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Los costos de la deliberación

Mario Gensollen
A semanas de iniciada la presidencia de Andrés Manuel López Obrador es poco claro en qué consiste
esa cuarta transformación con la cual vendió su candidatura desde la campaña electoral. Cambios
hemos visto muchos: algunos meramente simbólicos, otros económicos y otros de protocolo. A mi
parecer, el mayor cambio que estamos viendo con respecto al poder ejecutivo federal tiene que ver
con la manera muy particular en que AMLO piensa que debe vivirse una democracia. No nos
equivoquemos, el presidente se dice y se cree verdaderamente un demócrata: sus rasgos de
marcado autoritarismo no restan un ápice a la propia concepción de democracia que él cree que
debe implementarse y ha implementado desde un inicio de su gestión.
Dos de las particularidades democráticas que estamos viviendo estas semanas tienen que ver con
dos apellidos con connotación positiva de las democracias (¿liberales?) actuales: la participación
ciudadana y la deliberación pública. López Obrador, quien se sitúa a sí mismo en la izquierda del
espectro ideológico democrático, está buscando revitalizar la democracia participativa y la
democracia deliberativa. Dejo para otra ocasión un análisis de la primera, que el presidente piensa
pueda vivirse a través de consultas populares. ¿Qué objetivos deberían perseguir las consultas?,
¿cómo deben diseñarse?, ¿respecto a qué problemas deben implementarse?, ¿qué problemas no
deben resolverse con este instrumento?, son preguntas importantes y que dudo que tengan claras
sus respuestas el presidente y los miembros de su gabinete. Pero ahora, preguntémonos: ¿qué
metas deberían perseguir las deliberaciones públicas?, ¿cualquier problema público debería
someterse a deliberación pública?, ¿cuáles son los costos (de existir) de la deliberación?, ¿qué
ofrece adicionalmente la deliberación a la mera agregación de preferencias de la ciudadanía o a la
resolución de problemas mediante el juicio de expertos? Por mi parte, pienso que los costos de la
deliberación pública son altos y no están contemplados en la revitalización que la cuarta
transformación desea hacer de la democracia deliberativa.
Empecemos por la última pregunta. El apogeo de la deliberación pública se dio en el contexto
intelectual precedido por la publicación de Democracy and Education de John Dewey a inicios del
siglo pasado (1916), y varias décadas después por la publicación de Theorie des kommunikativen
Handelns de Jürgen Habermas (1981). La primera de estas obras, adicionalmente, inspiró al
movimiento educativo anglosajón denominado Critical Thinking, que buscó incorporar al currículo
escolar universitario herramientas argumentativas. En todos los casos anteriores existe una
creencia, asumida muchas veces de manera acrítica, de que la argumentación, llevada a cabo
correctamente, es capaz de modificar las creencias originales del grupo deliberativo hacia una
solución consensada o unánime. Además, se creía que el procedimiento deliberativo mismo
instanciaría dos de los valores preponderantes dentro de una democracia: la libertad (en particular,
de conciencia) y la igualdad (en particular, de participación política). Así, la deliberación añadiría a
procedimientos de agregación de preferencias (voto individual sin incluir deliberación pública
previa) y procedimientos de toma de decisiones por parte de expertos (epistocracia, suele
denominársele) procedimientos que fomentarían mayor participación ciudadana y darían mayor
legitimidad a la autoridad democrática.
Algo de cierto hay en todo lo anterior, pero ¿cuáles son sus costos? La deliberación pública, como
mencioné, busca consenso y unanimidad, por tanto, se piensa que uno de sus efectos es la reducción
de la polarización. Pero ¿es esto cierto? Lo es en un amplio clima de civilidad argumentativa. Los
demócratas deliberativos piensan, de manera acertada, que si se argumenta civilizadamente al
menos podremos comprender mejor las razones de las que disponen nuestros adversarios para
creer lo que creen. En un clima de mayor comprensión mutua, piensan otra vez de manera atinada,
podremos trabajar mejor juntos, incluso cuando nuestras diferencias persistan. Pero ¿acaso pedir
civilidad argumentativa como una condición necesaria para la deliberación pública no es pedirles
demasiado a nuestros congéneres? Lo es, y pienso que estamos viendo sus consecuencias.
Los costos de la deliberación pública en democracias inmaduras (incluso en las maduras, como lo
vemos día con día en la vida pública estadunidense) son altos: buscan reducir la polarización, pero
las más de las veces la incrementan. El antagonismo, la incivilidad y el estancamiento son variables
de la polarización que suele ampliar más que mitigar la deliberación.
Ahora bien, en México queda claro que nos falta por aprender a deliberar públicamente. La
herramienta es extraordinaria, pero requiere de ejecutores diestros y civilizados. ¿Lo somos? Andrés
Manuel no ha comprendido que México no está listo (¿algún país en verdad lo está?) para
implementar una democracia deliberativa funcional. Controlar la agenda de la discusión pública
diaria y cotidiana, y hacer públicas casi todas las acciones de gobierno y someterlas al escrutinio
público puede hacer mucho más difícil la ya complicada atmósfera de la vida pública mexicana. Creo,
aunque me gustaría equivocarme, que la cuarta transformación será en verdad una transformación
de la vida pública: una más crispada y colérica, una más agresiva y ciertamente menos funcional. Si
tengo razón, esperemos que el gobierno más temprano que tarde recule con respecto a sus mal
pensadas innovaciones democráticas.
mgenso@gmail.com | /gensollen | @MarioGensollen

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