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1.

Esclavo de un comerciante

2. Acólito de un Templo maligno de Talos.

3. Viajero y custodio de una caravana Halruaana

4. Hermitaño iniciado en los misterios verdaderos de Talos.

Los primeros recuerdos de Horo remontan a la relación con su dueño, un comerciante,


estafador y contrabandista de Thay, llamado Ubante. Ubante viajó acompañado de su esclavo por
muchos años, y habiendo visitado muchas tierras, más de un poderoso irritado se obsesionó con
darles persecusión y hacer justicia. Horo continuamente se veía obligado a hacer de señuelo para
los trucos que Ubante preparaba a sus clientes, y si bien no era imprescindible ni hacía el trabajo
más sucio, obedecía a Ubante en todo sin decir una sola palabra, una sola mirada, que disgustara a
su amo.

Esta infancia se vio prontamente interrumpida un día en que, habiéndose detenido Ubante
y Horo por un camino, y mientras Ubante desaparecía en el bosque aledaño para llevar a cabo
algunos compromisos comerciales con los Zhentarim, Horo permaneció en la carreta, haciendo
inventario de las pertenencias de su amo. Entre los muchos objetos obtenidos por medios ilegales
que descansaban ocultos bajo las ropas de la carreta, destacaba un libro que había llamado la
atención de Horo y que recordaba haber obtenido de un hermitaño mediante un penoso engaño
urdido por Ubante. El libro mostraba las anotaciones secretas de algún sacerdocio desconocido para
Horo. Hojeando las páginas del viejo libro, tuvo de pronto cierto recelo supersticioso, pues como
esclavo sin educación ni conocimiento de las letras, consideraba los asuntos divinos peligrosos y
hasta de mal gusto: los oficios divinos más bien le parecían una ocupación apropiada para los nobles,
personas educadas y poderosas, y no para un esclavo de origen oscuro, incapaz de señalar siquiera
quiénes eran sus padres.

Fue entonces que, mientras volvía Ubante con una pequeña compañía, vieron todos, en un
día completamente despejado, cómo del cielo cayó un rayo estrepitoso, un feroz látigo de luz y
fuego etéreo, cruzando el cielo e impactándose directamente sobre Horo. Cuando Ubante se acercó
a Horo e intentó tomarlo, sufrió una descarga eléctrica tan fuerte por todo su cuerpo que se vio
obligado a retroceder completamente aturdido. Entonces uno de los acompañantes de Ubante se
acercó a la carreta, examinó el libro abierto y se asombró al ver los símbolos de su propio culto en
él. Cuando Horo recobró el conocimiento y vio a Ubante alarmado e inseguro dialogando con
quienes lo acompañaban, decidió acercarse. Uno de los acompañantes de los comerciantes
Zhentarim que había vuelto al camino principal con Ubante era un joven sacerdote de Talos llamado
Sabiri, e intentaba negociar con Ubante para comprarle el esclavo y el libro. Como a Ubante le
hubiera llenado de desconfianza la situación, y más todavía que Horo pudiera levantarse y caminar
después de todo eso, temió por su vida lleno de superstición y decidió desembarazarse del
inconveniente en una transacción. Pero el libro, que el clérigo de Talos consideraba tan importante,
le parecía a Ubante menos peligroso que su esclavo y no se dispuso inmediatamente a venderlo.
Como Sabiri se lo llevó aparte para explicarle la naturaleza de la cuestión y la relación que podría
tener el libro en el desencadenamiento de los eventos recientes, Ubante, que nada quería tener que
ver con los peligros de una religión mística, ofreció a Sabiri escoger entre el joven y el libro,
sosteniendo que ni podría seguir con ambos, ni tampoco perderlos sin ganancia. Sabiri ofreció una
sustanciosa suma de dinero por el joven y se retiró de allí con el recién comprado Horo, pero
lamentándose profundamente por la pérdida del libro que podría haber interesado mucho a su
orden.

Sabiri, considerando la reciente manifestación del rayo en Horo un signo favorable de su


dios y una acción exteriorización suya, lo llevó a vivir consecuentemente con el resto de los clérigos
de Talos. Se trataba de un antiguo templo, más antiguo que toda edad humana, abandonado por
otros cultos de otras razas que ya ni se recuerdan, y reanimado desde hace un tiempo por el de
Talos. Allí fue iniciado por los clérigos en los principios del dios y, aprendiendo a leer, se dispuso
luego a observar todo lo restante de la extraña orden que lo había acogido. Así pasó varios años,
estudiando a controlar su incipiente poder y ensayando la canalización del poder tronante que la
divinidad había despertado en su alma. Horo accedió a todo esto más por la curiosidad que sentía
hacia el dios y hacia aquello que sentía agitarse con fiereza dentro de sí, que por el mezquino sentido
del deber que compartían los demás acólitos. De manera solemne llevó a cabo todos los cuidados
que requería el culto, y avanzó todo cuanto pudo en el conocimiento de la orden misma y de sus
estructuras de funcionamiento y poder, así como del tipo de cosas que la dividad exigía de sus
seguidores, tanto en los ritos como en las costumbres, y por último, del significado y lugar que Talos
ocupaba en el mundo.

En medio de sus primeros intereses, los que se referían al conocimiento de la orden y de sus
estructuras de funcionamiento y poder, se percató con facilidad de que la gran mayoría de los
acólitos de Talos creía que el dios lo había señalado especialmente a él para su propia contemplación
y veneración, y que debía ser rigurosamente preparado para los fines que el dios le tenía preparado.
En eso todos estaban de acuerdo, pues ninguno de ellos poseía un don divino semejante. Como
Horo conversara con Sibiri sobre su condición de esclavo, a Sabiri le pareció mejor aconsejarle la
permanencia en la orden hasta que descubriera él mismo su propia relación con el dios, así como
su misión en el mundo, dado que no parecía cosa del azar la presencia del poder inseminado y que,
como insinuaban los demás acólitos, Talos parecía haber puesto con mucho cuidado en el joven.
Por esta razón le instaba a quedarse con ellos hasta recibir la instrucción necesaria; además, si bien
lo consideraba libre como para dejarlo ir en cualquier momento, también le manifestaba que las
personas que solo conocen la esclavitud desconocen los peligros de la libertad y tienden a perderse
en la soledad y la ignorancia.

Convencido de esto, permaneció con ellos, intentando adaptarse a la vida del templo. Sin
embargo, pronto entendió que muchos secretos le estaban siendo negados al interior del clero, y
que no se le dejaba participar de todos los ritos ni de todas las ceremonias. Un día, uniendo los
pedazos de conversaciones que había oído entre los clérigos con la lectura de una correspondencia
que descubrió entre ellos y un superior ajeno al templo, entendió que su estancia entre los clérigos
de Talos les compraba tiempo para decidir qué resolverían hacer con él, y que mientras unos lo
divinizaban, pensando en que debían prepararlo como ofrenda sacrificial al dios, otros consideraban
que debían utilizarlo como medio para invocar un antiguo demonio que llevaría a cabo la voluntad
de Talos en Faerun. Conversó de esto con Sabiri, y Sabiri le aseguró su protección mientras
preparaba su huida. Mientras pasaban los días, Horo dedicó largos y penosos estudios teológicos
con Sabiri, el único en quien podía confiar realmente. A través de estos estudios entendió todo lo
referido a su dios: por qué el rayo era venerado por los clérigos de Talos, cuáles las características
naturales del rayo y cuáles sus cualidades divinas. Mas estudiando las cosas a fondo, y como
iluminado especialmente por el favor divino, se apartó de la opinión de Sabiri, entendiendo que
Talos no significaba solamente el poder devastador del rayo, sino también el dominio de las
tormentas y la dirección de los vientos poderosos, la magnitud de los terremotos, diluvios y
conflagraciones; en suma, toda acción natural que fuera sumamente violenta, abarcando tanto la
revolución del cielo en su conjunto como la agitación de la tierra que una y otra vez la hacía volver
sobre sí en un persistente acto de destrucción y renovación del mundo.

Comprendió, por otro lado, que los clérigos de Talos anunciaban mediante ritos
adivinatorios la destrucción del mundo, y que gran parte del tiempo se preparaban activamente
para ese momento, instando a sus seguidores a temer el día final en que los elementos de la
naturaleza sucumbirían ante el poder del Destructor, devolviéndolo todo una vez más a su estado
originario.

De cuanto estudiaba lograba inferir que los acólitos más obcecados despreciaban el culto
popular que le ofrecían los pescadores y marinos al dios, por considerarlo interesado, individual e
inferior, y por decirlo así circunscrito a las circunstancias particulares de cada uno, carente de los
secretos universales que animaban realmente al culto y alejado de los principios teológicos
verdaderos que debían atribuirse a la divinidad. Según los clérigos que enseñaban a Horo, el culto
al dios de la destrucción no podía realizarse con vistas a la propia seguridad personal, como por
ejemplo, para mantener alejada la ira del dios, o para garantizar un viaje plácido por el mar, como
suelen hacer esos hombres, sino al contrario, aceptando y comprendiendo a fondo la naturaleza de
la destrucción y de la corrupción a la que finalmente está sometido el mundo. Esto último quedaba
condensado en el principio fundamental que los acólitos solían repetir para devolver el asunto a su
fundamento teológico: “todo lo que alguna vez ha llegado a ser, en algún momento ha de dejar de
ser”.

Pero Horo no parecía estar del todo de acuerdo, pues mientras reconocía el sentido de estos
principios y el poder del dios, consideraba que los clérigos mismos actuaban de acuerdo a sus
intereses personales, y que mientras sus oraciones estaban revestidas de cierta verdad, ocultaban
detrás de ello malignas operaciones de todo tipo, lo que se traducía en un continuo abuso de
autoridad para difundir el temor entre la gente común que llegaba hasta ellos, apareciendo
entonces ante los ignorantes como mensajeros exclusivos del fin de los días, y usando viles medios
para obtener de ellos todo tipo de favores e ignominiosos servicios. Sabiri parecía no percatarse de
los abusos que la orden cometía ni de la incongruencia entre las enseñanzas fundamentales del
sacerdocio y las acciones de los acólitos principales, que a los ojos de Horo parecían querer excusar
la maldad detrás de una falsa imagen del dios. Así, un día Horo llevó a Sabiri por una larga
conversación, en la que le señalaba lo insatisfecho que quedaba, no con Talos ni con el poder
concedido por el dios, sino con la orden que lo había recibido, ya que a partir de lo que él mismo
alcanzaba a colegir de la situación, le parecía que el templo en verdad era profano, el clero corrupto,
y que habían fracasado en conciliar los principios del dios, que ellos mismos estudiaban
fervorosamente, con aquellos intereses egoístas que les nublaban la mente. Sabiri, fanático
adorador del rayo, escuchaba a Horo con atención, pero sin poder aceptar realmente su
inconveniente resolución, que le contradecía, y sorprendido de sus atrevidas ideas y del progreso
en sus estudios, le aconsejó preparar su huida del templo, pues ya no podría garantizarle la
protección.
Al día siguiente, Horo se encontró con Sabiri en un jardín cercano, y se pusieron a discutir
nuevamente sobre los asuntos teológicos que más interesaban al joven. Pero estaban en eso,
cuando los acólitos principales del templo salieron a su encuentro y entre amenazas se dispusieron
a hacerlo prisionero por medios mágicos, acusando que el tiempo prudente ya había pasado y que
Talos exigía ya que se tomara una decisión sobre el joven. Pero Sabiri, percatandose de la situación,
conjuró una gran explosión corrosiva en medio de la comitiva para abrir una vía de escape a su
amigo. Apenas con una túnica, el símbolo de Talos en una mano y uno de los libros sagrados que
llevaba consigo ese día, Horo empezó a correr. Cuando miró por última vez hacia atrás, se percató
fugazmente que bajo las capuchas de los acólitos el rostro humano se había borrado
completamente, dejando lugar al de una criatura horrible y sin nombre, oscura y demoníaca, cuya
malignidad quedaría para siempre acentuada en sus ojos amarillentos de serpiente.

La persecusión duró varios meses y Horo nunca más pudo contactar a Sabiri. Errando de
posada en posada, de pueblo en pueblo y tras recorrer muchos de los caminos de la región, Horo
en cada lugar encontró huellas del paso de los acólitos que le buscaban, y algunas veces llegaba
después de ellos, pero otras veces era sorprendido con su llegada. Cambió de estrategia de pronto
y se atrevió a cruzar el desierto en compañía de unos mercaderes, ciertamente más honestos que
Ubante, bajo la guía de una elfa exiliada de Halruaa, llamada Tanmo. El conocimiento de Tanmo
sobre la magia se limitaba a los estudios arcanos regulares aprendidos en Halruaa y, por tanto, no
pudo responder a las inquietudes de Horo. Sin embargo, Horo demostró en más de una ocasión ser
de ayuda para su nueva compañía con los conjuros que la divinidad le concedía. El libro que todavía
conservaba del templo de Talos le mantuvo progresando lentamente en el conocimiento de los
poderes que Talos despertaba en su interior, y Tanmo le instaba a no dejar de lado el notorio
llamado de la divinidad.

Al cabo de unos meses de viaje, y con ayuda de Tanmo, supieron de un hermitaño que
decían ser seguidor de Talos, y al que la gente evitaba. Su nombre era Krisseb, un semiorco que
vagabundeaba los caminos que justamente recorrían Tanmo y Horo en aquella ocasión. Cuando lo
encontraron, Horo se presentó como aprendiz de los misterios de Talos, y Krisseb se dispuso a
acogerlo para completar su formación. Al despedirse de Tanmo, ésta le ofreció las armas con que
solía equipar a Horo cuando le ponía de guardia: una armadura de mallas, un martillo de guerra y
un escudo, además de algunas provisiones necesarias.

Así, pues, Horo se decidió a compartir con Krisseb, el semiorco, las experiencias por las que
había pasado en este tiempo, desde su período de esclavitud con Ubante, su encuentro con Sabiri,
la formación recibida en el templo liderado por criaturas demoníacas que pretendían sacrificarlo,
hasta los apacibles viajes con Tanmo.

No pasó mucho tiempo hasta que Horo reconoció en el semiorco al dueño de aquél libro
sagrado que había quedado en posesión de Ubante y del que todo había tomado su comienzo.
Krisseb, convencido del vínculo establecido entre Horo y el dios, se dispuso a completar su
formación en los misterios de Talos, vagando juntos por el mundo como hermitaños y tomando
comienzo sus nuevos estudios desde la observación de la naturaleza, completamente alejados de
los estudios teóricos que había recibido en el templo y más bien cercanos a la experiencia directa
de las pequeñeces que solían ser las más afectadas por el poder destructivo de Talos.
Un día, se introdujeron en un denso bosque y entonces Krisseb comenzó a enseñarle todo
lo referente a las diversas hierbas que se encontraban en él. Le enseñó a preparar pociones,
moliendo y extrayendo sustancias esenciales de todo lo que se encontraban a su paso. La lección
consistía en demostrar cómo la destrucción de un elemento da paso a la creación de otro, y cómo
la descomposición da lugar la composición, la división a la unión, la ruptura a la juntura, y viceversa.
Entonces Horo le preguntó:

“Dime Krisseb, ¿cómo podemos entonces reconocer el poder incomensurable de


Talos, si es tal su poder, cuyo dominio decimos que es la ruptura, la división, la
descomposición y la destrucción, si resulta del todo indisociable de sus contrarios, la
juntura, la unión, la composición y la creación?”

Entonces Krisseb, serenamente, lo llevó por un largo y ascendente camino lejos del valle y,
subiendo a una gran montaña desde la que se pudo contemplar todo el bosque en que habían
permanecido estudiando las pequeñeces de la naturaleza, le dijo:

“Contempla bien esto que tienes delante de ti. Allí abajo todas las cosas se
destruyen sin descanso unas a otras y unos seres dan siempre lugar a otros, y lo vivo da
también lugar a lo inerte y lo inerte da también lugar a lo vivo. Con o sin nuestra intervención
este bosque desaparecerá de todas maneras, dando lugar a extensos desiertos, y este
monte desde el que ahora vemos todo, tarde o temprano se hundirá hasta ser olvidado en
el fondo de bravísimos mares. El verdadero poder de Talos no está en la simple destrucción,
como creían los acólitos que te recibieron en su templo, sino en el persistente Cambio y la
Constante Renovación. Si Talos no existiera ni fuera el más poderoso de los dioses, ninguna
cosa jamás cambiaría y todo permanecería idéntico a un único ser, sin géneros ni especies
y, esto mismo, sin modificación alguna. Talos es realmente el dios de la Renovación, que por
causa de la insistencia creadora de los demás dioses con quienes está en conflicto, hace
frente él solo a todas las formas de la eternidad con el poder de decidir en cada caso cuándo
unas existencias y substancias reemplazan a las otras, pues resultaría del todo imposible
que lo que es eterno exista siempre al mismo tiempo y en el mismo lugar. Pero de esta
acción divina decimos que es una Renovación Violenta y sólo entonces llamamos a Talos
dios de la Destrucción. Por esto, Talos es el verdadero móvil del mundo, el verdadero motivo
por el cual todas las cosas se mueven y se conducen naturalmente a su fin, sin que
permanezcan injustamente para siempre. Este fin de todas las cosas requiere de
movimientos ciertamente agitados y violentos, que muy pocos comprenden en su
naturaleza interior, y resulta completamente necesario, pues sin el poder destructivo de
Talos, infinitos mundos saturarían los planos de existencia y no existiría ni límite ni finitud,
sino que la existencia misma carecería de sentido, al ser el todo ilimitado e infinito, no
pudiendo ser que existiera jamás alguna cosa en lugar de alguna otra, sino el Todo todo a la
vez, perdiéndonos en lo Indeterminado. Este es el llamado que debe animarnos como
seguidores de Talos, y la participación en su batalla por la Renovación Total del mundo ha
de ser nuestro principal deber, y nuestro único anhelo.”

Después de estas palabras, cargadas de una elevación inspirada, Krisseb abandonó para
siempre a Horo, considerando terminada su iniciación, y éste permaneció sentado todavía en ese
lugar muchas horas en completo silencio, llorando por el nuevo compromiso que ahora lo animaba:
la participación en la renovación total del mundo, en la destrucción necesaria gracias a la cuál
existen todas las cosas sin existir realmente ninguna de ellas…

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