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Hjelmslev

Un “maestro subterráneo”

Mauricio Gil Q.

La obra de Hjelmslev es elocuentemente descrita por Samir Badir


como una “obra desconocida” y el mismo Hjelmslev como un
“maestro subterráneo”. Con estas expresiones Badir quiere subrayar
lo poco y mal leído que ha sido el lingüista danés, sin dejar de
mencionar algunas notables excepciones: Derrida, Deleuze y
Ricoeur entre los filósofos; Martinet, Greimas y Rastier entre los
lingüistas y semiólogos; Barthes, Todorov y Kristeva entre los
semiólogos y teóricos de la literatura. Más allá de las excepciones,
la regla parece haber sido el conocimiento de segunda o tercera
mano, con las consiguientes deformaciones (Badir 2004: 13-14).

Según Badir, algunos de los motivos de este desconocimiento y de


esta deformación se pueden atribuir al texto mismo de Hjelmslev,
que presenta dificultades estilísticas y enunciativas particulares. A
pesar de ser el suyo un estilo de clasicismo depurado, se habría
vuelto “monstruoso” debido a su tecnicismo extremo “exigido por la
empresa de revisión radical que lleva a cabo de los fundamentos
teóricos del estudio de la lengua” (Ibid.: 15). Por otra parte, por el
lado enunciativo, no se sabe bien desde dónde hablan los textos de
Hjelmslev, ni a quién se dirigen –¿al filósofo, al epistemólogo, al
lingüista?—, lo que habría causado que carezca de una audiencia
identificada directamente con su trabajo.

En todo caso, si los rasgos estilísticos y las peculiaridades


enunciativas han constituido barreras para muchos lectores, otros
encuentran en estos rasgos y peculiaridades justamente la fuerza del
texto de Hjelmslev. Greimas, por ejemplo, consideraba los
Prolegomena como “el más bello texto lingüístico” (citado en
Schleifer 2017), y a Hjelmslev mismo como su principal y constante
fuente de inspiración: “Claude Lévi-Strauss dijo que antes de
ponerse a escribir leía tres páginas del 18 de Brumario de Marx. En
mi caso, son páginas de Hjelmslev” (citado en Dosse 2004: 242).

Derrida, por su parte, elogió vivamente su obra y la de la Escuela de


Copenhague por zafar, al menos parcialmente, de los presupuestos
metafísicos todavía operantes en la lingüística estructural. En la
crítica deconstructiva de los remanentes logocéntricos de la
fonología –en que Derrida plantea la estrategia de “oponer
decididamente Saussure a sí mismo” (1967: 68)—, Hjelmslev
resalta, junto con Uldall, como aquel que extrajo las “consecuencias
más rigurosas” del formalismo del maestro ginebrino, una de las
cuales es, justamente, la crítica del fonocentrismo:

En los Prolégoménes á une théorie du langage (1943), al


utilizar la oposición expresión/contenido, con la que sustituye a
la diferencia significante/significado, y cada uno de cuyos
términos puede considerarse según los puntos de vista de la
forma o de la sustancia, Hjelmslev critica la idea de un lenguaje
naturalmente ligado a la sustancia de expresión fónica. Es por
error que hasta aquí se ha “supuesto que la sustancia de
expresión de un lenguaje hablado consiste exclusivamente en
‘sonidos’” (Ibíd.: 75).

Con esto, como sostiene el mismo Derrida, la crítica glosemática


vino a abrir un campo de investigaciones nuevas como el de la
grafemática (ciencia de la sustancia de expresión gráfica),
permitiendo a su vez “el acceso al elemento literario, a lo que en la
literatura pasa a través de un texto irreductiblemente gráfico, que
liga el juego de la forma a una sustancia de expresión determinada”
(Ibíd.: 77). Lo cual no implica que la glosemática hubiera arribado a
la noción de archi-escritura o que estuviera libre de todo riesgo
metafísico, como el del objetivismo cientificista “que muchas veces
se reconoce actuando en la Escuela de Copenhague” (Ibíd.: 80),
pero introdujo de manera decidida una ruptura en el fonologismo y
generó con ello una apertura a formas más rigurosas y radicales de
teorización lingüística.

Por ello no es casual que Deleuze y Guattari mostraran un gran


entusiasmo por la obra de Hjelmslev, a quien se refieren en Mil
mesetas como “el geólogo danés spinozista Hjelmslev, príncipe
taciturno descendiente de Hamlet” (1980: 50), usando amplia y
libremente su teoría de la estratificación semiótica. Ni tampoco que
Lacan percibiera que la teorización de Hjelmslev constituía una
alternativa a aquella de Jakobson, que había sido de tanta utilidad en
la primera fase de su enseñanza, pero que no dejaba de plantearle
cada vez más problemas. Volveremos sobre estas derivaciones en el
capítulo final. Por el momento, basten estas referencias iniciales
para entrever los alcances de la obra de este hamletiano maestro
subterráneo, que no por nada escribió: “Es como un mismo puñado
de arena con el que se formasen dibujos diferentes, o como las
nubes del cielo que de un instante a otro cambian de forma a los
ojos de Hamlet” (1943a: 79).

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