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Edgar Wallace

El terror y otros relatos


Título original: The Terror

Edgar Wallace, 1929


El terror

Capítulo I

O’Shea estaba más trastornado que nunca, llevando así toda la noche.
Zanqueaba arriba y abajo de la herbosa pendiente, murmurando entre dientes,
dirigiéndose con las manos a algún invisible auditorio, celebrando con cacareos sus
propias y misteriosas ocurrencias…; y de madrugada se había echado sobre el
pequeño Lipski, que se había atrevido a encender un cigarrillo con desprecio de las
instrucciones, y le había golpeado con salvaje brutalidad, sin que los otros dos
hombres hubieran osado intervenir.

Joe Connor estaba tumbado en el suelo, masticando una brizna de hierba y


observando con ojos sombríos la inquieta figura. Marks, que estaba junto a él con
las piernas cruzadas, observaba también, pero había una torcida sonrisa de
desprecio en sus delgados labios.

—Loco como una cabra —comentó Joe Connor en voz baja—. Si despacha
esta faena sin hacernos ir a la cárcel para el resto de nuestras vidas, estaremos de
suerte.

Soapy Marks se lamió los secos labios.

—Es más listo cuando está loco. —Hablaba con el refinado deje que da la
cultura. Algunos decían que Soapy había estudiado para cura antes que el deseo de
un modo de vivir más fácil e ilícito hiciera de él uno de los más hábiles (y
posiblemente el más peligroso) delincuentes de Inglaterra—. La locura, mi querido
compañero, no implica estupidez. ¿No puedes hacer que el tipo ese deje de
gimotear?

Joe Connor no se levantó. Volvió los ojos en la dirección de la postrada


figura de Lipski, que se quejaba y maldecía entre sollozos.

—Se le pasará —dijo con indiferencia—. Cuanto más le zurra O’Shea, más lo
respeta.

Reptando, se acercó algo más a su confederado.

—¿Has visto alguna vez a O’Shea… su cara, quiero decir? —preguntó


bajando aún más la voz—. Yo nunca, y eso que he hecho dos… —hizo memoria y
corrigió—: tres trabajos con él. Siempre lleva puesto el mismo abrigo que ahora,
con el cuello alzado hasta la punta de la nariz y el mismo viejo sombrero echado
sobre los ojos. Yo antes no creía que en la vida real existieran delincuentes así…
Pensaba que eran cosa de película. La primera vez que tuve noticias de él fue
cuando me mandó llamar… Me encontré con él en St. Albans Road hacia las doce,
pero en ningún momento le vi la cara. Lo sabía todo sobre mí. Me dijo cuántas
condenas había yo sufrido y el tipo de trabajo para el que me quería…

—Y te pagó bien —completó Marks perezosamente cuando el otro hizo una


pausa—. Siempre paga bien, y siempre recluta su personal del mismo modo.

Frunció los labios como si fuera a silbar, examinando la inquieta figura del
jefe pensativamente.

—Está loco… y paga bien. Pagará mejor esta vez.

Connor alzó los ojos bruscamente.

—Doscientos cincuenta papiros y cincuenta de dinero de fuga… Bien


pagado, ¿no?

—Pagará mejor —aseguró Marks suavemente—. Este pequeño trabajo lo


merece. ¿Acaso voy yo a conducir por las calles de Londres un camión conteniendo
tres toneladas de soberanos australianos, arriesgándome a ir a la horca, a cambio
de doscientas cincuenta libras… y dinero de fuga? No lo creo.

Se puso de pie y se sacudió delicadamente las rodillas. O’Shea había


desaparecido tras la cresta de la colina. Posiblemente se encontrase detrás de la
línea de arbustos que corría semicircularmente en torno a la cresta, a menos de dos
metros del lugar donde ambos hombres estaban hablando de él.

—Tres toneladas de oro; casi medio millón de libras. Creo que tenemos
derecho al menos al diez por ciento.

Connor hizo una mueca, indicando con una sacudida de cabeza al lloroso
Lipski.

—¿Y él?

Marks se mordió un labio.


—No creo que pudiéramos incluirlo.

Volvió a echar una ojeada en derredor, buscando señales de la presencia de


O’Shea, y se dejó caer junto a su compañero.

—Lo tenemos todo en nuestras manos —dijo con voz que era poco más que
un susurro—. Mañana estará lúcido. Estos ataques sólo le sobrevienen a raros
intervalos; y un hombre lúcido se atendrá a razones. Vamos a detener ese
cargamento de oro… Es uno de los trucos más viejos de O’Shea: llenar
completamente de gas una hondonada profunda. Me admira que se atreva a
repetirlo. Yo estoy encargado de llevar el camión a la ciudad y esconderlo. ¿Nos
daría O’Shea el dinero que nos corresponde si tuviera que elegir entre esa opción y
una desagradable entrevista con el inspector Bradley?

Connor arrancó otra brizna de hierba y la mordisqueó melancólicamente.

—Es listo —comentó, y otra vez se torcieron los labios de Marks.

—¿Acaso no lo son todos? —demandó—. ¿No está Dartmoor lleno de listos?


En eso estriba el gran chiste del viejo Hallick: a todos los presos los denomina
colegiados. No, mi querido Connor; créeme, la inteligencia ha de concebirse como
un término relativo…

—¿Qué significa eso? —gruñó Connor haciendo un fruncimiento—. No


trates de dártelas conmigo, Soapy. Usa palabras que yo entienda.

Volvió a mirar alrededor, buscando algo inquieto al desaparecido O’Shea.


Tras la cresta de la colina, en un estrecho camino, estaba aparcado el gran
automóvil de O’Shea, en el cual se alejaría de la zona de peligro una vez finalizado
el trabajo. Sus confederados quedarían a merced de todos los riesgos, arrostrando
los inevitables peligros que habrían de seguir, por muy hábilmente que el golpe
estuviese planeado.

A poca distancia a la izquierda, en el borde del hondo bache, había


alineadas cuatro grandes bombonas. Incluso desde donde se encontraba tumbado
podía ver la larga y blanca carretera que se desnivelaba introduciéndose en la
hondonada. Aquélla era la carretera por la que habían de aparecer las vacilantes
luces del convoy de oro. Connor tenía colgando de la mano su máscara antigás; a
Marks le asomaba la suya por un bolso del abrigo.

—Debe de estar forrado de dinero —dijo Connor.


—¿Quién… O’Shea? —Marks se encogió de hombros—. No lo sé. Gasta el
dinero como un lunático. Yo diría que está arruinado. Hace casi un año que no
obtiene un buen botín.

—¿Qué hace con el dinero? —quiso saber Connor.

—Lo gasta, como todo hijo de vecino. Anoche me habló de comprar una
gran casa de campo. Parecía dispuesto a sentar la cabeza y vivir como un caballero.
Me dijo que necesitaría la mitad de este botín para pagar sus deudas. —Marks se
examinó las bien manicuradas uñas, añadiendo a la ligera—: Entre otras cosas, es
un mentiroso… ¿Qué ha sido eso?

Miró hacia la cercana línea de arbustos. Había percibido un roce de hojas


seguido del chasquido de una ramita, y automáticamente se puso en pie. Cruzó el
pequeño espacio intermedio y atisbo por encima de los arbustos. Nadie a la vista.
Volvió pensativamente junto a Connor.

—Me pregunto si el muy demonio nos habrá estado escuchando —dijo—, ¡y


durante cuánto tiempo!

—¿Quién… O’Shea? —Connor estaba sobresaltado.

Por toda respuesta, Marks exhaló un largo suspiro. Era obvio que se sentía
incómodo.

—Si hubiera escuchado algo hubiera venido por mí. Se encuentra en estado
impetuoso. Lleva así toda la noche.

Connor se levantó, desperezándose.

—Me gustaría saber qué clase de vida lleva. Apostaría a que tiene una
esposa y unos hijos escondidos en alguna parte… Estos pájaros siempre los
tienen… ¡Ahí está!

La figura de O’Shea había emergido por la cuesta. Venía hacia ellos.

—Tened preparadas las máscaras. No necesitáis más instrucciones, ¿eh,


Soapy?

La voz, amortiguada por el alto cuello que le llegaba a la punta de la nariz,


era sosegada, casi afable.
—Levantad a ése. —Señaló a Lipsky, y, cuando la orden hubo sido
cumplida, llamó al servil hombrecillo a su presencia—. Irás hasta el comienzo del
bache, encenderás tu farol rojo y los detendrás. Mejor dicho, les harás aflojar la
marcha. No permitas que te vean. Hay diez hombres armados en el camión.

Examinó las bombonas. De la boca de cada una salía un grueso tubo de


goma que se introducía en la hondonada. Con una llave abrió la válvula de cada
una. El silencio fue roto por el profundo silbido del gas al escaparse.

—El gas se quedará en el fondo, así que no necesitáis poneros las máscaras
hasta el momento de actuar.

Siguió a Lipski hasta el extremo de la hondonada, observó cómo encendía el


pequeño farol rojo y le indicó el lugar donde había de esconderse. Luego volvió
junto a Marks. Ninguna palabra o gesto traicionaron el hecho de que había
sorprendido la conversación de los dos hombres. Aquél no era momento para
riñas. O’Shea estaba intensamente lúcido en aquella ocasión.

Oyeron el camión antes de ver la vacilante luz de sus faros emerger de la


espesura del bosque de Felsted.

—Ahora —dijo O’Shea bruscamente.

No hizo ningún intento de protegerse con la máscara, a diferencia de sus


dos ayudantes.

—No necesitaréis usar las pistolas, pero tenedlas a mano por si algo sale
mal… No olvidéis que si los guardianes no pierden el conocimiento
instantáneamente, dispararán a quemarropa. Ya sabéis dónde verme mañana, ¿no?

La tapada cabeza de Soapy asintió.

El camión se acercaba más y más. Evidentemente, el conductor había visto


la luz roja situada al comienzo de la depresión, pues hizo sonar la bocina. Desde
donde se encontraba agazapado, O’Shea dominaba por completo la carretera.

El camión se hallaba ya a menos de cincuenta metros de la hondonada.


Había aminorado perceptiblemente la velocidad cuando O’Shea vio a un hombre
brotar de la carretera, no en el lugar donde lo había apostado, sino una docena de
metros más allá. Era Lipski. Al tiempo que corría hacia el camión en marcha, alzó
la mano, y hubo un destello y una detonación. Estaba disparando para llamar la
atención. Los ojos de O’Shea brillaron como ascuas. Lipski le había traicionado.

—¡Preparados para escapar! —Su voz raspaba como una sierra.

Y entonces sucedió el milagro. Del camión brotaron dos pinceladas de


fuego, y Lipski retrocedió y cayó a un lado de la carretera al tiempo que el vehículo
pasaba atronando. Los guardianes habían interpretado mal su acción; pensaron
que trataba de detenerlos.

—Glorioso —murmuró O’Shea roncamente, y el camión descendió por la


hondonada llena de gas.

Todo sucedió en cuestión de segundos. El conductor cayó hacia adelante en


su asiento, y, al faltar su control, las ruedas delanteras del vehículo quedaron
atascadas contra un terraplén.

O'Shea pensaba en todo. A no ser por aquella roja luz de aviso, el camión se
hubiera estrellado, desbaratándosele los planes. Tal y como estaba el vehículo, lo
único que tenía que hacer Marks era trepar al asiento del conductor y dar marcha
atrás para sacarlo del temporal bloqueo.

Un minuto después el cargamento de oro había ascendido hasta el otro lado


de la depresión. Los guardianes y el conductor, inconscientes, habían sido
amontonados a un lado de la carretera. Los últimos preparativos no llevaron más
de cinco minutos. Marks se despojó de la máscara y se encasquetó una gorra de
uniforme. Connor se acomodó junto a las blancas cajas que contenían el oro.

—En marcha —dijo O’Shea, y el vehículo inició su avance, desapareciendo


de vista momentos después.

O'Shea volvió a su grande y potente automóvil. Se alejó en él en dirección


opuesta, dejando únicamente las inconscientes figuras de los vigilantes como
testimonio de su maquinación.
Capítulo II

Era una noche lluviosa en Londres, y Connor así lo había preferido.


Traspuso la puerta lateral de un pequeño restaurante del Solio, subió las estrechas
escaleras y llamó a una puerta.

Soapy Marks estaba solo.

—¿Lo viste? —preguntó Connor ansiosamente.

—¿A O’Shea? Sí, lo vi en el Embankment. ¿Has mirado los periódicos?

Connor hizo una mueca.

—Me alegro de que esos pájaros no las diñaran —dijo.

Marks sonrió con sarcasmo.

—Tu humanismo es muy encomiable, mi querido amigo.

Sobre la mesa había un periódico, cuyos grandes titulares resaltaban


llamativos. Parecían querer transmitir a voz en grito la sensacional noticia.

EL MAYOR ROBO DE ORO DE NUESTRO TIEMPO.

TRES TONELADAS DE ORO DESAPARECEN ENTRE SOUTHAMPTON Y


LONDRES.

ENCONTRARON A UN LADRÓN MUERTO EN EL BORDE DE LA


CARRETERA.

EL CAMIÓN DESAPARECIDO.

A primeras horas de la mañana de ayer se cometió un audaz atropello que pudo


haber costado la vida de varios miembros del C. I. D., y que tuvo como resultado la pérdida,
por parte del Banco de Inglaterra, de oro valorado en medio millón de libras.

El buque Aritania, que llegó al puerto de Southampton la pasada noche, trajo una
importante consignación de oro de Australia, y, con vistas a que el precioso metal pudiera
ser trasladado a Londres con la menor ostentación posible, se tomó la disposición de que un
camión cargado con el tesoro partiera de Southampton a las tres de la mañana, llegando a
Londres antes de que comenzara la normal afluencia de tráfico. En un paraje próximo al
bosque de Felsted la carretera se hunde, encajonada, en una depresión. Evidentemente ésta
había sido rellenada de gas, y el vehículo se precipitó desprevenidamente en lo que era
prácticamente una cámara letal.

Sin embargo, antes de alcanzar el sitio fatal, los vigilantes advirtieron que existía
un proyecto de atraco. Un individuo surgió de unos arbustos y disparó al camión. Los
detectives encargados de proteger el convoy replicaron inmediatamente, y el hombre fue
encontrado más tarde en estado agonizante. No hizo declaración alguna, si bien mencionó
un nombre que se cree corresponde al jefe de la banda.

Los subinspectores Bradley y Hallick, de Scotland Yard, se encuentran encargados


del caso.

Seguía un informe más detallado, completado por una declaración oficial de


la policía en la que se incluía una breve exposición de los hechos llevada a cabo por
uno de los vigilantes.

—Parece haber creado una sensación —sonrió Marks plegando el periódico.

—¿Qué pasa con O’Shea? —preguntó el otro con impaciencia—. ¿Se aviene
a repartir?

—Se sintió algo molesto… naturalmente. Pero en sus momentos lúcidos


nuestro amigo O’Shea es un hombre muy inteligente. Lo que realmente le molestó
fue el hecho de que hubiéramos aparcado el camión en un lugar distinto al
ordenado por él. Estaba de lo más ansioso por descubrir nuestro pequeño secreto,
y creo que su desconocimiento del paradero del oro es nuestra mayor ventaja sobre
él.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Connor en tono preocupado.

—Vamos a llevar el camión a Barnes Common esta noche. Él no sabe que


hemos pasado el oro a una camioneta de tres toneladas de carga. Debería estarme
muy agradecido por esta precaución, pues el camión auténtico fue descubierto por
Hallick esta mañana en el lugar donde O’Shea me dijo que lo aparcase. Y, por
supuesto, estaba vacío.

—O’Shea no dejará que nos salgamos con la nuestra. —Connor tenía el ceño
hondamente fruncido—. Tú ya lo conoces, Soapy.
—Eso está por ver —replicó Marks sonriendo confiadamente. Sirvió un
whisky con soda—. Bebe y marchémonos. —Se consultó el reloj—. Tenemos tiempo
de sobra…

Gracias a Dios, estamos en guerra, y las activas e inteligentes fuerzas del


orden andan a la caza de espías: las calles están cortésmente oscurecidas y, en fin,
todo favorece nuestro pequeño plan. Por cierto, he pintado un cruz roja en el toldo
de nuestra camioneta… ¡Casi parece un vehículo oficial!

Que estaban en guerra lo comprobaron tangiblemente poco después de


doblar por el Embankment. Bengalas de aviso salían disparadas desde una docena
de estaciones; el oscurecido tranvía que tomaron para el sur había alcanzado
apenas Kennington Oval cuando los cañones antiaéreos hicieron fuego contra los
invisibles merodeadores del firmamento. Cayó una bomba demasiado cerca para la
tranquilidad del nervioso Connor. El tranvía se detuvo.

—Será mejor que nos apeemos —susurró Marks—. No van a moverse hasta
que acabe el ataque.

Ambos hombres saltaron a la desierta calle y dirigieron sus pasos hacia el


sur. El resplandor de los gigantescos proyectores barría el firmamento. De algún
punto en las alturas llegó el repiqueteo de una ametralladora.

—Esto acaparará la atención policial —dijo Marks al tiempo que doblaban


por una calleja, en un barrio pobre—. No creo que los incidentes bélicos nos
impidan asistir a nuestra cita. Ames bien, darán mayor vía libre a nuestra pequeña
ambulancia.

—¡A ver si hablas claro alguna vez!

Marks se había detenido ante las verjas de un corral, y las empujó. Una de
ellas cedió, y se encaminaron, a través de una desigual senda, hasta el pequeño
edificio que albergaba la camioneta. Soapy metió la llave en la cerradura y la hizo
girar.

—Ya hemos llegado —dijo, pasando al interior.

Una mano le agarró, y se buscó la pistola.

—No hagas alborotos —dijo la odiada voz del inspector Hallick—. Quedas
detenido, Soapy. ¿Podrías decirme qué ha sucedido con vuestra ambulancia?
Soapy Marks dirigió los ojos hacia el hablante, a quien no podía ver, y por
un momento quedó con el ánimo en suspenso.

—¿La camioneta? —jadeó—. ¿No está aquí?

—Estaba hace una hora —dijo una segunda voz—. Vamos, Soapy; ¿qué
habéis hecho con ella?

Soapy no dijo nada. Oyó el clic de las esposas al cerrarse en torno a las
muñecas de Joe Connor, quien prorrumpió en un incoherente balbuceo de rabiosas
blasfemias al tiempo que era llevado a empellones hacia el coche que acababa de
detenerse silenciosamente junto a la verja, y comprendió que O’Shea estaba
sobradamente lúcido aquel día.
Capítulo III

Para Mary Redmayne la vida había sido una sucesión de altibajos. Tenía
vivas en su memoria las alternadas fases de prosperidad y de insolvencia que
había atravesado su padre. Había residido en suntuosos hoteles y en pensiones
baratas, cambiando de tipo de alojamiento con singular brusquedad; y ya durante
su infancia había llegado a habituarse tanto a los violentos cambios de la fortuna
paterna, que en nada se hubiera sentido sorprendida si en cualquier momento su
padre la hubiera sacado del pretencioso centro escolar en que recibía su educación
para trasladarla a una escuela pública.

Quienes le conocían le llamaban «coronel», pero él no parecía sentir una


preferencia especial por este tratamiento, y de hecho nunca se mostró
comunicativo con ella en lo que a su carrera militar concernía. Sólo después de
adquirir Monkshall consintió que el título de coronel figurase en sus tarjetas. Era
un tratamiento altisonante. Ya de niña, Mary Redmayne había aceptado tales
apelaciones con la mayor de las precauciones. En cierta ocasión había vivido en
una cierta «Mansión Mortimer», que no era otra cosa que una casita perdida en los
arrabales de Wimbledon.

Pero Monkshall había satisfecho todos los sueños de magnificencia de Mary.


Era una autentica reliquia de la época Tudor, o posiblemente de un período
anterior. Mole imponente y venerable, erguida en medio de una arboleda de
cuarenta acres, tan ligada a la antigüedad que, antes de prohibirlo el coronel
Redmayne, el ancho camino de acceso solía estar lleno de turistas, en buena parte
americanos, ávidos de contemplar las ruinas de lo que había sido una auténtica
abadía.

La fortuna le había sobrevenido al coronel Redmayne cuando Mary tenía


unos diez años. Llegó inesperada, casi violentamente. De dónde procedía, no podía
ni conjeturarlo. Lo único que sabía es que una semana vivían en la penuria,
acosados por los acreedores, transitando por calles secundarias para eludir el
encuentro con ellos, y a la semana siguiente (¿o fue al cabo de un mes?) él era el
dueño y señor de Monkshall y encargaba muebles por valor de miles de libras.

Cuando fue a vivir a Monkshall, ella había alcanzado esa grácil etapa
intermedia que separa a la niña de la mujer. Delgada, de estatura mediana y
espalda recta, libre de movimientos, atraía la mirada de hombres a quienes
encantos más maduros hubieran dejado indiferentes.
Ferdie Fane, el joven que tanto frecuentaba el León Rojo, en verano y en
invierno, y que bebía más de lo que convenía a su salud, la observó mientras ella
pasaba por la calle acompañada por su padre. No llevaba sombrero; su cabello
castaño dorado era de por sí una corona de gloria; el rostro, sin tacha, con la
barbilla ligeramente erguida en majestuoso gesto.

—La primavera ronda por aquí, Adolphus —comentó Ferdie gravemente,


dirigiéndose al dueño del establecimiento—. Acabo de verla pasar.

Era un hombre de treinta y cinco años, de rostro alargado, bastante


agraciado a pesar de sus gruesas gafas con montura de concha. Sostenía una gran
jarra de cerveza, en contra de lo usual, ya que la mayor parte de sus bebidas las
tomaba a solas en su cuarto. Acostumbraba presentarse en el León Rojo en los
momentos más inesperados y, a veces, inoportunos. En cierto sentido, era un
pelmazo, y la aparición de Mary Redmayne en compañía de su desaseado padre
ofreció al tabernero la oportunidad que había estado esperando.

—Me pregunto por qué no se va usted a vivir a Monkshall, señor Fane.

El señor Fane se quedó mirándolo desaprobadoramente.

—¿Está usted harto de mí como cliente? —preguntó suavemente—. ¿Está


tratando de deshacerse de mí? —Movió la cabeza con pesar—. No soy un cliente
rentable; además de lo cual, tampoco soy persona honorable. ¿Qué necesidad tiene
Redmayne de coger huéspedes?

El tabernero no pudo ofrecer ninguna solución satisfactoria a este misterio.

—Que me aspen si lo sé. El coronel tiene un montón de dinero. Creo que lo


hace para combatir la soledad; pero lo cierto es que lleva ya diez años ofreciendo
hospedaje y cobrándolo. Desde luego, es muy selectivo.

—Exactamente —dijo Ferdie Fane con suma gravedad—. ¡Y ésa es la razón


por la que a mí no me admitiría! Temo que tendrá usted que seguir soportando mis
erráticas visitas.

—No me molesta que venga aquí —dijo el tabernero, ansioso por quedar
bien—. Usted no me da ningún problema. La única pega…

—La única pega es que prefiere a personas de hábitos más regulares…


¡Salud y dinero!
Levantó la espumosa jarra hasta sus labios, tomó un largo trago y
seguidamente comenzó a reír suavemente, como si celebrara algún chiste. Un
minuto después, recuperada ya su seriedad, contemplaba la jarra con ceño
fruncido.

—Bonita muchacha, esa Mary Redmayne, ¿eh? —comentó.

—Hace sólo un mes que ha salido de la escuela… mejor dicho, del colegio —
dijo el tabernero—. Es la damita más encantadora del mundo.

—Todas lo son —fue la elusiva réplica.

Al día siguiente, y por primera vez desde su llegada al lugar, Ferdie Fane
salió de excursión provisto de su caña de pescar y de su bolsa de golf.

La vida en Monkshall prometía ser tan risueña, que Mary Redmayne sentía
una especial predilección a favor del lugar. Le gustaba el señor Goodman, un
caballero de cabellos grises y hablar lento, primero de los huéspedes de su padre.
Le cautivaba la sobria belleza de aquella antigua y singular morada, así como los
frondosos terrenos circundantes. Se sentía incluso con ánimos de aceptar, sin
especial disgusto, la creciente taciturnidad de su padre. Éste había envejecido
últimamente. Su rostro había adquirido una palidez nueva. Raramente sonreía. En
una ocasión le había visto caminar sin rumbo en medio de la noche, y en otra
habíale sorprendido en su habitación, con el habla sospechosamente trabada y una
vacía botella de whisky como mudo testigo de su peculiar debilidad.

Pero la casa tenía algo que comenzaba a roerle los nervios. A veces se
despertaba en medio de la noche, sobresaltada, y se sentaba en la cama tratando de
detectar la causa que la había arrancado del país de los sueños para transportarla, a
través de una nube de pavorosas pesadillas, al estado de vigilia. Cierta vez había
oído unos peculiares sonidos que le provocaron escalofríos. Y no una, sino muchas
veces, le pareció oír el desgarrado sonido de un órgano distante.

Interrogó a Cotton, el huraño mayordomo, pero éste no había oído nada.


Otros miembros de la servidumbre habían sido más sensitivos, no obstante. Llegó
a haber un constante desfile de cocineras y doncellas que renunciaban a su empleo.
Se entrevistó con un par de ellas, pero posteriormente su padre le prohibió hablar
con las mismas, y asumió personalmente la función de aceptar las renuncias.

—Este lugar me pone la carne de gallina, señorita —le había dicho una
llorosa doncella—. ¿No oye usted chillidos por las noches? Yo, sí; duermo en el ala
este. Este lugar está encantado…

—¡Tonterías, Anna! —se burló la muchacha, disimulando un


estremecimiento—. ¿Cómo puedes creerte esas cosas?

—Le estoy diciendo la verdad, señorita. Es más: he visto un fantasma


paseándose por el césped a la luz de la luna.

Más adelante, también Mary comenzó a tener visiones; y cierto huésped se


marchó a los pocos días de su llegada con los nervios destrozados.

—Imaginaciones —dijo el coronel malhumoradamente—. Mi querida Mary,


¡estás adquiriendo mentalidad de criada!

Más tarde pidió disculpas por su rudeza, pero Mary continuó con sus
extrañas audiciones, llegando incluso a tener los oídos bien alerta; y finalmente,
vio… visiones que le hicieron dudar de su propia capacidad de cognición, de su
propia inteligencia, de su propia salud mental.

Un día, caminando sola por el pueblo, vio a un hombre en traje de golf. Era
muy alto y usaba gafas con montura de concha, y la saludó con una amistosa
sonrisa. Era la primera vez que veía a Ferdie Fane. Lo vería muy a menudo durante
los agitados meses que siguieron.
Capítulo IV

El superintendente Hallick fue a la cárcel de Princetown, en Devonshire,


para hacer su último ruego; ruego que, sabía, estaba condenado al fracaso. El
subdirector salió a su encuentro, al tiempo que las verjas de hierro se cerraban a
espaldas del fornido superintendente.

—No creo que consiga sonsacar mucho a esos tipos, superintendente —dijo
—. Pienso que se encuentran demasiado próximos al cumplimiento de su condena.

—Nunca se sabe —sonrió Hallick—. En cierta ocasión obtuve la mejor


información del mundo de boca de un preso el día en que lo pusieron en libertad.

Se dirigieron al apaisado pabellón que constituía la oficina del subdirector.

—El jefe de vigilancia, que posee un especial don de gentes, afirma que
nunca hablarán —dijo el subdirector—. Si hace memoria, superintendente,
recordará que hizo cuanto pudo para sonsacarles hace diez años, cuando acababan
de entrar aquí. Hay en esta cárcel un montón de personas a quienes les gustaría
saber dónde está escondido el oro. Personalmente, no creo que ellos se quedaran
con parte alguna, y la historia que refirieron en el juicio, de que O’Shea había
desaparecido con él, es probablemente cierta.

El superintendente frunció los labios.

—Lo dudo —dijo pensativamente—. Ésa fue la impresión que tuve la noche
en que los arresté, pero he cambiado de opinión desde entonces.

El jefe de vigilancia entró en aquel momento, dirigiendo una amistosa


inclinación al superintendente.

—Tengo a esos dos hombres encerrados en sus celdas. Quiere ver a ambos,
¿verdad, superintendente?

—Me gustaría ver a Connor primero.

—¿Ahora? —preguntó el jefe de vigilancia—. Le haré bajar.

Salió y se dirigió, a través del patio de asfalto, a la entrada del grande y feo
edificio principal. Una reja de acero precedía a la puerta. Abrió primeramente ésta,
y luego la puerta de madera, pasando así al vestíbulo, rayado en cada costado con
galerías a las cuales se abrían las estrechas puertas de las celdas. Se dirigió a una de
éstas, situada en la grada inferior, hizo ceder la cerradura con un chasquido y abrió
de un empujón la puerta. El hombre vestido con ropa de presidiario que estaba
sentado al borde de la cama, con el rostro entre las manos, se levantó y lo miró
ceñudamente.

—Connor, un caballero de Scotland Yard ha venido a verte. Si eres sensato le


darás la información que pide.

Connor lo fulminó con la mirada.

—No tengo nada que decir —repuso hoscamente—. ¿Por qué no me dejan
en paz? Si supiera dónde está el botín, desde luego no lo revelaría.

—No seas tonto —dijo el jefe de vigilancia, de buen ánimo—. ¿Qué vas a
adelantar con ocultar…?

—¿Que no sea tonto? —interrumpió Connor—. ¡Todo lo que de tonto pueda


yo tener se me ha limado aquí! —Su mimo jibareó la celda—. Llevo en este
calabozo siete años.

Me conozco cada uno de sus ladrillos… ¿Quién quiere verme?

—El superintendente Hallick.

Connor torció el gesto.

—¿Va a ver a Marks también? Con que Hallick, ¿eh? Pensaba que había
muerto.

—Está bien vivo.

El jefe de vigilancia le invitó con una seña a salir al vestíbulo, y,


acompañado por un carcelero, Connor fue a la oficina del subdirector. Al reconocer
a Hallick le saludó con una inclinación. No albergaba animadversión alguna contra
él. Entre ambos existía esa curiosa camaradería que se establece entre la policía y
las clases criminales.

—Está usted perdiendo el tiempo conmigo, señor Hallick —dijo Connor. Y


añadió en un repentino acceso de ira—: No tengo nada que ofrecerle. Localice a
O’Shea. ¡Él hablará! Y encuéntrelo antes que lo haga yo, si quiere que hable.
—Queremos encontrarlo, Connor —dijo Hallick en tono apaciguador.

—Quieren el dinero —repuso Connor con desprecio—; eso es lo que


quieren. Quieren conseguir el dinero para obtener la recompensa del banco. —Rió
ásperamente—. Pruebe con Soapy Marks… Tal vez participe en su juego para ver si
puede sacar algo.

La cerradura giró y otro convicto fue introducido en la estancia. Soapy


Marks apenas había cambiado en sus diez años de cárcel. Su delgado y ascético
rostro habíase, tal vez, endurecido: sus finos labios habían ganado en firmeza, y
sus hundidos ojos habían penetrado algo más en las cuencas. Pero su refinada voz,
su untuosa cortesía y esa exquisitez y buen tono que le habían valido su apodo,
permanecían inalterables.

—¡Vaya, si es el señor Hallick! —Arrastraba suavemente las sílabas—. ¡Bien


venido a nuestro chalet!

Saludó a Connor con un asentimiento que casi era una inclinación.

—Su visita nos es sumamente grata, señor Hallick. ¿No ha visto aún el
parque ni el garaje? ¿Ni nuestra fastuosa sala de billar?

—Ya está bien, Marks —recriminó el carcelero.

—Le pido mil perdones, señor. —La inclinación dirigida al carcelero fue
algo más profunda que las anteriores, algo más sarcástica—. Sólo era una cándida
broma. ¡Es un gran placer encontrarle por este páramo, señor Hallick! Supongo que
su visita será breve… No vendrá a quedarse con nosotros, ¿verdad?

Hallick aceptó la ofensa con una leve sonrisa.

—Lo siento —siguió Marks—. Hasta la policía comete pequeños errores de


juicio en ocasiones. Es deplorable, pero cierto. Una vez tuvimos a un exinspector
en el vestíbulo en que estoy viviendo.

—¿Sabes por qué he venido?

Marks negó con la cabeza, y en su rostro se pintó una expresión de sorpresa


y consternación.

—¿No habrá venido a interrogarnos a mí y a mi pobre amigo acerca de ese


escandaloso robo de oro? Veo que sí. ¡Cuan desafortunado! ¿De manera que quiere
saber dónde fue ocultado el dinero? ¡Qué más quisiera yo que poder decírselo!
Desearía que mi pobre amigo pudiera decírselo, o incluso su viejo amigo, el señor
Leonard O’Shea. —Sonrió blandamente—. ¡Pero me es imposible!

Connor comenzaba a irritarse ante el derrotero de la entrevista.

—No seguirá usted pretendiendo que yo…

Marks ondeó la mano, advirtiendo:

—Ten paciencia con el querido señor Hallick.

—Escúchame bien, Soapy —dijo Connor airadamente.

Una expresión de dolor se plasmó en el rostro de Marks.

—Soapy, no…; suena vulgar. ¿No está de acuerdo, señor Hallick?

—No pienso responder a ninguna pregunta —dijo Connor—. Puede hacer


lo que le parezca. Si no ha encontrado a O’Shea, yo sí lo haré, y el día en que ponga
mis manos sobre él, le ajustaré las cuentas. Hay otra cosa que debe saber, Hallick:
actuaré por mi propia cuenta desde el día en que salga de este infierno. No voy a
pedir a Soapy que me ayude a dar con O’Shea. Llevo ya diez años viéndole a
diario, y odio su mera presencia. Voy a arreglármelas por mí mismo para localizar
al tipo que me vendió.

—Crees que darás con él. ¿Verdad? —inquirió Hallick rápidamente—.


¿Sabes dónde está?

—Sólo sé una cosa —repuso Connor roncamente—, y Soapy la sabe


también. O’Shea la dejó escapar la mañana en que estuvimos esperando al camión
del oro. Simplemente dejó traslucir… cuál es su concepto de escondrijo seguro.
Pero no voy a decírselo. Me quedan cuatro meses que cumplir, y, cuando este
tiempo transcurra, encontrare a O’Shea.

—¡Pobre ingenuo! —exclamó Hallick con aspereza—. La policía lleva


buscándolo diez años.

—¿Buscando qué? —demandó Connor haciendo caso omiso de la mirada de


advertencia de Marks.
—A Len O’Shea —respondió Hallick.

Retumbó una carcajada del convicto.

—¡Están ustedes buscando a un hombre cuerdo, y ahí es donde se


equivocan! No les dije antes por qué no darán nunca con su paradero. ¡Es porque
está loco! Ustedes no saben eso, pero Soapy, sí. O’Shea ya estaba «volao» hace diez
años. ¡Dios sabe cómo estará ahora! Posee la astucia de un loco. Pregunte a Soapy.

Esto era nuevo para Hallick. Sus ojos interrogaron a Marks, quien, tras una
sonrisa, dijo suavemente:

—Me temo que nuestro querido amigo esté en lo cierto. ¡Un loco astuto!
Incluso en la cárcel recibimos noticias, señor Hallick, y me ha llegado el rumor de
que hace algunos años tres funcionarios de Scotland Yard desaparecieron en un
intervalo muy breve… ¡Se desvanecieron como el rocío al sol de la mañana!
Perdóneme si me muestro poético. La cárcel lo hace a uno así. ¿Y estaría usted
traicionando un secreto oficial si me dijese que los hombres mencionados andaban
tras el rastro de O’Shea? —Al percibir el cambio operado en el rostro de Hallick,
soltó una risita—. Veo que así era. Según la noticia circulada, habían abandonado
Inglaterra y habían enviado sus dimisiones… desde París, ¿no es así? O’Shea sabía
imitar la letra de cualquiera… Los desaparecidos nunca salieron de Inglaterra.

El rostro de Hallick estaba blanco.

—¡Por Dios!, si hubiera yo llegado a sospechar… —comenzó.

—Nunca salieron de Inglaterra —iteró Marks, implacable—. Estaban


buscando a O’Shea… y O’Shea los encontró antes a ellos.

—¿Quieres decir que han muerto?

Marks asintió lentamente.

—Permanece cuerdo, razonable, durante veintidós horas al día. Pero


durante las otras dos horas… —Se encogió de hombros—. Señor Hallick, sus
hombres debieron de encontrarse con él en uno de sus malos momentos.

—Cuando yo me encuentre con él… —interrumpió Connor, y Marks se


volvió hacia él como un relámpago.
—¡Cuando tú te encuentres con él, morirás! —dijo con voz silbante—.
Cuando yo me encuentre con él… —Aquel semblante suyo tan cordial se
contorsionó repentinamente, y Hallick sondeó los ojos de un demonio.

—¿Cuándo vas a encontrarte con él? —desafió. ¿Dónde tendrá lugar ese
encuentro?

El brazo de Marks se disparó al frente, rígido; sus largos dedos engarfiaron


a un enemigo invisible.

—Sólo sé dónde puedo echarle mano —repuso con voz entrecortada—.


¡Esta mano!

Hallick regresó a Londres aquella tarde en estado de desconcierto. Había


realizado su desplazamiento en un último esfuerzo por conseguir información
sobre el oro desaparecido, y nada había obtenido en limpio… a excepción de que
O’Shea permanecía en su sano juicio sólo veintidós horas al día.
Capítulo V

Era una hermosa mañana de primavera. Frescos efluvios se fundían con el


amarillo sol.

El señor Goodman no había ido a la ciudad aquella mañana, pese a que


aquél era uno de sus días fijados (tenía por costumbre acudir a su oficina dos o tres
días al mes). La locuaz señora Elvery estaba ocupada en dar los últimos toques a su
cutis; y Verónica, su desmañada hija, estaba luchando, con ayuda de un
diccionario, con un recalcitrante poema, pues en sus momentos más sosegados
gustaba de cortejar a las musas.

El señor Goodman estaba recostado en un sofá, dormitando sobre su


periódico. Ningún sonido rompía el silencio a excepción del rasgueo de la pluma
de Verónica y del tic-tac del grande y antiguo reloj de pared.

Aquella cámara abovedada que era el salón de Monkshall había cambiado


muy poco desde los días en que constituyera la antesala de un auténtico refectorio
abacial. Las columnas que habían cincelado manos monacales habían sufrido algún
desgaste, pero su labrada beatitud, ahora revestida de roble, era casi tan legible
como el día en que aquellos hombres piadosos habían fijado las inscripciones.

La abierta ventana francesa ofrecía una espléndida vista del anchuroso y


verde parque, con sus arboledas y su pequeño montón de ruinas que otrora fuera
la Meca de los anticuarios.

El señor Goodman no oía el excitado gorjeo de los pájaros, y Verónica


Elvery, presa de ese estado de irritación a que tan propensos son los poetas
jóvenes, volvió la cabeza un par de veces con mudo reproche.

—Señor Goodman —llamó suavemente.

No hubo respuesta.

—¡Señor Goodman!

—¿Eh? —El interpelado alzó la mirada con sobresalto.

—¿Qué palabra rima con «altiva»? —preguntó Verónica dulcemente.

El señor Goodman se acarició la barbilla reflexivamente.


—¿Quisquilla? —sugirió.

La señorita Elvery chasqueó la lengua, exasperada.

—Ésa no sirve en absoluto. Además de que su rima es meramente vocálica,


como palabra es demasiado vulgar.

—Y comportarse como tal, también lo es —repuso el señor Goodman


estremeciéndose, y añadió—: ¿Qué está usted haciendo?

Ella confesó su labor.

—¡Dios mío! —exclamó él escandalizado—. ¡Componiendo poesía a estas


horas de la mañana! Es casi como tomar bebidas alcohólicas antes del almuerzo.
¿En quién está inspirada?

Ella le favoreció con una sonrisa en arco.

—Pensaría usted que soy una mala pécora si se lo dijese. —Al hacer su
interlocutor un gesto para apoderarse del manuscrito, prosiguió—: ¡Oh!, la verdad
es que no me atrevo… Es sobre alguien a quien usted conoce.

El señor Goodman frunció el ceño.

—«Altiva» es la palabra utilizada por usted. ¿Quién demonios es «altiva»?

Verónica sorbió por la nariz. Lo hacía siempre que se encontraba incómoda.

—¿No cree usted que ella lo es… un tanto? Al fin y al cabo, su padre se
limita a regentar una hospedería.

—¡Oh!, ¿se refiere a la señorita Redmayne? —preguntó el señor Goodman


suavemente—. Una muchacha muy agradable. Conque una hospedería, ¿eh?
Bueno, yo he sido el primer huésped de todos cuantos su padre ha tenido, y nunca
he considerado este lugar como una hospedería.

Hubo un silencio, roto por la muchacha.

—Señor Goodman, ¿le molestaría que yo le hiciera una confidencia?

—Bueno, hasta ahora no he dado a entender que pudiera molestarme,


¿verdad?

—Supongo que soy romántica por naturaleza. Veo misterio en casi todo.
Hasta usted me parece misterioso. —Al notar la alarma de su interlocutor, añadió
—: ¡Oh, no he querido decir siniestro!

Él se alegró de que así no fuera.

—Pero el coronel Redmayne sí que es siniestro —aseguró la joven


enfáticamente.

Él consideró la cuestión.

—Nunca me ha producido esa impresión —replicó pausadamente.

—Pero lo es. ¿Para qué compró este lugar tan apartado y lo convirtió en una
casa de huéspedes?

—Para hacer dinero, supongo.

—Pero no es así. Mi madre dice que debe de estar perdiendo un montón de


dinero. Monkshall ha adquirido una reputación horrible. Sabrá usted que está
encantado, ¿verdad?

El señor Goodman rió de buena gana. Como huésped antiguo había oído
repetidas veces ese comentario.

—He oído cosas y he visto cosas —prosiguió ella—. Mi madre dice que aquí
deben de haber cometido algún crimen horrible. ¡Y así es! —Su tono había subido
en énfasis.

El señor Goodman pensó que la madre de la muchacha había fustigado


excesivamente la imaginación de ésta con el tema de los asesinatos y de la
delincuencia en general. Pues la robusta y quisquillosa señora Elvery gustaba de
empaparse de las últimas tragedias que llenaban las columnas de los periódicos
dominicales.

—A ella le chiflan los asesinatos de alta categoría —comunicó Verónica—. El


año pasado tuvimos que aplazar nuestro viaje a Suiza a causa del Misterio de la
Bicicleta del Río. ¿Cree usted que el coronel Redmayne es persona capaz de haber
cometido algún asesinato?
—¡Qué pregunta tan atroz! —protestó su sobrecogido oyente.

—¿Por qué está tan inquieto? —contrapuso Verónica patéticamente—. ¿Qué


es lo que teme? Está siempre rehusando huéspedes. Rechazó a ese chico tan
simpático que se presentó ayer.

—Bueno, mañana viene un nuevo huésped —repuso Goodman cogiendo


nuevamente su periódico.

—¡Un clérigo! —exclamó Verónica con desdén—. Todo el mundo sabe que
los clérigos no tienen dinero.

Él sintió deseos de reír ante esta llana revelación de mentalidad.

—El coronel podría sacar dinero de este lugar, pero no quiere —prosiguió
Verónica en tono más confidencial—. Y le diré más. Mi madre conocía al coronel
Redmayne antes de que éste comprara Monkshall. Se metió en un terrible aprieto
de dinero… Mi madre no sabe exactamente en qué consistía. Pero lo cierto es que
se quedó sin un penique. ¿Cómo se las arregló para comprar esta casa?

El señor Goodman sonrió luminosamente.

—¡Pues yo he llegado a saber la respuesta! Recibió una herencia.

Verónica se sintió decepcionada, y no hizo ningún esfuerzo para ocultarlo.


Fuese cual fuese el comentario que hubiese podido ofrecer, quedó reducido al
silencio por la entrada de su madre.

No es que la señora Elvery «entrase» en la sala, sino que irrumpió, o, mejor


dicho, hizo estallido en la misma, dada su arrolladora exuberancia. Fue derecha
hasta el sofá donde el señor Goodman estaba desplegando su periódico.

—¿Oyó usted algo anoche? —inquirió dramáticamente.

Él asintió, afirmando:

—En el dormitorio contiguo al mío había alguien roncando como un


demonio.

—Soy yo quien ocupa ese dormitorio, señor Goodman —repuso la dama


gélidamente—. ¿No oyó usted un alarido?
—¿Alarido? —El hombre se quedó estupefacto.

—¡Y anoche volví a oír el órgano!

El señor Goodman suspiró.

—Por suerte, soy algo duro de oído. Nunca oigo órganos ni alaridos. Lo
único que oigo con claridad es el gong de la comida.

—Aquí hay gato encerrado. —La señora Elvery era aún más patética que su
hija—. Lo comprendí el día en que llegué. En un principio tenía proyectado
quedarme una semana, pero ahora pienso quedarme aquí hasta que se resuelva el
misterio.

Su interlocutor sonrió de buen humor.

—Es usted un elemento inamovible, señora Elvery.

—Esto me recuerda —prosiguió la dama acelerando las palabras con


evidente inquina— la abadía de Pangleton, donde John Roehampton degolló a sus
tres nietos, de diecinueve, veintidós y veinticuatro años de edad, enterrándolos
después en cemento, crimen por el que lo ejecutaron en la prisión de Exeter.
¡Tuvieron que llevarlo a rastras hasta el cadalso, y dejó escrita una detallada
confesión de su culpa!

El señor Goodman se levantó apresuradamente, dispuesto a «batir el ala»


ante el hórrido recital que se avecinaba. Afortunadamente, le llegó el salvamento
en la esbelta y marcial persona del coronel Redmayne. Era éste hombre de
cincuenta y cinco años, de gesto y mirada ausentes. Su trasnochada y mal
combinada vestimenta hablaban de abandono, abandono que Goodman había
visto crecer día a día.

El coronel los miró de uno en uno.

—Buenos días. ¿Todo bien?

—Más o menos —sonrió Goodman. Tenía la esperanza de que la señora


Elvery diera otro curso a la conversación, pero la dama no estaba dispuesta a
refrenarse.

—Coronel, ¿oyó usted algo anoche?


—¿Que si oí algo? —Frunció el ceño—. ¿Qué debería haber oído?

Ella hizo recuento de los sucesos nocturnos sirviéndose de sus gordezuelos


dedos.

—En primer lugar, el órgano, y luego un espantoso alarido capaz de


congelar la sangre. Procedía de los terrenos circundantes… de la parte donde se
encuentra la Tumba del Monje.

La dama permaneció a la espera, pero su interlocutor negó con la cabeza.

—No, no oí nada. Estaba dormido —dijo en voz baja.

Verónica, interesada, intervino.

—¡Vaya trola! Vi encendida la luz de su cuarto mucho después que mamá y


yo oyéramos el ruido. Su habitación se ve desde mi ventana.

Él la miró ceñudo.

—¿Ah, sí? Me dormí con la luz encendida. ¿Ha visto alguien a Mary?

Goodman apuntó a través del parque, indicando:

—La vi hace media hora.

El coronel Redmayne permaneció indeciso. Seguidamente, sin decir palabra,


salió de la estancia con paso enérgico. Le vieron cruzar el parque a grandes
zancadas.

—¡Aquí hay gato encerrado! —La señora Elvery exhaló un largo suspiro—.
Ese hombre no está en sus cabales. Señor Goodman, ¿recuerda a ese caballero de
presencia tan agradable que vino ayer por la mañana? Quería una habitación, y
cuando pregunté al coronel por qué no lo aceptó como huésped, ¡se volvió contra
mí como una fiera! Dijo que no era ésa la clase de persona que él quería tener en la
casa: dijo que ese hombre había tenido la osadía («osadía» fue la palabra
empleada) de intentar relacionarse con su hija, y añadió que no quería compartir
su techo con ningún borracho pintamonas.

—¡Ya lo creo que se molestó! —dijo el señor Goodman—. No hay que


tomarse al coronel demasiado en serio… Está algo decaído esta mañana.
Se puso a hojear el periódico.

—¡Vaya aires que se da! —prosiguió la señora Elvery—. Y su hija no es


mucho mejor. No tengo más remedio que decirlo, señor Goodman. Puede parecer
una falta de caridad, pero lo cierto es que esa chica es una… —Vaciló.

—¿Pija? —sugirió Verónica, y su madre sufrió una conmoción—. Es una


expresión común.

—Pero nosotros no somos gente común —protestó la señora Elvery—.


Puedes decir que se da aires. Ciertamente se los da. Y sus modales son deplorables.
Hace unos días estuve hablándole del asesinato de Grange Road, un caso de lo más
interesante (el del hombre que envenenó a su suegra para quedarse con el dinero
del seguro). Pues bien. Se limitó a volverme la espalda diciendo que no le
interesaban los crímenes.

Cotton, el mayordomo, entró con el correo. Era de semblante melancólico, y


parco de palabras. Estaba ya saliendo de la sala cuando la señora Elvery le
interpeló:

—¿Oyó usted algún ruido anoche, Cotton?

El hombre se volvió con gesto agrio.

—No, señora. No tardo mucho en dormirme, y ni un disparo hubiera


logrado despertarme.

—¿No oyó usted el órgano?

—Nunca oigo nada.

—Creo que este hombre es tonto —dijo la exasperada dama.

—También yo lo creo, señora —convino Cotton, y se retiró.


Capítulo VI

Aquella mañana Mary fue al pueblo a aprovisionarse de sellos para la


semana. Apenas miró al joven con pantalones de golf que permanecía sentado en
un banco a la entrada del León Rojo, si bien era consciente de su presencia;
consciente asimismo de las hablillas que circulaban sobre él.

Había cesado de inspirarle compasión. Había llegado a la conclusión de que


era un caso perdido, y, además, se sentía enojada con él por haber provocado la
irritación de su padre, pues el señor Ferdie Fane había cometido la temeridad de
solicitar hospedaje en Monkshall.

Nunca había hablado con él, ni se le había pasado por la imaginación la


posibilidad de que le sobreviniera tamaña desgracia hasta que, al volver aquella
mañana del pueblo, se adentró en la callejuela de la que arrancaba un sendero
conducente a Monkshall.

Estaba sentado en la escalera de una cerca, las largas manos engarfiadas


sobre las rodillas, un cigarrillo colgándole de los labios, contemplando
lúgubremente el vacío a través de sus gafas de concha. Mary se detuvo un
momento, pensando que él no la había visto y dudando si dar un rodeo para evitar
su encuentro.

—Adelante: puede pasar con entera libertad.

A su sonrisa no le faltaba encanto, advirtió ella, pero en aquel momento


distaba de sentirse encantada.

—Si yo la acompañase hasta su ancestral morada, ¿echaría su respetable


padre mano a una pistola, o soltaría un perro?

Ella le miró con firmeza.

—Usted es el señor Fane, ¿no es así?

Él hizo una inclinación un tanto extravagante, impertinencia que encendió


la ira de Mary.

—Pienso que, dadas las circunstancias, no es propio de un caballero este


intento de entablar conversación conmigo, señor Fane.
—Puede no ser propio de un caballero, pero es propio de un ser humano
con capacidad para pensar y para desear todo lo que es deseable —sonrió él—. ¿Ha
reparado alguna vez en cuan pocas personas de este planeta tienen un físico
agradable de veras? Una vez estuve parado en una esquina…

—Ahora me tiene parada a mí.

Mary no estaba para contemplaciones aquella mañana; tenía los nervios a


flor de piel. Había pasado una noche de tensiones, amedrentada por extraños
susurros, estremecida por misteriosos sonidos, impresionada por el distante
resonar de música de órgano. En otras circunstancias hubiera ejercido mayor
control sobre la situación. Y había visto algo también; algo que nunca antes había
visto: una salvaje aparición, gimiente como alma en pena, que había pasado bajo su
ventana como una flecha.

Ferdie Fane, en equilibrio algo danzón, tenía clavada en ella su penetrante


mirada.

—¿La quiere mucho su padre? —preguntó en tono suave, acariciante.

Ella estaba demasiado sobresaltada para responder.

—Si así es, no puede negarle nada, mi estimada señorita Redmayne. Si usted
le dijese: «He aquí a un joven en busca de alojamiento…».

—¿Quiere dejarme pasar, por favor? —Mary temblaba de ira.

De nuevo él se hizo a un lado con exagerada cortesía, y la muchacha, sin


decir palabra, ascendió por la escalera de la cerca, sintiéndose ridícula. Había
cruzado ya la mitad del parque cuando volvió la cabeza. Comprobó, indignada,
que él venía detrás: a considerable distancia, era cierto, pero era evidente que
estaba siguiéndola.

No vio al otro indeseado visitante. Había llegado poco después que la


señora Elvery y el señor Goodman hubieron salido con sus palos de golf a practicar
putting en el liso campo de césped que había en la parte sur de la mansión. Era un
individuo de aspecto tosco, con delantal de cuero. Llevaba bajo el brazo varios
paraguas estropeados. No se dirigió a la cocina, sino que, tras sigiloso tanteo del
lugar, dio un rodeo por el césped, traspuso la abierta puerta principal y se quedó
observando cómo Cotton recogía los desperdicios literarios dejados por la poetisa.
Al ver con el rabillo del ojo al recién llegado, Cotton giró bruscamente la
cabeza.

—Hola, ¿qué quiere usted? —preguntó ásperamente.

—¿Necesitan reparar algún paraguas? ¿O alguna silla? ¿O alguna olla o


sartén viejas? —preguntó el hombre.

Cotton extendió el índice a su modo más señorial.

—¡Fuera! ¿Quién le ha dejado pasar?

—El hospedero dijo que hacía falta arreglar algunas cosas —gruñó el
reparador.

—Esas cosas, por la puerta del servicio. ¡Largo de aquí!

Pero el hombre no se movió.

—¿Quién vive aquí?

—El coronel Redmayne, si desea saberlo… y la entrada a la cocina está a la


vuelta. ¡Basta ya!

El remendón echó una aprobadora ojeada a la sala.

—Es bonito y confortable este lugar, ¿eh?

El cetrino rostro del señor Cotton se tornó rojo.

—¿En qué idioma hay que hablar con usted? La puerta de la cocina está al
volver la esquina. Si no quiere ir allí, ¡puede largarse con viento fresco!

En lugar de tal el hombre se adentró más en la estancia.

—¿Cuánto tiempo hace que vive aquí… ese tipo a quien usted denomina
Redmayne?

—Diez años —respondió el exasperado mayordomo—. ¿Es eso todo lo que


desea saber? No sabe usted lo gorda que se la está buscando.

—Conque diez años, ¿eh? —El hombre sacudió afirmativamente la cabeza


—. Quiero ver a ese coronel.

—De camino, recomiéndeme a él —replicó Cotton sarcásticamente—. ¡Le


encantan los remendones!

Fue entonces cuando entró Mary, jadeante.

—¿Quiere hacerme el favor de expulsar a aquel hombre? —Señaló en


dirección a Ferdie; por el momento no reparó en la presencia del remendón.

—¿Quién, señorita? —Cotton fue hasta la ventana—. ¡Vaya! Si es el señor


que vino ayer… Es todo un caballero, amable como pocos.

—No me importa qué sea o cómo sea. Hay que echarlo fuera.

—¿Puedo servirla en algo, señorita?

La muchacha se sobresaltó al ver al artesano, y miró al mayordomo.

—No, no puede —espetó Cotton.

—¿Quién es usted? —preguntó Mary.

—Un simple chapucero, señorita. —Estaba mirándola pensativamente, y en


su mirada había algo que la asustó.

—Entró aquí y le dije que fuera por la cocina —explicó Cotton


embarazosamente—. ¡De no haber llegado usted, lo habría enviado ya a hacer
puñetas!

—No me importa quién sea… Debe ayudarle a desembarazarse de ese


repelente pelmazo —dijo Mary desesperadamente—. Él…

Enmudeció de repente. El señor Ferdinand Fane estaba contemplándola


desde la abierta ventana.

—¿Qué tal se encuentran todos? Comment ça va?

—¿Cómo se atreve a seguirme? —Mary dio un furioso zapatazo en el suelo,


pero él permaneció impertérrito.
—Me dijo usted que me mantuviera fuera de su vista, así que caminé por
detrás. Todo queda claro.

Lo más digno hubiera sido abandonar la sala en silencio… Él tenía la


curiosa facultad de hacer que ella se sintiera despojada de su dignidad.

—¿No comprende que su presencia aquí es censurable tanto por mí como


por mi padre? No le queremos aquí. No deseamos conocerle.

—No me conocen. —Se sentía herido—. Apuesto a que usted ni siquiera


sabía que mi nombre de pila es Ferdie.

—Ha intentado forzarme a mantener trato con usted, y le he dicho


claramente que no me apetece en absoluto tener ningún tipo de roce con su
persona…

—Quiero quedarme aquí —interrumpió él—. ¿Por qué no puedo hacerlo?

—Usted no necesita alojarse aquí. Lo suyo es el León Rojo.

Fue entonces cuando intervino el reparador.

—Oiga, jefe, esta dama no quiere verle aquí… Fuera.

Pero permaneció ignorado.

—No pienso volver al León Rojo —repuso el señor Fane gravemente—. No


me gusta la cerveza que allí sirven… Puedo ver a través de ella…

Una mano cayó sobre su hombro.

—¿Va usted a marcharse por las buenas?

El señor Fane se volvió para inspeccionar la cara del remendón.

—No haga eso, muchacho… Es un acto grosero. Evite siempre las groserías,
joven… La presencia de una dama…

—¡Vamos! —apremió el remendón.

Entonces una mano le agarró la muñeca con la firmeza de un torno: fue


volteado y cayó estrepitosamente contra el suelo.

—Jiu-jitsu —explicó el señor Fane con la mayor gentileza.

Oyó una airada exclamación, y se volvió, encontrándose con el coronel


Redmayne.

—¿Que significa esto?

Oyó la incoherente explicación de su hija.

—Lleve a ese hombre a la cocina —ordenó. Cuando el mayordomo y el


artesano hubieron desaparecido, prosiguió—: Ahora, caballero, dígame lo que
desea.

El tono de su padre era más comedido de lo que Mary había esperado.

—Comida y alojamiento —respondió el joven fríamente, y, haciendo un


esfuerzo, el coronel logró contener su ira.

—No puede quedarse aquí, ya se lo dije ayer. No dispongo de ninguna


habitación para usted, y no deseo su presencia.

Indicó la puerta con un movimiento de cabeza, y Mary salió


apresuradamente. Entonces su voz experimentó un cambio.

—¿Cree que voy a permitir que esta casa sea contaminada por usted? ¿Por
una persona embrutecida por el alcohol, sin sentido de la dignidad ni de la
decencia, sin otra ocupación que la de gastarse el dinero en bebida?

—No pensaba que fuera usted a ponerme tantos peros.

Un timbrazo hizo entrar a Cotton.

—Acompañe a este… caballero fuera de la casa… y del parque.

En contra de los temores del coronel, el señor Fane se retiró por propio
impulso, deshaciéndose así de la escolta del mayordomo.

Acababa de salir de la casa cuando un hombre emergió de un macizo de


arbustos, obstruyéndole el paso. Era el remendón. Durante algunos segundos,
ambos se miraron en silencio.

—Sólo hay un hombre capaz de voltearme de ese modo, y quiero mirarle a


usted bien —dijo el artesano. Escudriñó el rostro de Ferdie Fane y retrocedió un
paso.

—¡Dios santo! ¡El mismo que yo pensaba! ¡Hacía diez años que no le veía, y
no le hubiera reconocido de no ser por esa manera de voltearme! —jadeó.

—Me conservo en plena forma. —No había ahora ningún farfulleo en la voz
de Fane. Sus palabras poseían la vibración del acero—. ¡Ha visto usted mucho más
de lo que debiera, señor Connor!

—¡No le tengo miedo! —gruñó el otro—. No trate de asustarme. El viejo


truco, ¿eh? ¡Maquillado como un borrachín!

—Connor, voy a darle una oportunidad de conservar la vida. —Fane


hablaba lenta y deliberadamente—. Aléjese de este lugar tan rápidamente como
pueda. Si aparece por aquí esta noche, ¡es hombre muerto!

Ninguno de ellos vio a la muchacha que, desde una ventana situada por
encima de sus cabezas, había estado observando… y escuchando.
Capítulo VII

La señora Elvery se autodescribía como observadora. Personas menos


caritativas se quejaban amargamente de su espionaje. Cotton le tenía intensa
aversión por este motivo, y se sentía especialmente agraviado por el hecho de que
ella le había sorprendido aquella tarde cuando se hallaba enzarzado en animada
plática con cierto remendón que se había presentado en la casa aquella mañana, y
que ahora le enflautaba con relatos de inmensas riquezas que podrían encontrarse
guardadas en las bodegas y criptas de Monkshall.

Fue a llevar la noticia al coronel Redmayne, y encontró a este caballero en


estado de aturdimiento y de profunda apatía. Había caído en el hábito de aislarse
bajo llave en su pequeño estudio. Allí había un armarito con la capacidad justa
para una botella y dos vasos, lo suficientemente a mano para esconder éstos con
prontitud cuando alguien llamase.

No se sentía favorablemente dispuesto para con la señora Elvery, y ésta


pudo haber sido la causa por la que concedió tan parca atención a su relato.

—Tiene los modales de un oso —dijo la digna dama a su hija. Alzó una
esquina de la persiana nerviosamente y escrutó el oscuro exterior—. Estoy segura
de que vamos a tener visita esta noche. Así se lo he dicho al señor Goodman. Él
contestó: «¡Majaderías!».

—¡Mamá, por favor! ¿No podrías cambiar de tema? —espetó la joven—. Me


atacas los nervios.

La señora Elvery escudriñó a través del cristal y la palmeó en la cabeza.

—Lo he visto dos veces —afirmó con cierta morbidez.

Verónica se estremeció.

La señora Elvery guardó un breve silencio, al cabo del cual, volviéndose


dramáticamente, alzó su grueso índice.

—¡Cotton! —pronunció cabalísticamente—. Si ese mayordomo es un


mayordomo, es que yo nunca he visto mayordomos.

Verónica se quedó de una pieza.


—¡Por Dios, mamá! ¿Qué quieres decir?

—Ha estado todo el día de fisgoneo. Lo sorprendí cuando subía las escaleras
de los sótanos, y al verme sufrió tal sobresalto que no sabía dónde tenía la cabeza.

—¿Cómo sabes que no lo sabía? —inquirió la empírica Verónica, y la


destemplada réplica de la señora Elvery era quizá justificable.

Verónica miró pensativamente a su madre.

—¿Qué es lo que viste, mamá… cuando chillaste la otra noche?

—Preferiría que no empleases el verbo «chillar» —espetó la señora Elvery—.


No es un término adecuado para que lo apliques a tu madre. Yo grité… como lo
hubieras hecho tú. Lo vi corriendo por el césped, ondeando las manos… ¡Dios nos
asista!

—¿Qué era? —inquirió Verónica con voz desmayada.

La señora Elvery se volvió en su silla.

—Un monje: todo negro; con la cara cubierta por una capucha o algo
parecido. ¡Escucha eso!

Era una noche de viento y lluvia, y el tableteo de la celosía había


sobresaltado a la señora Elvery.

—¡Vayamos abajo, por Dios! —urgió.

El animoso señor Goodman se hallaba solo cuando ambas mujeres llegaron


al salón.

Al ver a la señora Elvery se le escapó un leve gruñido y esperó que ella no le


hubiera oído.

—Señor Goodman —el interpelado no estaba preparado para el ataque de


Verónica—, ¿le ha referido mi madre lo que vio?

Goodman miró por encima de sus lentes con sufrida expresión.

—Si van a hablar de fantasmas…


—¡De monjes! —interrumpió Verónica con voz hueca.

—De un monje —corrigió la señora Elvery—. Nunca he afirmado haber


visto más de uno.

Las cejas de Goodman se elevaron.

—¿Un monje? —Prorrumpió en suave risa, y, levantándose del sofá que


constituía su invariable lugar de descanso, cruzó la estancia y golpeó ligeramente
la enmaderada pared—. Si de un monje se trataba, ésta es la entrada que debió
emplear.

La señora Elvery se quedó mirándole boquiabierta.

—¿Qué entrada? —quiso saber.

—Ésta es la puerta del monje —explicó el señor Goodman con cierto


regustillo—. Forma parte del revestimiento original de la pared.

La señora Elvery se caló sus gafas y miró. Reparó entonces en que lo que
había considerado parte del revestimiento de la pared era en realidad una puerta.
La madera de roble estaba alabeada y en algunos sectores carcomida.

—Ésta es la entrada que utilizaban los monjes siguió el señor Goodman. —


Según la leyenda, estaba comunicada con una capilla subterránea que se usaba en
los días de la Reforma. Esta habitación constituía la antesala del refectorio. Por
supuesto, ahora todo está cambiado… Probablemente el viejo pasadizo que
comunicaba con la capilla esté ahora tapiado. Los monjes lo utilizaban para pasar a
la capilla, diariamente y de dos en dos, lo que constituía parte de un ritual
encaminado, según mis suposiciones, a hacerles presente la brevedad de la vida.

Verónica exhaló un hondo suspiro.

—En conjunto, prefiero las charlas de mamá sobre asesinatos.

—Una capilla —repitió la señora Elvery patéticamente—. Eso explicaría lo


del órgano.

Goodman negó con la cabeza.

—Nada explica lo del órgano —replicó—. A manjares ricos, digestión pobre.


—Y añadió para cambiar de tema—: Me dijo usted que ese joven apellidado Fane
iba a venir aquí.

—No lo hará —repuso la señora Elvery enfáticamente—. Es una persona


demasiado interesante. Aquí no admiten sino vejestorios. —Al ver la sonrisa de su
interlocutor, añadió apresuradamente—: Por supuesto, no me refiero a usted, señor
Goodman.

Oyó abrirse la puerta y volvió la cabeza. Era Mary Redmayne.

—Estábamos hablando del señor Fane —informó.

—¿Ah, sí? —repuso Mary con cierta frialdad—. Debe de haber sido una
conversación de lo más deprimente.

La tertulia languideció a partir de entonces. La velada se hizo poco menos


que interminable a los tres huéspedes hasta llegado el momento de darse las
buenas noches y marchar a la cama. Durante todo aquel tiempo, el padre de Mary
había permanecido recluido bajo llave en su estudio. La muchacha esperó hasta
que se hubo marchado el último huésped antes de dirigirse al estudio y llamar al
mismo. Oyó cerrarse el armarito antes de que girase la llave de la puerta.

—Buenas noches, querida —pronunció su padre torpemente.

—Quiero hablar contigo, papá.

Él extendió los brazos con gesto de cansancio.

—Preferiría que lo dejaras para mejor momento. Esta noche tengo los
nervios deshechos.

Ella cerró la puerta tras de sí. Se acercó hasta el lugar donde su progenitor
estaba sentado y descansó una mano sobre su hombro.

—Papá, ¿no podemos marcharnos de este lugar? ¿No puedes venderlo?

Él no alzó la mirada, limitándose a murmurar algo sobre lo monótono que


aquel sitio pudiera resultarle a ella.

—No es más monótono que lo fue el colegio, pero —se estremeció— es


horrible. De este lugar emana un no sé qué perverso.
Él rehuyó la mirada de ella.

—No comprendo…

—Papá, tú sabes que aquí se esconde algo espantoso. No, no; no soy
ninguna neurasténica. Lo oí anoche… ¡Primero el órgano y luego aquel grito! —Se
cubrió el rostro con las manos—. ¡No puedo soportarlo! Vi algo que corría por el
césped… Era una figura negra, terrible. La señora Elvery percibió lo mismo que
yo… ¿Qué es eso?

Redmayne vio cómo su hija se sobresaltaba y palidecía. Estaba escuchando.

—¿Lo oyes? —susurró ella.

—Es el viento —replicó él roncamente—: nada más que el viento.

—¡Escucha!

Incluso Redmayne debió de oír unas desmayadas y graves notas de órgano


que subían y bajaban de volumen.

—¿No oyes nada?

—No oigo nada —repuso él tercamente.

Ella se inclinó hacia el suelo y aprestó el oído.

—¿Oyes? —insistió.

—Un arrastrar de pies sobre losas, y… ¡Dios mío!, ¿qué es eso?

Era el sonido de unos golpes, fuertes y persistentes.

—Hay alguien en la puerta —cuchicheó ella, blanca hasta los labios.

Redmayne abrió un cajón y extrajo algo que deslizó en un bolsillo de su


bata.

—Sube a tu cuarto —dijo.

Atravesó el oscurecido salón, se detuvo para encender una luz y, encendida


ésta, apareció Cotton, procedente del ala de la servidumbre. Estaba completamente
vestido.

—¿Qué es eso? —preguntó Redmayne.

—Alguien está llamando a la puerta, creo. ¿La abro?

El coronel vaciló durante un segundo.

—Sí —dijo por fin.

Cotton apartó la cadena y, tras hacer girar la llave, abrió la puerta de un


tirón. Plantada en el peldaño de la puerta había una figura larguirucha que se
tambaleaba inquietamente.

—Lamento molestarles. —Ferdie Fane, con el abrigo chorreando, entró


haciendo eses. Miró fijamente de uno a otro—. Soy el segundo visitante que tienen
ustedes esta noche.

—¿Qué quiere usted? —inquirió Redmayne.

De un modo extraño e indefinible, la visión de aquel despreciable individuo


le proporcionó cierto alivio.

—Me han echado del León Rojo. —Los vidriosos ojos de Ferdie estaban
clavados en él—. Quiero quedarme aquí.

—Déjale quedarse, papá.

Redmayne se volvió; era la muchacha.

—Por favor, déjale quedarse. Puede dormir en el número siete.

Una lenta sonrisa alboreó en el agraciado rostro del señor Fane.

—Gracias por la invitación, que es aceptada.

Ella lo miró intrigada. La lluvia le había empapado el abrigo, que goteaba


formando charcos. Debía de haber permanecido durante horas expuesto a la
tormenta. ¿Dónde habría estado? Fue curiosamente reservado; se dejó guiar por
Cotton hasta la habitación número siete, que se encontraba en el ala posterior. El
pequeño y coquetón dormitorio de Mary se hallaba encima del salón. Tras
despedirse de su padre, se encerró bajo llave y cerrojo en su cuarto, se desvistió
lentamente y se acostó. Tenía demasiado agitada la mente para poder dormir, y se
puso a dar vueltas en la cama.

Estaba dormitando cuando llegó hasta ella cierto sonido, y se incorporó. El


viento gemía en torno a las esquinas de la casa, y la lluvia tamborileaba a
intervalos contra su ventana; pero no eran estos sonidos los que la habían
despertado. Era un murmullo de voces procedente de la habitación de abajo. Le
pareció oír a Cotton; ¿o era su padre? Ambos tenían el mismo timbre grave.

Entonces percibió un sonido que le congeló la sangre; un demencial


estallido de risa proveniente de la estancia inferior. Durante un segundo
permaneció paralizada. Luego saltó de la cama, se puso al vuelo la bata y bajó a
paso ligero por la escalera. Desde la barandilla distinguió una figura que se
desplazó al vestíbulo.

—¿Quién es ése?

—No sucede nada, Mary.

Era su padre, cuyo dormitorio era contiguo a su estudio, en la planta baja.

—¿Has oído algo, papá?

—Nada… nada —repuso él ásperamente—. Acuéstate.

Pero a Mary Redmayne no le faltaba coraje.

—No voy a acostarme —replicó, y bajó las escaleras—. Había alguien en el


salón. He oído sus voces.

Tenía la mano puesta en la puerta del salón cuando él la asió por un brazo.

—¡Por Dios, Mary, no entres!

Ella se liberó impacientemente de él y abrió de golpe la puerta.

No había luz; la muchacha alcanzó el interruptor y lo accionó. Por un


instante nada vio. Luego…

Tendido en medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre con una


mueca terrorífica en su rostro muerto.

¡Era el remendón, el hombre que se había peleado con Ferdie Fane aquella
mañana, el hombre a quien Fane había amenazado!
Capítulo VIII

El superintendente Hallick vino en auto junto con sus ayudantes y un


fotógrafo. Acompañado por el jefe local de policía, vio el cadáver y lo reconoció al
instante. ¡Connor! Connor el convicto, quien afirmó que seguiría a O’Shea hasta el
fin del mundo. Muerto, con el cuello roto, a la esmerada manera que era la
especialidad de O’Shea.

Uno a uno, Hallick interrogó a los huéspedes y a los criados. Cotton fue
locuaz; recordaba al hombre, pero no tenía la menor idea de cómo entró en el
salón. Las puertas estaban atracadas y con candados, y ninguna de las ventanas
había sido forzada. Goodman era al parecer un durmiente profundo y se alojaba en
el ala más distanciada. La señora Elvery estaba llena de hipótesis y pistas, pero su
información era de lo más deficiente.

—Fane… ¿Quién es Fane? —preguntó Hallick.

Cotton expuso la peculiar situación del señor Fane y la hora de su llegada.

—Lo veré más adelante. Tienen ustedes apuntado otro huésped…

—Volvió las páginas de libro de registro.

—No llega hasta hoy. Es un sacerdote, señor —explicó Cotton.

Hallick escrutó el rostro poco agraciado del mayordomo.

—¿Le he visto yo a usted antes?

—A mí, no, señor. —Cotton estaba perdonablemente agitado.

—¡Hummm…! Está bien. Quiero ver a la señorita Redmayne.

Goodman, que se hallaba en la estancia, avanzó unos pasos.

—Espero que no turbe a la señorita Redmayne, superintendente. Es una


persona extremadamente sensible… Siento hacia ella… bastante aprecio. Si yo
fuera joven… —Sonrió—. Ya ve, hasta los comerciantes de té tienen sus facetas
románticas.

—Y los detectives —repuso Hallick secamente.


Miró al señor Goodman con nuevo interés. Había sorprendido en él un
platonismo que nadie sospechaba. Goodman estaba enamorado de la muchacha y
probablemente había ocultado el hecho a todos los residentes de la casa.

—Supongo que pensará usted que soy un asno sentimental…

Hallick negó con un movimiento de cabeza.

—Estar enamorado no es un delito, señor Goodman —repuso


apaciblemente.

Goodman frunció los labios pensativamente.

—Supongo que no lo es… La imbecilidad no es un delito, desde luego.

Se dirigía hacia la parte por donde vendría Mary, cuando Hallick lo detuvo,
y, obedientemente, el huésped salió cabizbajo por otra puerta.

Mary había estado esperando la llamada, y siguió fríamente al detective


hasta la presencia de Hallick. No lo había visto antes, y quedó agradablemente
sorprendida. Había temido encontrarse con un policía fachendoso y matasiete, y se
vio ante un hombre que rebosaba fortaleza y cordialidad, con un rostro
bondadoso. Estaba hablando con Cotton cuando entró ella, y durante unos
instantes no advirtió su presencia.

—¿Está usted seguro de no tener idea alguna de cómo entró aquí este
hombre anoche?

—Seguro, señor.

—Ninguna ventana fue forzada, y las puertas estaban cerradas con llave y
cerrojo, ¿no es así?

Cotton asintió.

—Yo no le dejé entrar en ningún momento —aseguró.

Los párpados de Hallick se estrecharon.

—Dos veces ha afirmado usted eso. Cuando llegué esta mañana ofreció la
misma declaración. También dijo que cuando pasó ante el cuarto del señor Fane en
su camino de vuelta, lo encontró abierto y vacío.

Cotton asintió.

—También afirmó que el hombre que telefoneó a la policía y dio el nombre


de Cotton no era usted.

—Así es, señor.

Fue entonces cuando el detective reparó en la muchacha e indicó a Cotton


que abandonara la estancia.

—Veamos, señorita Redmayne; usted no vio a este hombre en su vida,


supongo…

—Sólo durante unos momentos.

—¿Lo reconoció?

Ella asintió.

Hallick miró al suelo, meditando.

—¿Dónde duerme usted?

—En la habitación situada encima de ésta.

La muchacha era consciente de que el segundo detective tomaba nota de


cuanto ella decía.

—Tuvo usted que oír algo… Algún sonido de lucha, algún grito… —ella
negó con un gesto—. ¿Sabe usted a qué hora se cometió el asesinato?

—Mi padre dijo que era sobre la una.

—¿Estaba usted acostada? ¿Dónde se encontraba su padre? ¿En algún lugar


próximo a esta habitación?

—No. —Su tono era enfático.

—¿Por qué está usted tan segura? —preguntó él con viveza.


—Porque cuando oí cerrarse la puerta…

—¿Qué puerta? —inquirió rápidamente.

La desconcertó durante un momento.

—Esta puerta. —La muchacha indicó la entrada del salón—. Miré entonces
por encima de la barandilla y vi a mi padre en el pasillo.

—Sí. Salía o entraba de esta habitación. ¿Cómo iba vestido?

—No lo vi —contestó ella desesperadamente—. No había luz en el pasillo.


Ni siquiera estoy segura de que se tratara de su puerta.

Hallick sonrió.

—No se ponga nerviosa, señorita Redmayne. Este hombre, Connor, era un


conocido ladrón: es perfectamente posible que su padre lo hubiera agarrado y lo
hubiera matado accidentalmente. Quiero decir que tales cosas pueden suceder.

Mary movió negativamente la cabeza.

—¿No cree usted que fue eso lo sucedido? ¿No piensa que se asustó al ver
que el otro estaba muerto, lo que le motivó a negar todo conocimiento del hecho?

—No.

—¿No oyó usted anoche ningún sonido de naturaleza terrorífica o


alarmante?

Ella no respondió.

—¿Ha visto usted alguna vez algo especialmente anormal en Monkshall?

—Fue todo imaginación mía —repuso ella en voz baja—; pero una vez me
pareció ver una figura en el césped… una figura con la indumentaria de un monje.

—¿Un fantasma, de hecho? —sonrió él, y la muchacha asintió.

—Comprenda, soy muy nerviosa. Imagino cosas. A veces, estando en mi


habitación, he oído ruido de pisadas proveniente de aquí… y el sonido de un
órgano.

—¿Parecía claro el sonido?

—Sí. Es que el techo no es muy grueso.

—Comprendo —dijo él secamente—. ¿Y, sin embargo, no oyó lucha alguna


anoche? Vamos, vamos, señorita Redmayne, trate de hacer memoria.

Ella estaba asustada.

—No recuerdo nada… No oí nada.

—¿Nada en absoluto? —Él era suavemente insistente—. Me refiero a que el


hombre debió de producir un terrible ruido al caer. La hubiera despertado si
estaba dormida… y no lo estaba. Vamos, señorita Redmayne. Creo que está usted
haciendo un misterio de donde no lo hay. Estaba usted atrozmente asustada por
ese monje que vio, o que creyó ver, y tenía destrozados los nervios. Percibió un
sonido y abrió la puerta, y la voz de su padre dijo «Nada sucede» o algo así. ¿No
fue eso lo sucedido?

Hallick era tan amable que ella mordió el anzuelo.

—Sí.

—Él estaba en bata, supongo… ¿Preparado para acostarse?

—Sí.

Él asintió.

—Hace un momento me decía usted que no le vio… ¡que no había luz en el


pasillo!

Ella se levantó de un salto y se enfrentó a él.

—Está usted intentando que me contradiga. No voy a responderle más


preguntas. No oí nada, no vi nada. Mi padre no estuvo en esta habitación. No era
su voz…

—¡Era mi voz!
Hallick se volvió prestamente. Un individuo sonriente permanecía en el
umbral.

—¿Qué tal se encuentra? Me llamo Fane… Ferdie Fane. ¿Qué tal va el nuevo
difunto?

—Fane, ¿eh? —Hallick miró con interés al larguirucho.

—Mi voz, le digo.

—Comprendido.

Entonces el detective obró con inexplicable arbitrariedad. Dejando de lado el


interrogatorio, hizo una seña a su ayudante y ambos salieron juntos del salón.

Mary miró de hito en hito al nuevo pupilo.

—No era la voz de usted —reprochó—. ¿Por qué ha dicho que lo era? ¿No
se da cuenta de que están sospechando de todo el mundo? ¿Está usted loco? Van a
pensar que usted y yo estamos en colusión.

Fane irradió una sonrisa hacia ella.

—Colusión es una palabra con clase. Puedo pronunciarla con toda claridad,
pero es una palabra de alcurnia.

Ella fue hasta la ventana y miró al exterior. Hallick y su ayudante


dialogaban gravemente en el césped, y el corazón le dio un vuelco.

Fane se estaba sirviendo un whisky cuando ella volvió junto a él.

—Van a regresar pronto, y entonces, ¿qué preguntas me harán? ¡Oh, me


gustaría que fuese usted alguien con quien poder conversar, alguien a quien poder
pedir ayuda! Es tan deprimente ver a un títere dominado por el alcohol…

—Deje de aplicarme calificativos —reprendió él severamente—. Debería


avergonzarse de sí misma. Converse abiertamente conmigo.

¡Si ella pudiera eso tan sólo!

Fue Cotton quien interrumpió la confidencia de la muchacha. Vino del


modo cauteloso y furtivo que le caracterizaba.

—Ha llegado el nuevo huésped, señorita. El pastor —informó, y se apartó


para permitir al recién llegado entrar en el salón.

Era un clérigo escaso de carnes y avanzado de edad, canoso y con gafas. Su


actitud era cordial, un tanto untuosa quizás, como de quien prodiga su amistad.

—¿Tengo el placer de hablar con la querida señorita Redmayne? Soy el


reverendo Ernest Partridge. He tenido que venir andando. Pensé que sería recibido
en la estación.

Le ofreció una lánguida mano.

Lo último que ella anhelaba en el mundo era ser distraída por un nuevo
huésped.

—Lo lamento en el alma, señor Partridge. Estamos todos muy decaídos esta
mañana. Cotton, lleva la maleta al número tres.

El señor Partridge sintió un leve sobresalto.

—¿Decaídos? Confío en que ningún contratiempo haya empañado la


perfecta belleza de este idílico lugar…

—Mi padre se lo explicará todo… Le presento al señor Fane.

Tuvo que forzarse a sí misma para realizar tan común acto de cortesía.

En ese momento entró Hallick apresuradamente.

—¿Tiene usted actores en el parque, señorita Redmayne? —preguntó el


superintendente vivamente.

—¿Actores? —Lo miró fijamente.

—Alguien disfrazado. —El detective estaba impaciente—. Actores


cinematográficos. Vienen a estos lugares históricos. Mi subordinado dice que acaba
de ver a un hombre vestido con un hábito negro salir de la tumba del monje. Lleva
un rifle en la mano. ¡Santo Dios, allí está!
Señaló a través de la ventana, y en ese momento Mary sintió un par de
fuertes brazos cerrados en torno a ella, y giró en redondo. Era Fane quien la
agarraba, y ella luchó, muda de indignación. Entonces…

¡Bang!

La seca detonación de un rifle, y una bala pasó silbando junto a ella e hizo
añicos el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. Tan cerca pasó, que ella
creyó al principio haber sido rozada, y en ese fraccionado espacio de tiempo
comprendió que únicamente gracias al abrazo de Ferdie Fane había salvado la
vida.
Capítulo IX

Hallick, tras una minuciosa batida de los terrenos circundantes que no


produjo otro incidió que un cartucho gastado, se marchó a la ciudad, dejando
como vigilante al sargento Dobie.

Mary nunca recordaría con nitidez cómo llegó a su fin aquel funesto día. La
presencia del funcionario de Scotland Yard en la casa le procuraba cierta confianza,
si bien parecía irritar a su padre. Afortunadamente, el detective se mantenía en
segundo plano.

Las dos únicas personas que no parecían afectadas por la tragedia aquella
mañana eran el señor Fane y el clérigo. Era éste persona locuaz, surtida con toda
clase de insignificantes anécdotas; y la señora Elvery encontró en él una fascinante
fuente de solaz.

A Mary le desconcertaba Ferdie Fane. Había en él muchos factores que le


agradaban, y de no ser por su abominable afición a la bebida hubiera cabido la
posibilidad de que le hubiera agradado aún más… Cuánto más, era algo que no se
atrevía admitir ante sí misma. Sólo él parecía no sentirse turbado por aquel disparo
que tan de cerca había amenazado la vida de ambos.

Por la tarde sostuvo un breve diálogo con él y lo encontró singularmente


coherente.

—¿Dispararon contra mí? ¡Por todos los diablos! —se mofó—. Debió de
tratarse de un disidente. Los clérigos de alta iglesia tenemos toda suerte de
enemigos.

—¿Ah, sí? —preguntó ella calmosamente, y había una extraña mirada en los
ojos de él cuando contestó:

—Es posible. Hay un montón de personas que quieren acabar conmigo a


causa de mis pasadas fechorías.

—La señora Elvery dijo que iban a enviar a Bradley.

—¡Bradley! —despectivamente—. ¡El cero a la izquierda de Scotland Yard!


—Y entonces, cual pudiendo leer los pensamientos de ella, inquirió vivamente—:
¿Dijo esa interesante y vieja dama alguna cosa más?
Iban caminando por la larga avenida de olmos que se prolongaba hasta las
verjas principales del parque. Dos días antes ella habría huido de él, pero ahora
encontraba su compañía curiosamente confortante. No alcanzaba a comprenderse
a sí misma; le era asimismo difícil reencontrar un sentido a su antigua aversión.
Comentó:

—La señora Elvery es criminóloga. —Sonrió enigmáticamente, si bien jamás


en su vida había sentido menos disposición a sonreír—. Guarda recortes de
cuantos sucesos horribles han tenido lugar durante los últimos años, y afirma estar
segura de que ese pobre Connor estuvo implicado en un robo de oro ocurrido
durante la guerra. Dice que hubo un tal O’Shea relacionado con el caso…

—¿O’Shea? —preguntó vivamente Fane y ella vio cambiársele el rostro—.


¿Qué diablos tienen que decir de O’Shea? Más le valdría tener cuidado… Le pido
perdón. —Volvió a ser todo sonrisas.

—¿Ha oído usted hablar de él?

—Un pequeño rumor —respondió él casi desenfadadamente—. Dígame qué


dijo la señora Elvery.

—Dijo que desapareció mucho oro y que lo enterraron en algún sitio: según
su teoría, en Monkshall o en el parque; piensa que Connor andaba tras del mismo,
y que convenció a Cotton, el mayordomo, para que le dejase entrar, siendo así
como se explica el que se encontrara en el interior de la casa. Oí cómo le refería
todo esto al señor Partridge. Yo no le caigo lo suficientemente bien como para que
me lo hubiera contado a mí directamente.

Pasearon en silencio durante un rato.

—¿Le gusta a usted… Partridge, quiero decir? —preguntó Ferdie.

Ella lo encontraba muy agradable.

—Lo que significa que le aburre —rió él suavemente entre dientes—. ¿Por
qué no se va usted a la ciudad?

Ella se detuvo en seco y lo atravesó con la mirada.

—¿Dejar Monkshall? ¿Por qué?


Él la miró firmemente.

—No encuentro Monkshall muy saludable; de hecho, es un tanto peligroso.

—¿Para mí? —preguntó ella incrédulamente, y él asintió.

—Para usted, a pesar de que haya en Monkshall personas que la idolatran,


personas que probablemente arriesgarían su vida para protegerla.

—¿Se refiere a mi padre? —Ella trató de vadear lo que fácilmente podía


desembocar en una conversación embarazosa.

—Me refiero a dos personas; por ejemplo, al señor Goodman.

Al principio ella se sintió inclinada a la ira, mas luego se echó a reír.

—¡Qué absurdo! El señor Goodman es lo bastante viejo como para poder ser
mi padre.

—Y lo bastante joven como para amarla —replicó Fane pausadamente—.


Ese caballero de edad avanzada se siente auténticamente atraído por usted,
señorita Redmayne. Hay otro cuya edad no es tan avanzada y que se siente
igualmente atraído por usted…

—¿En sus momentos sobrios? —desafió ella.

Entonces creyó Mary oportuno recordar una cita que tenía en la casa. Él no
intentó detenerla. Volvieron sus pasos hacia Monkshall algo más rápidamente.

El superintendente Hallick regresó a Londres sumamente intrigado, si bien


su desconcierto no era tan desesperado como sus subordinados inmediatos
pensaban. Estaba convencido de que tras él misterio de Monkshall se escondía otro
misterio más concreto: el de O’Shea.

Cuando llegó a su despacho llamó por medio de un timbre a su secretario, y


cuando éste se presentó le pidió:

—¿Podría conseguirme el expediente del robo O’Shea? Y todos cuantos


datos se relacionen con este nombre.

No era la primera vez que hacía la última petición, careciendo la respuesta


prácticamente de valor, pero la Oficina de Registro y Archivo Criminal de Scotland
Yard tenía una rara habilidad para incrementar día a día sus datos a partir de
fuentes inesperadas. Las sórdidas historias que se compilaban en aquella oficina de
aspecto comercial tocaban las más diversas facetas de la vida; la sección política
encargada de los terroristas extranjeros había sacado una vez a la luz la mayor
intriga de los tiempos modernos a partir de un comentario casual hecho por una
anciana arrestada por mendicidad.

Cuando el oficinista se hubo ido, Hallick abrió su libreta y apuntó los


escasos hechos que había compilado. Indudablemente el disparo había sido
efectuado desde las ruinas, que según descubrió correspondían a una antigua
capilla que ahora se hallaba cubierta de hiedra y estaba casi escondida por
robustos castaños. Cómo había escapado al asesino era un misterio. No descartaba
la posibilidad de que alguna de las cariadas losas ocultas entre los espinos cervales
y las oxicantas pudiera tapar la entrada a un pasaje subterráneo.

Ofreció esta solución a uno de los inspectores que se pasaron por el


despacho con afán de cotilleo. Era el famoso inspector Elk, taciturno y escéptico.

—¡Pasajes subterráneos! —se mofó Elk—. El último recurso, o resorte (no


estoy seguro), del novelista. ¡Pasajes subterráneos y paneles secretos! ¡Nunca doy
con una novela que no esté plagada de ellos!

—No descarto la posibilidad —replicó Hallick con calma—. Monkshall es


uno de los edificios habitados más antiguos de Inglaterra. Lo averigüé en la
biblioteca. Floreció ya en tiempos de Isabel…

Elk emitió un gruñido.

—¡Dichosa mujer! ¡No hay nada que no tuviéramos ya en sus tiempos!

El inspector Elk tenía un franco motivo de agravio contra la reina Isabel;


durante años había pretendido superar cierta prueba cultural de promoción, pero
había sido siempre la época de la Reina Virgen, con los numerosos e irrecordables
incidentes que desde su punto de vista, desfiguraban su reinado, lo que le había
acarreado la ruina.

—¡De ella no me extrañaría que hubiera recurrido a paneles secretos y pasos


subterráneos!

Entonces un pensamiento se adueñó de Hallick.


—Siéntese, Elk. Quiero hacerle una pregunta.

—Si es de historia puede ahorrarse la molestia. No sé nada de esa mujer,


excepto que de virgen tenía muy poco. ¿Quién sería el autor de esa denominación
idiota de Reina Virgen?

—¿Sabe usted algo de O’Shea?

Elk lo miró con fijeza.

—O’Shea… ¿El ladrón de bancos? No, no sé nada prácticamente. Está en


América, ¿no?

—Estoy seguro de que está en Inglaterra —repuso Hallick, y el otro movió


negativamente la cabeza.

—Lo dudo. —Tras momentánea meditación añadió—: No hay razón alguna


para que esté en Inglaterra. Me baso únicamente en el hecho de que ha estado muy
inactivo durante todos estos años, y aunque es cierto que, con el dinero que
obtuvo, bien ha podido permitirse el lujo de permanecer inactivo, no olvidemos
que la conducta de los delincuentes profesionales se rige por parámetros distintos
a los del ciudadano medio. Por ejemplo, lo primero que hacen muchos ladrones
cuando consiguen dinero es dilapidarlo en casas de juego, y considerando que
O’Shea es un demente…

—¿Cómo sabe usted eso? —interrumpió Hallick con aspereza.

Antes de responder, Elk sacó de un bolsillo un exfoliado cigarro y lo


encendió.

—O’Shea está loco —afirmó recalcando las sílabas—. Es uno de los hechos
indisputables.

—Hecho del que yo nada sabía hasta que entrevisté al amigo Connor en la
cárcel, y no recuerdo haberlo reflejado por escrito. ¿Cómo ha llegado a
conocimiento de usted?

La explicación de Elk resultó una novedad para su superior.

—Intervine en el caso hace unos años. Nunca conseguimos capturar a


O’Shea, y el único particular que sobre él obtuvimos fue un fragmento de su
escritura. Estoy hablando de los tiempos anteriores al robo del oro, cuando usted
aún no había tomado parte en el caso. Yo era entonces un simple agente detective,
y, si bien no logré hacerme con su fotografía ni con sus impresiones digitales, sí
hice descubrimientos sobre su familia. Su padre murió en un manicomio, su
hermana se suicidó, su abuelo fue un homicida que murió mientras esperaba su
juicio por asesinato. Con frecuencia me he preguntado por qué alguno de esos
escritores tan listos no escriben la historia de la familia.

Aquello era nuevo, por supuesto, para John Hallick, pero concordaba con la
información que Connor le había proporcionado.

El secretario regresó en aquel momento con un formidable expediente y una


delgada carpeta. El contenido de la última mostró al inspector que nada nuevo
había sido añadido a los esquemáticos datos que anteriormente había leído sobre
O’Shea. Elk le observaba con curiosidad.

—¿Está refrescando la mente en lo relacionado con el robo del oro? No se le


haga la boca agua pensando que todos esos soberanos de oro están escondidos en
algún sitio. Es una pena que Bradley no esté trabajando en este asunto. Conoce el
caso como yo conozco la palmas de mis manos, y si piensa usted que este asesinato
tiene algo que ver con O’Shea, yo en su lugar le telegrafiaría pidiéndole que
viniese.

Hallick estaba volviendo lentamente las páginas de los folios


mecanografiados. Elk prosiguió:

—Por lo que a Connor concierne, simplemente recibió lo que se andaba


buscando. Durante su encarcelamiento se quejó mucho de haber sufrido traición,
pero lo cierto es que tanto él como Soapy Marks han traicionado a más compinches
que ningún otro hombre de los registrados en los archivos. Casualmente conozco a
ambos. Estaban perfectamente dispuestos a delatar a O’Shea justamente antes del
robo del oro. ¿Dónde está Soapy?

Hallick sacudió la cabeza y cerró la carpeta.

—No lo sé. Desearía que extendiera usted por las divisiones una circular
indicando que me gustaría ver a Soapy Marks, que suele parar por Hammersmith.
Me gustaría decirle unas palabras de aviso.

Elk hizo una mueca.


—Soapy no necesita consejos —dijo—. Sabe demasiado. Es tan listo que un
día de éstos nos lo encontraremos en Oxford o en Cambridge. Personalmente —
rumió reflexivamente—, prefiero a los delincuentes listos. Apenas requieren ser
capturados. Se autocapturan.

—No me preocupa el que pueda autocapturarse —replicó Hallick—. Pero


me produce cierta ansiedad la posibilidad de que O’Shea lo capture primero, lo
que no rebasa, ni mucho menos, los límites de lo probable.

Y aquí había hablado proféticamente.

Telefoneó a Monkshall, pero el sargento Dobie, que había quedado como


vigilante, carecía de novedades.

—¿Se ha marchado esa tal señora Elvery? —preguntó Hallick.

—¡Quiá! Ésa se queda hasta el último minuto. Es un auténtico sabueso. Y


ese Fane vuelve a estar borracho.

—¿Está alguna vez sobrio?

No le preocupaban las borracheras de Fane, pero encontraba interesante la


noticia de que la vida en Monkshall, pese a la tragedia y al inquietante incidente de
la mañana, transcurriera por sus cauces normales. A lo largo del día habían venido
varios periodistas, quienes habían intentado entrevistar al coronel.

—Pero logré ahuyentarlos. La hipótesis general aquí es que Connor estaba


acompañado de un segundo individuo, que se apoderaron del dinero y que
riñeron a causa de éste. El otro tipo mató a Connor y se largó con el botín…
Cuando digo «la idea general» —añadió Dobie cuidadosamente— me refiero en
realidad a mi propia idea. ¿Qué piensa usted de ella, señor?

—Que es una basura —repuso Hallick, y colgó el auricular.


Capítulo X

Toda la maquinaria de Scotland Yard estaba en funcionamiento. Se habían


practicado pesquisas en todas las direcciones, y ni siquiera la señora Elvery y su
hija habían sido pasadas por alto. A la medianoche, Hallick conocía la historia
privada, hasta donde fue posible indagar, de cada uno de los residentes de
Monkshall.

La señora Elvery era persona bastante acomodada, y, desde que la muerte


de su esposo la había librado de vivir en una lúgubre casa de Devonshire, carecía
de domicilio fijo. Era relativamente rica, y formaba parte de la misteriosa pléyade
de mujeres de edad mediana que deambulan de hotel en hotel y viven frugalmente
en zonas de moda durante las temporadas turísticas. Se las encuentra en el Lido en
agosto, en Deauville en julio y en la Riviera o en Egipto durante el invierno.

El señor Goodman era socio comanditario de una antigua y no demasiado


próspera firma de importadores de té. Probablemente, a juicio de Hallick, los
buenos tiempos del negocio expiraron ya antes de que Goodman efectuara su
parcial retirada del mismo.

Cotton, el mayordomo, era quien tenía los antecedentes menos dignos. Lo


habían despedido de tres empleos bajo sospecha de hurto, pero ninguna condena
pudo serle impuesta. (Hallick anotó en su libreta: «Encontrar algún modo de
obtener las impresiones digitales de Cotton»). En todos los casos había estado
empleado en casas de huéspedes en las que habían desaparecido pequeños
artículos de joyería en circunstancias tales que sugerían que no era enteramente
ignorante de las causas de las desapariciones.

El historial del coronel Redmayne ocupaba un folio. Había sido un


indigente oficial del Personal Médico Auxiliar, había sufrido consejo de guerra
durante la semana anterior al armisticio, por causa de embriaguez, resultando
severamente reprendido. Por algún milagro, le habían adjudicado un puesto de
alta responsabilidad en una sociedad benéfica militar. La desaparición de fondos
había dado lugar a una investigación; se había hablado de un posible
procesamiento, y se había consultado efectivamente a Scotland Yard, pero
surgieron reparos contra tal encausamiento, dada la ausencia de otras pruebas
acusatorias que las de negligencia culpable. El dinero desaparecido fue restituido y
se echó tierra al asunto. No se supo más de él hasta que adquirió Monkshall.

La información relativa a la carrera militar de Redmayne era una novedad


para Hallick.

—Conque medico, ¿eh?

Elk asintió. Era él quien se había encargado de recopilar la información.

—Se incorporó al comienzo de la guerra y obtuvo su graduación hacia el


final —explicó—. Es divertido cómo estos pájaros se agarran a su titulación militar.
Yo me hubiera conformado con la de médico.

—¿Estuvo alguna vez en el ejército ordinario?

Elk negó con la cabeza.

—Hasta donde alcanzan mis averiguaciones, no. A causa del conflicto en


que se metió al término de la guerra no se le ofreció una graduación permanente.

Hallick pasó el resto de la velada estudiando un gran plano de Monkshall y


sus terrenos circundantes, así como otro plano, aún mayor, de la habitación donde
había encontrado a Connor. Había un hecho seguro: Connor no había forzado su
entrada. Ésta, pues, debía de habérsela franqueado alguien. ¿Quién? No
Redmayne, y desde luego tampoco su hija. ¿Un criado? El único sirviente era
Cotton. La casa era prácticamente imposible de allanar sin asistencia interior; había
alarmas en todas las ventanas y había visto controles eléctricos en las puertas.
Monkshall estaba casi preparada para resistir un asedio. Además, parecía como si
el coronel Redmayne esperara tarde o temprano la visita de un ladrón.

Hallick se acostó muy cansado aquella noche, con grandes esperanzas de


recibir una llamada, pero nada sucedió. Telefoneó a Monkshall antes de dejar su
casa, y Dobie comunicó: «Todo marcha bien». No se había acostado en toda la
noche, y nada inquietante había sucedido. No se percibieron sonidos ni visiones
del fantasmal visitante.

—¡Fantasmas! —se mofó Hallick—. ¿Esperaba usted ver alguno?

—Bueno —dijo la medio apologética voz de Dobie—, la verdad es que estoy


comenzando a creer que hay aquí algo que no es del todo natural.

—No hay en sitio alguno nada que no sea natural, sargento —gruñó Hallick.

Estaba también encargado de otro caso, y pasó dos infructíferas horas


interrogando a una criada particularmente estúpida acerca de la misteriosa
desaparición de una gran cantidad de joyería. Era cerca del mediodía cuando
regresó a su oficina, y su secretario le saludó con una inesperada información.

—El señor Goodman le está aguardando, señor. Lo llevé a la sala de espera.

—¿Goodman? —Hallick frunció el ceño. De momento no lograba recordar el


nombre—. ¡Ah, sí! ¿De Monkshall? ¿Qué quiere?

—Dice que le gustaría verle. Se ha mostrado muy deseoso de esperar.

—Tráigalo.

El señor Goodman entró en el pulcro despacho con aire muy apocado e


inseguro.

—Temía que se negara usted a recibirme a causa de lo ocupado que se


encuentra, inspector —comenzó, colocando cuidadosamente a un lado su
sombrero y su paraguas—: pero, como tuve que resolver un asunto en la ciudad,
decidí pasar a verle.

—Me alegro grandemente de verle, señor Goodman.

Hallick le acercó una silla.

—¿Viene a exponer sus teorías?

Goodman sonrió.

—Creo que ya le dije que carezco de teorías. Estoy muy preocupado por la
señorita Redmayne, sin embargo. —Dudó—. Usted la interrogó severamente. Ella
se afligió a causa de ello. —Se detuvo algo desazonado, pero Hallick no le ayudó
—. Creo haberle confesado que siento… gran afecto hacia Mary Redmayne. Haría
cualquier cosa por aclarar este caso, y hay un hecho del que estoy seguro: su padre
no tiene nada que ver con este terrible asunto.

—Nunca he dicho lo contrario —interrumpió Hallick.

El señor Goodman asintió.

—Ya me he dado cuenta. Pero no soy tan simple como quizá pueda
parecerlo; sé que está bajo sospecha, y, de hecho, supongo que todos los de la casa,
incluido yo, deben necesariamente estar en situación similar.

Otra vez esperó, y otra vez Hallick guardó un deliberado silencio. Se


preguntaba qué vendría a continuación.

—Soy un hombre bastante rico —continuó Goodman por fin. Producía la


impresión de requerir un desesperado esfuerzo por su parte el poner su
proposición en palabras—. Y muy gustosamente gastaría una elevada suma, no
necesariamente en ayudar a la policía, sino en salvar a Redmayne de toda
sospecha. No entiendo los métodos de Scotland Yard y siento que no es necesario
que le diga esto —sonrió—. Probablemente estoy exponiendo mi ignorancia con
cada palabra que pronuncio. Pero a lo que he venido es a consultarle esto: ¿me
sería posible emplear a un detective de Scotland Yard?

Hallick sacudió negativamente la cabeza.

—Si se refiere usted a emplearlo del mismo modo que se emplea a un


detective particular… no.

Goodman bajó el rostro.

—Es una pena. Había oído tantas veces a la señora Elvery (una mujer muy
habladora y cargante, pero con extraordinario conocimiento de… la criminalidad)
que hay en Scotland Yard un caballero que me resultaría de gran ayuda: el
inspector Bradley.

Hallick se echó a reír.

—El inspector Bradley está en estos momentos en el extranjero.

—¡Oh! —repuso el señor Goodman, abatiéndose—. Es una gran pena. La


señora Elvery dice…

—Me temo que esa señora dice muchas cosas no demasiado útiles —replicó
Hallick de buen talante—. No, señor Goodman, no es posible complacerle. Me
temo que tendrá que dejar el asunto en nuestras manos. No creo que con ello
pierda nada. No tenemos más deseo que el de descubrir la verdad. Estamos tan
ansiosos de descartar a cualquier persona de la que se sospeche injustamente como
de acusar a cualquiera que caiga bajo sospecha y que justifique ésta.
Aquello debiera haber zanjado la cuestión, pero el señor Goodman continuó
en su asiento, pareciendo muy embarazado.

—Es una gran lástima —dijo por fin—. ¿El señor Bradley está en el
extranjero? Así que ni siquiera seré capaz de satisfacer mi curiosidad. Comprenda,
señor Hallick; la dama en cuestión hablaba con tal ahínco de este superhombre…
Supongo que será muy sagaz…

—Mucho. Uno de los hombres más competentes que hemos tenido en el


Yard.

—¡Ah! —Goodman asintió—. Eso me desazona aún más. Me hubiera


gustado ver al menos cómo es. Cuando se oye hablar mucho de una persona…

Hallick lo miró durante un segundo; luego, volviendo la espalda al


visitante, exploró la pared, en la que colgaban, enmarcadas, tres fotografías de
sendos grupos de personas. Descolgó una de ellas y la depositó sobre la mesa.
Mostraba un grupo convencional de unos treinta hombres, en pie y sentados,
repartidos en tres filas. Al fondo se leía: «Personal de la Comisaría Central».

—Puedo satisfacer su curiosidad —dijo—. El cuarto hombre a la izquierda


del comisario (que está sentado en el centro) es el inspector Bradley.

El señor Goodman se ajustó las gafas y miró. Vio a un hombre grande, de


tez subida, de facciones duras y complexión fuerte. La última persona del grupo
que él habría elegido.

—Ése es Bradley; no tiene aspecto muy amigable, ¿verdad? —sonrió Hallick


—. Es el máximo quisquilla de este departamento.

Goodman contempló la fotografía con bastante nerviosismo, y luego sonrió.

—Ha sido usted muy amable, señor Hallick. No parece detective, pero en
realidad ningún detective lo parece. Eso es lo peculiar de ellos. Parecen más bien…
hum…

—Gente del montón, ¿eh? —A Hallick le chispeaban los ojos—. Y lo son.

Colgó la fotografía.

—No se preocupe por la señorita Redmayne, y, ¡por Dios!, no piense que el


emplear a un detective, privado o público, en favor de esa señorita podría reportar
el menor beneficio a ella o a su padre. Los inocentes no tienen nada que temer. Los
culpables, mucho. Conoce usted al coronel Redmayne desde hace largo tiempo,
¿verdad?

—De toda la vida.

—¿Conoce su pasado?

El veterano comerciante de té vaciló.

—Sí, creo conocerlo —respondió pausadamente—. Hubo un par de


incidentes algo deshonrosos, ¿verdad? Me lo dijo él mismo. Bebe bastante más de
la cuenta, desgraciadamente. Creo que bebía aún más en la época de esos
lamentables incidentes.

Cogió su sombrero y su paraguas, sacó maquinalmente su pipa, la miró,


frotó la cazoleta y la volvió apresuradamente al bolsillo.

—Puede usted fumar, señor Goodman; no vamos a ahorcarlo por ello —


bromeó Hallick.

Acompañó a su visitante a lo largo del extenso pasillo y escaleras abajo,


hasta el vestíbulo principal, y lo miró salir del edificio. Esperaba y creía haber
conseguido que Goodman se sintiera algo más feliz, y esta esperanza no carecía de
fundamento.
Capítulo XI

Eran las cuatro cuando Goodman llegó al apeadero, que distaba unos seis
kilómetros de Monkshall, y, declinando el ofrecimiento del solitario calesero,
emprendió el camino hacia el pueblo. Había recorrido como un kilómetro y medio
cuando oyó el zumbido de un coche a sus espaldas. No se molestó en volver la
cabeza, y se sorprendió cuando oyó que el vehículo aflojaba la marcha y una voz le
llamaba. Era Ferdie Fane quien se sentaba al volante.

—Suba, hermano. ¿Por qué gastar las suelas de sus zapatos teniendo
disponibles neumáticos ajenos?

Tenía el rostro encendido y los ojos le relucían detrás de las gafas de concha.
El señor Goodman temió lo peor.

—No, no; gracias. Prefiero hacer ejercicio.

—¡Bobadas! Venga, móntese. Conduzco mejor cuando estoy «ajumado»,


pero ahora no lo estoy.

De muy mala gana, el comerciante de té trepó junto al conductor, que dijo:

—Iré muy despacio. No hay nada que temer.

—¿Cree que tengo miedo? —preguntó el señor Goodman con cierta


aspereza.

—Estoy seguro —repuso el otro alegremente—. ¿Dónde ha pasado este


estupendo día?

—Fui a Londres.

—Lugar interesante para visitar, pero terriblemente incómodo para vivir.

Cumpliendo su palabra, Fane conducía con notable cuidado, para alivio del
señor Goodman.

Le intrigaba dónde había obtenido Ferdie el auto, y aventuró la pregunta.

—Se lo he alquilado a un bandido del pueblo. ¿Sabe usted conducir?


El señor Goodman negó con la cabeza.

—Es un camino fácil para los coches, pero venenosamente intransitable para
un camión, especialmente un camión que transporte una carga pesada. ¿Conoce la
Colina de la Alondra?

El señor Goodman asintió.

—Un camión se atascó en ella. Supongo que seguirá todavía allí, pese a que
el terreno está tan seco como mi garganta. Sólo Dios sabe lo costoso que debe de
ser subir por esa colina con un vehículo pesado durante una noche húmeda y
resbaladiza. Apuesto a que esa colina ha roto más corazones que ninguna otra del
país.

Siguió hablando al tuntún con voz cavernosa hasta que alcanzaron la base
de la empinada colina donde el pesado camión permanecía inconsolado a un lado
del camino.

—Ahí está —dijo Ferdie con la satisfacción de quien es responsable—. Debe


de costar lo suyo el hacerlo llegar a la cima, ¿eh? Sólo un superconductor podría
haberlo hecho llegar hasta allí. Sólo un hombre con cerebro e imaginación podría
haber manejado con éxito ese vehículo.

Goodman sonrió, expresando:

—No sabía que hubiera supercerebros entre los conductores. Pero supongo
que todo oficio, por humilde que sea, tiene su Napoleón.

—¡Ya lo creo! —dijo Ferdie.

Condujo el auto por la larga cuesta que terminaba en Monkshall. Acabado el


trayecto, dio una propina al operario que se ofreció a llevar el vehículo al garaje, y
desapareció en el interior de la casa.

Goodman miró en torno. A pesar de su edad gozaba de una vista excelente,


y advirtió la delgada figura que caminaba al otro lado de las ruinas. Tras entregar
su paraguas a Cotton, caminó hasta Mary. Ella, al reconocerlo, se volvió para
saludarlo. Su padre estaba en el estudio y ella volvía de comprar té. La encontró
algo más ojerosa y pálida de lo usual.

—¿No ha sucedido nada hoy? —preguntó él vivamente.


Ella negó con un gesto.

—Nada, señor Goodman. Estoy temiendo la noche.

Él la palmeó suavemente en el hombro.

—Mary, debería alejarse de todo esto. Hablaré con el coronel.

—No lo haga, por favor —se apresuró a decir ella—. Mi padre no quiere que
me marche. Tengo los nervios a punto de estallar.

—¿Ha estado ese joven…?

—No, no. ¿Se refiere al señor Fane? Se porta muy correctamente. Hoy sólo
lo he visto durante unos minutos. Está fuera, practicando con un automóvil. Me
pidió… —Se detuvo.

—¿Que fuera con él? ¡Ese joven no tiene precisamente problemas de


timidez!

—Fue muy amable —replicó ella al punto—. La única objeción es que yo no


sentía ganas de coche. Pensé que era él quien acababa de regresar, pero supongo
que ha sido usted quien ha venido en el coche.

Goodman explicó las circunstancias de su encuentro con Ferdie Fane. Ella


sonrió por primera vez aquel día.

—Él es… bastante extraño —comentó—. A veces es bastante sensato y


agradable. Cotton lo aborrece por uno u otro motivo. Me ha dicho hoy que, si no se
marcha el señor Fane, lo hará él.

El señor Goodman sonrió.

—Cuantas personas la rodean parecen problemáticas; excepto yo… ¡Oh!,


soy injusto con el nuevo huésped. ¿Cómo se llama? ¿Señor Partridge? Espero que
se esté portando bien.

Ella sonrió débilmente.

—Sí, es de lo más encantador. No recuerdo haberlo visto hoy —añadió


descuidadamente.
—Puede verlo ahora. —El señor Goodman hizo un gesto en dirección al área
de césped.

La flaca y negra figura del señor Partridge no era fácilmente discernible


contra el oscuro fondo del follaje. Caminaba a un lado y a otro, leyendo un libro;
pero evidentemente sus ojos y su atención no estaban enteramente pendientes de
la literatura que estudiaba, pues cerró el libro y se dirigió hacia ellos.

—Un lugar delicioso, querida señorita Redmayne —dijo—. ¡Realmente


encantador! Un poco de cielo sobre la tierra, si puedo utilizar una expresión
sagrada para describir bellezas terrenales.

A plena luz del día, sin el suave efecto de las cortinas, su cara distaba de
resultar agradable, pensó ella. Era un rostro duro, anguloso, ajado. Los oscuros
ojos que la examinaban no constituían su rasgo menos desapacible. Su voz era
cálida, tanto que empalagaba. Instintivamente, a ella le desagradó el hombre la
primera vez que habló con él; su subsiguiente impresión no contribuyó a desterrar
el prejuicio.

—Le vi venir. El señor Fane le traía en su coche. —Había un suave reproche


en su tono—. Curioso joven, ese señor Fane… Entregado, me temo, a la
desordenada consumición de brebajes alcohólicos. «Oh, —como dijo el profeta—,
¡que un hombre se introduzca por la boca un enemigo que le arrebate la
inteligencia!».

—Puedo testimoniar —interrumpió el señor Goodman con firmeza— que el


señor Fane se encuentra perfectamente sobrio. Me trajo en su coche con el mayor
cuidado y destreza. Creo que es un joven muy emotivo, y es muy posible que se le
haga una injusticia a causa de sus peculiares amaneramientos.

El pastor anglicano sorbió por la nariz. Era evidente que no tenía en gran
estima a Fane, sobre cuyas virtudes se hacía pocas ilusiones. Sin embargo, no pudo
encontrar falta alguna en Ferdie, que entró en el salón poco después de servirse la
cena, y se hubiera sentado solo si Goodman no le hubiera invitado a unirse al
pequeño círculo que formaban él mismo, la señora Elvery y Mary. Se condujo con
desusada mesura, desaprovechando las numerosas oportunidades que se le
presentaron de mostrarse eufórico o procaz.

Mary no le quitaba la vista de encima, más que interesada. Era más viejo de
lo que había pensado; su padre había hecho el mismo descubrimiento. Había una
pincelada de gris en su cabello, y su rostro, aunque terso, tenía el envero propio de
quien rebasó la treintena, y quizá la cuarentena.

Tenía la voz profunda, bastante brusca. Ella creyó detectar en él signos de


nerviosismo, pues en un par de ocasiones, al ser interpelado, sufrió tal sobresalto
que se le derramó la taza de té que sostenía en la mano.

La muchacha habló con él después de dispersarse la reunión.

—Está usted hoy de capa caída, señor Fane…

—¿Ah, sí? —Hizo un fallido intento de mostrarse festivo—. Es curioso; los


clérigos siempre me deprimen. Supongo que ponen en marcha mi conciencia, y
nada hay más deprimente que la conciencia.

—¿Qué ha estado usted haciendo todo el día?

Se dijo a sí misma que realmente no le interesaba la respuesta. La pregunta


era uno de tantos tópicos de conversación que empleaba docenas de veces con los
huéspedes.

—Cazando fantasmas —contestó él, y, al advertir la palidez de ella, sintió


inmediato arrepentimiento—. Lo siento… ¡Lo siento de veras! Hablaba en broma.

Pero había hablado muy en serio; ella así lo comprendió cuando se encontró
en la intimidad de su habitación, donde podía cavilar sin interrupciones. Ferdie
Fane había pasado aquel día buscando al Terror. ¿Era él mismo el Terror? Ella no
podía creerlo.
Capítulo XII

Cayó la noche, la pavorosa noche con sus negros misterios y sus sugestivos
horrores.

El teléfono repicó agudamente en el desierto salón. Cotton emergió


prestamente de algún misterioso rincón para atenderlo. Al oír la voz de Hallick
hizo una mueca de disgusto. No le gustaba Hallick, y se preguntaba cuan pronto
este funcionario de Scotland Yard, con los medios de que disponía, descubriría sus
poco honrosos antecedentes.

—Quiero hablar con Dobie.

—Sí, señor; voy a llamarlo.

No había necesidad de ello, pues el sargento Dobie se encontraba al lado de


Cotton.

—¿Es para mí?

Cotton le pasó el auricular.

—¿Sí, señor…? —Con el rabillo del ojo miró al interesado Cotton—.


Lárguese —susurró, y el mayordomo se retiró de mala gana.

—¿Ha descubierto algo?

—Nada, señor. Otro cartucho usado. Usted vio uno de ellos antes de
marcharse.

Se produjo una larga pausa al otro extremo del cable, y luego Hallick volvió
a hablar.

—Tengo la impresión de que algo puede suceder esta noche. ¿Tiene usted el
número de mi teléfono privado?… ¡Bien! Llámeme si sucede cualquier cosa de
apariencia desusada. No tema molestarme indebidamente. Tendré un coche
dispuesto y estaré con usted en cosa de una hora.

Dobie colgó el auricular en el momento en que el señor Goodman entraba a


zancadas en la estancia. Llevaba su batín de terciopelo negro; asía entre los dientes
su vieja pipa. Dobie se dirigía a la puerta cuando el comerciante de té lo llamó.
—Va a quedarse con nosotros esta noche, ¿verdad, señor Dobie?… ¡Gracias
a Dios por ello!

—Esta usted nervioso, ¿verdad, señor? —sonrió Dobie, y el afable rostro de


Goodman devolvió la sonrisa.

—Vaya, sí, me siento algo… sobresaltado. Si alguien me hubiera dicho que


me sentiría así me habría echado a reír.

Sacó su cigarrera y se la ofreció al detective, que escogió un cigarro con


considerable cuidado.

—No hay pistas nuevas, supongo… —dijo Goodman al tiempo que se


acomodaba en el extremo del sofá.

—No, señor.

Goodman soltó una risilla.

—Si tuviera usted alguna no me lo diría, ¿eh? Ésa es una de las peculiares
debilidades de los funcionarios de Scotland Yard, ¿no? La de guardarse los… no
diré corazones, sino cerebros, en la manga. ¿No ha descubierto usted al caballero
que disparó ayer? Se lo pregunto porque he estado todo el día en la ciudad, y me
he sentido un tanto decepcionado al regresar y encontrarme con que nada ha
sucedido, al parecer.

—No, no hemos descubierto al que disparó.

Ninguno de ellos vio abrirse la puerta, ni el pálido rostro del señor Partridge
atisbando por la abertura.

—He estado hoy en Scotland Yard —comunicó Goodman— y he tenido una


charla con el señor Hallick. Un hombre agradable.

—Mucho —convino Dobie calurosamente.

John Hallick era uno de los pocos hombres del Yard que carecía de
enemigos entre sus subordinados. Anteponía la eficacia a la gloria personal, de
manera que cualquiera de sus hombres que lo mereciese recibía de él la pronta
enhorabuena.
—Todo este asunto es realmente extraordinario —dijo Goodman
pensativamente—; de hecho, la cosa más extraordinaria jamás sucedida. ¿Sabe
usted?, estoy desarrollando una hipótesis.

Dobie se detuvo en el acto de encender su cigarro.

—Se asemeja usted a la señora Elvery.

Goodman emitió un gruñido.

—¡Ésa es la frase más ruda que me han soltado hoy! No; es sobre ese pobre
hombre, Connor, que encontraron muerto en esta sala ayer por la mañana. En el
momento en que oí su nombre me vino a la memoria el caso… el robo de oro
cometido durante la guerra. Hubo tres hombres implicados: O’Shea, el jefe de la
banda; un tal Marks… Soapy Marks, y Connor. No me atrevería a confesarlo ante
la señora Elvery, por temor a que luego no me dejase ni a sol ni a sombra, pero
siempre he sentido un profundo interés por los delitos de guerra, y estoy por creer
que el muerto era aquel Connor.

—¿Le parece a usted eso, señor?

El señor Goodman sonrió.

—Ahora no me parece, sino que tengo la absoluta certeza, dada su mal


disimulada inocencia. Se trata del mismo Connor, ¿verdad?

—¿Se lo preguntó al señor Hallick? —inquirió Dobie, y, cuando el otro negó


con la cabeza, prosiguió—: Bueno, Scotland Yard declara públicamente el hecho
esta noche, de manera que no hubiera habido inconveniente en que usted se
enterase del mismo.

—¡Hum! —Goodman frunció el ceño—. Estoy tratando de calcular cuánto


tiempo estuvo en la cárcel. Debió de salir muy recientemente, ¿no?

—Hace un mes. Él y Marks salieron con unas horas de diferencia.

El señor Goodman irradiaba satisfacción.

—¡Sabía que estaba en lo cierto! Tengo una excelente memoria para los
nombres.
Dobie estaba demorando su salida de la sala. No tenía nada que hacer, y
sentía además la inclinación, muy humana, de relacionarse socialmente.

—Supongo que no se quedará usted más días en la casa… —aventuró—.


Los asesinatos cometidos en centros de hospedaje ahuyentan a los clientes y
arruinan al dueño del negocio.

Goodman movió dubitativamente la cabeza.

—No lo sé. Soy un viejo solterón y odio el cambio. Supongo que debo de ser
un tanto insensible, pero no me siento tan conmocionado como otras personas de
aquí.

Y entonces volvió a su original tesis.

—Suponga que este crimen está en conexión con el robo del oro…

Pero aquí se topó con el policía oficial. A Dobie le estaba prohibido hablar
del tema, y así lo manifestó.

—Ciertamente… perfectamente correcto —se apresuró Goodman a decir—.


Lamento haber sido tan indiscreto.

—No tiene importancia —repuso Dobie, y Goodman vio que estaba


bebiendo los vientos por soltarle cuanto sabía—. Quizá esté usted más cerca de la
verdad de lo que imagina.

Fuera cual fuese la revelación que hubiera podido hacer a continuación, fue
interrumpido por la llegada de la señora Elvery y su hija. Siguió el reverendo señor
Partridge, que portaba una madeja de lana.

La señora Elvery, sin embargo, no fue tan reticente. Temblaba de excitación:


tenía información para el aburrido comerciante de té.

—Voy a darle una sorpresa, señor Goodman —anunció, y Goodman cerró


su libro con expresión resignada—. ¿Sabía usted que el señor Partridge es una
autoridad en espiritismo?

—Y yo soy una autoridad en buen café —replicó el señor Goodman. Cotton


había entrado con una bandeja con tacitas, y Goodman seleccionó una—. Y si este
café es bueno puede agradecérmelo a mí, pues he enseñado al cocinero, después de
muchos años, cómo preparar café que no sepa a aguachirle, Conque espiritismo,
¿eh? ¡B-r-r-r! ¡No quiero saber nada de los espíritus!

El señor Partridge fue todo apologías.

—Me temo que exagera, querido amigo. ¿Le importa que se lo diga? He
estudiado ciertamente esa ciencia desde un enfoque externo, pero no soy ninguna
autoridad.

—Así, pues, ¿no pondría reparos a la visita de alguna que otra estantigua?
—repuso Goodman, sonriendo.

—¿Estantigua? —El reverendo caballero estaba desconcertado—. ¡Ah!,


quiere decir… Gracias, Cotton. —Cogió su café—. Sé lo que quiere decir.

Mary entró en aquel embarazoso momento, escogido por el señor Partridge


para hablar de la tragedia del día anterior.

—¡Deben de tener ustedes los nervios destrozados! ¡Vaya una fatalidad!


¡Qué…!

Mary, que estaba mirando a la otra joven, vio cómo ésta miraba de pronto
hacia la ventana y palidecía. Verónica se levantó de un salto y profirió un chillido.

—¡Acabo de ver una cara en la ventana! —jadeó.

—Corra las cortinas —dijo el señor Goodman de mal talante.

Minutos después Fane entraba en el salón, y Mary advirtió que tenía gotas
de lluvia en los hombros.

—¿Ha estado usted fuera?

—Sí, he estado dando una vuelta.

A Mary le pareció que había estado bebiendo; su pronunciación era


estropajosa y su andar no muy firme.

—¿Ha visto al monje? —preguntó Verónica viperinamente.

Ferdie desplegó una amplia sonrisa.


—Si lo hubiera visto habría llamado a su reverencia para que conjurara al
fantasma.

El señor Partridge alzó la vista con reproche.

—Todo esto tiene muy mal cariz. Sólo había oído, casualmente, la noticia de
la tragedia acaecida aquí anoche.

—¡No hable de eso, por favor! —imploró Verónica.

—Una vida cortada en flor —continuó el reverendo Partridge con voz


resonante—. Confieso que me recorrió un escalofrío cuando oí hablar de este
lamentable suceso. Tengo entendido que se ignora el nombre del difunto…

Estaba cogiendo una taza de café.

—Oh, sí, sí se conoce. —Fue Fane quien respondió—. Me extraña que nadie
se lo haya dicho.

Sus miradas se encontraron.

—El nombre del asesinado —dijo Fane desgranando las sílabas— era
Connor… Joe Connor.

La taza de café se resbaló de la mano del religioso, haciéndose añicos contra


el suelo de parqué. El pajizo rostro se volvió de un blanco sucio.

—¡Connor! —balbució—. ¡Joe Connor!

Ferdie, que no le quitaba ojo, asintió.

—¿Conocía usted el nombre?

—Lo… lo había oído nombrar.

El señor Partridge hablaba con dificultad; era presa de un leve jadeo.

—¡Joe Connor! —repitió entre dientes, y poco después dejó la estancia.

Mary había advertido, intrigada, las anteriores reacciones. Se preguntó si


Goodman también las habría captado, pero éste, al parecer, había permanecido
ajeno, estando su atención dirigida hacia otro residente de Monkshall. En la
primera ocasión en que estuvieron juntos se sinceró con la joven al respecto.

—Quizá usted no me crea, pero la señora Elvery ha estado muy interesante


esta noche. Ha estado enseñándome su colección de recortes… sobre ese Connor.
No cabe duda de que era él. Vi una fotografía en uno de los recortes. Y vi asimismo
otra instantánea que me impresionó grandemente… ¿Conocía usted al señor Fane
antes de que viniera aquí?

—¿Era suya?

Goodman dudó.

—Sí, creo que lo era.

Entonces ella cayó en la cuenta. Había estado en el pueblo aquella tarde y


había visto a Goodman en la oficina de correos, en la pequeña cabina telefónica de
uso privado. La administradora, muy orgullosa, le había confiado la información
de que él estaba hablando con Scotland Yard. Mary había atribuido la llamada a
una mera consulta para ampliar detalles acerca del crimen, mas comprendió que la
llamada había tenido un carácter más profundo cuando él prosiguió:

—He estado practicando algunas averiguaciones, y creo que no hay duda de


que el señor Fane es… hum… bueno, el señor Fane no es sólo lo que aparenta. —
Añadió excitadamente—: Le ruego que no le mencione esto bajo ninguna
circunstancia.

A ella le admiró su vehemencia, y se echó a reír.

—Por supuesto, no lo haré.

—Mary… —Miró por encima del hombro, comprobando que el resto de los
presentes estaban absortos en sus propios asuntos, y posó tímidamente su mano
sobre la de ella—. Mary, ¿por qué no deja este lugar… y se va a Londres?

—¡Qué curioso! —rió ella—. Eso es exactamente lo que el señor Fane


sugirió.

—El señor Fane hizo la sugerencia por otro motivo —replicó él con una nota
siniestra en su usualmente dulce voz—. Lo sugiero porque… bueno, porque la
quiero a usted. No crea que soy estúpido o sentimental. A pesar de la disparidad
de nuestras edades, la quiero como nunca en mi vida he querido a una mujer.

Ella no estaba preparada para la declaración. Sólo fue capaz de mirarlo


admirada.

—Piénselo, querida mía; y si dice «No»… bueno, sabré comprenderlo.

La muchacha se alegró al entrar Cotton en ese momento para comunicarle


que su padre deseaba hablar con ella en su estudio acerca de una minucia
doméstica. La joven no regresó al salón hasta que Cotton fue al estudio a solicitar
permiso para retirarse a su dormitorio.

—Están todos acostados, a excepción del señor Fane —comunicó—. Tengo


la impresión de que está esperándola, señorita.

—¿Por qué ha de estarlo? —demandó Redmayne airadamente.

Cotton no lo sabía.

Fue una aguda intuición de su parte. Ferdie Fane estaba sentado en el sofá,
esperando contra toda esperanza que la muchacha retornara. Deseaba transmitirle
un aviso urgente. Oyó el clic de la puerta y se volvió con presteza. Era el reverendo
Partridge.

—Discúlpeme —dijo el clérigo, que parecía haber recuperado algo de su


aplomo—; me dejé olvidado un libro.

Fane no habló hasta que el de los cabellos blancos se volvió para abandonar
el salón. Entonces:

—Se puso usted terriblemente nervioso, señor Partridge.

—¿Nervioso? —El pastor anglicano frunció el ceño—. Ese término resulta


un tanto inadecuado. Me sentí naturalmente afligido al enterarme de la muerte de
ese pobre hombre.

Fane desnudó los dientes.

—Cotton se afligió más… al tener que recoger los restos de su taza de café.
¿Quiere sentarse un momento?
El clérigo vaciló, sentándose a continuación junto a Ferdie.

—¡Qué destino tan terrible! ¡Pobre criatura! —musitó.

—Una estupidez: eso es lo que sucedió con Connor —repuso Fane fríamente
—. Como ve, no fue tan listo como su compañero. Éste no hubiera sido tan zafio.

—¿Su compañero? —El señor Partridge parecía desconcertado.

—Soapy Marks. ¿Nunca ha oído hablar de él? El brazo derecho de O’Shea.


¿No ha oído nombrar a O’Shea? Apuesto a que no sólo lo ha oído mencionar, sino
que, si no lo ha reconocido aún, lo hará muy pronto.

El otro movió negativamente la cabeza.

—Como si me hablara en chino. ¿A quién he de reconocer?

—Soapy tiene cerebro —continuó Fane—. A él voy a darle una oportunidad.

De repente alargó la mano, agarró el blanco cabello del clérigo y le imprimió


un tirón. La peluca quedó en su mano.

—¡Soapy!

Soapy Marks se levantó de un salto.

—¿Qué demonios…? —comenzó, pero Fane, soltando la peluca, atrajo al


otro por las solapas.

—Lárgate mientras tengas oportunidad —dijo desensartando sílaba tras


sílaba—. Lárgate mientras te quede un átomo de vida. Te lo digo como se lo dije a
Connor. Estás buscando la muerte… ¡y la vas a encontrar!

—Bien, la encontraré —replicó Marks salvajemente—. ¡Estoy dispuesto!


Estoy preparado para lo que pase.

Ferdie Fane asintió.

—Te resbalan los consejos, ¿eh? ¡Soapy sagaz! ¡Todo cerebro y


autoconfianza!
—No logrará amedrentarme. —Marks respiraba fatigosamente—. ¿Sabe a lo
que he venido? A buscar mi parte del botín… ¡y no pienso largarme hasta que la
obtenga!

—Saldrás con los pies por delante —repuso Fane sombríamente.

—¿Ah, sí? Se cree usted muy listo, pero voy a decirle algo. Le reconocí en el
momento en que me habló de Connor. Y hay en esta casa alguien más que le
conoce: ese Goodman. No es ningún tonto, y tiene más mundo de lo que parece. Vi
cómo le miraba a usted.

Fane se quedó de una pieza.

—¿Goodman? ¡Estás loco!

—Loco, ¿eh? Estuve en el pueblo esta tarde, y pude darme cuenta de que
telefoneó a Londres… haciendo averiguaciones acerca de usted. La chica ésa,
Redmayne, estaba en la oficina de correos también. Eso le ha hecho incorporarse.
¿Qué va a hacer ahora, mi querido amigo? Quitar a Goodman de su camino.
Conozco sus métodos… También conozco ese viejo truco de hacerse pasar por
borracho.

Fane se había recobrado de su consternación.

—Si Goodman lo sabe como si no, te repito el aviso —dijo gravemente—.


Vas a acabar como Connor.

Marks se dirigió a la puerta.

—Es un buen aviso. El hombre que me eche el guante ha de ser rápido.

Un segundo después había traspuesto las cortinas que ocultaban las grandes
ventanas francesas. Fane oyó el clic producido cuando el hombre abrió una de ellas
y salió en medio de la noche.

Fane esperó algún tiempo; oyó un paso en el vestíbulo y se deslizó detrás de


una puerta que le permitiría, por otra ruta, llegar al césped.

Vio abrirse lentamente la puerta. Era el señor Goodman. Entró gruñendo


entre dientes, buscando su pipa de mesa en mesa. Por fin la encontró. La guardó en
un bolsillo. Regresaba lentamente hacia la puerta cuando vio algo en el suelo, y,
deteniéndose, lo recogió. Era la peluca que Marks había olvidado recoger. La miró
durante largo tiempo, y luego, consciente de la corriente de aire que entraba por la
ventana abierta, se dirigió hacia las cerradas cortinas.

Su diestra estaba a punto de descorrerlas cuando emergieron disparadas


dos manos, lo agarraron por el cuello y lo atrajeron al otro lado de las cortinas.

Mary estaba medio desvestida cuando oyó la lucha producida abajo;


percibió un grito masculino de dolor, y, envolviéndose en su bata, bajó volando las
escaleras. Abrió de un empujón la puerta del salón; estaba a oscuras, como lo había
estado la noche anterior.

—Tranquilícese —dijo una voz, y las luces se encendieron de pronto.

Ferdie Fane estaba en pie junto a la ventana, la chaqueta descolocada y el


cabello desordenado.

—¡Señor Goodman! —jadeó ella—. He oído su voz… ¿Dónde está?

—No tengo la menor idea.

Y entonces vio ella la mancha de sangre que empapaba la pechera de la


camisa de Fane… Al caer Mary desmayada, él la cogió en sus brazos, y la sangre de
un hombre asesinado manchó el quimono de ella.
Capítulo XIII

Eran las dos y media de la mañana, y todo Monkshall estaba despierto. El


enlodado auto de Hallick estaba aparcado a la puerta; las alfombras habían sido
enrolladas para facilitar la búsqueda de trampas secretas; y la señora Elvery,
envuelta en una bata rosa, dormitaba roncando en la butaca más cómoda. Fue así
como se la encontró Hallick cuando volvió de inspeccionar el parque.

—Siga mi consejo y acuéstese —dijo tras sacudirla hasta desvelarla—. Son


casi las tres.

La señora Elvery acabó de despertarse, pestañeando, y prorrumpió en


débiles sollozos.

—¡Pobre señor Goodman! ¡Era tan caballeroso, y quedan tan pocos solteros!
—musitó.

—Aún no tenemos la certeza de que haya muerto —espetó Hallick.

—Había sangre por todo el suelo —gimió—. Y ese agradable señor


Partridge… ¿lo ha encontrado usted?

—Ese agradable señor Partridge —repuso Hallick acremente— se encuentra


de camino para Londres. No necesita preocuparse por él; es un expresidiario, y se
llama Marks, Soapy Marks.

Repentinamente la señora Elvery pareció cobrar vida por galvanismo.

—¿Ha interrogado usted a Cotton? Se comportó de un modo muy extraño


esta tarde. Bajó dos veces al sótano, y cuando subió por última vez tenía las rodillas
cubiertas de polvo… ¿Y sabe usted por qué?

—No sé por qué —contestó el fatigado Hallick.

—Está buscando el oro que hay escondido en esta casa. ¡Ah!, veo que eso le
sobresalta, señor inspector.

—Superintendente —corrigió Hallick fríamente—. Conque el oro está en la


casa, ¿eh? Así que conoce usted la historia de O’Shea, ¿verdad? ¿De dónde la ha
obtenido?
—De mis recortes de prensa —respondió la señora Elvery triunfalmente.

—¿Será tan amable de retirarse a dormir? —espetó Hallick, consiguiendo así


ahuyentarla del salón.

Su ayudante, el sargento Dobie, tenía una teoría que necesitaba ser


investigada brevemente, y ahora que por vez primera lograba estar a solas con él,
Dobie expuso su opinión.

—¿Redmayne? ¡Tonterías! ¿Por qué habría él de…?

—Eso es lo que iba a decirle, señor. Redmayne está arruinado; obtuvo


prestado todo su dinero de Goodman. Lo primero que hizo luego de desaparecer
Goodman fue subir a la habitación de éste, abrir una caja y sacar un pagaré. Aquí
lo tiene.

Hallick examinó pensativamente el alargado papel.

—Traiga a Redmayne.

El coronel entró casi tambaleándose. Había perdido todo su nervio para


pasar a ser una ruina del hombre que había sido.

—Quiero formularle algunas preguntas —dijo Hallick bruscamente, y


Redmayne lo miró con fruncido ceño.

—Estoy harto de responder preguntas —espetó.

—No dudo de que lo esté —repuso el otro con sarcasmo—. Hay un


fantasma en Monkshall. —Mostró el pagaré—. ¿Es esto la clave de todos los
extraños sucesos de esta casa? ¿Constituye esto la auténtica explicación del Terror?

—Se trata de un préstamo que pedí —respondió Redmayne con un soplo de


voz.

Hallick asintió.

—Hace diez años fue usted el administrador de unos fondos militares. Al


hacerse una revisión de cuentas se echó en falta una elevada suma. Estaba usted a
punto de sufrir arresto cuando encontró el dinero. ¿Lo obtuvo prestado de
Goodman?
—Sí.

—Hace unas horas estuvo usted registrando los papeles de Goodman. ¿Lo
hizo para buscar eso? —inquirió severamente el detective.

—Me niego a someterme a este tipo de interrogatorio —replicó Redmayne,


con algo de su antiguo espíritu—. No tiene usted derecho a indagar en mis asuntos
privados.

Hallick movió desaprobadoramente la cabeza.

—Coronel Redmayne —dijo calmosamente—, ayer por la noche fue


asesinado un hombre en su casa; esta noche ha desaparecido un caballero en
circunstancias que sugieren asesinato. Estoy en mi perfecto derecho a interrogarlo.
Estoy incluso facultado para arrestarlo.

—Arrésteme entonces. —La voz del coronel tembló.

—Quiero que adquiera usted conciencia de su situación. Hay en esta casa


alguien a quien ninguna persona ha visto… ¡Alguien a quien usted esconde!

—¿Qué quiere decir? —El dardo había dado en el blanco.

—Estoy sugiriendo que ese préstamo que usted obtuvo de Goodman no fue
más que un subterfugio; que en el momento en que lo recibió disponía usted de
inmensas sumas de dinero, que compró esta casa para encubrir a un desesperado
criminal buscado por la policía: ¡Leonard O’Shea!

—Es mentira —impugnó el otro roncamente.

—Entonces le diré otra mentira —retrucó Hallick—. En algún lugar de esta


casa hay escondido oro por valor de cientos de miles de libras, producto del robo
del cargamento procedente del Aritania; en algún lugar de los sótanos de esta
mansión se esconde un hombre medio sano, medio demente.

El coronel se achicó.

—Hice cuanto pude para alejarlo. ¿Cree que yo quería tenerlo aquí, donde
está mi hija…? —gimoteó.

—Eso ya se averiguará.
Hallick hizo una seña a Dobie, que condujo al doblegado militar a su
estudio. Hallick salió a continuación, y, cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos,
el señor Ferdie Fane entró en la estancia trasponiendo las corridas cortinas. Había
cambiado su anterior indumentaria por un traje de golf.

Volviendo a la ventana, pronunció suavemente un nombre, y Mary surgió


de la oscuridad.

—La costa está despejada —anunció en tono extravagante—, y no hay


necesidad de que nadie se entere jamás de que usted ha cometido la indiscreción
de caminar en la oscuridad conmigo.

Ella se despojó de su impermeable y se dejó caer cansadamente en una silla,


diciendo:

—Ese acto forma parte de la enajenación de la noche; y sin embargo, ahí


fuera me sentía más segura que en la casa.

—Yo nunca me siento seguro en ningún sitio. Voy a dormir aquí, en la sala,
esta noche… ¿Dónde está Cotton?

—¿Qué desea de él?

—Un trago. —Fane pulsó el timbre.

Cotton acudió con tal presteza que bien pudiera haber estado al otro lado de
la puerta. Tenía húmeda la chaqueta y las botas llenas de barro.

—¡Hola! —Fane lo traspasó con la mirada—. ¿Qué hacía usted merodeando


por los jardines, mi joven amigo?

—Simplemente, dando una vuelta, señor. No hay nada de malo en ello,


¿verdad? —La voz del doméstico sonaba hueca y trémula.

Entonces a Mary le asaltó un recuerdo.

—Cotton, ha estado usted con los detectives. ¿Qué dicen?

Fane soltó una risita, que ella interpretó como de desdén.

—Quiero saberlo —insistió impacientemente la joven.


—Le diré lo que dicen. —El mayordomo clavó en ella la mirada—. Piensan
que el señor Goodman yace muerto… en alguna parte de esta habitación. —En sus
ojos relampagueó la malicia—. Es una extraña idea, ¿verdad?

Ella se estremeció.

—Y piensan que el viejo pastor ha muerto también —prosiguió Cotton con


delectación—. Oí a Dobie decir al superintendente que el clérigo debió de entrar en
el salón a mitad de la lucha, y que el Terror debió de matar a ambos.

—¿El Terror?

—Así es como lo llaman. Dicen que enloquece diariamente durante un par


de horas. Es algo de lo más extraño, ¿verdad, señorita? Resulta fascinante tener a
un loco alrededor y no saber quién es. Podría ser usted, señor, o incluso yo.

—Más probablemente usted, diría yo —replicó Fane ásperamente—. Cotton,


tráigame una pinta de champán.

—¿No ha bebido bastante esta noche? —impetró Mary.

Él sacudió negativamente la cabeza.

—No ha habido tal cosa.

Ella esperó a que Cotton hubiera salido de la estancia antes de preguntar:

—Señor Fane, ¿qué le sucedió al señor Goodman?

Él no hizo ningún intento de responder hasta que Cotton hubo traído la


bebida y vuelto a salir.

—Esto realmente es champán —dijo al tiempo que escanciaba el espumoso


líquido—. ¡Vaya un dolor de cabeza que tengo!

—Me gustaría que le entrara tal dolor de cabeza que nunca más volviera a
empinar el codo —dijo ella apasionadamente.

—En otras palabras, ¿le gustaría que yo estuviera muerto?

La estaba decepcionando profundamente; la joven había pensado que en


una ocasión así le habría servido de ayuda.

Entonces un pensamiento la asaltó.

—¿Qué quiere decir con la frase «esto realmente es champán»? —preguntó.

—Quiero decir que éste es el primer trago de vino que tomo desde hace una
semana. No me interrogue más acerca de mis hábitos. Soy hombre modesto.

¿Hablaría en serio? ¿Sería fingido su alcoholismo?

—¿Qué sucedió esta noche cuando le encontré en este salón? —preguntó


ella—. ¿Cuándo se desarrolló esa terrible lucha?

Él movió dubitativamente la cabeza.

—No lo sé. Alguien me golpeó en la mandíbula. Comencé a creer que no me


encontraba entre amigos. —Sintió un repentino embarazo—. Escuche, ¿le gustaría
a usted que yo… digamos… bueno, cuidara de usted?

—No sé lo que quiere decir. —Ella lo sabía de sobra.

—Quiero decir… estar cerca de usted para cuando necesite protección.

Se había aproximado más a ella, aunque sin llegar a rozarla.

—¿Cree usted encontrarse en un estado apropiado para proteger a alguien?


—preguntó ella, consciente de estar eludiendo la cuestión.

—¿Sabe, Mary, que haría cualquier cosa por usted? Comprenda, Mary…

—¿Es necesario que me llame Mary?

—A menos que se llame Jemima. Puede llamarme Ferdie, si lo desea.

—No lo deseo; no por el momento —repuso ella, algo falta de aliento.

—¿Le dijo Goodman que se sentía profundamente atraído por usted?

Ella asintió.

—¡Pobre señor Goodman! Sí, yo le gustaba mucho, y también él a mí.


De repente la joven miró en torno.

—¿Qué sucede? —preguntó él vivamente.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé, pero tengo la horrible sensación de que alguien está escuchando.
—Añadió al descuido—. Tengo deseos de que venga ese hombre.

—¿Espera a alguien?

—Sí, a otro detective. La señora Elvery le llama El Gran Bradley. Viene


mañana por la mañana.

—¡Ese tío chorras! —se mofó él—. ¿De qué va a servir traer a un tipo como
ése? Yo valgo más que mil detectives. Valgo tanto como O’Shea. —Rió—. ¡O’Shea!
¡Ése sí que es un fenómeno!

Ella dio un paso atrás.

—He oído hablar de O’Shea —dijo lentamente—. ¿Cómo es?

Él volvió a reír.

—Parecido a mí… aunque no tan guapo.

Ella bajó la cabeza y su voz se convirtió en un susurro.

—Sabe usted de sobra quién es O’Shea.

La acusación le pilló de improviso.

—Ayer, desde mi ventana, oí cómo usted amenazaba a Connor.

Fane guardó silencio.

—Le previne —dijo al fin.

Como poniendo fin a la conversación, volvió una butaca contra la pared


revestida de paneles y la ocultó con un biombo.

—¿Qué se propone? —quiso saber ella.


—Dormir —fue la lacónica respuesta.

—Pero ¿por qué coloca ahí la butaca?

—¡La puerta de los antiguos monjes! —sonrió él—. ¡La entrada obligada
para todo fantasma de monje! Si se tratara de una pinche, entraría por la puerta de
la cocina. Domino al dedillo el tema de los fantasmas.

Ella se sintió movida a risa por lo absurdo de la respuesta.

Hallick regresó en ese momento con el coronel.

Ferdie había encontrado una manta, dejada por la señora Elvery, y estaba
envolviéndose en ella.

—Voy a dormir.

—Duerma en su cuarto —dijo Redmayne ácidamente.

—Déjelo. —Hallick era bastante indulgente con el excéntrico Fane.

Sintió una corriente de aire y descorrió las cortinas. Las ventanas estaban
abiertas.

—Ciérrelas con pestillo cuando nosotros salgamos, señorita Redmayne, y no


deje entrar a nadie a menos que oiga la voz de su padre. Nosotros vamos a salir al
césped.

—Harías mejor en ir a tu habitación, Mary —amonestó el coronel, pero ella


negó con la cabeza.

—Espero aquí.

—Pero, Mary…

—Déjela, déjela —terció Hallick con impaciencia—. A ella no le hará daño.

Ferdie, envuelto en la manta, se había arrellanado en la butaca. Creyó oír


salir a Mary, pero ésta continuaba en la estancia. Minutos después, la muchacha
atisbo desde la esquina del biombo, y, al comprobar que él tenía cerrados los ojos,
apagó todas las luces salvo una. Pensó en hablar con él, pero cambiando de
intención, caminó hasta la puerta y tiró de ella, abriéndola. Tenía la cabeza vuelta
hacia el biombo que ocultaba a Ferdie. No vio al hombre que de repente apareció
en el umbral, a escasos centímetros de ella. Una figura alta, cubierta de negro de
pies a cabeza; dos ojos destellando a través de las hendiduras de la capucha.

Ella no sintió ninguna alarma, ninguna premonición del peligro que corría,
hasta que un brazo duro como el acero se deslizó en torno a su cintura y una gran
mano le tapó la boca.

La muchacha volvió la cabeza, helada de terror; vio el fulgor de los


siniestros ojos y cayó fláccida en los brazos del negro monje.

Sin producir sonido alguno, la alzó hacia el pasillo, cerró la puerta


suavemente a sus espaldas y la transportó, cual si careciera de peso, más allá de la
puerta del estudio de su padre, hasta un cuartito que se utilizaba como almacén.
De haber ella estado consciente hubiera recordado la gran trampa que había en
medio de la pieza y que siempre se mantenía cerrada. El hombre se agachó, alzó la
trampa y, echándose la joven al hombro, descendió un tramo de escaleras de
piedra. Abandonó momentáneamente su carga, regresó y cerró la trampa por
dentro.
Capítulo XIV

Hallick y el coronel visitaron a los hombres que el primero había apostado


en los terrenos de la casa, pero no se había captado ningún vestigio de la misteriosa
aparición, ni se había detectado traza alguna de Goodman o de Marks.

—Marks estará en Londres a estas alturas —dijo Hallick al tiempo que


avanzaban chapoteando por la empapada hierba en dirección a la casa—. No
costará mucho encontrarlo.

—¿A qué vino aquí?

—A apoderarse del botín que hay aquí oculto… el oro que O’Shea, el amigo
de usted, ha ocultado en algún sitio de esta casa. Voy a capturar a O’Shea esta
noche, y le aconsejo que se mantenga apartado, pues tengo la corazonada de que
alguien va a salir malparado. Le sugiero que lleve a su hija a Londres esta noche;
use uno de mis coches.

—No querrá marcharse. ¿Cómo voy a explicarle…?

—No hay necesidad de explicaciones —cortó el otro—. Elija entre revelarle


ahora la verdad o esperar a que el caso pase a los tribunales. O’Shea, supongo, le
dio a usted el dinero para comprar la casa.

—Él la tenía ya comprada antes del robo. Yo atravesaba un tremendo estado


de angustia, temiendo ser arrestado a cada momento. No sabría explicarle cómo
llegó a enterarse de mi situación. Nunca antes había yo oído hablar de ese hombre.
Pero cuando me ofreció un préstamo, una paga fija y una casa decente, me agarré a
esta tabla de salvación. Comprenda, no soy un militar luchador… Soy un médico
del ejército; y cuando me expuso los pequeños apuros en que se encontraba, pensé,
muy naturalmente, que sería fácil tratar con él. No supe siquiera que era O’Shea
hasta hace cosa de un año.

Prosiguieron la marcha en silencio, y luego dijo Hallick:

—¿Han estado aquí otras personas… otros huéspedes? —Mencionó dos


nombres, y el coronel asintió.

—Sí, vinieron por un par de días y se largaron sin abonar la cuenta.

—Murieron aquí —afirmó Hallick sombríamente—, y murieron a manos de


O’Shea… Si hubieran tenido la prudencia de comunicarme que habían localizado a
O’Shea me hubiera sido posible salvarlos. Pero querían para sí todos los honores,
supongo; ¡pobrecillos!

—Los mató… ¡aquí! —jadeó el coronel.

Para entonces habían alcanzado la casa, y Hallick golpeó suavemente las


ventanas francesas. No hubo respuesta. Volvió a llamar, pero tampoco hubo
contestación.

—Será mejor que vayamos hasta la puerta y despertemos a Cotton —dijo el


superintendente.

Transcurrió un largo tiempo hasta que Cotton oyó las llamadas, y un tiempo
aún mayor hasta que abrió la puerta.

—¿Dónde está la señorita Redmayne? —inquirió el superintendente.

El sirviente sacudió la cabeza.

—No la he visto, señor. Hay ahí alguien durmiendo, cubierto por una
manta… Me dio un susto cuando miré dentro del biombo.

—Es Fane; déjele tranquilo.

Encendió todas las luces del salón.

Y entonces, súbitamente, una helada sensación se apoderó de aquel curtido


detective: el presentimiento de un inminente desastre.

—Vaya a buscar a su hija —dijo.

Redmayne salió, y el detective oyó sus pasos en el piso de arriba. Regresó a


los pocos minutos, lívido y tembloroso.

—No está en su cuarto y no creo que esté en la casa. He mirado en todos los
sitios.

—¿La ha visto usted, Cotton?

—No, señor; no he visto a la joven dama.


—¿Qué es eso? —preguntó Hallick.

Cogió algo del suelo; era un cordón de hábito. Ambos hombres se miraron.

—¡El monje!… ¡Ha estado aquí! —exclamó Redmayne horrorizado.

Hallick había ladeado el biombo y arrastrado la butaca, con un dormido


bulto, hasta el centro de la estancia.

—Despierte, Fane. La señorita Redmayne ha desaparecido.

Con rápido movimiento apartó la esquina de la manta que tapaba el rostro


del durmiente, y retrocedió con un grito. Pues el hombre que yacía en aquella
butaca no era Fane. ¡Vio el rostro muerto de Soapy Marks!
Capítulo XV

Mary recobró el conocimiento con una curiosa sensación de malestar. Se


encontraba tendida sobre algo duro y frío. Alzó los ojos y su mirada fue atraída por
una pálida linterna azul que colgaba de un techo abovedado; y a sus oídos llegó un
sonido de música, las profundas y graves notas de un órgano.

Forcejeó hasta lograr adquirir posición de sentada, y miró en derredor. Se


encontraba en una reducida capilla. En una oquedad se alzaba un altar engalanado
de blanco. Grandes columnas de madera soportaban el techo, y entre ellas vio un
pequeño órgano, al que había sentado un monje vestido de negro.

Él la oyó moverse y, tras volver la mirada, caminó sigilosamente hacia ella.


La joven no fue capaz de moverse, paralizada como estaba por el pavor.

—No temas —musitó—. No hay nada que temer, mi pequeña paloma.

La voz estaba amortiguada por la gruesa capucha que le ocultaba el rostro.

—¿Quién es usted? —inquirió ella.

—Tu amigo, tu amante… ¡tu adorador!

¿Estaría ella soñando? ¿Sería aquello una atroz pesadilla? No, era
suficientemente real.

La muchacha reparó entonces en que había dos entradas a la abovedada


cámara, una a cada lado. Dos vanos de los que arrancaban en curva sendas
escaleras de piedra.

—¿Quién es usted? —volvió ella a preguntar, y lentamente él se despojó de


la capucha.

Ella no lograba dar crédito a sus ojos. Era Goodman. El gris cabello estaba
desgreñado, el afilado rostro aparecía menos sereno que el que ella había conocido.
Sus ojos semejaban ascuas.

—¡Señor Goodman! —susurró ella.

—Leonard has de llamarme —dijo él en el mismo tono. Tendió hacia abajo


las trémulas manos y la asió por los hombros—. Mary, amor mío, he esperado…
oh, tanto tiempo… este glorioso momento. Pues eres para mí como una divinidad.

Ella se puso en pie y retrocedió encogida.

—No tendrás miedo de mí, ¿verdad, Mary?

Ella hizo acopio de todas sus reservas de valor y fortaleza, y negó con la
cabeza.

—No, señor Goodman. ¿Por qué habría de tenerle miedo? Me alegro de que
esté usted vivo. Temí… que le hubiera sucedido algo malo.

—Ningún mal podría sucederme, tesoro mío. —Su sonrisa rebosaba


confianza—. Nada funesto podría ocurrir a tu amante. Los mismos dioses han
estado protegiéndolo y reservándolo para esta gloriosa recompensa.

A ella le temblaban las rodillas. Se sentía enferma y próxima a desmayarse,


pero gracias a un esfuerzo de voluntad mantuvo su estado de consciencia.

—Tu amante —decía él—. Te he amado durante todo este tiempo. A veces te
he querido tanto que en mi corazón y en mi mente había un fuego más allá de mi
control.

Tomó la mano fría de la joven en la suya y se la llevó a los labios. Mary


intentó retirarla, pero él la mantuvo firmemente aferrada al tiempo que sus ojos
sonreían penetrando en los de ella. Eran más grandes de como ella jamás los había
visto. Ojos inmensos y resplandecientes que le transfiguraban el rostro.

—No sentirás miedo de mí, ¿verdad? —jadeó—. Del amante que puede
colmar cuanto tu corazón ansíe…

De repente la agarró del brazo y ondeó la mano abarcando el recinto.

—Hay dinero aquí; oro… miles y miles de piezas de oro. Bellas piezas de
oro, todas escondidas. Las escondí con mis propias manos.

Entonces se tornó confidencial, aproximándose a su estado de normalidad.

—Esta capilla está llena de huecos. Encontré profundas cavidades donde


yacían los restos de los monjes difuntos. Los extraje y purifiqué sus osarios con el
hermano oro. —Señaló—. Esa pared tras ese viejo asiento, estas columnas de
madera, están repletas de él.

Ella trató de retenerle en aquella línea más racional.

—¿Qué es este lugar, señor Goodman? Nunca antes lo había visto.

Él la miró extrañamente, y una lenta sonrisa alboreó en su rostro.

—Éste es un santuario para mi desposada. —Sus brazos la rodearon, y ella


tuvo que mentalizarse para no ofrecer resistencia—. Hombres y mujeres se han
casado aquí. ¿No percibes la fragancia del cabello de la desposada? Nos casaremos
aquí. —Hizo un asentimiento—. Hombres han muerto aquí… hace cientos de años.
También nosotros podemos morir aquí.

Se echó a reír. Anteriormente ella había oído aquella risa en medio de la


noche, y el horror de la misma trocó su sangre en hielo.

—¡He enterrado hombres aquí…! ¡Ahí! —Apuntó—. ¡Y ahí! —Volvió a


apuntar—. Vinieron en busca mía… ¡Hombres listos de Scotland Yard!

Se arrodilló y acercó el rostro a las junturas de una losa.

—Hay uno aquí. ¿Me oyes, tú, que estás muerto… tú, que viniste, tan
pletórico de vida, a capturar a O’Shea? ¿Me oyes? Yo estoy vivo. Y tú… ¿cómo
estás tú?

—¡No siga, por favor! —jadeó ella—. ¡Está usted aterrorizándome!

Él soltó una risita.

—El Terror… ¡Ah! Así es como me llaman. «El Terror que camina en la
noche». Bíblico… Extraña manera de denominar al pobre Goodman. Cuando me
sentaba a fumar mi pipa en ese salón nuestro —señaló hacia arriba— y oía a esa
vieja imbécil hablar del Terror, reía dentro de mi corazón. Ella nunca supo cuan
próxima a él se encontraba. —Tendió la mano y la contrajo de un modo horrendo.

—¡Señor Goodman! —Ella se esforzaba por devolverlo a un nivel racional—.


Me dejará marchar ahora, ¿verdad? Mi padre le dará todo cuanto desee, hará
cualquier cosa por usted… Ha sido médico, ¿sabe?

Ni una sola vez aflojó él la presión en torno al brazo de la joven.


—¿Tu padre? —Se sintió divertido, y rió largamente entre dientes—. Él hará
lo que yo le diga, porque me teme. Nadie pensaría que me tiene miedo, pero así es.
Cree que estoy loco. Por eso cuida de mí. De sobra sé que es médico. A veces me
encerraba en una celda. Yo gritaba y arañaba las paredes, pero se negaba a
sacarme. Está loco… ¡Todos ellos están locos!

Ella desfallecía de miedo. Con un esfuerzo sobrehumano logró desasir el


brazo, y huyó hacia las escaleras. Antes que su pie pudiera alcanzar el primer
peldaño, él la agarró, haciéndola retroceder.

—Todavía no… Todavía no.

—Suélteme. —Ella no luchó—. Le juro que no volveré a intentar escapar.


Usted confía en mi palabra, ¿verdad?

Él asintió y la soltó. La muchacha se acurrucó sobre la grada de piedra,


frente al altar.

—Tocaré para ti —dijo él movido por una repentina inspiración—. Música


sublime…

Al tiempo, que sus dedos se deslizaban por las teclas, hablaba


incoherentemente consigo mismo. Finalmente comenzó a interpretar una melodía,
tan suavemente que su voz resaltaba ásperamente contra el bello fondo musical.

—¿Habías escuchado ya este viejo órgano? —La miró volviendo la cabeza


sobre el hombro—. Toco para los muertos, volviéndolos así a la vida. Viejos monjes
desfilan por aquí… largas hileras de ellos, marchando de dos en dos. Y las gentes
traen jóvenes novias para desposar y hombres viejos para morir. Y a veces veo aquí
a personas conocidas… muertas…

Cayó otra vez en un tono conversacional. De pronto la música se detuvo, y


señaló una figura invisible.

—Mira… ¡Joe Connor!

Ella trató de perforar la penumbra, pero no vio nada.

—Ven aquí, Connor; quiero hablar contigo. Has estado en la cárcel,


¿verdad? ¡Pobre hombre! Y todo por culpa de ese malvado O’Shea. ¿Vienes en
busca de tu parte del botín? La tendrás, muchacho.
Avanzó unos pasos y puso el brazo en torno a algo que era invisible para
Mary, pero resultaba claramente distinguible a sus dementes ojos. Condujo la cosa
que veía hasta la grada que ella había desocupado.

—La tendrás, muchacho. Está todo aquí, Connor… el flamante oro con el
que me largué. Siéntate, Connor; quiero decírtelo todo. Yo había comprado esta
vieja casa unos meses antes. ¿Lo entiendes, Connor? Y traje el oro aquí en el
camión, por la noche. Lo escondí en los lugares huecos. Semanas y meses trabajé,
llenando columnas huecas y las tumbas de los viejos monjes. Inteligente, ¿eh,
Connor? No me extraña que sonrías.

Se levantó y se situó tras la espectral figura que veía.

—Te digo esto porque estás muerto… y los muertos jamás hablan. Y luego
conseguí a Redmayne como pantalla; lo puse a cargo de la casa. Tenía que hacerlo,
Connor —bajó la voz a un tono confidencial—, pues yo tenía poder sobre él. Yo me
ponía algo raro en ocasiones, y él cuidaba de mí; era para eso para lo que yo le
pagaba. Yo no era nada; él era el amo de Monkshall. Él, él… Así es como engañé a
la policía. Nadie podía soñar que yo fuese O’Shea. Tú quieres tu parte… ¡Maldito!
¡Perro! ¡Voy a arrebatarte la vida, canalla!

Su voz se convirtió en un grito al tiempo que atenazaba la etérea garganta y,


en su imaginación, la arrojaba contra el suelo. Estaba ahora arrodillado sobre el
mismo, ardiéndole el rostro de furia demoníaca.

Entonces se acordó de la muchacha y volvió la mirada.

—Estoy asustándote. —Su voz era suave. Se acercó más a ella y,


súbitamente, la abrazó.

La joven profirió un alarido, pero él la acalló con un gesto.

—No quiero atemorizarte. No grites. Te amo demasiado para asustarte. —


Sus labios buscaron los de la muchacha, pero ésta los esquivó.

—No, todavía no… Deme algo de tiempo.

Él aflojó sus brazos.

—Pero ¿me amarás? ¿Has visto las puertecitas de las paredes del pasillo?
Los viejos monjes viven tras ellas. Tú y yo encontraremos ahí una morada nupcial.
Ella luchaba desesperadamente por ganar tiempo. En cualquier momento
podía finalizar aquel arrebato de locura. Ahora sabía que aquél era O’Shea…
cuerdo durante veintidós horas al día.

—Espere. Quiero hablar con usted, señor Goodman. Ha dicho que me ama.

—Para mí eres una diosa —dijo él reverentemente.

—Usted no aceptaría mi amor si tuviera que compartirlo con otro hombre,


¿verdad?

Se le cambió el rostro.

—¿Compartirlo? No, desde luego que no. No lo aceptaría. Pero ¿amas a


algún otro?

—Sí… Yo… quiero muchísimo a… al señor Fane.

Durante un segundo él no habló ni se movió; luego su mano se abalanzó


hasta el cuello de ella. La joven creyó llegada su hora. Pero en aquel momento fue
agarrada por el brazo y obligada a girar hacia un lado, y O’Shea se encontró ante el
cañón de una automática.

—¡Queda detenido, O’Shea!

De Fane era la voz; de Fane era también el brazo que la rodeaba.

—Apártese de ese interruptor… Eso es. No quiero estar a oscuras… Más


lejos. Ahora permanezca quieto.

—¿Quién es usted? —La voz de O’Shea era sorprendentemente afable.

—Soy Bradley —dije Fane calmosamente—. El inspector Bradley, de


Scotland Yard. Queda detenido, O’Shea.

Durante tres años he estado esperando esta oportunidad, y ahora sé cuanto


deseo saber.

O'Shea asintió.

—¿Sabe ya lo que he hecho a Marks?


—Lo ha matado… Sí.

—Él intentó estrangularme. Debió de reconocerme. Su cadáver…

—Lo encontré tras la puerta de los monjes y lo coloqué en lugar mío. Si él y


Connor hubieran seguido mi consejo estarían vivos ahora.

O'Shea exhaló un hondo suspiro y sonrió.

—Me temo que he dado un montón de problemas a todo el mundo —dijo


blandamente—. ¡Oh, así que usted es Bradley, el mismo que arrestó a Connor y a
nuestro viejo amigo Soapy Marks! ¡Y ahora hace el truco del sombrero! Realmente,
me lo tengo bien merecido por no haberle reconocido. Señorita Redmayne, ¿quiere
aceptar mis disculpas? Me temo que a veces me desmando un tanto… Meros
desvaríos pasajeros… Hum. ¿Me permiten que me quite esta ridícula prenda? —Se
quitó lentamente el negro hábito.

—Tenga cuidado. Aún no está cuerdo —siseó Mary.

El aludido la oyó.

—Oh, mi querida señorita Redmayne —sonrió—, debe usted de ser una juez
muy pobre de la cordura. Y ahora supongo, inspector (¿o es superintendente?), que
se casará con esta encantadora joven que tan patéticamente ha declarado el amor
que siente por usted… Me gustaría obsequiarle con un pequeño regalo de boda.

Tan rápidamente se movió que Bradley no hubiera escapado a la muerte de


no habérsele escurrido el pie al asesino. El cuchillo golpeó una de las columnas, y a
causa del impacto la carcomida madera se rompió. Un torrente de oro brotó de su
hueco interior.

O'Shea arrojó una fulminante mirada al oro que tantos esfuerzos le había
costado. Prorrumpió en una carcajada.

—Un regalo de boda —dijo.

Seguía riendo cuando Hallick y tres detectives lo llevaban en un coche a


Londres.
El caso Chophan
Los jurisconsultos que escriben libros no gozan, generalmente, de nombre
favorable entre sus colegas; pero Archibald Lenton, el más brillante de los
abogados penalistas, era una excepción. Llevaba un registro de jurisprudencia y
publicaba extractos de vez en cuando. No llegó a publicar sus teorías sobre el caso
Chopham, aunque creo que formuló una. A continuación expongo su intervención
en el caso, así como la verdad sobre Alphonse o Alfonso Ribera.

Este último tenía un don especial para las mujeres, sobre todo aquellas que
no se habían graduado en la mundana escuela de la experiencia. Decía ser español,
si bien su pasaporte había sido expedido por una república sudamericana. A veces
presentaba tarjetas de visita en las que figuraba la inscripción «Marqués de
Ribera», pero esto sólo lo hacía en ocasiones muy especiales.

Era joven, de tez olivácea y facciones impecables, y al sonreír mostraba dos


hileras de dientes deslumbrantemente blancos. Consideraba conveniente cambiar
su aspecto alguna que otra vez. Por ejemplo: cuando era un compañero de baile
por alquiler, agregado al personal de un hotel egipcio, llevaba unas pequeñas
patillas que, curiosamente, acentuaban su juventud; en el casino de Enghien,
donde por algún medio había conseguido el puesto de crupier, lucía un pequeño
bigote negro. Ciertos espectadores de sus numerosas aventuras, serios, sobrios y
faltos de imaginación, se asombraban irritadamente de que las mujeres le
dirigieran la palabra, pero bien es verdad que es extremadamente difícil para
cualquier hombre, incluso un hombre sin imaginación, descubrir cualidades
atractivas en los amantes con éxito.

Lo cierto es que las mujeres más insospechadas cedían a su embrujo, para


después lamentarlo. Llegó un tiempo en que accedió a un cargo directivo en los
establecimientos de juego en que anteriormente había sido el más humilde y
relegado de los sirvientes; en que vivía a cuerpo de rey en hoteles donde antes era
alquilado a tantas piastras el baile. Refulgían diamantes en su inmaculada pechera,
lindas manicuristas mimaban sus manos y percibían honorarios superiores a los
que las compañeras de baile de otro tiempo le deslizaban tímidamente en la mano.

En los cafetines que abundaban en la zona démodé del Sena había ciertos
individuos lenguaraces que jugaban interminables partidas de dominó y que
constituían sorprendentes centros de noticias. Conocían la vida y milagros de la
gente más singular, y no se andaban con pelos en la lengua a la hora de hablar de
Alfonso. Podrían hablaros, aunque sabe el cielo cómo les llegaba la información, de
gruesas cartas certificadas que recibía en su piso del Boulevard Haussman. Cartas
certificadas repletas de dinero, y cartas desesperadas que venían a decir (en varios
idiomas): «No puedo enviarte más. Esto es lo último». Pero sí enviaban más.

Alfonso había desarrollado un bien organizado negocio. Partía para


Londres, o Roma, o Ámsterdam, o Viena, o incluso Atenas, llegando a su destino
en coche-cama, se hacía conducir al mejor hotel, alquilaba un lujoso juego de
habitaciones… y telefoneaba. Generalmente la infortunada dama acudía a la cita
bañada en lágrimas, histéricamente furiosa, destilando amargo odio, insultante,
pero siempre remunerativa.

Pues cuando Alfonso les leía extractos de las cartas que ellas le habían
enviado en los días del Gran Hechizo y les recitaba los haberes de sus maridos
hasta la última línea, lira, franco o florín, reconsideraban su decisión de contárselo
todo a sus esposos, y Alfonso regresaba a París con su renta.

Éste era el método que aplicaba a la caza mayor; a veces anunciaba su visita
mediante una carta discreta, que hacía innecesaria la entrevista. No le inspiraban
gran temor los maridos ni los hermanos; la filosofía que había germinado de su
experiencia le hacía desdeñar la naturaleza humana. Pensaba que la mayoría de las
personas eran cobardes y sentían miedo por sus vidas, y mayor miedo aún por sus
normas. Llevaba dos revólveres plateados, uno en cada bolsillo de la cadera.
Tenían el cañón exquisitamente damasquinado y la empuñadura de marfil, tallada
a modo de ninfa. Se los había comprado en El Cairo a un hombre que pasaba
cocaína desde Viena.

Alfonso tenía unas veinte «clientes» apuntadas en sus libros, y aprovechaba


toda oportunidad de incrementar el número. De las veinte, cinco eran minas de oro
(así las denominaba en sus pensamientos) y el resto eran minas de plata.

Había una mina de plata residente en Inglaterra, una muchacha


cautivadora, de semblante hondamente melancólico, que era feliz en su
matrimonio, excepto cuando pensaba en Alfonso. Amaba a su marido y se odiaba a
sí misma y a Alfonso intensa e impotentemente. Siendo poseedora de una fortuna
propia, podía pagar; y en consecuencia pagaba.

Cierta vez, en un acceso de desesperada rebeldía, escribió: «Esto es lo


último, etc.». Esperó hasta septiembre, mes de vencimiento del siguiente pago,
pero éste no llegó. Ni en octubre, ni en noviembre. En diciembre él le envió una
carta; no deseaba ir a Inglaterra en diciembre, pues Inglaterra estaba sombría y
neblinosa, y el tiempo era mucho más agradable en Egipto: pero los negocios eran
los negocios.

La carta llegó a su destino cuando la mujer a quien iba dirigida se


encontraba disfrutando de una estancia en Long Island, hospedada en casa de una
tía suya. Era americana de nacimiento. Al no haber recibido réplica de Alfonso a su
carta, se había embarcado para Nueva York sintiéndose segura.

Su marido, cuya inicial coincidía con la de ella, abrió accidentalmente la


carta y la leyó con suma atención de principio a fin. No era ningún necio. No
desechó como a una basura a la esposa cuyo amor reclamaba: lo que hubiera
sucedido antes de su matrimonio era asunto de ella; lo que ahora sucediera era
cosa de él.

Comprendió entonces los agitados sueños de ella, sus convulsos e


incontrolables accesos de llanto, totalmente inmotivados, y vio el futuro que se le
presentaba.

Fue a París a practicar indagaciones; buscó la compañía de los zafios


individuos que jugaban al dominó, y oyó muchas cosas interesantes.

Alfonso llegó a Londres y telefoneó desde una cabina. La señora no estaba


en casa. Le llegó una carta mecanografiada en la que se le citaba para el miércoles.
Era la citación acostumbrada, con la especificación de la hora habitual y el
consabido requerimiento de discreción. El asunto discurría por sus cauces
normales.

Pasó agradablemente los días de espera. Compró un coche Spanza de


último modelo, hizo las disposiciones pertinentes para su transporte a París y,
entretanto, se solazó conduciéndolo.

Acudió a la hora convenida, llamó a la puerta de la casa y le fue franqueada


la entrada…

Ribera, con el rostro verdoso y las rodillas temblorosas, entregó sus


ornamentados revólveres sin resistencia alguna.

La mañana de Navidad, a las ocho, el superintendente Oakington abandonó


su cálida cama para atender el teléfono, y le comunicaron la noticia.

Un lechero que conducía su vehículo a través del Ejido de Chopham había


visto un automóvil estacionado algo fuera de la carretera. Era al parecer un coche
nuevo, y debía de llevar en aquella posición toda la noche. Había siete centímetros
y medio de nieve sobre su techo, y debajo del vehículo los helechos estaban verdes.

Una visión arrestante incluso para un lechero que, a las siete de una mañana
glacial, no tenía otro pensamiento que el de abastecer a sus clientes lo más
rápidamente posible y regresar cuanto antes a su hogar para celebrar la festividad
propia de la fecha.

Se apeó de su Ford y avanzó estampando sus pasos en la nieve. Vio a un


hombre tumbado boca abajo, cuya grisácea mano derecha asía un revólver de
cañón plateado. Estaba muerto. Y entonces el sobrecogido lechero vio al segundo
hombre. El rostro de éste estaba invisible: yacía bajo una espesa máscara de nieve
que daba a sus yertas facciones un aspecto grotesco y repelente.

El lechero volvió corriendo a su vehículo y se dirigió en el mismo a una


delegación de policía.

El señor Oakington se personó en el lugar cuando aún no hacía una hora


que habían recibido la llamada. Había una docena de policías agrupados en torno
al auto y a las figuras tendidas en la nieve: los reporteros, afortunadamente, no
habían llegado.

Ya avanzada la tarde, el superintendente llamó por teléfono al único hombre


que podía ayudarle en un momento de desconcierto tan profundo.

Archibald Lenton era el abogado junior más prometedor de cuantos pisaban


el foro desde hacía años. El Colegio de abogados alza su delicada nariz ante los
jurisconsultos que se interesan exclusivamente por los casos criminales. Pero
Archie Lenton sobrevivió a la muda desaprobación de sus colegas y
concentrándose en este desapacible aspecto de la jurisprudencia, no sólo triunfó
como abogado, sino que se convirtió en una autoridad en ciertos tipos de delitos,
habiendo escrito sobre los mismos un tratado considerado como básico.

Una hora más tarde se encontraba en el despacho que el superintendente


tenía asignado en Scotland Yard, escuchando la historia.

—Hemos identificado a los dos hombres. Uno es extranjero, un hombre de


Argentina, según he podido descubrir por su pasaporte, llamado Alphonse o
Alfonso Ribera. Residía en París, y llevaba en este país cosa de una semana.
—¿Posición acomodada?

—Muy acomodada, diría yo. Encontramos unas doscientas libras en su


bolsillo. Se alojaba en el hotel Nederland, y había comprado un coche de mil
doscientas libras este último viernes, al contado. Se trata del auto que encontramos
junto al cadáver. He telefoneado a París, y allí sospechan que era un chantajista. La
policía ha registrado y sellado su piso, pero no ha encontrado documentos de
ningún tipo. Evidentemente, es de esos individuos que guardan sus asuntos bajo el
sombrero.

—¿Le dispararon, dice? ¿Cuántas veces?

—Una vez, en la cabeza. Al otro lo mataron exactamente del mismo modo.


Había trazas de sangre dentro del coche, pero ningún otro indicio.

El señor Lenton hizo una anotación en un bloc.

—¿Quién era el otro? —preguntó.

—Eso es lo más extraño de todo. Se trata de un viejo conocido de usted.

—¿Mío? ¿Quién demontres?

—¿Se acuerda de Joe Stackett, un tipo a quien defendió en una causa por
asesinato?

—¡En Exeter, Dios santo, claro! ¿Era el mismo?

—Lo hemos identificado por las huellas digitales. De hecho, andábamos a la


caza de Joe. Era un experto ladrón de coches y sólo hacía una semana que había
salido de la cárcel; ayer por la mañana robó un auto y lo abandonó después de ser
perseguido por la Brigada Móvil, de cuyos dedos logró escurrirse. Anoche se
apoderó de un coche viejo perteneciente a un revendedor, y fue localizado y
perseguido. Encontramos el auto abandonado en Tooting. No se le volvió a ver
hasta que recogieron su cuerpo en el Ejido de Chopham.

Archie Lenton se arrellanó en su sillón y fijó la mirada en el techo.

—Robó el Spanza. El dueño saltó al estribo y hubo una lucha… —comenzó,


pero el superintendente sacudió negativamente la cabeza.
—¿De dónde sacó el revólver? Los delincuentes ingleses no llevan armas de
fuego. Y no se trataba de revólveres ordinarios. Plateados, con las culatas de marfil
esculpidas en forma de muchachas… Ambos idénticos. Había cincuenta libras en el
bolsillo de Joe; tienen números consecutivos a las encontradas en el billetero de
Ribera. Si las hubiera robado habría cogido la suma completa. Joe no se detenía a la
hora de asesinar, usted lo sabe, señor Lenton. Mató a aquella vieja de Exeter,
aunque salió absuelto. Ribera debió de entregarle las cincuenta…

Sonó el timbre de un teléfono; el superintendente atrajo hacia sí el aparato y


se aprestó a la escucha. Después de diez minutos de una conversación que quedó
limitada, por lo que a Oakington concernía, a una docena de preguntas breves, éste
volvió a su sitio el receptor.

—Uno de mis hombres ha rastreado los movimientos del auto; fue visto
estacionado junto a «Greenlawns», una casa de Tooting. Estaba allí a las nueve
cuarenta y cinco y fue visto por un cartero. Si se siente usted de humor para pasar
la noche de Navidad haciendo una pequeña labor detectivesca, iremos a ver el
lugar.

Media hora después llegaron a una casa situada en un vecindario


sumamente respetable. Los dos detectives que esperaban su venida habían
obtenido las llaves, pero no habían entrado. La casa estaba en venta y permanecía
vacía. Era propiedad de dos ancianas solteras que habían puesto el edificio en
manos de un agente cuando se trasladaron al campo.

La aparición del coche ante una casa vacía había despertado el interés del
cartero. No había visto luz alguna en las ventanas, y pensó que el vehículo
pertenecía a uno de los huéspedes de la casa siguiente.

Oakington abrió la puerta y encendió la luz. Cosa curiosa, las viejas damas
no habían hecho cortar la corriente, pese a que eran notablemente tacañas. El
pasillo estaba desnudo a excepción de una cortina de cuentas que colgaba partida
de un arco del techo.

La sala delantera estaba vacía de indicios. Fue en una de las habitaciones


traseras donde encontraron rastros del crimen. Había sangre en las tablas del suelo,
así como un amontonamiento de cenizas en la rejilla de la chimenea.

—Alguien ha quemado papel… He percibido el olor al entrar en el cuarto —


dijo Lenton.
Se arrodilló ante la chimenea y levantó cuidadosamente un puñado de finas
cenizas.

—Y éstas han sido removidas hasta tal punto que no hay un trozo
chamuscado lo suficientemente grande para contener una palabra —observó.

Examinó las marcas de sangre e hizo un minucioso escrutinio de las


paredes. La ventana estaba tapada por un postigo.

—Esto impidió el paso de la luz —dijo— así como la salida del sonido del
disparo.

El sargento detective que estaba inspeccionando las otras habitaciones


volvió con la noticia de que había sido forzada una ventana de la cocina. Había una
huella barrosa en la mesa de la cocina, bajo la ventana, y se había hecho un tosco
intento de borrarla. A espaldas de la casa se extendía un amplio jardín, y detrás de
éste, una parcela. Era fácil entrar en la casa sin llamar la atención.

—Pero si Stackett estaba siendo perseguido por la policía, ¿por qué había de
venir aquí? —preguntó Lenton.

—Su auto fue encontrado abandonado a no más de doscientos metros de


aquí —explicó Oakington—. Pudo haber entrado en la casa con la esperanza de
encontrar algo valioso, y haber sido sorprendido por Ribera.

Archie Lenton rió suavemente.

—Puedo ofrecerle una teoría mejor que ésa —dijo, y pasó la mayor parte de
la noche escribiendo cuidadosa y convincentemente, reconstruyendo el crimen
hasta en sus más mínimos detalles.

La mencionada exposición se conserva aún en Scotland Yard, y muchos


altos cargos la aceptan a pies juntillas.

Sin embargo, algo completamente diferente sucedió la noche de aquel


veinticuatro de diciembre…

Las calles estaban resbaladizas y los pasos de tranvías en la misma


abominable condición. El humilde cochecito de Stackett resbalaba y patinaba de
manera alarmante. Ya se encontraba de mal humor cuando había emprendido su
ávida búsqueda: su malestar había ido creciendo hasta alcanzar un grado de furia a
medida que transcurría la tarde infructuosamente.

La calle principal del suburbio estaba también atascada; los tranvías se


movían con reptante lentitud, haciendo tintinear patéticamente sus campanillas;
los vendedores callejeros tenían sus baratillos pegados unos a otros, a ambos lados
de la calzada; baratillos rojos y verdes por las guirnaldas de acebo y los desparejos
ramos de muérdago: había puestos de carne, escandalosos subastadores que
sostenían piezas de reses descuartizadas y pregonaban a voz en cuello sus ofertas:
puestos de verduras: tenderetes colmados de platos, tazas, platillos, fuentes
chillonas y artículos de cristalería que brillaban a los rayos de las potentes
lámparas de acetileno…

El coche patinó. Hubo un choque y un grito. La loza produce un alarmante


sonido cuando se rompe… Un alarido del dueño del tenderete: Stackett enderezó
su vehículo y se abalanzó entre un tranvía y un trolebús…

—¡Eh, oiga!

Hizo girar el volante, casi derribó al policía que acudió a interceptarle el


paso y torció por una bocacalle oscura con el pie pegado al acelerador. Viró a la
derecha y a la izquierda, y a la derecha otra vez. Se encontró en una larga arteria
suburbana, con viviendas monótonamente iguales a cada lado, afiladas en bloques
de ladrillos aplanantemente homogéneos, donde hombres, mujeres y niños nacían,
vivían, pagaban la renta y morían. Una milla más adelante pasó frente a la entrada
del cementerio donde encontraban el descanso que constituía su suprema
recompensa por vivir.

El silbido de la policía le había perseguido durante menos de un cuarto de


milla. Había pasado a un policía que corría hacia el sonido… De todas maneras, los
polizontes traían sin cuidado a Stackett. Parte de su malhumor se le había disipado
con el divertido espectáculo ofrecido por el «guindilla» que corría.

Después de detener el ruidoso cochecito a un lado de la calle, se apeó y,


volviendo a encender el cigarrillo que tan cuidadosamente había apagado,
contempló sombríamente el manchado y abollado guardabarros que temblaba y se
agitaba bajo los impulsos del motor…

Por la misma resbaladiza calle vino un motociclista embozado hasta la


barbilla, con las gafas de conducir colgándole del cuello. Detuvo su brillante moto
junto al policía de servicio y, guardando el equilibrio con un pie apoyado en la
barrosa calzada, formuló las preguntas.

—Sí, sargento —contestó el interrogado—, lo he visto. Pasó por allí. De


hecho, me disponía a arrestarlo por conducir peligrosamente, pero siguió de largo.

—Es Joe Stackett —afirmó el sargento Kenton, del C. l. D.—. Un tipo de


rostro delgado y nariz puntiaguda, ¿no?

El policía de guardia no había alcanzado a ver el rostro a través del


parabrisas, pero había visto bien el coche, que describió con precisión.

—Robado del garaje de Elmer. Al menos, Elmer así lo afirmará, si bien lo


más probable es que se lo proporcionara. Feo asunto. ¿Qué dirección dice que
siguió?

El agente se la indicó. El sargento aceleró su vehículo y se marchó


traqueteando por la oscura calle.

Fue una mala suerte para todos, incluido el señor Stackett, que se
encontraba al comienzo de su asombrosa aventura.

Después de apagar el motor, continuó su camino a pie. A cosa de setenta y


cinco metros se abría la ancha boca de una calle superior en rango a cuantas había
atravesado. Hasta el más gris de los suburbios tiene su West End, y aquella vía
pública contaba con villas erguidas en anchurosas fincas; villas bañadas de sosiego,
con porches iluminados por faroles de hierro repujado y cristal extrañamente
coloreado, con cuadros de césped afeitado y con rosaledas arropadas con esteras,
no habiendo dos chalets que se pareciesen. Al otro extremo de la calle vio una luz
roja, y el corazón le saltó de alegría. Navidad… Iba a ser Navidad, después de
todo, con buena comida, riadas de bebida y otras manifestaciones de felicidad y
bienestar peculiarmente atractivas para Joe Stackett.

De pronto vio el coche.

Incluso en la oscuridad parecía tratarse de un auto digno de afanar. Vio a


alguien junto al vehículo y se detuvo. Era difícil decir, con aquella penumbra, si la
persona que se encontraba junto al coche salía o entraba del mismo. Prestó oído.
No percibió ni el golpe de la portezuela del conductor ni el zumbido del arranque.
Se acercó ligeramente y siguió avanzando con audacia, moviendo incansablemente
los ojos a izquierda y derecha en busca de peligro. Todas las casas estaban
ocupadas. Brillantes luces iluminaban los visillos de las ventanas. Oía sonido de
jolgorio y de dos gramófonos que emitían aires de baile. Pero sus ojos siempre
acababan volviéndose a la flamante limousine estacionada a la puerta de la última
casa. No había luz allí. Estaba completamente oscura, desde el ático de gablete a la
planta baja.

Avivó el paso. Era un Spanza. El corazón le brincó al hacer el


reconocimiento. Pues un Spanza era un coche de venta inmediata. Se podían
obtener hasta cien libras por uno nuevo. Eran populares entre los eurasiáticos e
hindúes ricos. Bimky Jones, que era el mejor perista de coches de Londres, le
pagaría al contado no menos de sesenta. En el plazo de una semana aquel auto
estaría embalado y de camino para la India, para ser allí revendido con un
sustancioso beneficio.

La puerta del conductor estaba abierta de par en par. Se oía el suave


ronroneo del motor. Se deslizó hasta el asiento del conductor, cerró la puerta
silenciosamente, y casi sin un bordoneo el Spanza comenzó a moverse.

Era nuevo, recién salido de fábrica… Cien por lo menos.

Ganando velocidad, llegó al final de la calle, desembocó en un ejido y


bordeó éste. Finalmente, se encontró en otra calle comercial, pero sabía demasiado
para volverse directamente hacia Londres. Primeramente se internaría en el área
rural, daría un rodeo a través de Esher y entraría en Londres por la carretera de
Portsmouth. El arte de robar automóviles estriba en trasladarse lo más
rápidamente posible del distrito policial donde el vehículo es sustraído y puede
presentarse inmediatamente la denuncia de su desaparición, a un distrito forastero
que no tendrá noticia del robo hasta horas después. Podría haber todo tipo de
beneficios extras. Había detrás un gran portaequipajes, y posiblemente algunas
chucherías en los asientos. Ya haría en su momento un registro paciente. Por el
presente tomó el rumbo de Epsom, a cuyo efecto se desvió por la carretera de
circunvalación de Kingston. Cellisqueaba. Puso en funcionamiento el
limpiaparabrisas y empezó a tararear una cancioncilla. La desviación de Kingston
estaba desierta. Era una noche demasiado desapacible para el tráfico.

El señor Stackett estaba deliberando cuál sería el lugar más adecuado para
practicar su registro cuando sintió un desagradable tirón en la espalda. Había
advertido la existencia de una ventanilla corrediza que separaba el espacio del
conductor del de los pasajeros. Tal vez ésta se había desajustado. Levantó la mano
para ajustaría.
—¡Siga conduciendo sin volverse o le volaré la cabeza!

Había vuelto involuntariamente la cabeza, viendo la dilatada boca de un


revólver, y debido a su agitación puso el pie en el freno. El auto patinó de un lado
a otro de la carretera, medio volcándose, y recuperó la estabilidad.

—Siga conduciendo, le digo —dijo una voz metálica—. Cuando llegue a la


carretera de Portsmouth tome la desviación de Weybridge. Si intenta detenerse le
descerrajaré un tiro. ¿Está claro?

A Joe Stackett le castañeteaban los dientes. No logró articular el «sí». Todo


cuanto pudo hacer fue asentir con la cabeza. Continuó asintiendo con ella durante
más de medio kilómetro antes de darse cuenta de lo que hacía.

Ninguna nueva palabra vino de la parte trasera del auto hasta que dejaron
atrás el hipódromo; entonces, inesperadamente, la voz dio una nueva dirección.

—Tuerza a la izquierda, hacia Leatherhead.

El conductor obedeció.

Llegaron a un descampado. Stackett, que conocía bien aquellos parajes,


advirtió al punto la completa soledad del lugar.

—Aminore la velocidad, desvíese a la izquierda… Ahí no hay declive.


Puede encender las luces.

El auto desbarró y avanzó a tumbos por el desigual terreno, haciendo crujir


los frondes…

—Pare.

La portezuela situada tras él se abrió. El desconocido se apeó y abrió de un


tirón la puerta del conductor.

—Baje —dijo—. Apague las luces. ¿Tiene pistola?

—¿Pistola? ¿Por qué demonios voy a tener pistola? —tartajeó el ladrón de


coches.

Estaba siendo enfocado por una linterna que el otro había vuelto hacia él.
—Es usted una manifestación de la Providencia.

Stackett no alcanzaba a ver el rostro del hablante. Veía únicamente el


revólver de su mano, pues el desconocido mantenía la faz bien apartada de la luz.

—Mire dentro del coche.

Stackett miró y casi sufrió un colapso. Había una figura acurrucada en una
esquina del asiento de los pasajeros; la figura de un hombre. Vio algo más: una
bicicleta encajada en el interior del auto, con una rueda tocando el techo y la otra el
suelo. Vio el blanco rostro del hombre… ¡Muerto! Un individuo delgado, escaso de
talla, de cabello y bigote negros; un extranjero. Tenía un agujerito rojo en la sien.

—Sáquelo —ordenó la voz secamente.

Stackett se encogió hacia atrás, pero una poderosa mano lo empujó hacia el
coche.

—¡Sáquelo!

Con el rostro húmedo de frío sudor, el ladrón de coches obedeció: pasó las
manos bajo las axilas de la inanimada figura, la arrastró afuera y la depositó sobre
la fronda de helechos.

—Está muerto —gimoteó.

—Completamente —asintió el otro.

De repente apagó la linterna. A lo lejos había surgido un resplandor, que se


acercaba velozmente por la carretera. Era un automóvil que se dirigía a Esher. Pasó
de largo.

—Le vi a usted acercarse justamente cuando yo acababa de meter el cadáver


en el coche. No había tiempo de regresar a la casa. Esperé que fuera usted un
peatón ordinario. Cuando le vi montarse en el coche adiviné perfectamente su
vocación. ¿Cómo se llama usted?

—Joseph Stackett.

—¿Stackett? —La luz de la linterna volvió a enfocar el rostro del ladrón de


coches—. ¡Qué maravilla! ¿Recuerda la Audiencia de lo Criminal de Exeter? ¿La
vieja a quien mató con un cuchillo? ¡Fui yo quien le defendí!

Stackett parecía haberse quedado sin párpados. Dirigió la mirada más allá
de la luz, clavándola en la borrosa y grisácea mancha que parecía conformar un
rostro.

—¿El señor Lenton? —articuló roncamente—. ¡Dios mío…!

—La asesinó a sangre fría por unos miserables chelines, y ahora estaría
muerto, Stackett, si yo no hubiera encontrado una grieta en las pruebas de la
acusación. Esperaba morir, ¿no es cierto? ¿Se acuerda de cuando, en la cárcel de
Exeter, charlábamos acerca de la trampa de la horca que no funcionó cuando
trataron de colgar a cierto asesino, y de la necrofágica complacencia con que usted
insistía en que acabaría pisando esa misma trampa?

Joe Stackett tensó los labios en una incómoda sonrisa.

—Y lo decía en serio —repuso—, pero no se puede procesar a nadie dos


veces…

Sus ojos cayeron sobre la figura tendida a sus pies, el escultural hombrecillo
del bigote negro y de la sien horadada de rojo.

Lenton se inclinó sobre el muerto, sacó una billetera del interior de su


chaqueta, y separó calmosamente diez billetes.

—Métaselos en el bolsillo.

El otro obedeció, preguntándose qué servicio le sería requerido y


extrañándose de que la cartera con sus preciosos billetes fuera devuelta al bolsillo
del muerto.

Lenton volvió la mirada hacia lo largo de la carretera. Ahora caía nieve,


auténtica nieve. Descendía en copos menudos, tan tupidamente que el terreno
parecía inundado de niebla.

—Usted se adapta perfectamente a esta circunstancia… como hombre


inadaptado para vivir. Es el destino quien ha urdido este encuentro.

—No sé lo que entiende por destino.


Joe Stackett cobró audacia. Tenía que habérselas con un abogado y un
caballero que, en un sentido delictivo, era inferior a él. El dinero le había sido
entregado obviamente para mantenerle la boca cerrada.

—¿Qué ha estado usted haciendo, señor Lenton? Algo malo, ¿verdad? Este
tipo está muerto y…

Debió de ver la pincelada de fuego que brotó de la enguantada mano del


otro. No tuvo tiempo de sentir nada, pues estaba ya muerto cuando se desplomó
sobre el cadáver que había en el suelo.

El señor Archibald Lenton examinó el revólver a la luz de la linterna, abrió


el tambor y volvió a cerrarlo. Agachándose, presionó la diestra del hombrecillo del
bigote negro contra la empuñadura del revólver y depositó éste junto a la mano. A
continuación alzó el cadáver de Joe Stackett, lo arrastró hacia el coche y lo dejó
caer. Inclinándose, apretó las manos de éste, aún calientes, en torno a la culata de
un segundo revólver. Luego, flemáticamente, sacó la bicicleta del interior del
automóvil y la transportó hasta la carretera. Estaba ya blanca, engalanada por la
nieve, que caía ahora en finas tocas de encaje.

El señor Lenton prosiguió su ruta. Llegó a casa dos horas más tarde, cuando
las campanas de la iglesia local anglocatólica inundaban el aire de armoniosas
vibraciones.

Había esperándole un telegrama de su esposa:

Feliz Navidad, cariño.

Se sintió ridículamente complacido de que ella se hubiera acordado de


enviar la felicitación. La amaba profundamente.
El cometa Halley, el cow-boy y lord Dorrington
Lord Dorrington era de edad mediana. No mostraba ningún síntoma de
decrepitud mental, y el alienista que en cierta ocasión fue invitado a cenar con su
señoría —la invitación procedía de parientes ansiosos que temían que, a menos
que el pobrecillo fuera sometido a su tutela, acabaría disipando la fortuna de la
familia Dorrington— redactó un informe tan halagüeño acerca de la salud de
Dorrington que la cuestión del pago de las cincuenta libras correspondientes a sus
honorarios fue seriamente debatida. Según el parecer de un selecto consejo
compuesto por los beneficiarios del testamento de Dorrington, el psiquiatra en
cuestión no había cumplido con su deber. Le aplicaron el poco respetuoso
calificativo de «doctor loco», y dictaminaron que su informe sobre la cordura de
Dorrington era una decisoria prueba a favor de la teoría, generalmente aceptada,
de que todos los psiquiatras acaban, tarde o temprano, por perder el juicio.

Sus temores acerca de la salud mental de lord Dorrington eran


comprensibles. Era éste un entusiasta buscador de la luz, un rastreador de
espíritus, un perseverante indagador de los misterios de la taumaturgia, de la
teurgia y de la electrobiología, y una especie de iniciado al shamanismo. Creía en
la realidad de lo improbable.

Hemos de puntualizar que, en muchos sentidos, era un hombre práctico.


Tuvo una vez un mayordomo que descuidaba horriblemente la vajilla de plata. La
excusa, no falta de ingenio, dada por el sirviente, según la cual también él era
aficionado a los estudios ocultos, habiendo llegado incluso a iniciarse en la práctica
de la demonología, fue recibida fríamente. Al decir del mayordomo, la vajilla era
limpiada cada día, pero por la noche se presentaba un pequeño diablo que
plantaba sus sucias zarpas sobre la misma, manchando la totalidad de su brillante
superficie.

—Es un pequeño diablo llamado Erbert, milord —dijo el mayordomo


patéticamente—, que me maldijo cuando nací.

—Has estado leyendo cuentos de hadas alemanes —repuso lord Dorrington


con fría altivez—, y tus imprudentes excusas me obligan a negarte el desempeño
del personaje que reclamas.

Era de todo punto absurdo e inconcebible que un diablo, por pequeño que
fuese, condescendiera a relacionarse con un simple mayordomo, y a lord
Dorrington le indignó, muy justificadamente, la arrogación de su sirviente.
Dorrington era un hombre rico y pragmático. El cinturón Dorrington era la
octava maravilla del mundo, como os diría cualquier guía del castillo. Había sido
regalado por un rey inglés a una dama que fue la fundadora de la familia. Medía
quince centímetros de ancho y estaba recamado de diamantes (no de los grandes,
sino de los muy vendibles). La cámara acorazada de Dorrington era la más sólida
de Inglaterra, pues eran muchos los que codiciaban aquellas gemas, cuyo valor
rondaba las ochenta mil libras.

Lord Dorrington, como digo, era muy práctico en tales menesteres, y allí
donde más de un hombre menos imaginativo se hubiera conformado con
amuletos, su señoría, aunque estudioso de los amuletos, prendía su fe a las puertas
de acero y a las cerraduras Chubb.

Ocuparía excesivo espacio hacer una exposición mínimamente detallada de


la serie de tentativas de robo perpetradas en la cámara blindada del Castillo
Dorrington.

Podría citarse a la despensera que se presentó con informes falsos de una


prestigiosa agencia de servicio doméstico, cuyo baúl contenía taladros de diamante
y un hacha; o a cierto lacayo, dechado de afabilidad y cortesía, poseedor de un
equipo de robo de no menos de cien libras. Hubo también un ayuda de cámara
suizo cuya conducta fue de lo más satisfactoria hasta que una triste noche fue
sorprendido caminando sigilosamente, en calcetines, en dirección de la cámara
acorazada. Su explicación de que, como entendido en pintura, deseaba hacer un
estudio ininterrumpido del Ribera «el Españoleto» que su señoría poseía en la
galería oriental, no fue aceptada por un escéptico tribunal, que amablemente
señaló el hecho de que las llaves maestras encontradas en su posesión no
corroboraban su declaración. Podría citar muchos otros casos.

Fueran cuales fueren las opiniones que sus parientes pudieran tener sobre el
equilibrio mental de lord Dorrington, me es grato afirmar que la perspicacia y la
inteligencia de éste gozaban de la más alta estima en los círculos criminales de
élite.

—No es que sea tan maravillosamente listo —dijo Billy el Chaval (también
conocido como Willie el Seseras)—, pues, a pesar de todos sus timbres y alarmas,
tres hombres trabajando juntos podrían abrir la cámara. Lo peliagudo del caso es
cómo meter allí a más de un hombre.

Sus compañeros de crimen —estaban cenando en el Figgioli, en Conduit


Street, vestidos de tiros largos— asintieron con la cabeza.

—Me han dicho —comunicó Augustus (nadie conocía su apellido)— que


una gente de Nueva York está pensando en…

—Déjales que piensen —interrumpió Billy despectivamente—. Si nosotros no


somos capaces de hacer el trabajo, tampoco ellos lo son.

Había cierta justificación para tal arrogancia, pues Billy el Chaval era un
maestro en su arte, y uno observa, no sin ardor nacional, que la antigua
supremacía de Inglaterra en el campo del robo científico permanece indisputada.

He consignado la precedente conversación a fin de que podáis hacer una


justa apreciación de las contradictorias cualidades de lord Dorrington, ya que cosa
de un mes después adquiriría cierto relieve público, y todo retazo de información
concerniente a su persona sería de interés. Gozaba también de algún relieve en el
terreno de la biología, pero este dato carece de relación con la presente historia.

Probablemente recordaréis que el año de 1910 fue principalmente notable a


causa de la visita del cometa Halley, y por el hecho de que el mundo pasó a través
de la cola de nuestro celeste visitante. Ahora bien, a pesar de los lúcidos artículos
firmados por los más eminentes astrónomos y expuestos en posición destacada en
los más populares órganos de la opinión pública, probando más allá de toda duda
que la cola del cometa Halley podría ser introducida, debidamente comprimida, en
una maleta, había cientos de miles de personas que temblaban como azogadas al
mero pensamiento del fenómeno que iba a sobrevenirles. Según observó
quejumbrosamente un escrito seudocientífico, nadie había encerrado nunca la cola
en una maleta, por lo que era ridículo afirmar que tal cosa pudiera realizarse sin
arrugar dicha cola causándole daños irreparables. Pero la contribución más
importante a la literatura sobre la materia fue una carta firmada «Dorrington» que
apareció en The Times. Comenzaba: «Hay algo más que un aspecto material en el
cometa que se nos acerca…». Y a continuación pasaba a ocuparse de los
extraordinarios sucesos que habían coincidido con su aparición en años anteriores.

Por mi parte (concluía sobriamente lord Dorrington), anticipo que su visita tendrá
notables resultados. Por vez primera en la historia de la humanidad disponemos del
equipamiento científico necesario para registrar y transmitir simultáneamente desde los
puntos más distantes del planeta las sensaciones experimentadas por las personas dotadas
de percepción extrasensorial…
Hubo groseros y sórdidos escritores de Fleet Street que rompieron en
carcajadas al leer esto; aún peor, escribieron párrafos y pequeños poemas de
carácter satírico, provocando con su frivolidad la indignación general del mundo
del ocultismo.

Pero no tardarían en quedar confundidos.

El cometa se fue aproximando, adquiriendo más y más brillo en medio de la


noche, y, a medida que el soberbio espectáculo crecía en esplendor, el mundo
entero se fue tomando el cometa cada vez más en serio.

El globo terráqueo entró en la cola del cometa el dieciocho de mayo, y buen


número de personas permanecieron en vela toda la noche, destruyendo cuanta
parte de su correspondencia pudiera, de ser rescatada del naufragio del mundo,
tender a hacerlas parecer ridículas.

Pero nada sucedió la noche del dieciocho, y el sol se alzó el día diecinueve
del mismo modo que de costumbre.

El mundo se despertó tan activo como siempre, reanudando sus tareas. Las
sirenas de las fábricas ulularon urgiendo al trabajo a millones de obreros, pulcras
doncellas llamaron a innumerables puertas llevando té y tostadas con mantequilla,
y las encargadas de la limpieza ejercieron su majestuoso reinado en la City.

A las siete y cuarto, el guardia Albert Parker, del cuerpo de policía de la


City, entró pausadamente en el callejón de Wine Office Court, procedente de Shoe
Lane. Dobló la esquina del callejón, entrando en una estrecha prolongación del
mismo que desemboca en Fleet Street. A la izquierda se alza la blanca pared de
ladrillos del almacén de papel del Daily Telegraph, y a la derecha la sórdida fachada
del Club de la Prensa. Yaciendo entre el Club y la desembocadura del callejón se
veía el cuerpo de un hombre. «Yaciendo» no es el término exacto, pues la figura,
tumbada boca abajo, tenía los brazos y las piernas extendidos al modo de un águila
que planea.

El guardia Parker aceleró el paso y se acercó a la postrada figura.

Estaba ésta vestida con las prendas más extraordinarias. Los pantalones
eran de piel de oveja, con la lana por fuera; una camisa azul oscuro cubría su
espalda, y en torno a su cuello había un pañuelo chillón de gran tamaño. Bajo los
holgados pantalones calzaba botas altas, de las que sobresalían dos grandes
espuelas plateadas que relucían al sol. A esto había que añadir un sombrero de ala
ancha que yacía a alguna distancia de la figura, y un enorme revólver situado a un
costado.

El guardia se arrodilló y palpó el rostro del caído; estaba muy caliente.


Volvió el cuerpo boca arriba. El hombre respiraba regularmente y el corazón le
latía con firme normalidad; parecía sumido en un profundo sueño.

El guardia Parker frunció el ceño y le olió el aliento. No, no estaba borracho.


El policía lo sacudió por el hombro.

—¡Vamos, espabile! —dijo severamente—. No puede dormir aquí.

El hombre hizo una larga inspiración, suspiró y abrió los ojos, parpadeando
a la luz. Miró fijamente al policía y el policía le miró fijamente a él. El desconocido
tendría unos treinta años de edad; estaba sin afeitar y tenía el rostro cubierto por
una fina capa de polvo blanco.

—¡Caramba! —exclamó, y se sentó rascándose la cabeza. Luego bostezó, se


estiró y se levantó temblando ligeramente—. ¿Dónde está el demonio de mi
caballo? —preguntó soñolientamente.

—Oiga, ¿qué es esto? ¿Una función de circo?

El desconocido clavó fríamente los ojos en el representante de la ley.


Insistió:

—¿Se puede saber dónde está mi viejo penco?

De repente pareció darse cuenta de que algo había sucedido.

Miró con curiosidad a un lado y a otro del callejón. Permitió a sus ojos que
vagasen a lo largo de los edificios; luego los volvió hacia el policía con expresión de
alarma.

Se pasó la mano por la frente con aire de fatiga.

—Había salido a herrar un novillo —dijo con voz aletargada—, cuando esa
maldita luz vino como encabritada por la pradera: era sin duda la cola de un
cometa, y me golpeó con fuerza. ¿Dónde estoy? —preguntó de pronto.

—Está usted en la City de Londres, y voy a llevarlo a comisaría.


El extraño durmiente se tambaleó hacia atrás.

—¡Qué City ni qué calderas del infierno! —rugió—. Estoy en Colefax, Texas.
—Y repitió—: ¿Dónde está mi caballo?

Cuatro policías, rápidamente convocados por un estridente silbato,


empujaron al cow-boy (pues tal era, evidentemente), hasta la comisaría de
Bridewell, y dos horas más tarde, bajo cargo de «ser una persona sospechosa», el
hombre de las chaparreras de zalea fue conducido al Guildhall, a presencia del
alderman.

Que refirió la misma historia, sólo que con mayor coherencia, de la «cola del
cometa que venía haciendo cabriolas por las praderas de Colefax, Texas», queda
evidenciado por el hecho de que al mediodía no había un solo cartel de periódicos
que no proclamase la singular noticia. He aquí los titulares de uno de los diarios
vespertinos más moderados:

SORPRENDENTE DESCUBRIMIENTO EN LA CITY.

COWBOY ATRAPADO POR LA COLA DE UN COMETA, DEPOSITADO


EN LONDRES.

LA GENERALIDAD DE LOS ASTRÓNOMOS AFIRMA QUE ES


IMPOSIBLE.

Era la noticia bomba del día; más aún, era el acontecimiento más prodigioso
del siglo. Los astrónomos se sulfuraban intentando demostrar que la cosa era
imposible por completo. Sin embargo… pero permitidme citar The Evening
Advertiser:

… Otro hecho extraordinario es que, cuando el hombre fue conducido a la comisaría


de Bridewell, su rostro y su cabello estaban cubiertos por un polvillo blanco. El forense de
la City, que fue llamado para que examinase al detenido, se tomó la molestia de extraer con
un cepillo parte de este polvo y someterlo a análisis. Resultó ser una fina materia alcalina,
tal como la que podría acumular alguien que cabalgase por las llanuras alcalinas que
abundante en aquella parte del mundo de la que el hombre dice proceder. Además, cuando
lo registraron, encontraron en su poder diez billetes de cinco dólares, un billete de cinco
dólares mejicanos, alguna calderilla americana, y, lo más notable de todo, un recibo de
hotel. Era por «dormir una noche» en Golden South Hotel, en una ciudad de Texas, y
estaba fechado el 17 de mayo de 1910. Había también una cuenta de lavandería con la
misma fecha, y unos cordones de cuero envueltos en un trozo de periódico americano al que
le faltaba el título, pero cuya fecha, claramente legible, era el 18 de mayo.

Éste y otros testimonios del extraordinario carácter del visitante pueden


encontrarse en el The Physical Magazine, si no son destruidos; pero mucho me temo
que ese particular número de la mencionada publicación haya sido quemado.

No es ninguna exageración decir que Inglaterra no hablaba de otra cosa que


del «hombre traído por el cometa», y que no había en el mundo una sola sociedad
dedicada al estudio de los fenómenos paranormales que no se reuniese
apresuradamente para recopilar datos sobre la notable migración.

La excitación había alcanzado su punto álgido cuando se hizo un nuevo


descubrimiento, aún más sensacional.

Los particulares pueden darse en las palabras del Sussex Times:

En Eastergate ha tenido lugar un impresionante suceso que ha causado gran


conmoción local. Parece ser que un grupo de caballos del establecimiento de
entrenamiento del señor Alfred Knight pasaba por el camino que conduce a las
lomas, cuando el caballo guía, «Master Hopmoon», se sobresaltó al ver la figura de
un hombre que yacía a un lado del camino. No es en absoluto insólito encontrar
vagabundos durmiendo a la intemperie en esta época del año, pero lo notable del
caso presente es que la figura correspondía a un chino. El mozo regresó a medio
galope a la parte de detrás de los caballos, donde cabalgaban el señor Knight y el
jefe de establo, e informó a su patrón. El señor Knight se adelantó inmediatamente
y, desmontando, examinó al caído. Al parecer, el chino estaba durmiendo. Vestía la
indumentaria propia de su país, y el señor Knight comunicó a nuestro
representante que el hombre pertenecía evidentemente a la clase obrera china.

Como era de esperar, el recién llegado no hablaba una palabra de inglés.


Parecía aturdido y aterrado, y costó trabajo persuadirle a acompañar al señor
Knight al cuartel de instrucción de Eastergate, donde se le procuró alojamiento
provisional mientras se pasaba aviso a la policía. Mucho trabajo costó persuadirle a
subir al tren en Barnham Junction, para acompañar a la policía hasta Arundel. El
hombre, presa de lastimoso miedo, farfullaba y gesticulaba como si nunca hubiera
visto un tren en su vida. Afortunadamente, en Arundel vive el reverendo J. Wiggs,
que hasta hace poco ha ejercido como misionero en China y no ha tenido dificultad
en conversar con el Celeste.

Esto era cuanto por el momento podía decir el Sussex Times. Fue a partir de
aquella memorable conversación con el reverendo J. Wiggs cuando la historia del
chino acrecentó su valor. Nadie en Inglaterra leyó aquella entrevista con mayor
interés que lord Dorrington. La leyó en el Morning News, y acto seguido partió en
tren para Londres, y desde allí para Arundel.

—Es completamente cierto, milord —dijo el reverendo J. Wiggs, algo


sobrecogido por la singular experiencia del día precedente—. Lo vi tan pronto
como llegó. Es un chino de la provincia de Yste-Yang; por lo que he podido
entresacar, es barquero. Su historia es tan insólita que la cabeza me da vueltas
cuando trato de comprenderla.

—¿Qué historia es ésa? —inquirió lord Dorrington, no desprevenido para la


respuesta.

—Prácticamente coincide con la contada por el cow-boy que fue descubierto


hace dos días, como tal vez sepa su señoría, en la City de Londres.

Lord Dorrington asintió con la cabeza.

—Dice —continuó el misionero— que, al fresco de la mañana, se encontraba


caminando por un campo de arroz, en dirección al pueblo de Lung-tsi-lang, donde
tenía una cita con un prestamista que deseaba casar a su hija. Había advertido, con
temor, la aparición del cometa, y según caminaba se encontró ante la porción del
firmamento donde la cola del cometa se mostraba vagamente. Según él, el cometa
había perdido brillo, si es que aún conservaba alguno. Pero en el horizonte observó
una curiosa luz. De acuerdo con sus palabras, era «un gran muro de polvo
plateado» que iba creciendo en altura y se iba haciendo más y más brillante, hasta
tal grado que el testigo, aterrado por la aparición y por el resplandor casi cegador
de la visión, se detuvo cubriéndose el rostro con las manos. Oyó un silbante rugido
y perdió el conocimiento. Lo siguiente que supo fue que se encontraba yaciendo
sobre una blanda pendiente de hierba, y que un diablo extranjero estaba
habiéndole en una lengua extraña.

Más tarde, Dorrington vio al chino, quien se mostró muy taciturno, no


dando más señales de su temor de las que su imperturbabilidad natural permitía.

Lord Dorrington regresó a Londres para encontrarse con una pequeña


multitud de reporteros que le esperaban en la estación Victoria para ser foco de
innumerables cámaras y para responder a centenares de preguntas.

—No —dijo, sacudiendo la cabeza, en respuesta a una pregunta del enviado


especial del Morning News—, no me encuentro en condiciones de emitir mis teorías
acerca de los singulares sucesos de los últimos dos días. Tengo mis propias ideas
sobre los mismos, pero no están suficientemente elaboradas para ser expuestas a la
luz pública. Tengo proyectado llevar a ambos hombres al Castillo Dorrington y,
valiéndome de un intérprete por lo que al chino concierne, recoger cuantos datos
sean posibles antes que estas víctimas de los fenómenos astrales sean devueltas a
sus hogares.

—¿Cree que estas traslaciones realizadas por el cometa se han producido en


algún otro lugar? —inquirió el reportero.

—Así lo creo —respondió su señoría—. En el plazo de un día, o quizá de


unas horas, tendremos nuevas manifestaciones del poder del cometa.

Los periódicos habían invertido para entonces su actitud de festivo


escepticismo, y otorgaron a la declaración de lord Dorrington la dignidad de la
letra impresa.

Su profecía, así como la historia de su cumplimiento, aparecieron una al


lado de la otra, pues mientras su señoría permanecía en el centro de los
entrevistadores de la prensa se produjo la tercera, y última que se sepa, de las
extrañas migraciones.

La tercera fue aún más dramática en sus circunstancias que las anteriores.

Lord Dorrington había llegado a la estación Victoria a las diez de la noche


del día veinte, que caía en sábado; mientras exponía sus consideraciones sobre los
fenómenos que traían en vilo a toda Inglaterra, una curiosa escena estaba siendo
representada en uno de los teatros londinenses.

Acababa de subir el telón para dar paso al segundo acto de Nuestra Señorita
Gibbs, en el Gaiety, estando el escenario lleno de hermosas mujeres agrupadas
pintorescamente, cuando de uno de los bastidores emergió una figura que provocó
el estancamiento inmediato de la obra, dejando al mismo director de la orquesta
petrificado con la batuta en alto.

La figura correspondía a un hombre de estatura mediana y enorme


corpulencia. Vestía ropas de etiqueta, manchadas y polvorientas. La pechera de su
camisa, en la que relucía un brillante descomunal, estaba arrugada y mugrienta, y
a medida que se aproximaba anadeando por el escenario, frotándose los ojos y
bostezando, el inmaculado conjunto de coristas se replegó hacia ambos lados.
Miró en derredor con desconcertado ceño, y luego dirigió una pregunta al
actor más próximo a él.

—Oiga —dijo en castellano—, ¿quiere decirme, en nombre del cielo, dónde


estoy?

El actor, que no entendía ni una palabra de español, sacudió negativamente


la cabeza y dirigió una mirada suplicante hacia los bastidores. El telón fue bajado
en medio de algún revuelo.

Aquél era, desde luego, el tercer visitante.

José Sebastián López, que así es como dijo llamarse, era mejicano y se
encontraba pasando unas vacaciones en España. Su historia, registrada con la
pulcra letra de lord Dorrington, no es la menos interesante de las apuntadas en el
memorial sobre los hombres alcanzados por el cometa:

Soy [dice este documento] natural de México, aunque por el momento no


puedo decirle de qué parte de México, pues parece que he perdido la memoria.
Llegué a Madrid la noche del día dieciséis, y me alojé en el Hotel de París, en la
Puerta del Sol.

El día diecisiete, creo, aunque no puedo afirmarlo con certeza, me entrevisté


con un hombre para tratar algún negocio. Quién era, o cuál era la naturaleza de su
negocio, lo he olvidado, pero probablemente cuando mi cabeza esté menos
nublada recordaré el asunto. El día siguiente lo dediqué a pasear por Madrid.
Tengo la vaga impresión de que fui al museo del Prado, y que pasé allí algún
tiempo admirando a los viejos maestros españoles. Sé que por la tarde me vestí
para cenar, y, como la temperatura era benigna, salí sin mi abrigo, dirigiéndome al
Casino. Abandoné el mismo siendo ya bastante tarde. Debía de ser por la
madrugada, pero ya se veían numerosos viandantes y estaban abiertas la mayoría
de las cafeterías. Subí a mi habitación y me senté junto a la ventana abierta,
fumando un cigarro. Fue entonces cuando, por encima de los edificios, hacia la
parte occidental de la Puerta del Sol, advertí una extraña luz blanca en el cielo
semejante a una columna de fuego que crecía visiblemente en grosor según la
miraba. Se hizo más y más voluminosa, y yo me pellizqué, pensando que debía de
estar soñando. Me quedé paralizado, con la boca abierta, y la luz fue aumentando
su radiación hasta llegar a envolverme. No experimenté calor alguno, sólo una
extraña sensación de ingravidez, como si me fuera posible saltar a la calle a través
de la ventana sin hacerme daño alguno… y eso es cuanto recuerdo. Cuando me
desperté me encontré en un edificio extraño. Había sobre mi cabeza una claraboya
abierta, a través de la cual yo debía de haber caído. Supe que me encontraba en un
teatro, pues el telón estaba levantado, y los asientos estaban todos revestidos de
holanda, pero nada de esto encendió mi curiosidad. Todo lo que yo quería era
dormir; dormir, dormir… Salvé trepando el foso de la orquesta y comencé a errar
por el escenario en busca de algún lugar donde tumbarme, pues me encontraba
como borracho de sueño.

Lord Dorrington se negó firmemente a recibir periodistas, aunque algunos


de los más competentes viajaron hasta High Dorrington para averiguar sus
opiniones.

—Lo único que puedo decir es esto —dijo su señoría a una selecta
delegación, cuya insistencia les había asegurado una breve entrevista—. Tengo,
como ustedes saben, a los tres hombres aquí en el Castillo Dorrington. Con la
ayuda de unos intérpretes estamos recopilando y comparando cuanto dicen acerca
de su migración. Puedo adelantarles que sus relatos concuerdan en todos los
respectos, y que la relación completa de mis investigaciones será publicada muy en
breve. El cow-boy parece ser, de los tres, quien posee un recuerdo más vívido de lo
sucedido, y estoy seguro de que, por fin, contamos con una manifestación de un
misterio oculto que convencerá a los más escépticos.

Dicho esto, su señoría acompañó a los periodistas hasta la puerta de la sala,


para volver a sus raras investigaciones.

No disponemos, desafortunadamente, de los pormenores de esa indagación,


aunque fuentes autorizadas aseguran que llenó montones de folios. Podemos
suponer que un cow-boy irritado, un chino incoherente pero impertérrito y un
caballero mejicano de lo más locuaz permanecieron sufridamente sentados
mientras lord Dorrington, con la fría persistencia del entusiasta, les extraía los
particulares de sus diversas sensaciones.

Fue la noche de la visita de los periodistas cuando se registró la cuarta y


más inexplicable de las correrías del cometa. Los tres hombres, después de un
largo interrogatorio, se habían retirado a sus dormitorios individuales, y lord
Dorrington permanecía solo en su estudio, revisando las notas que había hecho.

Absorto en su labor, perdió cuidado del tiempo, y el tiempo, totalmente


libre de la tutela de lord Dorrington, avanzó despiadadamente.
Habiendo alzado la vista en un patético esfuerzo por encontrar un sinónimo
de «extraordinario» y de «destacable», su señoría observó, estupefacto, que las
manecillas del reloj indicaban las dos y media.

Recogió sus papeles, los guardó bajo llave en su escritorio, encendió su vela
de retirarse a dormir, y apagó la luz de su estudio. Luego avanzó por el corredor
hacia la gran escalera que conducía a sus aposentos.

De pronto, cuando se encontraba a mitad del ancho corredor, refulgió una


blanca y cegadora llamarada que se echó sobre él. Al tiempo que retrocedía
tambaleándose, algo le golpeó en la cabeza, y cayó al suelo como un leño.

Dicen algunos que quedó inconsciente, pero otros aseguran que fue un
miedo cerval lo que mantuvo a su señoría tendido en el suelo del corredor hasta
que un criado madrugador lo descubrió y le ayudó a regresar al estudio.

Su primera reacción —y aquí reveló su espíritu de auténtico científico— fue


mandar buscar a los tres hombres para comparar las sensaciones de él con las de
ellos.

No hubo respuesta a las llamadas de los criados de lord Dorrington. Un


examen de las habitaciones condujo al descubrimiento de que los hombres habían
desaparecido. Sus camas estaban sin deshacer; no había señales de su presencia.

Lord Dorrington permaneció un rato ante la puerta del cuarto del cow-boy,
con una compresa de agua extendida por la cabeza, sumido en profundos
pensamientos. El tremendo carácter del nuevo fenómeno le impresionaba incluso a
él.

Volvió a su estudio, y envió treinta y seis telegramas a treinta y seis


diferentes periódicos, pero el mensaje era el mismo en todos los casos:

Tres visitantes astrales transmigrados. Yo mismo he experimentado el poder del


cometa. Envíen reportero.

—DORRINGTON.

Mucho antes de que a los periodistas les fuera posible responder a la


invitación, un individuo alto, pulcramente afeitado, de cejas espesas, subió con
paso alado hasta el portalón del alcázar de Dorrington y exigió imperiosamente ver
a su señoría.
Hablaba con fuerte acento americano, y cuando fue conducido a presencia
de lord Dorrington, asintió secamente con la cabeza.

—Ha venido usted —comenzó su señoría— para preguntar por los


hombres…

—Uno era chino —interrumpió el recién llegado bruscamente—, otro


español y el tercero de mi país. ¿Estoy en lo cierto?

—Así es —afirmó lord Dorrington gravemente—, pero un fenómeno que…

—Nada de fenómenos —dijo el brusco desconocido—. Son Los Tres de


Denver; los demonios más listos que jamás hayan atracado un banco. ¿Dónde
están?

—Han desaparecido —contestó su señoría, traspasando al otro con la


mirada.

—¡Desaparecidos! —rugió el visitante—. ¡Infierno humeante!


¡Desaparecidos! Escuche —prosiguió rápidamente—, soy Torken, de la Pinkerton.
Tengo una orden de detención extendida contra los tres; son ladrones de bancos.
Llevamos un año detrás de ellos. Son la gente que suplantó a la delegación china el
pasado otoño, largándose con las joyas del embajador británico.

—¿Joyas? —repitió su señoría desmayadamente.

—Joyas —afirmó el vigoroso americano.

Lord Dorrington, soportado por el brazo del detective, se dirigió a la cámara


acorazada más sólida de Inglaterra.

Exteriormente parecía que nada anormal había ocurrido. Pero cuando su


señoría hubo insertado la llave encontró innecesaria la operación, pues la cerradura
estaba abierta y el cinturón Dorrington había desaparecido.
Calzado blanco
1

Jack Trevor no era celoso. Se dijo esto a sí mismo una docena de veces; se lo
dijo a Marjorie Banning sólo una vez.

—¡Celoso! —flameó ella, y añadió, ganando control de su ira—: No acabo de


comprenderte. ¿Qué entiendes tú por celoso?

Jack se sintió, y pareció, incómodo.

—La palabra «celoso», desde luego, suena tonta en este caso —trompicó—.
Lo que quiero decir es «suspicaz».

Volvió a aturullarse.

Estaban sentados en el Parque, bajo un olmo aparrado, y, aunque no se


encontraban lejos de la enloquecedora multitud, la misma locura de ésta la
ahuyentaba lo suficiente como para dejarla minimizada a una cantidad
perdonable. Había a la vista exactamente tres parejas de enamorados, una niñera
con un cochecito, un policía y unos cuantos niños jugando.

—Lo que quiero decir es… —dijo Jack desesperadamente—. Me fío de ti,
cariño, y… bueno, no quiero conocer tus secretos, pero…

—¿Pero…? —repitió ella fríamente.

—Bueno, meramente señalo el hecho de que te he visto tres veces pasar en


un coche despampanante…

—Un coche de una cliente —dijo ella con calma.

—Pero, seguramente, el acicalar el cabello de la gente no requiere el


mediodía y la tarde completos —insistió él—. La verdad es que lamento
profundamente darte la lata, pero el hecho es que siempre que te he visto en el
coche ha coincidido con los días en que, según tus palabras, no podías quedar
conmigo por las tardes.

Ella no respondió inmediatamente.

Él se lo estaba poniendo muy difícil, y ella se resintió amargamente, no sólo


de las dudas y sospechas albergadas por él respecto a sus movimientos, sino del
hecho de no poder ofrecerle explicación alguna. Lo que más le dolía era la
justificación que su silencio podía darle.

—¿Quién ha estado inoculándote esas ideas? —preguntó ella—. ¿Lennox


Mayne?

—¡Lennox! —bufó él—. ¡Qué ridícula eres, Marjorie! A Lennox jamás se le


cruzaría por la mente decir nada contra ti, contra mí o contra cualquier otra
persona. Lennox te aprecia mucho… De hecho, fue Lennox quien me presentó a ti.

Ella se mordió los labios pensativamente. Tenía excelentes razones para


creer que Lennox la apreciaba hondamente, en el sentido en que Lennox apreciaba
a las numerosas empleadas de comercio conocidas al azar, y que el mismo hecho
de ser ella una empleada de comercio enardeció la admiración de aquel joven hasta
un grado demasiado familiar.

Trabajaba como empleada en una gran peluquería del West End, y odiaba
su empleo; de hecho, odiaba su trabajo más que su necesidad de trabajar. Su padre,
un médico provinciano de escaso relieve, había muerto hacía pocos años,
dejándolas a ella y a su madre sin un penique. Un amigo de la familia conocía al
viejo Fennett, propietario de la Fennett’s, quien se encontraba en necesidad de una
secretaria. Ella se integró en calidad de tal en lo que Lennox Mayne describía
crudamente como «mundillo del esquileo femenino». Posteriormente había dejado
el puesto de secretaria para desempeñar una función más práctica dentro del
negocio, pues el anciano, maestro de aquel arte, la había iniciado en los misterios
del «cultivo del color» (euforia más pretenciosa que conseguida).

—Lamento profundamente haberte molestado —expresó la muchacha


etiqueteramente—, pero las empleadas de comercio tenemos nuestros deberes,
Jack.

—¡Por Dios, no te autodenomines «empleada de comercio»! —espetó él—.


Naturalmente, cariño, acepto sin trabas tus explicaciones, pero ¿por qué te
muestras tan misteriosa?

—Porque se me paga para serlo —sonrió ella—. Ahora, por favor, llévame al
Fragiana, pues estoy desfalleciendo de hambre.

Durante la comida volvieron al tema de Lennox.

—Ya sé que no te cae bien —dijo Jack—, pero no por eso deja de ser una
buena persona, y, lo que es más, me resulta muy útil, y no puedo permitirme el
lujo de renunciar a mis amigos productivos. Ambos pertenecimos al mismo equipo
de rugby, pero he de reconocer que siempre ha tenido más agallas que yo. Ha
logrado amasar una fortuna, mientras que yo me las veo y me las deseo para reunir
el millar que me capacite para ofrecerte el más humilde de los hogares de barrio…

La muchacha le acarició la mano por debajo de la mesa.

—Eres un cielo —dijo—, pero espero que nunca hagas tu dinero como
Lennox ha hecho el suyo.

Jack protestó con indignación, pero ella prosiguió con una sacudida de
cabeza:

—Nosotras, las teñidoras de marchitos cabellos femeninos, oímos historias


extrañas, y Lennox es demasiado conocido en Londres como vividor a costa de su
ingenio.

—Pero su tío…

—Su tío es muy rico, pero odia a Lennox. Todo el mundo lo dice.

—En eso es en lo que te equivocas —replicó Jack triunfalmente—. Es cierto


que han tenido roces, pero en la actualidad están reconciliados. Precisamente
anoche estuve cenando con Lennox, mientras tú andabas por ahí en ese cochazo
(no digo esto con ánimo denigrante, cariño). Bien, el caso es que durante la cena
me dijo que el viejo está ahora de lo más amigable. Y lo que es más —bajó
confidencialmente la voz—, va a ofrecerme una oportunidad de hacer dinero.

—¿Lennox? —dijo ella incrédulamente, y sacudió la cabeza—. Puedo


imaginarme a Lennox haciendo una fortuna para sí mismo, o incluso
deslumbrando a cándidas doncellas con perspectivas doradas, peto no alcanzo a
imaginármelo haciendo una fortuna para ti.

Él se echó a reír.

—¿Ha tratado alguna vez de deslumbrarte con perspectivas doradas? —


bromeó, pero la muchacha eludió la cuestión.

Ella y Lennox Mayne se habían conocido en la casa de un amigo mutuo, y


posteriormente habían vuelto a verse en el Parque, al igual que ahora lo hacía la
joven con Jack, y Lennox había descubierto para ella un futuro que tenía algunas
ventajas materiales e incontrovertibles regresiones espirituales. Cierto domingo en
que la llevó al río se encontraron con Jack Trevor, y a partir de entonces a ella le
resultó cada vez más fácil mantener a raya al filántropo.

Al caer las primeras sombras regresaron paseando al Parque, y al trasponer


las verjas de entrada del Arco de Mármol se cruzaron con un hombrecillo
desaliñado, con indumentaria de caballista, quien al ver a Jack se tocó el sombrero
y desplegó una amplia sonrisa.

—Ése es Willie Jeans —explicó Jack sonriendo—. Su padre fue nuestro mozo
de cuadra en los viejos tiempos de Royston. Me pregunto qué estará haciendo en
Londres…

—¿A qué se dedica?

—Es un tout.

—¿Un tout?

—Sí; un tout es una persona dedicada a observar caballos de carrera. Willie


es un observador muy perspicaz. Colabora en un periódico deportivo, y creo que
gana un montón de dinero.

—¡Qué extraño! —exclamó ella, y soltó una carcajada.

—¿Qué es lo que tanto te divierte? —preguntó él con sorpresa, pero ella no


se lo dijo.
2

El hombre que estaba tendido inmóvil a lo largo del remate de la tapia tenía
ciertas características extrañas, camaleónicas. Su veteada chaqueta verde y el
deslustrado conjunto de sus calzones y polainas armonizaban tan perfectamente
con la antigua tapia y con los árboles que sobresalían por encima de ella, que
nueve de cada diez transeúntes le hubieran pasado por alto. Afortunadamente
para su tranquilidad, no había paseantes a aquella hora (eran las siete de una
soleada mañana de mayo). Tenía los codos apoyados sobre un pegote de argamasa
desmoronada y unos prismáticos pegados a los ojos, y en su rostro se dibujaba una
dolorosa mueca de concentrada atención.

Llevaba veinte minutos esperando en aquella actitud, y el robusto individuo


que estaba sentado dentro del automóvil estacionado en la carretera, a alguna
distancia, suspiró impacientemente. Volvió la cabeza al oír el descenso del
observador.

—¿Has acabado? —preguntó.

—Ajá.

El hombre robusto volvió a suspirar, y dirigió el traqueteante vehículo


velozmente hacia el pueblo.

El desaliñado espía no recobró el habla hasta que llegaron a las afueras de


Baldock.

—Yamen está cojo —dijo.

El hombre robusto, debido a su agitación, estuvo a punto de subir el auto a


la acera.

—¿Cojo? —repitió incrédulamente.

Willie hizo un gesto afirmativo.

—Se puso a cojear a mitad del galope —dijo—. No ganará ningún Derby.

El hombre corpulento suspiró profundamente.

Eran hermanos. Willie el menor y Paul el mayor, aunque no había entre


ellos más parecido del que pueda existir entre una rata de alcantarilla y una gallina
de buen corral.

El auto se detuvo con una sacudida ante la oficina de correos de Baldock, y


Willie se apeó pensativamente. Durante algún tiempo permaneció cavilante sobre
la amplia acera, rascándose el mentón y exteriorizando inesperados síntomas de
indecisión. Finalmente volvió a montar en el coche.

—Vayamos al garaje a conseguir algo de gasolina —dijo.

—¿Por qué? —preguntó su pasmado hermano—. Pensaba que ibas a poner


un telegrama…

—No importa lo que pensaras: vayamos por gasolina. Luego puedes


llevarme a Londres. Las oficinas de correos no abren hasta dentro de media hora.

Su carnilleno pariente produjo unos borboteantes sonidos con los que


intentó expresar su asombro y su fastidio.

Cuando el auto entraba de nuevo en Stevenage Road, Willie condescendió a


explicarse.

—Si envío un telegrama desde aquí, la noticia se extenderá por todo el


pueblo en pocos minutos —dijo con acento mordaz—. Ya sabes cómo son estos
pueblecitos, y el señor Mayne nunca me lo perdonaría.

Lennox Mayne era la principal fuente de ingresos del tout. Aunque contaba
con algunos clientes más, Willie Jeans dependía principalmente de los honorarios
que percibía de su opulento patrón.

La profesión del señor Jeans era ciertamente curiosa. Éste era lo que en la
prensa deportiva se denomina «un hombre de observación», y tenía su centro de
operaciones en Newmarket. Pero existen grandes hipódromos fuera del emporio
central del deporte hípico, y, cuando su jefe requería información, el señor Jeans se
desplazaba a Wiltshire Downs, a Epsom y a otros lugares para procurarse
información de primera mano acerca del estado físico de determinados caballos.

—Ha habido suerte —musitó—. No creo que en todo Inglaterra le haya sido
posible a ningún otro espiar los caballos del viejo Greyman. Generalmente, tiene a
media docena de hombres patrullando la carretera para asegurarse de que nadie
anda olisqueando por encima de la tapia.
Stuart Greyman poseía en Royston Road una extensa heredad adaptada a
las peculiares exigencias de un hombre tan reservado y furtivo como era él, pues
una alta tapia rodeaba el amplio parque en cuyo interior eran entrenados sus
caballos, y contaba con un personal de probada lealtad.

De otras caballerizas es posible obtener información valiosa manteniendo


razonables relaciones con los mozos de cuadra, pero Greyman, o retribuía a sus
empleados demasiado bien para dar lugar a tal tipo de filtraciones, o se mostraba
extremadamente discriminatorio a la hora de reclutar su servidumbre. Como
consecuencia, el anciano era una especie de terror para los recintos de apuestas.
Producía ganadores inesperados, y tan bien estaba guardado su secreto, que hasta
que terminaba la carrera y el dinero comenzaba a fluir de las oficinas de cotización
no había el menor indicio de que el vencedor era «esperado». En consecuencia,
disfrutaba del privilegio de las cotizaciones altas, y cuantos intentos se habían
hecho de espiar sus caballos habían desembocado en el fracaso.

La satisfacción de Willie era, pues, natural, y su logro poco menos que


milagroso.

El polvoriento automóvil hizo alto en una digna plazoleta de Londres, y el


ultrajado mayordomo que atendió la puerta titubeó durante un buen rato antes de
decidirse a anunciar a los visitantes.

Lennox Mayne estaba desayunando. Era un joven de impecable presencia.


Se quedó menos desconcertado que su mayordomo ante el espectáculo del
desaliñado señor Jeans.

—Sentaos —dijo secamente, y cuando los visitantes hubieron obedecido y el


mayordomo hubo cerrado la puerta, añadió—: ¿Qué hay de nuevo?

Willie soltó su historia, y Lennox Mayne escuchó con un pensativo


fruncimiento.

—¡El viejo demonio! —dijo suavemente, no sin admiración—; ¡el redomado


zorro!

En principio, Willie estaba de acuerdo en que Stuart Greyman era todo lo


que su amante sobrino decía, y aún más, pero no alcanzaba a comprender por qué
el señor Greyman era más diabólico aquella particular mañana que cualquier otra.

Lennox permaneció durante unos instantes sumido en sus pensamientos,


tras lo cual dijo:

—Ahora, Jeans, comprende bien que esto es un secreto. No debe filtrarse ni


la más ligera insinuación de que Yamen está cojo. Podría decirte que hace diez
minutos mi tío me ha telefoneado desde Baldock para decirme que acaba de hacer
galopar a Yamen y que éste ha salido perfectamente de la prueba.

—¡Cómo! —exclamó Willie, indignado—. ¡Le digo que ese caballo está tan
cojo…!

—No lo pongo en duda —interrumpió su patrón—, pero el señor Greyman


tiene buenas razones para hacer correr el rumor de que Yamen está sano. Ha
apostado fuertemente a favor de que el caballo ganará el Derby, y necesita tiempo
para salvar su dinero. ¿Qué otros caballos participaron en la prueba?

—No conozco sus caballos muy bien —explicó Willie—, pero el que fue a la
cabeza en la prueba era, desde luego, una maravilla. Materialmente arrastraba al
resto de los caballos. No pude cronometrar la velocidad, pero vi que corrían a
galope tendido.

—¿Estás seguro de que fue Yamen quien se puso a cojear?

—Completamente seguro —afirmó el otro enfáticamente—. Lo vi correr en


Ascot y en Newmarket el año pasado, y no es posible confundir sus patas blancas.
No se ve con frecuencia un caballo marrón que tenga las cuatro patas calzadas de
blanco.

El otro meditó.

—¿Qué tipo de caballo era el que ganó la prueba?

—Era completamente marrón, sin mota de blanco.

—Hum —musitó el señor Mayne—. Ése debe de ser Fairyland. Deberé


tenerlo en cuenta. Gracias por venir —dijo a la vez que los despedía con un
movimiento de cabeza—, y recordad…

—¡Punto en boca! —dijo Willie al tiempo que plegaba los dos billetes de
banco que su patrón había empujado a través de la mesa.

Una vez solo, el señor Lennox Mayne se sumió en rápidas e intensas


reflexiones. No albergaba la menor intención de culpar a su tío. Lennox Mayne no
podía permitirse el lujo de condenar el engaño o la traición de los demás, toda vez
que él no había amasado su sólida fortuna prestando una atención excesivamente
estricta a las sutilezas de ningún código de conducta conocido. Era un jugador, y
un jugador con éxito. Jugaba en la bolsa y en las carreras de caballos, pero su éxito
se basaba principalmente en las apuestas que realizaba sobre seres humanos. En
este último respecto había dado dos pasos en falso. Había apostado no sólo por la
tolerancia, sino también por la inferior inteligencia de su tío materno, Stuart
Greyman. Había utilizado información recibida confidencialmente de aquel
hombre tan reticente, y para su consternación había sido detectado, tras lo cual se
había producido entre ambos una ruptura que había durado cinco años y que al
parecer había acabado cuando el viejo Greyman se encontró con él cierto día en la
parrilla del Carlton a la hora del almuerzo, y le comunicó bruscamente su perdón.

—¡El viejo demonio! —murmuró, admirado—: casi me vende.

Pues el viejo Greyman le había dicho, otra vez confidencialmente, que


apostara por Yamen en el Derby.

Lennox Mayne no se fiaba de nadie, y mucho menos de su tío, de quien


sospechaba que albergaba rencor contra él. En consecuencia, había mandado a su
tout para confirmar la exaltada historia de la prodigiosa velocidad del desconocido
Yamen. Yamen sólo había corrido dos veces, debido a su edad de dos años. Había
recibido los mayores cuidados con vistas a hacerlo competir en las carreras
clásicas, por lo que, al menos en un principio, la historia que el viejo le había
contado era plausible.

¡De manera que el viejo estaba tratando de pillarlo en la trampa!


Afortunadamente, Lennox no había apostado un penique por la información que
su tío le había suministrado.

Si Greyman había sido uno de sus fracasos, no lo había sido menos Marjorie
Banning. Había veces en que Lennox Mayne admitía que ella había sido el mayor
de sus fracasos. ¡La había encontrado tan fácil, dada su situación social tan
accesible…!

Fue una coincidencia el que, teniendo la mente ocupada en ella, sonara el


agudo timbre del teléfono y le saludara la voz de Jack Trevor.

Al oír el nombre torció el gesto, pero su voz fue lo suficientemente


agradable.

—¡Hola, Jack! Sí, sí, ven a verme. ¿No trabajas hoy?… Bien.

Colgó el auricular y regresó a su mesa. ¡Jack Trevor! Los ojos se le


estrecharon. No había olvidado a este inocente amigo, y durante diez minutos tuvo
la mente muy ocupada.

Jack desempeñaba una relevante función en una oficina de la City


dependiente del negocio del caucho, y como consecuencia de la crisis que esta
industria atravesaba disponía de más tiempo libre del habitual.

Lennox lo recibió en su estudio, y empujó una pitillera de plata hacia el


visitante.

—¿Qué te trae al oeste a estas horas? —preguntó—. ¿Te quedas a comer?

Jack movió negativamente la cabeza.

—El hecho es —dijo de buenas a primeras— que me encuentro algo


preocupado, Lennox. Es por Marjorie.

Lennox levantó las cejas, preguntando:

—¿Qué ha estado haciendo Marjorie? ¿Desea volverte el pelo de un oro


flameante?

Jack sonrió.

—La cosa no es tan grave —repuso—. Sé que aprecias mucho a Marjorie.


Lennox, tú eres un hombre de mundo cuyo consejo es digno de tenerse en cuenta,
y… el hecho es que me comen los demonios de lo preocupado que me tiene. —
Permaneció largo rato en silencio, y Lennox le observó con curiosidad—. O tiene
un amigo misterioso o tiene un empleo misterioso. Cuatro veces ha pasado ante mí
en la calle, montada en un cochazo con chófer.

—¿Sola?

Jack asintió.

—Tal vez se dirigía a ver a un cliente —sugirió el otro descuidadamente—.


Ya sabes que incluso las mujeres que poseen coches de lujo necesitan los servicios
de profesionales de la peluquería.

—Incluso las mujeres que poseen autos de lujo no requieren los servicios de
una peluquera desde las tres de la tarde hasta las once de la noche —replicó Jack
sombríamente—; y ésa fue la hora en que Marjorie regresó a su pensión. Sé que fue
odioso espiarla, pero eso es exactamente lo que hice. Está ganando un montón de
dinero. Mantuve una charla con su patrona. Visité la pensión con el pretexto de
que quería ver a Marjorie, y conseguí que la hospedera me hablase de ella. Me dijo
que Marjorie cambió un cheque de cien libras para pagarle.

—Hum —emitió Lennox. Estaba tan intrigado como su amigo. Su ágil


cerebro trabajó durante un tiempo, y finalmente dijo—: Seguramente habrá una
explicación sencilla para todo, mi buen Jack; así que deja de comerte el coco.
Marjorie será cualquier cosa menos ligera de cascos. ¿Cuándo vais a casaros?

—El cielo lo sabe —repuso—. Para ti es muy fácil hablar de matrimonio,


pues eres rico; pero para mí significa otros doce meses de ahorro.

—¿Has fijado la suma que necesitas para casarte? —preguntó Lennox con
una sonrisa.

—Mil libras, y tengo ahorradas unas seiscientas.

—Entonces, querido Jack, voy a ponerte en camino de obtener no mil, sino


diez mil.

Jack le miró boquiabierto.

—¿De qué demontres estás hablando?

—Estoy hablando del desconocido Yamen, un caballo de mi tío. Te dije el


otro día que te haría llegar a ser rico. Voy a hacerlo.

Se levantó, fue hasta una mesa y cogió un periódico matutino, volviéndole


las páginas.

—He aquí la apuesta —dijo—. Yamen, cien a seis, y es tan seguro que
Yamen ganará el Derby como que vas a casarte con tu bonita chica. Puedo
adquirirte diez mil a seiscientas hoy mismo… Mañana la cotización puede bajar.
—¡Por Dios! No puedo permitirme el lujo de perder seiscientas libras —
jadeó Jack, y el otro soltó una carcajada.

—Si supieras cuan pequeño es el riesgo no gimotearías como una oveja. Te


digo que es dinero regalado.

—Supongamos que apuesto sesenta libras…

—¿Sesenta? —repuso el otro con desprecio—. Mi querido amigo, ¿para qué


sirve hacer dinero en peniques? Aquí tienes la oportunidad de tu vida, y, a menos
que seas un lunático, no vas a perdértela. Mañana el caballo estará más cerca de
seis a uno que de dieciséis, y puedes apostar tu dinero y esperar a cambio una
fortuna sin correr prácticamente riesgo alguno.

Estuvo media hora hablando de caballos (de Yamen, de su velocidad, de los


cuidados tomados en su cría), y Jack escuchó fascinado.

—Llamaré a un corredor de apuestas y haré la apuesta a tu nombre.

—Espera, espera —dijo Jack roncamente cuando ya el otro alcanzaba el


teléfono—; es una suma terrible para arriesgar, Lennox.

—Y una suma terrible para ganar —replicó el tentador. Si hubiera dispuesto


de mayor tiempo, hubiera arreglado las cosas de modo que las seiscientas libras
hubieran ido a parar a su bolsillo, pero eso era imposible. A Jack Trevor había que
atraparlo ahora o nunca; no había que darle tiempo para reflexionar o buscar
consejo, y sobre todo no había que darle tiempo para descubrir que Yamen era un
animal lisiado. El secreto podría filtrarse de un momento a otro: un mozo de
cuadra descontento, un espía casual, un veterinario demasiado hablador…
Cualquiera de ellos podría irse de la lengua, y el secreto del establo sería
difundido. La pérdida de seiscientas libras no evitaría tal vez que una altiva
peluquera contrajera matrimonio, pero ciertamente retrasaría el suceso.

—Lo haré —dijo Jack con un jadeo, y escuchó como en sueños la plácida voz
de su compañero.

—Cárguelo a la cuenta de Mr. John Trevor; Castlemaine Gardens… Sí, me


hago responsable. Gracias.

Colgó el auricular y se volvió hacia el otro con una singular sonrisa.


—Te felicito —dijo suavemente, y Jack regresó a la City, la cabeza en un
torbellino. Incluso el misterio de los movimientos de su prometida era una
pequeñez comparado con su propia y terrible imprudencia.

Marjorie Banning oyó la noticia y se desplomó sobre una silla de las que se
alquilaban en el parque a dos peniques. Afortunadamente, la silla estaba allí.

—¿Has arriesgado todo el dinero a un caballo? —preguntó con voz hueca—.


¡Oh, Jack!

—Pero, cariño —replicó Jack con firmeza— el dinero es prácticamente mío,


y todo cuanto Lennox dice es verdad. El caballo estaba ayer a dieciséis a uno, y hoy
ya está a ocho a uno.

—¡Oh, Jack! —fue todo cuando ello logró decir.

Él necesitaba convencerse a sí mismo. Era miserablemente consciente de su


desatino, y se había maldecido mil veces por escuchar la voz de la tentación.

—No hay nada que temer, Marjorie —dijo con un entusiasmo pobremente
simulado—; el caballo pertenece al tío de Lennox Mayne. Dijo a Lennox que es
seguro que ganará. Piensa en lo que significan diez mil libras, Marjorie querida…

La muchacha escuchaba con escepticismo. Ella, que conocía el trabajo y el


sacrificio con que Jack había ido juntando sus ahorrillos, y comprendía aún más
claramente que él el alcance que tendría la pérdida de éstos, todo cuanto alcanzaba
a hacer era permanecer sentada con un desmayado sentimiento de desesperación.

En aquellos momentos el señor Lennox Mayne estaba experimentando un


desaliento parecido, aunque por motivos diferentes. Requerido por telegrama, el
que había sido denominado «Príncipe de los Touts» (aunque jamás ha habido
ningún príncipe más desaliñado y peor afeitado) había acudido a toda prisa a la
Plazoleta de Manchester, y mientras el mugriento «Ford», con su robusto y
gallináceo conductor, permanecía estacionado a la puerta, el señor Willie Jeans se
revolvía inquieto y aguantaba el chaparrón de insultos que le dirigía su patrón.

—Eres un borrico metepatas, y fui un tonto al contratarte —tronó Lennox


Mayne—. ¿De qué sirve espiar un caballo si se es espiado a la vez? Te dije que no
permitieras que nadie supiera que estás en contacto conmigo, baboso microcéfalo,
pese a lo cual te has ido de la lengua.
—No, no lo he hecho —replicó el otro con indignación—. Nunca me voy de
la lengua. ¿Cree usted que podría ganarme la vida si…?

—Has estado yéndote de la lengua. Escucha esto.

Lennox agarró una carta de encima de la mesa.

—Esto es de mi tío. Escucha, maldito imbécil: «No te contentas con mi


información, por lo que parece, sino que empleas a tu tout para que espíe mis
entrenamientos. Puedes decir al señor Willie Jeans de mi parte que si se le vuelve a
ver en mi finca o en sus proximidades, recibirá la paliza mayor que le hayan dado
en su vida».

El siguiente párrafo, que expresaba la opinión de Stuart Greyman sobre su


sobrino, no fue leído por Lennox.

—Nadie me vio, que yo sepa; no había nadie en la tapia —gruñó el señor


Jeans—. Mi trabajo bien vale cincuenta libras.

—De mí no conseguirás esas cincuenta libras. Ya te he dado todo lo que te


mereces, y no vuelvas a acercarte a mí.

Cuando el señor Willie Jeans se juntó con su hermano no se encontraba de


un humor muy cordial.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó el plácido conductor.

Willie sugirió cierto lugar que cuenta con los más fáciles y variados accesos,
y su hermano, que no estaba desacostumbrado a aquellos exabruptos, reanudó su
ruta originaria, que era la de Epsom. Un policía del parque de Hyde levantó una
mano en señal de advertencia al ver cómo traqueteaba el desvencijado vehículo,
pero el cacharro del señor Willie Jeans en un «auto privado» acorde con las
disposiciones de la ley, y ambos hermanos se unieron a la resplandeciente
procesión de vehículos que avanzaban lentamente por el parque.

Fue el Destino quien hizo que el depósito de aceite se obturase a menos de


una docena de pasos de donde se hallaban sentados dos desconsolados amantes.

—¡Qué coche tan raro! —dijo la muchacha—. ¿Y no es ése el hombre que


vimos el otro día… el tout, no es así como le llamas?
—Sí —contestó Jack sombríamente—; ése es el tout —y añadió de repente—:
me pregunto si lo sabrá…

Se levantó y se adelantó hasta Willie, quien se tocó la gorra.

—Buenas tardes, señor Trevor.

—¿Adónde se dirigen? —preguntó Jack.

—Voy a Epsom, a ver las carreras del Derby. La mayoría de los caballos
están allí —sonrió con maligna satisfacción—, pero falta Yamen.

—¿Por qué no está allí? —preguntó Jack desfalleciéndole el corazón, pues


percibió instintivamente la hostilidad que el hombrecillo sentía hacia el caballo de
cuyo éxito dependía tanto futuro.

—Porque nunca verá ninguna carrera… por eso —repuso el otro


salvajemente.

—¿Que nunca verá ninguna carrera? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó
Jack lentamente.

—Está cojo —explicó el hombrecillo, quien preguntó, de pronto—: no habrá


apostado por él, espero…

Jack asintió.

—Venga aquí —dijo—. Acabo de tener una noticia malísima, Marjorie. Jeans
dice que Yamen está cojo.

—Es cierto —afirmó el tout—; está tan cojo como el viejo Junket. Éste es otro
caballo del señor Greyman. ¿No recuerda, señor Trevor? Siempre parecía que iba a
ganar a medio galope, pero los últimos cien metros los terminaba cojeando.

—No entiendo mucho de caballos —dijo Jack—. Quiero que me hable de


Yamen. ¿Cuánto tiempo hace que está cojo?

—Hoy hace tres días —contestó el hombrecillo—. He estado espiándolo


durante una semana. Se accidentó en la prueba final.

—¿Pero lo sabe el señor Greyman?


—¡El señor Greyman! —exclamó el otro despectivamente—. ¡Por supuesto
que lo sabe! No quiso decírselo a Lennox Mayne, pero yo se lo comuniqué a éste,
acción que me valió un montón de gracias.

—¿Cuándo se lo dijo usted? —preguntó Jack, palideciendo.

—Anteayer.

—¡Entonces Lennox Mayne estaba enterado!

Jack estaba desconcertado, conmocionado más allá de toda expresión.

—No puede ser verdad —dijo—. Lennox Mayne nunca…

—Lennox Mayne sería capaz de vender a su madre —dijo Willie Jeans


desdeñosamente.

—¿Fue Lennox Mayne quien te persuadió a apostar por ese caballo? —


preguntó la muchacha.

Jack asintió.

—¿Está usted seguro de que Yamen está cojo?

—Lo juro. Conozco a Yamen como a la palma de mi mano —afirmó el


hombrecillo enfáticamente—. El único caballo completamente calzado de blanco de
todas las caballerizas de Baldock…

—¡Baldock! —La muchacha estaba en pie, con los ojos muy abiertos—.
¿Baldock, ha dicho?

—Así es.

—¿Quién vive allí? ¿Cómo se llama?

—Greyman.

—¿Qué tipo de hombre es?

—Es un anciano de unos sesenta años, de cabello gris, y tan duro como un
clavo. Es un viejo zorro, además; apostaría a que es demasiado zorro para Lennox
Mayne.

Ella permaneció silenciosa durante algún tiempo; después que el


hombrecillo se hubo marchado en su zangoloteante medio de locomoción, hizo
finalmente una pregunta de lo más inesperada y sorprendente.

—¿Me llevarás a ver el Derby, Jack?

—Por Dios, ¿desde cuándo te interesan las carreras de caballos? Habrá un


bullicio insoportable.

—¿Me llevarás? Puedes alquilar un coche para ese día, y podemos ver la
carrera desde encima de la carrocería. ¿Me llevarás?

Él asintió, demasiado pasmado para hablar. Nunca antes había ella


evidenciado el menor interés por ninguna carrera de caballos.
3

Debió de correr algún rumor acerca del achaque de Yamen, pues la mañana
de la carrera el caballo se citó en la lista de los cotizados veinticinco a uno, y la
prensa dejaba entrever trazas de un contratiempo.

Ha llegado a nuestros oídos —decía el Sporting Post— que no todo marcha bien con
Yamen, el candidato principiante del señor Greyman. Quizá sea inadecuado describirlo
como «principiante», dado que ya ha corrido dos veces en público, pero hasta que su nombre
apareció en lugar destacado en las listas de apuestas, muy pocos tenían la menor idea de
que el potro nacido de la pareja Mandarín-Etabell tuviera alguna pretensión a las
competiciones de envergadura clásica. Esperamos, por el buen nombre de ese gran
deportista que es el señor Stuart Greyman que el rumor sea exagerado.

Marjorie no había asistido nunca a una carrera de caballos, por lo que


posiblemente el más sedante de estos encuentros la hubiera asombrado, pero
Epsom fue una revelación. No era tanto un concurso hípico como una gran fiesta y
una verbena. El gentío la sobrecogió. Intentó, estando en pie sobre el techo del
coche, calcular su número. Oscurecía las colinas, formaba una compacta falange
desde un extremo a otro del hipódromo, abarrotaba las tribunas y atestaba los
recintos de apuestas, y entre carrera y carrera llenaba la pista. Su atronador
vocerío, su incesante movimiento, el caleidoscópico colorido de las casetas y los
carteles, reclamaban su interés aun más que los caballos.

—Corren toda clase de rumores —dijo Jack, regresando de su exploración


—. Dicen que Yamen no va a correr. Los periódicos así lo han dado a entender.
Estoy francamente asustado, cariño. He sido un imbécil.

Ella se inclinó por encima del borde del vehículo y cogió la mano de Jack,
quien advirtió con asombro que la muchacha acababa de ponerle un papel en ella.

—¿Qué es esto… un billete? ¿Vas a hacer una apuesta?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—Quiero que compres una apuesta para mí.

—¿A favor de qué caballo?

—De Yamen.
—¡De Yamen! —repitió él incrédulamente, y miró al billete. Era de cien
libras. Incapaz de otra reacción, se quedó mirándola desamparadamente.

—No debes hacerlo. ¡No debes!

—Hazme el favor —insistió ella firmemente.

Jack se abrió paso hasta el recinto de apuestas de Tattersall, y después que


concluyó la carrera preliminar al Derby, se aproximó a un corredor de apuestas a
quien conocía de nombre. Los números de los caballos participantes estaban ya
siendo alzados cuando regresó junto a ella.

—Te he adquirido una apuesta de dos mil quinientos a cien —dijo—, y he


estado a punto de no hacerlo.

—Me hubiera enfadado fuertemente contigo si no lo hubieras hecho —


repuso Marjorie.

—Pero ¿por qué…? —comenzó, y se interrumpió en seco al ver alzarse el


tablón de los números—. Yamen va a correr.

Nadie sabía mejor que la muchacha que Yamen iba a correr. Distinguió la
chaqueta azul pálido del jinete durante el desfile preliminar, y vislumbró las
famosas patas blancas del hijo de Mandarín cuando éste se dirigía a medio galope
a la línea de salida. Le dolía el brazo de tanto sostener los prismáticos, pero no los
desenfocó ni un momento de la chaqueta azul. Por fin la blanca cinta saltó por los
aires y el rugido de doscientas mil voces clamó al unísono:

—¡Ya salen!

La chaqueta azul ocupaba el tercer lugar cuando los caballos escalaron la


colina, el cuarto al llegar a la curva de la línea férrea, de nuevo el tercero donde la
ancha pista doblaba la Esquina de Tattenham para continuar en línea recta, y
entonces gritó la estridente voz de un corredor de apuestas cercano:

—¡Yamen gana por un poney! —al tiempo que Yamen tomaba la delantera
para mantenerla con firmeza y ganar finalmente por tres cuerpos.

—No sé cómo empezar la historia —dijo ella aquella noche. Estaban


cenando juntos, pero Marjorie era la anfitriona—. Comienza en realidad hace un
mes, cuando un anciano caballero entró en la peluquería para hablar con el
propietario, el señor Fennett. Estuvieron juntos unos diez minutos, y seguidamente
fui llamada al despacho. El señor Fennett me dijo que el caballero tenía un encargo
especial, y que necesitaba a una experta para hacer cierta labor de teñido. Al
principio pensé que era para él mismo, y lamenté grandemente que un venerable
anciano quisiera modificar el bello blanco natural de sus cabellos. No supe
realmente para qué se requerían mis servicios hasta la semana siguiente, en que su
chófer vino a buscarme y me llevó a Baldock. Y entonces me lo dijo. Me preguntó
si traía conmigo el material de decolorar y teñir, y cuando le respondí
afirmativamente me hizo saber el secreto. Dijo que era muy quisquilloso en lo
referente al color de los caballos; que tenía un maravilloso caballo de patas blancas,
y que no le convencían las patas de tal color. Quería que tiñera las patas de un
marrón bonito. Naturalmente, me eché a reír, pues la cosa no era para menos; pero
él estaba muy serio, y entonces me presentó al hermoso caballo… que fue el cliente
más dócil que jamás he tenido —sonrió.

—¿Y le teñiste las patas de marrón?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Pero eso no fue todo. Existía otro caballo cuyas patas había que decolorar
hasta dejarlas blancas. El pobre las tendrá blanqueadas para siempre, a menos que
le sean teñidas de nuevo. Ahora sé, pero antes no sabía, que se trataba de un
caballo llamado Junket. Cada pocos días tenía yo que ir a Baldock a renovar el
teñido y el decolorado. El señor Greyman había dispuesto con el señor Fennett la
condición de que mi misión sería mantenida en secreto incluso para la firma, y por
supuesto nunca hablé de ella, ni siquiera a ti.

—Entonces, cuando te vi en el coche…

—Me dirigía a Baldock para teñir y decolorar, respectivamente, a mis dos


bellos clientes —rió ella—. No sé nada de caballos de carrera, y no tenía la menor
idea de que el caballo que yo había teñido era Yamen. De hecho, hasta que Willie
Jeans mencionó la palabra «Baldock» no relacioné el establo con el Derby.

»La mañana siguiente a cuando te dejé estaba yo citada para ir a Baldock a


quitar el teñido. El señor Greyman me había dicho que había cambiado de opinión
y que quería que el caballo volviera a tener blancas las patas. Y entonces me decidí
a hablarle de ti y de la situación exacta en que te encontrabas. Me dijo la verdad,
tras hacerme jurar que guardaría el secreto. Se había reconciliado con Lennox y le
había contado todo lo relativo a Yamen. Y posteriormente descubrió que Lennox,
lejos de confiar en él, hacía espiar los caballos. Se enfureció tanto que, con el fin de
engañar al espía enviado por su sobrino, hizo teñir las patas del caballo y dio al…
al tout la oportunidad de ver al pobre Junket, con las patas blanqueadas,
derrumbar su marcha, como sabía que la derrumbaría. Me dijo que había apostado
por Yamen para ganar una gran fortuna.

—¿De manera que sólo tú, entre toda la gente que había en las lomas de
Epsom, sabías que ganaría Yamen?

—¿Acaso no aposté por él? —preguntó la teñidora de patas.


El criminal perfecto
El señor Felix O’Hara Golbeater sabía algo de investigación criminal, pues,
habiendo ejercido como solicitor durante dieciocho años, había mantenido asiduo
contacto con las clases delincuentes, y su ingenio y agudas facultades de
observación le habían permitido obtener sentencias condenatorias en casos en los
que los métodos ordinarios de la policía habían fracasado.

Hombre escaso de carnes, avecinado en la cincuentena, se distinguía por


una barba cerrada y mocha y unas cejas cargadas, siendo objeto una y otra de
desvelados y pacientes cuidados.

No es habitual, ni siquiera entre las gentes de toga, tan dadas a costumbres


singulares, extremarse en el cuidado de las cejas, pero O’Hara Golbeater era
hombre precavido y preveía el día en que la gente interesada en ello buscaría sus
cejas cuando su retrato figurase en los tablones de anuncios de las delegaciones de
policía; pues el señor Felix O’Hara Golbeater, que no pecaba de iluso, se daba
perfecta cuenta del hecho primordial de que no se puede engañar a todo el mundo
indefinidamente. En consecuencia, vivía eternamente alerta a causa de la
misteriosa persona que, tarde o temprano, acabaría por entrar en escena y sabría
ver a través de la máscara de Golbeater el abogado, de Golbeater el fideicomisario,
de Golbeater el mecenas deportivo y de (última y mayor de sus distinciones)
Golbeater el aviador, cuyos vuelos habían causado cierta sensación en el pueblecito
de Buckingham donde tenía su «sede campesina».

Una noche de abril estaba sentado en su despacho. Sus amanuenses se


habían ido a casa hacía ya mucho tiempo, y la encargada de la limpieza también se
había marchado.

No era costumbre de Felix O’Hara Golbeater quedarse en la oficina hasta las


once de la noche, pero las circunstancias eran excepcionales y justificaban la
desusada conducta.

A sus espaldas había una serie de cajas de acero laqueadas. Estaban


dispuestas en estantes y ocupaban media pared.

En cada caja, pintado con pulcros caracteres blancos, figuraba el nombre de


la persona o entidad para cuyos documentos estaba reservado el receptáculo.
Había una caja dedicada al «Sindicato Alfarero Anglochino» (en liquidación), otra
destinada a «La testamentaría Erly» y otra a nombre de «El difunto sir George
Gallinger», para no citar más que unas cuantas.

Golbeater estaba principalmente interesado en la caja que llevaba la


inscripción «Bienes de la difunta Louisa Harringay», que permanecía abierta sobre
su impoluto escritorio y con el contenido dispuesto en ordenados montones.

De cuando en cuando tomaba notas en un libro pequeño, pero grueso,


colocado a su lado; notas destinadas, al parecer, a su uso confidencial, pues el libro
estaba provisto de cierre.

Cuando estaba más absorto en su inspección sonó un golpe seco en la


puerta.

Alzó la vista y escuchó con el cigarro apretado entre sus dientes blancos y
regulares.

La llamada se repitió. Se levantó, cruzó la alfombrada habitación con


suavidad e inclinó la cabeza, como si de esa forma pudiera intensificar sus
facultades auditivas.

El visitante volvió a golpear los paneles de la puerta, esta vez con


impaciencia, y trató luego de abrirla.

—¿Quién es? —preguntó Golbeater suavemente.

—Fearn —fue la respuesta.

—Un momento.

Golbeater volvió rápidamente hasta el escritorio y amontonó todos los


documentos en la caja abierta. Colocó ésta nuevamente en su estante y, regresando
junto a la puerta, la abrió.

Un joven esperaba en el umbral. Su largo raglán estaba salpicado de lluvia.


En su rostro, amable y franco, luchaban el embarazo de quien tiene que cumplir
una misión desagradable y el fastidio peculiar del inglés a quien se hace esperar
sobre el felpudo de la puerta.

—Adelante —dijo Golbeater, y abrió del todo la puerta.

El joven entró en la habitación, y se quitó el abrigo.


—Está bastante mojado —se disculpó con voz ronca.

El otro asintió con un gesto.

Cerró la puerta cuidadosamente y echó la llave.

—Siéntese —dijo, y atrajo una silla. Sus firmes ojos grises no se apartaban
del rostro del otro. Estaba completamente alerta, en tensión, obedeciendo al atávico
instinto de la defensa. Hasta la inclinación de su cigarro revelaba cautela y desafío.

—Vi encendida la luz del despacho… y se me ocurrió hacer una visita —dijo
desmayadamente.

Siguió una pausa.

—¿Ha volado usted últimamente?

Golbeater se quitó el habano de la boca y lo examinó atentamente.

—Sí —respondió como si hablase confidencialmente con su cigarro.

—Es curioso que una persona como usted se dedique a eso —dijo el otro,
con un destello de admiración reprimida en los ojos—. Supongo que el estudio de
los criminales y el contacto con ellos… le fortalece los nervios… y demás.

Fearn estaba marcando el tiempo. Casi podía oírse la marcha acompasada


de los pasos de su mente.

Comenzó de nuevo.

—¿Cree de veras, Golbeater, que alguien podría… podría escapar de la


justicia si realmente lo intentase?

Un extravagante pensamiento que tenía la mitad de esperanza relampagueó


en la mente del letrado. ¿Habría hecho aquel joven necio alguna incursión fuera de
la ley? ¿Habría también él sobrepasado la línea divisoria? Los jóvenes son dados a
las locuras.

Y si así fuese, ello significaría la salvación para Felix O’Hara Golbeater, pues
Fearn era el prometido de la joven heredera de la fortuna de la difunta Miss
Harringay… y era también el tipo de hombre a quien el abogado más temía. Lo
temía porque era un necio, un necio terco e inquisitivo.

—Lo creo, y muy de veras —respondió—; mi tesis, basada en la experiencia,


es que en cierto tipo de crímenes el culpable no tiene por qué ser necesariamente
descubierto, y que, en otras variedades, incluso si resulta identificado, puede muy
bien, contando con un día de ventaja, escapar al arresto.

Se arrellanó en su sillón para proseguir con su teoría favorita, que ya había


sido tema de debate la última vez que él y Fearn se habían encontrado en el club.

—Tómeme a mí como ejemplo —dijo—. Suponga que yo fuese un criminal


(uno de los de envergadura); nada me sería más fácil que montar en mi aparato,
salir volando alegremente para Francia, descender allí donde supiera que me
esperaban suministros de repuesto y continuar mi viaje hasta algún lugar
insospechable. Conozco una docena de sitios en España donde el avión podría
ocultarse.

El joven le contemplaba con expresión sombría y dubitativa.

—Admito —siguió Golbeater, haciendo un gesto con la mano que sostenía


el cigarro— que me encuentro en circunstancias excepcionalmente favorables para
ello; pero, en realidad, en cualquier caso la cuestión no consiste sino en arreglarlo
todo de antemano; en una cuidadosa y detallada preparación, al alcance de
cualquier criminal. El camino, en realidad, está abierto para todos. Pero ¿qué nos
encontramos en la práctica? Un individuo roba sistemáticamente a su patrón y se
engaña a sí mismo todo el tiempo con la creencia de que sucederá un milagro que
le permitirá salir con bien de sus desfalcos. En vez de reconocer lo inevitable, sueña
con la suerte; en lugar de planear metódicamente su fuga, emplea todas sus
facultades organizadoras en ocultar hoy el delito de ayer.

Se detuvo, a la espera de la confesión que había estado alentando. Sabía que


Fearn hacía alguna que otra especulación de bolsa; que frecuentaba las carreras de
caballos.

—Hum —gruñó Fearn. Su rostro, magro y moreno, se contrajo en una


momentánea mueca—. Es maravilloso el no encontrarse fuera de la ley, ¿verdad?
¿Usted no lo estará, supongo?

Felix O’Hara Golbeater era sumamente perspicaz en lo referente a las


sutilezas de la naturaleza humana y muy avisado en la lectura de presagios. Sabía
captar la verdad que se esconde tras una sonrisa y lo mismo puede ser interpretada
como una muestra de humorismo que como una fatal acusación, y así, en la
pregunta que se le formulaba a modo de burlona humorada, reconoció su ruina.

El joven le observaba ávidamente, con la mente asaltada por vagos temores,


tan vagos e indefinidos que había pasado cuatro horas paseando arriba y abajo por
la calle donde estaban situadas las oficinas de Golbeater antes de decidirse a
visitarlo.

El abogado se echo a reír.

—Sería bastante enojoso para usted el que yo me encontrase en tal situación


—repuso—, pues en este momento tengo en mi poder algo así como sesenta mil
libras de su prometida.

—Creía que estaban en el banco —dijo el otro prestamente.

El letrado se encogió de hombros.

—Así es —repuso—, pero no por eso dejan de estar a mi disposición. Las


palabras mágicas «Felix O’Hara Golbeater», inscritas en la esquina inferior
izquierda de un cheque, pondrían el dinero en mis manos.

—¡Oh! —exclamó Fearn.

No hizo intento alguno de disimular su alivio.

Se levantó con ese gesto un tanto desmañado característico de los jóvenes de


honestidad transparente, y expresó con palabras el pensamiento que con mayor
insistencia le rondaba la mente.

—Me importa un bledo el dinero de Hilda —dijo bruscamente—. Tengo


suficiente para vivir, pero comprendo que hay que andarse con cuidado… por
interés de ella, claro está.

—Hace usted muy bien en ser cuidadoso —dijo Golbeater. Las comisuras de
sus labios se crisparon, pero la barba ocultó el hecho a su visitante—; sería
conveniente que pusiera usted un detective en el banco para cuidar de que yo no
saque el dinero y desaparezca.

—Lo he hecho —reveló el joven, presa de cierta confusión—; al menos…


bueno, la gente dice cosas, ¿sabe?… Se habló mucho de aquel caso del legado
Meredith… A decir verdad, usted no salió muy airoso de aquello, Golbeater.

—Pagué el dinero —replicó Golbeater de buen temple—, si es a eso a lo que


se refiere.

Fue hasta la puerta y la abrió.

—Espero que no se moje —dijo cortésmente.

Fearn no acertó más que a murmurar un incoherente tópico, y bajó a


traspiés y a tientas las oscuras escaleras que descendían hasta la calle.

Golbeater entró en la habitación contigua, cerrando la puerta tras de sí. No


había allí ninguna luz, y desde la ventana pudo observar los movimientos del otro.
Medio esperaba que a Fearn se le uniese algún acompañante, pero la vacilación
que el joven exteriorizó al salir a la calle indicaba que no tenía ninguna cita ni
esperaba a nadie.

Golbeater regresó al despacho interior. No malgastó el tiempo en


especulaciones. Sabía que el juego había terminado. De un cajón abierto en el
fondo de la caja fuerte sacó un memorándum y lo repasó.

Un año antes, un francés excéntrico que ocupaba una pequeña pero señorial
vivienda campestre en el condado de Wilt había muerto, y la propiedad había sido
puesta en venta. Lo curioso del caso era que no se ofreció en el mercado inglés. Su
difunto propietario era el último descendiente de un linaje de exiliados franceses
que tenían establecido su hogar en Inglaterra desde los tiempos de la Revolución.
Los herederos, que no albergaban el menor deseo de residir en una tierra que nada
significaba para ellos, habían confiado la venta de la propiedad a una firma de
notarios franceses.

Golbeater, perfecto conocedor de la lengua francesa y serio estudioso de la


prensa parisiense, tuvo noticia de la oferta y adquirió la propiedad por mediación
de una serie de agentes. Fue reamueblada desde París. Los dos criados que
cuidaban de la pequeña mansión habían sido contratados asimismo desde París, de
donde recibían su paga, y ninguno de ambos, que recibían giros y cartas con el
matasellos parisiense, asociaban a M. Alphonse Didet, el empleador a quien jamás
habían visto, con el abogado de Londres.

Tampoco las buenas gentes de Letherhampton, la aldea próxima a la casa, se


quebraban demasiado los cascos acerca del cambio de propietario. Un «franchute»
era, al fin y al cabo, muy parecido a otro «franchute»; habían crecido
acostumbrados a las excentricidades de los aristócratas exiliados, y los veían con la
misma indiferencia con que miraban los accidentes del paisaje, y con el desdén que
la mente aldeana reserva para los ignorantes que no hablan su lengua.

También disponía Golbeater, en las cercanías de Whitstable, de un pequeño


bungalow amueblado con sencillez, al que acostumbraba ir los fines de semana. Lo
más importante y valioso que contenía era una motocicleta; y en el depósito de
equipajes de una estación terminal de Londres había dos baúles, viejos y
deteriorados, cubiertos de etiquetas con nombres extranjeros y de pintorescos
anuncios de hoteles de ultramar. Felix O’Hara Golbeater era muy meticuloso en
sus métodos. Además, se beneficiaba de la experiencia ajena; conocía el tipo del
criminal ocasional y se aprovechaba de la lección proporcionada por el prematuro
fin que es la recompensa de la negligencia en la fuga.

Fue hasta la chimenea, encendió una cerilla y quemó el cuaderno de notas


hasta dejarlo reducido a ceniza. No había nada más que quemar, pues tenía por
costumbre deshacerse en el acto de cuanto pudiera llegar a ser comprometedor. De
la caja fuerte sacó un grueso paquete, lo abrió y expuso a la vista un apretado fajo
de billetes ingleses y franceses. Representaban la mayor parte de las sesenta mil
libras que, si cada cual tuviera lo suyo, deberían estar en poder de los banqueros
de Miss Hilda Harringay.

Las sesenta mil no estaban completas, porque había tenido que tapar
algunas trampas de más urgente y apremiante pago.

Se puso rápidamente un impermeable, apagó la luz, dejó artísticamente una


carta a medio terminar en un cajón abierto de su escritorio y salió del despacho.
Cuando el tren correspondiente a la hora de salida de los teatros dejaba la estación
de Charing Cross, Golbeater iba pensando en las ventajas de ser soltero. Carecía de
ataduras que pudieran turbar su conciencia: era el delincuente ideal.

Desde la estación de Sevenoaks recorrió a pie el camino de tres kilómetros


largos que conducían al hangar. Pasó la noche en el cobertizo, leyendo a la luz de
una linterna. Mucho antes de la aurora se cambió de indumentaria, vistiendo su
conjunto de mecánico y guardando su ropa de calle, cuidadosamente plegada, en
un armario.

Hacía un día perfecto para volar, y a las cinco de la mañana, con la ayuda de
dos labradores que se dirigían a su trabajo, puso en marcha el avión y se elevó con
facilidad sobre la aldea. Para su buena fortuna, no hacía viento, y, lo que era aún
mejor, el mar estaba cubierto de neblina. Había tomado la dirección de Whitstable,
y cuando percibió bajo él, en la oscuridad, el rumor de las aguas, descendió hasta
distinguir la orilla; reconoció un puesto de guardacostas y prosiguió el vuelo por
espacio de una milla, a lo largo de la playa.

Los periódicos que publicaron el relato de la tragedia del avión describieron


cómo fue descubierto el aparato, flotando invertido a tres kilómetros de la costa, y
la afanosa exploración efectuada por los guardacostas y la policía en busca del
cuerpo del infortunado Felix O’Hara Golbeater, que evidentemente se había
extraviado y había perecido ahogado cuando trataba de llegar a su bungalow.
Insinuaban en lenguaje velado que lo que se proponía era en realidad ganar la
costa francesa, para lo que tenía muy buenas razones.

Lo que ninguno de ellos descubrió fue cómo Felix O’Hara Golbeater había
orientado su aparato en ángulo escala-cielo cuando apenas distaba unos metros de
la superficie del agua (y otro tanto de la orilla) y se había dejado caer en el mar con
cerca de sesenta mil libras en el bolsillo impermeable de su mono de faena.

Ni cómo, con sorprendente rapidez, había alcanzado el pequeño y aislado


bungalow de la playa, retorcido sus empapados vestidos en la galería, entrado luego
en la casita para mudarse de ropa, y vuelto a salir para hacer un hato con el mojado
conjunto de mecánico; ni cómo había metido éste en un saco convenientemente
lastrado y lo había dejado caer en el pozo situado detrás de la casa. Ni cómo, con
pasmosa celeridad, se había rapado la barba y las cejas, poniendo tal cuidado en
eliminar los rastros de la operación que ni un simple pelo sería jamás encontrado
por la policía.

Ninguna de esas cosas fue descrita, por la sencilla razón de que no eran
conocidas, y de que no hubo ningún reportero lo suficientemente imaginativo para
figurárselas.

A primeras horas de la mañana, un motociclista limpiamente afeitado, de


aspecto juvenil, provisto de gafas de motorista y envuelto en un amplio
impermeable, se dirigió velozmente a Londres, deteniéndose únicamente en las
poblaciones y fondas frecuentadas por los motociclistas. Llegó a Londres después
del anochecer. Dejó la moto en un garaje, juntamente con el mojado impermeable.
Había tomado en cuenta un plan más elaborado para deshacerse de ambas cosas,
pero no lo consideró necesario ni lo era en realidad.
Felix O’Hara Golbeater había dejado de existir: estaba tan muerto como si
verdaderamente su cadáver yaciera, juguete de las ondas, en el seno del océano.

M. Alphonse Didet pidió al mozo de la consigna, en buen francés


entreverado de un inglés no tan bueno, la devolución de sus dos baúles.

Para los aldeanos de Letherhampton, el esperado francés había llegado o


regresado (se mostraban un tanto vagos en cuanto a si había estado ya o no en la
casita con anterioridad) y su presencia servía de relleno a las conversaciones.

Londres entretanto discutía con afanoso interés la historia de Felix O’Hara


Golbeater. Scotland Yard sometió a un rápido examen las oficinas del señor
Golbeater en Bloomsbury, el piso del señor Golbeater en Kensington y la cuenta
corriente del señor Golbeater; pero, pese a que descubrieron muchas cosas
interesantes, no encontraron dinero alguno.

Una muchacha de rostro pálido, acompañada por un joven delgado y de


aire sencillo, interrogaba al detective encargado del caso.

—Nuestra hipótesis —dijo el policía con acento impresionante— es que, al


intentar huir a la costa francesa, sufrió un accidente mortal. Estoy convencido de
que ha muerto.

—Yo, no —repuso el joven.

El detective pensó que era tonto, pero consideró inoportuno decirlo.

—Estoy seguro de que vive —dijo Fearn enérgicamente—. Le digo a usted


que es listo como un demonio. Si quería abandonar Inglaterra, ¿por qué no hacerlo
tomando el buque-correo de la noche pasada? Nada se lo impedía.

—Tenía entendido que usted había contratado detectives privados para que
vigilasen los barcos, ¿no es así?

El joven se sonrojó.

—Sí —confesó—; lo había olvidado.

—Enviaremos una circular a todas las delegaciones, pero debo confesar que
no espero que se le encuentre.
En honor de la policía ha de afirmarse que no se anduvo con displicencias a
la hora de realizar su tarea. El bungalow de Whitstable fue registrado de punta a
punta, sin resultado; no había el menor rastro de Golbeater; incluso el espejo ante
el que se había afeitado estaba cubierto de una espesa capa de polvo; éste había
sido uno de los primeros artículos del mobiliario examinados por el detective.

El terreno circundante fue escudriñado con la misma escrupulosidad, pero


el día de la partida del fugitivo había llovido, y además éste se había tomado la
trabajosa molestia de llevar a cuestas la moto hasta la carretera.

Su piso no ofrecía tampoco indicio alguno de su paradero. La carta


inacabada apoyaba fuertemente la teoría de la policía de que no había tenido la
intención de huir tan precipitadamente.

Afortunadamente, el caso mereció para los periódicos franceses el interés


suficiente como para permitir a Felix O’Hara Golbeater adquirir un conocimiento
básico de la marcha de las investigaciones. Cada mañana llegaban puntualmente a
su chateau los periódicos Le Petit Parisién y Le Matin. No se había suscrito a ningún
periódico inglés; era demasiado prudente para hacerlo. En las audaces columnas
de Le Matin descubrió algo sobre sí mismo: todo cuanto deseaba saber, y ése todo
era altamente satisfactorio.

Se entregó a la relajante vida de su casa de campo. Había planeado el futuro


con todo detalle. Se autocondenó a seis meses de prisión en su bella vivienda, al
término de los cuales podría establecer ya, merced a una asidua correspondencia
llevada con el tacto y la estrategia debidos, su personalidad como M. Alphonse
Didet sin el más leve temor de ser identificado. Pasados los seis meses haría una
excursión ordinaria, quizá a Francia, o, siguiendo un plan más elaborado, saldría
embarcado en un yate.

Por el momento se dedicó al cultivo de sus rosas, al estudio de la


astronomía, al que le invitaba el diminuto observatorio del difunto propietario, y a
mantener una voluminosa correspondencia con varias doctas sociedades situadas
en Francia.

Había por entonces en Letherhampton un superintendente de policía


amante del estudio. Lenguas ingratas expresaban la opinión de que sus estudios
adolecían de una laguna imperdonable para los de su profesión: la criminología.

El superintendente Grayson era un hombre hecho a sí mismo y un


autodidacta. Era el típico suscriptor de los centros de enseñanza por
correspondencia, y, mediante un módico desembolso y una enorme capacidad
para aprender al modo de los loros ciertos hechos oscuros para el hombre medio,
había llegado a convertirse, sucesivamente, en técnico publicitario, ingeniero civil
de pasadero mérito, periodista y docto en francés y español. Su francés pertenecía
a la variedad que se entiende mejor en Inglaterra, sobre todo por los profesores de
centros de enseñanza por correo, pero el superintendente vivía en beatífica
ignorancia de este hecho, y suspiraba por una oportunidad de experimentar con
un auténtico francés.

Con anterioridad a la llegada de M. Alphonse Didet había visitado repetidas


veces el chateau y hablado, en su lengua materna, con los dos sirvientes allí
instalados. Como no eran más que unos pobres e ignorantes siervos, no
comprendieron, por supuesto, el elevado lenguaje que él hablaba, en vista de lo
cual desechó a sus obtusas víctimas por estimarlas demasiado provincianas,
aunque de hecho ambas eran parisienses de pura cepa.

Una vez entrado en escena M. Alphonse, el superintendente Grayson trató


de dar con una excusa para hacerle una visita, con el mismo y desamparado afán
con que el que desea colgar un cuadro busca un martillo en el momento crítico. Las
fuentes ordinarias de inspiración estaban descartadas. M. Didet, al ser súbdito
francés, no podía ser llamado a formar parte de un jurado; pagaba religiosamente
sus impuestos; nunca había atropellado a nadie con su automóvil, entre otras
razones porque no poseía automóvil.

El superintendente desesperaba ya de encontrar la ocasión propicia, cuando


un desventurado policía resultó gravemente herido durante el cumplimiento de su
deber, y se abrió una suscripción en todo el condado para acudir en su socorro, con
autorización del jefe de policía. Se encomendó al superintendente Grayson la
misión de recoger las dádivas locales.

Fue así como llegó al Chateau Blanche.

M. Alphonse Didet observó a la fornida figura que se aproximaba, calzada


con botas de montar y espuelas, el pecho florido de caireles y de cintas, como
correspondía a un superintendente con un pasado en el ejército, y se dio golpecitos
en los dientes con la pluma, pensativo. Abrió un cajón de su escritorio y sacó su
revólver. Estaba cargado. Extrajo los cartuchos y los arrojó en un puñado a la
papelera. Porque, si aquello significaba arresto, no estaba completamente seguro
de lo que haría, pero tenía la absoluta certeza de que no lo ahorcarían.
Paul, el anciano mayordomo, anunció al visitante.

—Hágale pasar —dijo M. Alphonse, y adoptó una postura negligente en la


butaca, con un libro de ciencia sobre la rodilla y las grandes gafas artísticamente
encaramadas de medio lado sobre la nariz. Alzó la mirada por debajo de las
enarcadas cejas conforme el policía entraba, se levantó y, con una cortesía muy
francesa, le ofreció un asiento.

Tras aclararse la garganta, el superintendente comenzó a hablar en francés.

Dio los buenos días a monsieur; se sentía desolado por tener que interrumpir
los estudios del doctor profesor, pero, helas, un terrible accidente había ocurrido a
un bravo gendarme del cuerpo municipal (ésta fue la denominación más
aproximada a «fuerza de policía del condado» que el esforzado hablante logró
encontrar, y sirvió para el caso).

Su interlocutor escuchó y comprendió, emitiendo firmemente a través de la


nariz largos, muy largos suspiros de alivio, y sintiendo un extraordinario temblor
de rodillas, sensación que nunca hubiera pensado experimentar.

También él se sentía desolado. ¿Podía hacer algo?

El superintendente sacó del bolsillo una hoja manuscrita, plegada. Explicó,


en su francés, el significado de su encabezamiento, exponiendo el abolengo y la
posición social de los ilustres nombres de quienes contribuían con su ayuda.
Nombres colosalmente rasgueados y barrocamente confusos. Los únicos caracteres
sencillos eran los correspondientes a la columna del dinero, donde la prudencia y
el instinto de conservación habían aconsejado que las cifras de los donativos fuesen
inconfundibles.

¡Qué alivio! Alphonse Didet cuadró los hombros y llenó los pulmones con el
aire de la libertad y la respetabilidad.

Interiormente alborozado, aunque relajado y sereno por fuera, el profesor


francés de las gafas ladeadas caminó hasta su escritorio. ¿Cuánto debería dar?

—¿A cuánto equivalen cien francos? —preguntó por encima del hombro.

—A cuatro libras —respondió el superintendente con orgullo.

Y el señor Alphonse Didet estampó su firma, anotó cuidadosamente la


cantidad de cuatro libras en la columna destinada al propósito, sacó de un cajón un
billete de cien francos y se lo tendió al superintendente junto con la lista de
donantes.

Siguieron una serie de reverencias y cumplidos murmurados por ambas


partes; el superintendente efectuó su partida, y M. Alphonse Didet, embargado de
satisfacción y de placer, le observó descender por el sendero.

Aquella noche, mientras dormía el sueño de los justos, dos hombres de


Scotland Yard entraron en su dormitorio y lo detuvieron en la cama.

Sí, arrestaron al más sagaz de los criminales, porque en la lista de donativos


había firmado, con letra clara y exuberante, «Felix O’Hara Golbeater».
El diamante número setenta y cuatro
El inspector de Scotland Yard, con su aspecto de ave fría, miraba la flaca
figura del rajá de Tikiligi con un regocijo que a duras penas lograba ocultar. El rajá
era joven, y en su elegante atuendo occidental de etiqueta parecía aún más ligero.
El oscuro color oliváceo de su tez estaba enfatizado por un sedoso bigotito negro, y
su bien engominado cabello, negro como ala de cuervo, estaba atusado hacia atrás
desde la frente.

—Espero que a Su Alteza no le importe verme —dijo el inspector.

—No, no; no me importa —dijo Su Alteza sacudiendo la cabeza


vigorosamente—. Me alegro de verle. Hablo inglés muy bien, pero no soy súbdito
británico. Soy súbdito holandés.

Al principio el inspector no supo cómo expresar su misión con palabras.

—Hemos sabido en Scotland Yard —comenzó— que Su Alteza ha traído a


este país una gran colección de piedras preciosas.

Su Alteza asintió enérgicamente con la cabeza.

—Sí, sí —dijo ansiosamente—. Fenomenales joyas, fenomenales piedras


preciosas, grandes como huevos de pato. ¡Tengo veinte!

Habló a un ayudante de piel oscura en un idioma que el inspector no


entendió, y el hombre extrajo un estuche del cajón de un escritorio, lo abrió y
mostró una brillante colección de piedras que relucían y destellaban a la luz de la
estancia.

El inspector quedó impresionado, no tanto por el valor o la belleza de las


piedras como por el considerable peligro que corría su dueño.

—Por esto es por lo que he sido enviado aquí —explicó—. Tengo que
advertirle, de parte del comisario de policía, que justamente ahora hay en Londres
dos ladrones que son de temer en especial.

—¡Bah! Yo no temo nada —replicó Su Alteza ondeando las manos


majestuosamente—. Este hombre —señaló a su ayudante— es un gran personaje
en mi país. Es jefe de policía, y trata con gran crueldad a los hombres malos. ¡Les
corta la cabeza con gran rapidez!
Dijo algo a su auxiliar, al parecer en su propia lengua, y éste mostró dos
blancas filas de dientes al sonreír.

—Recuerde, oficial inspector de policía —dijo el rajá con dignidad—, que no


vengo a vender. Vengo a comprar; a comprar el diamante número setenta y cuatro
para mi collar.

—¿El diamante número setenta y cuatro?

—Setenta y tres tengo, todos de gran belleza y tamaño. ¡Mire!

Caminó enérgicamente hasta la mesa y cogió de nuevo el estuche,


seleccionando una brillante piedra de gran tamaño.

—Quiero comprar uno como éste —dijo—. Debe ser tan grande, tan bello y
tan brillante, y pagaré lo que sea… Millones.

El inspector apretó los labios.

—Sí, comprendo —dijo sombríamente—. Pero, al mismo tiempo, debe usted


tener cuidado con Benny Lamb, que está en la ciudad y es un tipo muy astuto.

—¿Es mal hombre? —preguntó Su Alteza, interesado.

—Muy mal hombre —dijo el inspector gravemente.

—Bien: córtenle la cabeza —sugirió Su Alteza—. Es bien sencillo. —Se


encogió de hombros.

—No es tan sencillo en este país —replicó el inspector, tratando de no


sonreír—, pues necesitamos tener lo que llamamos pruebas aun antes de meterlo
en la cárcel, y no tenemos prueba alguna contra Benny Lamb.

—En mi país mato a los hombres malos muy rápidamente —dijo el rajá,
complacido—. ¡Mi país es un bello país! Tengo miles y miles de esclavos
trabajando en mis minas…

—Exactamente, Alteza —interrumpió el detective— y eso hace que el


segundo ladrón sea el más peligroso. Le llaman el Enredante. Si se entera de que
usted se sirve de esclavos para obtener dinero, vendrá en su busca, y tendrá usted
mucha suerte si logra salir de este país con sus brillantes.
—¿El Enredante? —dijo el rajá, desconcertado.

El detective habló del alcance de las operaciones del Enredante, ilustrando


su explicación con algunos hechos. Antes de abandonar el hotel Gran Imperio, en
cuyo palaciego edificio ocupaba el rajá un juego de diez habitaciones, el detective
barruntó que había impresionado a Su Alteza con una sensación de peligro.

El rajá y el Enredante constituían tema de conversación en un restaurante de


moda del West End, donde el señor Benny Lamb, un apuesto joven
impecablemente trajeado, de origen trasatlántico, estaba debatiendo con dos
amigos íntimos las posibilidades de dar el mayor golpe del año.

—Está nadando en dinero, absolutamente nadando en dinero —dijo,


moviendo la cabeza con reproche—, y el asunto es fácil para nosotros, Jim.

Jim, un pelirrojo menudo, sorbió por la nariz escépticamente.

—No hay dinero fácil en el mundo, Benny —replicó—, pero si lo que dices
sobre el rajá es cierto, éste constituye la vía de acceso más directa.

—Hay una única cosa que debemos vigilar —dijo Benny Lamb con
gravedad—. Acaba de llegarme el soplo de que el Enredante ha regresado a la
ciudad. ¿Recuerdas al tipo que estuvo aquí hace un año y desplumó a tantos
estafadores? Pues ha vuelto. Me he encontrado con Baltimore Jones, que lo ha visto
aquí, y dice que El Enredante lo limpió no hace mucho, y lo dejó embarrancado en
París. ¡El muy cerdo!

—¿Irá por el rajá? —preguntó el tercero de los presentes.

Benny asintió.

—Es la clase de individuo que atrae al Enredante como el imán atrae a las
limaduras de hierro —repuso—. Lo vi anoche en un palco del teatro. Llevaba
botonadura de brillantes, gemelos de brillantes, ¡y que me crucifiquen si no tenía la
correa del reloj enjoyada con diamantes! Le brillaba como un árbol de Navidad. Yo
todavía llevaba algunos más. Uno de los camareros del hotel me ha dicho que lleva
botones de brillantes en el pijama.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Jim, y el señor Benny Lamb recapacitó por


un momento.
—Viene a comprar diamantes —dijo—. Nadie pensaría que desee
comprarlos, teniendo tantos como tiene: pero ése es su vicio. De acuerdo con los
informes de los camareros (me llevo bien con los camareros del Gran Imperio),
tiene en casa un collar con setenta y tres grandes diamantes, y tiene la intención de
comprar el número setenta y cuatro. Ahora bien, mi proyecto consiste en reunir
una colección de brillantes, dejarme caer por el hotel y tener una pequeña charla
con él. Creo que sé dónde puedo conseguir el preciso diamante que él desea, pero
eso no viene al caso. Lo que yo quiero es ver sus piedras principales, hacerme con
algunas imitaciones de las mismas y efectuar el cambio, cuando lo visite por
segunda vez, de las piedras falsas por las buenas.

—Conozco algo mejor que eso —dijo Jim, y Benny lo miró con respeto, pues
Jim solía tener ramalazos de inspiración—. Hazle víctima del viejo timo de la
confianza. Suena simple, pero ese tipo de individuos son los más fáciles de
embaucar con el truco de la confianza.

Benny no veía cómo podría practicarse el timo de la confianza, y Jim se lo


explicó.

—Vas a verlo, todo emperejilado, llevando tantos brillantes como puedas


encontrar o reunir… de los auténticos. Llévalos en una cartera y échalos ante él con
aire descuidado. Dile que te pasarás a recogerlos al día siguiente. A estos orientales
les gusta ese tipo de cosas. Al día siguiente, cuando vayas a recogerlos, pídele que
te enseñe uno de esos grandes que él posee. Dile que crees que podrás encontrarle
pareja si te permite llevártelo.

—¡Bah! ¿Crees que va a entrar por ese aro? Pensaba que ibas a proponer
algo sensato.

Estuvieron sentados hasta que el restaurante se cerró, antes de haber


formulado su plan. Al día siguiente, el señor Benny Lamb fue al hotel en un
elegante automóvil e hizo pasar su tarjeta al rajá de Tikiligi, y el potentado de piel
oscura le recibió inmediatamente, pues la tarjeta de Benny, bellamente impresa,
llevaba inscrito lo que a primera vista parecía el nombre de uno de los más grandes
comerciantes de Hatton Garden.

Traía consigo un respetable envoltorio de diamantes, pues Benny, que era


hombre de considerables recursos, contaba con amigos en el comercio ilícito de
diamantes que podían proporcionarle una impresionante cantidad de éstos.
Su Alteza, ataviado con una bata de seda, entró en la gran sala de estar
procedente de su dormitorio. Estaba masticando vigorosamente.

«Buyo», adivinó Benny, que tenía algún conocimiento del Oriente.

El rajá era algo suspicaz, o parecía serlo, y al principio no se mostró


propenso a hablar de diamantes.

—No puedo recibirle a usted sin previa cita —dijo, sacudiendo la cabeza—.
¿Cómo sé yo que usted no es un Enredante?

Benny rió de buena gana ante la sugerencia.

—Me alegra que haya usted oído hablar de ese bribón —repuso, y entonces,
al venirle un pensamiento repentino, preguntó con rapidez—: ¿Le ha dado
problemas?

—No, no, no —dijo el rajá enfáticamente—. Yo no tengo problemas. Bien,


¿qué quiere usted?

Benny Lamb entró en materia sin más preámbulos. Era hombre de palabra
fácil y convincente, y por fin sacó de su cartera un cilindro de terciopelo azul, que
desenrolló, poniendo ante los aprobadores ojos del rajá un número de diamantes
de extraordinario tamaño. El rajá los cogió y los examinó, volviéndolos a su sitio
uno por uno con un pequeño olfateo.

—Éste no es gran cosa —dijo—, y este otro tampoco lo es. Son pequeños,
muy pequeños. No me sirven en absoluto. Deseo uno grande. Verá usted.

Dio unas palmadas y entró su ayudante, a quien habló en un extraño


idioma. El ayudante sacó de un cajón un estuche de terciopelo azul y lo abrió, y el
señor Benny Lamb avanzó un paso y exhaló un largo y extático suspiro de
admiración. Las piedras que relucían en los compartimientos de terciopelo estaban
llenas de belleza y esplendor.

—¿Puedo…? —Alargó la mano, pero el ayudante cerró el estuche de golpe.

—No, no —dijo el rajá—. Usted me traerá algunas piedras parecidas a éstas.


Mañana quizá, o pasado. ¿A qué hora vendrá, míster?

—Mañana, a las cinco de la tarde —respondió Benny Lamb, interiormente


enardecido de alegría.

—Buenas piedras las que le he enseñado, ¿eh? —dijo el rajá con una amplia
sonrisa—. ¿Cuánto creen que valen?

—No hay ninguna que valga menos de cincuenta mil libras —contestó
Benny.

—¿Y cree usted que logrará conseguirme otra tan buena? —preguntó el rajá
ávidamente.

Benny no confió en su habla. Asintió con la cabeza.

Cuando aquel anochecer se juntó con su pequeña banda su plan estaba


ultimado.

—Faukenberg tendrá que proporcionarnos la piedra —dijo, refiriéndose al


más notorio perista de Londres, un hombre que negociaba exclusivamente con la
aristocracia del delito y manejaba un género que hubiera asustado a un individuo
de menor envergadura—. Deberá ser de un tamaño lo más aproximado posible a
los que posee el moreno ése. Es un tipo de lo más perspicaz, os lo aseguro. Si la
piedra parece pequeña, lo más seguro es que ni se moleste en examinarla. Vayamos
al Hodys a echar un trago a su cuenta.

Los tres fueron juntos a su bar favorito, y por el camino el señor Lamb hizo
un relato de su entrevista.

—Y ha oído hablar del Enredante, además —dijo con una risita—. Tengo la
fuerte impresión de que ese tipo anda detrás de él. Conozco a algunos empleados
del Gran Imperio, y me han dicho que ha habido algún que otro joven misterioso
merodeando por allí.

El Hodys estaba abarrotado de gente, pero se hicieron camino hasta la barra,


y, en pie junto a ésta, alzaron sus vasos en un callado brindis. Benny estaba
pagando la refrescante consumición cuando la camarera dijo con una sonrisa:

—¿Es de usted esa carta que hay en el mostrador?

—Mía, no —contestó Benny, volviéndose. Había un sobre casi al alcance de


su codo, y al cogerlo se le arrugó el entrecejo—. «Señor Benny Lamb» —leyó—.
¿Quién demontres ha dejado esto aquí? ¿Habéis visto a alguien?
Sus compañeros movieron negativamente la cabeza. Habían visto a muchos
circunstantes, pero a nadie de carácter sospechoso. Benny rasgó la solapa del sobre,
sacó una cuartilla y leyó:

Anda usted tras los diamantes del rajá, y yo también. No hay razón para que
choquemos, y podría ser aconsejable que trabajáramos juntos y compartiéramos las
ganancias. ¿Quiere encontrarse conmigo en la esquina de la avenida St. John con Maida
Vale esta noche, a las diez? Venga solo, pues yo también iré solo.

—Pero, pero… —El señor Benny Lamb jadeó—. ¡Esto es ya el colmo!


Conque quiere compartir las ganancias, ¿eh? ¿Qué pensáis de esto, chicos?

Tendió la carta a los otros, y éstos la leyeron.

—¿Vas a ir?

—Sí, creo que iré —contestó Benny después de una pausa—. Me gustaría
echar un vistazo a ese tipo. Quizá tengamos que darle caza un día de éstos, y será
útil saber a quién tenemos que buscar.

No eran aún las diez cuando llegó al lugar de la cita, y al tiempo que un
reloj cercano daba la hora un joven atravesó la calzada y fue derecho hacia él.
Llevaba un abrigo con el cuello levantado y un sombrero flexible echado sobre los
ojos, y, como daba la espalda a la farola, Benny no tuvo oportunidad de verle el
rostro.

—¿Benny Lamb? —preguntó vivamente.

—Soy yo —contestó el caballero en cuestión, y echó una ojeada en torno


para ver si el Enredante venía acompañado. Pero, al parecer, éste se encontraba
solo.

—Paseemos hacia arriba; esta calle es tranquila —dijo Anthony, y, andando


al paso, comenzaron a caminar a lo largo de la ancha y desierta calle.

—Voy a ir al grano enseguida —dijo Anthony—. ¿Está usted dispuesto a


compartir el botín?

—¿Creería usted probable, señor Enredante, que yo compartiera el botín con


alguien, dado el supuesto de que yo anduviera tras los brillantes del rajá? Quiero
hacerle saber una cosa. —Se paró en seco e imprimió al otro un tirón por el pecho,
tratando de atisbarle el rostro—. Creo que ha tomado usted el hábito de librar a los
«desviados» del dinero que han ganado. Bien; por lo que a mí respecta, ya puede ir
desechando esa idea. Si llego a apoderarme de la mercancía del rajá, me basto y me
sobro para guardarla.

—No albergo la menor intención de privarle de su duramente ganada


recompensa —dijo Anthony sardónicamente—. He venido aquí únicamente para
hacerle una oferta. ¿Acepta trabajar a medias conmigo?

—Antes le veré en el infierno —repuso el señor Benny Lamb


desapasionadamente.

—De acuerdo —asintió Anthony—. Entonces no hay nada más que hablar.

Estaba volviéndose cuando el otro le atenazó el brazo.

—Un momento, hijito —dijo—. Echemos una ojeada a tu cara.

Estaba tendiendo la mano para arrebatar el sombrero al otro cuando algo le


golpeó la barbilla, y cayó al suelo. Al principio pensó que Anthony había usado un
bastón, pero, al parecer, éste se había valido únicamente de los puños.

—Levántese —dijo Anthony— y pida disculpas por la libertad que se ha


tomado.

El señor Benny Lamb se encontraba en un estado tan aturdido, no tanto por


efecto del golpe como por lo inesperado del mismo, que no tenía ni alientos para
excusarse.

Anthony lo miró por un segundo; luego rió silenciosamente, y girando


sobre sus talones, se alejó. El señor Benny Lamb no hizo intento alguno de seguirlo.
No refirió todas las circunstancias de la entrevista a sus compañeros, pues no las
estimaba beneficiosas para su prestigio. Quería, además, olvidar aquel golpe hasta
encontrarse en condiciones que le permitieran el lujo de traerlo a la memoria.
Entonces tendría una cuenta que ajustar al Enredante. No dejaba de ser curioso
que, en aquellos particulares momentos, hubiera en Londres exactamente
veinticinco hombres que se habían prometido a sí mismos un arreglo similar.

La mañana siguiente, a hora temprana, visitó al gran Faukenberg que tenía


una imponente joyería en Clerkenwell. El señor Faukenberg no protestó contra la
sugerencia de prestar una de sus valiosas piedras a un delincuente que contaba con
tres condenas en su haber. Era una persona demasiado sensata, y cuando le fue
contada la historia de las riquezas del rajá no tuvo otro pensamiento que el de su
propio beneficio.

—Puedo echar mano de una piedra como ésa —dijo—, pero te costará un
poco de dinero, Benny, el préstamo, quiero decir. Vale treinta mil libras. Me la trajo
de París Lew, que emprestó todas las joyas a una condesa francesa. No pienso
deshacerme de ella hasta que su aspecto haya sido olvidado, pero es justamente lo
que tú necesitas, e incluso sospecho que sería acertado vendérsela al rajá. No es
probable que lea el Hue and Cry o que esté al tanto de las joyas desaparecidas que
busca la policía. Te costará mil libras el préstamo por tres días, Benny, y, por
supuesto, conservaré como garantía el dinero que te debo.

—No necesitas preocuparte —replicó Benny con una sonrisa estirada—. No


te perderé tu diamante.

Fijó una cita con el rajá después de telefonear al hotel para asegurarse de
que el comprador de joyas se encontraba en situación abordable, y entró a
presencia del potentado con el diamante en el bolsillo, y una pasable imitación,
dentro de un estuche gemelo, en otro. El rajá tomó el diamante auténtico y lo
examinó.

—Sí, sí —dijo—: es una bella piedra, una piedra muy bella.

Era evidentemente un tanto experto, pues sacó un ocular de joyero y


examinó la piedra con aire crítico.

—¿Qué quiere por esto? —preguntó.

—Treinta mil libras —dijo Benny, y el rajá miró melancólicamente la piedra.

—Es mucho dinero —repuso—, y quizá no la compre. No, no creo que


pueda pagar treinta mil libras. Es demasiado pequeño, además.

Devolvió el estuche con un sentido movimiento de cabeza.

—Vea usted que yo tengo muchos más grandes. —Dijo algo a su ayudante,
que otra vez sacó el gran estuche aplanado lleno de brillantes piedras.

—Éste, por ejemplo, es inmensamente grande —dijo señalando uno de los


diamantes, y Benny lo miró—. Este otro es del mismo tamaño que el que usted ha
traído. —Indicó una destellante pieza más grande que yacía junto a la piedra
anterior.

—Así es —dijo Benny. Deslizó su mano en el bolsillo, abrió la cajita que


contenía el diamante y lo escondió hábilmente en la palma.

—¿Puedo mirar esta piedra, Alteza?

—Sí, ha de mirarla. Sí, es bella de ver, y es mejor que la de usted, pues vale
cuarenta mil libras.

—¡Admirable! —musitó Benny, y cogió la piedra.

Era un artista en su especialidad. Bajo la directa mirada del potentado de


piel oscura, la piedra que había extraído del estuche de su bolsillo fue sustituida
por la que era propiedad del rajá.

—Muy bonita —dijo, fijando la piedra del rajá en la palma de la mano y


poniendo el diamante falso en el guardajoyas—. Ahora, ¿no puedo persuadir a Su
Real Alteza de que compre esta piedra?

—No es lo bastante buena —repuso el rajá denegando con la cabeza—.


Quizá le vea mañana.

«Mañana no me verás el pelo», pensaba Benny mientras bajaba al vestíbulo


por las escaleras de mármol y se lanzaba en el coche que le estaba esperando.

Volvió en el vehículo al comercio de Faukenberg, jubiloso por su éxito. No


las tenía todas consigo de que algún emisario del Enredante no estuviera
esperándole sobre el felpudo, pero entró sin tropiezos en el establecimiento de
Faukenberg y, rápido como un rayo, pasó al interior del pequeño recibimiento
trasero, donde le esperaban sus dos confederados.

—¡Lo he conseguido! —proclamó Benny triunfalmente—. Ahora es cuando


hacemos un rápido mutis al continente, Faukenberg. Tú te quedas con la piedra y
la encajas en el mercado.

—¿Cómo lo has hecho? ¿Dando el cambiazo?

Benny asintió.
—Si me hubiera comprado la piedra, la cosa hubiera sido más sencilla.
Hubiera podido cambiar mis piedras una por otra. Tal y como fue el asunto, tuve
que arreglarlo de otra manera: tomar su brillante y poner mi bonita imitación en su
lugar. —Soltó una risita—. Aquí tienes tu diamante, Faukenberg; y no ha merecido
las mil libras, mi viejo compadre.

—El servicio que te ha hecho vale mucho más —dijo Faukenberg


calmosamente al tiempo que abría el estuche—. No se consigue una piedra como
ésta… ¡Dios mío! —Su rostro palideció.

—¿Qué sucede? —preguntó Benny ansiosamente.

—¡Ésta… ésta no es mi piedra! —balbució Faukenberg—. ¡Imbécil! ¿Qué es


lo que has hecho?

—¿No es tu piedra? —carleó Benny.

—¡Idiota! —rugió Faukenberg—. ¡Esto es una de esas imitaciones de estrás


que venden en Bond Street por cinco libras! ¡Vuelve y recupera mi piedra!

Benny había palidecido.

—¿Estás seguro?

—¡Vuelve por ella! —casi gritó el perista, y Benny saltó dentro del primer
taxi que pudo encontrar y regresó volando al hotel.

Su gestión fue en vano. El rajá había abandonado el hotel casi


inmediatamente después de marcharse él.

—¿Es usted amigo de Su Alteza? —preguntó el atribulado gerente—. No ha


pagado su cuenta esta semana… Se marchó de modo tan precipitado y misterioso
que estoy un poco preocupado.

—¿Amigo yo de él? —preguntó Benny con voz hueca—. No, no soy amigo
suyo.

—Perdóneme, ¿cómo se llama usted? —preguntó de improviso el gerente—.


¿No será usted el señor Lamb?

—Así me llamo —dijo Benny.


—Oh, entonces dejó una nota para usted.

Benny desgarró el sobre, y el corazón le dio un vuelco cuando vio que la


carta estaba escrita con la misma letra que la que había recibido la noche anterior.
El mensaje era breve:

Muchas gracias por la piedra, y saludos a Faukenberg.

Estaba firmado «El Enredante».

En aquel preciso momento, Paul, el ayudante del «rajá», en el hospedaje de


que el Enredante disponía en Westminster, estaba quitándose del rostro el colorete
a base de bija y manteca de coco, mientras que Sandy hacía otro tanto con
Anthony.

—Paul —dijo Anthony, evadiendo por un momento las atenciones de Sandy


—, olvidé dejar el dinero de la renta de ese infernal hotel.

—Doscientas libras a la semana por las habitaciones —intervino Sandy— es


un precio infame. Además, tienes aún tres días de la semana para ir.

—Enviaré el dinero en billetes esta tarde —dijo el Enredante—, y creo que


escribiré a Benny para preguntarle si le gustaría ser allí mi huésped durante tres
días.
El fantasma de John Holling
En el mar hay cosas que nunca cambian. Durante el último viaje tuve en una
de mis suites a un caballero escritor que decía esto, y cuando la gente de pluma
dice algo original merece la pena anotarlo. No sucede con frecuencia.

—Félix —me dijo—, el mar tiene un misterio que nunca podrá ser
descubierto… una magia que nunca ha sido y que nunca será no-sé-qué para los
análisis de la ciencia (estoy seguro de que dijo «análisis de la ciencia», aunque la
otra palabra se me ha caído por la borda).

«Magia», ésa era la palabra. Algo que no comprendemos, como el espejo de


la suite nupcial del Canothic. Dos hombres se suicidaron degollándose delante de
aquel espejo. Uno de ellos murió en el acto, y el otro vivió lo suficiente para decir al
camarero que lo encontró que había visto una especie de cara mirándole por
encima del hombro y que había oído una voz diciéndole que la muerte no era más
que otro nombre del sueño.

El último en morir fue Holling, el ladrón de camarotes más flemático que


haya atravesado jamás el Atlántico. Y lo que Holling nos hizo cuando estaba vivo
no es nada comparado con lo que ha hecho desde entonces, según ciertas historias
que he oído.

Spooky me dijo que cuando quitaron el espejo del barco y lo llevaron a un


almacén de Liverpool aparecieron muertos en la tienda, primero el almacenero y
luego un empleado de la oficina. Después de aquello lo llevaron al mar y lo
arrojaron donde el agua cubría sus buenas cincuenta brazas. Pero ni así
consiguieron librarse del fantasma de Holling.

La principal autoridad en el tema de Holling era el camarero que trabajaba


conmigo. Se llamaba Simms, y se le conocía como Spooky Simms precisamente
porque creía en fantasmas. No había nada en el campo sobrenatural a lo que no
pusiera etiqueta, y cuando no hacía que sonaran golpecitos en las mesas se
dedicaba a confeccionar horóscopos (es así como se pronuncia, ¿verdad?).

—Yo sí creo en el fantasma de Holling —dijo Spooky en el viaje a que ahora


me estoy refiriendo—, y si no se encuentra a bordo en este momento es que no soy
clarividente. Esta madrugada, a las tres y siete minutos, hemos pasado
exactamente por el lugar en que él murió, y me he despertado con carne de gallina.
Ha subido a bordo. Lo hace siempre que nos acercamos al lugar donde se suicidó.
No cabía duda de que Spooky creía aquello, y además le dominaba la
obsesión de que moriría en un asilo y que sus hijos se verían obligados a vender
cerillas por la calle. Eso explica el hecho de que atesorase hasta el último céntimo
que ganaba.

—Yo, personalmente, no creo en fantasmas ni en nada parecido, pero sí


admito que el mar tiene algo mágico: su modo de afectar a hombres y mujeres.
Coja usted a una mujer y a un hombre, completamente desconocidos entre sí y sin
los menores deseos de dejar de serlo, póngalos en el mismo barco y deles la
oportunidad de hablarse, y antes que se dé usted cuenta de dónde está, la papelera
de él estará repleta de poemas que ha rasgado por no encontrar rima para «amor»,
mientras que la papelera de ella estará hasta arriba de fragmentos de cartas que ha
escrito al hombre con quien iba a casarse, explicándole que no han nacido el uno
para el otro y que ahora ve, iluminado por una gran luz blanca, el sendero que el
amor ha abierto para ella.

Lo sé porque las he leído. Y no es necesario, para que eso ocurra, que el


hombre sea guapo ni que ella sea una muñeca.

Cuando trabajaba yo en el Mesopotamia hace ya unos años, operaba allí una


banda que no era ni mejor ni peor que cualquier otra de las que viajan para hacer
negocio. Era conocida como la Banda de Charley, ya que Charley Pole era el
cabecilla. Un tipo joven y simpático, con el pelo rubio y rizado y que hablaba un
inglés de Londres, vestía ropas de Londres y llevaba un monóculo de Londres en el
ojo izquierdo.

Charley se veía obligado a trabajar con mucho cuidado, teniendo como


cortapisa, al igual que todas las demás bandas de fulleros, el Movimiento en Pro de
un Océano Puro, que fundó nuestra compañía. Los tahúres conocidos eran
detenidos en el muelle por los detectives de la compañía y se les devolvía a su
lugar de origen: a América si eran americanos y a Inglaterra si eran ingleses.
Fueron despedidos alrededor de treinta de nuestros camareros del servicio de
camarotes, además de casi todos los de bar de la línea, y parecía como si el
Atlántico fuera a convertirse en un lugar aburrido. Algunas de las bandas se
dedicaron a operar en los barcos franceses y casi desfallecieron de hambre, pues
aunque los franceses son en todos los aspectos una raza romántica, en lo tocante al
dinero son sumamente prácticos.

Por consiguiente, los muchachos comenzaron a volver a las líneas inglesas y


americanas, pero tenían que estar ojo avizor, y el ponerlos sobre aviso equivalía a
jugarse el puesto de camarero. Charley tenía más suerte que la mayoría, pues no
poseía el renombre de otros, y aunque los funcionarios de la compañía lo miraban
por debajo de sus narices cada vez que bajaba con su maleta en Southampton, lo
dejaban pasar.

Ahora bien, los Barones de la Baraja (como nuestro antiguo patrón solía
llamarlos) son simples hombres de negocios. Viajan para ganarse la vida, y tienen
las mismas responsabilidades que los demás. Tienen esposas y familia, chicas
estudiando en el instituto y chicos matriculados en la universidad, y cuando no
están ocupados en desplumar al prójimo hablan de la carestía de la vida y de la
especulación que se hace con la reventa de las entradas de los teatros y de las
medidas que habría que adoptar para evitarla.

Pero en un punto son inhumanos: no tienen a bordo ni un solo amigo


improductivo. Las mujeres (jóvenes, viejas, guapas o simplemente mujeres) no
significan nada en sus vidas. Por lo que a ellos concierne, los pasajeros femeninos
pertenecen a la categoría de adornos de mesa: bonitos, pero intrascendentes.
Naturalmente, se tratan con ellas. Un primo es un primo porque desea parecer
importante. Ahí está el quid. Un tipo mezquino a quien importa un bledo parecer
mezquino nunca llega a entrar en la categoría de primo.

Pero los otros, los que se mueren por oír murmurar a su paso «¡Vaya un
tío!», están dispuestos a lucir cualquier cosa desde billetes de banco a una esposa,
con tal de producir la impresión de que son aún más grandes de lo que uno había
creído al principio. Por el contrario, aparte de un «Encantado de conocerla,
señora X», los grandes hombres de las grandes bandas nunca se ocupan de las
mujeres. Por eso me sorprendió ver a Charley dos noches seguidas paseando por
cubierta con Miss Lydia Penn. No me sorprendía por ella, pues hace ya mucho
tiempo que he renunciado a sorprenderme en cuestión de mujeres.

Ella ocupaba la suite 107 de la cubierta C, y Spooky Simms y yo éramos sus


camareros (compartíamos aquella zona), de manera que yo la conocía cuanto era
dable. Era una dama de oro y concha, y tenía más cachivaches en el tocador que
nadie que yo haya conocido. Plata, cristal, fotografías con marco y juegos de
manicura, y toda su ropa era de seda, bordada con capullos y pájaros azules. Una
dama.

Por lo que me dijo, viajaba por cuenta de una importante casa de modas de
Chicago. Tenía que ir y venir a París y a Londres para ver los nuevos diseños, y por
la manera en que viajaba parecía como si ningún gasto le estuviera vedado.
Como belleza, Miss Lydia Penn pertenecía a la clase de lujo. Nunca se me ha
dado bien describir a las mujeres, y he quedado mal en casa un sinfín de veces por
no saber explicar cómo van vestidas las viajeras y qué aspecto tenían,
especialmente las estrellas cinematográficas que traemos de regreso a la patria.
Pero esta Miss Penn era fácil de describir. Tenía el pelo dorado, lo suficientemente
mate para ser natural, y el cutis como el de un recién nacido. Sus cejas eran
oscuras, así como sus pestañas, negras y largas.

Admiro a las chicas bonitas. No quiero decir que me enamore de ellas. Los
camareros de barco no se enamoran; se casan entre uno y otro viaje, y cuando el
barco se encuentra en el dique seco aprovechan para conocer mejor a su mujer.
Pero si yo hubiera sido un joven con un montón de dinero y la cultura suficiente
para atravesar la línea de conversación que ella requería, no hubiera buscado algo
mejor qué Miss Penn.

Pero no era mujer que gustase a todo el mundo… Era algo demasiado
inteligente para adaptarse al hombre medio de negocios.

El día antes de llegar al faro flotante de Nantucket, Spooky Simms se me


acercó en el preciso momento en que yo salía de servicio.

—¿Recuerdas lo que te dije de Holling? —me preguntó.

Lo cierto es que yo ya había olvidado todo aquello.

—Está a bordo. Lo vi anoche, tan claramente como te veo a ti ahora; todavía


más claramente, si es posible. Estaba apoyado contra el bote número siete, pálido y
con aspecto de enfermo. ¡Vaya si lo vi! ¡Si aún me parece estar viéndolo! ¡Va a
haber disgustos!

Y tenía razón. El señor Alex McLeod, de Los Ángeles, recogió aquella noche
su maletín de la caja fuerte del contador para ahorrarse aquella molestia al
levantarse por la mañana. Guardó el maletín en su gran baúl, bajo llave, y cerró
también con llave la puerta de su camarote. Quiso entregar la llave a Spooky, que
era su camarero, pero éste estaba muerto de miedo.

—No, señor. Es mejor que la guarde usted. Y si me permite que se lo diga,


yo en su lugar no dejaría por aquí esta noche nada de valor.

Aquello lo oí yo directamente.
Cuando el señor McLeod abrió su maletín a la mañana siguiente habían
desaparecido del mismo tres mil dólares y un reloj de oro, con cadena.

—Holling —dijo Spooky, y de ahí no hubo quien lo sacara. Era uno de esos
hombres flacos y calvos que nunca varían de opinión.

La gente del Central Office investigó el caso, pero la cosa acabó ahí.

No fue mucha coincidencia el que Miss Penn y Charley volvieran a


encontrarse en el barco cuando éste emprendió el regreso. Charley iba en viaje de
negocios, y ella también. Los vi juntos un montón de veces, y en una ocasión él
bajó con ella y esperó a la puerta de su camarote mientras Miss Penn buscaba unas
fotografías de las Islas de los Mares del Sur.

El socio más íntimo de Charley era un fulano llamado Cohen, un tipo


pequeño y con las manos más grandes que he visto en mi vida. Decían que podía
escamotear una baraja completa y encender un cigarrillo con la misma mano en
que la tenía escondida sin que los ojos más perspicaces pudieran advertir la
maniobra.

Una mañana llevé a Cohen su café y su fruta, y pensé que estaba


durmiendo, pero justamente cuando me marchaba se volvió.

—Félix —me dijo—, ¿quién es la dama de la suite privada? —Ésa era la


forma en que ella viajaba.

Le dije no más de lo que me pareció necesario.

—Ha engatusado a Charley por tercera vez —dijo preocupado—,


haciéndole dejar de lado el negocio. Terminaremos este viaje con un déficit de
ochocientos dólares a menos que alguien venga a ponérmelos en la mano, lo que
sólo ocurre en los sueños.

—En ese caso, éste va a ser su funeral, señor Cohen —le dije.

—Y me sepultarán en el mar —gruñó.

Cohen debió de cantarle las cuarenta a Charley, pues éste, según me dijo el
camarero del fumoir, limpió aquella misma noche mil dólares a un miembro del
Parlamento inglés, en un juego de pareja que este pájaro estaba tratando de
enseñarle.
En aquel viaje arribamos a Cherburgo de madrugada, y yo tuve que bajar a
cerrar el equipaje de la señorita, pues ésta se dirigía a París. Estaba arrodillada en
el sofá contemplando el panorama a través de la portilla, que era casi lo mismo que
no contemplar nada, pues Cherburgo no es más que un lugar donde acaba el mar y
comienza la tierra.

—Oiga, camarero —me dijo, volviéndose—, ¿sabe si el señor Pole va a bajar


a tierra? Anoche no estaba seguro de si lo haría.

—No, señorita —respondí—; no a menos que lo haga en pijama. La canoa ya


está preparada, y cuando he entrado en su camarote hace un momento estaba
durmiendo.

Pareció muy pensativa.

—Gracias —dijo, y eso fue todo.

Se marchó en la canoa después de dejarme el recuerdo acostumbrado. Es la


única mujer que he conocido que diera propinas decentes.

Después que la canoa se marchó sufrimos algún retraso, que yo no me


explicaba, hasta que me enteré de que cierto marqués inglés que trabajaba con
nosotros descubrió que aquella noche habían robado el joyero de su mujer, con
perlas por valor de unas veinte mil libras.

Este tipo de sucesos resulta muy desagradable para todo el mundo, pues el
primero que carga con las sospechas es el camarero que atiende el dormitorio.
Después las sospechas pasan a recaer sobre los marineros de cubierta, y continúan
extendiéndose hasta llegar a los pasajeros.

El jefe de camareros nos mandó llamar a todos y nos habló claro.

—¿Qué historias son ésas del fantasma de Holling? —dijo en un tono


extremadamente desagradable—. Quiero que sepan que, en el lugar adonde
Holling ha ido, el dinero (sobre todo el dinero en billetes) no tendría utilidad
alguna; así que podemos descartar por completo a los espíritus. Ahora, Spooky,
oigamos lo que usted ha visto.

—Vi a un hombre que iba por el pasillo hacia la suite de lord Crethborough
—dijo—, y yo me volví para seguirlo. Cuando me adentré en el pasillo no encontré
a nadie. Probé la puerta de su camarote y la encontré cerrada con llave. Así que
llamé con los nudillos, y su señoría abrió y me preguntó qué quería. Esto sucedió a
las dos de la madrugada, y su señoría corroborará mis palabras.

—¿Por qué pensó usted que se trataba de un fantasma? —preguntó el jefe


de camareros.

—Porque le vi la cara; era Holling.

El jefe de camareros meditó durante un buen rato.

—Hay una cosa que pueden apostar: que ha desembarcado en Cherburgo.


Esa ciudad fue construida sin duda para los fantasmas. Vayan a sus puestos, y
cuando llegue la policía denle toda la información que puedan.

En el viaje de vuelta, Miss Penn no figuraba en la lista de pasajeros, y la


única persona que se alegró realmente del hecho fue Cohen. Cuando Charley no
estaba trabajando, solía yo verlo rondar por los alrededores de la suite que ella
había ocupado, cabizbajo y meditabundo, y adiviné que ella había acertado en la
diana. Además, no padecimos robos: de hecho, entre el tiempo, que fue bonancible,
y los pasajeros, que se mostraron generosos, el viaje de regreso resultó ser uno de
los más afortunados que he hecho en mi vida.

Estuvimos fondeados quince días por causa de una avería que requería la
reposición de una hélice, y justamente antes de zarpar eché una ojeada a la lista del
jefe de camareros, encontrándome con que otra vez tendríamos a Miss Penn y a
decir verdad no lo lamenté en absoluto, aunque en realidad en aquella ocasión era
Spooky su camarero.

No creo haber visto nunca a un hombre más feliz que a Charley Pole cuando
ella subió a bordo. Se pasaba el día pegado a sus talones como un perrito faldero, y
en todo el viaje no volvió a ocuparse de negocios. Cohen estaba hasta la coronilla.

—En mi vida he visto nada más antiprofesional. Félix —me dijo


amargamente cierto día—. Al final de este viaje me retiraré y me dedicaré a la
agricultura científica.

Estaba en su camarote haciendo solitarios (la clase de solitarios que los


caballeros de la profesión de Cohen hacen cuando quieren colocar las cartas en un
determinado orden).

—El pobre Holling tenía razón cuando decía, refiriéndose a Charley, que
una educación superior es siempre susceptible de salir a flor de piel.

—¿Conoció usted a Holling? —pregunté.

—¿Que si lo conocí? Yo fui la segunda persona que entró en su camarote


después de encontrarlo Spooky. De hecho, ayudé a Spooky a recoger sus
pertenencias para enviárselas a su viuda. —Suspiró profundamente—. Holling
hizo algunas tonterías en sus tiempos, pero nunca entregó su amor a nadie que no
fuera su esposa.

—¿Ha oído usted hablar de su espectro?

Cohen sonrió.

—Vamos, Félix, ¡un poco de sensatez! Aunque admito que el modo en que
Charley se está comportando es más que suficiente para hacer que cualquier
jugador que se respete se revuelva en su tumba acuática.

Dos días antes de llegar a Nueva York nos tropezamos con un viento
sudoeste que rugía como mil demonios y raspaba como la lija; vamos, que era el
momento que menos se hubiera esperado uno que escogiera Holling para hacernos
una visita. Hacia las cuatro de la madrugada, Spooky, que dormía en la litera
contigua a la mía, se despertó lanzando un aullido y dando un tumbo cayó sobre el
piso.

—¡Está a bordo! —jadeó.

Éramos treinta los camareros que dormíamos en aquel rancho, y las cosas
que dijeron sobre Spooky y sobre Holling eran francamente fuertes.

—Ha subido a bordo —dijo Spooky con solemnidad.

Se sentó en el borde de la litera, brillándole la calva cabeza a la luz del


mamparo y temblándole las manos.

—Vosotros no pensáis como yo —dijo—. No tenéis mi vista espiritual. Os


reís de mí cuando os digo que acabaré mis días en un asilo y que mis hijos se verán
obligados a vender cerillas, y también os reís cuando os digo que Holling ha
subido a bordo… pero yo lo sé. ¡Lo sé con absoluta certeza!

Cuando llegamos a Nueva York el barco quedó detenido en el Hudson


durante dos horas, mientras trabajaba la policía, pues a una pasajera le había
desaparecido un broche en forma de sol radiante, con un diamante engastado en
su centro, entre las siete de la tarde y las cinco de la mañana, y no se había
encontrado.

Miss Penn fue pasajera en el viaje de vuelta a la patria, y durante esta


travesía Charley no se mostró tan atento. Tampoco trabajó, y Cohen, que estaba
dándole la última oportunidad, se cruzó de brazos y se pasaba los días contando
las mantas de sargazos que pasábamos.

Como ya he dicho en alguna ocasión, en todo barco hay un centro de


información, a saber, la cubierta de botes después del oscurecer. No es que yo espíe
a los pasajeros; tal acción me repugnaría. Pero cuando uno echa unas caladas entre
dos botes, la información fluye hacia él del modo más natural.

Era la noche en que avistamos Inglaterra, y el faro de Start estaba haciendo


guiños en la amura de babor, y yo me encontraba allí arriba dándole unas cuantas
chupaditas a mi pipa, cuando oí la voz de Charley. No era una noche agradable:
hacía frío y lloviznaba, así que él y la señorita Penn tenían la cubierta para ellos
solos. Él puso una gabardina sobre una de las butacas y tapó a la señorita con una
manta que llevaba. Eso no lo vi, pero lo adiviné.

—¿Desembarca en Cherburgo? —preguntó Charley.

—Sí —dijo la voz de Miss Penn, que añadió—: ¿Qué le ha pasado a usted
durante todo el viaje?

Él no respondió al momento. Yo alcancé a percibir el aroma de su habano.


Estaba recapacitando antes de responder.

—Tiene usted el hábito de desembarcar bastante precipitadamente,


¿verdad? —preguntó por fin con su característica voz cansina.

—Pues sí —contestó ella—; tengo tendencia a desembarcar de prisa. ¿Por


qué lo dice?

—Espero que el fantasma de Holling no se pasee en este viaje.

La oí jadear.

—¿Qué quiere decir?


Él contestó en voz baja:

—Espero que mañana no falten broches de diamantes. Si eso ocurre, a


treinta kilómetros de Cherburgo nos saldrá al encuentro un remolcador lleno de
policías. Lo he oído a través de la radio (entiendo el Morse), y esta vez tendrá usted
que darse mucha prisa para saltar a tiempo del barco.

Pasó tanto rato antes que ella contestara, que me pregunté qué habría
sucedido, y entonces la oí decir:

—Creo que será mejor que bajemos, ¿no? —Y seguidamente oí el crujido de


su butaca al levantarse.

A las seis de la mañana siguiente, estando yo sirviendo los primeros cafés,


oí el chillido. Había un ruso, príncipe, conde o algo así, viajando en la cubierta C, y
era uno de los inteligentes que nunca confiaban sus cosas de valor a la caja de
caudales del contador. Guardaba bajo la almohada un paquete de diamantes
sueltos que había tratado de vender en Nueva York. Me figuro que no lograría
salvar algún obstáculo del reglamento de aduanas y se vería obligado a volverse
con ellos. Fuera lo que fuese, el caso es que la cartera que los contenía apareció
vacía en el pasillo y los diamantes habían desaparecido. Tuve que ir al despacho
del contador a llevarle un recado y lo encontré despachando un radio. Comprendí
que aquella vez no se dejaría nada al azar, y que el barco sería registrado de la
quilla para arriba.

—Como si lo registran de la quilla para abajo —contestó Spooky


sombríamente cuando se lo dije—. Tú no crees en Holling, Félix, pero yo sí. Esos
diamantes han salido del barco.

Y entonces sucedió lo que yo esperaba. Los detectives del barco tomaron


control de los ranchos de fogoneros y camareros; no se le permitió a nadie salir ni
entrar, y se nos ordenó estar preparados para hacer un registro completo del
equipaje de los pasajeros. Hacia las nueve llegó el remolcador. Estaba lleno, no de
policías franceses, sino de funcionarios de Scotland Yard que estaban en Cherburgo
a la espera de algo semejante.

La policía interrogó al ruso y le sacó cuanto pudo, que fue bien poco. A
continuación los pasajeros fueron llamados al salón principal y el contador les
dirigió unas breves palabras. Se disculpó por las molestias causadas, pero señaló
que a ellos les interesaba tanto como a la compañía que el ladrón fuera descubierto.
—No los entretendremos mucho, señoras y caballeros —dijo—. Hay a bordo
un número suficiente de policías para que el registro sea rápido, pero quiero que se
abran absolutamente todos los baúles y maletas.

El barco acortó la marcha a media máquina y dio comienzo el registro más


grande y minucioso que he conocido durante mi larga experiencia en el mar.
Naturalmente, algunos de los pasajeros cocearon, pero la mayoría de ellos se
comportaron sensatamente y ayudaron a la policía en todo lo que pudieron. Y el
final fue, como muchos habían previsto, que no se encontró nada parecido a un
diamante sin montar.

Sólo había una persona que pareciese turbada por el registro, y esa persona
era Charley. Estaba tan pálido como la muerte, y apenas conseguía estarse quieto
un segundo. Yo lo observaba, y observaba también a Miss Penn, que era la persona
más serena a bordo. Él se mantenía todo lo cerca que podía de la muchacha, no
perdiéndola un instante de vista, y cuando terminó el registro de los equipajes y
los pasajeros fueron conducidos de nuevo al salón, se mantuvo pegado a la espalda
de ella. Esta vez el contador estaba acompañado de una docena de personas del
Yard, y fue el jefe de policía quien se dirigió al público.

—Quiero, lo primero de todo, registrar todos los bolsos de las señoras y


después que desfilen los pasajeros, las damas a la izquierda y los caballeros a la
derecha, para un registro personal.

Hubo algún que otro gruñido ante aquello, pero la mayoría de los presentes
se lo tomaron por el lado jocoso. Las damas fueron alineadas y un detective fue
abriendo los bolsos uno a uno y examinándolos con rapidez. Cuando llegó a Miss
Penn, vi que el amigo Charley abandonaba la parte de los hombres y, cruzando el
salón, se paraba detrás del detective al tiempo que éste tomaba en su mano el bolso
de la muchacha y lo abría. Yo me hallaba lo suficientemente cerca para ver cómo
cambiaba la expresión del policía.

—¡Oh!, ¿qué es esto? —dijo, y sacó un paquete.

Lo puso sobre la mesa y lo desenvolvió. Lo primero que apareció fue un


envoltorio de algodón, y luego fila tras fila de piedras deslumbrantes. Se podía oír
la caída de un alfiler.

—¿Cómo justifica que estas gemas se encuentren en su poder, señora? —


preguntó el detective.
Antes que ella pudiera responder, habló Charley.

—Yo las puse ahí —afirmó—. Las cogí anoche y las coloqué en el bolso de
Miss Penn con la esperanza de que no fuese registrado.

Nunca he visto a nadie más asombrado que lo estaba Miss Penn.

—Usted está loco —dijo—. Desde luego, no ha hecho tal cosa.

La muchacha dirigió una mirada por todo el salón. Los camareros


estábamos alineados en una fila para cubrir las salidas, y no tardó ella en localizar
a Spooky Simms.

—¡Simms! —llamó.

Spooky abandonó la fila. Mientras se acercaba, Miss Penn habló en voz baja
con el detective y le mostró algo que tenía en la mano.

—Simms, ¿recuerda usted que le envié a mi camarote a buscar mi bolso?

—No, señorita —respondió—, usted no me ha pedido nunca ningún bolso.

Ella asintió con un gesto.

—Ya me figuraba yo que no lo recordaría. —Y añadió—: Ésta es la persona


que busca, inspector.

Antes que Spooky pudiera volverse, la policía lo prendió, y entonces habló


Miss Penn.

—Soy una detective empleada por la compañía para fichar a los tahúres,
pero más especialmente para resolver el caso Holling. Acuso a este hombre del
asesinato de John Holling en alta mar, y de una serie de robos cuyos particulares
ya conocen —dijo—. Sí; fue Spooky quien mató a Holling… Spooky, medio
desquiciado por la lunática idea de que había de morir en un asilo, se había
dedicado a robar y robar, y cuando fue descubierto por Holling, quien se despertó
y sorprendió a Spooky andándole en la cartera, lo degolló con una navaja barbera,
y se inventó la historia del rostro en el espejo. Si fue también él quien mató al otro,
no lo sé… aunque es muy probable. Un asesinato más o menos no hubiera
significado mucho para Spooky, cuando pensara en sus hijos vendiendo cerillas
por las calles. ¿Está loco? Yo diría que sí. No tiene hijos…
Ya no volví a ver a Miss Penn hasta que emprendió su viaje de luna de miel.
Había una nueva banda operando en el barco, una cuadrilla que había sido
expulsada de la ruta de China y no conocía muy bien a las pandillas habituales del
Atlántico. Uno de sus miembros trató de que el marido de Miss Penn jugase una
pequeña partida.

—No, gracias —dijo Charley—. Estos días no juego a las cartas.


El guarda
Los reporteros de crímenes poseen gran cantidad de intereses y de amigos,
singulares en su mayoría. Su vida transcurre en una atmósfera cuyo principal
ingrediente es la sospecha. Wise Y. Symon era un gran reportero de crímenes, un
verdadero Napoleón de la especie, y su grandeza se debía en grado no pequeño al
hecho de que conservaba su fe en la naturaleza humana. Y a que, según he
observado, el título de grandeza se basa con frecuencia en la mezcla de virtudes
contradictorias.

Había una joven empleada en las oficinas de una firma de abogados de


Walford House, en la City, por quien Wise Symon sentía inmenso interés. Trabó
conocimiento con ella cuatro años antes de que diera comienzo la presente historia,
en un tiempo en que la conocían todos los periodistas de la ciudad, y su retrato,
más o menos grande según dictaran las exigencias de espacio, figuraba en casi
todos los diarios de la mañana o de la tarde.

La desaparición de su padre, Harrigay Ford, había constituido la sensación


del momento, pero llegó un tiempo en que los periódicos cesaron de entrevistar a
su hija y de imprimir las declaraciones de los camareros de trasatlánticos que lo
habían reconocido en el misterioso pasajero que tomaba sus comidas en el
camarote.

Después de todo, un hombre rico tiene derecho a aparecer y desaparecer


cuando lo desee. La historia perdió interés cuando su banquero, el patriarcal señor
Borthwick, intervino. Harrigay Ford se había marchado al extranjero y había
escrito una apresurada carta en papel con membrete del barco S. S. Cretpic,
diciendo que esperaba estar ausente de Inglaterra durante varios años, y
ordenando al señor Borthwick que pagase a la hija del mencionado Harrigay Ford
la suma anual de cien libras, repartida en trimestres.

La asignación era asaz mezquina para hacerla un millonario a su hija


huérfana de madre, y la única excusa de éste pudiera haber sido que apenas sabía
que tenía una hija. Pues el señor Ford era una pira alcohólica por la noche y una
nube de sopor durante el día.

Eileen Ford no se afligía por su padre. No había perdido nada con su


desaparición. Vivía en la gran casa de su progenitor, enviaba las facturas al
banquero de éste, y las mismas eran pagadas. Pero cien libras anuales eran una
cantidad apenas acorde con el estilo de vida de ella, quien, cuando el caso Ford
hubo desaparecido de los titulares sensacionalistas, asistió a una academia de
taquimecanografía, aprendió las posiciones relativas de Q. W. E. R. T. Y. U. I. O. P.
en el teclado de una máquina de escribir e incrementó sus ingresos anuales con
otras cien libras trabajando en las imponentes oficinas de Atkins y Walters,
abogados.

La amistad de Symon con la muchacha sobrevivió a su interés periodístico


por la fortuna de ella, y probablemente fue por esto por lo que la extraña conducta
del señor Hopper atrajo su atención más de lo debido, y por lo que la secuela de tal
atención trajo la más sensacional de las noticias bomba en exclusiva a las
murmurantes prensas del Telephone Herald.

Decir que las oficinas o incluso las prensas del Telephone Herald murmuraban
es, desde luego, una pintoresca inexactitud. Las oficinas de los periódicos no
murmuran. Traquetean, aúllan, emiten un continuo «clic-clac-clic», pero no
murmuran. Unas puertas de cristal giran temerariamente, unos hombres
empapados, abotonados hasta la barbilla, entran con prisa alocada, arrojando de sí
los chorreantes abrigos y diciendo cosas impublicables acerca de los Favoritos del
Gran Público que dan como direcciones oficiales lugares inaccesibles y
climatológicamente insufribles.

Los portacargas neumáticos, desde el interior de sus tubos, exhalan quejidos


y profieren «¡plafs!». Las linotipias (que por algún acuerdo especial se encuentran
invariablemente situadas encima de la sala de los reporteros) atruenan el aire con
su misterioso parloteo, y de vez en cuando una voz quejumbrosa grita: «¡Chico!».
Un menudo y desaseado demócrata se limpia la boca, pegajosa de mermelada, con
el dorso de la mano, y se apresura, jadeante, a recoger la literatura. Esta literatura
está escrita a lápiz y se encuentra engalanada por los trazos azules de un
supervisor de redacción.

Poco antes de las doce de una noche nevada, Wise Y. Symon entró con andar
ingrávido a presencia del jefe nocturno de redacción y se tumbó sobre el escritorio.
Nuestro sabio individuo se tumbaba invariablemente encima de cualquier cosa
sobre la que no pudiera posar el pie. Su modus operandi consistía en llegar al filo del
escritorio y, encogiéndose como una regla plegable, depositar la parte superior del
cuerpo de este a oeste, por así decirlo, apoyando la barbilla en las manos.

El jefe nocturno de redacción echó su sillón hacia atrás con un suspiro, hizo
descender sus gafas de montura de concha hasta la punta de la nariz y miró a Wise
Symon tristemente.
—¿Dónde está el reportaje? —preguntó al azar.

—¿Qué reportaje? —replicó Symon.

El redactor jefe sorbió por la nariz.

—Veo que no tienes ni idea del asunto, amigo O —acusó el señor Symon (el
nombre del jefe nocturno era Oliver, y le llamaban «O», alias «El Oliva»).

—Bien, ¿qué haces aquí, de todas maneras? —se quejó el señor Oliver
lastimeramente—. Hay un periódico en espera de ser editado. ¿Alguna vez has
oído que tales cosas sucedan?

—¿Acaso podría yo saber algo de los bajos fondos sin estar al corriente de
eso? —reprochó Symon—. No, mi querido O, no he venido aquí para refocilarme a
costa tuya. No me he ataviado con una vestimenta tan alegre por el mero placer de
provocar la tantálica envidia de los esclavos del periodismo. Tengo un motivo para
esta misteriosa visita.

Wise Symon estaba vestido de etiqueta, y la visión que ofrecía era


francamente bella, desde la cabeza, pulcramente peinada, hasta la suela de los
deslumbrantes zapatos.

—Ya me he fijado en tu ropa —dijo el paciente Oliver, girando en su sillón y


encendiendo su pipa—. Esas prendas se pueden alquilar, tengo entendido… si bien
la camisa hay que comprarla. ¿Dónde has estado cenando, y a costa de quién?

El señor Symon sacó con suma ostentación una pitillera de oro y extrajo de
la misma un gran cigarrillo turco.

—He estado cenando con un relevante personaje del mundo de la banca —


dijo con tiento—, un hombre poseedor de un carisma y de una sagacidad infinitos.
Tengo una nueva cita con él a la una, hora a la que me presentaré en su costoso y
palaciego piso, donde, rodeado de una atmósfera de refinamiento y opulencia,
procuraré extraer el cuerpo de un reportaje cuya escurridiza cola se encuentra ya
en mi mano.

—¡Mi más ferviente enhorabuena! —dijo el redactor jefe cansadamente—.


Ahora que ya has pronunciado el discurso de la noche, si tienes la amabilidad de
retirar los codos de mi tintero, reanudaré mi humilde labor, tonificado…
—Y fortalecido —terminó Y. Symon, la estrella de los reporteros de
crímenes— por la claridad y la lógica… Ahí llega el viejo, querido O.

El «viejo» era el director del Telephone Herald, quien en aquellos momentos


llevaba la expresión facial propia de los directores a medianoche, expresión que
puede equipararse a la de quien tiene una cita con el verdugo y está ansioso por
cometer sólo otro insignificante asesinato antes de morir. Su mirada tropezó con
Symon, que pertenecía al privilegiado círculo que componían el consejo directivo
diario, incluso cuando las materias a tratar eran de naturaleza altamente
confidencial, y retrocedió bruscamente, afectando un desmayo al ver el equipo de
alta sociedad lucido por el señor Symon.

—Hola, Symon… ¿A qué viene ese disfraz?

—He estado cenando con un caballero —explicó el señor Symon


ampulosamente—. Hemos consumido vino auténtico y cigarros de verdad.

—Los reporteros de crímenes deberían mantenerse en el lugar que les


corresponde —dijo el director—; se te está desenroscando la cabeza. ¿Quién era el
magnífico criminal?

—William Haliburton Hopper —pronunció Y. solemnemente.

—¿Hopper? —El director frunció el ceño—. No figura en mi carta de vinos.


Ni siquiera me suena como perteneciente a la jeunesse dorée. ¿Qué fabrica, aviones o
margarina?

—William no es ningún vulgar industrial.

Wise Symon se sentó en el borde del escritorio desocupado que encontró


más cerca. Había una expresión de desconcierto en sus ojos.

—Como podéis imaginar, yo no pierdo el tiempo con un millonario


cualquiera —dijo—. Si William no tuviera otro aliciente que la afición al vino malo
y a los mondadientes, hubiera pasado olímpicamente de él. Hace muy poco tiempo
que William ha comenzado a frecuentar los establecimientos de moda. Me lo
encontré bebiendo a solas en la parrilla del Petroni hace cosa de una semana. Quizá
fuera el cuello tan hortera que llevaba, o la culata del revólver que vi asomándole
por el bolsillo de la cadera, o el habla tan soez con que se dirigió al camarero, pero
el caso es que una de estas cosas despertó mi interés. Así que me enrollé con él. El
hombre quería vivir a tope; tenía dinero a raudales y una capacidad infinita para
beber champán dulce. ¡Uf! Bueno, el chorbo parecía interesante. Posee la
mentalidad de una cabra y un vocabulario estrictamente limitado a un centenar de
sustantivos y media docena de adjetivos.

—¿Cómo ha hecho su dinero?

—Dijo que lo heredó de su tío. Mas no tiene pinta de ésos que cuentan en su
haber con esa clase de tíos. Lo seguí, pero se me escurrió. Esta noche me he
encontrado con él mediante previa cita… y he estado en su casa. —Hizo una pausa
—. Es el guarda del Banco Borthwick.

—Eso habla en favor del viejo Borthwick —dijo el director tras un momento
de silencio—. ¿Duerme tal guarda en el edificio del Banco?

Wise Symon hizo un gesto afirmativo.

—Sí y no. Tiene alquilado un piso anejo al banco. Es allí donde voy a
encontrarme con él.

—¿Y emplea su tiempo libre atizándose pelotazos de champán por la zona


céntrica? —dijo Hammond—. ¡Humm! Bien, el viejo Borthwick debe enterarse de
esto. Su banco nunca ha sido una empresa sólida, y un simple atisbo de ese tipo de
irregularidad podría causarle la ruina. Estuvo al borde de la quiebra hace cuatro
años. ¿Vas a volver a ver al guarda?

—Sí. Pero me dijo que tenía que resolver cierto asunto antes de volver a
verme, lo que naturalmente picó mi curiosidad. Lo espié y lo vi meterse por la
entrada lateral del banco. Entonces lo recordé. Le había visto barrer las escaleras…
Paso todos los días ante el edificio.

El director se consultó el reloj.

—Tenía pensado marcharme ya a casa, pero creo que te esperaré. ¿Cuándo


regresarás?

—No más tarde de las tres —dijo Wise Symon—. La historia me parece
buena, y me gustaría consignar la totalidad de los hechos en letras de molde antes
que la policía eche el lazo a nuestro hombre.

El señor Hammond hizo un gesto de asentimiento.


—La historia es buena, y al público le gustan estos casos en que alguien es
obrero durante el día y millonario durante la noche. Pero tendrás que darle la
noticia a Borthwick antes que la policía comience a actuar.

Eran las tres menos cuarto cuando Wise Symon entró en el despacho del
director.

—El asunto se pone difícil —anunció, dejando caer al suelo su mojado


sombrero—. Todo cuanto me ha dicho Hopper es que podría pelearse con el mejor
luchador del mundo y que es capaz de beber tres veces más que cualquier otro
hombre del planeta, informaciones no especialmente útiles.

Se detuvo, y el director, retrepándose en su sillón, alzó la mirada hacia él.

—Aparte de eso, ¿has descubierto algo que no esperases descubrir?

Wise Symon sacudió negativamente la cabeza.

—No. Estoy decepcionado. Esperaba hacer un descubrimiento… y no lo he


hecho.

—Ambos estamos pensando lo mismo, supongo —dijo Hammond


reposadamente—. ¿Qué tienes en la mente, Symon?

—Te diré lo que me ronda por la cabeza —respondió Symon tras una ligera
vacilación—. Asocio esta nauseabunda prosperidad de Hopper con la desaparición
de Harrigay Ford.

—Me imaginaba que dirías eso. —El director movió la cabeza


negativamente—. Hace mucho tiempo que Ford se fue, tres o cuatro años, y
sinceramente pienso que tu suposición es fantástica, aunque también a mí me
asaltó la misma idea. ¿Dijo nuestro hombre algo que te produjera la impresión de
que sabía algo acerca de la desaparición de Ford?

—Nada.

—¿Cuál es tu hipótesis?

—Ford era un alcohólico y un toxicómano —dijo Symon—. Tales


individuos, como sabemos, se sienten completamente a sus anchas en los entornos
más sórdidos y miserables, por muy refinada que pueda haber sido su educación.
Me inclino a pensar que cuando, hace cuatro años, Harrigay Ford desapareció, no
salió de Londres. Sí, ya sé lo que vas a decir sobre la carta escrita en papel del
barco, pero tú o yo podríamos haber hecho exactamente lo mismo. Cualquiera
hubiera podido subir a bordo del buque, escribir la carta y echarla al correo sin
necesidad de salir del país. Mi teoría es que Harrigay Ford se encuentra en algún
antro de esta ciudad, y que el señor Hopper es su guardián y tesorero. Ayer hice
indagaciones y descubrí que obtuvo su empleo en el banco gracias a la
recomendación de Ford.

El director se rascó la barbilla.

—Lo más aconsejable, desde luego, es ver mañana al viejo Borthwick. Según
mis informes, los cheques firmados por Ford llegan con perfecta regularidad y son
liquidados por Borthwick, su banquero. Este último me hablaba hace pocos días,
en el club, de lo mucho que le preocupaba el asunto. En todo caso, Borthwick
podrá decirte de dónde proceden los cheques. Creo que descubrirás que vienen del
extranjero. En cuanto a la idea de que Ford se encuentre escondido en un fumadero
de opio de esta ciudad… ¡soy francamente escéptico! Esas cosas sólo suceden en
los libros.

Eran las diez y media de la mañana cuando Wise Symon entró en el Banco
Borthwick. El edificio era pequeño y carecía de pretensiones, pero había
constituido el domicilio de una u otra entidad bancaria desde tiempo inmemorial.

El Banco Borthwick tenía carácter privado; contaba con muy pocos clientes.
Su consejo administrativo lo componían dos ancianos que empleaban la mayor
parte de su tiempo en seguir las fluctuaciones de la Bolsa. Al decir de todos, el
señor Borthwick se sentía sobrecargado por el trabajo adicional que reclamaba su
escasa clientela.

Uno de los cajeros tomó la tarjeta del señor Symon y desapareció con ella
tras una puerta del fondo. Regresó para llamar con una seña a Symon, y el viejo
Borthwick se levantó desde detrás de la mesa tapizada de cuero, donde pasaba la
mayor parte del día leyendo a través de una lupa los informes periodísticos acerca
de las bolsas y negociaciones extranjeras, y ofreció su gran mano al visitante.

El hombre rebasaba el metro ochenta estando descalzo. Tenía una de esas


imponentes cabezas que Rafael gustaba de pintar en escenas de apóstoles. Su
barba, blanca como la nieve, le llegaba a media distancia de la cintura. Era un
anciano venerable, campechano, benevolente, de juicio agudo, poseedor de una
tonante voz que armonizaba completamente con su comunero aspecto. Asió la
mano de Symon en un apretón que provocó en el joven una mueca de dolor.

—Siéntese, siéntese, señor Symon —mugió—. Me acuerdo perfectamente de


usted. ¿Qué problemas me trae?

—Lamento no tener ninguna buena noticia que darle —repuso Symon


sonriendo, y refirió la historia del alegre guardián.

El señor Borthwick escuchó con rostro atribulado.

—Deploro que se comporte así —dijo cuando Symon hubo terminado—; da


mal nombre al banco.

—Pero seguramente… —comenzó el asombrado Symon.

—¡Oh, el dinero es suyo, desde luego! —interrumpió el señor Borthwick—.


Heredó una elevada suma de un hermano que falleció en Australia. De hecho, ha
abierto una cuenta con nosotros. He intentado persuadirle a abandonar su empleo
en el banco, pero hasta ahora ha rehusado la idea. ¿Estaba muy borracho?

—Muy borracho. —Symon estaba algo desilusionado, como lo están todos


los grandes artistas cuando no producen la sensación que anticipan—. Me dijo que
era su tío quien había fallecido.

—Muy posiblemente, muy posiblemente. Sé que era algún tipo de pariente.


Bien, ¿cuál es el otro asunto, señor Symon?

—Quiero saber si puede usted proporcionarme alguna noticia acerca de


Ford.

—Ninguna, me temo. —El anciano sacudió la cabeza pesarosamente—.


¡Qué asunto tan horroroso, señor Symon, qué asunto tan horroroso! ¡Bebida y
drogas! He aquí un caso que debería servir de lección a todo joven.

—¿Cuándo recibió usted la última noticia sobre él, señor Borthwick?

—Hace cosa de una semana.

—¿Puede decirme en qué país se encuentra?


—No me es posible en absoluto decirle su paradero. Estaría contraviniendo
las instrucciones que me han sido dadas si tal hiciera, pero sí puedo decirle que se
halla en Australia.

—¿Está seguro? —Symon se sintió desconcertado por segunda vez.

—Absolutamente seguro —respondió el señor Borthwick.

Se levantó, caminó hasta una caja fuerte y la abrió. De un cajón extrajo un


cheque y lo tendió al reportero. Wise Symon, cuya memoria era equiparable a la de
una caja registradora, advirtió que su número era el 1795 y que llevaba estampada
la firma de Ford, con la que estaba familiarizado. Devolvió el papel.

—Ha llegado de Australia hace sólo dos días —informó el señor Borthwick
volviendo a guardarlo en la caja fuerte.

Wise Symon se levantó.

—Bien, creo que eso es todo cuanto quería preguntarle —dijo, ocultando su
desilusión lo mejor que pudo.

—¿No le gustaría aprovechar esta ocasión para adquirir unas tierras en el


Pacífico del Sur? —preguntó el jovial anciano—. Uno de mis infortunados clientes
quiere deshacerse de una parcela.

—No, gracias, señor Borthwick —contestó Wise Symon apresuradamente, y


se marchó al tiempo que el viejo banquero soltaba una risilla.

Seguidamente visitó la firma de abogados donde estaba empleada la hija de


Ford, y no tuvo dificultad en persuadirles a permitirle verla.

—No, señor Symon —respondió ella a su pregunta—. No tengo noticias de


mi padre. ¿Las tiene usted? —preguntó con avidez.

Él negó con la cabeza y preguntó a su vez:

—¿Recibe usted su asignación con regularidad?

—Sí, la recibo cuando corresponde.

—¿Le ha dado el señor Borthwick alguna vez un mensaje de su padre?


—Nunca —respondió ella con cierta tristeza.

—¿Cuánto tiempo hace que el señor Borthwick es el banquero de su padre?

—¡Oh, hace mucho tiempo, tanto que no lo puedo recordar! Eran viejos
amigos en los días anteriores a que papá fuese… —Sus labios temblaron.

—¿Y después?

—Bueno, después mi padre no se portó muy bien con el señor Borthwick.


Salía tratar despóticamente al pobre anciano. Una vez le amenazó con cambiar la
cuenta al Banco Nacional, lo que hubiera supuesto la ruina del señor Borthwick.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Aproximadamente un mes antes de que mi padre se marchase… o quizá


después. Sé que el señor Borthwick estaba muy disgustado.

Le hizo algunas preguntas más, pero no obtuvo ninguna información nueva.


Comió en compañía de su director e hizo una parca confesión de su fracaso.

—Ya me parecía que Ford no se encontraba en esta ciudad —dijo Hammond


—, y el legado del guarda ataca la base de tus teorías, mi sabio y joven amigo.

—Mis teorías carecen de base —admitió Wise Symon—. De todas maneras,


faltaré esta noche a mi cita con William. Si sólo es un vulgar heredero, y no el
fascinante criminal que yo pensaba, ha dejado de interesarme.

Sucedió que un caso de fuga de lo más vulgar, en el que figuraban la hija, el


chófer y la caja de caudales de cierto empresario, mantuvo al reportero de
crímenes sumamente ocupado. Acudió a entregar su reportaje a las once de aquella
noche, y acababa apenas de entrar en el despacho del jefe de redacción cuando tal
prócer se abalanzó sobre él, le arrancó el escrito de las manos y le empujó afuera.

—De prisa, Y. —apremió—. Tu guarda… William Hopper…

—¿Qué pasa con él?

—Lo han encontrado esta noche en un banco del parque, muerto de un tiro.
Llevamos buscándote toda la noche.
Wise Symon logró extraer pocos detalles a la policía. Obviamente, el hombre
había sido asesinado, ya que no había sido encontrada ningún arma en las
proximidades del cadáver. Un policía de servicio había oído el disparo y había
corrido en dirección del mismo, pero no había visto al asesino.

El guarda estaba vestido con su uniforme habitual y se hallaba


completamente muerto cuando fue encontrado. Un manojo de llaves, unos cuantos
chelines y un andullo de tabaco era cuanto llevaba encima. Siddon, de Scotland
Yard, estaba encargado del caso, y Siddon era particularmente amigo de Wise
Symon.

—¿Estás seguro de que no encontraron nada más en el cadáver? —preguntó


el reportero.

—Helo ahí todo —respondió Siddon, señalando una mesa de su despacho


sobre la que se hallaba desparramada la heterogénea colección de artículos—. No
hay pruebas que soporten tu creencia de que el hombre era muy rico, a menos que
llames riqueza a esto.

Cogió un arrugado pedazo de papel y lo tendió a Symon. Era la mitad de un


cheque roto, marcado con el número 1796, en cuyo dorso estaba garabateado: £ 10
000.

Symon volvió el papel y miró de nuevo la anotación. Sus ojos eran una
hoguera de triunfo cuando devolvió el papel al policía.

—Jimmy Siddon —dijo—, voy a labrar tu fortuna; o en todo caso, voy a


labrarte un nombre.

—¿Qué quieres decir? ¿Sabes algo?

—Lo sé todo. Vayamos a ver al viejo Borthwick. Lleva ese papel contigo, y
creo que podremos decirle muchas más cosas sobre su vigilante de las que le
gustaría oír.

—¿Le ha estado robando? —preguntó Siddon mientras el taxi se dirigía


velozmente a Hampstead, donde el señor Borthwick tenía su severo pero costoso
domicilio.

—¿Te refieres a si ha estado robando al banco? Honestamente, no creo que


lo haya estado haciendo. De todas formas, si siguiera vivo no sería ésa la acusación
que yo formularía contra él. Siddon, esta historia es mía; y tienes que mantener a
raya a todos los demás buitres de la prensa hasta que yo haya redactado una plana
completa del Telephone Herald.

—Tienes el reportaje todavía por hacer —repuso Siddon, que conocía los
requisitos de la prensa diaria.

—Está hecho.

El señor Borthwick vivía con dos sirvientes en la tercera planta de un gran


bloque de pisos, pero no se encontraba en casa. El ama de llaves sugirió que quizá
se hallase en su club.

—Probemos en el banco —dijo Wise Symon—. Puede que esté sumando sus
cuentas.

El banco estaba a oscuras y en silencio.

—Si condonas el delito —dijo Wise Symon al tiempo que extraía un manojo
de llaves del bolsillo— cometeremos un pequeño asalto.

—¿De dónde has sacado esas llaves? —inquirió el inspector detective.

—Las birlé cuando no mirabas. Formaban parte de los efectos personales del
difunto Hopper. ¡Ajajá ésta es la llave!

La puerta se abrió sin ruido.

—¿Tienes linterna? —musitó Symon.

—No me gusta esto —gruñó el otro, pero sacó la linterna.

Pasaron adentro del oscuro pasillo y cerraron la puerta tras de sí. Corría
paralelo a la oficina exterior. A la derecha había una escalera que conducía a las
dependencias superiores y, presumiblemente, al alojamiento de Hopper. Al fondo
del pasillo había otra puerta, que no se abrió hasta que todas las llaves fueron
probadas. Se encontraron entonces en la oficina exterior misma, de frente al
despacho privado del señor Borthwick.

Wise Symon tocó el brazo de su compañero y apuntó con el índice. Una


delgada línea de luz se veía bajo la puerta. Avanzó de puntillas, hizo girar el
picaporte cautelosamente y abrió la puerta de par en par.

El señor Borthwick estaba sentado ante el escritorio, con la imponente


cabeza apoyada en la mano, examinando un pequeño libro de contabilidad. A sus
espaldas, la puerta de acero que conducía a los sótanos del banco estaba entornada.
Al primer sonido se levantó de un salto.

—¡Baje ese revólver, Borthwick! —dijo Wise Symon en tono cortante—.


Bájelo o le mataré en mucho menos tiempo que usted mató a Hopper.

El anciano se quedó de una pieza. Ya no era benevolente la luz de sus ojos.


Abrió la boca para hablar, pero hubo una interrupción. La puerta que comunicaba
con los sótanos se abrió lentamente, dando paso a una figura encogida, pálida,
barbuda, con las manos temblorosas y los ojos inyectados de sangre, que miraron
pestañeantes del uno al otro.

—Señor Borthwick —plañó—, señor Borthwick, está usted completamente


equivocado. ¿Me permite explicarme? Es cierto que prometí a Hopper diez mil
libras si me dejaba libre. Lo escribí en uno de los cheques y lo pasé a través de los
barrotes, pero no pensaba traicionarle. Señor Borthwick —sollozó—, le juro por
Dios que no pensaba hacerle ningún daño.

—Siddon —dijo Wise Symon—, éste es el señor Harrigay Ford, quien, a


menos que mucho me equivoque, lleva prisionero en los sótanos de este banco
desde que amenazó con cambiar su cuenta a otra entidad.

—El viejo Borthwick era un jugador —dijo Wise Symon a su jefe a primeras
horas de la mañana, cuando las prensas del Telephone Herald rugían, al parecer, de
exultación motivada por el ingenio y el arrojo del personal—. Ha sido siempre un
especulador, y cuando Ford amenazó con retirar su cuenta comprendió que estaba
arruinado. Cogió a Ford cuando éste se hallaba drogado y lo metió en el sótano.
¿Nunca se ha fijado usted en que todos los bancos están construidos de manera tal
que constituyen cárceles ideales? El guarda había de estar en el secreto; nadie más
visitaba el sótano. Por lo tanto, había que untarle con dinero. Ford fue
aprovisionado con comida, un libro de cheques y una pluma, y cada vez que las
cuentas de Borthwick necesitaban equilibrarse, el prisionero tenía que elegir entre
extender un cheque o sufrir; el viejo banquero es tan fuerte como un roble, pese a
su edad. No creo que Hopper tuviera comunicación alguna con el prisionero, pero
al parecer Ford trató de sobornarlo para conseguir su libertad, anotando la suma
que estaba dispuesto a pagar en el dorso de un trozo de cheque y deslizándolo en
la mano del guarda en un momento en que el viejo no estaba mirando. Borthwick
debió de descubrirlo. Le alarmó mi visita, pero probablemente le alarmó aún más
la actitud de Hopper.

—Pero ¿cómo lo adivinaste?

—No lo adiviné. El trozo de papel encontrado en el cadáver de Hopper, el


que tenía anotada la suma de diez mil libras, correspondía al cheque número 1796,
consecutivo al que, según las palabras del viejo, había sido extendido en Australia
pocos días antes.

—Eres todo un genio —exclamó el director, admirado.

—¿Alguna vez alguien lo ha puesto honradamente en duda?


La clave número 2
El Servicio Secreto no se ha aplicado jamás a sí mismo esta denominación
tan melodramática. Sus miembros, si acaso hablan de él alguna vez, lo aluden con
la ambigua expresión de «el Departamento»; advertid que ni siquiera dicen «el
Departamento de Información». Es un organismo notable, no obstante, y, de las
personas que lo integraban, no era la menos notable un tal Schiller (aunque
ocupaba, justo es confesarlo, un puesto de categoría secundaria).

Era un joven suizo dotado de poderosa inventiva y poseído de una auténtica


pasión por los idiomas extranjeros. Conocía a todos los maleantes de Londres
(maleantes desde un punto de vista violentamente político), y resultaba útil para el
director general del Departamento, por más que a Bland y demás miembros
directivos… bueno, no es que les disgustase, pero… no sé cómo expresarlo.

Observad a un brioso corcel cuando pasa junto un papel blanco que


revolotea en el camino. No llega a espantarse, pero sí mira con expectación el
agitado objeto.

Nunca entró en el Gran Juego, aunque hacía cuanto podía para conseguirlo.
Pues el Gran Juego estaba reservado a quienes, en palabras de Bland, «habían
rumiado claves en la cuna».

Por algún conducto misterioso, Schiller llegó a enterarse de que Reggi


Batten había sido muerto a tiros cuando sustraía las órdenes de movilización del
XIV Regimiento Bávaro de una caja de seguridad, en Múnich. El lamentable suceso
tuvo lugar en 1911, y fue descrito como «accidente de aviación».

Las autoridades militares de Múnich dispusieron que se subiera a un avión


el cadáver de Reggi y que fuera arrojado desde el mismo. Los periódicos de
Múnich dedicaron conmovedoras notas necrológicas al pobre Reggi, anunciando
que el funeral se celebraría a las dos, y que se esperaba que todos los fervientes
amigos del finado asistirían al acto. Todos cuantos de sus insospechados allegados
asistieron fueron detenidos y registrados, sus alojamientos y equipajes fueron
revueltos de arriba abajo, y en su debido momento se les puso en la frontera más
próxima del modo más desconsiderado.

Bland, que estaba en Múnich, no acudió al funeral; antes bien, se cuidó


mucho de abandonar cuanto antes la ciudad célebre por su cerveza.
Sólo hacía un día que había regresado a Londres cuando Schiller solicitó
una entrevista con él.

Bland, con su cuadrada barbilla rigurosamente afeitada, escuchó algunos


pormenores de la petición de Schiller y se echó a reír.

—Está usted completamente equivocado en cuanto se refiere al señor Batten


—dijo—. No tenía conexión alguna con este departamento, y su muerte se debió a
un accidente de lo más deplorable; en consecuencia, me es de todo punto
imposible darle a usted su puesto.

Schiller le oyó en silencio y se inclinó.

—Sin duda he sido mal informado, señor —dijo cortésmente.

Orientó sus esfuerzos en otro sentido, planeando un cuidadoso ataque sobre


el director general, quien había alcanzado esa delicada etapa de la carrera de un
hombre que constituye el interregno entre el fin de un período de utilidad y la
conciencia de tal hecho.

Sir John Grandor había sido en su época de gloria el más diestro espía de
Europa, pero ahora… seguía hablando de la telegrafía sin hilos como de «una
invención maravillosa».

Sin embargo, sir John seguía siendo el director, y un director bastante


astuto. Su instrumento secreto de trabajo era la Clave Número 2, que ningunos ojos
mortales habían visto jamás, salvo los suyos. Yacía en el estante inferior de la caja
fuerte, y estaba integrada por una serie de hojas separadas, apretadamente llenas
con la pulcra escritura del propio sir John y protegidas por tapas guarnecidas de
acero.

La Clave Número 2 era una de las más secretas. Era la que empleaban los
grandes agentes. No estaba impresa, ni circulaban copias escritas de ella. Había
que aprenderla bajo la enseñanza del propio director. Quienes conocían la Clave
Número 2 no se jactaban de este conocimiento, pues sus vidas pendían de un
hilo… incluso en tiempo de paz.

Schiller no podía aspirar a ser un agente importante, sobre todo porque era
un extranjero naturalizado, y los agentes de alta responsabilidad eran nativos,
entrenados en el Juego desde el día de su ingreso en el Servicio. Eran personas
cultivadas, condenadas de por vida a disociarse de la tierra que los vio nacer, y
quiénes eran o dónde vivían eran datos únicamente conocidos por tres hombres,
dos de los cuales ni siquiera tenían existencia oficial.

Sir John simpatizaba con Schiller, a quien distinguía con atenciones


especiales. Le contaba historias de sus pasadas aventuras y Schiller le escuchaba
atentamente. En el curso de una de esas conversaciones de sobremesa (era un joven
muy presentable, y sir John le invitaba con frecuencia a cenar), Schiller mencionó
casualmente la Clave Número 2. Hizo referencia a ella con espontánea
familiaridad, y sir John habló de la clave en términos generales. Explicó a su
invitado cómo se guardaba en la caja fuerte especial, cómo estaba confeccionada
con arreglo al sistema de hojas sueltas, y cuan molesta resultaba esa circunstancia,
ya que estaba siempre en desorden, pues tenía que consultarla a diario, y tenía la
inveterada costumbre de dejar encima de las demás las hojas que había estado
usando, sin respeto del orden alfabético.

El joven se ofreció ingenuamente a ir todas las noches al despacho de sir


John para ordenarlas, pero el anciano sonrió benévolamente y respondió que no lo
estimaba necesario.

Bland llamó un día a Grisby a su despacho, y el rubicundo joven acudió con


matemática puntualidad.

—Ese Schiller me preocupa —dijo Bland en ese tono bajo que es como una
segunda naturaleza en el Servicio—. Es un tipo espabilado y muy útil, pero no me
fío de él.

—Tiene un expediente intachable —replicó el otro, mirando fijamente por la


ventana—, y sabe poca cosa de los asuntos de envergadura… Sir John es dado a
impresionar, pero sabe comedirse en sus confidencias. ¿Qué es lo que le preocupa a
usted concretamente?

Bland zanqueaba de un lado a otro de la estancia.

—Está inventando un nuevo receptor de radio —explicó—, y ha logrado


despertar el interés del viejo. Trabaja en ello un montón de horas, encerrado en su
oficina, y al anochecer lleva el aparato al despacho de sir John, en cuya caja fuerte
es celosamente guardado. Naturalmente, sería absurdo imaginar que la caja (que
no pasa del tamaño de una lata de galletas) pudiera contener algo dotado de
inteligencia humana capaz de levantarse y echar a andar por el interior de la caja
fuerte, herméticamente cerrada, o de echar una ojeada a la clave; pero, no sé por
qué, la cosa no me gusta.

Grisby rió suavemente.

—Eso no es nuevo para mí —confesó—. No niego que Schiller sea listo; ideó
un aparato para evitar las corrientes de aire en mi despacho que es un modelo de
ingenio, pero apenas acierto a imaginar un receptor de radio capaz de leer y
transmitir una clave desde el interior de una caja de caudales.

Bland, sin embargo, no se dejó convencer.

Mandó a buscar a May Prince, que estaba de vacaciones en Devonshire,


pero que regresó inmediatamente a la ciudad. Era una chiquilla espigada
(aparentaba dieciocho años, si bien era diez años mayor), poseedora de la sonrisa
más cautivadora del mundo, unos apreciativos ojos grises y una boca que, en
reposo, tenía cierta tendencia a entreabrirse.

—Lamento haber interrumpido sus vacaciones —dijo Bland—, pero quiero


que Schiller sea sometido a observación. La próxima semana será usted expulsada
del Servicio por negligencia en el cumplimiento de su deber. Se marchará usted
cargada de resentimiento, y dirá a Schiller, cuyo trato seguirá usted frecuentando,
que yo soy una mala bestia y que no hago más que perder montones de dinero en
las apuestas hípicas. Tendré preparadas varias liquidaciones de corredores de
apuestas para que usted las muestre discretamente.

—¿Tiene él que hacerle chantaje? —preguntó ella.

Bland negó con la cabeza.

—Si él es todo lo que yo me figuro, no hará nada de eso. No; quizá le


devuelva confidencia por confidencia… Adiós.

Y May salió haciendo una inclinación de cabeza.

El invento de Schiller requería, al parecer, un tiempo desmedido. Su autor


se sentía entusiasmado con sus posibilidades, y había contagiado al director parte
de este entusiasmo. Dedicaba todo su tiempo libre a trabajar en el aparato, y con
precisa regularidad todas las tardes, a las seis menos cinco, llevaba la pesada caja al
despacho del jefe, depositaba solemnemente su carga sobre la rejilla de hierro que
constituía el primer estante de la caja fuerte, y vigilaba celosamente cómo se
cerraba la misma.
Y May Prince nada tenía que informar. Tres días antes de aquel fatal 1 de
agosto que tanta destrucción y dolor desató sobre Europa, Bland, que había estado
trabajando día y noche en interés del Departamento, fue al despacho de Schiller
para interrogarle acerca de la bona fides de un tal Antonio Malatesta, sospechoso de
ser agente de las Potencias Centrales. Bland visitaba raramente las oficinas de sus
subordinados, pero en esta ocasión tenía estropeado el teléfono interior.

Se encontró con la puerta cerrada con llave, y llamó, impaciente, con los
nudillos. Por fin fue abierta por el sonriente Schiller. La mesa estaba cubierta por
un revoltijo de cables, baterías eléctricas, herramientas y tornillos, pero del valioso
receptor de radio no se veía el menor rastro.

—¿Busca usted mi caja maravillosa? —preguntó Schiller—. Está en mi arca


de caudales. ¡Pronto les haré una demostración que les asombrará! Hoy mismo he
captado una señal del Almirantazgo… a través de la ventana cerrada.

Pero Bland no estaba escuchando.

Permanecía enhiesto, con la nariz erguida, olfateando.

Se percibía un olor tenue y dulzón, entre alcanfor y algo más. Schiller


observaba a su superior con los ojos entrecerrados.

—¡Hum! —emitió Bland, y, girando sobre sus talones, salió de la habitación.

Un telegrama le esperaba sobre la mesa. Había sido entregado durante su


breve ausencia:

Schiller es agente a sueldo de las Potencias Centrales. Es director del departamento


de criptografía. Tengo pruebas.

—MAY.

Bland abrió un cajón de su escritorio, sacó una pistola automática y salió


corriendo del despacho, subiendo seguidamente las escaleras de dos en dos.

La puerta de Schiller estaba abierta, pero éste se había marchado.

No había pasado por el vestíbulo ni había utilizado la salida principal del


edificio, pero un portero de servicio en la puerta lateral le había visto pasar y tomar
un taxi.
Bland volvió a su despacho y telefoneó a la policía:

—Vigilen todas las estaciones de ferrocarril y todos los muelles. Arresten a


Augustus Schiller.

Dio una descripción de él, breve pero gráfica.

—Es muy lamentable —dijo sir John, realmente afectado—, pero no creo que
nos haya sustraído nada importante. ¿Se ha llevado su invento?

—Lo tengo a buen recaudo, sir John —contestó Bland con voz tétrica—, y
esta noche, con su permiso, voy a ver lo que sucede.

—Pero seguramente no pensará usted…

Bland hizo un signo afirmativo.

—Todavía no lo he examinado, pero he escuchado cuidadosamente a través


de un micrófono y no cabe duda de que contiene un mecanismo de relojería. Es
casi inaudible, pero he logrado detectar el sonido. Sugiero que coloquemos la caja
en el sitio de costumbre, que dejemos abierta la caja de caudales y que observemos
lo que sucede.

Sir John frunció el ceño. Todo aquello parecía una censura contra su buen
juicio, lo que, naturalmente, encendió su resentimiento, pero era demasiado leal al
Servicio, al que había dedicado cuarenta y cinco años de su vida, para permitir
ahora que su vanidad herida se antepusiera a su deber de funcionario.

A las seis la caja fue depositada en el arca de caudales.

—¿Es ahí donde se colocaba siempre? —quiso saber Bland.

—Generalmente (de hecho, todas las veces), yo la colocaba sobre la rejilla de


hierro.

—Justamente encima de la Clave 2, según veo.

El director general volvió a fruncir el ceño, pero esta vez en un esfuerzo de


concentración.

—Es verdad —dijo lentamente—; recuerdo que cierta vez que la caja estaba
colocada algo de lado, Schiller la empujó hasta el centro, lo que me pareció un poco
impertinente por su parte.

Los dos hombres acercaron sendos sillones y tomaron asiento frente a la caja
de caudales.

La vigilia prometía ser larga.

Pasaron las ocho, las nueve, las diez… y nada sucedió.

—Esto comienza a resultar un tanto ridículo, ¿no lo cree? —dijo sir John
malhumoradamente cuando el reloj de pared dio las once menos cuarto.

—Así parece —repuso Bland con obstinación—, pero quiero ver… ¡Buen
Dios… mire!

Sir John quedó boquiabierto.

Inmediatamente debajo de la caja que contenía el supuesto receptor de radio


estaba la Clave 2, metida en tapas de cuero, los bordes de las cuales estaban
reforzados, por motivos de durabilidad, con una delgada franja de acero.

En aquel momento la cubierta de la carpeta se levantaba lentamente. Tras


leve sacudida volvió a caer para alzarse de un tirón y caer de nuevo, como si
hubiera algo dentro que luchara por verse libre. Luego, de repente, la tapa se abrió
y quedó rígidamente derecha, formando con las hojas del contenido la letra «L»,
cuyo trazo vertical fuese la tapa.

Sonó un «clic», y el interior de la caja de caudales se iluminó con una suave


irradiación verdosa. El resplandor incidió sobre la página superior de la clave, y
duró cerca de un minuto. Después se apagó y la cubierta de la carpeta volvió a
caer.

Bland dejó escapar un silbido.

Levantó cuidadosamente la negra caja para sacarla del arca y la transportó


hasta el escritorio de sir John; sometió la base de la misma a un largo y paciente
escrutinio y luego la dejó en el suelo.

—La Clave Número 2 está en manos del enemigo —afirmó.


Era de día cuando acabó sus investigaciones. La mitad de la caja estaba
ocupada por acumuladores. Éstos suministraban la corriente que, accionando un
poderoso electroimán, levantaba la cubierta de la Clave. Producían, además, la luz
de las maravillosas lamparillas de vapor de mercurio, proporcionando a la
disimulada cámara fotográfica la claridad suficiente para obtener unas
exposiciones eficaces.

—El pequeño dispositivo de relojería es, desde luego, bastante sencillo —


dijo Bland—, y sirve para regular el momento en que la cámara ha de dispararse,
así como para dar y cortar la corriente. Probablemente quita y echa los cierres que
esconden la lente, las lamparillas y el imán. Sospeché la existencia de la cámara
cuando olí la película en su despacho.

Sir John, pálido y ojeroso, bajó la cabeza.

—Sáqueme del atolladero lo mejor que pueda, Bland —pidió roncamente—.


Me retiraré a fin de año. Soy un viejo acabado.

Caminó hasta la puerta y se detuvo con los dedos en el picaporte.

—La vida de treinta personas se encuentra en poder de Schiller —dijo—; sus


nombres y direcciones están en esa carpeta. Supongo que habrá copiado el
contenido completo de la misma. Soy tan descuidado que alteraba el orden de las
páginas casi todos los días, y el muy demonio ha estado trabajando en esa tarea
por espacio de nueve meses. A estas alturas debe de haber fotografiado todo el
texto, pues cada vez había una página diferente en la parte de encima.

—Haré cuanto pueda —respondió Bland.

Schiller estaba ya muy lejos, y a salvo, antes que se declarase la guerra. Fue
visto en Holanda y se le siguió la pista hasta Colonia. No había posibilidad de
cambiar de clave, y ya comenzaban a llegar mensajes de diversos agentes.

Bland dio un paso arriesgado. Por intermedio de cierto individuo residente


en Dinamarca estableció comunicación con Schiller y le propuso llegar a un
acuerdo. Pero Schiller no estaba dispuesto a negociar. El emisario designado por
Bland al efecto le remitió el siguiente telegrama:

Schiller está cobrando unos enormes honorarios al gobierno enemigo por descifrar
los mensajes que envían sus agentes por radio. Sólo él conoce la clave.
Bland, lejos de ceder en su empeño, volvió a entrar en comunicación con el
traidor, ofreciéndole una cuantiosa suma a cambio de que se comprometiere a
trasladarse a un país neutral y retener su secreto.

«Encuéntrese conmigo en Holanda y fijaré los detalles», terminaba diciendo su


mensaje. La respuesta obtenida era característica del ingenioso maestro en espionaje:

Venga a Bélgica, y yo fijaré las condiciones.

Loca sugerencia, pues Bélgica era entonces país enemigo, pero Bland
decidió jugarse la vida y, con una larga daga de cristal en el maletín, partió aquella
misma noche para el Continente.

Bland entró en Bélgica subrepticiamente y emprendió una laboriosa ruta


hacia Bruselas. Sería contrario al interés nacional revelar los medios y métodos que
empleó para entrar en aquel territorio tal celosamente guardado; baste con decir
que, al fin, se encontró con Schiller (rebosante de prosperidad) en El León de Oro,
taberna de Hazbruille, pueblecito situado en la carretera de Gante a Lille.

—Es usted muy valiente, señor Bland —fue el cumplido saludo de Schiller
—, y quisiera muy de veras acceder a sus deseos; pero, por desgracia, no puedo
hacerlo.

—Entonces, ¿para qué me ha hecho venir?

El otro le dirigió una curiosa mirada.

—Tengo en mi poder cierta clave —declaró con calma—. La tengo completa,


a excepción de algunas partes: faltan tres páginas. ¿Cuánto quiere por ellas?

La pregunta hubiera hecho vacilar a un hombre menos íntegro que Bland.

—Su oferta parece sincera —repuso Bland, la flema personificada—, pero


¿cuál es concretamente la clave que desea comprar?

—La Número 2. Creía que…

Bland le interrumpió.

—¿La Clave Número 2? —dijo, y sorbió de su jarra de cerveza (en el


momento presente era un campesino belga)—. No diga tonterías. Ni usted ni yo
conocemos la Clave Número 2; la clave que usted robó era la número 3.

Schiller sonrió con aire de superioridad.

—Cuando regrese a Londres —replicó— pregunte a su jefe si «Ágata»


significaba «Transportes cargando en Borkum».

—Esa palabra puede haberla descubierto accidentalmente —dijo Bland a


regañadientes.

—Pregúntele si «Óptica» no quiere decir «El emperador se ha trasladado a


Dresde» —insistió Schiller, sin perder la calma.

Bland recorrió el reservado con mirada pensativa.

—Sabe usted mucho, amigo —dijo.

La mujer que regentaba la tasca entró algo más tarde, y encontró a Bland
fumando un maloliente cigarro con los codos sobre la mesa y una jarra medio vacía
de cerveza ante él.

La mujer miró hacia Schiller con una leve sonrisa.

—Está cansado —dijo Bland, y apuró la cerveza—. Déjele dormir… y cuide


de que no le molesten las moscas —añadió bromeando.

Schiller yacía de costado en el banco sobre el que Bland estaba sentado,


vuelto contra la pared, y con un basto pañuelo azul cubriéndole la cabeza.

—No será molestado —dijo madame, y se embolsó, con satisfecha sonrisa, la


propina de cinco sous que Bland le dio.

—Cuando despierte —dijo Bland, ya desde la puerta—, dígale que me he


ido a Gante.

Tres horas más tarde, un soldado alemán de reserva que había venido a
tomar su café de la tarde apartó de un tirón el pañuelo que cubría el rostro del
durmiente y balbuceó:

—Gott!
Pues estaba muerto y hacía ya tres horas que era cadáver. Incluso el propio
médico necesitó largo tiempo para descubrir la hoja de la daga de cristal que le
atravesaba el corazón.

Una semana más tarde, Bland estaba vistiéndose para cenar en su piso del
West End, y había llegado a la exasperante fase de hacerse el lazo del cuello,
cuando su ayuda de cámara le anunció la visita de Grisby.

—Le he dicho que está usted vistiéndose —dijo Taylor—, pero el señor
Grisby está tan entusiasmado porque su caballo ha ganado la carrera de obstáculos
de Gatwick, que no hay manera de hacerle esperar.

Taylor gozaba de ciertos privilegios, entre otros el de poder hablar en tono


crítico de los propios amigos de Bland. Era un sirviente ideal desde el punto de
vista de su patrón, pues era simple y gárrulo. Para un hombre con la profesión de
Bland, la garrulería en un doméstico es una virtud, porque obliga al dueño de la
casa a estar siempre en guardia, sin permitirse el lujo de alimentar ilusiones de
seguridad o de caer en la indiscreción. Además, no sólo se sabe lo que piensa el
sirviente en cuestión, sino también lo que dice, gracias a los agentes secretos.

—Hágale subir aquí —dijo Bland al cabo de un rato.

El señor Grisby entró ruidosamente en el tocador, aunque el saludo que


dirigió a Bland fue un tanto frío.

—Tengo que ajustarte las cuentas —dijo—. ¿Qué demontres le has contado
de mí a lady Grenholm? Conoces mis sentimientos acerca de Alice…

—Un momento, por favor —dijo Bland ásperamente, y se volvió hacia el


ayuda de cámara—. Taylor, puede usted llevar a la oficina de correos la carta que
encontrará sobre la mesilla del vestíbulo.

El señor Grisby esperó hasta que oyó cerrarse la puerta del piso; luego salió
al pasillo y echó el cerrojo a la misma.

Regresó junto a Bland, que le esperaba con la espalda vuelta a la chimenea y


las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.

—¿Está usted seguro de que tenía la Clave Número 2?

Bland afirmó con un gesto.


Grisby se mordió el labio pensativamente.

—No merece la pena preocuparse ya por el modo en que se apoderó de ella


—dijo—. Lo que interesa ahora es saber a manos de quién irá a parar.

Bland abrió una cigarrera, mordió la punta de un puro y lo encendió antes


de contestar.

—¿Qué noticias tiene usted a este respecto? —preguntó—. Antes de que se


descubriese la muerte de Schiller, yo había pasado ya la frontera, y, como es
natural, no he oído nada salvo lo poco que me contó nuestro hombre de
Ámsterdam.

—La Clave está en Londres. Tan pronto como Schiller murió, las
autoridades alemanas de Bruselas enviaron un telegrama a Valparaíso. Iba dirigido
a un tal Van Hooch… probablemente un enlace. Aquí lo tiene…

Sacó un billetero y dejó sobre la mesa una tira de papel. El mensaje era breve
y estaba escrito en español:

En la vivienda de Schiller, en Londres.

—Es extraño —dijo Bland—. No es probable que Schiller haya dejado escrita
la clave; era demasiado listo para hacerlo. Y, sin embargo, debe de haber dado a las
autoridades garantía de que el secreto no se perdería con su muerte.
Probablemente habrían acordado que él dijese a alguna persona convenida (en este
caso un agente de Sudamérica) de qué manera estaba escondido el código. El dato
de la localización se lo reservaría hasta la muerte, posiblemente cifrado entre sus
documentos personales.

—La hipótesis es plausible —admitió Grisby—. ¿No le reveló nada más?

Bland hizo un gesto negativo.

—Me vi obligado a matarlo —declaró con una nota de pesar—. Fue una
labor repugnante, pero la vida de treinta personas honestas estaba en sus manos.
Es de suponer que sabía dónde estaban apostadas.

—Como también lo sabrá quien lo suceda en el conocimiento de la clave —


dijo el otro gravemente—. Esta misma noche comenzaremos un registro científico
de su vivienda.
Pero el piso de Schiller, situado en Soho Square, no reportó provecho
alguno.

Durante cerca de una quincena, tres de los hombres más competentes del
Servicio de Información (e incluso Lecomte, del Servicio Francés) practicaron el
más exhaustivo de los registros, desguazando muebles, levantando suelos y
desmontándolo todo.

Y el resultado fue negativo.

—Estoy convencido de que está allí —dijo Bland, despechado ante el fracaso
—. Hemos pasado algo por alto. ¿Dónde está May Prince?

—Presta servicio en la Oficina de Censura.

—Pídale que venga.

May acudió con cierto aire de triunfo.

—Sabía que acabaría llamándome —dijo—. ¡Podría haberles ahorrado tanto


trabajo…!

Bland era todo disculpas.

—La he tenido injustamente olvidada, May. ¿Sabe?, no he vuelto a tener


noticias de usted desde que me envió aquel telegrama sobre Schiller…

Ella asintió con una inclinación de cabeza.

—Así es… Schiller ha muerto, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

Ella se encogió de hombros.

—Una lee cosas en la Oficina de Censura… inocentes cartas procedentes de


Holanda con mensajes escritos entre líneas con una mezcla de ácido fórmico y
leche, que se hace perfectamente visible si se emplea el reactivo apropiado. El
señor Schiller era un hombre notable; y su padre fue uno de los más ilustres
eruditos que Suiza haya producido, aunque era ciego. ¿Qué quiere usted de mí
ahora?
Bland se lo explicó brevemente. La muchacha estaba al corriente de la
existencia de la Clave Número 2, así como de su carácter altamente secreto, y
comprendió la urgencia de la situación.

—Por cierto, ¿cómo llegó usted a enterarse de que era un agente enemigo?
—preguntó Bland.

—Descubrí su clave —respondió ella enigmáticamente.

Acompañada por los dos hombres se trasladó al piso de Schiller, en Soho


Square. El entarimado había vuelto a ser colocado, y las habitaciones eran
habitables de nuevo. La muchacha hizo un recorrido completo por el piso y
seguidamente regresó al espacioso comedor.

—Ésta es la habitación donde está el código secreto —aseguró.

Era una pieza alegre, empapelada en un vivo marrón. La ancha faja de papel
pintado que ceñía las paredes era de diseño sencillo, y el friso de madera había
sido pintado de color de chocolate para que armonizase con el papel.

Del techo pendía una montura eléctrica, a la que May echó una ojeada.

—Lo hemos descolgado —dijo Bland—, y también hemos quitado el friso de


madera, pero no hemos encontrado nada.

—¿Quieren dejarme sola aquí unos minutos?

Los dos hombres se retiraron, pero apenas habían salido de la habitación


cuando la muchacha se les unió con los ojos chispeantes por la alegría del
descubrimiento.

—¡Lo encontré! —exclamó riendo—. ¡Oh, lo sabía, lo sabía…!

—¿Dónde está? —inquirió el atónito Bland.

—Espere un momento —repuso ella ansiosamente—. ¿Para cuándo esperan


ustedes a su visitante sudamericano?

—Para mañana… Por supuesto, el piso estará bien guardado para que no
tenga la menor oportunidad de registrarlo.
Los ojos de May seguían chispeando cuando asintió con un mohín.

—Veremos lo que ocurre mañana. Tengo la impresión de que tendrá usted


un visitante de Valparaíso, muy franco y cordial. En cuanto llegue, deseo que
mande usted a buscarme.

—¿Qué demontres…?

—¡Calma, calma, por favor! ¿Qué es lo que le dirá a usted? —Cerró los ojos
y frunció el ceño—. Puedo decirle su nombre; es Raymond Viztelli…

—¿Sabía usted ya todo eso? —preguntó el asombrado Grisby; pero ella negó
con la cabeza.

—Lo he sabido al entrar en la habitación —contestó—, pero ahora voy a


tratar de adivinar. Me figuro que se ofrecerá para ayudar a descubrir el paradero
de la clave, y les dirá que hay un papel secreto en la pared, y que harán falta días y
más días para descubrirlo. Creo también que les pedirá que estén presentes
mientras practica su búsqueda.

—Eso no hará falta que nos lo pida —gruñó Bland—. Creo que se hace usted
demasiado la misteriosa, May; pero me da la corazonada de que está en lo cierto.

Antes de marcharse, May hizo algunas preguntas al portero del edificio.

—El señor Schiller decoró él mismo el comedor de su piso, ¿verdad?

—Sí, señorita. Era un portento con un bote de engrudo o una brocha en la


mano.

—Y habrá pagado el alquiler por adelantado, ¿no es así?

—Exactamente, señorita.

—Y dijo que no se tocase el piso hasta que él volviese, ¿verdad?

—¡Ésas fueron precisamente sus palabras!

—Ya me lo figuraba.

A las diez de la mañana siguiente pasaron a Bland una tarjeta con las
palabras «Beltrán Silva» en el centro, y en una esquina, «Valparaíso».

Bland presionó un timbre, y momentos después entraron Grisby y la


muchacha.

—Ha llegado —dijo Bland lacónicamente, y alargó la tarjeta a la joven.

El visitante fue introducido. Era un hombrecillo bien plantado, con una


barba puntiaguda, y hablaba un inglés excelente. Tras las obligadas frases de
cortesía, fue derecho al grano.

—Voy a ser enteramente franco con usted, señor Bland —comenzó; y Bland,
mirando de reojo a la muchacha, vio la risa en los ojos de ésta.

—Durante algún tiempo he sido agente al servicio de las Potencias


Centrales… Le digo esto porque deseo que comprenda claramente mi situación.
Me creía seguro en América del Sur, pensando que nunca más volverían a
solicitarse mis servicios. No obstante, hace unas semanas recibí un telegrama, que
fue interceptado por las autoridades británicas.

»Se me había advertido, desde luego, que dadas ciertas eventualidades,


podría obligárseme a venir a Inglaterra para realizar la búsqueda de ciertos
documentos, y que se me comunicaría en un telegrama el lugar en que están
escondidos. Ese telegrama llegó… ¡y aquí estoy! —Extendió los brazos
dramáticamente—. En cuanto llegué vine directamente a verle a usted. Voy a
decirle con franqueza por qué he venido. La noche antes de mi desembarco en
Plymouth llegué a la conclusión de que el juego no merecía la pena. Estoy
dispuesto a ayudarles, hasta donde me sea posible, a descubrir los documentos, y
luego, si ustedes me lo permiten, volveré a Sudamérica.

Bland no salía de su asombro. El hombre había dicho, casi exactamente todo


cuanto May había pronosticado que diría. Volvió a mirar a la muchacha, y ésta le
correspondió con un gesto de asentimiento.

—Comprenderá usted que sus investigaciones… —comenzó Bland.

—¿Habrán de hacerse bajo los ojos de la policía? —interrumpió el hombre


de Valparaíso—. Lo prefiero.

—Supongo que no le importará comenzar ahora mismo su trabajo…


—Cuanto antes, mejor —dijo el otro enérgicamente.

—Un momento.

Era la joven quien había hablado.

—¿Tiene usted buena memoria? —preguntó.

Por una fracción de segundo la sonrisa murió en los ojos del visitante.

—Gozo de una memoria excelente, señorita —repuso secamente.

Fueron juntos en un taxi, y el policía de guardia les franqueó la entrada al


piso de Schiller.

—¿Tiene usted alguna hipótesis? —preguntó Bland cuando se encontraron


en el vestíbulo.

—Sí —respondió el otro vivamente—. Creo que los documentos están


escondidos en un hueco de la pared, detrás de un panel secreto. Encontrar este
panel puede muy bien ser tarea de una semana. Ésta es una casa muy vieja y es
muy posible que el señor Schiller la escogiera porque su estructura ofreciese
alguna ventaja.

Bland volvió a pensar rápidamente. La franqueza del hombrecillo, su


voluntad de ayudar, la referencia al panel secreto… todo concordaba con la
asombrosa profecía de la joven.

Vio el regocijo en los ojos de la muchacha, regocijo motivado por la


perplejidad de él.

Luego se volvió al hombrecillo.

—Adelante —le dijo.

El señor Silva hizo una reverencia.

—Empezaré por esta pared —dijo—, y buscaré algún indicio de panel. Mis
dedos son quizá más sensibles que los suyos…

Extendía ya la mano hacia el empapelado cuando…


—¡Alto!

Al oír la seca advertencia de la muchacha, el señor Silva se volvió.

—Antes de seguir —dijo May—, permítame que le pregunte una cosa:


¿estima usted su vida?

El chileno se encogió de hombros y extendió las manos.

—Naturalmente, señorita.

La joven se volvió hacia Bland.

—Si este hombre se aprende la Clave Número 2, ¿qué le sucederá?

Bland miró primero a la muchacha, luego al rostro del extranjero.

—Que tendría que morir, sin duda alguna —dijo sencillamente.

Ella asintió.

—Ahora puede usted continuar si lo desea, pero le advierto que está


comenzando algo demasiado a la derecha.

El rostro del chileno adquirió una lividez grisácea.

—¡A la derecha…! —tartamudeó.

—El mensaje dirigido a usted comienza en la puerta, señor Viztelli —dijo


ella con calma—. La clave no empieza hasta llegar a la ventana. ¿Quiere seguir?

El hombre negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.

Bland llamó a sus hombres, que sacaron al pequeño sudamericano del


edificio y lo empujaron al interior de un coche.

—Y ahora, explíquese —dijo Bland.

La muchacha caminó hasta la pared, cerca de la puerta, y tocó el papel


pintado.

—Toque aquí —dijo.


Los dedos de Bland palparon delicadamente el empapelado. Notó unos
cuantos granitos que apenas sobresalían de la superficie del tabique; corrió la mano
hacia la derecha y notó otros más. Entonces la luz se hizo en su mente.

—¡Braille! —musitó.

La joven asintió.

—El padre de Schiller era ciego —explicó—, y es evidente que aprendió


también el alfabeto utilizado por los ciegos para leer. Silva, o Viztelli, fue
informado de cómo había sido escrita la clave y aprendió el alfabeto Braille para el
caso de tener que continuar la labor de Schiller.

May pasó los dedos a lo largo del empapelado.

—Hay siete líneas de escritura que dan la vuelta a la habitación —explicó—.


Schiller fue empapelando las paredes poco a poco, a medida que iba fotografiando
la Clave Número 2. El primer renglón comienza así: «A Raymond Viztelli —leyó—.
Finja ayudar a la policía; muéstrese franco, como le he dicho. Dígales que hay un
panel secreto y lo dejarán venir con frecuencia. Comienza la clave: “Abraham”
significa “Se han fabricado nuevos cañones…”».

Bland le cogió la mano y la separó suavemente de la pared.

—Si quiere ser un bonito ejemplar del mundo de los vivos y cenar conmigo
esta noche —dijo medio en broma—, no prosiga sus investigaciones.

Aquella tarde Bland trabajó algún tiempo como desempapelador aficionado,


y el resultado fue más que aceptable.
Los quiebra-prisiones
Fue el tipo de incidente que podía esperarse que ocurriese en el Servicio de
Información, y puede referirse en pocas palabras.

Alexander Barnes, que gozaba de moderada fama como hombre de mundo,


regular asistente a los estrenos teatrales y figura familiar en determinados círculos
sociales, fue arrestado bajo acusación de disparar voluntariamente contra Cristóbal
P. Supello. Con él fue también acusado un americano que dio el nombre de
«Jones».

Los hechos declarados como probados en el sumario pueden resumirse así:

Barnes y Jones habían estado cenando en el Atheneum Imperial y después


se fueron paseando hasta Pall Mall. Pocos minutos después el policía que prestaba
servicio en el extremo que desemboca en la plaza de Waterloo oyó tres tiros
disparados en rápida sucesión. Las detonaciones venían de la dirección de la
estatua del Duque de York, y el agente corrió hacia el sonido, uniéndosele otros
dos policías procedentes del extremo opuesto de la calle. Supello yacía muerto en
el suelo. Alcanzaron a Barnes y a Jones en lo alto de las escaleras que descienden
desde el Duque de York hasta el parque de San Jaime, y los prendieron sin
dificultad.

El hecho de que intentaban escapar no corroboraba la versión de Barnes,


según la cual éste había disparado contra Supello en legítima defensa. Se encontró,
efectivamente, en la mano del muerto un revólver con una recámara descargada.
En poder de Barnes había una pistola automática de la que habían sido disparadas
dos balas (los casquillos se descubrieron a la mañana siguiente), pero sobre Jones
no se encontró arma alguna. Tanto Barnes como Jones juraron que habían sido
atacados primeramente, y el hecho de que se habían efectuado tres tiros y de que
dos de las balas habían sido encontradas en el corazón de Supello probaba que el
primero lo había disparado él, por cuanto el testimonio médico demostraba que no
había podido usar el revólver después de recibir las heridas que le ocasionaron la
muerte.

Con un testimonio así parecía humanamente imposible que la acusación


prosperase, pese a lo cual Barnes fue declarado culpable de homicidio involuntario
y sentenciado a diez años de trabajos forzados, mientras que Jones fue absuelto.

El fallo condenatorio se basó en la declaración de un vagabundo que dijo


que estaba descabezando un sueño sobre los escalones de una casa cuando oyó un
altercado y vio a Barnes sacar su pistola y esgrimirla contra el rostro de Supello, y
en el posterior testimonio del mayordomo del señor Stieglemann, el financiero
internacional, quien alegó que él también fue testigo del asunto y afirmó que oyó
palabras furiosas cambiadas entre ambas partes, y confirmó la declaración del
vagabundo en cuanto a la amenaza con armas se refería.

El suceso creó alguna sensación, pues Barnes gozaba de sólida reputación


como hombre de vida intachable y (si se exceptuaba su original costumbre de
desaparecer de Londres a intervalos regulares, sin que nadie supiera adónde iba) a
cubierto de toda sospecha.

Alexander Barnes aceptó su sentencia filosóficamente, aunque tenía una


joven esposa a quien amaba con ardiente devoción.

Poseía esa serena fe en su Departamento que constituye las nueve décimas


partes del bagaje moral de los miembros del Servicio de Información. No dijo al
juez que él y «Jones», del Servicio Secreto de Washington, habían interceptado el
paso a Supello cuando se dirigía a cierta embajada llevando el texto íntegro del
Tratado Salem-Ponsonby en el bolsillo, ni que habían seguido a Supello, destacado
traficante de secretos de gobierno, desde el hotel; ni que habían estado vigilándolo
durante la cena, en cuyo transcurso la dama de la embajada había pasado junto a la
mesa de Supello y había dejado caer una rosa blanca como señal de que Su
Excelencia había aceptado pagar el subido precio pedido por el mejicano.

Lo mataron a tiros, le arrebataron el tratado del bolsillo interior de la


chaqueta, y Jones dejó caer el documento en la alcantarilla más cercana, pero lo
cierto es que Supello había disparado el primero. Barnes no podía contar esta
interesante y novelesca historia, en parte porque no lo habrían creído, y en parte
porque es norma del Círculo Superior de Información nunca ayear. Si le cogen a
uno, debe beber el cáliz con expresión risueña y abstenerse de lanzar mensajes de
S. O. S. en demanda de auxilio a los desconocidos jefes.

Se informó al señor «Jones» de que su presencia en Inglaterra no se


consideraba en absoluto necesaria, y embarcó para Nueva York siendo
acompañado por la policía hasta su camarote.

Cuando el gran trasatlántico se encontró a ochenta kilómetros de la boca del


Mersey, «Jones» recibió la visita de un sosegado individuo que charló con él
durante largo tiempo. Este individuo era Bland, director del Servicio de
Información, quién descendió del buque en Queenstown y se volvió a Londres.

Solicitó una entrevista con el ministro del Interior, y el resultado no fue


especialmente satisfactorio.

Al término de un cuarto de hora de charla sumamente infructuosa, se


encogió de hombros.

—Comprendo perfectamente —dijo tan suavemente como pudo— que mi


sugerencia es altamente heterodoxa, pero también la situación es un tanto
extraordinaria. Estamos al borde de una nueva complicación bélica…

—¡Tate! Eso es cuestión de opiniones —repuso el otro bruscamente.

Decía «¡tate!» con tanta frecuencia, que como «Tate» se le conocía en todos
los estamentos del ministerio.

Era hombre flaco, con una espesa mata de cabellos enteramente blancos,
semblante apergaminado y boca mezquina, y miraba al mundo a través de unos
ojos-rendija, los más estrechos que jamás había visto Bland en un ser humano.

Sir George Mergin había sido ministro repetidas veces en un período de


veinte años, en uno u otro gabinete. Se le consideraba estrecho de miras, pero
seguro.

Regía su departamento con espíritu rígidamente reglamentario, escribía con


pluma de ave y tomaba una copa de jerez a las once de la mañana.

No era, pues, de extrañar que mirase con desagrado al director del


Departamento de Información y sus extravagantes pretensiones.

—Comprenda, señor… mmm… Bland, usted no tiene mmm… status oficial.


No ha sido votado por nadie y no pertenece a ningún departamento ministerial.

—En realidad, no estamos bien mirados por nadie —sonrió Bland—, y no


tenemos ninguna autoridad gubernamental a quien recurrir. El ministerio del
Interior nos detesta; la Brigada P. V. tiene celos de nosotros; el ministerio de
Asuntos Exteriores, a quien servimos, finge ignorar la existencia de un Servicio
Secreto…

Sonó un leve golpe en la puerta y entró un secretario. Se adelantó hasta su


jefe y le dijo algo en voz baja.

—¡Ah!, sí, sí, sí —dijo sir George— diga al comisario que pase.

Bland disimuló una sonrisa. No era mera coincidencia que el comisario


adjunto Goldring apareciera en aquel momento. Goldring dirigía la policía política
y contaba con un servicio secreto propio, que era poco más que una fuerza
policiaca dedicada a detectar extranjeros peligrosos y andar ojo avizor con las idas
y venidas de los anarquistas conocidos. Era un departamento que se jactaba de sus
dotes lingüísticas, por lo que en el Yard se le conocía como la «Brigada P. V.», por
referencia a la expresión «parlezvous».

Aquí es pertinente decir que el cuerpo regular de policía profesaba un


profundo desdén hacia los miembros de la P. V., su presciencia y su capacidad, e
invariablemente se pronunciaban a favor del servicio de Bland cuando había que
adoptar una postura en un sentido o en otro.

Goldring entró, dirigió una atenta reverencia al ministro y favoreció a Bland


con una leve inclinación de cabeza.

—¡Ah, comisario, no sabe cuánto me alegra su visita! Ahora voy a exponerle


algo, señor Goldring… O quizá, señor Bland, preferiría ser usted mismo quien
explique su… mmm… curioso proyecto.

Bland sabía mejor que nadie que Goldring estaba perfectamente al corriente
del asunto y que ya había sido consultado al respecto.

—Propongo que Alexander Barnes sea puesto en libertad —dijo—. El señor


Goldring conoce bien la misión que Barnes estaba realizando. Tenía como objetivo
descubrir a la persona que había sobornado a un administrativo de Asuntos
Exteriores para que le facilitase una copia del Tratado Salem-Ponsonby.

—¿Y matarlo a tiros? —insinuó Goldring sacudiendo la cabeza con pose de


gravedad—. Seguramente existe en el país una ley que castiga el tipo de delito que,
según usted, cometió Supello; seguramente éste pudo haber sido arrestado…

Bland le miró con una sonrisa de conmiseración que encendió su furia.

—¡Tate! —intervino el ministro—; no puedo hacer nada… nada. La petición


es absurda. Tráigame una exhortación de mi excelente amigo el ministro de
Asuntos Exteriores, o consiga que el subsecretario curse su declaración, y en el
interés público podría yo aplicar la Cláusula 475 de la Ley de Defensa; pero de no
ser así… ¡no!

Bland volvió a sonreír.

—Sabe usted muy bien que no puedo hacer eso —dijo.

—Personalmente —interrumpió Goldring—, dudo de toda la historia. No


carezco precisamente de información, señor Bland; no insinuará que conoce mejor
que yo lo que sucede en Inglaterra, ¿verdad? —preguntó maliciosamente.

Bland afirmó con un gesto.

—Sé que nuestro amigo Stieglemann da excelentes cenas —replicó


arrastrando las sílabas—. Sé que, después de la cena, sus invitados juegan a la
ruleta, y que, siempre que lo desee, Stieglemann puede ganar… lo cual resulta
muy útil.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Goldring, muy colorado.

—¿Al decir «útil»? Se lo voy a explicar. Suponga que un funcionario de la


policía pierde quinientas libras en una partida, y que Stieglemann rompe el pagaré
que dicho policía extiende por esa suma, ¿no quedaría este funcionario obligado a
su magnánimo anfitrión? Me pregunta usted qué más sé que usted no sepa… Se lo
voy a decir. El tablero de la ruleta de Stieglemann está trucado. Usted no lo sabía,
¿verdad?

Goldring se encontró con los desafiantes ojos de Bland y bajó los suyos.

—Y ahora me voy —continuó Bland recogiendo su sombrero—, pero antes


de marcharme les diré algo más. Los dos testigos que declararon contra Alexander
Barnes eran falsos. El mayordomo de Stieglemann es un espía extranjero; el
vagabundo que lo vio todo es otro. Pero eso apenas cuenta, ya que Alexander
hubiera matado a Supello de todas maneras antes que permitir que el Tratado
Salem-Ponsonby fuese a parar a manos de su comprador. Ustedes rehúsan
ayudarme a libertar a Barnes… Lo libertaré yo mismo y lo sacaré de Inglaterra en
las propias narices de su policía.

Sir George se levantó temblando de furia.

—¡Me amenaza usted! —exclamó con voz trémula.


Bland asintió.

—¡Le hundiré! ¡Le haré detener!… ¡Señor Goldring, arréstelo!

Goldring vaciló, luego adelantó un paso, y Bland se echó a reír.

Seguía riendo mientras acompañaba a su apresador escaleras abajo, y reía


ahogadamente en la habitación cerrada con llave de Scotland Yard cuando vinieron
a verlo (después de una hora de encierro) para anunciarle que estaba libre.

Pues había venido a ver a sir George Mergin una Alta Personalidad del
Gobierno que había dicho al término de una charla informal e inocente:

—¡Oh!, a propósito… Ponga en libertad a Bland.

—Ponerlo en libertad… ponerlo en libertad… —farfulló sir George—. ¿Por


qué?

—¡Oh!, no lo sé —respondió su visitante con gesto vago—. Simplemente


pienso… Yo en su lugar lo dejaría libre. Por cierto, todos los periódicos de la tarde
anuncian no sé qué historia de la dimisión de usted… Está en la sección de noticias
de última hora. No pensará usted dar ese paso, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —jadeó el ministro—. ¿Quién es el osado que se


atreve a poner semejante cosa en los periódicos?

—Sabe Dios… ya sabe cómo son los periodistas —repuso el Personaje al


descuido, y paseó hasta la puerta.

Permaneció un momento irresoluto, jugando con el mango de la puerta. Sir


George notó su fruncimiento y apretó los labios.

—Creo que yo pondría a Bland en libertad —dijo el visitante


pensativamente, y salió cerrando la puerta tras de sí.

Sir George redactó la orden de libertad.

—Pero Barnes cumplirá su condena hasta el último minuto —dijo entre


dientes al tiempo que firmaba el documento.

Bland regresó a su oficina, donde le esperaba una pequeña labor. Le


constaba que había puesto a Goldring y a su departamento sobre ascuas y que los
de la Brigada Parlez-Vous estarían acechándolo como buitres. Dos de ellos lo
habían seguido hasta la oficina y estaban ahora examinando con ostentosa
inocencia el escaparate de una frutería situada en la acera opuesta de la calle.

Lo siguieron hasta su piso (Goldring había puesto un automóvil a su


disposición), y Bland los observó desde su ventana durante algún tiempo, muy
divertido. Después mandó a buscarlos y subieron con docilidad ovejuna a
colocarse ante el gran escritorio de su estudio.

—No quiero que se les enfríen los pies mientras me vigilan, jóvenes —les
dijo bondadosamente—; pueden tomar asiento aquí en casa si prometen no hacer
ruido. Así podrán verme mucho mejor y tomar nota de mis cambios emocionales.

—Señor Bland —protestó uno—, está usted en un gran error…

—Yo nunca incurro en error —interrumpió Bland—. Siéntense ahí mismo.


Estoy esperando a un visitante, y tendrán la oportunidad de presentar un informe
sobre toda la malvada intriga.

El visitante fue Shaun Macallum, un brillante joven ducho en los


procedimientos del Servicio de Información.

—Siéntese, Shaun. Le telefoneé que viniese… Oh, por cierto, éstos son dos
de los hombres de Goldring, el sargento Jackman y el sargento Villars. No tengo
secretos para ellos.

Los dos aludidos sonrieron incómodamente.

—Alex Barnes está en la cárcel de Clewes —siguió Bland—. Quiero que


vaya usted allí a sacarlo. Cuando esté fuera de la prisión, lo traerá usted a Londres
y seguidamente lo llevará en tren a Liverpool. Embárquelo para los Estados
Unidos… Nuestros amigos del otro lado del Atlántico dispondrán las cosas de
modo que se encuentre allí con su esposa, que parte para Estados Unidos la
próxima semana.

—¿Cómo nos las arreglaremos para sacarlo de la cárcel? —preguntó Shaun.

Bland se recostó en el sillón y fijó, pensativo, la mirada en el techo.

—Eso es bastante sencillo —dijo lentamente.


Los dos sargentos, incómodamente sentados en el borde de sus sillas, se
inclinaron ligeramente hacia adelante.

—Eso es bastante sencillo —repitió Bland—; un día determinado cortaremos


todos los cables telefónicos y telegráficos que comuniquen con la prisión. En un
plazo de media hora, nuestro amigo quedará libre. De no ser así, entonces lo estará
antes de transcurridas veinticuatro horas.

—Oh —dijo Shaun con expresión vacía.

Bland se levantó.

—Eso es cuanto puedo decirle —dijo—; y ahora, Shaun, puede llevarse


consigo a estos dos activos e inteligentes miembros de la División P. V. y perderlos
por el camino.

Aquella tarde el comisario Goldring fue a ver al ministro del Interior a su


casa de Portland Place.

—Es absurdo —dijo sir George, irritado—. Todo el asunto es absurdo; no


tiene pies ni cabeza. ¡Maldito demonio! Si yo tuviera carta blanca… ¡Tate! Todo es
un puro farol…

Goldring sacudió la cabeza. Estaba profundamente alarmado. Si los agentes


de Bland estaban al corriente de asuntos tales como las transacciones privadas
existentes entre él y el señor Stieglemann, ¿de qué no estarían enterados?

—Si dice que lo hace, lo hará.

—Deje que lo intente —repuso sir George con expresión torva.

Esta escena tenía lugar el miércoles a última hora de la tarde. El jueves por
la mañana el director de la cárcel de Clewes recibió instrucciones muy detalladas
acerca de la custodia de su prisionero.

El viernes por la mañana, Goldring estaba atendiendo a sir George cuando


les llegó el informe oficial de que la línea telefónica entre el ministerio del Interior
y la cárcel de Clewes había sido cortada en tres lugares.

—Despache urgentemente un telegrama cifrado en X X al pueblo de Clewes


—ordenó sir George—. Diga al director que tenga a Barnes preparado para
trasladarlo a Stanmoor… En esas pequeñas cárceles rurales nunca se sabe lo que
puede ocurrir.

Bland comió aquel día con Shaun Macallum…

—¿Cuál es exactamente la finalidad… de cortar los cables y todo lo demás?


—preguntó Shaun.

Bland echó una veloz ojeada en torno y bajó la voz.

—No nos es posible hacer nada en esas pequeñas cárceles rurales —explicó
—; nuestra única posibilidad de éxito es asustar a Tate hasta el punto de que haga
trasladar a Barnes a Stanmoor.

Esto sucedió, como ya he dicho, el viernes.

El sábado, los ociosos que mataban el tiempo en la diminuta estación de


ferrocarril de Stanmoor cuando llegó el tren de las tres y siete, procedente de
Londres, fueron testigos de la llegada de un presidiario alto y apuesto.

Iba sin afeitar, pero con el ánimo alto, pues tenía fe en su jefe y en los
centenares de valientes compañeros que sabía que estaban trabajando por salvarlo.
Sus muñecas estaban encerradas en esposas e iba acompañado por el inevitable
carcelero auxiliar, que portaba el no menos inevitable sobre azul con los
documentos de traslado. Aquél no era un espectáculo desacostumbrado para los
lugareños de Stanmoor. No pasaba día sin que presenciasen la llegada o la salida
de siniestras figuras con librea amarilla. A veces los presos aparecían de uno en
uno; pero era más frecuente que llegaran o fueran enviados de veinte en veinte,
unidos entre sí por una larga cadena que pasaba por en medio de cada pareja.

El carcelero llamó a un coche de alquiler y arrojó al interior a su prisionero,


montándose él a continuación y sentándose enfrente. No había necesidad de dar
instrucciones al cochero. Éste fustigó al caballo, atravesó la pequeña plaza del
mercado y la única calle de Stanmoor, para acometer seguidamente la larga cuesta
que conduce al terrible páramo en cuyo mismo centro está situado el Presidio de
Stanmoor.

Los sucesivos directores del mismo se jactan de que ni una sola vez en su
larga y tétrica historia ha perdido a un preso a no ser por muerte, indulto o
traslado. Fugas había habido, pero ningún evadido había logrado jamás escapar
del páramo.
Esto no era de extrañar. El terreno que rodea el Presidio de Stanmoor es
desértico y desnudo, salvo por tres grupos delimitados de árboles a los que se
denomina, un tanto ominosamente, Bosque del Escondite, Bosque de M’Geery y
Bosque de la Trampa. M’Geery, que dio su nombre al segundo, fue un fugitivo de
la prisión de granito que encontró la muerte entre los matorrales de aquél. El
Bosque del Escondite se llama así por ser el asilo que buscan la mayoría de los
fugados; y el Bosque de la Trampa sólo tiene dos salidas, una que da al páramo y
otra que da a la aldea de Boley del Páramo, y no presenta dificultades a la hora de
ser registrado.

Los caminos escasean, las granjas están diseminadas y son de difícil acceso;
los bordes del páramo están continuamente patrullados por guardias, y si a estas
dificultades se añade el hecho de que el director de la prisión había obtenido
recientemente el derecho a requisar una patrulla de aviación militar en caso de
necesidad, no es preciso subrayar el arduo carácter del problema que el páramo de
Stanmoor presentaba al infortunado que buscara la libertad en su terreno baldío y
traidor.

Barnes y su guardián pasaron bajo el arco de la aflicción, a través de los


negros portones, y fueron conducidos al despacho del carcelero jefe.

Este funcionario había sido evidentemente bien advertido de la


responsabilidad que para él suponía el nuevo prisionero.

—Así que es usted el quiebra-prisiones, ¿eh? —dijo complacido—. Bien;


tendremos que prestarle una atención extra, amigo mío.

Era un discurso excepcional en un carcelero jefe (así lo pensó el carcelero


auxiliar que estaba encargado del preso), pues los hombres que desempeñan tal
cargo suelen ser parcos de palabras, circunspectos y herméticos. No se dirigen a un
preso con la expresión «amigo mío», ni ofrecen información sobre la necesidad de
mantenerlo bajo observación especial.

—¿Habla usted algún idioma extranjero? —preguntó el carcelero jefe.

—Sí, señor; varios.

—¿Alemán?

—Sí, señor.
El carcelero jefe hizo un gesto de aprobación.

—Puedo proporcionarle ocupación —dijo—; hay varios presos alemanes…


Veamos cómo habla usted el alemán.

Y se puso a hablar en un idioma completamente incomprensible para el


carcelero auxiliar, y el preso respondió con la misma fluidez.

Todos estos hechos salieron a la luz en el expediente que se formó para


esclarecer el papel desempeñado por el carcelero jefe en el caso (pueden
encontrarse detalles sobre este expediente en la publicación oficial «Boletín de los
Comisarios de Prisiones», número 764 A).

Lo que dijo en alemán, y lo que Barnes le respondió, es materia de conjetura.


La versión del carcelero jefe fue que se había limitado a formular unas cuantas
preguntas en dicho idioma para comprobar los conocimientos del penado. El
ministro del Interior alegó que «era miembro de cierta organización», cuyo carácter
no se dejó traslucir.

Tres días después del ingreso de Alexander Barnes en el presidio de


Stanmoor, Goldring llegó en tren especial a la localidad del mismo nombre,
trayendo consigo a veinte de los hombres más competentes de su brigada, pues
Alexander Barnes se había fugado.

Sir George Mergin mantuvo una breve entrevista con el comisario antes que
éste saliese de Londres, y decir que sir George estaba furioso es consignar el hecho
con estudiada moderación.

—El preso está en el páramo. Se ha fugado hace una hora, y hay un cordón
de vigilancia en torno al distrito.

—Pero ¿cómo… cómo, señor? —inquirió el desconcertado Goldring.

—Salió de la prisión con un grupo de presos alemanes para trabajar en los


campos, saltó la tapia de piedra, montó en una moto que le esperaba al otro lado y
se largó ante las narices del carcelero —explicó el ministro.

—Pero ¿y la moto?

—Había sido colocada tras la tapia por alguien desconocido… Cómo


demonios supo que estaba allí…
En Stanmoor, Goldring encontró esperándole un telegrama de su superior:

Bland ha sido visitado. Dice que Barnes está todavía en el páramo, y que saldrá para
Londres por la estación de Stanmoor.

—¡Conque saldrá para Londres! —masculló Goldring—; ¡conque saldrá


para Londres!

Ni una sola persona salió del páramo aquel día que no fuese sometida al
enérgico escrutinio de la policía y los guardias. Se detenían y registraban los carros
de los campesinos; incluso se vaciaban los sacos de patatas antes de dejar que
aquéllos siguieran su camino.

La noche no trajo consigo ningún relajamiento de la vigilancia. Se trajo un


batallón de soldados de Taverton para ayudar a la guardia, y no quedó camino sin
inundar por la luz de potentes reflectores.

Un ojeroso Goldring paseaba de aquí para allá, irritadamente, a la luz color


limón del sol de la mañana.

—¡Voy a capturar a ese sujeto aunque no me acueste en una semana! —dijo,


amenazando con el puño al inofensivo páramo—. Usted me conoce, Barton. Esos
tipos del Servicio Secreto, esos policías aficionados, no van a salirse con la suya.
¡Cogeremos a Barnes!

—¿Qué aspecto físico tiene? —quiso saber su subordinado.

—Mide un metro ochenta de estatura y es corpulento… No se le puede


confundir con nadie —dijo Goldring—. ¡Mire ese pobre diablo!

El «pobre diablo» iba sentado en un pequeño carruaje descubierto que venía


del páramo en dirección al pueblo. Su descolorido uniforme de presidiario y
ciertos signos distintivos indicaban que el tiempo de su condena estaba a punto de
expirar, por lo que Goldring bien hubiera podido ahorrarse su compasión.

Era un hombrecillo vivaracho, de pequeña cabeza redonda y mirada alegre,


y hacía tintinear las esposas de sus muñecas al compás de la canción que
canturreaba bajo la desaprobadora mirada del carcelero sentado frente a él. Al
pasar junto a Goldring volvió la cabeza y exclamó:

—¡Captúrelo, patrón! ¡No lo deje escapar!


El carcelero gruñó algo y el hombrecillo se calló.

—Va a Wormwood Scrubbs a obtener la liberación —comentó el compañero


de Goldring, echando una mirada profesional al preso—; hacia la última semana
todos se vuelven un tanto descarados.

Un automóvil vino como una exhalación por la carretera del páramo y frenó
con una sacudida junto a Goldring.

—Lo hemos localizado, señor —anunció el ocupante, uno de la «P. V.»—.


Hemos encontrado la moto y el uniforme de presidiario en el Bosque del
Escondite, y los carceleros están dando una batida en él.

Goldring se frotó las manos.

—Voy a mandar un telegrama al jefe —dijo, y volvió sus pasos hacia la


estación.

Había ya despachado su telegrama en la diminuta oficina y vuelto al andén,


cuando entró en la estación el tren con destino a Londres, y se quedó mirándolo
distraído.

Vio cómo el diminuto presidiario (apenas llegaba al metro cincuenta, y era


tan delgado que parecía un chiquillo) era empujado al interior de un vagón de
tercera y cómo las persianas eran bajadas. Luego, conforme el tren emprendía
lentamente la marcha y el vagón del preso pasaba ante Goldring, la persiana fue
subida de golpe, se bajó el cristal y el pequeño penado asomó la cabeza, apoyando
los esposados puños en el borde de la ventanilla.

—¡No busque a ese tipo en el Bosque del Escondite, patrón! Se largó en uno
de ésos que llaman zeppelines. Está en…

En ese momento un brazo uniformado atrajo al preso hacia el interior del


vagón y el tren adquirió velocidad.

El jefe de estación, testigo de lo ocurrido, sonrió a Goldring.

—Ese individuo es una mala pieza —dijo—; el carcelero me dijo que fue uno
de los que ayudaron a escapar a ese preso que anda usted buscando. Se llama Jerry
Carter.
—El carcelero no tenía derecho a decirle a usted nada —repuso Goldring de
mal humor.

Tuvo mayor motivo para estar malhumorado una hora después, cuando
acabó el registro del Bosque del Escondite con resultado nulo.

La búsqueda continuó durante todo el día siguiente, pero sin éxito.

Al final de la semana Goldring regresó a Londres realmente enfermo, y fue


a ver a sir George.

Lo que ocurrió en la entrevista nunca ha sido revelado, pero lo cierto es que


si entró enfermo en el despacho del ministro, salió del mismo convertido en un
inválido crónico, figurativamente hablando.

Visitó a Bland en su oficina, y, obrando al modo de los caídos en desgracia,


se sintió dispuesto a aceptar la compasión hasta de su más implacable enemigo.

—Vuelva a verme dentro de una semana —dijo Bland—, y quizá pueda


contarle algo. Pero debe usted darme su palabra de que lo que le diga no ha de
tener consecuencias. De no ser así, no sabrá usted nada.

La curiosidad y el reconcomio le indujeron a hacer la promesa, y el día


indicado acudió a la cita.

Bland estaba sentado en su gran sillón fumando un aromático cigarro.

—Siéntese, Goldring —invitó animosamente—; tome un cigarro… Los


encontrará en el estuche de plata.

Se inclinó para presionar un timbre, y tras breve intermedio se abrió la


puerta dando paso a un hombre.

Goldring se puso en pie de un salto, profiriendo una exclamación de


sorpresa, pues el recién llegado era el pequeño preso a quien había visto partir de
la estación de Stanmoor.

—Uno de los nuestros —presentó Bland ceremoniosamente, ondeando la


mano—. El señor Martin Caxton, del Intelligence.

—¿Cómo está usted? —saludó el hombrecillo, ofreciendo la mano—. Temo


haber sido demasiado insolente con usted el otro día.

—¡Pero… pero! —balbuceó Goldring.

—Le explicaré —dijo Bland—. Oh, por cierto; Barnes ha llegado sano y salvo
a los Estados Unidos, noticia que me temo no será de su agrado. No le diré cómo
escapó realmente de la cárcel, ni le daré los nombres de las personas que le
ayudaron. Fugarse de la prisión fue un juego de niños. La verdadera dificultad
consistía en salir del páramo. Yo sabía que todo tipo de personas que intentasen
llegar al pueblo serían detenidas e identificadas… Todo tipo de personas menos
uno.

—¿Y cuál era ese uno? —preguntó Goldring con curiosidad.

—Un preso esposado —contestó Bland—. Martin Caxton fue ese preso…
Estuvo esperando dos días en el Bosque del Escondite.

—Dejando crecer mis horribles patillas —dijo el hombrecillo, complacido.

—Pero ¿y Barnes? —preguntó Goldring.

Bland expelió un anillo de humo y observó cómo se deshacía en el aire.

—Barnes era el carcelero —respondió.


La caída de Mr. Reader
«El Orador» era un hombre de gustos sencillos y poco aficionado a las
novedades. Si tenía un aparato de radio era porque se lo había regalado un
admirador suyo, pues de no ser así jamás se le habría ocurrido comprar uno. Lo
tuvo en el salón de su casa sin utilizarlo ni una sola vez, durante seis meses, y
cuando, por fin, se decidió, se dio cuenta de que no funcionaban las baterías,
dejando pasar otros seis meses hasta mandarlo arreglar.

Evitaba los programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las
conferencias y charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que
dar una respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile,
recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegaban
desde las parejas hasta el micrófono.

En una ocasión pudo oír la voz de un hombre, algo cansado, mencionando


algo relativo a sus negocios, con tanta claridad como si el que hablaba se hallase
ante él.

—… opino que las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos
escribió a Glasgow…

Después sintió algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.

—… precisamente hoy me di de cara con él en la calle y le dije: «¡Oiga!


¡Todavía nos debe usted aquello!…». Es formidable la memoria que tengo; no lo
había visto más que una vez… No, únicamente facilitamos el arsénico a los agentes
de ventas…

«El Orador» creía ciegamente en la ley de las coincidencias, y por ello no


quedó muy sorprendido al leer la palabra «arsénico», la mañana siguiente, en el
primer informe redactado por el Jefe de Policía de Wessex, referente al caso
«Fainer».

Este informe fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando
Mrs. Fainer estaba ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó
la carta con su tranquilidad habitual.

«No estoy convencido de que esa mujer sea la culpable (escribía el jefe de Policía,
que, además de buen amigo del “Orador”, era el más inteligente de los que ostentaban el
cargo), y tampoco creo que mis hombres hayan hecho en esta investigación un papel tan
lucido como hubiera sido de desear. Fui algo torpe no llamando a Scotland Yard desde el
primer momento, pero si no es demasiado tarde, le agradecería que viniese usted por aquí a
fin de esclarecer varios extremos dudosos».

Después de consultar con el comisario, Mr. Reader tomó el tren para


Burntown donde el jefe de Policía le esperaba en la estación.

—La causa se verá la semana próxima, y me parece difícil obtener más


pruebas de las que ya poseemos; hay bastante para colgar a esa infeliz —dijo—.
Una chica muy guapa, Reader… Valía mucho más que su esposo, un semiinválido
regañón, que no hacía más que quejarse desde la mañana hasta la noche. ¡Le
aseguro que, a veces, le doy la razón a ella por haberse desembarazado de ese
hombre!

Fainer, el muerto, había sido un comerciante que se retiró de los negocios


poco después de cumplir los treinta años, cuando había ya redondeado una
fortuna regular, y diez años más tarde contrajo matrimonio con la joven que ahora
se hallaba en la cárcel. Para ella, la vida matrimonial no había resultado
precisamente agradable; sin embargo, la soportó con resignación. Tenían uno o dos
amigos, el principal de los cuales era un tal míster Alejandro Brait, representante
de varios fabricantes de loza y quincalla en la región, al mismo tiempo que agente
de negocios.

Mr. Brait era muy respetado en Burntown. Figuraba como uno de los
iniciadores de la Junta local para la reforma de menores, había pronunciado varias
conferencias, cantaba en el coro de la iglesia y, en general, se le tenía por una de las
personas más formales y bondadosas de la localidad.

—No cabe duda —decía el Jefe— que Fainer confiaba en Brait más que en
cualquier otro. No tiene nada de extraño, porque Brait es campechano y optimista,
y con su charla le hacía olvidar sus padecimientos, contribuyendo de paso a hacer
la vida más soportable a Mrs. Fainer. Lo trágico es que va a figurar como testigo
principal de la acusación.

—¿Por qué precisamente como testigo principal? ¿Vio a la culpable


envenenar a su víctima? —inquirió «El Orador».

Con gran sorpresa por su parte, el jefe asintió.

—Es evidente que el veneno fue administrado en el momento de tomar el té.


En la instancia estaban Mr. Fainer, su esposa y Brait, que la vio pasar a su esposo
un plato con dulces. Fainer murió a la mañana siguiente, y según el dictamen
médico la muerte fue debida a envenenamiento con arsénico. Cuando Brait se
enteró se vio en un apuro, porque una tarde se había encontrado en la calle con
Mrs. Fainer que le había pedido algo extraordinario: que le procurase un poco de
arsénico en la farmacia. El pobre no supo qué contestar, y temiendo decir algo
imprudente, la informó de que únicamente podía conseguir arsénico firmando en
el libro que las farmacias tienen para controlar las ventas de venenos, y que tendría
que declarar el fin a que se destinaba el producto. Mrs. Fainer pareció algo turbada
al oír aquello y desistió de su idea. Aquella tarde se vieron de nuevo a la hora del
té, pero ella no volvió a hablar del asunto.

—¿Han encontrado arsénico en su domicilio? —preguntó Reader.

El jefe de Policía movió la cabeza negativamente.

—No. Hemos registrado por todas partes, sin encontrar nada; y tampoco
sabemos de dónde lo sacó. Ella, naturalmente, niega haber envenenado a su
esposo; confirma que encontró a Brait en la calle, cerca de Broadway, pero niega
haber hablado de arsénico. Brait no se ha disgustado por esto; es hombre
comprensivo y se da cuenta de que esa desgraciada tiene que mentir para que no la
condenen.

—¿Cuánto tiempo lleva Brait en esta ciudad?

—Pues… unos cinco años. Es persona muy estimada…

—¿Tenía ella algún amante? —interrumpió «El Orador».

—¿Amante? ¡No!… ¡Válgame Dios!… No, de ningún modo. Hemos hecho


pesquisas, y no hemos descubierto nada reprobable.

«El Orador» removió el té con su cucharilla en actitud pensativa.

—No creo que por ahora pueda hacer otra cosa que averiguar de dónde
obtuvo el arsénico esa desgraciada.

A su regreso a Londres recordó su costumbre de no despreciar las


coincidencias, y lo primero que hizo fue dirigirse al hotel cuya orquesta se oía en el
programa de radio del que le llegaron las ya conocidas frases sueltas. Fue recibido
por el «maitre», que era bastante amigo suyo.
—¿Dice usted que hablaban de arsénico? ¡Hum!… Sería míster Langfort, un
señor de Glasgow. Tiene una fábrica de productos químicos. Estuvo aquí anoche y
marcha a Glasgow en uno de los trenes de esta mañana. ¿Quiere usted hablar con
él?

«El Orador» tuvo que esperar cinco minutos mientras se buscaba a Mr.
Langfort; finalmente le condujeron al teléfono, por el cual habló con dicho señor,
que, evidentemente, se hallaba preparando el equipaje en sus habitaciones.
Reconociendo inmediatamente la voz que había oído por radio, Mr. Reader explicó
en pocas palabras el motivo de su llamada.

—¡Hombre, es curioso! —exclamó Mr. Langfort, con marcado acento escocés


—. ¡De modo que me oyó por la radio! A mi esposa le parecerá muy gracioso
cuando se lo diga. Sí, en efecto; estaba hablando de arsénico. A propósito: le ruego
no divulgue que mi acompañante era una señora…

«El Orador» acogió aquello con una mueca y le aseguró que podía contar
con su silencio.

—Hablaba de un individuo a quien encontré ayer en la calle —continuó Mr.


Langfort—. Es viajante o agente de compras de una casa importante, y vino a
Glasgow en una ocasión; yo acerté a verlo por causalidad. Nos compró una libra de
arsénico. Se llamaba… verá… se llamaba Grinnet. Recuerdo que dijo que tenía su
oficina en Bristol. Pero se llevó el arsénico sin pagarlo, y ahora, al cabo de los años,
le reconocí al verlo por la calle…

—¿Y le pagó?

—¡No faltaba más! —exclamó Mr. Langfort, con acento triunfal.

Mr Reader continuó tomando nota de la declaración del fabricante. Más


tarde, cuando se hallaba cenando con el comisario, se atrevió a hacerle un ruego.

—Sí, desde luego —asintió su interlocutor—. Puede usted visitar la cárcel;


dando mi nombre, le dejarán entrar. Me imagino que Mrs. Fainer no sentirá deseo
alguno de hablar más de su desgracia, pero tal vez usted pueda convencerla de que
nos ayudaría a esclarecer los hechos si nos dijese todo lo que sabe.

A las nueve en punto de la mañana siguiente, «El Orador» entraba en la


prisión de Wilsey, y era conducido al departamento de mujeres, donde se le
introdujo en un salón de espera. Al poco rato abrióse una puerta al otro extremo y
entró una mujer pálida y de expresión asustada, aunque se adivinaba en su porte
cierta distinción y dignidad. Además, poseía una belleza nada corriente.

«El Orador» era hombre poco sentimental. Había visto en muchas ocasiones
a mujeres de gran atractivo, pero lo cierto es que ésta le causó una profunda
impresión, tanto por su belleza como por la terrible situación en que se hallaba.

—Buenos días, Mrs. Fainer; soy el inspector Reader, de Scotland Yard —dijo,
plácidamente—. He venido a hablar un poco con usted.

Ella cerró los ojos y movió negativamente la cabeza con aire de cansancio.

—No creo que pueda decirle a usted algo que no haya dicho ya a los demás,
inspector.

«El Orador» dio la vuelta a la mesa y tomó asiento junto a la detenida,


haciendo un gesto para indicar al vigilante que podía retirarse al otro extremo del
amplio salón.

—Le diré lo que me interesa saber… —comenzó.

—¿De dónde saqué el veneno, tal vez? —adivinó ella—. No fui yo quien lo
puso. Ni sé de dónde procedía. Estoy cansada de repetirlo y nadie me cree. Usted
tampoco, seguramente.

—El juicio tendrá lugar la semana próxima. ¿Insiste usted en lo que ya


declaró respecto a Mr Brait?

Al oír esto Mrs. Fainer elevó hacia él su mirada.

—Jamás dije a Mr. Brait nada acerca de ése ni otro veneno. Lo juraré ante el
Tribunal, aunque no creo que me sirva.

—Entonces, ¿por qué miente ese hombre? —inquirió Reader.

La joven miró al suelo y se encogió de hombros.

—Eso sí que no lo sé —contestó con voz que casi era un susurro.

«El Orador» era un hombre dotado de instinto prodigioso y aquella actitud


le reveló algo que ella no quería decirle.
—¿Es usted muy amiga de Mr. Brait?

—No, no —contestó ella, titubeando—. No muy amiga.

—¿Le dijo él alguna vez que estaba enamorado de usted?

Ahora la joven le miró con ojos asustados.

—¿Quién se lo ha dicho? Sí, en efecto; así es.

—Bien… ¿Qué aspecto tiene ese Mr. Brait?

La acusada le miró con expresión de asombro.

—¿No le conoce usted? ¿No le ha visto nunca?

—El único a quien he visto es al jefe de Policía. No sé si me creerá, Mrs.


Fainer; pero tenga por seguro que mi intención es ayudarla en lo que pueda, y que
no trato de hacerle decir nada que la comprometa.

Ella se quedó mirándole fijamente durante unos momentos.

—Le creo —dijo, finalmente—. Ya había oído hablar de usted antes, Mr.
Reader. Sé que le llaman «El Orador» —añadió, mientras su pálido rostro se
iluminaba con una leve sonrisa—, aunque ahora está usted hablando más de lo que
dice la gente.

Por muchos esfuerzos que hizo, «El Orador» no pudo disimular su


turbación, ni evitar un marcado sonrojo.

—Es posible que tenga razón —dijo—. Y ahora, ¿quiere decirme lo que sabe
de Mr. Brait?

La joven no tenía mucho que contar. Mr. Brait la había galanteado


atrevidamente en dos o tres ocasiones, y le había escrito algunas cartas.

«El Orador» adivinó que la joven no lo decía todo; que aquellas dos o tres
ocasiones habían sido bastante penosas para ella. Y en cuanto a las cartas…

—¿Conserva usted alguna? —inquirió.


Nuevamente titubeó la joven.

—Le diré. Las guardé, porque aunque representaban un motivo de


preocupación, tenía interés en conservarlas, por si acaso…, comprenda lo que
quiero decirle: ¡Mi marido tenía en Mr. Brait una confianza sin límites! Hasta que
un día tuve un susto horroroso. Las había guardado en un cofrecito que cerré con
llave, y seguramente, un día que salí de casa, mi marido debió de abrirlo, y
apoderarse de las cartas. Lo cierto es que desaparecieron de allí. No comprendo
por qué se le ocurrió abrir el cofre. No había guardado nunca en él más que papel
de cartas y sobres.

—¿No le habló nunca de esas cartas su marido?

Mrs. Fainer negó con la cabeza.

—Tal vez fuera alguna de las criadas —rumió el detective—. ¿Está usted
segura de que se las robaron, de que no las tiene en el cofre?

—Completamente. Creo que el cofre está ahora en poder de la Policía.

—¿Qué aspecto tiene ese Brait? —inquirió «El Orador».

—Como amigo es bastante simpático; aparte, naturalmente, de sus


atrevimientos conmigo, Y, después de todo, tampoco se le puede reprochar a un
hombre que se enamore de una mujer… si verdaderamente era amor lo que sentía
por mí. No es mal parecido, rubio, con ojos azules. Ya le verá usted por ahí.

—Me propongo verle esta noche —anunció Reader, levantándose de su


asiento—. Creo que ya no tengo más que preguntarle; únicamente algo acerca de
ese cofre. ¿Tenía una cerradura corriente?

Su interlocutora sacudió la cabeza en señal negativa.

—No; eso es lo más curioso. Tenía una cerradura «Yale», muy difícil de
abrir. Fue uno de mis regalos de boda, y yo tenía la única llave. Guardaba allí
varias cosas además de las cartas; y sin embargo, éstas habían desaparecido.

—¿Por qué guardaba usted en él los papeles de cartas y los sobres? —


preguntó «El Orador».

La presunta envenenadora se puso roja como una amapola.


—A mi esposo le desagradaba verme escribir cartas —confesó—, y decía
que era un gasto inútil. Tenía costumbre de contar las hojas de papel y los sobres
en su escritorio, y si veía que faltaba alguna pedía explicaciones. Parece ridículo,
¿verdad? A causa de esa rareza suya me veía obligada a comprar papel y sobres sin
que lo supiese. Mi esposo también se sentía celoso de todo lo que recordase mis
antiguas amistades, y yo insistía en seguir escribiendo a las amigas con quienes
estuve en colegio. Usted mismo podrá comprobar la verdad de lo que le digo.

—¿Por qué no informó a la Policía respecto a las insinuaciones amorosas de


Mr. Brait tan pronto como la detuvieron?

La joven viuda se estremeció visiblemente.

—¿De qué me habría servido? —dijo.

Cuando salió de la prisión, «El Orador» era otro hombre. No era la primera
vez que defendía a un acusado; pero jamás se había sentido tan convencido de la
inocencia de una persona a quien todos creían culpable.

Aquella noche se vio con Mr. Brait y le contó parte de lo hablado con Mrs.
Fainer. Su interlocutor le escuchó atentamente, con expresión de indefinible
tristeza.

—Ojalá no la hubiese encontrado aquel día —dijo—. Fue la maldita


casualidad la que me hizo pasar por las calles del centro y ver a esa infeliz cerca de
la farmacia. Aprecio mucho a esa pobre señora.

—¿Qué quiere usted decir con eso de aprecio? ¿Qué está enamorado de ella?
—preguntó Reader, sin andarse por las ramas.

Mr. Brait se sonrojó como una colegiala.

—No sé por qué me pregunta eso —dijo con acento altivo—. La aprecio,
simplemente; es simpática. Apreciaba aún más a su esposo… Eso es todo.

—¿Le ha escrito usted alguna vez?

—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Brait sonriendo—. Si es así, no serviría de


nada que yo lo negase. Le he escrito esquelitas alguna que otra ocasión para
avisarle que iría a pasar la tarde jugando a las cartas con su esposo, pero nada más.
¿Va usted a insinuar que escribí otra clase de cartas?
—No insinúo nada; estoy interrogándole —dijo «El Orador» con el tono más
brusco que era capaz de emplear.

La entrevista tenía lugar en la oficina del jefe de Policía a altas horas de la


noche, y, cuando Brait se hubo marchado, el jefe se dirigió a Reader con aire de
reproche:

—No debe usted tratar así a Brait; es una bellísima persona, incapaz de
hacerle daño a nadie. ¿Qué opina usted de ella?

—¿De Mrs. Fainer? ¡Que es una mujer admirable!

El jefe pensó que un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos, y
que aún estaba soltero, no debía considerar a una persona acusada de asesinato
como «El Orador» consideraba a aquella mujer.

A la mañana siguiente, el detective seguía atareado con sus investigaciones.


Pronto surgieron los resultados: el joven que le servía de ayudante llegó con
algunas noticias de interés.

—El muchacho que trabajaba como ordenanza en la oficina de Brait ha sido


despedido. He estado hablando con él y parece un chico inteligente.

—Odio a los chicos inteligentes; prefiero a los que no sobresalen en nada —


gruñó «El Orador».

No obstante, la inteligencia de aquel chico quedó demostrada sin lugar a


dudas cuando, a las diez de la noche, fue al domicilio del ayudante de Mr. Reader
con un libro de apuntes bajo el brazo. Al día siguiente «El Orador» hizo tres visitas
al pueblo vecino, desde donde podía telefonear sin despertar la curiosidad de las
telefonistas. Celebró varias conferencias con la localidad de St. Helens, en
Lancashire, habló también con el cura de un pueblo en Somerset, y cuando llegó la
noche sólo quedaba por descifrar el problema del cofre.

—Carece de interés —dijo el jefe de Policía, que lo tenía en su poder—. Su


dueña nos dio la llave; dentro no hay nada que valga la pena.

—¿Contiene todavía el papel de cartas?

—Supongo que sí —contestó el jefe, algo sorprendido.


Dos minutos más tarde, «El Orador» tenía ante él, sobre la mesa, el cofre de
referencia, que abrió acto seguido.

En el fondo se veían hojas de papel de cartas de diferentes colores y


tamaños, con media docena de sobres.

—¿Por qué compraría tantas clases diferentes de papel? —murmuró «El


Orador».

Sacó las hojas y las distribuyó sobre la mesa, clasificándolas según el


tamaño.

—¿Y por qué guardaba un papel tan descolorido? —preguntóse otra vez—.
Mire, jefe: si no le importa, me llevaré todo esto a Londres mañana. Pienso regresar
el domingo. Y ahora, antes de irme, quisiera ver otra vez a la detenida.

Su entrevista con ella fue algo curiosa. Cuando la viuda entró en la estancia,
lo hizo con paso firme y mirada brillante; notábase en su porte cierto aire decidido
del que había carecido en la anterior ocasión. No obstante, el motivo estaba lejos de
ser lo que Reader imaginaba.

—Me he resignado —dijo la joven—, y estoy preparada para morir si es que


me condenan.

—¿Por qué dice esas tonterías? —gruñó «El Orador» con acento
malhumorado.

—Mire, Mr. Reader: figúrese que, por un milagro, el jurado me absolviese.


No lo creo posible, pero supongamos que se dejan convencer por mi abogado. Yo
no tengo medios para vivir. Desde ahora me señalaría todo el mundo con el dedo y
me vería obligada a irme lejos de aquí. Mi esposo me dejó sin un céntimo. Como en
sus últimos momentos creyó que era yo quien le había envenenado, se apresuró a
hacer un nuevo testamento en el que no me dejaba nada. Como usted
comprenderá, no me seduce la idea de volver al mundo para soportar tan pesada
carga.

—Podría casarse otra vez —gruñó «El Orador» sin atreverse a mirarla.

Ella, en cambio, le contempló con gran curiosidad.

—¡Qué hombre tan extraño es usted, Mr. Reader! No se parece nada a las
descripciones que me habían hecho. Resulta que habla mucho más de lo que dice la
gente.

«El Orador» se levantó del asiento y carraspeó alzo azorado.

—Le diré algo en confianza, Mrs. Fainer —dijo—. Tiene usted que
prepararse para hacer frente a la vida.

La viuda escrutó ansiosamente el rostro del detective.

—¿Quiere decir que me absolverán?

—Pues, naturalmente —afirmó Mr. Reader, con acento firme—. Estoy


seguro de ello; ya sabemos que la mujer del basurero cogió unos trozos de
chaqueta para remendar los pantalones de su pequeñuelo.

Mrs. Fainer creyó que Reader estaba borracho, muda calumnia que el
inspector pudo leer en sus ojos.

—No me tome por borracho o por loco —dijo, y se despidió de ella,


partiendo precipitadamente.

Lo de la mujer del basurero había sido un descubrimiento del joven


ayudante, para cuyo ascenso en Scotland Yard habían cursado ya una
recomendación a la superioridad.

«El Orador» pasó dos días en la ciudad, principalmente en Whitehall.


Regresó a Burntown en el tren de las seis, y el jefe de Policía le esperaba en la
estación.

—Hemos pedido a Mr. Brait que venga a mi oficina —anunció a Reader con
cierta sequedad en el tono.

Era evidente que comenzaba a arrepentirse de haber solicitado la ayuda de


Scotland Yard.

—Y no olvide, Mr. Reader, que debe usted procurar no ofender a ese


caballero. Nos ha prestado su colaboración, facilitándonos toda la información que
ha podido.

—No sé si tendré que ofenderle o no —dijo «El Orador»—; pero, en cambio,


he descubierto lo que le interesaba a usted, jefe, y debía usted estar satisfecho.

—¿Cómo? ¿Descubrió usted la procedencia del veneno?

«El Orador» asintió, pero negóse a revelar más hasta que entraron en la
amplia oficina que el jefe de Policía tenía en el Edificio del Ayuntamiento. Cuando
llegaron, vieron allí a otros dos detectives en compañía de Mr. Brait, el cual se
levantó de su asiento, saludando a Reader con aire sonriente; pero el inspector no
hizo caso alguno de la mano que se le ofrecía.

—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta ciudad, míster Brait? —le
preguntó, apoyándose en la repisa de la chimenea:

—Cinco años —contestó el interpelado, un poco sorprendido.

—¿Dónde había vivido usted antes?

Mr. Brait pasó a informarle sobre aquel extremo.

—¿Era usted también agente de negocios allí?

Su interlocutor se limitó a asentir inclinando la cabeza.

—¿Le sorprendió a usted mucho el que Mrs. Fainer le pidiese que le


procurase arsénico?

—Naturalmente —contestó Mr. Brait.

—No ha traficado nunca con arsénico, ¿verdad?

—No, desde luego —afirmó Brait secamente.

—¿Nunca compró usted arsénico a un almacenista? Le pregunto eso porque


sé que el mismo día en que Mr. Fainer se sintió indispuesto por haber tomado el
veneno recibió usted un paquete por correo certificado. En sus libros lo anotó como
si se tratase de productos químicos, pero yo conozco la Casa de St. Helens, que se
lo envió.

Brait asintió con gran sangre fría.

—Sí, ahora recuerdo. Compré una libra… o media libra, no estoy seguro… y
lo remití el mismo día a un cliente de Shanghai.

—¿Recuerda usted el nombre de ese cliente?

—No; ahora mismo no me acuerdo.

—¿Conserva el recibo del envío certificado a Shanghai?

Advirtióse en Mr. Brait una breve vacilación.

—No lo envié por correo certificado —dijo.

—¿Y por qué no? —saltó «El Orador» vivamente—. Usted pidió que se lo
enviasen certificado desde St. Helens, que no está lejos. ¿Cómo es que luego lo
remitió sin certificar nada menos que a la China?

A esto no hubo respuesta alguna del interrogado.

—¿A qué hora lo depositó en Correos?

—Alrededor de la una —fue la incauta respuesta, que casi hizo al «Orador»


abalanzarse impacientemente hacia Brait.

—¿Diez minutos antes de separarse de Mrs. Fainer en la calle? ¿Lo llevaba


usted entonces en el bolsillo?

Brait pasó de rojo escarlata a una palidez cadavérica.

—Le advierto que no tengo por qué contestar a preguntas…

—¡Contestará usted a todas las que yo quiera hacerle! —le cortó «El
Orador»—. No fue usted a Correos inmediatamente, ¿verdad?

—No; lo deposité aquella noche —dijo Brait agriamente.

—Y, por lo tanto, lo llevaba en el bolsillo cuando estuvo en casa de los


Fainer tomando el té, ¿no? Yo le diré lo que pasó: cuando usted volvió a su casa, ya
llevaba el paquete roto dentro del bolsillo —roto por haber sacado arsénico de él—
y el día siguiente quemó usted su chaqueta para evitar sospechas. Pero no tuvo
suerte: el basurero de su distrito guardó varios trozos del bolsillo que no habían
ardido, y que están impregnados de arsénico. ¿No lo sabía?
El acusado se dejó caer en un sillón, como abrumado por el peso de los
argumentos del inspector.

—Y ahora le diré algo más; hace cinco años compró usted arsénico a una
casa de Glasgow, y no lo pagó hasta hace unos días, cuando el director de la casa
vendedora le vio en la calle. Ese señor está dispuesto a venir a identificarlo. En
aquella ocasión, el arsénico le fue remitido a la ciudad donde vivía usted entonces.
También tenía usted allí una agencia de negocios. ¿Lo envió también a China?

El acusado no contestó a nada de aquello.

—Y tres días después, murió su primera esposa.

Ahora Brait se levantó, lanzando un rugido de cólera.

—¿Qué trata usted de insinuar? —barbotó—. ¿Por qué iba yo a querer matar
a Fainer… mi mejor amigo?

—Porque estaba enamorado de su mujer, a quien le escribía cartas


proponiéndole que se fugase con usted.

—¡Tendrá que probarlo enseñándonos esas cartas!

—Naturalmente. Las enseñaré; no se apure. Mrs. Fainer guardaba tres en un


cofrecito, y creyó que habían desaparecido, cuando, en realidad, lo que había
ocurrido era que la tinta se había descolorido. El hombre que escribe cartas de
amor con tinta invisible, merece todavía más que la horca que le espera a usted…
¡No le dejen escapar!

El jefe de Policía se precipitó hacia la puerta, a fin de interceptar el paso al


fugitivo. Por un momento, Brait se quedó en actitud indecisa, y luego, antes de que
«El Orador» pudiese evitarlo, metió una mano en el bolsillo… Brilló un fogonazo y
retumbó un disparo, y el criminal cayó inerte al suelo.

La vista de la causa de Mrs. Fainer por la muerte de su esposo tuvo muy


poca duración. Una vez terminada, «El Orador» condujo a la viuda a Londres en su
automóvil de dos plazas, y en todo el trayecto no habló más que una sola vez. Ello
ocurrió cuando detuvo el coche en una curva del camino desde donde se dominaba
el paisaje maravilloso de un valle por el que un río deslizaba sus plácidas aguas. En
aquel lugar fue donde el inspector, contra su costumbre, habló por los codos.
Su esposa, la exacusada de asesinato, complacíase a menudo en recordarle
aquel comienzo de su «caída».
RICHARD HORATIO EDGAR WALLACE, (Greenwich, Inglaterra, Reino
Unido, 1 de abril de 1875 – Beverly Hills, Estados Unidos, 10 de febrero de 1932)
fue un novelista, dramaturgo y periodista británico, padre del moderno estilo
thriller y aclamado mundialmente como maestro de la narración de misterio,
muchas de las cuales fueron llevadas al cine.

Edgar Wallace creó el «thriller» con su novela Los Cuatro Hombres Justos
(1905), y consolidó este género narrativo con su obra posterior. La estructura de
sus obras ha llamado a menudo a engaño a los críticos, que han creído ver en él
más un autor de novelas de aventuras criminales que un cultivador de novelas
detectivescas. En sus novelas, los elementos del enigma están diluidos en la acción;
son sucesos aparentemente incongruentes, y es precisamente esta incongruencia la
que actúa como acicate de la curiosidad del lector. Sólo al final encajan las piezas
del rompecabezas, y una nueva lectura de la narración pone de relieve que los
indicios ya habían sido expuestos, y de manera tan evidente que resulta admirable
cómo el lector no había caído en la cuenta de su significado.

Sus libros de misterio y policíacos se convirtieron en superventas —J. G.


Reeder, personaje detective de su creación, le hizo enormemente popular—, y casi
siempre lograba mantener dos o tres obras de teatro representándose
simultáneamente. Murió en Hollywood mientras trabajaba en el guión de la
película King Kong, convertido en un hombre rico e influyente.

Sus novelas más relevantes son: «El misterio de la vela doblada»; «La puerta
de las siete cerraduras»; «La llave de plata» y «La pista del alfiler».

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