerto. Mirába-
mos los barcos. Había boliches en los que Witold siempre
comía un bife con un huevo “a caballo”, como se prepara
La amistad con Gombrowicz 271

aquí. También íbamos a visitar a Cecilia Debenedetti a su


quinta de Mercedes. No podíamos viajar lejos debido a la
falta de dinero.
Recuerdo también que le gustaba realizar pequeñas mejo-
ras en su habitación. Un día, estábamos en casa de Cecilia
Debenedetti que, por entonces, pintaba, y Witold se quejaba
de que no tenía cuadros. “Tome los que quiera” –dijo Cecilia
señalando los cuadros que había en un rincón. Tomamos
tres. Uno pintado por Cecilia, que representaba una mujer
desnuda tendida en un diván con las manos y los pies apenas
apuntados. El otro era un retrato de Cecilia pintado por
Berni. El tercero –de autor desconocido– se llamaba “Pano-
rama di Sorrento”. Era un cuadro naif auténtico que me gus-
taba mucho. En un determinado momento, Witold colgó
todos los cuadros al revés, bien alineados.
También recuerdo la historia del gatito maltratado por
unos chicos en la calle, que Witold recogió. Le gustaban los
animales y no soportaba verlos sufrir. Frau Elsa, que en el
fondo era buena, aceptó darle de comer.
Witold estaba enfermo con frecuencia. Casi siempre, se
trataba de enfermedades psicosomáticas. Yo le había aconse-
jado una dieta para el hígado y, durante cierto tiempo, to-
maba té de boldo. Las corrientes de aire del Rex le
provocaban a menudo tortícolis. Frau Elsa le hacía fricciones
con alcohol. Después, un día, le aplicó azufre, que crujía al
frotarlo sobre la piel. “Cuando el azufre cruje –le decía Frau
Elsa– el dolor se va”. Hice crujir decenas de barritas sobre sus
tortícolis, pero el dolor no se iba. Witold también padecía ec-
zema, sobre todo en la cabeza. No era visible pero le moles-
taba. Una cosa que debilitaba su estado general era el abuso
de cigarrillos, que fumaba en cadena aspirando profunda-
mente el humo. Yo le aconsejé que probara con una pipa. Lo
que hizo poco a poco. No podía dejar el tabaco.

Distracciones: lecturas y tertulias en el Rex

Nuestras dos ocupaciones principales eran la lectura y


nuestras tertulias en el Rex. Una de las lecturas favoritas de
Gombrowicz –aparte de la filosofía y la historia– eran las bio-
272 Alejandro Rússovich

grafías o mejor, las autobiografías, sobre todo si eran inge-


nuas, “escritas con el corazón”. Las sacaba prestadas de la bi-
blioteca del Banco Polaco, me las resumía (pues estaban en
polaco) y expresaba sus impresiones. Me acuerdo de la auto-
biografía de una amante de Rasputín que le había impresio-
nado mucho. Lo que le interesaba era ver un acontecimiento
histórico desde un ángulo más privado.
En el plano filosófico, tomemos el ejemplo de Buber, que
ilustra bastante bien nuestros intercambios de lecturas. Un
día, un libro titulado ¿Qué es el Hombre?18 me cayó en las
manos. Buber definía con una claridad y un rigor incompa-
rables el concepto del “entre”, utilizando casi las mismas pa-
labras que Gombrowicz. La diferencia se encontraba en el
plano existencial. Witold sufría en su carne y transformaba
en obra de arte lo que pensaba Buber. Excitado, le pasé el
libro. Al principio lo leyó con desconfianza y después con un
entusiasmo creciente. Todavía conservo el ejemplar vigoro-
samente subrayado por su mano.
Lo mismo pasó con la Forma. Señalé a Witold el carácter
dinámico que –a partir de la teoría de la Gestalt– es esencial
para toda Forma y se manifiesta como una tendencia a com-
pletar o cerrar lo que está abierto, inacabado, como en el
mundo de Gombrowicz (lo inmaduro, lo verde, lo joven).
Gombrowicz se apoderó de esa idea, que en el fondo era la
suya, con pasión, y la asimiló por completo. Nuestras lecturas
siempre eran puntos de partida para largas y ricas discusiones.
Algunas se referían a libros como Por el camino de Swann, o a
autores como Gide. Un amigo me había prestado el Diario
de Gide en francés. Witold se mostraba desdeñoso con res-
pecto a Gide, “ese francesito y sus historias de homosexuales”
–decía. Como no había leído casi nada de él, hablaba más
bien de la idea que se había hecho. Insistí para que leyese el
Diario, y al final fui yo el que no pudo terminar el libro por-
que Witold no quería separarse de él. Sus comentarios se re-
ferían a la significación del diario como género literario.
Descubrió un nuevo medio de expresión –un instrumento–
y reflexionaba sobre el modo de utilizarlo. Fue en cuanto es-

18
Buber, M., ¿Qué es el Hombre?, FCE, México, 1950. [Cf. en este libro el
texto “Buber y Kant”. (N. del E.)]
La amistad con Gombrowicz 273

critor que leyó el Diario de Gide. Por otra parte, siempre leía
como un creador, un artista. Esa lectura hizo que tuviera la
idea de escribir su propio Diario, tan distinto, sin embargo,
del de Gide.
Gombrowicz leía también, a menudo, novelas polacas o
Memorias del siglo XVII en Polonia. Trataba de traducirme
pasajes de ese estilo esclerótico que le encantaba. Con todo,
Polonia era un tema que raramente evocaba. Tal vez la cosa
estuviera ligada al hecho, que he observado muchas veces,
de que su actitud cambiaba de un modo evidente cuando se
encontraba ante un polaco. Una tensión se apoderaba de él.
Se hubiera dicho que entonces se encontraba súbitamente en
una situación que superaba en mucho las circunstancias rea-
les del encuentro. Yo pensaba, al mirarlo, que tal vez se sentía
como delante de su padre o de su madre, o ante su vida an-
terior en Polonia. La presencia de un polaco le recordaba esos
problemas de “polonidad” tan agudos en su vida y en su obra.
Se notaba el doloroso esfuerzo que hacía para estar a la altura
frente a todo eso...
Sus lecturas eran muy variadas, hasta tal punto que in-
cluso leía el Reader's Digest. Lo que le interesaba eran los re-
súmenes del final de la revista. Nos asombraba la maestría
con la que estaban redactados; el de Moby Dick, por ejemplo,
nos impresionó. Justamente acabábamos de leer esa novela.
Para Gombrowicz, un escritor debía saber resumir su propio
pensamiento.
No hablo aquí de ciertos autores –los que más han con-
tado– que Gombrowicz ya había leído y asimilado, como
Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Dostoievski y otros. Esos
escritores formaban parte de su vida. Sobre todo, Shakespe-
are. Witold tenía la manía de hacer siempre las mismas citas.
“Russe, ¿no cree que me repito?” –me decía. Yo le respondía:
“Es lo mejor que puede hacer”. El personaje del rey Lear, por
ejemplo, siempre acudía a nuestra mente cuando estábamos
deprimidos.
Un autor que a menudo ha estado en el centro de sus re-
flexiones era Thomas Mann. De un modo general, Mann ha
sido un modelo para él; diría que el modelo por excelencia.
Witold decía: “Es preciso ver cómo Mann hace de sí mismo
un genio, cómo fabrica con todos sus elementos, para los
274 Alejandro Rússovich

otros, la imagen de su genio; y, finalmente, cómo se identifica


con esta imagen. Encontró la manera de convencer a todo el
mundo de que es un genio”. A Witold le gustaba toda su obra
y, por encima de todo, su novela corta Tonio Kröger.
No he visto a Gombrowicz comprar libros jamás, aunque
a veces se quejaba de no contar con los recién publicados
para hablar de ellos en su Diario. Se los prestaban. Molestán-
dose un poco habría podido encontrar libros útiles en las bi-
bliotecas o en casas de amigos. Pero el hecho es que rechazaba
de entrada las obras reconocidas, ésas que “había que leer”.
En el fondo, Gombrowicz encontraba placer en la mala lite-
ratura, es decir, en cosas imperfectas que le daban gana de
completarlas, de realizar una obra lograda.
Por la noche, después de cenar, íbamos al Rex. Lle-
gábamos hacia las diez y casi siempre nos sentábamos en la
misma mesa cerca de los grandes ventanales por los que veí-
amos la avenida Corrientes hasta el Obelisco. El local estaba
muy animado. El ambiente del Rex era muy agradable. No
estábamos obligados a jugar al ajedrez. Cuando Witold que-
ría jugar una partida, el camarero le traía el tablero y las pie-
zas. Caso contrario, discutíamos. Se había formado un grupo
de jóvenes. Estaban Nicolás Espiro (“Tito”), Francisco Od-
done (“Pancho”), Mauricio Kagel y otros. Pancho era un es-
tudiante que tenía problemas con su familia. A menudo lo
invitábamos a que pasase la noche en nuestra casa. Dormía
en el sofá de mi habitación ya que, por lo general, Witold se
negaba a compartir la suya con nadie, ¡por miedo a ser es-
trangulado mientras dormía! Pancho era alegre, divertido y
siempre estaba rodeado de amigos que traía al Rex para par-
ticipar en nuestras discusiones. Era muy vivo. Witold y yo
habíamos decidido presentar un frente común ante los
demás. Yo hablaba de filosofía y Witold me apoyaba.
Cuando él defendía un argumento, yo también lo apoyaba.
Esta “estrategia” los sacaba de quicio. Pancho se enojaba a
menudo porque Witold se burlaba de su inmadurez. Cada
una de aquellas sesiones resultaba inolvidable. Cuando el
grupo dejaba el Rex, analizábamos, Witold y yo, las conver-
saciones de la noche. ¡Fue una pena que no hubiéramos te-
nido un grabador en aquella época! Hablábamos de cosas
serias, pero con humor, provocación, ironía. Era como en los
La amistad con Gombrowicz 275

diálogos de Platón. Estaba el personaje principal, Witold, y


los demás: los jóvenes. Sé que se preparaban antes de llegar
al Rex para estar “a la altura”. Algunos temas de conversa-
ción duraban varios días. Witold estaba encantado con aquel
grupo.

Juego y amistad

Para volver a mi relación personal con Gombrowicz; a


veces me reprochaban que era demasiado sumiso.
Que quería dominarme, lo sabía yo perfectamente. Pero
lo aceptaba porque prácticamente era la única manera de
mantener una relación con él. Y eso era posible, porque yo
era joven. Tenía veintiún años cuando lo conocí. Yo no pen-
saba en nuestra amistad en términos de sumisión y de domi-
nio, sino más bien de diferencias. Lo aceptaba por completo
tal cual era. Por mi parte, aprendía, me desarrollaba, evolu-
cionaba. Witold en su borrador define nuestra amistad de un
modo demasiado simplista: dice que él era el maestro, yo el
alumno. Era algo mucho más complicado y lleno de matices.
Al principio, fue preciso ajustar algunos de nuestros
modos de comportamiento, definir el estilo de nuestra amis-
tad. El primer hecho característico que me viene a la memoria
es la historia del pavo. Witold siempre ha tenido la costumbre
de poner apodos, sobre todo a los jóvenes, subrayando así
ciertos rasgos ridículos de su personalidad. Un día empezó a
llamarme en público pavo; lo que no había hecho nunca,
cuando estaba sólo conmigo, en nuestra vida cotidiana. Al
principio yo estaba sorprendido, después me pareció de mal
gusto. Y como Witold lo repetía sin parar, me encontré en
un estado de rabia contenida. Se dio cuenta e insistió todavía
más que antes. Una tarde, en un café de la avenida Corrien-
tes, nos fijamos en un hombre que ayunaba por dinero. Lo
habían metido dentro de una especie de jaula de cristal que
habían colgado del techo. El público podía contemplar noche
y día a “Urbano el ayunador” y comprobar que ayunaba.
Aquel personaje nos intrigaba cada vez más. Íbamos a verlo
todos los días aunque teníamos que pagar un peso (lo que
para nosotros era caro). Con motivo de una de esas visitas,
276 Alejandro Rússovich

de repente me acordé de un relato de Kafka donde también


hay un personaje que ayuna, pero por falta de apetito19. Al
final del relato ya nadie se interesaba por él, y lo barren junto
a la basura. Le conté esta historia a Witold que me respondió:
“No sea pavo”. Yo me puse pálido de rabia y le dije: “Si me
llama otra vez de ese modo será el fin de nuestra amistad.”
Witold cambió de expresión hasta tal punto que casi lamenté
haber sido tan brutal. Poniéndose colorado y sonriendo, me
dijo: “No se enoje, Russe, nunca hubiera imaginado que era
usted tan sensible, tan impresionable.” Y nunca volvió a
adoptar una actitud semejante hacia mí. En lugar de moles-
tarme, podría haberlo tratado de la misma manera. Yo había
sido incapaz de reaccionar con humor. Pero creo que tuve
razón. Cuando se bromea sin cesar, la amistad se arriesga a
ser superficial. Durante sus discusiones filosóficas con Gómez,
o literarias con Dipi20, se originaba una situación como de
lucha, una parodia de duelo que, vista desde afuera, resultaba
atractiva. Pero todo el que la emprendiera debía tener cui-
dado del modo en que se defendía y saber expresar el conte-
nido auténtico de su pensamiento. Entonces se convertía en
un juego. Entre nosotros no había competencia, sino una ar-
monía fundada en el intercambio de ideas. Cuando una de
nuestras discusiones iba bien, Witold repetía siempre “Motus
animi continuus”. Según él, era la fórmula de Cicerón para ca-
lificar este tipo de acuerdo espiritual.

Imitación

A causa de su fuerte personalidad había personas en su


entorno que imitaban, bien su pensamiento, bien su con-
ducta o sus sentimientos, y a menudo lo imitaban (como
siempre se lo imita) mal, porque en ellas parecía una obsesión,
mientras que en mí era diferente. Yo lo imitaba abiertamente
poniendo en juego todo mi talento de actor. Siempre he te-
nido cualidades de mimo. En cierta ocasión, en el colegio de

19
Kafka, F., “Un artista del hambre”, en La Condena, Emecé, Buenos
Aires, 1952
20
Jorge di Paola.
La amistad con Gombrowicz 277

jesuitas, me había labrado un gran renombre imitando a mis


profesores y también al rector, el marqués de Castillejos, una
especie de asceta. Pero con Witold, era justamente yo, cosa
extraña, quien representaba en la vida, las cualidades de se-
riedad, por oposición a su estilo de clown. Lo que no me im-
pedía imitarlo impúdicamente ante todo el mundo, cosa que
ponía a mis amigos del Rex fuera de sí. Jóvenes como yo, que-
rían afirmarse y se imaginaban que renunciaba a mi perso-
nalidad, a mi originalidad. Pero para mí, la cosa sólo era un
juego y estaba encantado. En principio, tenía la satisfacción
de triunfar en mi papel de actor y, además, no me sentía obli-
gado a aparentar una personalidad que todavía no tenía. Tal
vez fuera una forma de pereza. Pues, como todo el mundo,
tenía ganas de afirmarme, aunque me parecía que imitándole
ganaba tiempo, podía respirar un poco. ¡Era irresistible! Ade-
más, era sincero ante los demás y ante mí mismo. Witold para
mí era un hombre extraordinario. Por lo tanto, nada más na-
tural que tratar de convertirme en una persona exactamente
igual a él, es decir, demostrar mi dependencia, mi compren-
sión y mi fascinación, de un modo exagerado, tal vez. Insisto:
mi actitud era sincera. Por la imitación se “entra” a otra per-
sona y se la comprende mejor. Lo que me recuerda el relato
de Edgar Allan Poe “William Wilson”, donde un niño gana
siempre a un juego imitando perfectamente a su adversario21.
Al poner una cara como la del otro, este niño hace que, en
su corazón y en su mente, nazcan los sentimientos y pensa-
mientos de su rival. La imitación tiene también relación con
el psicodrama, que pone el acento justamente en la inversión
de papeles. Al imitar a Gombrowicz, yo cambiaba de rol.
Witold se reía ante mis interpretaciones. Nunca lo imitaba
de un modo caricaturesco, nunca me pasaba de la raya. Al
adoptar su tono, su modo de mirar, sus gestos, podía expresar
pensamientos de Witold y no los míos. Estaba “forrado” de
Gombrowicz. Incluso llegaba a prolongar sus pensamientos,
y eso era precisamente lo que lo hacía reír. Pero al mismo
tiempo, sentía cierto pudor de verse desnudado de ese modo
delante de los otros. Sin duda, se trataba de una situación
un tanto incómoda, y también ridícula. Sin embargo, yo sólo
21
“William Wilson”, de Nuevas historias extraordinarias.
278 Alejandro Rússovich

lo hacía cuando el ambiente se prestaba a ello; por ejemplo,


durante las discusiones en el Rex. Si alguien asumía una po-
sición radical y la discusión se “enrarecía”, entonces me ponía
a hablar a lo Gombrowicz y la discusión se terminaba. Gri-
taban: “¿Cómo puede ser usted tan servil? No tiene digni-
dad”. Me insultaban. Si me hubieran podido abofetear, lo
hubieran hecho. Yo, sin embargo, estaba encantado.
¿Cómo empezó eso? Difícil de decir. Sin duda entre nos-
otros, cuando estábamos solos en casa. A veces, Witold en-
traba en mi habitación recitando en alta voz unos versos de
Mickiewicz. Lo escuchaba en silencio. Un poco después yo
abría la puerta de su habitación y repetía, exactamente en el
mismo tono, casi las mismas palabras polacas (que no sabía
lo que querían decir). Witold exclamaba: “Russe, ¿pero qué
está haciendo?”. Y luego reía. O bien, yo le contaba, por
ejemplo, mis aventuras con chicas de la universidad. Estaba
seguro de tener éxito en éste o aquel caso, pero Witold ma-
nifestaba su oposición de inmediato y me aconsejaba lo con-
trario. Para refutar sus argumentos, yo continuaba diciendo
exactamente lo que yo quería decir pero con la voz, el tono
y los gestos de Gombrowicz. Defendía mi propio punto de
vista pero como si fuera él quien lo formulaba. Era una ma-
nera empírica de imitarle. Pero, en la vida cotidiana, no es-
taba obsesionado. Más tarde, me ocurrió que a veces lo hacía
estando sólo. Si tenía un problema, ya psicológico ya intelec-
tual, y a nadie con quien hablar, entonces esbozaba unos ges-
tos semejantes a los de Witold, me expresaba en voz alta
como lo hubiera hecho él. Y, en general, encontraba rápida-
mente la solución.

Su influencia

¿Su influencia? Es una cuestión mal planteada. Gombro-


wicz me ayudó personalmente y todavía me ayuda. Pero si
debo hablar de su influencia, puedo decir que fue negativa.
Siempre negativa, ya que Gombrowicz para mí ha sido un lí-
mite absoluto. Me encontraba ante él como delante de un
muro. Y no una negación pasiva, sino activa. Parecía que
siempre sentía ganas de destruirme. Sí, así es como sentía su
La amistad con Gombrowicz 279

presencia: como una negación activa, un hostigamiento sin


reposo de mi verdad, de mi responsabilidad. Quería dominar
al otro. Hegel dijo que el desarrollo en el plano del espíritu
sólo se produce a partir de la negación; que la negación es la
auténtica fuerza creadora. Con Witold tenía que encontrar
en mí la fuerza para superar su negación. Aquello a menudo
resultaba muy estimulante. Cuando me refiero a mis imita-
ciones, a mis distintos comportamientos con su Forma, se
trata del aspecto estimulante, dinámico, de esta confronta-
ción con la negación. Gombrowicz siempre ha sido para mí
la encarnación de una verdad humana que, en general, queda
disimulada por las buenas costumbres y convenciones. Si
conseguía imponerme a sus ataques, me sentía renovado y
más fuerte. Pero cuando se producían, me sentía aniquilado
y sufría. Su negación se manifestaba por el rechazo total de
mis ideas y mis opiniones. No digo que fuera un drama cons-
tante, pero sí una lucha sin cesar que estaba presente en nues-
tra amistad.
Después de esos años tan enriquecedores, tan excepcio-
nalmente armoniosos, a pesar de todo, algo empezó a dete-
riorarse entre nosotros. Witold me reprochaba que lo
“descuidaba”. En efecto, me iba alejando progresivamente de
él. En principio, había dejado de ir al Rex. No jugaba al aje-
drez y, como nuestro grupo se había dispersado –sobre todo
por motivos políticos– ya no tenía motivos para ir. Y además,
había conocido a Rosa María, que ocupó rápidamente un
lugar importante en mi vida. Witold reaccionó ante mi aleja-
miento con susceptibilidades y reproches. No acerca de mi
vida (ni hubiera podido ni osado), pero me hacía observacio-
nes sobre detalles, pequeños problemas a resolver con Frau
Elsa referidos a la pensión, por ejemplo. Su actitud hacia mí
se volvió superficial, como si ya no tuviéramos un pasado de
profunda amistad y de solidaridad total.
En su momento, todos esos hechos poco importantes me
irritaban. Pero, en realidad, ocultaban otros más significati-
vos. Ahora que veo más claro en mi pasado, puedo explicar
las razones de nuestro comportamiento. Yo lo dejaba de lado
porque, en el fondo, me sentía rechazado. En primer lugar,
nunca habíamos definido nuestra amistad. Ante los demás
era preciso ocultar por completo que vivíamos juntos para
280 Alejandro Rússovich

que no se pensara que... Y finalmente, ocultarnos ante noso-


tros mismos el sentido de nuestra amistad. Sabíamos cómo
había comenzado y cómo habíamos renunciado a una deter-
minada intimidad para que fuera posible nuestra amistad.
Pero Witold nunca quiso hablar sino a través de su Diario y
sin nombrarme jamás. Sabía que se dirigía a mí en cierto sen-
tido, y de ese modo podía captar ciertas imágenes que podían
clarificar nuestra propia situación. Pero nunca existió una
conversación auténticamente sincera entre nosotros. Notaba
constantemente esa falta de claridad. Por ejemplo, habíamos
hecho planes para el porvenir: alquilar o comprar un piso
con un crédito del banco, o ir a Europa, tal vez. Pero esos
proyectos no se llevaron a cabo. Yo no veía nada concreto.
Estaba cansado de esta frustración en el plano de los senti-
mientos. Deseaba más claridad y verdad entre nosotros.
Otra explicación que se me ocurre ahora es que él me ex-
cluía de muchas cosas, por ejemplo de todo lo que se refería
a cuestiones polacas. Nunca me hablaba de eso, ni de los po-
lacos de Buenos Aires. Sólo casualmente conocí a algunos.
Y lo mismo pasó con ciertos argentinos que nunca me llegó
a presentar, como Mastronardi, Roger Pla, Ernesto Sabato,
etc. Sólo después de la partida de Witold a Europa llegué a
conocer a Sabato, por ejemplo. Por lo tanto, forzosamente
me debía sentir excluido. En fin, me ocultaba todo lo que se
refería a su vida erótica, a su mundo “privado”. Y sin em-
bargo, éramos amigos de verdad. Lo compartíamos todo: el
dinero, las dificultades, sus problemas de salud. Yo hacía lo
imposible por ayudarlo. Por su parte, él siempre estaba dis-
puesto a sacarme de dificultades en cualquier circunstancia.
Pero la parte más secreta y la más humana de su vida que-
daba disimulada detrás de un telón de acero. Necesitaba co-
nocer su personalidad, entera. Más de una vez le he
empujado a hablarme de su “Retiro” –sin hacerle nunca pre-
guntas, claro está–. Por otra parte, yo estaba al corriente.
Simplemente quería conocerlo un poco mejor. Nada que
hacer. Así como me había dado lo mejor de sí mismo, me
ocultaba cosas que creía negativas. Por mi parte, en conse-
cuencia, le ocultaba mis afectos familiares: le ocultaba muchas
cosas porque sabía que él hacía lo mismo. Witold tenía la cos-
tumbre de tratar los asuntos sentimentales en broma.
La amistad con Gombrowicz 281

Cuando mis sentimientos hacia Rosa María se volvieron se-


rios, comprendió que tenía que cambiar de tono. Se dio
cuenta, con sorpresa, que podría dejarlo, irme...
Habíamos llegado a un punto crítico de nuestra amistad
y hubiéramos debido explicarnos. En lugar de eso, Witold
me escribió una carta y la dejó en mi habitación. Esta carta
era tan dura, tan dolorosa, que no recuerdo exactamente lo
que decía; probablemente porque quiero borrarla para siem-
pre de mi memoria. Se trataba de una ruptura definitiva.
Ponía fin, brutalmente y para siempre, a nuestra amistad. Era
una reacción –ante mi distanciamiento progresivo– dictada
por un sentimiento de soledad y también por su orgullo, sin
duda. Bajo todos los reproches que me hacía en esa carta con
respecto a mi “negligencia” hacia él, notaba un único repro-
che auténtico no formulado: el de haberlo traicionado. Com-
prendo ahora que esperaba de mí un sentimiento absoluto.
Yo estaba desesperado, desamparado ante esta decisión tan
radical. Hubiera querido hablar con él, preparaba frases, pero
me mantenía mudo en su presencia. Estaba demasiado emo-
cionado. Evidentemente, porque no se trataba de hablar sino
de modificar mi decisión. Sin embargo, no me podía volver
atrás, estaba comprometido siguiendo otro camino. En fin,
conseguí decirle que no adoptase una actitud extrema. Nos
reconciliamos porque comprendió que yo sufría. Nuestra
amistad podía continuar, me dijo, a condición de que cam-
biara de actitud con respecto a él. Y eso fue posible.
Dejé la calle Venezuela y me casé con Rosa María en sep-
tiembre de 1953. Rosa María aceptaba, no sólo esta situación,
sino además la persona de Witold. Sin embargo, aunque mi
amistad con Gombrowicz seguía siendo agradable, “existían
silencios entre nosotros”, como escribió él en su borrador.
Imposible llenarlos.
Sentía una especie de resistencia creciente hacia él. Venía
regularmente a casa, a veces iba a reunirme con él al Rex,
pero hubiéramos podido vernos mucho más a menudo.
Durante esos diez años que precedieron a su partida para
Europa, en 1963, nos tratábamos con afecto. Pero yo no sen-
tía la necesidad de verlo y esa falta era un problema incom-
prensible para mí. Había bloqueado por completo en mí la
idea de su soledad. Tenía la impresión, no de haberlo trai-
282 Alejandro Rússovich

cionado (como sugería él en la carta) sino, en cierto modo,


de haberme traicionado a mí mismo en lo que hasta entonces
había sido el sentido de mi vida. Me sentía culpable, aislado.
Fueron años muy difíciles. Con el tiempo intenté modificar
mi actitud, pero sería demasiado largo para contarlo aquí. He
mantenido con todo cuidado a Witold lejos de mis proble-
mas. Nunca supo nada de ellos. Continué comportándome
normalmente con él. Pero sabía que notaba que yo no con-
seguía clarificar ni resolver muchas cosas dentro de mí.
He considerado que este testimonio no tendría sentido si
no decía “toda la verdad”. Eso no ha resultado nada fácil,
pues, a veces, me he sentido disminuido e incluso humillado,
pero era preciso, sin duda, para comprender lo que fue mi
amistad con Witold.

Buenos Aires, febrero de 1979


283

LA DESPEDIDA1

Hacía ya algún tiempo que sabía que Witold se iba a mar-


char. Iba a verlo con más frecuencia que de costumbre. Me
pidió que fuera a buscar alguna cosa a su habitación. Aquello
era muy melancólico porque, manifiestamente, Witold pensaba
que no volvería nunca a la Argentina. Iba a “reconocer el te-
rreno” –era su expresión– para verificar si podía vivir en Eu-
ropa. Su partida me pareció definitiva. Esta impresión provenía
sobre todo de ciertos detalles. Hubiera podido dejar el tocadis-
cos, sus pocos muebles y algunas cosas más en casa de unos
amigos hasta su regreso. Su actitud era la del que está a punto
de morir y deja lo que posee: esto para tal, esto para tal otro.
Fui, pues, a buscar las dos pequeñas bibliotecas que había
fabricado yo mismo hacía un tiempo (todavía las tengo). Lo
ayudé a poner los libros en un sofá. En esos momentos, los
últimos que pasé con él, notaba que era la última ocasión de
decirle algo, pero no sabía qué. Sentía un deseo muy intenso
de llenar ese espacio vacío que había entre nosotros. Tal vez
él haya sentido la misma necesidad porque fuimos muy afec-
tuosos el uno para con el otro. Pero sólo hablamos de cosas
concretas: el pasaje, el barco, cosas así. Enervado, cansado,
como disgustado, en el fondo sufría pero no dejaba ver más
que pequeños malestares físicos. Me dijo la fecha de su par-
tida y me pidió que me informara de la hora exacta, “porque
1
Publicado originalmente en el libro de Rita Gombrowicz Gombrowicz en
la Argentina, como “Testimonio de Alejandro Rússovich”. (N. del E.)
284 Alejandro Rússovich

con los barcos nunca se sabe”. Telefoneé a la compañía de


navegación. Me informaron mal. Me proponía llegar con
adelanto para que mi hijo Adrián, que tenía seis años enton-
ces, visitara el barco, pero cuando llegamos al puerto, el barco
ya se movía suavemente y habían soltado las amarras. Adrián
me tomaba de la mano y nos pusimos a correr entre la mul-
titud, a lo largo del muelle. Queríamos distinguir a Witold
en cubierta desde donde lanzaban miles de serpentinas, entre
gritos y confusión. No conseguí distinguirlo. Adrián estaba
muy decepcionado, Witold era su padrino. Agarré una de las
serpentinas como si fuera el único lazo que podía mantener
con él. Todavía nos quedamos un rato viendo cómo se ale-
jaba el barco. Después, con lágrimas furtivas que ocultaba a
Adrián, volvimos a casa.
VI

“Gombrowicz o la seducción”1

Me ocupo de sus obras, de la vida que hicimos en común,


porque eso es para mí lo más vivo de él. Me interesa fundamen-
talmente su obra, y la abordo desde el punto de vista de la filo-
sofía. Le soy deudor de muchas cosas, de muchos aspectos, sobre
todo de una concepción del mundo y de la vida, en las cuales
coincidimos profundamente. Cuando comencé a escucharlo me
di cuenta de que formulaba, de forma mucho más precisa y
aguda que yo mismo, cuestiones que me eran propias y que yo
nunca había logrado perfilar claramente. Para mí fue un cambio
profundo haberlo conocido, y motivo de un gran crecimiento
espiritual, a pesar de que yo sigo mi propio camino, no soy un
artista, trato simplemente de pensar y de moverme en el aire,
algunas veces enrarecido, del pensamiento.

1
El título de este apartado es el mismo que lleva una película de [Alberto]
Fischerman donde Alejandro Rússovich colaboró como actor. (Nota ori-
ginal de la entrevista realizada por Nicolás Terranova)
286 Alejandro Rússovich

En la casa de Ernesto Deira, en París, junto a un cuadro


del pintor.
287

VANGUARDIA Y VIDA COTIDIANA1

Nada parece vincular estos conceptos que, a primera vista,


más bien se excluyen recíprocamente, sobre todo si pensamos
la vanguardia en términos de ideas o en un arte de avanzada.
Entendemos por vanguardia lo nuevo, original y precur-
sor: la figura de Sócrates que nos diseña Platón fue, es y será
un paradigma de toda vanguardia. Padeció y murió por
hacer del hombre mismo el núcleo del enigma cósmico. Algo
similar generalmente ocurre a otros vanguardistas como
Giordano Bruno, quemado a causa de la belleza y audacia
de su pensamiento. El hombre común, sometido a los hábi-
tos y la normalidad de lo cotidiano, rechaza cualquier quie-
bra del contrato social que amenace su precaria seguridad
burguesa.
Toda auténtica vanguardia surge, justamente, contra lo co-
tidiano. Hábitos, costumbres, normas, tienden a regularizar
la existencia y no dan lugar a la irrupción de lo insólito. La
inexorable causalidad de la naturaleza excluye del acontecer
la más mínima infracción a sus leyes eternas. Lo contrario
sería un milagro. (No es lugar aquí para pensar críticamente
la condición del milagro. O el significado del término “mila-
gro”. Me remito a Baruch de Spinoza, en el capítulo VI, “De
los milagros”, de su Tratado Teológico-Político donde, final-

1
Ponencia presentada en el V Congreso Internacional de la Federación
Latinoamericana de Semiótica, en Buenos Aires, el 28 de agosto de 2002.
(N. del E.)
288 Alejandro Rússovich

mente, viene a afirmar lo que decíamos hablando de “la in-


exorable causalidad de la naturaleza”).
No sólo en el orden de la Extensión sino, paralelamente,
en el orden del Pensamiento, impera la causalidad inflexible.
Sólo la ignorancia de la verdadera causa puede hacernos ver,
en la espontaneidad de nuestras decisiones, la realidad iluso-
ria de la libertad. Conocemos nuestros actos y podemos pre-
ver sus efectos, pero ignoramos sus motivaciones que
permanecen en lo profundo, fuera del alcance de la concien-
cia de sí. Freud fundará, más tarde, en ese concepto, la pos-
tulación del Inconsciente.
¿En qué consiste, según esto, la libertad de nuestros actos?
Libertad de... Sin el “de”, ¿qué sería de la libertad?
La condición es la dependencia, la libertad lo condicio-
nado. La dependencia, la esclavitud, son el fundamento, la
substancia, a la que pertenece, como accidente, la libertad.
La libertad es accidental, insólita, novedosa, quiere ser única.
Es la vanguardia en todos los tiempos: ayer, hoy y mañana.
Paradojalmente, la única libertad que nos es dada es la del
pensar. Ejerciéndola, descubrimos el orden inmutable del
universo, el imperio sin límites de la causalidad, otra forma
de la Necesidad, ley o regla, tercera de las categorías kantia-
nas de la Modalidad.
Éstas son también, en el mismo orden, las tres categorías
semióticas de Peirce: Posibilidad, Existencia (o Dasein) y Ne-
cesidad, Ley o Regla.
De aquí se deriva su más conocida división de los signos
(quizá también la más productiva teoréticamente) en Íconos,
Índices y Símbolos. La clasificación está fundada en catego-
rías, esto es, en modos necesarios o en una estructura aprio-
rística del pensar, que puede conocerse a partir de la reflexión
sobre sí mismo. No cabe duda de que fue Kant, en la historia
del pensamiento, quien primero vio la dimensión del pro-
blema del conocimiento y le dio una solución sistemática,
que la ciencia contemporánea utiliza más de una vez como
instrumento (por ej. Saussure, quien considera la estructura
apriorística, necesaria y universal de la Lengua, similar a los
conceptos puros a priori del entendimiento, frente a la varia-
ción incesante, imprevisible y azarosa del Habla, que corres-
ponde a la multiforme sensación kantiana, organizada por
Vanguardia y vida cotidiana 289

las categorías. También Peirce, quien funda la Semiótica me-


diante la definición de todos los signos posibles, como resul-
tado de una lógica categorial triádica de extracción
explícitamente kantiana).
Kant representa la reflexión del pensar sobre sí mismo.
Esto provocó la desdeñosa observación de Hegel, según la cual
conocer el conocimiento, conocer antes de conocer, viene a
ser como el propósito de aquel que quería aprender a nadar
sin meterse en el agua. Goethe, por su parte, pone en boca de
Mefistófeles la máxima que rige su acción práctica, la eficacia
de su obrar: “Nunca –asegura– pensé sobre el pensar”.
Y... sin embargo, ¡cuánto es lo que conocemos ya, de en-
trada, en la medida en que hacemos uso práctico de la razón!
Ella no es, según Kant, sino una estructura de funciones
puras a priori ad experientiam (previas a la experiencia) desti-
nadas a ordenar la infinita variedad de lo sensible, el caos im-
predecible de la sensación, para configurar un cosmos
ordenado, uno y diverso, que llamamos Naturaleza.
Comencé diciendo que la vanguardia y la vida cotidiana
aparentemente se excluyen. Me referiré a dos obras literarias
donde la contradicción entre lo habitual y lo nuevo se re-
suelve dialécticamente en un producto que, tematizando lo
cotidiano, se resuelve en un texto de singular valor estético.
Son obras de avanzada que influyen en la literatura y en la
filosofía aportando una nueva concepción del mundo y de la
vida, susceptible de interpretaciones innumerables.
¿Cómo se presenta la cotidianidad en la literatura? Desde
la más remota antigüedad, pueden espigarse imágenes vívidas
de episodios corrientes: registros de transacciones comercia-
les, inventarios, hipotecas... Las tablillas de arcilla de sume-
rios y babilonios revelan las ocupaciones corrientes, lo
puntual y concreto según el curso regular de la existencia so-
cial. En realidad, se trata de la superficie, de prácticas habi-
tuales que, a través de signos más o menos perdurables, nos
dan una visión de las relaciones comunes que se entablaban
en las culturas más diversas.
Pero quizá lo más representativo sea el relato literario por-
menorizado de los detalles más íntimos, los actos y los pen-
samientos que tienden a expresar lo privado y la
subjetividad.
290 Alejandro Rússovich

Miguel de Montaigne, quien nos relata los más menudos


acontecimientos de su vida cotidiana, sus hábitos, sus ma-
nías, la fluctuación inquieta de su humor, sus contradic-
ciones, incertidumbres, el sabio escepticismo de sus
opiniones, es, no cabe duda, un precursor, un instaurador
de lo nuevo, un vanguardista. De sus Ensayos se nutrieron
Descartes, fundador de la filosofía moderna, y Pascal, el
primero que inicia la reflexión existencial, que comprende
pensadores como Kierkegaard y, más cerca, Heidegger y
Sartre.
En Montaigne, se resuelve y supera la contradicción entre
cotidianidad y vanguardia: de la experiencia y la observación
de sí mismo, de los entresijos de su existencia diaria, surge
un relato revelador que nos identifica con sus vivencias, su
empírica sabiduría que describe el objeto inmediato más cog-
noscible, como que se trata de su propio “yo”. “Los demás for-
man al hombre; yo lo recito”, nos dice.
Las ínfimas menudencias, las asociaciones que le brin-
dan sus profusas lecturas de los antiguos latinos, a partir
de la diaria rutina de su vida (en una torre, circundado de
libros, en su castillo de Montaigne) son la materia de sus
Ensayos. Divaga en ellos siguiendo los meandros capricho-
sos de su fantasía. El título, por lo general, nada tiene que
ver con el tema que constituye la médula del Ensayo. El “De
los vehículos”, por ejemplo, comienza detallando los incon-
venientes que encuentra en los diversos carruajes y embar-
caciones que empleó en sus viajes; en general, prefiere el
caballo. Pero de aquí pasa, sin transición, a la crítica más
acerba, la más precisa y certera, con criterio humanista, ra-
cional y universal, de las atrocidades, del genocidio impune
de los conquistadores del nuevo mundo, que apareció de
pronto, ante los ojos atónitos, apreciativos y codiciosos, de
los europeos.
En el Libro III, cap. 2, en el ensayo titulado “Del arrepen-
timiento”, explica:
Yo no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio; [...]
de día en día, de minuto en minuto: es preciso que aco-
mode mi historia a la hora misma en que la refiero, pues
podría cambiar un momento después; y no por acaso,
también intencionadamente.
Vanguardia y vida cotidiana 291

El motus animi continuus que preconizaba Cicerón como


hálito y nervio del orador, es lo que Don Miguel nos dice que
traslada al papel.
“Pinto solamente lo transitorio”. Hoy hablaríamos de la “co-
rriente de la conciencia” y, mucho más hacia atrás, del De-
venir de Heráclito, contra cuya inexorable irreversibilidad
intenta erigir la cultura los inventos humanos. Para asegurar
la permanencia nace la escritura, las artes plásticas, y todos
los recursos tecnológicos modernos: fotografía, cine, graba-
ción del sonido, video, etc., etc.
La literatura, en especial, conlleva un anhelo de perma-
nencia, plenamente consciente en los poetas y escritores de
todos los tiempos; la amada, el donante o mecenas, se pro-
meten esta inmortalidad vicaria de la representación artística.
No obstante, y esto nos consta –nos lo muestra nuestra ví-
vida experiencia cotidiana– solamente la fama garantiza una
cierta supervivencia. En última instancia, es la Especie, que
Schopenhauer puso de moda como explicación metafísica de
la ínfima importancia del “yo” –de mi “yo”, que es lo único que
tengo– frente al supremo poder de la Especie, objetivación de
la Voluntad de Vivir que existe en un tiempo infinito. Nues-
tros genitales, ejemplifica Schopenhauer, nos avergüenzan por-
que revelan nuestra insignificancia individual, en ellos bulle la
Voluntad de Vivir. Claro que el solitario pensador de Danzig
gozaba lo indecible, aunque pesimista y cascarrabias, procla-
mando la banalidad absurda de la existencia, “porque el delito
mayor/ del hombre es haber nacido”, como decía Calderón. Pero,
en definitiva, su propia vida confortable y burguesa, su fre-
cuentación de las putas de Danzig, le permitían enunciar con
alegre placer intelectual las más atroces crueldades de la Natu-
raleza y el valor negativo del placer, frente a lo positivo del su-
frimiento y, a lo sumo, después de la fugaz satisfacción del
doloroso deseo, el tedio gris y el aburrimiento.
Muy distinto es el temperamento saludable y vivaz de
Montaigne. Celebra la sexualidad en uno de sus ensayos fi-
nales, uno de los más célebres, llamado “Sobre unos versos
de Virgilio”. Allí nos dice:

¿Qué hizo la acción genital, tan natural, necesaria y


justa para los hombres, para que no osen hablar de ella
292 Alejandro Rússovich

sin avergonzarse, y para excluirla de las conversaciones


serias y morigeradas? Resueltamente pronunciamos matar,
robar, traicionar, y aquello no nos atrevemos a proferirlo
sino entre dientes.

Dedicándose cada vez más a su querido “yo”, Montaigne


tiene gran estima por los placeres corporales –“alimentos te-
rrestres”, los llama André Gide– y nos cuenta, por ejemplo,
el gusto que le da rascarse con un palito cuando le pica el
orificio de la oreja (confieso que a mí también me complace
y seguramente lo hacían ya los hombres de las cavernas).
Pero lo singular de Don Miguel es que se tome el trabajo de
contárnoslo. Si, además, acaba de citar a Séneca o a Lucre-
cio, su indiscreta revelación nos resulta, con todo, significa-
tiva: nos muestra un alma que se complace en la aceptación
normal del propio cuerpo y sus goces naturales, un espíritu
pagano, pre-cristiano, formado en la lectura de los epicúreos,
los escépticos o los estoicos, que celebraban este mundo y
esta vida, como lo que presta pleno sentido a la existencia
humana.
Otra representación literaria de la vida cotidiana es el Dia-
rio de Witold Gombrowicz. Aparte de su reconocida venera-
ción por Montaigne, su Diario, si le cabe algún género,
corresponde al peculiar modo que marcan los Ensayos.
Idéntica atención a sí mismo, análogo discurrir deshilva-
nado y creador de su propia imagen, igual autoexamen del
objeto inmediato que es su propio “yo” reflexivo.
Lo cotidiano es la substancia misma del relato; en el pri-
mer tomo de la edición española de su Diario, Gombrowicz
declara: “Publico lo que antecede para que sepáis cómo soy en mi
vida cotidiana”. Por lo demás, la confrontación de dos frag-
mentos muestra, si no la imitación, sí la semejanza de tempe-
ramento y una cierta co-afinación anímica.
Dice Montaigne en el libro III, capítulo 11, en el Ensayo
“De los cojos”:
En el mundo no he visto monstruo ni portento más
expreso que yo mismo: nos acostumbramos por hábito a
todo lo extraño, con el concurso del tiempo; pero cuanto
más me frecuento y reconozco, más mi deformidad me
pasma y menos yo mismo me comprendo.
Vanguardia y vida cotidiana 293

Puede leerse en el Diario Argentino de Gombrowicz, recien-


temente reeditado:
Ningún animal, batracio, crustáceo, ningún monstruo
imaginario, ninguna galaxia, me son tan inaccesibles y
ajenos como yo. (¿Una idea fútil?).
Te has esforzado durante años en ser alguien, y ¿qué
has llegado a ser? Un río de acontecimientos en el pre-
sente, un torrente tempestuoso de hechos fluyendo en el
presente hacia el momento frío que padeces y que no lo-
gras referir a nada. El abismo, he ahí lo único tuyo.

Tanto el Diario de Gombrowicz como los Ensayos de Mon-


taigne comparten, en un aspecto, el destino del Quijote: Cer-
vantes publicó la Segunda Parte cuando la celebridad del
personaje lo consagraba en toda España como best seller con
toda la fama y el aplauso jocoso de innumerables lectores.
Montaigne, a su vez, al cabo de las sucesivas ediciones de
sus crecientes Ensayos, tomó conciencia de su propia figura li-
teraria, y la extensa difusión de sus escritos lo impulsó a decir
más de lo que se hubiera atrevido antes del público recono-
cimiento de su obra.
Gombrowicz, por su parte, cobra progresivamente con-
ciencia de su forma literaria, a medida que las entregas de su
Diario a la revista polaca Kultura multiplican sus lectores.
Frente y contra el público –primero, naturalmente, los lec-
tores polacos– proyecta en el Diario su figura, buscando la re-
sonancia, la adhesión o el rechazo de los destinatarios. Dice,
en un fragmento del Diario, donde, en bastardilla, habla de
sí mismo como de otro:
“[...] en realidad, él no sabe qué hacer con ese Gom-
browicz que, desde hace algún tiempo se le aparece en los
periódicos extranjeros, ya internacional, europeo, ya casi
universal [...]”
“[...] y no le es lícito, en un asunto tan personal, tan
suyo, entrar en unos caminos ya trillados, él tiene que en-
contrar aquí su propia solución, y a la pregunta ‘¿cómo ser
grande?’ debería dar una respuesta totalmente particular.”

De todos los estilos de “grandeza” a que pasa revista, lo


único que le resulta aceptable es la estrategia de Thomas
294 Alejandro Rússovich

Mann, con su ambigua manera de articular lo bajo con lo


alto, en palabras de Witold: “[...] la grandeza con la enferme-
dad, el genio con la decadencia, la superioridad con la humillación,
el honor con la vergüenza [...]”.
Claro que ese perturbador acoplamiento le suscitaba su
propio tema –análogo– de la seducción por la inmadurez, la
juventud, la belleza de lo torpe y todavía no formado.
Digamos, de paso, que este truco de desdoblarse en narra-
dor y otro personaje, es el mismo procedimiento estilístico
que en La Seducción marca la disociación en Witold y
Fryderyk; en Cosmos, Witold y Fuks (que se profundiza en
Witold y León); en El Casamiento, Enrique y Pepe, y en ge-
neral, quizá el origen de este desdoblamiento esquizofrénico
radique en su infancia, en aquella rabia que le producía la
doble personalidad de su madre.
era por naturaleza –nos dice–:
impulsiva ingenua
caprichosa
de una cultura más bien mundana
anárquica
miedosa
golosa
enamorada de las comodidades

se imaginaba que era


razonable lúcida
disciplinada
intelectual
organizada
valiente
frugal
ascética heroica incluso

En Buenos Aires, Witoldo llevó por mucho tiempo una


existencia oscura, desconocido, en la miseria; pero guardaba
en reposo, por dentro, su irrenunciable vocación por la es-
critura.
Una doble vida: cuando, en la pizzería de Morón, se supo
que había aparecido con su firma un escrito en el suplemento
literario de La Nación, la risueña popularidad de que gozaba
entre los jóvenes parroquianos se trocó en respeto y distancia.
Vanguardia y vida cotidiana 295

Por lo demás, actuaba, encarnando un personaje ficticio,


artificial y casi payasesco. Su Yo profundo, el simple yo se-
mejante a cualquier otro, jamás lo exhibía. Amor, debilidad,
inmadurez, ternura, morían al nacer tras la máscara irónica,
burlona, de su “forma” pública “Gombrowicz”.
Al final de su vida, en el llamado Testamento concluye:

En mi vejez, la vida se me ha vuelto más fácil. Navego


con seguridad entre mis contradicciones, mi voz se ha
hecho más firme, sí, sí, me he hecho mi agujero, desem-
peño mi papel, soy servidor. ¿De quién? De Gombrowicz.
[...] Desembarazarse de Gombrowicz, comprometerlo, des-
truirlo, he aquí algo que sería vivificante... pero no hay
nada más arduo que luchar contra el propio caparazón.

En los autores que sobresalen en este género –que a falta


de algo mejor llamaremos antropocéntrico–, tal como se da
en todo gran arte, se opera una transubstanciación de lo
banal, lo obvio que sucede a diario, en singularidad, en punto
de vista obstinadamente fijado en la idea o modelo según se
lo muestran sus ojos y todos los sentidos de su cuerpo. Se
trata de una singularidad buscada y explícita, de lo que es tal
cual es, que ignora la moralidad; sólo la intención estética
impulsa a fabricar el objeto único que es la obra de arte.
Lo cotidiano como tal frecuentemente se ve transpuesto
en denso y original relato, como en la obra de Kafka, donde
lo banal, lo consuetudinario y corriente sirve, precisamente,
para la irrupción del absurdo, que se abre en esa oscura pe-
sadilla, en ese vértigo del sinsentido que se apodera natural-
mente de nuestro ánimo, en una visión perturbadora que
aceptamos como una nueva dimensión del destino.
Estoy muy lejos de agotar el tema. Sobre todo, sería me-
nester un desarrollo pormenorizado de las categorías estéticas
–modos necesarios, susceptibles de adiestramiento– que per-
mitan una relación más libre con la forma, menos supeditada
a las normas consagradas y que, más que una mejor relación
con el arte, apunte a una estética del despliegue del propio
“yo”, que conduzca la existencia de tal modo que alcance el
sentido de una obra de arte.
296 Alejandro Rússovich

Disfrutando de la paz campesina, en familia, con su hijo


Adrián y su nieto Tomás

Alejandro con su hija Paula y su nieto Tomás, en el campo de


Corrientes.
297

ÍNDICE

ÍNDICE
Dedicatoria .................................................................. 5

Agradecimientos (Rosa María y Kikí Elorza) .................. 9

Una clase inaugural de filosofía en el CBC (1996) ........... 11

I. “Advertir que cualquiera puede pensar…” .................. 21

Notas sobre la especulación y la literatura (1952) ........... 23

Episodio del Ministerio de Defensa (1953) ..................... 27

Sobre la libertad en la enseñanza (1951)......................... 37

II. “Sé que en general mis clases son bien recibidas…” ........ 43

En torno al esquematismo kantiano (1995)..................... 45

Agustín y Kant (1996)................................................... 55

Buber y Kant (1996)...................................................... 69

III. “Hay pensadores que ofrecen una


particular intensidad…” .................................................. 85

“Cuando pienso que pienso no consigo…” (s/d) ............ 87


298 Alejandro Rússovich

La contradicción (1980) ................................................. 89


Desdoblamiento de la autoconciencia
y dialéctica intersubjetiva en Hegel (1980) .................. 113
Un epígrafe (s/d) ......................................................... 125

“Canta el cielo desierto ¡Dios ha muerto!…” (s/d) ......... 127

Montaigne y la filosofía como ficción (2001) ................. 131

Spinoza con Deleuze (2006) ......................................... 139

IV. “¿Por qué y para qué filosofía?” .............................. 159

Semiótica y psicoanálisis (c. 2002)................................. 161

Fundamentación filosófica de las categorías semióticas.


El pensamiento de Peirce considerado como
un Interpretante del pensamiento de Kant (1994) ................... 175

Reflexiones acerca del concepto de familia (1991) .......... 185

Acerca del significado de la identidad (1989) ................ 193

Muy cerca del objeto en sí (1990) ................................. 201

El signo en la teoría del conocimiento .......................... 211


El co- del conocimiento (1979) ..................................... 217

V. “Advertir que las ideas están, como las palabras,


en nuestras manos…” .................................................. 223

Gombrowicz entre nosotros (1969) ............................... 225

La visión del mundo de Gombrowicz ..........................


y su relación con la Argentina (2004) .......................... 233

Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica (1998) .... 247

La amistad con Gombrowicz (1979) ............................ 257


299

La despedida (1979) ................................................... 283

VI. “Gombrowicz o la seducción” ................................ 285

Vanguardia y vida cotidiana (2002) ............................. 287


300
Alejandro Rússovich

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