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7 LIBRERÍA
DB
JOSÉ GINESTA,
calle de Jaime I, núm. £5.
BARCELONA.
BIBLIOTECA
DE CATALUNYA
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r^u^l^ (J/^orú
BIBLIOTECA
mORAL-KEGKEATIVA
ILUSTRADA.
iV.
Segunda edición.
liS PROPIEDAD.
BRABANTE.
Cristóbal Schmid.
Traducido por
fí
BAR CE LO XA
JUAN ROCA Y BROS, EDITOR
Calle fie la PlaT<M-ia N"44P'I"
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ci
M. I. S.
CAPÍTULO I.
Casamiento de Genoveva con el Conde
CHglfredo.
CAPITULO II.
Parte el comió Sigifreilo « la guerra.
CAPÍTULO IV.
, Genoveva en la prisión.
CAPITULO V.
Genoveva ex mailre en la priaion.
CAPLÍOTU VI.
Anuncio de muerte
CAPÍTULO VII.
Genoveva «vt conducida «i la muerte.
CAPÍTULO VIII.
i.n cierva.
w
Í^argo rato permaneció Genoveva des
mayada al pié del árbol, hasta que vol
viendo en sí vióse con su niño sola en el
solitario bosque. El cielo estaba totalmente
cubierto de sombrías nubes, y la luna que
ya rato se habia puesto hacia fuesen mas
profundas las tinieblas. Un espantoso hu
racan rugia en las espesuras del bosque.
En el ramaje del .árbol á cuyo pié se halla
ba reclinada silbaba un mochuelo. y no lé
jos de allí percibíanse los ahullidos de un
lobo. La infeliz temblaba con todos sus
miembros.
«¡Oh Dios mio I qué terror se apode
ra de mí, mas vos, Dios de bondad, estais
— M-
conmigo, vos para quien no hay noche ni
oscuridad. Vos me veis, pues en donde el
hombre no está os hallais vos; vos no aban
donais jamás á los (¡iie confian en vo-*. In
finitas gracias os sean dadas por haberme
salvado á mí y á mi hijo de las manos de
los hombres. No, vos no nos dejareis pere
cer víctimas de las bestias feroces. Sí, yo
tengo puesta en vos mi confianza.»
Dichas estas palabras volvió de nuevo á
sentarse bajo el árbol con las manos cru
zadas sobre sus rodillas en las que reposa
ba su hijo, y vueltos los ojos anegados en
lágrimas al cielo permaneció hasta la rea
paricion de la aurora.
Esta no le trajo con su claridad con
suelo á sus dolores. La mañana era una de
esas trilles y nebulosos tan comunes en
otoño. Todo él sitio que la rodeaba era es
cabroso, estéril é imponente. A cualquier
parte que se dirigiese la vista no se trope
zaba mas que con peladas rocas, negros
abetos y matorrales de enebros y abrojos.
El aire era crudo, un viento frio cortaba
la cara y á poco empezó á llover y al fin á
nevar.
Genoveva temblaba , y la débil criatura
sobrecogida igualmente de frio y de ham
bre, exhalaba desgarradores quejidos. La
pobre madre se levantó buscando en rede
dor suyo el hueco de algun árbol ó la ca
vidad de un peñasco que pudiera servirles
de asilo y algunos frutos silvestres que les
— 53 —
alimentase. Empero nada, ni un rinconcito
de tierra enjuto, ni una mora en los árboles
despojados de follage. En su desesperacion
comenzó á escarbar en la tierra helada con
sus delicados dedos para sacar unas pocas
raices que mascó y se las dio á su niño: la
nieve fué preciso uñiese en sangre para
producirle tan miserable alimento.
Desfallecida y débil como estaba salió
Genoveva con su niño en brazos , arros
trando la nieve y la lluvia sin saber porque
parte del bosque dirigir sus pasos. Despues
de trepar á una escarpada peña descubrió
abajo entre la aspereza de la colina un
risueño y delicioso vallecillo. Descendió á
él y llegada allí descubrió bajo las colgan
tes ramas de los abetos una abertura: era
la entrada de una cueva suficientemente
espaciosa para dar en caso de necesidad
asilo á dos ó tres personas. Inmediato á
ella murmuraba una fuentccilla clara como
el cristal , al precipitarse de lo alto de la
roca. Junto al manantial elevábanse mu
chísimos manzanos pero su follaje pegado
todavía en las ramas estaba ya amarillen
to y marchito y de él no pendia ni una so
la fruta. Al pié de la roca serpenteaba fes
toneándola una enredadera de cierta espe-
ciede calabaza mas sus hojas estaban igual
mente secas y sus frutos aunque gruesos
y de un hermoso amarillo ya no podian co
merse.
Genoveva se metió con su hijo en la ca-
venia, donde aunque resguardada del vien
to y de la lluvia, temblaba todavía y estre
mecíase de frio. Ya era medio dia. La ne
cesidad la atormentaba espantosamente, y
su niño comenzó tambien de nuevo á gritar
y llorar de hambre. La desconsolada ma
dre de rodillas en la gruta y teniendo á su
iiijo delante en el suelo, elevó sus miradas
al cielo por la abertura y juntando las ma
nos se puso á orar en estos términos:
«Oh padre celestial, dirigid una mirada
sobre una madre que llora y sobre su des
mayado hijo. Vos que alimentais hasta á los
cuervos que vuelan en torno de esta roca
gigantesca aunenlas mas rigurosas esta
ciones; vos que proveeis hasta el gusanillo
que aqui se arrastra por las piedras ha
ciéndole hallar en el invierno yerbecillas
de verde musgo con que alimentarse ; po
deis en este mismo desierto hacernos en
contrar á mi y á mi hijo el necesario sus
tento y convertir en pan hasta las duras
piedras. No , celeste Padre , vos no podeis
dejarnos morir de hambre. Asi como aca
bais de proporcionarnos una morada, tam
bien cuidareis de proporcionarnos el sus
tento.»
Apenas acababa Genoveva de elevar su
corazon á Dios cuando de improviso ras
gáronse las nubes difundiendo el sol en
torno de la gruta el calor vivificante de sus
rayos. Al propio tiempo un ligero rumor
se dejó oirá Ira vésdela enramada de la que
se desprendieron algunas hojas, y ¡oh pro
digio! una cierva se presenta de repente á
la entrada de la cueva. Como el ligero ani
mal jamás en aquel inhabitado desierto ha
bia sido perseguida de los cazadores no se
espantó á la vista de Genoveva. Mansa y
ligera ella penetró en el interior de la cue
va , su acostumbrada manida, viniendo á
detenerse frente á la condesa.
Esta asustada al pronto con la llegada
del animal, poco á poco se fué recobrando
hasta que se puso á acariciarla pasándole
la mano. El animal no parecia ser insensi
ble á estas caricias y entonces ocurrió el
CAPÍTULO IX.
Genoveva en el desierto.
m
aislada en aquella soledad , vivió Geno
veva desde entonces como una verdadera
hermitaña. i'asó el invierno, volvieron la
primavera y el estío dejando lugar otra vez
al otoño y al invierno sin que nada de par
ticular sobreviniese. Cuando durante el
verano , en el fuerte calor del medio dia
sentábase ella entre las mudas rocas bajo
el ramage de los árboles y no oia en aque
llas soledades mas que el graznido de los
cuervos ó el escarboteo del pico de al
guna ave ; cuando en las tempestuosas no
ches del otoño la fria luna se alzaba en
mitad del cielo proyectando sus rayos sobre
el valle solitario ceñido de montañas:
cuando en el invierno descubría des le sd
cueva la sábana de nieve que envolvía el
naisage , y sobre ella las huellas de las
bestias feroces , entonces suspiraba desde
— 61 —
el fondo de su corazon por ver otra vez
siquiera las facciones desus padres, las
de su esposo , las de sus amigos, la de una
humana criatura sea cual fuera.
« I Ah ! solia esclamar sollozando. ¡Cuan
dichosos son los hombres á quienes es dado
vivir en sociedad , hablar unos con otros y
comunicarse sus penas y sus alegrías! ¡Qué
locura la de aquellos que despreciando
este dulce género de vida , se la hacen mu
tuamente tan amarga ! »
Pero reportándose instantáneamente de
cía :
« Oh Dios de bondad , la dicha de poder
comersar con vos es infinitamente mas
dulce que el trato con los hombres. Si no
sotros estamos alejados de ellos, vos siem
pre os halláis cerca de. nosotros , siempre,
en todas partes , en los mas pavorosos de
siertos , y en las noches mas silenciosas y
oscuras. ¡ Ah 1 ¡ qué ventura , Dios de bon
dad , la de poder conversar con vos en to
dos ios instantes, con vos, que sois el
amigo mas íntimo de nuestros espíritus!..»
Así, poco á poco, Genoveva, entera
mente resignada , se acostumbró á comu
nicar incesantemente en su corazon con
Dios ; y las horas huian para ella como
instantes en estos soliloquios deliciosos en
que su corazon se lanzaba con confianza
hácia su criador.
Aunque el cuidado de su hijo y la reco
leccion de raices y frutos silvestres la traían
— fií —
bastante atareada , habia tambien de sen
tarse muchas horas durante las cuales no
sabia absolutamente que hacerse. Entonces
volvia á decir :
« ¡ Av ! Si yo tuviese al menos unas agu
jas de "hacer media y hilo , ¡ qué agrade-
blemente pasaría estas largas horas traba
jando para cubrir mi desnudez y la de mi
hijo. Los hombres suelen quejarse con fre
cuencia de la obligacion en que están de tra
bajar: ¡Ah! sin el trabajo es la vida triste y
fastidiosa, y por duro que sea es dulce com
parado con la ociosidad. »
Otras veces era un libro lo que echaba
menos.
« ¡Un libro! un buen libro ! decia. ¡Oh!
¡ Cuantas horas pudiera yo pasar recreán-
dome é instruyéndome. Pero las obras de
vuestros manos , Dios omipotente queme
rodean , son un libro , un libro escrito por
vos mismo. »
Y á partir de entonces empezó á con
templar las obras de Dios con mayor aten
cion ; y la menor florecilla , el mas tenue
insecto' , la mas insignificante mariposa le
causaban con su organismo y sus matices
un placer indecible, contemplando en ellas
las huellas de la bondad y sabiduría infini
ta. Servíale asimismo de" un particular en
canto y consuelo el que Jesucristo hubiese
tomado muchas de sus bellas parábolas de
aquellos mismos objetos ú otros análogos
que la rodeaban en el desierto.
-6S —
Cuando el sol , por la primavera envia
ba directamente, como con cariño, sus tibios
y vivicantes rayos al interior de la cueva so-
lia decir con embelesamiento:
« ¡ Oh Dios tutelar! vuestro sol es para
mí una bella imágen de vuestra benevo
lencia y paternal amor: vuestro divino hijo
Jesucristo ha dicho :—Mi Padre celestial
hace brillar su sol para buenos y para ma
los. — ¡ Sea mi amor al prójimo semejante á
vuestro sol ! Si , tambien yo gustosa haría
bien á mis enemigos si pudiera. »
Sucedia á veces que la asaltaba el temor
de no poder proveer á su subsistencia en el
desierto , y la tristeza estaba á pique de
insinuarse en su corazon. Un dia al ama
necer en que sentía cundir en su corazon
el desaliento , como viniese á impresionar
su oido el canto de los pájaros , prorum-
pió de esta suerte :
« ¡ Qué alegres , pequeños y festivos se
res , cantais exentos de cuidados! ¿No debo
yo tambien estar alegre como vosotros?
Jesucristo lo quiere así y nos lo ha dicho
espresamente:—Mirad las avecillas del cie
lo. Ellas ni siembran , ni siegan, ni guar
dan en sus trojes , y sin embargo vuestro
Padre celestial las sustenta. Pensais que
El no os ama mas que á ellas?—Si; Dios
mio, vos me amais con mayor ternura que
á todas esas aves; yo debiera estar por ello
mucho mas contenta que todas ellas , can-
tar de alegría, y no inquietarme porque
- 64 —
no se haya sembrado un grano, ni segado
un tallo, ni recogido una gavilla para mi.»
Si consideraba las flores del desierto que
esmaltaban su reducido valle con sus ma
tices Minados decia tambien :
« Vosotras, amables flores, sois para mí
otras lautas encantadoras prendas , otras
tantas graciosas no me nlcidm que. me decís
que Dios nunca me olvida. A. estas flores
consideraba y aludía Jesucristo cuando de
cía:—Contemplad las flores de los campos.
Ellas no trabajan ni hilan y no obstante os
digo: Ni Salomon con toda su magnificencia
estuvo tan hermosa é incomparablemente
vestido como cualquiera de estas flores.
Si pues Dios viste tan espléndidamente la
verba de los prados, ¿no hará mucho mas
con vosotros, hombres de poca fé?— En
vista de esto , yo he de tener mas valor y
confianza de ahora en adelante ; y aunque
no hilo ni coso no me cuidaré de como he
vestirme.
Cuando, vuelto el estío, sentía aun den
tro <le su gruta el calor abrasador, é iba
á estinguir su sed al manantial de que to
maba agua fresca y bebia, espresábase asi
muchas veces:
« Lo que es , Señor , esta agua para mis
labios ardorosos , es para mi alma vuestra
inspiracion y doctrina. Y es que vos lo ha
beis dicho:— Venidá mi y bebed los que es-
tais sedientos. El agua que yo os daré será
para vosotros uu manantial que no cesará
— 65 —
de correr hasta la vida eterna.—Sí, solo es
te interior manantial me da vida, me reani
ma y consuela, me embriaga y llena de fe
licidad en este momento en que estoy pri
vada de toda consolacion estraña y en que
me han sido arrebatados todos los goces de
la vida social »
Muchas veces al contemplar las enormes
rocas que circuían el valle y que inmóviles
despues de tantos siglos resistían los hura
canes y borrascas , veníanle á la memoria
aquellas palabras del Salvador:—Quien oye
mi palabra y la cumple, escomo el hombre
prudente que edifica su casa sobre una
peña.
«Así yo tambien, decia ella, quiero fun
dar sobre vuestra palabra el edificio de mi
salvacion, y nadie podrá derribarlo.»
Hasta los abrojos y cardos servíanle para
sacar útiles lecciones:
«Si fuera posible, pobres y erizadas plan
tas , decia , se pudiesen coger de vosotras
racimos y otras frutas esquisitas , me ten
dríais embelesada y me seriais una grata
consolacion en mi soledad ; pero es lo que
decia Jesus :—De los abrojos no se pueden
obtener racimos, ni de los cardos se pueden
coger higos. Todo árbol bueno da buen fro
to, y un árbol malo lo da malo.—Yo deseo
ser un buen árbol y hacer cuanto bien pue
da; de ningun modo semejarme á esos abro-
genoveva. S
— 66 —
jos y cardos.que no dan sino dolorosas es
pinas y malos frutos. »
De esta suerte el sol, las aves, las flores,
las frutas, los mismos abrojos y cardos eran
para ella otros tantos signos que le traian
a la memoria las palabras de nuestro Sal
vador y le daban materia suüciente para
meditar.
Pero lo que era á sus ojos mas amable
que el sol de la primavera, mas halagüeño
que la estacion de las flores y los pájaros,
mas instructivo que cuanto pudiera hallar
se en el desierto, era la vista de su hijo.
En los dias serenos , sacábale á respirar
el aire libre fuera de la gruta bajo la azu
lada bóveda del cielo. Allí mientras la cier
va pacia á corta distancia la yerbezuela de
los prados, ella con su hijo en brazos iba y
venia de un ladoá otro sin alejarsedelacue-
va, y aunque el inocente nada comprendia
aun, ella le dirigia aquellas palabras cuya
ternura solo saben imprimir las madres. Si
en aquel punto la angelical criatura rodea
ba el cuello con sus brazos sonriéndola, su
sonrisa embellecíala el desierto y parecíala
que cuanto la rodeaba resplandecia con el
oro y los diamantes. Puesta de hinojos en
laespansion de sus trasportes maternales,
estrechaba á su hijo contra su corazon, y
volvíale sus besos y sus sonrisas con una
ternura maternal indefinible.
« Oh Dios mio, esclamaba , ¿cómo daros
bastantes gracias de haberme dejado al me
— 67 —
nos este hijo? ¡Qué gozo, que consuelo,
oue recreo mas variado y delicioso no me
procura él en mi aislamiento I Dignaos , oh
celeste Padre, dirigir desde vuestro solio
una mirada sobre este bien amado hijo. y
dejadle que crezca y que prospere. ¡Qué
inocente serenidad se pinta en su semblan
te I ¡ Qué dulzura en sus ojos ! ¡ Cómo su
frente adornada por su rizada cabellera v
sus rosadas mejillas respiran la pureza v iá
ausencia de toda pasion en su alma ! ¡ Qué
descuidado reposa anuí sobre mi seno! Bien
ha dicho nuestro soberano Redentor Jesus:
—Si no hiciereis como los niños, no en
trareis en el reino de los cielos.—¡Ahí ¡Oja
lá todos los hombres espontáneamente por
convici ion y sin esfuerzo, sin ningun orgu
llo, envidias, odios ni otras malas pasiones,
fuesen como este niño en su inocencia é
ignorancia del mal ! Entonces si que ten
dríamos en la tierra, en nuestro corazon
mismo , un trasunlo del reino de los cielos.
Nosotros nos sentiríamos en el mundo tan
dichosos como este ángel en brazos de su
madre y por el camino de la felicidad y del
contento llegaríamos á esa suprema bien
aventuranza y reposo de que se goza en
brazos de nuestro Padre celestial.»
Muyamenudo nacia en ella el vivísimo
deseo de visitar una iglesia.
«¡Qué felicidad mayor, se decia, que unir
una su entendimiento al de millares de
hombres, todos arrodillados anle la divini
— 68—
dad , todos escuchando atentamente la pa
labra de Dios, todos elevando á él su espí
ritu con recogimiento, entre los himnos de
alabanza que hacen estremecer los corazo
nes! ¡Quién pudiera oir una campana! ¡Oh!
una simple campana creo que confortaría
mi corazon.»
Pero reportándose como antes:
«Qué digo? ¿No es, Dios mio, toda la na
turaleza , el cielo que está sobre nosotros,
la tierra que nos rodea , vuestro templo?
¿No es el corazon que late y suspira por
vos en el fondo del mas salvaje desierto
vuestro altar? Yo me resigno, pues. Sea, oh
Dios en adelante tu templo este vallecito
entre las rocas, y mi corazon tu altar. »
En una palabra: no veía en todo el valle
un árbol , un peñasco, al pié del cual no se
arrodillase á orar; y cuando en el invierno
no podia salir de la gruta, prosternada ante
la crucecita rústica, sirviéndola de reclina
torio la piedra en que se sentaba, permane
cia inmóvil por muchas horas elevando su
espíritu á Dios y á su adorable Hijo, muer
to en una cruz por nuestra redencion.
69
CAPÍTULO X.
Regocijos maternales de Genorera
en el desierto.
CAPÍTULO XI.
Genoveva equipada por un lobo.
CAPITULO XII.
Enfermedad de Genoveva;
CAPITULO X1H.
líenoveva no prepara á morir.
CAPITULO XIV.
Pesadumbre del conde Sigifredo.
CAPÍTULO XV.
■lallmgu de Gnnovcva.
CAPITULO XVI.
Regreso de Genoveva al castillo»
CAPITULO XVII.
Genoveva vuelve a ver otra vez á shs
padrea*
CAPITULO XVIII.
La* tribulaciones «le Genoveva traen la
prosperidad al pais.
CAPITULO XIX.
Fntnl destino de Ciólo.
CAPITULO XX.
Una palabru mas sobre Genovevo.
Pag.
Cu>. I. —Casamiento dp Genoveva con el Con
de Sigifredo. 1
„ ii —parte el conde Sigifredo á la guerra. 14
» ni.—Falsa acusacion con !ra Genoveva. 21
-, iv. —Genoveva en la prision. 23
» v.— Genoveva es madre en la prision. 30
» VI. — Anuncio de muerte. 3(¡
» Vil.—Genoveva es conducida á la muerte 43
» VIH.—La cierva. 5i
» IX —Genoveva en el desierto. t>0
» x. —Regocijos maternales de Genoveva
en el desierto. 69
» XI. —Genoveva equipad i por un lobo. 84
» XII — Enfermedad de Genoveva. 94
» Xlll.—Genoveva se prepara a morir. 108
» XIV. "Pesadumbre del conde Sigifredo. 119
» XV. —Hallazgo de Genoveva. 132
» Xvi. —Regreso de Genoveva al castillo.. 144
» XVII.—Genoveva vuelve á ver otra vez á
sus padres. i 10*
» XVIII.— Las tribulaciones de Genoveva
traen la prosperidad al país. Wi
» XIX.—Fatal destino de Golo. 180
» XX.—Una palabra mas sobre Genoveva. 185
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