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La c u lt u r a

como concepto semiótico

Algunas reflexiones metodológicas


útiles al pensamiento sociológico
La c u lt u r a
como concepto semiótico

Algunas reflexiones metodológicas


útiles al pensamiento sociológico

Luis Humberto Méndez y Berrueta


Primera edición: noviembre 2014

ISBN: 978-607-9426-00-2

© Ediciones y Gráficos Eón, S.A. de C.V.


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escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México


Printed and made in Mexico
Índice

Presentación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Los objetivos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Algunas cuestiones de método . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
La cultura como ciencia de la interpretación. . . . . . . . . . . 17
Interpretación y discurso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
Cultura, sociedad e ideología. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

i. La cultura como concepto semiótico . . . . . . . . . . . . 31


Breve historia del concepto cultura. . . . . . . . . . . . . . . . . 31
Definición y objetivo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
La interpretación densa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
Ethos y cosmovisión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

ii. Los contenidos semióticos del concepto


de cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . 55
Palabra, voz, lengua, lenguaje, enunciación y discurso. . 55
Del signo al símbolo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
La metáfora. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
La naturaleza del símbolo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
El origen mítico del símbolo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74
8 Horacio Cerutti Guldberg

iii. Cultura e imaginario social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81


Lo instituyente y lo instituido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Institución, símbolo e imaginario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
La institución alienada y las significaciones
sociales imaginarias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
La tensión instituyente-instituido
en la modernidad capitalista. . . . . . . . . . . . . . . . . 105

iV. Cultura e identidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117


Identidad, cultura e interacción social. . . . . . . . . . . . . . . 117
Fortaleza y debilidad de la identidad: lo propio
en oposición a lo alterno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Identidad y territorio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124
Otras visiones acerca de la identidad. . . . . . . . . . . . . . 126

v. Lo sagrado y la cultura. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135


Lo sagrado y lo profano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Lo sagrado como absoluto social. . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
Lo sagrado en la cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141

vi. Cultura y tiempo largo de la historia . . . . . . . . . . 145

Referencias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
Presentación 9

P r e s e n ta c i ó n

E ste libro tiene dos destinatarios específicos: uno, los


alumnos que en el Departamento de Sociología de la
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco,
tendrán que cursar –irremediablemente– la materia de So-
ciedad y Cultura en México en el siglo xx; otro, todos aquellos
que a lo largo de más de un lustro la han cursado en alguno
de los grupos en que me tocó impartirla. En lo general,
queda abierto para todo aquel preocupado por la cultura
como concepto y como expresión concreta de realidades
sociales específicas. En lo particular, pretende convencer al
imaginado lector de este libro sobre su utilidad en la cons-
trucción de dispositivos metodológicos que redunden en
favor de la investigación sociológica y, en consecuencia,
en el enriquecimiento de la reflexión sobre la sociología de
la cultura. Es un trabajo teórico que pretende dotar a los
alumnos de sociología de un conjunto de procedimientos,
claramente delimitados, para analizar fenómenos culturales
precisos desde una particular línea de investigación. Es un
esfuerzo intelectual engendrado desde la práctica docente.
Su originalidad radica, más que en la creación de nuevos
conceptos que afinen la interpretación, en la aventurada
10 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

articulación de algunos de ellos –aquí considerados relevan-


tes– para una mejor comprensión del resbaladizo concepto
que nos ocupa: la cultura.
Agradezco en primerísimo lugar a mis alumnos. De la
permanente discusión realizada con ellos sobre los conteni-
dos que estructuran este trabajo, así como de su dificultosa
aplicación a realidades concretas del mundo de la cultura en
México, surgió la idea de escribir y publicar este texto.
Agradezco igualmente al Licenciado en Lingüística y
Maestro en Estudios sobre Medio Oriente, Luis Fernando
Méndez Franco, sus valiosos comentarios sobre uno de los
pilares básicos que sostienen las particularidades reflexivas
de este trabajo: la lengua y el lenguaje; en particular la teoría
del signo lingüístico y no lingüístico, el enunciado, el dis-
curso, la metáfora y el símbolo. Sus observaciones críticas,
sus puntillosas aclaraciones, sus indicaciones bibliográficas
y su esfuerzo de revisión estilística, fueron primordiales para
cumplir con esta empresa.
Agradezco con igual entusiasmo a mi universidad, en
particular a su Departamento de Sociología y a la División
de Ciencias Sociales y Humanidades en que se inserta, insti-
tuciones que han creado el favorable entorno que me permi-
tió, me ha permitido –y espero me seguirá permitiendo– la
realización de este y otros muchos esfuerzos académicos.
Por último, una vez más, agradezco a mi amigo el Maes-
tro en Economía Rubén Leyva, Director de Editorial Eón,
por atreverse a coeditar uno más de los ya varios trabajos
publicados por esta casa editorial.

Luis Humberto Méndez y Berrueta


Introducción 11

Introducción

Los objetivos

E l título de este trabajo indica su pretensión: explicar por


qué resulta importante entender el término cultura como
un concepto semiótico. Aceptar esta consideración nos
obliga, primero, a considerar el símbolo como el elemento
central alrededor del cual se reflexiona sobre lo social, en
este caso particular, sobre la cultura; segundo, a adherirnos
al supuesto que admite la determinación de la lengua, y en
general del lenguaje, en el esfuerzo por comprenderla; y
tercero, a aceptar lo cultural como una estructura institu-
cionalmente organizada, socialmente construida, histórica-
mente determinada, semióticamente articulada,1 inestable
por principio y, por tanto, siempre sujeta al cambio, aún y

1
Entendemos por articulación semiótica el conjunto de signos (lin-
güísticos o no) que en un infinito entrelazamiento de elementos propios
del lenguaje (de cualquier tipo de lenguaje) elaboran discursos desde
donde se formulan las ideas y se promueven las acciones que instituyen,
desde el campo de lo simbólico, ese inmenso y contradictorio universo
que llamamos sociedad.
12 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

cuando el discurso ideológico-cultural que lo amalgama


predique su permanencia.
En aras de la claridad, hacemos explícito lo siguiente:
para nosotros la noción de estructura es una abstracción,
una construcción teórica, una herramienta mental (por tanto
intangible) creada por el hombre para poner orden sobre
el desorden (aparente o no) del mundo que lo rodea. No
tiene una representación física, no ocupa un espacio ni tiene
una masa: es una representación simbólica, sólo existe en la
mente del hombre y encuentra su origen en el campo de lo
simbólico-lingüístico. A través de este instrumento (lo sim-
bólico-lingüístico), se relaciona con el mundo que lo rodea
y confecciona sus particulares formas de convivencia, urdien-
do enormes redes de significación a las que comúnmente
llamamos mundo simbólico. Por este medio, los hombres
interpretan la realidad externa, edifican sus creencias acerca
del mundo, construyen sus particulares formas de vida y de-
ciden cómo comportarse en ella. Consideraremos entonces
que el gran pilar que sostiene cualquier tipo de estructura
es el símbolo.2
Es evidente, sabemos, lo heterogéneo del enfoque sim-
bólico para el análisis sobre lo social, pero igual nos per-
catamos de que a pesar de sus diferencias (en ocasiones
grandes), existe un acuerdo, implícito y/o explícito, entre
diversos pensadores para atribuirle al lenguaje el origen a
esta influyente forma cognoscitiva. Consideraremos entonces
que, si hablamos de símbolo, estaremos, inevitablemente,
hablando de lenguaje; y que si hablamos de lenguaje, nos
ubicaremos mucho más allá del universo lingüístico que com-
prende a cientos de lenguas habladas y/o escritas que defi-

En el Capítulo 2 explicaremos con mayor detalle cómo se forma un


2

símbolo y cuál es su naturaleza.


Introducción 13

nen a cientos de culturas; nos situaremos en el amplio


mundo de la comunicación humana, allí donde los hombres
interactúan empleando un sinnúmero de lenguajes, verbales
y no verbales, escritos o no escritos, a través de los cuales
intercambian sus formas de ser y estar en el mundo. Com-
partimos entonces el particular parecer que dentro de la
ciencia social considera que

…no hay estructura más que de lo que es lenguaje, aunque


se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal. No hay
estructura del inconsciente más que en la medida que el incons-
ciente habla y es lenguaje. No hay estructura de los cuerpos
más que en la medida en que los cuerpos… de algún modo
hablan con un lenguaje que hace síntoma, que es el lenguaje de
los síntomas. Las cosas mismas en general no tienen estructura
sino en la medida en que sostienen un discurso silencioso que
es el lenguaje de los signos.3

Pero el objetivo del título que significa estas notas no se


detiene sólo en tratar de explicar por qué resulta sugerente
entender el término cultura como un concepto semiótico; a
esta intención general le acompaña otro propósito (formal-
mente señalado en el subtítulo de este trabajo): realizar un
conjunto de reflexiones teóricas-metodológicas alrededor
del concepto semiótico de cultura, útiles para el pensamiento
sociológico.
A este esfuerzo intelectual lo atraviesa una importante
consideración que le da sentido: el análisis de las institu-
ciones que simbólicamente articulan una particular estruc-

3
Cita tomada de un artículo de Giles Deleuze, en F. Chatelet (éd.)
Histoire de la Philosophie, t. VIII: le XXeme siècle, París, Hachete, 1972,
pp. 299-335.
14 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

tura cultural pierde fuerza interpretativa si no se ubica en


los terrenos de la interacción social. Se parte entonces de
que ninguna estructura puede explicarse en sí misma; no
son construcciones pétreas, inamovibles, a-históricas y
mucho menos originadas desde presupuestos metafísicos.
A pesar de la aparente estabilidad que muestra cualquier
tipo de cosmovisión o ethos (estabilidad que se muestra en
su obligada inclinación a la permanencia que, advertimos a
lo largo de la historia, parece eternizar sus instituciones),
vistos desde la interacción social resultan ser flexibles, se en-
cuentran en constante movimiento. Un análisis de la cultura
resulta seriamente limitado si los elementos que la integran
–estructuralmente organizados– no se observan desde los
contradictorios espacios donde los hombres se comunican
diariamente; desde los momentos de vida cotidiana en que
ponen a prueba la validez simbólica de las instituciones que,
de manera abstracta, les organizan la vida en común.
Sin importar la definición teórica con la que sociólogos
y antropólogos han intentado definir los comportamientos
habituales de los individuos dentro de cualquier colectivo
social,4 todas refieren a la interacción social, esto es, a las
formas de comunicación que establecen en un territorio es-
pecífico y un tiempo determinado, al conjunto de relaciones
que instauran dentro y fuera del trabajo, con la familia, con
grupos sociales o religiosos, con la autoridad; relaciones es-
tables o inestables, simétricas o asimétricas; relaciones esta-
blecidas interna o externamente por sus habitus particulares

4
Podemos mencionar entre algunas de las reflexiones más signifi-
cativas en torno a este problema, los conceptos de representaciones
colectivas (Durkheim), intersubjetividad (Schultz, Mead), territorialidad
(Raffestin), habitus (Bordieu), rutinización (Guiddens), o la muy trabajada
noción de vida cotidiana (Heller).
Introducción 15

–diría Bourdieu– y/o por su contradictoria relación con


otros territorios más amplios (nacionales o meta-nacionales)
que imponen conductas y formas de comportamiento. Es
este conjunto de elementos el que da forma y substancia
al término que aquí entenderemos como interacción social,
y resultará vacuo, insistimos, cualquier análisis de la cultura
que no tome en cuenta, como punto de partida, este con-
cepto.5

Algunas cuestiones de método

Es desde esta perspectiva que pensamos útil el análisis de


la cultura para cualquier trabajo de corte sociológico, siem-
pre y cuando no se pondere el frío dato empírico como la
única fuente posible de valor científico; siempre y cuando
se considere como posible la utilidad de un conocimiento
que no se limita a formular leyes generales sino a interpretar
hechos. Vale esta aclaración porque a lo largo del texto nos
proponemos mostrar un conjunto de herramientas meto-
dológicas que seguramente causarán molestia a cualquier
investigador que tienda a priorizar para el análisis sociológico
las orientaciones de corte positivista.
Por supuesto, no se trata aquí de invalidarlas, sólo que-
remos cuestionar el carácter absoluto que con frecuencia se
atribuyen como creadoras únicas de conocimiento científico.
Queremos mostrar que un hecho social es más que una
realidad objetiva desvinculada de toda subjetividad (aquí
consideraremos que lo subjetivo integra también al hecho

5
Esta definición que hacemos sobre el concepto de interacción social
se sustenta en el concepto de territorialidad utilizado por Raffestin en
Por une géografie du pouvoir, París, litec, 1980.
16 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

social y exige por tanto ser considerado en su análisis);


queremos cuestionar también el juicio que postula que el
conocimiento positivo debe ser considerado como definito-
rio, que la imaginación se subordina a la observación y que el
conocimiento, para ser considerado científico, busca hechos
que se repitan para formular leyes generales. A lo largo de
los siguientes capítulos trataremos de dejar claro que hablar
científicamente de la experiencia social no puede reducirse a
lo meramente objetivo, es decir, a lo neutral, lo que se apoya
en lo externo, lo que se considera que es sin necesidad de
interpretarlo; rechazaremos cualquier posición teórica que
considere a los conceptos que construyen nuestro pensa-
miento abstracto como si fueran cosas; que los considere
de manera distante sin ningún tipo de implicación personal;
es decir, ajenos a cualquier desliz subjetivo.
Este empirismo lógico que procede de la experiencia y
que se funda en la observación de los hechos desde la per-
cepción sensorial, se asemeja a lo que dentro de la ciencia
de la semiótica se considera como un signo en función
denotativa cuyo significante responde unívocamente a su
significado. Para nosotros, sin negar la condición anterior,
resulta frecuente advertir que dicho signo se comporta tam-
bién, con reiterada insistencia, connotativamente; mantiene,
sí, la univocidad de su significante, pero desliza su significado
y, al hacerlo, adquiere un carácter polisémico. En el primer
caso estamos ante la condición de objetividad que según
la ciencia positiva debe tener todo conocimiento científico;
en el segundo caso, advertimos la intromisión de la subjeti-
vidad en este conocimiento; se complejiza el acercamiento
al conocimiento científico cuando se introduce una variable
no deseada y frecuentemente no aceptada por metodologías
de corte positivista: la presencia del símbolo que, dada su
Introducción 17

estructura polisémica, obliga a incluir la acción de interpretar


en el proceso de construcción del conocimiento.

La cultura como ciencia de la interpretación

En este marco, cuando aquí hablemos de cultura como


un concepto semiótico, estaremos inmiscuyéndonos en la
inacabada discusión sobre el rechazo o la inclusión de lo
subjetivo en la creación del conocimiento científico dentro
de la ciencia social. Tomando partido por la inclusión, consi-
deraremos como punto de inicio para el análisis de la cultura
la aseveración que el antropólogo norteamericano Clifford
Geertz hace a partir de un juicio de Max Weber:

El concepto de cultura que propugno…es esencialmente un


concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre
es un animal inserto en tramas de significación que él mismo
ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el
análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia
experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa
en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación,
interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en
su superficie.6

Lo simbólico se convierte entonces en el eje alrededor del


cual se reflexiona sobre la cultura, y es a partir de esta re-
flexión (que necesariamente parte, como ya mencionamos,
de la interacción social) que pretendemos aportar las he-
rramientas metodológicas que consideramos importantes
para estudios de orden sociológico. En palabras de Geertz:

6
Cliford Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona,
1973, p. 20.
18 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

“…tratar de mantener el análisis de las formas simbólicas lo


más estrechamente ligado a los hechos sociales concretos,
al mundo público de la vida común”;7 o siguiendo a Weber:
“…los hechos no están sencillamente presentes y ocurren,
sino que tienen una significación y ocurren a causa de esa
significación”.8
Dado que estas reflexiones sobre la cultura van dirigidas
a los estudiantes de licenciatura en sociología de la uam-a
que cursan la materia de Sociedad y Cultura en México en
el siglo xx, y dado también que la obra de C. Geertz que
tomamos como base de análisis es pobre en cuanto a la
explicación sobre el carácter semiótico de la cultura con el
que la califica, nos vemos obligados, por un lado, a reflexionar
(aunque no con la profundidad deseada) sobre el término
semiótico con el cual califica al concepto de cultura; esto
es, problematizaremos el conjunto de elementos que le dan
vida a lo que se conoce como la teoría del signo; precisar
expresiones como palabra, voz, lengua y lenguaje; entender
cómo se estructura un signo, en qué condiciones deviene
en símbolo y cómo adquiere vida en el mundo de la comu-
nicación cotidiana a través de la metáfora, cuestiones todas
que, comúnmente, dan por sentadas lo mismo antropólo-
gos que sociólogos; y por el otro, intentaremos asociar el
análisis de la cultura (como aquí estamos entendiendo el
término) con un conjunto de conceptos propios de la cien-
cia social (aparentemente disociados de este espacio del
conocimiento llamado cultura) que nosotros pensamos lo
enriquecen. Nos referimos en concreto a la semiótica que nos
explica cómo se construye un símbolo, al imaginario social y

7
Idem, p. 39.
8
Citado por Geertz en idem, p. 122.
Introducción 19

sus expresiones instituyentes e instituidas; a los procesos de


identidad que se afianzan en los llamados lugares antropo-
lógicos o a los que se fragmentan en eso que algunos llaman
los no lugares; a los fenómenos sociales que representan lo
sagrado (los absolutos sociales que dan orden y sentido a
los colectivos humanos), y a la dificultosa ubicación de la
cultura dentro de los intrincados tiempos de la historia.
Por todo lo antes dicho, para nada resultaría extraño
que se nos etiquetara como relativistas; relativismo que, de
ser cierto, se adopta no por capricho y mucho menos por
moda, sino por considerar que esta necesaria pluralización
del conocimiento resulta de un particular tiempo histórico
que rompió con la noción de totalidad; un universo so-
cial que se resignifica incesantemente y que, para entender-
lo, no alcanzan las certidumbres teóricas que se establecen
como inamovibles, ni las cuantificaciones tranquilizadoras
que ofrece el dato duro; hace falta, pensamos aquí, la sen-
sibilidad que permite advertir que ese algo que descuidada-
mente llamamos verdad es temporal, condicionado, mudable.
Nos alineamos con aquellos que propugnan por un cono-
cimiento plural que integre los saberes especializados; un
conocimiento que se construya, reconstruya o se deshaga,
si así se considera necesario, con la misma rapidez con que
la sociedad cambia en este nuestro nuevo tiempo global.
Creemos, con Maffesoli, que nuestro relativismo pretende
proteger la creación del conocimiento del “terrorismo de
la coherencia”;9 y recordamos con Weber que “Toda obra
científica acabada no tiene otro sentido que el de generar
nuevas preguntas; así pues, su propósito es el de ser superada

9
Michel Maffesoli, El conocimiento ordinario. Compendio de sociología,
Sociología, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 23.
20 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

y envejecer. Quien desea servir a la ciencia debe resignarse


a este sino”.10
En suma, consideramos que la aportación de estas notas
escritas para jóvenes estudiantes de sociología radica en
comprender la enorme utilidad que tiene el uso de la inter-
pretación en la construcción del conocimiento científico; o
dicho de otra forma, en atender la carga de subjetividad que
todo dato objetivo contiene.

Interpretación y discurso

Vale el comentario porque no podemos dejar de advertir


el hecho de que el ordenado conjunto de razonamientos
que se exponen a lo largo de este texto se inserta en un
particular discurso científico que encuentra su sustento
en la interpretación. Discurso interpretativo que se inserta
a su vez en otro discurso más amplio y contradictorio que,
comúnmente, reconocemos como ciencia social. Como todo
discurso socialmente construido, la ciencia social expresa
relaciones de poder donde, hasta la fecha, la centralidad
la ocupa el discurso positivista (sobre todo en el ámbito de la
sociología y de la economía). Por supuesto, repetimos, no se
pretende aquí establecer una lucha sin cuartel en contra del
discurso dominante dentro del ámbito de la ciencia social;
se aspira, simplemente, a aligerar el carácter absoluto que
el imaginario social instituido le atribuye a este particular
discurso.
El discurso científico que aquí nos importa (la interpreta-
ción) no pretende, como ya se dijo, construir leyes generales
a partir de la repetición de datos duros, busca significaciones

10
Max Weber, citado por idem, p. 22.
Introducción 21

con las herramientas metodológicas propias de una ciencia


interpretativa. No ambicionamos –insistimos– ponderarlo
como el único discurso que soluciona los múltiples proble-
mas que enfrenta cualquier empresa intelectual que intenta
construir conocimiento científico desde la ciencia social;
estamos conscientes de que es sólo una vertiente entre
otras muchas más que, de diferentes formas, lo enriquecen;
es un particular discurso inserto dentro del ámbito del co-
nocimiento social, que lucha por hacer valer sus juicios en
la titánica tarea de generar conocimiento científico.
Por lo antes dicho, vale dejar aclarado lo siguiente:
cuando hablamos de discurso vamos más allá de su sentido
lingüístico (conjunto de enunciados emitidos en un contexto
histórico-social, individual-colectivo, el aquí y el ahora de
la enunciación); nos referimos más bien a su sentido filosófi-
co: enunciados lingüísticos, sí, pero que por razones diversas
de índole social y cultural (salpicadas siempre de intencio-
nalidad política), en un espacio y en un tiempo preciso, se
estructuran como sistemas de pensamiento, discusiones,
reflexiones, tradiciones, razonamientos, etc., que constituyen
una particular estirpe de conocimientos organizados, (no
necesariamente homogéneos) para interpretar la realidad
simbólicamente construida por los colectivos humanos.
Es a este tipo de discurso al que aquí hacemos referencia,
irremediablemente inserto en un ámbito de saber-poder
sólo entendible desde el lenguaje, inagotable fuente de
construcción de redes simbólicas.
El discurso, así significado, resulta ser, pensamos, el
instrumento vital de que se ha valido el hombre social para
imponer respuestas específicas a las primigenias pregun-
tas que se construyen acerca del cómo, cuándo, dónde y
para qué estamos en este mundo; y desde las múltiples res-
puestas que se han dado a estas interrogantes es que surgen
22 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

los diversos sistemas de creencias y normatividades que le


han permitido, por miles de años, vivir colectivamente.
No dudamos entonces en considerar el discurso como
la más colosal herramienta con que cuenta el hombre social
para construir esas gigantescas estructuras que a algunos
nos da por llamar cosmovisión y ethos. Hablar de discurso
es hablar de cultura, mejor dicho, de su sustento; y si como
ya antes expresamos todo discurso se encuentra inmerso en
particulares relaciones de poder, tenderá, inevitablemente,
a imponerse sobre el orden social que el mismo crea; así,
en este proceso de imposición, los discursos que detentan
la centralidad (en este caso en el ámbito del conocimiento)
construyen un conjunto de procedimientos de exclusión a
través de los cuales aspiran a mantener socialmente vigente
el conjunto de comportamientos, creencias, códigos, esta-
tutos, normas que tienden a legitimarlo.
En suma, con lo antes dicho queremos dejar establecido
lo siguiente: dentro de ese gran ámbito social al que Foucault
llama la voluntad de saber, el concepto semiótico de cultura
que nos preocupa encuentra sus raíces en un discurso, que
aquí llamamos discurso interpretativo, en el cual se inscribe
la heterogénea corriente simbólica a la que nos adherimos;
discurso que, en sus concreciones, enfrenta los diversos
postulados de otro discurso (comúnmente llamado positi-
vismo) que, hasta hoy, ocupa la centralidad en el ámbito del
conocimiento. Así establecido el problema que nos preocupa,
partimos de que todas las formulaciones teóricas que aquí
se asocian al término de cultura (semiótica, imaginario so-
cial, identidad, absoluto social, historia) se distinguen por
pertenecer a un discurso (el de la interpretación) que, en lo
esencial, se opone al discurso positivista.
Introducción 23

Cultura, sociedad e ideología

Por último, en aras de la claridad conceptual, valdría dejar


asentado, aunque sea de manera un tanto cuanto esque-
mático, cómo vamos a entender tres conceptos básicos
que se imbrican, a tal punto, que no es extraño que se vean
como sinónimos, o bien que se les valore jerárquicamente.
Nos referimos a tres voces que deben ser reconocidas en
su diversidad sin dejar de reconocer su evidente unidad:
cultura, sociedad e ideología.
En la discusión que establece con las posiciones elabora-
das desde la teoría funcionalista (es especial con Malinows-
ky), C. Geertz plantea que:

…una de las principales razones de la incapacidad de la teoría


funcional para tratar el cambio consiste en no haber tratado los
procesos sociológicos y los procesos culturales en iguales tér-
minos; casi inevitablemente uno de los dos es o bien ignorado,
o bien sacrificado para convertirse en un simple reflejo, en una
imagen “especular” del otro. O bien la cultura es considerada
como un derivado completo de las formas de organización so-
cial (el enfoque característico de los estructuralistas británicos,
así como de muchos sociólogos norteamericanos) o bien las
formas de organización social son consideradas como encar-
naciones conductistas de esquemas culturales (el enfoque de
Malinowsky y de muchos antropólogos norteamericanos). En
cualquiera de los dos casos el término menor tiende a ahogarse
como factor dinámico y nos quedamos con un concepto de
cultura que lo abarca todo (“ese todo complejo”) o con un
concepto completamente comprensivo de estructura social
(“la estructura social no es un aspecto de la cultura sino que
es toda la cultura de un pueblo dado manejada en un marco
especial de teoría”). En semejante situación, los elementos
24 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

dinámicos del cambio social, que surgen de la circunstan-


cia de que los esquemas culturales no sean completamente
congruentes con las formas de organización social, son casi
imposibles de formular.11

Para Geertz, el problema radica en no distinguir analítica-


mente los aspectos culturales y los aspectos sociales de
la vida de los hombres; no se les concibe como variables
independientes que se ocupan de un todo que les obliga a
corresponderse. Desde esta perspectiva, vamos a entender
en este trabajo, y para los fines aquí determinados, que tanto
sociedad como cultura son conceptos, creaciones del pensa-
miento abstracto, representaciones simbólicas, herramientas
analíticas construidas desde el cerebro humano, para explicar
una misma realidad desde diferentes perspectivas. El divorcio
o la sumisión conceptual en que, con frecuencia, las mantiene
el investigador o el teórico, impide contemplar los múltiples
modos de interrelación a los que se obligan por el hecho de
tener como referencia una misma totalidad: lo social.
¿Cómo distinguir entonces el concepto cultura del con-
cepto sociedad?, considerándolos, de principio, como dife-
rentes abstracciones de realidades comunes. Una, la cultura,
como sistema ordenado de significaciones y de símbolos
donde se da la integración social (ethos-cosmovisión); otra,
lo social, como la estructura de la interacción social misma,
los movimientos sociales de lo cotidiano donde establece su
contradicción el imaginario social (instituyente-instituido).

En un plano (cultura) está el marco de las creencias, de los


símbolos expresivos y de los valores en virtud de los cuales

11
C. Geertz, op. cit., p. 132.
Introducción 25

los individuos definen su mundo, expresan sus sentimientos


e ideas y emiten sus juicios; en el otro plano (sistema social)
está el proceso en marcha de la conducta interactiva, cuya
forma persistente es lo que llamamos estructura social. Cul-
tura es la urdimbre de significaciones atendiendo a las cuales
los seres humanos interpretan su experiencia y orientan su
acción; estructura social es la forma que toma esa acción, la
red existente de relaciones humanas. De manera que cultura y
estructura social no son sino diferentes abstracciones de los
mismos fenómenos. La una considera a la acción social con
referencia a la acción que tiene para quienes son sus ejecutores;
la otra la considera con respecto a la contribución que hace al
funcionamiento de algún sistema social.12

Y si es relativamente común que estructura social y cultura


no definan con precisión sus campos de acción; para el caso
del concepto de ideología su indeterminación resulta aún
más grande. Un buen número de profesionales de la ciencia
social, en especial dentro del pensamiento sociológico, ve
a la ideología como el permanente saboteador del discurso
científico. Viejas ideas de sociólogos famosos continúan
enraizadas en el pensamiento sociológico actual. Persiste el
juicio de considerar a la ideología como un pensamiento sos-
pechoso, dudoso, algo que deberíamos superar y expulsar
de nuestra mente. La ideología presenta, se afirma,

…la desdichada condición de estar psicológicamente de-


formada (‘torcida’, ‘contaminada’, ‘falsificada’, ‘anublada’,
‘desfigurada’) por la presión de emociones personales como
el odio, el deseo, la ansiedad o el miedo. La sociología del

12
Idem, p. 133.
26 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

conocimiento trata del elemento social en la búsqueda y per-


cepción de la verdad… Pero el estudio de la ideología –una
empresa enteramente diferente– se refiere a las causas del
error intelectual.13

Y ni qué decir de la posición de un icono de la sociología


norteamericana, Talcott Parsons, cuando afirma “que las
desviaciones de la objetividad científica se manifiestan
como los criterios esenciales de una ideología… El proble-
ma de la ideología surge cuando hay una discrepancia entre
lo que se cree y lo que puede establecerse científicamente
como correcto”.14
Esta idea tan difundida de falsedad, mentira, engaño o
ignorancia que se atribuye a lo ideológico no es compartida
en el marco conceptual que aquí se construye. Siguiendo
el pensamiento de Geertz, en este trabajo las estructuras
ideológicas serán entendidas, al igual que en la cultura,
“como sistemas de símbolos en interacción, como estructu-
ras entretejidas de significaciones”.15 ¿Cuál sería entonces la
diferencia? En términos empíricos, ninguna. En los dos casos
se trata de saber cómo los símbolos simbolizan al interior
de un mismo objeto:16 lo social. En términos analíticos, si
tendríamos que distinguir para desideologizar la ideologizada
visión que aún permanece sobre la ideología, ésta, a diferen-
cia de la cultura, se nos muestra no en los espacios del ethos

13
Wemer Satark, discípulo de Mannheim, citado por Clifford Geertz,
op. cit., p. 173.
14
Citado en Clifford Geertz, idem, p. 175.
15
Idem, p. 182.
16
Los contenidos de una unidad llamada símbolo se muestran en
un proceso que podría llamarse simbolización, es decir, una particular
manera de significar los contenidos del símbolo.
Introducción 27

y la cosmovisión, no en el estable plano del imaginario social


instituido, sino directamente en la interacción social. Esto
es, el elemento instituyente del imaginario social, propio de
cualquier representación simbólica, lo observaremos, empíri-
camente, en las estructuras ideológicas. Vamos a considerar
entonces a la ideología como el elemento activo en esa
complicada totalidad que llamamos sociedad; y a la cultura
como el elemento pasivo. Podríamos decir, aunque pequemos
de esquemáticos, que en un orden institucional con fuerte
legitimación simbólica el papel de la ideología será secunda-
rio (la importancia del análisis descansará en el terreno de
la cultura, en las particularidades éticas y cosmovisionales
que expresa un orden institucional políticamente estable);
pero cuando en el mundo de lo cotidiano –de la interacción
social– se cuestionen los valores culturales establecidos, nos
toparemos, sin duda, con el universo de las formulaciones
ideológicas. Bien podríamos afirmar, sin abandonar nuestro
esquematismo, que las ideologías se fortalecen como fuentes
de significación cuando las instituciones culturales pierden
fuerza simbólica.
Nos falta aclarar lo siguiente: no nos pelearemos aquí
con el supuesto marxista según el cual las ideas no pueden
explicarse a partir de sí mismas. Aceptamos (y de una u otra
manera así lo sugerimos) que los sistemas de símbolos en
interacción, las estructuras entretejidas de significaciones
a partir de las cuales se construyen sistemas culturales o
ideológicos, no pueden entenderse fuera de la estructura
social que los engendra. Sin embargo, esta aceptación no
nos obliga a coincidir con el otro supuesto marxista que se
deriva del anterior: la falsa conciencia que se le atribuye,
tanto a las estructuras ideológicas como a los procesos
que la crean. En este trabajo se considerará que es erróneo
aseverar que todas las ideas que urde una sociedad acerca
28 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

de sí misma configuren una conciencia falsa. El hecho de que


toda conciencia social sea reflejo de condiciones materiales
no obliga, necesariamente, a considerar que detrás de toda
construcción ideológica exista una conciencia falsa; razonar
científicamente sobre la sociedad no exige ignorar las ela-
boraciones ideológicas que los hombres construyen en su
interacción. Decir, como lo hizo Engels, “que se pone fin a
toda ideología cuando el hombre toma conciencia de que
sus condiciones de vida materiales determinan el curso de los
procesos de pensamiento que se desarrollan en su cabeza”,
significaría hacer de lado el centro de nuestra argumentación:
el tipo de procesos de pensamiento que los hombres desa-
rrollan en su cabeza, que, según Engels, son determinados
por las condiciones materiales de vida de los sujetos, son,
desde la perspectiva aquí planteada, la expresión del juego
de imaginarios –instituyentes e instituidos– que construyen
y hacen permanecer una totalidad institucional desde donde
podemos leer tanto lo ideológico como lo cultural. Esto es,
cuando hablamos de condiciones de vida materiales, estamos
imaginando un espacio social más amplio que, aunque las
incluye, va más allá de las relaciones de producción.
Resumiendo, cultura e ideología nos remiten a un mismo
objeto de estudio (lo social) visto con diferentes miradas:
desde la interacción social que legitima simbólicamente las
instituciones o desde la interacción social que las subvierte.
Desde una perspectiva analítica, en el primer caso estaremos
frente a un escenario social donde se impone el imaginario
social instituido; en el segundo caso, el mismo escenario
priorizaría la presencia del imaginario social instituyente. Para
lo que aquí nos interesa –el análisis de la cultura– resulta
de enorme importancia determinar todo lo ideológico que
contiene lo cultural y, en contrapartida, todo lo cultural
que contiene lo ideológico; sólo así –pensamos–, deposi-
Introducción 29

tando la atención en el permanente juego de lo cotidiano,


deteniendo nuestra preocupación interpretativa en lo que
aquí llamamos interacción social, es posible acceder a inter-
pretaciones más finas que muestren, en contra de lo que con
frecuencia se sugiere, la flexibilidad del mundo institucional,
lo dúctil que resultan ser las estructuras que integran el mun-
do de la cultura en cualquier tipo de conglomerado social.
Por último, vale dejar asentado que el conjunto de ele-
mentos teórico-metodológicos presentados en esta intro-
ducción constituyen un particular discurso que ordena, de
manera poco ortodoxa, el armazón teórico-metodológico
que sostiene la reflexión que aquí se hace sobre la cultura.
Sin ningún pudor intelectual, y aceptando ser calificados (o
etiquetados) como relativistas, miraremos el problema de la
cultura no sólo desde la inconfundible vertiente teórica de
lo simbólico que permite considerarla como un concepto
semiótico, también, y de manera más aventurada, trataremos
de relacionarla con un conjunto de conceptos que, dentro de
la ciencia social, raramente se empatan; herramientas
teóricas que, por lo general, se manejan con autonomía,
disimulando o negando su inevitable interrelación. Ya antes
lo dijimos y vale repetirlo: con este trabajo intentaremos
enriquecer los contenidos del concepto de cultura, no sólo
introduciendo en su definición los elementos semióticos
que aquí la califican, sino interrelacionándolo además con
otros conceptos que, creemos, lo consolidan. Nos referimos
en especial a las relaciones que encontramos existen entre
la singular concepción de cultura que aquí manejamos, con
conceptos como imaginario social, identidad, absoluto
social (o sagrado) e historia.
El objetivo, ya lo insinuamos también, es aportar elemen-
tos que nos ayuden a construir una mirada sociológica de
la cultura. Queremos dejar establecido que en el inmenso
30 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

universo de la ciencia social, los conceptos no son propiedad


de ninguna disciplina en particular; por tanto, para el caso
que aquí nos importa, trataremos de dejar claro que la cultura
(como concepto y como realidad empírica) no le pertenece
en exclusividad a las disciplinas antropológicas, debiera estar
al servicio de cualquier tipo de reflexión sobre lo social.
La cultura como concepto semiótico 31

i. La c u lt u r a
como concepto semiótico

Breve historia del concepto cultura

T odo aquel preocupado por las incógnitas que plantea esa


profunda abstracción del pensamiento humano –cargada
de significados– que comúnmente llamamos sociedad, se ha
topado, sin duda, en algún momento de su quehacer teóri-
co o de investigación, con el espinoso problema de definir
conceptualmente la palabra cultura; y el intento resulta a
tal punto escabroso que, de atenerse uno a los principios
elementales de eso que tradicionalmente conocemos como
ciencia, una superficial observación sobre la historia del
concepto de cultura transgrede sin remedio las reglas ele-
mentales que le permitirían ser considerado como tal: el
carácter polisémico que ha adoptado el término rompe con
el deseo de univocidad que, teóricamente al menos, todo
concepto debe poseer.
Sabemos que la palabra cultura en su sentido actual per-
tenece al inmenso caudal de representaciones simbólicas que
ayudaron a construir el complejo imaginario social instituido
al que hoy denominamos capitalismo, o sociedad capitalista,
32 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

o formación social capitalista, o modo de producción capita-


lista, o simplemente modernidad. En ese privilegiado momen-
to instituyente que hoy reconocemos como ilustración, una
voz latina, tradicionalmente empleada para referir la acción
de cultivar la tierra –cultura–, es retomada, metafóricamente,
para significar los fenómenos de la nueva realidad social en
construcción. El signo cultura deslizó su significado. Ya no
representaba en ausencia solamente la acción de cultivar la
tierra, ahora habría de adquirir nuevos sentidos: cultivar el
espíritu, cultivar las ideas. Alegóricamente, la palabra cultura
representó al nuevo tiempo. Cultivando el espíritu, culti-
vando las ideas, se potenciaba el carácter instituyente de la
época: la transformación radical de las instituciones.
El problema surge al momento en que la metáfora quiso
ser concepto. En el siglo xix, a la naciente ciencia de la an-
tropología que hizo de la cultura su principal preocupación,
le resultaba insuficiente la metáfora como método explica-
tivo; las nuevas realidades sociales creadas por el naciente
capitalismo –léase colonialismo– le exigían conceptualizar el
término. Algo se había avanzado, sin embargo, en términos
de univocidad. La palabra cultura, desde la antropología,
dejó de ser una construcción metafórica para incursionar en
los terrenos de la teoría social. Intentó encauzar el análisis de
la sociedad desde una amplia perspectiva que contempló las
formas de ser, de pensar, de sentir, de imaginar, de actuar, de
organizarse para sobrevivir, que empleaban los hombres en
su largo transcurrir por la historia. Desde entonces, el nuevo
concepto tratará de dar cuenta de las costumbres, de los
sistemas de creencias, de las prácticas y comportamientos,
códigos normas y reglas, que definen a los grupos humanos,
socialmente organizados, en un espacio y en un tiempo his-
tóricamente determinado. La categoría cultura comprendió
La cultura como concepto semiótico 33

dos grandes conceptos que pretendían dar cuenta de las


realidades que estudiaba: ethos y cosmovisión.
A pesar de su innegable avance en términos conceptuales,
esta nueva condición del vocablo cultura resultaba demasia-
do abarcadora, por tanto, imprecisa, planteándose de inme-
diato una serie de cuestionamientos y dudas que, todavía
al día de hoy, se encuentran sujetos a debate. ¿Hablamos
de la cultura o de las culturas? ¿Debemos considerar a la
cultura como sinónimo de lo social o sólo como parte de?
¿Es evolutiva, funcional, estructural, estructural-funcional o
estructural-simbólica? ¿Es estática y predeterminada o es
flexible y en movimiento constante? ¿Se circunscribe al ámbi-
to de lo ideológico, lo ideológico se subsume al campo de la
cultura, o lo cultural y lo ideológico son momentos diferentes
dentro del análisis de lo social? ¿Qué relaciones mutuas
establecen la cultura y lo sagrado –laico o religioso–? De
éstas y muchas interrogantes más es que comienzan a surgir
diversas, y frecuentemente contradictorias, interpretaciones
acerca del cómo entender la cultura y, en consecuencia,
diferentes metodologías para abordar su impreciso objeto
de estudio.
Así, por ejemplo, influenciada por las teorías darwinistas
y el positivismo spenceriano de la época, la antropología
adopta en su origen el evolucionismo como su principal
herramienta metodológica. Sus principales representantes
(Bachofen, Morgan, Taylor1) trataban de describir, de di-
seccionar en detalles, las diversas culturas para acceder a

1
Lewis Henry Morgan, La sociedad primitiva, publicado en 1877;
Edward B. Tylor, Antropología: una introducción al estudio del hombre y la
civilización, publicado en 1881; Johann Jacob Bachofeen, El matriarcado.
Una investigación sobre la ginecocracia en el mundo antiguo según su natu-
raleza religiosa y jurídica, publicado en 1861.
34 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

su conocimiento, y una vez reconocida había que clasificarla


en una ambigua escala –construida bajo términos ideoló-
gicos– que iba de menos a más civilizada. Era evidente que
una concepción de la cultura basada en la evolución lineal,
y sobre todo en la idea de considerar “salvajismo” a las
primeras culturas, ofrecería resistencia desde muchos otros
preocupados por este problema.
Una respuesta importante a esta primera línea de análisis
vino de un grupo identificado como culturalistas, repre-
sentado en lo esencial por la obra del alemán Franz Boas.2
Se planteaba, en lo esencial, que era incorrecto hablar, en
abstracto, de cultura, que era necesario admitir la existencia
no de una, sino de varias, de múltiples culturas, y que, por
tanto, había que aceptar que cada una de ellas era un todo
comprensible en sus propios términos; un todo comprensible
que daba un particular sentido a la vida de los individuos
socialmente organizados en un espacio particular y en un
tiempo históricamente determinado.
Y no suficiente con estos dos grandes enfoques meto-
dológicos que no alcanzaban aún a precisar el concepto de
cultura, ya entrado el siglo xx, producto de los grandes traba-
jos etnográficos de cientos de antropólogos, irrumpen en el
campo de la discusión teórica las posiciones estructuralistas.
Relevante sin duda fue, y sigue siendo, el estructuralismo
funcional representado en lo fundamental por la obra de
Malinowsky,3 entre otros. Desde este punto de vista, se parte
de un supuesto básico: todos los elementos que estructuran
una sociedad (para ellos la cultura es sólo uno de ellos)

Es significativo su texto Antropología y vida moderna, publicado en


2

1928.
3
Bronislao, Malinowsky, Una teoría científica de la cultura, publicado
en 1944.
La cultura como concepto semiótico 35

existen porque son necesarios; en este sentido, todo aque-


llo que integra eso que se llama cultura (artefactos, bienes,
procesos técnicos, ideas, hábitos, valores heredados, etc.)
está fuertemente estructurado y es guiado por la necesidad.
Los elementos de la cultura, afirmarán, tienen una función
que les da sentido y hace posible su existencia; y más aún,
plantearán que esta función no es dada únicamente por lo
social, sino por la historia del grupo y su entorno geográfico.
Vale destacar que uno de los discípulos de Malinowsky, Ra-
dcliffe Brown,4 subrayará un elemento esencial que ayudará
en el proceso de precisión del concepto: el conjunto de
elementos cosmovisionales y éticos que integran eso que
llamamos cultura tiene una función prioritaria: mantener el
orden social.
Pero además del estructuralismo funcionalista, acomete
también el enfoque simbólico, complicando aún más la posi-
bilidad teórica de hacer unívoco el concepto que nos ocupa.
Ya para este momento era prácticamente imposible hablar
de cultura en general, al menos en términos antropológicos;
había que precisar la corriente teórica desde la que se partía,
para validar una definición que, seguramente, sería criticada
por posiciones de pensamiento antagónicas.
En este marco se ubica la presencia de un reconocido
antropólogo, Claude Lévi-Strauss,5 que va a imponer su in-
terpretación estructuralista más allá de la llamada ciencia de

4
Radcliffe Brown, Estructura y función en la sociedad primitiva, publi-
cado en 1952.
5
Es copiosa y ampliamente difundida y discutida la obra de este
autor. Para lo que aquí nos interesa vale citar lo siguiente, Claude Lévi-
Strauss, Antropología estructural 1, publicado en 1958, y Antropología
estructural 2, publicado en 1973; además, uno de sus más polémicos
libros, El pensamiento salvaje, publicado en 1962.
36 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

la cultura, para contagiar con su pensamiento al conjunto


de la ciencia social. Vale aclarar que este estructuralismo
surge en el siglo xix desde la lingüística, en especial del
famoso pensador francés, Ferdinand de Saussure, que
afirmaba que la lengua es un sistema de signos, afirmación
base para desarrollar una teoría del lenguaje que, hasta la
fecha, mantiene validez en las discusiones sobre el tema.
En el campo de la antropología, Lévi-Strauss hace suyo
este principio y afirma que la cultura es, en lo esencial, un
sistema de signos producidos por la actividad simbólica de
la mente humana. En este sentido, y esto es lo novedoso, la
cultura es un mensaje que puede ser decodificado, tanto en
sus contenidos como en sus reglas.
La riqueza de sus planteamientos marcaron un parteaguas
en el desarrollo de la ciencia de la antropología, en espe-
cial en su referencia específica a la cultura; aunque también le
valieron sonadas críticas que, lo mismo, ayudaron a avanzar
en la consolidación del concepto desde la nueva perspectiva.
En una apretada síntesis, Lévi-Strauss plantea que el enorme
cúmulo de símbolos que forman la cultura son producto de
la capacidad que poseen todas las mentes humanas para
clasificar las cosas del mundo en grupos; partiendo de este
principio, se propondrá demostrar que no existen diferencias
sustantivas entre los mal llamados pueblos “primitivos” y los
“civilizados”, sus culturas están hechas de la misma materia:
el símbolo. Bajo esta comprensión, afirmará que no existe
superioridad alguna entre una sociedad donde predomina el
método científico y otra donde predomina la magia; ninguna
es más rigurosa o metódica que la otra, son, simplemente,
de índole distinta; son construcciones simbólicas diferentes
empleadas para interpretar al mundo, las dos apoyadas en
discursos lógicos, por tanto, coherentes. Este pensador
estableció un principio metodológico que, a la fecha, sigue
La cultura como concepto semiótico 37

influyendo en el pensamiento social: la estructura se impone


a la historia.
A partir de este momento (sin que se desvanezcan del
todo las viejas posturas metodológicas que, de muy diver-
sas formas, se irán readecuando a los nuevos postulados
teóricos e históricos), la reflexión antropológica sobre la
cultura se abordará desde el eje simbólico, debatiéndose
desde entonces alrededor de las problemáticas creadas en
la discusión establecida entre estructura e historia.
Vale recordar que este enfoque simbólico que se le da
a la antropología estructural no era nuevo; además de su
influencia desde la lingüística estructural de F. de Saussure,6
no podemos olvidar las aportaciones que desde la socio-
logía hicieron Durkheim y H. Weber,7 y poco después, en la
primera parte del siglo xx, las que hicieron un conjunto de
pensadores que, desde la psicología social y la sociología,
conformaron una corriente de pensamiento conocida como
interaccionismo simbólico.8

6
F. de Saussure, Curso de lingüística general, publicado en 1916.
7
Durkheim, el emblemático sociólogo positivista, empleó también
los recursos de un estructuralismo simbólico en ciernes con el empleo
de su concepto de significaciones sociales, importante en su libro sobre
Las formas elementales de la vida religiosa, publicado en 1912; lo mismo
Weber en su obra maestra Economía y sociedad, publicada hasta 1968,
escribe una frase que será retomada mucho tiempo después por uno
de los grandes representantes de la antropología simbólica, C. Geertz:
“Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas
de significación que el mismo ha tejido, considero que la cultura es esa
urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una
ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa
en busca de significaciones”. C. Geertz, La interpretación de las culturas,
Gedisa, Barcelona, 1973.
8
Nos referimos en especial a G. Mead, en su texto Espíritu, persona
y sociedad, Paidós, Buenos Aires, 1968; a A. Schutz, La construcción
38 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

Hasta aquí esta comprimida recapitulación sobre los


rumbos que ha seguido la discusión sobre el concepto de
cultura. Llevarla a cabo tuvo un solo sentido: mostrar, aun-
que sea de manera un tanto cuanto esquemática, la falta de
precisión que muestra dentro de la historia del pensamiento
antropológico. Es con base en esta premisa que se justifica
en este trabajo, por un lado, la particular manera como se
abordará el concepto en cuestión; y por el otro, los muy
particulares puntos de vista que aquí se expresarán en
cuanto a la utilidad metodológica del concepto cultura
en la reflexión sociológica.
Ante la imposibilidad de empleo de un concepto unívoco,
nos vimos obligados a determinar un punto de vista mucho
más específico que nos permitiera delimitar, en aras de la cla-
ridad, la reflexión sobre temas que, tradicionalmente, se han
prestado a la ambigüedad analítica. Este esfuerzo metodoló-
gico por marcarle teóricamente un punto de partida único al
examen sobre la cultura, generará, sin duda –es importante
señalarlo–, críticas y desacuerdos de muy diversa intensidad
e índole sobre lo que aquí se planteé. Por la abundante di-
versidad de puntos de vista que existen sobre el tema de la
cultura, obviamente divergentes, es fácil entender que todo
lo que aquí se exprese generará discusión y desacuerdos que,
esperamos, redunden en beneficio de una comprensión más
acabada sobre los problemas que aquí se exponen. En este
sentido, bienvenidas sean todas las críticas.

significante del mundo social. Introducción a la sociología comprensiva, Pai-


dós, Barcelona, 1993; y a Herbert Blumer, El interaccionismo simbólico,
perspectiva y método, Hora DL, Barcelona, 1982.
La cultura como concepto semiótico 39

Definición y objetivo

En lo general, nuestro análisis se inserta, teóricamente, en


la llamada antropología estructural y, en lo particular, en la
antropología interpretativa. Partimos de una definición
concreta elaborada por el antropólogo norteamericano
Cliffor Geertz, que estableció como determinante el carácter
semiótico del concepto cultura.9 Será desde esta definición,
que se discutirá a lo largo del texto sobre un conjunto amplio
de conceptos relacionados con la cultura que consideramos
importantes, y sobre todo útiles, para un sociólogo.
De manera general, el concepto de cultura comprende las
muy diversas formas en que los colectivos humanos trasmiten
y aprenden un conjunto de conocimientos que les permiten
mantener un orden social. Nos referimos a todas las formas
de ser, de pensar, de imaginar, de actuar, de organizarse
para sobrevivir, que un conjunto de individuos mantiene en
un espacio y en un tiempo determinado, expresado en un
mundo de costumbres, prácticas, códigos, normas, reglas,
sistemas de creencias, que posibilitan no sólo la sobreviven-
cia, sino, de manera especial, las seguridades ontológicas
que justifican la existencia de los individuos pertenecientes
a tal o cual cultura.
De manera particular, entenderemos en este texto como
cultura lo siguiente: un complejo sistema de representaciones
simbólicas a través del cual un colectivo social específico, en
un tiempo y en un espacio determinado, trasmite y aprende
el conjunto de conocimientos que requiere para darle orden
y sentido a su existencia. Con esta definición adoptamos

9
C. Geertz, op. cit., p. 20.
40 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

una posición metodológica precisa; nos situamos, como ya


antes se mencionó, dentro una corriente amplia conocida
como antropología estructural que apoya su discurso en lo
simbólico; y, de manera más específica, adoptamos el punto
de vista C. Geertz, que considera a la cultura como un con-
cepto semiótico. Vamos a entender entonces que las muy
diversas formas de trasmisión y aprendizaje del conocimiento
que realizan los colectivos humanos para sobrevivir, y que
aquí entendemos como cultura, no son sino el resultado de
un conjunto sistémico de representaciones simbólicas que
cumplen con la función de dar orden y sentido a la existencia
de un colectivo social.
A la letra, dice Geertz:

El concepto de cultura que propugno… es esencialmente un


concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre
es un animal inserto en tramas de significación que el mismo
ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el
análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia
experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa
en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación,
interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en
su superficie.10

Para nuestro caso, establecemos aquí, siguiendo a Geertz,


que el análisis de la cultura consistirá en desentrañar las
estructuras de significación11 que le dan coherencia ética
(ethos) y ontológica (cosmovisión) a un colectivo social
específico; se trata entonces de descifrar la inmensa red de

10
Idem.
11
Idem, p. 24.
La cultura como concepto semiótico 41

representaciones simbólicas, los sistemas de interacción de


signos interpretables, que integran esa amplia y compleja
totalidad a la que llamamos cultura.
En razón de lo antes dicho, dejemos asentado lo siguiente:
si desde la perspectiva aquí planteada entendemos el análisis
cultural como un ejercicio orientado a desentrañar las estruc-
turas de significación donde interactúan sistemas de signos
interpretables, aceptemos que, tanto en las estructuras de
significación como en el conjunto de signos interpretables
que las integran, existe un mínimo grado de coherencia,
coherencia que, subrayamos, no puede ser entendida como
resultado de un orden formalmente determinado, y mucho
menos como construcción pre-existente de un esquema
metafísicamente establecido. Dice Geertz, como ejemplo al
respecto, que desde esta perspectiva analítica que busca
interpretar fenómenos sociales hurgando en los campos
de significación, es coherente tanto la “alucinación de un
paranoide (como) el cuento de un estafador”.12
La cultura entonces no va a ser vista en este trabajo como
expresión de esquemas petrificados de significación. Las
estructuras de significación, nos dice Geertz, no deben su
existencia a principios de orden social establecidos, abstrac-
tamente, por grandes principios cosmovisionales determi-
nados a priori. Esa ciencia de la cultura no existe, afirma; es
imaginar una realidad social que nunca podrá encontrarse;
no existe un mapeado de la significación.13
Si esto es así, el análisis cultural desde este enfoque no va
a tomar significaciones pre-existentes, se tendrá que conjetu-
rarlas; será, desde este enfoque, intrínsecamente incompleto:

12
Idem, p. 30.
13
Idem, p. 32.
42 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

mientras más profundo, indica Geertz, menos completo. “Sus


afirmaciones más convincentes, explica, descansan sobre
las bases más trémulas. Se vive siempre bajo la sospecha
de no encarar adecuadamente el problema”. Para él, abrazar
un concepto semiótico de cultura con un enfoque inter-
pretativo, siempre será esencialmente discutible. ¿Y existe
alternativa? Propone: “…tratar de mantener el análisis de las
formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos
sociales concretos, al mundo público de la vida común…”.
Pero siempre existe, nos aclara, el riesgo de que el análisis
cultural pierda contacto con las realidades concretas que
contienen a los hombres; por ello, insiste, antes que nada
debe priorizarse el análisis de esas realidades concretas: “la
vocación esencial de la antropología interpretativa, afirma,
no es dar respuesta a nuestras preguntas más profundas,
sino tener acceso a las respuestas de otros”.14
Es en este punto, pensamos, que nuestra reflexión so-
bre la cultura se conecta con la sociología. Si partimos del
hecho de que cualquier tipo de análisis cultural debe partir
desde la interacción social, todo lo que a continuación se
analice contendrá, indiscutiblemente, elementos útiles para
el análisis sociológico.

La interpretación densa

Aceptar que el análisis cultural debe ser efectuado desde una


perspectiva semiótica significa que nuestro esfuerzo teórico
o de investigación se centrará en desentrañar estructuras
de significación de colectivos sociales específicos; acepta-
remos entonces –ya lo dijimos– que esta particular mirada

14
Idem, p. 39.
La cultura como concepto semiótico 43

al mundo de la cultura no puede ser considerada como una


ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia
interpretativa en busca de significaciones.
Detrás de esta aseveración teórica existe mucha historia,
y, por supuesto, no es nuestra intención elaborar un esta-
do de la cuestión al respecto; sin embargo, es importante,
aunque sólo sea de manera superficial, dejar establecido
cómo entenderemos aquí lo interpretativo en la ciencia de
la cultura.
Podríamos iniciar aseverando que, en lo general, lo in-
terpretativo en la ciencia social lo constituye un método
particular para acceder al conocimiento que, comúnmente, se
asocia a una corriente de pensamiento llamada hermenéutica
que data del siglo xix.15 En su esencia, hermenéutica es el
arte de comprender, es la práctica o técnica de la interpreta-
ción de un texto;16 vista desde una perspectiva sociológica,

15
Su origen, recordemos, viene de hermético, que debe su nombre
a Hermes, el mensajero de los dioses e intérprete de las órdenes divinas
en la mitología griega; este personaje mítico que interpreta, comunica
y funge como mediador entre los dioses, fue propicio, primero, para
impulsar una gran corriente de pensamiento (siglo 1 a.c. hasta el re-
nacimiento) que hermanaba los elementos religiosos egipcios, parte
de la filosofía griega y varias corrientes gnósticas en un gran Corpus
Hermético; después, ya en el Renacimiento, este gran Corpus Hermético
desaparece al mezclarse, a lo largo de la Edad Media, con otras tenden-
cias de interpretación como los Oráculos Caldeos, la cábala y varias
tendencias espirituales y esotéricas, agrupadas desde entonces bajo
una denominación: hermetismo. Ver José Antonio Antón, “Hermética”,
en Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 1998,
pp. 294-296.
16
La cuestión de la hermenéutica surge por primera vez como
concepto en el trabajo del filósofo alemán Friedrich Schleiermacher, en
su esfuerzo por comprender e interpretar correctamente las Sagradas
Escrituras. A partir de aquí, el concepto será desarrollado por filósofos
44 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

podríamos entenderla como la herramienta que nos permite


acceder al mundo de sentido que, subjetivamente, expresa,
objetivamente, la cultura. Hablaríamos, por ejemplo, del to-
temismo, el carisma, el famoso fetichismo de la mercancía; el
Don, los Estados-nación, las estructuras familiares, las insti-
tuciones religiosas, las organizaciones militares, todo aquello
en fin que representa una objetivación o una materialización
de la cultura subjetivada a través de la significación.17
En suma, de la bibliografía antes citada podemos resumir
lo siguiente: el método básico de toda ciencia de la natura-
leza es la observación de datos y de hechos; su significación
le corresponde a la interpretación (hermenéutica). Con esta
consideración no resulta aventurado decir que, desde su
particular intensión, C. Geertz se inscribe en esta corriente;
baste recordar tan sólo que en su definición de antropología
afirma, siguiendo a Weber, que el hombre es un animal inserto
en tramas de significación que el mismo ha tejido; considera
entonces que la cultura es esa urdimbre y que, por tanto,
no la entenderá como una ciencia experimental en busca
de leyes, sino como una ciencia interpretativa en busca de
significados.18 Sin embargo –importa resaltarlo– no rechaza
ni el dato ni los hechos, cuestión que observamos cuando

alemanes del siglo xix y del xx, en especial W. Dilthey, Husserl, Heide-
gger y Gadamer; ver Emerich Coreth, “Historia de la hermenéutica”, en
idem, pp. 296-312. En la segunda mitad de siglo xx destacan por su gran
influencia en esta disciplina, Paul Ricoeur y su Teoría de la interpretación.
Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI, México, 1995, y M. Foucault
con su teoría del discurso, El orden del discurso, Tusquets, México, 2009,
y Arqueología del saber, Siglo XXI, México, 2010.
17
Ver Josetxo Beriain, “Hermenéutica sociológica”, en Diccionario de
Hermeneútica, op. cit., p. 278.
18
Cfr., p. 34.
La cultura como concepto semiótico 45

insiste que si bien el análisis de la cultura consiste en descifrar


estructuras de significación, este esclarecimiento sólo puede
tener validez si se realiza desde la interacción social.19
En concreto, su propuesta metodológica va a llamarla
interpretación densa, y la considerará como método para
orientar el trabajo de investigación antropológico común-
mente llamado etnografía. La etnografía, nos advierte, es
más, mucho más, que un conjunto de técnicas orientadas
a la observación de los comportamientos humanos; va más
allá de la tan socorrida observación directa o de la militante
observación participante que tanto pregona el antropólogo
cuando realiza trabajo de campo; es en realidad, nos dice, un
particular tipo de esfuerzo intelectual que se apoya más en
la fuerza de la interpretación que en la paciencia de la obser-
vación; es a este esfuerzo intelectual al que le dio por llamar
descripción densa. Su objetivo: “…descubrir e interpretar las
jerarquías estratificadas de estructuras significativas a través
de las cuales se explican los comportamientos culturales”.
Desde esta perspectiva, vamos a entender en este trabajo
que, tanto la investigación antropológica como el análisis de
la cultura expresan, más que una actividad de observación,
una tarea de interpretación que busca, como ya menciona-
mos, desentrañar estructuras de significación, ubicarlas en
su contexto e interpretarlas en su permanente y cambiante
interrelación.20 No se trata pues de describir, sino de describir
densamente para poder interpretar.

19
Cfr. p. 36.
20
Si las estructuras de significación se encuentran en una permanente
y cambiante interrelación, es fácil suponer que el esfuerzo intelectual
se centrará en la interpretación y no en la experimentación que busca
leyes que aprehendan fenómenos repetibles.
46 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

En este sentido, la descripción etnográfica, densamente


realizada, será interpretativa. Lo que se escribe, por ejemplo,
en un diario de campo, no es producto de una observa-
ción, sino de una interpretación; y será del análisis de un
sinnúmero de interpretaciones que surja la interpretación
densa. En suma: interpretaciones de interpretaciones nos
hacen avanzar en el conocimiento. Y así visto el problema,
entenderemos entonces por qué Geertz es enfático cuando
señala que la ciencia de la cultura no anuncia teorías; en el
mejor de los casos, dice, las insinúa a través de la interpre-
tación densa.
Resumiendo, cuando afirmamos con Geertz que la cultura
no es una ciencia experimental en busca de leyes, sino una
ciencia interpretativa, estamos reconociendo, primero, su
enfoque semiótico (el análisis de las estructuras de signi-
ficación para elaborar el análisis del discurso social); des-
pués, que la ciencia de la cultura no es predictiva; y, por úl-
timo, que el análisis de la cultura es, desde esta perspectiva,
intrínsecamente incompleto.
Con base en lo anteriormente expuesto, lo que aquí se
entiende como cultura no puede ser visto como el resul-
tado de las regularidades funcionales y estructurales que
se expresan a través de exigencias sociales, psicológicas o
biológicas; sería incorrecto, desde la perspectiva que aquí
se muestra, analizar los hechos culturales desde hechos
no culturales. En el análisis del hombre como hombre, del
hombre como cultura, no valen generalizaciones que vayan
más allá del carácter social y público de su pensamiento, de
su capacidad de abstracción, de su facultad para simboli-
zar la realidad. Esto es lo universal dentro de lo diverso. El
hombre es un animal sumamente variado, y de ahí le viene
su diversidad cultural. La definición de hombre no va a en-
contrarse en rasgos universales, sino en los rasgos distintivos
La cultura como concepto semiótico 47

que definen, en lo particular, a cada una de las culturas.


Dado que, como ya se dijo, las estructuras de significación
que integran lo cultural terminan también por gobernar la
conducta (costumbres, prácticas, códigos, normas, reglas,
sistemas de creencias), la unidad de análisis de los factores
sociológicos, biológicos, psicológicos o culturales que in-
fluyen sobre los grupos humanos deben tratarse desde una
unidad de análisis: la cultura.
Es importante señalar, sobre todo cuando aquí se parte
de que la cultura es un concepto semiótico, que la capaci-
dad de pensar que universaliza al hombre, a lo humano, no
se reduce a los procesos que suceden dentro de nuestro
cráneo, contempla también, y de manera esencial, el tráfico
de símbolos significativos; la circulación de todo aquello
que signifique la experiencia humana (palabras, gestos,
ademanes, sonidos, señales). Si no fuese así, si fuera de otra
manera; si la conducta del hombre no estuviese dirigida por
sistemas organizados de símbolos significativos, sería mani-
fiestamente ingobernable. Una sucesión de comportamien-
tos caóticos sin finalidad alguna. Estallidos incontrolables de
emociones, dice Geertz. Por eso, al someterse al gobierno
de estructuras simbólicas por él creadas, el hombre se creó
a sí mismo. Determinó culturalmente, en un largo proceso no
del todo consciente, su destino biológico. Por ello, no puede
existir una naturaleza humana independiente de la cultura.
Sin hombre, afirma Geertz, no hay cultura, y sin cultura no
hay hombres. No podemos llegar a ser individuos sin antes
ser culturalmente humanos. Llegamos a ser individuos guia-
dos por sistemas de significación histórica y socialmente
creados. Es por este mundo simbólico que formamos, orde-
namos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. Sin olvidar, y
esto hay que subrayarlo, que estas abstracciones sólo tienen
fruto, validez, concreción, dentro de lo diverso.
48 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

Pero tenemos que hablar de lo obvio: ni la propuesta


antropológica de C. Geertz en la que se apoya nuestro
texto, ni ninguna otra, representan una verdad única, ni
mucho menos puede ser calificada como lo más cercano a
la objetividad que ha construido el razonamiento humano
en materia de entendimiento de lo cultural; es, como toda
corriente de pensamiento, un acercamiento tan sólo, una
aproximación más, con sus aciertos y sus fallas, al complejo
problema de la cultura; sobre todo en estos problemáticos
tiempos del mundo global, en que la vida de los hombres
y la existencia de sus culturas transitan en la incertidumbre,
la contingencia y el riesgo.
Ya antes lo dijimos, y las razones no carecen de fundamen-
to, que por seguir esta corriente de interpretación vamos a
ser etiquetados, seguramente, como relativistas, pero en un
tiempo que paradójicamente pregona la aldea global sobre un
mundo social enormemente fragmentado, ser relativista, con
todos los defectos que se le puedan adjudicar a esta posi-
ción teórica, no deja de contener virtudes: entender desde la
disgregación social de un mundo que se pretende integral,
la fuerte resistencia social y cultural a la nueva modernidad
capitalista que trastorna las certezas cosmovisionales y éticas
que por miles de años legitimaron la existencia de las culturas.
Hoy, se sabe, cualquier intento de generalización que vaya
más allá de lo obvio sufre el rechazo de realidades cotidianas
confrontadas con un orden social al que le cuesta trabajo
legitimar simbólicamente sus instituciones. Ya tiene tiempo
que los mitos resultan insuficientes para mantener resguar-
dos ontológicos que le garanticen a los hombres seguridad
y sentido a su existencia. Sin embargo, nunca como hoy es
condenable (desde los grandes poderes multinacionales que
hace ya varias décadas pugnan por imponer un mundo global
que se construye desde el ser y del pensar occidental) asumir
La cultura como concepto semiótico 49

la defensa de lo relativo, de lo diferente; nunca como hoy se


rechazan opiniones que defiendan el derecho a la existencia
de lo desigual entre culturas de principio disímiles, e incluso
al interior de ellas mismas; no se toleran sistemas de valores
discordantes en la regulación de la vida cotidiana de múlti-
ples colectivos humanos; se tiende a la universalización, a la
tutela de lo absoluto social, no como diversidad culturalmente
designada, sino como totalidad geopolíticamente impuesta
por los grandes poderes internacionales que, por cierto, tiene
tiempo ya que se integran por actores silenciosos que rebasan
el poder del Estado-nación.
Este extraño contexto en que hoy se desarrolla la cien-
cia social ha favorecido, sin duda, al menos dentro de la
sociología y la antropología, los aspectos comprensivos
(la significación de lo social) en el estudio de lo sociocul-
tural, en detrimento de las posturas explicativas (el dato, el
hecho, el acontecimiento, la ley social), lo cual no significa
que lo explicativo, propio de la ciencia positiva, deje de tener
valor en el análisis. Sucede que, ante la ausencia de un orden
simbólicamente legitimado, la tendencia explicativa pierde
fuerza ante la larga inestabilidad social que se vive abrién-
dole paso a los aspectos comprensivos del conocimiento.
La construcción de leyes sociales que explican la existencia
de un orden pierde fuerza cuando el orden permite que el
desorden se haga socialmente visible; y, ante la inestabilidad
social como constante, parece imponerse un pensamiento
que lejos de sancionar, interpreta las muchas posibilidades
de solución que los problemas sociales presentan.
Si el problema teórico se asienta en la imposibilidad de
generalización que supuestamente muestra lo relativo, habría
que revisar con más cuidado las soluciones relativistas. Nadie
puede negar la tendencia que existe dentro de la ciencia so-
cial en general a radicalizar posturas teórico-metodológicas
50 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

(esto vale para el relativismo), pero no basta la radicalización


de posturas para rechazar de tajo un pensamiento que,
dentro de su relativismo, accede a ver o a buscar en las
significaciones sociales particulares, en las representaciones
simbólicas propias de colectivos humanos específicos, los
comportamientos humanos que pueden ser generalizables.
Se afirma que este tipo de pensamiento se ve impedido, de
principio, para verificar el conocimiento (es decir, a partir
de hechos, datos o acontecimientos, comparar, generalizar
y establecer tendencias y, si se puede, leyes sociales). Ya
apuntamos las grandes dificultades que hoy se presentan
para que esto ocurra; sin embargo, a pesar de ello, con-
sideramos limitadas este tipo de afirmaciones. Si bien es
cierto que la teoría interpretativa se distingue por el análisis
y la investigación de casos específicos, resulta aventurado
derivar mecánicamente de esta inclinación metodológica
una incapacidad de principio para verificar el conocimiento
a través de la generalización. Tal afirmación podría tener
sustento si suponemos que el trabajo de cada investigador,
si el resultado de cada reporte etnográfico, se detuviera
en el análisis de microuniversos; pero si hacemos válido,
al menos en términos abstractos, lo que aquí llamamos,
siguiendo a Geertz, descripción densa (modalidad antro-
pológica del círculo hermenéutico), no existe razón para
suponer que, desde la interpretación, el análisis no pueda
aventurarse en los terrenos de la comparación que busca
verificar el conocimiento; se puede, no existe razón para
negarlo, lo único cierto es que el resultado de este tipo
de análisis no puede negar los principios que establece la
teoría de la interpretación.
La cultura como concepto semiótico 51

Ethos y cosmovisión

Por último, nos faltaría explicar, desde la perspectiva de


cultura que venimos desarrollando, qué vamos a entender
por los dos grandes conceptos que la explican: ethos y cos-
movisión. Recurriendo nuevamente a Geertz, entenderemos
por ethos el conjunto de conceptos morales y estéticos de
una cultura; y por cosmovisión, o visión del mundo, los
aspectos cognitivos y existenciales de un pueblo. El ethos
de un colectivo humano es el tono, el carácter y la calidad de
su vida, su estilo moral y estético, la disposición de su
ánimo; se trata de la actitud subyacente que este colectivo
tiene ante sí mismo y ante el mundo que la vida refleja. El
ethos, en consecuencia, es normativo. La cosmovisión, por
su parte, viene a ser la imagen de la manera en que las cosas
son; es su concepción de la naturaleza, de la persona, de la
sociedad. Contiene las ideas más generales de orden de ese
pueblo. La cosmovisión por tanto es existencial. El ethos se
hace intelectualmente razonable al representar un estilo de
vida implícito que la cosmovisión ofrece; la cosmovisión se
hace emocionalmente aceptable al ser presentada como una
imagen del estado real de cosas del cual aquel estilo de vida
es una auténtica expresión. En suma: ethos y cosmovisión
son fusión de lo existencial y lo normativo.21
Las significaciones estructuradas que integran lo que
aquí llamamos cultura son, con frecuencia, representaciones
simbólicas materializadas. Una montaña, un río, un árbol,
una construcción megalítica; una cruz, una media luna, una

21
Al respecto ver el punto 5 “Ethos, cosmovisión y el análisis de los
símbolos sagrados” en idem, pp. 118-130.
52 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

serpiente emplumada; un águila devorando una serpiente


sobre un nopal, un gorro frigio, un palacio o una catedral;
el suntuoso edificio de una bolsa de valores; las fastuosas
construcciones desde donde se ejerce el poder político en
las sociedades modernas; los enormes rascacielos propiedad
de los grandes poderes multinacionales; los monumentales
estadios dedicados al deporte comercial concentran en su
imagen, al igual que otras muchas representaciones simbóli-
cas materializadas, el ethos y la cosmovisión de un pueblo.
Aún con las dificultades que hoy le complican cultu-
ralmente la vida a los habitantes del planeta al vivir en un
mundo que se define desde la incertidumbre, la contingencia
y el riesgo, los colectivos humanos, con diversos grados de
efectividad, continúan requiriendo del ethos y la cosmovi-
sión para recrear las condiciones esenciales que permitan a
sus integrantes creer que la vida debe o necesita ser vivida.
Todavía, dentro de la enorme confusión social que expresa
eso que llaman posmodernidad, continúa siendo práctica
común que todo aquel miembro del grupo que viva fuera de
las normas morales y estéticas simbólicamente plasmadas en
sus sagrados religiosos y/o laicos, sean considerados malos,
tontos, insensibles, ignorantes o locos; y serán merecedores
de exclusión y castigo; sufrirán diversas formas de represión
social.
No olvidemos que estos símbolos sagrados, que tradi-
cionalmente ofrecen orden social y seguridad ontológica,
varían de una cultura a otra: los ethos y las cosmovisiones
particulares son generalmente incompatibles entre grupos
humanos diversos. Todos los símbolos sagrados afirman
que el bien para el hombre consiste en vivir de una manera
realista; el problema radica en que son diferentes las visiones
de realidad que estos símbolos construyen al interior de las
La cultura como concepto semiótico 53

culturas. Pero sí podemos afirmar, siguiendo a Weber, que


al margen de la visión particular de realidad que se tenga,
“…los hechos no están sencillamente presentes y ocurren,
sino que tienen una significación y ocurren a causa de esa
significación”.22

22
Citado por Geertz, idem, p. 122.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 55

ii. Los contenidos semióticos


d e l c o n c e p t o d e c u lt u r a

Palabra, voz, lengua, lenguaje, enunciado, discurso

H asta el momento nos hemos detenido en explicar la


palabra cultura entendida como un concepto semiótico;
en nuestra reflexión al respecto manejamos un conjunto de
conceptos que dimos por entendidos y que, consideramos,
exigen ahora ser explicitados para comprender más cabal-
mente esta particular definición del término que nos ocupa.
De inicio vale aclarar que la ciencia de la semiótica tiene
como objeto el estudio del signo, en particular el signo
lingüístico; daremos cuenta de su estructura para entender
en qué momento este signo puede ser considerado como
símbolo, y cómo el continuo e infinito entrecruzamiento de
signos y símbolos construye metáforas que se constituyen
en el alma de la comunicación humana; en la manifestación
concreta del pensamiento abstracto en su cotidiana circu-
lación en el mundo de los hombres.
Sin embargo, si de ser precisos se trata, habría que partir
en realidad de lo que rutinariamente es inmediato al pensa-
miento: la palabra; y, como siempre, habrá que tomar, desde
56 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

la lingüística, un punto de vista específico para explicarla.


Fonológicamente, podría ser definida como un segmento
limitado por junturas o pausas que constituyen el núcleo
posible de un grupo acentual; morfológicamente, conside-
raríamos que es la mínima forma con posibilidad de apare-
cer libremente en cualquier posición de la cadena hablada;
funcionalmente, sería una unidad dotada de una función; y
semánticamente, la asociación de un sentido dado con un
conjunto de sonidos igualmente dados.
Para lo que nos importa, nos detendríamos más en la
palabra desde una perspectiva semántica; esto es, destacarla
como un conjunto de fonemas con significado que pueden
ser representados gráficamente; como una idea exteriorizada
a través de un sonido o grupo de sonidos que, articulados,
cobran sentido; como un símbolo arbitrario que asocia una
forma con una idea. Entonces, si la palabra no es tal si no
significa algo, la voz sin palabra carecería de sentido, sería
algo vacío (entendiendo por voz un sonido producido desde
la garganta que no necesariamente significa algo). La palabra,
diríamos, existe desde antes de ser traducida en voz, acepta-
remos entonces que la palabra reside en el pensamiento. Un
pensamiento, se nos ocurre suponer, puede estar pletórico
de palabras y carente de voz. Por supuesto, no nos referi-
mos a la palabra como elemento fonético que contiene el
carácter arbitrario de las lenguas, nos referimos a la palabra
sin voz, la que anida en el pensamiento, la que se divorcia
de la lengua. La palabra que anida en el pensamiento busca
la voz para comunicarse con el otro en un entorno limitado
por el espacio y por el tiempo.
Lo anterior nos lleva a suponer entonces que la palabra,
expresada en voz, no traduce mecánicamente el pensamiento;
incluso, la voz, a través de diferentes recursos (entonación,
modulación, gestualidad) puede falsear a la palabra: mani-
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 57

pularla, disfrazarla, adulterarla, encubrirla, disimularla. Antes


de que suene la voz en el hueco bucal, la palabra, dijimos,
existe en el pensamiento, y es de alguna manera común des-
virtuarla a través de la voz; sin embargo, nos debe quedar
perfectamente claro que, sin ella, la comunicación lingüística
resultaría imposible.
Vale aclarar, aunque sólo sea de pasada, que la palabra,
entendiéndola como se quiera, se encuentra indisolublemen-
te ligada a la lengua, es decir, al complejo y arbitrario sistema
de signos lingüísticos que permiten la comunicación en una
comunidad y en un tiempo históricamente determinado.
En esencia, la lengua expresa la naturaleza del hombre: el
pensamiento abstracto; pero cuidado, aclaremos que lengua
y lenguaje no son lo mismo, mal haríamos en considerarlos
como sinónimos; significan realidades cercanas, íntimamente
relacionadas, cierto, pero claramente diferenciadas. Mientras
la lengua es un sistema complejamente organizado de signos
lingüísticos, el lenguaje es una categoría más amplia que
comprende a la lengua y a cualquier otro tipo de código
(leguaje corporal, visual, astronómico, geográfico, sintomá-
tico, cromático, etc.) a través de los cuales el hombre se vale
para llevar a cabo la comunicación. Por supuesto, es obvia
la preeminencia de los sistemas lingüísticos.
Para lo que aquí nos importa, destacamos lo siguiente:
la palabra, la voz, la lengua y, en general, cualquier tipo de
lenguaje son fenómenos propios de los hombres socialmente
agrupados e históricamente determinados, que le sirven
como instrumentos para representarse colectivamente el
mundo, interpretar sus realidades y construir sus insti-
tuciones. Se fundan a sí mismos para simbolizarse como
entes colectivos diferentes de otros, y como intimidades
imprescindibles que les permiten verse y entenderse como
sujetos particulares. Desde la palabra, la voz, la lengua y el
58 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

lenguaje, se construye el ethos y la cosmovisión que le dan


conocimiento, orden y seguridad a su existencia; se cons-
truye la cultura, aquí entendida como concepto semiótico,
como estructuras de significación, como representaciones
simbólicas, como sistemas de signos interpretables. El com-
plejo mundo de la comunicación metafórica.
Mención aparte nos merece el caso de un principalísimo
fenómeno lingüístico que empíricamente expresa el carácter
abstracto de la lengua: la enunciación (y de alguna manera,
podríamos imaginar lo mismo para cualquier tipo de lengua-
je1); Benveniste la refiere como, “…este poner a funcionar la
lengua por un acto individual de utilización”2 (la referencia
concreta no es al habla que sólo produce el enunciado, es
al texto que es su objeto). Principalísimo porque este hecho
común, miles y miles de veces repetido en la comunicación de
todos los días entre los seres humanos en cualquier latitud
del orbe, se constituye como el mecanismo que “…supone
la conversión individual de la lengua en discurso”,3 discurso
que, sabemos, aglutina y organiza las grandes estructuras
de conocimiento desde donde se construyen y significan las
instituciones en cualquier tipo de sociedad. Por otra parte,
su enorme importancia descansa sobre un hecho irrefutable:
“antes de la enunciación, la lengua no es más que la posi-

1
La enunciación está pensada por lingüistas para resolver problemas
propios de su disciplina. Nosotros queremos pensar, sin mucho sustento,
que el contenido de la enunciación también resulta útil para otro tipo de
lenguajes, sobre todo cuando el problema que nos importa gira alrededor
de la cultura. Por ejemplo, un tipo de lenguaje social como el rito, bien
cumple, creemos, con las funciones que le atribuimos al enunciado.
2
Émile Benveniste, Problemas de lingüística general II, Siglo XXI Edi-
tores, México, 1997, p. 83.
3
Idem, p. 84.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 59

bilidad de la lengua. Después de la enunciación la lengua


se efectúa en una instancia de discurso que emana de un
locutor, forma sonora que espera un auditor y que suscita
otra enunciación a cambio”;4 y por último, su enorme alcan-
ce se advierte en el hecho de que la enunciación contiene
la idea de tiempo para el individuo que enuncia. Vuelve a
decirnos Benveniste:

De la enunciación procede la instauración de la categoría del


presente, y de la categoría del presente nace la categoría
del tiempo. El presente es propiamente la fuente del tiempo.
Es esta presencia en el mundo que sólo el acto de enunciación
hace posible… El presente formal no hace sino explicitar el
presente inherente a la enunciación, que se renueva con cada
producción de discurso, y a partir de este proceso continuo,
coextensivo con nuestra presencia propia, se imprime en la
consciencia el sentimiento de una continuidad que llamamos
“tiempo”; continuidad y temporalidad se engendran en el
presente incesante de la enunciación que es el presente del
ser mismo, y se delimitan, por referencia interna, entre lo que
va a volverse presente y lo que acaba de no serlo.5

Para lo que aquí nos ocupa, el enunciado adquiere sentido


porque se nos presenta como el germen del discurso y, ya
lo dijimos en la introducción, la construcción de discursos
erige instituciones, significa al mundo, más bien mundos
particulares de colectivos humanos específicos. En suma,
para nosotros la cultura descansa sobre el discurso, y vale
repetir lo que ya se dijo en la introducción acerca de cómo

4
Idem.
5
Idem, p. 86.
60 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

lo entenderemos: enunciados lingüísticos que por razones


diversas de índole social y cultural (salpicadas siempre de in-
tencionalidad política), en un espacio y en un tiempo preciso,
se estructuran como sistemas de pensamiento, se agrupan
como discusiones, reflexiones, tradiciones, razonamientos,
etc., que constituyen una particular estirpe de conocimien-
tos organizados (no necesariamente homogéneos), para
interpretar la realidad simbólicamente construida por los
colectivos humanos. El discurso, así significado, resulta ser,
pensamos, el instrumento vital de que se ha valido el hombre
social para imponer respuestas específicas a las primigenias
preguntas que se construyen acerca del cómo, cuándo, dón-
de y para qué estamos en este mundo; y desde las múltiples
respuestas que se han dado a estas interrogantes, es que
surgen los diversos sistemas de creencias y normatividades
que le han permitido, por miles de años, vivir colectivamente.
No dudamos entonces en considerar el discurso como la más
colosal herramienta con que cuenta el hombre social para
construir esas gigantescas estructuras que a algunos nos da
por llamar cosmovisión y ethos.6 Lengua, enunciado, discur-
so, sociedad y cultura, y, entreverado, el inmenso mundo en
movimiento de signos, símbolos y metáforas.

Del signo al símbolo

Pero volviendo a nuestro asunto, la cultura como concepto


semiótico, nos preguntamos: ¿qué habremos de entender
estrictamente como lo semiótico? A sabiendas de que existen
diversas corrientes teóricas al respecto, vamos a entender

6
Cfr. Introducción, pp. 14-15.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 61

aquí como semiótica, tal y como lo definiera Saussure, la


ciencia que estudia el signo en general, la vida de los signos
en el seno de la vida social, es decir, no sólo el signo lin-
güístico, sino todos aquellos sistemas de signos capaces de
formar sistemas de significación;7 y por signo, toda aquella
representación en ausencia, lo que se pone en el lugar de
otra cosa y que hace sus veces.8 Pero de más amplitud para lo
que nos ocupa nos lo ofrece R. Barthes cuando afirma que

“… la semiología tiene por objeto todos los sistemas de sig-


nos, cualesquiera que fuere la sustancia y los límites de estos
sistemas: imágenes, gestos, sonidos melódicos, los objetos y
los conjuntos de esas sustancias –que pueden encontrarse en
ritos, protocolos o espectáculos– constituyen, si no lenguajes,
al menos sistemas de significación”. Más adelante dice que “el
lenguaje no es más que un subconjunto de los signos, pero es
el más complicado y el que da la pauta para estudiar los otros
sistemas;9 (y en otro texto, define a la semiología como) …ese
trabajo que recoge la impureza de la lengua, el desecho de la
lingüística, la corrupción inmediata del mensaje: nada menos
que los deseos, los temores, las muecas, las intimidaciones, los

7
El sistema de signos lingüísticos es, sin duda, el más complejo y
ciertamente el más importante, pero existen otros muchos sistemas de
signos que van más allá de ellos y que tienen que ver sin duda con los
múltiples aspectos que muestra la relación entre los hombres y entre
los hombres y las cosas.
8
Partimos en lo concreto de los planteamientos de Ferdinand de
Saussure, considerado como uno de los creadores de la semiótica y
fundador de la lingüística estructural; su obra más reconocida es El curso
de lingüística general, Fontamara, México, 1988.
9
Roland Barthes, Elementos de semiología, Madrid, Alberto Corazón,
1971, p. 13.
62 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

adelantos, las ternuras, las protestas, las excusas, las agresiones,


las melodías de las que está hecha la lengua activa”.10

Tomando como base este tipo de planteamientos generales,


propios de la línea estructuralista de la semiótica, vamos a
considerar aquí que este papel de representación en ausencia
que se le adjudica al signo, es una construcción abstracta
elaborada por el pensamiento del hombre como categoría de
análisis –no como dato observable– para entender los diver-
sos, enmarañados y frecuentemente discordantes procesos
de significación que se dan en cualquier tipo de relación
social, en un espacio y en un tiempo determinado.
A este recurso inmaterial del pensamiento humano (el
signo), artificialmente creado para entender el mundo de
las significaciones, se le ha entendido, desde la tradición
saussariana, como un concepto que expresa una dualidad
de aspectos: el significante y el significado. El significante se
entenderá como la materia del signo (en el caso del signo
lingüístico, la materia es la imagen acústica, en el caso del
signo en general, la materia puede ser cualquier tipo de
imagen, señal o figura pero fuera del sistema de la lengua);
el significado, por su parte, lo concebiremos aquí como la
forma, el concepto, la imagen mental del objeto representada
por el signo.
El signo, en la dualidad que establece entre significante y
significado, expresará además dos ejes de relación: uno de-
notativo y otro connotativo. Un signo en relación denotativa
define unívocamente lo que representa en ausencia (el signo
representa únicamente esto y no otra cosa); y un signo en

Roland Barthes, El placer del texto, Siglo XXI, México, 1974,


10

p. 137.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 63

relación connotativa refiere un solo significante –un sonido,


una imagen, una señal, una figura– y dos o más significados
(la forma del signo, su concepto, no será unívoco sino poli-
sémico). Cuando esto sucede –nos atrevemos a interpretar–,
cuando un signo pasa de ser denotativo a ser connotativo,
estaremos en presencia de un símbolo.
En suma, para lo que aquí nos preocupa, y tomando como
apoyo la semiótica estructuralista, vamos a entender aquí
como símbolo cualquier signo que en su comportamiento
adquiere una función connotativa: esto es, un signo que de-
sarrolla una función simbólica. El carácter de símbolo que po-
tencialmente puede adquirir cualquier signo se lo da el hecho
de que un solo significante tiene dos o más significados; en
consecuencia, un signo transformado en símbolo tendrá por
fuerza un carácter polisémico. Por otro lado, entenderemos
también que el carácter de signo o de símbolo de cualquier
cosa representada en el pensamiento, se lo otorgará él o
los usuarios de la representación, en un espacio y tiempo
determinado: lo que es signo puede pasar de inmediato a
ser símbolo y viceversa, de acuerdo con el rumbo que tome
el discurso de los hablantes, esto es, sólo es comprensible
en el contexto de un proceso de comunicación.
Para lo que aquí nos ocupa, relacionado con el carácter
semiótico que le damos al concepto cultura, nos vamos a
ocupar esencialmente de los signos, lingüísticos o no, fun-
cionando connotativamente y que aquí llamaremos símbolos;
nos interesará la materia del significante que, en este caso,
funciona como mediador no de un significado, sino de varios
significados que nos conducen al universo de la significación,
al mundo de los sistemas simbólicos que forman las intri-
cadas redes de lo que comúnmente llamamos cultura; nos
preocupará el signo que al tomar forma de símbolo podrá
conducirnos al abigarrado reino de las significaciones que
64 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

construyen y destruyen identidades, que transforman o


“eternizan” sagrados y que terminan por atesorar la historia
del hombre.11

La metáfora

Vale dejar asentado que los autores empleados en esta re-


flexión, integrados al campo de la investigación lingüística,
no hacen explícita, como nosotros, la transformación del
signo en símbolo, por lo general siguen llamándolo signo
en función connotativa. La razón, nos parece, es que el signo,
funcionando en relación connotativa, es una categoría analí-
tica válida para el estudio del signo en sí mismo. Para hablar
de lo simbólico hay que traspasar este umbral y colocarnos,
teóricamente, en los espacios de la lengua y del lenguaje
(cuando la lengua y el lenguaje dejan de ser posibilidad y
se hacen realidad al momento de emitirse enunciados que
al enunciar construyen discursos); ahí donde fungen como
instrumentos de comunicación humana, lugar en que, arbi-
trariamente, se entrelazan, de mil maneras distintas, signos
denotativos y connotativos que, en su continuo entrelaza-

11
Lo hasta el momento expuesto es una interpretación libre del pen-
samiento estructuralista de Saussure y Barthes, en especial a la singular
manera como aquí se define el símbolo. Por otro lado, vale aclarar que
el pensamiento estructuralista en relación con el signo como objeto
de estudio de la semiótica abarca muchos más autores; incluso, es
importante señalarlo también, la reflexión sobre el tema tiene un largo
recorrido histórico que encuentra sus antecedentes en la Grecia clásica
y en la Edad Media. Una visión condensada de este trayecto puede ser
revisada en Mauricio Beuchot, La semiótica. Teorías del signo y el lenguaje
en la historia, Breviario 513 del fce, México, 2008.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 65

miento, construyen metáforas: expresión social de las repre-


sentaciones simbólicas que se imbrican en las inmensas redes
que integran lo que aquí concebimos como cultura.
Qué mejor ejemplo al respecto que el trabajo realiza-
do por un señalado lingüista, M. Bakhtin, empeñado en
demostrar, desde su especialidad, que todo signo tiene
un carácter ideológico. Todo lo ideológico, dice, posee
significado, y retomando la vieja posición estructuralista de
Saussure, determina que este significado que refleja, figura o
simboliza algo que está fuera de él, es un signo, y concluye
categórico: sin signos, no hay ideología. “Dondequiera que
esté presente un signo también lo está la ideología. Todo
lo ideológico posee valor semiótico… lo que coloca todos
los fenómenos ideológicos bajo la misma definición es su
carácter semiótico”.12
Evidentemente, por lo antes expresado, para nosotros
el signo ideológico del que nos habla Bakhtin no es otra
cosa que la intrincada interrelación de signos funcionando
connotativamente dentro de una lengua o en cualquier
lenguaje, propios de un colectivo humano históricamente
determinado, que, en su relación, construye redes simbólicas.
Lo simbólico aparece en el uso cotidiano de la lengua y el
lenguaje, generalmente expresado como metáfora. Sistemas
de signos en interacción permanente, que nos conducen a
las estructuras de significación que forman el campo de la
cultura. En suma, cuando en el análisis de la cultura se hable
de símbolos, redes simbólicas, entramados de significación,
campos semánticos, imaginarios sociales o cualquier término

12
Valentín N. Voloshinov (M. Batjin), El signo ideológico y la filosofía
del lenguaje, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1973, p. 21.
66 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

que tenga parentesco con lo aquí expuesto, encontraremos


su primera explicación dentro del campo semiótico.13
Pero, ¿qué vamos a entender por metáfora? La metáfora,
nos dirá el lingüista, es un asunto del significado,14 y “…el
significado puede ser definido como la abstracción que
permite identificar las significaciones, intenciones, sentidos,
signos y símbolos de las palabras”.15 En términos de Saussure,
como ya antes se dijo, esta definición le corresponde a un
significado que ha establecido una relación connotativa con
el significante (un solo significante y dos o más significados).
La citada lingüista ejemplifica: la palabra silla define denota-
tivamente que se habla de un asiento, pero si a este signo se
le agrega el adjetivo presidencial, este agregado convierte al
signo silla en una metáfora cotidianamente empleada dentro
del discurso político: “Las decisiones fueron tomadas desde
la silla presidencial”; “Fox se montó en la silla presidencial
durante seis años y demostró que no es buen jinete”; “A
muchos les ha quedado grande la silla presidencial”.16 El signo
silla mantuvo su significante (la materia acústica), pero al
agregarle a la palabra un adjetivo: presidencial, el significado
transformó metafóricamente su concepto. El signo silla dejó

13
Resulta bueno recordar que este juego de signos que significan
a través de sistemas simbólicos que se expresan metafóricamente, los
encontraremos siempre (de diferentes maneras y con muy diversos
usos) en cualquier tipo de enunciación, por tanto, en cualquier tipo
de discurso.
14
María de Lourdes Alaves Galán, Olfatear el poder. Un estudio lin-
güístico de las metáforas del discurso político actual del español de México,
Tesis Doctoral, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México,
2010, p. 26.
15
Idem, p. 8.
16
Idem, pp. 12-13.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 67

de significar un asiento, para adoptar, ahora como metáfora,


nuevos conceptos relacionados con el ejercicio del poder
político. La metáfora alterará, de diversas maneras, el con-
cepto que denotativamente porta el significado. La presencia
de figuras retóricas, como la metáfora, perturbarán sin duda
los significados de cualquier signo lingüístico en acción co-
municativa tanto en la lengua como en el lenguaje.
A sabiendas de la enorme complejidad teórica que existe
en el estudio de la relación metáfora-significado, y con el
enorme riesgo de simplificar demasiado el problema, para
el asunto que aquí nos ocupa –la cultura como concepto
semiótico–, y en razón de lo antes dicho, vamos a entender
la metáfora como un proceso de variación o de cambio
del significado (o, al menos, de su sentido).17 Definición
compleja, y desde hace ya varios siglos discutida, que al
menos da para considerar que “…nuestro sistema concep-
tual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos
es fundamentalmente de naturaleza metafórica”;18 y no
olvidemos que es desde este sistema conceptual ordinario
(inserto en toda enunciación) que el hombre colectivo se
relaciona simbólicamente con la realidad, interpreta al mun-
do, construye sus particulares ethos y cosmovisiones, le da
forma institucional a la cultura.
Cuando Geertz afirma que la cultura es un concepto
semiótico, da por sentado que el lector entiende lo que él
está afirmando; con lo dicho en este apartado, quisimos
precisar en qué reside concretamente el carácter semiótico
del concepto que nos ocupa. Ahora, creemos, contamos con

17
Las complejidades teóricas a que nos referimos pueden ser revisa-
das en idem, Capítulo 1, Metáfora y Significado, pp. 1-74.
18
Idem, p. 26.
68 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

un lenguaje particular que nos hará entender de maneras más


específicas a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos,
por ejemplo, de que el análisis de la cultura consiste en
“desentrañar estructuras de significación”; o darle sentido
más específico a la cita de Weber, retomada por Geertz para
su definición de cultura: el hombre es un animal inserto en
tramas de significación que el mismo ha tejido. Entendere-
mos también a qué nos estamos refiriendo cuando, desde
lo semiótico, hablamos de símbolo; a qué aludimos cuan-
do hablamos de redes simbólicas, cómo este conjunto de
conceptos encuentra explicación en ese rebuscado artificio
humano que comúnmente llamamos metáfora, y cómo todo
este conjunto de elementos los encontramos en el elemento
central de la lingüística que llamamos enunciación.

La naturaleza del símbolo

Ya entendimos cómo se forma un símbolo dentro de la


estructura de un signo, y también cómo, fuera del signo,
dentro de los amplios espacios de la lengua y el lenguaje, se
materializa en esa construcción lingüística llamada metáfora;
y ya aceptamos, al menos dentro de este trabajo, que todos
los elementos que integran cada cultura son representacio-
nes simbólicas que urden una inmensa red de significados.
Resulta entonces por demás evidente que el elemento central
que merece ser aclarado con mucha mayor precisión es el de
símbolo y su irremediable tendencia a significar.
Comencemos por aceptar que no todo lo real es medible
y que, en consecuencia, lo no medible también forma parte
de lo real. Esto es, además de la teoría del conocimiento de
corte positivista que ubica lo real en el campo de los sen-
tidos orgánicos, sabemos que existen otros estados de la
materia que no requieren estos instrumentos sensitivos
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 69

que poseen corporalmente los hombres para aprehender lo


real. Nos referimos en concreto al conjunto de elementos
propios de la realidad cognoscitiva del hombre, que giran
alrededor de su pensamiento abstracto, y que, dijimos,
forman parte de la ciencia de la semiótica. A través del
estudio de los elementos que la forman (signo, significa-
ción, metáfora y símbolo), advertimos que el conocimiento
humano accede a otros estados de la materia: el imaginario
por ejemplo, capaz, en su desordenado movimiento, de es-
tructurar lógicamente sistemas ideológicos y cosmovisiones;
o, de manera más amplia, el entender la cultura, según lo
hace Geertz, como un concepto semiótico. En estos casos,
se privilegia al pensamiento abstracto sobre la inmediatez
de los sentidos anatómicamente dispuestos en el hombre,
sin querer disminuir con esto el valor que tienen para la
aprehensión de lo real.
En sustancia, aquí consideramos que lo real, lo material,
existe, para el hombre, sólo en el momento que es advertido
desde un sistema de significaciones. “Nada puede llegar a
ser ‘producto real’ de la praxis si no significa algo”.19 “La meta
de la reflexión cultural es el difícil logro del acierto en situar
las realidades resultantes de la praxis en su adecuado lugar
significante, dentro del contexto sistémico adecuado”.20

El objeto propiamente dicho del conocimiento humano no es la


entidad material de las ‘cosas’, sino su significado y su posición
dentro de un sistema de coordenadas lógicas y simbólicas a
la vez. Con ello no pretendemos decir que el objeto real o la

19
Luis Cencillo, “Realidad y Significado”, Diccionario de Hermenéutica,
op. cit., p. 709.
20
Idem, p. 710.
70 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

materia ‘no existan’, ciertamente existen, pero no emergen en


el campo de la percepción y de la conciencia sino en cuanto
dotados de alguna función práxica siquiera sea la de ‘obra de
arte’ e integrados en un sistema significante.21

Nuestra amplia, compleja y frecuentemente contradictoria


comprensión del mundo, parte siempre de la interpretación
que de esta realidad se haga con la guía de un sistema
significante. Y la referencia lo mismo abarca el mundo de
los complejos ideológicos que las ciencias de la materia, la
naturaleza o la sociedad, todos son sistemas de significa-
ción para descifrar el mundo desde el reducido espacio del
hombre.
Y bueno, vale recordar lo dicho al inicio, estos sistemas
de significación, o estas cadenas significantes que poseen la
cualidad de la interpretación, terminan por crear símbolos
que a su vez crean redes simbólicas desde donde se des-
prenden más cadenas significantes.
Llegados a este punto, se hace necesario profundizar un
poco más sobre nuestro conocimiento sobre el símbolo.
Si ya se aceptó considerar aquí que todos los elementos
que integran cada cultura son representaciones simbóli-
cas que forman una red de significados, ¿cómo entender
para el estudio que aquí se plantea la naturaleza de este
concepto?
Siguiendo el pensamiento de E. Cassirer, el símbolo es la
clave de la naturaleza del hombre.22 Biológicamente forma-
mos parte de la vida animal y, como cualquiera de las espe-
cies, estamos sujetos a las leyes naturales que sujetan a los

Idem.
21

Ernest Cassirer, Antropología filosófica,


22
fce, México, 1992, pp.
45-49.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 71

seres vivos. Sin embargo, enfatiza Cassirer, el hombre tiene


una característica que lo distingue de todos los seres vivos:
a lo largo de su desarrollo, su cerebro fue creando un par-
ticular método para adaptarse a su ambiente, un sistema que
le permitió intermediar entre él y su realidad circundante, un
mecanismo que suele denominarse sistema simbólico y cuya
representación más exacta es el pensamiento abstracto. Por
esta singularidad, la realidad del hombre, afirma Cassirer, va
a ser más amplia, pero sobre todo, diferente: el pensamiento
abstracto capaz de crear sistemas simbólicos construirá una
nueva dimensión de la realidad.
A diferencia de cualquier materia animada, el hombre
no vive un puro universo físico, vive un universo simbólico,
por lo tanto, no enfrentará la realidad de manera inmediata,
siempre estará mediada por el símbolo, a tal punto que,
aventura Cassirer, el hombre, al no tratar directamente con
las cosas mismas, en cierto sentido termina conversando
consigo mismo. “Se ha envuelto en formas lingüísticas, en
imágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos,
en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través
de la interposición de este medio artificial”; y tampoco en el
mundo cotidiano de las necesidades enfrenta la realidad en
su crudeza física, “vive en medio de emociones, esperanzas
y temores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de
sus fantasías y de sus sueños”.23

Los grandes pensadores que definieron al hombre como animal


racional no eran empiristas ni trataron nunca de proporcionar
una noción empírica de la naturaleza humana. Con esta defini-
ción expresaban, más bien, un imperativo ético fundamental. La

23
Idem, p. 48.
72 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar


las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y
diversidad, pero todas estas formas son formas simbólicas.
Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal
racional lo definiremos como un animal simbólico.24

El símbolo entonces es creación del pensamiento abstracto,


y el sistema simbólico es el conjunto de representaciones
articuladas por este pensamiento abstracto, trasmitidas
culturalmente y que utilizamos como instrumentos para
relacionarnos con el mundo físico. Por eso establecimos
más arriba que la cultura era un concepto semiótico, una
inmensa red de significaciones que, de muy diversas maneras,
determinan el comportamiento social.
Hablar de sistemas simbólicos es hablar de cultura, y por
lo antes dicho, es hablar de algo maravilloso, complejo y
difícil: la idea del espacio abstracto. No nacemos con habili-
dades dadas como los animales, nuestro aprendizaje para la
sobrevivencia depende de la cultura, y esto obliga a conside-
rar también la existencia de una memoria simbólica y la idea
de futuro. Símbolo y cultura no contienen exclusivamente la
relación presente-pasado, contienen una tercera dimensión
en el tiempo exclusivamente humana: la dimensión de futuro.
Futuro irremediablemente simbólico que corresponde a un
pasado igualmente simbólico. Tenemos una memoria sim-
bólica donde se anida el imaginario, el imaginario simbólico
que durante miles de años ha servido para recordar y con-
servar valores culturales, pero también para transformarlos y
lanzarlos a un futuro simbólico que va más allá de los límites

24
Idem, p. 49.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 73

finitos del hombre, un futuro simbólico que bien podemos


igualarlo, semánticamente, al término de utopía.25
En suma: los movimientos de cualquier cultura tienen
en su base el pensamiento y la conducta simbólica. Pen-
samiento y conducta simbólicos que trazan los rasgos más
característicos de la vida humana (siempre entendida como
construcción social); pensamiento y conducta simbólicos
que explican las condiciones en que se desarrolla cualquier
cultura.
Llegados a este punto, se hace necesario recordar lo
siguiente: el carácter universal de la función simbólica y, al
mismo tiempo, su irremediable variabilidad. Lo simbólico, con
su universalidad, con su validez y aplicabilidad general, es la
llave que da acceso al mundo específicamente humano, pero
no puede explicarse desde su totalidad. Lo simbólico, a pesar
de su infinidad, no deja nunca de ser finito; siempre estará
lejos de lo rígido, de lo inamovible; su generalidad expresa-
rá, en lo concreto, su particularidad. El universo simbólico
(lengua, lenguaje, mitos y ritos, el arte, la religión, etc.) sólo
puede ser advertido desde lo local. El hombre universal, es

25
Por lo demás, es necesario dejar asentado también el carácter
de universalidad y variabilidad que todo símbolo o sistema simbólico
contiene: son universales, propios de cualquier cultura, pero no son
uniformes, por el contrario, son enormemente variables. El símbolo,
cualquier símbolo, incluso dentro de una misma cultura, tendrá como
esencia que lo define su carácter polisémico. Por otro lado, no olvidemos
lo que ya antes dijimos: es desde la enunciación que el hombre adquiere
conciencia del tiempo; desde un aquí y un ahora podemos ubicar nues-
tro discurso en un pasado o en un futuro; hablar entonces de memoria
simbólica nos remite, necesariamente, a este momento de la realidad que
cotidianamente realizamos para hacer real y efectivo el proceso de la
comunicación: la enunciación. No hay memoria simbólica sin enunciación,
no es posible ejercer la significación sin el apoyo del discurso.
74 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

cierto, no puede ver ni conocer nada sin la intermediación de


su aparato simbólico; mas este ver, sentir y conocer pierden,
en las realidades cotidianas, su carácter integral. En este
sentido, vale distinguir entre símbolos y señales: una señal
es una parte del mundo físico del ser; un símbolo es parte
del mundo humano del sentido; una señal es referencia a
algo único y fijo; un símbolo es polisémico.

El origen mítico del símbolo

Por todo lo antes dicho, resulta evidente que todo símbolo


contiene un sentido. Retomando a la antropología, en espe-
cial su enorme caudal de narraciones mitológicas, uno tiene
por fuerza que toparse, polisémicamente, con el sentido
original del símbolo: la problemática relación del Hombre
consigo mismo, con Dios y con la Naturaleza.

“En el principio era la plenitud, la totalidad”. Esa totalidad


indolente y callada que atesora toda forma de devenir, toda po-
tencialidad, reposa en sí misma y se percibe como oscuridad y
silencio. E. Neumann la denomina Uroboros, y la presenta como
el punto cero del tiempo mítico, previo a todo conocimiento
y a toda acción. En ese no-lugar –dice– ‘el mundo y la psique
son todavía uno’. No hay todavía distinción ni criterio, no hay
todavía conciencia ni objeto (ni, evidentemente, cada uno de
los atributos que presuponen tales categorías). Se trata del
todo potencial y –a la vez– de la nada actual (tal vez la única
forma concebible de la nada, que se insinúa como plenitud no
actualizada y no como vacío).26

Patxi Lanceros, “Sentido”, Diccionario de Hermenéutica, op. cit.,


26

p. 746.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 75

Todo relato que hable del principio, todo mito de origen,


parte del momento en que esta totalidad se rompe, una se-
paración originaria de donde surge Dios, la Naturaleza y el
Hombre. Por ello, explica P. Lanceros, no resulta gratuito que
la primera referencia de los sistemas simbólicos más antiguos
–el pensamiento y el lenguaje– sea hacia el sentido:

…entendido éste como construcción eventual e inestable,


como vínculo vulnerable entre aquellos tres elementos que,
simultáneamente, añoran y rechazan su unidad originaria. La
misma intención subyace al relato (mithos), a la palabra (logos)
y al símbolo (symbolon): tender un lazo o puente, establecer
una malla de relaciones (sistema) que evoque, siquiera de forma
frágil y nebulosa, aquella totalidad primigenia.27

Desde esta acción de ruptura, desde este suceso mítico


de separación originaria de donde surge Dios, el Hombre
y la Naturaleza, el símbolo, en su proceso de significación,
siempre representará, en su parte más oculta, el sentido de
anhelo, y también de añoranza, por la vuelta a los orígenes, a
esa totalidad primigenia. “Símbolos que no sólo tienen valor
y efecto para el hombre primitivo, sino para el hombre en
general en cualquier etapa de su desarrollo… El arquetipo
de la ruptura está en la base del imaginario colectivo de la
humanidad, y su dotación simbólica –fecunda y continua-
mente actualizada– se convierte en perpetua búsqueda de
sentido”.28
Más adelante veremos que hablar de imaginario nos re-
mite a dos dimensiones: una estática y la otra creativa; una,

27
Idem, p. 745.
28
Idem, p. 747.
76 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

de representaciones colectivas inmutables; la otra, de sig-


nificaciones trascendentes; dos dimensiones del imaginario
que concluyen en complejos institucionales que determinan
el comportamiento de los colectivos humanos. Habrá que
agregar, incursionando en los intrincados ámbitos de lo sa-
grado, cómo el imaginario, en las dos de sus manifestaciones,
contiene el arquetipo de ruptura que le da sentido al símbolo
y, aunque oculto, sienta precedente cuando se representa
en los diversos sistemas ideológicos y en las cosmovisiones
que estructura.
Por supuesto, debe quedar aclarado, esta intención sim-
bólica por recomponer la unidad rota, no entra en el campo
de la razón, y la explicación es obvia: el desgarro al que se
alude de la trinidad primigenia es pre-racional, forma parte,
diría Braudel, del abismal fondo del tiempo largo de la his-
toria. En suma, el símbolo, todo símbolo, “…es la pieza que
garantiza la unidad pretérita, que mantiene el recuerdo en la
distancia, y que asegura el reconocimiento en el futuro”.29 Y
así entendido el símbolo, su sentido “…sólo puede construir-
se como imagen desbordando los límites de una razón que
ha olvidado su traumático nacimiento y que progresivamente
se ha vaciado de contenido simbólico”.30
Siguiendo a Castoriadis, se podría aventurar incluso que
esta pieza que garantiza la unidad pretérita, que mantiene
el recuerdo en la distancia, y que asegura el reconocimiento
en el futuro, es el componente imaginario del símbolo.

Las determinaciones de lo simbólico que acabamos de describir


no agotan su sustancia. Queda un componente esencial, y, para

29
Idem, p. 748.
30
Idem, p. 749.
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 77

nuestro propósito, decisivo: es el componente imaginario de


todo símbolo y de todo simbolismo, a cualquier nivel que se
sitúen…lo imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para
expresarse, lo cual es evidente, sino para existir, para pasar de
lo virtual a cualquier otra cosa más. El delirio más elaborado,
como el fantasma más secreto y más vago, están hechos de
imágenes, pero estas imágenes están ahí como representante
de otra cosa, tienen pues, una función simbólica. Pero también,
inversamente, el simbolismo presupone la capacidad imaginaria
ya que presupone la capacidad de ver en una cosa lo que no
es, de verla otra de lo que es. Sin embargo, en la medida en
que lo imaginado vuelve finalmente a la facultad originaria de
plantear o de darse, bajo el modo de la representación una
cosa y una relación que no son (que no están dadas en la
percepción o que jamás lo han sido), hablaremos de un ima-
ginario efectivo y de lo simbólico. Es finalmente la capacidad
elemental e irreductible de evocar una imagen.31

La historia es prolífica en estructuras significantes que, ma-


terialmente o no, muestran el sentido mítico del símbolo;
envolturas de imaginación social que expresan el ethos y
la cosmovisión de muchas culturas que, de muy diversas
maneras –más o menos explícitas, con más claridad o más
encubiertas–, tienden, todas, a la reconstrucción de aque-

31
Cornelis Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Tus-
quets, Barcelona, 1983, pp. 219-220. Nótese que la capacidad simbólica
imaginaria a que alude Castoriadis de ver en una cosa lo que no es, se
parece mucho a la manera en que definimos al inicio de este apartado
el signo como representación de otra cosa, lo que está en lugar de otra
cosa que hace sus veces. Podríamos entender que la capacidad simbólica
parte, desde la semiótica, como la función paradigmática del signo.
78 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

lla trinidad rota, punto de partida de todos los mitos de


creación.
Basten algunos casos que expresen el arquetipo universal
de un gran anhelo cultural particularmente expresado. Entre
miles de relatos de origen etnográficamente recogidos, recor-
demos, por ejemplo, la extraña e inquietante representación
del ouroboros, en tiempos muy remotos de la historia del
mundo de los hombres. La serpiente que muerde su propia
cola. Representación cosmovisional del mundo y del univer-
so: el círculo eterno de la vida; fuente del mito del eterno
retorno. Relato de origen que anida en el tiempo largo de
la historia y que, de diversas formas, adquiere sentido en
varias culturas. Ya se hace referencia a este símbolo mitificado
1600 años A.C. en la cultura egipcia; aparece después en
la cosmovisión fenicia y, posteriormente, es retomada por
los griegos. Principio mágico-religioso (de un final siempre
nace un principio, así y hasta la eternidad) representado de
mil y una formas distintas por otras culturas (la serpiente
emplumada en el México antiguo, por ejemplo), o desde el
sufismo islámico: Hazme entrar, oh señor, en las profundida-
des del Océano de tu unidad infinita. Referencia simbólica al
término donde todo camino conduce. De ese todo apacible
e infinito al que refiere las profundidades del océano, fluye
una revelación al mundo finito: hay que sumergirse en esta
ola y ser devuelto a la fuente eterna e infinita. Nietzsche,
cientos de años después, calificó la significación del mito del
eterno retorno como una idea horrible y paralizante. A su
sensibilidad le resultaba insoportable aceptar la existencia en
el universo, de millones de cosas finitas que se repiten una y
otra vez. Y cómo no recordar, desde la poesía, el reclamo que
León Felipe le hace a Dios, y que tiene como origen también
este no aceptado mito desde la modernidad: Si aquello que
ha sido es lo que será,/ y lo que se ha hecho lo que se volverá
Los contenidos semióticos del concepto de cultura 79

a hacer./Señor del Génesis y el Viento te lo devuelvo todo,/


la arcilla y el soplo que me diste…/Vuélveme al silencio y
a la sombra, al sueño sin retorno,/ a la Nada infinita.../No
me despiertes más. Y bien entrado el siglo xx, Milan Kundera
empleó también esta figura del mito del eterno retorno, para
explicar una realidad de la posmodernidad europea en una de
sus más reconocidas novelas: La insoportable levedad del ser.
Y ni qué decir de la tradición judeo-cristiana, en especial el
Evangelio de Juan: En el principio fue el verbo; y ya entrados
en el mundo de la sociedad del riesgo, de la aldea global,
cómo no mencionar la gran significación del mundo del con-
sumo, el libre mercado, simbólicamente legitimada (al menos
así se quisiera creer) en una estructura de significación que se
representa en una metáfora: la mano invisible, en referencia,
dentro de la economía, a la capacidad autorreguladora de los
mercados; y cómo dejar de lado la profecía marxista, cons-
truida desde una historia teleológica, que pregonó, como
un destino inevitable, el comunismo como el feliz término
al largo y conflictuado camino seguido por el hombre a lo
largo de su historia… Eso sí, sin Dios, y abanderado por la
emblemática figura del proletariado como sujeto histórico
de la transformación revolucionaria de la sociedad.
En fin, bien podemos decir entonces, desde la incierta
seguridad que otorgan los viejos y nuevos relatos cosmo-
visionales que esculpen el gran discurso de la historia del
hombre, que son ancestrales sus deseos por recomponer la
apacible unidad rota del Hombre con Dios y la Naturaleza;
y que, hasta la fecha, continua siendo, con más o menos
consciencia, fuente inagotable de seguridad ontológica para
millones de hombres insertos en un gran número de culturas,
por no decir que en todas.
Cultura e imaginario social 81

i i i . C u lt u r a
e imaginario social

Lo instituyente y lo instituido

P or todo lo hasta el momento expuesto, nos parece incues-


tionable el hecho de que el hombre se relaciona con la
realidad exterior a través de símbolos: formas excepcionales
de pensamiento, dijimos, que permiten los procesos de abs-
tracción y que dotan al individuo de la capacidad de interpre-
tar el mundo que lo rodea. Esta forma única de relación del
hombre con su entorno contiene, nos indica Castoriadis, un
componente esencial y decisivo: “el componente imaginario
de todo símbolo y de todo simbolismo, a cualquier nivel que
se sitúen”.1 Como ya se verá más adelante, se está haciendo
referencia a las formas colectivas e individuales de creación
radical y trascendente desde las cuales se construye no sólo
a la sociedad y sus instituciones, sino más bien, y de manera

1
En este trabajo, el concepto de imaginario social se entenderá desde
la perspectiva de Cornelius Castoriadis, en particular para entender la
muy particular manera en que relaciona lo simbólico y lo imaginario.
Ver idem.
82 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

principalísima, a las culturas y también sus instituciones, con


todas las características que hasta el momento le hemos
otorgado al concepto.
Vamos a tratar entonces, en este apartado, de enriquecer
los contenidos de nuestro particular concepto de cultura,
retomando del análisis que Castoriadis elaboró alrededor
del concepto de imaginario social, un conjunto de elementos
que consideramos relevantes para este fin. De momento,
adelantamos, parte del extenso análisis que Castoriadis hace
alrededor de lo que llamó imaginario social instituido, será
revalorado por nosotros para precisar con mayor rigor los
contenidos con que, hasta este momento, hemos definido
el concepto que nos ocupa y nos preocupa. Veamos.
Sintetizando el pensamiento de Castoriadis, advertimos
que, para él, la historia de la humanidad es la historia del
imaginario humano y de sus obras: del imaginario social
instituyente que crea la forma institución; de un imaginario
radical, colectivo e individual, concebido como poder de
creación que, hasta hoy, no ha logrado imponer a la sociedad
un imaginario social instituido que no pierda, en su creación
institucional, la creatividad de lo instituyente; un imaginario
instituido-instituyente capaz de darle orden a colectivos hu-
manos autónomos y libres de la alienación de la burocracia
institucional. Alrededor de esta utopía generó Castoriadis
su pensamiento.2

Vale recordar que dentro del pensamiento filosófico la noción de


2

imaginario ha sido prácticamente ignorada o desdeñada; aparece y se


encubre a lo largo de su historia, pero hablar de imaginario social ins-
tituyente es algo nuevo que surge de la reflexión de Castoriadis, y que
alude al hecho de que cualquier tipo de colectividad humana posee un
poder de creación que deriva en la construcción de la sociedad instituida.
Sobre esta problemática ver el contenido de la conferencia Imaginario e
Cultura e imaginario social 83

…no se puede explicar ni el nacimiento de la sociedad ni las


evoluciones de la historia por factores naturales, biológicos u
otros, tampoco a través de una actividad racional de un ser ra-
cional (el hombre). En la historia, desde el origen, constatamos
la emergencia de lo nuevo radical, y si no podemos recurrir a
factores trascendentes para dar cuenta de eso, tenemos que
postular necesariamente un poder de creación, un vis forman-
di, inmanente tanto a las colectividades humanas como a los
seres humanos singulares. Por lo tanto, resulta absolutamente
natural llamar a esta facultad de innovación radical, de crea-
ción y de formación, imaginario e imaginación. El lenguaje, las
costumbres, las normas, la técnica, no pueden ser explicados
por factores exteriores a las colectividades humanas. Ningún
factor natural, biológico o lógico puede dar cuenta de ellos.
A lo sumo, pueden constituir las condiciones necesarias para
esta innovación (la mayoría de las veces, exteriores y triviales),
pero nunca serán suficientes. Debemos, pues, admitir que existe
en las colectividades humanas un poder de creación, una vis
formandi, que llamo el imaginario social instituyente.3

Hablar entonces de imaginario colectivo y de imaginación


radical del ser humano singular es aceptar la existencia de un
poder de creación que le pertenece al ser socio-histórico,
entendiendo por creación “…un hacer-ser de una forma
que no estaba allí… Creación ontológica: de formas como
el lenguaje, la institución, la música, la pintura…”;4 y hablar

Imaginación en la encrucijada, que dictó este pensador en Abrantes, Por-


tugal, en 1996, recogida en Cornelius Castoriadis, Figuras de lo pensable
(Las encrucijadas del laberinto vi), fce, México, 2001, pp. 93-113.
3
Idem, p. 94.
4
Idem, p. 95.
84 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

de imaginario social instituyente se refiere en concreto a la


creación de instituciones animadas o portadoras de

…significaciones que no se refieren ni a la realidad ni a la lógi-


ca: por ese motivo las llamo significaciones imaginarias sociales.
De modo que Dios, el Dios de las religiones monoteístas, es
una significación imaginaria social, sostenida por múltiples
instituciones como, por ejemplo, la Iglesia. Pero también son
significaciones los dioses de las religiones politeístas, o los
héroes fundadores, los tótems, tabúes, los fetiches, etcétera.
Cuando hablamos del Estado, se trata de una institución
animada por significaciones imaginarias. Del mismo modo, el
capital, la mercancía (el jeroglífico social de Marx), el interés,
etcétera.5

Sin embargo, es importante aclararlo, al momento en que


este imaginario social instituyente, creador de significaciones
sociales imaginarias, consolida instituciones, abandona su
condición de instituyente para transformarse en un imagina-
rio social instituido. Esto es, cuando el incesante, creativo,
radical y desorganizado movimiento del imaginario insti-
tuyente, termina por construir un imaginario instituido, el
primero pierde su capacidad de creación y de radicalidad y
el segundo garantiza la continuidad de la sociedad repro-
duciendo y repitiendo las formas creadas por el primero,
“…formas que de ahora en más regulan la vida de los hom-
bres y permanecen allí hasta que un cambio histórico lento
o una creación masiva venga a modificarlas o a reemplazarlas
radicalmente por otras formas”.6 Para Castoriadis este es, en

5
Idem.
6
Idem, p. 96.
Cultura e imaginario social 85

resumen, el comportamiento del imaginario social en cual-


quier espacio socio-histórico; y estos son los dos momentos,
o los dos campos, en que se manifiesta. Lo instituyente y lo
instituido sólo pueden entenderse como unidad divergente
del imaginario; no encuentran explicación en sí mismos, se
necesitan para existir. Lo instituyente se manifiesta en razón
de lo instituido, y desde lo instituido se recrea lo instituyente.
Sin instituyente no hay instituido y viceversa.
Dicho de otra manera: el ser humano –como ente particu-
lar colectivamente determinado– está definido esencialmen-
te por la imaginación; imaginación radical en el sentido que
contiene un movimiento inagotable de representaciones: de-
seos, afectos, recuerdos, anhelos, temores, miedos y un sin-
fin de estados de ánimo. En esta permanente convulsión del
pensamiento –determinación esencial de la psique humana,
nos dice Castoriadis–, esta ola imparable de representacio-
nes no contiene –más que en forma discontinua o excep-
cional– un pensamiento lógico. Los elementos que contiene
el imaginario no se relacionan de manera racional ni siquiera
razonable, pero sobre todo, sus representaciones carecen de
funcionalidad. Un hombre puede dejarse matar por la gloria
o por el honor y en esto no existe funcionalidad, sino valores
sociales imaginarios; y lo mismo puede decirse de los afectos,
del enamoramiento, del odio, del deseo de matar, de poseer,
de mandar, etcétera. Este agolpamiento de representaciones
imaginarias radicales sobre el pensamiento no se relaciona
necesariamente ni con la lógica ni con la “realidad”, y por
supuesto, el cúmulo de deseos que se desprende de este
imaginario radical generalmente cohíbe la vida en común del
sujeto. Para que cualquier grupo humano subsista y tenga
la posibilidad de reproducirse, la imaginación radical del ser
particular tiene que ser dominada a través de la regulación
normativa de la vida social; debe ser domada y convertirla en
86 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

apta para la vida social, sujeta a esa construcción simbólica


imaginaria a la que comúnmente llamamos realidad y a la que
Castoriadis denomina imaginario social instituido.7
Este proceso de socialización, resultado de un imaginario
instituyente que logró consolidar las instituciones de un par-
ticular grupo humano, terminará controlando el imaginario
radical del individuo y lo interiorizará en las nuevas creaciones
instituidas. Los individuos particulares

…aprenden el lenguaje, la categorización de las cosas, lo que


es justo e injusto, lo que se puede hacer y lo que no se debe
hacer, lo que hay que adorar y lo que hay que odiar. Cuando
esta socialización opera, la imaginación radical, hasta cierto
punto, se encuentra ahogada en sus manifestaciones más im-
portantes y su expresión adquiere un carácter de conformidad
y de repetición.8

En lo general, el individuo particular creerá que juzga sus


conductas y comportamientos según criterios propios, cuan-
do en realidad sus juicios son guiados por criterios sociales
a través de convenciones predeterminadas casi siempre
reforzadas por la llamada opinión pública.
Resulta evidente que en esta dialéctica establecida entre
el imaginario instituyente y el imaginario instituido es el se-
gundo de éstos el que expresa claramente su permanencia
dentro de lo social, mientras que el primero, por las caracte-

El término realidad social será entendido como una construcción


7

simbólica específica que sólo se comprende en un tiempo y en un


espacio históricamente determinado. Es a esta realidad social a la que
Castoriadis califica como sociedad instituida producto de significaciones
sociales instituyentes.
8
Castoriadis, op. cit., p. 97.
Cultura e imaginario social 87

rísticas que lo definen, es esporádico, tanto que, si queremos


creerle a Castoriadis, la historia occidental registra sólo dos
grandes momentos en que desde lo social y desde el indi-
viduo particular se manifiesta la posibilidad de subvertir el
mundo instituido: la Grecia antigua (con el nacimiento de
la democracia, la filosofía, la tragedia, las artes y la ciencia),
y la modernidad capitalista en la Europa occidental, con su
propuesta revolucionaria luego del largo periodo heteróno-
mo de la Edad Media (la idea de razón y progreso que guió
el desarrollo de la ciencia e impulsó un acelerado proceso de
innovación tecnológica, la consolidación de la forma Estado
a través de las revoluciones políticas y sociales, la aparición
de dos nuevas clases sociales y el mantenimiento, por casi
dos siglos, de la llamada sociedad industrial).
De acuerdo con lo que se ha venido exponiendo, estos
dos grandes momentos de la historia de la humanidad surgen
gracias al poder de creación del imaginario instituyente; sin
embargo, al consolidarse las nuevas instituciones, terminó
por imponerse el imaginario instituido. Vale aclarar, no obs-
tante, que a pesar del enorme peso que adquirió lo institui-
do en estos dos largos periodos de la historia del mundo
occidental, lo instituyente nunca ha desaparecido del todo,
y en no pocas ocasiones, coyunturalmente o con un aliento
de más largo alcance, subvierte el orden instituido dándole
fuerza al enorme caudal de una muy larga historia que, en
extensos lapsos de tiempo, pareció agotarse ante la enorme
fuerza de la tradición.
Con altibajos y de manera enormemente desigual, se
puede afirmar, interpretando a Castoriadis, que la relación
entre lo instituido y lo instituyente no es otra cosa que la
lucha entre la hasta hoy inevitable burocratización de las
instituciones y el sentido de autonomía que, vitalmente,
contiene lo social. Más claramente: el imaginario instituyen-
88 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

te encierra el gran anhelo del individuo social en busca de


su autonomía, mientras que el imaginario instituido admite
dentro de sí el germen de la burocratización alienada que,
en la búsqueda de la permanencia del orden social, tiende
a congelar lo instituyente. Instituido e instituyente, instituyente
e instituido, lucha enormemente desigual en que, a lo largo
de la historia, el hombre todavía no sabe cómo lograr cons-
truir un mundo de instituciones autónomas, un mundo de
instituciones no alienadas.9 A pesar de ello, el caso es que,
a riesgo de reconocer como ciertos los vaticinios sobre el fin
de la historia, se debe tener claro que nunca podrá enten-
derse a cabalidad un orden social sin rastrear los elementos
instituyentes que contiene, lo que necesariamente obliga a
nuestro pensamiento analítico o interpretativo a ir más allá
de los tiempos cortos de la historia.
Para terminar con esta primera parte de nuestro tercer
apartado, nos hace falta dejar claramente establecido el
porqué de esta incursión sobre el imaginario social en
nuestro jugueteo intelectual alrededor de la cultura. Si al
hablar de imaginario social instituyente e instituido nos refe-
rimos, siguiendo a Castoriadis, a la creación de un inmenso
conjunto de instituciones que llama significaciones sociales
imaginarias, vamos a entender, para el caso que nos ocupa,
que estas significaciones sociales imaginarias, expresadas en
instituciones, no son otra cosa que esa inmensa red de re-
presentaciones simbólicas, de estructuras de significación
en espera de ser desentrañadas, que definen lo que Geertz
entiende por cultura. Bien podemos interpretar entonces,
desde una perspectiva analítica, que el movimiento que ge-
nera la irrupción del imaginario social instituyente se ubica

9
Más adelante se verá la relación entre alienación e institución.
Cultura e imaginario social 89

en el espacio de lo social, ahí donde se da en concreto la


acción de los colectivos humanos; y que el conjunto de ins-
tituciones creadas por su impulso transformador, expresión
de los ethos y cosmovisiones que ordenan y dan sentido a
los colectivos humanos, integran la compleja red institucional
que aquí llamamos cultura.
¿Cómo sostener este tipo de interpretación?: conside-
rando como válido, metodológicamente hablando, el hecho
de que, dentro de cualquier símbolo o estructura simbólica,
encontraremos siempre como elemento determinante de
la estructura, la presencia del imaginario social en sus dos
grandes acepciones. Así, cuando Castoriadis afirma, como
ya antes se informó, que es el imaginario instituido el que
garantiza la continuidad de la sociedad reproduciendo y
repitiendo lo creado por el instituyente, nosotros estaremos
entendiendo que estamos frente al mundo de la cultura.
Reproducir y repetir lo creado nos lleva, necesariamente,
ante la presencia del ethos y la cosmovisión de una particular
colectividad humana, en un tiempo y en un espacio históri-
camente determinado.
No olvidemos, sin embargo (ya lo enfatizamos en la in-
troducción a este trabajo), que esta estructura institucional
que reproduce y repite lo creado, no puede ser considerada
como una construcción predeterminada, rígida, petrificada;
por el contrario, es flexible y en permanente movimiento, lo
que no le quita su cualidad de estructura. En este sentido,
cuando desde la perspectiva aquí señalada se pretenda hacer
el análisis de la cultura, debemos colocarnos en el ámbito de
lo social, ahí donde se ejerce la acción de los hombres; ahí
donde, en lo concreto, puede advertirse con mayor claridad
de qué manera un individuo, o un grupo de individuos, está
expresando empíricamente cualquier tipo de representación
simbólica relacionada con el ethos o la cosmovisión propia
90 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

de un imaginario instituido. En suma: las expresiones simbó-


licas que construyen estructuras de significación que, a su
vez, constituyen el mundo del imaginario social instituido, el
universo de la cultura, no responden a esquemas inalterables;
sus variaciones, creemos, tienen que ver con el movimiento
del instituyente.
Sabemos, por ejemplo, que el cúmulo de emociones,
caóticamente expresadas en cualquier sujeto histórico so-
cialmente determinado, inhibe, necesariamente, el orden
de la vida social. La incontrolable fuerza de las emociones
individuales –ausente de lógica, privada de razón– tendrá,
necesariamente, que someterse al mundo de las instituciones
que regulan la vida social; orden institucional creado, paradó-
jicamente, por el imaginario instituyente. Sin embargo, en este
cotidiano proceso de sometimiento a un orden institucional
con el fin de regular la vida social, las formas de respuesta
empleadas por el individuo no son únicas, repetibles y mucho
menos inquebrantables; por lo contrario, son transfiguradas
y complejas, y es por ello que manifestamos aquí el carácter
flexible de las estructuras de significación que integran lo
cultural; y es por ello también que mencionamos que las
estructuras simbólicas no están petrificadas y, mucho menos,
predeterminadas; y es por ello además, creemos, que las muy
diversas maneras como los individuos de un colectivo social
responden a los ordenamientos institucionales garantes
del orden social, tienen que ver, frecuentemente de manera
difusa, con el comportamiento del imaginario instituyente de
los individuos. Y el mismo razonamiento debe ser aplicado
cuando la referencia es hacia el comportamiento de un
colectivo social específico. Esta forma dúctil de entender el
carácter estructural de la cultura nunca tendrá por qué estar
reñido con la historia.
Cultura e imaginario social 91

Institución, símbolo e imaginario

Resulta evidente, dentro de la lógica empleada en nuestro


análisis, que el concepto de institución juega un papel
destacado. Vale, pues, detenerse un poco en la reflexión
simbólica-funcional que contiene este concepto.
Desde el punto de vista etimológico, institución significa
estar de pie, y este cultismo parece aludir, según el Diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española, al establecimiento
o fundación de una cosa, y, en consecuencia, también a la
misma cosa establecida o fundada. En términos de la ciencia
social, el Diccionario unesco de Ciencias Sociales, Tomo II, p.
1122, define institución como la consolidación permanente,
uniforme y sistemática de conductas, usos e ideas, mediante
instrumentos que aseguran el control y el cumplimiento de una
función social. En la Enciclopedia Internacional de las Ciencias
Sociales, Ediciones Aguilar, Tomo 6, pp. 85-101, Shmuel N.
Eisenstad entiende por instituciones a aquellos principios
reguladores que organizan la mayoría de las actividades de
los individuos de una sociedad en pautas organizacionales
definidas. La referencia es a un conjunto de esferas institu-
cionales que le dan coherencia a un colectivo social; se habla,
por ejemplo, de la esfera de la familia y del parentesco, de la
educación, de la economía, de la política, de la religión, de
las instituciones culturales, de la estratificación social, entre
otras muchas, tantas como el colectivo humano requiera para
actuar socialmente.
Qué mejor ejemplo de reflexión funcionalista que la que,
desde la antropología, hace B. Malinowsky:

…la explicación de los hechos antropológicos, a todos los


niveles de desarrollo, (se explica) por su función, por el papel
que representan en el sistema integrado de la cultura, por la
92 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

manera en que están vinculados en el interior del sistema y


por la manera en que este sistema está ligado al medio natural
[…] La visión funcionalista de la cultura insiste, pues, sobre el
principio de que, en todo tipo de civilización, cada costumbre,
cada objeto material, cada idea y cada creencia cumplen una
función vital, tiene una tarea que realizar, representa una parte
indispensable en el seno de un todo que funciona.10

No es difícil advertir el perfil funcionalista que las definiciones


antes citadas muestran sobre el concepto de institución, sin
embargo, y sin desdeñar lo valioso que este enfoque tiene
para la comprensión del fenómeno, tampoco es difícil advertir
cómo el elemento simbólico que Castoriadis introduce para
el entendimiento del concepto limita, de manera importante,
la validez explicativa del punto de vista funcional.

No cuestionamos, afirma, la visión funcionalista en la medida


en que llama nuestra atención sobre el hecho evidente, pero
capital, de que las instituciones cumplen unas funciones vitales,
sin las cuales la existencia de una sociedad es inconcebible.
Pero sí la cuestionamos en la medida en que pretende que
las sociedades se reduzcan a esto, y que son perfectamente
comprensibles a partir de este papel.11

O dicho de otra manera, una institución no se reduce a las


tareas que realiza, ni mucho menos estas tareas enfrentarán
10
Ver Enciclopedia Británica, Vol. 1, pp. 132-133, y para tener una
visión más amplia de este punto de vista, revisar Bronislaw Malinowsky,
Una teoría científica de la cultura, Colección Perspectivas, Editorial Sud-
americana, Buenos Aires, Argentina, 1970, en especial el capítulo VII
“Análisis funcional de la cultura”.
11
Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad 1,
op. cit., p. 199.
Cultura e imaginario social 93

siempre los mismos problemas; la sociedad, de manera per-


manente, inventa nuevos modos de responder a las mismas o
a otras nuevas necesidades. Es cierto que todo el sinnúmero
de instituciones, sin las cuales sería poco probable que una
sociedad existiera, no pueden ser consideradas directamente
como símbolos, sin embargo, nos recuerda Castoriadis, su
existencia resulta imposible fuera de una red simbólica.

Las instituciones no se reducen a lo simbólico, pero no pueden


existir más que en lo simbólico, son imposibles fuera de un
simbólico […] y constituyen cada una su red simbólica. Una
organización dada de la economía, un sistema de derecho,
un poder instituido, una religión, existen socialmente como
sistemas simbólicos sancionados.12

Pero vale aclarar que tanto para el individuo como para la


sociedad, la construcción de lo simbólico no es libre, toma su
materia de lo que ya existe, de las particularidades naturales
y culturales que definen el entorno específico de un colectivo
humano, en un lugar y un tiempo determinados. Cuántas
veces, nos relata la historia, los hombres en sus múltiples
reacomodos sociales, algunas veces revolucionarios, crean,
desde el lenguaje, nuevas palabras para nombrar nuevas
instituciones que, con demasiada frecuencia, terminan por
significar lo mismo que antes significaban. Toda nueva insti-
tución creada establece de inmediato contradicciones entre
su carácter funcional y su carácter simbólico. El carácter real
o racional que desde una perspectiva funcionalista se le
otorga a cualquier institución no coincide, necesariamente,
con la lógica simbólica de esta misma institución.

12
Idem, p. 201.
94 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

Narra Castoriadis, siguiendo la autobiografía de Trotsky,


cómo la triunfante revolución bolchevique requería de un
nombre que designara la nueva institución que representaría
al pueblo. Lenin rechazó utilizar el viejo membrete de ministro
o consejo de ministros porque simbólicamente le representa-
ba el viejo orden burgués; Trotsky propuso, y fue felizmente
aceptado, la designación de comisarios del pueblo y Soviet
de los comisarios del pueblo. Una lectura funcionalista que
partiera de la formalidad del lenguaje expresaría un nuevo
contenido social para definir a las nuevas instituciones revo-
lucionarias, pero una lectura simbólica habría de descubrir
muy pronto que “la revolución creaba un nuevo lenguaje, y
tenía cosas nuevas que decir; pero los dirigentes querían
decir con palabras nuevas cosas antiguas”.13
En suma, en un imaginario instituido es inaceptable
considerar que el simbolismo institucional pueda ser una
expresión neutra relacionada sin contradicción alguna con
su funcionalidad. La relación de lo simbólico con el carácter
funcional de la institución está marcada por la historia; las
relaciones sociales que subyacen a cualquier institución no
están predeterminadas, existen incluso antes de ser san-
cionadas institucionalmente como tales. Sólo el carácter
instituyente del imaginario podría cambiar esta situación:
“una nueva sociedad, afirma Castoriadis, creará con toda
evidencia un nuevo simbolismo institucional, y el simbolismo
institucional de una sociedad autónoma tendrá poca relación
con lo que hemos conocido hasta aquí”.14
Para este pensador, es indudable que la utopía que subya-
ce a su pensamiento –el imaginario instituyente– tiene sus

13
Idem, p. 211.
14
Idem, p. 218.
Cultura e imaginario social 95

raíces en la posibilidad de existir de una sociedad autóno-


mamente instituida, esto es, libre de la burocracia alienada
que, desde su perspectiva, determina el carácter instituido
de cualquier sociedad. No es gratuita entonces su preocu-
pación por explicar la relación que se da entre lo simbólico
y lo imaginario, sobre todo dar cuenta que el elemento sim-
bólico que toda institución expresa no agota su substancia
en legitimar lo instituido, tiene un componente esencial,
decisivo, que lo determina: el componente imaginario que
le confiere al símbolo su condición de instituyente. Esto
es, un desplazamiento de sentido del dispositivo simbólico
que acompaña a toda institución, una disposición simbó-
lica que rompe con el sentido dominante dado al símbolo
y le confiere otro tipo de significaciones diferentes a las que
le otorga su carácter institutivo.

Las relaciones profundas y oscuras entre lo simbólico y lo ima-


ginario aparecen enseguida si se reflexiona en este hecho: lo
imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para expresarse,
lo cual es evidente, sino para existir, para pasar de lo virtual a
otra cosa más […] Pero también, inversamente, el simbolis-
mo presupone la capacidad imaginaria, ya que presupone la
capacidad de ver en una cosa lo que no es, de verla otra de lo
que es. Sin embargo, en la medida en que lo imaginario vuelve
finalmente a la facultad originaria de plantear o de darse, bajo
el modo de la representación, una cosa y una relación que no
son (que no están dadas en la percepción o que jamás lo han
sido), hablaremos de un imaginario efectivo y de lo simbólico.
Es finalmente la capacidad elemental e irreductible de evocar
una imagen.15

15
Idem, p. 220.
96 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

En suma, para Castoriadis todo simbolismo, aunque manifies-


te un componente racional-real, siempre estará vinculado con
el imaginario efectivo, siempre será contenido de cualquier
símbolo.16 Hablar de Dios, por ejemplo, es hablar del imagi-
nario que contiene un símbolo donde, real y funcionalmente,
se expresa una institución social que ordena y sanciona a
través de leyes. Por necesidad, la sociedad produce este tipo
de imaginario para su funcionamiento. Sin tener muy claro
por qué es en lo imaginario en lo que la sociedad busca
su orden, es este núcleo del símbolo el que legitima los
factores reales y funcionales que facilitan la racionalidad de
su funcionamiento. Es este imaginario efectivo, o radical, el
que estabiliza o subvierte el orden social. Y lo mismo po-
demos decir de otro tipo de representaciones laicas como
Estado, nación, territorio; o de los valores axiomáticos que
los legitiman (democracia, justicia y libertad). En suma: todo
símbolo instituido estará centrado sobre un imaginario; en
consecuencia, resulta ser sólo parcialmente cierto afirmar,
como comúnmente se hace, que la institución se explica
desde sus aspectos funcionales. Si aceptamos la explica-
ción de Castoriadis, los aspectos funcionales de cualquier
institución resultarían ser sólo una proyección: la institución
proyecta sobre la historia una idea tomada no de lo que sus
aspectos funcionales expresan, sino de lo que la diversidad
social quisiera que fueran sus instituciones.

En cuanto al término imaginario efectivo, Castoriadis aclara que


16

“podría intentarse distinguir, en la terminología, lo que llamamos lo


imaginario último o radical, la capacidad de hacer surgir como imagen
algo que no es, ni fue […] (y) que podría designarse como lo imaginado.
Pero la forma gramatical de este término puede prestarse a confusión, y
preferimos hablar de imaginario efectivo”, Idem, nota 21.
Cultura e imaginario social 97

A manera de resumen, dos indicaciones metodológicas:


una, la institución es una construcción simbólica que mantie-
ne en su centro el imaginario social; otra, desde este centro
imaginario que contiene simbólicamente toda institución
se facilita, tanto la identidad social en torno a uno o varios
valores legitimantes o disruptivos como el movimiento de
los elementos funcionales que permiten, dentro de lo real-
social, la sobrevivencia de la institución.
En suma, va a entenderse la institución como “una red
simbólica, socialmente sancionada, en la que se combinan,
en proporción y relación variables, un componente funcional
y un componente imaginario”,17 y son los resultados de este
movimiento dialéctico quienes terminan por definir, dentro
de la institución, el nivel de predominancia de lo imaginario
instituido; esto es, sus niveles de legitimad simbólica. Y es
desde aquí que conectamos la reflexión de Castoriadis con
nuestro asunto: la cultura como concepto semiótico. Si he-
mos venido afirmando que, para nosotros, la cultura es un
inacabable horizonte de estructuras de significación urgidas
de ser desentrañadas; una enorme urdimbre de represen-
taciones simbólicas desde las cuales el hombre edifica sus
instituciones (fácilmente identificadas y, por tanto, expuestas
a la explicación histórica), le agregamos ahora a nuestra com-
prensión el elemento de imaginario social como clave que
determina y explica, tanto a la representación simbólica como
a la institución que crea, y que, además, define los juegos
dialécticos que establece entre sus aspectos funcionales y
simbólicos, ya lo indicamos en el apartado anterior, y en este
lo reafirmamos: el carácter semiótico del concepto cultura
debe contener el imaginario social (con sus dos inseparables

17
Idem, pp. 227-228.
98 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

componentes) como dispositivo metodológico esencial para


el estudio de lo cultural.
La historia de la sociedad con su enorme cauda de culturas
muestra, desde su inicio, la presencia de un imaginario radical
que forma parte determinante de cualquier tipo de represen-
tación o red simbólica; imaginario creativo que, por exigencia
cultural proveniente de la necesidad de orden, termina sub-
sumiéndose a una institución o a un sistema institucional. El
imaginario instituyente se subordina al imaginario instituido.
Las instituciones creadas desde lo instituyente tienden a bu-
rocratizarse, se hacen rígidas y construyen un orden social
que, desde los elementos culturales que lo legitiman (ethos
y cosmovisión), se pretenderá siempre como inamovible,
imperecedero, estático, a veces metafísico, eterno. La fun-
cionalidad de las instituciones se impone simbólicamente a
través de este imaginario instituido que las legitima. Valores,
normas y conductas adquieren fuerza axiomática, obligato-
riedad social que disminuye –a veces hasta lo individual– la
radicalidad del imaginario instituyente.

La institución alienada y las significaciones sociales


imaginarias

¿Por qué a lo largo de la historia ocurre reiteradamente este


fenómeno? Según Castoriadis, porque al formarse un siste-
ma institucional que da orden a un colectivo social tiende
a burocratizarse, y en este proceso de burocratización las
instituciones se alienan. Es decir, se autonomizan de la so-
ciedad y se encarnan en la materialidad de su vida sin que
los colectivos humanos que la integran se reconozcan en el
imaginario de las instituciones: los hombres socio-históricos
no reconocen en el imaginario de las instituciones su pro-
pia creación; aceptan, sin cuestionamiento, los contenidos
Cultura e imaginario social 99

simbólicos del imaginario instituido. La sociedad aliena su


relación con el mundo de las instituciones y, en consecuen-
cia, las instituciones se autonomizan de la sociedad. Más
concretamente: desde el momento en que los hombres con-
sideraron que la institución es obra de Dios, o más cercano,
históricamente hablando, al inicio de la modernidad capi-
talista, cuando imaginaron que la sociedad era fruto de la
razón o de la lógica de la historia, se colocaron en estado de
alienación, al separar su ser y su sentir del acto de creación
institucional. A lo largo de la historia, en dilatados trances
de embeleso, el hombre ha sido seducido, fascinado, embru-
jado, turbado, amenazado por el imaginario que contienen
las instituciones que él mismo creó. Y es este elemento de
alienación en la relación sociedad-institución el que le quita
fuerza al elemento funcional. En contra de lo que establece
cualquier explicación de corte económico-funcional, la ins-
titución se entiende más allá de la función que cumple en la
sociedad, conocerla obliga a introducirse en el mundo de lo
simbólico, más concretamente, en su núcleo imaginario.
Castoriadis recurre a la reflexión marxista sobre el feti-
chismo de la mercancía para entender mejor el carácter de
alienación que adoptan las instituciones burocratizadas,
simbólicamente determinadas por un imaginario instituido:

La relación social determinada que existe entre los hombres


mismos […] toma aquí a sus ojos la forma fantasmagórica de
una relación entre objetos. Tenemos que apelar a las nebulosas
regiones del mundo religioso para encontrar algo análogo. Allí,
los productos del cerebro humano parecen animados de vida
propia y constituir entidades independientes, en relación entre
sí y con los hombres. Sucede lo mismo, en el mundo de las mer-
cancías, con los productos del trabajo humano. Esto es lo que
100 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

llamo el fetichismo que se agarra a los productos del trabajo a


partir del momento en que figuran como mercancías.18

Esto es, la mercancía como institución fundamental de la


economía capitalista va más allá de su carácter funcional y se
explica mejor desde lo simbólico, mejor dicho, desde el núcleo
imaginario de lo simbólico. Y vuelve a recurrir a Marx

Cuando subrayaba que el recuerdo de las generaciones pasadas


pesa mucho en la conciencia de los vivos, indicaba también
ese modo de lo imaginario que es lo pasado vivido como
presente, los fantasmas más poderosos que los hombres de
carne y hueso, lo muerto que recoge a lo vivo […] Y, cuando
Lukács dice, en otro contexto, retomando a Hegel, que la
conciencia mistificada de los capitalistas es la condición del
funcionamiento adecuado de la economía capitalista, dicho
de otro modo, que las leyes no pueden realizarse más que
utilizando las ilusiones de los individuos, muestra una vez
más, en un imaginario específico, una de las condiciones de
la funcionalidad.19

Y colocados ya en esta línea de análisis, vale recordar que


son muchos los pensadores que a través de sus obras –y
a pesar de las contradicciones que sus discursos expresan
entre sí– hablan, a su manera, sobre el fenómeno social al
que Castoriadis llama imaginario. Merecerían ser traídos a
la memoria, por ejemplo, Durkheim y su concepto de signi-
ficaciones sociales, o Weber y su concepto de significación,
particularmente empleado para el estudio de la sociedad;

18
Citado por Castoriadis en idem.
19
Idem.
Cultura e imaginario social 101

o más reciente, el análisis de vida cotidiana realizado por


Heller, o el concepto de habitus construido por Bordieu,
o el de rutinización empleado por Giddens, sólo por citar
algunos, todos ellos reconociendo el carácter simbólico
que toda institución requiere para legitimarse y funcionar
adecuadamente como tal.
En suma, volviendo a nuestro particular interés, podríamos
considerar, apoyándonos en el pensamiento de Castoriadis,
que cualquier cosmovisión, cualquier ethos, cualquier sistema
cultural entendido como una inmensa red de significaciones,
domina y manipula las fuerzas de la naturaleza desde el ima-
ginario; elemento simbólico que encontraremos lo mismo
en la alienación burocrática de las instituciones como en la
creación misma de la historia. Hablamos entonces, por un
lado, del instituido alienado, simbólicamente legitimado, que
se separa de la sociedad; y por el otro, del instituyente creativo
y radical que se constituye en lo nuevo –constitución activa
que responde a la emergencia de crear, no de descubrir, nuevas
instituciones y nuevas maneras de vivir–.20 En el primer caso
(lo instituido alienado), se discurre sobre lo imaginario de la
sociedad en una época específica:

[…] su manera singular de vivir, de ver, y de hacer su propia


existencia, su mundo y sus propias relaciones; (se razona sobre
su) estructurante originario, su significado-significante central,
fuente de lo que se da cada vez como sentido indiscutible e
indiscutido, soporte de las articulaciones y de las distinciones
de lo que importa y de lo que no importa; (se argumenta sobre
el) origen del exceso de ser de los objetos de inversión práctica,
afectiva e intelectual, individuales y colectivos […].21

20
Creación, dice Castoriadis, no es descubrimiento, sino constitución
de lo nuevo, idem, p. 231.
21
Idem, p. 252.
102 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

En el segundo caso (el instituyente creativo y radical) se ra-


zona acerca del distanciamiento y la crítica, en los hechos y
en los actos, de lo instituido alienado; es, dice Castoriadis,
la primera emergencia de la autonomía, la primera grieta de
lo imaginario instituido:

Lo que era hasta entonces reabsorción inmediata de la colec-


tividad en sus instituciones, sumisión simple de los hombres
a sus creaciones imaginarias, unidad que no era más que
marginalmente perturbada por la desviación o la infracción,
se convierte ahora en totalidad desgarrada y conflictiva, au-
tocuestionamiento de la sociedad […].22

Este complejo entramado de significaciones interactuantes


será reconocido en el pensamiento de Castoriadis como
significaciones sociales imaginarias: redes inmensas de re-
presentaciones que instituyen y crean un orden social
específico, pero que también lo mantienen y justifican, del
mismo modo que lo cuestionan y critican. En este sentido,
las significaciones sociales imaginarias fundan el sentido del
mundo, entendiendo que éste no es reflejo mecánico de una
realidad ajena a ellas.
Desde esta perspectiva, la institución sociedad debe ser
comprendida como un conjunto de significaciones sociales
imaginarias a las que Castoriadis denominó magma. El imagi-
nario social es entonces un magma de significaciones sociales
imaginarias que, del mismo modo que crean instituciones des-
de el instituyente radical, las mantienen también y las justi-
fican desde el instituido burocratizado y alienado.
Sólo desde la dialéctica que manifiesta este mundo de
significaciones que transita entre lo instituyente y lo instituido

22
Idem, p. 270.
Cultura e imaginario social 103

puede entenderse la institución de la sociedad. Sólo desde


esta tensión cargada de violencia simbólica se puede distin-
guir la historia hecha de la historia que se hace y también de
la que se vive. Sólo dentro de este entramado contradictorio
de significaciones puede entenderse lo socio-histórico. Y
en este marco de interpretación introduciremos un desliz
metodológico, una particular herramienta analítica, para
analizar la cultura desde la percepción que aquí venimos
desarrollando: en el mundo de las significaciones sociales
imaginarias ubicaremos, por un lado, a la cultura dentro de
ese tiempo y de ese espacio históricamente determinados,
donde el imaginario social se afianza como instituido; en
ese momento socio-histórico, donde un colectivo social
específico afirma una singular manera de vivir, de ver y hacer
su propia existencia; repitiendo a Castoriadis, ahí donde se
responde socialmente a un estructurante originario, a un
significado-significante central desde donde se establece lo
indiscutible y lo indiscutido; desde donde se articula lo que
importa y lo que no importa. Y por el otro lado, colocaremos
en el espacio de lo social, para fines de análisis, al elemento
instituyente de cualquier significación social imaginaria. Para
nosotros lo instituido, ya antes lo dijimos, es el campo de
la cultura (del ethos y la cosmovisión) y lo instituyente el
territorio de lo social, el lugar donde los individuos socio-
históricos actúan, ahí donde, cotidianamente, se gesta la
acción social.
No es ocioso hacer notar que, a excepción de nuestro
desliz teórico, lo antes dicho es el marco dentro del cual
Castoriadis construye su utopía: en este interminable ir y
venir entre lo instituyente y lo instituido en algún momento se
romperá, al menos por tiempos largos, la heteronomía de las
instituciones para dar paso a la autonomía de la sociedad:
búsqueda del movimiento histórico de los hombres por
104 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

llegar a una autoinstitución consciente de la sociedad –por


tanto desalienada– sin mitos, ni dogmas, ni obligatoriedades
normadas no reconocibles por ellos. Un darse la propia ley
sin reconocer fundamentos extrasociales. La historia, por
supuesto, no da cuenta de fenómenos de tal magnitud. Hasta
el día de hoy, lo instituido termina siempre por subsumir a
lo instituyente, y este último sólo se nos aparece como mo-
mento fugaz, como privilegiado instante del tiempo largo de
la historia, como inquietante coyuntura capaz de trastocar
el tiempo social y cultural de los hombres, y que nos hace
saber, que nos obliga a no olvidar, y en esto radica su enor-
me importancia, que en el mundo del hombre no existe lo
inmutable, lo invariable, lo inflexible, lo inalterable.

Orden y desorden. Orden y caos. Vínculo indivisible, relación


compleja y contradictoria. Correspondencia vital que impulsa el
cambio: lo invariable, una ilusión; lo inalterable, una quimera; un
despropósito, lo fijo. Lo estático, un engaño; lo indestructible
un espejismo; lo eterno, una ficción. No existen equilibrios so-
ciales que perduren por siempre: permanencias imperecederas.
Orden y desorden. Orden y caos. Reciprocidad trascendente
que presiona el movimiento, mudanza necesaria. Inagotable
fuente de crisis, vicisitudes varias, alteraciones recurrentes,
inquietantes trastornos, panoramas inciertos que, de muy
diversas formas, concluyen en una nueva estabilidad siempre
contingente, irregular, catastrófica; siempre en rumbo a una
nueva y perturbadora transformación.23

23
Luis H. Méndez B. y Miriam Alfie Cohen, “Orden y caos. Transición
política o pertenencia obligada. El caso de México”, El Cotidiano, N° 102,
julio-agosto, 2000.
Cultura e imaginario social 105

Retomemos la voz del gran poeta peruano, César Vallejo, para


recordar que, como hombres, nos determina lo inestable:
Murió mi eternidad y estoy velándola.24

La tensión instituyente-instituido en la modernidad


capitalista

Castoriadis consideró que son excepcionales los momen-


tos históricos en que se han expresado posibilidades de
cuestionamiento institucional orientadas a lo que él llama
la autoinstitución consciente de la sociedad. En realidad, nos
dice, sólo podemos acceder a dos ejemplos: el de la Grecia
antigua, con el nacimiento de la democracia y la filosofía, y
el de la Europa occidental después del largo periodo hete-
rónomo de la Edad Media, transcurso histórico sobre el cual
centraremos nuestra atención.
Luego de Grecia, nos explica, un nuevo ímpetu auto-
nómico se manifiesta con el nacimiento de la burguesía en
la Europa occidental alrededor de los siglos xi y xii y que
alcanzará su cumbre en dos siglos: 1750-1950. Tiempo
histórico sobresaliente que bien puede definirse por un
revolucionario cambio cultural y por un alto grado de sub-
versión política:

[…] el proyecto sociohistórico autónomo invade la sociedad


y la moldea en todos sus aspectos. Adquiere la forma del
movimiento democrático, de las revoluciones de los siglos
xvii, xviii y xx, del movimiento obrero y, más recientemente,
del movimientos de los jóvenes y las mujeres… Asistimos a

24
César Vallejo, “La violencia de las horas”, Obra Poética de César
Vallejo, Ediciones peisa, Lima, 2002.
106 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

la creación de formas nuevas y nuevos contenidos con una


intención explícitamente de cambio, siendo éste un aspecto
prácticamente desconocido hasta este momento de la histo-
ria, salvo quizá en la Grecia antigua durante el periodo que
transcurre alrededor del siglo v.25

Pero en este largo proceso de lo que hoy conocemos como


modernidad capitalista, el juego dialéctico entre lo instituyen-
te y lo instituido terminó por fortalecer un orden social que,
paulatinamente, fue diluyendo la posibilidad de consolidar
formas autónomas de organización de la sociedad: se impuso
la burocracia política sobre el impulso autónomo de la socie-
dad. Lo instituido doblegó lo instituyente. La lucha autonómica
contra el viejo sagrado religioso creó nuevas instituciones
que, mientras más se consolidaban, más se separaban de
la conciencia de los hombres alienando su relación con la
sociedad. El orden social capitalista interpretó la nueva
realidad social, podemos decir que al menos desde el siglo
xviii, como estática y de naturaleza lógica sólo percibida por
la razón. Resultado, una nueva base ontológica de la socie-
dad instituida que se estructuró alrededor de la categoría
determinación: “lo que realmente es, está determinado, y lo
que no está determinado no es o es algo menor, o tiene
una calidad inferior de ser”.26 En este sentido, dentro de esta
lógica de pensamiento, el imaginario instituyente, como ya
antes se mencionó, no está determinado ni por la lógica ni

25
Cornelius Castoriadis, “Imaginario e imaginación en la encrucija-
da”, en Figuras de lo pensable (Las encrucijadas del laberinto VI), op. cit.,
p. 101.
26
Cornelius Castoriadis, Dominios del hombre: las encrucijadas del
laberinto II, Gedisa, Barcelona, 1988, p. 198.
Cultura e imaginario social 107

por la razón, y al no estarlo no es, o es algo menor, o tiene


una calidad inferior de ser.
Esta representación ontológica propia de la sociedad
capitalista obliga a suponer que el ser se diluye en ese
momento lógico, identitario y objetivante que es la razón;
nos constriñe a admitir que el ser se agota, se pierde, se
diluye en las nuevas instituciones que expresa la razón como
valor supremo de la nueva sociedad: la ciencia, el Estado,
el nacimiento de la sociedad civil, el establecimiento de la
sociedad industrial, la idea de progreso, así como el conjunto
de valores axiomáticos que de este todo emana. Se erigió un
nuevo absoluto social, un nuevo sagrado –ahora laico27 que
terminó por convertirse en ese momento lógico, identitario
y objetivante de lo real que, al subsumir el ser a la razón,
habría de negar, disminuir o ignorar el valor del imaginario
instituyente a través de la determinación.
A esta dimensión de lo imaginario, lo instituido, Casto-
riadis le llamó también conjuntista-identitaria, refiriéndose
al conjunto de representaciones colectivas derivadas de
instituciones precisas que encontraron su sustento en el
absoluto social, en el nuevo sagrado que generó la sociedad
capitalista: la razón. Por supuesto, vale repetirlo, el nuevo
orden social instituido no eliminó al imaginario instituyente,
el uno y el otro convivieron en permanente lucha y en di-
ferentes y cambiantes formas de desigualdad en la relación
que obligadamente establecían. Al mismo tiempo en que

27
Respecto al problema de cómo el mundo laico surgido de la mo-
dernidad capitalista mantuvo un carácter sagrado, ver Isidoro Moreno
“¿Proceso de secularización o pluralidad de sacralidades en el mundo
contemporáneo?”, en Arnaldo Nesti (coordinador), Potenza e impotenza
della memoria. Scritti in onore de Vittorio Dinni, Tibergraph Editrice, Italia,
1998, p. 173.
108 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

las instituciones creadas por la modernidad capitalista se


consolidaban, se favorecían también las condiciones para
la creación de un mundo de expresiones instituyentes. Si
esto es así, bien podemos afirmar que el hombre social
no sólo es determinado, axiomática y lógicamente, por las
nuevas estructuras de significación y sus instituciones.
Las nuevas significaciones imaginarias sociales, del mismo modo
que legitimaban, subvertían el nuevo orden, oponiéndose al
carácter estático de las instituciones; y del mismo modo, lo
social se zambullía también en un mundo de significaciones
trascendentes que se remitían unas a otras, sin orden ni
razón aparente, proponiendo un algo alternativo a la socie-
dad instituida; un algo que de una u otra forma reclamaba la
autonomía como sustento de una nueva institucionalización
simbólica, no burocratizada, de estructuras de conciencia
individual y colectiva.28 Desde esta perspectiva reafirmamos
lo dicho: imaginario, para nuestro caso, es mucho más que
imagen de, comprende el elemento de creación incesante y
esencialmente indeterminada, de figuras-formas-imágenes,
a partir de las cuales se pone en entredicho lo instituido.
Qué mejor ejemplo acerca de este interminable y dis-
cordante juego de imaginarios que el apresurado e inquie-
tante crecimiento de la sociedad capitalista. La razón y el
progreso, valores esenciales de la modernidad, no son sino
culminación de un mundo nuevo de significaciones sociales
imaginarias que, iniciadas alrededor del siglo xii, terminaron
a partir del xviii por formar una intrincada red que posi-

28
Acerca de la permanente lucha entre autonomía y burocratización
se puede revisar varios de los artículos que Castoriadis dio a conocer
en la revista Socialismo o Barbarie, recopilados en dos volúmenes con el
título La experiencia del movimiento obrero, Tusquets Editores, Barcelona,
1979.
Cultura e imaginario social 109

bilitó la consolidación de las nuevas instituciones que le


dieron vida a la sociedad industrial; instituciones que al
llegar a la última etapa de este periodo largo de la historia
(modernidad tardía, baja modernidad o sociedad del riesgo
entre algunas de sus denominaciones) manifiestan ya, nos
dirá Castoriadis, un evidente agotamiento del imaginario
instituyente en el mundo occidental. El gran movimiento
creativo que inició con la Revolución Industrial en el siglo
xviii, comienza a empobrecerse, afirma, alrededor de los
años 50 del siglo xx.
Existe, pues, este agotamiento de la imaginación y del
imaginario en los dominios de la filosofía y de la ciencia, y de
un modo manifiesto existe el agotamiento de la imaginación
y del imaginario político. Tenemos que reconocer la deca-
dencia del movimiento obrero y, de un modo más general,
la del movimiento democrático. El discurso político actual,
tanto el de derecha como el de izquierda, es completamente
estéril y repetitivo; incluso, no se sabe en qué difieren entre
sí derecha e izquierda.29

El inestable equilibrio entre lo instituyente y lo instituido, se


inclina en esta época hacia el segundo de los elementos del
imaginario, ahora vestido de neoliberalismo o de sociedad de
mercado. El imaginario capitalista impone sus valores axiomá-
ticos a la sociedad aun en contra de lo que proclaman sus ins-
tituciones. Se advierte en estos años un marcado retroceso del
movimiento democrático, suplantado ahora por una aparente
democracia política-electoral. Caducaron, al menos de mo-
mento, las experiencias autonomistas, y se impusieron fuerzas
ocultas que, al margen de los llamados estados democráticos,

29
Cornelius Castoriadis, “Imaginario e imaginación en la encrucijada”,
op. cit., p. 103.
110 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

concentran como nunca el poder económico y político en el


mundo; y más inquietante aún: se percibe un rompimiento, de
enorme peligro para la humanidad, entre la creación teórica
en el dominio científico y el desarrollo autónomo de la tecno-
logía. Las grandes creaciones de la ciencia se transforman en
tecnologías con valor de cambio que favorecen la existencia
de un mercado elitista y controlador que encarcela las fuerzas
creativas de la sociedad.

En estas condiciones, nos dirá Castoriadis, el imaginario


capitalista instituido también se debilita. Por miles y miles de
años de historia, cualquier tipo de orden social siempre cons-
truyó controles simbólicos eficaces que le permitieron no
sólo consolidar sus instituciones, sino legitimarlas socialmen-
te. Dispositivos simbólicos expresados en mitos y ritos que
le permitieron al hombre socio-histórico la transformación
del desorden en orden. La fuerza del mito y su constitu-
ción fundante, la presencia de una identidad colectiva y la
fuerza de una enorme red de significaciones con gran capa-
cidad de unión, mostraron siempre la potencia simbólica que
el hombre social usó para someter al desorden.
Es el pensamiento moderno, la sociedad instituida, espe-
cialmente al momento de su agotamiento, el que realiza las
rupturas a la llamada sociedad de la tradición, el que la vacía
de sus elementos de permanencia, el que envuelve todas
las expresiones sociales bajo la apariencia del movimiento.
La sociedad industrial, y de manera más evidente la llamada
sociedad del riesgo, construyeron una nueva simbolización
dirigidas por instancias de poder divorciadas de lo social. Se
advierte claramente una escisión entre el pensamiento mítico
y el pensamiento lógico, escisión que agudamente define
G. Balandier como un ardid de la razón que se vuelve contra
Cultura e imaginario social 111

el sujeto mismo; y agrega: la vida intelectual de los últimos


años es un “ingreso en la era del vacío”.30
El último tercio del siglo xx, con la derrota del Estado
benefactor, con el derrumbe de la burocracia socialista, con
el debilitamiento de los cada vez menos frecuentes intentos
de resistencia autonomista y, sobre todo, con el arribo de
un nuevo absoluto social a la centralidad en el ámbito
de lo sagrado, el libre mercado, se advierte no sólo un claro
agotamiento de lo instituyente, sino también un dramático
desmoronamiento de lo instituido: el desorden se impone
al orden, las redes simbólicas ni controlan ni legitiman y se
pierde cualquier certeza cosmovisional ante el incontrolable
movimiento de lo social donde parece disolverse el orden en
la excesiva sucesión de cambios de la llamada sociedad del
riesgo. Bien puede afirmarse que en estas primeras décadas
de crisis del orden capitalista es el desorden el elemento
que define a la modernidad: desorden de lo instituido en
la sociedad y en las cabezas de cada uno de los individuos
que en ella viven.
Los casos son muchos y variados, ¡tantos!, que terminan
no sólo por incrementar nuestro escepticismo, sino también
por aumentar las dudas existenciales en cuanto al sentido
de la sociedad y la historia. De manera general, este tipo de
perplejidades históricas preñadas de incertidumbre las ve-
nimos advirtiendo, desde hace al menos tres décadas, en el
conflictivo y violento enfrentamiento (ideológico, político
y militar) de un mundo occidental que se pretende global
(en el amplio sentido del término global), en contra de

30
Ver George Balandier, El desorden. La teoría del caos y las ciencias
sociales. Elogio a la fecundidad del movimiento, Gedisa Editorial, Barcelona,
1999, pp. 143-146.
112 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

decenas de Estados-nación que, con diversos niveles de


autoritarismo político, defienden una identidad cultural y una
soberanía económica, seriamente amenazada por un nuevo
esquema de reproducción económico, propio de una nueva
etapa de modernidad del sistema capitalista, que agudiza la
crisis de valores de un orden que se sustentó, desde hace
más de dos siglos, sobre la razón y el progreso. Crisis de
valores de la sociedad industrial y crisis, también, de una
sociedad de consumo que no termina por imponer los su-
yos. Momento liminal de un mundo social que, ni ética ni
cosmovisionalmente, encuentra el rumbo.
Prácticamente cualquier tipo de expresión social, con
más o menos violencia, expresa un sentido de crisis que se
traduce, en primerísimo lugar, en un acelerado desvaneci-
miento de la idea de orden: en unos pocos años, pensemos
desde mediados de los años 70 del siglo pasado, se deshizo
la alianza entre modernización económica y justicia social
que, aunque por poco tiempo, logró restituir el orden mun-
dial después de la segunda gran guerra. Las consecuencias
fueron graves: se diluyó el Estado benefactor (los instru-
mentos globalizadores construidos desde los centros de
poder, al igual que la impresionante revolución tecnológica,
han incrementado, a pasos agigantados, desigualdades y
crisis alrededor del mundo); la vieja idea de desarrollo se
transformó en liberalismo económico y la todavía más vieja
idea de razón fue eclipsada por una nueva representación
simbólica de desorden social, de caos. Por supuesto, en este
entorno, se debilitaron también las ideologías progresistas
que, antes de su sometimiento al nuevo sagrado mercado, sus
sistemas simbólicos, es decir su imaginario social, contenían
su elemento instituyente; hablamos, con muy diversos grados
de solidez, de las ideologías socialistas, de los nacionalismos
Cultura e imaginario social 113

revolucionarios, de los empeños socialdemócratas, lo mismo


que de no pocos esquemas laboristas.
Para varios pensadores de este tiempo de crisis de
lo instituido y de lo instituyente, la solución es el llamado
sujeto reflexivo: actor social ¡sí!, nos explican, pero cons-
truido desde lo individual.31 Es el personaje, aseguran, que
desde las particularidades de su existencia se construye
a sí mismo como sujeto; es la persona que comparte una
nueva identidad social que, según sus estudios, se cimienta
en identidades particulares. Touraine lo define como el
individuo que reconoce y ama el esfuerzo hecho por los
otros para constituirse como sujeto, para de este esfuerzo
individual partir en la formación de redes, de colectivo cuyo
núcleo es el sujeto individual. Las nuevas identidades so-
ciales, afirma, se forman de identidades particulares.32 Este
proceso de individualización del sujeto social se constituye
en el elemento central de lo que llaman reflexividad. Para
ellos, con matices por supuesto, es éste el único esfuerzo
que merece ser universalizado. La lucha hoy es por escapar
de determinismos sociales y comienzan a fantasear con
la idea del agotamiento, incluso con la desaparición del
hombre social. Si el ser humano ya no se identifica desde lo
social, hay que acabar entonces, plantean, con los poderes

31
La referencia es a importantes sociólogos europeos que se han
dado a la tarea de investigar los efectos de lo que llaman modernidad
tardía, baja modernidad o sociedad del riesgo, de un nuevo fenómeno:
la reflexividad y de un nuevo actor al que generalmente denominan sujeto
reflexivo. Se habla, entre otros muchos, de Alain Touraine, U. Beck, A.
Giddens, S. Lash, N. Luhmann, J. Stiglitz.
32
Ver Alain Touraine, ¿Podremos vivir juntos? La discusión pendiente:
el destino del hombre en la Aldea Global, F.C.E., México, 1998, pp. 148-
153.
114 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

comunitarios y con la dominación de los mercados. Esto es,


el sujeto reflexivo pierde cualquier tipo de identificación con
un ser colectivo, llámese éste nación, clase o iglesia, y desde
su nueva posición ontológica se plantea, como prioritaria, la
lucha por la libertad a la libre elección del consumidor.
No va a discutirse aquí sobre la validez o no de estos
planteamientos, lo que se quiere hacer notar es cómo, en esta
etapa de la modernidad capitalista, la crisis del instituyente
también es crisis de lo instituido. Hoy la realidad social y el
pensamiento que la interpreta rompe con los grandes valo-
res de la modernidad capitalista afianzada con los procesos
socio-históricos que se iniciaron en el siglo xviii. La razón, el
orden y el progreso, junto con los grandes valores axiomá-
ticos que le daban certidumbre a la sociedad industrial, se
sustituyen por la incertidumbre, la contingencia y el riesgo.
Tanto, que es usual en estos tiempos hablar del fin de las
ideologías y, sin ningún pudor, del fin de la historia. No es
extraño, entonces, advertir cómo desde principios del siglo
xxi, más bien desde antes, todas las cosmovisiones creado-
ras de sistemas ideológicos son puestas en entredicho. En
este escenario mundial de fragilidad ideológica, bien vale
recordar a Touraine cuando, reflexionando sobre Hannah
Arendt, asegura: “que cuanto más avanza la modernidad
menos social es el actor humano”;33 o a Marc Augé, afirman-
do que “nunca las historias individuales habían tenido que
ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero nunca
tampoco los puntos de referencia de la identidad colectiva
habían sido tan fluctuantes”.34

Idem, p. 143.
33

Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología


34

de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 43.


Cultura e imaginario social 115

Para Castoriadis, este momento crítico de la modernidad


capitalista muestra una encrucijada de la historia, de la gran
historia:

Un camino ya aparece claramente trazado […] Es el camino de


la pérdida del sentido, de la repetición de formas vacías, del
conformismo, de la apatía, de la irresponsabilidad y del cinis-
mo, junto con el creciente dominio del imaginario capitalista
de expansión ilimitada de un control racional, seudo control
seudo racional de la expansión sin límites del consumo por el
consumo, o sea, por nada, y de la tecnociencia autónoma en
su curso, que forma parte, evidentemente, de la dominación
de este imaginario capitalista. Otro camino debería abrirse:
no está trazado de ningún modo. Puede abrirse únicamente a
través de un despertar social y político […] un nuevo resurgir
del proyecto de autonomía individual y colectiva, es decir, de la
voluntad de libertad. Esto exigiría un despertar de la imagina-
ción y del imaginario creador […] tal despertar es por defini-
ción imprevisible. Es sinónimo de un despertar social y político;
tienen que producirse inevitablemente juntos […]35.

Es evidente que en este conflictivo entorno plagado de


contradicciones, contrasentidos y sinsentidos, se resiente
el marco conceptual que hemos venido construyendo alre-
dedor del término cultura. El solo hecho de advertir, a través
de muy diversas experiencias empíricamente demostrables,
el agotamiento de lo instituyente y de lo instituido, nos lleva
a considerar, por todo lo hasta el momento expuesto, que
existe una profunda crisis cultural en los colectivos humanos

35
Cornelius Castoriadis, “Imaginario e imaginación en la encrucijada”,
op. cit., p. 109.
116 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

organizados, con diversos grados de intensidad, y, gene-


ralmente, agrupados en la emblemática figura del Estado-
nación, imagen representativa de la modernidad capitalista
que, por cierto, también hoy se encuentra en crisis.
A lo largo de miles de años, el rasgo fundamental que de-
finió a cualquier cultura y que nos hizo comprender la fuerza
de su permanencia provenía de las seguridades ontológicas
que proporcionaban a las comunidades humanas una enorme
diversidad de ethos y cosmovisiones. Hoy, ese mundo de se-
guridades simbólicamente construidas parece agrietarse. Sin
un instituyente actuante y con un instituido débil y, por tanto,
fuertemente deslegitimado, lo menos que se nos podría
ocurrir pensar –resulta casi obvio decirlo– es la existencia
de un sacudimiento cultural, de tales proporciones, que no
alcanzamos aún a comprender sus profundidades. ¿Lo social
dejará de ser lo que de él se piensa y tomará otro tipo de
representación simbólica? ¿Lo cultural dejará de preocuparse
por el mantenimiento del orden social a través de la sacrali-
dad de las seguridades ontológicas que otorgan sus institu-
ciones? ¿Comenzará a transformarse el contenido semiótico
de la percepción humana en su relación con el mundo de lo
real? ¿Se reducirá el valor polisémico del símbolo? Imposible
saberlo de cierto, el proceso parece ser corto, indefinido y
confuso, todavía, pero las consecuencias ya son múltiples
y graves: para el mundo de los hombres, para el mundo na-
tural y para la inmensidad de sus interrelaciones.
Cultura e identidad 117

i v. C u lt u r a e identidad

Identidad, cultura e interacción social

E n un sentido laxo, hablar de identidad refiere a las formas


en que un individuo o un colectivo social se entienden
dentro de un mundo institucional comúnmente llamado
cultura. Reducida a su mínima expresión, la identidad pre-
tende responder al milenario cuestionamiento “¿quién soy
yo?”; interrogante perpetua en cualquier cosmovisión que,
invariablemente, tiende a resolverse procurando (desde la
construcción de discursos que derivan en significaciones
sociales imaginarias) certezas ontológicas, certidumbres de
existencia, preexistencia o pos-existencia, que se expresan en
multitud de mitos, desde donde se edifican absolutos socia-
les (laicos o religiosos) que se refuerzan y se reproducen en
un incontable número de ritos, de ahí su pertenencia, como
problema social, al mundo de la cultura. Desde las identi-
dades adquiridas, socialmente renovadas, los individuos y
los colectivos sociales pretenden exorcizar las amenazas de
la realidad, de una realidad simbólicamente construida y,
de igual manera, simbólicamente legitimada, tergiversada,
negada o subvertida.
118 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

Hoy nos resulta poco eficiente, en términos explicativos,


el viejo principio filosófico de identidad sustentado en la
unión del sujeto y el predicado: lo mismo es siempre lo
mismo, lo que es, es, y es imposible pensar que una cosa
sea y no sea al mismo tiempo.1 Sabemos que el problema de
las identidades no responde a juicios tan definitivos. Basta
observar, con un poco de atención, los complejos espacios
de la interacción social para cambiar nuestra apreciación al
respecto. Hoy más que nunca advertimos lo fluctuante que
resultan ser las identidades: a veces se expresan sólidamente
arraigadas a raíces que se nutren de la tradición; a veces, se
debilitan y les da por cambiar, y, una vez transformadas, no
resulta extraño que los vericuetos sociales traten de regre-
sarlas nuevamente al origen; a veces son difusas y confusas;
a veces oportunistas y, casi siempre, frágiles. Incluso, en la
actualidad, observamos cada vez con mayor frecuencia casos
que nos obligan a analizar los fenómenos identitarios desde
la no identidad.2
Pero sea como fuere, la particular forma como se expresen
las identidades en el ámbito de lo social o de lo individual,
para lo que aquí nos importa, subrayamos la estrecha rela-
ción que establecen con la cultura, entendida, claro está,
en su sentido semiótico. Es fácil entender el porqué de esta
obligada vinculación: si la cultura, venimos repitiendo, es
una compleja red simbólica, dentro de esta urdimbre –ine-
vitablemente– habremos de toparnos con el fenómeno de

1
Joaquín Xirau, Escritos sobre historia de la filosofía, Volumen 1, Caja
Madrid Fundación-Anthropos, 2000, p. 12.
2
Véase por ejemplo el libro escrito por el antropólogo francés Marc
Auge, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la so-
bremodernidad, Barcelona, Gedisa, 2000.
Cultura e identidad 119

la identidad, dado que sólo podemos entenderla como un


fenómeno de interacción simbólica con los otros.
Gilberto Giménez considera:

[…] nuestra identidad sólo puede consistir en la apropiación


distintiva de ciertos repertorios culturales que se encuentran
en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en nuestra so-
ciedad. Lo cual resulta más claro todavía si se considera que
la primera función de la identidad es marcar fronteras entre
un nosotros y los “otros”, y no se ve de qué otra manera po-
dríamos diferenciarnos de los demás si no es a través de una
constelación de rasgos culturales distintivos. Por eso suelo
repetir siempre que la identidad no es más que el lado subjetivo
(o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada
en forma específica, distintiva y contrastiva por los actores
sociales en relación con otros actores […]3

Pero advierte:

[…] la cultura no debe entenderse nunca como un reper-


torio homogéneo, estático e inmodificable de significados.
Por el contrario, puede tener a la vez “zonas de estabilidad
y persistencia” y “zonas de movilidad” y cambio. Algunos de
sus sectores pueden estar sometidos a fuerzas centrípetas
que le confieran mayor solidez, vigor y vitalidad, mientras que
otros sectores pueden obedecer a tendencias centrífugas
que los tornan, por ejemplo, más cambiantes y poco estables
en las personas, inmotivados, contextualmente limitados y muy
poco compartidos por la gente dentro de una sociedad. Pero lo

3
Gilberto Giménez, “La cultura como identidad y la identidad como
cultura”, estudioscultura.wordpress.com, 13/03/2012, p. 1.
120 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

importante aquí, como ya señalamos, es tener en cuenta que no


todos los repertorios de significados son culturales, sino sólo
aquellos que son compartidos y relativamente duraderos.4

Resulta evidente entonces que los complejos sistemas de


representación simbólica que definen a una cultura en es-
pecífico influyen, fuertemente, en la formación de identida-
des (individuales o colectivas); sin embargo, sería un craso
error establecer de manera mecánica la inevitable relación
que establecen. Ciertamente, la cultura es la fuente de don-
de surgen, pero esto no significa que el movimiento de las
identidades comparta la supuesta inmovilidad que tiende
a expresar. Dentro de este pesado complejo institucional
al que llamamos cultura, las identidades muestran una gran
flexibilidad, tanta, que no siempre tienden a fortalecer sus
instituciones, por el contrario, es frecuente que su movi-
miento se oriente a alterarlas, a confundir sus creencias, a
trasgredir sus valores y, en casos extremos, a destruirlas. Si
la identidad se asocia a la cultura, también puede asociarse
a la ideología, es decir, a ese particular tipo de fenómenos
que en algún momento y en algún lugar tienden a negar
alguna parte del entramado institucional de la cultura y, en
casos extremos, al entramado en su totalidad.
Dentro del armado conceptual que venimos constru-
yendo, cabe expresar que este aparentemente caprichoso
comportamiento de las identidades termina siendo un juego

4
Idem, p. 3. Sobre el mismo tema revisar Gilberto Giménez, “La
identidad social o el retorno del sujeto en sociología”, en Leticia Irene
Méndez y Mercado (coordinadora), Identidad: análisis y teoría, simbo-
lismo, sociedades complejas, nacionalismo y etnicidad, 111 Coloquio Paul
Kirchhoff, unam, Instituto de Investigaciones Antropológicas, México,
1996, pp. 11-24.
Cultura e identidad 121

simbólico, y, como tal, bien podemos ubicarlo dentro del


mundo humano de las significaciones sociales imaginarias,
dentro del enorme espacio del imaginario social. Si creemos
en la flexibilidad de las identidades, bien podemos afirmar
que su carácter cambiante puede encontrar explicaciones
dentro de la inacabada relación establecida entre el imagina-
rio social instituyente y el imaginario social instituido; y así
como en su momento subrayamos la importancia que tiene
para el análisis de la cultura partir desde la interacción social,
asimismo subrayamos que el flexible comportamiento de las
identidades que ininterrumpidamente se crean y se recrean
deben también ser observadas, para su análisis, desde ese
mundo cotidiano donde los hombres se comunican, mundo
donde se concretan, en ideas y en acciones, las modalidades
del imaginario social.

Fortaleza y debilidad de la identidad:


lo propio en oposición a lo alterno

Es importante hacer notar el hecho de que la identidad como


expresión sociocultural, en cualquier espacio o tiempo, se
afirma a partir de la diferencia: lo propio en oposición a lo
alterno. La identidad se afirma en la relación con el otro; sin
el otro, o sin los otros, no hay identidad. Dicha en abstrac-
to, es cierta esta aseveración; sin embargo, ubicados en el
mundo de la interacción social, la identidad no sólo se defi-
ne en relación al otro; la identidad del grupo, por ejemplo,
también se afirma en el contraste dentro de sí. La alteridad
se exhibe lo mismo al interior, y puede ser leída a través de
las relaciones económicas, políticas o religiosas expresadas
en mitos y ritos que señalan diferencias en lo interno. Más
aún, la identidad que se afianza por lazos afectivos preña-
dos de un fuerte contenido emocional señala también la
122 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

existencia de un yo y de un otro generalizado afectivamente


próximo, de una identidad emocionalmente encadenada,
pero no por eso carente de conflictos. “[…] los otros
generalizados que forman parte de mi grupo no son sólo
afectivamente próximos en términos positivos, sino también
el más cercano y potencial grupo de conflicto”.5
Para Marc Augé, el problema del otro se complica todavía
más en algunas sociedades inadecuadamente nombradas
sociedades cerradas.6 La identidad en estos casos no sólo
no se advierte a través del otro externo, ni por medio del
otro interno, ni tampoco cuando la identidad es producto
de lazos afectivos, en ciertas sociedades el yo es al mismo
tiempo el otro, el yo se encarna en su ancestro, en un Dios
heredado, en un Dios construido por los adivinos, en un
hombre de los primeros tiempos. La identidad siempre se
remite a algún otro cuya singularidad sigue siendo siempre
problemática. El yo es otro: “el que se hereda, con el que
uno se casa, al que se arremete, al que se teme, al que se
saluda, el que os saluda”. El lugar de la alteridad se desplaza
y, en cierto modo, se interioriza: el problema del otro no está
fuera, está en el yo. “El secreto de los otros, si es que existe,
residiría más bien en la idea que ellos mismos se hacen del
otro (o que no se hacen, o que se hacen con dificultad)
porque aún constituye el medio más simple de pensar en lo
mismo y lo idéntico”.7

5
Miguel Alberto Bartolomé, Gente de costumbre y gente de razón. Las
identidades étnicas en México, Siglo XXI-Instituto Nacional Indigenista,
México, 1997, p. 50.
6
Término inadecuado porque este tipo de colectivos coexisten hoy
con otros colectivos, en un mismo espacio nacional, y determinados en
última instancia por los contenidos y valores de las sociedades abiertas
propias de la modernidad.
7
Marc Augé, El sentido de los otros, Barcelona, Paidós, 1996, véase
el capítulo 1, “¿Quién es el otro?”, pp. 13-33.
Cultura e identidad 123

Y podríamos agregar además un elemento que resulta


crucial en este, a veces, caprichoso comportamiento de las
identidades: las expresiones corporales como elementos de
diferenciación. Gestualmente marcamos límites con el otro,
definimos fronteras

[…] formas de distinción identitaria que permiten señalar


quién está adentro y quién afuera de los criterios de identi-
dad en disputa […] Atravesar las fronteras territoriales o sim-
bólicas en la interacción entre anónimos tiene consecuencias
sensibles y afectivas. Dichas acciones quiebran la seguridad,
la comodidad, la indiferencia o la noción del yo, generan des-
asosiego, confusión, enfado, miedo, rechazo y en ocasiones
extremas repulsión, asco y odio.8

Y agrega

[…] da asco todo aquel que pueda tocarnos y mancharnos con


su impureza moral, racial, de clase o incluso con su comporta-
miento a contracorriente del estilo de vida predominante. La
revoltura que producen el estómago quien violenta el canon de
sensibilidad, es la misma que genera en la cabeza al sacudir el
orden de nuestros esquemas clasificatorios que han prescrito y
jerarquizado lo que consideramos limpio y sucio, bueno y malo,
decente e indecente, bellos y feos, refinado y obsceno.9

Por lo antes expuesto, valdría la pena ponerse a pensar


que, así como los seres humanos pueden tener una o varias

8
Olga Sabido Ramos, El cuerpo como recurso de sentido en la cons-
trucción del extraño, una perspectiva sociológica, uam-a-Sequitur, México,
2012, p. 228.
9
Idem, p. 233.
124 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

identidades, de la misma manera van a compartir diferentes


representaciones colectivas, diferentes sistemas de pensa-
miento que, frecuentemente, derivan en diferentes construc-
ciones ideológicas, todas ellas enfrentadas, algunas veces
de manera irreconciliable. Con esto queremos decir que el
hecho de advertir la presencia de diferentes identidades
sociales en un mismo individuo manifiesta la debilidad de
las representaciones colectivas que las generaron. Podemos
hablar de encuentros culturales desiguales, favorecidos por
el desarrollo histórico de la sociedad que, como tendencia,
desdibujan las muchas o pocas identidades sociales que un
individuo puede verse obligado a adquirir en el curso de su
existencia. Es en este sentido que podemos hablar de iden-
tidades subordinadas e incluso de identidades negativas o
también de identidades instrumentales para explicar estos
encuentros culturales. Sin embargo, debemos aceptar que
un individuo “x”, por circunstancias “y”, puede volver a su
identidad original después de abandonar cualquier tipo
de identidades coyunturalmente adquiridas; pero el retorno
al origen, de igual manera, modificará la identidad primaria.

Identidad y territorio

Desde nuestra percepción, consideramos adecuado realizar


la reflexión sobre las identidades analizando la relación iden-
tidad-territorio. Si definimos el territorio como un espacio
culturalmente ocupado que contiene un sistema territorial
(la particular forma como se reparte el espacio, los lugares
físicos que lo determinan y las redes establecidas para su co-
municación) y una territorialidad, habitualmente entendida
como la vida cotidiana de los habitantes del territorio (sus
relaciones dentro y fuera del trabajo, sus relaciones familia-
res, sus relaciones con grupos sociales, religiosos o políticos,
Cultura e identidad 125

sus relaciones con la autoridad, etc.), resulta evidente que la


o las identidades de un territorio específico se construyen
a partir de la territorialidad bajo el amparo de un sistema
territorial. La territorialidad genera identidades desde sus
habitus particulares, pero también en la contradictoria re-
lación que el territorio establece con otros territorios que
tratan de imponerle conductas y formas de comportamiento
ajenas a sus representaciones sociales. Las particularida-
des de los equilibrios establecidos a partir de un privativo
tipo de relaciones generadas desde la territorialidad permi-
tirán definir el grado de estabilidad que vive el territorio y,
en consecuencia, la fortaleza de sus identidades colectivas.
La territorialidad se convierte, entonces, en el principal or-
denador de la vida social, en el elemento central que afianza
o diluye las identidades colectivas.10
Podríamos agregar, para afianzar esta idea, lo siguiente: si
consideramos que la identidad es un fenómeno no estático,
referente a territorios específicos y expresión particular de
territorialidades empíricamente establecidas que, por princi-
pio, tienen la cualidad de la transformación, del movimiento,
entonces tendríamos que aceptar, y aceptamos, que la iden-
tidad se encuentra estrechamente vinculada con la historia.
En este sentido, cuando se hable de identidad, la referencia
obligada será a colectividades concretas, y no a armazones
identitarias abstractas, ideológicamente construidas desde
cualquier tipo de poder. No se hará alusión entonces, por
ejemplo, a la identidad nacional, ni mucho menos a una mítica

10
Estos conceptos de sistema territorial y territorialidad son parte
de la reflexión de C. Raffestin, Por une géografie du pouvoir, París, litec,
1980, la relación que aquí se establece entre la identidad y el imaginario
social y el territorio es un atrevimiento nuestro.
126 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

identidad continental o planetaria surgida de las resonancias


globalizadoras en el mundo, salvo cuando se adviertan como
parte de significaciones sociales imaginarias concretas.11

Otras visiones acerca de la identidad

Llegados a este punto, se hace necesario explicar lo siguien-


te: el hecho de que aquí entendamos la identidad como un
fenómeno ligado al sistema territorial y, especialmente, a la
territorialidad, no nos autoriza a invalidar otras varias formas
en que la ciencia social la ha entendido. La reflexión alrede-
dor del problema de la identidad ha sido abundante; desde
fines del siglo xix se han construido varios conceptos que la
interpretan; un conjunto de razonamientos que, si no pone-
mos atención, parecería que se entreveran de manera natural,
a tal grado que a veces resulta fácil caer en la tentación de
minimizar sus contenidos y emplearlos, de manera errónea,
como sinónimos. Si decimos que las identidades colectivas
se forjan desde la territorialidad y que ésta se entiende de
manera abstracta como vida cotidiana, ¿qué sentido se le
dará a este concepto? Por otro lado, territorialidad, vida
cotidiana y representaciones colectivas, ¿son la misma cosa?
¿Y de qué nos sirve el concepto de habitus? ¿Y qué puede
hacerse con el término de rutinización? ¿Y qué tiene que
ver la territorialidad con el ethos y la cosmovisión de los
colectivos sociales?, esto por mencionar sólo algunas casos
que ejemplifican esta problemática.

11
Son muchos los ejemplos al respecto. En particular podemos men-
cionar el caso de los trabajadores de la maquila en la frontera norte del
país, ver Luis H. Méndez B. Ritos de paso truncos: el territorio simbólico
maquilador fronterizo, Ediciones Eón- uam-a, México, 2005, en particular
el capítulo 5 “Territorio simbólico e identidades difusas”, pp. 169-210.
Cultura e identidad 127

Por lo antes dicho, en este trabajo tomaremos distancia


de ciertas posturas teóricas, reconociendo, sin embargo, que
sería incorrecto invalidarlas, dado que, todavía, es mucho
lo que aportan a un mundo donde es común la convivencia
social y cultural entre lo viejo y lo nuevo. Tomar distancia
no es igual a rechazo; es considerar que a veces resultan
problemáticas para la explicación de las identidades en este
tiempo de modernidad capitalista instalada en el mítico
entorno de un mundo global. La referencia obligada en este
sentido es a Durkheim y su concepto de representaciones
colectivas;12 pero también al concepto de vida cotidiana
creado por la marxista húngara Agnes Heller desde media-
dos del siglo pasado.13 Respecto al primero, entiende por
representaciones colectivas

[…] las formas en que una sociedad se representa los objetos


de su experiencia; son contenidos de consciencia que reflejan
la experiencia colectiva y añaden a la biografía individual el
conocimiento generado por la sociedad. Por lo tanto serían
el producto vivencial de la larga asociación espacial y tem-
poral de un grupo humano que se manifiestan como formas
de pensamiento no explícitas que incluso subyacen a las
creencias.14

12
Ver E. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Colofón
S.A., México.
13
Cuando hablamos de vida cotidiana nos estamos refiriendo al
concepto empleado por Agnes Heller en su obra teórica; en especial
nos referimos a los siguientes textos: Sociología de la vida cotidiana; La
revolución de la vida cotidiana; Teoría de las necesidades en Marx e Historia
de la vida cotidiana, todos publicados en Barcelona, Península, 1998,
1982, 1998 y 1992, respectivamente.
14
Tomado de Miguel Alberto Bartolomé, Gente de costumbre y gente
de razón. Las identidades étnicas en México.
128 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

Otro reconocido antropólogo, Hallpike, advierte que Durk-


heim se refiere al hablar de representaciones colectivas a

[…] percepciones, emociones, evaluaciones del bien y del mal,


ideas acerca de las causas y los sucesos –en pocas palabras,
sistemas completos de pensamiento y de sentimiento– [que]
existen de modo trascendental, independientes del individuo
en el cual aparezcan [...] pasan de una generación a otra; se
aprenden con la conducta; están contenidas en proverbios y
preceptos; en la tecnología, la convención y el ritual; y, cuando
el desarrollo de la escritura, en los libros.15

En cuanto a Agnes Heller, su concepto de vida cotidiana


hace referencia a los fenómenos propios de la reproduc-
ción social; nos habla de las diversas formas en que las
colectividades humanas satisfacen sus necesidades bási-
cas; necesidades creadas de antemano y que cumplen con
la función de reproducir una particular configuración de la
sociedad. Afirma, y no sin razón, que la vida cotidiana es
el reino de la necesidad, sin embargo, no puede dejar de
advertirse que en esta afirmación pueden contenerse ele-
mentos teleológicos y utilitaristas que obliguen a considerar
que todo acontecimiento cotidiano tenga una función, apun-
te a una finalidad y que esta finalidad sea la de mantener las
relaciones establecidas.
Estas dos acepciones, de dos destacados teóricos, podrían
asimilarse sin mucha dificultad al concepto de territorialidad
del cual partimos, si este último compartiera el elemento de
absoluto que los otros dos conceptos contemplan. Pensamos

15
C. R. Hallpike, Fundamentos del pensamiento primitivo, México, fce,
1986, p. 48.
Cultura e identidad 129

que no es así: las relaciones sociales que expresa el concepto


de territorialidad están definidas por el movimiento y por la
contradicción, tanto al interior como al exterior del territorio.
No son por necesidad estables. Dependiendo de situacio-
nes concretas, el grado de armonía social que manifieste el
territorio siempre será variable e inconsistente, y aunque las
estructuras simbólicas creadas desde el poder a través de
particulares ideologías pretendan la reproducción estable
de un particular orden, las relaciones que se establecen
expresarán siempre un equilibrio precario.
Si desde el inicio de este trabajo consideramos la cultura
como una inmensa red de representaciones simbólicas, como
un conjunto de estructuras institucionales flexibles que
sólo pueden comprenderse desde la interacción social, lo
mismo cabe decir cuando nos refiramos a cualquier tipo de
fenómeno relacionado con la identidad. Desde esta pers-
pectiva, la identidad no puede entenderse como algo está-
ticamente integrado a una estructura; si queremos saber de
ella fuera de cualquier tipo de formalidad teórica, tenemos
por fuerza que reconocerla, empíricamente, en los contra-
dictorios espacios de la interacción social. La identidad no es
apéndice de estructuras pétreas, inamovibles y mucho me-
nos, como ya antes dijimos, metafísicamente determinadas; la
identidad (aun aquella fuertemente enraizada, por ejemplo,
en la clase, en la etnia o en la religión) siempre tenderá a
la movilidad; persistentemente la advertiremos cambiante,
resbaladiza; en momentos vacilante e inconsistente y, con
frecuencia, frágil, sobre todo en estos inciertos y riesgosos
tiempos de modernidad globalizada. Los comportamien-
tos humanos relacionados con la identidad responden, más
que a las exigencias de la reproducción social (sin dejar de
aceptar que este aspecto influye de manera importante), a
los inciertos movimientos de los individuos ubicados en un
130 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

entorno ideológico de estabilidad, de orden institucional


éticamente sancionado. Repetimos, lo que aquí se entiende
por estructura es una formulación abstracta más relacionada
(al menos para nosotros) con el movimiento, que con la
estabilidad.
En suma, con el concepto de territorialidad se expresan
tanto las relaciones orientadas a fines estabilizadores como
aquellas disruptivas que el mismo territorio engendra. Cam-
bio, violencia y ruptura conviven con los fenómenos propios
de la reproducción social. En este trabajo no se entenderá
únicamente el concepto de territorialidad como una tranquila
sucesión de rutinas preestablecidas, sino como un espacio
donde se originan también insatisfacciones y comportamien-
tos perturbadores que generan inestabilidad. La territoriali-
dad manifiesta tanto el movimiento hacia el orden como el
que se orienta al rompimiento de los contrapesos sociales.
Representaciones colectivas, vida cotidiana y territorialidad,
como conceptos, pueden ser vistos como ordenadores de
la vida social, sólo que mientras los dos primeros se asumen
como expresiones de estabilidad reproductiva generadora de
identidades permanentes, el tercero admite el movimiento
en las relaciones sociales, esto es, acepta el elemento de
disrupción; por tanto, las identidades que genera lo mismo
se afianzan, se debilitan o se diluyen en un ininterrumpido
proceso que se escapa a cualquier determinación teleoló-
gicamente construida.16

16
Vale aclarar que en el caso de Heller la estabilidad de la vida co-
tidiana sí está sujeta al cambio, siempre y cuando el cambio se ajuste a
ciertas condiciones predeterminadas que conducen a la revolución social;
respecto al caso de Durkheim, las representaciones colectivas expresan,
desde la vida cotidiana, la más tradicional manera de percibir cómo se
construyen las identidades sociales en colectivos humanos cerrados, en
Cultura e identidad 131

Quizá los conceptos que más se acercan al concepto


de territorialidad que aquí empleamos para entender la
identidad (esencialmente por considerarla como un algo en
movimiento, como un algo no estático) sean el de habitus,
empleado por Bordieu, y el de rutinización, utilizado por
Guiddens, cuando enfrentan los problemas señalados por las
representaciones colectivas o por la llamada vida cotidiana.
Habitus y rutinización comparten, en lo esencial, el sentido
que se le ha dado al concepto de representaciones colectivas
o de vida cotidiana, sin embargo, al igual que el concepto de
territorialidad, los creadores de estos conceptos no los pen-
saron en términos absolutos, tanto que, de manera explícita,
nos hablan de cómo pueden llegar a ser desarticulados por el
desarrollo social. Bordieu nos advierte: cuando por diversas
razones alguien se ve obligado a abandonar su habitus (el
juego y el sentido del juego, así llama a lo cotidiano) arroja
al absurdo el mundo y las acciones que en él se desarrollan,
elabora preguntas sobre el sentido de la existencia que nunca
antes se había formulado. Las representaciones colectivas
pierden mucho de su influencia y el individuo ensombrece su
identidad. El conocimiento, la creencia y la fe que le otorgaba
su habitus pierden eficacia simbólica.17

sociedades insulares, culturalmente homogéneas, asentadas en territorios


bien demarcados y ocupados por grupos definidos, integradas simbólica-
mente y claramente diferenciadas de otras sociedades. En los dos casos,
aunque de diferente manera, tienen el mismo fin: fomentar la solidaridad
social para reproducir los equilibrios que perpetúan el orden.
17
Bordieu entiende por habitus “[…] sistemas de disposiciones
duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas
para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como prin-
cipios generadores y organizadores de prácticas y representaciones
que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la
búsqueda consciente de fines y el dominio de las operaciones ne-
132 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

[…] el sentido del juego es lo que hace que el juego tenga un


sentido subjetivo, es decir, una significación y una razón de ser,
pero también una dirección, una orientación, un porvenir […]
basta con suspender la adhesión al juego que implica el sentido
del juego para arrojar al absurdo el mundo y las acciones que
en él se desarrollan, y para desencadenar unas preguntas sobre
el sentido del mundo y de la existencia que uno no se hace
cuando está entregado al juego, atrapado por el juego.18

Lo mismo sucede con las representaciones sociales cuando


las observamos, al igual que Giddens, como procesos de
rutinización: certezas básicas, confianza existencial, fe en
la continuidad del mundo de los objetos y convicción en la
trama de la actividad social. Conjunto de actividades que
habitualmente ocurren en la vida cotidiana, predominio
de conductas y comportamientos comunes, que se dan
por supuestos, y que ofrecen un sentimiento de seguridad
ontológica en el cual se apoyan las identidades sociales
creadas.19 La ruptura y el ataque deliberado sobre estas
rutinas, dice Giddens, producen un alto grado de angustia
que se expresa en modos regresivos de conducta que atacan
los fundamentos del sistema de seguridad básica, es decir,
socavan las bases de la identidad.20

cesarias para alcanzarlos, objetivamente ‘reguladas’ y ‘regulares’ sin


ser el producto de la obediencia a reglas, y […] colectivamente or-
questadas sin ser producto de la acción organizadora de un director
de orquesta”, Pierre Bordieu, El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1991,
p. 92.
18
Idem, p. 38.
19
Para el problema de la rutinización, ver Anthony Guiddens, La
constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Buenos
Aires, Amorrortu Editores, 1998, pp. 77-142.
20
Ibid, p. 97.
Cultura e identidad 133

Es en estos momentos de crisis social, de desencanto


cultural, de tiempos cortos en la historia, donde se ubican
y adquieren sentido las identidades subordinadas, nega-
tivas o instrumentales de las que nos habla Bartolomé.
Identidades en tránsito que, a mayor o menor velocidad,
desdibujan su perfil original y producen un híbrido. El ethos
y la cosmovisión propias de una determinada cultura, que
daban cobijo a las representaciones colectivas, habitus o ru-
tinizaciones de diversos grupos sociales, comienzan también
a perder sentido y, en consecuencia, utilidad. Y aun en los casos, a
veces heroicos, en que las tradiciones, la religión y el lenguaje
se mantienen fuera del territorio que los procreó, las iden-
tidades sociales ya no pueden ser las mismas. El contacto
con un otro que le impone conductas y comportamientos
las desvanece, las transforma, a veces las elimina.
En resumen: cualquier tipo de identidad nace de las
instituciones culturales, pero sólo podemos acercarnos a la
comprensión de sus comportamientos, si se observan desde
lo cotidiano, desde la interacción social, desde lo vivenciado.
Repetimos: es necesario escarbar en los hechos que expresan
la relación que socialmente se establece entre el imaginario
social instituyente y el imaginario social instituido.
Es correcto entender las representaciones colectivas
como sistemas completos de pensamiento y de sentimiento,
pero no lo es tanto adjudicarles un carácter trascendental
al margen de los individuos y, sobre todo, de la acción so-
cial: no es posible asignarles un carácter absoluto. En este
sentido, afirmamos aquí que es la acción del hombre la que
ejerce una influencia vital y profunda en el modo de com-
prender el mundo. Ni el individuo ni los colectivos sociales
imitarán, copiarán u observarán pasivamente sus representa-
ciones, las asimilarán, por tanto, estarán en condiciones de
transformarlas. Por esto consideramos que es un error ver
134 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

las representaciones colectivas como modelos ideales, las


variaciones concretas a que permanentemente se sujetan
las hacen sufrir alteraciones directamente relacionadas con
la acción social. Las representaciones colectivas, como mo-
delo general, no sirven para explicar situaciones concretas;
por eso consideramos que para acceder a los problemas
que plantea la identidad es adecuado referirse a ella, más que
como representaciones colectivas, desde los conceptos de
territorialidad, habitus o rutinizaciones; conceptos a los que
importan las formas de pensamiento y sentimiento torna-
dizas, inestables, mudables, donde se combina lo viejo con
lo nuevo en una intrincada red que produce identidades
sociales difusas, en tránsito, siempre en movimiento hacia
ninguna parte.
Lo sagrado y la cultura 135

v. L o s a g r a d o y l a c u lt u r a

Lo sagrado y lo profano

E s imposible hablar de cultura y de su relación con los con-


ceptos antes citados sin considerar el elemento central
que los atraviesa: lo sagrado. Sagrado: lo que se distingue
de lo profano; profano: lo que discrepa de lo sagrado; se
definen rigurosamente el uno por el otro, son polos opuestos
que se excluyen, pero se suponen recíprocamente. Sagrado y
profano, presencias inmarcesibles en el lento y largo caminar
del hombre a través de la historia.1
Es necesario, sin embargo, ser cautos con esta dialéctica.
La manera más simple y engañosa de entender lo sagrado
consiste en reducirlo a lo estrictamente religioso y suponer,
erróneamente, que la oposición con lo profano la establece
no el primero de los conceptos, sino el segundo de ellos. Por
otro lado, es común también, y de igual manera falsa, pensar

1
Respecto al problema de lo sagrado y lo profano, ver entre otros a
Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Paidós Orientalia, España, 1998,
y Roger Caillois, El hombre y lo sagrado, fce, México, 2006.
136 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

como iguales lo profano, lo laico y lo secular, y establecer


sin distinción, desde este grupo terminológico, la oposición
con lo sagrado. La obligada coexistencia y la permanente
exclusión entre lo sagrado y lo profano no debe alterarse
con el empleo inadecuado de los otros conceptos; otros
son los roles que juegan en esta problemática relación. La
discordante e indisoluble relación entre lo sagrado y lo pro-
fano no le compete en exclusiva al mundo religioso, incluye
también a los universos laicos creados por los procesos de
modernización capitalista en el mundo desde hace casi tres
siglos.
Así planteado el problema de lo sagrado y lo profano,
¿cómo se entenderán aquí los dos polos de esta contradic-
ción que atraviesa la historia del mundo y cómo entran en
ella los conceptos de laicidad y secularización? Un primer
reconocimiento esencial para iniciar el desciframiento de esta
relación parte del establecimiento del siguiente hecho: “lo
sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar
en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el
hombre a lo largo de su historia”,2 dos maneras de perma-
nencia que se oponen pero que, con diversas intensidades,
se viven de manera simultánea. En este sentido, lo profano
no necesariamente niega a lo sagrado, pero lo sagrado,
al menos como principio nunca históricamente realizable,
siempre pretenderá imponerse como totalidad absoluta. No
resulta extraño entonces advertir cómo, en no pocos casos,
lo profano, por circunstancias múltiples, puede devenir en
sagrado y viceversa. Al respecto, M. Eliade reflexiona:

2
Mircea Eliade, op. cit, p. 17.
Lo sagrado y la cultura 137

[…] en qué medida lo “profano” puede convertirse, de por


sí, en “sagrado”; en qué medida una existencia radicalmente
secularizada, sin Dios ni dioses, es susceptible de construir el
punto de partida de un tipo nuevo de religión […] las con-
secuencias virtuales de lo que se podía llamar las teologías
contemporáneas de la “muerte de Dios”, que después de haber
mostrado hasta la saciedad la inanidad de todos los concep-
tos, los símbolos y los ritos de las Iglesias cristianas, parecen
esperar que una toma de consciencia del carácter radicalmente
profano del mundo y de la existencia humana sea, con todo,
capaz de fundar, gracias a una misteriosa y paradójica coinci-
dencia oppositorum, un nuevo tipo de experiencia religiosa.3

Y un poco más adelante asegura:

La desaparición de las “religiones” no implica en modo alguno


la desaparición de la “religiosidad”; la secularización de un valor
religioso constituye simplemente un fenómeno religioso que
ilustra, a fin de cuentas, la ley de la transformación universal
de los valores humanos; el carácter “profano” de un comporta-
miento anteriormente “sagrado” no presupone una solución de
continuidad: lo “profano” no es sino una nueva manifestación
de la misma estructura constitutiva del hombre que, antes, se
manifestaba con expresiones “sagradas”.4

De la misma manera, aunque en forma más amplia, Caillois


afirma que la palabra sagrado se emplea “fuera del terreno
propiamente religioso para designar aquello a lo que cada
uno consagra lo mejor de su ser, lo que cada uno considera

3
Idem, p. 11.
4
Idem, p. 12.
138 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

como valor supremo, lo que venera y a lo que sacrificaría


incluso su existencia”.5 Y nos habla acerca de la existencia
de un sagrado no religioso, o de un profano transformado
en sagrado:

[…] los que regulan su conducta según la adhesión de todo


su ser a algún principio tienden a reconstituir en torno de éste
una especie de ambiente sagrado, que suscita emociones vio-
lentas de naturaleza específica, capaces de adquirir un aspecto
religioso caracterizado, éxtasis, fanatismo o misticismo, y que
en el plano social da origen, de manera más o menos clara, a
dogmas y ritos, a una mitología y un culto. Buscando ejemplos
contemporáneos, bastaría citar la ceremonia de la llama reno-
vada todos los días en el sepulcro del soldado desconocido
bajo el Arco del Triunfo y ciertos aspectos de movimiento na-
cionalsocialista en Alemania: de un modo general, los diferentes
valores que obtienen una abnegación total y que se sitúan por
encima de toda discusión tienen sus héroes y sus mártires, que
sirven de modelo a los que creen en ellos.6

Lo sagrado como absoluto social

Pensar lo sagrado desde esta perspectiva nos obliga a darle


un sesgo histórico, hay que aceptar que el espacio de lo
sagrado no sólo se transforma, sino que se fragmenta. Ya
no se definirá entonces lo sagrado desde lo religioso, su
valor se lo dará su carácter de absoluto social.

5
Roger Caillois, op. cit., p. 142.
6
Idem, p. 143.
Lo sagrado y la cultura 139

[…] las nuevas condiciones en que se encuentra lo sagrado


lo han impulsado a presentarse bajo nuevas formas: por eso
ha invadido el terreno de la ética, transformando en valores
absolutos nociones como las de honradez, fidelidad, justicia,
respeto a la verdad o a la palabra empeñada. En el fondo, todo
sucede como si bastara para hacer sagrados un objeto, una
causa o un ser, el considerarlos como fin supremo y consa-
grarles la vida, es decir, consagrarles nuestro tiempo y nuestras
fuerzas, nuestros intereses y ambiciones, sacrificarles en caso
de necesidad la existencia misma.7

Queda claro que, al menos hasta el siglo xviii, la relación


sagrado-profano mantuvo en lo esencial un marcado sesgo
religioso; pero, a partir de los procesos de modernización
económica (la Revolución Industrial), política (la Revolución
Francesa) y de pensamiento (la Ilustración), que consolida-
ron el sistema capitalista, se advierte una fragmentación en
el ámbito de lo sagrado y cambios significativos en el mundo
de lo profano. Una nueva figura política incide en esta vieja
dialéctica, lo laico: pensado no sólo como una nueva mani-
festación de lo profano contrario a lo sagrado, sino como
un elemento que ya no le es recíproco y al que, por tanto,
niega. Se establece entonces una nueva correspondencia:
lo secular-laico, que en las nuevas relaciones sociales tra-
tará de imponer el principio de la razón sobre el principio
religioso, pensándolo –erróneamente– como el poseedor
de lo sagrado.
No fue así. Es cierto que la sacralidad quedó sujeta a un
fuerte proceso de laicismo, pero no significó la desaparición
de lo sacro, por el contrario, lo laico incursionó también en

7
Idem, p. 144.
140 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

el ámbito de lo sagrado, haciendo irreal la existencia de lo


secular. La fórmula secular-laico se convierte en una utopía y
se consolida, en cambio, la relación sagrado-laico. Lo laico se
presenta como una nueva investidura histórica de lo profano
y lo sagrado, al incluir las expresiones laicas, se fragmenta,
deja de ser propiedad exclusiva de lo religioso.
¿Cómo entender entonces lo sagrado? ¿Qué lo define
y le permite contener tanto lo religioso como lo laico?: su
carácter de realidad absoluta. Durkheim estableció que

[…] lo sagrado es, precisamente, lo absoluto. Y nada hay que


obligue a considerar […] que siempre lo absoluto haya de refe-
rir a fuerzas sobrenaturales inconmensurables, ajenas al mundo
de los humanos y separado de éste, sean estas representadas
por un Dios único, principio y fin de todas las cosas, o por un
panteón de dioses y espíritus más o menos jerarquizados.8

Y, por su parte, muchos años después, Bordieu señalaba


“[…] que la experiencia de lo sacro puede ser una cosa dis-
tinta a la experiencia de Dios”,9 señalamiento certero porque
da cuenta de la presencia de lo laico dentro de lo sagrado y,
en consecuencia, obliga a suponer su fragmentación al dejar
de pertenecer en exclusiva a lo religioso, aunque considere
indistintamente la experiencia sacra individual de la social.
Vale aclarar por tanto que, en estas notas, lo sagrado será
entendido en su dimensión social, y en lugar de llamarle ex-
periencia se le denominará ámbito de lo sagrado, y al concepto
se le concebirá como absoluto social.

8
Citado por Isidoro Moreno, “¿Proceso de secularización o pluralidad
de sacralidades en el mundo contemporáneo”, en Arnaldo Nesti (coor-
dinador), Potenza e impotenza della memoria. Scritti in Onore di Vittorio
Dini, Citta Di Castello, Tibergraph Editrice, 1988, p. 174.
9
Idem.
Lo sagrado y la cultura 141

Desde esta perspectiva, lo que caracteriza mejor a nuestro


mundo actual (occidental) no es el supuesto triunfo de la
secularización racionalista sino la fragmentación del ámbito de
lo sagrado, ahora repartido entre contenidos religiosos y no-
religiosos que se disputan (o se reparten consensuadamente,
según los casos y situaciones) el predominio o centralidad
en el ámbito de lo sagrado, que es el ámbito de los absolutos
sociales, aquel cuyos contenidos se auto-legitiman sin cues-
tionamiento racional posible.10

No ha sido entonces el proceso de secularización uno de los


elementos que definen la modernidad capitalista. A partir del
siglo xviii se advierte no el vaciamiento de lo sagrado, sino el
debilitamiento de lo religioso como absoluto que legitima
el orden social. Se asiste a procesos donde lo laico se opone
a lo religioso, pero no a lo sagrado, y donde lo secular no
puede considerarse como sinónimo de lo laico. El laicismo
no equivale a secularización por la carga de sagrado que
contiene. Los nuevos polos irreductibles que se establecen
son entre lo religioso y lo laico y entre lo secular y lo sagra-
do. Lo laico y lo religioso compiten simbólicamente por la
centralidad en el ámbito de lo sagrado. Lo secular, entendido
como la negación absoluta de lo sagrado, sigue hasta la fecha
moviéndose dentro de la esfera de la utopía.

Lo sagrado en la cultura

Hablar de sagrado o absoluto social es hablar de cultura.


Las instituciones que integran cualquier cultura no se en-
tienden sin este elemento. Decir, como ya se dijo, que la

10
Idem, p. 173.
142 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

alienación emana de todo imaginario instituido, es afirmar


que la legitimación simbólica de cualquier estructura cultural
emana de lo sagrado. Lo sagrado como un absoluto legitima
simbólicamente a un todo social; y si así se concibe, tendrá
que aceptarse su inevitable y determinante presencia en
cosmovisiones, ethos, mitos y ritos, así como en los sistemas
ideológicos que toda sociedad genera; dicho de manera
más abstracta, lo sagrado traducido en absoluto social se
encuentra inmerso en las intricadas redes de significación
que estructuran lo que aquí se piensa como cultura.
En la dualidad de lo imaginario, en su laberíntico movi-
miento, siempre nos toparemos con lo sagrado. De él se
alimenta la enorme fuerza que el imaginario manifiesta, ya
sea para mantener una realidad social específica, ya sea
para transformarla: del conjunto de valores axiomáticos,
mitos y ritos que, posteriormente, ya como discurso elabo-
rado aparecerán en complejos ideológicos particularmente
prescritos.
En suma, a lo sagrado, al absoluto social, al que precede
el mundo del imaginario

[…] le pertenecen las ideas, doctrinas, objetivos y normas


que funcionen, en cada sociedad y época, como motores de
la reproducción social y como bases sobre las que los sujetos
sociales cimientan su sentido del mundo y de la vida legitiman-
do […] o deslegitimando, el orden social dominante […] En
cada sociedad ocupa el ámbito central de lo sagrado aquello
que funciona como núcleo de la integración social y elemento
central de legitimación de la sociedad misma, del Nosotros
societario […] lo sagrado es el núcleo del sistema moral y
de la ética social. Y en sociedades fuertemente fragmentadas
–en clases sociales, en culturas del trabajo, en identidades de
género, en grupos etnonacionales y en diversos colectivos con
Lo sagrado y la cultura 143

referentes de identificación fuertes– no es de sorprender que


el ámbito de lo sagrado se encuentre también fragmentado,
sin unanimidad, aunque sí exista un contenido sacralizado
dominante: aquel que es referencia, legitimación y motor de
reproducción del orden dominante en lo económico, lo social,
lo político y lo ideológico […] lo sagrado es […] el núcleo
duro que estructura la sociedad y moviliza emocionalmente
a los individuos hacia objetivos determinados, que son perci-
bidos como los centrales a conseguir y respecto a los que la
vida cotidiana cobra un sentido, a pesar de sus incoherencias
y aparentes absurdos.11

Y por supuesto, en esta lucha simbólica por la centralidad


en el ámbito de lo sagrado encontraremos siempre, como
participantes activos en esta batalla, a los símbolos del
imaginario, a ese mundo simbólico primigenio que termina-
rá manifestándose, en palabras de Castoriadis, tanto en la
sociedad instituida como en la sociedad instituyente.

11
Idem, pp. 174-175.
Cultura y tiempo largo de la historia 145

v i . C u lt u r a y tiempo largo
de la historia

D e manera implícita queda claro, a lo largo de estas no-


tas, que ninguno de los conceptos aquí abordados es
considerado de manera a-histórica, por el contrario, hemos
venido repitiendo que no existe estructura que contenga
redes significativas estáticas, sin movimiento y mucho me-
nos teleológicamente predeterminadas; para nosotros, toda
estructura, al margen de sus aspectos funcionales, es un
conjunto sistémico de símbolos en permanente movimiento;
estructuras cambiantes que transitan, a diferente velocidad,
el largo tiempo de la historia; armazones totalmente ajenas
a la metafísica visión de un futuro anticipadamente insti-
tuido por sagrados religiosos, laicos o combinados. Es en
este contexto donde ubicamos los procesos que facilitan la
creación y reproducción de sistemas culturales; es en esta
trama simbólica donde se propagan creando, manteniendo,
fragmentando o destruyendo complejos institucionales que
se mueven, al igual que ellos, en tiempos y velocidades di-
versas dentro del amplio espectro de la historia.
Para F. Braudel, el gran problema de la historia, y por tan-
to su utilidad, radica en la dialéctica de la duración social,
entendiendo por ella
146 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

[…] esos tiempos múltiples y contradictorios de la vida de los


hombres que no son únicamente la sustancia del pasado, sino
también la materia de la vida social actual […] Nada hay más
importante en el centro de la realidad social que esta viva e
íntima oposición, infinitamente repetida, entre el instante y el
tiempo lento en transcurrir.1

Se propone hablar “de la historia del tiempo de la histo-


ria”, con el fin de ofrecerles algo importante a las ciencias
sociales: “una noción cada vez más precisa de la multiplici-
dad del tiempo y del valor excepcional del tiempo largo”.2
Para lograrlo va a centrar su reflexión, en lo esencial, sobre
la dialéctica que se establece entre los tiempos cortos y
largos de la historia. En cuanto a los primeros, los apresa
en el término de acontecimiento, esto es, esos pequeños
tiempos episódicos, tiempo de lo instantáneo, hechos a la
“medida de los individuos, de la vida cotidiana, de nuestras
ilusiones, de nuestras rápidas tomas de conciencia; el tiempo
por excelencia del cronista, del periodista”.3

El pasado está […] constituido, en una primera aprehensión,


por esta masa de hechos menudos, los unos resplandecien-
tes, los otros oscuros e indefinidamente repetidos […] pero
esta masa no constituye toda la realidad, todo el espesor de
la historia […] el tiempo corto es la más caprichosa, la más
engañosa de las duraciones. Éste es el motivo de que exista
entre nosotros, los historiadores, una fuerte desconfianza hacia
una historia tradicional, llamada historia de los acontecimien-

1
Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Alianza Editorial,
México, 1989, p. 63
2
Idem.
3
Idem. pp. 64-65.
Cultura y tiempo largo de la historia 147

tos […] la historia de estos últimos cien años, centrada en su


conjunto sobre el drama de “los grandes acontecimientos”, ha
trabajado en y sobre el tiempo corto.4

Y no es que el tiempo corto sea un estorbo para el enten-


dimiento de la historia, el problema radica cuando se olvida
la relación que establece con esa densa estructura que él
mismo ayuda a construir. Esto es, el tiempo corto pierde
su sentido si no se inserta en el tiempo largo, si no busca su
explicación en lo que Braudel llama “el espesor de la histo-
ria”, en la estructura que domina los problemas de la larga
duración.

Los observadores de lo social entienden por estructura una


organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente
fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros, los his-
toriadores, una estructura es indudablemente un ensamblaje,
una arquitectura; pero, más aún, una realidad que el tiempo
tarda enormemente en desgastar y en transportar. Ciertas
estructuras están dotadas de tan larga vida que se convier-
ten en elementos estables de una infinidad de generaciones:
obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan
su transcurrir. Otras, por el contrario, se desintegran más
rápidamente. Pero todas ellas constituyen, al mismo tiempo,
sostenes y obstáculos.5

La existencia de estas estructuras formadas por el tiempo


largo de la historia, alimentadas desde luego por esos hechos
menudos que se constituyen en una primera aprehensión
del pasado y a los que Braudel denomina tiempos cortos,

4
Idem, p. 66.
5
Idem, p. 70.
148 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

nos habla, en no pocas ocasiones, de la presencia dentro del


insondable ámbito de la historia de tiempos frenados, a veces
incluso en el límite de lo móvil. Por supuesto que no sólo
es posible, sino necesario, desprenderse de las exigencias
que imponen los tiempos largos, las estructuras de la larga
duración, para el análisis de la historia. Es ineludible recurrir
a los tiempos cortos, pero siempre con una obligación: vol-
ver al tiempo largo con otra mirada, con otras inquietudes,
con otras preguntas. “Todos los niveles, todos los miles de
niveles, todas las miles de fragmentaciones del tiempo de la
historia, se comprenden a partir de esta profundidad, de esta
semiinmovilidad; todo gravita en torno a ella”.6
Evidentemente, es importante dejarlo claro, las estructu-
ras que se construyen desde los tiempos largos, que en no
pocas ocasiones expresan una aparente inmovilidad de lo
histórico, no pueden ser pensadas como sinónimo de
eternidad. Por la ciencia política se constata que todos los
equilibrios históricos son inestables –catastróficos afirmaría
Gramsci–, proclives a las rupturas y, si bien es cierto que
estas engañosas armonías sociales, en el fondo desequili-
bradas, pueden ser explicadas desde la densidad de la his-
toria, no menos cierto es que, con más o menos frecuencia,
los acontecimientos del tiempo corto suelen confabularse
contra el tiempo largo, dejan de explicarse del todo en él, y
surge la posibilidad de su desgaste; florece la contingencia
de que la sólida estructura de la historia comience a res-
quebrajarse; crece la eventualidad de que, desde lo social,
se inicie la construcción de un nuevo tiempo, de una nueva
estructura histórica, sin saber qué nivel de densidad puede
llegar a alcanzar. El equilibrio social lentamente construido

6
Idem, p. 74.
Cultura y tiempo largo de la historia 149

y registrado a través de la historia, la estructura que simula


interrumpir el paso del tiempo, puede ser alterado por
acontecimientos, tiempos cortos, que obligan a poner todo
en tela de juicio.
Braudel ejemplifica con la historia del capitalismo. Men-
ciona que a partir del siglo xiv, el desarrollo del capitalismo
comercial construyó una sólida estructura histórica que ex-
plicó, por más de cuatro siglos, los acontecimientos propios
del tiempo corto. Su eficiencia como orden social estable e
inamovible duró hasta que, en el siglo xviii, la Revolución In-
dustrial generó un sinnúmero de acontecimientos, “una masa
de hechos menudos, los unos resplandecientes, los otros
oscuros e indefinidamente repetidos”, que, al no inscribirse
ni explicarse desde el tiempo largo, fueron más allá de lo
instantáneo, lograron permanencia e iniciaron la construc-
ción de un nuevo tiempo histórico: la sociedad industrial,
que integró y descifró los nuevos acontecimientos, el nuevo
tiempo corto hasta casi finales del siglo xx.
No se requiere de un gran esfuerzo intelectual para adver-
tir las múltiples formas en que las estructuras de la cultura
se expresan en los diversos tiempos de la historia. Tratar de
entender cualquier conjunto sistémico de representaciones
simbólicas que den vida a cada cultura exige la inserción del
análisis de lo cultural, lo mismo en las profundidades casi
inmovilizadas del gran río de la historia (en esos inicios en
que los símbolos predominantes son pre-lingüísticos y los
arquetipos determinan las estructuras simbólicas de la so-
ciedad), que en sus tiempos cortos, sobre todo en aquellos
momentos definitorios en que los acontecimientos, al no
reconocerse en la estructura histórica vigente, comienzan a
construir un nuevo tiempo largo.
De estas estructuras dotadas, como dice Braudel, de tan
larga vida que el tiempo tarda enormemente en desgastar,
150 La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones...

proviene la cultura; después de miles de años, un sinfín de


representaciones simbólicas significan (consciente o incons-
cientemente, individual o colectivamente) nuestra existencia
determinando aun muchos de los comportamientos propios
de la vida cotidiana; estructuras proveídas de tan larga vida,
y proveedoras de tal cantidad de símbolos imaginarios, que
han terminado por convertirse en elementos estables de
infinidad de generaciones, de un no cuantificable número
de tiempos largos que, en cierto modo, obstruyen la historia,
la entorpecen y, de muchas maneras, siguen redelineando, a
pesar de las diversas velocidades de sus tiempos históricos,
los perfiles culturales de miles de colectivos humanos en el
mundo.
De estos imaginarios que permanecen en el fondo oscuro
de la historia se alimenta el mundo de las representaciones
colectivas que buscan la estabilidad del orden sociocultu-
ral históricamente establecido. Hablamos del ethos, de las
cosmovisiones, de las determinaciones geográficas, de la
religión y del arte. Hablamos de ese conjunto de valores
normativos, axiomáticos y todavía en uso, que comparte des-
de hace miles de años la humanidad. Hablamos del incesto,
del no matarás, del enterrar a los muertos, de las múltiples
creencias acerca de lo sobrenatural, del vasto panteón de
dioses, de la mujer como elemento social disruptivo, de la
tierra, de la familia y de los hijos, del castigo y del perdón,
de la culpa, de la violencia y la guerra, del odio racista, de
la amenazante otredad, del respeto al pasado y el temor al
futuro, del premio y del castigo, y de todo aquello que se
constituyó como lo sacro, como el absoluto social necesario
para la estabilidad social.
Y de entonces para acá, muchos, infinidad de tiempos
largos caminando a velocidades históricas diversas, largas
duraciones construidas en cualquier punto del planeta que
Cultura y tiempo largo de la historia 151

contenga un colectivo humano culturalmente organizado.


Los hechos menudos que se constituyen en la primera
aprehensión del pasado, los acontecimientos que forman
parte de la inmediatez de lo cotidiano, los tiempos cortos
que, de principio, responden a un tiempo de larga duración,
de pronto comienzan a subvertir las estructuras históricas
que los determinan y terminan edificando otro nuevo tiem-
po largo más, otra nueva época histórica que crea nuevos
entendimientos sociales, pero que no olvida muchos de los
primigenios sacros que, como bien afirma Braudel, tardan
mucho, mucho tiempo en desgastarse; viejos fantasmas car-
gados de historia, antiquísima memoria social, sobreviviente
recuerdo de olvidados tiempos, que aún nos advierten sobre
el cómo y el porqué de nuestro ser social, sobre el cómo
y el porqué de nuestra esencia metafísica.
Hablamos hasta aquí de esa semiinmovilidad de la his-
toria alimentada por el imaginario de la estabilidad, de la
permanencia, firmemente puesta a prueba cada vez que
la sociedad engendra un nuevo tiempo largo; pero nos
percatamos también, y esto es definitivo, cómo dentro de
esta semiinmovilidad se fecunda la otra cara del imaginario:
la creativa, la incrédula, la transformadora, la revolucionaria, la
que contiene ese pensamiento utópico que permite que
la historia jamás pueda ser entendida como una fatalidad,
como un destino manifiesto; el también remoto imaginario
que, para bien o para mal, hace posible su contradictorio
e inevitable movimiento. La dialéctica de los tiempos de la
historia contiene entonces los dos modos en que, retoman-
do a Castoriadis, acostumbra a expresarse el imaginario: el
de la sociedad instituida y el de la sociedad instituyente,
conjuntos imaginarios que dan vida a cualquier sistema
simbólico.
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La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexio-
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