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Capítulo I
O’Shea estaba más trastornado que nunca, llevando así toda la noche.
Zanqueaba arriba y abajo de la herbosa pendiente, murmurando entre dientes,
dirigiéndose con las manos a algún invisible auditorio, celebrando con cacareos sus
propias y misteriosas ocurrencias…; y de madrugada se había echado sobre el
pequeño Lipski, que se había atrevido a encender un cigarrillo con desprecio de las
instrucciones, y le había golpeado con salvaje brutalidad, sin que los otros dos
hombres hubieran osado intervenir.
—Loco como una cabra —comentó Joe Connor en voz baja—. Si despacha
esta faena sin hacernos ir a la cárcel para el resto de nuestras vidas, estaremos de
suerte.
—Es más listo cuando está loco. —Hablaba con el refinado deje que da la
cultura. Algunos decían que Soapy había estudiado para cura antes que el deseo de
un modo de vivir más fácil e ilícito hiciera de él uno de los más hábiles (y
posiblemente el más peligroso) delincuentes de Inglaterra—. La locura, mi querido
compañero, no implica estupidez. ¿No puedes hacer que el tipo ese deje de
gimotear?
—Se le pasará —dijo con indiferencia—. Cuanto más le zurra O’Shea, más lo
respeta.
Frunció los labios como si fuera a silbar, examinando la inquieta figura del
jefe pensativamente.
—Tres toneladas de oro; casi medio millón de libras. Creo que tenemos
derecho al menos al diez por ciento.
Connor hizo una mueca, indicando con una sacudida de cabeza al lloroso
Lipski.
—¿Y él?
—Lo tenemos todo en nuestras manos —dijo con voz que era poco más que
un susurro—. Mañana estará lúcido. Estos ataques sólo le sobrevienen a raros
intervalos; y un hombre lúcido se atendrá a razones. Vamos a detener ese
cargamento de oro… Es uno de los trucos más viejos de O’Shea: llenar
completamente de gas una hondonada profunda. Me admira que se atreva a
repetirlo. Yo estoy encargado de llevar el camión a la ciudad y esconderlo. ¿Nos
daría O’Shea el dinero que nos corresponde si tuviera que elegir entre esa opción y
una desagradable entrevista con el inspector Bradley?
—Lo gasta, como todo hijo de vecino. Anoche me habló de comprar una
gran casa de campo. Parecía dispuesto a sentar la cabeza y vivir como un caballero.
Me dijo que necesitaría la mitad de este botín para pagar sus deudas. —Marks se
examinó las bien manicuradas uñas, añadiendo a la ligera—: Entre otras cosas, es
un mentiroso… ¿Qué ha sido eso?
Por toda respuesta, Marks exhaló un largo suspiro. Era obvio que se sentía
incómodo.
—Si hubiera escuchado algo hubiera venido por mí. Se encuentra en estado
impetuoso. Lleva así toda la noche.
—Me gustaría saber qué clase de vida lleva. Apostaría a que tiene una
esposa y unos hijos escondidos en alguna parte… Estos pájaros siempre los
tienen… ¡Ahí está!
—El gas se quedará en el fondo, así que no necesitáis poneros las máscaras
hasta el momento de actuar.
—No necesitaréis usar las pistolas, pero tenedlas a mano por si algo sale
mal… No olvidéis que si los guardianes no pierden el conocimiento
instantáneamente, dispararán a quemarropa. Ya sabéis dónde verme mañana, ¿no?
O'Shea pensaba en todo. A no ser por aquella roja luz de aviso, el camión se
hubiera estrellado, desbaratándosele los planes. Tal y como estaba el vehículo, lo
único que tenía que hacer Marks era trepar al asiento del conductor y dar marcha
atrás para sacarlo del temporal bloqueo.
EL CAMIÓN DESAPARECIDO.
El buque Aritania, que llegó al puerto de Southampton la pasada noche, trajo una
importante consignación de oro de Australia, y, con vistas a que el precioso metal pudiera
ser trasladado a Londres con la menor ostentación posible, se tomó la disposición de que un
camión cargado con el tesoro partiera de Southampton a las tres de la mañana, llegando a
Londres antes de que comenzara la normal afluencia de tráfico. En un paraje próximo al
bosque de Felsted la carretera se hunde, encajonada, en una depresión. Evidentemente ésta
había sido rellenada de gas, y el vehículo se precipitó desprevenidamente en lo que era
prácticamente una cámara letal.
Sin embargo, antes de alcanzar el sitio fatal, los vigilantes advirtieron que existía
un proyecto de atraco. Un individuo surgió de unos arbustos y disparó al camión. Los
detectives encargados de proteger el convoy replicaron inmediatamente, y el hombre fue
encontrado más tarde en estado agonizante. No hizo declaración alguna, si bien mencionó
un nombre que se cree corresponde al jefe de la banda.
—¿Qué pasa con O’Shea? —preguntó el otro con impaciencia—. ¿Se aviene
a repartir?
—O’Shea no dejará que nos salgamos con la nuestra. —Connor tenía el ceño
hondamente fruncido—. Tú ya lo conoces, Soapy.
—Eso está por ver —replicó Marks sonriendo confiadamente. Sirvió un
whisky con soda—. Bebe y marchémonos. —Se consultó el reloj—. Tenemos tiempo
de sobra…
—Será mejor que nos apeemos —susurró Marks—. No van a moverse hasta
que acabe el ataque.
Marks se había detenido ante las verjas de un corral, y las empujó. Una de
ellas cedió, y se encaminaron, a través de una desigual senda, hasta el pequeño
edificio que albergaba la camioneta. Soapy metió la llave en la cerradura y la hizo
girar.
—No hagas alborotos —dijo la odiada voz del inspector Hallick—. Quedas
detenido, Soapy. ¿Podrías decirme qué ha sucedido con vuestra ambulancia?
Soapy Marks dirigió los ojos hacia el hablante, a quien no podía ver, y por
un momento quedó con el ánimo en suspenso.
—Estaba hace una hora —dijo una segunda voz—. Vamos, Soapy; ¿qué
habéis hecho con ella?
Soapy no dijo nada. Oyó el clic de las esposas al cerrarse en torno a las
muñecas de Joe Connor, quien prorrumpió en un incoherente balbuceo de rabiosas
blasfemias al tiempo que era llevado a empellones hacia el coche que acababa de
detenerse silenciosamente junto a la verja, y comprendió que O’Shea estaba
sobradamente lúcido aquel día.
Capítulo III
Para Mary Redmayne la vida había sido una sucesión de altibajos. Tenía
vivas en su memoria las alternadas fases de prosperidad y de insolvencia que
había atravesado su padre. Había residido en suntuosos hoteles y en pensiones
baratas, cambiando de tipo de alojamiento con singular brusquedad; y ya durante
su infancia había llegado a habituarse tanto a los violentos cambios de la fortuna
paterna, que en nada se hubiera sentido sorprendida si en cualquier momento su
padre la hubiera sacado del pretencioso centro escolar en que recibía su educación
para trasladarla a una escuela pública.
Cuando fue a vivir a Monkshall, ella había alcanzado esa grácil etapa
intermedia que separa a la niña de la mujer. Delgada, de estatura mediana y
espalda recta, libre de movimientos, atraía la mirada de hombres a quienes
encantos más maduros hubieran dejado indiferentes.
Ferdie Fane, el joven que tanto frecuentaba el León Rojo, en verano y en
invierno, y que bebía más de lo que convenía a su salud, la observó mientras ella
pasaba por la calle acompañada por su padre. No llevaba sombrero; su cabello
castaño dorado era de por sí una corona de gloria; el rostro, sin tacha, con la
barbilla ligeramente erguida en majestuoso gesto.
—No me molesta que venga aquí —dijo el tabernero, ansioso por quedar
bien—. Usted no me da ningún problema. La única pega…
—Hace sólo un mes que ha salido de la escuela… mejor dicho, del colegio —
dijo el tabernero—. Es la damita más encantadora del mundo.
Al día siguiente, y por primera vez desde su llegada al lugar, Ferdie Fane
salió de excursión provisto de su caña de pescar y de su bolsa de golf.
La vida en Monkshall prometía ser tan risueña, que Mary Redmayne sentía
una especial predilección a favor del lugar. Le gustaba el señor Goodman, un
caballero de cabellos grises y hablar lento, primero de los huéspedes de su padre.
Le cautivaba la sobria belleza de aquella antigua y singular morada, así como los
frondosos terrenos circundantes. Se sentía incluso con ánimos de aceptar, sin
especial disgusto, la creciente taciturnidad de su padre. Éste había envejecido
últimamente. Su rostro había adquirido una palidez nueva. Raramente sonreía. En
una ocasión le había visto caminar sin rumbo en medio de la noche, y en otra
habíale sorprendido en su habitación, con el habla sospechosamente trabada y una
vacía botella de whisky como mudo testigo de su peculiar debilidad.
Pero la casa tenía algo que comenzaba a roerle los nervios. A veces se
despertaba en medio de la noche, sobresaltada, y se sentaba en la cama tratando de
detectar la causa que la había arrancado del país de los sueños para transportarla, a
través de una nube de pavorosas pesadillas, al estado de vigilia. Cierta vez había
oído unos peculiares sonidos que le provocaron escalofríos. Y no una, sino muchas
veces, le pareció oír el desgarrado sonido de un órgano distante.
—Este lugar me pone la carne de gallina, señorita —le había dicho una
llorosa doncella—. ¿No oye usted chillidos por las noches? Yo, sí; duermo en el ala
este. Este lugar está encantado…
Más tarde pidió disculpas por su rudeza, pero Mary continuó con sus
extrañas audiciones, llegando incluso a tener los oídos bien alerta; y finalmente,
vio… visiones que le hicieron dudar de su propia capacidad de cognición, de su
propia inteligencia, de su propia salud mental.
Un día, caminando sola por el pueblo, vio a un hombre en traje de golf. Era
muy alto y usaba gafas con montura de concha, y la saludó con una amistosa
sonrisa. Era la primera vez que veía a Ferdie Fane. Lo vería muy a menudo durante
los agitados meses que siguieron.
Capítulo IV
—No creo que consiga sonsacar mucho a esos tipos, superintendente —dijo
—. Pienso que se encuentran demasiado próximos al cumplimiento de su condena.
—El jefe de vigilancia, que posee un especial don de gentes, afirma que
nunca hablarán —dijo el subdirector—. Si hace memoria, superintendente,
recordará que hizo cuanto pudo para sonsacarles hace diez años, cuando acababan
de entrar aquí. Hay en esta cárcel un montón de personas a quienes les gustaría
saber dónde está escondido el oro. Personalmente, no creo que ellos se quedaran
con parte alguna, y la historia que refirieron en el juicio, de que O’Shea había
desaparecido con él, es probablemente cierta.
—Lo dudo —dijo pensativamente—. Ésa fue la impresión que tuve la noche
en que los arresté, pero he cambiado de opinión desde entonces.
—Tengo a esos dos hombres encerrados en sus celdas. Quiere ver a ambos,
¿verdad, superintendente?
Salió y se dirigió, a través del patio de asfalto, a la entrada del grande y feo
edificio principal. Una reja de acero precedía a la puerta. Abrió primeramente ésta,
y luego la puerta de madera, pasando así al vestíbulo, rayado en cada costado con
galerías a las cuales se abrían las estrechas puertas de las celdas. Se dirigió a una de
éstas, situada en la grada inferior, hizo ceder la cerradura con un chasquido y abrió
de un empujón la puerta. El hombre vestido con ropa de presidiario que estaba
sentado al borde de la cama, con el rostro entre las manos, se levantó y lo miró
ceñudamente.
—No tengo nada que decir —repuso hoscamente—. ¿Por qué no me dejan
en paz? Si supiera dónde está el botín, desde luego no lo revelaría.
—No seas tonto —dijo el jefe de vigilancia, de buen ánimo—. ¿Qué vas a
adelantar con ocultar…?
—¿Va a ver a Marks también? Con que Hallick, ¿eh? Pensaba que había
muerto.
—Su visita nos es sumamente grata, señor Hallick. ¿No ha visto aún el
parque ni el garaje? ¿Ni nuestra fastuosa sala de billar?
—Le pido mil perdones, señor. —La inclinación dirigida al carcelero fue
algo más profunda que las anteriores, algo más sarcástica—. Sólo era una cándida
broma. ¡Es un gran placer encontrarle por este páramo, señor Hallick! Supongo que
su visita será breve… No vendrá a quedarse con nosotros, ¿verdad?
Esto era nuevo para Hallick. Sus ojos interrogaron a Marks, quien, tras una
sonrisa, dijo suavemente:
—Me temo que nuestro querido amigo esté en lo cierto. ¡Un loco astuto!
Incluso en la cárcel recibimos noticias, señor Hallick, y me ha llegado el rumor de
que hace algunos años tres funcionarios de Scotland Yard desaparecieron en un
intervalo muy breve… ¡Se desvanecieron como el rocío al sol de la mañana!
Perdóneme si me muestro poético. La cárcel lo hace a uno así. ¿Y estaría usted
traicionando un secreto oficial si me dijese que los hombres mencionados andaban
tras el rastro de O’Shea? —Al percibir el cambio operado en el rostro de Hallick,
soltó una risita—. Veo que así era. Según la noticia circulada, habían abandonado
Inglaterra y habían enviado sus dimisiones… desde París, ¿no es así? O’Shea sabía
imitar la letra de cualquiera… Los desaparecidos nunca salieron de Inglaterra.
—¿Cuándo vas a encontrarte con él? —desafió. ¿Dónde tendrá lugar ese
encuentro?
No hubo respuesta.
—¡Señor Goodman!
—Pensaría usted que soy una mala pécora si se lo dijese. —Al hacer su
interlocutor un gesto para apoderarse del manuscrito, prosiguió—: ¡Oh!, la verdad
es que no me atrevo… Es sobre alguien a quien usted conoce.
—¿No cree usted que ella lo es… un tanto? Al fin y al cabo, su padre se
limita a regentar una hospedería.
—Supongo que soy romántica por naturaleza. Veo misterio en casi todo.
Hasta usted me parece misterioso. —Al notar la alarma de su interlocutor, añadió
—: ¡Oh, no he querido decir siniestro!
Él consideró la cuestión.
—Pero lo es. ¿Para qué compró este lugar tan apartado y lo convirtió en una
casa de huéspedes?
El señor Goodman rió de buena gana. Como huésped antiguo había oído
repetidas veces ese comentario.
—He oído cosas y he visto cosas —prosiguió ella—. Mi madre dice que aquí
deben de haber cometido algún crimen horrible. ¡Y así es! —Su tono había subido
en énfasis.
—¡Un clérigo! —exclamó Verónica con desdén—. Todo el mundo sabe que
los clérigos no tienen dinero.
—El coronel podría sacar dinero de este lugar, pero no quiere —prosiguió
Verónica en tono más confidencial—. Y le diré más. Mi madre conocía al coronel
Redmayne antes de que éste comprara Monkshall. Se metió en un terrible aprieto
de dinero… Mi madre no sabe exactamente en qué consistía. Pero lo cierto es que
se quedó sin un penique. ¿Cómo se las arregló para comprar esta casa?
Él asintió, afirmando:
—Por suerte, soy algo duro de oído. Nunca oigo órganos ni alaridos. Lo
único que oigo con claridad es el gong de la comida.
—Aquí hay gato encerrado. —La señora Elvery era aún más patética que su
hija—. Lo comprendí el día en que llegué. En un principio tenía proyectado
quedarme una semana, pero ahora pienso quedarme aquí hasta que se resuelva el
misterio.
Él la miró ceñudo.
—¿Ah, sí? Me dormí con la luz encendida. ¿Ha visto alguien a Mary?
—¡Aquí hay gato encerrado! —La señora Elvery exhaló un largo suspiro—.
Ese hombre no está en sus cabales. Señor Goodman, ¿recuerda a ese caballero de
presencia tan agradable que vino ayer por la mañana? Quería una habitación, y
cuando pregunté al coronel por qué no lo aceptó como huésped, ¡se volvió contra
mí como una fiera! Dijo que no era ésa la clase de persona que él quería tener en la
casa: dijo que ese hombre había tenido la osadía («osadía» fue la palabra
empleada) de intentar relacionarse con su hija, y añadió que no quería compartir
su techo con ningún borracho pintamonas.
—Si así es, no puede negarle nada, mi estimada señorita Redmayne. Si usted
le dijese: «He aquí a un joven en busca de alojamiento…».
—El hospedero dijo que hacía falta arreglar algunas cosas —gruñó el
reparador.
—¿En qué idioma hay que hablar con usted? La puerta de la cocina está al
volver la esquina. Si no quiere ir allí, ¡puede largarse con viento fresco!
—¿Cuánto tiempo hace que vive aquí… ese tipo a quien usted denomina
Redmayne?
—No me importa qué sea o cómo sea. Hay que echarlo fuera.
—No haga eso, muchacho… Es un acto grosero. Evite siempre las groserías,
joven… La presencia de una dama…
—¿Cree que voy a permitir que esta casa sea contaminada por usted? ¿Por
una persona embrutecida por el alcohol, sin sentido de la dignidad ni de la
decencia, sin otra ocupación que la de gastarse el dinero en bebida?
En contra de los temores del coronel, el señor Fane se retiró por propio
impulso, deshaciéndose así de la escolta del mayordomo.
—¡Dios santo! ¡El mismo que yo pensaba! ¡Hacía diez años que no le veía, y
no le hubiera reconocido de no ser por esa manera de voltearme! —jadeó.
—Me conservo en plena forma. —No había ahora ningún farfulleo en la voz
de Fane. Sus palabras poseían la vibración del acero—. ¡Ha visto usted mucho más
de lo que debiera, señor Connor!
Ninguno de ellos vio a la muchacha que, desde una ventana situada por
encima de sus cabezas, había estado observando… y escuchando.
Capítulo VII
—Tiene los modales de un oso —dijo la digna dama a su hija. Alzó una
esquina de la persiana nerviosamente y escrutó el oscuro exterior—. Estoy segura
de que vamos a tener visita esta noche. Así se lo he dicho al señor Goodman. Él
contestó: «¡Majaderías!».
Verónica se estremeció.
—Ha estado todo el día de fisgoneo. Lo sorprendí cuando subía las escaleras
de los sótanos, y al verme sufrió tal sobresalto que no sabía dónde tenía la cabeza.
—Un monje: todo negro; con la cara cubierta por una capucha o algo
parecido. ¡Escucha eso!
La señora Elvery se caló sus gafas y miró. Reparó entonces en que lo que
había considerado parte del revestimiento de la pared era en realidad una puerta.
La madera de roble estaba alabeada y en algunos sectores carcomida.
—¿Ah, sí? —repuso Mary con cierta frialdad—. Debe de haber sido una
conversación de lo más deprimente.
—Preferiría que lo dejaras para mejor momento. Esta noche tengo los
nervios deshechos.
Ella cerró la puerta tras de sí. Se acercó hasta el lugar donde su progenitor
estaba sentado y descansó una mano sobre su hombro.
—No comprendo…
—Papá, tú sabes que aquí se esconde algo espantoso. No, no; no soy
ninguna neurasténica. Lo oí anoche… ¡Primero el órgano y luego aquel grito! —Se
cubrió el rostro con las manos—. ¡No puedo soportarlo! Vi algo que corría por el
césped… Era una figura negra, terrible. La señora Elvery percibió lo mismo que
yo… ¿Qué es eso?
—¡Escucha!
—¿Oyes? —insistió.
—Me han echado del León Rojo. —Los vidriosos ojos de Ferdie estaban
clavados en él—. Quiero quedarme aquí.
—¿Quién es ése?
Tenía la mano puesta en la puerta del salón cuando él la asió por un brazo.
¡Era el remendón, el hombre que se había peleado con Ferdie Fane aquella
mañana, el hombre a quien Fane había amenazado!
Capítulo VIII
Uno a uno, Hallick interrogó a los huéspedes y a los criados. Cotton fue
locuaz; recordaba al hombre, pero no tenía la menor idea de cómo entró en el
salón. Las puertas estaban atracadas y con candados, y ninguna de las ventanas
había sido forzada. Goodman era al parecer un durmiente profundo y se alojaba en
el ala más distanciada. La señora Elvery estaba llena de hipótesis y pistas, pero su
información era de lo más deficiente.
Se dirigía hacia la parte por donde vendría Mary, cuando Hallick lo detuvo,
y, obedientemente, el huésped salió cabizbajo por otra puerta.
—¿Está usted seguro de no tener idea alguna de cómo entró aquí este
hombre anoche?
—Seguro, señor.
—Ninguna ventana fue forzada, y las puertas estaban cerradas con llave y
cerrojo, ¿no es así?
Cotton asintió.
—Dos veces ha afirmado usted eso. Cuando llegué esta mañana ofreció la
misma declaración. También dijo que cuando pasó ante el cuarto del señor Fane en
su camino de vuelta, lo encontró abierto y vacío.
Cotton asintió.
—¿Lo reconoció?
Ella asintió.
—Tuvo usted que oír algo… Algún sonido de lucha, algún grito… —ella
negó con un gesto—. ¿Sabe usted a qué hora se cometió el asesinato?
—Esta puerta. —La muchacha indicó la entrada del salón—. Miré entonces
por encima de la barandilla y vi a mi padre en el pasillo.
Hallick sonrió.
—¿No cree usted que fue eso lo sucedido? ¿No piensa que se asustó al ver
que el otro estaba muerto, lo que le motivó a negar todo conocimiento del hecho?
—No.
Ella no respondió.
—Fue todo imaginación mía —repuso ella en voz baja—; pero una vez me
pareció ver una figura en el césped… una figura con la indumentaria de un monje.
—Sí.
—Sí.
Él asintió.
—¡Era mi voz!
Hallick se volvió prestamente. Un individuo sonriente permanecía en el
umbral.
—¿Qué tal se encuentra? Me llamo Fane… Ferdie Fane. ¿Qué tal va el nuevo
difunto?
—Comprendido.
—No era la voz de usted —reprochó—. ¿Por qué ha dicho que lo era? ¿No
se da cuenta de que están sospechando de todo el mundo? ¿Está usted loco? Van a
pensar que usted y yo estamos en colusión.
—Colusión es una palabra con clase. Puedo pronunciarla con toda claridad,
pero es una palabra de alcurnia.
Lo último que ella anhelaba en el mundo era ser distraída por un nuevo
huésped.
—Lo lamento en el alma, señor Partridge. Estamos todos muy decaídos esta
mañana. Cotton, lleva la maleta al número tres.
Tuvo que forzarse a sí misma para realizar tan común acto de cortesía.
¡Bang!
La seca detonación de un rifle, y una bala pasó silbando junto a ella e hizo
añicos el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. Tan cerca pasó, que ella
creyó al principio haber sido rozada, y en ese fraccionado espacio de tiempo
comprendió que únicamente gracias al abrazo de Ferdie Fane había salvado la
vida.
Capítulo IX
Mary nunca recordaría con nitidez cómo llegó a su fin aquel funesto día. La
presencia del funcionario de Scotland Yard en la casa le procuraba cierta confianza,
si bien parecía irritar a su padre. Afortunadamente, el detective se mantenía en
segundo plano.
Las dos únicas personas que no parecían afectadas por la tragedia aquella
mañana eran el señor Fane y el clérigo. Era éste persona locuaz, surtida con toda
clase de insignificantes anécdotas; y la señora Elvery encontró en él una fascinante
fuente de solaz.
—¿Dispararon contra mí? ¡Por todos los diablos! —se mofó—. Debió de
tratarse de un disidente. Los clérigos de alta iglesia tenemos toda suerte de
enemigos.
—¿Ah, sí? —preguntó ella calmosamente, y había una extraña mirada en los
ojos de él cuando contestó:
—Dijo que desapareció mucho oro y que lo enterraron en algún sitio: según
su teoría, en Monkshall o en el parque; piensa que Connor andaba tras del mismo,
y que convenció a Cotton, el mayordomo, para que le dejase entrar, siendo así
como se explica el que se encontrara en el interior de la casa. Oí cómo le refería
todo esto al señor Partridge. Yo no le caigo lo suficientemente bien como para que
me lo hubiera contado a mí directamente.
—Lo que significa que le aburre —rió él suavemente entre dientes—. ¿Por
qué no se va usted a la ciudad?
—¡Qué absurdo! El señor Goodman es lo bastante viejo como para poder ser
mi padre.
Entonces creyó Mary oportuno recordar una cita que tenía en la casa. Él no
intentó detenerla. Volvieron sus pasos hacia Monkshall algo más rápidamente.
—O’Shea está loco —afirmó recalcando las sílabas—. Es uno de los hechos
indisputables.
—Hecho del que yo nada sabía hasta que entrevisté al amigo Connor en la
cárcel, y no recuerdo haberlo reflejado por escrito. ¿Cómo ha llegado a
conocimiento de usted?
Aquello era nuevo, por supuesto, para John Hallick, pero concordaba con la
información que Connor le había proporcionado.
—No lo sé. Desearía que extendiera usted por las divisiones una circular
indicando que me gustaría ver a Soapy Marks, que suele parar por Hammersmith.
Me gustaría decirle unas palabras de aviso.
—No hay en sitio alguno nada que no sea natural, sargento —gruñó Hallick.
—Tráigalo.
Goodman sonrió.
—Creo que ya le dije que carezco de teorías. Estoy muy preocupado por la
señorita Redmayne, sin embargo. —Dudó—. Usted la interrogó severamente. Ella
se afligió a causa de ello. —Se detuvo algo desazonado, pero Hallick no le ayudó
—. Creo haberle confesado que siento… gran afecto hacia Mary Redmayne. Haría
cualquier cosa por aclarar este caso, y hay un hecho del que estoy seguro: su padre
no tiene nada que ver con este terrible asunto.
—Ya me he dado cuenta. Pero no soy tan simple como quizá pueda
parecerlo; sé que está bajo sospecha, y, de hecho, supongo que todos los de la casa,
incluido yo, deben necesariamente estar en situación similar.
—Es una pena. Había oído tantas veces a la señora Elvery (una mujer muy
habladora y cargante, pero con extraordinario conocimiento de… la criminalidad)
que hay en Scotland Yard un caballero que me resultaría de gran ayuda: el
inspector Bradley.
—Me temo que esa señora dice muchas cosas no demasiado útiles —replicó
Hallick de buen talante—. No, señor Goodman, no es posible complacerle. Me
temo que tendrá que dejar el asunto en nuestras manos. No creo que con ello
pierda nada. No tenemos más deseo que el de descubrir la verdad. Estamos tan
ansiosos de descartar a cualquier persona de la que se sospeche injustamente como
de acusar a cualquiera que caiga bajo sospecha y que justifique ésta.
Aquello debiera haber zanjado la cuestión, pero el señor Goodman continuó
en su asiento, pareciendo muy embarazado.
—Es una gran lástima —dijo por fin—. ¿El señor Bradley está en el
extranjero? Así que ni siquiera seré capaz de satisfacer mi curiosidad. Comprenda,
señor Hallick; la dama en cuestión hablaba con tal ahínco de este superhombre…
Supongo que será muy sagaz…
—Ha sido usted muy amable, señor Hallick. No parece detective, pero en
realidad ningún detective lo parece. Eso es lo peculiar de ellos. Parecen más bien…
hum…
Colgó la fotografía.
—¿Conoce su pasado?
Eran las cuatro cuando Goodman llegó al apeadero, que distaba unos seis
kilómetros de Monkshall, y, declinando el ofrecimiento del solitario calesero,
emprendió el camino hacia el pueblo. Había recorrido como un kilómetro y medio
cuando oyó el zumbido de un coche a sus espaldas. No se molestó en volver la
cabeza, y se sorprendió cuando oyó que el vehículo aflojaba la marcha y una voz le
llamaba. Era Ferdie Fane quien se sentaba al volante.
—Suba, hermano. ¿Por qué gastar las suelas de sus zapatos teniendo
disponibles neumáticos ajenos?
Tenía el rostro encendido y los ojos le relucían detrás de las gafas de concha.
El señor Goodman temió lo peor.
—Fui a Londres.
Cumpliendo su palabra, Fane conducía con notable cuidado, para alivio del
señor Goodman.
—Es un camino fácil para los coches, pero venenosamente intransitable para
un camión, especialmente un camión que transporte una carga pesada. ¿Conoce la
Colina de la Alondra?
—Un camión se atascó en ella. Supongo que seguirá todavía allí, pese a que
el terreno está tan seco como mi garganta. Sólo Dios sabe lo costoso que debe de
ser subir por esa colina con un vehículo pesado durante una noche húmeda y
resbaladiza. Apuesto a que esa colina ha roto más corazones que ninguna otra del
país.
Siguió hablando al tuntún con voz cavernosa hasta que alcanzaron la base
de la empinada colina donde el pesado camión permanecía inconsolado a un lado
del camino.
—No sabía que hubiera supercerebros entre los conductores. Pero supongo
que todo oficio, por humilde que sea, tiene su Napoleón.
—No lo haga, por favor —se apresuró a decir ella—. Mi padre no quiere que
me marche. Tengo los nervios a punto de estallar.
—No, no. ¿Se refiere al señor Fane? Se porta muy correctamente. Hoy sólo
lo he visto durante unos minutos. Está fuera, practicando con un automóvil. Me
pidió… —Se detuvo.
A plena luz del día, sin el suave efecto de las cortinas, su cara distaba de
resultar agradable, pensó ella. Era un rostro duro, anguloso, ajado. Los oscuros
ojos que la examinaban no constituían su rasgo menos desapacible. Su voz era
cálida, tanto que empalagaba. Instintivamente, a ella le desagradó el hombre la
primera vez que habló con él; su subsiguiente impresión no contribuyó a desterrar
el prejuicio.
El pastor anglicano sorbió por la nariz. Era evidente que no tenía en gran
estima a Fane, sobre cuyas virtudes se hacía pocas ilusiones. Sin embargo, no pudo
encontrar falta alguna en Ferdie, que entró en el salón poco después de servirse la
cena, y se hubiera sentado solo si Goodman no le hubiera invitado a unirse al
pequeño círculo que formaban él mismo, la señora Elvery y Mary. Se condujo con
desusada mesura, desaprovechando las numerosas oportunidades que se le
presentaron de mostrarse eufórico o procaz.
Mary no le quitaba la vista de encima, más que interesada. Era más viejo de
lo que había pensado; su padre había hecho el mismo descubrimiento. Había una
pincelada de gris en su cabello, y su rostro, aunque terso, tenía el envero propio de
quien rebasó la treintena, y quizá la cuarentena.
Pero había hablado muy en serio; ella así lo comprendió cuando se encontró
en la intimidad de su habitación, donde podía cavilar sin interrupciones. Ferdie
Fane había pasado aquel día buscando al Terror. ¿Era él mismo el Terror? Ella no
podía creerlo.
Capítulo XII
Cayó la noche, la pavorosa noche con sus negros misterios y sus sugestivos
horrores.
—Nada, señor. Otro cartucho usado. Usted vio uno de ellos antes de
marcharse.
Se produjo una larga pausa al otro extremo del cable, y luego Hallick volvió
a hablar.
—Tengo la impresión de que algo puede suceder esta noche. ¿Tiene usted el
número de mi teléfono privado?… ¡Bien! Llámeme si sucede cualquier cosa de
apariencia desusada. No tema molestarme indebidamente. Tendré un coche
dispuesto y estaré con usted en cosa de una hora.
—No, señor.
—Si tuviera usted alguna no me lo diría, ¿eh? Ésa es una de las peculiares
debilidades de los funcionarios de Scotland Yard, ¿no? La de guardarse los… no
diré corazones, sino cerebros, en la manga. ¿No ha descubierto usted al caballero
que disparó ayer? Se lo pregunto porque he estado todo el día en la ciudad, y me
he sentido un tanto decepcionado al regresar y encontrarme con que nada ha
sucedido, al parecer.
Ninguno de ellos vio abrirse la puerta, ni el pálido rostro del señor Partridge
atisbando por la abertura.
John Hallick era uno de los pocos hombres del Yard que carecía de
enemigos entre sus subordinados. Anteponía la eficacia a la gloria personal, de
manera que cualquiera de sus hombres que lo mereciese recibía de él la pronta
enhorabuena.
—Todo este asunto es realmente extraordinario —dijo Goodman
pensativamente—; de hecho, la cosa más extraordinaria jamás sucedida. ¿Sabe
usted?, estoy desarrollando una hipótesis.
—¡Ésa es la frase más ruda que me han soltado hoy! No; es sobre ese pobre
hombre, Connor, que encontraron muerto en esta sala ayer por la mañana. En el
momento en que oí su nombre me vino a la memoria el caso… el robo de oro
cometido durante la guerra. Hubo tres hombres implicados: O’Shea, el jefe de la
banda; un tal Marks… Soapy Marks, y Connor. No me atrevería a confesarlo ante
la señora Elvery, por temor a que luego no me dejase ni a sol ni a sombra, pero
siempre he sentido un profundo interés por los delitos de guerra, y estoy por creer
que el muerto era aquel Connor.
—¡Sabía que estaba en lo cierto! Tengo una excelente memoria para los
nombres.
Dobie estaba demorando su salida de la sala. No tenía nada que hacer, y
sentía además la inclinación, muy humana, de relacionarse socialmente.
—No lo sé. Soy un viejo solterón y odio el cambio. Supongo que debo de ser
un tanto insensible, pero no me siento tan conmocionado como otras personas de
aquí.
—Suponga que este crimen está en conexión con el robo del oro…
Pero aquí se topó con el policía oficial. A Dobie le estaba prohibido hablar
del tema, y así lo manifestó.
Fuera cual fuese la revelación que hubiera podido hacer a continuación, fue
interrumpido por la llegada de la señora Elvery y su hija. Siguió el reverendo señor
Partridge, que portaba una madeja de lana.
—Me temo que exagera, querido amigo. ¿Le importa que se lo diga? He
estudiado ciertamente esa ciencia desde un enfoque externo, pero no soy ninguna
autoridad.
—Así, pues, ¿no pondría reparos a la visita de alguna que otra estantigua?
—repuso Goodman, sonriendo.
Mary, que estaba mirando a la otra joven, vio cómo ésta miraba de pronto
hacia la ventana y palidecía. Verónica se levantó de un salto y profirió un chillido.
Minutos después Fane entraba en el salón, y Mary advirtió que tenía gotas
de lluvia en los hombros.
—Todo esto tiene muy mal cariz. Sólo había oído, casualmente, la noticia de
la tragedia acaecida aquí anoche.
—Oh, sí, sí se conoce. —Fue Fane quien respondió—. Me extraña que nadie
se lo haya dicho.
—El nombre del asesinado —dijo Fane desgranando las sílabas— era
Connor… Joe Connor.
—¿Era suya?
Goodman dudó.
—Mary… —Miró por encima del hombro, comprobando que el resto de los
presentes estaban absortos en sus propios asuntos, y posó tímidamente su mano
sobre la de ella—. Mary, ¿por qué no deja este lugar… y se va a Londres?
—El señor Fane hizo la sugerencia por otro motivo —replicó él con una nota
siniestra en su usualmente dulce voz—. Lo sugiero porque… bueno, porque la
quiero a usted. No crea que soy estúpido o sentimental. A pesar de la disparidad
de nuestras edades, la quiero como nunca en mi vida he querido a una mujer.
Cotton no lo sabía.
Fue una aguda intuición de su parte. Ferdie Fane estaba sentado en el sofá,
esperando contra toda esperanza que la muchacha retornara. Deseaba transmitirle
un aviso urgente. Oyó el clic de la puerta y se volvió con presteza. Era el reverendo
Partridge.
Fane no habló hasta que el de los cabellos blancos se volvió para abandonar
el salón. Entonces:
—Cotton se afligió más… al tener que recoger los restos de su taza de café.
¿Quiere sentarse un momento?
El clérigo vaciló, sentándose a continuación junto a Ferdie.
—Una estupidez: eso es lo que sucedió con Connor —repuso Fane fríamente
—. Como ve, no fue tan listo como su compañero. Éste no hubiera sido tan zafio.
—¡Soapy!
—¿Ah, sí? Se cree usted muy listo, pero voy a decirle algo. Le reconocí en el
momento en que me habló de Connor. Y hay en esta casa alguien más que le
conoce: ese Goodman. No es ningún tonto, y tiene más mundo de lo que parece. Vi
cómo le miraba a usted.
—Loco, ¿eh? Estuve en el pueblo esta tarde, y pude darme cuenta de que
telefoneó a Londres… haciendo averiguaciones acerca de usted. La chica ésa,
Redmayne, estaba en la oficina de correos también. Eso le ha hecho incorporarse.
¿Qué va a hacer ahora, mi querido amigo? Quitar a Goodman de su camino.
Conozco sus métodos… También conozco ese viejo truco de hacerse pasar por
borracho.
Un segundo después había traspuesto las cortinas que ocultaban las grandes
ventanas francesas. Fane oyó el clic producido cuando el hombre abrió una de ellas
y salió en medio de la noche.
—¡Pobre señor Goodman! ¡Era tan caballeroso, y quedan tan pocos solteros!
—musitó.
—Está buscando el oro que hay escondido en esta casa. ¡Ah!, veo que eso le
sobresalta, señor inspector.
—Traiga a Redmayne.
Hallick asintió.
—Hace unas horas estuvo usted registrando los papeles de Goodman. ¿Lo
hizo para buscar eso? —inquirió severamente el detective.
—Estoy sugiriendo que ese préstamo que usted obtuvo de Goodman no fue
más que un subterfugio; que en el momento en que lo recibió disponía usted de
inmensas sumas de dinero, que compró esta casa para encubrir a un desesperado
criminal buscado por la policía: ¡Leonard O’Shea!
El coronel se achicó.
—Hice cuanto pude para alejarlo. ¿Cree que yo quería tenerlo aquí, donde
está mi hija…? —gimoteó.
—Eso ya se averiguará.
Hallick hizo una seña a Dobie, que condujo al doblegado militar a su
estudio. Hallick salió a continuación, y, cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos,
el señor Ferdie Fane entró en la estancia trasponiendo las corridas cortinas. Había
cambiado su anterior indumentaria por un traje de golf.
—Yo nunca me siento seguro en ningún sitio. Voy a dormir aquí, en la sala,
esta noche… ¿Dónde está Cotton?
Cotton acudió con tal presteza que bien pudiera haber estado al otro lado de
la puerta. Tenía húmeda la chaqueta y las botas llenas de barro.
Ella se estremeció.
—¿El Terror?
—Me gustaría que le entrara tal dolor de cabeza que nunca más volviera a
empinar el codo —dijo ella apasionadamente.
—Quiero decir que éste es el primer trago de vino que tomo desde hace una
semana. No me interrogue más acerca de mis hábitos. Soy hombre modesto.
—¿Sabe, Mary, que haría cualquier cosa por usted? Comprenda, Mary…
Ella asintió.
—No lo sé, pero tengo la horrible sensación de que alguien está escuchando.
—Añadió al descuido—. Tengo deseos de que venga ese hombre.
—¿Espera a alguien?
—¡Ese tío chorras! —se mofó él—. ¿De qué va a servir traer a un tipo como
ése? Yo valgo más que mil detectives. Valgo tanto como O’Shea. —Rió—. ¡O’Shea!
¡Ése sí que es un fenómeno!
Él volvió a reír.
—¡La puerta de los antiguos monjes! —sonrió él—. ¡La entrada obligada
para todo fantasma de monje! Si se tratara de una pinche, entraría por la puerta de
la cocina. Domino al dedillo el tema de los fantasmas.
Ferdie había encontrado una manta, dejada por la señora Elvery, y estaba
envolviéndose en ella.
—Voy a dormir.
Sintió una corriente de aire y descorrió las cortinas. Las ventanas estaban
abiertas.
—Espero aquí.
—Pero, Mary…
Ella no sintió ninguna alarma, ninguna premonición del peligro que corría,
hasta que un brazo duro como el acero se deslizó en torno a su cintura y una gran
mano le tapó la boca.
—A apoderarse del botín que hay aquí oculto… el oro que O’Shea, el amigo
de usted, ha ocultado en algún sitio de esta casa. Voy a capturar a O’Shea esta
noche, y le aconsejo que se mantenga apartado, pues tengo la corazonada de que
alguien va a salir malparado. Le sugiero que lleve a su hija a Londres esta noche;
use uno de mis coches.
Transcurrió un largo tiempo hasta que Cotton oyó las llamadas, y un tiempo
aún mayor hasta que abrió la puerta.
—No la he visto, señor. Hay ahí alguien durmiendo, cubierto por una
manta… Me dio un susto cuando miré dentro del biombo.
—No está en su cuarto y no creo que esté en la casa. He mirado en todos los
sitios.
Cogió algo del suelo; era un cordón de hábito. Ambos hombres se miraron.
¿Estaría ella soñando? ¿Sería aquello una atroz pesadilla? No, era
suficientemente real.
Ella no lograba dar crédito a sus ojos. Era Goodman. El gris cabello estaba
desgreñado, el afilado rostro aparecía menos sereno que el que ella había conocido.
Sus ojos semejaban ascuas.
Ella hizo acopio de todas sus reservas de valor y fortaleza, y negó con la
cabeza.
—No, señor Goodman. ¿Por qué habría de tenerle miedo? Me alegro de que
esté usted vivo. Temí… que le hubiera sucedido algo malo.
—Tu amante —decía él—. Te he amado durante todo este tiempo. A veces te
he querido tanto que en mi corazón y en mi mente había un fuego más allá de mi
control.
—No sentirás miedo de mí, ¿verdad? —jadeó—. Del amante que puede
colmar cuanto tu corazón ansíe…
—Hay dinero aquí; oro… miles y miles de piezas de oro. Bellas piezas de
oro, todas escondidas. Las escondí con mis propias manos.
—Hay uno aquí. ¿Me oyes, tú, que estás muerto… tú, que viniste, tan
pletórico de vida, a capturar a O’Shea? ¿Me oyes? Yo estoy vivo. Y tú… ¿cómo
estás tú?
—El Terror… ¡Ah! Así es como me llaman. «El Terror que camina en la
noche». Bíblico… Extraña manera de denominar al pobre Goodman. Cuando me
sentaba a fumar mi pipa en ese salón nuestro —señaló hacia arriba— y oía a esa
vieja imbécil hablar del Terror, reía dentro de mi corazón. Ella nunca supo cuan
próxima a él se encontraba. —Tendió la mano y la contrajo de un modo horrendo.
—La tendrás, muchacho. Está todo aquí, Connor… el flamante oro con el
que me largué. Siéntate, Connor; quiero decírtelo todo. Yo había comprado esta
vieja casa unos meses antes. ¿Lo entiendes, Connor? Y traje el oro aquí en el
camión, por la noche. Lo escondí en los lugares huecos. Semanas y meses trabajé,
llenando columnas huecas y las tumbas de los viejos monjes. Inteligente, ¿eh,
Connor? No me extraña que sonrías.
—Te digo esto porque estás muerto… y los muertos jamás hablan. Y luego
conseguí a Redmayne como pantalla; lo puse a cargo de la casa. Tenía que hacerlo,
Connor —bajó la voz a un tono confidencial—, pues yo tenía poder sobre él. Yo me
ponía algo raro en ocasiones, y él cuidaba de mí; era para eso para lo que yo le
pagaba. Yo no era nada; él era el amo de Monkshall. Él, él… Así es como engañé a
la policía. Nadie podía soñar que yo fuese O’Shea. Tú quieres tu parte… ¡Maldito!
¡Perro! ¡Voy a arrebatarte la vida, canalla!
—Pero ¿me amarás? ¿Has visto las puertecitas de las paredes del pasillo?
Los viejos monjes viven tras ellas. Tú y yo encontraremos ahí una morada nupcial.
Ella luchaba desesperadamente por ganar tiempo. En cualquier momento
podía finalizar aquel arrebato de locura. Ahora sabía que aquél era O’Shea…
cuerdo durante veintidós horas al día.
—Espere. Quiero hablar con usted, señor Goodman. Ha dicho que me ama.
Se le cambió el rostro.
O'Shea asintió.
El aludido la oyó.
—Oh, mi querida señorita Redmayne —sonrió—, debe usted de ser una juez
muy pobre de la cordura. Y ahora supongo, inspector (¿o es superintendente?), que
se casará con esta encantadora joven que tan patéticamente ha declarado el amor
que siente por usted… Me gustaría obsequiarle con un pequeño regalo de boda.
O'Shea arrojó una fulminante mirada al oro que tantos esfuerzos le había
costado. Prorrumpió en una carcajada.
Este último tenía un don especial para las mujeres, sobre todo aquellas que
no se habían graduado en la mundana escuela de la experiencia. Decía ser español,
si bien su pasaporte había sido expedido por una república sudamericana. A veces
presentaba tarjetas de visita en las que figuraba la inscripción «Marqués de
Ribera», pero esto sólo lo hacía en ocasiones muy especiales.
En los cafetines que abundaban en la zona démodé del Sena había ciertos
individuos lenguaraces que jugaban interminables partidas de dominó y que
constituían sorprendentes centros de noticias. Conocían la vida y milagros de la
gente más singular, y no se andaban con pelos en la lengua a la hora de hablar de
Alfonso. Podrían hablaros, aunque sabe el cielo cómo les llegaba la información, de
gruesas cartas certificadas que recibía en su piso del Boulevard Haussman. Cartas
certificadas repletas de dinero, y cartas desesperadas que venían a decir (en varios
idiomas): «No puedo enviarte más. Esto es lo último». Pero sí enviaban más.
Pues cuando Alfonso les leía extractos de las cartas que ellas le habían
enviado en los días del Gran Hechizo y les recitaba los haberes de sus maridos
hasta la última línea, lira, franco o florín, reconsideraban su decisión de contárselo
todo a sus esposos, y Alfonso regresaba a París con su renta.
Éste era el método que aplicaba a la caza mayor; a veces anunciaba su visita
mediante una carta discreta, que hacía innecesaria la entrevista. No le inspiraban
gran temor los maridos ni los hermanos; la filosofía que había germinado de su
experiencia le hacía desdeñar la naturaleza humana. Pensaba que la mayoría de las
personas eran cobardes y sentían miedo por sus vidas, y mayor miedo aún por sus
normas. Llevaba dos revólveres plateados, uno en cada bolsillo de la cadera.
Tenían el cañón exquisitamente damasquinado y la empuñadura de marfil, tallada
a modo de ninfa. Se los había comprado en El Cairo a un hombre que pasaba
cocaína desde Viena.
Una visión arrestante incluso para un lechero que, a las siete de una mañana
glacial, no tenía otro pensamiento que el de abastecer a sus clientes lo más
rápidamente posible y regresar cuanto antes a su hogar para celebrar la festividad
propia de la fecha.
—¿Se acuerda de Joe Stackett, un tipo a quien defendió en una causa por
asesinato?
—Uno de mis hombres ha rastreado los movimientos del auto; fue visto
estacionado junto a «Greenlawns», una casa de Tooting. Estaba allí a las nueve
cuarenta y cinco y fue visto por un cartero. Si se siente usted de humor para pasar
la noche de Navidad haciendo una pequeña labor detectivesca, iremos a ver el
lugar.
La aparición del coche ante una casa vacía había despertado el interés del
cartero. No había visto luz alguna en las ventanas, y pensó que el vehículo
pertenecía a uno de los huéspedes de la casa siguiente.
Oakington abrió la puerta y encendió la luz. Cosa curiosa, las viejas damas
no habían hecho cortar la corriente, pese a que eran notablemente tacañas. El
pasillo estaba desnudo a excepción de una cortina de cuentas que colgaba partida
de un arco del techo.
—Y éstas han sido removidas hasta tal punto que no hay un trozo
chamuscado lo suficientemente grande para contener una palabra —observó.
—Esto impidió el paso de la luz —dijo— así como la salida del sonido del
disparo.
—Pero si Stackett estaba siendo perseguido por la policía, ¿por qué había de
venir aquí? —preguntó Lenton.
—Puedo ofrecerle una teoría mejor que ésa —dijo, y pasó la mayor parte de
la noche escribiendo cuidadosa y convincentemente, reconstruyendo el crimen
hasta en sus más mínimos detalles.
—¡Eh, oiga!
Fue una mala suerte para todos, incluido el señor Stackett, que se
encontraba al comienzo de su asombrosa aventura.
El señor Stackett estaba deliberando cuál sería el lugar más adecuado para
practicar su registro cuando sintió un desagradable tirón en la espalda. Había
advertido la existencia de una ventanilla corrediza que separaba el espacio del
conductor del de los pasajeros. Tal vez ésta se había desajustado. Levantó la mano
para ajustaría.
—¡Siga conduciendo sin volverse o le volaré la cabeza!
Ninguna nueva palabra vino de la parte trasera del auto hasta que dejaron
atrás el hipódromo; entonces, inesperadamente, la voz dio una nueva dirección.
El conductor obedeció.
—Pare.
Estaba siendo enfocado por una linterna que el otro había vuelto hacia él.
—Es usted una manifestación de la Providencia.
Stackett miró y casi sufrió un colapso. Había una figura acurrucada en una
esquina del asiento de los pasajeros; la figura de un hombre. Vio algo más: una
bicicleta encajada en el interior del auto, con una rueda tocando el techo y la otra el
suelo. Vio el blanco rostro del hombre… ¡Muerto! Un individuo delgado, escaso de
talla, de cabello y bigote negros; un extranjero. Tenía un agujerito rojo en la sien.
Stackett se encogió hacia atrás, pero una poderosa mano lo empujó hacia el
coche.
—¡Sáquelo!
Con el rostro húmedo de frío sudor, el ladrón de coches obedeció: pasó las
manos bajo las axilas de la inanimada figura, la arrastró afuera y la depositó sobre
la fronda de helechos.
—Joseph Stackett.
Stackett parecía haberse quedado sin párpados. Dirigió la mirada más allá
de la luz, clavándola en la borrosa y grisácea mancha que parecía conformar un
rostro.
—La asesinó a sangre fría por unos miserables chelines, y ahora estaría
muerto, Stackett, si yo no hubiera encontrado una grieta en las pruebas de la
acusación. Esperaba morir, ¿no es cierto? ¿Se acuerda de cuando, en la cárcel de
Exeter, charlábamos acerca de la trampa de la horca que no funcionó cuando
trataron de colgar a cierto asesino, y de la necrofágica complacencia con que usted
insistía en que acabaría pisando esa misma trampa?
Sus ojos cayeron sobre la figura tendida a sus pies, el escultural hombrecillo
del bigote negro y de la sien horadada de rojo.
—Métaselos en el bolsillo.
—¿Qué ha estado usted haciendo, señor Lenton? Algo malo, ¿verdad? Este
tipo está muerto y…
El señor Lenton prosiguió su ruta. Llegó a casa dos horas más tarde, cuando
las campanas de la iglesia local anglocatólica inundaban el aire de armoniosas
vibraciones.
Era de todo punto absurdo e inconcebible que un diablo, por pequeño que
fuese, condescendiera a relacionarse con un simple mayordomo, y a lord
Dorrington le indignó, muy justificadamente, la arrogación de su sirviente.
Dorrington era un hombre rico y pragmático. El cinturón Dorrington era la
octava maravilla del mundo, como os diría cualquier guía del castillo. Había sido
regalado por un rey inglés a una dama que fue la fundadora de la familia. Medía
quince centímetros de ancho y estaba recamado de diamantes (no de los grandes,
sino de los muy vendibles). La cámara acorazada de Dorrington era la más sólida
de Inglaterra, pues eran muchos los que codiciaban aquellas gemas, cuyo valor
rondaba las ochenta mil libras.
Lord Dorrington, como digo, era muy práctico en tales menesteres, y allí
donde más de un hombre menos imaginativo se hubiera conformado con
amuletos, su señoría, aunque estudioso de los amuletos, prendía su fe a las puertas
de acero y a las cerraduras Chubb.
Fueran cuales fueren las opiniones que sus parientes pudieran tener sobre el
equilibrio mental de lord Dorrington, me es grato afirmar que la perspicacia y la
inteligencia de éste gozaban de la más alta estima en los círculos criminales de
élite.
—No es que sea tan maravillosamente listo —dijo Billy el Chaval (también
conocido como Willie el Seseras)—, pues, a pesar de todos sus timbres y alarmas,
tres hombres trabajando juntos podrían abrir la cámara. Lo peliagudo del caso es
cómo meter allí a más de un hombre.
Había cierta justificación para tal arrogancia, pues Billy el Chaval era un
maestro en su arte, y uno observa, no sin ardor nacional, que la antigua
supremacía de Inglaterra en el campo del robo científico permanece indisputada.
Por mi parte (concluía sobriamente lord Dorrington), anticipo que su visita tendrá
notables resultados. Por vez primera en la historia de la humanidad disponemos del
equipamiento científico necesario para registrar y transmitir simultáneamente desde los
puntos más distantes del planeta las sensaciones experimentadas por las personas dotadas
de percepción extrasensorial…
Hubo groseros y sórdidos escritores de Fleet Street que rompieron en
carcajadas al leer esto; aún peor, escribieron párrafos y pequeños poemas de
carácter satírico, provocando con su frivolidad la indignación general del mundo
del ocultismo.
Pero nada sucedió la noche del dieciocho, y el sol se alzó el día diecinueve
del mismo modo que de costumbre.
El mundo se despertó tan activo como siempre, reanudando sus tareas. Las
sirenas de las fábricas ulularon urgiendo al trabajo a millones de obreros, pulcras
doncellas llamaron a innumerables puertas llevando té y tostadas con mantequilla,
y las encargadas de la limpieza ejercieron su majestuoso reinado en la City.
Estaba ésta vestida con las prendas más extraordinarias. Los pantalones
eran de piel de oveja, con la lana por fuera; una camisa azul oscuro cubría su
espalda, y en torno a su cuello había un pañuelo chillón de gran tamaño. Bajo los
holgados pantalones calzaba botas altas, de las que sobresalían dos grandes
espuelas plateadas que relucían al sol. A esto había que añadir un sombrero de ala
ancha que yacía a alguna distancia de la figura, y un enorme revólver situado a un
costado.
El hombre hizo una larga inspiración, suspiró y abrió los ojos, parpadeando
a la luz. Miró fijamente al policía y el policía le miró fijamente a él. El desconocido
tendría unos treinta años de edad; estaba sin afeitar y tenía el rostro cubierto por
una fina capa de polvo blanco.
Miró con curiosidad a un lado y a otro del callejón. Permitió a sus ojos que
vagasen a lo largo de los edificios; luego los volvió hacia el policía con expresión de
alarma.
—Había salido a herrar un novillo —dijo con voz aletargada—, cuando esa
maldita luz vino como encabritada por la pradera: era sin duda la cola de un
cometa, y me golpeó con fuerza. ¿Dónde estoy? —preguntó de pronto.
—¡Qué City ni qué calderas del infierno! —rugió—. Estoy en Colefax, Texas.
—Y repitió—: ¿Dónde está mi caballo?
Que refirió la misma historia, sólo que con mayor coherencia, de la «cola del
cometa que venía haciendo cabriolas por las praderas de Colefax, Texas», queda
evidenciado por el hecho de que al mediodía no había un solo cartel de periódicos
que no proclamase la singular noticia. He aquí los titulares de uno de los diarios
vespertinos más moderados:
Era la noticia bomba del día; más aún, era el acontecimiento más prodigioso
del siglo. Los astrónomos se sulfuraban intentando demostrar que la cosa era
imposible por completo. Sin embargo… pero permitidme citar The Evening
Advertiser:
Esto era cuanto por el momento podía decir el Sussex Times. Fue a partir de
aquella memorable conversación con el reverendo J. Wiggs cuando la historia del
chino acrecentó su valor. Nadie en Inglaterra leyó aquella entrevista con mayor
interés que lord Dorrington. La leyó en el Morning News, y acto seguido partió en
tren para Londres, y desde allí para Arundel.
La tercera fue aún más dramática en sus circunstancias que las anteriores.
Acababa de subir el telón para dar paso al segundo acto de Nuestra Señorita
Gibbs, en el Gaiety, estando el escenario lleno de hermosas mujeres agrupadas
pintorescamente, cuando de uno de los bastidores emergió una figura que provocó
el estancamiento inmediato de la obra, dejando al mismo director de la orquesta
petrificado con la batuta en alto.
José Sebastián López, que así es como dijo llamarse, era mejicano y se
encontraba pasando unas vacaciones en España. Su historia, registrada con la
pulcra letra de lord Dorrington, no es la menos interesante de las apuntadas en el
memorial sobre los hombres alcanzados por el cometa:
—Lo único que puedo decir es esto —dijo su señoría a una selecta
delegación, cuya insistencia les había asegurado una breve entrevista—. Tengo,
como ustedes saben, a los tres hombres aquí en el Castillo Dorrington. Con la
ayuda de unos intérpretes estamos recopilando y comparando cuanto dicen acerca
de su migración. Puedo adelantarles que sus relatos concuerdan en todos los
respectos, y que la relación completa de mis investigaciones será publicada muy en
breve. El cow-boy parece ser, de los tres, quien posee un recuerdo más vívido de lo
sucedido, y estoy seguro de que, por fin, contamos con una manifestación de un
misterio oculto que convencerá a los más escépticos.
Recogió sus papeles, los guardó bajo llave en su escritorio, encendió su vela
de retirarse a dormir, y apagó la luz de su estudio. Luego avanzó por el corredor
hacia la gran escalera que conducía a sus aposentos.
Dicen algunos que quedó inconsciente, pero otros aseguran que fue un
miedo cerval lo que mantuvo a su señoría tendido en el suelo del corredor hasta
que un criado madrugador lo descubrió y le ayudó a regresar al estudio.
Lord Dorrington permaneció un rato ante la puerta del cuarto del cow-boy,
con una compresa de agua extendida por la cabeza, sumido en profundos
pensamientos. El tremendo carácter del nuevo fenómeno le impresionaba incluso a
él.
—DORRINGTON.
Jack Trevor no era celoso. Se dijo esto a sí mismo una docena de veces; se lo
dijo a Marjorie Banning sólo una vez.
—La palabra «celoso», desde luego, suena tonta en este caso —trompicó—.
Lo que quiero decir es «suspicaz».
Volvió a aturullarse.
—Lo que quiero decir es… —dijo Jack desesperadamente—. Me fío de ti,
cariño, y… bueno, no quiero conocer tus secretos, pero…
Trabajaba como empleada en una gran peluquería del West End, y odiaba
su empleo; de hecho, odiaba su trabajo más que su necesidad de trabajar. Su padre,
un médico provinciano de escaso relieve, había muerto hacía pocos años,
dejándolas a ella y a su madre sin un penique. Un amigo de la familia conocía al
viejo Fennett, propietario de la Fennett’s, quien se encontraba en necesidad de una
secretaria. Ella se integró en calidad de tal en lo que Lennox Mayne describía
crudamente como «mundillo del esquileo femenino». Posteriormente había dejado
el puesto de secretaria para desempeñar una función más práctica dentro del
negocio, pues el anciano, maestro de aquel arte, la había iniciado en los misterios
del «cultivo del color» (euforia más pretenciosa que conseguida).
—Porque se me paga para serlo —sonrió ella—. Ahora, por favor, llévame al
Fragiana, pues estoy desfalleciendo de hambre.
—Ya sé que no te cae bien —dijo Jack—, pero no por eso deja de ser una
buena persona, y, lo que es más, me resulta muy útil, y no puedo permitirme el
lujo de renunciar a mis amigos productivos. Ambos pertenecimos al mismo equipo
de rugby, pero he de reconocer que siempre ha tenido más agallas que yo. Ha
logrado amasar una fortuna, mientras que yo me las veo y me las deseo para reunir
el millar que me capacite para ofrecerte el más humilde de los hogares de barrio…
—Eres un cielo —dijo—, pero espero que nunca hagas tu dinero como
Lennox ha hecho el suyo.
Jack protestó con indignación, pero ella prosiguió con una sacudida de
cabeza:
—Pero su tío…
—Su tío es muy rico, pero odia a Lennox. Todo el mundo lo dice.
Él se echó a reír.
—Ése es Willie Jeans —explicó Jack sonriendo—. Su padre fue nuestro mozo
de cuadra en los viejos tiempos de Royston. Me pregunto qué estará haciendo en
Londres…
—Es un tout.
—¿Un tout?
El hombre que estaba tendido inmóvil a lo largo del remate de la tapia tenía
ciertas características extrañas, camaleónicas. Su veteada chaqueta verde y el
deslustrado conjunto de sus calzones y polainas armonizaban tan perfectamente
con la antigua tapia y con los árboles que sobresalían por encima de ella, que
nueve de cada diez transeúntes le hubieran pasado por alto. Afortunadamente
para su tranquilidad, no había paseantes a aquella hora (eran las siete de una
soleada mañana de mayo). Tenía los codos apoyados sobre un pegote de argamasa
desmoronada y unos prismáticos pegados a los ojos, y en su rostro se dibujaba una
dolorosa mueca de concentrada atención.
—Ajá.
—Se puso a cojear a mitad del galope —dijo—. No ganará ningún Derby.
Lennox Mayne era la principal fuente de ingresos del tout. Aunque contaba
con algunos clientes más, Willie Jeans dependía principalmente de los honorarios
que percibía de su opulento patrón.
La profesión del señor Jeans era ciertamente curiosa. Éste era lo que en la
prensa deportiva se denomina «un hombre de observación», y tenía su centro de
operaciones en Newmarket. Pero existen grandes hipódromos fuera del emporio
central del deporte hípico, y, cuando su jefe requería información, el señor Jeans se
desplazaba a Wiltshire Downs, a Epsom y a otros lugares para procurarse
información de primera mano acerca del estado físico de determinados caballos.
—Ha habido suerte —musitó—. No creo que en todo Inglaterra le haya sido
posible a ningún otro espiar los caballos del viejo Greyman. Generalmente, tiene a
media docena de hombres patrullando la carretera para asegurarse de que nadie
anda olisqueando por encima de la tapia.
Stuart Greyman poseía en Royston Road una extensa heredad adaptada a
las peculiares exigencias de un hombre tan reservado y furtivo como era él, pues
una alta tapia rodeaba el amplio parque en cuyo interior eran entrenados sus
caballos, y contaba con un personal de probada lealtad.
—¡Cómo! —exclamó Willie, indignado—. ¡Le digo que ese caballo está tan
cojo…!
—No conozco sus caballos muy bien —explicó Willie—, pero el que fue a la
cabeza en la prueba era, desde luego, una maravilla. Materialmente arrastraba al
resto de los caballos. No pude cronometrar la velocidad, pero vi que corrían a
galope tendido.
El otro meditó.
—¡Punto en boca! —dijo Willie al tiempo que plegaba los dos billetes de
banco que su patrón había empujado a través de la mesa.
Si Greyman había sido uno de sus fracasos, no lo había sido menos Marjorie
Banning. Había veces en que Lennox Mayne admitía que ella había sido el mayor
de sus fracasos. ¡La había encontrado tan fácil, dada su situación social tan
accesible…!
—¡Hola, Jack! Sí, sí, ven a verme. ¿No trabajas hoy?… Bien.
Jack sonrió.
—¿Sola?
Jack asintió.
—Incluso las mujeres que poseen autos de lujo no requieren los servicios de
una peluquera desde las tres de la tarde hasta las once de la noche —replicó Jack
sombríamente—; y ésa fue la hora en que Marjorie regresó a su pensión. Sé que fue
odioso espiarla, pero eso es exactamente lo que hice. Está ganando un montón de
dinero. Mantuve una charla con su patrona. Visité la pensión con el pretexto de
que quería ver a Marjorie, y conseguí que la hospedera me hablase de ella. Me dijo
que Marjorie cambió un cheque de cien libras para pagarle.
—¿Has fijado la suma que necesitas para casarte? —preguntó Lennox con
una sonrisa.
—He aquí la apuesta —dijo—. Yamen, cien a seis, y es tan seguro que
Yamen ganará el Derby como que vas a casarte con tu bonita chica. Puedo
adquirirte diez mil a seiscientas hoy mismo… Mañana la cotización puede bajar.
—¡Por Dios! No puedo permitirme el lujo de perder seiscientas libras —
jadeó Jack, y el otro soltó una carcajada.
—Lo haré —dijo Jack con un jadeo, y escuchó como en sueños la plácida voz
de su compañero.
Marjorie Banning oyó la noticia y se desplomó sobre una silla de las que se
alquilaban en el parque a dos peniques. Afortunadamente, la silla estaba allí.
—No hay nada que temer, Marjorie —dijo con un entusiasmo pobremente
simulado—; el caballo pertenece al tío de Lennox Mayne. Dijo a Lennox que es
seguro que ganará. Piensa en lo que significan diez mil libras, Marjorie querida…
Willie sugirió cierto lugar que cuenta con los más fáciles y variados accesos,
y su hermano, que no estaba desacostumbrado a aquellos exabruptos, reanudó su
ruta originaria, que era la de Epsom. Un policía del parque de Hyde levantó una
mano en señal de advertencia al ver cómo traqueteaba el desvencijado vehículo,
pero el cacharro del señor Willie Jeans en un «auto privado» acorde con las
disposiciones de la ley, y ambos hermanos se unieron a la resplandeciente
procesión de vehículos que avanzaban lentamente por el parque.
—Voy a Epsom, a ver las carreras del Derby. La mayoría de los caballos
están allí —sonrió con maligna satisfacción—, pero falta Yamen.
—¿Que nunca verá ninguna carrera? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó
Jack lentamente.
Jack asintió.
—Venga aquí —dijo—. Acabo de tener una noticia malísima, Marjorie. Jeans
dice que Yamen está cojo.
—Es cierto —afirmó el tout—; está tan cojo como el viejo Junket. Éste es otro
caballo del señor Greyman. ¿No recuerda, señor Trevor? Siempre parecía que iba a
ganar a medio galope, pero los últimos cien metros los terminaba cojeando.
—Anteayer.
Jack asintió.
—¡Baldock! —La muchacha estaba en pie, con los ojos muy abiertos—.
¿Baldock, ha dicho?
—Así es.
—Greyman.
—Es un anciano de unos sesenta años, de cabello gris, y tan duro como un
clavo. Es un viejo zorro, además; apostaría a que es demasiado zorro para Lennox
Mayne.
—¿Me llevarás? Puedes alquilar un coche para ese día, y podemos ver la
carrera desde encima de la carrocería. ¿Me llevarás?
Debió de correr algún rumor acerca del achaque de Yamen, pues la mañana
de la carrera el caballo se citó en la lista de los cotizados veinticinco a uno, y la
prensa dejaba entrever trazas de un contratiempo.
Ha llegado a nuestros oídos —decía el Sporting Post— que no todo marcha bien con
Yamen, el candidato principiante del señor Greyman. Quizá sea inadecuado describirlo
como «principiante», dado que ya ha corrido dos veces en público, pero hasta que su nombre
apareció en lugar destacado en las listas de apuestas, muy pocos tenían la menor idea de
que el potro nacido de la pareja Mandarín-Etabell tuviera alguna pretensión a las
competiciones de envergadura clásica. Esperamos, por el buen nombre de ese gran
deportista que es el señor Stuart Greyman que el rumor sea exagerado.
Ella se inclinó por encima del borde del vehículo y cogió la mano de Jack,
quien advirtió con asombro que la muchacha acababa de ponerle un papel en ella.
—De Yamen.
—¡De Yamen! —repitió él incrédulamente, y miró al billete. Era de cien
libras. Incapaz de otra reacción, se quedó mirándola desamparadamente.
Nadie sabía mejor que la muchacha que Yamen iba a correr. Distinguió la
chaqueta azul pálido del jinete durante el desfile preliminar, y vislumbró las
famosas patas blancas del hijo de Mandarín cuando éste se dirigía a medio galope
a la línea de salida. Le dolía el brazo de tanto sostener los prismáticos, pero no los
desenfocó ni un momento de la chaqueta azul. Por fin la blanca cinta saltó por los
aires y el rugido de doscientas mil voces clamó al unísono:
—¡Ya salen!
—¡Yamen gana por un poney! —al tiempo que Yamen tomaba la delantera
para mantenerla con firmeza y ganar finalmente por tres cuerpos.
—Pero eso no fue todo. Existía otro caballo cuyas patas había que decolorar
hasta dejarlas blancas. El pobre las tendrá blanqueadas para siempre, a menos que
le sean teñidas de nuevo. Ahora sé, pero antes no sabía, que se trataba de un
caballo llamado Junket. Cada pocos días tenía yo que ir a Baldock a renovar el
teñido y el decolorado. El señor Greyman había dispuesto con el señor Fennett la
condición de que mi misión sería mantenida en secreto incluso para la firma, y por
supuesto nunca hablé de ella, ni siquiera a ti.
—¿De manera que sólo tú, entre toda la gente que había en las lomas de
Epsom, sabías que ganaría Yamen?
Alzó la vista y escuchó con el cigarro apretado entre sus dientes blancos y
regulares.
—Un momento.
—Siéntese —dijo, y atrajo una silla. Sus firmes ojos grises no se apartaban
del rostro del otro. Estaba completamente alerta, en tensión, obedeciendo al atávico
instinto de la defensa. Hasta la inclinación de su cigarro revelaba cautela y desafío.
—Vi encendida la luz del despacho… y se me ocurrió hacer una visita —dijo
desmayadamente.
—Es curioso que una persona como usted se dedique a eso —dijo el otro,
con un destello de admiración reprimida en los ojos—. Supongo que el estudio de
los criminales y el contacto con ellos… le fortalece los nervios… y demás.
Comenzó de nuevo.
Y si así fuese, ello significaría la salvación para Felix O’Hara Golbeater, pues
Fearn era el prometido de la joven heredera de la fortuna de la difunta Miss
Harringay… y era también el tipo de hombre a quien el abogado más temía. Lo
temía porque era un necio, un necio terco e inquisitivo.
—Hace usted muy bien en ser cuidadoso —dijo Golbeater. Las comisuras de
sus labios se crisparon, pero la barba ocultó el hecho a su visitante—; sería
conveniente que pusiera usted un detective en el banco para cuidar de que yo no
saque el dinero y desaparezca.
Un año antes, un francés excéntrico que ocupaba una pequeña pero señorial
vivienda campestre en el condado de Wilt había muerto, y la propiedad había sido
puesta en venta. Lo curioso del caso era que no se ofreció en el mercado inglés. Su
difunto propietario era el último descendiente de un linaje de exiliados franceses
que tenían establecido su hogar en Inglaterra desde los tiempos de la Revolución.
Los herederos, que no albergaban el menor deseo de residir en una tierra que nada
significaba para ellos, habían confiado la venta de la propiedad a una firma de
notarios franceses.
Las sesenta mil no estaban completas, porque había tenido que tapar
algunas trampas de más urgente y apremiante pago.
Hacía un día perfecto para volar, y a las cinco de la mañana, con la ayuda de
dos labradores que se dirigían a su trabajo, puso en marcha el avión y se elevó con
facilidad sobre la aldea. Para su buena fortuna, no hacía viento, y, lo que era aún
mejor, el mar estaba cubierto de neblina. Había tomado la dirección de Whitstable,
y cuando percibió bajo él, en la oscuridad, el rumor de las aguas, descendió hasta
distinguir la orilla; reconoció un puesto de guardacostas y prosiguió el vuelo por
espacio de una milla, a lo largo de la playa.
Lo que ninguno de ellos descubrió fue cómo Felix O’Hara Golbeater había
orientado su aparato en ángulo escala-cielo cuando apenas distaba unos metros de
la superficie del agua (y otro tanto de la orilla) y se había dejado caer en el mar con
cerca de sesenta mil libras en el bolsillo impermeable de su mono de faena.
Ninguna de esas cosas fue descrita, por la sencilla razón de que no eran
conocidas, y de que no hubo ningún reportero lo suficientemente imaginativo para
figurárselas.
—Tenía entendido que usted había contratado detectives privados para que
vigilasen los barcos, ¿no es así?
El joven se sonrojó.
—Enviaremos una circular a todas las delegaciones, pero debo confesar que
no espero que se le encuentre.
En honor de la policía ha de afirmarse que no se anduvo con displicencias a
la hora de realizar su tarea. El bungalow de Whitstable fue registrado de punta a
punta, sin resultado; no había el menor rastro de Golbeater; incluso el espejo ante
el que se había afeitado estaba cubierto de una espesa capa de polvo; éste había
sido uno de los primeros artículos del mobiliario examinados por el detective.
Dio los buenos días a monsieur; se sentía desolado por tener que interrumpir
los estudios del doctor profesor, pero, helas, un terrible accidente había ocurrido a
un bravo gendarme del cuerpo municipal (ésta fue la denominación más
aproximada a «fuerza de policía del condado» que el esforzado hablante logró
encontrar, y sirvió para el caso).
¡Qué alivio! Alphonse Didet cuadró los hombros y llenó los pulmones con el
aire de la libertad y la respetabilidad.
—¿A cuánto equivalen cien francos? —preguntó por encima del hombro.
—Por esto es por lo que he sido enviado aquí —explicó—. Tengo que
advertirle, de parte del comisario de policía, que justamente ahora hay en Londres
dos ladrones que son de temer en especial.
—Quiero comprar uno como éste —dijo—. Debe ser tan grande, tan bello y
tan brillante, y pagaré lo que sea… Millones.
—En mi país mato a los hombres malos muy rápidamente —dijo el rajá,
complacido—. ¡Mi país es un bello país! Tengo miles y miles de esclavos
trabajando en mis minas…
—No hay dinero fácil en el mundo, Benny —replicó—, pero si lo que dices
sobre el rajá es cierto, éste constituye la vía de acceso más directa.
—Hay una única cosa que debemos vigilar —dijo Benny Lamb con
gravedad—. Acaba de llegarme el soplo de que el Enredante ha regresado a la
ciudad. ¿Recuerdas al tipo que estuvo aquí hace un año y desplumó a tantos
estafadores? Pues ha vuelto. Me he encontrado con Baltimore Jones, que lo ha visto
aquí, y dice que El Enredante lo limpió no hace mucho, y lo dejó embarrancado en
París. ¡El muy cerdo!
Benny asintió.
—Es la clase de individuo que atrae al Enredante como el imán atrae a las
limaduras de hierro —repuso—. Lo vi anoche en un palco del teatro. Llevaba
botonadura de brillantes, gemelos de brillantes, ¡y que me crucifiquen si no tenía la
correa del reloj enjoyada con diamantes! Le brillaba como un árbol de Navidad. Yo
todavía llevaba algunos más. Uno de los camareros del hotel me ha dicho que lleva
botones de brillantes en el pijama.
—Conozco algo mejor que eso —dijo Jim, y Benny lo miró con respeto, pues
Jim solía tener ramalazos de inspiración—. Hazle víctima del viejo timo de la
confianza. Suena simple, pero ese tipo de individuos son los más fáciles de
embaucar con el truco de la confianza.
—¡Bah! ¿Crees que va a entrar por ese aro? Pensaba que ibas a proponer
algo sensato.
—No puedo recibirle a usted sin previa cita —dijo, sacudiendo la cabeza—.
¿Cómo sé yo que usted no es un Enredante?
—Me alegra que haya usted oído hablar de ese bribón —repuso, y entonces,
al venirle un pensamiento repentino, preguntó con rapidez—: ¿Le ha dado
problemas?
Benny Lamb entró en materia sin más preámbulos. Era hombre de palabra
fácil y convincente, y por fin sacó de su cartera un cilindro de terciopelo azul, que
desenrolló, poniendo ante los aprobadores ojos del rajá un número de diamantes
de extraordinario tamaño. El rajá los cogió y los examinó, volviéndolos a su sitio
uno por uno con un pequeño olfateo.
—Éste no es gran cosa —dijo—, y este otro tampoco lo es. Son pequeños,
muy pequeños. No me sirven en absoluto. Deseo uno grande. Verá usted.
—Buenas piedras las que le he enseñado, ¿eh? —dijo el rajá con una amplia
sonrisa—. ¿Cuánto creen que valen?
—No hay ninguna que valga menos de cincuenta mil libras —contestó
Benny.
—¿Y cree usted que logrará conseguirme otra tan buena? —preguntó el rajá
ávidamente.
Los tres fueron juntos a su bar favorito, y por el camino el señor Lamb hizo
un relato de su entrevista.
—Y ha oído hablar del Enredante, además —dijo con una risita—. Tengo la
fuerte impresión de que ese tipo anda detrás de él. Conozco a algunos empleados
del Gran Imperio, y me han dicho que ha habido algún que otro joven misterioso
merodeando por allí.
Anda usted tras los diamantes del rajá, y yo también. No hay razón para que
choquemos, y podría ser aconsejable que trabajáramos juntos y compartiéramos las
ganancias. ¿Quiere encontrarse conmigo en la esquina de la avenida St. John con Maida
Vale esta noche, a las diez? Venga solo, pues yo también iré solo.
—¿Vas a ir?
—Sí, creo que iré —contestó Benny después de una pausa—. Me gustaría
echar un vistazo a ese tipo. Quizá tengamos que darle caza un día de éstos, y será
útil saber a quién tenemos que buscar.
No eran aún las diez cuando llegó al lugar de la cita, y al tiempo que un
reloj cercano daba la hora un joven atravesó la calzada y fue derecho hacia él.
Llevaba un abrigo con el cuello levantado y un sombrero flexible echado sobre los
ojos, y, como daba la espalda a la farola, Benny no tuvo oportunidad de verle el
rostro.
—De acuerdo —asintió Anthony—. Entonces no hay nada más que hablar.
—Puedo echar mano de una piedra como ésa —dijo—, pero te costará un
poco de dinero, Benny, el préstamo, quiero decir. Vale treinta mil libras. Me la trajo
de París Lew, que emprestó todas las joyas a una condesa francesa. No pienso
deshacerme de ella hasta que su aspecto haya sido olvidado, pero es justamente lo
que tú necesitas, e incluso sospecho que sería acertado vendérsela al rajá. No es
probable que lea el Hue and Cry o que esté al tanto de las joyas desaparecidas que
busca la policía. Te costará mil libras el préstamo por tres días, Benny, y, por
supuesto, conservaré como garantía el dinero que te debo.
Fijó una cita con el rajá después de telefonear al hotel para asegurarse de
que el comprador de joyas se encontraba en situación abordable, y entró a
presencia del potentado con el diamante en el bolsillo, y una pasable imitación,
dentro de un estuche gemelo, en otro. El rajá tomó el diamante auténtico y lo
examinó.
—Vea usted que yo tengo muchos más grandes. —Dijo algo a su ayudante,
que otra vez sacó el gran estuche aplanado lleno de brillantes piedras.
—Sí, ha de mirarla. Sí, es bella de ver, y es mejor que la de usted, pues vale
cuarenta mil libras.
Benny asintió.
—Si me hubiera comprado la piedra, la cosa hubiera sido más sencilla.
Hubiera podido cambiar mis piedras una por otra. Tal y como fue el asunto, tuve
que arreglarlo de otra manera: tomar su brillante y poner mi bonita imitación en su
lugar. —Soltó una risita—. Aquí tienes tu diamante, Faukenberg; y no ha merecido
las mil libras, mi viejo compadre.
—¿Estás seguro?
—¡Vuelve por ella! —casi gritó el perista, y Benny saltó dentro del primer
taxi que pudo encontrar y regresó volando al hotel.
—¿Amigo yo de él? —preguntó Benny con voz hueca—. No, no soy amigo
suyo.
—Félix —me dijo—, el mar tiene un misterio que nunca podrá ser
descubierto… una magia que nunca ha sido y que nunca será no-sé-qué para los
análisis de la ciencia (estoy seguro de que dijo «análisis de la ciencia», aunque la
otra palabra se me ha caído por la borda).
Ahora bien, los Barones de la Baraja (como nuestro antiguo patrón solía
llamarlos) son simples hombres de negocios. Viajan para ganarse la vida, y tienen
las mismas responsabilidades que los demás. Tienen esposas y familia, chicas
estudiando en el instituto y chicos matriculados en la universidad, y cuando no
están ocupados en desplumar al prójimo hablan de la carestía de la vida y de la
especulación que se hace con la reventa de las entradas de los teatros y de las
medidas que habría que adoptar para evitarla.
Pero los otros, los que se mueren por oír murmurar a su paso «¡Vaya un
tío!», están dispuestos a lucir cualquier cosa desde billetes de banco a una esposa,
con tal de producir la impresión de que son aún más grandes de lo que uno había
creído al principio. Por el contrario, aparte de un «Encantado de conocerla,
señora X», los grandes hombres de las grandes bandas nunca se ocupan de las
mujeres. Por eso me sorprendió ver a Charley dos noches seguidas paseando por
cubierta con Miss Lydia Penn. No me sorprendía por ella, pues hace ya mucho
tiempo que he renunciado a sorprenderme en cuestión de mujeres.
Por lo que me dijo, viajaba por cuenta de una importante casa de modas de
Chicago. Tenía que ir y venir a París y a Londres para ver los nuevos diseños, y por
la manera en que viajaba parecía como si ningún gasto le estuviera vedado.
Como belleza, Miss Lydia Penn pertenecía a la clase de lujo. Nunca se me ha
dado bien describir a las mujeres, y he quedado mal en casa un sinfín de veces por
no saber explicar cómo van vestidas las viajeras y qué aspecto tenían,
especialmente las estrellas cinematográficas que traemos de regreso a la patria.
Pero esta Miss Penn era fácil de describir. Tenía el pelo dorado, lo suficientemente
mate para ser natural, y el cutis como el de un recién nacido. Sus cejas eran
oscuras, así como sus pestañas, negras y largas.
Admiro a las chicas bonitas. No quiero decir que me enamore de ellas. Los
camareros de barco no se enamoran; se casan entre uno y otro viaje, y cuando el
barco se encuentra en el dique seco aprovechan para conocer mejor a su mujer.
Pero si yo hubiera sido un joven con un montón de dinero y la cultura suficiente
para atravesar la línea de conversación que ella requería, no hubiera buscado algo
mejor qué Miss Penn.
Pero no era mujer que gustase a todo el mundo… Era algo demasiado
inteligente para adaptarse al hombre medio de negocios.
Y tenía razón. El señor Alex McLeod, de Los Ángeles, recogió aquella noche
su maletín de la caja fuerte del contador para ahorrarse aquella molestia al
levantarse por la mañana. Guardó el maletín en su gran baúl, bajo llave, y cerró
también con llave la puerta de su camarote. Quiso entregar la llave a Spooky, que
era su camarero, pero éste estaba muerto de miedo.
Aquello lo oí yo directamente.
Cuando el señor McLeod abrió su maletín a la mañana siguiente habían
desaparecido del mismo tres mil dólares y un reloj de oro, con cadena.
—Holling —dijo Spooky, y de ahí no hubo quien lo sacara. Era uno de esos
hombres flacos y calvos que nunca varían de opinión.
La gente del Central Office investigó el caso, pero la cosa acabó ahí.
—En ese caso, éste va a ser su funeral, señor Cohen —le dije.
Cohen debió de cantarle las cuarenta a Charley, pues éste, según me dijo el
camarero del fumoir, limpió aquella misma noche mil dólares a un miembro del
Parlamento inglés, en un juego de pareja que este pájaro estaba tratando de
enseñarle.
En aquel viaje arribamos a Cherburgo de madrugada, y yo tuve que bajar a
cerrar el equipaje de la señorita, pues ésta se dirigía a París. Estaba arrodillada en
el sofá contemplando el panorama a través de la portilla, que era casi lo mismo que
no contemplar nada, pues Cherburgo no es más que un lugar donde acaba el mar y
comienza la tierra.
Este tipo de sucesos resulta muy desagradable para todo el mundo, pues el
primero que carga con las sospechas es el camarero que atiende el dormitorio.
Después las sospechas pasan a recaer sobre los marineros de cubierta, y continúan
extendiéndose hasta llegar a los pasajeros.
—Vi a un hombre que iba por el pasillo hacia la suite de lord Crethborough
—dijo—, y yo me volví para seguirlo. Cuando me adentré en el pasillo no encontré
a nadie. Probé la puerta de su camarote y la encontré cerrada con llave. Así que
llamé con los nudillos, y su señoría abrió y me preguntó qué quería. Esto sucedió a
las dos de la madrugada, y su señoría corroborará mis palabras.
Estuvimos fondeados quince días por causa de una avería que requería la
reposición de una hélice, y justamente antes de zarpar eché una ojeada a la lista del
jefe de camareros, encontrándome con que otra vez tendríamos a Miss Penn y a
decir verdad no lo lamenté en absoluto, aunque en realidad en aquella ocasión era
Spooky su camarero.
No creo haber visto nunca a un hombre más feliz que a Charley Pole cuando
ella subió a bordo. Se pasaba el día pegado a sus talones como un perrito faldero, y
en todo el viaje no volvió a ocuparse de negocios. Cohen estaba hasta la coronilla.
—El pobre Holling tenía razón cuando decía, refiriéndose a Charley, que
una educación superior es siempre susceptible de salir a flor de piel.
Cohen sonrió.
—Vamos, Félix, ¡un poco de sensatez! Aunque admito que el modo en que
Charley se está comportando es más que suficiente para hacer que cualquier
jugador que se respete se revuelva en su tumba acuática.
Dos días antes de llegar a Nueva York nos tropezamos con un viento
sudoeste que rugía como mil demonios y raspaba como la lija; vamos, que era el
momento que menos se hubiera esperado uno que escogiera Holling para hacernos
una visita. Hacia las cuatro de la madrugada, Spooky, que dormía en la litera
contigua a la mía, se despertó lanzando un aullido y dando un tumbo cayó sobre el
piso.
Éramos treinta los camareros que dormíamos en aquel rancho, y las cosas
que dijeron sobre Spooky y sobre Holling eran francamente fuertes.
—Sí —dijo la voz de Miss Penn, que añadió—: ¿Qué le ha pasado a usted
durante todo el viaje?
La oí jadear.
Pasó tanto rato antes que ella contestara, que me pregunté qué habría
sucedido, y entonces la oí decir:
La policía interrogó al ruso y le sacó cuanto pudo, que fue bien poco. A
continuación los pasajeros fueron llamados al salón principal y el contador les
dirigió unas breves palabras. Se disculpó por las molestias causadas, pero señaló
que a ellos les interesaba tanto como a la compañía que el ladrón fuera descubierto.
—No los entretendremos mucho, señoras y caballeros —dijo—. Hay a bordo
un número suficiente de policías para que el registro sea rápido, pero quiero que se
abran absolutamente todos los baúles y maletas.
Sólo había una persona que pareciese turbada por el registro, y esa persona
era Charley. Estaba tan pálido como la muerte, y apenas conseguía estarse quieto
un segundo. Yo lo observaba, y observaba también a Miss Penn, que era la persona
más serena a bordo. Él se mantenía todo lo cerca que podía de la muchacha, no
perdiéndola un instante de vista, y cuando terminó el registro de los equipajes y
los pasajeros fueron conducidos de nuevo al salón, se mantuvo pegado a la espalda
de ella. Esta vez el contador estaba acompañado de una docena de personas del
Yard, y fue el jefe de policía quien se dirigió al público.
Hubo algún que otro gruñido ante aquello, pero la mayoría de los presentes
se lo tomaron por el lado jocoso. Las damas fueron alineadas y un detective fue
abriendo los bolsos uno a uno y examinándolos con rapidez. Cuando llegó a Miss
Penn, vi que el amigo Charley abandonaba la parte de los hombres y, cruzando el
salón, se paraba detrás del detective al tiempo que éste tomaba en su mano el bolso
de la muchacha y lo abría. Yo me hallaba lo suficientemente cerca para ver cómo
cambiaba la expresión del policía.
—Yo las puse ahí —afirmó—. Las cogí anoche y las coloqué en el bolso de
Miss Penn con la esperanza de que no fuese registrado.
—¡Simms! —llamó.
Spooky abandonó la fila. Mientras se acercaba, Miss Penn habló en voz baja
con el detective y le mostró algo que tenía en la mano.
—Soy una detective empleada por la compañía para fichar a los tahúres,
pero más especialmente para resolver el caso Holling. Acuso a este hombre del
asesinato de John Holling en alta mar, y de una serie de robos cuyos particulares
ya conocen —dijo—. Sí; fue Spooky quien mató a Holling… Spooky, medio
desquiciado por la lunática idea de que había de morir en un asilo, se había
dedicado a robar y robar, y cuando fue descubierto por Holling, quien se despertó
y sorprendió a Spooky andándole en la cartera, lo degolló con una navaja barbera,
y se inventó la historia del rostro en el espejo. Si fue también él quien mató al otro,
no lo sé… aunque es muy probable. Un asesinato más o menos no hubiera
significado mucho para Spooky, cuando pensara en sus hijos vendiendo cerillas
por las calles. ¿Está loco? Yo diría que sí. No tiene hijos…
Ya no volví a ver a Miss Penn hasta que emprendió su viaje de luna de miel.
Había una nueva banda operando en el barco, una cuadrilla que había sido
expulsada de la ruta de China y no conocía muy bien a las pandillas habituales del
Atlántico. Uno de sus miembros trató de que el marido de Miss Penn jugase una
pequeña partida.
Decir que las oficinas o incluso las prensas del Telephone Herald murmuraban
es, desde luego, una pintoresca inexactitud. Las oficinas de los periódicos no
murmuran. Traquetean, aúllan, emiten un continuo «clic-clac-clic», pero no
murmuran. Unas puertas de cristal giran temerariamente, unos hombres
empapados, abotonados hasta la barbilla, entran con prisa alocada, arrojando de sí
los chorreantes abrigos y diciendo cosas impublicables acerca de los Favoritos del
Gran Público que dan como direcciones oficiales lugares inaccesibles y
climatológicamente insufribles.
Poco antes de las doce de una noche nevada, Wise Y. Symon entró con andar
ingrávido a presencia del jefe nocturno de redacción y se tumbó sobre el escritorio.
Nuestro sabio individuo se tumbaba invariablemente encima de cualquier cosa
sobre la que no pudiera posar el pie. Su modus operandi consistía en llegar al filo del
escritorio y, encogiéndose como una regla plegable, depositar la parte superior del
cuerpo de este a oeste, por así decirlo, apoyando la barbilla en las manos.
El jefe nocturno de redacción echó su sillón hacia atrás con un suspiro, hizo
descender sus gafas de montura de concha hasta la punta de la nariz y miró a Wise
Symon tristemente.
—¿Dónde está el reportaje? —preguntó al azar.
—Veo que no tienes ni idea del asunto, amigo O —acusó el señor Symon (el
nombre del jefe nocturno era Oliver, y le llamaban «O», alias «El Oliva»).
—Bien, ¿qué haces aquí, de todas maneras? —se quejó el señor Oliver
lastimeramente—. Hay un periódico en espera de ser editado. ¿Alguna vez has
oído que tales cosas sucedan?
—¿Acaso podría yo saber algo de los bajos fondos sin estar al corriente de
eso? —reprochó Symon—. No, mi querido O, no he venido aquí para refocilarme a
costa tuya. No me he ataviado con una vestimenta tan alegre por el mero placer de
provocar la tantálica envidia de los esclavos del periodismo. Tengo un motivo para
esta misteriosa visita.
El señor Symon sacó con suma ostentación una pitillera de oro y extrajo de
la misma un gran cigarrillo turco.
—Dijo que lo heredó de su tío. Mas no tiene pinta de ésos que cuentan en su
haber con esa clase de tíos. Lo seguí, pero se me escurrió. Esta noche me he
encontrado con él mediante previa cita… y he estado en su casa. —Hizo una pausa
—. Es el guarda del Banco Borthwick.
—Eso habla en favor del viejo Borthwick —dijo el director tras un momento
de silencio—. ¿Duerme tal guarda en el edificio del Banco?
—Sí y no. Tiene alquilado un piso anejo al banco. Es allí donde voy a
encontrarme con él.
—Sí. Pero me dijo que tenía que resolver cierto asunto antes de volver a
verme, lo que naturalmente picó mi curiosidad. Lo espié y lo vi meterse por la
entrada lateral del banco. Entonces lo recordé. Le había visto barrer las escaleras…
Paso todos los días ante el edificio.
—No más tarde de las tres —dijo Wise Symon—. La historia me parece
buena, y me gustaría consignar la totalidad de los hechos en letras de molde antes
que la policía eche el lazo a nuestro hombre.
Eran las tres menos cuarto cuando Wise Symon entró en el despacho del
director.
—Te diré lo que me ronda por la cabeza —respondió Symon tras una ligera
vacilación—. Asocio esta nauseabunda prosperidad de Hopper con la desaparición
de Harrigay Ford.
—Nada.
—¿Cuál es tu hipótesis?
—Lo más aconsejable, desde luego, es ver mañana al viejo Borthwick. Según
mis informes, los cheques firmados por Ford llegan con perfecta regularidad y son
liquidados por Borthwick, su banquero. Este último me hablaba hace pocos días,
en el club, de lo mucho que le preocupaba el asunto. En todo caso, Borthwick
podrá decirte de dónde proceden los cheques. Creo que descubrirás que vienen del
extranjero. En cuanto a la idea de que Ford se encuentre escondido en un fumadero
de opio de esta ciudad… ¡soy francamente escéptico! Esas cosas sólo suceden en
los libros.
Eran las diez y media de la mañana cuando Wise Symon entró en el Banco
Borthwick. El edificio era pequeño y carecía de pretensiones, pero había
constituido el domicilio de una u otra entidad bancaria desde tiempo inmemorial.
El Banco Borthwick tenía carácter privado; contaba con muy pocos clientes.
Su consejo administrativo lo componían dos ancianos que empleaban la mayor
parte de su tiempo en seguir las fluctuaciones de la Bolsa. Al decir de todos, el
señor Borthwick se sentía sobrecargado por el trabajo adicional que reclamaba su
escasa clientela.
Uno de los cajeros tomó la tarjeta del señor Symon y desapareció con ella
tras una puerta del fondo. Regresó para llamar con una seña a Symon, y el viejo
Borthwick se levantó desde detrás de la mesa tapizada de cuero, donde pasaba la
mayor parte del día leyendo a través de una lupa los informes periodísticos acerca
de las bolsas y negociaciones extranjeras, y ofreció su gran mano al visitante.
—Ha llegado de Australia hace sólo dos días —informó el señor Borthwick
volviendo a guardarlo en la caja fuerte.
—Bien, creo que eso es todo cuanto quería preguntarle —dijo, ocultando su
desilusión lo mejor que pudo.
—¡Oh, hace mucho tiempo, tanto que no lo puedo recordar! Eran viejos
amigos en los días anteriores a que papá fuese… —Sus labios temblaron.
—¿Y después?
—Lo han encontrado esta noche en un banco del parque, muerto de un tiro.
Llevamos buscándote toda la noche.
Wise Symon logró extraer pocos detalles a la policía. Obviamente, el hombre
había sido asesinado, ya que no había sido encontrada ningún arma en las
proximidades del cadáver. Un policía de servicio había oído el disparo y había
corrido en dirección del mismo, pero no había visto al asesino.
Symon volvió el papel y miró de nuevo la anotación. Sus ojos eran una
hoguera de triunfo cuando devolvió el papel al policía.
—Lo sé todo. Vayamos a ver al viejo Borthwick. Lleva ese papel contigo, y
creo que podremos decirle muchas más cosas sobre su vigilante de las que le
gustaría oír.
—Tienes el reportaje todavía por hacer —repuso Siddon, que conocía los
requisitos de la prensa diaria.
—Está hecho.
—Probemos en el banco —dijo Wise Symon—. Puede que esté sumando sus
cuentas.
—Si condonas el delito —dijo Wise Symon al tiempo que extraía un manojo
de llaves del bolsillo— cometeremos un pequeño asalto.
—Las birlé cuando no mirabas. Formaban parte de los efectos personales del
difunto Hopper. ¡Ajajá ésta es la llave!
Pasaron adentro del oscuro pasillo y cerraron la puerta tras de sí. Corría
paralelo a la oficina exterior. A la derecha había una escalera que conducía a las
dependencias superiores y, presumiblemente, al alojamiento de Hopper. Al fondo
del pasillo había otra puerta, que no se abrió hasta que todas las llaves fueron
probadas. Se encontraron entonces en la oficina exterior misma, de frente al
despacho privado del señor Borthwick.
—El viejo Borthwick era un jugador —dijo Wise Symon a su jefe a primeras
horas de la mañana, cuando las prensas del Telephone Herald rugían, al parecer, de
exultación motivada por el ingenio y el arrojo del personal—. Ha sido siempre un
especulador, y cuando Ford amenazó con retirar su cuenta comprendió que estaba
arruinado. Cogió a Ford cuando éste se hallaba drogado y lo metió en el sótano.
¿Nunca se ha fijado usted en que todos los bancos están construidos de manera tal
que constituyen cárceles ideales? El guarda había de estar en el secreto; nadie más
visitaba el sótano. Por lo tanto, había que untarle con dinero. Ford fue
aprovisionado con comida, un libro de cheques y una pluma, y cada vez que las
cuentas de Borthwick necesitaban equilibrarse, el prisionero tenía que elegir entre
extender un cheque o sufrir; el viejo banquero es tan fuerte como un roble, pese a
su edad. No creo que Hopper tuviera comunicación alguna con el prisionero, pero
al parecer Ford trató de sobornarlo para conseguir su libertad, anotando la suma
que estaba dispuesto a pagar en el dorso de un trozo de cheque y deslizándolo en
la mano del guarda en un momento en que el viejo no estaba mirando. Borthwick
debió de descubrirlo. Le alarmó mi visita, pero probablemente le alarmó aún más
la actitud de Hopper.
Nunca entró en el Gran Juego, aunque hacía cuanto podía para conseguirlo.
Pues el Gran Juego estaba reservado a quienes, en palabras de Bland, «habían
rumiado claves en la cuna».
Sir John Grandor había sido en su época de gloria el más diestro espía de
Europa, pero ahora… seguía hablando de la telegrafía sin hilos como de «una
invención maravillosa».
La Clave Número 2 era una de las más secretas. Era la que empleaban los
grandes agentes. No estaba impresa, ni circulaban copias escritas de ella. Había
que aprenderla bajo la enseñanza del propio director. Quienes conocían la Clave
Número 2 no se jactaban de este conocimiento, pues sus vidas pendían de un
hilo… incluso en tiempo de paz.
Schiller no podía aspirar a ser un agente importante, sobre todo porque era
un extranjero naturalizado, y los agentes de alta responsabilidad eran nativos,
entrenados en el Juego desde el día de su ingreso en el Servicio. Eran personas
cultivadas, condenadas de por vida a disociarse de la tierra que los vio nacer, y
quiénes eran o dónde vivían eran datos únicamente conocidos por tres hombres,
dos de los cuales ni siquiera tenían existencia oficial.
—Ese Schiller me preocupa —dijo Bland en ese tono bajo que es como una
segunda naturaleza en el Servicio—. Es un tipo espabilado y muy útil, pero no me
fío de él.
—Eso no es nuevo para mí —confesó—. No niego que Schiller sea listo; ideó
un aparato para evitar las corrientes de aire en mi despacho que es un modelo de
ingenio, pero apenas acierto a imaginar un receptor de radio capaz de leer y
transmitir una clave desde el interior de una caja de caudales.
Se encontró con la puerta cerrada con llave, y llamó, impaciente, con los
nudillos. Por fin fue abierta por el sonriente Schiller. La mesa estaba cubierta por
un revoltijo de cables, baterías eléctricas, herramientas y tornillos, pero del valioso
receptor de radio no se veía el menor rastro.
—MAY.
—Es muy lamentable —dijo sir John, realmente afectado—, pero no creo que
nos haya sustraído nada importante. ¿Se ha llevado su invento?
—Lo tengo a buen recaudo, sir John —contestó Bland con voz tétrica—, y
esta noche, con su permiso, voy a ver lo que sucede.
Sir John frunció el ceño. Todo aquello parecía una censura contra su buen
juicio, lo que, naturalmente, encendió su resentimiento, pero era demasiado leal al
Servicio, al que había dedicado cuarenta y cinco años de su vida, para permitir
ahora que su vanidad herida se antepusiera a su deber de funcionario.
—Es verdad —dijo lentamente—; recuerdo que cierta vez que la caja estaba
colocada algo de lado, Schiller la empujó hasta el centro, lo que me pareció un poco
impertinente por su parte.
Los dos hombres acercaron sendos sillones y tomaron asiento frente a la caja
de caudales.
—Esto comienza a resultar un tanto ridículo, ¿no lo cree? —dijo sir John
malhumoradamente cuando el reloj de pared dio las once menos cuarto.
—Así parece —repuso Bland con obstinación—, pero quiero ver… ¡Buen
Dios… mire!
Schiller estaba ya muy lejos, y a salvo, antes que se declarase la guerra. Fue
visto en Holanda y se le siguió la pista hasta Colonia. No había posibilidad de
cambiar de clave, y ya comenzaban a llegar mensajes de diversos agentes.
Schiller está cobrando unos enormes honorarios al gobierno enemigo por descifrar
los mensajes que envían sus agentes por radio. Sólo él conoce la clave.
Bland, lejos de ceder en su empeño, volvió a entrar en comunicación con el
traidor, ofreciéndole una cuantiosa suma a cambio de que se comprometiere a
trasladarse a un país neutral y retener su secreto.
Loca sugerencia, pues Bélgica era entonces país enemigo, pero Bland
decidió jugarse la vida y, con una larga daga de cristal en el maletín, partió aquella
misma noche para el Continente.
—Es usted muy valiente, señor Bland —fue el cumplido saludo de Schiller
—, y quisiera muy de veras acceder a sus deseos; pero, por desgracia, no puedo
hacerlo.
Bland le interrumpió.
La mujer que regentaba la tasca entró algo más tarde, y encontró a Bland
fumando un maloliente cigarro con los codos sobre la mesa y una jarra medio vacía
de cerveza ante él.
Tres horas más tarde, un soldado alemán de reserva que había venido a
tomar su café de la tarde apartó de un tirón el pañuelo que cubría el rostro del
durmiente y balbuceó:
—Gott!
Pues estaba muerto y hacía ya tres horas que era cadáver. Incluso el propio
médico necesitó largo tiempo para descubrir la hoja de la daga de cristal que le
atravesaba el corazón.
Una semana más tarde, Bland estaba vistiéndose para cenar en su piso del
West End, y había llegado a la exasperante fase de hacerse el lazo del cuello,
cuando su ayuda de cámara le anunció la visita de Grisby.
—Le he dicho que está usted vistiéndose —dijo Taylor—, pero el señor
Grisby está tan entusiasmado porque su caballo ha ganado la carrera de obstáculos
de Gatwick, que no hay manera de hacerle esperar.
—Tengo que ajustarte las cuentas —dijo—. ¿Qué demontres le has contado
de mí a lady Grenholm? Conoces mis sentimientos acerca de Alice…
El señor Grisby esperó hasta que oyó cerrarse la puerta del piso; luego salió
al pasillo y echó el cerrojo a la misma.
—La Clave está en Londres. Tan pronto como Schiller murió, las
autoridades alemanas de Bruselas enviaron un telegrama a Valparaíso. Iba dirigido
a un tal Van Hooch… probablemente un enlace. Aquí lo tiene…
Sacó un billetero y dejó sobre la mesa una tira de papel. El mensaje era breve
y estaba escrito en español:
—Es extraño —dijo Bland—. No es probable que Schiller haya dejado escrita
la clave; era demasiado listo para hacerlo. Y, sin embargo, debe de haber dado a las
autoridades garantía de que el secreto no se perdería con su muerte.
Probablemente habrían acordado que él dijese a alguna persona convenida (en este
caso un agente de Sudamérica) de qué manera estaba escondido el código. El dato
de la localización se lo reservaría hasta la muerte, posiblemente cifrado entre sus
documentos personales.
—Me vi obligado a matarlo —declaró con una nota de pesar—. Fue una
labor repugnante, pero la vida de treinta personas honestas estaba en sus manos.
Es de suponer que sabía dónde estaban apostadas.
Durante cerca de una quincena, tres de los hombres más competentes del
Servicio de Información (e incluso Lecomte, del Servicio Francés) practicaron el
más exhaustivo de los registros, desguazando muebles, levantando suelos y
desmontándolo todo.
—Estoy convencido de que está allí —dijo Bland, despechado ante el fracaso
—. Hemos pasado algo por alto. ¿Dónde está May Prince?
—¿Cómo lo sabe?
—Por cierto, ¿cómo llegó usted a enterarse de que era un agente enemigo?
—preguntó Bland.
Era una pieza alegre, empapelada en un vivo marrón. La ancha faja de papel
pintado que ceñía las paredes era de diseño sencillo, y el friso de madera había
sido pintado de color de chocolate para que armonizase con el papel.
Del techo pendía una montura eléctrica, a la que May echó una ojeada.
—Para mañana… Por supuesto, el piso estará bien guardado para que no
tenga la menor oportunidad de registrarlo.
Los ojos de May seguían chispeando cuando asintió con un mohín.
—¿Qué demontres…?
—¡Calma, calma, por favor! ¿Qué es lo que le dirá a usted? —Cerró los ojos
y frunció el ceño—. Puedo decirle su nombre; es Raymond Viztelli…
—¿Sabía usted ya todo eso? —preguntó el asombrado Grisby; pero ella negó
con la cabeza.
—Eso no hará falta que nos lo pida —gruñó Bland—. Creo que se hace usted
demasiado la misteriosa, May; pero me da la corazonada de que está en lo cierto.
—Exactamente, señorita.
—Ya me lo figuraba.
A las diez de la mañana siguiente pasaron a Bland una tarjeta con las
palabras «Beltrán Silva» en el centro, y en una esquina, «Valparaíso».
—Voy a ser enteramente franco con usted, señor Bland —comenzó; y Bland,
mirando de reojo a la muchacha, vio la risa en los ojos de ésta.
—Un momento.
Por una fracción de segundo la sonrisa murió en los ojos del visitante.
—Empezaré por esta pared —dijo—, y buscaré algún indicio de panel. Mis
dedos son quizá más sensibles que los suyos…
—Naturalmente, señorita.
Ella asintió.
—¡Braille! —musitó.
La joven asintió.
—Si quiere ser un bonito ejemplar del mundo de los vivos y cenar conmigo
esta noche —dijo medio en broma—, no prosiga sus investigaciones.
Decía «¡tate!» con tanta frecuencia, que como «Tate» se le conocía en todos
los estamentos del ministerio.
Era hombre flaco, con una espesa mata de cabellos enteramente blancos,
semblante apergaminado y boca mezquina, y miraba al mundo a través de unos
ojos-rendija, los más estrechos que jamás había visto Bland en un ser humano.
—¡Ah!, sí, sí, sí —dijo sir George— diga al comisario que pase.
Bland sabía mejor que nadie que Goldring estaba perfectamente al corriente
del asunto y que ya había sido consultado al respecto.
Goldring se encontró con los desafiantes ojos de Bland y bajó los suyos.
Pues había venido a ver a sir George Mergin una Alta Personalidad del
Gobierno que había dicho al término de una charla informal e inocente:
—No quiero que se les enfríen los pies mientras me vigilan, jóvenes —les
dijo bondadosamente—; pueden tomar asiento aquí en casa si prometen no hacer
ruido. Así podrán verme mucho mejor y tomar nota de mis cambios emocionales.
—Siéntese, Shaun. Le telefoneé que viniese… Oh, por cierto, éstos son dos
de los hombres de Goldring, el sargento Jackman y el sargento Villars. No tengo
secretos para ellos.
Bland se levantó.
Esta escena tenía lugar el miércoles a última hora de la tarde. El jueves por
la mañana el director de la cárcel de Clewes recibió instrucciones muy detalladas
acerca de la custodia de su prisionero.
—No nos es posible hacer nada en esas pequeñas cárceles rurales —explicó
—; nuestra única posibilidad de éxito es asustar a Tate hasta el punto de que haga
trasladar a Barnes a Stanmoor.
Iba sin afeitar, pero con el ánimo alto, pues tenía fe en su jefe y en los
centenares de valientes compañeros que sabía que estaban trabajando por salvarlo.
Sus muñecas estaban encerradas en esposas e iba acompañado por el inevitable
carcelero auxiliar, que portaba el no menos inevitable sobre azul con los
documentos de traslado. Aquél no era un espectáculo desacostumbrado para los
lugareños de Stanmoor. No pasaba día sin que presenciasen la llegada o la salida
de siniestras figuras con librea amarilla. A veces los presos aparecían de uno en
uno; pero era más frecuente que llegaran o fueran enviados de veinte en veinte,
unidos entre sí por una larga cadena que pasaba por en medio de cada pareja.
Los sucesivos directores del mismo se jactan de que ni una sola vez en su
larga y tétrica historia ha perdido a un preso a no ser por muerte, indulto o
traslado. Fugas había habido, pero ningún evadido había logrado jamás escapar
del páramo.
Esto no era de extrañar. El terreno que rodea el Presidio de Stanmoor es
desértico y desnudo, salvo por tres grupos delimitados de árboles a los que se
denomina, un tanto ominosamente, Bosque del Escondite, Bosque de M’Geery y
Bosque de la Trampa. M’Geery, que dio su nombre al segundo, fue un fugitivo de
la prisión de granito que encontró la muerte entre los matorrales de aquél. El
Bosque del Escondite se llama así por ser el asilo que buscan la mayoría de los
fugados; y el Bosque de la Trampa sólo tiene dos salidas, una que da al páramo y
otra que da a la aldea de Boley del Páramo, y no presenta dificultades a la hora de
ser registrado.
Los caminos escasean, las granjas están diseminadas y son de difícil acceso;
los bordes del páramo están continuamente patrullados por guardias, y si a estas
dificultades se añade el hecho de que el director de la prisión había obtenido
recientemente el derecho a requisar una patrulla de aviación militar en caso de
necesidad, no es preciso subrayar el arduo carácter del problema que el páramo de
Stanmoor presentaba al infortunado que buscara la libertad en su terreno baldío y
traidor.
—¿Alemán?
—Sí, señor.
El carcelero jefe hizo un gesto de aprobación.
Sir George Mergin mantuvo una breve entrevista con el comisario antes que
éste saliese de Londres, y decir que sir George estaba furioso es consignar el hecho
con estudiada moderación.
—El preso está en el páramo. Se ha fugado hace una hora, y hay un cordón
de vigilancia en torno al distrito.
—Pero ¿y la moto?
Bland ha sido visitado. Dice que Barnes está todavía en el páramo, y que saldrá para
Londres por la estación de Stanmoor.
Ni una sola persona salió del páramo aquel día que no fuese sometida al
enérgico escrutinio de la policía y los guardias. Se detenían y registraban los carros
de los campesinos; incluso se vaciaban los sacos de patatas antes de dejar que
aquéllos siguieran su camino.
Un automóvil vino como una exhalación por la carretera del páramo y frenó
con una sacudida junto a Goldring.
—¡No busque a ese tipo en el Bosque del Escondite, patrón! Se largó en uno
de ésos que llaman zeppelines. Está en…
—Ese individuo es una mala pieza —dijo—; el carcelero me dijo que fue uno
de los que ayudaron a escapar a ese preso que anda usted buscando. Se llama Jerry
Carter.
—El carcelero no tenía derecho a decirle a usted nada —repuso Goldring de
mal humor.
Tuvo mayor motivo para estar malhumorado una hora después, cuando
acabó el registro del Bosque del Escondite con resultado nulo.
—Le explicaré —dijo Bland—. Oh, por cierto; Barnes ha llegado sano y salvo
a los Estados Unidos, noticia que me temo no será de su agrado. No le diré cómo
escapó realmente de la cárcel, ni le daré los nombres de las personas que le
ayudaron. Fugarse de la prisión fue un juego de niños. La verdadera dificultad
consistía en salir del páramo. Yo sabía que todo tipo de personas que intentasen
llegar al pueblo serían detenidas e identificadas… Todo tipo de personas menos
uno.
—Un preso esposado —contestó Bland—. Martin Caxton fue ese preso…
Estuvo esperando dos días en el Bosque del Escondite.
Evitaba los programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las
conferencias y charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que
dar una respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile,
recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegaban
desde las parejas hasta el micrófono.
—… opino que las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos
escribió a Glasgow…
Después sintió algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.
Este informe fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando
Mrs. Fainer estaba ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó
la carta con su tranquilidad habitual.
«No estoy convencido de que esa mujer sea la culpable (escribía el jefe de Policía,
que, además de buen amigo del “Orador”, era el más inteligente de los que ostentaban el
cargo), y tampoco creo que mis hombres hayan hecho en esta investigación un papel tan
lucido como hubiera sido de desear. Fui algo torpe no llamando a Scotland Yard desde el
primer momento, pero si no es demasiado tarde, le agradecería que viniese usted por aquí a
fin de esclarecer varios extremos dudosos».
Mr. Brait era muy respetado en Burntown. Figuraba como uno de los
iniciadores de la Junta local para la reforma de menores, había pronunciado varias
conferencias, cantaba en el coro de la iglesia y, en general, se le tenía por una de las
personas más formales y bondadosas de la localidad.
—No cabe duda —decía el Jefe— que Fainer confiaba en Brait más que en
cualquier otro. No tiene nada de extraño, porque Brait es campechano y optimista,
y con su charla le hacía olvidar sus padecimientos, contribuyendo de paso a hacer
la vida más soportable a Mrs. Fainer. Lo trágico es que va a figurar como testigo
principal de la acusación.
—No. Hemos registrado por todas partes, sin encontrar nada; y tampoco
sabemos de dónde lo sacó. Ella, naturalmente, niega haber envenenado a su
esposo; confirma que encontró a Brait en la calle, cerca de Broadway, pero niega
haber hablado de arsénico. Brait no se ha disgustado por esto; es hombre
comprensivo y se da cuenta de que esa desgraciada tiene que mentir para que no la
condenen.
—No creo que por ahora pueda hacer otra cosa que averiguar de dónde
obtuvo el arsénico esa desgraciada.
«El Orador» tuvo que esperar cinco minutos mientras se buscaba a Mr.
Langfort; finalmente le condujeron al teléfono, por el cual habló con dicho señor,
que, evidentemente, se hallaba preparando el equipaje en sus habitaciones.
Reconociendo inmediatamente la voz que había oído por radio, Mr. Reader explicó
en pocas palabras el motivo de su llamada.
«El Orador» acogió aquello con una mueca y le aseguró que podía contar
con su silencio.
—¿Y le pagó?
«El Orador» era hombre poco sentimental. Había visto en muchas ocasiones
a mujeres de gran atractivo, pero lo cierto es que ésta le causó una profunda
impresión, tanto por su belleza como por la terrible situación en que se hallaba.
—Buenos días, Mrs. Fainer; soy el inspector Reader, de Scotland Yard —dijo,
plácidamente—. He venido a hablar un poco con usted.
Ella cerró los ojos y movió negativamente la cabeza con aire de cansancio.
—No creo que pueda decirle a usted algo que no haya dicho ya a los demás,
inspector.
—¿De dónde saqué el veneno, tal vez? —adivinó ella—. No fui yo quien lo
puso. Ni sé de dónde procedía. Estoy cansada de repetirlo y nadie me cree. Usted
tampoco, seguramente.
—Jamás dije a Mr. Brait nada acerca de ése ni otro veneno. Lo juraré ante el
Tribunal, aunque no creo que me sirva.
—Le creo —dijo, finalmente—. Ya había oído hablar de usted antes, Mr.
Reader. Sé que le llaman «El Orador» —añadió, mientras su pálido rostro se
iluminaba con una leve sonrisa—, aunque ahora está usted hablando más de lo que
dice la gente.
—Es posible que tenga razón —dijo—. Y ahora, ¿quiere decirme lo que sabe
de Mr. Brait?
«El Orador» adivinó que la joven no lo decía todo; que aquellas dos o tres
ocasiones habían sido bastante penosas para ella. Y en cuanto a las cartas…
—Tal vez fuera alguna de las criadas —rumió el detective—. ¿Está usted
segura de que se las robaron, de que no las tiene en el cofre?
—No; eso es lo más curioso. Tenía una cerradura «Yale», muy difícil de
abrir. Fue uno de mis regalos de boda, y yo tenía la única llave. Guardaba allí
varias cosas además de las cartas; y sin embargo, éstas habían desaparecido.
Cuando salió de la prisión, «El Orador» era otro hombre. No era la primera
vez que defendía a un acusado; pero jamás se había sentido tan convencido de la
inocencia de una persona a quien todos creían culpable.
Aquella noche se vio con Mr. Brait y le contó parte de lo hablado con Mrs.
Fainer. Su interlocutor le escuchó atentamente, con expresión de indefinible
tristeza.
—¿Qué quiere usted decir con eso de aprecio? ¿Qué está enamorado de ella?
—preguntó Reader, sin andarse por las ramas.
—No sé por qué me pregunta eso —dijo con acento altivo—. La aprecio,
simplemente; es simpática. Apreciaba aún más a su esposo… Eso es todo.
—No debe usted tratar así a Brait; es una bellísima persona, incapaz de
hacerle daño a nadie. ¿Qué opina usted de ella?
El jefe pensó que un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos, y
que aún estaba soltero, no debía considerar a una persona acusada de asesinato
como «El Orador» consideraba a aquella mujer.
—¿Y por qué guardaba un papel tan descolorido? —preguntóse otra vez—.
Mire, jefe: si no le importa, me llevaré todo esto a Londres mañana. Pienso regresar
el domingo. Y ahora, antes de irme, quisiera ver otra vez a la detenida.
Su entrevista con ella fue algo curiosa. Cuando la viuda entró en la estancia,
lo hizo con paso firme y mirada brillante; notábase en su porte cierto aire decidido
del que había carecido en la anterior ocasión. No obstante, el motivo estaba lejos de
ser lo que Reader imaginaba.
—¿Por qué dice esas tonterías? —gruñó «El Orador» con acento
malhumorado.
—Podría casarse otra vez —gruñó «El Orador» sin atreverse a mirarla.
—¡Qué hombre tan extraño es usted, Mr. Reader! No se parece nada a las
descripciones que me habían hecho. Resulta que habla mucho más de lo que dice la
gente.
—Le diré algo en confianza, Mrs. Fainer —dijo—. Tiene usted que
prepararse para hacer frente a la vida.
Mrs. Fainer creyó que Reader estaba borracho, muda calumnia que el
inspector pudo leer en sus ojos.
—Hemos pedido a Mr. Brait que venga a mi oficina —anunció a Reader con
cierta sequedad en el tono.
«El Orador» asintió, pero negóse a revelar más hasta que entraron en la
amplia oficina que el jefe de Policía tenía en el Edificio del Ayuntamiento. Cuando
llegaron, vieron allí a otros dos detectives en compañía de Mr. Brait, el cual se
levantó de su asiento, saludando a Reader con aire sonriente; pero el inspector no
hizo caso alguno de la mano que se le ofrecía.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta ciudad, míster Brait? —le
preguntó, apoyándose en la repisa de la chimenea:
—Sí, ahora recuerdo. Compré una libra… o media libra, no estoy seguro… y
lo remití el mismo día a un cliente de Shanghai.
—¿Y por qué no? —saltó «El Orador» vivamente—. Usted pidió que se lo
enviasen certificado desde St. Helens, que no está lejos. ¿Cómo es que luego lo
remitió sin certificar nada menos que a la China?
—¡Contestará usted a todas las que yo quiera hacerle! —le cortó «El
Orador»—. No fue usted a Correos inmediatamente, ¿verdad?
—Y ahora le diré algo más; hace cinco años compró usted arsénico a una
casa de Glasgow, y no lo pagó hasta hace unos días, cuando el director de la casa
vendedora le vio en la calle. Ese señor está dispuesto a venir a identificarlo. En
aquella ocasión, el arsénico le fue remitido a la ciudad donde vivía usted entonces.
También tenía usted allí una agencia de negocios. ¿Lo envió también a China?
—¿Qué trata usted de insinuar? —barbotó—. ¿Por qué iba yo a querer matar
a Fainer… mi mejor amigo?
Edgar Wallace creó el «thriller» con su novela Los Cuatro Hombres Justos
(1905), y consolidó este género narrativo con su obra posterior. La estructura de
sus obras ha llamado a menudo a engaño a los críticos, que han creído ver en él
más un autor de novelas de aventuras criminales que un cultivador de novelas
detectivescas. En sus novelas, los elementos del enigma están diluidos en la acción;
son sucesos aparentemente incongruentes, y es precisamente esta incongruencia la
que actúa como acicate de la curiosidad del lector. Sólo al final encajan las piezas
del rompecabezas, y una nueva lectura de la narración pone de relieve que los
indicios ya habían sido expuestos, y de manera tan evidente que resulta admirable
cómo el lector no había caído en la cuenta de su significado.
Sus novelas más relevantes son: «El misterio de la vela doblada»; «La puerta
de las siete cerraduras»; «La llave de plata» y «La pista del alfiler».