You are on page 1of 15

Técnica y Cultura

El debate alemán entre Bismarck y Weimar

Tomás ¡Vlaldonado
Compilador

Textos de P. Behrens, E. Bloch, F. Dessauer, W. Gropius, J. A. Lux,


T. Maldonado, H. Meyer, H. Muthesius, W. Rathenau, F. Reuleaux,
H. Schmidt, G. Simmel, W. Sombart, M. Stam, H. van de Velde,
M. Weber, E. Zschlmmer.

Ediciones infinito Buenos Aires


Las metrópolis y la vida espiritual
Georg Simmel

Die Grossstádte und Geisteslebm, en Jahrbuch der Gehestiftung, 1903, IX; aho­
ra en Brücke und Tür, Koehler, Stuttgart 1957, pp. 227-242.
Los problem as más profundos de la vida m oderna surgen de la
pretensión del individuo de preservar la independencia y la especi­
ficidad de su ser determ inado contra las potencias abrum adoras de
la sociedad, de la herencia histórica, de la civilización y de la técni­
ca exterior de la vida: la última y más reciente metamorfosis de la
lucha contra la naturaleza que el hom bre primitivo debe conducir
para su existencia física. Que el Setecientos invite a los hom bres a li­
berarse de todos los vínculos que se form aron históricam ente, en el
estado y en la religión, en la moral y en la economía, para que la na­
turaleza originalm ente buena, que es la misma en todos los hom ­
bres, pueda desarrollarse sin impedimentos; que el Ochocientos
exija, además de la simple libertad, la particularidad del hom bre y
de su prestación, determ inada por la división del trabajo, que torna
a cada uno, incom parable con los otros y -dentro de lo posible- in­
dispensable, pero lo hace depender aun más estrecham ente de la
integración com plem entaria con todos los demás; que se vea, como
decía Nietzsche, la condición del pleno- desarrollo de los individuos
en la lucha más despiadada entre ellos o que, de otra m anera, se­
gún la visión socialista, exactamente en el contenido de cada com ­
petencia está siempre operando el mismo motivo fundam ental: la
resistencia del sujeto a dejarse nivelar y consumir en un mecanism o
técnico y social. Cuando los productos de la vida específicamente
m oderna son interpelados según sus características interiores, el
cuerpo de la civilización, por así llamarlo, alrededor de su propia
alma (com o cabe el deber de hacer hoy, en relación con nuestras
m etrópolis), la respuesta deberá intentar descubrir la ecuación
que dichas formaciones sociales establecen entre los contenidos indi­
viduales y superindividuales de la vida, las adaptaciones de la persona­
lidad con la cual la misma se compromete con las fuerzas externas.

55
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

El fundamento psicológico sobre el que se levanta el tipo de las in­


dividualidades metropolitanas, es la intensificación de la vida psíquica, la
cual es producida por la rápida y continua alternancia de impresio­
nes externas e internas. El hombre es un ser diferencial, quiere decir
que su conciencia se encuentra estimulada por la diferencia entre la
impresión del momento y la anterior; las impresiones constantes que
presentan entre sí escasas diferencias, la regularidad habitual de su de­
curso y de sus contrastes consumen, por así decirlo, m enos concien­
cia que la apretada sucesión de imágenes cambiantes, que la brusca
diversificación en el interior de lo que se abraza con una sola mira­
da, del carácter inesperado de las impresiones que se im ponen á la
atención. La metrópoli, creando justam ente estas condiciones psi­
cológicas (cada vez que se cruza una calle, con el ritm o y la variedad
de la vida económica, profesional y social), coloca en los fundam en­
tos sensibles de la vida psíquica, en la cantidad de conciencia que
ella exige de nosotros para nuestra organización de seres diferen­
ciales, una antítesis profunda respecto de la ciudad de provincia y a
la vida de campo, con el ritm o más lento, más habitual, más unifor­
me en su vida sensible e intelectual. ¡
Ello perm ite com prender ante todo el carácter intelectual de la
vida psíquica de la metrópoli, con respecto a la de la ciudad de pro­
vincia, la que está más bien orientada hacia los sentim ientos y rela­
ciones afectivas. Por ello estas últimas clavan sus raíces en los estra­
tos más recónditos del alma y se desarrollan preferentem ente sobre
la base de la tranquila uniform idad de costumbres constantes. La se­
de del intelecto, en cambio, está en los estratos transparentes, cons­
cientes y más elevados de nuestra alma; ella es, entre nuestras fuerzas
interiores, la más capaz para adaptarse; para adecuarse a la vicisitud y
al contraste de los fenómenos. Ella no necesita de los sacudones y re­
voluciones interiores con los cuales sólo el sentimiento, por su natu­
raleza más conservadora, conseguiría adaptarse al mismo ritm o de
experiencias. Así el tipo m etropolitano -que naturalm ente está ro­
deado por miles de modificaciones individuales- crea un órgano de
protección contra el desarraigo con el que es am enazado por las 'co­
rrientes y contrastes de su am biente extem o; en lugar de reaccionar
contra ellos con el sentimiento, reacciona esencialmente con eljin-
telecto, al cual, el potenciam iento de la conciencia producido por
la misma causa, asegura la preem inencia en la econom ía psíquica.
De este modo, la reacción a estos fenóm enos se transfiere al órgano
psíquico menos sensible, aquel que se encuentra más alejado de los
íntimos vericuetos de la personalidad.
Este intelectualismo, que se ha revelado como un medio para
preservar la vida subjetiva de la violencia de la metrópoli, se ramifi­
ca en numerosos fenóm enos particulares. Las m etrópolis siempre
fueron la sede de la economía monetaria, dado que la multiplicidad
y concentración de los intercambios económicos confieren al nie-

56
Las metrópolis y la vida espiritual / Georg Simmel

dio de intercam bio una im portancia que no hubiese podido jamás


adquirir en el escaso tráfico en el campo. Pero la economía moneta­
ria y el dominio del intelecto están entre ellos íntimamente conecta­
dos. Tienen en com ún la objetividad pura para el tratamiento de los
hombres y de las cosas, en la cual una justicia formal va frecuente­
m ente unida a una despiadada falta de escrúpulos. El hom bre pura­
m ente racional es indiferente a todo aquello que sea propiam ente in­
dividual y del que derivan relaciones y reacciones que no pueden
agotarse con el intelecto lógico, del mismo m odo en que la indivi­
dualidad de los fenóm enos no penetra en el principio del dinero,
dado que al dinero le interesa solam ente aquello que es común a
todos los fenóm enos, es decir el valor de intercambio: que reduce
toda cualidad y peculiaridad a la cuestión del simple cuánto. Todas
las relaciones afectivas entre las personas se fundan en su individua­
lidad, ahora bien, mientras que las intelectuales operan con los
hom bres como si fueran núm eros, como si fueran elementos indi­
ferentes en sí mismos, que interesan sólo por su rendim iento obje­
tivamente valorable y m ensurable, tal como sucede en el ambiente
de las grandes ciudades con sus proveedores y clientes, con sus do­
mésticos y frecuentem ente también con las personas que forman
parte de su am biente y con los cuales debe m antener alguna rela­
ción social; en un círculo más estrecho, el conocim iento inevitable
de la individualidad genera, de m anera-también inevitable, un tono
más afectivo en el comportam iento, que se ubica más allá de la valo­
rización puram ente objetiva de los servicios prestados y recibidos.
Aquí, lo esencial, desde el punto de vista de la psicología eco­
nómica, es que en condiciones sociales más primitivas, el objetivo es
producir para el cliente que ordenó la mercadería, por lo cúál el pro­
veedor y el com prador se conocen recíprocamente. Pero la metrópo­
li m oderna se nutre casi exclusivamente de la producción para el
mercado, o sea, para compradores desconocidos, que no entrarán
nunca en el horizonte visual del verdadero productor. Ello confiere,
al interés de ambas partes, un carácter de objetividad despiadado,
en el cual el egoísmo económico, basado en el cálculo intelectual,
no debe tem er alguna desviación por parte de los imponderables de
las relaciones personales. Y todo ello se da evidentem ente en una
relación de interacción tan estrecha con la econom ía monetaria,
que dom ina en las grandes ciudades y que ha eliminado los últimos
restos de la producción artesanal y de la perm uta directa de las m er­
cancías y, dado que cada día más, reduce el trabajo bajo pedido, na­
die podría decir si fue esa disposición de ánimo intelectual la que
em pujó hacia la econom ía m onetaria o si habrá sido esta última el
factor determ inante de la prim era. Está sólo el hecho de que la for­
m a de vida m etropolitana es el terreno más fértil y más adecuado
para esta interacción; lo que quisiera ilustrar con una afirmación
del más insigne entre los historiadores de la constitución inglesa, se­

57
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

gún el cual, en todo el curso de la historia inglesa: “¡Londres nunca


actuó como el corazón de Inglaterra, pero actuó frecuentemente como su cere­
bro y siempre como su bolsillo!”
Las mismas corrientes psíquicas se unificaron en un aspecto
aparentem ente insignificante de la superficie de la vida. El espíritu
m oderno calcula cada día más. Al ideal de la ciencia de transform ar
el m undo en un cálculo, fijando cada una de sus partes en fórm u­
las matemáticas, corresponde el espíritu exacto y calculador de la vi­
da práctica, que es un producto de la econom ía m onetaria; o sea
que solam ente esta últim a ha llenado el día de tantos hom bres con
valuaciones, cálculos, determ inaciones numéricas, reducciones de
valores cualitativos a valores cuantitativos. La naturaleza calculado­
ra del dinero introdujo en la relación entre los elem entos vitales
una precisión, una seguridad en la determ inación de las igualdades
y desigualdades, una claridad y univocidad en los compromisos y
acuerdos, como aquella producida exteriorm ente por la generaliza­
ción de los relojes de bolsillo. Pero son las condiciones de vida de
la m etrópoli las que juntas constituyen la causa y el efecto de este
segmento característico. Las relaciones y los negocios del habitante
típico de la gran ciudad son generalm ente multiplicativos y comple­
jos y, sobre todo, a consecuencia de la concentración de tantas perso­
nas con intereses tan diferentes, sus relaciones y actividades se engra­
nan entre ellas en un sistema tan articulado, que sin la puntualidad
más rigurosa en las promesas y cumplimientos, el conjunto se de­
rrum baría y se disolvería en un caos enm arañado. Si imprevista­
m ente todos los relojes de Berlín comenzasen a fallar en form a alea­
toria en distintas direcciones, tan sólo durante una hora, toda la vi­
da económ ica y de otro género se vería conm ocionada por m ucho
tiempo. A ello se agrega un elem ento, aparentem ente más externo
aún, la m agnitud de las distancias, que hacen de cada espera o cita
incum plida una pérdida de tiempo irreparable. De este modo, la téc­
nica de la vida metropolitana, no es ni mínim am ente concebible sin
hallarse todas sus actividades y relaciones recíprocas ordenadas con
la misma puntualidad, en un esquema temporal fijo e independien­
te del capricho subjetivo.
Pero aquí también se pone de manifiesto lo que puede ser, en
líneas generales, solam ente el objetivo generalizado de estas consi­
deraciones; o sea que desde todos los puntos de la superficie de la
existencia, p o r cuanto pueda parecer que dicho objetivo haya naci­
do solo en ella y se haya desarrollado exclusivamente por ella, pue­
de echarse una sonda en las profundidades de las almas y encontrar
que todas las exteriorizaciones, aun las más banales y aparentem en­
te insignificantes, están conectadas, en definitiva, por líneas direc­
trices a las decisiones últimas sobre el significado y el estilo de la vi­
da. La puntualidad, la previsibilidad, la exactitud que le son impues­
tas a la vida m etropolitana por su com plejidad y por su extensión,

58
Las metrópolis y la vida espiritual / Georg Simmel

no están solam ente en relación estrechísima con su carácter m one­


tario e intelectual, sino que además no pueden dejar de influir en
los contenidos de la vida y favorecer la exclusión de aquellas carac­
terísticas e impulsos irracionales, instintivos y soberanos que tien­
den a determ inar de por sí la forma de vida, en lugar de recibirla
desde el exterior como un esquema universal y rígidam ente defini­
do. Si bien las existencias caracterizadas por estos impulsos, las na­
turalezas autoritarias y soberanas sean totalmente imposibles en la
ciudad están, sin em bargo, en oposición al tipo de vida que ella re­
presenta, y así se explica el odio apasionado de naturalezas como
Ruskin y Nietzsche por la metrópoli; naturalezas que encuentran el
valor de la vida sólo en aquello que es típicam ente peculiar y que no
puede precisarse uniform em ente para todos y, por lo tanto, de la
misma fuente de la que nace ese odio, nace también el odio por la
econom ía m onetaria y por el intelectualismo de la vida.
Los mismos factores que dieron lugar, en la exactitud de una vi­
da regulada m inuto a m inuto, a una forma de extrem a im persona­
lidad tienden, por otra parte a producir un resultado extrem ada­
m ente personal. No hay tal vez ningún fenóm eno psicológico que
sea tan característico y exclusivo de la ciudad como el del blasé. El
mismo es, ante todo, una consecuencia de la rápida sucesión y apre­
tada concentración de estímulos nerviosos opuestos, de donde pa­
recería derivar también el potenciam iento del intelectualismo en la
metrópoli; tanto es así, que las personas tontas y naturalm ente pri­
vadas de vida intelectual no son generalm ente blasés. Como la falta
de m oderación en los placeres nos vuelve blasé, dado que los ner­
vios, excitados continuam ente hasta las reacciones más intensas, no
están finalm ente en condiciones de proporcionar alguna reacción,
también las impresiones más inocuas, que se sucedan rápidam ente
y en contraste entre ellas, exigen reacciones de tal violencia, los ti­
ronean tan brutalm ente de aquí para allá, que consum en sus úld-
mas reservas de energía y, perm aneciendo en el mismo am biente,
no tienen el tiempo suficiente para acum ularla nuevam ente. La in­
capacidad de reaccionar a nuevos estímulos con la energía adecua­
da que de ello deriva, es justam ente ese aburrim iento, esa actitud
desencantada o blasé, que se encuentra ya en los niños de las gran­
des ciudades si los comparamos con aquellos que crecieron en am­
bientes más tranquilos y monótonos.
A esta fuente fisiológica del estado de ánimo de disolución que
caracteriza a las grandes ciudades, se le suma una segunda que pro­
viene de la econom ía monetaria. La esencia de este desencanta­
m iento es la obtusidad ante las diferencias entre las cosas, no en el
sentido en que ellas son advertidas, como ocurre en el caso de los
idiotas, sino en aquel en el que el significado y el valor de las dife­
rencias entre las cosas y, por tanto, de las cosas en sí, es sentido co­
mo nulo o irrelevante. Estas aparecen, a los blasé, en una tinta uni-

59
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

form em ente gris y m ortecina, y ninguna merece, para él, ser ante­
puesta a las otras. Este estado de ánimo es el fiel reflejo subjetivo de
la econom ía m onetaria plenam ente afirmada; que nivela uniform e­
m ente todas las variedades de las cosas, traduciendo todas sus dife­
rencias cualitativas en diferencias de cantidad, el dinero, erigiéndo­
se en su indiferencia incolora, en el denom inador com ún de todos
los valores, se vuelve el más trem endo de los niveladores, vacía irre­
m ediablem ente de su contenido, de sus peculiaridades a las cosas,
de su valor específico e incom parable. Ellas nadan, todas con el
mismo peso específico, en la corriente del dinero en perenne mo­
vimiento, yacen todas sobre el mismo plano y se distinguen sólo 'por
la extensión de los tramos que cubren. En el caso individual está co­
loración o, más bien, esta decoloración de las cosas a causa dé su
equivalencia con el dinero, puede ser casi im perceptible; pero la re­
lación que el rico tiene con los objetos adquiribles con dinero, y tal
vez también ahora en el carácter com ún que el espíritu público
confiere por doquier a dichos objetos, este factor se ha acum ulado
hasta alcanzar una m agnitud tangible. '
Es por eso que las metrópolis, que son las sedes principales de
los intercambios monetarios, donde la venalidad de las cosas se im­
pone en una medida bien distinta que en el marco de relaciones
más estrechas, son también la patria de los blasé. En su actitud cul­
mina, por así decir, el efecto de esta concentración de hom bres y de
cosas que excitan al individuo hasta las más altas prestaciones ner­
viosas; con la potenciación puram ente cuantitativa de las mismas
condiciones, este efecto se torna en su faz opuesta, en ese típicojfe-
nóm eno de adaptación que es la indiferencia del blasé, donde los
nervios descubren la última posibilidad de comprom iso con los
contenidos y las formas de vida m etropolitana en el rechazo 'de
reaccionar a ellos y, ciertas naturalezas que logran conservarse' al
precio de una desvalorización de todo el m undo objetivo (lo cual
luego termina, inevitablemente, por com prom eter tam bién a la
propia persona en un sentido de equivalente desvalorización).
Mientras que esta form a de existencia releva totalm ente al su­
jeto de una decisión, su necesidad de conservarse frente a la gran
ciudad le exige una actitud socialmente no menos negativa. La acti­
tud espiritual que tienen los habitantes de la gran ciudad, los unos
con respecto a los otros, podría definirse, bajo su aspecto fomíal,
como de desapego o cautela. Si al continuo contacto exterior con
innum erables otros individuos tuviese que corresponder la misma
cantidad de reacciones internas que se verifican, en estos casos, en
las ciudades de provincia, donde casi todas las personas que se en­
cuentran son personas conocidas y se tiene una relación positiva
con cada una de ellas, la vida interior se atomizaría com pletam ente
y nos encontraríamos en una condición espiritual inconcebible. Ya
sea esta circunstancia de carácter psicológico, como la legítima des-
¡I

60
Las metrópolis y la vida espiritual / Georg Simmel

confianza que sentimos hacia los elem entos de la vida m etropolita­


na, con los cuales sólo mantenemos contactos esporádicos, nos cons­
triñen a esta form a de actitud reservada por la cual frecuentem ente
no conocemos siquiera de vista a las personas que viven en la casa
aledaña y que frecuentem ente nos hacen aparecer como fríos e in­
sensibles a los ojos de los habitantes de las ciudades de provincia.
Más bien, si no me engaño, el lado interno de esta reserva exte­
rior no es sólo la indiferencia, sino, más frecuentem ente de cuanto
nos podamos dar cuenta, una leve aversión, una extrañeza y repul­
sión recíproca, que al m om ento de un contacto cercano y prescin­
diendo de la ocasión que pudiera determinarlo, se resolvería ensegui­
da en odio y en lucha. Toda la organización interna de un sistema de
relaciones tan extendidas se basa en una jerarquía extremadamente
compleja de simpatías, indiferencias y aversiones del género tanto las
más breves como aquellas más duraderas. En todo esto la esfera de
la indiferencia no es tan grande como podría parecer a prim era vis­
ta; la actividad de nuestra alma reacciona a casi todas las impresio­
nes provenientes de otro ser hum ano con una sensación en algún
modo determ inada, por cuanto parezca anular, en una form a de in­
diferencia, la inconsciencia, la debilidad y la rápida sucesióh.de esas
sensaciones. En realidad esta última no sería para nosotros menos
antinatural de cuanto nos sería intolerable la confusión de una su­
gestión recíproca e indiscrim inada y, -de estos dos peligros de la
gran ciudad nos preserva la antipatía, el estadio latente y prelim inar
del antagonismo práctico y efectivo, que determ ina las distancias y
los desapegos sin los cuales este tipo de vida no podría ni siquiera
tener lugar; sus medidas y dosificaciones, el ritmo de su aparecer y
desaparecer, las formas en que se satisface -todo ello constituye, ju n ­
to con los motivos unificadores en el sentido más apretado, la tota­
lidad inseparable de la vida m etropolitana-: o sea que lo que en es­
ta última aparece a primera vista como elem ento disociativo, en reali­
dad, no es más que una de las formas elementales de socialización.
Sin em bargo, esta reserva acom pañada por una aversión escon­
dida aparece, a su vez, como la form a de revestimiento exterior de
un carácter m ucho más general de la vida espiritual de la metrópo­
li. En efecto, ella concede al individuo un género y un grado de liber­
tad personal que no encuentran comparación con otras situaciones;
y así nos encauza hacia una de las grandes tendencias de desarrollo
de la vida social en general, una de las pocas para la que pueda enun­
ciarse una regla relativamente constante.
El estadio más precoz de las formaciones sociales que puede
encontrarse, sea en las formaciones históricas o en aquellas que se
van plasm ando bajo nuestros ojos, es el siguiente: un círculo relati­
vamente estrecho, relativamente exclusivo en relación con los círcu­
los cercanos, forasteros, en alguna m anera antagónicos, pero al mis­
mo tiempo, tan unido y cohesionado en sí mismo que concede a sus

61
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

miembros individuales solamente un espacio reducido para el desa­


rrollo de cualidades específicas e iniciativas libres y responsables.
Así comienzan los grupos políticos y familiares, las formaciones po­
líticas, las sociedades religiosas; la supervivencia de asociaciones de
reciente constitución exige la fijación de líneas fronterizas muy ne­
tas y una unidad fuertem ente concretada y, por lo tanto, no puede
dejar al individuo ninguna libertad y especificidad de desarrollo in­
terno y externo.
A partir de este estadio la evolución social se mueve sim ultánea­
m ente en dos direcciones diversas y, sin em bargo, recíprocam ente
complementarias. Pero a m edida que el grupo crece -numérica­
m ente, territorialm ente, en im portancia y contenidos vitales-, su
unidad interna inm ediata se ablanda, la rigidez de su separación y
demarcación original con respecto a los demás se atenúa y mitiga
por una red de relaciones y de conexiones recíprocas y, al mismo
tiempo, el individuo adquiere la libertad de moverse m ucho más
allá de los límites dentro de los cuales el celo del grupo lo había ini­
cialmente restringido, desarrollando su especificidad y particulari­
dad que le son posibilitadas y tornadas necesarias p o r la división del
trabajo interno del grupo aum entado. Según esta regla se desarro­
llaron el estado y el cristianismo, las corporaciones y los partidos po­
líticos e innum erables otros grupos, por lo que naturalm ente el es­
quem a general ha sido modificado por las condiciones y las fuerzas
particulares de cada uno de ellos.
De todas maneras, me parece que este esquem a puede recono­
cerse claram ente tam bién en el desarrollo de la individualidad en el
seno de la vida urbana. En la antigüedad como en el Medioevo, la
vida de la pequeña ciudad im ponía al individuo una serie de barre­
ras y límites a sus movimientos y relaciones con el exterior, como
tam bién a su autonom ía y diferenciación interna, entre las cuales el
hom bre m oderno se sentiría ahogado; aún hoy el ciudadano de una
metrópoli, transferido a una ciudad de provincia, experimenta una
sensación de angustia, por lo menos cualitativamente idéntica. Cuanto
más pequeño es el círculo que constituye nuestro am biente, más
restringidas y limitadas son las relaciones con los demás, los que po­
drían disolver la rigidez de esos confines, y tanto más minuciosa es
la supervisión que se ejerce a las actividades, conductas e ideas de
los individuos, es mayor el riesgo de que una peculiaridad cuantita­
tiva y cualitativa pueda rom per el marco de conjunto.
Se diría que la polis antigua tuvo, a este respecto, en todo y por
todo el carácter de las ciudades de provincia. El hecho de que su
existencia estuviese continuam ente am enazada por enemigos cerca­
nos o lejanos, existía en los orígenes de esa rígida cohesión política
y militar, de esa estrecha vigilancia del ciudadano por parte del ciu­
dadano, de ese celo de la com unidad con respecto al individuo, cu­
ya vida autónom a estaba com prim ida y sofocada en una m edida tal,

62
Las metrópolis y la vida espiritual / Georg Simmel

que obtenía compensación ejercitando un poder despótico en el


ámbito de su propia familia. La extraordinaria movilidad y eferves­
cencia, la excepcional variedad y vivacidad de la vida ateniense, se
explican posiblem ente por el hecho de que un pueblo com puesto
por personas orientadas, como nunca, hacia el desarrollo de la pro­
pia individualidad, debía luchar continuam ente con la presión in­
terna y externa de una ciudadanía que tendía naturalm ente a repri­
mirla. Ello producía un clima de tensión en el cual los más débiles
eran contenidos y aplastados y los fuertes eran estimulados a dar
prueba de sí con toda la fuerza de su pasión. Y justam ente así se de­
sarrolló y se llegó al pleno florecimiento en Atenas, y sin poderlo
definir con exactitud, puede designársele como lo “universalm ente
hum ano” en el desarrollo intelectual de nuestra especie.
Dado que ésta es la conexión de la cual se afirma aquí la vali­
dez histórica y objetiva: los contenidos y las formas más amplias y ge­
nerales de la vida están íntim am ente ligados a aquellos más indivi­
duales; los unos y los otros poseen su estadio preliminar, o tam bién
su adversario común, en las formaciones y en los agrupam ientos res­
tringidos, cuyo instinto de conservación los constriñe a tom ar posi­
ción ya sea contra la am plitud y la generalidad fuera de ellos, como
también contra la libertad de movimiento y la individualidad en su
interior. Así como en la época feudal era “libre” quien estaba sujeto
al derecho del país (Landrecht), o sea al derecho del círculo social
más amplio, mientras que no lo era quien derivaba sus propios dere­
chos solo de una camarilla feudal, con exclusión de aquel círculo
más amplio; así hoy, en un sentido más sublimado y espiritual, el ha­
bitante de la gran ciudad es “libre” con respecto a las pequeñeces y
a los prejuicios que limitan el horizonte provincial. Dado que la re­
serva y la indiferencia recíproca, que consütuyen las condiciones de
la vida espiritual en los grandes ambientes nunca sienten más inten­
samente, en su eficacia estimulante para la independencia del indivi­
duo, como en el barullo más denso de la metrópoli, donde la cercanía
y la angusúa física ponen más en evidencia la distancia espiritual; y el
hecho de que, a veces, uno no se haya sentido más solo y abandona­
do como en el bullicio de la metrópoli no es sino, evidentem ente,
la contrapartida de aquella libertad; dado que también aquí, como
en otros casos, no está totalmente demostrado que la libertad del
hom bre deba manifestarse como un sentimiento de bienestar en su
vida afectiva.
No es sólo la dim ensión inmediata del territorio y de la pobla­
ción, en virtud de la correlación -presente en todo el curso de la his­
toria universal- entre la ampliación del círculo y de la libertad per­
sonal, interna y externa lo que hace de la metrópoli la sede ideal de
la libertad, sino que más allá de esta extensión material o intuitiva,
las m etrópolis han sido también la sede del cosmopolitismo. Análo­
gamente a cuanto sucede en la form ación patrim onial (más allá de

63
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

un cierto nivel, la propiedad parece aum entar en progresiones


siempre más rápidas y casi por fuerza propia), tam bién el cam po vi­
sual, las relaciones económicas, personales e intelectuales de lá ciu­
dad, su perím etro ideal, aum entan como en escala geométricaiape-
nas se ha superado un determ inado límite; cada expansión dinám i­
ca alcanzada se torna un peldaño para una expansión ulterior, cuya
am plitud no es idéntica, pero aun mayor; por cada hilo que se ¡des­
prende se conectan siempre espontáneam ente otros nuevos, justa­
m ente del mismo m odo en que, en el ámbito de la ciudad, el unear­
ned increment (increm ento no ganado) de la renta inm obiliaria ¡ase­
gura al propietario réditos autom áticam ente crecientes gracias al
simple aum ento del tráfico urbano. j
En este punto la cantidad de vida se traduce directam ente en
calidad y carácter. La esfera de vida de la ciudad de provincia con­
cluye sustancialmente en ella y con ella. Para la metrópoli, en cam­
bio, resulta decisivo el hecho de que su vida interior se expande en
olas concéntricas sobre un amplio espacio nacional o internacional.
Weimar no prueba nada en contrario, dado que su im portancia es­
taba atada a personalidades individuales y con ellas decaída, mien­
tras que la metrópoli está caracterizada justam ente por su funda­
m ental independencia aun de las personalidades más insignes: es la
contracara y el precio de la independencia que el individuo goza en
su ámbito. ¡
La naturaleza más significativa de la m etrópoli reside en ésta
grandeza funcional que trasciende sus límites físicos; y esta influen­
cia reacciona sobre ella confiriéndole peso, relevancia y responsábi-
lidad a su vida. Así como un ser hum ano no se agota en los confínes
de su cuerpo y del espacio que ocupa directam ente con su activi­
dad, sino en el conjunto de los efectos que se irradian desde él en
el espacio y en el tiempo, así tam bién una ciudad consiste en lá to­
talidad de los efectos que trascienden a su inmediatez. Sólo éste es
su verdadero ámbito en el cual se revela y manifiesta su ser.
Ello debería bastar como para hacernos entender que la liber­
tad individual, que es el com plem ento lógico e histórico de esta1Am­
plitud de horizontes, no debe ser entendida sólo en el sentido ne­
gativo, como simple libertad de movimiento, caída de prejuicios y
cerraduras filisteas, sino que lo esencial, en esta libertad, es que el
elem ento peculiar e incom parable que cada naturaleza poseej en
definitiva en algún aspecto, se manifieste también en la configura­
ción efectiva de la vida. Q ue nosotros sigamos las leyes de nuestra
naturaleza (y la libertad consiste justam ente en ello) aparece deijna-
nera evidente y persuasiva a nuestros ojos y a los de los demás, solo
si las manifestaciones exteriores de esa naturaleza se distinguen
efectivamente de las de los otros; sólo la imposibilidad de ser con­
fundidos con otros prueba que nuestro modo de vida no nos es im­
puesto por los demás. 11

64
Las metrópolis y la vida espiritual / Georg Simmel

Las ciudades son ante todo la sede de la form a más elevada de


división económ ica del trabajo y dan lugar, en este campo, a fenó­
menos extremos como esta rendidora profesión del Quatorzième en
París: personas que, señaladas con placas especialmente colocadas
en el frente de sus casas, están preparadas a la hora de la cena con
vestimenta adecuada, listos para hacerse llevar rápidam ente a aquel
lugar donde 13 personas estén preparadas para sentarse a una me­
sa. A m edida que se expande la ciudad, ofrece siempre en mayor
medida las condiciones fundam entales de la división del trabajo; un
círculo que, por su tamaño, puede acoger una gran variedad y mul­
tiplicidad de servicios, mientras que al mismo tiempo la concentra­
ción de los individuos y su lucha por el cliente, lo obligan a una es-
pecialización profesional que tiene el objetivo de minimizar los ries­
gos de ser echado y sustituido por otros.
El elem ento decisivo es que la vida urbana ha transformado la
lucha con la naturaleza por los alimentos en una lucha con el hom­
bre, que el prem io aquí no es concedido por la naturaleza sino por
el hom bre, pues aquí, en la vida urbana, no está sólo la fuente de la
especialización a la que nos referimos antes, sino que además exis­
te otra y más profunda: el oferente debe buscar despertar en las per­
sonas a las que se dirige, necesidades siempre nuevas y cada vez más
específicas. La necesidad de especializar el servicio, para encontrar
una fuente de ganancias que aún no esté-agotada, una función difí­
cilmente sustituible, empuja a diferenciar, refinar, enriquecer las ne­
cesidades del público, lo cual no puede evidentemente hacer menos
que conducir a crecientes diversidades personales.
Ello conduce, a su vez, a la individualización espiritual (en el
sentido más estricto) de las cualidades psíquicas, a las cuales la ciu­
dad da origen en relación directa con su tamaño. U na serie de cau­
sas son fácilmente visibles. Ante todo la dificultad de afirmar la pro­
pia personalidad en las dim ensiones de la vida m etropolitana. Allí
donde el elem ento cuantitativo de valor y de energía ha tocado sus
límites, se recurre a la especialización cualitativa, que estimulando
el sentido de las diferencias, debería gratificamos, de alguna m ane­
ra, la conciencia del am biente social. Esto acaba por inducirnos lue­
go a las extrañezas más arbitrarias, a las extravagancias -típicas de las
grandes ciudades- de la cosa rebuscada, de la originalidad y del pre­
ciosismo, cuyo significado no reside ya en los contenidos de esta
conducta, sino sólo en su form a que es la de la alteridad, la necesi­
dad de distinguirse, de destacarse de los demás y por lo tanto de ha­
cerse notar; lo que, para algunas formas de ser es todavía, en defi­
nitiva, la sola m anera de conservar, a través de la conciencia de los
otros, alguna estima de sí mismo y la certeza de ocupar un lugar. En
el mismo sentido opera un elem ento poco notable pero cuyos efec­
tos acaban por sumarse y producir de esa m anera un resultado per­
ceptible: la brevedad y rareza de los encuentros que le son concedi­

65
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

dos a cada individuo con otro, en comparación con las relaciones


cotidianas de la ciudad de provincia. Pues la tentación de presentar­
se en form a ingeniosa, concisa y lo más caracterizada posible resulta
extremadamente reforzada respecto de las situaciones en las cuales la
frecuencia y duración de los encuentros son suficientes para producir
en el otro una imagen clara e inequívoca de nuestra persona.
Pero la razón más profunda por la cual la gran ciudad favore­
ce la tendencia a la máxima individualidad de la existencia personal
(y poco im porta que esta tendencia esté siempre justificada o que
esté siem pre coronada por el éxito), me parece la siguiente: el de­
sarrollo de la civilización m oderna está caracterizado por el predo­
m inio de aquello que puede llamarse el espíritu objetivo sobre el es­
píritu subjetivo, vale decir que, en la lengua como en el derecho, en
la técnica productiva como en el arte, en la ciencia como en los ob­
jetos del¡ am biente doméstico, se encuentra incorporada una parte
de espíritu, al que el cotidiano aum ento del desarrollo intelectual
de los sujetos suele tener detrás, sólo muy im perfectam ente y a dis­
tancias siempre mayores. Si tomamos en consideración la inm ensa
cantidad de cultura que se ha encarnado, desde hace cien años a es­
ta parte, en las cosas y conocimientos, instituciones y comodidades
y las com param os con el progreso civil de los individuos en el mis­
mo período de tiempo, por lo menos en los estratos superiores, se
revela una espantosa diferencia de desarrollo entre las dos curvas y,
desde luego en muchos aspectos, una regresión de la cultura de los
individuos en términos de inteligencia, delicadeza y generosidad. Es­
ta divergencia es sustancialmente el efecto de la creciente división del
trabajo, dado que esta última exige del individuo una prestación ca­
da vez más unilateral, cuya máxima potenciación determ ina frecuen­
tem ente un decaimiento de la personalidad en su conjunto. En cada
caso el individuo está cada vez en menores condiciones de enfrentar
el desarrollo pujante de la cultura objetiva; tal vez menos a nivel
consciente que en la práctica y en los confusos sentimientos de con­
jun to que se derivan. El hombre es reducido al rango de una quanti-
té négligeable, a un grano de polvo frente a una inmensa organización
de cosas y fuerzas, que le sustraen poco a poco todos los progresos,
ideales y valores, transfiriéndolos de la forma de vida subjetiva a la de
una vida puram ente objetiva.
Es necesario solam ente recordar que las grandes ciudades son
el verdadero escenario de esta civilización que trasciende y supera
todo elem ento personal. Aquí, en las estructuras edilicias y en los
institutos educativos, en los milagros y en las comodidades de la téc­
nica que supera las distancias, en las formaciones de la vida comu­
nitaria y en las instituciones visibles del estado, se ofrece una mole
tan aplastante de espíritu cristalizado y despersonalizado que la per­
sonalidad, si así puede decirse, no está en condiciones de reaccio­
nar frente a ella. Por un lado la vida le es facilitada enorm em ente

66
Las metrópolis y la vida espiritual / Georg Simmel

porque se le ofrecen desde todos lados, estímulos, intereses, modos


de ocupar el tiempo y la conciencia, arrastrándola, por así decirlo,
en una corriente en la cual no tiene ya casi la necesidad de realizar
algún movimiento para nadar, pero por otra parte, la vida está com­
puesta cada vez más con estos contenidos y espectáculos im persona­
les que tienden a despejar las tonalidades y diferencias personales,
de m odo que ahora, para que este elemento personalísimo se salve
debe dar prueba de una extrema particularidad y originalidad, de­
be exagerar estos aspectos para estar todavía en condiciones de ha­
cerse escuchar, aun por sí mismo. El decaimiento de la cultura indi­
vidual a continuación de la hipertrofia de la cultura objetiva es una
de las razones del odio feroz que los predicadores del individualis­
mo extremo, com enzando por Nietzsche, aboguen por las grandes
ciudades, pero es también una razón del hecho de que ellos sean
amados apasionadam ente en las grandes ciudades y aparezcan, jus­
tamente a los ojos del ciudadano, como profetas y redentores de sus
aspiraciones más insatisfechas.
Si nos preguntam os cuál es la posición histórica de estas dos
formas de individualismo, que son alimentadas por las condiciones
cuantitativas de las grandes ciudades (la independencia individual y
el desarrollo de la originalidad o peculiaridad personal), la gran
ciudad adquiere un valor totalmente nuevo en la historia universal
del espíritu. El siglo XVIII encontró al individuo con ligazones de
naturaleza política y agraria, corporativa y religiosa, que lo violenta­
ban y que habían perdido todo significado; restricciones que le im­
ponían al hom bre, por así decirlo, una forma innatural y una serie
de desigualdades que desde hacía tiempo eran injustas. En esta si­
tuación se elevó la apelación a la libertad y a la igualdad, la fe en la
completa libertad de movimientos del individuo en todas las rela­
ciones sociales y espirituales, que hizo em erger enseguida en todos
la com ún semilla de nobleza que la naturaleza ha puesto en cada
uno y que la sociedad y la historia no han hecho otra cosa que des­
gastar y pervertir. En el siglo XIX junto con este ideal liberal, se ha
venido desarrollando otro, obra de Goethe y el romanticismo, por
una parte, por la división económica del trabajo por la otra: los indi­
viduos liberados de las ataduras históricas tienden ahora tam bién a
distinguirse entre ellos. No más el “hombre universal” en cada uno
de los individuos, sino que ahora justam ente su unicidad e insusti-
tuibilidad cualitativa son los depositarios de su valor. En la lucha y
en el enlazamiento variable de estos dos modos de determ inar la fun­
ción del sujeto en el interno de la totalidad general, es donde se de­
sarrolla tanto la historia exterior como la interior de nuestra época.
La función de las grandes ciudades es justam ente aquella de
proveer un espacio para el conflicto y las tentativas de conciliación
de las dos tendencias, en cuanto sus condiciones específicas nos son
reveladas como ocasiones y estímulos para el desarrollo de ambas.

67
Tomás Maldonado Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck y Weimar

De tal m anera ellas adquieren u na posición particularm ente .única


y fecunda de implicaciones inextinguibles en la evolución de la rea­
lidad espiritual y se revelan como una de las grandes formaciones
históricas en las que las corrientes opuestas, que abrazan la jtotali-
dad de la vida, se encuentran y despliegan, por así decirlo, én pie
de igualdad. Pero de este modo, (e independientem ente del hecho
de que sus manifestaciones específicas nos resulten agradables o de­
sagradables) ellas se salen completamente de la esfera frente a la cual
nos podríamos colocar en la actitud del juez. Desde el m om ento en
que estas potencias están orgánicamente entrelazadas a las raíces y a
las ramificaciones de toda la vida histórica, de la cual nosotros forma­
mos parte durante la efímera duración de una célula, nuestro deber
respecto de ellas no es el de acusar o perdonar, sino solamente el de
comprender.

68

You might also like