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La teología
¡vaya timo!
Colección dirigida por Javier Armentia
y editada en colaboración con la
Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico
Gabriel Andrade

LA TEOLOGÍA
¡VAYA TIMO!

LAETOLI
1ª edición: enero 2014

Diseño de portada: Serafín Senosiáin


Maquetación: Carlos Álvarez, www.estudiooberon.com

© Gabriel Andrade Campo-Redondo, 2014


© Editorial Laetoli, 2014
Paseo Anelier, 31, 4º D
31014 Pamplona
www.laetoli.es

ISBN: 97
Depósito legal: NA-1

Impreso por: Ulzama Digital


Pol. Ind. Areta, calle A, 33
31620 Huarte, Madrid

Printed in the European Union

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación


de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;
91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Creo en la teología como literatura fantástica.
Es la perfección del género...
Jorge Luis Borges

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Introducción

En 1828 Charles Darwin abandonó sus estudios de medicina en


la Universidad de Edimburgo. El joven Darwin no toleraba los
brutales procedimientos quirúrgicos de aquella época y, además,
atravesaba por algo parecido a lo que hoy algunos orientadores es-
colares llaman una crisis vocacional; en otras palabras, no sabía qué
hacer con su vida.
Su padre, el eminente y adinerado médico Robert Darwin, no
estaba dispuesto a admitir que su hijo fuese un vago. Y aunque se-
guramente quedó frustrado y enfadado al enterarse de que Char-
les no continuaría sus estudios de medicina, decidió enviarlo a
Cambridge. Robert Darwin estaba muy lejos de aceptar las creen-
cias cristianas. De hecho, muchos años después, el mismo Charles
rechazaba el cristianismo, entre otras cosas, porque pensaba que si
la creencia cristiana era verdadera, su padre se estaría quemando
en el infierno por haber sido un incrédulo. Pero Robert Darwin
era también un hombre muy pragmático. Desde su juventud ha-
bía comprendido que su práctica médica sería más eficiente so-
cialmente si daba al menos la apariencia de ser cristiano. Robert
extendió este pragmatismo al ocuparse de la educación de su hijo
Charles. Frente al desdén de éste por la medicina, lo envió a estu-
diar teología a Cambridge. Robert no esperaba que Charles fuese
un doctor de la Iglesia. Su pretensión era que, al culminar sus es-
tudios, Charles llegase a ser un clérigo rural y así resolver su vida.
Por supuesto, poco podía sospechar que Charles también abando-

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naría la pretensión de entrar en la vida clerical y se convertiría en
uno de los científicos más grandes de todos los tiempos.
La actitud de Robert Darwin recuerda a la de muchos científi-
cos contemporáneos. Bastantes científicos saben que investigar el
cerebro es más importante que investigar el alma, que vale más in-
tentar descubrir una nueva especie de insecto que un nuevo de-
monio, que es más urgente calcular los riesgos del choque de un
meteorito o del calentamiento global que la fecha de llegada del
Anticristo. Pero, extrañamente, esos mismos científicos quieren de-
jar las cosas en su santo sitio. Aunque a muchos les parezca pro-
bablemente una tontería el tipo de cosas que se estudian y
discuten en las facultades de teología, no quieren sabotearlas.
Siempre y cuando haya recursos financieros destinados a los la-
boratorios, no manifiestan mayores objeciones para que los teó-
logos tengan sus facultades.
En este libro deseo criticar este conformismo por parte de los
científicos. Estos presentan objeciones a la alquimia, la parapsico-
logía, la astrología o la homeopatía, pero callan frente a la teolo-
gía. Hoy la teología no es ya lo que fue en la Edad Media: la reina
de las ciencias. Pero, aún así, se sigue considerando una ciencia o,
al menos, una disciplina que, aunque no sea propiamente cientí-
fica, merece el mismo respeto académico que se tiene con la filo-
sofía. No obstante, como veremos, la teología está muy lejos de
compartir los criterios más elementales de la ciencia o una disciplina
académicamente respetable, aunque en muchísimas universidades de
occidente, desde Harvard y Cambridge hasta Salamanca y Oxford,
existen facultades de teología que conceden títulos universitarios
avalados por el Estado, en muchos casos supuestamente laico.
La teología es una disciplina fundamentalmente cristiana. Eti-
mológicamente, la teología es el estudio de Dios. Por supuesto, los
cristianos no son los únicos en creer que existe al menos un Dios,
ni tampoco los únicos que se han dedicado a intentar estudiar esa
entidad divina. Pero ha sido fundamentalmente en el seno del cris-
tianismo donde esa tarea se ha sistematizado de tal modo que exis-
ten montañas de tratados y se han organizado centros académicos
dedicados a tratar sobre los dioses.

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Hubo, por supuesto, una teología griega. Platón y Aristóteles
realizaron especulaciones respecto a la naturaleza de los dioses. Por
supuesto, también ha habido una teología hindú, judía e islámica.
Pero la teología pretende ser mucho más que un mero enunciado
de creencias religiosas. Antes bien, es un esfuerzo por sistemati-
zarlas y organizarlas con algún criterio de coherencia. En esto el
cristianismo sobrepasa a cualquier otra religión.
De este modo, cuando nos encontramos con la palabra teología
entendida como una disciplina, el adjetivo cristiana es tácito. Y en
este libro me ocuparé fundamentalmente de la teología tal como
ha sido entendida tradicionalmente; a saber, como una actividad
académica cristiana.
Decía que la palabra teología significa estudio de Dios. Pero in-
mediatamente surge la primera dificultad: ¿cómo podemos estu-
diar algo que nadie ha visto, oído, olido, tocado o sentido? Tiene
sentido estudiar zoología, pues muchas personas han visto muchos.
Tiene sentido estudiar sociología, pues aunque la sociedad es una
entidad abstracta, y nadie propiamente la ha percibido, sabemos
que existe cuando los individuos se unen en una colectividad. Pero
¿cómo podemos estudiar a Dios?
Tal como veremos en el primer capítulo, algunos teólogos afir-
man que, aunque no podemos percibir directamente a Dios, sí po-
demos deducir racionalmente su existencia a partir de algunas
observaciones sobre el mundo. No creo que esos teólogos tengan
razón, pero al menos algunos de sus argumentos son muy intere-
santes, y más adelante los consideraremos. Sin embargo, la mayo-
ría de los teólogos consideran que no necesitamos percibir o inferir
a Dios para estudiarlo. Antes bien, según ellos, debemos tener fe
en algunas cosas que se han dicho sobre Él. Y a partir de la fe en
esos postulados, podemos organizar nuestro conocimiento sobre
Dios. Podemos, incluso, abstraer inferencias sobre Dios, no pro-
piamente a partir de la observación de algunos hechos exiatentes
en el mundo sino a partir de la aceptación de unas creencias apo-
yadas en la fe. En esto consiste la teología.
Así definió a la teología el teólogo del siglo XI Anselmo de Can-
terbury: fides quærens intellectum, “la fe en busca del intelecto”. La

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teología pretende ser una actividad racional —al igual que la bio-
logía, la física o la química—, y para ello pretende emplear el in-
telecto. Pero a diferencia de la biología, la física o la química, la
teología no pretende partir de observaciones sobre el mundo. Nun-
ca se ha hecho un experimento teológico ni hay laboratorios de te-
ología. Esta parte de la premisa de que Dios se ha revelado a un
grupo de personas y que esa revelación divina ha quedado regis-
trada en unos libros. Esto es, por así decir, la “materia prima” de la
teología. El resto es una elaboración de las doctrinas que proceden
supuestamente de la revelación original.
Hay que captar la diferencia fundamental entre una ciencia ge-
nuina, como la biología o la astronomía, y una disciplina clara-
mente no científica, como la teología. Ninguna ciencia genuina
acepta doctrina alguna sobre las bases de la autoridad. ¿Sabemos
que ocurre la evolución por selección natural sencillamente por-
que san Darwin así lo dice? ¡No! Cualquier persona que estudie la
sobrepoblación, la variabilidad y la herencia, así como las pruebas
procedentes de los fósiles, el ADN y las semejanzas anatómicas
podrá verificar por cuenta propia que, en efecto, la evolución por
selección natural existe.
No sucede lo mismo con la teología. ¿Cómo sabemos que Dios
es una esencia dividida en tres personas? No hay nada que poda-
mos observar en el mundo que nos permita suponer que Dios, si
es que existe, sea una esencia en tres personas. Los teólogos han
ofrecido complejísimas explicaciones sobre la naturaleza exacta del
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero ninguna de esas explica-
ciones reposa finalmente sobre hechos que una persona pueda ob-
servar por cuenta propia. Todas esas explicaciones se derivan de
una aceptación ciega de la doctrina de la Trinidad.
La teología, a diferencia de la ciencia, es dogmática. Un dogma
es una creencia que, según quienes la promulgan, no puede ser
cuestionada ni sometida a verificación. Se trata, más bien, de una
creencia que debe aceptarse sobre las bases de la fe. Los científicos
que aceptan la evolución por selección natural no lo hacen por el
hecho de que El origen de las especies así lo dice. En cambio, los
teólogos que aceptan que Dios es una esencia en tres personas lo

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sostienen por el mero hecho de que la Biblia así lo dice. El cientí-
fico prescinde de la fe en su conocimiento del mundo: todo cuan-
to pretende conocer lo hace por observación directa o por alguna
inferencia racional derivada de hechos observados directamente.
El teólogo parte de la fe para intentar conocer a Dios: todo cuan-
to pretende conocer procede de algunas enseñanzas dogmáticas.
La teología depende de aquella terrible exigencia de san Ignacio de
Loyola, el fundador de los jesuitas: el sacrificio del intelecto. Para
ser buen teólogo, no hay que pensar sino obedecer.
Los científicos resuelven sus disputas con el peso de la prueba,
la cual, en principio, está disponible para todo el mundo. Ha ha-
bido, por ejemplo, disputas respecto a la herencia de los caracteres
adquiridos. Algunos biólogos pensaban que los caracteres adquiri-
dos se transmiten a la siguiente generación, otros pensaban que es-
tos caracteres no se transmiten. ¿Cómo resolver esta disputa? El
biólogo August Weismann cortó la cola a muchos ratones duran-
te varias generaciones y descubrió que los ratones seguían nacien-
do con la cola del mismo tamaño: por tanto, dedujo que los
caracteres adquiridos no se heredan.
También ha habido disputas en el seno de la teología. Por ejem-
plo, se ha discutido mucho sobre si el Espíritu Santo procede ex-
clusivamente del Padre o si también procede del Hijo (esta disputa,
como veremos en el capítulo 5, separó a la Iglesia católica de la or-
todoxa). ¿Cómo resolver este dilema? Sencillamente, no hay ma-
nera de hacerlo (salvo, por supuesto, declarar que se trata de una
disputa estéril, como efectivamente debe hacerse), pues no hay na-
da observable que nos permita decidirnos por una u otra alterna-
tiva. Aún así, los teólogos tratan de resolverla mediante el recurso
a la fe: el Espíritu Santo procede sólo del Padre porque así lo dice
la Biblia o, en todo caso, porque así lo enseña mi Iglesia. La teo-
logía reposa sobre el dogma y la autoridad.
Aceptar un dogma o creer algo sobre las bases de la autoridad
es sumamente problemático. ¿Por qué debo aceptar la autoridad
del papa en vez de la del patriarca de Constantinopla? ¿Por qué de-
bo aceptar como libro revelado a la Biblia y no al Corán? La fe es
la aceptación de una creencia en ausencia de justificación racional.

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Mucha gente ve esto como una gran virtud. Suele decirse que es
un acto de nobleza aceptar una creencia sin cuestionarla, aunque
no exista el menor indicio de que sea verdadera.
Ningún ser racional puede aceptar esto. La fe destruye la posi-
bilidad de poder distinguir lo verdadero de lo falso. Si debemos
aceptar algunas creencias sin justificación, ¿cómo saber que son
verdaderas? Si es legítimo aceptar por fe que “el verbo se hizo car-
ne”, ¿por qué no podemos aceptar también por fe que Joseph Smith
recibió las planchas doradas del ángel Moroni? Al final, la fe abre
paso al relativismo, doctrina según la cual la distinción entre lo ver-
dadero y lo falso no es absoluta sino relativa a cada uno. Si se pre-
tende que se acepten algunas creencias sin justificación racional,
nunca estaremos en posición de demandar a otras personas que no
crean cosas disparatadas, pues pueden justificar sus creencias refu-
giándose en su fe. El teólogo no puede reprochar al ufólogo que
crea en platillos volantes, pues el ufólogo puede responder que él
también cree por fe.
Si deseamos que nuestros enunciados sean tomados en serio,
debemos ofrecer alguna justificación. Y apelar a la autoridad o al
sentimiento subjetivo de la fe no sirve como justificación. Nues-
tras opiniones deben estar respaldadas en algún indicio que per-
mita suponer que, en efecto, son verdaderas, o al menos plausibles.
De lo contrario, nuestras opiniones serán charlatanería, meras es-
peculaciones que no merecen ser tomadas en serio. Por supuesto,
hay especulaciones muy aceptables; a saber, las que parten, al me-
nos, de alguna base plausible. Pero ese no es el caso de las especu-
laciones teológicas.
En vez de criticar al apóstol Tomás, como suelen hacer los teó-
logos, debemos alabar su actitud (aunque su historia sea ficticia).
Para enunciar algo, debemos contar con pruebas como respaldo,
especialmente si ese enunciado trata sobre cosas extraordinarias.
Cuando se lea algún tratado de teología, conviene tener presente
la célebre máxima de Carl Sagan: las afirmaciones extraordinarias
requieren pruebas extraordinarias. La teología hace muchas afirma-
ciones extraordinarias pero, lamentablemente, no ofrece pruebas
extraordinarias para ser tomadas en serio.

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La teología es una disciplina meramente especulativa y no po-
see ninguna base sólida. Salvo contadas excepciones, sus volumi-
nosas doctrinas no cuentan con el menor indicio empírico o
racional de que sean verdaderas. La teología hace afirmaciones so-
bre las cuales nadie puede saber nada. No hay verificación. Y sin
la posibilidad de verificación, sus doctrinas pueden no ser verda-
deras. Tratar en teología de tomar una u otra postura es sencilla-
mente especular por especular.
Como señalaba el filósofo Antony Flew, para poder tomar en
serio cualquier afirmación debemos preguntar a quien la sostiene:
¿qué tendría que ocurrir para que cambiara de opinión? Por ejem-
plo, debemos preguntar a un físico qué tendría que ocurrir para
que dejara de aceptar la ley de la gravedad. Seguramente el físico
responderá que, si alguien se lanza de un edificio y no cae al sue-
lo, cambiará de opinión.
Pero el teólogo no tiene ningún escenario posible para cambiar
de opinión sobre sus creencias. ¿Qué tiene que ocurrir para que el
teólogo deje de aceptar que Cristo murió por nuestros pecados,
que tiene dos naturalezas o que el Espíritu Santo procede del Pa-
dre y del Hijo? Los teólogos no poseen ningún escenario imagina-
ble que les permita cambiar de opinión sobre esas creencias.
Por supuesto, la teología no admite que la fe lleva al relativis-
mo. Para los teólogos, existe una diferencia clara entre lo falso y lo
verdadero. De hecho, en eso se basa la separación entre la ortodo-
xia y la herejía, y buena parte de la historia de la teología consta de
enormes disputas para establecer doctrinas. Pero, ¿cuál es el crite-
rio para declarar “herejes” a un grupo de personas? Como la teo-
logía no cuenta con un sustento empírico, debe recurrir a la fuerza
de la autoridad para decidir quién es el ortodoxo y quién el here-
je. Al final, quien tenga las armas o el dinero y logre controlar al
poder eclesiástico conseguirá que sus creencias sean las ortodoxas
y declarará herejes a sus contrarios. Más allá del poder y de la acep-
tación de la autoridad de algún libro sagrado o un cuerpo ecle-
siástico, no hay ningún modo racional para convencer a alguien
en favor de una u otra doctrina teológica. Antaño a los herejes los
enviaban a la hoguera; hoy los excomulgan.

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Desde finales del siglo XX se ha hecho muy popular la filosofía
según la cual las afirmaciones de la ciencia son meras construccio-
nes sociales. Según esta postura, las teorías científicas no descubren
el mundo sino que lo inventan mediante sus afirmaciones, y para
ello se valen del ejercicio del poder: postura predilecta entre los
posmodernos. Esta postura resulta muy extravagante y errada en
el caso de la ciencia, pero creo que se aplica bien a la teología: las
enseñanzas teológicas son construcciones sociales, inventos de los
propios teólogos. La ortodoxia es la postura que se ha impuesto
por la vía del poder. Los teólogos pretenden definir a los herejes
como las “personas que divulgan una enseñanza falsa”. Pero, insis-
to, en teología la verdad y la falsedad no existen. Precisamente en
el momento en que se asume la fe como criterio para separar lo
verdadero de lo falso se relativizan las pretensiones y se cae final-
mente en algo parecido a la postura: “Tú tienes tu fe y yo tengo la
mía”. Relativismo total. Todo vale.
No dejo de sorprenderme cuando leo la encíclica papal Fides et
ratio, de Juan Pablo II, en la que se trata de argumentar de un mo-
do bastante confuso que la razón sin fe conduce al relativismo. Se-
gún parece, Su Santidad no alcanzó a entender que la fe, lejos de
ser un antídoto frente al relativismo, conduce a él. Pues en la me-
dida en que la fe exige la aceptación de creencias sobre las bases de
la autoridad, y en ausencia de razones o pruebas, abre la puerta pa-
ra que cualquier secta exija la aceptación de sus doctrinas sobre la
base de su autoridad.
Precisamente la imposibilidad de demostrar racionalmente las
enseñanzas teológicas ha conducido a tantos conflictos religiosos.
Los genetistas mendelianos y lamarckianos nunca se enfrentaron
en una guerra, pues existe la posibilidad de una observación em-
pírica, abierta a todo el mundo, para resolver la disputa a favor de
uno u otro partido. Pero los católicos y protestantes no tienen po-
sibilidad de resolver sus disputas doctrinales, sencillamente porque
estas proceden de la fe y no hay nada que pueda hacerles cambiar
de opinión, pues la fe es, precisamente, la aceptación de creencias
sin justificación. Acepto tal o cual doctrina porque mi libro favo-
rito así lo dice.

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Una disciplina vacía

Por tanto, la teología es una disciplina vacía. Estudia cosas sobre


las cuales nadie puede conocer, pues ni siquiera estamos seguros de
la existencia de muchas de las entidades estudiadas por los teólo-
gos. Quizá, como veremos en el capítulo 1, no es enteramente des-
cabellado aceptar que Dios existe, y en ese aspecto la teología puede
aportar algo. Pero, más allá de esa creencia genérica en la existen-
cia de Dios, la teología es meramente especulativa y, como tal, no
merece respeto académico.
La teología estudia los ángeles, los demonios, la gracia, el Espí-
ritu Santo, la resurrección, el alma, el apocalipsis. Nada de esto me-
rece un lugar en la universidad, como tampoco merece un espacio
académico el estudio del yeti, el chupacabras, las energías espiri-
tuales o las auras. Es hora de decir que la teología consta de su-
percherías que están al mismo nivel que otros timos. La universidad
es un espacio para la discusión racional, y en ella no encaja la dis-
cusión de doctrinas aceptadas sobre la base de la autoridad y la fe.
Por supuesto, hay teólogos muy inteligentes que han sistemati-
zado muy elocuentemente sus doctrinas. Pero el hecho de que unas
teorías estén muy bien organizadas y guarden coherencia interna
no las hace racionales, y mucho menos verdaderas. La mitología
griega pudo estar muy sistematizada, pero no por ello sus relatos
son reales (desde luego, no es muy razonable creer que Zeus se con-
virtió realmente en cisne para seducir a Leda).
La teología es algo así como un conjunto de cuentos fantásti-
cos, que pueden ser muy bellos e interesantes pero no son reales.
Proceden de la imaginación de quienes los narran, no de una in-
vestigación rigurosa de la realidad. Las enseñanzas de la teología
son inventos (muy ingeniosos, por lo demás) que no se refieren a
algo real. La teología está mucho más cerca de la literatura fantás-
tica o la ciencia ficción que de la filosofía o la ciencia.
Por ello los teólogo no tienen cabida en la universidad. Desde
luego, hay departamentos de literatura en todas las universidades
que hacen una labor muy estimable. Pero los críticos literarios se
aproximan a los textos sabiendo que son ficticios. Estos críticos es-

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tudian cómo pueden interpretarse los textos, qué enseñanzas po-
demos extraer de ellos, etcétera, pero se aproximan a ellos sabien-
do que se trata de textos de ficción. El crítico literario estudia los
elfos, los monstruos marinos, los orcos y las hadas madrinas, pero
nunca da por hecho que esos personajes son reales: él estudia có-
mo los seres humanos han imaginado esas criaturas. Los teólogos,
sin embargo, estudian los ángeles, los demonios, los querubines y
los serafines, pero, a diferencia de los críticos literarios, creen que
esas entidades son reales. Los teólogos no se conforma con estu-
diar cómo los seres humanos han imaginado esos seres ficticios;
antes bien, asumen que esas entidades son reales y no mero pro-
ducto de la imaginación.
En este sentido, la teología es el estudio de nada. Como he di-
cho, se trata de una disciplina vacía. Es como discutir si el rey de
Francia es un Borbón o un Habsburgo. La discusión puede pare-
cer muy interesante y puede haber concilios con miles de “exper-
tos” para tratar del tema, pero no tardaremos en darnos cuenta de
que es una discusión estéril, pues parte de una premisa errónea:
¡Francia no tiene rey! Las discusiones teológicas pueden parecer
muy interesantes, pero su punto de partida son premisas basadas
en la fe y, tal como he dicho antes, no hay motivos racionales para
aceptarlas.
Algunos han protestado y sostenido que no debemos emplear
un criterio tan pragmático a la hora de defender disciplinas aca-
démicas. Algunas de ellas no tienen un provecho inmediato, pero
no por ello merecen ser eliminadas de las universidades. Según
ellos, la medicina o la ingeniería merecen un lugar en la universi-
dad, pero también lo merecen el arte, la literatura, la filosofía y la
teología.
Este punto de vista tiene varias respuestas. En primer lugar, la
literatura y el arte no pretenden elaborar propiamente una des-
cripción del mundo. Los artistas admiten que sus obras son ex-
presiones y no propiamente una descripción de la realidad. Un
novelista sabe muy bien que, aunque sus personajes pueden inspi-
rarse en personas reales, sus obras son ficticias. En cambio, el teó-
logo quiere hacerse pasar por alguien que representa la realidad tal

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como es; no está dispuesto a admitir que el objeto de sus discur-
sos es ficticio. Cuando el teólogo habla del ángel de la guarda, la
gracia santificante y el pecado original, no dice que se trata de un
recurso literario o artístico. Pretende que se asuma como real, y en
este sentido el teólogo cree estar más cerca de la ciencia que del ar-
te (algunos hasta han llegado a afirmar que la teología es una cien-
cia). Este es precisamente el motivo por el cual la teología no debe
tener cabida en las universidades. Si el teólogo admitiese que su dis-
ciplina es fundamentalmente creativa y sus contenidos ficticios, qui-
zá podría aceptarse. Pero, que yo sepa, ningún teólogo está dispuesto
a admitir que el ángel Gabriel es tan ficticio como Don Quijote.

Teólogos y filósofos

Es cierto que en la filosofía se producen discusiones que son en


apariencia estériles o que no tienen ningún provecho pragmático,
pero nadie objeta el lugar de la filosofía en la universidad. Por ejem-
plo, ciertos filósofos del siglo XX han discutido arduamente si una
frase como “el rey de Francia es calvo” es falsa o no. Algunos de-
fensores de la teología sostienen que, así como se discute si es fal-
so que el rey de Francia sea calvo, también se puede discutir sobre
si los ángeles tienen ombligo.
Pero esas discusiones filosóficas aparentemente triviales tienen
en realidad gran importancia, pues nos permiten refinar la lógica
que, a la larga, sirve por ejemplo para construir programas de in-
formática y cosas por el estilo. En apariencia, la teología compar-
te con la filosofía un distanciamiento de la utilidad de los asuntos
cotidianos, pero existe una distinción crucial entre ambas discipli-
nas. La filosofía prescinde de la aceptación de premisas sobre la ba-
se de la fe. En cambio, la teología pretende ser una racionalización
de creencias religiosas partiendo siempre de la fe. Los tratados te-
ológicos pueden resultar muy coherentes y organizados, pero si par-
ten de premisas aceptadas sólo sobre las bases de la autoridad son
solo mamotretos infumables.

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Hay, por supuesto, creencias que los filósofos aceptan sin de-
mostración, y en este sentido parece que basan también sus argu-
mentaciones sobre los cimientos de una fe. Un viejo problema que
los filósofos conocen muy bien es que toda argumentación debe
reposar sobre una justificación, pero a su vez esta justificación de-
be reposar sobre otra, y así sucesivamente. Al final llega un mo-
mento en que el filósofo debe aceptar unos principios que
justifiquen sus argumentos pero que no son en sí mismos justifi-
cables. Según se dice, esto es igualmente un acto de fe.
Tradicionalmente, estos principios no justificados son llamados
axiomas. Los principios fundamentales de la lógica, por ejemplo,
son axiomáticos. Nadie puede demostrar el principio de no con-
tradicción (a saber, que una proposición y su negación no pueden
ser ambas verdaderas); en todo caso, nadie puede demostrarlo sin
recurrir al mismo principio de no contradicción. En este sentido,
tenemos “fe” en este principio.
Pero es importante apreciar que la “fe” en el principio de no
contradicción es muy distinta de la “fe” en Cristo como Hijo de
Dios. Aceptar el principio de no contradicción es un requisito in-
dispensable para entablar cualquier conversación, y todos los seres
humanos mentalmente sanos ven la necesidad de aceptar este prin-
cipio. Aceptar a Cristo como Hijo de Dios no es indispensable (de
hecho, sólo una minoría de la población mundial lo acepta). En
este sentido, los principios de la lógica son axiomáticos (y por ello
tenemos plena justificación racional para aceptarlos), mientras que
los dogmas de fe no son propiamente axiomáticos y, por tanto, po-
demos prescindir de ellos.
Hay algún filósofo (como Alvin Plantinga) que sostiene que qui-
zá los dogmas específicos de la fe cristiana no son axiomáticos pe-
ro la creencia general en la existencia de Dios puede serlo. Y así
como no necesitamos justificación para saber que una proposición
y su negación no pueden ser ambas verdaderas, tampoco necesita-
mos pruebas para saber que Dios existe. La creencia en la existen-
cia de Dios sería, por así decir, una creencia básica del mismo tipo
que la creencia en el principio de no contradicción. Debo admitir
que este argumento me ha resultado muy intrigante. Pues es ver-

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dad que hay cosas que aceptamos racionalmente sin justificación
y, si esto es así, ¿por qué no aceptar también sin justificación al me-
nos la existencia de Dios? Hasta ahora no he encontrado respues-
ta contundente a este argumento pero me doy cuenta de que, de
aceptarse, conduce al mismo relativismo que antes he criticado res-
pecto a la fe. Pues si la existencia de Dios se asume como una cre-
encia axiomática, ¿por qué no aceptar también como creencia
axiomática la existencia de los platillos volantes?
En todo caso, los teólogos se quejan frecuentemente de que sus
críticos no están lo bastante familiarizados con los voluminosos
tratados de teología para poder pronunciarse al respecto. Es cierto
que la teología es muy voluminosa (demasiado, y muy aburrida),
y debo reconocer que sólo he leído en mi vida un puñado de libros
de teología.
Pero no es necesario estar familiarizado con gran cantidad de li-
bros de una disciplina para reconocer que esa disciplina es un fias-
co. No necesitamos leer los entretenidos y numerosos libros de
astrología, desde los babilonios hasta nuestros días, para saber que
la ubicación de los astros en el momento del nacimiento no tiene
incidencia alguna sobre el destino de las personas, y que la astro-
logía es una pérdida de tiempo. Pues bien, no es necesario leer la
Summa theologiæ de santo Tomás de Aquino para darse cuenta de
que la teología es una superchería sin ningún fundamento.

Teología e historia de la teología

No obstante, es fácil confundir la teología con otras disciplinas que


sí merecen un lugar en los estudios universitarios. La historia de la
teología, enmarcada en la historia de las ideas, es muy importan-
te. De hecho, este libro es en buena medida un ejercicio de histo-
ria de la teología (precisamente con el objetivo de divulgar lo
absurda que ha resultado esta materia). Como veremos a lo largo
del libro, muchas de las ideas de los teólogos tuvieron un gran im-
pacto social. En este sentido, tanto al historiador como al sociólogo

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le interesa conocer qué opinaban los teólogos en distintos mo-
mentos de la historia.
Pero la teología no es lo mismo que la historia de la teología. La
comparación con la astrología es ilustrativa. Hay estudios muy se-
rios sobre astrología, pero éstos se hacen desde una perspectiva his-
tórica: ninguno de esos estudiosos cree que los astros incidan sobre
el destino. Pues bien, el estudio de la teología sería aceptable si fue-
se estrictamente histórico. Nuevamente, el problema es que las fa-
cultades de teología no pretenden limitarse a estudiar la historia
del discurso sobre Dios. Los miembros de las facultades de teolo-
gía quieren estudiar la historia del discurso sobre Dios para luego
ellos mismos pronunciarse sobre Dios.
Es estimable igualmente el estudio de los textos religiosos y de
las manifestaciones religiosas en general. Pero todo ello debe en-
marcarse en un interés literario, histórico o sociológico, no teoló-
gico. Es muy valioso saber quién, cuándo, dónde y cómo se escribió
el evangelio de Juan. Pero en el momento en que se asume el evan-
gelio de Juan como un texto divinamente revelado para decidir a
partir de él si los arrianos son o no herejes se transgreden las nor-
mas de lo académicamente aceptable.
La investigación real de los fenómenos religiosos es la que par-
te de lo que podemos llamar secularismo metodológico. No es aca-
démicamente aceptable estudiar una sesión de evangélicos
pentecostales dando por hecho que el Espíritu Santo se está apo-
derando realmente de quienes empiezan a hablar (supuestamente)
otras lenguas, pues no hay ningún indicio empírico de que ese Es-
píritu Santo sea real. La evaluación de las pruebas nos conduce a
considerar más bien la hipótesis de la histeria colectiva en ese tipo
de fenómenos. A diferencia del Espíritu Santo, hay multitud de
indicios empíricos que nos permiten comprobar que la histeria co-
lectiva existe.
Los profesores de mitología griega no creen en los dioses del
Olimpo. Pues bien, los profesores que enseñan los textos bíblicos
tampoco necesitan creer en los dogmas de la religión cristiana. De
hecho, no formar parte de la religión cristiana les permite enri-
quecer su estudio, en la medida en que se libran del velo que pro-

22
tege la crítica racional. Lamentablemente, la opinión común es que
los expertos en textos bíblicos deben ser teólogos. Y así se confun-
de el estudio de Dios (teología) con las disciplinas encargadas de es-
tudiar los textos y los fenómenos religiosos. Hay que distinguir
entre el estudio de la representación de Dios (que abarca la socio-
logía, la psicología, la antropología y la crítica literaria) y el estudio
de Dios. El primero es muy adecuado e incluso fascinante; el se-
gundo debe desaparecer de las universidades.
Es lamentable que incluso en universidades como Harvard no
exista una distinción departamental entre “Estudios de la religión”
y “Teología”. Es necesario llevar a cabo esa distinción. La relación
entre el estudiante secular de la religión y el teólogo es más o me-
nos la misma que la que existe entre el biólogo y la rata de labora-
torio. En ambos casos, los principios metodológicos de la ciencia
sirven a los primeros para estudiar a los segundos. El teólogo pue-
de ser objeto de estudio en una universidad, pero él mismo no de-
be ser parte del personal académico de esa universidad.
Las universidades han ido expulsando las cátedras dedicadas a
la enseñanza de supercherías. Cuando en alguna ocasión una uni-
versidad ofrece un curso sobre homeopatía, la comunidad de es-
cépticos salta inmediatamente a protestar. Pero el silencio es
ensordecedor cuando se trata de la teología. Hay críticas a la ense-
ñanza universitaria de que las dosis diluidas de un mal sirven para
curar ese mismo mal, pero no hay críticas a la enseñanza universi-
taria de que el creador del universo se hizo hombre hace XX siglos
o que la madre de ese mismo creador subió al cielo en carne y hue-
so. Por eso, mi esperanza no es sólo que comprendamos que mu-
chas de estas creencias son irracionales, sino también que los Estados
no deben dirigir fondos públicos a enseñarlas en las universidades
públicas, y ni siquiera deben ofrecer su aval institucional en los tí-
tulos de teología. Por supuesto, no propongo perseguir a nadie que
enseñe teología, pero esta enseñanza debe hacerse del mismo mo-
do en que se enseña la astrología, la alquimia o el feng shui: en cen-
tros privados (seminarios, supongo) que no cuenten con ningún
aval universitario.

23
Plan del libro

Así pues, en este libro pasaré revista crítica a algunas de las ense-
ñanzas fundamentales de la teología. En el capítulo 1 diferenciaré
la teología natural de la teología revelada, y asumiré la postura de
que la primera es medianamente valiosa pero la segunda no, pues
la primera prescinde de dogmas mientras que la segunda reposa so-
bre ellos. La teología natural pretende demostrar la existencia de
Dios mediante el empleo de la razón. Valoraré críticamente los
principales argumentos en favor de la existencia de Dios y esbozaré
algunos en contra de ella.
En el capítulo 2 trataré del dogma de la Trinidad. Argumenta-
ré que esta doctrina no aparece en la Biblia y que quizá proceda
de alguna influencia pagana. Además, señalaré que se trata de una
doctrina absurda, incomprensible para una persona razonable.
En el capítulo 3 reseñaré las principales doctrinas de la teología
respecto a la cristología. Realizaré un breve recorrido por las prin-
cipales disputas cristológicas a lo largo de la historia de la teología,
en particular las disputas arriana y nestoriana. Haré un esbozo his-
tórico de quién fue realmente Jesús y contrastaré el retrato de los
historiadores seculares con las enseñanzas teológicas respecto a la
vida de Jesús. Aunque aceptaré la existencia histórica de Jesús (de-
jando un pequeño espacio escéptico), pondré en duda la historici-
dad de muchos episodios narrados en los evangelios, en especial el
nacimiento de una virgen y la resurrección.
En el capítulo 4 trataré de las principales enseñanzas de la teo-
logía respecto a la soteriología. Haré un recorrido crítico por las
principales teorías de la expiación (Cristo murió supuestamente
por nuestros pecados) y defenderé que se trata de una doctrina muy
confusa que más bien parece reflejar las concepciones militares de
la Antigüedad y la Edad Media. Señalaré que las teologías más mo-
dernas que tratan de presentar una visión menos mitologizada de la
soteriología tampoco son dignas de ser aceptadas.
En el capítulo 5 esbozaré las principales enseñanzas teológicas
sobre la pneumatología y señalaré las disputas habidas entre los te-
ólogos respecto a este tema, en particular la disputa en torno a la

24
cláusula filioque. Ofreceré explicaciones naturalistas para sucesos
atribuidos a la intervención del Espíritu Santo (glosolalia, etc.).
En el capítulo 6 reseñaré las principales enseñanzas de la teolo-
gía sobre la naturaleza humana. Defenderé que, aunque la doctri-
na del pecado original puede tener alguna relación con algunos
postulados científicos (procedentes de la teoría de la evolución), es
fundamentalmente irracional. Asimismo postularé que el enten-
dimiento tradicional del hombre, compuesto por una tríada “cuer-
po-mente-espíritu”, es errado. Apuntaré algunos argumentos (no
propiamente teológicos sino filosóficos) en favor de la existencia
del alma y defenderé una postura materialista respecto a la consti-
tución de los seres humanos.
En el capítulo 7 reseñaré las doctrinas teológicas respecto de la
escatología. Enumeraré la enorme lista de anuncios equivocados
respecto al fin del mundo a partir de lecturas espurias del Apoca-
lipsis. Asimismo, plantearé varias objeciones filosóficas respecto a
las enseñanzas teológicas sobre la vida después de la muerte.
En el capítulo 8 trataré de las doctrinas teológicas sobre la an-
gelología y la demonología. Subrayaré que tanto los ángeles como
Satanás y los demonios han experimentado grandes transforma-
ciones históricas, y que el concepto popular contemporáneo es bas-
tante distinto del concepto original de estas entidades. También
haré una breve historia de los exorcismos y trataré de ofrecer ex-
plicaciones psiquiátricas naturalistas de estos fenómenos.
En el capítulo 9 esbozaré las principales enseñanzas de la teo-
logía respecto a la bibliología. Señalaré que el canon de la Biblia
no siempre estuvo claro para los primeros cristianos y que hubo
presiones de otro tipo en este proceso. Además, rebatiré la supuesta
autoría tradicional de la mayor parte de los libros de la Biblia y se-
ñalaré las contradicciones de algunos textos bíblicos, así como
la poca fiabilidad histórica de muchos sucesos narrados en esos
textos.
Por último, en el epílogo someteré a consideración los intentos
de varios teólogos contemporáneos por ajustarse a los tiempos mo-
dernos. Advertiré que, aunque en algunos de estos teólogos, como
Hans Küng o Rudolf Bultmann, se observa un leve esfuerzo por

25
escapar a la mentalidad dogmática de la teología, todavía perma-
necen prisioneros de ella.
Más arriba he afirmado que la palabra teología lleva tácito el ad-
jetivo cristiana. Pero es difícil precisar qué significa exactamente
cristiana, pues hoy el cristianismo es una religión muy diversa, con
miles de denominaciones y sectas. Fundamentalmente hay tres
grandes ramas en el cristianismo: católicos, ortodoxos y protes-
tantes. Cada una de ellas (especialmente la protestante) se ha divi-
dido en varias y finalmente ha esbozado sus propias enseñanzas
teológicas. No obstante, a grandes rasgos es posible llegar a una te-
ología unificada que subyace tras la diversidad del cristianismo.
La mayoría de las iglesias cristianas reconoce la autoridad doc-
trinal de lo que ha venido a llamarse los siete concilios ecuménicos,
celebrados desde el siglo IV hasta el VIII. Las doctrinas ratificadas
en esos concilios son aceptadas por la mayoría de los cristianos ac-
tuales. Asimismo, ha habido tres grandes credos (el apostólico, el
niceno y el atanasiano), que casi todos los cristianos aceptan. Pues
bien, la teología que estudiaré a lo largo de este libro será funda-
mentalmente genérica, derivada de esos concilios y credos, aunque
también trataré algunas doctrinas específicas de varias ramas cris-
tianas. Finalmente, pretendo que el lector tenga cierta familiaridad
con las principales doctrinas teológicas, lo suficiente como para
darse cuenta de que la teología, como decía Borges, forma parte
del género de la literatura fantástica.

26
1
¿Qué se puede rescatar
de la teología?

He señalado antes que, aunque la teología debe desaparecer de las


universidades, su historia (o, mejor aún, la historia de las religio-
nes) es una disciplina muy importante. Independientemente de
que el contenido de las ideas religiosas sea cuestionable, muchas
creencias han tenido un profundo impacto social, el cual ha resul-
tado muchas veces beneficioso para la humanidad. Una idea pue-
de ser una mera superchería pero, aun siéndolo, puede producir
resultados muy beneficiosos. En este sentido, antes de criticar a la
teología por ser una disciplina vacía que ha traído muchísimos per-
juicios a la humanidad, debo empezar por hacer un reconocimiento
histórico de algunas consecuencias positivas derivadas de ciertas
doctrinas teológicas.
Los teólogos calvinistas del siglo XVI creían, por ejemplo, en la
curiosa doctrina de la predestinación. Según ella, Dios ha decidi-
do desde el inicio de los tiempos quiénes alcanzarán la salvación y
quiénes serán condenados. De esta manera, las elecciones de los
hombres son irrelevantes respecto a su salvación, pues es Dios quien
ha decidido de antemano quién será salvado y quién será conde-
nado. No se trata sólo de que Dios en su omnisciencia conozca
nuestras acciones futuras (lo cual, si se aceptan algunas premisas,
podría dejar lugar al libre albedrío). Antes bien, se trata de que Dios
ha decretado cuáles serán nuestras acciones y, por extensión, no te-
nemos libre albedrío.
Esta manera de entender el mundo resulta deprimentemente
fatalista. Y más de una persona ha razonado que, si Dios ha elegi-

27
do ya a los salvados, no tiene sentido llevar una vida recta pues, vi-
vamos como vivamos, todo está decidido. Para algunas personas,
la predestinación calvinista ha resultado ser una excusa para llevar
vidas profundamente inmorales.
Extrañamente, la doctrina calvinista ha tenido algunas conse-
cuencias que, a la larga, han resultado beneficiosas. Según una te-
oría muy plausible expuesta por el sociólogo e historiador Max
Weber, la doctrina calvinista de la predestinación promovió en Eu-
ropa el auge del capitalismo y la sociedad industrial. Los calvinis-
tas, en vez de entregarse al fatalismo derivado de su doctrina,
fomentaron el deseo de saber si se encontrarían entre los elegidos
para salvarse. Y para convencerse ellos mismos de que estaban en-
tre los futuros salvados, empezaron a trabajar arduamente y a acu-
mular riquezas. Este hecho (acumular riquezas honestamente
mediante el trabajo) sería una señal de que Dios les favorecía y, por
tanto, de que se encontrarían entre los salvados.
Éste es un buen ejemplo de cómo una doctrina teológica muy
especulativa que raya en lo irracional puede tener consecuencias
positivas en el desarrollo de la humanidad. Pues bien, la teología
es una disciplina fraudulenta pero, con todo, estoy dispuesto a ad-
mitir que algunas de sus doctrinas han traído consecuencias posi-
tivas. Así, parte de lo rescatable o positivo de la teología no sería
propiamente el contenido de sus doctrinas sino las consecuencias
históricas que han tenido.
He señalado antes que la teología es una disciplina alejada de la
ciencia, y más adelante argumentaré que en muchos puntos no es
meramente acientífica sino anticientífica. Por supuesto, ha habido
científicos silenciados por la Inquisición o incluso quemados en la
hoguera. La Iglesia ha prohibido libros y su dependencia de la fe y
el dogma es fundamentalmente una actitud anticientífica. Pero de-
bo empezar por admitir que, en algún momento, las enseñanzas
teológicas sirvieron como base del auge de la ciencia. Y así como
las creencias calvinistas son absurdas, pero irónicamente produje-
ron el auge del capitalismo, muchas doctrinas teológicas son ab-
surdas pero, con todo, han tenido su participación en el auge de la
ciencia.

28
El auge de la ciencia

La teología propició una serie de cosmovisiones que, a la larga, pro-


movieron el cultivo de actitudes favorables al desarrollo de la cien-
cia. Quizá el aspecto más favorable de esta cosmovisión para el
desarrollo de la ciencia es la convicción de un Dios racional, cuyo
gesto creativo por extensión también lo es. Alfred North White-
head fue, tal vez, el primer filósofo de la ciencia del siglo XX que
reivindicó la herencia cristiana de la ciencia. Para este eminente
pensador inglés, la ciencia no hubiese sido posible sin la noción
desarrollada en la Edad Media según la cual Dios es racional. Al
ser Dios racional, su creación también lo es. Y puesto que el mun-
do es racional, es inteligible para el hombre, lo cual motiva su es-
tudio. Si en vez de la idea de un Dios racional, hubiese continuado
la idea de dioses irracionales enfrentados en batallas en los oríge-
nes del mundo, la naturaleza no sería concebida como un sistema
lo suficientemente ordenado y racional para ser inteligible para la
mente humana.
El atributo de la racionalidad de Dios implica que Él somete su
creación a leyes fijas pues un mundo racionalmente diseñado no
sería concebible sin esas leyes. Esto es algo sobre lo cual insistieron
los escolásticos: si el hombre tiene la convicción de que el Creador
es racional y, por tanto, no puede alterar ciertas cosas, se abre ca-
mino la idea de que las leyes naturales son fijas y se aplican al mun-
do creado por Dios de forma constante. La teología enseña que, al
crear el mundo, Dios vio que era bueno y, dado que la creación es
buena y, por tanto, racional y ordenada, el funcionamiento del
mundo descansa sobre principios fijos.
Además de un Dios racional, la teología enseña que el hombre,
al ser creado a imagen y semejanza divina, es también racional. Al
saberse racionales, los hombres están en disposición de conocer el
funcionamiento de las cosas. De la teología se desprende también
la noción de la creatio ex nihilo; a saber, la idea según la cual el mun-
do fue creado de la nada, doctrina ampliamente elaborada y di-
fundida por los autores medievales. La creatio ex nihilo presupone
una naturaleza temporal creada por un Dios que no es idéntico a

29
ella y que, por tanto, no es divina en sí misma, lo cual le permite
estar sometida a leyes universales fijas.
Más aún, vinculada a la noción de la creatio ex nihilo, la teolo-
gía propone una concepción lineal del tiempo. Según los teólogos,
Dios no sólo creó el mundo de la nada en un momento inicial de
la historia sino que se encarnó de una vez por todas y habrá un fi-
nal de los tiempos. Esta conciencia de un inicio y un final, ajena a
los ciclos cósmicos, supuso un fundamento para la cronología, vi-
tal para el establecimiento de relaciones de causa-efecto. La noción
lineal del tiempo presupone también un progreso, aspecto funda-
mental en el desarrollo de la ciencia.
Otra doctrina teológica favorable al auge de la ciencia fue aque-
lla según la cual el hombre ha sido encomendado para dominar la
naturaleza y Dios es un ente trascendente separado de su creación.
El hombre separado de la naturaleza no siente ninguna participa-
ción mística con ella ni restricciones en conocerla, puesto que no
la considera divina en sí misma. Esto contrasta con el panteísmo
de muchas tradiciones religiosas, el cual inhibe la actitud indaga-
dora pues protege a la naturaleza con tabús sagrados.
Insisto en la idea de que no necesitamos aceptar esas doctrinas
teológicas para admitir que tuvieron un efecto beneficioso sobre el
auge de la ciencia, como tampoco Max Weber necesitaba ser cal-
vinista para admitir que la doctrina de la predestinación estimuló
el capitalismo.
Algunos teólogos razonan que, dado que la teología tuvo una
influencia positiva en el origen de la ciencia, debemos seguir en-
señándola para garantizar la continuidad de la actividad científi-
ca. En otras palabras, que la ciencia depende de la teología. Esto
es absurdo. Todos podemos agradecer al caballo haber estado en
el origen de la civilización, pero es una falacia argumentar que,
puesto que el caballo motivó el auge de la civilización, esta de-
pende hoy de su empleo para el arado y como medio de trans-
porte. El ejemplo del calvinismo es de nuevo ilustrativo:
seguramente la doctrina de la predestinación incidió significati-
vamente en el origen del capitalismo, pero es una tontería supo-
ner que el capitalismo contemporáneo podrá seguir funcionando

30
sólo si aceptamos el calvinismo. Esa doctrina pudo cumplir su
función, pero ya ha dejado de ser necesaria. Pues bien, del mis-
mo modo, la teología pudo haber favorecido parcialmente el au-
ge de la ciencia, pero hoy es una disciplina absolutamente
innecesaria.

Frases sin sentido

He señalado que la primera dificultad a la que se enfrenta la teo-


logía es su incapacidad para ser verificada. A lo largo de este libro,
a medida que exponga doctrinas teológicas, preguntaré una y otra
vez: ¿Cómo lo sabemos? ¿Cómo sabemos que Dios es tres perso-
nas? ¿Cómo sabemos que Cristo murió por nuestros pecados? ¿Có-
mo sabemos que habrá un Juicio Final? Etcétera.
Pues bien, éste ha sido precisamente el principal motivo por el
cual muchos filósofos han rechazado la teología como una inmensa
pérdida de tiempo. A principios del siglo XX, los filósofos que for-
maron el grupo que se llamó Círculo de Viena defendían el posi-
tivismo lógico. Esta doctrina pretendía ser una férrea defensa de la
ciencia frente a la teología y la metafísica y para ello postularon una
peculiar teoría del lenguaje.
A juicio de los positivistas lógicos, sólo dos tipos de enunciados
tienen sentido. Por una parte, los que son verdaderos o falsos en
virtud de su propio contenido. Por ejemplo, la frase “ningún sol-
tero es casado” tiene sentido, pues al analizar esa frase vemos in-
mediatamente que es verdadera. En virtud de lo que significa
“soltero” y “casado”, sabemos que la frase “ningún soltero es casa-
do” siempre será verdadera. Ni siquiera necesitamos examinar el
mundo para saberlo: basta con analizar las palabras.
Además de ese tipo de frases, los positivistas lógicos sostenían
que puede tener sentido un segundo tipo de frases; a saber, las que
no son verdaderas o falsas en virtud del significado de sus palabras
pero se refieren a algún estado de cosas que podemos verificar. Así,
por ejemplo, la frase “Mariano Rajoy es primo hermano de José

31
María Aznar” tiene sentido, pues hace referencia a algo que pode-
mos verificar si es verdadero o no.
Pero los positivistas lógicos advertían de que hay frases que no
sabemos si son verdaderas o falsas en virtud de su mero contenido
ni tampoco tenemos manera de verificarlas al examinar el mundo.
Pues bien, estas frases no son ni verdaderas ni falsas: sencillamen-
te no tienen sentido. Según los positivistas lógicos, las frases de la
ética y la estética no tienen sentido precisamente porque no cuen-
tan con estos requisitos. Pensemos en frases como “Robar es ma-
lo” o “La Torre Eiffel es bella”. ¿Estas frases son verdaderas o falsas?
A juicio de los positivistas lógicos, como no hay manera de verifi-
car su contenido, no son ni verdaderas ni falsas: sencillamente, no
tienen sentido.
Según las teorías del positivismo lógico, las frases de la teología
carecen de sentido por esa misma razón. “Dios es amor”, “Cristo
bajó a los infiernos”, “Habrá un Juicio Final”, etcétera, son frases
sin sentido pues, sencillamente, no hay manera de verificarlas. Co-
mo decía antes, son frases meramente especulativas, sin el menor
respaldo de indicios empíricos o racionales. Para los positivistas ló-
gicos, ningún discurso sobre Dios es verdadero en virtud del me-
ro significado de sus palabras y tampoco puede ser sometido a
verificación. Por tanto, la teología es un conjunto de frases sin sen-
tido y, tal como recomendó el filósofo David Hume (un antecesor
de los positivistas lógicos), más valdría echar a las llamas los libros
que contienen ese tipo de discursos (esto es, por supuesto, sólo una
figura literaria).
Aunque me siento muy cercano a los positivistas lógicos, me pa-
rece que se equivocan en algún aspecto, pues no toda la teología
carece de posibilidad de verificación. La mayor parte del discurso
teológico adolece de ella, pues al final los teólogos exigen que se
acepten sus enseñanzas sobre las bases de la fe, no sobre las de las
pruebas. Pero hay una teología que no exige que creamos basán-
donos en la fe; antes bien, esta teología invita a aceptar algunas
doctrinas sobre Dios basadas en la razón y las pruebas.
Debemos distinguir entre dos teologías. Por una parte está la te-
ología revelada, de la cual nos ocuparemos en la mayor parte de este

32
libro. Esta teología elabora una serie de discursos sobre Dios a par-
tir de la supuesta revelación divina de las Escrituras y, según algu-
nos teólogos, del magisterio de la Iglesia y la tradición. Por supuesto,
esta teología exige aceptar por fe sus enseñanzas, lo cual aniquila
la posibilidad de verificación, y según el criterio del positivismo ló-
gico son frases sin sentido.

La teología natural

Pero además de la teología revelada hay una teología natural, la


cual apela no a la revelación sino a hechos observables por todos,
de los que afirma que debemos inferir algo sobre Dios; a saber, fun-
damentalmente su existencia. La teología natural propugna que
Dios existe no porque la Biblia o la Iglesia así lo enseñen sino por-
que una atenta observación del universo nos debería conducir a
deducir racionalmente la existencia de Dios. Cualquier hombre,
independientemente de su religión, podría concluir mediante el
uso de la razón que Dios existe.
En este sentido, al contrario que los positivistas lógicos, consi-
dero que el discurso de la teología natural puede ser parcialmente
verificado o, al menos, no es pura especulación. Por esto creo que
la teología natural es rescatable y no debe ser expulsada de las uni-
versidades. Dudo que los teólogos naturales hayan demostrado ra-
cionalmente que Dios existe, pero sus esfuerzos no se basan, al
menos, en argumentos que apelan a la autoridad y la fe. Puedo es-
tar en desacuerdo con los teólogos naturales, pero admito que su
esfuerzo por demostrar la existencia de Dios merece consideración
y, por tanto, un lugar en las universidades. Este aspecto de la teo-
logía me parece positivo.
Consideremos algunos de los argumentos más importantes de
la teología natural. El primero de ellos ha sido llamado el argu-
mento ontológico y se remonta al teólogo del siglo XI Anselmo de
Canterbury. Según este argumento, si definimos a Dios como el
ser de lo cual no puede pensarse nada más grande, esto implica su

33
existencia. Pues la idea de Dios presupone que no hay nada más
perfecto que Dios y, en este sentido, Dios es la entidad más per-
fecta posible. Ahora bien, si Dios es la entidad más perfecta posi-
ble, entonces tiene que existir. Pues una entidad, para ser perfecta,
debe existir. Si una entidad no existe, entonces ya no es perfecta.
La existencia forma parte de la perfección. Un ser que existe es más
perfecto que un ser que no existe. Pero precisamente antes hemos
definido a Dios como la entidad más perfecta posible: nada es más
perfecto que Dios. Si Dios es el ser más perfecto, entonces debe
existir, pues si no existiese ya no sería perfecto; pero si no fuera per-
fecto, ya no sería Dios. Según este argumento, quien sostiene que
Dios en realidad no existe, se está contradiciendo pues está diciendo
que la entidad más perfecta (Dios) no es la más perfecta (pues no
existe).
Este argumento ha resultado muy enigmático, y aunque habi-
tualmente no logra convencer a quien lo escucha por primera vez,
resulta difícil precisar dónde está su fallo. Durante mucho tiempo
el argumento ontológico fue más parodiado que refutado. El mon-
je Gaunilo de Marmoutiers reprochaba a Anselmo que, según su
mismo argumento, podemos pensar en una isla perfecta y concluir
que existe. Pero eso es absurdo.
No obstante, el mismo Anselmo respondió que el caso de Dios
es una excepción. Ciertamente, la perfección de un concepto no
puede emplearse como justificación de su existencia. Pero estas ob-
jeciones no son aplicables a Dios, pues la perfección de las islas no
es un concepto que pueda ser claramente definido. Por ejemplo,
no se puede precisar cuántas palmeras debe de tener una isla para
ser perfecta, pues si se piensa en un número específico siempre se
podrá concebir un número mayor. Sin embargo, Dios sí puede de-
finirse con precisión, precisamente como aquella entidad de lo que
no puede pensarse nada más grande.
En el siglo XVIII el filósofo Immanuel Kant encontró un fallo
crucial en el argumento ontológico pues postulaba que la existen-
cia ni siquiera es un atributo. Un órgano afinado es más perfecto
que un órgano desafinado. Del órgano podemos predicar que es-
tá afinado o que no lo está. Obviamente, el órgano afinado es más

34
perfecto que el desafinado. La cualidad de estar afinado es un pre-
dicado en el sentido de que predica algo sobre el sujeto. Por ejem-
plo, en la frase “el órgano está afinado”, “órgano” es el sujeto y
“afinado” es un predicado del órgano, es decir, se está enunciando
algo sobre el órgano. Y la palabra “está” es un derivado del verbo
“ser”, que sirve de enlace entre el sujeto y el predicado. Pero a di-
ferencia de una propiedad como “afinado”, “grande” o “bello”, la
existencia no es un predicado. Si decimos, “el órgano es grande”,
estamos predicando algo sobre el órgano; a saber, su grandeza. El
verbo “ser” sirve de conexión entre sujeto y predicado. Si decimos
“el órgano existe”, parece que estamos predicando algo sobre el ór-
gano; a saber, su existencia. Pero en realidad no estamos predican-
do nada nuevo porque la existencia es una variante del verbo “ser”,
no es propiamente un predicado. Decir “el órgano existe” equiva-
le a decir “el órgano es existente”. La palabra “existente” puede ser-
vir como un predicado a nivel gramatical, pero en realidad no es
un predicado porque es sencillamente una variante del verbo “ser”.
Sería como afirmar: “el órgano es un ente que es”. No agregamos
nada nuevo con eso. Y al no agregar nada al predicar la existencia,
tampoco dejo de agregar algo al predicar la inexistencia. Es decir,
un ente no es menos perfecto por no existir. Por tanto, Dios pue-
de pensarse como la entidad más perfecta, pero no por ello existe.
Como cabe sospechar, este argumento ha resultado tan abstracto
que ni siquiera los teólogos son muy dados a emplearlo para in-
tentar demostrar la existencia de Dios. Por ello, los teólogos natu-
rales han procurado formular otros argumentos, y uno digno de
consideración es el llamado argumento cosmológico.
El argumento es el siguiente: al observar el mundo, nos damos
cuenta de que todos los fenómenos tienen una causa eficiente. El
fenómeno X es causado por el fenómeno Y, el fenómeno Y por el
fenómeno Z, y así sucesivamente. El mundo es una gran secuen-
cia causal donde unos fenómenos causan otros. Pero esa cadena de-
be empezar en algún momento; de lo contrario, se prolongaría
hasta el infinito. Pero si esa cadena causal debe interrumpirse en
algún momento, entonces debe haber una causa no causada. En
otras palabras, debe haber un fenómeno que sea causa de los

35
demás fenómenos pero que no sea causado por ningún otro fenó-
meno.
También podemos pensar en los movimientos. Todo cuanto se
mueve es movido por otro agente. Pero la cadena de agentes que
mueve a otros agentes debe tener un inicio, un agente que mueve
sin ser movido. Algunos filósofos han llamado a este agente el Pri-
mer Motor. Pensemos en unas fichas de dominó dispuestas en una
hilera: cuando una se mueve, ésta mueve la que está enfrente y así
sucesivamente hasta que todas se mueven. La primera ficha en mo-
verse sería el Primer Motor. Por supuesto, esa primera ficha es mo-
vida por nuestra mano. Pero consideremos que al inicio del
movimiento, o de la causalidad, tuvo que haber un agente que mo-
vió sin ser movido, que causó sin ser causado. Y es sensato llamar
Dios a ese Primer Motor. Si todo cuanto existe tiene una causa, y
hay un ser que causa a los demás pero no tiene causa en sí mismo,
entonces ese ser extraordinario es, si no superior, sí al menos di-
ferente a todos los demás seres, y perfectamente merece ser lla-
mado Dios.
Este argumento ha sido sometido a varias críticas. En un inicio
el argumento sostiene que todo suceso es causado por otro. Es de-
cir, que todo cuanto existe tiene una causa de su existencia. Pero
luego concluye que hay algo que no tiene causa: Dios. Si todo tie-
ne una causa, ¿por qué Dios no necesita también una causa? Si
Dios es causa de todo, ¿cuál es la causa de Dios? Si Dios pudo cau-
sarse a sí mismo, ¿por qué no pudo el universo causarse también a
sí mismo?
En todo caso, una alternativa podría ser postular que, sencilla-
mente, el universo no ha tenido inicio. Esto es desde luego extra-
ño, pero quizá sea lo más racional. Pues si afirmamos que existe
una causa no causada, interrumpiríamos arbitrariamente la cade-
na causal en Dios. Los defensores del argumento cosmológico di-
cen que no se puede proceder hasta el infinito en una secuencia de
causas o agentes motores. Pero debemos pensar si es más adecua-
do postular una regresión causal al infinito o interrumpir arbitra-
riamente esa regresión en un ente no causado. ¿Por qué debe
interrumpirse la cadena causal en Dios y no en otro ente?

36
Además, aunque se admitiese la existencia de un Primer Motor
o una causa no causada, no habría razón para afirmar que ese ente
fuese necesariamente Dios. Quizá no fuese más que una explosión
(como el Big Bang), en vez de un agente personal omnipotente,
omnisciente, infinito, etc. Quizá ese Primer Motor puso el uni-
verso en marcha pero ya dejó de existir. Quizá no hubo una pri-
mera causa sino varias, y entonces no habría un Dios sino varios.
Quizá es un Dios malo o torpe. Del atributo de ser un ente que
causa sin ser causado no se siguen lógicamente todos los atributos
que los teólogos confieren a Dios, desde la omnipotencia hasta la
omnisciencia.
Tal vez el argumento predilecto entre los teólogos naturales es
el llamado argumento teleológico. Éste sostiene que el mundo mues-
tra un propósito (telos en griego significa “propósito”, y de ahí vie-
ne la palabra teleológico), un orden, un diseño, y que de ello debe
inferirse la existencia de un diseñador cósmico que creó el univer-
so; a saber, Dios. En el siglo XIX, el teólogo natural William Paley
acuñó su famosa analogía del reloj. Según ella, si al cruzar un te-
rreno encontramos una piedra, podemos concluir que ésta ha sur-
gido por azar y que nadie inteligente la fabricó. Pero si encontramos
un reloj y observamos la precisión y funcionamiento de sus partes,
tenemos que concluir que el reloj ha sido elaborado por un reloje-
ro. Pues bien, al observar el universo —argumentaba Paley—, de-
bemos hacer la misma deducción que la hecha sobre el relojero: la
precisión de los elementos que conforman el universo debe llevar-
nos a concluir que este fue diseñado y que, por supuesto, ese dise-
ñador es Dios.
Paley apelaba especialmente a la biología. Decía que al con-
templar las características de los organismos debemos deducir la
existencia de un diseñador que les ha concedido rasgos ventajosos
para sobrevivir en su hábitat. Los sistemas que conforman los or-
ganismos son algo así como obras de ingeniería, y de estas obras se
desprende la existencia de un ingeniero que ha creado a los seres
vivos con un diseño.
A simple vista esta argumentación resulta plausible. Pero si con-
sideramos la teoría de la evolución por selección natural de Char-

37
les Darwin, queda muy poco espacio para aceptarla. Según esta te-
oría, todas las especies tienen una tendencia a reproducirse más allá
de los recursos disponibles en un hábitat, lo cual desemboca en so-
brepoblación. Esto propicia que a la larga no todos los miembros
de una población pueden sobrevivir. Como existe variabilidad en-
tre los organismos que forman las poblaciones, sólo sobrevivirán
los más aptos, y a este proceso Darwin llamó selección natural. A
su vez, estos organismos pasarán sus rasgos a su descendencia, y
con el correr de las generaciones irán quedando los organismos que
posean rasgos ventajosos. Al final parecerá que los rasgos de los or-
ganismos han sido diseñados, pero en realidad proceden del pro-
ceso mecánico y repetitivo de la selección natural, el cual está
desprovisto de propósito e inteligencia.
Desde Darwin se ha hecho difícil aceptar el argumento teleo-
lógico apelando a la biología. Pero en el siglo XX algunos físicos y
teólogos naturales han acudido al llamado principio antrópico pa-
ra reactualizar el argumento teleológico en favor de la existencia de
Dios. Este principio sostiene que el universo está formado por una
serie de constantes físicas que, si hubiesen sido distintas, no habría
hecho posible la aparición del hombre. De esto muchos teólogos
naturales deducen que el universo ha sido diseñado para que el
hombre apareciera, y que tras ese diseño está Dios.
Este argumento no resulta muy convincente. En efecto, el prin-
cipio antrópico sostiene que el hombre sólo pudo haber aparecido
con las constantes que muestra el universo. Pero eso no implica
que haya sido diseñado por Dios; sólo implica que, de no haber
existido esas constantes, no estaríamos pensando sobre este asun-
to pues nuestra especie no existiría. El hecho de que existamos co-
mo especie y estemos reflexionando sobre este asunto nos conduce,
a lo sumo, a deducir que la constitución de este universo fue im-
probable pero que aun así ocurrió, pues de lo contrario no estarí-
amos aquí discutiendo esto. “Improbable” e “imposible” no son
sinónimos. Algunos físicos manejan la idea de que tal vez éste no
sea el único universo existente. Pues bien, si existen otros univer-
sos con otras constantes podríamos razonar que el nuestro fue el
afortunado para albergar la existencia humana y que por eso esta-

38
mos en este universo y no en otro. Según esta hipótesis, es innece-
sario apelar a Dios.

¿Por qué Dios permite el mal?

Los teólogos naturales deben enfrentarse a un antiguo problema


que hasta ahora no tiene solución fácil. Si, como sostienen, Dios
es bueno y omnipotente, ¿por qué permite el mal? En términos
formalmente filosóficos, ya en el siglo IV antes de nuestra era Epi-
curo afirmaba que la existencia del mal es un firme argumento con-
tra la existencia de Dios. Pues el mal existe, sea porque Dios no
quiere erradicarlo o porque no puede hacerlo. Si Dios puede erra-
dicar el mal pero no quiere, entonces no es bueno. Si Dios quiere
erradicar el mal pero no puede, entonces no es omnipotente. Y si
Dios no es omnipotente y bueno, ¿para qué llamarlo Dios?
Los teólogos han planteado numerosos intentos por superar es-
ta crítica. Agustín de Hipona, por ejemplo, argumentaba que Dios
no es responsable del mal, sencillamente porque el mal no existe.
Según san Agustín, el mal es, a lo sumo, una privación del bien.
Esta respuesta es un buen ejemplo de cómo los teólogos se pierden
con frecuencia en abstracciones desconectadas de la realidad con
el mero propósito de justificar sus doctrinas.
Postular que el mal es sólo una privación del bien no es una res-
puesta firme. ¿Por qué debemos asumir que el mal es una priva-
ción del bien y no al revés, que el bien es una privación del mal?
Además, si el mal no existe, ¿qué es el Diablo? Más aún, ¿por qué
Dios permite la privación? Si el mal es sólo ausencia del bien, ¿por
qué Dios no creó más bien del que existe actualmente?
Otros teólogos han propuesto que el mal es un castigo mereci-
do: Dios imparte justicia y las personas que sufren así lo merecen.
Esta infeliz explicación ha propiciado que, ante muchas tragedias,
varios teólogos exacerben el dolor de los afligidos alegando que me-
recieron lo que tuvieron. El teólogo norteamericano Pat Robert-
son declaró públicamente, por ejemplo, que el pueblo haitiano

39
había sido culpable del terrible terremoto que sufrió Haití en ene-
ro de 2010. Según Robertson, los haitianos habían hecho un pac-
to con el Diablo, y Dios castigó esa alianza. Surge aquí la pregunta
que será recurrente a lo largo de este libro: ¿Cómo demonios sabe
este teólogo que eso ocurrió así? ¿Qué pruebas tiene para respaldar
su afirmación? Ninguna, por supuesto, pues la teología no busca
pruebas.
Por lo demás, es bastante obvio que en este mundo hay multi-
tud de personas inocentes que sufren y que, por tanto, es un des-
propódito sostener que sufren porque merecen sufrir. De hecho,
la mayoría de los teólogos aceptan esto, pues sostienen que los ami-
gos de Job opinaban de este modo y Dios les criticó por ello.
Aun así, algunos teólogos sostienen que, en virtud del pecado
original, nadie es inocente y todos merecemos sufrir. La doctrina
del pecado original es muy extraña (volveremos sobre ella en el ca-
pítulo 6), entre otras cosas porque: ¿Qué indicios hay para saber
lo que hizo la supuesta pareja primordial, Adán y Eva, en el jardín
del Edén? Pero aunque se aceptase esta doctrina, no logra explicar
por qué mucha gente malvada sufre menos que otra gente inocen-
te. Pocos teólogos reconocen que el mal está injustamente distri-
buido en el mundo.
Algunos recurren a otra explicación: al final de los tiempos Dios
saldará las deudas y el malvado que hoy goza sufrirá terribles su-
plicios. De hecho, filósofos tan estimables como Kant opinaban
que debemos creer en un Juicio Final pues si no no tendríamos,
frente a las injusticias del mundo, suficiente motivación para la
moral. Pero me parece que esto no resuelve el problema de por qué
Dios permite el mal. ¿Por qué Dios espera al final de los tiempos
para administrar justicia? ¿Por qué no la administra de una vez? Pa-
ra nosotros, el retraso procesal en cualquier sistema judicial es per-
judicial para la recta administración de justicia. Pues bien, esta
misma crítica sería extensible a Dios.
Muchos teólogos naturales han afirmado también que Dios per-
mite el mal como medio para llegar a un bien mayor. Muchas co-
sas buenas sólo pueden venir por medio de algún mal menor, y por
eso Dios permite el mal. Así, Dios sería como el cirujano que am-

40
puta una pierna para salvar una vida. El mal menor derivado de la
pérdida de una pierna es un medio para el bien mayor; a saber, la
preservación de la vida.
Esto funcionaría si no asumiéramos que Dios es omnipotente.
Pero si Dios es omnipotente, es decir, todo lo puede, podría salvar
la vida sin necesidad de amputar la pierna. Un teólogo natural muy
elocuente, G. W. Leibniz, argumentaba que ni siquiera un Dios
omnipotente puede propiciar bienes mayores sin algunos males
menores. Pues hay ciertas cosas que ni Dios en su omnipotencia
puede hacer. Dios no puede hacer cosas lógicamente imposibles
como, por ejemplo, un círculo cuadrado. Pues bien, Leibniz afir-
maba que es imposible que Dios pueda traer algunos bienes sin
que haya males menores. Para nosotros es fácil imaginar que Dios
en su omnipotencia puede hacer desaparecer los males del mun-
do. Según Leibniz, Dios tuvo la oportunidad de crear varios mun-
dos y creó el “mejor de los mundos posibles”, el que tuvo mayor
bien y menor mal posible. Nuestro mundo puede resultar aparen-
temente malo, pero no hay otro que pueda ser mejor que éste, pues
éste es precisamente el que creó Dios.
Este argumento ha sido objeto de burlas constantes. Leibniz,
como san Agustín, acababa siendo muy ingenuo e insensible fren-
te a los sufrimientos del mundo. Además, hay un serio problema
en su argumento. El razonamiento de Leibniz tiene el vicio de la
circularidad, pues termina postulando que, puesto que Dios es bue-
no, creó el mejor de los mundos posibles; y puesto que creó el me-
jor de los mundos posibles, es bueno. Además, vuelve el asunto de
la verificación: ¿Cómo sabe Leibniz que Dios eligió en la creación
el mejor de los mundos posibles? ¿Estuvo allí? ¿Puede deducir esto
a partir de observaciones?
Otros teólogos (supongo que entre éstos habrá algunos aficio-
nados a las flagelaciones) dicen que el sufrimiento nos hace mejo-
res personas, y por eso Dios aflige a la humanidad para que nos
acerquemos más a Él. Así, con terremotos, tsunamis, matanzas y
violaciones, Dios nos está haciendo un gran favor.
Puede aceptarse que, en algunas ocasiones, un poco de sufri-
miento pueda servir para hacer madurar a las personas. Pero si Dios

41
es omnipotente, puede hacer madurarlas sin necesidad de some-
terlas a tanto sufrimiento. Además, es evidente que en el mundo
hay sufrimientos tan brutales que sencillamente no permiten ma-
durar a nadie, y muchas personas mueren tras sufrimientos pro-
longados, de manera que ni siquiera tienen la oportunidad de
procesar el sufrimiento hacia la maduración. Más aún, si Dios bus-
ca hacernos madurar mediante el sufrimiento, ¿por qué somete a
éste a unos más que a otros?
Quizá el intento teológico más común para hacer frente a la ob-
jeción del problema del mal es la invocación al libre albedrío. Se-
gún afirman muchos teólogos, Dios permite el mal porque nos ha
concedido el libre albedrío. La existencia del mal en el mundo es
de nuestra propia responsabilidad, y Dios no puede intervenir pa-
ra suprimir nuestras decisiones morales erróneas pues si así lo hi-
ciera estaría interfiriendo en nuestro albedrío. Por tanto, el mal es
necesario para garantizar el bien mayor del libre albedrío.
Sorprende cómo la mayoría de creyentes acepta sin titubeos es-
te argumento y ni se detiene a considerar algunos posibles fallos.
La justificación que apela al libre albedrío se enfrenta a muchos
problemas. En primer lugar, hay razones para dudar de que el li-
bre albedrío exista realmente. Nuestras decisiones son prisioneras
de las leyes del universo, y en ese sentido nuestras acciones están
ya determinadas. En todo caso, si aceptamos que Dios existe, es-
tamos determinados por el mismo Dios, pues en su omnisciencia
Él conoce los sucesos futuros y sabe cuáles serán nuestras decisio-
nes. Aún así, ha habido varios filósofos estimables que consideran
que el determinismo es compatible con el libre albedrío, y en ese
sentido quizá éste exista.
También puede objetarse que es falso que el libre albedrío sea
más estimable que la ausencia de sufrimiento. Mucha gente prefe-
riría ser despojada de su libre albedrío con tal de no sufrir. Por ejem-
plo, algunas personas instalan en sus automóviles reguladores de
velocidad que les impiden superar cierta velocidad. Así, su liber-
tad para superarla queda suprimida, pero los mismos conductores
prefieren esa ausencia de libertad a la posibilidad de sufrir un ac-
cidente.

42
Tal vez la objeción más importante, y la que ha suscitado mu-
cho debate entre creyentes y no creyentes, es la que dice que Dios
pudo haber creado un mundo en el cual existe el libre albedrío pe-
ro que, aún así, el mal no existe. El gran filósofo J. L. Mackie hi-
zo célebre este argumento. A su juicio, podemos imaginar
perfectamente un mundo en el cual existen seres libres que nunca
hacen el mal. Pues bien, si podemos imaginar ese mundo (y, por
tanto, es lógicamente posible), ¿por qué Dios no lo creó así? De
hecho, este es el mundo que nos espera supuestamente en el cielo:
las personas allí son libres y el mal no existe. Este argumento ha si-
do muy intrigante y ha producido discusiones muy elaboradas. Bá-
sicamente, los teólogos responden que, si Dios nos crea libres, no
puede incidir en nuestras decisiones, mientras que Mackie y sus
seguidores han sostenido que el determinismo y el libre albedrío
son compatibles. En este sentido, Dios nos pudo haber creado li-
bres y a la vez habernos determinado a no cometer el mal.
En todo caso, la referencia al libre albedrío deja sin resolver el
problema de los males naturales; a saber, aquellos ejemplos de su-
frimiento en los que los seres humanos no tienen responsabilidad:
terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, tsunamis, etcé-
tera. Algún teólogo extravagante ha afirmado que estos “males na-
turales” en realidad proceden también del libre albedrío, pero no
propiamente de los seres humanos sino de los demonios. Es de-
cir, los terremotos y tsunamis serían causados por demonios que
se han rebelado contra Dios, y Él no puede interferir en su libre
albedrío. Volveremos en el capítulo 8 sobre el fascinante mundo
de los demonios y sus diabluras.
Algunos teólogos aceptan que, sencillamente, no tienen res-
puestas a las objeciones presentadas respecto al problema del mal.
Pero en vez de admitir que este sería un buen argumento en con-
tra de la existencia de Dios, sostienen que se trata de un gran mis-
terio que el hombre nunca podrá entender, pues Dios está más allá
de nuestro entendimiento. Con respuestas como estas, la teología
deja ya de ser natural y cae en la dogmática. Apelar a los misterios
es refugiarse en la fe, y aceptar una creencia sencillamente porque
una autoridad así lo dice. De nuevo aparece el problema del rela-

43
tivismo, pues si el creyente en Dios puede invocar el misterio pa-
ra resolver el problema de la existencia del mal, el creyente en los
ovnis puede invocar también el misterio para explicar por qué los
extraterrestres no han ofrecido nunca pruebas claras de su exis-
tencia.

Incoherencias

Además del problema en torno al mal, hay argumentos que hacen


pensar que la mera idea de Dios es incoherente y que, por tanto,
no puede lógicamente existir. Pues sobre Dios se predica un con-
junto de atributos que son irreconciliables entre sí. Incluso algu-
nos de esos atributos predicados sobre Dios son incoherentes en sí
mismos.
Por ejemplo, se ha argumentado que Dios no puede ser omni-
potente, pues si lo fuera podría crear una roca tan pesada que ni
siquiera Él mismo la podría levantar. Pero si puede crear tal roca,
no podría levantarla, y en ese caso habría algo que no puede hacer
y, por tanto, no sería omnipotente. Algunos teólogos responden
que Dios es omnipotente pero sólo puede hacer cosas lógicamen-
te posibles (pues de lo contrario se estaría negando a sí mismo en
tanto ser racional), y crear una roca tan pesada que ni siquiera Él
mismo pueda levantar es un ejemplo de imposibilidad lógica. Pe-
ro, a decir verdad, la réplica de los teólogos no es muy satisfacto-
ria, pues no es una imposibilidad lógica que cualquier persona
construya un objeto tan pesado que ni siquiera ella misma lo pueda
levantar.
Hay, además, atributos predicados sobre Dios que parecen ser
incompatibles entre sí. Por ejemplo, Dios no puede ser inmutable
y creador del universo; pues si es inmutable, nunca se ha movido,
pero para crear el universo debió moverse de un estado a otro. Tam-
poco resulta comprensible cómo Dios puede ser justo y miseri-
cordioso a la vez; pues si Dios es justo, castiga a cada cual según
corresponde y, en cambio, si es misericordioso, castiga con menos

44
severidad de la que merece. Lo que es más problemático aún, Dios
no puede ser omnisciente y omnipotente a la vez; pues si es om-
nisciente, ya conoce sus propias acciones futuras; y si ya conoce las
acciones que Él mismo realizará, no puede hacer otras, y en ese
sentido no es omnipotente.
Estos argumentos han tenido muchas réplicas y contrarréplicas
y son mucho más complejos de lo que, en aras a la brevedad, he
podido ofrecer aquí. Pero al menos podemos formarnos la idea de
que, así como hay argumentos en favor de la existencia de Dios,
también hay otros en contra de ella. Es difícil en un espacio tan
breve hacer un balance de cuáles argumentos tienen más peso. In-
vito al lector a profundizar por su cuenta con lecturas comple-
mentarias, como las citadas en la sección “Para leer más” al final
de este libro, y formarse un criterio propio a partir de ellas. Pero
antes deseo advertirle sobre dos cuestiones.
Primera, si los argumentos en favor de la existencia de Dios prue-
ban algo, sólo prueban los postulados de la teología natural; a sa-
ber, que existe un Dios creador del mundo con algunos de los
atributos tradicionales (omnipotencia, omnisciencia, benevolen-
cia, etcétera). Estos argumentos no probarían las doctrinas más ela-
boradas de la teología cristiana, como la Trinidad, el pecado original
o la vida eterna, que se apoyan en la teología dogmática, la cual,
por su propia naturaleza, no tiene posibilidad de demostración.
A lo sumo, los argumentos de la teología natural servirían para
sustentar un deísmo (postura ampliamente defendida por los fi-
lósofos ilustrados del siglo XVIII), doctrina según la cual existe un
Dios que podemos conocer mediante el empleo de la razón, que
se limitó a crear el mundo y desde entonces no ha intervenido
en él.
Segunda, si el lector considera que ni los argumentos a favor ni
en contra de la existencia de Dios son firmes, no estaríamos pro-
piamente frente a un empate. Antes bien, quien niega la existen-
cia de Dios tendría una ventaja, pues en una disputa sobre la
existencia de un ente la carga de la prueba reposa sobre quien la
afirma y, por tanto, en ausencia de argumentos conclusivos, la pre-
sunción es a favor de quien niega su existencia.

45
Quizá no sea posible demostrar que Dios no existe. No obs-
tante, hay muchas cosas que no podemos demostrar que no exis-
ten pero que es racional asumir su inexistencia. Nadie ha
demostrado que el Ratoncito Pérez no existe, pero en vista de que
nadie ha demostrado que exista, suponemos que no existe, aunque
siempre con algún espacio para la duda, pues queda abierta la po-
sibilidad de que en un futuro aparezcan pruebas en favor de la exis-
tencia del Ratoncito Pérez. Seguramente debemos hacer lo mismo
respecto a Dios.
En definitiva, la teología natural propicia discusiones enrique-
cedoras. E independientemente de que estemos de acuerdo o no
con sus conclusiones, los argumentos sobre la existencia de Dios
de san Anselmo, santo Tomás de Aquino o William Paley, entre
otros, merecen nuestro respeto y ser consideradas. No podemos
decir lo mismo, no obstante, de los argumentos de los teólogos que
buscan defender doctrinas que, a la larga, reposan sobre las bases
de la fe y apelan a la autoridad, sea de la Iglesia o, en última ins-
tancia, de la Biblia. Em adelante veremos esos argumentos.

46
2
¿Qué es una esencia
en tres personas?

El gran filósofo del siglo XVIII David Hume escribió en su célebre


Historia natural de la religión que “los principios de la religión tie-
nen un flujo y reflujo en la mente humana” y que “los hombres
tienen una tendencia a elevarse de la idolatría al teísmo para luego
descender nuevamente del teísmo a la idolatría”. Basta visitar cual-
quier iglesia católica para comprobar esto. Supuestamente, los ca-
tólicos adoran a un solo Dios, e históricamente proceden del
judaísmo, una estricta religión monoteísta. Pero al visitar una igle-
sia católica se podrá apreciar el maremágnum de imágenes de san-
tos, ángeles y vírgenes a los que se les rinde devoción. Los católicos
sostienen que estos no son propiamente dioses objeto de culto si-
no figuras objeto de veneración, pero todo parece que eso es un
mero juego de palabras.
De hecho, los católicos han sido muy criticados por muchas
otras religiones cristianas (fundamentalmente protestantes), que
afirman que el catolicismo se aleja “peligrosamente” del monote-
ísmo y se acerca al politeísmo (me pregunto cuál será el peligro).
A decir verdad, lo que los protestantes critican a los católicos
muchos monoteístas no cristianos se lo reprochan a los cristianos;
a saber, que el cristianismo no es lo suficientemente estricto res-
pecto al monoteísmo, pues según la creencia cristiana Dios no es
una persona sino tres. Incluso Mahoma, que quiso fundar una re-
ligión de estricto monoteísmo, criticaba continuamente a los cris-
tianos por ser virtualmente politeístas y les exhortaba en sus

47
sermones recogidos en el Corán: “¡No digáis tres!”. Se trata de la
doctrina de la Trinidad.

Padre, Hijo y Espíritu Santo


Esta doctrina es central en el cristianismo y ha sido ratificada va-
rias veces en los concilios hoy considerados ecuménicos así como
en los principales credos. La doctrina se enuncia fácilmente. Dios
es una esencia en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por
supuesto, se enuncia fácilmente pero no se comprende tan fácil (de
hecho, esta doctrina no se comprende porque es absurda). Hay
muchos intentos cristianos por explicarla, pero consideremos pa-
ra empezar la explicación de san Agustín: “Está el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, y cada uno es Dios y al mismo tiempo todos son
un solo Dios; y cada uno de ellos es una esencia, y al mismo tiem-
po todos son una esencia. El Padre no es ni el Hijo ni el Espíritu
Santo, el Hijo no es ni el Padre ni el Espíritu Santo, el Espíritu San-
to no es ni el Padre ni el Hijo. Pero el Padre es el Padre singular-
mente, el Hijo es el Hijo singularmente, y el Espíritu Santo es el
Espíritu Santo singularmente”.
Quien afirme haber entendido esto, debería considerar seria-
mente pedir una cita con un psiquiatra. No podemos dejar de pre-
guntarnos cómo el cristianismo pasó de frases sumamente claras y
sencillas como “amaos los unos a los otros” a proclamaciones teo-
lógicas como la citada, que rayan en los discursos de un psicótico
que ha perdido el juicio. Pero, al igual que muchas otras doctrinas
teológicas, esta tiene una intricada historia (y muy interesante) de
la que debemos partir.
Hay muchas religiones que incorporan una tríada de dioses. En
el hinduismo, por ejemplo, es muy importante la tríada compues-
ta por Brahma, Vishnú y Shiva, cada uno de los cuales cumple fun-
ciones divinas. En la mitología griega, hallamos una tríada similar
compuesta por Zeus, Poseidón y Hades. A simple vista, “Padre,
Hijo y Espíritu Santo” es la versión cristiana de esta tríada. Quizá

48
haya algo de verdad en esta afirmación, pero la doctrina de la Tri-
nidad no sostiene propiamente una tríada de dioses sino un Dios
que es una esencia en tres personas.
Podemos explorar la influencia que los mitos mediterráneos pu-
dieron tener en la formulación de la doctrina de la Trinidad, y la
necesidad que tuvieron los misioneros cristianos de flexibilizar su
monoteísmo para hacer la religión cristiana más atractiva a las po-
blaciones politeístas del Imperio romano. Pero, más allá de estas
conjeturas, el hecho es que la Trinidad es una doctrina innovado-
ra, pues no sostiene la existencia de tres dioses sino de tres perso-
nas divinas y una sola esencia.
Los teólogos que enseñan la doctrina de la Trinidad sostienen
que esta se encuentra en la Biblia, y que la teología no ha hecho
más que sistematizarla en un lenguaje formal revestido de concep-
tos filosóficos. Supuestamente, en el Nuevo Testamento se enun-
cia enfáticamente y en el Antiguo se sugiere, pero esta afirmación
es muy cuestionable.
El pasaje del Nuevo Testamento donde se enuncia abiertamen-
te la doctrina de la Trinidad sería I Juan 5,7: “Pues son tres los que
dan testimonio en el cielo, el Padre, la Palabra y el Espíritu Santo;
y estos tres son uno”. Pero este pasaje no aparece en los manuscri-
tos más antiguos de la primera carta de Juan y probablemente se
trata de una interpolación. A lo largo de la historia del cristianis-
mo fue muy frecuente que los copistas modificaran los textos e in-
terpolaran frases, algunas veces por error y otras con intención
deliberada. En el caso de este pasaje es bastante evidente que el co-
pista tenía la intención deliberada de anunciar en el texto bíblico
la doctrina de la Trinidad, pues seguramente tenía dificultades pa-
ra encontrarla en otros rincones de la Biblia. La mayoría de los edi-
tores contemporáneos de esta son, al menos, lo bastante honestos
para percatarse de esta corrupción del texto y han optado por in-
corporar la versión original del pasaje, en la que no aparece la doc-
trina de la Trinidad: “Pues son tres los que dan testimonio: el
Espíritu, el agua y la sangre, y los tres convergen en lo mismo”.
Los teólogos afirman que este no es el único pasaje bíblico que
sustenta la doctrina de la Trinidad. Jesús anuncia en Mateo, 28,19:

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“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándo-
les a guardar todo lo que yo os he mandado”. Ciertamente el enun-
ciado es claro, y seguramente no se trata de una interpolación. Pero
este pasaje está muy lejos de afirmar que Dios es una esencia en
tres personas. Es sencillamente una invocación a tres entidades a
la hora de bautizar.
Se invoca asimismo con frecuencia II Corintios, 13,14 como
supuesto enunciado de la doctrina de la Trinidad pero, nuevamente,
en ese pasaje sólo se enuncian la gracia del Señor Jesucristo, el amor
de Dios y la compañía del Espíritu Santo. No se menciona explí-
citamente la doctrina según la cual Dios es una esencia en tres per-
sonas.
Ha habido teólogos aún más osados que han creído ver en las
escrituras judías (lo que los cristianos llaman Antiguo Testamento)
referencias a la Trinidad. Por ejemplo, cuando se hace alguna refe-
rencia a la “palabra de Dios”, su espíritu o su sabiduría, esto sería
un anticipo de la doctrina de la Trinidad. Cuando a Abrahán se
le aparecieron tres mensajeros, también sería un anticipo de la Tri-
nidad.
Los teólogos han tenido la costumbre de forzar la interpretación
de sus textos sagrados para favorecer sus doctrinas. Así ha resulta-
do demasiado común interpretar las escrituras judías como si quie-
nes escribieron esos textos tuviesen ya en mente una doctrina
formulada 700 años después. No sin razón, los judíos (que en re-
alidad tampoco son enteramente fieles a la religión original del ju-
daísmo) se quejan de que los teólogos cristianos violentan los textos
sagrados judíos al hacerles decir cosas sobre las que los autores
bíblicos no tenían ni la más remota idea.
En realidad, estos teólogos hacen algo parecido a lo que nos su-
cede cuando observamos las nubes: vemos las formas que quere-
mos ver. La Biblia, compuesta por textos de numerosos autores,
con múltiples procesos de edición a lo largo de más de 800 años,
dista de ser un texto uniforme. Además, sus autores no eran sufi-
cientemente claros respecto a cuáles eran sus enseñanzas religiosas.
Esto permite que teólogos de muy diversa índole, que además sos-

50
tienen doctrinas contrarias, encuentren aval a sus doctrinas en los
textos bíblicos.
En todo caso, en la Biblia no aparece una mención explícita de
la doctrina de la Trinidad. Muy probablemente, quienes compu-
sieron el Nuevo Testamento no tenían en mente la idea de que Dios
fuese una esencia en tres personas. Pero sí aparece en los docu-
mentos más tardíos del Nuevo Testamento (sobre todo en el evan-
gelio de Juan, escrito hacia la última década del siglo I) la idea (o,
al menos, una aproximación) de que Cristo es divino: a saber, la
encarnación de Dios.
En las siguientes generaciones surgió en varios autores cristia-
nos una preocupación respecto a cuál es la relación exacta entre
Cristo y Dios. Surgieron así los teólogos llamados monarquianis-
tas. En acuerdo con las raíces judías del cristianismo, estos teólo-
gos defendían la idea de que Dios es uno solo, amo y señor del
universo. Según una corriente de esta doctrina, Cristo no es pro-
piamente Dios sino un personaje adoptado por Dios como su Hi-
jo para salvar al mundo. Así, Cristo sería un ser humano al que le
fue encomendada una misión por Dios en el momento de su bau-
tismo. Los partidarios de esta idea eran llamados adopcionistas pues
creían que Cristo había sido “adoptado” por Dios, pero no había
sido divino desde el inicio de su existencia. Teódoto de Bizancio
fue el mayor exponente de esta doctrina.
Esta corriente se enfrentó a mucha oposición pues los teólogos
no estaban dispuestos a renunciar a la idea de que Cristo era divi-
no desde el inicio de su existencia. Aunque es muy poco probable,
como veremos en el siguiente capítulo, que el mismo Jesús histó-
rico se proclamase Dios, no deja de ser verdadero que hay muchos
pasajes, especialmente en el evangelio de Juan, en los cuales se des-
taca la divinidad de Jesús.
Otra corriente de los monarquianistas afirmaba, por el contra-
rio, que Dios y Cristo eran la misma persona: Cristo habría sido
un modo de existencia de Dios pero no propiamente una persona
aparte. Por emplear una analogía procedente de la cultura pop, es-
ta doctrina sostiene que la relación entre Cristo y Dios es similar
a la de Clark Kent y Superman. Clark Kent es un modo de ser y

51
Superman es otro, pero ambos constituyen la misma persona. A
quienes defendían esta doctrina se les llamaba modalistas, pues ad-
mitían la divinidad de Cristo y a la vez preservaban la unidad de
Dios. El defensor más entusiasta de esta doctrina fue un tal Sabe-
lio en el siglo III, y por ello a veces sus defensores son llamados sa-
belianos.
Los teólogos se opusieron a esta doctrina pues, según razona-
ban, conducía a la conclusión de que Dios, el creador del univer-
so, había sufrido en la cruz. Tertuliano, teólogo del siglo III, acusaba
a los sabelianos de ser patripasianistas. El “patripasianismo” es, se-
gún la etimología latina, el “sufrimiento del Padre”. Tertuliano sos-
tenía que la doctrina sabeliana permitía que el Padre sufriera, lo
cual, según él, es inaceptable.
Hubo algunas sectas que trataron de ofrecer otra alternativa:
Cristo no sufrió en la cruz sino que sólo dio la apariencia de ha-
cerlo. A estas sectas se las llamó docetistas (palabra que viene del
griego dokein, que significa “apariencia”). Así se podía admitir que
Cristo es Dios y que Dios no sufrió en la cruz. Pero Tertuliano y
sus seguidores no estaban dispuestos a admitir que el sufrimiento
de Cristo había sido sólo aparente, pues ¿qué sentido habría teni-
do su misión salvífica? (Como veremos en el capítulo 4, en reali-
dad esa supuesta “misión” no tiene mucho sentido).
De manera que Tertuliano quería que se aceptase que Cristo es
Dios y que sufrió en la cruz pero, a la vez, que Dios no sufrió en
la cruz. No es necesario ser un gran lógico para comprender la di-
ficultad de este pensamiento. Los lógicos han establecido el prin-
cipio de transitividad, que cualquiera puede comprender: si A es
idéntico a B, y B es idéntico a C, entonces A es idéntico a C. Pues
bien, si Dios es idéntico a Cristo, y Cristo es idéntico a una per-
sona que sufrió en la cruz, entonces Dios es idéntico a una perso-
na que sufrió en la cruz. ¿Cómo resolver este asunto? (Como
veremos, no tiene solución).
Pues bien, así fue como Tertuliano expresó en términos forma-
les la doctrina que hoy caracteriza al cristianismo. No me atrevo a
sostener que la Trinidad fue propiamente un invento de Tertulia-
no, pues quizá otros teólogos la tenían ya en mente. Pero Tertu-

52
liano fue el responsable de ponerle un nombre y divulgarla. Fren-
te al trilema planteado por el hecho de que Cristo sufrió en la cruz,
Cristo es Dios y Dios no sufrió en la cruz, Tertuliano planteó la
doctrina tal como la conocemos ahora: Dios es una esencia en tres
personas. Cristo es Dios, en el sentido de que tiene la misma esen-
cia pero no es la misma persona que Dios Padre, creador del uni-
verso. Y en tanto no es la misma persona (pero sí la misma esencia),
Dios Padre no sufrió en la cruz. Así se mantiene, supuestamente,
la unidad de Dios, pues aunque se trata de personas distintas sigue
siendo la misma esencia.
Hay que concretar qué es lo que no enseña la doctrina de la Tri-
nidad. Algunas personas creen que sostiene sencillamente que Pa-
dre, Hijo y Espíritu Santo son algo así como el agua en sus tres
estados: sólido, líquido y gaseoso. Pero esta analogía sirve más bien
para expresar la doctrina modalista (o sabeliana), pues los estados
líquido, gaseoso y sólido son modos del agua, no propiamente per-
sonas. Otros creen que la Trinidad es como el famoso trébol de san
Patricio (nunca he entendido por qué no se ha declarado hereje a
san Patricio pero, en fin, hay muchas cosas de la teología que ja-
más entenderemos). Dios es como un trébol que está compuesto
por tres hojas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta analogía indica-
ría que Dios es la suma de tres esencias, y así como la hoja no es
idéntica al trébol (sino sólo parte de él), el Hijo no sería idéntico
a Dios sino sólo parte de Él. En tanto el Hijo sería una esencia, y
el Padre otra, serían dioses aparte, lo cual en realidad no sería una
afirmación de la doctrina de la Trinidad sino más bien una afir-
mación de tres dioses. Por ello los teólogos han dado a esta doc-
trina el nombre de triteísmo.

Arrio: el Hijo no es eterno

En época de Tertuliano y un siglo después de él, el cristianismo era


aún una religión muy dispersa y no existía propiamente un con-
junto doctrinal que todos los cristianos defendieran uniforme-

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mente. Hubo algunos que no aceptaron la doctrina de la Trinidad
y plantearon teologías alternativas.
Arrio, un teólogo del siglo III-IV procedente de la ciudad de Ale-
jandría, defendió la idea de que el Hijo era efectivamente divino
pero no exactamente de la misma esencia que el Padre. En tanto
Hijo, era un subordinado del Padre y había sido creado en algún
momento de la historia por este, de modo que el Hijo no era eter-
no. Arrio apelaba al sentido común: si una persona es “hijo” de
otra, entonces tiene que haber comenzado a existir después de su
“padre”. Arrio no era propiamente un adopcionista: él admitía que
Cristo había nacido ya como un ser divino (y que, por tanto, exis-
tía antes de su encarnación), pero también advertía que no podía
haber existido desde toda la eternidad. En otras palabras, el Hijo
no era eterno pues fue creado, y hubo un momento de la historia
en que aún no existía.
En esto Arrio era un mero continuador de Orígenes, el teólogo
procedente de Alejandría que una generación antes había enseña-
do que el Hijo era un subordinado del Padre. La doctrina de Arrio
tuvo bastante acogida, en buena medida por su apego al sentido
común. Además, según Arrio y sus seguidores, en la Biblia hay pa-
sajes que afirman que Cristo es un subordinado de Dios Padre (por
ejemplo, Juan, 14,28: “El Padre es mayor que yo”). Por supuesto,
esto tenía implicaciones que sus críticos no tardaron en advertir.
Si el Hijo es una creación del Padre, no comparte la misma esen-
cia con Él. Y si esto es así, ya no sería un solo Dios. La doctrina
arriana negaba el monoteísmo.
Muchos teólogos pusieron el grito en el cielo al enterarse de las
enseñanzas de Arrio. Según parece, Alejandro, obispo de Alejan-
dría, no estaba muy animado a reprender a Arrio por sus enseñanzas
(quizá simpatizaba con ellas, ¿quién sabe?). Pero un joven teólogo
(probablemente fanatizado) de la misma ciudad, Atanasio, quedó
indignado con las doctrinas de Arrio y lo atacó con todos los re-
cursos del arte retórica (los cuales, hay que admitir, los teólogos de
los primeros siglos del cristianismo manejaban muy bien). El mis-
mo Atanasio sembró la cizaña para que Alejandro se volviese defi-
nitivamente contra Arrio.

54
Las disputas entre los arrianos y sus opositores fueron crecien-
do hasta el punto de que dejaron de ser un asunto estrictamente
religioso. Constantino, el emperador romano convertido al cris-
tianismo, estaba decidido a tener a los cristianos a su favor. Su con-
versión siempre ha sido intrigante, pues muchos historiadores
dudan de que haya sido genuinamente religiosa. Más bien parece
que su conversión fue una artimaña política, anticipándose al he-
cho de que el cristianismo estaba creciendo significativamente y al
emperador le convenía adoptar la religión que pronto podía ser
mayoritaria.
Pues bien, Constantino se enteró de que la disputa entre los
arrianos y sus opositores había crecido y que la Iglesia estaba frag-
mentada doctrinalmente. Como buen emperador, Constantino
quería la unidad (ese precisamente pudo ser el motivo de su con-
versión) y quiso resolver el asunto de una vez por todas. En el año
325 convocó a los obispos de casi todo el Imperio romano a una
reunión en la ciudad de Nicea, en la actual Turquía, para que los
obispos se pusiesen de acuerdo en unificar la doctrina.
Constantino no tenía ni idea de lo que allí se iba a discutir pe-
ro su intención era que los teólogos resolvieran sus disputas y se
decidiera una doctrina unificada. Por supuesto, aprovechó el con-
cilio para el espectáculo político: al dar la bienvenida a los asisten-
tes, hizo entradas triunfales y otras ceremonias pomposas. Los
obispos, por su parte, estaban preocupados por que las “falsas” en-
señanzas eran muy peligrosas, pues quienes las aceptaran perderí-
an su alma y no serían salvados. Argumentos como estos han sido
demasiado comunes en la historia de la teología: buena parte de
los teólogos ha asumido que quien se aparta, siquiera ligeramente,
de la doctrina oficial está en peligro de arder en el infierno. Por tan-
to, los teólogos tienen la importantísima labor de salvar su alma
advirtiendo qué es lo ortodoxo y qué es lo hereje.
Los obispos deliberaron varios días, y el joven y vehemente Ata-
nasio se encargó de encabezar los ataques contra Arrio y su doc-
trina. Al comienzo del concilio, según parece, este tuvo varios
simpatizantes. Pero a medida que progresaban las deliberaciones,
se fue quedando sólo hasta el punto de que, según las crónicas de

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Nicolás de Bari (el mismo san Nicolás que baja supuestamente por
las chimeneas en Navidad), él mismo abofeteó a Arrio (gesto muy
alejado, desde luego, de la imagen de obeso bonachón que regala
juguetes a los niños).
Sospechamos que en este tipo de deliberaciones inciden todo
tipo de factores a la hora de que un grupo se incline por una u otra
tendencia. Debido precisamente a su carácter especulativo y dog-
mático, la teología carece de un criterio firme para tomar racio-
nalmente una u otra postura. No hay manera de saber si el Hijo
fue creado por el Padre o si siempre ha sido eterno. En todo caso,
los pasajes de la Biblia que tocan por encima esta cuestión (insis-
to en que no es racional aceptar una doctrina sencillamente por-
que un libro lo dice) son muy ambiguos y escuetos. Así pues, no
fue la deliberación propiamente racional sino el hábil uso de la re-
tórica, así como factores emocionales y, sobre todo, intimidatorios,
lo que condujo seguramente a la mayoría de obispos a repudiar a
Arrio y su doctrina.
Finalmente los obispos redactaron un credo, que ha sido lla-
mado credo niceno, que es el hoy recitado por la mayoría de las igle-
sias cristianas. Sólo dos de los asistentes al concilio se negaron a
firmarlo. Por supuesto, no se trataba de un mero documento que
se firmaba o no: Constantino había logrado la unidad doctrinal y
pretendía que esa unidad llevara a la unidad política. Así se asegu-
ró de que no quedase ni rastro de la doctrina arriana (de hecho, los
historiadores apenas pueden hacer actualmente una reconstrucción
de la doctrina de Arrio pues los escritos de los arrianos fueron que-
mados en su mayoría). Arrio y sus simpatizantes fueron exiliados
y se decretó que cualquier persona que fuese encontrada con un
documento que promulgara la doctrina arriana sería ejecutada. A
lo largo de la historia de la teología, episodios como este han sido
trágicamente comunes. Con semejantes métodos amedrentadores,
¿quién se iba a atrever a defender a Arrio? No es difícil ver por qué
terminó siendo un “hereje”.
Pero ahí no acaba la historia. Pese a las severas medidas, los arria-
nos siguieron defendiendo sus doctrinas y la disputa no terminó
ahí. Constantino, viejo zorro político, convocó una nueva reunión

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en Tiro, en el actual Líbano. En ella los asistentes se pronunciaron
contra Atanasio y reivindicaron a Arrio. Finalmente, Arrio accedió
a modificar parte de su doctrina (aunque siguió manteniendo que
el Hijo está subordinado) y fue convocado por el mismo Cons-
tantino para ser admitido nuevamente en la Iglesia.
Alejandro, obispo de Constantinopla (la actual Estambul, la ca-
pital imperial fundada por Constantino), había sido un furibun-
do opositor de los arrianos y, según las crónicas, rezó para que Arrio
muriera antes de ser readmitido en la Iglesia (me temo que en aque-
lla época se rezaba más por la muerte de los adversarios que por la
paz mundial). La petición de Alejandro se cumplió: justo el día an-
tes de ser formalmente readmitido en la Iglesia, Arrio murió. Mu-
chos entendieton la muerte de este como una señal divina de que
era un hereje y que Dios accedía a la petición de Alejandro. Pero
yo me inclino a pensar que Arrio fue asesinado para hacer cumplir
el designio divino invocado por Alejandro.
La disputa arriana seguía sin resolverse y en el año 381 fue con-
vocado un nuevo concilio (¿no se aburrían aquellos obispos de ir
a tanto concilio a discutir sobre lo mismo?), esta vez en Constan-
tinopla. Allí, por iniciativa de los llamados “Padres capadocios”
(Basilio el Grande, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno), se
condenó definitivamente la doctrina arriana y se ratificó el credo
de Nicea. Aunque los arrianos llegaron a ser mayoría entre varias
tribus germánicas (incluidos los visigodos que invadieron la Pe-
nínsula Ibérica), pasaron a ser definitivamente “herejes”.

Homoousios y homoiousios

El grupo encabezado por Atanasio en el concilio de Nicea termi-


nó por postular que el Hijo y el Padre eran “de la misma esencia”.
En griego, el término para describir esta relación es homoousios. La
palabra griega ousia es tradicionalmente traducida como “esencia”
o “sustancia”. Así, según la doctrina que llegó a considerarse “co-
rrecta”, el Hijo y el Padre son una misma sustancia.

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Después del concilio de Nicea, los arrianos estuvieron dispues-
tos a moderar su postura y declaraban que el Hijo y el Padre no
eran propiamente de la misma esencia pero sí de esencias muy pa-
recidas. Para describir la relación entre el Padre y el Hijo no em-
pleaban la palabra griega homoousios sino homoiousios. Por favor,
lean bien: la diferencia entre una y otra palabra es apenas una “i”
intercalada. Mucha gente se ha burlado de este debate, que al fi-
nal se reducía a una simple “i”, pero sería injusto decir que el de-
bate fue sobre una “i”. Lo que se debatía era si el Padre y el Hijo
eran de una misma esencia (y por tanto, idénticas) o si eran de
esencias parecidas pero no propiamente idénticas.
La postura ortodoxa fue que, en efecto, Dios es una ousia (esen-
cia) en tres hipostasis. Con esta palabra surgieron asimismo mu-
chas confusiones y dificultades. Originalmente, la palabra hipostasis
significaba también “esencia”. Pero en medio de estas discusiones
sobre la doctrina de la Trinidad, los teólogos modificaron su sen-
tido y entendieron hipostasis, a partir de la traducción latina, co-
mo aquello que hoy llamaríamos persona. Desde entonces, a partir
de esa terminología griega los teólogos defienden que Dios es una
esencia (ousia) en tres personas (hipostasis).
Tradicionalmente, los filósofos han entendido la palabra esen-
cia como el conjunto de atributos que definen a un ente, sin los
cuales ese ente dejaría de existir. Ahora bien, cuando se sostiene
que dos entes comparten la misma esencia (por emplear el lenguaje
de los teólogos, que “son de la misma esencia”), se está afirmando
que hay una relación de identidad entre esos entes y que, final-
mente, ambos entes son la misma cosa.
Benedicto XVI y Joseph Ratzinger son “de la misma esencia”
pues ambos comparten los mismos atributos y, por tanto, ambos
son el mismo ente. En el siglo XVII, G. W. Leibniz acuñó un prin-
cipio que hoy emplean ampliamente los filósofos: el principio de
la identidad de los indiscernibles (insólitamente, Leibniz, cuyo prin-
cipio serviría para apreciar lo absurdo de la doctrina de la Trini-
dad, siempre la defendió). Según este principio, A y B son idénticos
(por tanto, son de la misma esencia) si todo cuanto se puede pre-
dicar de A se puede predicar de B.

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Pues bien, el Padre y el Hijo serían de la misma esencia si todo
cuanto se predica del Padre se puede predicar del Hijo. Los arria-
nos moderados afirmaban que el Padre y el Hijo eran muy simila-
res pero no exactamente la misma esencia pues hay, al menos, una
cosa que puede predicarse del Padre que no puede predicarse del
Hijo; a saber, que el primero ha sido eterno, mientras el segundo
fue creado en algún momento de la historia.
En su oposición a los arrianos, quienes formularon la doctrina
de la Trinidad sostuvieron que el Padre, el Hijo y el Espíritu San-
to son una misma esencia pero distintas personas. Veamos lo ab-
surdo que es esto. Si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una
misma esencia, entonces comparten todos los atributos. Pero en la
medida en que se sostiene que el Padre es una persona y el Hijo
otra, se está admitiendo que hay al menos un atributo que el Pa-
dre y el Hijo no comparten. Y si no comparten ese atributo, ya no
son una esencia. Serán, como postulaban los arrianos, de esencias
parecidas, pero no exactamente la misma.
Según la doctrina de la Trinidad, el Padre es Dios y el Hijo es
Dios, pero el Hijo no es el Padre. Esto es una burda violación del
principio de transitividad (si A es idéntico a B y B es idéntico a C,
A es idéntico a C). A simple vista, la doctrina de la Trinidad po-
dría tener una solución. Se puede decir fácilmente que “el coche
de Juan es un Toyota” y “el coche de Pedro es un Toyota”, pero no
por ello el coche de Juan es idéntico al de Pedro. En un caso como
este solo se está enunciando que el coche de Juan y el de Pedro
comparten al menos un atributo; a saber, que son un Toyota. En
ningún momento se enuncia que ambos coches tienen la misma
esencia. En cambio, en la doctrina de la Trinidad, en la medida en
que se afirma que el Padre es de la misma esencia que el Hijo, va
implícito el enunciado de que no sólo comparten algunos atribu-
tos sino todos ellos.
Los concilios y deliberaciones teológicas para decidir la relación
entre el Padre y el Hijo fueron, por supuesto, una enorme pérdi-
da de tiempo y recursos. Hoy habría acaloradas protestas si el rey
de España destinase recursos públicos para organizar un congre-
so con el objetivo de discutir si el tatarabuelo de Don Quijote era

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judío o musulmán. Sencillamente, no habría manera de saberlo
(no sólo por el hecho de que Don Quijote nunca existió, sino por-
que no hay ningún indicio claro en la genial novela de Cervantes
que nos permita pronunciarnos de una u otra manera).
Las posturas de ambos bandos, arrianos y trinitarios, se basaron
en especulaciones y apelaciones a la autoridad. Por ello, no tiene
sentido evaluar cuál de las dos posturas era la “correcta”. Sencilla-
mente, una fue considerada por mayoría la doctrina ortodoxa y
otra la herética. Ambas posturas sufren el vicio de todas las doc-
trinas teológicas: no se sustentan sobre ningún suelo firme de prue-
bas o razones para ser aceptadas.
La postura de los arrianos era, desde luego, algo más coheren-
te. Por supuesto, sus doctrinas no tenían el menor asidero en prue-
bas pero, al menos, no desafiaban el entendimiento. Los arrianos
parecían entender que, si el Hijo y el Padre no son idénticos, no
pueden ser de la misma esencia.
Al igual que los arrianos, otros grupos que hoy se consideran
heréticos propugnaban también doctrinas que, aunque son igual-
mente especulativas, al menos guardan un mínimo de coherencia.
El triteísmo (en realidad, ningún grupo se consideró a sí mismo
“triteísta”: este nombre fue una acusación de los trinitarios) es co-
herente en la medida en que sostiene que tres personas equivalen
a tres esencias. Igualmente, el modalismo es coherente en la medi-
da en que sostiene que una esencia equivale a una persona. Pero
postular que existe una esencia que es tres personas a la vez es sen-
cillamente ininteligible y, desde luego, absurdo.
Los trinitarios tenían razón cuando señalaban que las doctrinas
“heréticas” llevaban a implicaciones de las cuales esos mismos “he-
rejes” ni siquiera se percataron. No deja de ser cierto que el mo-
dalismo implica que Dios sufrió en la cruz (si asumimos, por
supuesto, que Cristo es Dios), así como el arrianismo implica que
no existe un Dios sino al menos dos (pues no habría una sola esen-
cia divina). Los trinitarios aparentemente hicieron un buen uso de
la lógica al comprender las implicaciones de las doctrinas de sus
adversarios. Pero insólitamente, para evitar esas implicaciones, pres-
cindieron de la lógica que venían empleando y postularon una doc-

60
trina simplemente ilógica, incomprensible para cualquier persona
con dos dedos de frente.

Lo creo porque es absurdo


Después de la disputa arriana no tardó en aparecer entre los teó-
logos la idea de que la doctrina de la Trinidad es un misterio in-
comprensible. Los mismos teólogos terminaron por reconocer que
esa doctrina es un disparate. Pero en vez de reformularla (acep-
tando, quizá, las implicaciones del modalismo o del triteísmo, o
postulando que Cristo no es divino, como seguramente fue la cre-
encia cristiana original), los teólogos prefirieron hacerse eco de la
infame frase de Tertuliano (precisamente el primer gran exponen-
te de la Trinidad): “Lo creo porque es absurdo”. Asumieron que se
trata de una doctrina incomprensible, y que precisamente por eso
es necesario agarrarse a la fe para aceptarla.
Es muy conocida la historia según la cual, supuestamente, san
Agustín se encontró en una playa con un niño que intentaba lle-
nar un hoyo con agua del mar. Al preguntarle por qué hacía una
acción tan absurda, el niño le respondió que más absurdo es in-
tentar comprender el dogma de la Trinidad. Supuestamente, la mo-
raleja de esta historia es que el hombre, un ser finito, no puede
pretender comprender a Dios, un ser infinito.
Si esto es así, ¿para qué existe la teología? Si se invoca el miste-
rio, entonces la teología no es “la fe en busca del intelecto”: es sen-
cillamente una reafirmación de la fe ciega y la aceptación de
creencias absurdas. En todo caso, ocurre con la Trinidad algo muy
característico de las enseñanzas teológicas: se exige que se acepten
no porque cuentan con pruebas en su favor, ni siquiera porque tie-
nen un mínimo de coherencia, sino sencillamente porque las en-
seña la Iglesia.
Refugiarse en el misterio es abrir paso al relativismo. Así como
los trinitarios pueden alegar que el hombre no puede comprender
cómo Dios es tres personas, los musulmanes puede alegar que el

61
hombre no puede comprender cómo el Corán es eterno y no cre-
ado pero que, con todo, procede de Dios. Y así con cualquier cre-
encia. Refugiarse en el misterio permite defender cualquier
disparate, pues en el momento en que una persona protesta por-
que se trata de una creencia absurda, se le dirá que debe aceptarse
por fe pues se trata de un misterio.
Después de Arrio hubo algunos teólogos que rechazaron la doc-
trina de la Trinidad, y a la mayoría de estos “herejes” no les fue me-
jor que a Arrio. En el siglo XIII la secta de los cátaros, en el sur de
Francia, defendió, entre otras cosas, la idea de que Dios es una per-
sona que asume el modo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;
a saber, una recapitulación de la doctrina sabeliana. Una cruzada
fue organizada contra ellos debido a sus creencias heréticas, y los
miembros de la secta fueron brutalmente reprimidos y la mayoría
ejecutados.
Durante la Reforma protestante, en el siglo XVI, se sometieron
a revisión muchas doctrinas cristianas, y la Trinidad fue una de
ellas. En aquella época el español Miguel Servet escribió tratados
en contra de la idea de que Dios es una esencia en tres personas.
En Francia las autoridades católicas habían emitido una orden de
captura contra él, pero Servet buscó refugio en Ginebra, ciudad
gobernada por Calvino, uno de los promotores más importantes
de la Reforma protestante. Calvino, fanático al fin y al cabo, que-
ría demostrar a los católicos que, aunque se oponía a algunas doc-
trinas católicas, preservaba los “fundamentos” del cristianismo y
por ello se procedió a arrestar a Servet. El pobre hereje fue que-
mado en la hoguera.
Hoy quedan algunos grupos cristianos que rechazan la doctri-
na de la Trinidad, aunque no han sido enviados todavía a la ho-
guera. Los llamados unitarios creen que Dios es una sola persona.
Y los testigos de Jehová, que defienden un maremágnum de cre-
encias absurdas (como veremos en el capítulo 7) han visto al me-
nos un rayo de luz al rechazar la irracional doctrina de la Trinidad.
En definitiva, los debates sobre la Trinidad han representado
una enorme pérdida de tiempo, recursos y esfuerzos. Igualmente,
han promovido la persecución y muerte de muchas personas a lo

62
largo de la historia del cristianismo. Como sucede con casi todas
las demás doctrinas teológicas, discutir si Dios es o no una esencia
en tres personas es un asunto estéril. No hay un referente que per-
mita pronunciarnos de un modo u otro. Y si se pretende que ese
referente sea la Biblia (aunque, como hemos visto, la Biblia no es
clara al respecto), hay que objetar que la Biblia es sólo un libro y
que no es racional aceptar una doctrina sencillamente porque un
libro así lo diga. El Corán enseña que Dios no es tres personas. ¿Por
qué obedecer a la Biblia y no al Corán?
Pero aun propugnando una doctrina basada en la autoridad, la
teología pudo haber mantenido, al menos, cierta coherencia lógi-
ca. No no lo hizo. Quienes trataron de hacer la doctrina un poco
más coherente fueron declarados “herejes”. Y los “ortodoxos” re-
sultaron ser quienes defendían un disparate sencillamente ininte-
ligible. Después de todo, el mismo forjador de la doctrina de la
Trinidad, Tertuliano, admitía creer cosas absurdas.

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64
3
Ecce homo

Los debates sobre la doctrina de la Trinidad giraron en torno a un


asunto que ha dominado las especulaciones de los teólogos durante
muchos siglos: ¿Quién fue Jesús? Los teólogos llaman Cristo a es-
te personaje, y por ello en el seno de la teología se ha creado la ra-
ma de la cristología. Las discusiones sobre la doctrina de la Trinidad
son fundamentalmente cristológicas, pues tratan de definir cuál es
la naturaleza exacta del Hijo, que creen es la misma persona que
Jesús de Nazaret.
Así pues, los cristólogos se ocupan de dos aspectos fundamen-
tales de la naturaleza de Jesús. Por una parte, procuran hacer una
descripción de su naturaleza divina: cómo se relaciona con el Pa-
dre, cómo salvó a la humanidad, etcétera. Por otra, tratan de ha-
cer una descripción de su vida terrenal como hombre. La primera
cuestión (la naturaleza divina de Jesús) es, como la mayor parte de
la teología, un asunto meramente especulativo: no hay manera de
saber cuál es la relación del Hijo con el Padre ni cuántas naturale-
zas hay en Cristo ni cómo salvó a la humanidad. La segunda cues-
tión (su vida terrenal como hombre) sí cuenta con referentes que
nos permitan pronunciarnos con cierto grado de firmeza y no se
trata de meras especulaciones, pues la descripción de la vida terre-
nal de Jesús no es ya un asunto meramente teológico sino más bien
histórico. Pero, como veremos, los hallazgos de los historiadores
están bastante lejos del retrato que los teólogos suelen hacer de la
figura histórica de Jesús.

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La teología, en tanto se basa en la fe, acepta sin titubeos las des-
cripciones que se hacen de Jesús en los Evangelios. Como los teó-
logos consideran que la Biblia es un texto divinamente inspirado,
confían que en los Evangelios está retratada fielmente la vida de Je-
sús. Los historiadores seculares, en cambio, no parten de la fe sino
de la razón. Para ellos, la Biblia es un texto que puede servir como
base para una reconstrucción histórica de algunos acontecimien-
tos, pero los historiadores no aceptan acríticamente sus conteni-
dos. Antes bien, estos valoran la plausibilidad histórica de los sucesos
narrados, y en los casos en que los relatos no son dignos de confianza
plantean escenarios alternativos. Esta diferencia crucial en las pre-
misas y los métodos de estudio ha conducido a dos retratos muy dis-
tintos de la vida de Jesús: el teológico, basado en la fe, y el histórico,
basado en la razón y la indagación crítica.
En general, los teólogos no discrepan en su retrato de Jesús. Des-
de luego, ha habido disputas cristológicas (sobre las cuales volve-
remos más adelante), pero respecto a su existencia terrenal los
teólogos aceptan acríticamente la versión de los Evangelios, y en
ese sentido no tienen muchas discrepancias. En cambio, los histo-
riadores, en la medida en que no aceptan acríticamente la versión
de los Evangelios, deben ofrecer una reconstrucción histórica al-
ternativa, lo cual da pie a muchas discrepancias entre ellos. El re-
trato histórico de Jesús oscila desde un profeta apocalíptico (a mi
juicio, el retrato más correcto) hasta una especie de versión judía
de los filósofos cínicos.

¿Existió Jesús?

Empezaré por admitir que, a mi juicio, sí hubo un Jesús histórico.


Algunas personas (a mi juicio, hipercríticas) han sostenido que Je-
sús nunca existió y que fue un personaje tan ficticio como Super-
man o Robin Hood. Aunque en mi opinión esta tesis es errónea,
no la considero descabellada pues cuenta con algunos argumentos
interesantes en su favor.

66
Quienes niegan la existencia del Jesús histórico afirman que en
su vida se repiten muchos temas típicos de los mitos de los dioses
mediterráneos que mueren y renacen. Dos dioses en particular vie-
nen a la mente: Osiris en Egipto y Dioniso en Grecia. Los judíos
del siglo I se hallaban muy probablemente en contacto con estos
mitos y, según esos autores, habrían inventado el mito de Jesús co-
mo versión judía de un dios que muere y renace.
San Pablo, el autor más antiguo de los documentos que forman
el Nuevo Testamento, no habla de Cristo como un personaje te-
rrenal sino más bien como una especie de dios bajado del cielo,
afín a los personajes de la mitología griega y egipcia. En los textos
escritos por san Pablo no hay detalles sobre la vida terrenal de Je-
sús. Esto lleva a pensar que san Pablo se habría inventado este per-
sonaje mitológico, y que en las décadas siguientes los autores de
los Evangelios habrían pintado un retrato más humano.
Según esos críticos, fuera del Nuevo Testamento no hay refe-
rencias contemporáneas sobre la existencia de Jesús. Las mencio-
nes de Flavio Josefo, Tácito, Suetonio y Plinio el Joven (autores
que escribieron algunas décadas después de la muerte de Jesús) son
seguramente o bien interpolaciones (como en el caso de Flavio Jo-
sefo) o bien referencias muy escuetas que no indican realmente la
existencia de un Jesús histórico sino simplemente la existencia de
los primeros cristianos.
Estos argumentos ofrecen algunas dudas, pero yo me inclino a
pensar que Jesús sí existió realmente. El hecho de que se narre que
Jesús sufrió una ejecución tan humillante en la cruz da pie a pen-
sar que ese acontecimiento fue real. Es poco plausible que se in-
ventara un mito sobre un dios humillado de esa manera. Por lo
general, quienes inventan dioses no ofrecen detalles vergonzosos.
Habitualmente, los historiadores aceptan como reales aquellos su-
cesos que serían vergonzosos para quienes los relatan. Y aunque los
Evangelios están arropados con muchos elementos de los cuales
podemos prescindir, al menos los primeros tres evangelios (Ma-
teo, Marcos y Lucas) ofrecen relatos que, independientemente de
que no tengan corroboración en fuentes no cristianas, resultan
bastante plausibles.

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La infancia de Jesús no es creíble

Por supuesto, muchos de los relatos sobre Jesús que los teólogos
aceptan no son creíbles. Es de sobra conocida la historia de la Na-
tividad. Según ella, a María se le apareció un ángel, el cual le anun-
ció que daría luz al Mesías; Jesús nació en Belén, María permaneció
virgen, los Reyes Magos lo adoraron, Herodes quiso ejecutar a Je-
sús, la Sagrada Familia huyó a Egipto, ocurrió la matanza de los
inocentes, y algún tiempo después Jesús y sus padres se asentaron
en Nazaret...
No hay motivos para aceptar estos cuentos como sucesos reales.
En primer lugar, el historiador no puede aceptar racionalmente los
hechos milagrosos. Al observar el mundo, vemos que existe una re-
gularidad en su funcionamiento, mediado por causas y conse-
cuencias. Un milagro supone la violación de esas relaciones de
causalidad; en otras palabras, cuando un milagro supuestamente
ocurre, el mundo deja de funcionar regularmente. Ahora bien, co-
mo diariamente observamos la regularidad del funcionamiento del
mundo, debemos deducir que es muy improbable (aunque, por
supuesto, no imposible) que haya ocurrido un milagro.
El gran filósofo David Hume nos recuerda que frente a un re-
lato sobre un hecho milagroso hay dos posibilidades. O ese hecho
realmente ocurrió o quien lo narra ofrece falso testimonio (sea por
error o por fraude deliberado). Debemos preguntarnos entonces:
¿cuál de esas dos posibilidades es más probable? Forzosamente de-
bemos responder que la segunda será siempre más probable que la
primera, pues el milagro es por definición un acontecimiento que,
por desafiar la experiencia ordinaria, es improbable. Así, frente a
un relato sobre un nacimiento de una virgen, la resurrección de un
cadáver o algún otro milagro, es prudente considerar que es más
probable que sea falso.
En este sentido, debemos rechazar de entrada los aconteci-
mientos milagrosos en la vida de Jesús, y esto incluye la aparición
del ángel Gabriel a María así como el nacimiento virginal de Jesús.
Pero, además de esto, podemos explicar bien por qué los cristianos
terminaron por creer que Jesús había nacido de una virgen. Los

68
primeros cristianos estaban obsesionados con la idea de que Jesús
había sido el Mesías y deseaban probárselo a los judíos. Para ello
buscaron supuestas profecías que en las Escrituras judías (el Anti-
guo Testamento) anunciaban al Mesías, y al narrar la vida de Jesús
la ajustaron a esas profecías.
El autor del evangelio de Mateo creyó encontrar una de esas
profecías mesiánicas en el libro de Isaías, 7,14: “Mirad, una don-
cella está encinta y va a dar a luz a un hijo, al que pondrá por nom-
bre Enmanuel”. El libro de Isaías fue escrito originalmente en
hebreo, pero en el siglo III antes de nuestra era fue traducido (jun-
to al resto de las Escrituras judías) al griego. No obstante, en la tra-
ducción de ese pasaje se cometió un pequeño error, pues se
sustituyó la palabra “doncella” por la palabra “virgen”, y el pasaje
quedó así: “Mirad, una virgen está encinta y va a dar a luz a un hi-
jo, al que pondrá por nombre Enmanuel”. El autor de Mateo leía
la versión griega de las escrituras judías, y al leer este pasaje erró-
neamente traducido dio por hecho que, si Jesús era el Mesías, de-
bía haber nacido de una virgen.
Algunos sugieren que la historia sobre el nacimiento virginal es
quizá una señal de que Jesús había sido un hijo bastardo: los cris-
tianos habrían inventado que Jesús no tuvo padre biológico para
disimular su bastardía. Esto puede tener cierta base, pues Celso, el
autor anticristiano del siglo II, narra que Jesús fue el hijo ilegítimo
de un soldado romano de nombre Pantera. Pero no hay indicios
firmes sobre esto y, para no incurrir en el vicio de los teólogos, es
mejor no especular.
En continuidad con los evangelios de Mateo y Lucas, los teólo-
gos enseñan que Jesús nació en Belén, pero hay razones para re-
chazar esto. En ambos evangelios, pero especialmente en el de
Mateo, se manifiesta una preocupación por hacer cumplir en Je-
sús las profecías que, según la interpretación de los autores de esos
textos, anunciaban al Mesías. Según la tradición judía, este debía
proceder del pueblo de Belén, en la provincia de Judea, pues de ahí
era originario el rey David y, según se creía, el Mesías debía ser des-
cendiente de David. Ahora bien, a lo largo de los cuatro evange-
lios se dice que Jesús procedía de Nazaret, en la provincia de Galilea.

69
Probablemente los primeros cristianos sentían vergüenza del he-
cho de que su proclamado Mesías no era de Belén.
Frente a esto, resulta muy plausible que los autores de Mateo y
Lucas inventaran una historia para hacer que Jesús naciera en Be-
lén a fin de tratar de cumplir las profecías mesiánicas. El autor de
Mateo no es muy creativo: desde un principio afirma que José y
María eran originarios de Belén y que allí nació Jesús en concor-
dancia con las profecías mesiánicas. Tras la matanza de los ino-
centes, José y María emigraron con el niño a Egipto, y de regreso
se establecieron en Nazaret por temor al sucesor de Herodes el
Grande, Arquelao.
Por su parte, el autor de Lucas es mucho más creativo: en su ver-
sión de los hechos, José y María eran originarios de Nazaret. Pero
el emperador César Augusto haría ordenado un censo en todo el
Imperio romano y, según las directrices de ese censo, todos los súb-
ditos tenían que acudir a las localidades de sus antepasados para
empadronarse. En tanto era descendiente de David, José tuvo que
viajar con su familia a Belén (la tierra de David) para empadro-
narse, y una vez allí María dio a luz a Jesús. Así es cómo el autor
de Lucas explica que, aunque Jesús era procedente de Nazaret, en
realidad nació en Belén.
Semejante historia no pasa de ser un artificio literario con po-
quísima credibilidad histórica. Lucas narra que el censo fue orde-
nado cuando Cirino era gobernador de Siria, y podemos intentar
corroborar este dato con otras fuentes de la época. Sabemos por el
historiador judío Flavio Josefo que ese Cirino ordenó un censo,
efectivamente. Pero según ese autor Cirino ordenó el censo el año
6 de nuestra era, después de que Arquelao, el sucesor de Herodes
el Grande, había sido desterrado como gobernante. Pero según la
cronología Herodes el Grande murió el año 4 antes de nuestra era.
En otras palabras, según Josefo el censo ocurrió ¡diez años después
de la muerte de Herodes el Grande!, pero tanto Mateo como Lu-
cas narran que Jesús nació durante el mandato de ese rey.
Josefo nos dice, además, que el censo de Cirino cubrió sólo Si-
ria y Judea, y no habría tenido ningún sentido ordenar a los súb-
ditos trasladarse a las aldeas originarias de sus antepasados. De

70
hecho, habría sido una auténtica pesadilla burocrática. Todo pare-
ce indicar, más bien, que el autor de Lucas se valió de un dato his-
tórico conocido y lo acomodó como pretexto para narrar que Jesús
nació en Belén. Lo más probable es que Jesús haya nacido en Naza-
ret y que la travesía de José y María de Nazaret a Belén sea ficticia.
Hay motivos para sospechar, asimismo, de la historicidad de la
matanza de los inocentes. Mateo narra que los Reyes Magos fue-
ron a adorar al niño Jesús y que antes se detuvieron en Jerusalén y
se entrevistaron con Herodes. Este les pidió que, después de ado-
rar al niño, regresaran para decirle cuál era su ubicación exacta. En
vez de ello, los Reyes Magos regresaron a su país de origen por otra
ruta. Al enterarse Herodes de que había sido burlado, enfurecido
ordenó ejecutar a todos los niños de Belén pues, según había con-
sultado, el Mesías nacería en esa localidad.
No hay razón para creer que los Reyes Magos sean personajes
reales. El hecho de que procedan de Oriente parece ser más bien
un artificio literario para expresar que la naciente religión cristia-
na trascendía las fronteras judías y extendía su mensaje a los gen-
tiles. Además, el simbolismo de los regalos ofrecidos por los Reyes
Magos es altamente sospechoso: una vez más, el autor de Mateo
buscó en las Escrituras judías referencias a adoraciones a reyes (por
ejemplo, Salmos, 72,10-11 e Isaías, 60,15) y extrapoló su simbo-
lismo para tratar de convencer de que Jesús era el Mesías.
Aunque la historia sobre la matanza de los inocentes tiene un
halo de credibilidad, resulta altamente sospechosa. Mateo dice ex-
plícitamente que la matanza ocurrió para que se cumpliera un
anuncio del profeta Jeremías (Mateo, 2,18). No es necesario ser
demasiado perspicaz para percatarse de que el autor de Mateo in-
ventó esa historia (la cual no aparece en los otros evangelios ni es
corroborada en otras fuentes históricas de la época) para, una vez
más, argumentar literariamente que Jesús era el Mesías, pues en él
se cumplían las profecías mesiánicas. Además, es posible que el au-
tor de Mateo conociese la reputación sanguinaria de Herodes (que
había matado a tres de sus hijos) y la aprovechara para hacer su his-
toria más creíble. Incluso la historia de la matanza de los inocen-
tes tiene resonancias con la matanza de niños narrada en el Éxodo,

71
de la cual el niño Moisés logró salvarse. Es bastante obvio que el
autor de Mateo quería presentar a Jesús como el nuevo Moisés.
Más aún, la historia de la matanza de los inocentes sirve de ba-
se a la historia siguiente, según la cual José, María y el niño Jesús
emigraron a Egipto. Pero esta historia, una vez más, es muy poco
creíble; parece tratarse de otro artificio literario de Mateo para ha-
cer cumplir en Jesús las profecías mesiánicas. Este evangelista na-
rra explícitamente que la migración de Jesús a Egipto ocurrió para
que se cumpliese un pasaje del libro de Oseas: “De Egipto llamé a
mi hijo”. El autor de Mateo inventa de nuevo una historia para
convencer a sus lectores de que Jesús era el Mesías anunciado en
las Escrituras judías.
Nada de lo que se narra sobre la infancia de Jesús es creíble. El
supuesto anuncio del sacerdote Simeón de que Jesús sería el Mesí-
as, narrado en Lucas, no es aceptable pues presupone que este sa-
cerdote tiene poderes adivinatorios. Tampoco es probable la historia,
de nuevo en Lucas, de que el niño Jesús se perdió en el Templo de
Jerusalén (es muy sospechosa la presentación de Jesús como un niño
sabio que enseña a los doctores de la Ley).

Un predicador apocalíptico
Tampoco podemos conocer gran cosa sobre la vida adulta de Je-
sús. Es bastante probable que empezara siendo un discípulo de Juan
el Bautista. Es posible que Jesús fuese bautizado por Juan, pues esa
historia habría resultado vergonzosa para los primeros cristianos:
mediante el bautismo Jesús se presentaba en posición de inferiori-
dad frente a Juan (de nuevo, los sucesos vergonzosos son históri-
camente dignos de confianza).
Juan había sido un predicador apocalíptico. En la Palestina del
siglo I pululaba la idea religiosa de que, más pronto que tarde, Dios
intervendría violentamente en una batalla contra las fuerzas del
mal para poner fin a las injusticias del mundo. En ese momento
sucedería todo tipo de catástrofes, pero después Dios emergería

72
victorioso. Los oprimidos serían reivindicados y los opresores arro-
jados violentamente al fuego en un castigo espeluznante que evo-
caría el rechinar de dientes. Tras la irrupción de Dios, la ocupación
romana de los territorios judíos terminaría finalmente, Israel sería
reivindicado y empezaría una nueva etapa dorada.
Juan creía que ese momento apocalíptico estaba muy próximo,
y por ello exhortaba a la gente a arrepentirse en preparación de la
llegada del reino de Dios. Juan fue arrestado y ejecutado por He-
rodes y, según los teólogos, siguiendo a los evangelios de Mateo y
Marcos, esto se debió a la denuncia que hizo Juan del matrimonio
de Herodes con Herodías, pero es más digna de confianza la cró-
nica de Flavio Josefo, que atribuye la ejecución a motivos políticos
pues Herodes habría tenido a Juan por un peligroso agitador.
Tras la muerte de éste, su movimiento se disolvió probablemente,
pero fue continuado por Jesús. Este no fue propiamente un asce-
ta del desierto como Juan (aunque quizá la práctica del ayuno en
el desierto, narrada en Mateo, Marcos y Lucas, tenga algo de cier-
to), pues incluso, según el evangelio de Mateo, se le acusaba de ser
glotón y bebedor (algo que, al parecer, muchos teólogos promo-
tores del ascetismo han olvidado). Jesús seguramente extendió el
mismo mensaje de Juan: el fin está por llegar muy pronto y es ne-
cesario prepararse para ello.
En otras palabras, Jesús era un predicador apocalíptico. En es-
to el Jesús histórico se parece más a los fanáticos de sectas con-
temporáneas apocalípticas, como los testigos de Jehová o los
adventistas del Séptimo Día, que a los burócratas del Vaticano, que
tienen previsto que la Iglesia dure muchos siglos más. En los Evan-
gelios abundan los discursos apocalípticos. Quizá el más emble-
mático se encuentre en el capítulo 13 de Marcos (el primer
evangelio que se escribió), en el cual Jesús anuncia los terribles su-
cesos que ocurrirán cuando llegue el reino de Dios.
Por supuesto, el mundo no llegó a su fin, contrariamente a lo
anunciado por Jesús. Pero en vez de interpretarlo como un predi-
cador que hizo predicciones fallidas, sus seguidores empezaron a
alegorizar sus discursos y así fueron introduciendo la imagen de un
Jesús menos apocalíptico. En el evangelio más antiguo, el de Marcos,

73
Jesús es marcadamente apocalíptico. En el evangelio más tardío, el
de Juan, ya casi no queda nada de ello. Esto refleja cómo los se-
guidores de Jesús fueron modificando su mensaje original en vis-
ta de que el mundo no llegaba a su fin.
Los teólogos enseñan que, dado su carácter sobrehumano (sea
como enviado de Dios o como Dios hecho hombre), las historias
sobre los milagros de Jesús son verdaderas. Debemos tener presente
que las historias sobre milagros no son dignas de confianza, pero,
más allá de la improbabilidad de esos relatos, podemos intentar ex-
plicar qué pudo haber ocurrido realmente.
Los Evangelios narran fundamentalmente cuatro tipos de mi-
lagros: exorcismos, curaciones, resurrecciones y hazañas que ejer-
cen cierto control sobre la naturaleza. Los exorcismos se inscriben
en la visión del mundo que daba forma al mensaje de Jesús. Las
imágenes apocalípticas están repletas de bestias y demonios. Jesús
sentía probablemente que tenía el poder de expulsar demonios co-
mo antesala de la gran batalla cósmica que, según él, estaba por ve-
nir. De manera que los exorcismos no eran tan extraordinarios en
aquella época y Jesús habría sido uno más de tantos que expulsa-
ban demonios.
Hoy conocemos gracias a la ciencia cómo operan muchas en-
fermedades mentales y neurológicas. Pero en aquella época de ig-
norancia era más frecuente atribuírlas a la posesión demoníaca.
Hoy sabemos que algunos síntomas de estos males pueden curar-
se mediante sugestión o, sencillamente, expresando alguna mues-
tra de cariño. De manera que las hazañas exorcistas de Jesús no
habrían sido propiamente milagros sino procedimientos relativa-
mente sencillos aunque no bien comprendidos.
Las curaciones de Jesús tampoco es necesario interpretarlas co-
mo sucesos milagrosos. Quizá muchas de las enfermedades que cu-
raba Jesús tenían un componente psicosomático que podía ser
aliviado mediante el efecto placebo. La creciente fama de Jesús ha-
bría llenado de expectativas a los enfermos y esto habría generado
un efecto de sugestión que, como es sabido, puede aliviar muchas
enfermedades psicosomáticas. Sabemos por el testimonio del libro
bíblico de los Hechos de los Apóstoles que los primeros cristianos

74
empleaban la técnica de imposición de manos y es muy probable
que Jesús hubiese hecho lo mismo. Esta técnica logra curar males
psicosomáticos gracias a su poder de sugestión.
Los Evangelios narran sólo tres casos en los que Jesús resucita a
muertos: los de la hija de Jairo, el hijo de una viuda y Lázaro. Sa-
bemos que los judíos de aquella época no tenían los conocimien-
tos médicos para conocer con precisión el momento de la muerte,
de manera que es probable que muchos de esos supuestos muer-
tos en realidad aún no lo estaban.
El caso de Lázaro tal vez exije una explicación más rigurosa, pues
se dice que su cadáver ya apestaba y estuvo en la tumba varios dí-
as. Me inclino a pensar que esa historia sencillamente nunca ocu-
rrió. Procede exclusivamente del evangelio de Juan, el más tardío,
el más teológicamente cargado y, por tanto, el menos histórica-
mente digno de confianza. Esya historia se inventó probablemen-
te como complemento de la creencia cristiana de que Jesús había
resucitado.
Los evangelios atribuyen también a Jesús milagros que impli-
can el control sobre la naturaleza: caminar sobre las aguas, hacer
pescas milagrosas, convertir el agua en vino, multiplicar los panes,
etcétera. Me inclino a pensar que esos sucesos nunca ocurrieron.
Serían más bien exageraciones típicas del mundo antiguo. Una vez
que los primeros cristianos asumieron firmemente la creencia de
que Jesús era alguien sobrehumano, no tardaron en atribuirle po-
deres milagrosos. Los relatos sobre milagros son, por así decirlo,
un argumento literario para presentar el carácter extraordinario de
la figura de Jesús.
En cualquier caso, hay que tener presente que cualquier expli-
cación naturalista será siempre más probable que una explicación
que recurra al milagro. Quizá Jesús estuvo instruido en las artes de
la ilusión (sabemos que los ilusionistas pueden caminar sobre las
aguas, multiplicar los panes y demás hazañas). Un hecho impor-
tante que debe tenerse presente es que, según los mismos relatos
de los evangelios, cuando los adversarios de Jesús le pedían algún
milagro frente a los demás para disipar las dudas, él se negaba. Tal
vez eso dé pie a pensar que sus hazañas milagrosas ocurrían sólo

75
cuando él controlaba el momento, como suelen∫ hacer los ilusio-
nistas en los escenarios.

Cristo, el Mesías

Los teólogos hacen hincapié en la supuesta perfección de Jesús, y


esto incluye la perfección moral que se expresa en su mensaje éti-
co. Esta idea merece varias respuestas. En primer lugar, debemos
sospechar de la historicidad de buena parte de los discursos de Je-
sús según aparecen en los Evangelios. Estos textos fueron escritos
al menos 40 años después de la muerte de Jesús, suficiente tiem-
po para atribuirle dichos que no eran suyos. Con todo, algunos
seguramente sí son auténticos. Pero al leer los discursos de Jesús
el lector queda muy perplejo, pues muchos de sus enunciados son
sumamente ambiguos y no ofrecen respuestas claras y precisas a
lo que se le pregunta.
Si dejamos esos discursos extraños a un lado, podemos evaluar
las enseñanzas éticas de Jesús. Desde luego, algunas son muy emo-
tivas y conmovedoras. Su llamamiento al amor recíproco es un as-
pecto positivo de su legado. Pero esto no lo hace un personaje
excepcional, al contrario de lo que pretenden los teólogos. Muchas
personas en muchos lugares del mundo han promovido enseñan-
zas como esas. De hecho, los filósofos saben bien que la llamada
regla dorada defendida por Jesús (“haz a los demás como quieres
que te hagan a ti”) tiene alcance universal y es el fundamento de
la acción ética.
El pacifismo de Jesús y su exhortación a ofrecer la otra mejilla
debe entenderse, además, en función de su contexto apocalíptico.
Uno de los más importantes biógrafos de Jesús, Albert Schweitzer,
argumentaba que la ética de Jesús es fundamentalmente transito-
ria. En tanto predicador apocalíptico, Jesús esperaba que el mun-
do se acabaría muy pronto y que Dios intervendría para poner fin
al sufrimiento y la injusticia. Según esta premisa, habría tenido sen-
tido ofrecer la otra mejilla, pues ante la expectativa de una inter-

76
vención divina no habría sido necesario resistirse a los opresores.
Por ello, la ética de Jesús servía para alentar las mentes apocalípti-
cas de aquella época pero no es muy significativa para una menta-
lidad moderna.
Los teólogos asumen que Jesús es el Mesías. En él se cumplen,
supuestamente, las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento.
De ahí viene su nombre, Cristo, traducción griega de la palabra he-
brea mesiah, que significa “el ungido”. Además, los teólogos sos-
tienen que Jesús es el Hijo de Dios, pues en él se cumplen no sólo
las profecías mesiánicas sino que, además, Cristo es la encarnación
divina: Dios hecho hombre.
Por supuesto, para afirmar que Jesús era el Mesías y, además,
Dios hecho hombre, los teólogos deben partir de la premisa de que
el mismo Jesús había asumido esa identidad. Pero esta premisa es
muy cuestionable. Sabemos con plena seguridad que Jesús no se
consideró Dios hecho hombre y hay razones para dudar de que se
considerara el Mesías.
Sólo en el evangelio de Juan, el menos históricamente digno de
confianza, se presenta a un Jesús que es, en efecto, Dios hecho hom-
bre y que él mismo se reconoce como tal. En los evangelios más
antiguos, y por tanto más históricamente dignos de confianza, no
aparece la idea de que Jesús es divino ni tampoco se dice que él
mismo aceptase esa identidad.
No deja de ser cierto que en los cuatro evangelios Jesús acepta
la calificación de “hijo de Dios”. Pero la expresión “hijo de Dios”,
ampliamente empleada en el judaísmo de aquella época, no im-
plicaba dar propiamente un estatuto divino a quien se refiriera.
“Hijo de Dios” se empleaba para referirse a alguien que tuviese una
relación especial con Dios, pero no propiamente a Dios hecho
hombre. De hecho, alegar ser un “hijo de Dios” en aquel contex-
to no debía ser motivo de escándalo, y mucho menos de blasfemia,
de forma que el relato de los Evangelios respecto al juicio de Jesús
ante el Sanedrín no es históricamente digno de confianza. De he-
cho, hoy los cristianos emplean a diario la expresión “hijo de Dios”
para referirse a muchas personas. Obviamente, los cristianos no
pretenden que sean dioses encarnados.

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La cuestión de si Jesús creía que él era el Mesías ha sido mucho
más discutida. Está bastante claro que los evangelistas lo creían así.
De hecho, hemos visto que sobre todo el autor de Mateo se preo-
cupa mucho por hacer cumplir en Jesús las profecías mesiánicas.
Los teólogos se valen de esos supuestos hechos para confirmar que
Jesús es el Mesías anunciado siglos atrás.
A decir verdad, las profecías mesiánicas de las escrituras judías
no eran muy precisas, de manera que es bastante arbitraria la se-
lección de supuestas profecías cumplidas realizadas por los evan-
gelistas, y luego por los teólogos, para alegar que Jesús era el Mesías.
Además, debemos evitar el error de los teólogos: esas supuestas pro-
fecías cumplidas no son históricamente dignas de confianza. Es
mucho más probable que los evangelistas las inventaran para ha-
cer cumplir las profecías en Jesús en su afán por convencer a los
demás de que este era el Mesías.
Por otra parte, hay razones para pensar que Jesús mismo creía
que era el Mesías y que, tras conocer algunas profecías mesiánicas
de las Escrituras judías, decidió cumplirlas deliberadamente. Qui-
zá ese fue el motivo, por ejemplo, por el que decidió entrar en Je-
rusalén montado en un burro. En todo caso, es muy intrigante un
tema que se repite a lo largo del evangelio de Marcos: Jesús se re-
conoce como Mesías pero lo mantiene en secreto. ¿Por qué quería
mantenerlo en secreto? Esta pregunta invita a considerar la posi-
bilidad de que Jesús no se consideraba el Mesías, sino que se trata
de un añadido posterior.

Pasión y muerte en la cruz

Los teólogos afirman también que lo que se relata en los Evange-


lios sobre el juicio, la muerte y la resurrección de Jesús son hechos
históricos, pero debemos ser precavidos ante esas afirmaciones. En
primer lugar, podemos admitir que la crucifixión de Jesús es un
hecho bastante seguro. Como hemos visto, esto habría sido muy
vergonzoso para los primeros cristianos, y los miembros de una

78
secta inventarían difícilmente una historia que les causara vergüenza:
si el hecho narrado es vergonzoso, entonces seguramente es verda-
dero.
Ahora bien, los detalles que adornan ese acontecimiento son
muy sospechosos. La versión de los Evangelios es que Jesús fue apre-
sado por las autoridades judías, llevado al Sanedrín, interrogado y
acusado de blasfemia tras admitir que era el Hijo de Dios. Como
los judíos no estaban autorizados a llevar a cabo ejecuciones, en-
tregaron a Jesús a las autoridades romanas. Poncio Pilato, el pro-
curador romano, era reticente a castigar a Jesús y sometió a
consideración del pueblo si preferían liberar a Barrabás o a Jesús.
El pueblo optó por Barrabás y pidió la ejecución de Jesús, frente a
lo cual Pilato no tuvo otro remedio que cumplir.
Si, como se dice, los discípulos abandonaron a Jesús, ¿quién es-
tuvo presente para llevar un registro de los acontecimientos? Ade-
más, sabemos por otras fuentes que el Sanedrín tenía competencia
jurídica para condenar a muerte (de hecho, el mismo libro de los
Hechos de los Apóstoles narra que Esteban fue ejecutado a pedra-
das por orden del Sanedrín). En todo caso, es muy improbable que,
durante la Pascua y sus preparativos (parece ser que la muerte de
Jesús coincidió con esa festividad), hubiese sesiones del Sanedrín
para discutir casos como éste.
Más aún, en los relatos de los Evangelios hay una tendencia a
presentar a Pilato en términos positivos. Pilato es reticente a orde-
nar la ejecución pero cede ante la presión popular. Esto no coinci-
de con lo que sabemos por otras fuentes de aquella época; a saber,
que Pilato era un procurador cruel que no se lo pensaba dos veces
antes de ordenar una medida brutalmente represiva.
Aunque estamos lejos de poder hacer una reconstrucción exac-
ta de qué motivó la ejecución de Jesús, podemos intentarlo. Jesús
había atraído seguramente con su predicacióna multitud de per-
sonas. Aunque su mensaje no representaba propiamente un peli-
gro político para las autoridades judías y romanas, su evocación del
“reino de Dios” podía propiciar que se le confundiese con un re-
belde político. Durante la época de Pascua (después de todo, la Pas-
cua celebraba la liberación del yugo egipcio, y esto podía motivar

79
una revuelta contra el poder romano), las autoridades estaban dis-
puestas a reprimir cualquier señal de perturbación política. Quizá
el incidente en el Templo, a saber, lo que ha venido en llamarse la
“expulsión de los mercaderes”, pudo probablemente haber causa-
do su arresto por las autoridades romanas.
En todo caso, Jesús no fue ejecutado por blasfemia sino por mo-
tivos políticos, y ya que los romanos eran los primeros interesados
en preservar la estabilidad política, seguramente fueron ellos quie-
nes ejecutaron a Jesús sin la participación de las autoridades judí-
as en el proceso. Los Evangelios fueron escritos durante o
inmediatamente después del fin de la guerra entre judíos y roma-
nos en el año 70. En aquella época los cristianos ya se estaban apar-
tando definitivamente de sus raíces judías y, tras la derrota de los
judíos, veían la oportunidad de aliarse con los romanos.
Es probable que por ello denigraran a los judíos y exoneraran a
los romanos de sus acciones en sus relatos de la muerte de Jesús.
Desde entonces ha prosperado mucho en la teología el odio con-
tra los judíos. Los teólogos se encargaron de acusar a los judíos de
haber matado a Dios y una amplia gama de teólogos, desde san
Juan Crisóstomo hasta Martín Lutero, han hecho llamamientos
explícitos a la persecución de los judíos.
Desde fechas muy tempranas, desde el llamado credo apostóli-
co, los teólogos han afirmado que, tras su muerte, Jesús descendió
a los infiernos. Al igual que muchas otras doctrinas teológicas, es-
ta tampoco cuenta con una firme base bíblica. Basándose en algu-
nas referencias escuetas y ambiguas de la primera carta de san Pedro,
3,19-20, se ha sostenido que, entre su muerte y su resurrección,
Jesús bajó a los infiernos a liberar a las almas prisioneras de los jus-
tos que aún no habían podido salvarse, pues Jesús no había llega-
do todavía con su misión salvadora.
Por supuesto, esta es otra especulación típica de la teología. ¿Có-
mo saben los teólogos que Jesús bajó a los infiernos? ¿Estuvo al-
guien allí para llevar un registro de la visita? ¿Ha regresado alguien
para contarlo? ¿Puede deducirse el descenso a los infiernos me-
diante otras observaciones? No, por supuesto que no. Al final, los
teólogos sólo se remiten a un antiguo credo, creen en eso sencilla-

80
mente porque los primeros cristianos así lo creyeron. El método
de la teología consiste en aceptar creencias sencillamente porque
alguien con autoridad ha dicho que deben creerse.
Los teólogos enseñan, en concordancia con el relato de los Evan-
gelios, que Jesús resucitó al tercer día de su muerte. Pero hay que
admitir que, a diferencia de creencias como el descenso de Jesús a
los infiernos, los teólogos se han valido de algunas argumentacio-
nes más interesantes para intentar demostrar históricamente que
Jesús resucitó. Una rama de la teología, la apologética, se encarga
de intentar defender racionalmente las creencias cristianas, de ma-
nera que habría que aceptarlas no sólo sobre la base de la fe sino
porque es racional creerlas y hay pruebas concluyentes en su favor.
Pues bien, la apologética ha dedicado muchos esfuerzos a defen-
der la historicidad de la resurrección.
La mayor parte de los apologistas consideran que hay pruebas
históricas de la resurrección de Jesús y elaboran sus argumentos co-
mo un silogismo: si se aceptan sus premisas, la deducción más ra-
cional es aceptar que la resurrección de Jesús es un hecho histórico.
De este modo, los apologistas sostienen como premisas unos he-
chos históricos que, a su juicio, son incontrovertibles, y que la con-
junción de esos hechos implica la resurrección de Jesús como hecho
histórico.
Los apologistas sostienen cuatro “hechos” fundamentales, acep-
tados supuestamente por cualquier historiador (sea o no religioso),
que merecen una explicación histórica. Los hechos son los si-
guientes: Jesús fue enterrado por José de Arimatea; el domingo
unas mujeres fueron a embalsamar el cuerpo de Jesús y encontra-
ron el sepulcro vacío; los discípulos tuvieron visiones de Jesús re-
sucitado; y estaban dispuestos a morir por sus creencias. Según los
apologistas, esta disposición a morir por sus creencias prueba que
no se trataba de un mero fraude y que su creencia de haber visto a
Jesús resucitado era genuina. Consideran que la única explicación
plausible es la resurrección de Jesús. Sólo en la medida en que se
plantea la hipótesis de que Jesús resucitó, se podrán explicar cohe-
rentemente los tres últimos hechos fundamentales; a saber, el se-
pulcro vacío, las apariciones y la disposición de los discípulos a

81
morir por sus creencias. Cualquier otra explicación no sería acep-
table, en vista de lo cual la única alternativa que queda es la resu-
rrección de Jesús.
El argumento de los apologistas es criticable desde dos frentes:
se pueden disputar sus premisas y también la conclusión abstraída
de esas premisas. En primer lugar, no hay motivos para afirmar con
plena seguridad que Jesús fue enterrado. Algunos historiadores han
documentado que la costumbre romana era no enterrar a los cri-
minales ejecutados en la cruz. Los cadáveres eran bajados y aban-
donados como comida para perros y aves.
Si Jesús no fue enterrado o fue enterrado en una fosa común,
¿cómo podemos explicar los relatos evangélicos donde José de Ari-
matea entierra a Jesús en su tumba privada? Quizá sean ficticios,
quizá sean un añadido posterior o quizá José de Arimatea no sea
un personaje real, sino uno inventado para paliar la humillación
de un entierro en una fosa común o haber sido devorado por los
perros.
Si Jesús fue enterrado en una tumba privada, parece haber difi-
cultades en admitir que el sepulcro estaba vacío. El hecho de que
no se venerara el sepulcro de Jesús parece indicar que los discípu-
los no sabían dónde había sido enterrado. Pues si fue enterrado en
una tumba privada y el cuerpo permaneció allí siempre, es de es-
perar que la tumba se venerara. Y si la tumba estaba vacía, también
se habrían esperado actos de veneración. Por tanto, la conclusión
más aceptable parece ser que no hubo veneración sencillamente
porque los discípulos no sabían dónde se hallaba la tumba.
Hay, además, demasiadas discrepancias entre los Evangelios al
narrar la historia del sepulcro vacío. Marcos dice que tres mujeres
descubrieron el sepulcro vacío y Mateo dice que fueron sólo dos.
Lucas dice que fueron al menos cinco y Juan dice que fue sólo Ma-
ría Magdalena. Según Marcos y Lucas, las mujeres fueron con el
objetivo de llevar especias para embalsamar el cuerpo; según Ma-
teo, el objetivo era vigilar la tumba. Mateo dice que ésta no esta-
ba abierta cuando llegaron las mujeres, los otros Evangelios dicen
que sí lo estaba. Según Marcos, en la tumba había un joven; según
Mateo, un ángel; según Lucas, dos hombres; según Juan, dos án-

82
geles. Ni Marcos ni Mateo hacen mención a la presencia de Pedro
en la tumba, mientras que Lucas y Juan dicen que Pedro estaba
presente. Estas discrepancias hacen pensar que el relato sobre el se-
pulcro vacío debió ser una leyenda posterior a la tradición más an-
tigua. Si fuese un hecho histórico conocido desde la tradición más
antigua, se habría mantenido un mejor registro de sus detalles de
forma que se evitaran las discrepancias.
Los relatos de los Evangelios sobre las apariciones de Jesús re-
sucitado a sus discípulos tampoco parecen ser muy dignas de con-
fianza. Estos relatos son muy diferentes entre sí y en lo único en
que parecen coincidir es que Jesús se apareció a sus discípulos. La
diferencia entre los relatos de las apariciones hace pensar nueva-
mente que esas historias debieron ser elaboraciones de una tradi-
ción más antigua. Pero parece que las tradiciones sobre las
apariciones de Jesús datan de al menos 40 años después de la cru-
cifixión.
El evangelio de Marcos, el más temprano de todos, incorpora
unos relatos sobre las apariciones en sus últimos versículos (16,9-
16,20). Pero es muy probable que esos versículos sean un añadido
posterior y que originalmente el evangelio de Marcos concluyera
con el relato del sepulcro vacío (16,1-16,9). Hay dos razones fun-
damentales para pensar que el final de Marcos es un añadido pos-
terior: el estilo es muy diferente al resto del evangelio y, más
importante aún, en los manuscritos más antiguos los últimos 11
versículos no aparecen.
Si el evangelio más antiguo no tiene relatos sobre las aparicio-
nes de Jesús, es razonable pensar que el autor de Marcos no cono-
cía esas tradiciones y que, por tanto, son posteriores a él y no dignas
de confianza en tanto están alejadas del supuesto hecho original.
Como cabría esperar, cuanto más tardío es el evangelio, más ela-
borado es el relato sobre sus apariciones.
Hay que admitir que el cuarto hecho invocado por los apolo-
gistas; a saber, la disposición de los discípulos a morir por sus cre-
encias no es causa de disputa, a pesar de que suscita algunas dudas.
Aunque tenemos noticias sobre el martirio de los primeros cristia-
nos, no estuvo tan extendido como tradicionalmente se ha su-

83
puesto. El mismo Orígenes de Alejandría, teólogo del siglo II-III,
dijo que el número de mártires cristianos fue pequeño. Y esos már-
tires fueron de generaciones posteriores a la de los discípulos de Je-
sús. Las noticias que tenemos sobre el martirio de sus discípulos
son dudosas. Y si sufrieron el martirio, algunos parecieron obede-
cer más a razones políticas que religiosas.

¿Resucitó?
En todo caso, no es necesario rebatir los hechos invocados por los
apologistas para rechazar la conclusión de que Jesús resucitó. Los
supuestos hechos de que Jesús fuese enterrado, su sepulcro se en-
contrara vacío, sus discípulos tuviesen visiones de él y estuvieran
dispuestos a morir por sus creencias no implican que Jesús resuci-
tara. Estos hechos pueden explicarse sin necesidad de invocar una
resurrección.
Contemplemos algunas posibilidades. Desde el siglo XVIII se ha
considerado la posibilidad de que Jesús sobreviviera a la crucifi-
xión; es decir, que bajara vivo de la cruz aunque con apariencia de
estar muerto. Pudo haber estado en la tumba recuperándose du-
rante un tiempo y finalmente salir. Cuando las mujeres llegaron,
habrían encontrado el sepulcro vacío. Jesús, aún vivo, se habría
aparecido a sus discípulos y éstos habrían creído que había resuci-
tado, a partir de lo cual estuvieron dispuestos a morir por sus cre-
encias. No obstante, esta hipótesis es muy improbable. La
crucifixión era un suplicio terrible y había muy pocas probabili-
dades de sobrevivir a ella. Aunque Jesús lo hubiese logrado, sería
muy difícil explicar cómo consiguió mantenerse vivo en el sepul-
cro y remover la piedra que lo tapaba.
Podemos pensar en otro escenario. Quizá el cuerpo de Jesús fue
robado para pregonar que había resucitado. Pero esta teoría ten-
dría que explicar cómo los ladrones pudieron eludir la custodia de
los guardias. Además, si los discípulos robaron el cuerpo, habrían
tramado un gran fraude. Sabemos que los discípulos estaban dis-

84
puestos a morir por sus creencias, y es poco probable que alguien
se halle dispuesto a morir en la defensa de un fraude.
Por otra parte, no tenemos que dar por hecho que hubo una
conspiración para robar el cuerpo. Quizá un profanador de tum-
bas lo hizo aisladamente. Aunque sea muy poco probable, puede
ser que dos discípulos de Jesús acudieron al sepulcro para llevar el
cuerpo a la tumba de los familiares, que a medio camino, cargados
con el cuerpo, fueran capturados por una patrulla de soldados ro-
manos, tuvieran un forcejeo, murieran los dos discípulos y la pa-
trulla romana decidiera enterrarlos en una fosa común.
Sea por el robo del cuerpo o por el infortunado traslado a otra
tumba, las mujeres habrían encontrado el sepulcro vacío. O quizá
fueron a una tumba equivocada y, confundidas, creyeron encon-
trar el sepulcro vacío. Desde luego, ninguna de estas teorías pue-
de explicar las apariciones posteriores, a no ser, por supuesto, que
se interpreten esas apariciones como simples añadidos.
Con justa razón, los apologistas señalan muchísimas otras difi-
cultades a las que se enfrentan estas explicaciones. Por ello pode-
mos admitir que son muy improbables. Pero la dificultad que deben
enfrentar los apologistas es que su explicación es todavía más im-
probable que las explicaciones. Los apologistas pretenden que la
única explicación de los hechos fundamentales señalados es que
ocurrió un milagro; a saber, que Jesús efectivamente resucitó. Pe-
ro, como hemos visto, el milagro es siempre, por definición, menos
probable que cualquier hecho natural, no importa lo improbable sea.
Con todo, podemos tener en cuenta otra explicación que no re-
sulta improbable y hacia la cual me inclino: Jesús habría sido cru-
cificado en Jerusalén, probablemente junto a otros criminales a los
que se suponía agitadores políticos, y su ejecución no habría sido
un hecho singular para las autoridades romanas. Por ello, segura-
mente fue sepultado, junto a los otros reos, en una fosa común.
En el momento de su arresto, sus discípulos le habrían abandona-
do y probablemente regresaron a Galilea. Pero allí alguno de los
discípulos dijo haber tenido una visión de Jesús, seguramente una
alucinación producida como consecuencia del trauma emocional
generado por aquellos sucesos.

85
Este discípulo habría comunicado esa visión a los otros discí-
pulos, quienes también estarían afectados por la trágica muerte de
su maestro. Así, los discípulos se habrían contagiado de esas visio-
nes y finalmente se convencieron de que Jesús había resucitado.
De este modo fue creciendo el número de personas que tuvieron
esas visiones. Pudo haber llegado un momento en que 500 perso-
nas tuvieran a la vez una visión de Jesús, como dice san Pablo en
la primera carta a los corintios, como sabemos que puede ocurrir
en momentos de agitación religiosa e histeria colectiva. En vista de
esto, regresaron a Jerusalén para proclamar la resurrección de Jesús
y la continuidad de su mensaje.
Las autoridades judías no habrían dedicado especial atención a
esta pequeña secta, que apenas era una entre varias. Pero frente a
la proclama de que Jesús había resucitado no podían hacer mucho,
pues o no sabían dónde estaba enterrado o sencillamente el tiem-
po transcurrido ya no permitía identificar el cuerpo en la fosa co-
mún. Quizá la incapacidad de las autoridades para identificar el
cuerpo, así como la vergüenza provocada por el entierro en una fo-
sa común, hizo que surgiera el relato posterior según el cual un des-
tacado miembro del Sanedrín enterró a Jesús en una tumba privada
y unas personas que fueron a visitar esa tumba la encontraron va-
cía. Como entre los seguidores de Jesús había mujeres, que proba-
blemente se contagiaron también de las visiones de los discípulos,
la tradición atribuyó a ellas haber sido quienes encontraron el se-
pulcro vacío.
De esta manera, las enseñanzas de los teólogos sobre los hechos
en torno a la existencia terrenal de Jesús suscitan muchas dudas. El
teólogo, amparado en la fe, confía ingenuamente en los relatos de
los Evangelios. El historiador, amparado en la racionalidad y la in-
dagación crítica, tiene frente a sí la ardua tarea de distinguir en los
Evangelios la historia y la leyenda.

86
Concilios a la greña

Aunque recientemente los teólogos se han acercado más a los mé-


todos de la investigación histórica, y han desarrollado cierto inte-
rés por la figura del Jesús histórico, su preocupación central ha sido
tratar la naturaleza de éste como ser divino. Hemos visto que las
discusiones sobre su posición y su relación con el Padre generaron
una inmensa crisis doctrinal con resonancias políticas, y que en to-
da la historia de la teología la disputa arriana ha sido probable-
mente la que más conmoción ha producido.
Pero cuando los arrianos fueron suprimidos y se decidió final-
mente que el Padre y el Hijo eran de la misma esencia, no tardó
en aparecer una controversia cristológica que suscitó otra crisis doc-
trinal entre los teólogos y provocó un nuevo ciclo de concilios pa-
ra debatir cosas sobre las que ni había ni hay el menor indicio de
pruebas o razones en favor de una u otra postura.
Desde el siglo II varios autores cristianos habían dado a María
el título de Theotokos o “madre de Dios”, lo cual se estaba convir-
tiendo en algo habitual. Pero en el siglo V un monje convertido en
patriarca de Constantinopla, Nestorio, puso objeciones a ese títu-
lo. Nestorio había centrado su atención en la doctrina de Apolinar
de Laodicea, un furibundo opositor a los arrianos, que en su em-
peño por sostener que el Padre y el Hijo eran de la misma esencia
había concluido que Cristo no era humano.
Nestorio se opuso a la doctrina de Apolinar y sostenía que en
Cristo hay dos naturalezas; a saber, es hombre y Dios a la vez. Pe-
ro estas naturalezas están separadas entre sí y eso permite evitar afir-
mar que Dios sufrió en la cruz. Nestorio afirmaba que María no
es la madre de Dios pues el Cristo terrenal no es divino. Cristo tie-
ne una naturaleza divina y, en tanto esa naturaleza divina está se-
parada de su naturaleza humana, María no es la madre de Dios.
Nestorio sugería que María no fuese llamada Theotokos sino Cris-
totokos; a saber, “madre de Cristo”.
El patriarca de Alejandría Cirilo se escandalizó por la postura
de Nestorio y empezó a atacarle (el mismo Cirilo que fue proba-
blemente el responsable de la muerte de la científica Hipatia, ge-

87
nialmente representada en la película Ágora de Alejandro Amená-
bar). Al igual que la disputa entre Arrio y Atanasio un siglo antes,
se empezó a organizar una disputa entre Cirilo y Nestorio que pu-
so de nuevo en peligro la unidad doctrinal de la Iglesia.
El emperador de aquella época, Teodosio II, hizo lo mismo que
su antecesor Constantino: convocó un concilio para resolver la dis-
puta. Este concilio, convocado en la ciudad de Éfeso (en la actual
Turquía), no tuvo la misma tonalidad política que el Concilio de
Nicea pero fue igualmente conflictivo. Al concilio asistieron miem-
bros de los dos grandes partidos: los seguidores de Nestorio y los
de Cirilo.
Los seguidores de éste llegaron primero y adelantaron la reu-
nión en ausencia de sus contrarios (¡vaya manera de debatir!). El
Concilio de Éfeso condenó a Nestorio y declaró ortodoxa la doc-
trina según la cual en Cristo hay dos naturalezas pero una sola per-
sona. Aunque no conocemos con precisión la postura de Nestorio
(como fue declarado hereje, casi todos sus escritos desaparecieron),
sabemos que sus críticos le acusaban de sostener que en Cristo hay
dos naturalezas desunidas y, por tanto, que en él hay dos personas:
una divina y otra humana. El Concilio de Éfeso rechazó esta pos-
tura y ratificó que Cristo es una sola persona, pero que en él resi-
den dos naturalezas. Pero precisamente por ser una persona, estas
dos naturalezas están unidas, aunque lo suficientemente separadas
como para ser dos y no una.
Cuando finalmente llegaron los simpatizantes de Nestorio, el
concilio había tomado ya una decisión. Los seguidores de éste con-
vocaron un concilio paralelo en el cual se pronunciaron contra Ci-
rilo. El emperador (que, al igual que su antecesor Constantino, no
tenía probablemente ni idea de lo que se estaba debatiendo) se aco-
gió a la decisión de los nestorianos y ordenó la captura de Cirilo,
pero éste logró sobornar a algunos funcionarios que le permitieron
escapar. No obstante, desde el exilio Cirilo logró ejercer presión
sobre el emperador y éste accedió a exiliar a Nestorio.
La disputa sobre la naturaleza de Cristo continuó. Los partida-
rios de Cirilo postulaban que Cristo es una persona pero que en él
hay dos naturalezas. Los partidarios de Nestorio afirmaban que en

88
Cristo hay dos naturalezas desunidas y, por tanto, asumían al pa-
recer que Cristo era dos personas. Pero hubo además otra postura.
Eutiques, monje de Constantinopla, era un furibundo crítico
de Nestorio. Y frente a la doctrina de que Cristo tiene dos natura-
lezas separadas, Eutiques decía que tiene una sola, compuesta por
una fusión de su naturaleza divina y humana. Los seguidores de la
doctrina de Eutiques fueron llamados monofisistas, pues defendí-
an la existencia en Cristo de una sola naturaleza. Allí donde los se-
guidores de Apolinar sostenían que Cristo tiene sólo una naturaleza,
a saber, la divina, los de Eutiques decían que Cristo tiene sólo una
naturaleza, que es una fusión de la naturaleza humana y divina.
Eutiques fue declarado hereje y excomulgado. Insólitamente,
sus simpatizantes lograron que se convocara un segundo concilio
en la ciudad de Éfeso en el año 449, 18 años después del primer
concilio en esa ciudad. En este segundo concilio se reivindicó a Eu-
tiques y su doctrina monofisista y se proclamó que Cristo tiene
una sola naturaleza.
Pero la historia no termina aquí. Las disputas continuaron y se
convocó un concilio en la ciudad de Calcedonia (en la actual Tu-
ruía) en el año 451. En ese concilio se condenó como “concilio la-
drón” al concilio anterior de Éfeso y se anularon sus decisiones. En
el concilio de Calcedonia se asumió definitivamente la postura ori-
ginal de Cirilo: Cristo es una persona y tiene dos naturalezas, pos-
tura que ha aceptado la abrumadora mayoría de los cristianos.
Hubo, por supuesto, algunos cismas que perduran hasta el día de
hoy: algunas iglesias nestorianas y las llamadas “antiguas iglesias
orientales” rechazan el concilio de Calcedonia y aceptan la doctri-
na monofisista.
Hubo además otra postura en torno a este debate. Los mono-
telistas afirmaban en el siglo VI que Cristo es una persona y que
posee dos naturalezas pero una sola voluntad. En algunas varian-
tes se postulaba que Cristo tiene una sola energía (supongo que
los teólogos estaban lejos de comprender el concepto físico de
energía). Finalmente, estas posturas también fueron declaradas
heréticas y condenadas en el tercer concilio de Constantinopla, en
el año 680.

89
En cualquier persona razonable, estas disputas producen la mis-
ma reacción que producían las disputas en torno a la doctrina de
la Trinidad. Frente a un tema tan especulativo, ¿cómo puede to-
marse una u otra postura y con tanta firmeza? ¿Qué indicios hay
para sostener que Cristo es una, dos, tres o diez mil personas? ¿Qué
tendría que ocurrir para cambiar de opinión? Las doctrinas de Ci-
rilo, Nestorio, Eutiques y los monotelistas son totalmente arbitra-
rias, pues no hay un referente racional o empírico que permita
pronunciarse por una u otra postura.
Aunque todas estas posturas son especulativas hay unas más co-
herentes que otras, como sucedía en la doctrina de la Trinidad. El
sentido común nos lleva a pensar que cada persona tiene una na-
turaleza. Cuando postulamos dos naturalezas, postulamos dos per-
sonas. En este sentido, la doctrina de Nestorio parecía tener un
grado mayor de coherencia. Aquello que llamamos Cristo es en re-
alidad una conjunción de dos personas: una divina y otra huma-
na. La persona que sufrió en la cruz es una y la que forma parte de
la Trinidad es otra. Por supuesto, los teólogos no tardaron en dar-
se cuenta de que, si el Cristo divino es una persona y el Cristo hu-
mano es otra, entonces Dios nunca se encarnó. En este sentido
sostenían correctamente que la doctrina de Nestorio era incom-
patible con la de la encarnación. Y para hacer frente a este proble-
ma, los teólogos invocaron una postura absurda: Cristo es una
persona pero tiene dos naturalezas.
Para no dividir a Cristo en dos personas, los teólogos pudieron
haber afirmado, como hicieron Eutiques y los monofisistas, que
las dos naturalezas se fundieron en una sola. Esto es acorde con el
sentido común. Hay personas polifacéticas, pero no por ello deci-
mos que tienen muchas naturalezas sino, más bien, que sus múl-
tiples facetas se integran en una sola; a saber, una naturaleza
polifacética. Pero ante una doctrina que resultaba al menos cohe-
rente, los teólogos decidieron de nuevo declararla herejía.
Una vez más, asumieron su término favorito: hipostasis. Cristo
sería una unión hipostática pues en una hipostasis (recordemos que
la terminaron definiendo como “persona”) se unen dos naturale-
zas. Al final, los asistentes al concilio de Calcedonia redactaron un

90
credo que es aceptado por la amplia mayoría de los cristianos y que
definió la unión hipostática en estos términos: “Confesamos uno
y el mismo Hijo, nuestro señor Jesucristo, el mismo perfecto en
deidad y también perfecto en humanidad, verdadero Dios y ver-
dadero hombre [...] para ser reconocido en dos naturalezas, in-
confundibles, incambiables, indivisibles, inseparables”.
Así pues, la teología afirma que las naturalezas de Cristo son in-
confundibles pero inseparables. Esto es sencillamente ininteligible.
Es como decir que Jesús era alto pero bajo, lampiño pero velludo.
Desde entonces, la cristología se basa en estas creencias irraciona-
les. En vez de dedicarse a valorar con rigor analítico qué credibili-
dad poseen las crónicas sobre Jesús, los teólogos se han dedicado
a debatir cuestiones sobre las cuales nadie puede saber nada y asu-
mido una postura contraria al criterio más elemental de sentido
común.

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92
4
¿Salvarnos de qué?

Una enseñanza fundamental de los teólogos cristianos es que Cristo


murió por nuestros pecados. Como han hecho con tantas otras
doctrinas, los teólogos invocan a la Biblia: “Como la Biblia lo di-
ce, es verdadero”. Fin de la discusión. Pero hemos visto que algu-
nas doctrinas teológicas fundamentales ni siquiera se mencionan
en la Biblia. Ése no es el caso de esta doctrina. En efecto, en nu-
merosos pasajes se dice que Cristo es el salvador del mundo y que
murió por nosotros para salvarnos.
La teología ha desarrollado toda una rama encargada de estu-
diar cómo Cristo salvó al mundo. Esta rama es la soteriología. Y
una de las doctrinas centrales del cristianismo es la expiación: Cris-
to cargó con los pecados del mundo y así nos salvó. Como tantas
enseñanzas teológicas, ésta es totalmente fantasiosa y raya en lo dis-
paratado.
Los primeros cristianos eran de religión judía, y uno de los ras-
gos rituales de esta religión es la celebración de sacrificios de ex-
piación. Los judíos creían que las personas se alejaban de Dios
cuando pecaban, y una manera de restituir la relación con Dios era
mediante el sacrificio de un animal, que cumplía la función de ex-
piación. Este sacrificio servía como medio compensatorio para
Dios, y así se saldaban las cuentas y se restituía la relación con Él.
Los historiadores debaten si Jesús buscó él mismo su muerte;
los teólogos afirman que Jesús se entregó deliberadamente a la
muerte para salvar el mundo. Yo me inclino a pensar que no: en-

93
cuentro más probable que su muerte fue una sorpresa para él y
quienes le seguían. Con todo, su movimiento continuó pero sus
seguidores tenían que explicar cómo la muerte de su maestro no
constituía un fracaso. Quizá al leer en las Escrituras judías, espe-
cialmente en el libro de Isaías, alguna referencia acerca de un mis-
terioso personaje que murió para que el mundo se salvase y fue
conducido como cordero al matadero, los primeros cristianos em-
pezaron a interpretar que Jesús había sido ese misterioso personaje y
que su muerte, lejos de constituir un fracaso, era el cumplimiento de
una misión salvadora.
Los judíos creían que vendría un Mesías a salvar al pueblo de Is-
rael frente a la humillación del dominio extranjero. Los primeros
cristianos querían convencer a los judíos de que Jesús había sido ese
Mesías, pero ¿cómo podía serlo si murió de forma tan humillante?
Frente a esto, los cristianos empezaron a modificar su concepto de
salvación y empezaron a decir que la que trajo Jesús no fue propia-
mente política sino espiritual. Y las profecías mesiánicas que cum-
plió no fueron propiamente las que anunciaban a un gran guerrero
sino a un salvador que llevó consigo los pecados del mundo.
Desde muy temprano, y sobre todo por influencia de los escri-
tos de san Pablo incluidos en el Nuevo Testamento, se empezó a
forjar la idea de que Cristo es el salvador del mundo y que murió
por nuestros pecados. Pero ¿cómo? ¿De qué o de quién nos salvó?
¿En qué consistió esa supuesta misión salvadora? ¿Qué habría pa-
sado si Cristo no nos salva? La Biblia no responde a nada de esto.
Y como cabe esperar de los teólogos, esto dio pie a un nuevo ciclo
de especulaciones. Los judíos tenían, al menos, respuestas más o
menos claras respecto a su salvación: serían salvados de la opresión
extranjera y la injusticia mediante algún suceso apocalíptico pro-
movido por un Mesías que serviría como agente militar de Dios.
Pero los cristianos estaban muy lejos de tener claro su concepto de
salvación y surgieron todo tipo de teorías para explicar cómo Cristo
había salvado al mundo.
Desde los inicios del cristianismo, los teólogos formularon una
teoría muy curiosa. Según decían, la humanidad, debido a sus pe-
cados, había sido hecha prisionera por el Diablo. Como los hom-

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bres habían incurrido en pecados, se habían alejado de Dios y el
Diablo había secuestrado a la humanidad. Para rescatarla, Dios
ideó un plan maestro. Entregó a su propio hijo al sufrimiento co-
mo pago de un rescate y así Dios llegó a un acuerdo con el Diablo:
Cristo sería sometido a sufrimientos por parte de éste, y a cambio
la humanidad sería liberada. Pero el Diablo, tonto al fin, no había
comprendido que Cristo era el mismo Dios, quien no puede ser he-
cho prisionero. Así Dios engañó al Diablo y mediante este plan
maestro liberó a la humanidad. De este modo, Cristo venció al Dia-
blo y por ello merece el título de Christus Victor.

El Cristo vencedor

Es difícil no contener la risa al considerar esta historia. Desde lue-


go, es muy entretenida y serviría para una película de acción de
Hollywood sobre el rescate de un niño secuestrado. Pero es ridí-
cula si se pretende que describa algo que realmente ocurrió. Una
historia como ésa no está muy lejos de las intrigas de los dioses de
la Teogonía u otros relatos mitológicos. Todo ello parece confirmar
la conocida teoría del filósofo Ludwig Feuerbach, según la cual los
dioses son proyecciones de los seres humanos. Por supuesto, nos
volvemos a hacer la pregunta: ¿qué datos históricos hay para afir-
mar que esos sucesos ocurrieron así?
Esta teoría termina por ser incoherente sobre las características
atribuidas a Dios. Según ella, Dios es un tramposo que muestra un
comportamiento más digno del Diablo que del propio Dios. El Al-
tísimo engaña al Diablo haciéndole creer que puede quedarse con
su Hijo (que es una persona diferente pero, en tanto comparte una
misma esencia, el Hijo es Dios mismo; es decir, quien se entrega
es Dios mismo). Así pues, Dios engaña a los demás. ¿Dónde que-
da el “no darás falso testimonio”? ¿Qué garantía tenemos de que,
así como Dios engañó al Diablo, no nos engaña a nosotros? ¿Có-
mo podemos confiar en Él? ¿Es el Diablo tan idiota como para caer
en esa trampa? ¿No es el Diablo un personaje muy astuto?

95
Además, ¿no es Dios omnipotente? Si lo es, pudo liberar a la
humanidad sin necesidad de someter a su Hijo a un terrible supli-
cio (y si nos atenemos a la doctrina de la Trinidad, Dios mismo se
sometió a ello pues el Hijo también es Dios).
Además, dista de quedar claro de qué nos salvó exactamente
Cristo y qué nos hubiera pasado si no nos salvaba. La muerte de
éste sirvió supuestamente como rescate para liberar a la humani-
dad de las garras del Diablo. Pero si el Diablo es la figura que ge-
nera el mal en el mundo, ¿estamos realmente libres de él? Hoy hay
innumerables violaciones, asesinatos, robos, tsunamis, terremotos,
inundaciones, etcétera. Si Dios nos hubiese salvado realmente del
cautiverio diabólico, hoy no estaríamos sufriendo...
Imagino que, según esta teoría, si Cristo no hubiese muerto por
nosotros seguiríamos siendo prisioneros del Diablo. Pero al con-
templar las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mun-
dial, por ejemplo, podemos preguntarnos si realmente estamos
libres de Satanás. Lo menos que se puede decir es que ese supues-
to rescate fue muy ineficaz.
La teoría del rescate fue defendida por los principales Padres de
la Iglesia y otros autores cristianos de los primeros 1000 años de
cristianismo. Pero en el siglo XI Anselmo de Canterbury (el mis-
mo que decía que Dios existe pues la existencia es un atributo de
su perfección) propuso otra teoría. La humanidad había ofendido
a Dios con sus pecados y así quedó rota la relación con Él. Como
Dios estaba ofendido, fue necesaria alguna forma compensatoria
de reparación y así Dios podía satisfacer su honor ofendido. Cris-
to se entregó al sufrimiento como medio reparador. De este mo-
do, con la muerte de Cristo Dios satisfizo su honor y accedió a
restablecer su relación con la humanidad.
Esta teoría resulta aún más disparatada que la anterior. Hay que
tener en cuenta que Anselmo escribía en plena Edad Media, cuan-
do los caballeros errantes estaban obsesionados con el honor y las
ofensas. Así pues, Anselmo proyectó probablemente sobre Dios la
concepción medieval de un caballero que, al ser ofendido, exige
que se le pague alguna compensación. Cobra aquí relevancia aque-
lla aguda observación de Jenófanes según la cual los dioses de los

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etíopes son negros, los de los tracios son rubios, y si los leones pu-
diesen tener dioses serían como leones. Pues bien, el Dios imagi-
nado por los medievales era, precisamente, un caballero medieval.
Hoy esas nociones de honor resultan extravagantes. En primer
lugar, es difícil comprender de qué manera puede alguien sentir sa-
tisfacción con una restitución esencialmente destructiva. Una per-
sona puede ofenderse por alguna falta recibida y su honor
restituirse con alguna compensación. Pero esa compensación será
algún gesto o dinero que resulte provechoso para la persona ofen-
dida. De nada sirve que la compensación sea un gesto en el cual el
ofensor se perjudique a sí mismo sin beneficiar al ofendido. Si una
persona es ofendida porque es insultada, su honor será restableci-
do con alguna suma de dinero; difícilmente se restablecerá si el
ofensor se flagela.
Además, Dios, el supuesto ofendido, somete a su propio Hijo
a sufrimiento para satisfacer su honor. ¿En qué cabeza cabe esto?
En la Edad Media habría sido absurdo que un caballero ofendi-
do castigara a su propio hijo para salvaguardar su honor. A lo su-
mo, el caballero ofendido habría exigido que el hijo del ofensor
fuese castigado, pero nunca su propio hijo. En cualquier caso, el
pobre hijo inocente (sea del ofensor o del ofendido) debe pagar
las consecuencias de la obsesión de su padre con el honor. ¿Es ese
un Dios justo? Se trata, más bien, de un Dios caprichoso que, en
vez de pasar página (como supuestamente hizo el padre en la
parábola del hijo pródigo), quiere que corra sangre para quedar
satisfecho.
Según esta teoría, tampoco queda claro de qué nos salvó Cris-
to ni qué hubiese ocurrido si no nos salvaba. Supuestamente, Cris-
to restituyó la relación de la humanidad con Dios, y así la gente
puede evitar ir al infierno y tiene la oportunidad de ir al cielo. La
implicación de esto es que, antes de que Cristo “muriera por no-
sotros”, no había posibilidades de salvarse e ir al cielo. De hecho,
durante mucho tiempo una enseñanza teológica del catolicismo
fue que hubo un “limbo de los padres”, una morada de personas
justas que existieron antes de la llegada de Cristo pero que, dadas
las condiciones, no podían ser salvadas e ir al cielo. Cuando Cristo

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bajó al infierno, rescató a esas almas en pena, para quienes abrió
las puertas del paraíso.
Todo esto suena como un cuento de literatura fantástica: muy
ameno e interesante pero ridículo si se acepta como una descrip-
ción de hechos reales. ¿Alguien entrevistó a Dios para saber si es-
taba ofendido por los pecados de la humanidad? Además, si Dios
es bueno, ¿qué necesidad tuvo de enviar a su propio Hijo para sa-
tisfacer su honor? Si Dios es omnipotente, puede perdonarnos sin
tener que someter a su Hijo a tanto sufrimiento. ¿Por qué no nos
perdonó y ya está?

Más teorías disparatadas

Calvino, el teólogo reformador protestante del siglo XVI (el mismo


que ordenó la ejecución de Miguel Servet), se sintió atraído por la
teoría de Anselmo, pero la modificó ligeramente y le dio otro ca-
riz. Según Calvino, la humanidad merece un castigo por sus peca-
dos. Ni siquiera los niños inocentes se salvan pues, como veremos
en el capítulo 6, otra de las doctrinas centrales del cristianismo es
el pecado original. Dios es un juez que tiene pleno derecho a cas-
tigar a toda la humanidad, pero Cristo vino al mundo a ser casti-
gado por los pecados de la humanidad. En este sentido, Cristo
sirvió como sustituto penal. Con su muerte, Cristo salvó a la hu-
manidad pues llevó consigo el castigo merecido por nosotros. Gra-
cias a este castigo, Dios ha restituido su relación con los seres
humanos y hemos sido salvados.
El nivel de absurdo de estas teorías sigue en aumento. Sorpren-
de saber que Calvino, antes de ser teólogo, ¡fue jurista! Cualquier
sistema penal racional estipula que la responsabilidad penal es per-
sonalísima e intransferible. Es intrínsecamente injusto ser castiga-
do por las faltas que otra persona ha cometido. Así pues, es absurdo
defender que Dios, un ser absolutamente justo, acepte que su pro-
pio Hijo sea castigado por faltas que no ha cometido y que gracias
a ese castigo injusto la humanidad será exonerada de sus faltas. El

98
juez que acepte semejante despropósito debe ser destituido inme-
diatamente.
Aun así, esta es la doctrina que actualmente es aceptada por la
abrumadora mayoría de los cristianos en todas sus ramas. Los ju-
díos tenían una idea similar: en la celebración del día de la expia-
ción, imponían simbólicamente sus pecados sobre un chivo y
esperaban que se los llevase con él. Así quedaba restituida la rela-
ción con Dios. Pero es sencillamente absurdo pretender que, si Dios
es tan sabio como se dice, acepte que las culpas sean transferidas a
un chivo expiatorio.
Además, añadamos que, para colmo, Calvino enseñaba que los
seres humanos en realidad no tienen libertad para salvarse, pues
Dios lo ha decidido de antemano desde incluso antes de la crea-
ción del mundo: en eso consiste la doctrina de la predestinación.
Ante ello podemos preguntarnos: si Dios ha decidido ya quién se
salva y quién se condena, ¿qué sentido tiene someter a Cristo a tan-
to sufrimiento para nuestra salvación si el asunto está ya decidido
de todas formas?
Hay otra teoría disparatada, especialmente defendida por los
metodistas: Cristo murió por nuestros pecados pero no propia-
mente para cumplir una sustitución penal. Antes bien, Cristo fue
castigado por Dios para demostrar al mundo de qué es capaz co-
mo juez, y mediante ello advertir a la humanidad sobre la necesi-
dad de arrepentirse de sus pecados. En otras palabras, la muerte
de Cristo sirvió como disuasión frente al pecado y por ello hemos
sido salvados.
Una vez más, esta teoría retrata a un Dios tiránico que está dis-
puesto a castigar brutalmente a un inocente a fin de que los peca-
dores se escandalicen por ese castigo y se arrepientan ipso facto. Este
es un procedimiento propio de Stalin. El brutal dictador soviético
ordenaba escoger al azar a algunos ciudadanos y someterlos a tor- ¿es así?
turas públicas a fin de que la población quedase aterrorizada y fue-
se disuadida de cometer algún delito.
Todas estas teorías no son sólo disparatadas sino también peli-
grosas. En la medida en que, para explicar cómo Cristo salvó el
mundo, se pinta a un Dios que engaña a sus adversarios, exige san-

99
gre para satisfacer su honor y está dispuesto a castigar a inocentes
como sustitutos penales o medios disuasivos, se incentivará este
tipo de actitudes entre gobernantes y jueces. En virtud de la imi-
tatio Dei, la imitación de Dios (concepto ampliamente defendi-
do por los teólogos), las personas querrán parecerse a Dios. En
este sentido, tratarán de emular a un juez tiránico, injusto y arbi-
trario.
Queda aún otra teoría soteriológica, no tan disparatada como
las anteriores pero aun así incoherente. Esta doctrina, defendida
por Abelardo entre los siglos XI y XII, dice que Dios envió a su Hi-
jo para que sirviera como ejemplo moral a seguir. Cristo nos salvó
pues se ofreció como modelo. En la medida en que le seguimos e
imitamos, logramos la salvación.
En esta versión no se apela al menos a las nociones absurdas de
un Dios ofendido, una sustitución penal o un engaño al Diablo.
Hasta cierto punto es plausible que un padre ofrezca a su hijo co-
mo ejemplo moral para que un grupo de personas lo siga. Incluso
esas personas tendrían que agradecer mucho ese ejemplo moral ya
que propicia conductas positivas. Pero ¿para qué sometió Dios a
Cristo a tantos sufrimientos? Si su intención era darnos una lec-
ción moral, ¿era necesario que su propio hijo muriera en una cruz?
Dios pudo haberse asegurado de que Cristo pronunciara algunos
discursos y divulgara ciertas enseñanzas. No se comprende por qué
sufrir torturas forma parte de una lección moral.
En definitiva, la soteriología es una de las ramas más incohe-
rentes de la teología. Jesús fue un predicador que fracasó estrepi-
tosamente. No sólo sus profecías respecto al fin del mundo no se
cumplieron sino que fue de repente arrestado y ejecutado, segura-
mente para sorpresa de sus seguidores y de él mismo. Como suce-
dió con tantos otros predicadores de aquella época que fueron
violentamente eliminados, el movimiento de Jesús estaba encami-
nado a desaparecer.

100
Cristo no nos salvó de nada

La jugada maestra de sus seguidores fue encontrar un sentido a su


muerte. En vez de interpretar la muerte de Jesús como lo que fue
realmente, a saber, un hecho trágico y fortuito, los primeros cris-
tianos empezaron a forjarse la idea de que se trató de un plan maes-
tro elaborado por el mismo Dios, incluso en concordancia con
alguna interpretación de las Escrituras judías.
Jesús dejó de ser el predicador galileo fracasado para convertir-
se en Cristo vencedor. En vez de juzgar como una torpeza haber
provocado a las autoridades judías y romanas con su mensaje apo-
calíptico, o haber causado un alboroto en el Templo durante los
preparativos de la Pascua judía, los primeros cristianos reinterpre-
taron esas torpezas como un designio divino encaminado a salvar
a la humanidad.
Probablemente este fue uno de los factores más importantes pa-
ra la supervivencia del cristianismo en sus primeras décadas. La
convicción de que Cristo había cumplido una misión y de que ba-
jo el barniz del fracaso había una tremenda victoria dio segura-
mente un gran impulso a la naciente religión.
Sin duda, haber encontrado sentido a la muerte de Jesús man-
tuvo vivo el cristianismo. Pero una persona razonable tiene mu-
chas dificultades en encontrar sentido a esa muerte. Ninguna de
las teorías que hemos comentado tiene un mínimo de coherencia
para ser aceptada racionalmente. Incluso la mera noción de “sal-
vación” levanta sospechas.
Cuando sostenemos que una persona nos ha “salvado”, damos
por hecho que hemos estado frente a un enorme peligro, y que esa
persona realizó una hazaña para alejarnos de él. Churchill “salvó”
Gran Bretaña de la amenaza de Hitler: sus hábiles decisiones per-
mitieron que el pueblo británico quedara al resguardo de una po-
sible invasión. Esta apreciación está suficientemente documentada
por la historiografía. Ahora bien, ¿de qué peligro nos salvó Cristo?
¿Cuál era la amenaza?
La amenaza era, supuestamente, ser condenados al infierno. Pero,
¿cómo sabemos que el infierno existe? Y si existe, ¿cómo sabemos

101
que la hazaña de Jesús evita que vayamos a él? Hubiese sido mu-
cho más fructífero que Cristo nos salvara de las amenazas terrena-
les que tanto nos afligen: guerras, enfermedades, desastres
naturales... Cristo nos salvó, supuestamente, de un lugar terrible
situado fuera de este mundo, sobre el cual no tenemos el menor
indicio de su existencia, pero no nos salva de suplicios terrenales
sobre los cuales estamos muy seguros de que existen.
Quizá la amenaza era haber estado alejados de Dios. Pero ¿có-
mo sabemos que estuvimos alejados de Dios y de qué manera Cris-
to nos acercó a Él? ¿Qué indicios hay para afirmar esto? La
soteriología es, como otras ramas de la teología, una disciplina fan-
tástica y, como tal, no ofrece suelo firme para tomar una u otra
postura. Al final, todas son arbitrarias.
La doctrina de que Cristo nos salvó, murió por nosotros, ven-
ció al Diablo y conquistó a la muerte es un invento ingenioso de
los primeros cristianos para mantener viva su religión frente al fra-
caso de Jesús, pero se trata de una doctrina irracional. Cristo no
nos salvó de nada. Podemos admitir que algunas de sus doctrinas
morales (no todas) han sido positivas, y que en este sentido nos ha
“salvado” de muchas inmoralidades. Pero entonces Cristo no es el
único salvador del mundo, y su salvación es muy débil compara-
da con las de Darwin, Pasteur o el cirujano Velpeau, quienes con
sus descubrimientos e inventos han salvado muchísimas vidas.
Podemos aceptar que en algunos casos algunas personas han
“muerto por otras” y que en ese sentido son su salvador. Charles
Dickens escribió una maravillosa novela, Historia de dos ciuda-
des, en la que narra cómo Carton se hace pasar por Darnay y así
muere en la guillotina para salvar la vida del verdadero Darnay.
En este caso, Carton murió por la falta de Darnay y así se con-
virtió en su “salvador”. Pero al analizar la vida de Jesús no vemos
que éste haya hecho nada remotamente similar. Sólo si teorizamos
sobre una base especulativa de sucesos que no ocurren en un pla-
no terrenal, podemos acercarnos remotamente a explicar cómo
Cristo murió por nuestros pecados. Y para hacerlo habrá que in-
vocar la imagen de un Dios engañador o con el honor ofendido o
dispuesto a castigar inocentes, lo cual acaba siendo sumamente in-

102
coherente en virtud de los atributos tradicionales conferidos a Dios.
También es cuestionable la doctrina de que Cristo venció al Dia-
blo. Si Satanás es lo que la teología enseña, a saber, la personifica-
ción del mal, entonces el Diablo está vivito y coleando y muy lejos
de haber sido vencido. El mal sigue sin desaparecer y la aflicción
continúa en el mundo.
Tampoco está claro cómo Cristo, supuestamente, “conquistó a
la muerte”. Esta no ha sido conquistada. Los norteamericanos tie-
nen plena razón cuando dicen que sólo hay dos cosas seguras en el
mundo: los impuestos y la muerte. Quizá en el futuro, con la ayu-
da de las innovaciones tecnológicas, habremos “suspendido” la
muerte y entonces sí podremos decir con propiedad que ha sido
conquistada. Pero Cristo nada habrá tenido que ver con ello.
Quizá los teólogos quieren decir que Cristo “conquistó a la
muerte” en el sentido de que, según ellos, resucitó. Hemos visto
en el capítulo anterior que no hay buenos motivos para pensar que
Jesús resucitó efectivamente. Pero, aun si lo hubiese hecho, Cristo
conquistó sólo a su propia muerte, no a la muerte en general. El
resto de las personas siguen muriendo sin regresar a la vida. En el
caso de que haya un futuro donde, supuestamente, todos resuci-
taremos, tendremos que decir que la muerte será conquistada, pero
por ahora sigue sin serlo.

103
104
5
La paloma, las lenguas de fuego
y más cosas raras

El Espíritu Santo ha sido el principal marginado de las grandes dis-


cusiones teológicas. En las disputas sobre la Trinidad se discutía
cuál era la relación entre el Padre y el Hijo pero, según parece, a
los teólogos les importaba poco cuál era la posición del Espíritu
Santo. Al final, el credo de Nicea afirmó que Dios es una esencia
en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero los teólogos no
han prestado tanta atención a esta tercera persona.
A lo largo de Biblia, tanto en el Antiguo Testamento como en
el Nuevo pueden encontrarse muchas menciones a un espíritu en-
viado por Dios. Pero, al igual que las menciones sobre el Hijo, no
hay en la Biblia una mención explícita de que el Espíritu Santo sea
la tercera persona de esa Trinidad. Esto es un añadido posterior de
los teólogos.
Muchas religiones enseñan que existen espíritus de todo tipo, y
el cristianismo no es una excepción. Por supuesto, nadie ha visto
a ningún espíritu (probablemente porque, según algunas defini-
ciones de espíritu, se trata de una entidad inmaterial que no pue-
de ser percibida), pero eso no previene a los teólogos, como era de
esperar, de elaborar todo tipo de especulaciones sobre el Espíritu
Santo. En el siguiente capítulo veremos que hay buenos motivos
para admitir que los espíritus no existen, que todo cuanto existe
está compuesto de átomos y energía y, a lo sumo, que existen co-
sas inmateriales pero sólo como epifenómenos o propiedades emer-
gentes. Esta manera de entender el mundo se llama materialismo

105
y, si es correcta (como lo creo), entonces no deja lugar a la exis-
tencia de espíritus o seres inmateriales (entre ellos, por supuesto,
el mismo Dios).
Con todo, es casi inevitable que las religiones terminen creyen-
do que los espíritus existen. Es fácil de imaginar que el hombre pri-
mitivo se encontraba con fenómenos que lo perturbaban y a los
que no encontraba explicación. ¿Cómo aparecen los muertos en
los sueños? ¿Quién es esa persona que se ve en el reflejo de los rí-
os cuando me acerco a beber agua? ¿Y qué es ese humo blanco que
sale de la boca cuando la gente respira en climas fríos? ¿Qué dis-
tingue a un muerto de un vivo? Para dar respuesta a estas preguntas
se invocó la existencia de un espíritu que anima el cuerpo con su
aire. Desde entonces en muchísimas lenguas la palabra que sig-
nifica espíritu ha estado vinculada a la que significa aire. Y las len-
guas de los teólogos no han sido una excepción: la pneumatología
es la rama de la teología que estudia los espíritus y el Espíritu
Santo.

A vueltas con el Espíritu Santo

Los teólogos enseñan que el Espíritu Santo es, al igual que el Pa-
dre y el Hijo, una hipóstasis de la misma esencia que las otras dos
personas de la Trinidad. El Espíritu Santo cumple una función si-
milar a un neurotransmisor: sirve de canal de transmisión para que
el Padre extienda su gracia a las personas y así derrama los “frutos”
a la humanidad. El Espíritu Santo fue el encargado de dejar em-
barazada a María (no deja de ser curioso que la representación pic-
tórica del Espíritu Santo sea una paloma, y que en varias regiones
de Hispanoamérica se usa a veces la palabra paloma para designar
al pene, lo que ha dado pie a una larga lista de chistes morbosos
sobre la virginidad de María). El Espíritu Santo apareció en forma
de paloma en el bautizo de Jesús y también ha servido para inspi-
rar a profetas, realizar curaciones, hablar en otras lenguas, exorci-
zar demonios y muchas otras hazañas.

106
Hay en los Evangelios una enseñanza teológica muy curiosa pro-
cedente de un dicho del mismo Jesús. Este dice en Marcos, 3,28-
30; Mateo, 12,30-32; y Lucas, 12,10, que todos los pecados pueden
ser perdonados excepto uno: la blasfemia contra el Espíritu Santo.
Semejante doctrina, defendida todavía por los teólogos, no deja de
ser sorprendente. Ladrones, violadores, asesinos o genocidas pue-
den alcanzar el perdón si se arrepienten. Pero quien en un mo-
mento de frustración se atreva a exclamar: “¡Me cago en el Espíritu
Santo!”, tendrá asegurado el tormento eterno.
Uno de los aspectos más lamentables de la incursión de la teo-
logía en la ética es su tendencia a conceder más peso moral a los
dichos e incluso a los pensamientos que a los actos. Ciertamente,
una tortura psicológica (que se ejecuta con la mera palabra) pue-
de ser tan brutal como una física. En este sentido, podemos criti-
car algunos usos de las palabras. Pero es sencillamente atroz sostener
que es más reprochable moralmente blasfemar contra el Espíritu
Santo que cualquier acción criminal. Durante mucho tiempo, mu-
chos países cristianos han establecido leyes contra la blasfemia: afor-
tunadamente, la secularización ha ido erradicando esas leyes pero
aún queda mucho camino por recorrer. Si realmente queremos lla-
marnos “democráticos” y deseamos defender la libertad de expre-
sión, debemos permitir que cualquier ciudadano acuda a una plaza
pública y grite: “¡Hostia, me cago en Dios!” o dibuje en un perió-
dico caricaturas burlescas sobre Jesús, Mahoma o cualquier otra
figura religiosa.
Algunos teólogos se apresuran a advertir que hay que tener en
cuenta el contexto de la declaración de Jesús. En esos pasajes se di-
ce que Jesús está exorcizando demonios, pero los fariseos sospe-
chan que él usa el poder de Belcebú (un demonio muy temido en
aquellos tiempos). Jesús se molesta, pues él dice que su poder so-
bre los demonios procede del Espíritu Santo, y que acusarle de ex-
pulsar demonios con el poder de Belcebú es blasfemar contra el
Espíritu Santo, pues se le está confundiendo con un poder demo-
níaco (¿acaso no blasfemaban los cristianos contra el dios cananeo
Baal al considerarlo un demonio, y de ahí viene el nombre “Bel-
cebú”?). De esta manera, según los teólogos, Jesús no está dicien-

107
do que cualquier blasfemia contra el Espíritu Santo sea imperdo-
nable, sino aquella que estaban lanzando los fariseos.
Quizá esta interpretación sea aceptable pero no es una gran me-
jora. Como parece que hizo muchas veces, Jesús impone su auto-
ridad mediante el miedo y da por hecho que cualquiera que tenga
alguna duda sobre él (y en aquella época era habitual que un exor-
cista fuese sospechoso de emplear poderes diabólicos) está blasfe-
mando y, más aún, cometiendo un pecado imperdonable.
Lamentablemente, este amedrentamiento ha sido muy común en-
tre los teólogos, que suelen afirmar que cuestionar sus enseñanzas
es un gran pecado.

Herejías pneumatológicas

En todo caso, así como hubo herejías cristológicas, hubo también


herejías pneumatológicas; a saber, doctrinas “erróneas” sobre el Es-
píritu Santo. Y aunque no suscitaron los larguísimos ciclos de dis-
putas que suscitaron las herejías cristológicas, generaron algunas
controversias.
Hemos visto que, después del alboroto causado por Arrio, al-
gunos seguidores trataron de tomar una posición más conciliado-
ra con el resto de teólogos y afirmaron que Cristo es de una esencia
parecida al Padre pero no exactamente de la misma. Estos teólo-
gos fueron llamados semiarrianos ya que partían de una postura
más moderada. Pues bien, los seguidores de un tal Macedonio,
obispo de Constantinopla en el siglo IV, eran una variante de los
semiarrianos. Macedonio estuvo inmerso en una serie de intrigas
políticas con un obispo rival, Pablo de Constantinopla. En el pla-
no doctrinal defendía la doctrina de que el Espíritu Santo no es
propiamente divino. De modo similar a lo que Arrio decía respecto
a Cristo, Macedonio decía que el Espíritu Santo no es de la mis-
ma esencia que el Padre. Así, el Espíritu es, al igual que el Hijo se-
gún los arrianos, una entidad creada por Dios en algún momento
de la historia y, por consiguiente, no eterna.

108
Macedonio logró reunir algunos seguidores, llamados finalmente
pneumatómacos, que en griego significa “los que odian (o comba-
ten) al Espíritu Santo”. Este calificativo revela la inclinación into-
lerante de muchos teólogos. El mero hecho de considerar que el
Espíritu Santo no es de la misma esencia que el Padre era inter-
pretado por algunos teólogos como un “odio” hacia el Espíritu San-
to. Si se toma una postura aún más rígida, ese odio es una forma
de blasfemia y, según la enseñanza original de Jesús, un pecado im-
perdonable. Así, la secta de los pneumatómacos fue declarada he-
reje y hubo un pronunciamiento formal en su contra en el Concilio
de Constantinopla en el año 381 (el mismo concilio que condenó
definitivamente la doctrina arriana).
Pero las disputas en torno al Espíritu Santo no terminaron ahí.
Los desacuerdos respecto a la naturaleza de este fueron motivo de
una tremenda ruptura en el seno del cristianismo, y hasta el día de
hoy resuenan algunos odios como consecuencia de esta ruptura.
Se trata del gran cisma entre católicos y ortodoxos ocurrido en
1054.
Tres siglos y medio después de su aparición, el cristianismo lo- ¿roma-
gró apoderarse del Imperio romano. El Nuevo Testamento fue es- no en
crito en griego y los primeros conversos casi todos hablaban griego. minús-
A medida que el cristianismo se fue asentando en el Imperio ro-
cula o
mano, se empezó a emplear el latín para muchos propósitos y se
mayús-
mantuvo un equilibrio entre el uso del griego y el latín. No obs-
cula?
tante, las intrigas políticas del Imperio romano terminaron por
fragmentarlo en dos grandes imperios: Roma, de lengua latina; y
Bizancio, de lengua griega.
Esta división política afectó también a la estructura de la Igle-
sia, pues los cristianos de lengua latina se empezaron a distanciar
de los de lengua griega. Las tensiones se fueron acumulando du-
rante varios siglos y se acentuaron por una disputa política. Desde
los inicios del cristianismo se habían establecido cinco sedes pa-
triarcales en el Imperio romano: Roma, Constantinopla, Alejan-
dría, Antioquía y Jerusalén. Se había acordado que el patriarca de
Roma (el papa) tendría más prominencia (después de todo, era la
capital del Imperio) pero no más jurisdicción sobre las otras sedes.

109
No obstante, a medida que los papas fueron creciendo en poder
en Europa occidental, empezaron a pretender que su autoridad se
extendiese a los otros patriarcados. Esto ocasionó una ruptura en
1054: los cristianos de lengua latina se consideraron definitiva-
mente como católicos y los de lengua griega como ortodoxos. Esta
división persiste hasta nuestros días.
Pero la ruptura no fue estrictamente política. Fue también una
disputa doctrinal, y el Espíritu Santo fue el centro de ella. Los pri-
meros credos del cristianismo proclamaban que el Espíritu Santo
procede del Padre: es eterno, pero aun así procede del Padre (esto
resulta muy confuso, aunque no ahondaré en ello). Algunos auto-
res cristianos, principalmente de lengua latina, empezaron a afir-
mar en sus escritos que el Espíritu Santo procede del Padre a través
del Hijo. Y finalmente los teólogos latinos llevaron esta postura
aún más lejos: el Espíritu Santo no sólo procede del Padre a través
del Hijo sino que procede del Padre y del Hijo.
Según parece, sus motivaciones eran un rechazo a la doctrina
arriana. A juicio de estos teólogos, afirmar que el Espíritu Santo
procede sólo del Padre es una forma de subordinar al Hijo. En la
medida en que se afirma que el Espíritu Santo procede del Padre,
pero no del Hijo, parece derivarse que el Padre está a un nivel su-
perior al Hijo y que, por tanto, no serían de la misma esencia. Así
pues, los teólogos latinos agregaron una cláusula a su credo recita-
do en la liturgia: la cláusula filioque. En latín filioque significa “y
del hijo”; así pues, los teólogos latinos postulaban formalmente que
el Espíritu Santo procede tanto del Padre como del Hijo. Por su
lado, los teólogos griegos afirmaban que los primeros concilios de
la Iglesia habían establecido claramente que el Espíritu Santo pro-
cede exclusivamente del Padre y que la cláusula filioque era un aña-
dido ajeno a las creencias ortodoxas.
La disputa entre los teólogos latinos y griegos respecto a la cláu-
sula filioque fue creciendo hasta que en el siglo XI la Iglesia de Ro-
ma rompió con los patriarcados que hoy forman la Iglesia ortodoxa.
Desde entonces ha existido tensión y recelo entre la Iglesia católi-
ca y la ortodoxa. Este recelo a veces se ha vuelto muy violento, por
ejemplo cuando los guerreros de la cuarta cruzada, bajo el mando

110
del papa y los príncipes de los territorios bajo jurisdicción latina,
saquearon brutalmente Constantinopla en 1204.
A diferencia del auge del protestantismo en el siglo XVI, el cis-
ma del siglo XI se debió fundamentalmente a motivos políticos y a
las diferencias culturales entre la cultura griega y latina. Sería erró-
neo afirmar que sucesos tan lamentables como el saqueo de Cons-
tantinopla se debieron simplemente a una disputa teológica en
torno a la palaba filioque. El asunto doctrinal tuvo siempre peso en
esta ruptura y no debemos subestimar el potencial destructivo de
las polémicas teológicas. Además de la disputa en torno a la cláu-
sula filioque, hubo otra entre católicos y ortodoxos sobre si en la
comunión debía emplearse pan con o levadura o sin ella.
Las disputas teológicas son mucho más propensas a la violencia
que las científicas o filosóficas precisamente porque, aunque pue-
dan estar adornadas con algunos intentos de deliberación racional,
finalmente reposan sobre las bases de la fe. Y al reposar sobre ellas,
a saber, sobre ninguna justificación, no hay manera de convencer
racionalmente al otro de que acepte una postura. El único modo
de hacerlo es mediante la violencia, el amedrentamiento o la inti-
midación.
Como en muchas otras disputas teológicas, en el caso de la cláu-
sula filioque nos hallamos ante una controversia para la cual, sen-
cillamente, no hay criterio firme para asumir una postura u otra.
¿Cómo podemos saber si el Espíritu Santo (si tal cosa existe) pro-
cede del Padre exclusivamente, del Padre a través del Hijo o del Pa-
dre y del Hijo? ¿Qué observaciones o deducciones nos permiten
inclinarnos por una u otra postura?
Los teólogos griegos opinaban que procede sólo del Padre pues
así había sido proclamado en los primeros concilios de la Iglesia.
Pero ¿acaso apelar a la autoridad de una institución es un criterio
firme para tomar una postura? Los teólogos latinos opinaban que
el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo porque así se evita
la subordinación del Hijo y se afirma que es de la misma esencia
que el Padre. Pero volvemos a la comprensible objeción de Arrio:
¿cómo un Hijo puede ser de la misma esencia que su Padre? En to-
do caso, esta disputa es, como tantas otras de la teología, un buen

111
ejemplo de su problema fundamental: es pura especulación. Na-
die ha visto al Espíritu Santo para saber si existe, ¡y mucho menos
para saber si procede sólo del Padre o del Padre y del Hijo!
Entre las funciones atribuidas por los teólogos al Espíritu San-
to se halla la de conceder una serie de regalos a los hombres. Se-
gún esta doctrina, el Espíritu Santo derrama siete regalos sobre
nosotros, los cuales son enumerados en el libro de Isaías: sabidu-
ría, inteligencia, consejo, fortaleza, conocimiento, reverencia y te-
mor de Dios. Los teólogos enseñan también, según la carta escrita
por san Pablo a los gálatas e incluida en el Nuevo Testamento, que
el Espíritu Santo concede doce frutos: caridad, gozo, paz, pacien-
cia, mansedumbre, bondad, benignidad, longanimidad, fe, mo-
destia, templanza y castidad. Así, según los teólogos, cada vez que
una persona comprende o conoce algo, o tiene paciencia o forta-
leza ante una situación, está haciendo uso de un regalo o fruto con-
cedido por el Espíritu Santo.
Algunos de estos regalos y frutos coinciden con lo que los psi-
cólogos llaman facultades cognitivas. Cada vez más, la neurocien-
cia explica cómo, mediante la estimulación de determinadas
regiones del cerebro y de la actividad neuronal, las personas logran
desarrollar inteligencia, conocimientos, fortaleza mental, miedo,
etcétera. Sin embargo, los teólogos pretenden que estas disposi-
ciones mentales proceden no propiamente de sucesos neuronales
sino de una misteriosa entidad inmaterial ajena al sujeto.
Ahora conocemos bastante bien la bioquímica del amor, por
ejemplo. Cuando una persona está enamorada, sus niveles hor-
monales se alteran, en el cerebro se iluminan algunas zonas espe-
cíficas, etcétera. Antes de que los científicos supieran eso, los
romanos creían que el amor era causado por un flechazo dirigido
por el dios Cupido. Hoy nos reiríamos de una persona que, cuan-
do está enamorada, cree que ese hermoso sentimiento procede de
un dios que le dispara flechas.
Pues bien, igualmente risible es la postura según la cual la inte-
ligencia, la capacidad para dar y seguir consejos, los conocimien-
tos, etcétera, proceden de un fantasma divino. Las religiones
antiguas tenían la tendencia a atribuir los fenómenos mentales a la

112
acción de ánimas y espíritus. De hecho, este ha sido el fundamen-
to de las religiones llamadas animistas, que invocan la existencia de
espíritus para explicar todo tipo de fenómenos.
Las doctrinas teológicas sobre el Espíritu Santo tienen un fuer-
te remanente animista. Las creencias en él son una variante más de
los ritos y cultos de posesión, y de las creencias que atribuyen agen-
cia a fenómenos naturales. Son, por así decir, una derivación de ex-
plicaciones arcaicas sobre el funcionamiento de la mente humana,
las cuales no tienen ningún asidero frente a las explicaciones que
ofrece la ciencia moderna.

Lenguas de fuego

En el libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta una historia


muy curiosa respecto al Espíritu Santo. Después de que Jesús as-
cendiera supuestamente al cielo, los apóstoles se hallaban reunidos
en la fiesta judía de Pentecostés. Esta fiesta se celebraba 50 días des-
pués de la Pascua y en ella se conmemoraba la entrega de la ley de
Dios al pueblo de Israel. Según se dice, hubo gran ruido y ráfagas
de viento. De repente aparecieron unas lenguas de fuego encima
de cada uno de los apóstoles. Se trataba del Espíritu Santo, que hi-
zo que los apóstoles empezaran a hablar en lenguas no conocidas.
Los extranjeros que en aquella época se encontraban en Jerusalén
los escuchaban y se asombraban de que los apóstoles pudiesen ha-
blar fluidamente en sus lenguas.
Frente a una historia como ésta, claramente milagrosa, debemos
mantener la misma reserva que mantuvimos respecto a las curas
milagrosas, los exorcismos y otros prodigios narrados en los Evan-
gelios. ¿Es más probable que esos sucesos ocurrieran como se cuen-
tan o que el autor del texto ofrece, de forma deliberada o no, un
falso testimonio? Como bien recuerda el filósofo David Hume, la
segunda opción es siempre la más probable.
El mismo libro de los Hechos de los Apóstoles relata que la gen-
te se burlaba de éstos cuando hablaban supuestamente en otras len-

113
guas diciendo que en realidad estaban borrachos. No me parece
una opción descabellada. En todo caso, si no estaban borrachos
quizá sí estaban inmersos en una especie de histeria colectiva que
les hacía emitir sonidos que a algunos testigos les podrían parecer
de otras lenguas, pero que en realidad son sencillamente sonidos
con una entonación que da la impresión de ser otra lengua pero
no tiene ningún significado.
Por supuesto, el autor de los Hechos de los Apóstoles cuenta
que esos sonidos sí tenían significado, pues los extranjeros se que-
daban sorprendidos de que los apóstoles pudieran hablar en sus
lenguas. Pero considero más probable que esto sea un adorno pos-
terior por parte del autor del texto. Por supuesto, la aparición de
las lenguas de fuego es también un adorno. El fuego es una ima-
gen típicamente apocalíptica, y los primeros cristianos creían que,
así como Juan el Bautista bautizó con agua, Jesús vino a bautizar
con fuego. No resultó demasiado difícil que el fuego se incorporase
como adorno literario a esa historia.
Desde entonces ha habido entre los cristianos la creencia de que
el Espíritu Santo puede de vez en cuando irrumpir y derramar so-
bre los fieles sus dones y su carisma. Pero, tal como se narra en los
Hechos de los Apóstoles, estas ocasiones suelen ser motivo de éx-
tasis. Los teólogos, acostumbrados a la vida de reclusión monásti-
ca y el “estudio”, han visto frecuentemente con sospecha el don de
lenguas, que propicia una exaltación que puede poner en peligro
la autoridad eclesial. Así pues, desde el mismo san Pablo, los teó-
logos han advertido que, aunque los apóstoles recibieron el don de
lenguas en aquella fiesta de Pentecostés, es prudente no abusar de
él. La mayoría de los teólogos suscribe la idea de que esta actividad
del Espíritu Santo ha cesado tras los tiempos de los apóstoles. Los
teólogos han alentado más la oración y la obediencia y han des-
aconsejado la exaltación derivada del don de lenguas.
Como era de esperar, ha habido rebeldes frente a la sobriedad
de los teólogos. Desde el siglo II prosperó una secta que finalmen-
te fue declarada herética: los montanistas. Sus miembros, seguido-
res de un tal Montano, prescindían de la estructura organizativa
eclesiástica y se aferraban a una especie de cristianismo más libre

114
que hacía hincapié en el frenesí profético y, sobre todo, enaltecían
la recepción del Espíritu Santo y el don de lenguas. Al igual que
los apóstoles en el primer Pentecostés cristiano, los montanistas
participaban en rituales extáticos en los que pronunciaban sonidos
que pretendían ser otras lenguas. También predicaban una riguro-
sa moralidad (al punto que desalentaban el matrimonio) como pre-
paración para la recepción del Espíritu Santo. Además, creían que
los pecadores no podían ser redimidos. Tertuliano, el autor que for-
muló por primera vez en términos explícitos la doctrina de la Tri-
nidad, terminó por adherirse a esta secta y por ello es visto con
cierto recelo por los cristianos contemporáneos.
La supresión de los montanistas aplacó bastante el potencial ex-
tático de muchas corrientes en el seno del cristianismo, y durante
casi dieciocho siglos la recepción del Espíritu Santo mediante el
don de lenguas y el carisma de la curación quedó en suspenso. Pe-
ro en el siglo XX surgió dentro del protestantismo una secta que se
propuso revivir muchas de las tendencias montanistas: los pente-
costales.
Estos creen, al igual que los montanistas, que la aparición es-
pontánea del Espíritu Santo y su derramamiento de dones y caris-
ma no ha cesado, sino que continúa. En este sentido, los miembros
de la secta pentecostal son alentados a recibir el don de lenguas.
Sus reuniones son dignas de observación pues el nivel de excita-
ción que se alcanza en ellas es inigualable en otras ramas del cris-
tianismo (especialmente si se comparan con la solemnidad del rito
católico y, más aun, del ortodoxo).
Los pentecostales, como sus antecesores montanistas, tienen la
firme creencia de que el Espíritu Santo se hace presente y puede
derramar sus dones sobre los fieles. En estas ocasiones emiten so-
nidos que dan la apariencia de que hablan en lenguas extrañas. Los
científicos tienen un nombre para este fenómeno: glosolalia. Quie-
nes lo han observado afirman que en general los pentecostales emi-
ten sonidos con una entonación que ellos creen característica de
una lengua pero que, en realidad, no pasan de ser ruidos sin nin-
gún significado. En ciertas ocasiones algunos han pronunciado pa-
labras en otros idiomas que, supuestamente, no conocían. Pero es

115
probable que esos pentecostales hayan escuchado alguna vez esas
palabras y las hayan olvidado a nivel consciente, las cuales perma-
necían registradas en el inconsciente y, en medio del éxtasis, salen
a relucir. Se trata de lo que los psicólogos llaman criptomnesia; a sa-
ber, recuerdos escondidos.
En el caso de que un feligrés hablara de repente en una lengua
a la que jamás ha estado expuesto, nos encontraríamos en presen-
cia de un caso de xenoglosia. Pero hasta ahora no se ha probado un
caso de xenoglosia claro y libre de ambigüedades. Ningún pente-
costal, en ninguna de esas sesiones rituales, ha empezado a hablar
fluidamente una lengua muy ajena a la suya y desconocida ante-
riormente (como, por ejemplo, que un campesino colombiano em-
piece a hablar japonés fluidamente). Lo más frecuente es que se
trate de sonidos sin significado.
Los mismos pentecostales reconocen esto, pero advierten insó-
litamente que cuando emiten sonidos sin significado están ha-
blando un idioma. Desde luego, según sostienen, se trata de un
idioma que nadie entiende, pero ello se debe al hecho de que, pro-
bablemente, los feligreses están hablando la lengua empleada por
los ángeles o tal vez alguna lengua histórica ya desaparecida. Este
tipo de razonamiento es emblemático de cómo los teólogos, cuan-
do aceptan por fe alguna creencia absurda, tratan de racionalizar-
la a toda costa.
Desde un punto de vista científico, lo que ocurre en estas se-
siones es relativamente sencillo. Básicamente es lo mismo que ocu-
rre en los ritos animistas de posesión espiritual. Mediante el éxtasis
se puede propiciar que una persona sea “invadida” por otra. Los ri-
tos chamánicos proceden de esa manera y la incorporación del Es-
píritu Santo no es muy distinta. En el caso de los pentecostales,
estos son “invadidos” por una personalidad que supuestamente ha-
bla otra lengua.
Desde una perspectiva psiquiátrica, esto obedece a una varian-
te de lo que se ha diagnosticado como trastorno de identidad diso-
ciativo. En sus variantes más extremas (añadamos que algunos
psiquiatras han puesto en duda que este trastorno exista realmen-
te, o que en todo caso es inducido por su representación en los me-

116
dios de comunicación), los pacientes asumen varias personalida-
des. Pues bien, las sesiones pentecostales son una forma incipien-
te de este trastorno. En medio de la efervescencia colectiva, las
personas renuncian momentáneamente a su personalidad y asu-
men otra que, supuestamente, se ha apoderado de su cuerpo. No
se trata de que el Espíritu Santo derrame sus frutos y dones sino
de que algunos feligreses sufren un desajuste mental.

117
118
6
El alma y otros mitos

La teología pretende ser un “discurso sobre Dios”. Pero los teólo-


gos han hablado con frecuencia sobre otras cosas, y además de ha-
blar de Dios suelen hacerlo también sobre los hombres. Por ello
hay otra rama en el seno de la teología, la antropología teológica.
Aclaremos unos detalles sobre la palabra antropología. Habitual-
mente se emplea para referirse a la ciencia que estudia a los hom-
bres primitivos. Existe también una disciplina llamada antropología
filosófica, que trata de describir en qué consiste la naturaleza hu-
mana. Estas dos disciplinas son muy estimables. Pero hay una ter-
cera acepción de esa palabra, a saber, la antropología teológica, que
pretende pronunciarse sobre la naturaleza humana a partir de su
relación con Dios. Como ocurre con las otras disciplinas teológi-
cas, ésta casi no tiene ningún valor.
Los teólogos enseñan, siguiendo el relato del Génesis, que el
hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios”. Nunca ha
quedado muy claro a qué se refieren exactamente con la expresión
“a imagen y semejanza”. El cristianismo, en tanto religión mono-
teísta, presume de que Dios es trascendente. De ello cabría inferir
que nada en el mundo está hecho a imagen y semejanza de Dios:
Él no tiene brazos ni piernas ni enfermedades, etcétera. La ense-
ñanza tradicional es que “a imagen y semejanza” no es exactamen-
te lo mismo que “idéntico”, y que esa semejanza no es propiamente
corporal sino “espiritual”. En otras palabras, nuestra mente es la
parecida a Dios.

119
Un pecado muy original

Los teólogos enseñan también una doctrina muy curiosa: todos na-
cemos con un pecado original. San Pablo escribió en la carta a los
romanos que el pecado y la muerte habían entrado en el mundo
con Adán, y que el pecado de Adán había condenado a la huma-
nidad entera. Pero así como todos fuimos condenados por culpa
de un hombre, todos hemos sido salvados por obra de otro: Jesu-
cristo. De nuevo aparece la doctrina de la expiación: Cristo nos sal-
vó por nuestros pecados, que llevamos con nosotros desde el pecado
primigenio de Adán. En este sentido, san Pablo llamó a Cristo un
“segundo Adán”.
Esto bastó para que los teólogos, acostumbrados a obedecer los
dictámenes de un libro sin someterlo a consideración crítica, desa-
rrollaran una teoría que, como muchas otras defendidas por ellos,
es en el mejor de los casos incoherente.
Los teólogos de los primeros cuatro siglos estuvieron más ocu-
pados en discutir sobre quién era Cristo y no se dedicaron a tratar
con detalle cómo el pecado de Adán había condenado a la huma-
nidad entera. Pero entre los siglos IV y V san Agustín se dedicó a
tratar este asunto con detalle, de modo que hasta el día de hoy sus
enseñanzas sobre el pecado original son defendidas por la gran ma-
yoría de teólogos.
San Agustín siguió de cerca el relato del Génesis, según el cual
Adán comió del fruto del árbol del conocimiento y así transgredió
la prohibición de Dios. Como es sabido, el Génesis narra que Dios,
al enterarse de esto (¿acaso no lo sabía?, ¿no es omnisciente?), ex-
pulsó a Adán y Eva del jardín del Edén y pronunció una serie de
condenas en su contra.
Aunque la condena divina de Adán y Eva es severa, nada se di-
ce en el Génesis de que sus descendientes (a saber, la humanidad
entera) fuesen condenados por un pecado original. De hecho, los
judíos, que creen también que el libro del Génesis fue revelado,
aceptan que Adán y Eva fueron expulsados de ese paraíso, pero no
la doctrina del pecado original (al igual que los musulmanes, que
siguen una versión similar de esta historia en el Corán).

120
Gracias a su imaginación, digna de un narrador de literatura
fantástica, san Agustín añadió algunos detalles que explican cómo
sucedió el pecado original. Según él, el pecado de Adán fue la so-
berbia y la envidia, como se deja ver en el libro del Génesis. Pero,
además, desde ese momento se apoderó de Adán la concupiscen-
cia y la libido. Como se sabe, libido es el deseo sexual de los seres
humanos, y concupiscencia, según los teólogos, el deseo desmedido
(no sólo sexual, aunque fundamentalmente sea así).
Pues bien, Adán transmitió su pecado a su descendencia me-
diante la actividad sexual realizada con concupiscencia. Según la
interpretación teológica de la Iglesia ortodoxa, no se trata estricta-
mente de que los descendientes reciban la condena de una falta co-
metida por su antepasado, sino que esos descendientes heredan la
naturaleza corrompida del ancestro y esa naturaleza corrompida es
pecaminosa, en virtud de lo cual se hereda el pecado original. Des-
de entonces todos los seres humanos reciben la concupiscencia, y
por ello tienen una propensión al pecado.
Es fácil ver en todo esto el reflejo de las obsesiones mortifican-
tes del propio Agustín de Hipona. Desde muy joven tuvo activi-
dad sexual y durante muchos años tuvo una amante, con la cual
tuvo un hijo. De repente, tras algunas crisis religiosas, abandonó
a su mujer y se dedicó de lleno a la vida cristiana. Hoy san Agus-
tín es probablemente el santo más respetado por los teólogos, y la
Iglesia ha aplaudido el abandono de su vida sexual para dedicarse
de pleno a la vida cristiana. Ninguno se atreve a considerar el des-
amparo en el que quedaron inmersos seguramente la mujer y el hi-
jo, como consecuencia de sus decisiones.
En todo caso, como muchos otros cristianos de la época, san
Agustín estuvo morbosamente obsesionado con los peligros y des-
ventajas de la actividad sexual, y fue inevitable que elaborara una
teoría que responsabilizase al sexo de los males de la humanidad.
Según san Pablo, san Agustín enseñaba que la humanidad ha-
bía quedado separada de Dios a causa del pecado original, pero
Cristo vino al mundo para restaurar esa relación rota y por ello es
nuestro salvador. No obstante, según san Agustín, la misión salva-
dora de Cristo no erradica el pecado original. Aún después de él,

121
los seres humanos siguen heredando el pecado de Adán (lo cual
nos lleva a la pregunta: ¿cuál fue la gran labor de Cristo si segui-
mos naciendo en pecado y separados de Dios?).
Según san Agustín, para absolver del pecado original es necesa-
rio el bautismo. Hasta ese momento el rito del bautismo se cele-
braba habitualmente entre adultos, pues se suponía que estos son
quienes han acumulado pecados que deben ser absueltos. Pero como
san Agustín insistió en que todos nacemos en pecado, dio comienzo
la obsesión cristiana a bautizar a los niños.
San Agustín enseñó una doctrina muy cruel: los niños que mue-
ren sin ser bautizados van directamente al infierno ya que son pe-
cadores. Probablemente esta brutal enseñanza teológica mortificó
a muchas madres, que unían al desconsuelo por la muerte de sus
hijos el pensamiento de que las criaturas fallecidas arderían eter-
namente en el infierno.
Hubo algunos teólogos con algo más de sensibilidad que mo-
deraron un poco sus opiniones respecto al destino de los niños no
bautizados. Más o menos a partir del siglo XII se empezó a defen-
der la doctrina de la existencia del limbo (lugar donde los niños no
bautizados sufren muy levemente), que perduró en el catolicismo
aunque, en rigor, nunca fue doctrina oficial de la Iglesia. Con to-
do, esta doctrina del limbo siguió aterrorizando a las madres du-
rante varios siglos (de ahí la costumbre católica de bautizar a los
niños un día después de su nacimiento).
Insólitamente, en 2006 el papa Benedicto XVI anunció que el
limbo no existe, dejando entrever que los niños no bautizados pue-
den salvarse. Los católicos, acostumbrados a obedecer los dictá-
menes de un anciano, aceptaron esta enseñanza sin rechistar, como
antaño habían aceptado que existía el limbo precisamente porque
algún anciano con autoridad había dicho que así era. Lo ocurrido
con la eliminación del limbo es emblemático de las enseñanzas te-
ológicas: se aceptan no porque haya pruebas en su favor, porque
su verdad pueda ser deducida o porque sea racional hacerlo. Antes
bien, se aceptan sencillamente porque la autoridad lo dispone.
Ha habido entre los teólogos un debate respecto al bautismo:
¿Debe administrarse a los niños o sólo a los adultos? Algunas sectas

122
protestantes han defendido la idea de que el bautismo debe de ser
un acto de voluntad adulta, y que no tiene eficacia propiamente
para absolver del pecado original pues éste se absuelve mediante la
fe. Como contrapartida, quienes defienden el bautismo de los ni-
ños alegan que es necesario, ya que de otro modo se corre el ries-
go de que mueran sin ser absueltos del pecado original. Como en
muchos de estos debates, los argumentos que más suelen invocar-
se son las referencias a la Biblia y la tradición. Para saber si los ni-
ños deben o no ser bautizados, los teólogos buscan con lupa pasajes
bíblicos o testimonios del cristianismo primitivo favorables a una
u otra práctica. El método empleado no es la deliberación racio-
nal, sino la aceptación de la autoridad de un libro o de una anti-
gua institución.
Por supuesto, no hay manera de saber si el bautismo absuelve o
no del pecado original, si tal cosa existe. No se puede concebir nin-
gún experimento para resolver esa disputa; por tanto, cualquier
postura que se tome será arbitraria. Pero el bautismo de los adul-
tos es menos objetable moralmente que el de los niños. Además de
ser una supuesta absolución de los pecados, el bautismo es una ads-
cripción al conjunto de las doctrinas cristianas. Ésta es una deci-
sión que debe ser tomada por personas con capacidad deliberativa.
Bautizar a niños es imponer sobre ellos una adscripción doctrinal
sin consultarles. El biólogo Richard Dawkins considera que esto
es una forma de abuso infantil. Quizá la opinión de Dawkins sea
extrema, pero debemos considerar que, así como nos escandaliza
ver a un niño recitando un credo doctrinal en una manifestación
política, también debe escandalizarnos saber que los padres deci-
den cuál será la religión de los niños.
No todos los teólogos de la época de san Agustín aceptaron la
doctrina del pecado original. Hubo un monje procedente de las Is-
las Británicas, Pelagio, que se oponía a esta doctrina. Este monje
llevaba una vida ascética muy rigurosa y daba el ejemplo de su vi-
da como demostración de que los seres humanos pueden alejarse
del pecado con su propio esfuerzo. Pelagio enseñaba que el hom-
bre tiene plenitud de libre albedrío para escoger entre lo bueno y
lo malo, y que su naturaleza no es intrínsecamente corrupta. La

123
implicación de esto era que el hombre puede salvarse por sus pro-
pios méritos y no necesita el favor de Dios para hacerlo.
Julián de Eclana, seguidor de Pelagio, acusó a san Agustín de es-
tar influido por las ideas maniqueas. El maniqueísmo era una re-
ligión rival del cristianismo, a la que aquél había pertenecido, y
enseñaba que existe un rotundo contraste entre las fuerzas del bien
y las del mal: el espíritu está asociado al bien y la materia al mal.
Según los maniqueos, el cuerpo es malo, y Julián afirmaba que la
obsesión de san Agustín con la maldad del hombre y la corrupción
de la sexualidad recapitulaba las enseñanzas maniqueas.
San Agustín, que había sido profesor de retórica, intentó de-
fenderse de estos ataques y dio pie a una disputa con los pelagia-
nos. Como en muchas de las peleas teológicas de aquella época,
hubo muchos insultos y pocos argumentos racionales. A lo sumo,
el argumento central en contra de Pelagio era que, sin pecado ori-
ginal, Cristo no nos salvó de nada y que su misión no había sido
gran cosa (en otras palabras, era necesario defender la doctrina del
pecado original para defender la de la expiación, la cual, como he-
mos visto, tampoco es razonable). Al final prevaleció la postura de
san Agustín, y los pelagianos fueron declarados herejes en el Con-
cilio de Éfeso en el año 431. A partir de entonces fueron perse-
guidos, en buena medida a causa del mismo santo de Hipona.
En algunos de sus escritos durante la disputa con los pelagia-
nos, san Agustín parece defender la idea de que no hay nada que
el hombre pueda hacer para salvarse. Tan corrompido está por el
pecado original que depende absolutamente de Dios si se salva o
no, pues el hombre es incapaz de salvarse por cuenta propia. Dios
es quien decide en exclusiva quién se salva y quién se condena.

¿Predestinados?

En el siglo XVI el reformador protestante Juan Calvino asumió fa-


náticamente esta doctrina. Calvino fue radical en su enseñanza
del pecado original: el hombre es un depravado total. Y como su

124
condición depravada le impide salvarse por su cuenta, Dios ha de-
cidido desde antes de la creación quién se salva y quién se conde-
na. Así, los hombres no tienen libre albedrío: su naturaleza
corrompida les impide escoger libremente entre lo bueno y lo ma-
lo, y su salvación ha sido predestinada por Dios. Cuando los hom-
bres se salvan es porque Dios les concede su gracia, y ésta es
irresistible. Dios extiende su gracia sólo a aquellos que ha decidi-
do de antemano que se salven. Y esta gracia es irresistible en el sen-
tido de que quien la recibe se salvará automáticamente. Quienes
son condenados nunca recibieron la gracia divina, pues desde el
inicio Dios decidió que no se salvarían. Cristo no murió por los
pecados de la humanidad sino sólo por los de quienes se salvarán.
Semejante doctrina causó escándalo y con justa razón. Si de an-
temano el mismo Dios ha decidido que será de mí después de mi
muerte, y que lo que yo haga será irrelevante, ¿qué sentido tiene
seguir una u otra religión? Sin libertad, ¿qué responsabilidad te-
nemos? En el seno del protestantismo hubo quien se opuso a las
enseñanzas de Calvino. El teólogo Jacobo Arminio defendió la idea
de que Dios sabe de antemano quién se salvará y quién se conde-
nará, pero los hombres conservan su libertad. El pecado original
perjudicó a la naturaleza humana pero no la corrompió por com-
pleto, pues el hombre aún conserva la capacidad para escoger li-
bremente entre lo bueno y lo malo. Dios escogió a quienes sabía
que decidirían libremente seguir sus mandatos. Así, Dios ha ex-
tendido su gracia a los hombres pero ésta no es irresistible, pues
hay algunos que libremente la rechazan. De esa manera, Cristo
murió por todos los hombres pero no todos se salvarán, pues al-
gunos libremente lo rechazarán. La salvación del hombre no de-
pende exclusivamente de Dios sino de una sinergia entre el hombre
y Dios.
Ésta es una de las pocas discusiones teológicas que tiene un in-
teresante trasfondo filosófico. Desde luego, muchos de los asuntos
discutidos son típicamente especulativos. Pero suscita una pregunta
filosófica muy importante: ¿Conocer con certeza qué hará una per-
sona implica que esa persona no es libre? La intuición nos dice que,
en efecto, en ese caso la libertad no existe.

125
Ésta fue, según parece, la respuesta de Calvino: Dios es omnis-
ciente y, puesto que ya sabe quién se salva y quién se condena, no
tenemos libre albedrío. Esta cuestión se debate también en térmi-
nos seculares: si todo está determinado por las leyes de la física,
¿hay espacio para nuestra libertad? Muchos opinan que no. No só-
lo Calvino negaba el libre albedrío; grandes ateos como el barón
de Holbach y Laplace afirmaban también que estamos determi-
nados y que, por tanto, no somos libres.
La postura de Arminio puede resultar a simple vista incoheren-
te: ¿cómo puede Dios predestinar de antemano a los hombres y
que éstos conserven su libertad? Pero así como algunos ateos nie-
gan el libre albedrío, otros lo afirman, y lo hacen con razonamientos
parecidos al de Arminio. A juicio de filósofos ateos (o, al menos,
con inclinaciones hacia el ateísmo), como David Hume, A. J. Ayer
y Daniel Dennett, podemos estar a la vez determinados y ser li-
bres. Saber de antemano cómo actuará una persona no suprime
propiamente su libertad, pues sus actos proceden de ella misma y
no ha sido coaccionada por un agente externo. Esta postura se ha
llamado compatibilismo: el conocimiento previo de las acciones es
compatible con la libertad para hacerlas. Arminio defendía una for-
ma de compatibilismo: Dios elige de antemano a quienes sabe que
aceptará libremente su gracia.

Teología y ciencia

En todo caso, algunos teólogos han tratado de defender la idea de


que el pecado original concuerda perfectamente con los postula-
dos de la filosofía y la ciencia. En el siglo XVIII varios filósofos re-
chazaron drásticamente la doctrina del pecado original y sostuvieron
que el hombre es naturalmente bueno. Probablemente el filósofo
más emblemático de ellos fue Jean-Jacques Rousseau. A su juicio,
los hombres son buenos por naturaleza pero la sociedad los co-
rrompe. Según Rousseau, hubo una época dorada de la humani-
dad, antes de la civilización, cuando los hombres vivían en armonía

126
con la naturaleza y no existía la violencia ni la corrupción. El hom-
bre no nace malo sino que se vuelve malo como consecuencia de
la vida civilizada.
Muchos filósofos han criticado a Rousseau. Suelen ver en él un
romántico ingenuo que subestima el potencial destructivo de la
naturaleza humana. Un siglo antes de él, el filósofo Thomas Hob-
bes había defendido la idea de que, en su estado natural, los hom-
bres se convierten en lobos depredadores de otros hombres. En
conjunto, los filósofos se inclinan más por la visión pesimista de
Hobbes que por la optimista de Rousseau.
Tanto Hobbes como Rousseau y sus respectivos seguidores ofre-
cían visiones meramente especulativas, sin mucho rigor científico.
Pero a partir de la teoría de la evolución ha habido más oportuni-
dades para responder con mayor firmeza empírica a la pregunta
respecto de lo “buena” o “mala” que es la naturaleza humana. Los
postulados de la teoría de la evolución permiten inferir que las con-
ductas egoístas que consideramos “malas” tienen ventajas adapta-
tivas. En la competencia por sobrevivir, un individuo que muestre
algún rasgo que le permita propagar sus genes en mayor propor-
ción que los demás tendrá más ventajas.
En el caso de la especie humana, hemos heredado una tenden-
cia al egoísmo que está inscrita en nuestros genes. En los albores
de nuestra especie, los individuos más egoístas sobrevivieron en
mayor proporción y así hemos heredado los genes que codifican
las conductas egoístas. En este sentido, tenemos una predisposi-
ción genética a buscar nuestra propia satisfacción a expensas de los
demás y, por así decir, a ser inmorales.
Pues bien, muchos teólogos señalan que el pecado original coin-
cide con esta idea científica. Según ellos, decir que el hombre vie-
ne al mundo con una naturaleza corrompida es lo mismo que decir
que los seres humanos cuentan con una predisposición genética al
egoísmo. Un teórico de la evolución advertirá rápidamente que, a
partir de la misma selección natural, los individuos no están incli-
nados forzosamente al perjuicio de los demás. Pues así como las
conductas egoístas tienen ventajas adaptativas, las altruistas tam-
bién las tienen. En la medida en que un individuo colabore con al-

127
gún pariente que lleve parte de sus genes o algún individuo que ha-
rá recíproca la colaboración, los genes altruistas podrán persistir.
Los teóricos de la evolución sostienen que en el hombre hay una
combinación de genes que lleva a conductas egoístas y altruistas.
Pues bien, a excepción de los calvinistas (que creen que el hombre
es un depravado total), los teólogos consideran que, como conse-
cuencia del pecado original, el hombre lleva una herida pero que
ésta puede ser redimida. Esta idea coincide, supuestamente, con la
afirmación científica de que tenemos una tendencia doble hacia el
egoísmo y el altruismo.
Esto es típico de una corriente de teólogos que recurren a ma-
labarismos interpretativos para conciliar la ciencia con la teología.
Ciertamente podemos aceptar que hay una coincidencia entre las
doctrinas teológicas respecto al pecado original y las enseñanzas
científicas respecto a la teoría de la evolución. En este sentido, po-
demos admitir que la doctrina del pecado original es un pronun-
ciamiento correcto sobre la naturaleza humana.
Pero las doctrinas teológicas sobre el pecado original están en-
vueltas en un ropaje mitológico que es sencillamente inaceptable.
Y si estamos dispuestos a “desmitologizar” ésta y otras doctrinas,
deben presentarse en el lenguaje y los términos de la ciencia, sin ne-
cesidad de recurrir a conceptos teológicos como “pecado” o “Dios”.
Los teólogos no tenían ni remota idea de genética. Para explicar
cómo se traspasa el pecado original de una generación a otra in-
ventaron una teoría mitológica sobre la contaminación del acto se-
xual y la concupiscencia.
Además, la doctrina del pecado original depende de la existen-
cia histórica de un Adán que introdujo el pecado en el mundo. Es-
to es científicamente inaceptable. No hubo un primer ser humano
claramente identificable; antes bien, la especie humana procede de
un conjunto de homínidos, de manera que no podemos identifi-
car con precisión quién pudo haber sido ese Adán.
Algunos teólogos modernos (no la mayoría) quieren pasar por
alto la historicidad de Adán y asumen la historia narrada en el Gé-
nesis como un relato metafórico sobre la condición corrupta de la
humanidad. Pero si la falta de Adán fue un mito, ¿para qué fue

128
necesaria la muerte de Cristo? Si, como se dice, Cristo murió pa-
ra remediar la falta de Adán, ¿por qué se necesitó un castigo que
ocurrió en el tiempo para remediar una falta que no ocurrió his-
tóricamente? Para remediar una falta simbólica pudo haberse em-
pleado una salvación simbólica.
La doctrina del pecado original sostiene que Adán estaba libre
de pecado, pero que al comer del fruto del árbol prohibido pasó
su corrupción a su descendencia. Esto es contrario a la teoría de la
evolución. Pues en ese caso la corrupción de Adán no era propia-
mente innata, sino más bien un rasgo adquirido que se transmitió
a sus descendientes. Hoy la genética no acepta la herencia de los
caracteres adquiridos (aunque quizá haya algún matiz en el naciente
campo de la epigenética); como hemos visto en la introducción a
este libro, los experimentos de Weismann refutaron la teoría de La-
marck. En la medida en que la doctrina del pecado original sos-
tiene que la falta de Adán se transmite a su descendencia, coincide
no propiamente con lo que conocemos sobre genética sino con la
refutada teoría de Lamarck.
Las dificultades no terminan ahí. Según los escritos de san Pa-
blo incluidos en el Nuevo Testamento en que se basan los teólogos
para sostener la doctrina del pecado original, la muerte entró en el
mundo con el pecado de Adán. ¿Significa esto entonces que Adán
y Eva eran inmortales y que de repente se volvieron mortales? ¿El
león no se comía al cordero antes de que Adán cometiera ese pe-
cado? Si asumimos una lectura más metafórica de la idea de que el
pecado de Adán introdujo la muerte en el mundo, ¿qué significa
exactamente “entonces”? Está muy lejos de quedar claro. La no-
ción de que Adán introdujo la muerte es tan vaga como la de que
Cristo la venció.

El alma del cigoto

La doctrina del pecado original es aceptada por casi todos los teó-
logos (los pelagianos fueron declarados herejes y hasta el día de hoy

129
casi ningún teólogo se atreve a reividincarlos). Pero hay más di-
senso respecto a las sustancias que forman los seres humanos. Y
aunque sobre este tema no ha habido las disputas teológicas for-
madas en torno a otros, sigue siendo un punto contencioso.
La mayoría de los cristianos comparten con otras culturas la an-
tigua creencia de que los seres humanos están formados por un
cuerpo material y también por una sustancia inmaterial (o al me-
nos hecha de “materia fina”); a saber, el alma. Esta sustancia es la
encargada de dar vida al cuerpo, de manera que, en el momento
de la muerte, alma y cuerpo se separan.
Esta doctrina no tiene muchas referencias en la Biblia y tam-
poco ha sido claramente definida por los credos y concilios acep-
tados por el cristianismo. Desde luego, en esos credos se menciona
la vida después de la muerte, pero no se especifica si el hombre es
una dualidad alma-cuerpo o alguna otra variante.
Puesto que no hay una mención inequívoca en la Biblia sobre
la constitución del hombre, una minoría de teólogos ha asumido
que el hombre es sólo cuerpo; a saber, los seres humanos están for-
mados exclusivamente por una sustancia material. Esta postura
puede ser llamada “materialista”, pero sólo compete al hombre,
pues estos teólogos “materialistas” creen que Dios es inmaterial. A
juicio de ellos, ser “materialistas” no les impide creer en la vida des-
pués de la muerte pues, según creen, al final de los tiempos habrá
una resurrección de los cuerpos. Según esta interpretación, cuan-
do las personas mueren dejan de existir y comienzan nuevamente
a existir tras la resurrección.
A estos teólogos no parece preocuparles demasiado el hecho de
que, si las personas dejan de existir con la muerte, entonces los cuer-
pos resucitados serían réplicas de las personas originales y no pro-
piamente idénticas a ellas. En todo caso, esta postura no tiene mucha
popularidad entre los teólogos pero es aceptada por algunas sectas,
como los adventistas del Séptimo Día y los testigos de Jehová. Se-
gún nos informan los historiadores seculares, muy probablemente
ésta fue la creencia mayoritaria en los inicios del cristianismo, es-
pecialmente antes de entrar en contacto con las ideas de los griegos
(quienes estaban más inclinados a aceptar la existencia del alma).

130
Un segundo grupo de teólogos sostiene que el hombre es una
dualidad cuerpo-alma. Así, los seres humanos cuentan con un cuer-
po material pero además tienen como añadido una sustancia in-
material. Tomás de Aquino enseñaba que, sin la unión de cuerpo
y alma no estaríamos propiamente en presencia de una persona,
pero muchos cristianos (especialmente católicos) creen que en el
momento de la muerte el cuerpo se separa del alma y ésta mantie-
ne una existencia en estado incorpóreo, en espera de reintegrarse
al cuerpo en el momento de la resurrección.
Durante varios siglos, muchos filósofos defendieron una versión
de esta idea, que evoca las antiguas doctrinas filosóficas griegas.
Platón sostenía que el hombre es una dualidad mente-cuerpo, y en
época moderna Descartes fue también un entusiasta defensor de
esta doctrina. Incluso filósofos muy alejados de la teología, como
Karl Popper, e incluso renombrados neurocientíficos como John Ec-
cles han defendido la idea de que el hombre está compuesto por dos
sustancias. Y aunque estos filósofos prefieren emplear el término
“mente” en lugar de “alma”, sus posturas son básicamente una rea-
firmación de la doctrina dualista defendida por muchos teólogos.
Un tercer grupo de éstos prefiere ser más fiel a las enseñanzas
de la Biblia y sostiene que el hombre no está compuesto por dos
sustancias sino por tres (¡vuelve el número tres!): cuerpo, alma y
espíritu. En algunos pasajes de sus cartas, san Pablo habla de los
hombres como una tríada de cuerpo, alma y espíritu, y esos pasa-
jes son el fundamento de esta doctrina. No queda claro si san Pa-
blo quería referirse a cada uno de estos elementos como sustancias
separadas o si, más bien, empleó la palabra “espíritu” como repe-
tición sinónima de “alma” (en cuyo caso, sería como expresar: “¡eso
es una mentira, una falacia!”, donde, obviamente, “falacia” es una
reafirmación sinónima de “mentira”, no un concepto aparte). Por
supuesto, estos teólogos están muy lejos de precisar cuál es la dis-
tinción exacta entre “alma” y “espíritu”.
A diferencia de otras disputas teológicas, para ésta hay indicios
empíricos que nos permiten pronunciarnos a favor de una u otra
postura. Y el cúmulo de pruebas indica que lo más probable es que
los seres humanos estén formados sólo por una sustancia material.

131
La neurociencia nos proporciona pruebas cada vez más nume-
rosas en favor de la hipótesis de que existe una íntima correlación
entre los sucesos de la mente y la actividad del cerebro (y cabe pen-
sar que lo que llamamos mente es idéntico al alma de los teólogos).
En el siglo XIX hubo un caso emblemático de estos hallazgos. Un
trabajador ferroviario, Phineas Gage, un hombre sumamente afa-
ble y cooperador, sufrió un terrible accidente en que unos tubos le
atravesaron los lóbulos frontales del cerebro. Gage sobrevivió al ac-
cidente y, al parecer, sus facultades cognitivas se mantuvieron in-
tactas. Pero su personalidad sufrió una severa transformación.
Empezó a mostrar rasgos de irresponsabilidad y se volvió una per-
sona agresiva.
Este caso sirvió como indicio de que las disposiciones mentales
proceden de sucesos cerebrales. Y tenemos bastante seguridad de
que los daños cerebrales ocasionan daños en la constitución men-
tal de los individuos. Hoy la neurociencia ha logrado identificar
zonas del cerebro que se iluminan cuando se tienen tipos específi-
cos de sensaciones y pensamientos. Todo esto conduce a pensar
que la mente es idéntica al cerebro. Cada pensamiento es una for-
ma de organización de las neuronas. En este sentido, la mente no
es una sustancia inmaterial aparte.
Por supuesto, la mente tiene propiedades que el cerebro no tie-
ne. Podemos tocar o ver nuestras neuronas pero no podemos to-
car o ver nuestros pensamientos. Ello no implica que la mente sea
una sustancia separada. A lo sumo, sería un epifenómeno, una pro-
piedad emergente del cerebro, del mismo modo que la digestión
es una propiedad emergente del estómago o la sonrisa es una pro-
piedad emergente de la boca. Así como no puede haber sonrisa sin
boca (precisamente esto es lo absurdo del gato de Cheshire descri-
to por Lewis Carroll), no puede haber mente sin cuerpo.
El filósofo René Descartes sostuvo un argumento interesante en
favor de la idea de que la mente es una sustancia separada del cuer-
po, y de este argumento se han valido algunos teólogos para re-
chazar el materialismo, afirmar la existencia del alma y postular
que el hombre es una conjunción de alma y cuerpo. Descartes sos-
tenía que él podía imaginar una existencia incorpórea; a saber, po-

132
día imaginarse existiendo con mente pero sin cuerpo. Al imaginar
esto, según Descartes, debe admitirse que mente y cuerpo no son
una misma sustancia, pues si lo fuesen no sería posible imaginar la
existencia de una sin imaginar la existencia de la otra.
Este argumento es intrigante pero no plenamente convincente.
Quizá, al contrario de lo que Descartes pretende, no sea tan fácil
imaginar una existencia incorpórea (¿cómo, por ejemplo, podemos
ver sin ojos?).
Además, el hecho de que podamos imaginar la existencia de una
cosa sin imaginar la existencia de otra no implica que esas dos co-
sas no sean en realidad idénticas. Por ejemplo, puedo asegurar ha-
ber visto a un hombre enmascarado robar un banco, y al mismo
tiempo asegurar que no he visto a mi padre robar ese mismo ban-
co. Esto no implica que mi padre no sea el hombre enmascarado.
Del mismo modo, puedo imaginar que mi mente existe y que mi
cuerpo no existe, pero eso no implica que mente y cuerpo no se-
an la misma sustancia.
Hay, además, dificultades notorias con el concepto de alma. Si
se trata de una sustancia inmaterial que no ocupa espacio, ¿cómo
puedo distinguir entre un alma y otra? ¿Cuándo empieza a existir
el alma? Los teólogos sostienen habitualmente que el alma empie-
za a existir en el momento de la fecundación (y de ello suelen par-
tir para oponerse al aborto) pero, ¿qué ocurre en la fecundación de
gemelos? Así como en estos casos el cigoto se divide en dos, ¿tam-
bién se divide el alma en dos? ¿Y quién fue el primer hombre que
tuvo alma? ¿Adán? La teoría de la evolución nos diría que ese Adán
procede de unos padres que seguramente no eran muy distintos a
él (pues la evolución opera gradualmente); en este caso, Adán tuvo
alma pero sus padres, corporalmente parecidos a él, no tuvieron.
En cualquier caso, entre los filósofos sigue habiendo un intere-
sante debate respecto a cuál es la naturaleza exacta de la mente, y
aún quedan filósofos estimables que defienden que la mente es una
sustancia inmaterial. Los bandos en disputa exponen argumentos
interesantes basados en razonamientos que son al menos dignos de
consideración. Por su parte, los teólogos tienen más tendencia a
afirmar que el hombre es una conjunción de alma y cuerpo, pero

133
con frecuencia sus posturas no proceden propiamente de una re-
flexión crítica sobre el asunto sino de una adscripción dogmática
a los dictámenes de un antiguo libro.

134
7
666 y otros números

Después de la muerte

Hemos visto en el capítulo 3 que es muy probable que Jesús creía


que el mundo se acabaría en su propia época. Pero eso no ocurrió.
En vista de ello, el naciente cristianismo se fue despojando de su
mensaje apocalíptico, aunque nunca ha perdido del todo este ca-
riz. Desde el siglo XIX han aumentado las expectativas de terribles
acontecimientos que traerán consigo el fin del mundo, seguido por
una Edad de Oro en la que Cristo regresará y, finalmente, el reino
de Dios será instaurado en la Tierra.
La rama de la teología que se encarga de especular sobre estas
cuestiones es la escatología. En la escatología cristiana hay dos gran-
des temas: en primer lugar, la especulación sobre el destino de las
personas después de su muerte; en segundo, la especulación sobre
los acontecimientos que anunciarán el fin del mundo. Como las
otras ramas de la teología, la escatología es una disciplina muy es-
peculativa, sin ningún sustento que permita elegir racionalmente
una doctrina sobre otra.
Para pronunciarse sobre el fin de los tiempos y la existencia post
mortem, los teólogos no tienen ningún dato objetivo al cual recu-
rrir: sólo la autoridad de la Biblia. Nadie ha muerto y regresado
para contar qué le ha ocurrido. Gracias a las observaciones cientí-
ficas podemos deducir cómo podrá ser el fin del mundo, de nues-
tro planeta o de la vida humana sobre él (quizá debido al impacto

135
de un meteorito, de una guerra nuclear, del calentamiento glo-
bal...), pero esto está muy alejado de la aceptación dogmática de
los teólogos de las doctrinas escatológicas.
Los teólogos enseñan que al final de los tiempos habrá una re-
surrección de los cuerpos y que los resucitados serán sometidos a
un Juicio Final. Los salvados permanecerán junto a Dios por la
eternidad en el cielo y los condenados serán arrojados al infierno
y recibirán el castigo eterno. Los católicos y ortodoxos creen que
la salvación se consigue mediante la fe y las buenas obras; los pro-
testantes creen que la salvación viene sólo mediante la fe. Además,
recordemos la disputa promovida por los calvinistas sobre la pre-
destinación y los méritos propios para la salvación.
Pero los teólogos no se ponen de acuerdo ni siquiera en la doc-
trina de la resurrección y el Juicio Final. Orígenes defendió la doc-
trina de la apocatástasis; a saber, la reconciliación de Dios y Satanás.
Como corolario, Orígenes enseñaba que la salvación sería univer-
sal: todas las personas resucitadas irían al cielo y el infierno dejaría
de existir.
La postura de Orígenes fue declarada herética en el segundo
Concilio de Constantinopla en el año 553. Pero hoy existen algu-
nas sectas que se adhieren a esta doctrina y sostienen que, en efec-
to, la salvación será universal. Por esta razón esas sectas son llamadas
con frecuencia universalistas.
La doctrina de Orígenes saca a relucir un problema planteado
en el capítulo 1: ¿cómo puede ser Dios justo y misericordioso al
mismo tiempo? Orígenes creía que la misericordia de Dios impi-
de que castigue eternamente a la humanidad. Pero si Dios es jus-
to, no puede asegurar la salvación a todos los hombres, de la misma
manera que un juez justo no puede absolver a los criminales. La
Iglesia terminó por inclinar la balanza en favor de la justicia: Dios
castiga. Pero, ¿cómo puede un Dios misericordioso castigar cuan-
do, precisamente, la misericordia promueve el perdón de las faltas
y la suspensión del castigo?
En todo caso, hay otra dificultad filosófica en la doctrina del
castigo infernal eterno: ¿cómo puede ser justo un castigo eterno
(por tanto, infinito) por una falta temporal (por tanto, finita)? Para

136
solventar esta dificultad algunos teólogos han propuesto el ani-
quilacionismo, doctrina según la cual la existencia de los pecadores
es aniquilada después de su muerte. Los pecadores no van al in-
fierno sino que, sencillamente, no resucitan. Arnobio de Sicca de-
fendió en el siglo IV una variante de esta doctrina y hoy algunas
sectas, como los testigos de Jehová y los adventistas del Séptimo Día,
también la defienden. Como corolario, estos grupos creen que el al-
ma no existe o, a lo sumo, que no es inmortal, y que cuando las per-
sonas mueren dejan de existir, y sólo resucitan las que se salvan.
La mayor parte de los teólogos rechaza el aniquilacionismo y
afirma la existencia del infierno. Algunos intentan resolver el pro-
blema (¿cómo puede ser justo un castigo infinito por una causa fi-
nita?) diciendo que, ya que el ofendido por los pecados es un ser
infinito, la pena también debe ser infinita. Este razonamiento no
es muy convincente: ¿Acaso el estatuto de una víctima incide so-
bre el castigo de una falta? ¿Merece más castigo el asesino de un
magnate que el de un pordiosero? Además, si Dios es omnipoten-
te, no sería perjudicado por nuestros pecados, de manera que no
sería propiamente un ofendido.
Otros teólogos tratan de resolver este problema señalando que
el infierno no es propiamente un castigo o una condena sino un
decreto mediante el cual Dios respeta la voluntad del pecador. En
época más reciente esta postura fue defendida con entusiasmo por
el teólogo C. S. Lewis. El pecador quiere con sus acciones vivir ale-
jado de Dios y éste respeta su decisión. El infierno es un lugar de
alejamiento de Dios y el pecador va al lugar a donde él mismo ha
querido ir.
Esta respuesta es muy dudosa. En principio, podemos conce-
der que el pecador quiere estar alejado de Dios, pero eso no im-
plica querer estar sometido a las terribles torturas que, según los
teólogos, habrá en el infierno. Además, hay gente que quiere estar
alejada de Dios por varios motivos (no está convencida de su exis-
tencia, le aburre la vida religiosa, etc.), pero no por ello está aleja-
da de las buenas acciones. De este modo, querer estar alejado de
Dios no implica querer estar alejado de las buenas acciones y mu-
cho menos querer ser sometido a suplicios infernales.

137
La idea del cielo, otra favorita entre los teólogos, suscita tam-
bién muchas dudas filosóficas. Al parecer, en ese lugar no habrá su-
frimiento. ¿Pero habrá libre albedrío? Parece ser que también habrá
libre albedrío. Pero si hay libre albedrío y hay ausencia de sufri-
miento, eso prueba que es posible conciliar ambos. Si esto es así,
es perfectamente posible para Dios acabar en este momento con
el mal en el mundo y aún así preservar el libre albedrío.
Asimismo hay notorias dificultades conceptuales sobre la posi-
bilidad de una existencia después de la muerte. ¿De qué manera la
persona que va al cielo (o al infierno o al purgatorio o al limbo) es
la misma que vivió en la Tierra? Esta pregunta es fundamental pues,
para mantener la justicia en el Juicio Final, la persona que es cas-
tigada o recompensada debe ser la misma que la que cometió los
actos por los cuales está siendo juzgada. Una réplica no es sufi-
ciente. No es justo castigar o premiar a una persona por las faltas
o méritos de otra.
Si asumimos que el alma existe, no parece haber gran proble-
ma. Pues al conservar el alma, la persona puede seguir existiendo
incorpóreamente, y en el momento de la resurrección el alma (su-
puestamente, la esencia de la persona) asume sencillamente un nue-
vo cuerpo. Algunos teólogos han afirmado que el cuerpo resucitado
será incluso el mismo que el que la persona tuvo originalmente en
la Tierra. Es dudoso que esto sea posible, pues aunque el cuerpo
resucitado esté hecho con los mismos átomos y la misma forma,
no será exactamente el mismo cuerpo: no habrá la continuidad es-
pacial y temporal que garantiza la continuidad de la identidad. Si
un vaso se cae, se rompe y sus partes se disgregan; si luego se re-
componen, ya no es el mismo vaso. Además, sabemos que los áto-
mos que forman el cuerpo de una persona pueden formar más tarde
el cuerpo de otra. ¿Cómo puede Dios reconstituir con los mismos
átomos los cuerpos de ambas personas?
Hemos visto en el capítulo anterior que los avances de la neu-
rociencia arrojan serias dudas sobre la existencia del alma. Algunos
teólogos aceptan que el alma no existe (o a lo sumo, que no es in-
mortal), pero suscriben la existencia de una vida después de la
muerte. Defienden la doctrina del “sueño del alma”; a saber, que

138
las personas dejan de existir con la muerte pero que en el momento
de la resurrección vuelven a existir.
Esta interrupción es muy problemática pues no permite la con-
tinuidad de la identidad entre la persona que muere y la que resu-
cita. Parece que la persona resucitada sería una mera réplica de la
persona que murió, pero no exactamente la persona original. En
este caso se estaría juzgando de nuevo a una persona por las accio-
nes de otra.
Para resolver este problema, un teólogo contemporáneo, Peter
van Inwagen, afirma que el cuerpo de las personas es raptado por
Dios en el momento de la muerte (que lo reemplaza por un susti-
tuto que se descompone) y lo conserva hasta el momento de la re-
surrección. Así se mantiene la continuidad entre el cuerpo original
y el resucitado, y cuando enterramos el cuerpo de un ser querido
en realidad estamos enterrando un sustituto.
Esta alternativa no resuelve gran cosa. En primer lugar, no es-
taríamos propiamente en presencia de una reconstitución del cuer-
po, pues éste nunca se habría descompuesto. Y en segundo, Dios
nos estaría engañando deliberadamente. La extravagante alterna-
tiva de Inwagen es un buen ejemplo de cómo los teólogos recorren
tortuosos, intrincados y hasta ridículos caminos para tratar de sos-
tener sus doctrinas.

Apocalipsis

Los teólogos han especulado mucho más sobre la escatología co-


lectiva; a saber, cómo será el fin del mundo. Su punto de partida
es el libro del Apocalipsis. Algunos han desarrollado una obsesión
mórbida por este libro, pero hay que señalar que otros objetaban
su inclusión en el canon del Nuevo Testamento desde una época
muy temprana del cristianismo.
Como es sabido, el libro es supuestamente un conjunto de vi-
siones reveladas a un tal Juan de Patmos. La tradición ha querido
hacernos creer que este Juan es el mismo que escribió el evangelio

139
de Juan, las cartas que llevan su nombre y que es, además, el mis-
terioso “discípulo amado” de Jesús. Nada de ello es probable. Más
bien parece que el autor del Apocalipsis fue un cristiano persegui-
do y exiliado en la isla de Patmos, que escribió ese libro en su so-
ledad y desesperación.
Algunas personas han opinado que el autor del Apocalipsis era
un psicótico, pues el uso de imágenes tan extravagantes pone en
duda su sano estado mental. Esta es una posibilidad, pero me in-
clino a pensar que el Apocalipsis es sencillamente un texto que per-
tenece a un género literario muy común en aquella época. Frente
a la opresión y persecución de los poderes imperiales romanos, re-
sultaba habitual entre los judíos publicar textos sobre el inminen-
te fin del mundo llenos de imágenes avasalladoras y extravagantes,
precisamente para generar un efecto rimbombante ante la inmi-
nente irrupción de Dios.
La historia narrada en el Apocalipsis está sobrecargada de de-
talles enigmáticos pero podemos tratar de resumir brevemente:
Juan tiene visiones de Dios en su trono. Dios tiene en su mano
un libro con siete sellos. El cordero abre cada uno de los sellos y
cada vez que lo hace se producen terribles catástrofes sobre la Tie-
rra. Después siete ángeles tocan cada uno una trompeta y se pro-
ducen más catástrofes cada vez que suenan esas trompetas. En el
cielo tiene lugar una guerra entre Miguel y el dragón. Aparecen
dos bestias (una marina y otra terrestre) y un falso profeta. Una
de las bestias impone un sello sobre la frente y la mano derecha
de los hombres, y quien no lo tenga no podrá comprar ni vender
mercancías. Siete ángeles derraman cada uno una copa y tras ello
sobrevienen nuevas catástrofes. Luego irrumpe una prostituta que
bebe sangre de mártires, pero es vencida. Cristo regresa y forma
una gran batalla contra Satanás, el cual es arrojado a un abismo.
Tiene lugar la resurrección de los cuerpos y el Juicio Final. Pasan
mil años de reinado de Cristo. Luego Satanás es liberado del abis-
mo, se alía con Gog y Magog, se produce una segunda batalla, y
el diablo, ahora finalmente vencido, es arrojado a un lago de fue-
go y azufre. Tras esta derrota sobreviene el reino de Dios eterna-
mente.

140
Frente a un texto tan extraño como el Apocalipsis es difícil ha-
cer conjeturas sobre cuál pudo ser la intención de su autor. Some-
ramente puede considerarse que se trata de un texto que, dada la
persecución contra los cristianos por parte de las autoridades ro-
manas, pretendía dar aliento para perseverar frente al opresor. El
Apocalipsis trataba de motivar a los cristianos perseguidos a aguan-
tar y no abandonar su fe, con la promesa de que pronto Dios in-
tervendría para poner fin a los sufrimientos y vengarse de los
malvados. Quienes hayan muerto en el martirio no lo han hecho en
vano pues Dios los recompensará.
Los teólogos han interpretado este texto de diversas maneras. Y
actualmente hay entre los cristianos más desacuerdo sobre sus vi-
siones del fin del mundo que probablemente sobre cualquier otra
rama de la teología. La gran mayoría acepta al menos cuatro cre-
encias fundamentales: Cristo regresará, los cuerpos resucitarán, ha-
brá un Juicio Final y Satanás será finalmente vencido. Pero los
detalles son muy diversos.
Una corriente de teólogos opina que el libro del Apocalipsis no
es una descripción literal de hechos que han ocurrido u ocurrirán.
Se trata más bien de una evocación poética (a pesar de que, con to-
do, la resurrección, el Juicio y el regreso de Cristo serán hechos re-
ales). La mayor parte de los teólogos católicos, ortodoxos, luteranos
y calvinistas se adhieren a esta interpretación poética del Apoca-
lipsis.
Sin embargo, otros consideran que sus descripciones (así como
algunos anuncios apocalípticos que Jesús hace en los Evangelios)
se cumplieron en los dramáticos sucesos ocurridos 40 años después
de la muerte de Jesús, cuando los judíos se enfrentaron a los ro-
manos en una cruenta guerra que desembocó en la destrucción de
Jerusalén. Algunos teólogos creen que todas las descripciones apo-
calípticas se cumplieron (incluso el regreso de Cristo y el Juicio Fi-
nal), mientras otros creen que se ha cumplido la mayoría pero aún
quedan algunas para el futuro.
Otros opinan que en estos dos últimos milenios las descripcio-
nes apocalípticas se han ido cumpliendo paulatinamente. Según
esto, algunos teólogos han identificado las figuras descritas en el

141
Apocalipsis con personajes históricos. Lutero, por ejemplo, era muy
dado a interpretar que el papa era una de las bestias apocalípticas.
Napoleón, Hitler y otros personajes han tenido también el dudo-
so honor de ser identificados como cumplimientos de las profecí-
as del Apocalipsis.
Probablemente los teólogos más famosos son quienes conside-
ran que las descripciones de este libro están reservadas a un futu-
ro no muy lejano y que ocurrirán de una forma bastante literal.
Estos teólogos han delineado con precisión cómo será la secuencia
de acontecimientos y, como cabía esperar, hay disputas entre ellos
sobre su orden exacto.
La mayoría de los teólogos que esperan el cumplimiento literal
de las profecías del Apocalipsis son seguidores de las doctrinas de
John Nelson Darby, teólogo irlandés del siglo XIX que fundó la es-
cuela dispensacionalista de teología. Entre las innovadoras ense-
ñanzas de este teólogo se hallaba la doctrina del “rapto de la Iglesia”.
Según una interpretación muy oscura de un pasaje de una carta de
san Pablo (I Tesalonicenses, 4,17), Darby enseñó que, llegado el
final de los tiempos, los creyentes serán arrebatados de la Tierra para
salvarse y el resto de personas será dejado atrás.
Los salvados serán raptados justo antes del inicio de un terrible
período de tribulaciones en el que se cumplirán las catástrofes anun-
ciadas en el Apocalipsis. Luego vendrá Cristo, tendrá lugar la pri-
mera batalla, reinará durante un milenio, habrá una segunda batalla
y Satanás será vencido definitivamente. Siguiendo las doctrinas de
esta corriente teológica se han escrito las novelas de la serie Deja-
dos atrás, de Tim La Haye y Jerry Jenkins, que han tenido récords
de ventas en EE UU. Pero algunos teólogos de esta misma corriente
se oponen a esta secuencia y opinan que el rapto ocurrirá después
del período de tribulación, de forma que los salvados atravesarán
por esa fase de sufrimiento.
Estos teólogos, llamados premilenaristas (pues opinan que el rap-
to y la tribulación ocurrirán antes del milenio del reinado de Cris-
to), insisten en la aparición del Anticristo como adversario de Cristo
durante esos tiempos turbulentos. En esto no son originales, pues
desde la Edad Media los teólogos católicos mostraban cierta obse-

142
sión por esta figura del Anticristo, que no es mencionada en el tex-
to del Apocalipsis. En el Nuevo Testamento es sólo indicado en las
cartas I y II de Juan y, por supuesto, de forma no muy clara. Pero
los teólogos se obsesionaron con esta figura del Anticristo y la asi-
milaron a las bestias y demás personajes siniestros que aparecen en
el Apocalipsis.

666

Como es sabido, en el Apocalipsis puede leerse que una de las bes-


tias lleva el número 666. Es muy probable que este número sea una
referencia al emperador romano Nerón (cuya persecución a los cris-
tianos estaba seguramente muy fresca en la mente del autor del
Apocalipsis), lo que no ha frenado a muchos teólogos para realizar
múltiples cálculos numéricos para anunciar el fin del mundo en
una fecha concreta. El día de la bestia, de Álex de la Iglesia, es una
genial película que satiriza estos cálculos absurdos.
La doctrina de los dispensacionalistas es que el Anticristo será
un personaje carismático que prometerá la paz mundial pero que
a la larga traerá consigo una destrucción apocalíptica. Esto ha te-
nido implicaciones en el escenario político mundial, pues varios
teólogos dispensacionalistas (como Jerry Falwell) han logrado in-
fluir en el gobierno norteamericano y dejado entrever la hipótesis
de que posiblemente algunos de los personajes políticos incómo-
dos para EE UU (como Hugo Chávez, Gadafi, Amadineyab, etc.)
fuesen el mismo Anticristo.
Varios comentaristas políticos han advertido acerca de la alar-
mante influencia que las creencias apocalípticas tienen en nume-
rosos políticos y militares norteamericanos. La expectativa del fin
del mundo es tal entre estos personajes que muchos buscan, de ma-
nera alarmante, acelerar ese fin mediante sus decisiones políticas y
militares.
Se lee en el libro del Apocalipsis que se formará un ejército de
144000 personas para luchar contra las fuerzas diabólicas, y que

143
cada una de las doce tribus judías aportará 12000 personas. Des-
de antes de la aparición del cristianismo, los judíos tenían la ex-
pectativa de que, al final de los tiempos, Dios reuniría a las doce
tribus de Israel y las congregaría en Jerusalén para rendirle alaban-
zas. Pues bien, los devotos cristianos del Apocalipsis (mayormen-
te norteamericanos) consideran que la creación del Estado de Israel
en 1948 es el primer signo apocalíptico y que el resto de profecías
está por llegar. Según creen, la protección política y militar al Es-
tado de Israel es necesaria pues así se acelerará el regreso de Cristo
al mundo en cumplimiento de las profecías apocalípticas.
Sería un error creer que el apoyo norteamericano a Israel y sus
abusos a los refugiados palestinos es meramente un asunto políti-
co o económico. Un amplio sector de políticos y militares nortea-
mericanos tiene una auténtica motivación religiosa, derivada de
doctrinas que, como todas las teológicas, son meras fantasías sin el
menor fundamento.
Por otra parte, en la historia de la teología abundan personajes
y movimientos que anunciaron con gran histeria el fin del mundo
para una fecha concreta y tomaron previsiones para ello. La lista
es demasiado larga para recogerla aquí exhaustivamente, pero men-
cionaré algunos como ejemplo de los delirios a que pueden llevar
las expectativas escatológicas.
En el siglo II, los montanistas (los mismos que creían recibir el
don de lenguas, según hemos visto en el capítulo 5) esperaban fir-
memente que el mundo se acabara en su época. Según dicen las
crónicas, en el año 1000 hubo cierta histeria colectiva respecto a
la posibilidad de que el mundo se acabara (aunque hoy los histo-
riadores ponen en duda que la expectativa del año 1000 fuese re-
almente de gran magnitud).
Aunque los cálculos respecto al fin del mundo han ocupado
siempre un lugar en el cristianismo, fue en la primera mitad del si-
glo XIX cuando empezaron a pulular en EE UU sectas que desde
entonces ponen fecha al fin del mundo. La primera de estas sectas
apocalípticas modernas que causó alboroto fue la de los seguido-
res de William Miller. A partir de la lectura del libro de Daniel (que
tiene un considerable contenido apocalíptico), Miller calculó que

144
el fin llegaría entre 1843 y 1844, a más tardar el 21 de marzo de
1844. Durante más de diez años Miller estuvo anunciando el fin
del mundo para esa fecha y logró reunir un número considerable
de seguidores. A medida que se acercaba la fecha, su fama crecía.
Finalmente llegó el 21 de marzo de 1844. Los seguidores de Mi-
ller esperaban el fin muy excitados pero nada ocurrió. Esto vino a
conocerse entre sus seguidores como la “gran decepción”y el mo-
vimiento se disolvió. El pobre Miller entró en una depresión de la
que nunca pudo salir.
Sin embargo, su influencia no desapareció. Algunos seguidores
continuaron sus enseñanzas y de ellos surgió una teóloga, Ellen
White. A Miller le gustaba hacer cálculos sobre el fin del mundo,
pero White iba más lejos: empezó a decir que tenía revelaciones.
White reinterpretó la “gran decepción” y afirmó que aquel día de
1844 ocurrió algo, pero no en la Tierra sino en el cielo: Cristo ba-
jó desde lo más alto a lo más bajo del cielo. Su objetivo era “in-
vestigar” nuestros pecados (¿no es Cristo omnisciente?). A partir
de ese momento, y sin nosotros saberlo, empezó el Juicio Final.
Sorprendentemente (aunque deberíamos haber perdido la capaci-
dad de asombro al considerar la historia de la teología), estas doc-
trinas son aceptadas por más de 15 millones de personas en todo
el mundo: los adventistas del Séptimo Día.
Quizá la secta que más se ha obstinado en anunciar fechas del
fin del mundo, fracasadas una tras otra, ha sido la de los testigos
de Jehová. En 1874, 1878, 1881, 1910, 1914, 1918, 1925, 1941
y 1999, los testigos de Jehová han anunciado el fin del mundo.
Sorprende cómo, a pesar de los flagrantes fracasos de sus predic-
ciones, esta secta sigue creciendo y está muy lejos de disolverse.

El fin del mundo

Las expectativas apocalípticas en el seno de la teología no se han


desvanecido. Es cierto que, por regla general, las altas jerarquías
eclesiásticas las han suprimido en buena medida (tal vez porque

145
los jerarcas no quieren que se acabe un mundo que dominan). Pe-
ro el desprestigio institucional de las autoridades eclesiásticas ha
promovido movimientos de base que, al igual que en los inicios
del cristianismo, explotan esas expectativas apocalípticas.
Hoy hay múltiples profecías sobre el fin del mundo. Sin un pa-
pa que suprima estos movimientos, en las sectas protestantes abun-
dan esas expectativas. Pero también en el mismo catolicismo. El
monje Malaquías hizo en el siglo XII un conjunto de profecías so-
bre los papas, la última de las cuales se refiere a un papa de nom-
bre Pedro durante cuyo papado tendrán lugar grandes catástrofes.
Asimismo, durante varias décadas un gran sector del catolicismo
estuvo pendiente de que se revelara el supuesto tercer secreto de
Fátima con la esperanza de que tuviera alguna profecía apocalíp-
tica. Los feligreses quedaron defraudados, pero hoy abundan teo-
rías de la conspiración que dicen que el verdadero tercer secreto de
Fátima ha sido ocultado por el Vaticano.
Hasta ahora, casi todas las doctrinas teológicas que hemos tra-
tado son fantasiosas y absurdas, pero no propiamente peligrosas.
Las doctrinas escatológicas sí tienen un potencial destructivo. De
hecho, están alterando el orden político y militar de EE UU y agi-
tando Oriente Medio. El auge de estas sectas apocalípticas ha pro-
ducido sucesos muy lamentables, como el suicidio colectivo
ocurrido en Jonestown en 1978 o el asedio a una secta atrinchera-
da en Texas en 1993.
Las doctrinas teológicas escatológicas se han mezclado curiosa-
mente con creencias seculares para crear falsas alarmas respecto al
fin del mundo. El temor desproporcionado de que podrían ocu-
rrir grandes catástrofes en el año 2000, debido al fenómeno infor-
mático del Y2K, estuvo en parte fomentado por sectas apocalípticas.
Así se inventaron disparatadas teoría sobre cómo en diciembre de
2012, según una supuesta concordancia con el fin de un ciclo del
calendario maya, los ejes de la Tierra se alterararían y generarían
todo tipo de catástrofes.
No hay que subestimar, por supuesto, las múltiples amenazas
que penden sobre la existencia de nuestra especie. Hay un peligro
real en el calentamiento global, las guerras nucleares, los impactos

146
de meteoritos, los desastres nanotecnológicos, los brotes de rayos
gamma, las epidemias globales, las erupciones volcánicas, etcétera.
Pero para protegernos de esto debemos recurrir a la ciencia, no a
la teología. Los peligros del Anticristo, Gog y Magog, la bestia o
el dragón son llanamente fantasiosos. Para salvarnos del apocalip-
sis debemos estudiar la naturaleza, dominarla y tomar previsiones
frente a posibles catástrofes. Nuestra salvación no está en la lectu-
ra literal de textos milenarios, y mucho menos en cálculos de ci-
fras enigmáticas.
La escatología es, como otras ramas de la teología, una discipli-
na sin el menor fundamento racional. Nadie ha muerto y regresa-
do a la Tierra para contar cómo es el cielo, el infierno, el purgatorio
o el limbo. Podemos hacer predicciones sobre el fin del mundo,
pero no basadas en lo que diga un libro escrito hace siglos. Sí po-
demos hacerlas basadas en lo que conocemos sobre la naturaleza y
así podremos, al menos, intentar retrasar lo más posible el fin de
nuestra especie.

147
148
8
Gabriel y Satanás

La angelología (el estudio de los ángeles) y la demonología (el de los


demonios) son quizá las dos disciplinas menos estudiadas por los
teólogos contemporáneos y probablemente las que más vergüenza
les produzcan. Pero en la Edad Media fueron dos disciplinas muy
destacadas.
La angelología fue la causa de la acusación de que los teólogos
se dedicaban a discutir asuntos tan inútiles como, por ejemplo,
cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler. En reali-
dad, ésta es una acusación falsa, pues no hay datos históricos con-
cluyentes de que los teólogos se enfrascaran exactamente en esa
discusión. Pero la acusación no está muy lejos de la realidad: san-
to Tomás de Aquino trató el asunto de si varios ángeles pueden
ocupar el mismo espacio. Como hemos visto, la mayor parte de la
teología (si no toda) se ocupa en realidad de asuntos para los cua-
les no hay respuestas objetivas.
La demonología, por supuesto, ha sido aún más motivo de ver-
güenza. La obsesión por las legiones de demonios y sus andanzas
por el mundo provocó persecuciones a supuestas brujas, quemas
en la hoguera, exorcismos violentos y una mentalidad paranoica
que aterrorizó a buena parte de la población durante la Edad Me-
dia y que, lamentablemente, sigue generando temor en muchas
personas ignorantes.
Pero, aunque tanto ángeles como demonios son en buena me-
dida motivo de vergüenza para muchos teólogos, la teología sigue

149
promoviendo doctrinas sobre la existencia y naturaleza de ambos
tipos de seres. Así pues, pasemos revista a algunas de las principa-
les doctrinas.

Ángeles mensajeros

Como en casi todas las creencias teológicas, las doctrinas sobre los
ángeles no proceden de una observación del mundo ni tampoco
de una deducción formal sino de la adscripción a la autoridad y,
por supuesto, a la Biblia. Tanto en el Antiguo Testamento como
en el Nuevo se mencionan figuras extrañas que, según parece, se
hallan al servicio de Dios, y esto ha sido suficiente para que los te-
ólogos elaboren montañas de especulaciones sobre la naturaleza de
los ángeles.
Etimológicamente, la palabra ángel hace referencia a un men-
sajero. Así, en la Biblia se mencionan algunos mensajeros que Dios
ha enviado a los hombres. En algunos pasajes bíblicos en los que
se hace mención de estos mensajeros no queda claro si son seres
celestiales distintos de los hombres terrenales, o más bien perso-
najes terrenales comunes a los que Dios ha encomendado la mi-
sión de ser mensajeros.
Sea como fuere, los teólogos no han escatimado esfuerzos en
proyectar sobre los ángeles un conjunto de características muy co-
nocidas que los pintores han procurado expresar con cierto deta-
lle, a pesar de que algunas no son muy explícitas en las referencias
bíblicas.
Supuestamente, los ángeles fueron creados por Dios antes de la
creación de la Tierra y de los seres humanos. Son seres sin sexo y
no parecen hombres ni mujeres; son más bien andróginos. Están
más cercanos a Dios y se parecen más a Él que los seres humanos.
Los teólogos imaginan que son inmortales, pero no se reprodu-
cen pues no tienen actividad sexual. Precisamente por esto no tie-
nen pecado original (recordemos que, según san Agustín, el pecado
original se transmite mediante la actividad sexual). Con todo, los

150
ángeles no son propiamente divinos y los teólogos prohíben su
culto.
Éstos suponen también que los ángeles tienen intelecto, emo-
ciones y voluntad. Poseen más conocimiento que los hombres pe-
ro no son omniscientes. Tienen más poder que los hombres pero
no son omnipotentes. Por supuesto, sirven como guardianes per-
sonales de los seres humanos. Aunque la Biblia no indica propia-
mente cuántos ángeles existen, los teólogos creen que se trata de
un número inmenso. La Biblia tampoco menciona los nombres de
estos seres, salvo los de Miguel y Gabriel (y Rafael en el libro de
Tobías, pero este libro forma parte sólo de la Biblia de católicos y
ortodoxos). No obstante, la tradición posterior se ha encargado de
añadir otros nombres.
En el siglo V apareció un texto que ha llegado a convertirse, jun-
to a la Biblia, en la referencia principal de la angelología: La jerar-
quía celestial. Un teólogo del siglo V afirmó haber descubierto este
texto, que fue escrito, supuestamente, en el siglo I por Dionisio Ae-
ropagita, un discípulo de san Pablo. Pero se descubrió que, en re-
alidad, había sido escrito por el monje que alegó haberlo
descubierto, por lo que desde entonces se ha llamado al autor Pseu-
do (es decir, falso) Dionisio Aeropagita.
Este Pseudo Dionisio fue claramente un impostor, pero a los te-
ólogos esto no parece molestarles mucho. Insólitamente, los teó-
logos han concedido credibilidad a sus descripciones sobre los
ángeles, aunque ese monje mintió deliberadamente sobre el origen
del texto que había escrito. La jerarquía celestial es un tratado que
describe a los seres celestiales como un gran sistema burocrático
organizado a varios niveles; más frecuentemente, se ha presentado
como un gran coro sinfónico. El Pseudo Dionisio habla de tres es-
feras, cada una habitada por tres tipos de seres angelicales. En la
esfera superior están, en orden descendiente, los serafines, queru-
bines y tronos. Cada una de estas especies de ángeles tiene alguna
mención en diferentes pasajes de la Biblia. Los serafines se encar-
gan de alabar a Dios, los querubines son guardianes de su corte,
los tronos también son guardianes y, según algunos teólogos, pu-
dieron haber servido como ruedas del carruaje de Dios.

151
En la esfera intermedia se hallan los dominios, virtudes y po-
testades. Los dominios tienen gobierno sobre las naciones y dan
órdenes a los ángeles inferiores. Las virtudes se encargan de super-
visar el movimiento de los cuerpos celestiales para asegurar el fun-
cionamiento del universo. Y las potestades se encargan de llevar un
registro de la historia.
En la esfera inferior están los principados, arcángeles y ángeles.
Los principados son subordinados de los dominios e intervienen
en los asuntos terrenales para inspirar las artes y las ciencias. Los
arcángeles se ocupan de enfrentarse en combate con los demonios.
Los ángeles son mensajeros y sirven de enlace con la humanidad.
Un antropólogo cultural interesado en las distintas taxonomías
empleadas por los seres humanos quedaría encantado con el Pseu-
do Dionisio. La imaginación de este hombre fue verdaderamente
prodigiosa. Su orden de los seres celestiales es comparable a los
mundos imaginarios de la mitología griega o al Tolkien de El se-
ñor de los anillos. El problema, por supuesto, surge cuando los te-
ólogos confunden cuentos de literatura fantástica con tratados sobre
la realidad.
El gran taxonomista Linneo, por ejemplo, se dedicó a clasificar
las especies de seres vivos que llegó a conocer. Para ello realizó dos
grandes tareas: primero observó y recopiló información; luego es-
tableció relaciones y orden entre los datos recogidos. El Pseudo
Dionisio hizo lo segundo pero no lo primero. Ordenó las distin-
tas especies de seres celestiales pero todo procedía de su imagina-
ción (nada de su observación), apoyada en alguna referencia en la
Biblia (la cual, por supuesto, procede asimismo de autores con una
imaginación muy viva).
En la Edad Media hubo fascinación por el texto del Pseudo Dio-
nisio y, a diferencia de los teólogos de los primeros siglos, los au-
tores medievales dedicaron gran atención a los ángeles. Como no
podía faltar, hubo disputas angelológicas.
La mayor de ellas sucedió en el siglo XIII entre santo Tomás de
Aquino y Duns Escoto. Éste opinaba que los ángeles tienen cuer-
po, pero no están hechos propiamente de la misma materia que los
cuerpos de los hombres. Antes bien, están hechos de una “materia

152
fina” que, según parece, les permite ser vistos pero no tocados. Por
su parte, santo Tomás de Aquino opinaba que los ángeles son se-
res estrictamente espirituales y que, por tanto, no tienen cuerpo de
ningún tipo. Los encuentros con los ángeles son meramente men-
tales.
Ésta es una dificultad similar a la que se ha planteado en torno
a la supuesta inmaterialidad del alma. Las películas de Hollywood
nos presentan con frecuencia fantasmas que tienen cuerpo, pero si
entendemos el alma como una entidad estrictamente inmaterial,
¿cómo pueden esos fantasmas tener un cuerpo? Duns Escoto pen-
saba que los ángeles no son enteramente espirituales sino que es-
tán hechos de una “materia espiritual” (¿qué puede significar esto?).
Santo Tomás de Aquino era un poco más filosófico y opinaba que
los ángeles son estrictamente inmateriales. En este caso, ¿cómo se
aparecen a las personas? ¿Significa eso que las representaciones pic-
tóricas de los ángeles son erróneas?
Sean seres materiales o inmateriales, el concepto de ángel, al
igual que el de alma, resulta muy problemático. ¿Cómo puede un
ser inmaterial interactuar con la materia? El filósofo Daniel Den-
nett, por ejemplo, se ha burlado a menudo de Gasparín, el fantas-
ma de las tiras cómicas: ¿cómo puede Gasparín cruzar una pared
(y ser así supuestamente inmaterial) y a la vez atrapar una pelota?
De la misma manera, ¿cómo puede un ángel ser invisible y de re-
pente aparecerse para mover cosas? Si los ángeles no ocupan espa-
cio (pues son inmateriales), ¿cómo aparecen de repente en lugares
muy precisos?
Todas estas dificultades conceptuales se suman al simple hecho
de que no hay indicios que nos permitan pensar que los ángeles
existen. Ha habido, por supuesto, muchos testimonios de encuen-
tros con ellos, pero esos testimonios no pasan de ser meras anécdo-
tas sin valor probatorio. Ningún ángel ha revelado nunca una
información valiosa que el destinatario del mensaje no hubiera po-
dido saber (como, por ejemplo, dónde está enterrada el Arca de la
Alianza o cuál es la clave que dejó Houdini en caso de que alguien
quisiera contactar con él en el más allá), ni tampoco ha hecho un mi-
lagro que pudiera ser rigurosamente examinado por los escépticos.

153
Apliquemos la regla dorada del gran Carl Sagan: las afirmacio-
nes extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Para tomar
en serio un encuentro angelical deben existir pruebas contunden-
tes. El mero testimonio no basta. Para despejar dudas, debería apa-
recer ese ángel en un laboratorio, en circunstancias controladas, a
fin de estar seguros de que no se emplean trucos.
Además, el mecanismo psicológico que propicia la creencia en
los ángeles, así como los testimonios de encuentros con ellos, es el
mismo que subyace a los encuentros con fantasmas, extraterrestres,
hadas madrinas, vírgenes, chupacabras, etcétera. En todo esto hay
una predisposición a creer. En los casos más leves, un estímulo sen-
sorial ambiguo puede ser interpretado como un ángel (en cuyo ca-
so estaríamos en presencia de una ilusión); en los casos más severos,
se elabora una fantasía en ausencia de estímulos sensoriales (en cu-
yo caso estaríamos en presencia de una alucinación). Por razones
evolutivas la mente humana tiene una tendencia a encontrar pa-
trones donde no los hay (algo ventajoso para nuestros ancestros
homínidos pues así escapaban mejor de los depredadores), y eso
ha propiciado que sea fácil ver ángeles, demonios y platillos vola-
dores donde sólo hay nubes o viento.
En todo esto hay una proyección típica. Recordemos la aguda
observación de Jenófanes, según la cual si los leones pudiesen te-
ner dioses, serían leones. Pues bien, los ángeles son claramente an-
tropomórficos y, además, tradicionalmente han sido representados
como guerreros que se enfrentan a los demonios en batallas cós-
micas. Este componente militar revela mucho respecto a su origen.
Los ángeles han servido como inspiración para emprender cam-
pañas militares e identificar el ejército propio con el bando ange-
lical y el enemigo con un bando de demonios.

Demonios portadores de luz

Por supuesto, los ángeles tienen una contraparte: los demonios.


Junto a la angelología, la demonología ha sido una de las ramas de

154
la teología que más prosperó en el pasado, aunque hoy es poco más
que motivo de vergüenza entre los teólogos. En la imaginación de
éstos, los ángeles forman legiones al servicio de Dios y los demo-
nios al servicio de Satanás.
Hay que destacar que el Diablo ha sido un personaje que ha
atravesado varias transformaciones en el modo en que el cristia-
nismo lo ha concebido. A lo largo del Antiguo Testamento se per-
fila la idea de que Dios mismo es el responsable del bien y del mal.
En este sentido, casi no hay menciones a Satanás en el Antiguo Tes-
tamento.
Aparece, desde luego, un personaje llamado “Satanás” en el li-
bro de Job, pero ese personaje es muy distinto del concepto que
los teólogos suelen tener del Diablo. En Job, Satanás es un subor-
dinado de Dios que tiene la función de acusar (de hecho, el nom-
bre Satanás procede de un verbo hebreo que significa oponer; y
Diablo, de una palabra griega que significa acusador), de forma aná-
loga a cómo lo hace un fiscal en una corte contemporánea. Así, Sa-
tanás aflige a Job con toda suerte de catástrofes pero nunca actúa
independientemente de Dios; antes bien, impone castigos sobre
Job sólo con la venia de Dios.
Pero hacia el siglo VI antes de nuestra era, los judíos fueron de-
portados a Babilonia, y en el exilio, muy probablemente, estuvie-
ron en contacto con ideas religiosas persas. Éstos habían
desarrollado una concepción del mundo según la cual éste es es-
cenario de la lucha entre dos fuerzas: el bien y el mal. Las fuerzas
del bien están encabezadas por el dios Ahura Mazda; las del mal,
por el dios Angra Mainyu.
Pues bien, los judíos quedaron influidos por ese encuentro con
las ideas persas y atribuyeron a la figura de Satanás las característi-
cas que los persas atribuían a Angra Mainyu. Satanás no sería ya
meramente una especie de fiscal que desempeña la labor acusado-
ra en la corte celestial sino la encarnación absoluta del mal, en-
frentado a Dios en una gran batalla cósmica.
En la época en que se compuso el Nuevo Testamento, ésta era
la concepción que se tenía del Diablo. Y se empezó a identificar a
Satanás con figuras del Antiguo Testamento que, con toda seguri-

155
dad, los autores judíos no habrían relacionado con el Diablo. Así,
por ejemplo, la serpiente que indujo al pecado a Adán en el relato
del Génesis se interpretó como el mismísimo Diablo, a pesar de
que quien escribió el Génesis sólo tenía en mente, probablemen-
te, a una serpiente.
Tras la composición del Nuevo Testamento, los teólogos empe-
zaron a añadir detalles sobre Satanás y los demonios que en reali-
dad no aparecen en la Biblia o, en todo caso, aparecen sólo bajo
una interpretación muy forzada de algún pasaje del Antiguo Tes-
tamento. Se empezó a formar así una historia según la cual el Dia-
blo había sido un ángel que pecó de envidia y de arrogancia por
su propio libre albedrío y organizó una rebelión contra Dios. Así
surgió el tema teológico del Diablo y los demonios como ángeles
caídos.
El artífice de esta historia fue Orígenes, el teólogo del siglo III
(aunque, en realidad, tiene algún antecedente en los textos apó-
crifos judíos La vida de Adán y Eva y El segundo libro de Enoc, que
no fueron incluidos en la Biblia). Al leer un pasaje en el libro de
Isaías que hace referencia a un rey babilónico que caería como la
estrella de la mañana, Orígenes creyó que se refería al Diablo co-
mo ángel caído (aunque no hay el menor indicio en el texto de Isa-
ías que sustente esta interpretación). Y así como la estrella de la
mañana poseía luz, el Diablo fue identificado como Lucifer, nom-
bre que, según la etimología latina, significa “el que lleva la luz”
(sorprenderá saber que, en los inicios del cristianismo, Lucifer era
un título que se daba a Jesús, quien era precisamente “el que lleva
la luz”).
Algunos teólogos supusieron también que el extraño relato del
capítulo 6 del Génesis, según el cual los “hijos de Dios” bajaron
del cielo para aparearse con las hijas de los hombres hace referen-
cia a los ángeles caídos. Los “hijos de Dios” habrían sido original-
mente ángeles pero, al rebelarse, cayeron y bajaron a la Tierra.
Una imaginación que produce relatos e interpretaciones como
éstos es digna de admiración. De hecho, una de las mayores joyas
de la literatura universal, El paraíso perdido de John Milton, es un
exquisito poema en el que se narra cómo Satanás organizó la re-

156
belión contra Dios, y con genial retórica y nobleza de carácter (al
menos en las primeras fases del poema), recluta ángeles como vo-
luntarios para derrocar la tiranía divina. Pero precisamente El pa-
raíso perdido es admirado como una obra de ficción. Ninguna
persona razonable da por hecho que los sucesos allí narrados ocu-
rrieron realmente (independientemente de si el mismo Milton cre-
ía o no en ellos). El problema surge, una vez más, cuando textos
como El paraíso perdido dejan de interpretarse como obras de fic-
ción y se asumen como historias que describen sucesos reales, al
modo en que lo hacen la mayoría de los teólogos.
En su revuelta contra Dios, Satanás logró reunir a otros ángeles
caídos que son, por supuesto, los demonios. En muchas culturas
hay criaturas malignas, pero la teología las organizó en un gran
ejército bajo el mando del gran demonio Satanás. En la imagina-
ción de los teólogos, Satanás y sus demonios acechan constante-
mente a la humanidad con sus tentaciones para apartarla de Dios.
Además, la legión de demonios acomete toda suerte de maleficios
contra los hombres.
En los Evangelios pueden verse los inicios de la obsesión cris-
tiana con los demonios. Jesús ganó fama como exorcista y en va-
rios relatos de su vida se presenta como un hombre que se
vanagloria de expulsar demonios y someterlos. San Pablo mani-
fiesta en sus epístolas cierta preocupación por las obras del Diablo,
pero el gran temor al Diablo en el Nuevo Testamento es especial-
mente señalado en el libro del Apocalipsis, donde las bestias y
monstruos son o socios de Satanás o el mismo Diablo.
La teología desarrolló estos temas aún más y procuró dar un ca-
riz cotidiano a los encuentros con demonios. El tema de los de-
monios no fue especialmente prominente entre los teólogos durante
los primeros siglos del cristianismo, pero eso cambió a partir de la
Edad Media. En esta época se empezaron a escribir los más escan-
dalosos tratados de demonología y se desarrollaron las ideas más
extravagantes (y peligrosas) sobre la interacción entre demonios y
seres humanos.
Así como el Pseudo Dionisio sistematizó el coro de ángeles, ha
habido varios demonólogos que se han dedicado a la tarea de sis-

157
tematizar los demonios. Desde la Edad Media prosperaron los gri-
morios; a saber, manuales con instrucciones para realizar hechizos.
Aunque los teólogos han criticado la magia (pero pocos han afir-
mado que ésta es sencillamente ineficaz), los grimorios sirvieron
para clasificar los demonios, y de ahí partieron algunos para cal-
cular su número. Alfonso de Espina, por ejemplo, en el siglo XVI,
calculaba que el número de demonios era alrededor de 130 millo-
nes. Uno de los grimorios más populares, La llave menor de Salo-
món, escrito en el siglo XVII, dice que hay unos 40 millones. Por
supuesto, estas cifras no proceden de ninguna observación empí-
rica sino de cálculos basados en ciertas cifras, como el número 666
del Apocalipsis.
Algunos teólogos han escrito crónicas sobre sus encuentros con
los demonios. Antonio el Grande, un monje del siglo III-IV, se re-
tiró a llevar una vida monástica al desierto y, según su testimonio
(recogido por Atanasio, el mismo que alentó la doctrina de la Tri-
nidad), fue tentado y atormentado por demonios para que se de-
dicara a los placeres. En el relato sobre Antonio sale a relucir un
tema que más tarde se convertirá en la demonología en una obse-
sión: la tentación mediante la sexualidad. El Diablo se apareció su-
puestamente a Antonio en forma de mujer para seducirlo, pero el
monje resistió como un héroe.

Íncubos y súcubos

Desde entonces ha habido una obsesión con los encuentros sexuales


entre seres humanos y demonios. Se inventaron dos nuevas cria-
turas demoníacas: los íncubos y súcubos. Los íncubos son demonios
masculinos (a diferencia de los ángeles, los demonios tienen sexo)
que seducen a las mujeres por la noche y se aparean con ellas mien-
tras duermen. Los súcubos son demonios femeninos que seducen
a los hombres durante el sueño.
Ha habido disputas teológicas respecto a la lujuria de los de-
monios. Algunos teólogos como san Agustín (autor predilecto de

158
los teólogos) opinan que los demonios son lujuriosos. Otros, co-
mo santo Tomás de Aquino (otro autor predilecto), piensan que
no lo son, y que emplean la sexualidad sencillamente como un me-
dio para perturbar a mujeres y hombres.
Los teólogos han debatido también sobre si los demonios po-
drían generar descendencia en sus uniones sexuales con los seres
humanos. Algunos opinaban que sí y así explicaban a veces el ori-
gen de los niños deformes (según algunos, el Anticristo será un des-
cendiente de una madre humana y un íncubo). Otros creían que los
demonios no pueden generar propiamente descendencia pero for-
mularon una teoría muy curiosa. Según ella, los demonios cambian
de sexo. Se aparean con hombres para recoger su semen y después se
aparean con mujeres para implantarles el semen recogido.
No hace falta ser muy escéptico para formular hipótesis expli-
cativas de estos fenómenos. Quizá los hombres violaban a las mu-
jeres mientras dormían y, para eludir la responsabilidad penal,
decían que los demonios eran los responsables. Quizá las mujeres
sentían vergüenza por tener embarazos prematrimoniales y echa-
ban la culpa a los demonios. Probablemente estas personas no te-
nían explicación satisfactoria para los sueños húmedos, y los
demonios servían de explicación.
Las creencias en las relaciones sexuales entre mujeres y demo-
nios llevó a dos teólogos del siglo XV, Heinrich Kramer y Jacob
Sprenger, a escribir un libro brutal, El martillo de las brujas, que
sirvió como manual de procedimiento para investigar a “brujas” y
someterlas a todo tipo de torturas. Desde entonces, la obsesión con
los demonios sirvió como base para perseguir a las mujeres acusa-
das de practicar la brujería. En sus delirios, muchos teólogos no
sólo acusaban a las “brujas” de unirse sexualmente a los demonios,
sino también de tener sexo con cabras y participar en aquelarres
(reuniones de brujas en las que, supuestamente, se realizaban to-
do tipo de actos abominables). Hoy se debate si tales aquelarres tu-
vieron realmente lugar, pero al menos el sentido común nos dice
que muchas de las acusaciones contra las “brujas” eran simples fan-
tasías de los acusadores. Con todo, como es sabido, la persecución
y quema de brujas fue muy real.

159
Hay que admitir que hoy la mayoría de los teólogos son ajenos
a las fantasías de la demonología y, como he dicho, probablemen-
te sea la disciplina que más vergüenza suscita entre los teólogos
contemporáneos. Pero aunque muy pocos teólogos aceptan hoy
que las mujeres tienen relaciones sexuales con íncubos, queda una
obsesión por la posesión demoníaca y los exorcismos, sobre todo
entre los teólogos católicos (pero también protestantes, aunque en
menor medida, probablemente porque los reformadores procura-
ron no dirigir su atención hacia los demonios).
Supuestamente, éstos invaden los cuerpos de sus víctimas y las
hacen actuar de manera muy agresiva y extraña: se autoinfligen he-
ridas, lanzan improperios, tienen convulsiones, hablan en supues-
tas lenguas extranjeras… En fin, descripciones muy conocidas
gracias a la película El exorcista.
Algunos síntomas pueden ocurrir. Pero la ciencia tiene buenas
explicaciones para esos fenómenos, lo cual invalida recurrir a las
posesiones demoníacas como explicación alternativa. Las convul-
siones pueden ser casos de epilepsia. Muy probablemente, lo que
los demonólogos llaman “posesión demoníaca” es alguna forma de
psicosis o, al igual que en los casos de posesión por el Espíritu San-
to (como hemos visto en el capítulo 5), algún caso de trastorno de
identidad disociativo, en el cual el supuesto “poseído” asume tem-
poralmente otra personalidad.
El remedio propuesto por los teólogos para combatir la pose-
sión demoníaca es el exorcismo. Aunque es un rito complejo y va-
ría entre las distintas sectas cristianas, consiste básicamente en
combatir al demonio mediante el recitado de pasajes bíblicos, el
sometimiento de la víctima mediante la fuerza y la exhibición de
objetos religiosos.
Es cierto que los teólogos, especialmente los católicos, insisten
en que el exorcismo debe ser el último recurso y que antes debe
descartarse un origen psiquiátrico del mal. Sólo se procede al exor-
cismo si la persona poseída hace grandes milagros (como hablar en
lenguas que no conocía anteriormente o mostrar una fuerza física
no acorde con su peso y talla). A decir verdad, la ciencia jamás ha
hallado pruebas que permitan afirmar que ese tipo de fenómenos

160
ocurren. Aún así, los teólogos católicos dejan abierta la posibilidad
de que la posesión demoníaca tenga lugar, y en muchas ocasiones
han ejecutado el ritual del exorcismo. Esto revela que, aunque la
demonología causa cierta vergüenza entre los teólogos, esta rama
teológica no ha desaparecido.
Al igual que en las especulaciones sobre el fin del mundo, las re-
lativas a los demonios y sus poderes llevan consigo un potencial
destructivo. En varias ocasiones han muerto pacientes que, en lu-
gar de ser sometidos a tratamientos psiquiátricos prolongados que
pudieron salvarles la vida, fueron sometidos a exorcismos.
En definitiva, junto a la angelología, la demonología es una “dis-
ciplina” que, como la gran mayoría de las ramas de la teología, re-
posa sobre la fantasía (muchas veces mórbida) de algunas personas
que probablemente no se hallan en un óptimo estado mental. Na-
die en su sano juicio ha visto un ángel o un demonio y las pruebas
que hay a favor de su existencia son meramente anecdóticas. Una
vez más, las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas ex-
traordinarias. Hasta que no aparezcan en un laboratorio en con-
diciones controladas, debemos asumir que ángeles y demonios no
existen.
La angelología y, sobre todo, la demonología han sido un mo-
tivo exquisito de inspiración para el arte. ¿Quién no ha quedado
admirado al contemplar una pintura de El Bosco o leer La divina
comedia de Dante? Ocurre con los demonios y ángeles lo mismo
que con los vampiros, las hadas madrinas, los orcos o los duendes:
son una sana diversión, siempre y cuando comprendamos que son
entidades ficticias. En el momento en que asumimos, como hacen
los teólogos, que existen realmente, estaremos faltando a la razón,
y de ello se derivarán consecuencias negativas que pueden, inclu-
so, llevar a resultados trágicos.

161
162
¿Por qué este título? ¿Es una cita de alguien?
No se dice nada en el capítulo...

9
El buen libro

La Biblia es la principal fuente doctrinal de los teólogos. Para los


protestantes, la Biblia es la única autoridad doctrinal. Para los ca-
tólicos y ortodoxos, no es la única autoridad pero sí la principal.
Hemos visto anteriormente una y otra vez que la principal justifi-
cación de la mayor parte de las doctrinas teológicas es, sencilla-
mente, la Biblia.
Los teólogos consideran que la Biblia es un texto revelado; a sa-
ber, a diferencia del resto de los libros escritos, Dios tuvo una par-
ticipación en su redacción. En el seno de la teología hay una rama
dedicada a estudiar la naturaleza de la Biblia: la bibliología. Pero,
como en tantos otros asuntos, los teólogos no se ponen de acuer-
do respecto a sus doctrinas.
La mayoría considera que la Biblia es un texto revelado en el
sentido de que, en última instancia, el fundamento de su conteni-
do procede de Dios. No obstante, estos teólogos consideran que el
mensaje divino existente en el texto bíblico no es propiamente una
transcripción de las palabras dictadas por Dios. Antes bien, Dios
habría servido de inspiración; y el autor del texto, recurriendo al
lenguaje de su época, a su imaginación poética y a los intereses del
contexto en particular, plasmó un mensaje que se considera divi-
namente revelado pero de autoría humana.
No obstante, un grupo de teólogos protestantes tiene una pos-
tura más radical en torno a la Biblia. A su juicio, este texto fue di-
rectamente dictado por Dios, y unos seres humanos copiaron

163
palabra por palabra lo que Dios les dictaba. En un principio, estos
teólogos defendían la doctrina de la infalibilidad bíblica. Según es-
ta doctrina, la Biblia es infalible; a saber, está libre de errores. Pe-
ro esta infalibilidad debe entenderse en el plano religioso y moral,
no en asuntos históricos o científicos. En otras palabras, la Biblia
está libre de errores en sus enseñanzas sobre Dios, pero puede ad-
mitirse que contiene errores sobre hechos de la naturaleza, crono-
logía, sucesos históricos, etcétera.
Otros teólogos han ido más lejos y han afirmado la doctrina de
la inerrancia bíblica. Según ella, la Biblia está totalmente exenta de
errores en todas sus dimensiones y no solamente en asuntos reli-
giosos o morales. Así, los enunciados de la Biblia sobre física, bio-
logía, geografía, historia, astronomía, etcétera, están libres de error.
Estos teólogos hacen una interpretación muy literal de los textos
bíblicos.
Por supuesto, esta manera de interpretar la Biblia lleva a la acep-
tación de teorías disparatadas, como el creacionismo. Los teólogos
que consideran que la Biblia es inerrante deben asumir, por tanto,
que las descripciones del Génesis sobre el origen del universo, la
creación del hombre, la expulsión del Paraíso, etcétera, son des-
cripciones literales de hechos que ocurrieron tal como se narran.
Peor aún, muchos de esos teólogos se han querido valer de pseu-
docientíficos que manipulan las observaciones y las pruebas para
hacer creer que los relatos de la Biblia coinciden con las observa-
ciones científicas. De ahí procede el movimiento del creacionismo
científico.

Burdos errores bíblicos

No hace falta realizar una revisión demasiado profunda de la Bi-


blia para darse cuenta de que está muy lejos de ser inerrante. Co-
mo era de esperar en un texto escrito en la era precientífica, en la
Biblia hay errores burdos. En varios pasajes (I Crónicas, 16,30; sal-
mo 93,1), por ejemplo, se afirma que la Tierra no se mueve y, por

164
extensión, se sostiene la teoría geocéntrica según la cual la Tierra
es el centro del universo (buena parte de la oposición a Galileo por
parte de los teólogos se basaba en estos pasajes bíblicos). Asimis-
mo, algunos cálculos bíblicos llevan a pensar que la Tierra tiene a
lo sumo 10000 años de antigüedad (el obispo James Ussher calcu-
ló en el siglo XVII que el mundo se creó en el año 4004 antes de
nuestra era), dato rotundamente contrario a las pruebas científicas.
La Biblia deja entrever también que la Tierra es plana, reposa
sobre columnas (Job, 9,6) y está cubierta por el firmamento, una
media esfera en la que están fijados los cuerpos celestes. Todo esto
es refutado actualmente por la ciencia. Igualmente, la Biblia habla
de un diluvio universal de magnitudes gigantescas así como de un
arca que albergó a dos miembros de cada especie. Pero estos he-
chos no pudieron haber ocurrido nunca. En la Biblia algunos ani-
males hablan (la serpiente del Génesis, la burra de Balam en
Números) y hay cantidad de elementos propios de las fábulas. Ade-
más, la Biblia dice que los insectos tienen cuatro patas (Levítico,
11,20) y que la proporción entre el diámetro y la circunferencia es
de 3 (I Reyes 7,23-26), cuando en realidad es un número irracio-
nal cuyos primeros dígitos son 3,14159.
Aunque, lamentablemente, cuentan con muchos recursos pro-
pagandísticos a su favor, son pocos los teólogos que defienden la
inerrancia bíblica y una interpretación tan literal de la Biblia. Ha
sido más frecuente que afirmen que en la Biblia se expresan cono-
cimientos científicos que en aquel contexto precientífico eran in-
accesibles y que, por tanto, ello prueba que la Biblia es de origen
divino.
Se ha dicho, por ejemplo, que el relato del Génesis que dice que
Dios creó el mundo de la nada es una anticipación de la teoría del
Big Bang. O incluso que la descripción de Job, 26,7: “Él [Dios]
extiende el norte sobre el vacío y cuelga la Tierra sobre la nada” es
un claro enunciado científico sobre astronomía pues, en efecto, la
Tierra no reposa sobre nada, al contrario de muchos mitos de aque-
lla época, que postulaban que la Tierra era plana y reposaba sobre
unas columnas. Pero, como he señalado, en la Biblia abundan pa-
sajes que dejan entrever que la Tierra es plana, que es el centro del

165
universo y que encima de ella está situado el firmamento como una
media esfera.
Estos apologistas afirman asimismo que las recomendaciones
sanitarias que se ofrecen en el Levítico, Números y Deuteronomio
son muy eficaces y, por tanto, una prueba de que esos textos tienen
un origen divino. Podemos admitir que, efectivamente, en esos li-
bros se dan algunas buenas recomendaciones sanitarias, pero mu-
chas veces los curanderos también las dan. Para calificar algo de
“científico” debe ofrecerse una explicación racional de por qué debe
seguirse determinado procedimiento. La Biblia está muy lejos de ofre-
cer explicaciones racionales, y mucho menos de delinear con preci-
sión las secuencias causales y las leyes científicas que permiten explicar
cómo surgen las enfermedades y cuál es el mejor medio para curar-
las. Además, como hemos visto en el capítulo anterior, la Biblia asu-
me a menudo que algunas enfermedades neurológicas o mentales
son producidas por demonios, teoría claramente ajena a la ciencia.
La mayoría de los teólogos admiten que la Biblia no es un tex-
to científico y que, en efecto, muchos de los enunciados sobre asun-
tos científicos son equivocados. Pero buena parte de ellos creen que
las crónicas históricas narradas en la Biblia sí son dignas de con-
fianza. Por tanto, aunque la Biblia no es propiamente inerrante, al
menos sí es un registro fiel de muchos acontecimientos. Los teó-
logos suelen afirmar que los sucesos narrados a partir del capítulo
12 del Génesis (es decir, de los ciclos narrativos sobre Abrahán) son
históricamente verdaderos. Según ellos, los relatos sobre la crea-
ción, la caída, Caín y Abel, el diluvio y la torre de Babel no son
históricos, pero los que siguen sí lo son.
En la Biblia se cuentan, por supuesto, sucesos que ocurrieron
realmente. Pero muchos que los teólogos asumen como hechos his-
tóricos son probablemente ficticios, pues no concuerdan con lo
que nos informan los datos arqueológicos y otras crónicas sobre el
territorio y la época en que supuestamente ocurrieron.
Los relatos sobre los patriarcas (Abrahán, Isaac, Jacob y sus hi-
jos) tienen un halo de plausibilidad pues, más allá de algunos epi-
sodios sobrenaturales, no están envueltos en ropajes mitológicos.
Pero esas historias fueron escritas varios siglos después de los su-

166
puestos sucesos que narran, lo suficientemente tarde para dudar de
su autenticidad. Además, abundan los anacronismos. El más sig-
nificativo es, quizá, el hecho de que los relatos de los patriarcas in-
cluyen camellos, cuando la arqueología revela que éstos fueron
domesticados siglos después de la supuesta fecha en que vivieron
los patriarcas. Igualmente se menciona a los filisteos y edomitas,
pueblos que aparecieron en ese territorio en un período muy pos-
terior.
También son improbables las historias del Éxodo, Levítico, Nú-
meros y Deuteronomio sobre el éxodo de los israelitas desde Egip-
to. Un éxodo masivo como el narrado en la Biblia tuvo que
producir en los egipcios una impresión suficiente para dejar algún
rastro: sin embargo, fuera de la Biblia no hay confirmación del éxo-
do israelita. Tampoco hay pruebas arqueológicas del supuesto éxo-
do, por lo cual, como en el caso de los patriarcas, el relato bíblico
no es digno de confianza: las colectividades dejan rastros arqueo-
lógicos perdurables en el tiempo, y más aún durante una travesía
de 40 años por el desierto. Aún así, no hay ningún indicio ar-
queológico que permita corroborar esa historia.
Si no hubo éxodo, también resulta inconcebible la conquista de
Canáan por parte de los israelitas narrada en los libros de Josué y
Jueces. No se han encontrado las murallas de las ciudades canane-
as descritas en la Biblia. Una invasión israelita hubiese sido repri-
mida probablemente por Egipto, y no hay pruebas arqueológicas
de esas destrucciones. Incluso el mismo relato bíblico es contra-
dictorio: Josué presenta una conquista unificada; Jueces presenta
a diversas tribus actuando aisladamente.
La mayoría de los historiadores seculares acepta que las histo-
rias de los patriarcas, el éxodo y la conquista de Canaán son ficti-
cias, pero están dispuestos a aceptar que los relatos sobre el pueblo
de Israel desde la época de la monarquía unificada (Saúl, David y
Salomón) son dignos de confianza. Puede admitirse que, en efec-
to, David y Salomón existieron, pero la arqueología revela que la
Jerusalén de aquella época y siglos siguientes era apenas una aldea
de no más de 5000 habitantes, algo muy lejano del esplendor y po-
derío que ofrecen los textos de Samuel y Reyes.

167
Argumentos de los apologistas

En todo caso, independientemente de si es o no infalible o in-


errante, o si los sucesos que narra son históricamente dignos de
confianza o no, muchos teólogos han tratado de recurrir a argu-
mentos apologéticos para defender que la Biblia es, en efecto, un
texto divinamente inspirado.
A lo largo de este libro he criticado a la teología por ser una “dis-
ciplina” que se sustenta en premisas aceptadas sobre la base de la
autoridad y, por tanto, ser dogmática. Al serlo, no puede preten-
der objetividad en sus estudios, pues sencillamente no hay un re-
ferente externo para poder seleccionar racionalmente una postura
u otra. Pero si los teólogos llegasen a probar que la Biblia es un tex-
to divinamente revelado, mi crítica perdería sustento pues los teó-
logos estarían fundamentando sus doctrinas sobre la base de un
libro que sería aceptado racionalmente como la palabra de Dios.
Veamos algunos argumentos empleados por los apologistas para
intentar probar que la Biblia es un texto de origen divino.
En primer lugar, algunos señalan que en la Biblia hay un cono-
cimiento científico que precede a los grandes descubrimientos de
la ciencia y que, por tanto, es un texto divinamente revelado. Ya
hemos visto que este argumento es muy débil, pero los apologis-
tas invocan otros.
Algunos afirman que lo que la Biblia dice sobre sí misma es
una prueba de que está divinamente inspirada, pues en algún pa-
saje (como II Timoteo, 3,16), se dice que las Escrituras están ins-
piradas por Dios. No es necesario ser un filósofo analítico para
darse cuenta de que éste es un burdo argumento circular. Proce-
de así: ¿cómo sabemos qué la Biblia está divinamente inspirada?
Porque la escribió Dios. ¿Y cómo sabemos que la escribió Dios?
Porque la Biblia dice que está divinamente inspirada. Yo mismo
podría alegar que este libro, La teología ¡vaya timo!, está revelado
por Dios, pero eso no prueba que esté revelado. Muchos otros li-
bros considerados sagrados por muchas personas, como el Corán
o el Libro de Mormón, se autoconsideran revelados, pero proba-
blemente los teólogos cristianos no lo acepten.

168
Un argumento similar dice que, puesto que la Biblia describe
continuamente a Dios enviando mensajes a la humanidad, debe
ser efectivamente revelada. Pero este argumento es también muy
débil. El hecho de que un texto describa a Dios enviando mensa-
jes no implica que, efectivamente, Dios esté enviando mensajes a
través del texto en cuestión. Más aún, abundan textos en los que
Dios envía mensajes (como, de nuevo, el Corán y el Libro de Mor-
món) y, aun así, los teólogos cristianos no aceptan que se trate de
textos revelados.
Otro argumento invoca la supuesta continuidad, coherencia y
consistencia de los libros de la Biblia. Estos libros fueron escritos
por diversos autores en épocas y contextos muy distintos, y su-
puestamente no hay contradicciones entre ellos y se expresa el mis-
mo mensaje. Sólo una colección de textos divinamente inspirada
puede mantener esa unidad.
Otro argumento muy débil. En primer lugar, es falso que en la
Biblia no haya contradicciones. No deseo aburrir al lector con una
lista exhaustiva de ellas pues las hay de muchos tipos (desde deta-
lles técnicos sobre algunos relatos hasta ideas religiosas generaliza-
das). Pero baste decir que a nivel doctrinal hay muchas
inconsistencias entre los diversos autores de la Biblia, lo cual ha da-
do pie precisamente a tantas corrientes teológicas. Sólo a modo de
ejemplo: la epístola de san Pablo a los romanos dice que la salva-
ción viene sólo por la fe, pero la de Santiago indica que viene por
la fe y las buenas obras.
De hecho, en la historia del cristianismo no han faltado teólo-
gos que han reconocido muchas de esas inconsistencias y contra-
dicciones y buscaron excluir algunos libros de la Biblia para intentar
que las Escrituras tuviesen más consistencia. Marción de Sínope,
un teólogo del siglo II declarado hereje, quedó escandalizado por
la contradicción entre un Dios violento en el Antiguo Testamen-
to y un Dios pacífico en el Nuevo (aunque, en realidad, Marción
no alcanzó a ver que incluso el Dios del Nuevo Testamento es mu-
chas veces violento), y por ello desechó las Escrituras judías.
En todo caso, aunque la Biblia fuese un texto con consistencia
y coherencia exactas, ello no implicaría que fuese un texto divina-

169
mente inspirado sino sólo que sus autores fueron muy consisten-
tes entre sí.
En ocasiones los teólogos argumentan también que la Biblia ha
sufrido todo tipo de persecuciones e intentos por destruirla, pero
que aún así ha conservado su popularidad y vigencia durante los
últimos 2500 años. Emperadores romanos y dictadores ateos han
intentado erradicar la Biblia, que sigue siendo el libro más leído de
la historia. Según alegan, su persistencia frente a tantas adversida-
des es otra prueba de su origen divino.
Como los anteriores, éste es un argumento muy pobre. Cierta-
mente ha habido intentos por destruir la Biblia, y desde luego ha
sido el libro más leído de la historia (aunque no deja de ser cierto
que mucha gente habla de la Biblia sin haberla leído), pero nada
de ello implica que sea un libro divinamente inspirado. La Biblia
ha tenido en su favor un conjunto de circunstancias sociales for-
tuitas que han hecho que se preserve a lo largo del tiempo: mon-
jes que guardaron manuscritos, un emperador romano que hizo
del cristianismo la religión oficial del imperio, la invención de la
imprenta, etcétera. No es necesario alegar la inspiración divina pa-
ra explicar estos fenómenos.
Además, la creciente secularización e islamización en muchos
países antes cristianos hace pensar que quizá la popularidad y per-
sistencia de la Biblia esté en declive. Tal vez dentro de un siglo ha-
ya más lectores del Corán que de la Biblia (lo cual, dicho sea de
paso, es bastante inquietante). Si los musulmanes empleasen el mis-
mo argumento que los teólogos cristianos, podrían sostener per-
fectamente que la popularidad del Corán es una prueba de su
origen divino.
Uno de los argumentos más populares en favor del origen divi-
no de la Biblia es el modo en que, supuestamente, se han cumpli-
do sus profecías. Este argumento merece varias réplicas. En primer
lugar, la mayor parte de las profecías anunciadas en la Biblia no
son muy claras, y a veces se requiere de interpretaciones ambiguas
para precisar en qué consisten. Por ejemplo, los judíos tenían la ex-
pectativa de que el Mesías cumpliría algunas profecías, pero no es-
taba muy claro cuáles serían exactamente, pues unos grupos

170
escogían unas de un texto y otros otras de otro, y en muchos casos
no está muy claro que los textos seleccionados hagan referencia ex-
plícita al futuro Mesías.
Jesús cumplió, supuestamente, las profecías mesiánicas anun-
ciadas en el Antiguo Testamento como, por ejemplo, haber naci-
do en Belén o ser hijo de una virgen. Pero, según hemos visto en
el capítulo 3, algunas de estas profecías no eran tales en el contex-
to del judaísmo, sino más bien interpretaciones procedentes de tra-
ducciones erróneas (como es el caso del nacimiento de una virgen).
Lo más probable, además, es que Jesús no cumpliera estas profecí-
as, sino que los autores de los Evangelios inventaron historias en
las que Jesús las cumplía, como las del nacimiento en Belén, la ma-
tanza de los inocentes y la huida a Egipto.
Es posible también que el mismo Jesús, creyéndose el Mesías
(aunque ya hemos señalado en el capítulo 3 que hay dudas sobre
esto), quisiera cumplir deliberadamente las profecías mesiánicas.
Por ejemplo, su entrada en Jerusalén montado en un asno pudo
ser intencionada para cumplir la profecía de Zacarías, 9,9.
Algunas otras profecías bíblicas supuestamente cumplidas fue-
ron formuladas en realidad después de su supuesto cumplimien-
to. Los autores sabían seguramente lo que había ocurrido e
inventaron historias en las que se anunciaba que ocurrirían esos su-
cesos. Por ejemplo, los discursos de Jesús sobre la futura destruc-
ción de Jerusalén se escribieron probablemente después de que, en
efecto, esta ciudad fue destruida unos 40 años después de la cru-
cifixión de Jesús.
Pero el fallo más grave del argumento que apela al supuesto cum-
plimiento de las profecías bíblicas es la enorme cantidad de ellas
existentes en la Biblia que no se han cumplido. Son demasiadas
para enumerarlas aquí exhaustivamente, pero basta mencionar al-
gunas. El libro de los Jueces profetiza que las tribus enemigas de
los israelitas, los jebuseos y cananeos, serían expulsadas de sus te-
rritorios pero, según el mismo relato, esto no ocurrió. Jeremías
anuncia que el rey Sedecías moriría en paz, pero según II Reyes,
sus enemigos le arrancaron los ojos y murió en prisión...

171
¿Quién escribió la Biblia?

Todos estos argumentos se refieren a algún aspecto por el cual la


Biblia es, supuestamente, singular y diferente del resto de los li-
bros. Y en todos esos argumentos se insiste en que esa singularidad
implica su origen divino. Durante muchos siglos los estudiosos
aceptaban que la Biblia era un libro singular. Pero a partir de la se-
gunda mitad del siglo XIX, especialmente gracias a la influencia del
antropólogo James Frazer, se empezó a cuestionar esa supuesta sin-
gularidad. Frazer y sus seguidores empezaron a documentar cómo
muchos relatos del Antiguo Testamento dependen en temas, imá-
genes y estilo de cuentos babilónicos. Y la historia central del Nue-
vo Testamento (la muerte y resurrección de Jesús) está asociada a
muchos mitos mediterráneos que repiten el motivo del dios que
muere y renace.
Las aportaciones de Frazer y sus seguidores han sido muy va-
liosas, pero quizá sí podemos admitir que, aun con las salvedades
señaladas, la Biblia es un texto singular en muchos aspectos. Un
autor contemporáneo, René Girard, afirma que la Biblia es singu-
lar por la tendencia que tiene a presentar historias violentas desde
la perspectiva de las víctimas. Según Girard, puesto que los seres
humanos tenemos una tendencia innata hacia la violencia y la sim-
patía por los agresores, la Biblia no debe proceder exclusivamente
de hombres sino contar con una inspiración divina.
Como los anteriores, este argumento no tiene mucha fuerza.
Podemos admitir que en la Biblia hay cierta simpatía por las vícti-
mas (de hecho, un gran crítico del cristianismo, Friedrich Nietzs-
che, criticaba a éste por promover una conciencia de víctimas). No
obstante, en la Biblia hay también mucho deseo de venganza y mu-
cho enaltecimiento de la violencia. Pero aunque aceptásemos que,
en efecto, la Biblia defiende a las víctimas como ningún otro tex-
to, eso no prueba que se trate de un texto revelado. Quizá pode-
mos recurrir a explicaciones históricas que tienen sentido: la Biblia
fue escrita por culturas perseguidas por imperios opresores y era
natural que presentase muchas historias desde la perspectiva de las
víctimas.

172
En todo caso, aunque en fechas recientes algunos teólogos han
tenido una mayor apertura a emplear los métodos de indagación
racional para someter a examen crítico los libros de la Biblia, los
teólogos siguen considerando que se trata de una colección de tex-
tos revelados y así han interpuesto un velo protector frente a la in-
dagación crítica, lo cual les ha llevado a concepciones de la Biblia
históricamente erróneas.
Esto es especialmente evidente a la hora de considerar quiénes
fueron sus autores. Los teólogos asumen como veraz la tradición
que atribuye la autoría de cada libro de la Biblia a los personajes
que, por lo general, llevan su nombre, pero en muchos casos esta
autoría tradicional es muy dudosa. Así, por ejemplo, los teólogos
suelen dar por hecho que el Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio fueron escritos por Moisés. Pero las inconsistencias
internas de estilo e ideas religiosas hacen pensar que estos libros
son más bien compilaciones de cuatro autores que vivieron tiempo
después de Moisés, si es que éste existió.
Tampoco es creíble que el libro de Daniel fuese escrito por el
profeta epónimo (quien habría vivido durante la época del exilio
babilónico, en el siglo VI antes de nuestra era). Antes bien, segura-
mente fue escrito en el siglo II a. de C., en el contexto de la rebe-
lión macabea contra los gobernantes seléucidas. Hay algunas partes
de Isaías que no encajan en estilo con las primeras secciones y es
plausible pensar que este libro tuvo al menos tres autores.
Se dice que David escribió los Salmos y Salomón los Proverbios
y el Cantar de los Cantares pero, de nuevo, todo esto es muy im-
probable. Las pruebas estilísticas hacen pensar que fueron escritos
en una época muy posterior a esos reyes a los que se atribuyó su
autoría.
A excepción de algunas cartas de san Pablo (Romanos, I y II Co-
rintios, Gálatas, Filipenses, I Tesalonicenses y Filemón), ninguno
de los libros del Nuevo Testamento fue escrito probablemente por
quien dice la tradición. Los manuscritos más antiguos de los Evan-
gelios ni siquiera llevaban títulos, y es probable que la adscripción
a Mateo, Marcos, Lucas y Juan sea muy posterior. Los Hechos de los
Apóstoles fue escrito probablemente por el mismo autor de Lucas,

173
pero es improbable que Lucas, el supuesto compañero de san Pa-
blo, haya sido el autor de esos textos. Las cartas atribuidas a Judas,
Santiago, Juan y Pedro son probablemente de autores tardíos y, co-
mo era habitual en aquella época, eran atribuidas a algún perso-
naje de renombre en la comunidad cristiana. Las cartas de san Pablo
no mencionadas antes no fueron escritas probablemente por él si-
no por otros autores que luego se las atribuyeron. Quizá el Apo-
calipsis sí fue escrito por un tal Juan, pero es muy dudoso que ese
Juan fuese el apóstol de Jesús, el mismo autor del evangelio de Juan
y de las cartas que llevan su nombre.
Además de todo esto, el tratamiento que los teólogos hacen de
la Biblia suele dejar de lado el hecho de que ni siquiera los mismos
teólogos de los primeros siglos del cristianismo tenían completa-
mente claro cuáles serían los libros que formarían la colección que
hoy es la Biblia. De hecho, actualmente no hay pleno acuerdo en-
tre los teólogos respecto a cuáles son los libros revelados. Sorpren-
derá a algunos saber que no todos los grupos cristianos comparten
la misma Biblia.
Tanto en el período del Antiguo Testamento como del Nuevo
hubo libros escritos por judíos y cristianos, respectivamente, que
pretendían ser revelados pero que no fueron incluidos en la Biblia
en los siglos posteriores, cuando se selló definitivamente la lista de
libros aceptados. Son los llamados libros apócrifos.
En el Antiguo Testamento hubo varios que fueron rechazados
y que hoy no figuran en ninguna versión de la Biblia. Pero ha ha-
bido otros que son aceptados por unas Iglesias y no por otras. Por
ejemplo, los protestantes no aceptan ninguno de estos libros en sus
versiones de la Biblia, pero los católicos aceptan siete; a saber los
llamados deuterocanónicos (Tobías, Judit, Sabiduría, Baruc, I y II
Macabeos). La Iglesia ortodoxa agrega, además, III Macabeos y I
Esdras.
Los teólogos coinciden en los 27 libros del Nuevo Testamento,
pero hay que señalar que en los primeros siglos del cristianismo
circularon muchos otros textos que pretendían ser revelados y que
al final fueron excluidos de la colección definitiva de la Biblia. A
la inversa, hubo libros (Santiago, Judas, II Pedro, II y III Juan, Apo-

174
calipsis) que fueron incluidos en el Nuevo Testamento, lo cual fue
criticado por varios autores del cristianismo primitivo. Sólo en el
siglo IV se concretaron los 27 libros actuales del Nuevo Testamen-
to, en una lista propuesta por Atanasio (el mismo que participó en
el Concilio de Nicea), y sólo en el siglo XVI se hizo doctrina oficial
en cada Iglesia la aceptación canónica de los libros de la Biblia.
Además, la Biblia ha sufrido interpolaciones frecuentes a ma-
nos de copistas, sea por error o por intención deliberada. Hemos
visto en el capítulo 2 que el pasaje de I Juan, 5,7 es seguramente
una interpolación para introducir la doctrina de la Trinidad, pero
ésta no es la única interpolación en la Biblia. Hay más. Por ejem-
plo, la célebre historia sobre Jesús y la adúltera relatada en Juan,
7,53-8,11, no aparece en los manuscritos más antiguos, por lo que
cabe deducir que se trata de una interpolación posterior. Lo mis-
mo sucede con las apariciones de Jesús al final del evangelio de
Marcos (16,9-20).
La Biblia ha atravesado por un proceso de edición que, por cir-
cunstancias históricas azarosas, le ha dado la forma que tiene ac-
tualmente. Si se hubiesen dado otras circunstancias, como pudo
haber ocurrido, se habrían podido incluir unos libros y excluir otros.
Esta contingencia hace que la Biblia esté lejos de ser el texto reve-
lado que los teólogos creen.
Por lo demás, la Biblia es una colección de libros sumamente
interesante. Es una de las joyas de la literatura universal y, desde
luego, ha tenido una enorme influencia artística y literaria. Con-
viene estudiarla en virtud de su patrimonio cultural. Por supues-
to, este estudio debe hacerse desde una perspectiva secular, libre de
los dogmas promovidos por la teología. Hay que acercarse a la Bi-
blia del mismo modo en que lo hacemos al leer los mitos de los
griegos, los hindúes o los egipcios y tantas otras civilizaciones que
nos han dejado fascinantes libros religiosos.

175
176
Epílogo
Tiempos modernos

En los capítulos anteriores he sometido a crítica las principales doc-


trinas de la teología cristiana. Muchas de ellas se formularon en los
primeros siglos del cristianismo y desde entonces han permaneci-
do entre los cristianos como artículos de fe. Hasta cierto punto, es-
tas doctrinas son excusables por el contexto en que surgieron. Pero
una persona razonable no puede aceptarlas en pleno siglo XXI, y
por ello la teología es una reliquia del pasado.
Desde el siglo XX ha habido teólogos que han comprendido que
muchas de sus enseñanzas no son compatibles con una mentali-
dad moderna propia de la era científica. Pero en vez de asumir que
la teología pertenece al género de la literatura fantástica, han in-
tentado más bien reformarla de tal modo que resulte más atracti-
va para el hombre moderno. Así, en el siglo XX ha habido un intento
desesperado por salvaguardar las doctrinas teológicas frente a la in-
dagación crítica y racional.
Este proceso comenzó a darse desde el siglo XVI (cuando la Igle-
sia empezó a perder su dominio político y muchos intelectuales se
inclinaron hacia el humanismo y se alejaron de las preocupaciones
religiosas típicas de la Edad Media). Los grandes reformadores pro-
testantes, como Lutero y Calvino, buscaron asentar algunas doc-
trinas que reformarían, supuestamente, la religión cristiana y, por
así decir, la modernizarían.
Algunas de estas reformas fueron, efectivamente, moderniza-
doras. Por ejemplo, la Iglesia vendía indulgencias: mediante el pa-

177
go de un arancel a la Iglesia, los familiares de un fallecido podían
asegurarle, según creían, un mejor lugar en el más allá. Los teólo-
gos se aseguraban de atormentar a la gente con imágenes inferna-
les en sus sermones y así les motivaban para comprar indulgencias.
Gracias a este cruel negocio se financiaron muchas obras de arte,
como por ejemplo la Capilla Sixtina.
La reforma protestante eliminó este negocio. Sin duda, fue un
gesto modernizador, pero los protestantes lo hicieron desde la mis-
ma teología. La justificación principal para esta reforma no fue por-
que se trataba de una manipulación morbosa de los fieles sino
porque la salvación no se alcanza mediante las obras sino por la fe.
De nuevo aparece el problema: ¿cómo sabían los teólogos protes-
tantes que la salvación se alcanza sólo mediante la fe? En última
instancia, sus respuestas se basaban en interpretaciones de la Biblia
(Lutero sostenía que la epístola a los romanos anunciaba la doc-
trina de la “justificación por la fe”), y éste es un argumento que
apela a la autoridad y no a la racionalidad.
Así pues, los protestantes promovieron muchas reformas que
incluso resultaron beneficiosas, pero estuvieron muy lejos de tener
un fundamento racional. Se eliminó el celibato en los sacerdotes,
no propiamente porque se considerara una exigencia que va en de-
trimento de la salud de quienes lo practican sino porque la Biblia
no lo impone.
Se suprimió la obediencia al papa, pero los protestantes ahora
promovían una obediencia compulsiva (incluso mucho más que
entre los católicos) a los dictámenes de la Biblia. Los protestantes
tradujeron ésta a las lenguas vernáculas. Desde luego, eso promo-
vió mayores tasas de alfabetización e incentivó cierta autonomía
entre los lectores respecto a la autoridad clerical, pero a la vez pro-
movió una bibliolatría que aún tiene una fuerte presencia en mu-
chas sectas protestantes.
Estos teólogos dejaron intacta la llamada a la autoridad en sus
argumentos, por lo que sus enseñanzas son tan dogmáticas y es-
peculativas como las de los católicos. La Reforma no supuso real-
mente un ajuste con los tiempos modernos. Fue más bien una
reinterpretación de las doctrinas contenidas en la Biblia, la cual se

178
siguió manteniendo como fuente de autoridad, incluso en detri-
mento de la racionalidad.
El siglo XVIII marcó en Europa el auge de la Ilustración. Este
movimiento fue, en palabras de Immanuel Kant —uno de sus má-
ximos exponentes— “la salida de la minoría de edad de la huma-
nidad”. Los filósofos ilustrados empezaron a promover el empleo
de la racionalidad en todas las esferas de la vida y el abandono de
las creencias aceptadas sobre la base de la autoridad y la fe.
Gracias a la Ilustración se empezó a evaluar con mayor rigor crí-
tico el contenido de la Biblia. De este modo, los estudiosos de los
textos bíblicos comenzaron a poner en duda muchos de los su-
puestos de los que partían los teólogos. Además, la valoración de
la racionalidad condujo a la formulación de importantísimas teo-
rías científicas en el siglo XIX. La más importante de todas ellas fue
probablemente la teoría de la evolución de Charles Darwin.

Los teólogos liberales

Pues bien, tanto el acercamiento crítico a los textos bíblicos como


el desarrollo de la teoría de la evolución pusieron en jaque muchas
de las enseñanzas teológicas, y se podría haber pronosticado que la
teología quedaría relegada finalmente a la misma posición que hoy
ocupa la astrología o la alquimia. Pero frente a este reto apareció
una nueva corriente de teólogos que trató de conciliar la visión
científica del mundo con el cristianismo. Así surgió la llamada
teología liberal.
El fundador de esta corriente, Friedrich Schleiermacher, hizo
notables esfuerzos por estudiar críticamente los contenidos de la
Biblia y recibió con brazos abiertos los avances de la ciencia. Pero
él pensaba que no por ello la teología debía desaparecer. Al con-
trario, opinaba que, si se interpreta de forma no literal, tanto el
contenido de la Biblia como las enseñanzas teológicas revelan “pro-
fundas verdades” sobre Dios y el hombre. Schleiermacher consi-
deraba que la enseñanza principal que podía extraerse todavía de

179
la teología es que el hombre tiene un inmenso sentido de depen-
dencia respecto a algo superior: Dios. En ese sentido, en la Biblia
está el mensaje que Dios ha querido dejarnos, arropado por el len-
guaje mitológico del contexto en que fue escrito. Tras los milagros
y demás hechos mitológicos de los que podemos prescindir, Dios
da a conocer en la Biblia un mensaje importante sobre la depen-
dencia que los hombres tienen respecto a Él.
En el seno del protestantismo, sobre todo, ha habido teólogos
que han seguido esta pauta. Uno de los más emblemáticos, Rudolf
Bultmann, hizo importantísimos aportes a la evaluación histórica
y crítica del Nuevo Testamento. Como Schleiermacher, Bultmann
consideraba que el hombre moderno no puede aceptar los sucesos
mitológicos que se narran en la Biblia. Él propuso un proceso de
“desmitologización”; a saber, erradicar los elementos mitológicos
de la Biblia y preservar el núcleo de su mensaje, el cual, según Bult-
mann, tiene mucha relevancia. Este autor opinaba que a través de
la Biblia Dios revela un mensaje de “profundas verdades” que pue-
den entenderse a la luz de la filosofía existencialista, como la fini-
tud del hombre, su condición dependiente, la angustia frente a la
muerte, la relación con otros seres humanos, etc. En su opinión,
aunque la Biblia está arropada con mitos inaceptables para una
mentalidad racional, sigue siendo un texto revelado. Bultmann
piensa que, si se leen como metáforas, las enseñanzas de la Biblia
y la teología ofrecen un gran mensaje.
De esta manera, los teólogos liberales empezaron a modificar la
imagen antropomórfica de Dios. Paul Tillich, por ejemplo, con-
cebía a Dios no propiamente como el creador del universo, una
esencia en tres personas, etcétera, sino como “el fundamento de to-
do ser”. Un destacado teólogo contemporáneo de esta misma co-
rriente, John Shelby Spong, ha defendido que Dios es el amor entre
los seres humanos, el sentimiento de dependencia entre los hom-
bres, etcétera, y no propiamente una entidad personal con pensa-
mientos, voluntad, intencionalidad...
Aunque las posturas de estos teólogos son mucho más simpá-
ticas para una persona moderna que las de autores clásicos como
Tertuliano, Orígenes o Atanasio, siguen siendo muy cuestionables.

180
Estos teólogos liberales admiten, en efecto, que muchas enseñan-
zas de la Biblia y la teología son irracionales, pero que si se leen co-
rrectamente nos enseñan cosas importantes sobre Dios. A su juicio,
ese Dios no está bien descrito en las imágenes tradicionales de la
teología, pues se trata más bien del amor o la dependencia que sen-
timos los hombres o, como dice insólitamente Tillich, “el funda-
mento de todo ser”.
Los teólogos liberales se empeñan en emplear la palabra Dios,
pero cuando la usan quieren significar algo muy distinto de lo que
tradicionalmente se ha entendido por Dios. Así generan gran con-
fusión. Si, como dice Spong, afirmamos que Dios es una fuerza
impersonal (el amor, la dependencia, etc.), ¿por qué no dejar de
llamar a eso Dios, lo llamamos amor y así evitamos confusiones?
Los buenos filósofos recomiendan la claridad en el lenguaje. La-
mentablemente, los teólogos liberales no siguen esa recomenda-
ción. No sólo la mayor parte de sus escritos son enormemente
oscuros sino que, al emplear la palabra Dios como sinónimo de
“fundamento de todo ser”, su significado se trivializa y lleva a con-
fusiones. Si, como Bultmann dice, en la Biblia está revelado un
mensaje de filosofía existencialista, ¿para qué hablar de Dios si ya
contamos con los términos de la filosofía existencialista?
Muchos de estos filósofos liberales, por ejemplo, extienden esos
métodos interpretativos a la demonología. Para ellos, Satanás es re-
al. No lo entienden, por supuesto, como una bestia roja de cuer-
nos, cola y gran tenedor que tiene relación sexual con brujas. Para
ellos, Satanás es el mal presente en los hombres, la capacidad de
los seres humanos para perjudicar a los demás. Esto, por supues-
to, es una gran mejora respecto a la demonología medieval. Pero
si Satanás es sólo el mal presente en los hombres (y no propiamente
un ser maligno con existencia propia), ¿por qué no llamar a eso
sencillamente mal y así evitar las confusiones que conducen a que
la gente no acepte que el Diablo es una mera metáfora del mal
sino un personaje literal?
Podemos extender la misma crítica a la llamada teología de la li-
beración. A partir de la segunda mitad del siglo XX hubo una co-
rriente de teólogos, especialmente en África e Iberoamérica, que

181
asumió que la “salvación” está en la “opción preferencial por los
pobres”. Estos teólogos empezaron a enseñar que el mensaje de Je-
sús era fundamentalmente el de lucha contra la opresión social y
económica y que Dios es la justicia social.
Es admirable cómo estos teólogos han hecho una aportación
por mejorar las condiciones de explotación en el mundo (aunque
algunos de ellos se convirtieron en guerrilleros, cometieron atroci-
dades y apoyaron regímenes comunistas totalitarios). Pero es in-
necesario e irracional hacer eso empleando el lenguaje de la teología.
¿Qué necesidad hay de llamar Dios a la justicia social? ¿Por qué no
llamarla sencillamente justicia social y así evitar las confusiones?
Hoy pululan los teólogos admirados por laicos por su supuesta
rebeldía frente a las autoridades eclesiásticas y en favor de la liber-
tad de pensamiento. Quizá el más emblemático sea en la actuali-
dad Hans Küng, quien ha sido objeto de censuras por parte de la
jerarquía católica. Pero como lo demuestra el caso de Lutero, re-
belarse frente al poder eclesiástico no es garantía de que se pro-
mueve la racionalidad y el libre pensamiento. Como todos los
teólogos, Küng sigue restringiendo su propia libertad de pensa-
miento. En la medida en que acepta por fe unas doctrinas (como
todos los teólogos al aceptar la revelación), acepta la autoridad de
quien las promulga, sea el papa, los padres de la Iglesia o la Biblia.
Küng es un rebelde en el seno del clero, pero en tanto teólogo si-
gue sin rebelarse frente al dogma.
La teología es irreconciliable con la ciencia. La ciencia exige
pruebas para respaldar los enunciados sobre el mundo. La teolo-
gía exige fe (precisamente, ausencia de pruebas) y promueve que
se hagan enunciados sobre el mundo sin el menor indicio de que
sean verdaderos. La ciencia no acepta el dogma. La teología parte
de él.
Por lo demás, es lamentable que incluso eminentes científicos,
como Stephen Jay Gould, hayan promovido la ilusión de que la
ciencia y la teología son reconciliables. Gould opinaba que, siem-
pre y cuando cada una se dedique a su propio campo, pueden con-
vivir pacíficamente. La ciencia se ocuparía de conocer el mundo
natural; la teología, de especular sobre aquello que está más allá de

182
ese mundo natural. Gould, quien procedía de las ciencias biológi-
cas, pensaba que un evolucionista puede ser cristiano: siempre y
cuando ese evolucionista no interprete literalmente el Génesis,
puede aceptar que Dios creó a la humanidad mediante selección
natural.
Pero esto es ingenuo en el mejor de los casos; y en el peor, in-
coherente. Es ingenuo pues es sencillamente falso que la teología
se ocupe sólo de lo que está más allá del mundo natural. La teolo-
gía nos habla de nacimientos, vírgenes, resurrecciones, apocalipsis
y regresos de Cristo. Eso concierne a este mundo, no a otro. Por
supuesto, todo ello está en franca oposición a la ciencia.
Además, es incoherente, pues no está claro cómo pudo crearnos
Dios mediante evolución. ¿Para qué sometió a las especies a tanto
sufrimiento en ese proceso? ¿Por qué no nos creó de una vez y nos
ahorró así ese tortuoso camino? Más grave aún, ¿cómo pudo cre-
arnos Dios con un objetivo mediante un mecanismo falto de él co-
mo es la selección natural? Si Dios nos creó, nuestra aparición en
el mundo no fue contingente. Pero al afirmar que somos una es-
pecie que apareció por medio de la selección natural, estamos afir-
mando que nuestra existencia es contingente, pues un cambio no
muy significativo en la historia evolutiva (por ejemplo, que el me-
teorito que extinguió a los dinosaurios pasara de largo y no cho-
cara con la Tierra) pudo haber hecho que nuestra especie no
apareciese nunca. Afirmar que Dios nos creó mediante la selección
natural nos hace incurrir en la contradicción entre el azar y la ne-
cesidad, como señaló agudamente Jacques Monod, un biólogo que
pensaba que la ciencia es irreconciliable con la teología.
En definitiva, es hora de que la teología sea relegada al lugar que
le corresponde, junto a la astrología, la alquimia y la homeopatía.
Los esfuerzos por ajustar la teología a los tiempos modernos no son
satisfactorios. No es una disciplina meramente acientífica: es más
bien una disciplina anticientífica. Debe haber lugar en la univer-
sidad para que las personas estudien la historia de la teología (co-
mo he intentado hacer someramente en este libro), pero no
propiamente teología. Los teólogos merecen nuestra admiración
por sus grandes dotes imaginativas pero no por sus dotes investi-

183
gativas. Son escritores de literatura fantástica, no propiamente cien-
tíficos o filósofos.

184
Para leer más

Ehrman, Bart, Jesús no dijo eso, Barcelona, Crítica. 2007. Un ame-


no libro sobre las interpolaciones de la Biblia.

Finkelstein, Israel, y Neil Silberman, La Biblia desenterrada, Ma-


drid, Siglo XXI, 2006. Un arqueólogo y un historiador se de-
dican a refutar las supuestas bases históricas de la Biblia.

Harris, Sam, El fin de la fe, Madrid, Paradigma, 2007. Una crítica


demoledora de muchas creencias religiosas, y en especial un ata-
que a las pretensiones epistemológicas de la fe.

Hume, David, Diálogos sobre religión natural, México, Fondo de


Cultura Económica, 2005. Una joya de la filosofía en la que
Hume, mediante su personaje Filón, critica los principales ar-
gumentos en favor de la existencia de Dios.

Kurtz, Paul, The Trascendental Temptation, Nueva York, Promo-


theus, 1991. Una obra muy completa en la que se critican los
alegatos de la religión y la parapsicología.

Ludemann, Gerd y Alf Ozen, La resurrección de Jesús, Madrid, Trotta,


2001. Un análisis muy pormenorizado de las supuestas pruebas
a favor de la resurrección de Jesús.

185
Martin, Michael, Alegato contra el cristianismo, Pamplona, Laeto-
li, 2006. El autor critica las principales doctrinas del cristianis-
mo.

Onfray, Michel, Tratado de ateología, Barcelona, Anagrama, 2006.


Una crítica a las doctrinas de las tres principales religiones mo-
noteístas a cargo de un popular filósofo francés contemporáneo.

Puente Ojea, Gonzalo, El mito del alma, Madrid, Siglo XXI, 2000.
Una revisión crítica de muchas doctrinas religiosas, en especial
la existencia del alma.

Sagan, Carl, El mundo y sus demonios, Madrid, Planeta, 2005. El


célebre astrónomo Sagan se dedica a estudiar algunas de las su-
persticiones contemporáneas más preocupantes, y dedica un ca-
pítulo a la demonología.

Tobin, Paul, The Rejection of Pascal’s Wager, Authors on Line, 2009.


Una crítica altamente sistematizada de las creencias del cristia-
nismo, desde la vida de Jesús hasta las doctrinas defendidas en
los concilios de la Iglesia.

186
Índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Una disciplina vacía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Teólogos y filósofos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Teología e historia de la teología . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Plan de este libro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24

1. ¿Qué se puede rescatar de la teología? . . . . . . . . . . . . . . . 27


El auge de la ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Frases sin sentido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
La teología natural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
¿Por qué Dios permite el mal? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
Incoherencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
2. ¿Qué es una esencia en tres personas? . . . . . . . . . . . . . . . 47
Padre, Hijo y Espíritu Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Arrio: el Hijo no es eterno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Homoousios y homoiousios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
Lo creo porque es absurdo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
3. Ecce homo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
¿Existió Jesús? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
La infancia de Jesús no es creíble . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
Un predicador apocalíptico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
Cristo, el Mesías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
Pasión y muerte en la cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
¿Resucitó? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84
Concilios a la greña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

187
4. ¿Salvarnos de qué? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
El Cristo vencedor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Más teorías disparatadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
Cristo no nos salvó de nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
5. La paloma, las lenguas de fuego y más cosas raras . . . . . . 105
A vueltas con el Espíritu Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
Herejías pseumatológicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 108
Lenguas de fuego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
6. El alma y otros mitos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
Un pecado muy original . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120
¿Predestinados? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124
Teología y ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126
El alma del cigoto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129
7. 666 y otros números . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Después de la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Apocalipsis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
666 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
El fin del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
8. Gabriel y Satanás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 148
Ángeles mensajeros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
Demonios portadores de luz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
Íncubos y súcubos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158
9. El buen libro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Burdos errores bíblicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 164
Argumentos de los apologistas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168
¿Quién escribió la Biblia? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 172

Epílogo. Tiempos modernos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177


Los teólogos liberales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
Para leer más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185

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