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Duverger, Maurice, Jaque al rey, cap I, Bs. As., Eudeba, 1981.

(selección)

CAPITULO 1: EL AGUILA DE DOS CABEZAS

Maurras decía que la República es una mujer sin cabeza. No le faltaba razón en la
Europa de su tiempo. Entonces Francia cambiaba de gobierno cada ocho meses; era como
no tenerlo. Sus vecinos no tenían mucho más. Incluso Gran Bretaña, modelo admirado
desde Montesquieu, perdía sus sólidos ministerios. Los nacionalistas irlandeses antes de
1914, los laboristas luego de 1918, perturbaban la serenidad del bipartidismo y deshacían
las bellas mayorías de antaño. El sistema semi-presidencialista ha nacido de esas
debilidades del sistema parlamentario. La investidura popular del primer magistrado de la
República, ha tenido por objetivo lograr un gobierno inamovible y poderoso. No se elige un
presidente por sufragio universal para que inaugure los crisantemos, sino para que actúe.
El ejemplo de los Estados Unidos era un estímulo en este camino. Pero en Washington
un solo hombre conduce la nación. Salido del pueblo, concentra en sus manos todo el poder
ejecutivo. Trasplantarlo a un régimen parlamentario, equivale a crear un rival para el primer
ministro. Debilitado ya por la presión de los diputados que lo tienen a su merced, éste corre
el riesgo de serlo un poco más por el nuevo poder de un jefe de Estado hasta reducirlo a
funciones decorativas. Erigiendo al presidente como jefe del gobierno al lado de un primer
ministro, el régimen semi-presidencialista podría estar simbolizado por la figura heráldica del
águila de dos cabezas. ¿No expresa acaso otra forma de impotencia del gobierno, si es
cierto que todo reino dividido está destinado a perecer?

Dos cabezas y una lógica

Los poderes del jefe del Estado en las siete ((p. 7)) constituciones de la pléyade están
resumidas en el siguiente cuadro (fig. 1).

((p. 8))
Debe ser interpretado considerando solamente el número de las prerrogativas
presidenciales y no la importancia de ellas. La designación de funcionarios tiene mayor peso
que el control de la administración, la revocación del primer ministro más peso que el

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recurso de inconstitucionalidad. Las respectivas ponderaciones no pueden ser más
aproximadas. Consideran una apreciación cualitativa y no una tabulación cuantitativa. Bajo
esas reservas puede establecerse una clasificación de los presidentes por orden
decreciente: 1° Finlandia; 2° Islandia; 3° República de Weimar; 4° Portugal; 5° Austria; 6°
Francia; 7° Irlanda. Las diferencias entre las categorías son desiguales (figura 2). Tres
bloques se distinguen claramente. En Francia, el jefe del Estado es un regulador más que
un gobernante. Puede remitir las leyes al Parlamento para reexaminarlas. Puede disolver la
Asamblea Nacional, incluso proceder a un referéndum. Puede elegir al primer ministro que
le parezca capaz de ser sostenido por una mayoría parlamentaria. Pero por sí mismo no
participa en la legislación y en el gobierno salvo en dos casos: para la designación de altos
funcionarios y por sus poderes casi dictatoriales en circunstancias excepcionales (art. 16 de
la Constitución).
En Irlanda, los poderes del presidente son tan endebles que se duda incluso de
calificarlo como regulador. No puede decidir sin el acuerdo del primer ministro, salvo para
pedir a la Corte Suprema que verifique la constitucionalidad de una ley vetada por el
Parlamento, para convocar una de las cámaras, o ambas, en sesión extraordinaria, para
dirigir un mensaje a los diputados y senadores. Posee asimismo un poder de control para
rechazar la disolución que le reclama un primer ministro y para recurrir a un referéndum
solicitado conjuntamente por la mayoría del Senado y un tercio de la Cámara de
Representantes. Esas prerrogativas no le otorgan una gran influencia política. Superan sin
embargo el estatuto de un jefe de Estado puramente simbólico. Se toca la frontera de los
regímenes parlamentario y semi-presidencialista pero introduciéndose en este último.
Tres constituciones dan al presidente una prerrogativa muy importante, que supera la
función reguladora, permitiéndole influir en el proceso gubernamental. En la Alemania de
1919-1933, en la Austria y el Portugal de hoy, el jefe de Estado puede remover al primer
ministro al margen ((p. 9)) de todo voto de censura o desconfianza y naturalmente, de toda
dimisión voluntaria.E1 gobierno, por tanto, no puede mantenerse en el poder a menos que
se beneficie con una doble confianza: la del Parlamento y la del presidente, estando
colocados ambos en un pie de igualdad. La Constitución austríaca carece de esta
prerrogativa que supera las funciones de un presidente regulador.
Las constituciones de Weimar y la portuguesa confieren otro poder al jefe del Estado:
puede bloquear las leyes con un veto. Esto supera la simple remisión en segunda lectura
que obliga solamente al Parlamento a reexaminar el texto y reiterar su voto en condiciones
similares a las de la primera oportunidad. La remisión no hace más que dilatar un poco la
promulgación de una ley, que tiene grandes posibilidades de entrar en vigencia. El veto
disminuye esas posibilidades, otorgando así al presidente un verdadero poder de bloqueo.
En Portugal, la Asamblea de la República no puede descartar un veto presidencial salvo
aprobando el texto con la mayoría absoluta de sus miembros, e incluso con la mayoría de
los dos tercios para las leyes electorales, las que conciernen a los límites de la propiedad
pública y privada, las que se refieren a la defensa nacional y las relaciones exteriores.
En la República de Weimar el presidente disponía de un veto de tipo diferente. Podía
someter a referéndum todo proyecto de ley votado por el Parlamento; el mismo sistema
existe en Islandia. En teoría, un llamamiento al pueblo parece más eficaz que el mecanismo
portugués, puesto que despoja a los representantes de su poder de decisión, transferido a
los ciudadanos. Eh la práctica en contadas ocasiones puede utilizarse este procedimiento
engorroso y. delicado. Las disposiciones del art. 48 de la Constitución Weimarense eran
incluso más excepcionales. Brindaban al jefe de Estado poderes considerables cuando "la
seguridad y el orden público estén gravemente perturbadas y amenazadas". La fórmula es
más amplia que la, de nuestro art. 16, pero los derechos del presidente son más restringidos
y controlados. Solamente la Alemania de 1919-1933 y la Quinta República francesa han
previsto "el estado de necesidad". En Islandia el jefe de Estado puede promulgar leyes
provisionales en el receso de las sesiones parlamentarias; pero caducan si no son
ratificadas una vez reunido el parlamento. ((p. 10))
Las dos últimas constituciones de la pléyade contemplan al presidente como un
gobernante más que un regulador. Participa en la conducción del país, colaborando con el

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primer ministro y el gabinete. En Islandia, todas las decisiones gubernamentales deben ser
firmadas por él, debiendo sus actos ser refrendadas por un ministro. En derecho, firma y
contra-firma pueden ser rechazadas. El presidente puede por tanto bloquear al gobierno,
quien puede a su vez neutralizarlo. Ninguna constitución semi-presidencialista ha
establecido una diarquía tan rigurosa. Para impedir la parálisis del sistema, es preciso que
las dos cabezas del águila estén de acuerdo, o que una acepte dar validez automáticamente
a las decisiones de la otra. Pero la primera solución seguirá siendo siempre temporaria,
considerando la ausencia de simultaneidad entre las elecciones presidenciales y legislativas
y la diferencia entre las técnicas de escrutinio. Eso explica en parte que el presidente
islandés se comporte como regulador más que como gobernante, a pesar de sus poderes
jurídicos.
La relación entre el presidente y el gobierno es de menor intensidad en la constitución
finlandesa. Cada uno de ellos tiene su propio campo de acción en donde puede desem-
peñarse sin depender del otro. Por ejemplo, el jefe de Estado puede controlar la
administración, disponer la realización de investigaciones, exigir explicaciones a los jefes de
los servicios, sin que los ministros puedan interferir tales actos. Por su parte estos últimos
tratan un gran número de asuntos gubernamentales en consejos que funcionan fuera de la
órbita del jefe de Estado. Pese a todo, las cuestiones esenciales son examinadas en
reuniones conjuntas donde asiste el presidente de la República. El mismo toma la mayoría
de sus decisiones en el Consejo de Ministros: por ejemplo la iniciativa de las leyes, su
ejecución por decretos, el poder reglamentario, la designación de altos funcionarios. No está
atado por la opinión del gobierno. Decide por sí solo. No obstante su voluntad no puede
cumplirse sino con un 'refrendo ministerial, que es igualmente necesario para la conducción
de las relaciones internacionales. Pero el refrendo no puede ser negado más que por
ilegalidad: ello ((p. 11)) limita bastante su alcance y da una gran autonomía al jefe de
Estado.
Este primer análisis al conjunto de los regímenes semipresidencialistas no brinda más
que una impresión superficial. Comparando los poderes jurídicos de los jefes de Estado, se
mide a la vez la unidad de la pléyade y la diversidad de sus componentes. Pero no se capta
lo esencial de un tipo de motores confrontando solamente las variaciones de su pieza
característica según los diferentes constructores. Como una máquina, como un organismo
vivo, un régimen político es un sistema cuyos elementos se complementan recíprocamente y
se enfrentan los unos a los otros. Al igual que todos los sistemas posee una lógica propia,
que permite por sí sola comprender su funcionamiento. A primera vista el régimen semi-
presidencialista parece amalgamar dos lógicas contradictorias, la del régimen parlamentario
y la del régimen presidencialista, cada una de ellas muy clara y coherente. La contradicción
no es más que aparente.
En el régimen presidencialista, el poder legislativo y el gubernamental están netamente
separados. El Congreso americano ejerce el primero, votando las leyes y el presupuesto. El
presidente ejerce el segundo, conduciendo la política del país en el marco jurídico y
financiero. No puede disolver las cámaras, que a su vez no pueden censurar a los ministros
ni al presidente. Cada uno en su área tiene las manos libres, pero debe adecuarse a la
presencia del otro. Es un matrimonio sin divorcio ni separación de cuerpos, que obliga a
permanentes compromisos. El sistema permite afrontar las crisis, mediante la intervención
enérgica del presidente. En épocas de tranquilidad se tiende a la inmovilidad. El Congreso
frena al jefe de Estado que contiene al Congreso: pero ninguno incita al otro a la acción. Si
las oposiciones políticas son profundas, los riesgos de distorsión del sistema son grandes.
Se los mide en la América Latina. El sistema presidencialista jamás ha logrado funcionar
como no sea en los Estados Unidos. En otras partes se ha degradado al' presidencialismo a
una dictadura. Imaginemos a Giscard d'Estaing en el Eliseo y una mayoría de izquierda en el
Palais-Bourbon, con una constitución americana. La obligación de vivir en común bien
podría conducir a un divorcio a la italiana, suprimiendo uno de los cónyuges ((p. 12)) al otro.
Tal fue el caso en Chile de Salvador Allende.
En el régimen parlamentario, las asambleas y el gobierno se encuentran estrechamente
unidos. Los primeros votan las leyes y el presupuesto, como el Congreso americano. Pero

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los diputados tienen al gobierno en sus manos puesto que pueden obligarlo a dimitir. Este
último poder es ambiguo. Permite a los parlamentarios presionar sobre el primer ministro,
amenazándole de censura. Pero el primer ministro presiona sobre los parlamentarios
planteando la cuestión de confianza: se arriesgan a una disolución. En cuanto al jefe de
Estado es un monumento histórico, sin más vínculo con el régimen que el Partenón con los
ateniense de hoy día. Su presencia testimonia el genio político de Inglaterra, que le ha
permitido pasar progresivamente de las monarquías hereditarias a la democracia moderna,
conservando reyes a quienes se despojó de todo poder. En 1975 París transpuso el sistema
en un marco republicano. El modelo franco-británico ha sido muy exportado.
Su eficacia depende de la relación de las fuerzas políticas más que de las
reglamentaciones jurídicas. En ausencia de mayoría, ningún gobierno parlamentario puede
durar ni actuar, lo cual corresponde a la mujer sin cabeza de Maurras. La asamblea es
también inoperante. Paralizada por sus divisiones no puede votar reformas, ni mantener en
su puesto a los ministros. Se agota en vanas combinaciones. El motor gira en el vacío, sin
impulsar a la nación. Que surja una mayoría coherente y disciplinada y todo cambiará. Su
líder se convierte en primer ministro. La autoridad sobre el partido le permite tener bajo su
poder al gobierno y al parlamento. Reúne más poderes que el presidente de los Estados
Unidos, aunque no surge del sufragio universal, al menos oficialmente (pero sí
oficiosamente cf. con capítulo III).
Si se amalgamara al presidente americano y al primer ministro británico, se tendría un
sistema absolutamente contradictorio, cuyo funcionamiento sería completamente imposible.
Pero ello no es sino una caricatura del régimen semipresidencialista. Combina dos principios
fundamentales que permiten repartir los poderes entre cada una de las cabezas del águila:
el primer ministro responsable ante los diputados y el jefe de Estado elegido mediante el
sufragio universal. Por una parte el gobierno conduce la política de la ((p. 13)) nación en
líneas generales, es decir cuántas veces la constitución no decida otra cosa. Por el
contrario, el presidente no tiene otros poderes que los atribuidos expresamente por los
textos. En términos jurídicos se dirá que el gobierno tiene una competencia de derecho
común y el jefe de Estado una competencia de atribución. Tal es el primer principio.
El segundo se refiere a la naturaleza de los poderes atribuidos al presidente. Como
regla general se trata de poderes efectivos y no nominales. Las mismas fórmulas adquieren
aquí un sentido opuesto al que tienen en el régimen parlamentario, donde la disolución de la
Asamblea Nacional, la remisión de las leyes en segundo análisis, la elaboración de decretos
y reglamentos y la designación de los funcionarios si bien en teoría pertenecen al jefe de
Estado, son de hecho funciones ejercidas por el primer ministro. Monarca hereditario o
presidente elegido por notables, el jefe de Estado parlamentario no es más que un
personaje simbólico, sin legitimidad comparable a la de los diputados. Sirve de aparente
soporte a derechos que no ejerce. Por el contrario el presidente surgido del sufragio
universal, tiene tanta legitimidad como el parlamento. Dispone personalmente de todos los
privilegios que concede la constitución, a menos que ésta decida lo contrario.
La diferencia es esencial, particularmente en la .práctica del refrendo . Un jefe de Estado
parlamentario no tomara decisión alguna sin el refrendo del primer ministro o de algún otro y
no podrá rehusar su propia firma cuando sea necesaria para otorgar validez a un acto. A
menos que la constitución diga lo contrario en un caso concreto, lo cual casi nunca ocurre. A
la inversa, el jefe de Estado semi-presidencialista puede actuar independientemente en la
mayoría de los casos, sin el refrendo ministerial. No está obligado a firmar salvo que la
constitución lo diga en forma clara: tal cual ocurre en Francia con la promulgación de las
leyes. Si no las prerrogativas del presidente serían ejercidas contra su voluntad. Cuando
ninguna otra firma es requerida junto a la suya, posee un poder de decisión autónomo.
Cuando un acto de gobierno debe ser suscripto por él, posee un poder de control de las
decisiones ministeriales: para la designación de altos funcionarios pongamos por caso. ((p.
14))
Algunas veces deben considerarse en conjunto diversas prerrogativas presidenciales,
para determinar su significado preciso. En Viena el jefe de Estado no puede disolver la Cá-
mara de Diputados sin el refrendo del canciller (primer ministro). Pero está en condiciones

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de remover libremente a éste y el nuevo gobierno entra en funciones desde su designación
sin previo voto de confianza. Todos los regímenes semi-presidencialistas salvo Irlanda, y la
mayoría de los regímenes parlamentarios practican el sistema de la "con fianza negativa" o
más exactamente de la no-desconfianza, basada en el principio de que el que calla otorga.
Permite a las cámaras tolerar ministerios que abiertamente no consentirían. El presidente
austríaco puede por consiguiente hacer refrendar una disolución por un canciller elegido en
consideración a su docilidad. Finalmente es tan libre como el presidente francés, en cuanto
no requiere del refrendo. Más libre aún, puesto que este último debe conservar el gobierno
en su lugar antes de la disolución, en tanto que su homólogo le ha sustituido un gabinete
más conforme a sus intenciones.
El término de "semi-presidencialista" define perfectamente un régimen donde el jefe de
Estado no tiene sino una parte de los privilegios de su homólogo americano. Elegido como
él mediante el sufragio universal, no posee empero la totalidad del poder gubernamental,
quedando lo principal en manos del primer ministro y de su equipo, quienes dirigen
normalmente la política de la nación de acuerdo con un parlamento que puede derribarlos.
El presidente dispone de poderes de regulación, presión, incluso de sustitución. Pero no
puede mantener al gobierno y su jefe si la Asamblea no lo desea. Tras un voto de
desconfianza o censura, debe formar un nuevo ministerio a menos que decrete la disolución.
En ese caso deberá de cualquier forma inclinarse ante la voluntad de la nueva cámara.
Como máximo hay algunos medios para gravitar sobre las decisiones del primer ministro y
sus colaboradores, incluso para reemplazarlos excepcionalmente: pero no para actuar
permanentemente en su lugar o convertirlos en simples ejecutores de su política. Tal es al
menos el esquema jurídico del sistema semipresidencialista. Se verá que su práctica es con
frecuencia muy diferente. ((p. 15))

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