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LA DESTRUCCIÓN
II
UNA MÁRTIR
III
LESBOS
(1) Friné: Nombre de una cortesana griega célebre por su belleza. Se cuenta que, habiendo
sido acusada de impiedad, obtuvo la absolución desnudándose ante sus jueces
(3) Léucate: Acantilado de la isla Leucade, desde donde se precipitaban al mar los amantes
desesperados, cuyo ejemplo más célebre es Safo. Sin duda el nombre lo hallaría Baudelaire en
la Eneida.
IV
MUJERES CONDENADAS
VI
LA FUENTE DE SANGRE
VII
ALEGORÍA
Es hermosa mujer, de buena figura,
que arrastra en el vino su cabellera.
Las garras del amor, los venenos del garito,
todo resbala y se embota en su piel de granito.
Se ríe de la Muerte y desprecia la Lujuria,
y ambas, que todo inmolan a su ferocidad,
han respetado siempre en su juego salvaje,
de ese cuerpo firme y derecho la ruda majestad.
VIII
LA BEATRIZ
IX
UN VIAJE A CYTEREA
XI
EL AMOR Y EL CRÁNEO
Viñeta antigua
El amor está sentado en el cráneo
de la Humanidad,
y desde este trono, el profano
de risa desvergonzada,
sopla alegremente redondas pompas
que suben en el aire,
como para alcanzar los mundos
en el corazón del éter.
La modernidad maldita
El escritor, hasta el siglo XIX, era un ser respetable y normalmente sofisticado, de elevada
posición social y alto nivel de cultura, que cultivaba el arte para mayor gloria de Dios y de los
hombres. Los mecenas, nobles, príncipes, aristócratas, financiaban a los artistas y sus obras.
El capitalismo acabó con todo eso. El capital tiene como fin en sí mismo multiplicarse,
engendrar plusvalía, acumular, una dinámica reñida con el despilfarro y el ocio. La producción
artística pasa a tener un valor de cambio y no ya solamente valor de uso como antes. Y no
solamente el arte se mercantiliza sino que la nueva situación envuelve al artista, que pasa a
depender del valor de cambio de sus creaciones. Junto a él, y a veces por encima de él,
aparecen las editoriales, los agentes literarios, las galerías de arte, los derechos de autor, la
propiedad intelectual, esto es, las fábricas de la cultura que pretenden extraer una rentabilidad
de los capitales invertidos.
En el siglo XIX aparecen los primeros autores que escriben por un nuevo motivo, que es el
de ganar dinero, que firman contratos a destajo, a tanto por palabra, que deben escribir día y
noche para pagar sus deudas y que deben entregar sus cuartillas repletas en la fecha fijada.
Desprovista de sus ropajes, hoy tan mitificados, la modernidad no es más que una visión
mercantilista de la literatura. Lo que se hizo impostergable con la modernidad fue la conversión
de la poesía en mercancía, traficar con los versos. Para cobrar derechos de autor hay que ser
original y es sólo por eso que la modernidad literaria no quiere copiar y tiene que innovar como
cualquier otro negocio. Y si hay algo que vende, que resulta inmensamente atractivo, es ese
concepto de la vida bohemia, ese disfrute de la decadencia, la perversión y el morbo por
persona interpuesta, que tan bien se ajusta al voyeurismo moral. Las vanguardias no son más
que una consecuencia del afán mercantilista de renovación de la maquinaria cultural, el
incremento de la fabricación artística, el aumento de su productividad. Alcanzamos así otro
componente de la modernidad, que es la artificiosidad, que es el punto de llegada no sólo de
las exigencias productivas capitalistas en el ámbito de la cultura, sino también de la exacerbada
subjetividad del artista que, igual que el capitalismo, debe reconstruir la naturaleza a su imagen
y semejanza. El artista impone su versión del paisaje lo mismo que el capitalismo lo sepulta
bajo las vías férreas o lo horada con negros túneles. Y a pesar de que recrea el entorno, el
artista se siente enfrentado a él hostilmente. El mundo que le rodea no le gusta.
Mientras, de manera cínica y desvergonzada, nos hablan del arte por el arte y rehuyen
como al peste cualquier asomo de finalidad cognoscitiva, ética o didáctica en la creación
cultural.
La imagen maldita del artista es sin duda expresión de su desamparo (más económico que
otra cosa), forzado a llevar una vida de marginado, más cerca del lumpen que de la
aristocracia. Ciertamente esa es la imagen que presentan los literatos del siglo XIX (Dickens,
Balzac, Dostoievski), acuciados por graves problemas económicos, perseguidos por sus
acreedores, siempre al borde del desahucio.
Malditismo y mercantilismo no son conceptos antagónicos. Pero para romper esa imagen
mitificada hay que subrayar que todos esos escritores eran malditos a su pesar, "cortesano de
rentas escasas", como se autodefine Baudelaire. En realidad quieren ser aristócratas, príncipes
absolutos, pisar mullidas alfombras y frecuentar la alta sociedad. Su desgarro interno es que no
pueden pasearse por los salones cantando a los prostíbulos, los hospitales y los presidios, que
es el mundo que frecuentan, el único que conocen. Porque su amada aristocracia concibe a los
poetas malditos como los malditos poetas.
Brota en aquel momento una escisión desde entonces repetida hasta la saciedad en la
literatura: yo y el mundo como dos entes antagónicos y enfrentados. Esta reducción del arte a
una crónica de los estados anímicos del omnipresente yo, que no es más que una expresión de
individualismo exacerbado, se describe hoy como una forma de inconformismo, e incluso de
rebeldía. Y en muchos de ellos hay una descripción minuciosa e incluso una crítica a la
sociedad burguesa desenvuelta en hermosas páginas.
Llegados a este punto quizá sea bueno recordar que, como Marx demostró, "las ideas de la
clase dominante son las ideas dominantes en cada época", a lo que el alemán añadió: "La
clase que ejerce el poder material en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual
dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone
con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le
sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios
necesarios para producir espiritualmente". Ahora bien, continuaba Marx, la división del trabajo
también existe dentro de la clase dominante, separa a los productores físicos de los
productores de esas ideas dominantes, hasta el punto en que "Puede incluso llegar a ocurrir
que, en el seno de esta clase, el desdoblamiento a que nos referimos llegue a desarrollarse en
términos de cierta hostilidad y de cierto encono entre ambas partes" (La ideología alemana).
Como buen explorador urbano, Baudelaire decía haber encontrado belleza en lugares que
los demás rehuían. El poeta parisino le demuestra a la burguesía que esas zonas oscuras de
descomposición y desesperación también existen bajo el capitalismo, y que como no se
pueden ocultar, lo mejor es afirmar su encanto. Es más, quizá sean el motivo estético por
antonomasia del capitalismo, lo verdaderamente bello. A diferencia de otros literatos, realmente
críticos con las lacras sociales de su tiempo, él fue el primero que cultiva asuntos literarios
exquisitamente putrefactos, el primero que se regodea, que se recrea en una decadencia
estética perfectamente estudiada.
Desgarrado él siempre, tenía un pie versallesco y otro suburbial. Deambulaba por los
prostíbulos pero soñaba con ser un prócer de las letras. Baudelaire transformó al romántico en
un gótico, un personaje enclaustrado, incomprendido, dandy, despreciado por el rey burgués.
Rompiendo los esquemas literarios anteriores, con Poe y con él la literatura comienza a
poblarse de antihéroes, de personas que deambulan por las calles con sus sueños rotos. Los
personajes románticos eran fuertes, enérgicos, decididos, invulnerables; no había obstáculo
capaz de resistir su empuje. El personaje gótico es el símbolo de la impotencia, derrotado por
todas las batallas, abatido por los reveses cotidianos. En definitiva, una clase social poderosa y
dominante, aunque reducida numéricamente, que deriva su fuerza de una expropiación de la
vitalidad y la fuerza de todos los demás, de la inmensa mayoría. El expolio capitalista no sólo
está en la producción, sino en la política y seguramente también en todas las facetas de la vida,
hasta en las más íntimas y personales.
De ahí que Baudelaire nos hable de los "lisiados de la vida" y que entre ellos incluya a la
mayoría, a casi todos. Pero su diagnóstico, una vez más, no es certero: no es "la vida" la que
nos sume en la impotencia sino aquellos que manejan sus resortes, aquellos que acaparan el
poder para sembrar impotencia, desengaño, frustración.