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SEXO, CONTRATOS Y MODALES.

SLAVOJ ŽIŽEK
TRADUCCIÓN: JOSUÉ YASSER MOLINA LOYOLA

Por lo menos en Occiente, cada vez nos volvemos más conscientes de que la coerción y
la explotación están implicadas en las relaciones sexuales. Sin embargo, también debemos
tener en cuenta el hecho (del que no estamos tan conscientes) de que millones de
personas coquetean y juegan a la seducción con el propósito explícito de conseguir una
pareja y hacer el amor. Así, en la cultura occidental moderna, se espera que los dos sexos
jueguen un papel activo en este juego. Cuando las mujeres se visten de forma
provocadora para atraer la mirada masculina, cuando ellas se “cosifican” para seducirlos,
no lo hacen ofreciéndose como objetos pasivos: son agentes activos de su propia
“cosificación”, manipulando a los hombres, jugando juegos ambiguos, etc.; y siempre
están en su derecho de salirse completamente del juego en cualquier momento incluso si,
a opinión masculina, esto parezca contradecir las señales que hasta ese momento les
habían mostrado. Este papel activo de la mujer, que es parte de su libertad, es lo que
molesta a muchos tipos de fundamentalistas -desde musulmanes que hace no mucho
prohibieron a las mujeres tocar y jugar con plátanos o cualquier otra fruta que se parezca
a un pene, hasta nuestros propios chovinistas que violentan a las mujeres que primero
los “provocan” y que después los rechazan. La liberación sexual femenina no es sólo
parar de “cosificarse” (como un objeto sexual para el hombre), sino que se trata del
derecho de jugar activamente con esa auto-cosificación, en un esquema donde ellas
pueden ofrecerse y retirarse a voluntad. ¿Será posible seguir afirmando estos hechos en
un futuro cercano, o la presión de lo políticamente correcto hará que siempre
acompañemos esos juegos con algún tipo de declaración formal-legal (de consentimiento,
etc.)?
Sí, el sexo está atravesado por juegos de poder, obscenidades violentas, etc., pero
la cosa difícil de aceptar es que todo eso es inherente al sexo mismo. Algunos
observadores perspicaces ya dijeron alguna vez que la única forma de relación sexual que
cumple los criterios de la corrección política, son los contratos hechos entre parejas
sadomasoquistas. El aumento de la corrección política y de la violencia son, entonces,
dos caras de la misma moneda: en tanto que la premisa básica de la corrección política es
reducir la sexualidad a un contrato de consentimiento mutuo, Jean-Claude Milner destaca
que el movimiento anti-acoso, inevitablemente, alcanzaría su máxima expresión en los
contratos que estipulan formas extremas de sexo sadomasoquista (tratar a una persona
como perro con collar, comercio de esclavos, tortura, asesinato consentido). En esos
tipos de esclavitud consentida, la libertad mercantil de un contrato se niega: el comercio
de esclavos se convierte en la mayor expresión de libertad. Es como si la idea de “Kant
con Sade” de Jacques Lacan (el brutal hedonismo del Marqués de Sade como la
exposición de la ética tan rigurosa de Kant) se volviera realidad de una forma inesperada.
Antes de descartar esta idea de Lacan sólo como una paradoja provocadora, deberíamos
reflexionar sobre cómo esa paradoja funciona en nuestra realidad social.
El objetivo de las propuestas (que están apareciendo por doquier, desde los
Estados Unidos, Reino Unido o Suecia, en el contexto del movimiento #MeeToo) que
abogan por la existencia de los contratos sexuales es claro: eliminar los elementos de
violencia y dominación por medio de contratos sexuales. La idea es que, antes de
“hacerlo” ambas parejas deben firmar un documento donde se identifiquen, declaren
estar consintiendo su participación en la relación sexual y, también, las condiciones y
límites de su actividad (uso de condón, de palabras sucias, del inviolable derecho de cada
pareja de interrumpir el acto en cualquier momento, de informar a la pareja acerca de su
salud, religión, etc.). Todo esto suena perfecto, pero también surgen problemas y
ambigüedades.
El derecho a retirarse de la interacción sexual en cualquier momento abre
posibilidades para nuevos tipos de violencia. ¿Qué sucede si la mujer, después de ver a
su pareja desnuda con el pene erecto, comienza a burlarse de él y le dice que se vaya?
¿Qué pasa si el hombre le hace lo mismo a ella? ¿Podría alguien imaginar una situación
más humillante? Claramente, se puede encontrar una manera apropiada para resolver esas
situaciones por medio de modales y un poco de sensibilidad, cosas que, por definición,
no pueden legislarse. Si se quiere prevenir la violencia y brutalidad añadiendo nuevas
cláusulas al contrato, se pierde un elemento central del juego sexual, que es, precisamente
el delicado balance entre lo que se dice y lo que no se dice.
Aunque no soy fan de Sex and the City, hay una anécdota interesante en uno de los
episodios: ese donde Miranda se involucra con un chico al que le gusta hablar sucio todo
el tiempo durante el sexo. Pero como ella prefiere mantenerse en silencio cuando hace el
amor, él le pide que también diga cualquier palabra sucia que le llegue a la mente, sin
restricciones. Al principio Miranda se resiste, pero cuando empieza a seguir el juego, las
cosas funcionan bien: el sexo es intenso y apasionado hasta… hasta que ella dice algo
que altera a su amante y que, eventualmente, hace que se detenga el acto sexual. ¿Qué le
dijo nuestra heroína? Momentos antes, Miranda le mencionó que se dio cuenta de lo
mucho que él disfrutaba que ella le metiera su dedo por el ano. De pronto, Miranda tocó
la excepción: sí, habla de todo lo que quieras, menciona y grita todas las imágenes sucias
que se te vengan a la mente, pero no menciones eso. La lección de este incidente es
importante: incluso el hablar libremente incluye una excepción. El detalle prohibido es,
en sí, un detalle menor y hasta una cosa inocente; incluso uno se puede imaginar por qué
el chico se sintió tan sensible cuando Miranda lo mencionó: probablemente la experiencia
pasiva que involucra la penetración anal altera su identificación masculina. La interacción
sexual está llena de esa clase de excepciones en las que el entenderse en silencio y el tener
un poco de tacto son las únicas formas de proceder cuando uno quiere que le hagan -o
quiere hacer- cosas, pero sin hablar explícitamente de ello; lo mismo pasa cuando la
crueldad emocional extrema se hace pasar por cortesía o cuando la violencia moderada
se sexualiza.
¿Tales contrastes deberían ser jurídicamente vinculantes o no? Si la respuesta es
no, ¿qué impide que hombres violentos firmen y después violen el contrato? Si la
respuesta es que sí, ¿podemos imaginar la pesadilla legal que significaría violar el contrato?
Esto no significa que se deba respaldar la carta de las francesas -que firmó Catherine
Deneuve junto a otras mujeres- que critica el “exceso de puritanismo” de #MeeToo y
que defiende formas tradicionales de galantería y seducción. El problema no es que
#MeeToo vaya muy lejos -en casos, aproximándose a ser una caza de brujas- y que se le
pida más comprensión y moderación al movimiento; el problema es la forma en
#MeeToo trata la cuestión: al restarle importancia a la complejidad de las interacciones
sexuales, no solo se desdibuja la línea entre la conducta indecorosa lasciva y la violencia
criminal, sino que se enmascaran formas invisibles de violencia psicológica extrema y se
les hace pasar por cortesía y respeto.
Cuando se habló sobre la diferencia entre Weinstein y Louis CK, las activistas de
#MeeToo declararon que quienes aseguran que hay diferencia entre ellos, no tienen idea
de cómo funciona y se experimenta la violencia de los hombres hacia las mujeres y que
la masturbación frente a una mujer puede ser igual de violenta que un abuso físico. Y
aunque hay un momento de verdad en estas afirmaciones, se debe, sin embargo, presentar
un límite claro a la lógica que sostiene esa argumentación: lo que uno siente no puede ser
la medida legítima de la autenticidad, ya que los sentimientos también pueden mentir. Si
negamos esto, simplemente negamos el inconsciente freudiano. En una dominación
patriarcal verdaderamente efectiva, una mujer ni siquiera experimenta su papel como el
de una víctima humillada y explotada; ella simplemente acepta su sometimiento como
parte del orden de las cosas.
Se debe tener en mente que la dominación patriarcal corrompe sus dos polos,
incluyendo a sus víctimas o, para citar a Arthur Koestler: “Si el poder corrompe, lo
contrario también es verdad: la persecución corrompe a las víctimas, aunque tal vez de
formas más sutiles y trágicas”. En consecuencia, también se debe hablar de la
manipulación femenina y la crueldad emocional. En última instancia, como respuesta
desesperada a la dominación masculina, las mujeres luchan contra ella de cualquier
manera posible. Y se debe admitir que, en muchas partes de nuestra sociedad donde el
patriarcado tradicional está desgastado, los hombres no viven bajo menor presión que las
mujeres; así que la estrategia adecuada debería ser el tratar también las ansiedades
masculinas y luchar por un pacto entre estas y la lucha de las mujeres por conseguir su
emancipación. La violencia masculina contra las mujeres es, en gran medida, una reacción
de pánico ante el hecho de que su autoridad tradicional está socavada; así, parte de la
lucha por la emancipación de la mujer, debería de demostrarle a los hombres cómo,
aceptar esa lucha, también los liberará de sus ansiedades y eso les permitirá tener mejores
vidas.
El problema principal del sexo contractual no es sólo su forma legal, sino también
su sesgo escondido: un contrato sirve muy bien para el sexo casual donde las parejas aún
no se conocen entre sí y quieren evitar malentendidos sobre su noche de aventura. Pero
también se debe prestar atención a las relaciones de largo plazo que están empapadas de
formas de violencia y dominación mucho más sutiles que las muy vistosas formas en que
Weinstein forzaba al sexo.
A final de cuentas, ninguna ley y contrato ayuda aquí -sólo lo haría una revolución
de las costumbres. Pero ¿por qué hablar de cortesía y modales cuando hoy nos
enfrentamos a problemas “reales” mucho más apremiantes? Al hacer esto, ¿no
retrocedemos al nivel de la famosa burla de De Quincey sobre el arte de asesinar?:
“¿Cuántas personas comenzaron desencadenando el terror y las catástrofes económicas
y también terminaron comportándose mal en una fiesta?” Pero los buenos modales sí
importan. En situaciones tensas, son una cuestión de vida o muerte, una delgada línea
que separa la barbarie de la civilización.
Hay un hecho sorprendente sobre los últimos casos de vulgaridades públicas que
merece mención. En la década de 1960, las vulgaridades se asociaron con la izquierda
política: los estudiantes revolucionarios a menudo usaban un lenguaje corriente para
enfatizar su contraste con la política oficial y su jerga pulida y refinada. Hoy, el lenguaje
vulgar es un derecho casi exclusivo de la derecha radical, de modo que ahora la izquierda
está en la posición que defiende la decencia y los modales públicos. La cortesía (modales,
gallardía) es más que obedecer solamente la ley externa y tampoco es una actividad moral
pura: es el dominio ambiguamente impreciso de lo que uno no está estrictamente
obligado a hacer (si uno no lo hace, uno no infringe ninguna ley), es lo que se espera que
uno haga. Aquí estamos lidiando con regulaciones tácitas, implícitas, con cuestiones de
tacto, con algo hacia lo que los sujetos tienen como norma una relación no reflejada, algo
que es parte de nuestra sensibilidad espontánea, costumbres y expectativas tejidas en
nuestra herencia de costumbres. Ahí reside el punto muerto autodestructivo de lo
políticamente correcto: trata de formular explícitamente, legalizar incluso los modales.

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