You are on page 1of 107

0

THOMAS MERTON

El pan vivo

Madrid
1957

1
Título original inglés:
The Living Bread
1955, New York

2
“Yo soy el Pan vivo
bajado del cielo;
si alguno come de este pan,
vivirá para siempre.”

Io., VI, 51.

3
ÍNDICE

NOTA PRELIMINAR.........................................................................................................5

PRÓLOGO.......................................................................................................................8

I. — HASTA EL FIN.......................................................................................................21
I. El Amor de Cristo por nosotros................................................................................21
2. Nuestra correspondencia.........................................................................................25

II. — HACED ESTO EN MEMORIA MÍA..........................................................................30


1. El Sacrificio cristiano..............................................................................................30
2. Adoración................................................................................................................35
3. Expiación.................................................................................................................37
4. Agape.......................................................................................................................44

III. — VED QUE ESTOY CON VOSOTROS......................................................................49


1. La presencia real......................................................................................................49
2. Contemplación sacramental....................................................................................51
3. El Alma de Cristo en la Eucaristía...........................................................................55

IV. — Y SOY EL CAMINO.............................................................................................67


1. Nuestro camino hacia Dios......................................................................................67
2. El pan de Dios.........................................................................................................71
3. La Comunión y sus efectos.....................................................................................77

V. — O SACRUM CONVIVIUM......................................................................................87
I. ¡Venid al banquete de bodas!...................................................................................87
2. La Eucaristía y la Iglesia.........................................................................................91
3. “Os he llamado mis amigos.”..................................................................................95
4. El Mandamiento Nuevo...........................................................................................98
5. Hacia la Parusía.....................................................................................................101

4
NOTA PRELIMINAR

Ni el asunto de este libro, ni su autor, necesitan introducción: por sí


solos se introducen. Efectivamente, el asunto es tan atractivo como
inagotable es siempre su fecundidad. En cuanto al autor, es bien conocido,
tanto por las circunstancias de su vida, como por sus escritos anteriores,
que han merecido una alta estimación.
El libro trata de la Eucaristía en cuanto sacrificio y sacramento,
perpetuación de la presencia real de Jesús a través del tiempo y del
espacio, centro de la vida y de la adoración del cristiano, símbolo y causa
de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo. La teología y la piedad
cristianas nunca se cansarán de adorar y penetrar, cada vez más
profundamente, en el más divino de los misterios, el misterio de la fe par
excellence, la culminación del amor efusivo de Cristo por sus seguidores.
No en vano canta la Iglesia las palabras del gran teólogo de la Eucaristía,
Santo Tomás de A quino:
Quantum potes
Tantum aude,
Quia major omni laude
Nec laudare sufficis.
En El Pan vivo, su autor expone, con alusiones y aplicaciones
adecuadas a la vida moderna, la doctrina católica, apoyándola en los
sólidos fundamentos de la Sagrada Escritura, los Santos Padres, los
Concilios, los documentos pontificios y los juicios de los teólogos, y todo
esto, no tanto en un estilo escolástico o apologético, cuanto en forma de
fruto maduro de largas horas de contemplación ferviente de plegaria y
adoración ante el Santísimo Sacramento.
Damos, pues, la bienvenida a esta nueva contribución a la literatura
eucarística, y esperamos que sea ampliamente leída para gloría de Cristo
sacramentado y bien de las almas.

5
Desearíamos asimismo llamar la atención sobre el hecho de que este
libro haya sido escrito a instancias y atendiendo la sugerencia de los
directores de un movimiento de creación reciente y conocido bajo el
nombre de Adoratio Quotidiana et Perpetua Sanctissimi Eucharistiae
Sacramenti inter Sacerdotes Cleri Saecularis (Adoración cotidiana y
perpetua del Santísimo Sacramento de la Eucaristía entre los sacerdotes del
clero secular), movimiento canónicamente erigido y cuyo centro director
se encuentra en Roma.
Debería saberse también que los monjes de la Abadía de Nuestra
Señora de Gethsemaní ofrecen cada día una hora y media de adoración
eucarística para la difusión del mencionado movimiento y su verdadero
espíritu, a fin de que los sacerdotes seculares puedan, incluso en medio de
la multiplicidad de preocupaciones de su vida apostólica, tener la gracia de
una hora “diaria” de adoración eucarística.
Así, pues, vayan al Padre Merton y a su gran monasterio, que en 1954
tuvimos el placer de visitar, nuestros más vivos elogios y nuestra
felicitación agradecida.
Como el libro llegará a las manos de no pocos sacerdotes nuevos, es
seguro que lo recibirán casi como un eco y continuación de los años felices
que pasaron inmersos en el estudio y el amor de la Eucaristía. Y permíta-
seme exhortar a todos para que dispongan las cosas de forma que la hora
diaria de adoración eucarística se convierta en una práctica esperada con
ansia y sentida como una necesidad de nuestro día sacerdotal. Inmensos
serán los beneficios en orden a nutrir nuestra vida interior e inmensos
también serán los frutos de nuestro apostolado.
Pero más peso que mis humildes palabras tiene la perentoria
exhortación del Vicario de Cristo, Pío XII, el cual, en la memorable alo-
cución pronunciada con motivo de la canonización de su santo predecesor
Pío X, el Papa de la Eucaristía, y teniendo en cuenta cómo las condiciones
de la vida moderna distraen excesivamente a los sacerdotes en la actividad
exterior, les recordó su Vocación eucarística con las siguientes palabras:
“Vuestra propia obra dejará de ser sacerdotal si, aun llevados del celo por
la salvación de las almas, ponéis vuestra vocación eucarística en segundo
lugar. Es en la Eucaristía donde el alma debe hundir sus raíces para extraer
el alimento sobrenatural de la vida interior, sin la cual toda actividad,
incluso la más preciosa, queda reducida, por decirlo así, a meras acciones
mecánicas, sin la eficacia de una operación vital”.

6
En el estudio y en la adoración de la Eucaristía, a los que, por su
parte, el P. Merton ha contribuido con este libro, hagamos nuestro el grito
de la Iglesia:
Jesu quem velatum nuc aspicio,
Oro fiat illud quod tam sitio,
Ut te revelata cernens facie,
visu sim beatus tuae gloriae.
Gregorio Pedro XV Cardenal Agagianiano
Patriarca de Cilicia y Armenia

Beirut.
Diciembre, 1955.

7
PRÓLOGO

El Cristianismo es más que una doctrina. Es Cristo mismo viviendo


en aquellos que ha unido consigo en un Cuerpo Místico. Es el misterio en
virtud del cual la Encarnación del Verbo de Dios continúa y se propaga a
través de la historia del mundo, penetrando en el alma y en la vida de todos
los hombres, hasta la plenitud final del plan de Dios. El Cristianismo es la
“reunión de todas las cosas en Cristo” (Eph., XV, 10).
Ahora bien, Cristo vive y actúa en los hombres por medio de la fe y
por los sacramentos de la fe. El más grande de todos los sacramentos, la
coronación de toda la vida cristiana en la tierra, es el Sacramento de la
caridad, la Santa Eucaristía, en la cual Cristo, no solo nos da la gracia, sino
que se nos da realmente a sí mismo. Pues en este Santísimo Sacramento
Jesucristo mismo está verdadera y sustancialmente presente todo el tiempo
que las especies consagradas de pan y vino continúan existiendo. La Santa
Eucaristía es, por consiguiente, el corazón mismo del Cristianismo, ya que
contiene al propio Cristo y es el medio principal por el que Cristo, mística-
mente, une consigo a los fieles en un solo cuerpo.
Más aún: siendo la Pasión de Cristo el centro de la historia humana, y
como el sacrificio eucarístico hace presente sobre el altar el Sacrificio del
Calvario, por el cual el hombre es redimido, la Eucaristía revalida el
acontecimiento más importante en la historia de la humanidad. Comunica
a todos los hombres los frutos de la Redención. Pero hay algo más. La
Santa Eucaristía, no sólo perpetúa la Encarnación del Hijo de Dios, y
preserva su presencia, incluso corporal, entre nosotros, no sólo hace
presente la muerte por la cual se sacrificó a sí mismo, por amor nuestro, en
la Cruz, sino que, penetrando en el futuro, representa la consumación de la
historia humana: la Eucaristía es un signo profético del Juicio Final, de la
resurrección de la carne y de nuestro ingreso en la gloria.
El Santísimo Sacramento es, pues, un memorial de todas la obras
maravillosas de Dios, su epítome, el único misterio que contiene en sí

8
mismo todos los otros misterios. Es el misterio central del Cristianismo.
“Gracias a este Sacramento continúa existiendo la Iglesia, gracias a este
Sacramento la fe se fortalece, la religión cristiana y la adoración divina
florecen. A este Sacramento se refiere Cristo cuando dice: “Yo estaré con
vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt., XXVIII, 20)1.
En este admirable misterio, Cristo permanece en medio de nosotros
como “uno a quien no conocemos”. “Viene a los suyos” y a veces resulta
demasiado cierto que incluso “los suyos no le reciben”. Pero si estudiamos
lo que nuestra fe nos enseña sobre la Santa Eucaristía, apreciaremos cada
vez más cuán cierto es que éste es el Pan vivo, el “Pan de Dios que bajo
del cielo y da la vida al mundo” (Io., VI, 33).
El Cristianismo es una religión de vida, no de muerte. Es la religión
del Dios trascendente y vivo, tan por encima de nuestros conceptos sobre
Él, que sólo remota e indirectamente, por analogía, podemos rozarle, y
que, sin embargo, está tan próximo a nosotros, que nuestro más íntimo
conocimiento de Él está estrechamente relacionado con el secreto co-
nocimiento que poseemos de nuestro yo más profundo.
El Dios vivo, trascendente e inmanente, el Alfa y la Omega, el
principio y el fin, el único que está en todas partes y en ninguna parte, se
hace visible y tangible y se nos da a sí mismo como alimento espiritual en
la Santa Eucaristía.
La Santa Eucaristía no es, por ende, un simple objeto de estudio y
especulación. Es nuestra misma vida. Y por lo mismo que es nuestra vida,
si redujésemos la Eucaristía a un mero objeto de estudio, nunca penetraría-
mos realmente en su inefable misterio. Pues el misterio de la vida sólo
viviéndolo puede ser conocido. Y el misterio de la Eucaristía, la fuente de
nuestra vida en Dios, la fuente de toda caridad, sólo puede penetrarse
viviéndolo y amándolo. Cristo en la Santa Eucaristía empieza por revelarse
a aquellos que le adoran con fe humilde y le reciben en corazones puros
con una caridad verdadera y sincera. Y todavía se revela más a aquellos
que lo dejan todo por amor a Él. Pero sólo se revela plenamente a aquellos
que entran en el misterio mismo de su Pasión, Muerte y Resurrección
amando a sus hermanos con el mismo amor de Él, que es el hontanar de
todo el misterio. Para que entendamos algo de lo que significa la Santa
Eucaristía, hemos de ver y adorar a Dios en este Sacramento. Hemos de
ver en él la Pasión de Cristo. Pero, sobre todo, hemos de vivir el misterio

1
San Buenaventura, De preparatione ad Missam, I, 3.
9
de la Eucaristía ofreciéndonos a nosotros mismos al Padre con Jesús y
amando a los otros como Cristo nos ha amado.
Todo el problema de nuestro tiempo es el problema del amor: ¿cómo
podremos recobrar la capacidad de amarnos a nosotros mismos y de
amarnos unos a otros? La razón por la que nos odiamos y nos tememos
unos a otros es que, secreta o abiertamente, nos odiamos y nos tememos a
nosotros mismos. Y nos odiamos a nosotros mismos porque las
profundidades de nuestro ser son un caos de frustración y de miseria
espiritual. Solitarios y desvalidos, no podemos estar en paz con los otros
porque no estamos en paz con nosotros mismos, y no podemos estar en paz
con nosotros mismos porque no estamos en paz con Dios.
El materialismo moderno ha llegado a un punto en que,
sistemáticamente o no, todas sus técnicas tienden a convergir en la desin-
tegración del hombre en sí mismo y en la sociedad. Los Estados
totalitarios manipulan inhumanamente a los seres humanos, degradándolos
y destruyéndolos a discreción, sacrificando cuerpos y espíritus en el altar
del oportunismo político, sin el más mínimo respeto por el valor de la
persona humana. Realmente, casi se puede decir que las modernas
dictaduras han desplegado por dondequiera un odio deliberado y calculado
por la naturaleza humana en cuanto tal. Las técnicas de degradación
empleadas en campos de concentración y en procesos espectaculares son
demasiado conocidas para que hablemos aquí de ellas minuciosamente.
Todas tienen un solo propósito: violar la persona humana hasta dejarla
irreconocible, con objeto de transformar las mentiras en evidencias.
La caridad y la confianza que nos unen a los otros hombres, sólo por
este hecho, nos hacen crecer y desarrollarnos dentro de nosotros mismos.
Gracias a un contacto bien ordenado y a la relación con los demás, nos
convertimos en personas maduras y responsables. Las técnicas de
degradación fomentan sistemáticamente la desconfianza, el resentimiento,
la separación y el odio. Mantienen al los hombres espiritualmente aislados
unos de otros, mientras los hacen agolparse físicamente en un nivel
superficial, el plano de los encuentros masivos. Tienden a corroer, por el
miedo y la sospecha, todas las relaciones personales entre los hombres, de
suerte que el vecino, el compañero de trabajo no sea un amigo y una
ayuda, sino siempre un rival, una amenaza, un perseguidor, un embaucador
que, si no andamos con cuidado, terminará por meternos en la cárcel.
Hasta en aquellos lugares en que el totalitarismo no ha desterrado
completamente todo vestigio de libertad, están los hombres sometidos a
los efectos corruptores del materialismo. El mundo ha sido siempre
10
egoísta, pero el mundo moderno ha perdido toda capacidad de dominio
sobre su egoísmo. Y, sin embargo, habiendo adquirido el poder de satis-
facer sus necesidades materiales y sus deseos de placeres y bienestar, ha
descubierto que todas estas satisfacciones no bastan. No le traen la paz, no
le traen la felicidad. No traen la seguridad, ni para el individuo, ni para la
sociedad. Vivimos en el momento preciso en que el exorbitante optimismo
del mundo materialista se ha hundido en una ruina espiritual. Nos
encontramos viviendo en una sociedad de hombres que han descubierto su
propia nulidad donde menos podían imaginárselo: en medio del poder y de
las conquistas de la técnica. El resultado es una ambivalencia agónica en la
que cada hombre se ve forzado a proyectar sobre su vecino una carga de
odio a sí mismo demasiado grande para ser soportada por su propia alma.
Sometidos constantemente al inexorable proceso de erosión espiritual
que destruye gradualmente el entendimiento y la voluntad, sabemos, en lo
más profundo de nuestro ser, que nuestra vida debe recobrar alguna uni-
dad, estabilidad y sentido. Instintivamente, sentimos que esto sólo puede
venir de la unión con Dios y de unos con otros. Pero bajo el continuo
bombardeo de propagandas insensatas, abdicamos nuestro privilegio de
pensar, esperar y decidir por nosotros mismos. Pasivos y desesperados, nos
dejamos caer en la inerte masa de objetos humanos que sólo existen para
ser manipulados por los dictadores o por los grandes poderes anónimos
que dirigen el mundo del negocio. Pero nunca encontraremos a Dios si no
somos personas maduras. Para encontrar a Dios, hay que ser antes libre.
Cuando el Cristo resucitado fundó su Iglesia y mandó a sus Apóstoles
a predicar a todas las naciones, estaba ofreciendo a la humanidad su única
esperanza de paz verdadera. La Iglesia es la continuación de la vida
encarnada de Cristo sobre la tierra, y Cristo es nuestra paz (Eph., II, 14).
La Iglesia es igualmente la única institución en el mundo capaz de proteger
la verdadera libertad. Está en posesión de la verdad que, sólo ella, puede
hacernos libres (Io., VIII, 32), pues es el Cuerpo vivo de Cristo, y Cristo
dijo: “Yo soy la verdad” (Io., XIV, 6). Sólo el que abraza la fe y entra
verdaderamente en la vida sacramental de la Iglesia puede ser libre con esa
“libertad con la cual Cristo nos hizo libres” (Gal., IV, 31) y, en verdad,
ningún cristiano puede, en conciencia, permitirse el renunciar a esa
libertad espiritual que constituye su herencia más preciosa. No puede
permitirse, ni permitir a sus hermanos en Cristo, que pierdan el deseo de la
vida y del gozo en la posesión de la verdad. Ningún cristiano puede
abandonarse pasivamente a las fuerzas inhumanas que están destruyendo
la unidad y el espíritu de toda la humanidad.
11
Si, pues, queremos encontrar la paz, la esperanza, la certeza, la
seguridad espiritual, hemos de buscar a Cristo. Pero ¿cómo? ¿Por un
simple alistamiento externo en la Iglesia, como*si fuese una organización
más? ¿Por la mera aceptación de ciertos ritos, costumbres y prácticas?
¿Suscribiéndose simplemente a ciertas fórmulas de creencia religiosa? No.
Todo eso no basta. La Iglesia no es sólo una organización social, sino
también y principalmente, un Cuerpo Místico viviente. La Iglesia es
Cristo. Para ser cristianos, tenemos que vivir en Cristo. Para vencer a las
fuerzas de la muerte y de la desesperación, hemos de unirnos místicamente
a Cristo, que triunfó de la muerte y nos trae la vida y la esperanza. Para
vencer al mundo, hemos de unirnos a Él por la fe, pues la victoria que ha
vencido al mundo es nuestra fe (I Io., V, 4). Hemos de unirnos a Él en
aquel supremo sacrificio de Sí mismo por el cual nos trajo la paz con Dios
y la paz de los unos con los otros. Hemos de morir místicamente con Él en
la Cruz con aquella misma muerte por la cual “nos reconcilió a todos en un
cuerpo con Dios, dando muerte en Sí mismo a la enemistad” (Eph., II, 16).
En una palabra, para encontrar a Cristo debemos, no sólo creer y ser bau-
tizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
convirtiéndonos de esta forma en miembros suyos; debemos ir más allá,
hasta coronar nuestra vida sacramental en Cristo por la participación del
Pan vivo de la Eucaristía, el pan supersustancial que otorga, a aquellos que
lo reciben, una vida perdurable.
¡Vida en Cristo! ¡Cristo viviendo en nosotros! ¡Incorporación a
Cristo! ¡Unidad en Cristo! Estas expresiones nos dicen algo de lo que
significa el más grande de todos los sacramentos, la Santa Eucaristía, el
Sacramento de la caridad, el Sacramento de la paz.
La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Jesucristo. Al
prometernos este Sacramento, Jesús lo describió en términos claros y
sencillos, pero que encierran un misterio tremendo: “El pan que yo daré es
mi carne, vida del mundo” (Io., VI, 51). Los que comemos su Cuerpo y
bebemos su Sangre recibimos la vida en Él y de Él. Pero, al vivir gracias a
este Pan milagroso, nos encontramos también unidos unos a otros. Pues,
como dice San Pablo, “porque el pan es uno, somos muchos un solo
cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (I Cor., X, 17). Al
comer el Cuerpo sacramental de Cristo, quedamos absorbidos en el Cuerpo
Místico de Cristo. En la sagrada Comunión, cuando le recibimos en el gran
misterio sacrificial que es la suprema expresión de la caridad divina,
vemos que su caridad toma posesión de nuestras almas y nos une a unos
con otros en un amor tan puro, tan espiritual y tan intenso, que trasciende
12
todas las posibilidades del amor natural del hombre por su hermano y por
su amigo. La caridad de Cristo en la Eucaristía, apoderándose de los
mejores instintos naturales del alma humana, los eleva y diviniza, uniendo
entre sí a los hombres en una caridad y en una paz que este mundo no
puede dar nunca.
Un teólogo moderno escribe:
“Cristo Redentor, que incorpora a los cristianos a Sí mismo, es Cristo
en su más grande acto de amor... Este amor penetra en los cristianos y los
transforma en Él mismo: por consiguiente, la Eucaristía es el sacramento
de la caridad. Más le honramos con el afecto a nuestros hermanos, que por
medio de ceremonias ornamentales, aunque también esto último sea
necesario. El amor que engendra hacia Dios y hacia nuestros prójimos, al
asimilarnos al amor total de Cristo e incorporarnos a Él, es, a su vez, un
amor total, un amor que no puede detenerse hasta la entrega completa de sí
mismo”2.
La participación activa en la Misa, la recepción inteligente y humilde
del Santísimo Sacramento en un corazón puro y el deseo de una caridad
perfecta: tales son los grandes remedios contra el resentimiento y la
desunión propagados por el materialismo. Aquí, en el más grande de los
sacramentos, podemos encontrar la medicina que purificará nuestros
corazones del contagio que inevitablemente contraen en un mundo que
desconoce a Dios.
Pero, a fin de protegernos más aún, para vigorizar nuestra posición y
hundir más profundamente nuestras raíces en la caridad de Cristo, es
preciso que, fuera del tiempo de la Misa, busquemos oportunidades de
adorar a Cristo en su Santísimo Sacramento y de dar testimonio de nuestra
fe. Por eso visitamos nuestras iglesias para rezarle en silencio y soledad.
Asistimos a la bendición del Santísimo Sacramento. Hacemos Horas
Santas o pasamos el tiempo en adoración, de día o de noche, ante el Cristo
sacramental entronizado en el altar. Todos estos contactos ahondan nuestra
conciencia del gran misterio que es el corazón mismo de la iglesia y abren
nuestras almas a la influencia del Hijo de Dios que “a los que quiere da
vida” (Io., V, 21).
El Espíritu de Dios, actuando en la Iglesia y llenando a sus miembros
cada vez más abundantemente con la luz y la fuerza de Cristo, en
proporción a los ataques y persecuciones que hayan sufrido por parte de
los enemigos de la verdad, ha inspirado a los hombres la manera de
2
E. Mersch, The Theology of The Mystical Body. p. 592.
13
reaccionar contra los males de nuestro tiempo mediante un renacimiento
de todos los aspectos de la vida católica de oración.
Ante todo, el Espíritu Santo ha venido enseñándonos, principalmente
a través de las encíclicas del Padre Santo, que la vida cristiana de oración
es y debe seguir siéndolo una unidad orgánica, cuyo verdadero corazón es
el misterio de la Eucaristía. La gracia divina que, desde este centro, se
difunde a través de todo el cuerpo de la vida de oración, corre por las
arterias constituidas por las diversas formas de adoración litúrgica: los sa-
cramentos y los sacramentales. Para que esta corriente sanguínea de la
gracia sea saludable y abundante, nuestra mente debe penetrar hondamente
en la oración de la iglesia mediante la participación activa en sus actos li-
túrgicos, en los que reza y adora en unidad con Cristo, el gran Sumo
Sacerdote. Esta participación activa implica necesariamente el
conocimiento, y el conocimiento es normalmente imposible sin lectura y
meditación. De aquí que no haya en absoluto ninguna oposición entre la
oración pública y la privada del cristiano, antes bien se completan y
penetran mutuamente en una unión armoniosa y orgánica.
La expresión plena de la vida cristiana de oración no se termina con
la participación en la liturgia, sino que va más allá, hasta incluir formas
extralitúrgicas de oración, tal el Rosario, así como la meditación y la
oración mental. Todo cuanto pueda abrir el espíritu del hombre a la
influencia de la fe en el amor y sea capaz de inspirar a su corazón deseos
sobrenaturales debe encontrar un sitio en su vida de oración. De ahí que el
amor de la Iglesia por su más grande tesoro, la Santa Eucaristía, no se
termina con la celebración solemne y devota de la Misa, sino que rebasa
sobre muchas otras expresiones públicas, aunque no litúrgicas, de su
devoción.
Asimismo, la Iglesia urge a sus fieles, y en particular a sus
sacerdotes, para que hagan visitas al Santísimo Sacramento reservado en
los tabernáculos, para que pasen largos períodos del día y de la noche en
adoración ante el Santísimo Sacramento expuesto y entronizado sobre el
altar. En una palabra, la vida eucarística de la Iglesia, públicamente mani-
festada y expresada en el gran misterio litúrgico, encuentra también
expresión en otras formas de adoración en las cuales la vida devota del
individuo cristiano evoluciona de acuerdo con las necesidades e
inclinaciones de cada uno en particular. La combinación feliz de oración
litúrgica y devoción y meditación extralitúrgicas contribuye a la perfecta
formación del cristiano en cuanto miembro e imagen de Cristo, con tal de

14
que sus oraciones y devociones al margen de la liturgia estén en armonía
con el espíritu de la liturgia y con la mente de la Iglesia.
Nada hay que mate tan eficazmente nuestra estima por el Santísimo
Sacramento como la rutina. Decir la misa y recibir la comunión de un
modo automático, acercarse a los sacramentos de una forma negligente y
distraída, es dar por supuestos los grandes dones y misterios de Dios, cual
si se tratase de objetos hechos como todas las cosas materiales que entran
en nuestra vida. En semejantes circunstancias nuestra fe tiende a degenerar
en superstición y en vanas observancias, y, en realidad, a convertirse en
una suerte de escepticismo práctico bajo una apariencia exterior de piadosa
conformidad. Dios se aparta de nuestra vida, y su apartamiento se hace
cada vez más evidente para todos excepto para nosotros mismos. La gran
tragedia de nuestro tiempo es, atrevámonos a decirlo, el hecho de que
existan tantos cristianos impíos, es decir, cristianos cuya religión es un
asunto de puro conformismo y conveniencia. Su “fe” es poco más que una
permanente evasión de la realidad, un compromiso con la vida. A fin de
evitar el verse obligados a admitir la desagradable verdad de que ya no
sienten ninguna necesidad real de Dios, o una fe vital en Él, se amoldan a
la conducta exterior de los demás como si la viviesen realmente. Y luego
estos “creyentes” se unen entre sí, ofreciéndose mutuamente una aparente
justificación de una vida que es esencialmente la misma que la de sus
vecinos materialistas, cuyos horizontes son puramente los del mundo y sus
valores transitorios.
A fin de contrarrestar el peligro de esta parálisis espiritual, el Padre
Santo urge a los cristianos a renovar el fervor de su fe y a cultivar la vida
interior. Para esto, debemos leer, debemos rezar, debemos meditar,
debemos buscar todos los contactos posibles con ese Dios que envió su
Hijo al mundo para que librase a los hombres de la frialdad y la vanidad de
las formas religiosas puramente humanas.
Acentuando, sobre todo, el valor de la meditación, Pío XII ha escrito:
“Por encima de todo, la Iglesia nos exhorta a la práctica de la
meditación, que levanta el espíritu a la contemplación de las cosas ce-
lestiales, que llena el corazón de amor a Dios y lo conduce por un camino
recto hacia Él” (Mentí Nostrae).
La vida interior del cristiano ordinario depende en gran medida de la
instrucción, las oraciones y el ejemplo de los sacerdotes. Si el fiel ha de
entrar en la liturgia, necesario es que el sacerdote aprecie y entienda la
liturgia. Y si el sacerdote ha de apreciar los grandes misterios litúrgicos,

15
está obligado a meditar en ellos, a sumergirse en ellos en todo tiempo. Así,
el sacerdote aprende pronto lo que dice Pío XII:
“Exactamente como el deseo de perfección sacerdotal está nutrido y
vigorizado por la meditación diaria, así su negligencia es la fuente del
hastío por las cosas espirituales... Por consiguiente, hay que dejar
firmemente establecido que ningún otro medio posee la eficacia única de
la meditación, y que, en consecuencia, no es prudente sustituir por otra
cosa su práctica diaria” (Menti Nostrae).
Fortalecido por la meditación, el sacerdote es capaz de levantarse
hasta el nivel de su gran vocación para “orientar su vida hacia aquel
sacrificio en el que ha de ofrecerse e inmolarse a sí mismo con Cristo.
Consecuentemente, no sólo celebrará la santa misa, sino que la vivirá
íntimamente en su vida diaria” (Menti Nostrae). En una palabra, el
sacerdote debe esforzarse en pos de una vida de santidad que requiere una
'“continua comunicación con Dios” (Ibíd.).
Es, pues, completamente natural que, en su exhortación apostólica a
los sacerdotes del mundo, de la que ya hemos citado algunos fragmentos,
el Padre Santo urja a los sacerdotes a que cada día pasen un tiempo en
adoración ante el Santísimo Sacramento:
“Antes de concluir su trabajo diario, el sacerdote debe acudir al
Tabernáculo y pasar al menos un poco de tiempo adorando a Jesús en el
sacramento de su amor, en reparación por la ingratitud de tantos hombres,
para encender en sí mismo más y más el amor de Dios y para permanecer,
de alguna manera, incluso durante el tiempo de reposo nocturno, que trae a
nuestra mente el silencio de la muerte, presente en su Santísimo Corazón”
(Mentí Nostrae).
En respuesta a estas llamadas del Sumo Pontífice, se ha constituido
entre los sacerdotes seculares la Sociedad para la Adoración Perpetua del
Santísimo Sacramento. El propósito de esta sociedad es doble. Ante todo,
sus miembros pasan una hora diaria en adoración ante el Santísimo
Sacramento. En segundo lugar, lo hacen así con una conciencia especial de
su unión con Cristo, el gran Sumo Sacerdote. Es, pues, una sociedad en la
que la adoración eucarística se cumple en el espíritu de la liturgia y de la
misa, y, por encima de todo, en la perspectiva de la unidad del sacerdocio
cristiano en Cristo.
Esta sociedad nació en la diócesis de Aosta, en los Alpes italianos,
durante la segunda guerra mundial. Aislados en sus valles y montañas, los
sacerdotes de esta región se unieron en una liga de oración, en la que cada
16
miembro escogía una hora distinta del día o de la noche, con objeto de que,
en todo tiempo, estuviese alguno de ellos en adoración ante el Santísimo
Sacramento, consciente de la unidad de todo el grupo en Cristo, y rezando
al Señor por sus compañeros, por todos los sacerdotes y por toda la iglesia
de Dios.
Muy pronto, esta espléndida institución se difundió por todas las
partes del mundo. Su centro se trasladó de Aosta a Turín, y desde aquí a
Roma, Via Urbano VIII, 16. Fue canónicamente establecida por el
Cardenal Gilroy de Sydney en 1950. Calurosamente aprobada por el Padre
Santo, que se adhirió a ella en noviembre de 1955, la sociedad ha recibido
entre sus miembros a cardenales, arzobispos y obispos de todas las partes
del mundo, y continúa atrayendo a sus filas un número cada vez mayor
entre los sacerdotes del Clero secular. Fue enriquecida con indulgencias en
1953.
El fin de esta sociedad es evidentemente más amplio que el de otros
grupos análogos que existen para alentar la devoción al Santísimo
Sacramento. Aquí no se trata únicamente de hacer que sus miembros se
consagren a la práctica piadosa de la adoración. Es, ante todo, un ahondar
en la conciencia que la Iglesia tiene del misterio de su sacerdocio y en la
unidad de sus sacerdotes en el Señor eucarístico. El amor de Jesús en la
Santa Eucaristía —un amor que es la vida y la fuerza de todo el
movimiento— se abre a un profundo sentido de unidad en Cristo, que es,
de hecho, el fin para el cual Dios nos entregó este gran sacramento.
Un corolario de esta unidad mística entre los sacerdotes es el sentido
de una obligación moral para conseguir una más estrecha unión con los
superiores y hermanos en el sacerdocio a través de la obediencia y la
cooperación fraternal. La sociedad es, pues, no sólo eucarística, sino
“papal” —dos características que resultan una sola cuando nos damos
cuenta de que la sociedad está centrada en Jesús como Sumo Sacerdote.
Jesús vive y está presente en el mundo por mediación de sus sacerdotes:
sacramentalmente presente en el misterio eucarístico, jurídicamente
presente en el Padre Santo y en la jerarquía que a él está unida. De ahí que
la esencia de esta especial sociedad esté centrada en la inexpresable
relación entre la Eucaristía y el sacerdocio.
La idea de una sociedad de sacerdotes adoradores no es
completamente nueva. Por el contrario, desde 1879 ha existido una liga
Eucarística de Sacerdotes, cuya fundación fue inspirada por el “Apóstol de
la Eucaristía”, el bienaventurado Pedro Julián Eymard. Este devoto
sacerdote del siglo XIX, cuya vida se centró totalmente en su amor por
17
Jesús en el Santísimo Sacramento, fundó dos órdenes religiosas
exclusivamente dedicadas a la Eucaristía, e inspiró el movimiento de los
congresos eucarísticos que constituyen un rasgo notable de la moderna
piedad católica. Su influencia en la devoción eucarística no ha tenido
paralelo.
La Liga Eucarística de Sacerdotes tiene como objeto, como dijo el
mismo bienaventurado Eymard, “capacitar a los sacerdotes para que se
consagren más valerosamente a la mayor gloria del Santísimo
Sacramento”. Asimismo, de acuerdo con el bienaventurado Eymard,
pretendía recordar al sacerdote que, ante todo, “es un adorador del
Santísimo Sacramento”. Por consiguiente, el objeto principal de la liga
consiste en promover una más honda vida interior de unión con Jesús, me-
diante visitas más demoradas y frecuentes al Santísimo Sacramento, en
llamar a las armas a una legión de celosos apóstoles de la Eucaristía,
sacerdotes que deberán estar unidos entre sí con los más estrechos lazos de
caridad fraternal en Cristo. En lugar de una hora diaria de adoración, la
Liga Eucarística obliga a sus miembros a hacer una hora santa a la semana,
empleada preferentemente en oración mental; la recitación del breviario
durante esta hora es desaconsejada por los seguidores del bienaventurado
Eymard. Los miembros dicen también una misa cada año a intención de
aquellos miembros de la Liga que han pasado a descansar en el Señor.
Estos movimientos han tenido un efecto tremendo en la vida de
aquellos sacerdotes que se han alistado en ellos. Por todas partes en el
mundo, en cada momento, cada día y cada noche, hay sacerdotes que se
arrodillan en silencio y solos ante el Cristo eucarístico, profundamente
conscientes de su unión con todos los demás sacerdotes a través del mun-
do. Dondequiera que uno de estos sacerdotes esté rezando, todos sus
hermanos están rezando, la Iglesia entera está rezando. Es el suyo un
ejemplo altamente inspirador y fructífero, y los efectos de su oración se
hacen sentir sin duda hasta un grado que nadie es capaz de medir. Pero, por
encima de todo, es cierto que cada uno de estos sacerdotes podría decir
gozosamente a sus hermanos en el sacerdocio que en sus horas de oración
eucarística ha experimentado su más honda felicidad, más aún que en el
propio sacrificio de la misa. Pues, en verdad, aquí ha estado próximo al
Dios Vivo y, por propia experiencia, ha conocido la verdad de la promesa
de Cristo: “Venid a mí, todos los que estéis fatigados y cargados, que yo os
aliviaré” (Mt., XI, 28).
La Liga Eucarística del Pueblo, fundada también por el
bienaventurado Pedro Julián Eymard, empezó en la ciudad marítima de
18
Marsella. El centro director se estableció más tarde en Roma, en la Iglesia
de San Andrés y San Claudio, atendida por los Padres del Santísimo
Sacramento. La principal obligación de sus miembros es la de pasar al
menos una hora al mes en adoración ante el Santísimo Sacramento, ya
expuesto, ya oculto en el tabernáculo. La adoración puede ofrecerse en
cualquier hora, en cualquier día del mes, privada o públicamente, según la
conveniencia de los miembros.
Hoy, la Liga Eucarística del Pueblo está establecida prácticamente en
todos los países del mundo. El propósito del movimiento es, no solo
estimular la vida interior de oración en los individuos, sino también
promover una conciencia más profunda de la unidad de todos los fieles en
la caridad. La unidad en Cristo: he ahí el más importante de los frutos de la
Santa Eucaristía.

Primeramente, este libro se escribió como un guión de la enseñanza


de la Iglesia sobre la Eucaristía. Confío en que el guión no resulte
demasiado superficial. En el desarrollo del tema ha sido inevitable que
ciertas opiniones teológicas sujetas a discusión se deslizasen en el texto. El
autor no intenta imponer estas opiniones al lector, y si se alude
discretamente a ellas, es sólo con el propósito de arrojar más luz sobre el
tema central del libro, que es el de la íntima conexión entre los dos
misterios de la Eucaristía y de la Iglesia. La razón por la que cultivamos
una vida de oración ante el Santísimo Sacramento es no sólo la de
convertirnos en hombres de oración y en sacerdotes más santos, sino,
sobre todo, la de convertirnos en hombres de caridad, pacificadores del
mundo, mediadores entre Dios y los hombres, instrumentos del divino
sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo. Nuestra misión no es sólo la de
ofrecer a Cristo al Padre en el sacrificio eucarístico, no sólo la de predicar
la palabra de Dios a todas las naciones, sino, por encima de todo, mediante
la predicación y el sacrificio, unir todos los hombres en un Cuerpo Místico
y ofrecerlos a todos, en Cristo, al Padre.
Probablemente, el libro no será leído sólo por sacerdotes y
seminaristas, sino también por los católicos en general, y hasta quizá por
muchos completamente extraños a la enseñanza de la Iglesia sobre este
gran misterio. A estos últimos querría advertirles solamente que es ésta una
materia que, durante siglos, la Iglesia nunca trató de explicar a aquellos
que no estaban dentro de ella, tratándose de cosas que no pueden ser
entendidas sin fe. Sin duda, Dios dará la luz que necesita a todo hombre de
buena voluntad que lee con mente abierta y humilde. Pero si el lector se ha
19
propuesto de antemano no aceptar la enseñanza católica sobre la
Eucaristía, entonces este libro no es para él. En ningún momento nos
hemos permitido hacer apologética. Este libro no es la defensa de una
doctrina, sino una meditación sobre un misterio sagrado.

20
I. — HASTA EL FIN

I. El Amor de Cristo por nosotros

Al escribir o hablar sobre el Santísimo Sacramento, verdadero


corazón y foco de toda la vida cristiana, conviene evitar dos extremos. Por
una parte, no debemos rebajar el gran misterio sacramental al nivel de un
mero sentimentalismo por un abuso de imaginación piadosa, y, de otro
lado, no hemos de estudiar el misterio con tales abstracciones puramente
teológicas, que olvidemos que se trata del gran sacramento del amor de
Dios por nosotros. De ambos extremos nos salva la sencillez de los
Evangelios.
Los Evangelios nos cuentan los más sublimes misterios de nuestra fe
en términos concretos y fáciles de entender para cualquier inteligencia. De
los cuatro evangelistas, ninguno ha dado a las más altas verdades reveladas
una encarnación más concreta que San Juan, el autor del cuarto Evangelio.
El discípulo a quien Jesús amó abre su relato de la última Cena y de la
Pasión con estas palabras hondamente conmovedoras: “Antes de la fiesta
de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin
extremadamente los amó” (Io., XIII, 1). Y de estas palabras se deduce con
inmediata claridad que el sacramento y el sacrificio de la Eucaristía
instituidos por Jesús en la última Cena, son, lo mismo que la Pasión y
Resurrección que ellos perpetúan hasta el fin de los tiempos, la en-
camación inefablemente perfecta de su amor por nosotros.
La vida cristiana no es otra cosa que Cristo viviendo en nosotros por
el Espíritu Santo. Es el amor de Cristo, compartiéndose con nosotros en la
caridad. Es Cristo en nosotros, amando al Padre por el Espíritu. Es Cristo
uniéndonos a nuestros hermanos por la caridad con el vínculo del mismo
Espíritu.

21
Jesús expresó frecuentemente su deseo de compartir con nosotros el
misterio de su vida divina. Él dijo que había venido para que tuviéramos
vida y la tuviéramos abundante (Io., X, 10). Vino a arrojar, como un fuego,
esa vida de caridad sobre el mundo, y deseaba verlo ardiendo. Deseaba,
sobre todo, poder sufrir el “Bautismo” de su Pasión y muerte, porque sabía
que sólo así sería capaz de incorporarnos a su misterio y hacernos, con Él,
hijos de Dios. No es maravilla, pues, que dijese que estaba “constreñido”,
es decir, que se sentía como atado y confinado, como un prisionero en sus
cadenas, hasta que su bautismo se cumpliese. Su infinita caridad, apri-
sionada en su sagrado Corazón, anhelaba romper su confinamiento y
comunicarse a la humanidad, pues, en cuanto Dios, Él es bondad
sustancial, y la naturaleza misma del bien es la de ser difusivo de sí
mismo.
Por eso la Iglesia, en su liturgia, continúa aplicando a Cristo en la
Santa Eucaristía aquellas palabras que Jesús dirigió a los hombres
dolientes de su tiempo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y
cargados, que yo os aliviaré” (Mt., XI, 28). Porque, en la Eucaristía, el
Cristo de la última Cena todavía parte el pan con sus discípulos, todavía
lava sus pies para mostrarles que, si Él no se abaja y les sirve, no tendrán
parte en Él (Io., XIII, 8). En la Eucaristía, todavía bendice el sagrado cáliz
y se lo ofrece a aquellos que ama. Sólo hay una diferencia. En la última
Cena, Cristo aún no ha padecido muerte y resucitado. Ahora, en nuestra
misa diaria, el Cristo que entra silenciosa e invisiblemente para presentarse
en medio de sus discípulos es el Cristo que se sienta gloriosamente a la
diestra del Padre en los cielos. Es Cristo Rey inmortal y Conquistador. Es
el Cristo que, habiendo muerto una vez por nosotros, “ya no muere más”
(Rom., VI, 9). Al mismo tiempo, llega hasta nosotros con toda la sencillez,
pobreza y oscuridad que, en los Evangelios, hemos aprendido a asociar
con su Encarnación.
Al resucitar de entre los muertos, Jesús no perdió nada de su
humanidad. Al descender gloriosamente hasta el inaccesible misterio de su
divinidad, su trono, no cesó de amarnos con la misma humana ternura y
perfección que San Juan describe en tres sencillas palabras: “hasta el fin”.
La Santa Eucaristía nos descubre las profundidades del significado que
contienen estas tres palabras.
Al decir que Jesús amó a los suyos “hasta el fin”, el evangelista no
nos dice simplemente que Nuestro Salvador nos amó hasta el termino de
su vida en la tierra, que nos amó tanto, que murió por nosotros, Jesús dijo:
“Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos” (Io.,
22
XV, 13). Y, sin embargo, Jesús mismo ha hecho más que dar su vida por
nosotros. Nos ha amado con un amor que no puede ser confinado en los
límites corrientes de la vida humana. Al darnos la Eucaristía como un
“memorial” de su pasión, muerte y resurrección, ha hecho presente, para
todos los tiempos, el amor que le hizo morir por nosotros. Más aún, ha
hecho que la Pasión misma esté presente en el misterio. Y Él mismo, que
nos conocía y nos veía con su divina presencia cuando bendecía el pan en
el Cenáculo y cuando tomó su Cruz, quiere estar sustancialmente presente
en la Eucaristía, para conocernos y amarnos, para compartir
sacramentalmente con nosotros su presencia y su amor hasta el fin de los
tiempos.
Ahora bien, este deseo de Cristo fue mucho más que una expresión
de la más pura ternura humana. Su permanencia con nosotros en la
Eucaristía no es sólo un gesto de apasionado amor. Su obra divina quedó
objetivamente cumplida cuando expiró su alma en la Cruz. Pero, como Él
dijo por boca del Salmista (Ps., XV, 10) no tendría valor su sangre si se
corrompiese en el sepulcro. Se santifico a Sí mismo (Io., XVII, 19) para
que nosotros podamos ser “santificados por la verdad” (ídem). Si viene
hasta nosotros en el Santísimo Sacramento, viene a realizar una obra, no en
Sí mismo, sino en nosotros. ¿Cuál es esta obra? Dice Juan, en el gran
capítulo eucarístico del Cuarto Evangelio: “La obra de Dios es que creáis
en Aquel que Él ha enviado” (Io., VI, 29). Si conocemos los Evangelios,
nos percataremos de que la palabra “creáis” implica aquí mucho más que
un simple asentimiento intelectual a la verdad revelada. Significa la
sincera aceptación no sólo del mensaje evangélico, sino de la persona
misma de Cristo. Significa hacer las obras de Cristo, pues “el que cree en
mí, ése hará también las obras que yo hago” (Io., XIV, 12). Significa amar
a Cristo y, en virtud de este amor, recibir el Espíritu de Cristo en nuestros
corazones. Significa guardar sus mandamientos, y especialmente el amor
de unos a otros (Io., XIV, 21). Significa darse cuenta de que Cristo está en
el Padre, y nosotros en Cristo y Cristo en nosotros (Io., XIV, 20).
En una palabra, la obra de Cristo en el mundo, a través de la acción
de su Espíritu, a través de su Iglesia, y a través de sus santos sacramentos,
es la obra de nuestra incorporación y transformación en Él mismo por la
candad. Esta es la obra por excelencia de la Santa Eucaristía.
Ahora bien, al recibir los sacramentos, lo primero que se necesita es,
naturalmente, que creamos en Cristo, el cual nos santifica a través de los
sacramentos. Debemos ser bautizados como cristianos. Debemos vivir de
acuerdo con las promesas bautismales y renunciar al pecado. Debemos
23
consagrarnos a Dios y a su divina caridad. Debemos vivir desintere-
sadamente, esto es, hemos de buscar nuestra realización en el amor a Dios
y a nuestro prójimo. Pero a fin de que los sacramentos produzcan en
nosotros su efecto plenario, a fin, sobre todo, de que nuestra vida
eucarística sea realmente una vida y no una pura formalidad externa,
hemos de esforzarnos por aumentar no sólo nuestra apreciación del
misterio sacramental, sino también nuestra comprensión del amor de
Cristo que está presente y actúa sobre nosotros en el Sacramento.
Estas dos cosas son, simplemente, dos aspectos distintos de la misma
cosa: el amolde Cristo por nosotros. Por otra parte, la maravillosa realidad
de la presencia sacramental de Cristo, un misterio de la sabiduría y el po-
der de Dios, baña y purifica nuestra inteligencia con una limpia luz que
despierta las profundidades de nuestra voluntad hacia un amor más allá de
todo afecto humano. Por otra parte, su amor por nosotros despierta en
nuestros corazones un instinto espiritual que nos impulsa a amarle a
nuestra vez, y este amor nos lleva al conocimiento de Dios.
El amor a Dios es la más profunda realización de las capacidades
implantadas por Dios en la naturaleza humana, destinada a unirse con Él
mismo. Al amarle, descubrimos, no solo el íntimo significado de verdades
que, de otra forma, nunca hubiéramos podido entender, sino que, además,
encontramos en Él nuestra verdadera identidad. La caridad que despierta
en nuestros corazones el Espíritu de Cristo, actuando en las profundidades
de nuestro ser, nos hace empezar a ser las personas que, en los designios
inescrutables de su Providencia, Él dispuso que fuéramos. Movidos por la
gracia de Cristo, empezamos a descubrir y a conocer a Cristo como un
amigo conoce a su amigo: por la interior simpatía y el entendimiento que
sólo la amistad puede otorgar. Este amoroso conocimiento de Dios es uno
de los más importantes frutos de la comunión eucarística con Dios en
Cristo.
San Pablo, en sus epístolas, resume repetidas veces el sentido cabal
de la vida cristiana perfecta. Escribiendo a los efesios, les dice cuán
importante es para ellos “ser poderosamente fortalecidos en el hombre
interior por su espíritu, que habita Cristo por la fe en nuestros corazones, y
arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender en unión con
todos los santos... y conocer la caridad de Cristo, que supera toda Ciencia,
para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Eph., III, 16-19). Aquí,
en pocas palabras vemos algo de la finalidad de la Sagrada Comunión,
considerada como el ápice de la vida de fe y de los sacramentos. Nutrido
por el mensaje evangélico, por la vida de fraterna solidaridad en Cristo,
24
por la oración litúrgica y privada, el cristiano encuentra que su vida
interior alcanza su punto más alto y su intensidad máxima cuando, en su
comunión eucarística con el Señor, se une directa y sacramentalmente al
Verbo Encarnado. En la comunión, no sólo está penetrado de parte a parte
por el fuego místico de la caridad de Cristo, sino que permanece en
contacto inmediato con la Persona misma del Verbo hecho carne. En una
unión así, ¿cómo aquel cuya caridad permanece despierta en las tinieblas
de la fe podrá dejar de conseguir un conocí miento más profundo y más
íntimo del alma misma de Jesús? Este amor, este conocimiento del Señor,
a la vez el más puro y el más secreto efecto de la Sagrada Comunión, es,
indudablemente, de una importancia grandísima a los ojos de Cristo
misino. Pues su intención al instituir el Santísimo Sacramento fue la de
darnos esta alta y misteriosa participación en su vida divina. “En verdad,
en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no
bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Io., VI, 53). Pero es
absolutamente claro que esta vida de la que habla Jesús es, en el más alto
sentido, la vida del espíritu, no meramente la vida de la carne. La
Comunión es un contacto con el Espíritu que “da vida, la carne no
aprovecha para nada”. Las verdaderas palabras de esta doctrina son, dice
Él, “Espíritu y vida” (Io., VI, 63). Pero la realización más perfecta de esta
vida que empieza con la fe, es la contemplación de Dios. Nuestro progreso
en la vida es un progreso en el conocimiento y el amor de Dios por
Jesucristo. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios ver
dadero, y a tu enviado Jesucristo;) (Io., XVII, 3).

2. Nuestra correspondencia.

Si de verdad somos cristiano”, desearemos crecer y desarrollarnos


dentro de esta vida eucarística, que no es mas que la vida cristiana en su
perfección. Intentaremos comprender cada vez más lo que significa el
recibir a Cristo sacramentalmente y el tenerle viviendo en nosotros, lo que
significa el ser miembros de su Cuerpo Místico, unidos unos a otros en Él
por medio de nuestras comuniones. Pediremos el entendimiento cada vez
más profundo de gran misterio que resume el plan de Dios para el mundo:
la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la obra de la candad que nos
transforma a todos en Él, de tal forma que seamos una sola cosa en Él,
como Él es uno con el Padre y el Espíritu Santo.
Nuestras comuniones lo serán más verdadera y perfectamente cuando
sean una participación en la vida divina de contemplación que Cristo vive
25
en la Santísima Trinidad. Nuestras comuniones serán más fructíferas
cuando, además de acrecentar nuestra caridad por los demás y ahondar
nuestra fe, nos traigan un conocimiento más íntimo y puro del misterio de
Cristo en quien todos estamos.
De tres maneras principalmente puede esto realizarse. La primera es
por medio de la participación activa en la liturgia. La segunda, por una
vida de caridad más profunda y más pura, como resultado de nuestra
participación en la misa. La tercera, por la meditación, la adoración y la
oración contemplativa ante el Santísimo Sacramento. De las tres, las dos
primeras son absolutamente esenciales, y la tercera tiene una gran
importancia.
Todas tres son simplemente aspectos de nuestra comunión
eucarística. La participación más perfecta en el sacrificio de la misa con-
siste en recibir la comunión en la misa que se ha seguido inteligente y
activamente a través de sus partes principales. Nuestra vida de caridad es
—o debería ser— la prolongación y la expresión de nuestras comuniones.
Es un testimonio de la realidad de nuestra unidad en Cristo, significada y
efectuada por el mismo sacramento que recibimos, y uno de los frutos
principales de la Comunión sacramental, Jesús, al darnos su propio Cuerpo
en el Misterio, nos hace un Cuerpo con Él y miembros unos de otro3.
La adoración eucarística y la oración mental en silencio ante el
tabernáculo constituyen otra forma fructífera de prolongar nuestra co-
munión. Todas estas tres maneras de desarrollar nuestra vida eucarística
son necesarias. Se completan mutuamente. La adoración y la oración
mental sin ningún interés en la misa sería una perversión del espíritu
cristiano. La caridad fraterna y las buenas obras, aun cuando estén unidas
con la misa y procedan de ella, si no implican algunos momentos de si-
lenciosa acción de gracias después de la comunión y de meditación y
adoración ante el tabernáculo, pueden llevar a una desviación del recto
camino.
Actualmente, la tendencia es a hacer hincapié sobre nuestra
participación en el Santo Sacrificio, y que nuestra acción apostólica y las
demás obras de caridad sean un desbordamiento de nuestra vida
eucarística. Esto es excelente. Durante mucho tiempo se sintió su
necesidad, y en el momento de crisis en que nos hallamos es mucho más
necesario aún. El acento sobre la adoración eucarística ha sido largo
tiempo popular y constituía uno de los rasgos característicos de la
devoción cristiana en la época que terminó con las dos guerras mundiales.
Pero ¿hemos de pensar que se trata meramente de un rasgo pasajero, algo
26
que desaparecerá gradualmente a medida que el sentido pleno de la acción
central de la vida litúrgica de la Iglesia alcance su completa preeminencia?
En cualquier caso, nuestra respuesta al amor de Cristo por nosotros
en la Santa Eucaristía es vivir una vida eucarística plena y bien integrada.
En una vida así, la comunión, la adoración, la caridad fraterna y la partici-
pación activa en la liturgia no han de verse como “prácticas” separadas y
sin relación unas con otras. Deberán reunirse en un foco supremo sobre el
misterio central de nuestra fe: nuestra participación en la muerte y re-
surrección de Jesucristo. Cuando de verdad empecemos a rastrear el
significado de este gran Misterio, ya no nos preocuparemos con la aparente
contradicción entre la devoción litúrgica y la no litúrgica a Cristo en el
Santísimo Sacramento. La una fluirá naturalmente de la otra, y cada una
ocupará con respecto a la otra su puesto adecuado. Las llamadas
devociones “extralitúrgicas” al Santísimo Sacramento se verán como una
prolongación fructífera de la liturgia, y nuestra meditación ante el
tabernáculo nos ayudará a entrar más profundamente en la verdad de la
presencia real de Cristo bajo los velos sacramentales: una presencia sin la
cual no podría cumplirse el misterio ritual de la misa.
Si Cristo no está sacramentalmente presente en la misa, entonces la
misa ya no es más que una ceremonia, una piadosa conmemoración de un
suceso pasado. Si Cristo no está realmente presente en la Hostia
consagrada, entonces el sacerdote no es más que un predicador, no un
hombre elegido por Dios para ofrecer el sacrificio. En verdad, si Cristo no
está real y sustancialmente presente en la Santa Eucaristía, entonces la
doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, pierde también su
significado y se reduce a una simple metáfora: pues el Cristo sacramental
es la Cabeza y el soporte del Cuerpo Místico. Es la Eucaristía la que nos
une en un Cuerpo a Cristo, nuestra Cabeza: “Porque el pan es uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (I Cor.,
X, 17).
Es necesario que conozcamos y amemos a Cristo como Él realmente
es. Ahora bien, el Cristo real es el Cristo total, el Cristo Místico, la Cabeza
y los Miembros. El Cristo real es también la Cabeza que los miembros
deben conocer si han de ser miembros suyos. Esta gloriosa Cabeza y Rey
de la humanidad y Sumo Sacerdote de la Unica Iglesia está entronizado en
la majestad de su divino poder en los cielos. Pero también está presente
bajo los velos del sacramento reservado y adorado en nuestros
tabernáculos. Y también es el Cristo real el Cristo que fue pobre, que traba-
jo y sufrió por nosotros en la tierra, que murió por nosotros en la Cruz.
27
Este Cristo doloroso está presente en el Santísimo Sacramento, no en la
forma en que lo está su Cuerpo glorificado, sino en virtud del hecho de que
en su vida y Pasión supo por anticipado y previo todo cuanto ocurriría en
el mundo en torno a Él en los siglos venideros, cuando este sacramento
fuese adorado, alabado y amado por los hombres.
Así, pues, cuando busquemos a Cristo en el Santísimo Sacramento,
hemos de buscarle tal como realmente es. Debemos reconocerle como el
Redentor que ha sufrido por nosotros, como el Rey que reina sobre
nosotros, como la Vida que vive en todos los cristianos. Podemos acentuar
libremente alguno de los aspectos del Cristo viviente que ante nosotros
está en el tabernáculo, con tal de que recordemos que uno de ellos es más
esencial que los otros. Si tuviéramos que contestar a la pregunta de quién
está presente en el Sacramento, debemos decir: el Cristo glorioso que reina
en los cielos. Tal es la respuesta de la fe católica. Este Cristo glorioso es,
ciertamente, el Cristo que sufrió. Pero aunque sus sufrimientos estén
todavía presentes a Él, no es, rigurosamente hablando, el Cristo paciente el
que está presente en el Santísimo Sacramento. Y aunque Él vive por la
gracia en todos los miembros de su Cuerpo Místico, m es el Cuerpo
Místico de Cristo (en el sentido moderno) el que está presente en el altar.
La mejor manera de unir estas tres concepciones —pues en realidad,
son todas una en Aquel que está presente ante nosotros— es darse cuenta
de que el Cristo glorioso que viene hasta nosotros oculto bajo las especies
sacramentales es el mismo Cristo, que habiéndonos redimido y santificado,
será nuestro gozo perdurable en los cielos. Nuestra vida de oración y
adoración eucarísticas es, de hecho, el comienzo de aquella contemplación
de Dios en Cristo que será nuestra vida total cuando entremos en su gloría.
Cuando comprendamos el significado de esta verdad, entenderemos
que, aunque estemos rezando solos en una pequeña iglesia, oscura y vacía,
rezando con dificultad, secos y distraídos, en realidad estamos no sólo uni-
dos por el amor a Cristo en su Pasión, no solamente postrados en
adoración ante Cristo glorioso, sino que constituimos un solo cuerpo con
todos aquellos que están rezando en sitios distintos y a distintas horas.
Todos los que rezamos ante el tabernáculo, aun aquellos que no pueden
rezar allí, pero se encuentran entregados a diversos deberes por amor a
Cristo, están de hecho unidos misteriosamente en una profunda y secreta
“liturgia”; en un acto de adoración ofrecido a Dios por Cristo —aunque no
oficialmente— en su Cuerpo místico.
Nuestra contemplación es una adoración que anticipa la visión y la
alabanza de los cielos. Aunque difícilmente podamos sentir algo de esto,
28
debemos darnos cuenta de que la meditación que prolonga nuestra misa y
nuestra comunión es también una misteriosa reproducción en la tierra del
gran coro de adoración que continúa elevándose en los cielos ante Dios.
¿Qué es lo que vemos ante nosotros en la iglesia vacía? ¿Un pequeño
altar, un santuario pobremente decorado, un par de esculturas de dudoso
gusto artístico, una pared desconchada y ennegrecida por el humo de las
velas y sucia de humedad? ¿Un tabernáculo que nadie consideraría digno
de ser la habitación de una muñeca, no digamos de un rey? No, no es esto
lo que vemos. Miremos mejor con los ojos de San Juan:
“Y vi en medio del trono y de los cuatro vivientes y en medio de los
ancianos, un Cordero, que estaba en pie como degollado, que tenía siete
cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios, enviados a toda la
tierra... Y los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos cayeron delante
del Cordero, teniendo cada uno su cítara y copas de oro llenas de
perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaron un cántico nuevo
que decía: Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste
degollado y con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu,
lengua, pueblo y nación, y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes,
y reinan sobre la tierra.” (Apoc., V, 6-10).
En ese gran acto de adoración, nosotros tenemos nuestro puesto. Por
pobres que seamos, somos los miembros de Cristo y, por consiguiente,
nuestras oraciones contribuyen algo a la nube de incienso que se eleva de
las copas de oro. Estamos en presencia del Cristo vivo. Nuestras oraciones
están unidas a las oraciones de sus santos.

29
II. — HACED ESTO EN MEMORIA MÍA

1. El Sacrificio cristiano.

La Eucaristía es el sacrificio cristiano. Es la “oblación pura”


profetizada por Malaquías, ofrecida en todos los lugares de la tierra, en
sustitución de los antiguos sacrificios, que por sí solos no podían alcanzar
ningún efecto sobrenatural y que, por ende, estaban condenados a
frustrarse, excepto en la medida en que eran tipos que prefiguraban el
único sacrificio verdadero.
En la Eucaristía, Jesucristo, por medio del Sacerdote, hace presente la
oblación y la inmolación por las cuales Dios se ofreció a Sí mismo en la
cruz. En el misterio de esta acción litúrgica, la Iglesia se une a sí misma
con el divino Sumo Sacerdote y, con Él, ofrece a Dios sus miembros.
Recibiendo la Eucaristía en la comunión, el fiel completa su acto de
homenaje a Dios, que es, al mismo tiempo, el eterno acto de homenaje de
Cristo. Renueva y ahonda su relación sobrenatural con Dios, recibiendo de
Él un aumento de la vida divina de caridad que Dios derrama sobre todos
aquellos que han venido a ser, en Cristo, sus hijos adoptivos.
Aunque el sacrificio de la misa no sea exactamente el tema de este
libro, es imposible no hablar de la misa cuando hablamos de la Eucaristía
como Sacramento. El Sacramento y el sacrificio de la Eucaristía son
inseparables. La presencia real de Cristo en la Hostia es la consecuencia
necesaria e inmediata de la transustanciación. Pero el fin de la
transustanciación es, ante todo, el hacer a Cristo presente en el altar en un
estado de sacrificio o inmolación, mediante la consagración de las especies
de pan y vino. Al mismo tiempo, el sacrificio no está completo antes de
que los elementos consagrados se reciban en comunión, al menos por el
sacerdote celebrante. Finalmente, la Hostia consagrada se guarda en
reserva en el tabernáculo, a fin de que los enfermos y cuantos no puedan
recibirla durante la misa puedan recibir el Cuerpo del Señor en cualquier
momento y, de esta forma, tener su participación en el sacrificio de Cristo.
30
Así, pues, lo que adoramos en nuestras visitas al Santísimo Sacramento es
Jesucristo mismo, permanentemente presente en la Hostia consagrada en el
Santo Sacrificio y que, eventualmente, puede ser recibido en comunión.
San Pablo dice bien claro que el Nuevo Testamento considera la
muerte de Cristo en la Cruz, ratificada por su Resurrección subsiguiente,
como un sacrificio. En verdad, es el único sacrificio perfectamente grato a
Dios. ¿Qué queremos decir con un sacrificio “grato a Dios”? ¿Es que Dios
necesita nuestros sacrificios? Responde San Ireneo: “Se llama un sacrificio
grato a Dios, no porque Dios necesite nuestros sacrificios, sino porque el
que ofrece el sacrificio queda glorificado en lo que ofrece si su don es
aceptado”3. Y San Ireneo continúa explicando que el don que es realmente
grato a Dios es el amor que nos tenemos unos a otros, amor significado por
la Eucaristía y efecto principal de este gran Sacramentó. Cuando nos
amamos unos a otros, Dios recibe verdaderamente de nosotros la Sagrada
Eucaristía como un don agradable de sus amigos y como la gloria que le es
debida.
Dice otra vez San Ireneo: “Dios no necesita nuestras cosas, pero, por
otra parte, nosotros necesitamos ofrecer sacrificios a Dios... y Dios, que de
nada necesita, recibe nuestras buenas obras para recompensarnos con el te-
soro de sus propios dones... Así, aunque Él no necesite nuestros sacrificios,
desea que nosotros le ofrezcamos sacrificios, para que nuestras vidas no
sean infructuosas.”
Estas dos citas nos recuerdan el deseo de los Santos Padres de afirmar
la trascendencia infinita de Dios y de preservarla frente a todo intento de
confusión entre Él y los dioses de los paganos que pedían sacrificios
porque los necesitaban. Los Santos Padres acentuaron también el hecho de
que Dios es glorificado por el sacrificio de Jesús, no sólo porque tal
sacrificio es infinitamente perfecto y puro en sí mismo, sino porque es un
medio por el cual Dios muestra su amor por nosotros y, de esta forma,
manifiesta su bondad sobre nuestra vida. Jesús mismo dejó esto bien claro
en su oración de Sumo Sacerdote, cuando dijo: “Padre, glorifica a tu Hijo,
para que tu Hijo te glorifique... Yo he sido glorificado en ellos (los que tú
me diste)... Yo por ellos me sacrifico, para que ellos sean santificados por
la verdad... Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que
sean uno como nosotros somos uno... Quiero que donde yo esté, estén ellos
también conmigo, para que vean mi gloria” (Io., XVII, 1, 10, 19, 22, 24).

3
San Ireneo, Adversus Haereses, IV, 18.
31
En esta enseñanza de Jesús podemos encontrar los cuatro fines del
sacrificio de la misa inextricablemente entrelazados entre sí. La primera y
más importante función del Santo Sacrificio es la de dar gloría infinita a
Dios, y la segunda está estrechamente relacionada con ésta: darle una
correspondencia perfecta de oración y acción de gracias por toda su
bondad para con los hombres. Luego, debe ofrecerle una digna
propiciación por nuestros pecados, y obtener para nosotros, no sólo el
perdón de nuestras ofensas y del castigo que merecen, sino también todas
las gracias, todas las ayudas temporales y espirituales que necesitamos, a
fin de que su voluntad se cumpla en la tierra y nos unamos con Él en el
cielo. Ahora bien, es verdad que Dios es glorificado por todos los efectos y
frutos del Santo Sacrificio, pero hemos de recalcar el hecho de que, antes
que todo lo demás, el infinito valor objetivo de la Divina Víctima ofrecida
a Dios le da una gloria y una adoración infinita, no importa las
disposiciones de los que ofrecen el sacrificio y aparte de los frutos que
puedan obtener de él. Por consiguiente, la razón primaria de que este sacri-
ficio sea aceptable a Dios reside en la persona de la Víctima, el Verbo
Encarnado.
Todos los demás frutos y efectos del Santo Sacrificio se derivan de
esta gran verdad, que la inmolación de Jesús mismo, el Hijo de Dios, es
infinitamente grata a Dios y le da toda la gloria que le es debida.
Después de describir con algún detalle los imperfectos sacrificios de
la Antigua Ley, San Pablo continúa contrastándolos con el sacrificio de
Cristo, en el cual la tipología de aquéllos queda finalmente revelada y
explicada. Cristo es el verdadero Sumo Sacerdote, el sacerdote de ese
“nuevo testamento” que ha dejado anticuada a la vieja alianza y la ha
remplazado (Hebr., VIII, 13). En su único sacrificio verdadero, Cristo ha
ofrecido al Padre que está en los cielos, no la sangre de las ovejas o de los
machos cabríos, sino su propio Cuerpo y Sangre. Al hacerlo así, entra, no
en un “tabernáculo hecho por manos de hombres”, como hacía el sumo
pontífice judío cuando entraba en el santo de los santos a ofrecer la sangre
de la víctima a Dios, sino en el increado Santuario de los cielos (Hebr., IX,
11). El efecto del sacrificio de Cristo es el lavar nuestras almas del pecado
y el traernos otra vez a la amistad de Dios: “¡cuánto más la sangre de
Cristo, que por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios,
limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!”
(Hebr., IX, 14). “Una sola vez en la plenitud de los tiempos se manifestó
para destruir el pecado por el sacrificio de Sí mismo” (ídem, 16.)

32
Este sacrificio, consumado una vez por todas en el Calvario, está
representado y renovado en el Sacrificio de la Eucaristía. En verdad,
durante la Ultima Cena Jesús ofreció este Santo Sacrificio que había de
consumarse al día siguiente con el derramamiento de su preciosísima
Sangre, y desde aquella primera misa en el Cenáculo, no ha cesado de
hacer presente su sacrificio en todas partes, día tras día, por intermedio de
sus sacerdotes.
De aquí que la misa sea un verdadero sacrificio en el más estricto
sentido del término, constituyendo un solo sacrificio con el del Calvario.
No es un sacrificio únicamente en el sentido de un acto de alabanza,
de acción de gracias, un sacrificium laudis, sino la oblación e inmolación
por el pecado de una víctima que es Cristo mismo. Por consiguiente, este
sacrificio es algo más que una oración para impetrar el perdón. Es una
propiciación infinita por todas las ofensas que hayan sido cometidas contra
Dios. Y cada vez que la misa sea ofrecida, los frutos de nuestra Redención
se derraman de nuevo sobre nuestras almas. Uniéndonos con el sagrado
rito de la misa, y, sobre todo, recibiendo la Sagrada Comunión, entramos
en el sacrificio de Cristo. Morimos místicamente con la Víctima divina y
resucitamos de nuevo con Él a una nueva vida en Dios. Estamos libres de
nuestros pecados, somos, una vez más, gratos a Dios y recibimos gracia
para seguirle más generosamente en la vida de caridad y de unión fraternal
que es la vida de su Cuerpo Místico.
Sólo a la luz de esta doctrina de la vida eucarística como plena
participación en el sacrificio de Cristo podemos entender la teología moral
y mística de San Pablo. “Porque vuestra Pascua, Cristo, ya ha sido
inmolado”, dice. “Así, pues, festejémosla, no con la vieja levadura, con la
levadura de la molicie y la maldad, sino con los ázimos de la pureza y la
verdad” (I Cor., V, 7-8). “Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad
las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, pensad
en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida
está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra
vida, entonces también os manifestaréis con Él en gloría” (Col., III, 1-4).
Por lo que se refiere a este último pensamiento, recordemos que San Juan
establece una relación explícita entre la comunión eucarística y la resurrec-
ción del último día. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida
eterna, y yo le resucitaré en el último día (Io., VI, 54).
La misa es, pues, la Pascua de la Nueva Ley. En la sangre de la
Víctima divina no sólo somos librados del ángel vengador que mató a los

33
primogénitos de Egipto, no sólo salvados del poder del Faraón, sino que,
con Cristo, pasamos “de este mundo al Padre” (Io., XIII, 1).
El sacrificio de la misa, es, por consiguiente, la renovación del
sacrificio del Calvario. El mismo Sumo Sacerdote, Jesucristo, ofrece la
misma Víctima. Él mismo. La única diferencia está en la manera como se
ofrece el sacrificio. En el Calvario, Jesús entregó su vida sufriendo,
derramando su sangre por los pecados de los hombres. Resucitado de entre
los muertos, ya no morirá más. En los altares de su sacrificio, Él mismo
habla cuando el sacerdote que consagra pronuncia las palabras que
efectúan el milagro de la transustanciación. Son las mismas palabras que
Jesús pronunció por primera vez sobre el pan y el vino de la Ultima Cena.
“Este es mi Cuerpo” (Lc., XXII, 19). “Esta es mi sangre del Nuevo
Testamento” (Mc., XIV, 24). En la misa, Jesús cumple su promesa de que
Él beberá del fruto nuevo de la vid “con vosotros en el reino de mi Padre”
(Mt., XXVI, 29).
Cuando nos acercamos al altar a recibir la Hostia de las manos del
sacerdote, estamos místicamente presentes en aquella Ultima Cena en la
cual Jesús, con sus propias manos, partió el pan que había sido transforma-
do en su sagrado cuerpo y lo distribuyó entre sus Apóstoles. En virtud de
nuestra participación en este banquete sacrificial, entramos con plena
realidad, si bien todavía sacramental y místicamente, en el sacrificio de la
Cruz. Participando de los frutos de este Santísimo Sacrificio por medio de
la comunión, nos identificamos con la Víctima divina, y por este solo
hecho pasamos con Él, desde el mundo del pecado, hasta el perdón del
Padre y la luz de su divino favor.
He aquí cómo uno de los Padres de la Iglesia, San Cirilo de Jerusalén,
en el siglo IV, describe el sacrificio de la misa:
“Entonces, habiéndonos santificado por medio de himnos espirituales
(el trisagion), invocamos al Dios misericordioso para que envíe su Espíritu
Santo sobre los dones depositados ante Él (las especies sin consagrar de
pan y vino), para que transforme el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en
la Sangre de Cristo, ya que todo lo que el Espíritu Santo ha tocado queda
santificado y cambiado. Entonces, luego que el sacrificio espiritual se ha
realizado, imploramos a Dios la paz de la Iglesia, la tranquilidad del
mundo..., en una palabra, por todos cuantos necesitan ayuda suplicamos y
ofrecemos este sacrificio... Recordamos también a todos los que
duermen... en la creencia de que será un gran beneficio para sus almas...
Cuando le ofrecemos nuestras súplicas por los que duermen... levantamos

34
en ofrenda a Cristo, sacrificado por nuestros pecados, aplacando a nuestro
Dios misericordioso tanto por ellos como por nosotros mismos”4.

2. Adoración.

El mundo moderno no está demasiado familiarizado con la noción de


sacrificio ritual. Es preciso decir unas cuantas palabras sobre la naturaleza
del sacrificio para mostrar que la Eucaristía es un sacrificio en el sentido
más alto y puro, De hecho, no se puede comparar con cualquier otro rito
sacrificial.
En general, el sacrificio es un acto por el cual el hombre satisface la
ley de su naturaleza, que exige que exprese externamente, en un acto
significativo, su sumisión interior y su dependencia de un poder
“numinoso”. La idea de sacrificio es incomprensible si dejamos de verla
como la respuesta a un profundo sentido religioso de lo sagrado, de lo
“santo”. Si no es una expresión de una conciencia, al menos incipiente, de
la realidad de lo divino, el sacrificio no es más que un gesto vacío, incluso
en el plano natural. Y por lo mismo que la respuesta del hombre a lo santo
es tan tenue e inconstante, el sacrificio ritual en el plano natural tiende
justamente a degenerar en una vana observancia. Es este un signo de que la
acción externa no siempre corresponde a las realidades interiores y es-
pirituales de las que se supone es expresión, o, por lo menos, que la
respuesta interior del adorador ha sido falsificada y corrompida de una
manera que quizá no ha sido percibida por la conciencia moral del
oferente.
La respuesta psicológica normal a una conciencia de lo santo es la
sumisión y la adoración. El sacrificio es la expresión externa más poderosa
de la adoración interior. Es el ofrecimiento, la consagración, el “poner
aparte” un objeto que nos es necesario y precioso, de suerte que ya no sea
nuestro, sino que pertenezca a Dios. La manera normal de “poner aparte”
un objeto consiste en destruirlo, de modo que implique su “entrega” a Dios
al tiempo que nuestra renuncia a él. Mientras más alta y pura sea la
religión, más profundo es el sentido del acto sacrificial. Si una persona
tiene una idea pequeña de Dios, pequeña será también su idea del
sacrificio, y, en tal circunstancia, su sacrificio tendrá algo del carácter de
un “trato) con la divinidad, a la que se imagina necesitando y deseando las
cosas que los hombres necesitan y desean. La divinidad es considerada así
4
San Cirilo de Jerusalén, Catechesis Mystagogica, 5.
35
como alguien un poco más poderoso que el hombre, pero con los mismos
instintos y apetitos. En tales circunstancias, difícilmente se puede separar
la religión de la superstición.
Cuanto más ascendemos en la escala religiosa y nuestra noción de
Dios se hace más espiritual, más percibimos la infinita distancia que hay
entre Él y nosotros. Somos cada vez más conscientes de su absoluta tras-
cendencia, aunque, al mismo tiempo, no podamos menos de sentir su
omnipresente inmanencia. En el Antiguo Testamento se ofrecían al Dios
vivo sacrificios animales porque la mentalidad del pueblo era aun propensa
a la adoración idolátrica y se necesitaba algo que, impresionándole
vivamente impidiese deslizarse hacia los excitantes ritos de los dioses
terrestres de Canaán. Pero los profetas de Israel no vacilaron en reprochar
al complaciente sacerdocio levítico por su confianza en tales sacrificios.
Isaías preparó el camino para el nuevo testamento cuando dijo en nombre
de Yavé:
“¿A mí que la muchedumbre de vuestros sacrificios?, dice Yavé.
Harto estoy de holocaustos de carnes”, del sebo de vuestros bueyes
cebados, no quiero sanare de toros ni de ovejas ni de machos cabríos... No
me traigáis más varias ofrendas. El incienso me es abominable, neomenias,
sábados, fiestas solemnes; las fiestas con crimen me son insoportables.
Detesto vuestras ceremonias y vuestras festividades me son pesadas, estoy
cansado de soportarlas. Cuando alzáis vuestras manos, yo cierro mis ojos;
cuando hacéis vuestras muchas plegarias, no escucho. Vuestras manos
están llenas de sangre” (Is., I, 11-15).
Aquí empezamos a ver el desarrollo de una idea del sacrificio interior
en el cual el hombre se ofrece a sí mismo a Dios en lugar de ofrecerle
víctimas. Y, como lo explica el contexto del profeta, este ofrecimiento
interior de nosotros mismos consiste en la justicia, la misericordia y la
bondad para con los demás, actos de virtud por los cuales nuestra propia
alma, la parte más noble de nuestro ser, se consagra a Dios a través de las
intenciones buenas y espirituales. Sin embargo, este sacrificio interior
exige todavía ser expresado externamente en una acción ritual, porque el
hombre, siendo una criatura compuesta de alma y cuerpo, necesita ritos
exteriores. Estos ritos pueden hacer mucho por su vida interior y espiritual.
Además, el hombre es un ser social y el sacrificio es también un acto
social, un reconocimiento, por parte de la misma sociedad, de ciertos
valores espirituales que son el sine qua non de nuestra dedicación a Dios
como individuos y como grupo.

36
Actualmente, la idea de sacrificio que prevalece, aun entre ciertos
cristianos, les lleva a acentuar los aspectos morales y subjetivos de este
gran acto. El sacrificio tiende a ser considerado como la realización de un
acto difícil, que requiere valor y desprendimiento, y que trae consigo un
fruto y un aumento del mérito personal. Esto puede ser verdad en un
sentido, pero no debemos olvidar que la nota esencial del sacrificio reside
en su objetiva orientación a Dios. No es algo difícil que realizamos por
nosotros mismos o por nuestro pueblo. No es algo difícil que hacemos por
Dios con la exclusiva intención de mejorar nuestras relaciones con Él. Es
un acto de adoración estrictamente debido a Dios, una expresión, una
manifestación, un “testimonio” de nuestra posición real con respecto a Él
y, por consiguiente, un testimonio de su infinita santidad, bondad y poder.
En una palabra, el sacrificio no es un acto de templanza o de fortaleza que
nos hace subjetivamente más santos (aunque, en un sentido lato, también
puede suceder esto). Es, por encima de todo, un acto de justicia, de
adoración. Es un reconocimiento de la realidad, una aceptación de nuestro
puesto como criaturas que pertenecen a su Creador y que deben usar de su
libertad para conocer y cumplir el destino que Él les ha señalado. Es un
reconocimiento del pecado, un intento de reparación. Es una demanda de
perdón. Da gloria a Dios.

3. Expiación.

Sería un grave error el construir una teoría a priori del sacrificio


basada en nociones tomadas del orden natural y tratar luego de explicar el
sacrificio de la misa, fundándose en que se adapta a una definición común
aplicable a todos los sacrificios. El Sacrificio de la Eucaristía es de una
clase completamente aparte, y aunque posea ciertos rasgos comunes con
los otros sacrificios, no es porque deba nada al orden natural. Más bien, lo
que ocurre es que los sacrificios naturales, por el hecho de ser ordenados
por el Dios de la naturaleza, reflejaban algo oculto en la mente de Dios,
algo que Él intentaba manifestar con más perfección en el sacrificio único
que el Hijo de Dios mismo ofrecería al Padre.
Podría decirse, sin embargo, que el elemento común a todos los
sacrificios es el es fuerzo por reconciliarse con Dios; es decir, la expiación.
De hecho, la pureza de un sacrificio corresponde a la pureza de la noción
de reconciliación que implica. Y, a su vez, esto depende del concepto de
apartamiento de Dios que nos hace desear el reconciliar nos con Él.

37
Con objeto de entender mejor nuestra necesidad de reconciliación
con Dios, conviene distinguir entre sentimiento contrito del pecado y
sentimiento de culpabilidad. No siempre la distinción entre ambos
aparecerá claramente, ya que a veces se superpone. Hasta cierto punto se
confunden. Sin embargo, por sentimiento contrito del pecado entiendo una
cosa verdadera y saludable, y por sentimiento de culpabilidad entiendo
algo que tiende a ser falso y, por consiguiente, patológico.
Ambos a dos nos producen un sentimiento de apartamiento de las
fuentes de nuestra vida. Manifiestan dos reacciones diferentes a la
conciencia de que no somos lo que debíamos ser. Lo que llamo
sentimiento del pecado implica el reconocimiento doloroso de que hemos
usado nuestra libertad contra nosotros mismos y contra Dios. Que hemos
hecho de nosotros mismos algo para lo que no estábamos destinados,
desobedeciendo así la voz de la verdad divina que nos hablaba en lo recón-
dito de la conciencia.
Entiendo también por sentimiento de pecado la percepción de un
hecho positivo, no una ilusión. Es la señal de que estarnos, de hecho,
apartados de la verdad y del amor de Dios. Hasta cierto punto nos muestra
la causa de este apartamiento. El sentimiento contrito del pecado nos
mueve a buscar el perdón y la reconciliación con Dios mediante una nueva
adaptación a la realidad. En consecuencia, hace que deseemos cambiarnos
a nosotros mismos. Nos lleva a transformarnos en seres nuevos. Y nos
torna a Dios en la esperanza de que Aquel que nos hizo nos pondrá otra
vez de acuerdo con la verdad que Él conoce mejor que nosotros, ya que Él
es esa Verdad.
Por su parte, el sentimiento de culpabilidad puede muy bien surgir de
la percepción de un desorden moral positivo en nuestra vida. Pero en el
sentido peyorativo que yo le doy, se trata de algo completamente diferente
del sentimiento del pecado. En primer lugar, no implica ningún deseo
eficaz de cambiar, ningún impulso real para convertirse en algo bueno. No
busca la verdad y sí únicamente la posesión indiscutible de sus propias
ilusiones. De aquí que sea morbosamente servil y no se atreva a
enfrentarse con la realidad. El hombre que experimenta el sentimiento de
culpabilidad, de ninguna manera quiere sentirse culpable. Pero tampoco
quiere ser inocente. Quiere hacer lo que sabe que no debe hacer, sin tener
que sufrir las consecuencias. Ahora bien, con mucha frecuencia este
sentimiento de culpabilidad no es más que una ilusión. Es de experiencia
común que uno puede “sentirse” mucho más manchado y degradado por
una falta que es objetivamente trivial que por un pecado verdaderamente
38
serio, y la emoción de vergüenza no siempre es señal cierta de ofensa
moral. Al contrario, un hombre puede a veces sentirse avergonzado de algo
que, de hecho, debería ser un motivo de satisfacción.
El tipo de “sacrificio” dictado por este particular sentimiento de
culpabilidad será, por consiguiente, un acto fútil y supersticioso, cuyo
principal objeto no es el agradar a Dios, sino, simplemente, el calmar la
ansiedad. Puede ocurrir que se considere a Dios como aquel a quien se
ofrece el sacrificio, pero entonces aparecerá desfigurado bajo nuestros
temores proyectados. Cuanto más intenso sea el sentimiento de
culpabilidad y más profundo el conflicto en el que la culpa misma arrai-
gue, tanto más violenta, sangrienta y perversa será la naturaleza del
sacrificio.
La historia de nuestro tiempo ha sido forjada por dictadores cuyos
caracteres, con frecuencia transparentes, estaban llenos de culpabilidad
reprimida, odio a sí mismos y sentimientos de inferioridad. Se las han arre-
glado para atraerse el apoyo de sólidas masas de hombres movidos por los
mismos impulsos reprimidos que ellos. Las guerras que han emprendido
unos centra otros han sido el sacrificio que las masas, degradadas por el
totalitarismo, han ofrecido en una autoidolatría fanática, que nunca logra
calmar completamente la náusea producida por el odio a sí mismo.
Era necesaria esta digresión sobre los indecibles males morales de
nuestro tiempo. Para una mentalidad como la que hemos descrito,
posiblemente la Eucaristía no tendrá gran significado. Cierto es que no
puede revelarnos su profundo sentido a menos que, objetivamente,
deseemos reconciliarnos con Dios, en lugar de un simple calmar nuestro
sentimiento subjetivo de culpa y de ansiedad. Lógicamente, esto requeriría
hablar del bautismo antes de seguir adelante con la Eucaristía, pero sería
demasiado largo. Basta decir que el efecto curativo del bautismo, la con-
firmación y la penitencia —y, en los casos necesarios, la extremaunción—
nos ha sido dado para reparar y resistir este gran mal del pecado en
nuestras almas y para adaptamos objetivamente a la realidad sobrenatural.
El significado del sacrificio de la Eucaristía sólo es accesible al que
tiene conciencia de quién es Dios, qué es el pecado, qué somos nosotros,
quién es Cristo y qué es lo que ha hecho por nosotros. Esto presupone una
formación espiritual que no es posible sin el don de la fe. A su vez, la vida
sacramental de la Iglesia promueve y ensancha la vida de fe. La fe y los
sacramentos son dos canales por los que los méritos de la Pasión de Cristo
se aplican a nuestras almas. En palabras de Santo Tomás, una fuerza
espiritual irradia del Cuerpo de Cristo, hipostáticamente unido al Verbo.
39
Esta fuerza actúa en nuestra alma si entramos en contacto con Él, un
contacto que se realiza por medio de “la fe y de los sacramentos” 5.
En otra parte, nos recuerda Santo Tomás que la Eucaristía no sólo
aplica a nuestras almas los méritos de la Pasión, sino que contiene a Cristo
mismo que sufrió por nosotros. Es claro que en el sacrificio de la misa
entramos en el contacto más estrecho posible con el Cuerpo de Cristo,
autor de toda santificación en el acto mismo por el cual Él quita los
pecados del mundo. Es, en verdad, una expiación objetiva.
Y ¿cuál es la fuente de la fecundidad de este sacrificio? El infinito
valor del Cuerpo y Sangre de Cristo y el poder infinito de su caridad. Para
empezar, Él es una persona divina, el Verbo de Dios. El valor de sus actos
es infinito, pues que son divinos. Pero desde el momento que son
realizados por un hombre —una naturaleza humana unida a Dios— y para
hombres, son todos aceptables a Dios como una ofrenda de la propia
humanidad. En Cristo, la humanidad vuelve a ser sobrenaturalmente grata
a Dios y capaz de unirse con Él.
Mientras menos conciencia tengamos de la realidad de Dios, tanto
menos sentiremos la necesidad de reconciliarnos con Él, La idea objetiva
del sacrificio como acto de adoración debido a Dios en justicia se pierde
mucho antes que el sentido subjetivo del valor de los “sacrificios” que
exigen fortaleza moral y nos hacen más perfectos y mas virtuosos. Incluso
entre los católicos que meditan en su fe, es frecuente que la misa se
considere, ante torio, más como una exposición de las virtudes y
sufrimientos que uno puede ver en la Pasión de Cristo, que como un acto
de adoración y de satisfacción objetiva ofrecido por Él a su Padre. Las
virtudes y sufrimientos de Cristo, de ningún modo deben ser ignorados,
fiero tampoco debernos olvidar que el valor objetivo de su sacrificio y este
valor objetivo es infinito en si mismo— proviene del hecho de que su
oferta fue aceptable a Dios y recibida por Él “en olor de suavidad”. En
otras palabras, la cosa más importante en el sacrificio del Calvario y en la
misa, no es el hecho de que sean una exposición del sublime heroísmo de
Cristo, sino, ante todo, el que ello sea grato a Dios. La incapacidad para
comprender esto mostraría claramente que nuestra espiritualidad no está
fundada tanto en el deseo de agradar a Dios, cuanto en el deseo de un
heroísmo personal. Y esto podría degenerar fácilmente en puro narcisismo
y en el deseo de exhibirnos a nosotros mismos a los ojos de los hombres.
5
Passio Christi, licet sit corporalis, habet tamen spiritualem virtutem ex divinitate
unita: et ideo per spiritualem contactum efficaciam sortitur, scilicet per fidem et fidei
sacramentum. Summa Theologica, III. Q. 48, a. 6, ad. 2.
40
Practiquemos, pues, una honda estimación de los elementos, tanto
objetivos como subjetivos, del sacrificio de la misa. Pero, ante todo,
pongamos en primer lugar lo que tiene el primer lugar. La misa es el más
grande de todos los actos de adoración, no sólo porque es el que más nos
santifica, sino también, y ante todo, porque es el que más gloria da a Dios
y le agraria más que todas las cosas del mundo. Por supuesto, ambas cosas
son realmente una, en el sentido de que Dios se complace por excelencia
en el acto en el que ha decretado mostrarnos, de la manera más eficaz, su
misericordia; y tal es, justamente, la misa.
La Resurrección de Cristo fue el signo de que Dios había aceptado su
sacrificio; de ahí que, cuanto más objetiva sea nuestra apreciación de la
misa, tanto mejor comprenderemos que, como dice bien el sacerdote
después de la Consagración, es un memorial de la Pasión, Resurrección y
Ascensión de Cristo. Lejos de dividir nuestra atención y “distraernos” del
gran hecho redentor de la muerte de Cristo en la Cruz, esta perspectiva
más amplia lo que hace es darnos una conciencia más profunda aún del
poder y significado de la Cruz. Pues, como dice San Pablo, fue porque
Jesús se hizo obediente hasta la muerte de Cruz, por lo que Dios le exalto y
le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble
la rodilla cuanto hay en los cielos y en la tierra y en los abismos (Phil, II,
9).
Mejor que nada, la liturgia nos enseña cómo guardar un perfecto
equilibrio entre los aspectos objetivo y subjetivo de la misa, conservando
un perfecto sentido de la proporción y de la armonía entre la virtud y lo
ascético, que es lo propio de la vida cristiana. No hay sino consultar
algunas oraciones del misal, especialmente las oraciones secretas de las
misas más antiguas, para darse cuenta de esta gran verdad.
Por ejemplo. El sacrificio de la misa santifica nuestro ayuno
cuaresmal y le da un carácter más profundo, más interior, más espiritual6.
Gracias a la poderosa virtud de este sacrificio nos volvernos, purificados, a
la fuente de su acción: Haec sacrificia nos, omnipotens Deus, potenti
virtute mundatos, ad suum faciant purioren venire principium7. De este
sacrificio recibimos “remedios eternos” 8 para todas nuestras debilidades y
pecados. La acción del sacrificio nos convierte también en víctimas
6
Praesentibus sacrificiis, quaesumus Domine, jejunia nostra sanctifica, ut quod
observantia nostra profitetur extrinasecus, interius operetur. Secreta, Sábado de
Témporas de Cuaresma.
7
Secreta, Lunes Santo.
8
Poscomunión. Sábado de Témporas de Cuaresma
41
espirituales dignas de ser ofrecidas a Dios9. En una palabra, “siempre que
esta salvadora víctima es ofrecida, la obra de nuestra Redención se
realiza”10.
Todo lo que la liturgia dice o puede decir sobre el valor de la misa
está resumido en las palabras con las que Jesús entregó a sus Apóstoles
este gran sacrificio y les ordenó sacerdotes para siempre: “Haced esto —
dijo— en memoria de mí” (Luc., XXII, 19). Si ofrecemos el sacrificio de
la misa plenamente conscientes de que es el sacrificio del Hijo de Dios
hecho hombre, recordaremos ante todo su infinito valor objetivo a la vista
de Dios, y recordaremos al propio tiempo el amor con que Jesús “nos amó
hasta el fin”.
La misa es el ofrecimiento de la sangre del nuevo “testamento”. A
San Pablo le gusta jugar con la palabra testamento, que no sólo significa
alianza o pacto, sino también testamento en el sentido de última voluntad.
La misa es el supremo don y legado de Cristo a su iglesia. Aquí nos
encontramos otra vez enfrentados con una noción muy concreta y objetiva
del carácter de este único verdadero sacrificio. La liturgia nunca se cansa
de recordarnos que la misa es nuestra posesión, nuestra herencia. Es
nuestro sacrificio. ¡Qué caro es este sentimiento al corazón católico! Una
mañana tras otra estamos acostumbrados a oír al sacerdote que, al final del
ofertorio, se vuelve hacia nosotros y nos pide: (“Rogad, hermanos, para
que vuestro sacrificio y el mío sea aceptable” a los ojos de Dios. También
en el momento antes de la consagración, el sacerdote extiende sus manos
sobre la oblata y ruega a Dios que acepte (“esta oblación de nuestro
servicio y de toda tu familia”.
Nunca podemos olvidar, por consiguiente, que si Jesús se entregó a Sí
mismo para gloria de Dios en el Calvario, también, al mismo tiempo, se
entregó por nuestra salvación. En su oración de Sumo Sacerdote, que
parece ser el modelo sobre el cual se compuso el Canon de la misa, dice
Jesús: “Y yo por ellos me santifico (es decir, me ofrezco a mí mismo como
sacrificio santo), para que ellos sean santificados por la verdad. Pero no
ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que
todos sean uno” (Io., XVII, 19-20). Y los Apóstoles a los que ordenó
aquella noche no sólo salieron a predicar su palabra, sino que ordenaron a
otros sacerdotes que transmitieran, a su vez, el sacerdocio de Cristo a
nuevas generaciones, de suerte que en todas las edades el mundo

9
Secreta, Lunes de Pentecostés.
10H
Serreta, Lunes 9 después de Pentecostés
42
participase en el sacrificio que Cristo legó, como su tesoro más preciado, a
su amada Esposa la Iglesia.
En ningún sitio como en la misa vemos tantos aspectos de la
multiforme caridad del Verbo hecho carne. Ante todo, ahí está el amor que
le llevó, siendo igual al Padre, a anonadarse y a tomar forma de siervo, ha-
ciéndose semejante a los hombres (Phil., II, 7). Pero no sólo se hizo
hombre para vivir con nosotros, enseñarnos, formarnos, sanar nuestras
enfermedades, darnos esperanza. Vino también para morir por nosotros la
muerte más ignominiosa y en medio de los más grandes tormentos. Por
nosotros acepta todas las injusticias e ignominias posibles. Pero también
aquí vemos su amor por el Padre. Pues al morir para salvarnos, satisfizo
también el amor de su Padre por nosotros y efectuó nuestra unión con el
Padre. Y, finalmente, satisfizo a su propio amor por su Padre. Esto lo hizo,
no solamente muriendo en obediencia a la voluntad del Padre, como todos
sabemos, sino, ante todo, aceptando la muerte con plena conciencia de
que, al tercer día, resucitaría, por el poder de Dios, de entre los muertos.
En las misteriosas palabras que brotan de labios del Salvador en el
Evangelio que cuenta el momento que preceden inmediatamente a la
Pasión, vemos este motivo, el más profundo de los que Cristo tuvo para
aceptar su Cruz:
“Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y que diré? ¡Padre, líbrame de
esta hora! ¡Mas, para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu
nombre” (Io., XII, 27).
“Pariré, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te
glorifique... Yo le he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra
que me encomendaste. Y ahora tú, Padre, glorifícame en ti mismo con la
gloria que tuve en ti, antes que el mundo existiese” (Io., XVII, 1-5).
Esta glorificación del Padre en el Hijo consiste, principalmente, en la
resurrección de Cristo de entre los muertos y en su ascensión a los cielos.
Pero consiste también, y esto es esencial, en compartir la resurrección con
todos aquellos a los que el Padre ha “escogido” para ser miembros de su
Hijo. El Padre debe ser glorificado en nosotros a través de la misa, que nos
comunica los méritos de la Cruz y la gloria de la Resurrección.
“He manifestado tu nombre a los hombres que me has dado de este
mundo. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra... Y yo les
he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nos-
otros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la

43
unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como tú
me amaste” (Io., XVII, 6, 22-24).
El sacrificio de la Eucaristía es, por ende, infinitamente glorioso, no
sólo por el hecho de que representa la inmolación del Hijo Encarnado de
Dios, sino porque trae al Cristo resucitado, en su carne glorificada y
transfigurada, a los miembros de su Cuerpo Místico. Los junta en unidad,
como Él es uno con el Padre. Los suelda en la llama de una caridad
infinita, el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Al hacerlo así,
manifiesta, bien que misteriosamente, la gloria del Padre. Hasta aquí, sólo
vemos el misterio a través de un cristal, oscuramente; a través de los velos
de la fe. Pero día a día nos vamos acercando a la hora final en que se
revelará ante nosotros, y entonces veremos la gloria total del “sacrificio”
eterno que se perpetúa en los cielos en la gloría de la visión beatífica.
“Pero Jesús, habiendo ofrecido un sacrificio por los pecados para
siempre, se sentó a la diestra de Dios... Con una sola oblación perfeccionó
para siempre a los santificados. Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la
sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Santuario que Él nos abría
como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne...
acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados los
corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura”
(Hebr., X, 12, 14, 19-22).

4. Agape.

Todo cuanto se ha dicho sobre la Eucaristía como sacrificio es


insuficiente para darnos una idea real de este misterio. En la medida en que
confinamos nuestros pensamientos dentro de las perspectivas y
limitaciones de la virtud de la religión, que es una parte de la justicia, no
podemos ver el significado real del sacrificio y del sacramento de la
Eucaristía. El sacrificio de la misa es, ciertamente, un supremo acto de
adoración. Pero es algo más. Y si somos incapaces de ver este “algo más”,
seremos también incapaces de hacer perfecta nuestra adoración. Y así, es
preciso dejar claramente establecido que, para adorar a Dios perfectamente
en el sacrificio y en el sacramento de la Eucaristía, hemos de amarle a Él.
Hemos de entrar por el amor en una unión íntima con Él. Hemos de ser
conscientes del hecho de que este sacrificio nos sumerge en la vida misma
de Dios, que es amor. Hemos de ver que la adoración y el homenaje que

44
Dios nos pide no puede ser nada menos que una unión completa de amor
con Él.
Una vez más, debemos recordar que nuestra visión del sacrificio de la
misa no debe quedar torcida y caricaturizada por un contacto demasiado
próximo con las ideas paganas y naturales de sacrificio.
En todas las ideas naturales del sacrificio y aun en los sacrificios de
la Vieja Ley, encontramos que la función del sacrificio es la de aportar un
testimonio de la grandeza y el poder de Dios al cual se oí rece. Y tiende
también el sacrificio a propiciar el poder divino y a efectuar una unión
moral entre Dios y aquellos que lo ofrecen. El sacrificio es un signo de que
Dios y el hombre están de acuerdo; de que el hombre reconoce el hecho de
que Dios puede ser bueno para él. El hombre muestra su deseo de que la
benevolencia de Dios para con él continúe. Y promete vivir una vida digna
de esa benevolencia.
El sacrificio pascual de los judíos es, con tocio, algo mucho más
preciso y definido que el vago reconocimiento de un poder divino.
Conmemora un particular hecho histórico, por el cual Dios manifestó, no
sólo su poder, sino también, y sobre todo, su voluntad de escoger para Sí,
de entre los hombres, un pueblo particular que habría de ser su pueblo. El
sacrificio pascual conmemora, pues, no sólo el rescate de los judíos de
Egipto, sino también la creación del pueblo escogido, el pueblo de Dios, la
nación que iba a ser gobernada directamente por El, apreciada, guiada,
enseñada, formada, nutrida, vestirla y defendida por El. De aquí que los
sacrificios de la Antigua Ley tengan una significación especial. No sólo
expresan el deseo de los hombres de adorar a Dios, Ser Supremo.
Testifican el hecho de que el pueblo de Dios es, de verdad, su pueblo, que
ellos le pertenecen y viven por la voluntad de leí. Son la expresión de una
unión particularísima con Dios: una unión con El que Es. Son el signo de
que Israel es fiel al Dios vivo, fiel a la realidad, mientras que la adoración
del idólatra es una adoración de algo irreal. En todo esto, los sacrificios de
la Antigua Ley prefiguran el perfecto sacrificio de la Nueva.
Hemos dicho que la prueba de nuestras ideas sobre el sacrificio reside
en el grado de pureza de la idea de Dios al cual se o frece el sacrificio.
El Dios del Cristianismo no es el dios del animismo o el fetichismo,
ni el espíritu que habita en una cosa, ni la objetivación de una fuerza
natural, ni la personificación de algo. Ni es únicamente el Dios de la
filosofía: el “Sor Supremo”, el “Absoluto”, el “Primer Motor”, la
inteligencia infinita que se conoce a sí misma y en cuyo conocimiento

45
todos los demás seres son conocidos. La enseñanza cristiana sobre Dios
está basada en una revelación que brota de la oscuridad de un miste no
trascendente, una revelación redactarla en términos humanos porque se
dirige a hombres, pero manifestando un misterio que los conceptos
humanos no podrán nunca delimitar o contener. La idea cristiana de Dios
está contenida en tres palabras del Apóstol San Juan: O Theós agape estín.
“Dios es amor” (I Io., IV, 8).
Con objeto de darnos alguna idea acerca de lo que es Dios, San Juan
apela a la actividad más alta y más pura del espíritu humano, la expresión
más noble de la vida del hombre en tanto que es ser inteligente. De esta
forma, nos da un cierto punto de partida desde el que podemos llegar hasta
un conocimiento experimental de Dios. “¿Sabéis qué es el amor? ¿Sabéis
lo que es levantarse por encima de vosotros mismos mediante una
desinteresada entrega al bien de los demás, de suerte que os volváis a
encontrar en los otros más allá y por encima de vosotros mismos? ¿Sabéis
lo que significa realizar la plenitud de vuestra vida dedicándoos al bien de
todos los hermanos unidos, con los cuales formáis una sola cosa?
¿Conocéis esa actividad pura, espiritual, que une a muchos individuos en
una sola persona mística, al tiempo que los eleva a una nueva perfección
de su propia personalidad individual? Entonces podéis empezar a
comprender algo de lo que Dios es.”
La palabra que emplea San Juan para designar al amor no es eros,
sino agape. La palabra no designa una pasión que brota de las
profundidades de nuestra propia indigencia y grita a los otros para que
satisfagan nuestro deseo. Agape es el amor que rebosa y da de su plenitud,
no el hambre que vocea desde las profundidades de su propio vacío. El
amor humano, por naturaleza, no puede ser nunca puro agape. Por lo
mismo que somos contingentes e insuficientes, nuestro amor contiene
necesariamente un elemento de eros, o de pasión, surgiendo de nuestra
pobreza y anhelando la satisfacción de nuestras necesidades. Dios, que
nada necesita, puede darse a Sí mismo sin límite, y su amor —el amor que
Él es— es una donación infinita de Sí mismo, eternamente henchida de la
plenitud de su propia donación. Por eso Dios es a la vez infinitamente rico
e infinitamente pobre, infinitamente grande e infinitamente humilde, tan
por encima de todas las cosas, que puede colocarse debajo de todo sin que
nadie vea la diferencia, porque, dondequiera que esté, está a la vez arriba y
abajo, a la vez a nuestro lado y más allá de nosotros, dentro de nosotros y
fuera de nosotros, más profundo en nosotros que nosotros mismos, y, sin

46
embargo, tan infinitamente más allá de nosotros que jamás podremos
alcanzarle.
Para que el agape entre en el espíritu del hombre. Dios debe revelar y
dar su propio amor, su propia vida al hombre. La caridad (agape) del
cristiano es, pues, algo esencialmente distinto y mucho más puro que el
más puro y desinteresado amor natural del hombre por sus semejantes. Es
algo completamente nuevo, una manifestación de Dios viviendo en la
humanidad y revelando su propia naturaleza por el amor con el que decretó
unir a Sí y entre ellos mismos a todos los hombres, incorporados a su
misterio.
¿Qué es el agape divino? ¿Qué es esta caridad que constituye la
verdadera naturaleza de Dios? La teología describe el Amor que es la
naturaleza de Dios cuando nos expone el dogma de las tres Personas de
Dios unidas en una sola Naturaleza. La sublime doctrina de la Trinidad es
una elucidación de lo que está contenido en las palabras de San Juan:
“Dios es amor”. Decir que Dios es un Padre del cual procede un Hijo que
está unido a Él en un Espíritu, es decir que Dios es una “donación” infinita
de vida, en la que las tres divinas Personas subsisten dándose a sí mismas
mutuamente. Más que en ningún otro sitio, es aquí importante el evitar que
se mezclen imágenes humanas en los misterios de Dios. La Iglesia permite
indulgentemente la representación pictórica de la Santísima Trinidad, pero
si realmente queremos comprender algo de este misterio inefable, lo mejor
que podemos hacer es empezar por alejar todos esos cuadros de nuestra
imaginación.
Precisamente, el gran medio que la Iglesia nos ha dado para entrar en
el misterio de la Santísima Trinidad es el sacramento y el sacrificio de la
Eucaristía. En lugar de intentar imaginar el Padre, Hijo y Espíritu Santo,
debemos fijar nuestros ojos en la Sagrada Hostia y recordar las palabras de
Jesús en la última Cena: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo
dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el
Padre en mí?” (Io., XIV, 9-10).
Entramos en el misterio de la Santísima Trinidad, no tanto pensando e
imaginando, como amando. El pensamiento y la imaginación llegan pronto
a los límites más allá de los cuales ya no pueden pasar, y estos límites son
infinitamente pequeños ante la realidad de Dios. Pero el amor, traspasando
todos los términos y volando más allá de las limitaciones con las alas del
mismo Espíritu de Dios, penetra en las verdaderas profundidades del
misterio y aprehende a Aquel que nuestra inteligencia es incapaz de captar.
“Pues Dios nos la ha revelado (la sabiduría) por su Espíritu, que el Espíritu
47
todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios” (I Cor., II, 10). “Todo
el que vive es nacido de Dios y a Dios conoce... A Dios nunca le vio nadie;
si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su
amor es en nosotros perfecto. Conocemos que permanecemos en Él y Él en
nosotros en que nos dio su Espíritu” (/Io., IV, 7, 12, 13).
El sacrificio de la misa es el misterio ritual que reproduce y hace
presente entre nosotros el gran acto del Verbo Encarnado que más libre y
plenamente manifiesta sobre la tierra y en el tiempo la intemporal y
suprema perfección del agape divino. Este acto fue el misterio de su
muerte en la cruz.
El amor del Padre por el Hijo irrumpe desde las profundidades del
misterio de la Trinidad y se manifestó fuera de Dios cuando el Padre dio a
su Hijo bienamado por la humanidad. En la Encarnación, el amor del
Padre por el Hijo se prolongó hasta abrazar a la humanidad en la misma
unidad del Espíritu en el cual el Hijo es uno con el Padre. Jesús, a su vez,
muriendo en la cruz, manifestó al mismo tiempo su amor por el Padre y su
amor por la humanidad; pues era al mismo tiempo la voluntad de Dios y
nuestro mejor interés que Él muriese por nosotros, ya que de ello dependía
nuestra salvación. En la muerte de Jesús en la cruz vemos al único amor,
que es Dios, y vemos a las tres divinas Personas amándonos mutuamente,
y nosotros mismos quedamos cogidos en el lazo del amor, el circuito de
mutua donación que las une entre sí.
“Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo” (Io.,
III, 16). “En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por
nosotros; y nosotros debemos dar nuestras vidas por nuestros hermanos” (I
Io., III, 16). “La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios
envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por Él... y
hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por
Salvador del mundo” (I Io., IV, 9, 14).
El amor por el cual el Hijo lo recibe todo del Padre y se da a Sí
mismo en retorno al Padre es, en el corazón de Dios, el eterno “sacrificio”
en el que el Hijo reconoce el amor del Padre. Este sacrificio perfecto se
consuma en el fuego del Espíritu Santo, un sacrificio, no de muerte, sino
de vida; no de pena y destrucción, sino de alegría suprema y fecunda; de
esta alegría brota, no sólo la creación entera, sino también todas las demás
obras en las que se manifiesta externamente el agape divino. La más
perfecta de tales obras es la muerte redentora de Cristo en la cruz, y esta
obra se perpetua en nuestros altares por el sacrificio y el sacramento de la
Eucaristía.
48
Resulta claro, por consiguiente, que, para apreciar el sentido pleno
del sacrificio eucarístico, debemos recordar que la misa, al hacer presente
el gran misterio redentor de la Cruz, por ese mismo hecho manifiesta, en
misterio, el agape que constituye la esencia secreta e inefable de Dios
mismo. Lo que en la misa contemplamos es la realidad misma del amor de
Dios. Y nosotros entramos en esta realidad. Estamos encerrados en el abra-
zo del Espíritu Santo de verdad y amor, el lazo que une al Verbo y al
Padre. Adquirimos la capacidad de unirnos a nosotros mismos con el
Verbo en el gran acto de amor sacrificial por el cual Él dio testimonio
sobre la cruz de su amor por el Padre y por nosotros. Y, al mismo tiempo,
nos unimos —en el corazón mismo del Misterio— con el amor eterno en
virtud del cual el Verbo ofrece su infinito “sacrificio” de alabanza al Padre
en las profundidades de la Santísima Trinidad.

49
III. — VED QUE ESTOY CON VOSOTROS

1. La presencia real.

Es hora ya de mirar más de cerca el dogma de la presencia real de


Jesucristo en la Santa Eucaristía.
El Concilio de Trento (sesión XIII, canon I) define claramente la
verdad que es el verdadero fundamento de toda la vida y la adoración
cristianas. “En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se contienen
verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y sangre de Nuestro Señor
Jesucristo, junto con su alma y divinidad, es decir, todo Cristo.” Así, pues,
la presencia de Cristo en este sacramento es a la vez real e integral. Es una
presencia real porque el Santísimo Sacramento no es meramente un signo
o símbolo de Cristo en cuanto “Pan de vida”. Ni es simplemente una figura
que despierta nuestra fe y devoción y mueve nuestros corazones a una
caridad mayor para con Dios y nuestros semejantes. Ni simplemente actúa
sobre nosotros a través del sacramento. Está presente en las especies
consagradas, no sólo por su actividad, sino en sustancia, y esto es
justamente lo que diferencia a la Eucaristía de todos los demás sa-
cramentos y la eleva tan por encima de todos ellos. El Santísimo
Sacramento no sólo da gracia como instrumento de Cristo Santificados
sino que contiene al que es la fuente y autor de toda santidad: ipsum
sanctitatis fontem et auctorem continet11.
Esta es la única forma en que la Iglesia ha interpretado siempre la
clara afirmación de Jesucristo cuando Él mismo bendijo el pan, lo partió y
lo dio a sus discípulos diciendo: “Este es mi cuerpo”. Sólo cuando ya
habían pasados varios siglos se empezó a poner en duda la presencia real
de Cristo en la Eucaristía por alguien que se proclamaba cristiano.
Más aún: las especies consagradas de pan y vino contienen el Cuerpo
de Cristo como efecto directo de las palabras de la consagración. Pero no
11
Catechismus Concilii Tridentini, II, 4, I.
50
sólo el Cuerpo de Cristo está allí. Todo cuanto pertenece a la integridad de
su Persona está también presente con su Cuerpo, por virtud de la
concomitancia. Al enumerar el Cuerpo y la Sangre, Alma y Divinidad del
Señor, el Concilio de Trento no reducía a Cristo a una colección de
fragmentos, y menos aún a abstracciones, sino cumpliendo solamente su
deber de establecer claramente la creencia de la Iglesia en la totalidad de la
presencia real de Cristo. Lo que tenemos en la Eucaristía no es simple-
mente un objeto mental compuesto de seis o siete conceptos fundidos en
uno. Tenemos una Persona, y aun mucho más de lo que podemos concebir
por la palabra “persona”.
Aun en sentido humano, toda persona viviente es, en virtud de su
espiritualidad y concreción, un misterio existencial que no podemos
penetrar mediante el análisis. Pero aquí tenemos no sólo el misterio de un
alma humana en toda su intimidad espiritual única, no ya la persona
humana en su inefable concreción de la vida y autodeterminación es-
piritual, sino una naturaleza humana unida al Verbo de Dios, subsistiendo
en una Persona divina. El misterio de la Encarnación ya es bastante
profundo en sí mismo; pero cuando Cristo vivió entre nosotros como una
Persona histórica, al menos era evidente su humanidad, aunque la
divinidad permaneciese oculta. Pero aquí, en este admirable Sacramento,
tanto la humanidad como la divinidad están ocultas. Y, sin embargo, el
sacramento es Cristo, todo Cristo, real e integralmente presente en cuanto
a Persona.
Todo cuanto pertenece a la realidad del cuerpo humano está aquí.
Todo cuanto es propio de su alma, todo cuanto hace de Él una Persona,
todo cuanto es en cuanto Cristo, Hijo del Hombre, Hijo de Dios; todo está
presente aquí. Como la iglesia nos enseña, en este sacramento tenemos al
mismo Cristo que nació de la Virgen María y que ahora se sienta en la
gloria a la diestra del Padre12.
Cuando todo esto ha sido dicho, nos encontramos todavía en el
umbral del misterio de la Eucaristía en cuanto sacramento. En los
sacramentos, nos encontramos con un orden de realidad absolutamente
único, y hemos de tener esto en cuenta para apreciar el misterio de la
Eucaristía. La Eucaristía no es una oblea de pan ázimo que, de alguna
forma, contiene el Cuerpo de Cristo. Ya no es pan. Ya no posee el ser o
naturaleza de un objeto material. Cierto es que permanecen los accidentes
12
Verum Christi Domini Corpus, illud, quod natum ex virgine in coelis sedet ad
dexteram Patris, hoc Sacramento contineri. Catechismus Concilii Trideniini, II, 4,
26.
51
sensibles del pan, pero no son inherentes a ninguna sustancia. El Ser que
está presente es totalmente invisible, pues Cristo, en este sacramento, sólo
está presente en el modo de la sustancia. La sustancia de una cosa es su
aptitud para existir por sí misma, su poder de ser ella misma. La sustancia
es lo que responde a la pregunta: ¿qué es? Ahora bien, precisamente en la
Santa Eucaristía cuando hacemos esta pregunta con respecto a la Hostia
consagrada, hemos de escuchar la respuesta de la fe, que responde con las
palabras de Cristo: “Este es mi cuerpo”. Las palabras “mi cuerpo”
designan el único ser sustancial que ahora está presente. Ya no queda nada
de la sustancia del pan. Vemos los accidentes del pan, pero la sustancia que
contienen es el Cuerpo de Cristo. Ahora podemos entender perfectamente
las palabras de un profundo teólogo moderno de la Eucaristía, Dom Anscar
Vonier, cuando dice:
“Los sacramentos tienen un modo propio de existencia, una
psicología propia, una gracia propia. Si no son seres en el sentido en que
un hombre es un ser, o un ángel es un ser, son, con todo, seres que guardan
una semejanza muy estrecha con la naturaleza de Dios. Hay, sin duda, en
nosotros una constante tendencia a hacer de los sacramentos cosas
fácilmente clasificadas bajo las ordinarias etiquetas de los conceptos
humanos; pero recordemos que el pensamiento sacramental es algo
completamente sui generis, y cuanto menos antropomorfismo, y aun espi-
ritismo, introduzcamos en ellos, tanto mejor para nuestra teología.” 13.
Agrega después que el mundo de los sacramentos no se nos revelará
sin que por nuestra parte medie un duro esfuerzo para conseguir un
pensamiento verdaderamente sacramental, pero tal esfuerzo será bien re-
compensado. Hará de nosotros, como él dice, “verdaderos místicos”14.

2. Contemplación sacramental.

En último análisis, si no resistimos las tentaciones de


antropomorfismo o de espiritismo que nos acosan cuando tratamos de
explicarnos la presencia real y sus consecuencias, no es posible la
verdadera contemplación del misterio de la Eucaristía. El antropomorfis-
mo, en este caso, consiste generalmente en confundir el concepto de la
presencia natural, local o física de Cristo (con la que está presente en los
cielos) y su presencia sacramental en la Eucaristía. El espiritismo es una
13
The key to the Doctrine o f the Eucharist, Londres, 1925, p. 36.
14
Idem, p. 41.
52
tentación más sutil que, o bien ignora las especies sacramentales
completamente, o bien considera la presencia de Cristo en el sacramento
como si fuese igual que la presencia del alma en el cuerpo.
Es cierto que el Cuerpo de Cristo, estando presente en el Sacramento
a modo de sustancia, está totalmente presente en cada parte de la Hostia y
en toda la Hostia al mismo tiempo, habiendo aquí una analogía con la pre-
sencia del alma en el cuerpo. Pero Cristo no está presente en la Hostia
como una nueva forma sustancial. Es también importantísimo recordar que
un sacramento no es una cosa puramente espiritual: es sensible y, por ende,
su elemento material es esencial a su realidad.
Cuanto más exactas sean nuestras consideraciones, tanto más
fácilmente podremos evitar los errores en torno a la presencia real.
Volvamos al Concilio de Trento. Después de decirnos que el Cuerpo de
Cristo está realmente presente en el Santísimo Sacramento, y que este
Cuerpo de Cristo es el mismo que está sentado en el cielo, la Iglesia nos
explica que no hay en ello ninguna contradicción.
“No hay ningún conflicto en el hecho de que Nuestro Salvador esté
siempre sentado a la diestra del Padre en su modo natural de ser y que, al
mismo tiempo, esté, sin embargo, presente en muchos sitios sacramental-
mente en su sustancia, en un modo de ser que, aunque apenas podamos
expresarlo en palabras, es, no obstante, posible para Dios”15.
Aquí nos importa acentuar la distinción hecha por la Iglesia entre la
presencia natural de Cristo y su presencia en el sacramento. Ambas
presencias son reales, ambas son igualmente reales, pero, sin embargo,
sólo la primera es estrictamente una presencia “local”. Pues sólo en sus
dimensiones cuantitativas está el cuerpo de Cristo directamente localizado,
y esta localización directa se realiza en los cielos, pero no así en nuestros
altares, donde Él está indirectamente localizado por virtud de las
dimensiones cuantitativas de la Hostia. Estas dimensiones no son suyas, y,
por ende, Él no está en contacto físico inmediato con su entorno material.
Su contacto con nosotros es espiritual y místico.
La presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento no es, pues, una
presencia local. Se hace presente en la Hostia, no por un cambio en Sí
mismo, sino por un cambio que Él efectúa, con su divino poder, en el pan,
convirtiendo su sustancia en su propio Cuerpo. La transustanciación no es
una “producción” del Cuerpo de Cristo, o una “aducción” local de su
Carne. Esto no resulta tan difícil de concebir si recordamos que Él hizo
15
Sesión XIII, capítulo I
53
exactamente lo mismo en la Ultima Cena. Nada ocurrió a su divina
Persona cuando pronunció las palabras que cambiaron el pan en su
Cuerpo. Permaneció localmente presente a la cabecera de la mesa y se hizo
sacramentalmente presente en el pan que había cambiado, en virtud de la
transustanciación en Él mismo, en el pan que sus discípulos comieron.
Sin embargo, aquí conviene hacer una importante distinción. Como
quiera que los accidentes del pan que “contienen” la sustancia del Cuerpo
de Cristo están localizados, determinan la presencia sacramental de Cristo
dentro de los límites espaciales que ellos ocupan. Por esto decimos que el
Cuerpo de Cristo está “en el tabernáculo”, o “en la custodia”, o “en la
patena”. El está sustancialmente donde estuvo el pan. Repitamos una vez
más que la presencia sacramental de Cristo no es menos real que su
presencia natural. Está tan verdaderamente presente en el Santísimo
Sacramento como lo está en los cielos; pero el modo de su presencia es
completamente distinto, hecho este último que con frecuencia se olvida
por escritores piadosos que tratan la presencia sacramental como si fuese
una presencia local un poco disfrazada. De hecho, es un tipo de presencia
completamente distinto, único y sin paralelo en el orden natural.
En la metafísica aristotélica, una sustancia material entra sólo en
contacto con la realidad externa a través de los accidentes que la com-
pletan. Ahora bien, los accidentes propios del Cuerpo de Cristo están
ocultos, como si dijéramos, dentro de su sustancia. Por consiguiente, Él no
está en contacto directo con ninguna realidad material o espacial, ni puede
realizar ninguna acción corporal o soportar ningún sufrimiento que
implique ese tipo de contacto. Cuando, al Pax Domini, la Hostia es
dividida, el Cuerpo de Cristo no se divide, y, por supuesto, no sufre ningún
dolor. Si la Hostia se corrompe en el tabernáculo, el Cuerpo de Cristo no se
corrompe. Cuando los accidentes de pan y vino se disuelven dentro del
comulgante, el Cuerpo de Cristo no se disuelve. Pero cuando se le recibe
en la Comunión, su recepción es literalmente verdad, ya que en la
comunión se da la sustancia de su Cuerpo y su Sangre.
Al propio tiempo, debemos recordar que la devoción cristiana nunca
separa en la práctica los accidentes del pan de la sustancia de Cristo bajo
las especies sacramentales. El Sacramento es una unidad integral, y es
asimismo una cosa sensible. La adoración que se ofrece a la Santa
Eucaristía se ofrece a Jesucristo, realmente presente en el Sacramento, y el
hecho de que su Cuerpo no sufra cuando los accidentes del pan se parten
no es una razón para tratar las especies sacramentales con descuido o
indiferencia. Deben ser respetados por amor de Aquel a quien contienen y
54
a quien, en ellas, adoramos. Si todas las criaturas de Dios son buenas y
santas por haber sentido el tacto de su mano creadora, ¿cuánto más santos
serán estos humildes elementos materiales que el poder divino elevó a la
sublime función de desempeñar una parte instrumental en su obra de
santificación?
Y, sobre todo, ¿cuánta reverencia’ debemos sentir por estas sencillas,
humildes especies que Él se dignó tomar como su vestidura sagrada al
venir a nosotros como el alimento de nuestra alma?
Y todavía debemos llevar más lejos este sentido de la unidad de ser
sacramental. La Eucaristía no es un símbolo de algo más grande que ella
misma. No es meramente un “signo” del Cuerpo de Cristo, es el Cuerpo de
Cristo. Esto es algo que nunca se repetirá bastante.
De aquí que no tengamos por qué esforzar nuestra mente o nuestra
imaginación para ver a través del Sacramento. La contemplación
eucarística no es un juego del escondite en el que, si logramos dar con la
fórmula secreta de oración, podemos descubrir al Cristo oculto. Es éste un
error perjudicial para nuestra alma y que no tributa un auténtico honor al
Santísimo Sacramento. En realidad, implica un error fundamental en lo
que el sacramento es. Presupone que el sacramento es un ser que encubre
otro ser, y que esta otra realidad es la presencia natural de Cristo. ¡En
absoluto! Como dice Santo Tomás: “Nuestros ojos corporales no pueden
tener una visión directa del Cuerpo de Cristo a través de las especies
sacramentales bajo las que existe, no sólo como a través de una especie de
envoltura, como no podemos ver lo que está oculto a través de un velo
corporal, sino porque el Cuerpo de Cristo dice una relación al medio que
rodea a este sacramento, no a través de sus propios accidentes, sino de las
especies sacramentales”16.
Y Dom Vonier añade que los sacramentos de la Nueva Ley no son de
ninguna manera los “elementos débiles y bajos” que despreciaba San
Pablo, es decir, los velos de realidades más altas. “Ellos no están velando
nada, sino que son realidades completas en sí mismas, existiendo con
pleno derecho... Nada hay semejante a los sacramentos en los cielos o en la
tierra, y sería un gran desprecio de su carácter el mirarlos como simples
velos de realidades espirituales más sustanciales”17.
Agrega que los sacramentos no son sustitutos de ninguna otra cosa, y
que la presencia sacramental de Cristo no es una capa bajo la que se oculta
166
Summa Theologica III, Q, 76, art. 7. ad. 1.
17
Op. cii., p. 36.
55
su presencia natural. Llega a decir que si Cristo estuviese naturalmente
presente sobre el altar en el momento de la consagración, el sacramento
perdería su sentido, su verdad y su razón de existir. Cristo está presente
bajo la apariencia de pan y no en la presencia natural, precisamente para
salvaguardar la verdad y el misterio del sacramento. Su presencia debe ser
tal, que sea esencialmente invisible, que transcienda todas las posibilidades
de nuestros sentidos exteriores e interiores, y que sea accesible sólo a
nuestra fe. “Se está en lo justo al decir que pertenece a la condición misma
de la presencia sacramental el transcender toda visión y toda experiencia
aun del orden más elevado, porque, en verdad, no existe en el hombre, ni
siquiera en el ángel, ninguna especie de poder perceptivo que corresponda
a ese estado del ser que es propiamente el estado sacramental”18.
Vonier parece coincidir aquí con esos teólogos tomistas que sostienen
que ni siquiera un milagro podría: nunca capacitarnos para percibir el
verdadero Cuerpo de Cristo en este sacramento con nuestros ojos
corporales, por la sencilla razón de que no hay manera de que la sustancia
sacramental pueda verse con los ojos. Hemos de ver a Cristo con los ojos
de nuestro espíritu iluminados por la fe.

3. El Alma de Cristo en la Eucaristía.

Hemos dicho que el Cuerpo de Cristo está presente en virtud de las


palabras de la consagración, y, por concomitancia, también su alma y
divinidad. Esta distinción, aunque importante, no debe llevarnos a
introducir una división en la Persona de Cristo sacramentalmente presente
en la Eucaristía. Su alma y divinidad no están simplemente en el interior,
de una manera latente, inerte y más o menos abstracta. En este sacramento
de su amor. Cristo está presente con todos sus poderes y todas sus
capacidades dispuestas para actuar y obrar con todas las acciones y
“pasiones” (en sentido metafísico) que pertenece a su vida gloriosa en los
cielos. Sólo hay una excepción. Como su cuerpo no está en contacto con la
realidad material mediante las dimensiones cuantitativas, en este
sacramento Cristo no ejerce sus facultades sensibles, al menos de una
forma natural. No nos ve con sus ojos corporales; pero, después de todo,
tampoco necesita hacerlo, ya que su divina visión ilumina su mente
humana con un conocimiento de nosotros mucho más profundo e íntimo
de lo que podemos concebir.

18
Vonier, op. cit., p. 33.
56
Cristo en el tabernáculo nos ve y nos conoce mucho más claramente
de lo que nosotros nos vemos y conocemos a nosotros mismos. El
conocimiento de nosotros que tiene el Cristo sacramental que recibimos en
la comunión es un conocimiento que Él ha obtenido ya de las
profundidades de nuestro ser. Por eso Cristo, en el Santísimo Sacramento,
no nos escruta fríamente como si fuésemos objetos, como seres alejados de
Él y conservando todavía ciertos rasgos enigmáticos. Nos conoce en Sí
mismo como a sus “otros yos”. Nos conoce subjetivamente, como si
fuésemos una prolongación de su propia Persona (y en efecto, lo somos).
Este conocimiento por identidad no es sólo el conocimiento de la ciencia,
sino el del amor. Le psicología moderna ha acuñado el término “empatía”:
el conocimiento de una persona por otra desde “dentro”, por una
proyección simpática que vive las experiencias del conocido tal como apa-
recen al cognoscente. Pero esta empatía humana es todavía una cosa
remota e incierta que no puede salvar completamente el abismo entre dos
espíritus separados. La “empatía” por la que somos conocidos por Cristo
proviene de las profundidades de nuestro propio ser, y es tan profunda, que
si queremos encontrar la verdad sobre nosotros mismos, debemos buscarla
en Él, en el momento de la sagrada comunión. Pues Cristo es nuestro “yo”
más profundo e íntimo, nuestro más alto yo, nuestro nuevo yo como hijos
de Dios. Esto es lo que significa para nosotros el decir con San Pablo:
“Que para mí la vida es Cristo” (Phil., I, 21). La paz que se extiende en las
profundidades de nuestra alma, el silencio espiritual, el descanso, la
seguridad, la certidumbre que viene a nosotros en la comunión con la
íntima conciencia de su presencia, es una señal de que hemos abierto la
puerta que conduce al interior santuario de nuestro propio ser, el lugar
secreto en el que estamos unidos con Dios. Es la “cámara” en que
entraremos cuando vayamos a rezar a nuestro Padre en secreto (Mt., VI, 6).
En realidad sólo Aquel que nos enseñó que ése es el lugar adonde debemos
retirarnos a rezar, puede abrírnosla.
A los ojos humanos, Cristo en el Santísimo Sacramento parecerá
totalmente inerte y pasivo. Sin embargo, es Él el que nos llama a la
Comunión en virtud de inspiraciones interiores y secretas, porque sabe que
necesitamos este místico alimento. Y cuando recibimos la Sagrada Hostia,
no es sólo porque tengamos el deseo de recibirle, sino también, y sobre
todo, porque Cristo, en este Sacramento, desea darse a nosotros. Para
decirlo con San Ambrosio: “¿Has venido al altar? Es el Señor Jesús el que
te llama,-diciendo: “Bésame con el beso de tu boca”... Te ve libre de

57
pecados, porque han sido lavados. Por eso te juzga digno de los
sacramentos celestiales y por eso te invita al banquete celestial”.
La caridad de Cristo que mueve su voluntad, oculta en la Eucaristía,
es el mismo amor infinito por torios los hombres que les arrastra a la unión
con el Padre en Él mismo, por la gracia del Espíritu Santo. Y este amor no
es meramente una caridad universal que abraza a torios sin excepción, sino
que alcanza también a cada uno en el inescrutable secreto de su propia y
única individualidad, iradamente como Cristo en la Cruz “me amó y se en-
tregó por mí) (Gal., II, 20), así también aquí me ama y viene a mí en el
Santísimo Sacramento. Cuando en la comunión se encuentra unido
conmigo, de ninguna manera se sorprende al conocer que yo soy un
pecador. Viene a mí porque Él es todavía el amigo, el refugio y el Salvador
de los pecadores. Por mi parte, yo deberé hacer todo lo que pueda para
responder a su amor, aun cuando yo sea indigno de Él. Y la respuesta
mejor es creer en su inexpresable realidad y actuar de acuerdo con mi
creencia.
La acción del Santísimo Sacramento sobre mi alma en el momento de
la comunión es, como veremos, la acción de la energía divina y espiritual
que reside en el cuerpo de Cristo. Esta energía espiritual es, primeramente,
luz divina, y luego caridad perfecta. Irradia del Cuerpo de Cristo que
recibimos en la comunión y penetra todo nuestro ser, transformándonos y
divinizándonos con su poder. Pero la acción de esta energía espiritual que
irradia del Cuerpo transfigurado y glorioso del Salvador no se ejerce sin el
movimiento de la voluntad. La gracia que recibimos en el contacto con Él
es una gracia que Él quiere que recibamos, y se derrama con una
generosidad proporcionada a su amor personal por nosotros y a su íntimo
conocimiento de nuestras personales necesidades. Nunca es tan cierto
como aquí que las gracias que recibimos están estrictamente de acuerdo
con la medida del don de Cristo. (secundum mensuram donationis Christi,
Eph., IV, 7).
El amor de Cristo en este sacramento ensancha nuestra capacidad de
gracia, y nos mueve a actos de una caridad más ferviente y más espiritual.
Gracias a la acción de la voluntad de Cristo recibimos la gracia del Espí-
ritu Santo que, como dice Scheeben, es el fuego espiritual que brota del
Cordero inmolado en la Eucaristía. He aquí algunos textos en los que este
gran teólogo del siglo XIX nos presenta el verdadero corazón de la
doctrina de los Santos Padres:
“En su estado glorioso, el cuerpo de Cristo es todavía el trigo
vivificado por el Espíritu Santo, mientras que en la Eucaristía es el pan
58
tostado por el fuego del Espíritu Santo, mediante el cual la virtud del
Espíritu Santo ha de vivificar a otros”... “La carne de Cristo vivifica, no
como una carne muerta y sangrienta, sino como carne viva, empapada del
Espíritu de Dios”... “La carne del Señor —dice San Atanasio— es espíritu
vivificante ya por el hecho de ser concebido por obra del Espíritu
vivificador; porque lo que nace del Espíritu, espíritu es”... “El Cordero
inmolado ante los ojos de Dios desde el principio del mundo, debe estar
presente ante el acatamiento divino como holocausto eterno, que arde con
el fuego del Espíritu Santo”19.
La voluntad humana de Cristo, Salvador del mundo, perfectamente
unida por siempre con la voluntad de Dios Padre en este sacrificio, realiza
espontáneamente cada movimiento por el cual el Espíritu Santo se adentra
en nuestros corazones y nos atrae a la unión con el Logos. El Espíritu, a su
vez, despierta en nuestros corazones una profunda respuesta mística a la
acción del Verbo Encarnado que ha venido a nosotros en la comunión. El
Espíritu nos revela la realidad de la presencia de Cristo y la inmensidad de
su amor por nosotros. El Espíritu abre el secreto, íntimo oído de nuestro
propio espíritu, de suerte que seamos capaces de discernir los acentos
puros de la voz de Cristo, el Hombre-Dios, hablando dentro de nuestras
almas, que Él ha unido tan íntimamente a su propia alma. Finalmente,
gracias a nuestra respuesta a este movimiento del Espíritu de Dios,
adentrado en nuestros corazones por la acción del amor personal de Cristo
por nosotros, unimos perfectamente nuestra voluntad con la voluntad de
Cristo, nuestra mente con su mente, nuestro corazón con su Sagrado
Corazón, y nos hacemos “un espíritu con Él”, según dice San Pablo: “El
que se allega al Señor se hace un espíritu con Él” (I Cor., VI, 17). Entonces
el Padre, al dirigir su mirada sobre nosotros, sólo ve a Cristo, su Hijo muy
amado, en el cual se complace.
Hemos visto que Cristo se hace presente, por el milagro de la
transustanciación, en la Hostia consagrada, por un acto de su propia
voluntad. Scheeben nos dice que sólo hay una razón por la que Cristo
quiere hacerse presente en la Eucaristía: “Para que en la comunión se una
con cada hombre, para que sea un mismo cuerpo con todos, para que el
Logos se encarne, por decirlo así, nuevamente en cada hombre, asumiendo
la naturaleza humana de cada uno mediante la unidad con la suya” 20. Es,
por consiguiente, claro que Cristo, en este sacramento, viene a nosotros
19
Scheeben, Los misterios del Cristianismo. Herder, segunda edición, Barcelona,
1957: págs. 545-549.
20
Scheeben, Op. cit.. pág. 510.
59
con un amor ardentísimo y personal por cada uno de nosotros y que
nuestra recepción del sacramento no significa nada si no implica un
reconocimiento de este amor y un deseo sincero de darnos a Él como Él se
da a nosotros, mediante la unión de nuestra voluntad con la suya en un
puro acto de caridad.
Y no sólo están la inteligencia divinamente iluminada de Cristo y su
voluntad vivientes y activas en este sacramento, sino también su memoria.
Y aquí también nos encontramos en presencia de una acción que trasciende
todo lo que podemos imaginar según nuestra propia experiencia.
Recordemos que la misa nos pone en presencia del sacrificio del Calvario.
Jesús no necesita el misterio sacramental para hacer presente a Sí mismo el
Calvario. La misa no es para Él, como lo es para nosotros, un recuerdo de
la Pasión, ya que, en virtud de la unión hipostática, Él ve ahora, como las
vio entonces, todas las cosas y todas las edades en cuanto que presentes en
la eternidad de Dios. En consecuencia, aunque Él reine ahora glorioso e
impasible en el cielo, ello no obstante, la Pasión está presente ante ÉL Pero
también, y esto es más digno que lo recordemos, la misa nos trae a Cristo
en su Pasión. Es decir, que los que asistimos a la misa y los que le
recibimos en la comunión estamos asistiendo a su Pasión. Las profun-
didades de nuestras almas, con todos sus pecados, flaquezas, sufrimientos,
limitaciones y desgracias están plenamente abiertas a la mirada del
Espíritu del Salvador en Gethsemaní y en la Cruz. Lo que ahora somos,
nuestras disposiciones, nuestras fragilidades, nuestros deseos buenos y
malos, estuvieron entonces vividamente presentes ante su espíritu. Sobre la
base de esta aturdidora verdad, pudo el Papa Pío XI decir que nuestros
esfuerzos actuales para amar a Cristo, y especialmente nuestro deseo de
consolar al Redentor por medio de comuniones de reparación, puede
creerse que le consolaron de hecho en su Pasión hace dos mil años. “Pues
si por causa de nuestros pecados, futuros, pero previstos, el alma de Cristo
—en la agonía— se puso triste hasta la muerte, no hay duda de que tam-
bién entonces recibió no poco consuelo de nuestros actos de reparación,
previstos también cuando el ángel de los cielos se apareció ante Él para
consolar su Corazón oprimido de angustia y de dolor.” (Miserentissimus
Redemptor, mayo 8, 1928.)
Esto nos lleva a una distinción necesaria si hemos de entender
correctamente la Santa Eucaristía. La ausencia de esta distinción envuelve
a teólogos, predicadores y hombres de oración en no pocas confusiones y
dificultades. Y lo que es peor, a veces les lleva a fútiles discusiones y falta
de inteligencia entre ellos. Ocurre que algunos de ellos parecen creer que
60
el Cristo de la Eucaristía es sólo el Cristo glorioso que reina en los cielos,
mientras otros hablan como si sólo fuese el Cristo del Calvario. En
realidad, Él es ambas cosas al mismo tiempo.
La sustancia del Cuerpo de Cristo hecha presente por las palabras de
la consagración es la sustancia viviente y actual del Cuerpo con el que
Cristo está naturalmente presente en los cielos. Es, pues, la sustancia de un
cuerpo glorioso. No es un Cuerpo muerto, crucificado, ni siquiera un
Cuerpo paciente dotado de vida mortal. El Cristo de la Eucaristía es
inmortal. Es el Cuerpo del Rey de la Gloria.
Sin embargo, recordemos que en la misa hay una consagración doble.
Las especies de pan y vino son consagradas separadamente, de suerte que
el Cuerpo de Cristo está presente en el altar místicamente separado de su
sangre. Por virtud de esta separación, Cristo es inmolado y ofrecido al
Padre en estado de víctima. Y por eso el Cuerpo glorioso de Cristo, sin
sufrimientos, sin cambio físico ninguno en su propio ser, está místicamente
situado en la misma condición en la que expió los pecados del mundo en la
Cruz. Así, pues, en la misa, es Cristo crucificado el que está presen te
sobre el altar. Es el Cristo que sufrió por nosotros, Christum passum, el
que ofrecemos al Padre, no el Cristo glorioso, a pesar de que sea el Cuerpo
glorioso de Cristo el que está colocado aquí en estado de inmolación.
¿Cuál es la diferencia? Cristo Rey y Sumo Sacerdote, reina en la gloria,
actuando a través de la persona de su ministro consagrado, hace presente
su Carne y Sangre gloriosas bajo los velos sacramentales. El Cuerpo que
está presente es el verdadero, viviente Cuerpo de Cristo en la gloria. Esta
es la presencia real efectuada por la transustanciación.
Pero además de esta presencia real sacramental efectuada por las
palabras de la consagración, hay también la presencia de Cristo
crucificado, efectuada por la separación simbólica del Cuerpo y la Sangre
del Señor. Presente en su Cuerpo glorioso por la transustanciación, está
presente en cuanto “crucificado” en un rito representativo. Y esta segunda
presencia, la que más propiamente podemos llamar presencia “en el
misterio”, empleando la palabra misterio no sólo en el sentido de algo
incomprensible, sino en el antiguo sentido de una acción divina que ma-
nifiesta la intervención del Dios eterno en el mundo espacial y temporal
para unir a los hombres consigo mismo.
Discuten los teólogos sobre si esta presencia de Cristo en el misterio
es la presencia del Cristo que ha sufrido (Christum Passum) o, más
estrictamente aún, de la Pasión de Cristo (Passio Christi). Y entre los que
sostienen que está presente la Pasión misma, unos declaran que está
61
presente como una “eficacia real más que como una realidad eficaz”,
mientras que Dom Odo Casel declara que, en la misa, la Pasión de Cristo
se hace presente en un sentido real, supratemporal y objetivo, y que el
misterio ritual hace presente la obra de nuestra Redención, no sólo en sus
efectos, sino en su sustancia21.
El sacrificio de la Eucaristía no es otro acto de Cristo repitiendo su
inmolación en la Cruz, ni siquiera una repetición del mismo acto; es el
mismo acto, anticipado en la Ultima Cena y perpetuado sobre nuestros
altares y hasta —añadiría Casel— en la administración de los demás
sacramentos.
Sea cual fuere la conclusión eventual de la Iglesia en esta disputa de
teólogos, deben todos estar de acuerdo con el Papa Pío XII, quien, en
Mediator Dei, dice que, en la misa, “el sacrificio del Redentor se
manifiesta admirablemente por medio de signos externos que son símbolos
de su muerte”, que “la Santísima Eucaristía es la culminación y el centro
de la religión cristiana” y que deben todos percatarse de que su principal
deber y su dignidad consiste en ser capaces de participar, a través del
misterio de la Eucaristía, en el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz.
Aunque, en tiempos recientes, la Santa Sede ha decretado que el pan
destinado a la misa debe estar sellado con una imagen del Crucificado, es
evidente que tal representación no es necesaria para la devoción de un
sacerdote que tenga un sentido elemental del significado de los ritos
sagrados. No hay en toda la liturgia acto de simbolismo más claro, más
sencillo ni más elocuente o literal, que la separación sacramental del
Cuerpo y la Sangre de Cristo en el altar durante la celebración de la misa.
La severidad de la liturgia queda aquí transfigurada por su propia sencillez,
de suerte que vemos ante nosotros, sobre el altar, la sublime sencillez de
Cristo mismo. La elocuencia de este rito tremendo, aunque silencioso, es la
perfecta elocuencia con la que Dios mismo, con la más sencilla de las
palabras humanas y con la más común y ordinaria de las cosas humanas,
instituyó el sacramento que nos abre las puertas del cielo. O salutaris
hostia, quae coeli pandis ostium!
Por eso, aunque el Cristo de la Eucaristía sea con plena verdad el
Cristo total, el Cristo viviente y glorioso con todo lo que tiene y todo lo
que es, cuerpo y alma, hombre y Dios, sin embargo, en el sentido más
especial de la Eucaristía, tenemos aquí ante nosotros a Cristo crucificado, a
Cristo Redentor. Su verdadera presencia nos habla con las palabras de San

21
Cf. Dom Eloi Dekkers, La Maison Dieu, 14.
62
Pablo, amonestándonos: “Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos ama-
dos suyos, y vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por
nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave” (Eph., V, I).
Es claro que si el Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos muestran aquí
en estado de inmolación, también su alma estará presente de una manera
particularísima, con aquellas disposiciones con las que fue inmolado por
nosotros. En la misa, estamos frente al Cristo que asiendo Dios por la
forma, no reputó codiciable tesoro mostrarse igual a Dios, antes se
anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los
hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la
muerte, y muerte de Cruz” (Phil., II, 5-8).
Si queremos unirnos en su sacrificio de la manera más perfecta,
debemos esforzarnos lo más posible para unirnos con esas disposiciones de
su alma. Es este uno de los temas principales de Mediator Dei.
Citando a San Agustín, dice Pío XII que, en el sacramento del altar,
(da Iglesia se ofrece a sí misma en todo lo que ofrece” 22. Pero, a fin de que
los sacramentos de la misa alcancen su plena eficacia en el corazón de los
fieles, cada uno debe hacer esfuerzos personales e interiores para disponer
su propio corazón y llevarlo a la unión con el Corazón de Cristo. “A fin de
que la oblación por la que el fiel ofrece la divina víctima en este sacri-
ficio... pueda alcanzar su plena eficacia, es necesario que el fiel añada... el
ofrecimiento de sí mismo como víctima.” (Mediator Dei.) ¿Qué quiere
decir esto? Quiere decir, ante todo, que “la fe de cada cual debe estar más
pronta a manifestarse en obras de caridad”, que la piedad de cada uno debe
hacerse más ferviente y más real y, finalmente, que cada uno debe, no sólo
compartir el deseo abrasador de Cristo por la gloria de su Padre, sino
también asemejarse lo más posible a Él en la paciencia, mansedumbre,
obediencia, humildad y amor con los que soportó los más terribles
sufrimientos.
Estos esfuerzos de todo cristiano para reproducir las virtudes y
disposiciones de Cristo no terminan en la perfección moral del individuo
solitario. Debemos recordar siempre que no somos santificados en cuanto
unidades aisladas, sino como miembros de un organismo viviente: la
Iglesia; somos santificados como “miembros unos de otros”. El progreso
de cada persona individual en la semejanza con Cristo contribuye a la
semejanza con Cristo de la Iglesia toda y perfecciona su unión con su
Esposo divino. Se trata, pues, no sólo de una cuestión de individuos que

22
La Ciudad de Dios, X, 6.
63
imitan al divino Redentor y de esta forma perfeccionan su vida, sino, ante
todo, de Cristo viviendo cada vez más perfectamente en su Iglesia, en
virtud del hecho de que su Espíritu Santo toma una posesión más plena y
profunda de todos sus miembros individuales, uniéndolos más
perfectamente a ellos entre sí y a todos consigo mismo.
Por consiguiente, todas las virtudes de Cristo crucificado deberán ser
reproducidas en el fiel con una orientación particular: deben dirigirse a la
unión del fiel con Cristo. La paciencia del Redentor debe reproducirse en
nuestra vida, no sólo por el hecho de que nos soportemos mutuamente,
sino porque mutuamente nos perdonemos, a fin de estar más estrechamen-
te unidos con Cristo. Su caridad debe arder en nuestros corazones, no
simplemente para que así seamos más perfectos, sino también para que
podamos compartir más perfectamente con nuestros hermanos, y aun con
nuestros enemigos, la paz y el gozo de Cristo resucitado. Nuestra humildad
debe dirigirse no sólo a adornar nuestra propia alma con la belleza
espiritual que esta virtud produce en nosotros, sino, ante todo, a
conservarnos firmemente unidos con nuestros hermanos y nuestros
superiores en el vínculo de la paz. Y lo mismo dígase de nuestra obe-
diencia, nuestra longanimidad, nuestra mansedumbre, nuestra generosidad,
nuestra misericordia, y todas las demás. Todo está ordenado a la
edificación del Cuerpo de Cristo.
Las disposiciones del alma de Cristo presente sobre los altares en el
Santísimo Sacramento se desprenden fácilmente de los pasajes en los que
la Epístola de los Hebreos describe a Cristo Sumo Sacerdote y Víctima de
un verdadero sacrificio. Es fiel, ante todo, a Dios (Hebr., III, 2). Pero es
fiel asimismo a los que Él escogió, a “su propia casa”, y “nosotros somos
su casa si retenemos firmemente hasta el final la confianza”. (III, 6). Él ha
“entrado en su descanso” (IV, 10), pero nos ve a todos, pues “no hay cosa
creada que no sea manifiesta a los ojos de Aquel a quien hemos de dar
cuenta” (IV, 13). No nos mira con los ojos fríos y críticos de un juez
severo, pues “no es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de
nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del
pecado” (IV, 13). Es humilde en su sacerdocio (V, 3) que es perfecto y
eterno y “puede salvar a los que por él se acercan a Dios” (VII, 25). Por
encima de todo, “vive siempre para interceder por nosotros” (ídem).
Naturalmente, Él es “santo, inocente, inmaculado, apartado de los
pecadores v más alto que los cielos” (VII, 26). Esto es necesario, pues si Él
morara en la tierra, no podría ser sacerdote” (VIII, 4). Al ofrecer por
nosotros su sangre, Cristo conserva para siempre en los cielos las
64
disposiciones que el salmista predijo de Él y que hicieron anticuados los
inútiles sacrificios de la Antigua Ley; son las disposiciones con las que
asimismo se ofreció en el Calvario: “No deseas tú el sacrificio y la
ofrenda, pero me has dado oído abierto. No buscas el holocausto y el
sacrificio expiatorio. Y me dije: Heme aquí. En el rollo de la ley se
escribió para mí que haga yo tu voluntad, j oh Yavé!” (Ps., XXXIX, 7 y
ss.). Esta obediencia perfecta a la voluntad de Dios es el corazón mismo
del sacrificio de Cristo por nosotros. “En virtud de esta voluntad somos
nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una
sola vez” (x, 10). Por eso ya no hay necesidad de sacrificios sangrientos
sobre la tierra, ni de cualquier otro sacrificio más que el que Cristo ofreció
una vez por todos, “pues donde hay remisión ya no hay oblación por el
pecado” (x, 8). Por último, estos versículos, hermosos entre todos:
“Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas
con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la
muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo, apren-
dió por sus padecimientos la obediencia, y por ser consumado, vino a ser
para todos los que le obedecen la causa de su salud eterna.” (Hebr., V, 7-
9.)
Aquí, en pocas palabras, tenemos el retrato del Redentor que a Sí
mismo se hace presente en su único y perfecto sacrificio sobre el altar de la
misa. Tenemos también el modelo al cual debemos conformarnos, de la
misma manera que nos unimos a Él. Pues, conforme nos acercamos al
altar, los mismos actos que realizamos nos recuerdan que debemos
obedecer a Cristo como Él obedeció al Padre, pues, como el Padre le envió
al mundo, así Jesús nos ha enviado a nosotros (Io., XVII, 18).
Otra razón más en pro del significado especial de la Eucaristía como
memorial de la Pasión de Cristo. Pero es que hay más todavía. Pues la
Santa Eucaristía tiene también, en común con los demás sacramentos, una
triple significación que no sólo afecta al presente y alcanza hasta el
pasado, sino que avanza hasta el futuro. Para decirlo con palabras de Santo
Tomás:
“Propiamente hablando, el sacramento es un signo de nuestra
santificación en el que conviene distinguir tres aspectos: lo primero, la
Pasión de Cristo, causa de nuestra santificación; la forma de nuestra
santificación, que consiste en la gracia y las virtudes; y, finalmente, el fin
de nuestra santificación, que es la vida eterna.”23

23u
Summa Theologica, III Q. 60, a. 3.
65
De aquí que, en el Sacramento de la Eucaristía, tengamos el Cuerpo
de Cristo presente, ante todo, como causa de nuestra santificación, ya que
se encuentra en un estado de inmolación mística que trae a presencia el sa-
crificio redentor del Calvario. Después, tenemos el Cuerpo de Cristo en
cuanto “forma” de la gracia presente, que es el efecto de la Pasión. Más
tarde hablaremos de esto. Finalmente, tenemos el Cuerpo de Cristo
presente en cuanto que fuente de nuestra bienaventuranza en los cielos.
Pues el mismo Cuerpo oculto en el sacramento es la fuente de luz y gloria
que, por un acto de su voluntad y de su amor para con nosotros, nos
comunicará la visión de Dios.
Así, pues, encontraremos que en este inefable ministerio del amor de
Dios podemos tener, literalmente, un anticipo de nuestra felicidad en el
cielo, ya que recibimos en comunión al que es la fuente misma y la sus-
tancia de nuestra felicidad en Dios. Cuando, después de la misa, nos
arrodillamos para la acción de gracias, ¿cómo dejaremos de oír en nuestros
corazones algún débil sonido de la voz que un día nos dirá, si somos fieles
a Él, “venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo”? (Mt., XV, 34). La posesión
del cielo es la posesión de la gloria de Cristo. En la comunión —y éste es,
en verdad, uno de los efectos más notables, al tiempo que menos
apreciados, de la comunión— Cristo se nos da a Sí mismo en su Cuerpo y
Alma gloriosos y en su divinidad para ser nuestra bienaventuranza.
Todavía no le poseemos en visión clara, sino sólo por la virtud de la
esperanza. De aquí la importancia de acercarse a la comunión con el co-
razón purificado, no sólo de pecados y afectos mundanos, sino también de
ideas de felicidad demasiado bajas y materiales y que por ello obstaculizan
la perfección de nuestra unión con Él.
Es asimismo muy importante que, para purificar nuestros corazones y
entrar más perfectamente en el gozo de la comunión con el Cristo
Resucitado, nos esforcemos por liberarnos de las estrechas limitaciones de
una piedad individualista que considera la comunión como si fuese refugio
de las aflicciones y pesares del vivir común y que termina desgajándonos,
espiritualmente, del Cuerpo Místico. Existe un infantilismo inconsciente y
no confesado que mueve a ciertas almas piadosas a ver en la comunión
sólo la fuente de consuelos personales; estas almas suelen considerar su
encuentro con el Cristo eucarístico como una ocasión para sumergirse en la
oscuridad y dulzura de su propia subjetividad, descansando en el olvido de
todo lo demás.

66
Es perfectamente cierto que la comunión nos levanta sobre los
cuidados y confusiones de la vida diaria, y es cierto igualmente que el
Cristo eucarístico, cuando viene a nosotros, nos trae una paz y una
silenciosa iluminación del espíritu que elevan la mente más allá del nivel
de conceptos e imágenes y lo deja descansar, como si dijéramos, en la
luminosa tiniebla de la ignorancia espiritual. Pero este “sueño” místico de
una mente de verdad iluminada, es, en realidad, la vigilia de un alma
madura y perfecta que ha encontrado a Cristo, encontrando, al propio
tiempo, la multiplicidad reducida, en Él, a la unidad. Es, de hecho, la
aprehensión de la sublime realidad objetiva que nos hace uno, con Cristo.
Pero convertir la comunión en un refugio contra la realidad, contra la
responsabilidad social, contra el dolor de ser una persona adulta, es, de
hecho, apartarse de Cristo hacia la oscuridad y la inercia de nuestra propia
subjetividad.
La comunión no es una evasión de la vida, ni una huida de la
realidad, sino la aceptación plena de las responsabilidades de nuestra
condición de miembros de Cristo y la entrega total de nosotros mismos a
las vidas y fines del Cuerpo Místico.
El supremo consuelo de la Comunión eucarística es la esperanza que
posee en el misterio la gloria total de Cristo que un día será revelada en su
Iglesia. Como la Eucaristía significa, no sólo el Cuerpo de Cristo, sino
también su Cuerpo Místico, se sigue de aquí que hay igualmente tres
presencias del Cuerpo Místico en la misa; lo primero, que participa en su
Pasión; lo segundo, que participa en la gracia que Él derrama sobre él a fin
de santificarle, y, finalmente, que todo el Cuerpo Místico está presente en
la misa en una gloria anticipada, en virtud de la esperanza que anima a la
Iglesia toda y la mueve a exclamar, como al fin del Apocalipsis, “Ven,
Señor Jesús”.
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la
primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya. Y vi la ciudad
santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, atavia-
da como una esposa que se engalana para su esposo. Y oí una voz grande,
que del trono venía: He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres, y
erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios
será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá
más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado...”
(Apoc., XXI, 1-4.)

67
IV. — Y SOY EL CAMINO

1. Nuestro camino hacia Dios.

Toda acción sacramental realizada por el Verbo Encarnado en y con


su Iglesia, es una intervención directa y sobrenatural de Dios en los
asuntos de los hombres y en el tiempo. La palabra “intervención” no es
suficientemente enérgica para expresar cómo los movimientos y
orientaciones de la voluntad humana son literalmente levantados sobre su
propia esfera mediante una acción que pertenece a un tipo totalmente
distinto, con una dirección completamente diferente. El Logos no inserta
meramente su acción en el movimiento del tiempo, orientándolo en un
nuevo sentido. Hace mucho más que aplicar una influencia externa al algo
que está ya en vías de alcanzar su fin. Ni se limita simplemente a cortar la
corriente de la historia con una desviación que tiene implicaciones
inesperadas. La Escritura, que nos revela el modo característico de la
acción sobrenatural de Dios en el mundo para la salvación de los hombres,
lo expresa siempre en lenguaje figurativo, ya que, rigurosamente hablando,
tales divinas intervenciones son misterios que sobrepasan todo concepto
humano. Sin embargo, aunque estos misterios trasciendan nuestras ideas y
nuestra capacidad de raciocinio sobre ellos, están, con todo, muy próximos
a nosotros, muy accesibles, concretos y tangibles en toda su realidad
espiritual. En efecto, ellos entran en la sustancia misma de nuestra vida
ordinaria. Aun cuando la más sublime teología sea incapaz de explicar
plenamente el misterio por el cual Dios se da a los hombres a Sí mismo en
la Eucaristía, la realidad de nuestra unión con Él es algo que puede ser
experimentado y, hasta cierto punto, apreciado en su pureza espiritual, por
la mente del niño más ingenuo. Como lo explica Santo Tomás, aplicando
al oficio del Corpus Christi un texto del Antiguo Testamento: “¿Que
pueblo hay que tenga sus dioses tan cerca de sí como lo está nuestro Dios
de nosotros?”

68
La puerta de esta experiencia de las realidades espirituales es la fe;
una fe que empieza con conceptos, pero que luego los trasciende y llega
hasta la luminosa tiniebla que no sólo está “más allá” de los conceptos,
sino también, por así decirlo, más acá del conocimiento conceptual; es la
inefable oscuridad de la realidad que es demasiado familiar, demasiado
íntima para ser analizada. Experimentamos las cosas de Dios en forma
muy semejante a como experimentamos nuestra propia realidad íntima; le
descubrimos en forma muy semejante a como descubrimos las inesperadas
profundidades de nuestro propio yo. Los sacramentos, al surgir a la luz del
ser, al moverse y actuar entre nosotros con un movimiento y una acción
que están a medio camino entre lo creado y lo divino, tocan levemente
nuestros varios sentidos con sus sencillas significaciones y, de ese modo,
encienden en lo profundo de nuestras almas el fuego secreto de Dios.
Entonces desaparecen Los signos sacramentales, y nos dejan en posesión
de realidades que no pueden explicarse completamente en el lenguaje
humano. Más aun, nos dejan profundamente modificados gracias al
contacto con esas realidades. Como la columna de fuego que, en la
oscuridad de la noche, guiaba a los israelitas en su salida de Egipto, como
la columna de humo que les señalaba el camino durante el día, las gracias
sacramentales nos sacan de este mundo hacia el desierto que tenemos que
atravesar antes de alcanzar la Tierra Prometida. Por medio de sus
sacramentos, Dios nos conduce a través del mar Rojo que divide el mundo
de la carne del mundo del espíritu. Por los sacramentos, nos guía a través
del yermo espiritual en el que debemos purificarnos y transformarnos en
su pueblo escogido. En sus sacramentos nos da, ya desde hoy, un anticipo
de la paz que será nuestra cuando lleguemos al país que mana leche y miel,
el país de delicia y de contemplación espirituales en el que, libres de los
frágiles y pobres elementos de esta vida, viviremos enteramente con el
espíritu y seremos una sola cosa con Dios en Cristo.
Sin embargo, no debemos olvidar nunca la paradoja de que,
permaneciendo en el mundo, estamos fuera del mundo. Nuestro viaje por
el desierto no es un viaje por el espacio, sino por el espíritu. Jesús no pide
al Padre que nos separe físicamente del mundo (Io., XVII, 15), sino que,
permaneciendo en el mundo, podamos guardarnos del mal. Permaneciendo
en el mundo, no pertenecemos, sin embargo, “al mundo”, porque somos
una cosa con Cristo, que no es del mundo (Io., XVII, 14), y hemos
recibido su Espíritu, que “el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le
conoce” (Io., XIV, 17). Esta vida en espíritu y en verdad, esta vida en Dios
que vivimos mientras estamos en el mundo, no disminuye nuestra
69
apreciación de la realidad creada que Dios ha puesto en torno nuestro.
Antes da hace más real para nosotros, ya que ahora vemos todas las cosas
ordinarias con una luz nueva. Las vemos y las amamos y las conocemos en
Cristo. Las vemos en Dios y las amamos por Él, y sabemos que “toda
criatura de Dios es buena y nada hay reprobable, pues está santificado” en
Cristo (I Tim., IV, 4) y en Él y por Él posee su verdadera existencia. Pues
“todo subsiste en Él” (Col., I, 17).
Nuestra huida de Faraón y de Egipto no es, pues, una huida del
universo material considerado como malo, sino una huida de la ceguera, la
ilusión y el mal que habitaban en nuestro propio corazón y nos impedían
ver y apreciar lo bueno que hay en el mundo y hasta el verdadero bien que
hay en nosotros mismos.
Cristo nos libera de nosotros mismos para que podamos encontrarle
en nosotros mismos. Nuestro viaje hacia Él es un viaje hacia las
profundidades de nuestra propia realidad y la realidad que está en torno
nuestro. Como diría San Bernardo: Usque ad temetipsum occurre Dea
tuo24. Traducido libremente, esto quiere decir que, para encontrar a Dios,
debemos antes encontrarnos de verdad a nosotros mismos.
Toda la economía sacramental por la que Dios interviene en el mundo
a fin de “separar” o “santificar” a su pueblo escogido para Sí mismo, se
expresa en este misterioso pasaje del libro de la Sabiduría, en el que la
Iglesia ve una figura de la Encarnación:
“Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de
la medianoche, tu palabra omnipotente, de los cielos, de tu trono real, cual
invencible guerrero se lanzó en medio de la tierra... y caminando por la tie-
rra, tocaba el cielo.” (Sap., XVIII, 14-16.)
Esta visión del ángel exterminador se aplica justamente a la
Encarnación en la liturgia, ya que él vino no sólo a destruir a los enemigos
del pueblo de Dios, sino a liberar a aquellos cuyos dinteles estuviesen
marcados con la sangre del Cordero pascual. Por ello, este cuadro
tremendo dice una relación muy íntima a nuestra comunión eucarística con
Dios. Nos recuerda que nuestras comuniones son la intervención de Dios
en nuestra alma, adonde entra para dar a nuestra vida una dimensión
totalmente nueva, incorporándonos a Sí mismo y haciendo de nosotros su
pueblo.
Cuando Elías huía de Jezabel, se echó bajo un árbol en la soledad y
deseó la muerte.
24
San Bernardo, Sermón I para Adviento , núm 10.
70
“Y echándose bajo la planta de retama, se quedó dormido. Y he aquí
que un ángel le tocó dictándole: “Levántate y come”. Miró él, y vio a su
cabecera una torta cocida y una vasija de agua. Comió y bebió, y luego
volvió a acostarse; pero el ángel de Yavé vino por segunda vez, y le tocó
diciendo: “Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino**.
Levantóse, pues, comió v bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida
cuarenta días y cuarenta noches, hasta el monte de Dios, Horeb.” (I Reg.,
XIX, 5-8.)
De esta forma, Dios intervino en la vida de Elías en un momento de
crisis en medio de su carrera, le envió un alimento y una bebida milagrosos
y luego le envió a un viaje de cuarenta días a través del desierto hasta el
monte en que el profeta oyó la voz divina y recibió su misión definitiva.
Así también, en la Santa Eucaristía, el Logos interviene en nuestra vida,
dándola un nuevo significado, una dirección que nosotros no hubiésemos
podido nunca escoger o imaginar, y conduciéndonos hasta el cumplimiento
de nuestra vocación.
Así, toda comunión es el alimento y bebida que nos sostiene en
nuestro viaje hacia Dios. Pero, en tanto que el alimento y bebida ordinarios
sólo sostienen nuestra vida corporal, este alimento es también nuestro guía
de viaje. Pues Jesús, que se da a Sí mismo en la Eucaristía, es “el camino,
la verdad y la vida” (Io., XIV, 6). Como dice San Bernardo: “Él es el
camino que lleva a la verdad; Él es la verdad que promete la vida, y Él es
la vida que Él mismo da”25. Y San Agustín dice: “Si buscas la verdad, toma
el camino recto; pues el camino es el mismo que la verdad... vienes por
Cristo a Cristo... a través de Cristo como hombre, a Cristo como Dios”26.
Loa israelitas tenían que comer el cordero pascual de pie, vestidos
como para un viaje. “Lo habéis de comer así: Ceñidos los lomos, calzados
los pies, el báculo en la mano, y comiendo de prisa, pues es el paso de
Yavé” (Ex., XII, 11).
La Pascua, figura del verdadero sacrificio que la iglesia ofrece en la
misa, y figura de la comunión en la cual somos alimentados por el Cordero
místico, el pueblo escogido debía guardarla “como rito perpetuo” en me-
moria de la intervención de Dios que los libró de Egipto. Debía ser para
ellos un recordatorio perpetuo de quien es Dios. La misa perpetúa para
nosotros la gran “intervención” de Dios en nuestro mundo por medio de su
Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, y nos pone siempre ante la

25
De gradibus humilitatis, i, I.
26
Tractatus XIII in Joannem, n. 4.
71
mente el hecho de que El es un Dios de poder y misericordia, que nos libró
de la carne y nos dio la libertad de hijos suyos. Hizo de nosotros un pueblo
con el mandato de que nos pusiéramos en camino hasta encontrarle en la
Tierra Prometida de los Cielos.

2. El pan de Dios.

El maná que alimento al pueblo escogido en el desierto era una figura


de la Eucaristía, el alimento espiritual que nos sustenta e ilumina en el
desierto de este mundo.
En un discurso sobre el Pan de vida en la sinagoga de Cafarnaum
(Io., VI), proclamó Jesús que Él era el verdadero maná, “el alimento que
dura hasta la vida eterna”, el “pan de Dios que bajó del cielo y da la vida al
mundo” (Io., VI, 27, 33).
La extraordinaria fuerza de este capítulo, uno de los más grandes del
Evangelio, no puede ser valorada a menos de ver en Él los diferentes
niveles de significación mediante los cuales hace ver Jesús que el pan de
vida es, ante todo, su propia Persona, y luego su comunicación a nosotros
en dos formas: en la Escritura, “palabra de Dios”, y en la Eucaristía.
Todo lo que el hombre debe hacer en esta vida es buscar a Dios. No
hemos de afanarnos por el alimento perecedero, sino por el pan de vida
eterna, por el Logos. “La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha
enviado” (v. 29). Los judíos le desafían a que pruebe que Él es el Mesías
haciendo un milagro. Moisés rogó a Dios, y el maná descendió para
alimentar al pueblo de Israel en el desierto, ¿Qué señal va a hacer Jesús
para probar sus afirmaciones? Jesús responde que lo que ellos necesitan no
son signos externos, sino la fe en lo profundo de sus corazones. Ellos han
visto ya el milagro con el que Él alimentó a cinco mil hombres con cinco
panes de cebada y algunos pececillos, pero esto no sirvió para abrir sus
ojos: “Yo soy el pan de vida”, dice Jesús; “el que viene a mí no tendrá ya
más hambre, y el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero yo os digo que
vosotros me habéis visto y no me creéis” (v. 35-36).
Todos los sacramentos, y especialmente el de la Eucaristía, son
protestas de fe en el Hijo de Dios. Si no son una expresión de nuestra fe,
entonces estamos manchando su verdad con una mentira. El discurso en el
que, lisa y llanamente, les dijo Jesús a los judíos que no podían salvarse si
no comían su carne y bebían su sangre, llevaba la intención deliberada de
sorprenderlos, de chocarlos en el más alto grado y —efectivamente—
72
escandalizarlos. Era necesario que los judíos se percatasen de que no
poseían, como ellos se imaginaban, la verdadera luz; al contrario, la Ley, la
Escritura, las tradiciones de sus mayores que ellos creían la fuente de la
Luz de la Vida, estaban, de hecho, cegando los ojos de su espíritu y
ahogando la verdadera vida en sus corazones, porque estos corazones se
negaban a abrirse al Espíritu de Dios.
“Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna,
pues ellas dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para tener la vida”
(Io., V, 39-40).
“¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la
llave de la ciencia r y no entráis vosotros ni dejáis entrar!” (Lc., XI, 52).
Las intervenciones de Dios en la vida de los hombres no tienen nada
que ver con el formalismo y la rutina pietística. Dios viene a nosotros
siempre a “hacer nuevas todas las cosas” (Apoc., XXI, 5), y siempre que Él
viene a nosotros, es necesario, en cierto sentido, que lo dejemos todo y le
sigamos. Por eso, no acentuaremos nunca bastante este carácter dinámico
de la Eucaristía en la que Cristo viene a nosotros como una fuerza que
desarraiga nuestra mente y nuestra voluntad de este mundo,
transportándonos con Él “de este mundo al Padre” (Io., XIII, 1).
Al recibir la comunión, no basta simplemente realizar una acción
distraída y externa. Debe existir un movimiento interior de nuestra
voluntad que, al menos con el deseo, nos arranque de nosotros mismos. El
hecho de que Cristo “viene a nosotros” en la comunión nos resulta
familiar, pero olvidamos un aspecto mucho más importante del gran mis-
terio: para que Él venga a nosotros, debemos nosotros “ir a Él”, hemos de
consentir en “ser arrebatados hacia Él” por el Padre. Es decir, debemos
tener conciencia en nuestras comuniones de que estamos rindiéndonos a la
acción divina que nos arrastra hacia el misterio de Cristo. Hemos de
percatarnos de que, al buscar a Jesús, estamos obedeciendo la voluntad del
Padre y las secretas inspiraciones del Espíritu Santo que, en cuanto
miembros del Cuerpo de Cristo, nos urgen hacia la vida eterna. “Porque
esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él,
tenga la vida eterna” (Io., VI, 40). Los que intentamos mirar el rostro de
Cristo nos damos cuenta, por este simple hecho, de que pertenecemos al
número de los que el Padre ha “dado” al Hijo. “Y ésta es la voluntad del
que me envió, que yo no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo
resucite en el último día” (id. 39). “Todo lo que el Padre me da viene a mí,
y al que viene a mí yo no le echaré fuera” (id. 37).

73
Al someternos a la voluntad del Padre, estamos, de hecho,
obedeciendo al mismo poder que Jesús obedece cuando viene a nosotros.
Nuestra comunión es así una unión con la voluntad del Padre Eterno, y una
participación en el mismo misterio de Dios, en compañía de Cristo, el
Verbo Encarnado. En cuanto Verbo, su voluntad es, por naturaleza, una con
la del Padre. Mediante la comunión con Él, nos hacemos una voluntad y
un espíritu con el Padre por la caridad. La caridad nos identifica con el
Hijo que prometió que no nos echaría fuera, porque, según sus palabras,
“yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió, que yo no pierda
nada de lo que me ha dado” (id., 38-39).
Continúa Jesús: “Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha
enviado, no le trae... Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza
viene a mí” (id., 44, 43). Aquí, Jesús cita a Isaías, el cual profetizó que, en
los tiempos mesiánicos, “serán adoctrinados por Ya ve” (Is., LIV, 13).
Todo a lo largo de la oración sacerdotal de Jesús en el capítulo
diecisiete de San Juan, Nuestro Señor habla al Padre de aquellos “que el
Padre le ha dado”.
“Padre, llegó la hora; glorifica a tu hijo, para que el Hijo te glorifique,
según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que Tú le
diste, les dé Él la vida eterna... He manifestado tu nombre a los hombres
que me has dado en este mundo. Tuyos eran y Tú me los diste, y han
guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti...
Yo ruego por los que Tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es
Tuyo, y lo Tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos... Padre, los que Tú
me has dado, quiero yo que donde yo esté, estén ellos también conmigo,
para que vean mi gloria, que Tú me has dado, porque me amaste antes de
la creación del mundo.” (Io., XVII, 2, 6-8, 9, 10, 24.)
No nos damos bastante cuenta de este aspecto de nuestras
comuniones. Pensamos quizá en ellas tan sólo como actos virtuales de
devoción con los que intentamos agradar a Dios, ofrecerle homenaje y
ganar mérito para nuestras almas. Todo esto es verdad, sin duda, pero
miremos más profundamente, y entonces descubriremos que nos hallamos
cara a cara con el misterio del amor de Dios por nuestras almas estamos
llamados a ser, por nuestra propia, inefable y personal vocación, “otros
Cristos” —, nos enfrentaremos con el hecho de que esta Comunión es el
signo de que pertenecemos a Dios, de que somos su posesión, sus

74
elegidos, y por esto viene a nosotros y se nos da a Sí mismo como
posesión nuestra.
Pensamos igualmente muy poco en el hecho de que en la comunión
estamos uniendo nos libremente con los supremos designios de la voluntad
de Dios sobre nosotros, entregándonos en el sentido más alto y perfecto a
su omnisciente Providencia, y cumpliendo los designios de su amor con
más plenitud de lo que sería posible por cualquier otro camino. No sólo
estarnos realizando un acto de adoración soberanamente puro del Ser
divino, sino mucho más: estamos colaborando en el plan de Dios de
“restaurar todas las cosas en Cristo”. Es el abandonarnos a la voluntad
salvífica, cuando los ojos de nuestra alma se abren al fin para entender el
pleno sentido del amor de Dios por nosotros en el misterio de Cristo. Para
agradar a Dios perfectamente, es preciso que recibamos esta iluminación.
El bautismo es el sacramento vivificante que nos hace partes de su Cuerpo
místico y es, al propio tiempo, el sacramento de la iluminación. La
Eucaristía lleva hasta su perfección la obra iluminadora y vivificadora en
Cristo que empezaron los otros sacramentos. Es voluntad de Dios que
seamos iluminados por Cristo, puesto que, de hecho, son inseparables en
sus designios el don de la luz sobrenatural y la comunicación de la vida
sobrenatural. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Io., XVII, 3). “El nos llamó de las ti-
nieblas a la luz admirable” (I Pet., II, 9) y, “Dios que dijo: Brille la luz del
seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones
para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de
Cristo” (II Cor., IV, 6).
Todo el Evangelio de San Juan es un recuerdo de la luz de Dios
luchando con las tinieblas del mundo, la victoria del Verbo sobre la
muerte, de forma que los hombres puedan llegar hasta Él y tener luz y
vida. En Él, la luz y vida trascendentes que son su misma naturaleza
vivifican e iluminan a los hombres. “En Él estaba la vida, y la vida era la
luz de los hombres. Y la luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la
abrazaron... La luz verdadera era ya, e ilumina a todo hombre viniendo a
este mundo... Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Io., I, 4, 5,
9, 11). Todo a lo largo del cuarto Evangelio, Cristo repite la queja de que
los hombres amaron las tinieblas en lugar de la luz (Io., III, 10), y ya
hemos visto que los que más amaban las tinieblas eran los que escudriña-
ban las Escrituras y se creían en plena posesión de la verdad (Io., V, 39-
40).

75
Conocer a Cristo, el Verbo, es “recibirle”, y recibirle es convertirse en
hijo de Dios. Esta regeneración es la obra de la fe y del bautismo. Nos
convertimos en hijos de Dios naciendo “no de la sangre ni de la voluntad
carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios” (Io., I, 13) y “quien no
naciese del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos”
(Io., III, 5). Jesús hubo de reprochar a Nicodemo, un “maestro de Israel”
que, aunque había estudiado la Ley y los Profetas, ignoraba esta verdad
espiritual importante sobre todas (Io., III, 10). Ahora bien, esta vida
sobrenatural sólo a través de Cristo se nos comunica. El es la luz del
mundo, y todo el que le sigue no camina en las tinieblas, sino que tiene la
luz de la vida (Io., VIII, 12). Por eso nos dice Jesús: “mientras tenéis luz,
creed en la luz, para ser hijos de la luz” (Io., XII, 36).
¿Podemos decir que caminamos en la luz cuando, en realidad, no la
conocemos? Hasta en la Ultima Cena, Jesús reprochó a los discípulos
porque todavía no le conocían. Pues, si le hubieran conocido, Felipe no le
hubiera pedido que le enseñase al Padre, “¿tanto ha que estoy con vosotros
y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre... ¿No
crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Io., XIV, 9, 10). Y a To-
más le dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre
sino por mí.
Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora
le conocéis y le habéis visto” (Io., XIV, 6-7).
Esto nos remite otra vez al discurso eucarístico del Evangelio de San
Juan, y a la “voluntad del Padre” de que nos unamos a Cristo y seamos
iluminados por Él, de suerte que, en Él, conozcamos al Padre. Sólo cuando
vemos que el Padre está en Cristo y Cristo en el Padre, entendemos
realmente el misterio del pan de vida. “Así como me envió mi Padre vivo,
y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Io.,
VI, 57). Así como el Hijo es engendrado enteramente en el seno del Padre,
así nosotros, los que el Padre ha dado al Hijo, si vivimos por el Hijo,
viviremos para siempre” (Io., VI, 59).
La vida que Cristo da al mundo es la vida que Él recibe del Padre, la
vida del Padre en Él. No necesitamos más que ver a Cristo para “ver” la
fuente invisible de la Vida. A la vista de la sencillez de los evangelios, el
falso misticismo es imposible. Cristo nos ha liberado para siempre de lo
esotérico y de lo extraño. Ha traído la luz de Dios hasta nuestro nivel, a fin
de transfigurar nuestra existencia ordinaria.

76
El Dios invisible se ha hecho hombre para que podamos verle y, a
través del hombre Cristo, llegar al conocimiento del Padre Eterno. Pero,
una vez más, esto no es un asunto de pura especulación. Es haciendo la
voluntad de Cristo como llegamos a conocer al Padre. “El que recibe mis
preceptos y los guarda, ése es el que me ama... Si alguno me ama, es que
guarda mi palabra y mi padre le amará, y vendremos a él y en él haremos
morada” (Io., XIV, 21, 23).
Pero ¿cuál es la voluntad de Cristo? Que nos amemos los unos a los
otros. “Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como
yo os he amado, así también amaos mutuamente” (Io., XIII, 34). No es éste
un tema nuevo, sino parte de la misma idea. Amándonos unos a otros, es
como somos incorporados a Cristo e iluminados por Cristo.
Si no nos amamos unos a otros no podemos comer el pan de vida, no
podemos ir al Padre. Sólo amándonos mutuamente dejamos que el Padre
nos lleve hasta Cristo, pues por amor nos convertimos en Cuerpo Místico,
en un Cristo. Y sólo “siendo Cristo” podemos llegar a conocer a Cristo.
Este último pensamiento es central en el comentario de San Agustín sobre
el discurso eucarístico. “Conocerán los fieles el cuerpo de Cristo si no se
olvidan de ser el cuerpo de Cristo: háganse el cuerpo de Cristo si quieren
vivir del Espíritu de Cristo; pues sólo el Cuerpo de Cristo vive del Espíritu
de Cristo”27.
Aquí empezamos a ver la conexión inseparable que existe entre la
Eucaristía y la Iglesia. A ambas se las ha llamado el “Cuerpo Místico de
Cristo”. En efecto, en la época patrística, era un privilegio de la Iglesia el
que se la llamase simplemente el “Cuerpo de Cristo”, sin ningún otro
adjetivo, en tanto que la expresión Corpus Mysticum se aplicaba a la
Eucaristía, un hecho que nos recuerda que la Iglesia es la “realidad” (res)
significada por el Santísimo Sacramento.
El hecho de que los Padres hablen con tanta frecuencia de nuestra
unidad en Cristo, más bien que de la Eucaristía misma, cuando se refieren
al Santísimo Sacramento, no nos debe hacer pensar que ellos sólo
consideraban a la Eucaristía como un símbolo. Conocían demasiado bien
las Escrituras para pensar una cosa semejante, y, en verdad, Jesús dice
claramente que la Eucaristía es con plena verdad su Cuerpo y Sangre. “Yo
soy bajado del cielo”... el pan que yo le daré es mi carne, para vida del
mundo, (Io., VI, 51). Y cuando los judíos disputaban que esto es im-
posible, Jesús, en lugar de explicar sus palabras en sentido simbólico,

27
S. Agustín, Tractatus XXVI in Joannem.
77
insistió en su sentido literal, pero sin revelar el modo sacramental en que
daría su carne como alimento. “En verdad, en verdad os digo que si no co-
méis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida
en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y
yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y
mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
está en mí y yo en él” (Io., VI, 53-56).
Sin embargo, Jesús nos da su cuerpo, no sólo como el principio de
nuestra vida y de nuestra santificación individual, sino también como
principio de unidad en su Cuerpo Místico. Nos une no sólo consigo
mismo, no sólo como el Padre en Él, sino también unos con otros. Este es
el Misterio total de la Eucaristía, y nosotros debemos ver siempre el Santí-
simo Sacramento a la luz de estas ideas. Hemos de ver siempre el misterio
como un todo. Hemos de ver el “Cristo total” la Res Sacramenti, pues sin
nuestra unidad en la caridad, el Santísimo Sacramento perderá su sentido
real.
San Pablo nos da la visión completa del Santísimo Sacramento —de
la presencia real tanto como de la Res Sacramenti— cuando dice: “Y el
pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el
pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese
único pan” (I Cor., X, 16-17). Vemos aquí que tanto la Eucaristía como la
Iglesia son el Cuerpo de Cristo, y la Eucaristía es el principio de unidad
que nos junta en un Espíritu, en perfecta caridad.
En su oración de Sumo Sacerdote, Jesús nos revela todo el sentido de
nuestra unidad en Él: “Yo en ellos y tú (el Padre) en mí, para que sean
consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste
a éstos como tú me amaste” (Io., XVII, 23).
San Cirilo de Alejandría resume el sentido de las palabras “yo soy el
pan de vida” en una fórmula sucinta: Verbum secundum naturam vita,
cuncta vivificans. El Verbo, que es por naturaleza vida, todo lo vivifica...
Es engendrado por el Padre vivo... Y, como la función de lo que por
naturaleza es vida consiste en dar vida a todas las cosas, Cristo todo lo
vivifica28.

28
In Joannis Evangelium, lib. 3, c. 6.
78
3. La Comunión y sus efectos.

Consideremos ahora un poco más detalladamente los frutos de la


comunión en el alma individual antes de seguir con la unidad de todos los
fieles en Cristo como efecto principal de la Eucaristía.
Ante todo, ¿cómo produce la santa Eucaristía sus frutos en nosotros?
Cuando un alma convenientemente dispuesta recibe este sacramento,
entra en contacto con el Logos, el Verbo de vida, y, por este solo hecho, se
llena de vida espiritual. Cristo instituyó este sacramento precisamente para
poder unirse a cada uno de nosotros como fuente de toda vida, fuerza, luz
y fecundidad espiritual. Viene a nosotros en este sacramento de tal forma,
que puede estar presente al mismo tiempo en cada uno y en todos los que
le reciben. De aquí que, ante todo, viene a unirnos con Él como miembros
con su cabeza, formando un solo Cuerpo Místico. De éste, que es el más
importante, se derivan todos los demás frutos del Sacramento. Esta es la
razón principal de la presencia de Cristo en la Eucaristía. El Cuerpo de
Cristo, en cuanto que sustancia, está presente bajo los accidentes del pan,
de suerte que puede darse íntegro a cada uno de los que reciben una Hostia
consagrada y, al propio tiempo, estar presente en todos.
Ahora bien, el Cuerpo de Cristo que en la Eucaristía recibimos, es el
cuerpo vivo del Verbo Encarnado. Actuando, pues, como un instrumento
de la naturaleza divina, este Cuerpo de Cristo viene basta nosotros lleno
del poder y de la realidad del Verbo y del Espíritu Santo. Cuando
recibimos la Eucaristía, nuestras almas se llenan del Espíritu de Dios y nos
unimos tan íntimamente al Verbo como si Él fuese el alma de nuestra alma
y el ser de nuestro ser. Dice Scheeben:
“La carne de Cristo no ha de alimentarnos como simple carne para la
vida carnal, sino como carne empapada del Espíritu de Dios para una vida
divino-espiritual”... “Lo que son para el cuerpo la comida y la bebida, esto
viene a ser para el alma la luz de la verdad y de la gloria, y el ígneo río del
amor”... “En el sacramento de la sangre de Cristo el Espíritu de la vida
divina, que brota del Logos como la sangre de su corazón corpóreo, se
desparrama en nuestra alma como la sangre vital de la divinidad, para
ungirla y refrigerarla”... “La divinidad del Logos es con toda propiedad el
panis superessentialis oculto bajo la sustancia eucarística del cuerpo.”29

29
Scheeben, Los misterios del Cristianismo. Herder, secunda edición, Barcelona,
1957; paga. 550, 554 (nota 4).
79
Gracias a este derramarse de la vida divina en nuestras almas, Cristo
nos une de la forma más perfecta a su sacrificio. La caridad que se nos
comunica en la Eucaristía, procedente del Corazón de Cristo, es a la vez la
causa eficiente y formal del amor que puede brotar en nuestros corazones.
Y nuestra respuesta de caridad es como la llama que se nos comunica
desde la Víctima divina que se quema en el fuego del Espíritu Santo.
Unidos a El, nos consumimos en la gloria de una llama única. Continúa
Scheeben, de acuerdo con el espíritu de los Padres:
“La carne de Cristo, deificada por la unión hipostática, empapada del
Espíritu Santo, ha de suscitar entre nosotros precisamente la verdadera
intención espiritual de sacrificio, ha de difundir en nuestra alma el fuego
consumidor del amor; de ella hemos de sacar nosotros fuerza para
sacrificar a Dios nuestras almas, y en unión con ella —que descansa en el
seno de Dios— hemos de presentarlas ante el augusto trono como
sacrificio digno y de suave olor. Con el aroma del Espíritu Santo, de que
está llena ella misma, ha de empapar nuestras almas, para que sean
realmente espirituales y divinas y envíen a Dios la más agradable fra-
gancia.”30
Así, pues, al unirnos a su sacrificio, lo que Jesús quiere, ante todo, es
llenarnos del mismo Espíritu Santo de amor del que Él está lleno, y aquí
vemos a la vez el sentido total de la Eucaristía. Jesús viene a nosotros en
este divino misterio para divinizarnos y transformamos enteramente en Sí
mismo. Los Padres nunca vieron la Eucaristía de otro modo que como la
más alta unión mística con Dios.
El Cantar de los Cantares, que es el Cántico nupcial de las bodas del
Verbo con la humanidad, lo aplica San Ambrosio especialmente a nuestra
unión con Cristo en la Eucaristía. Dice:
“Habéis venido, pues, al Altar y habéis recibido la gracia de Cristo,
sus Sacramentos celestiales. La Iglesia se regocija por la redención de
tantos y exulta de gozo espiritual a la vista de la familia vestida de blanco.
(Se está dirigiendo a los recién bautizados que han recibido por primera
vez la Eucaristía.) Todo esto lo encontraréis en el Cantar de los Cantares.
En su gozo, la Iglesia llama a Cristo, pues tiene un banquete preparado lo
bastante espléndido para ser el banquete del mismo Cielo. Por eso, dice:
“Baje mi hermano a su jardín a coger los frutos de sus árboles” (Can.t V,
1). ¿Qué árboles son éstos? En Adán, os habíais convertido en leña seca,
pero ahora, habiendo venido a ser árboles frutales en Cristo, estáis

30
Ibid., págs. 550-551.
80
recogiendo vuestra cosecha, y el Señor Jesús acepta complacidamente la
invitación y le replica a su Iglesia con una bondad celestial: “Voy, voy —
dice— a mi jardín, a coger de mi mirra y de mi bálsamo; a comer la miel
virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche”. “Venid, amigos —
dice—, embriagaos, carísimos.” (Can., ibíd.)31.
Continúa el Santo mostrando cómo el vino con el que nos alegramos
es el Espíritu Santo, pues cada vez que recibimos la Eucaristía, quedamos
limpios de nuestros pecados y embriagados del Espíritu de Dios, de
acuerdo con el mandato del Apóstol, que nos dijo que no nos
embriagásemos de vino, sino del Espíritu Santo. San Ambrosio añade: “El
que se embriaga de vino, se tambalea. El que se embriaga del Espíritu está
arraigado en Cristo. Es, pues, una buena embriaguez cuando tal sobriedad
produce en el alma”. Está claro que, entre los frutos más preciosos de la
Sagrada Comunión, está el gozo y la pureza de corazón que fluyen de la
unión íntima y casi física con el Verbo hecho carne, y que cada comunión
puede proporcionarnos la sobria ebrietas que encontramos constantemente
en los Santos Padres. San Cipriano, por ejemplo, la describe con todo
detalle. Arguye él que en el sacrificio debe ofrecerse vino y no agua,
porque el agua no simboliza la sangre ni embriaga.
“El cáliz del Señor embriaga a los hombres de tal modo, que se
vuelven sobrios. Comunica a sus mentes una sabiduría celestial, de suerte
que pierden el gusto por este mundo y se despiertan al entendimiento de
Dios. Y así como el vino ordinario alegra la mente, rebaja el alma y aleja
toda pena, así, cuando hemos bebido la sangre del Señor y el cáliz
Salvador, el recuerdo del hombre viejo se aparta de nuestra mente y
olvidamos nuestra conducta anterior en el mundo, y el corazón triste y
afligido, cargado con el peso de pecados y ansiedades, se llena con la
felicidad del divino perdón”32.
Esta “sobriedad” no es otra cosa que el signo de nuestra
transformación en Cristo. Porque, cuando lo recibimos, no queda
absorbido en nuestro cuerpo como el alimento ordinario, sino que nos
transforma en él mismo. Cierto que las especies de pan se disuelven dentro
de nosotros, pero la sustancia del Verbo se convierte en alimento de
nuestras almas, de suerte que ya no vivimos con nuestra propia vida, sino
con la de ÉL “Este es el Pan bajado del Cielo, no como el pan que
comieron los Padres y murieron; el que come de este Pan vivirá para

31
De Sacramentis, V, 14-15.
32
Epístola 63, XI.
81
siempre... El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada”
(Io., VI, 58, 63).
Sin tocar el problema de la gracia mística, el Papa Pío XII describe
nuestra unión con Cristo en la Eucaristía con un lenguaje muy semejante:
“La naturaleza misma del Sacramento pide que su recepción
produzca ricos frutos de santidad cristiana... Entremos, pues, todos en la
unión más estrecha con Cristo y esforcémonos por perdernos, por decirlo
así, en su alma santísima, uniéndonos así a Él de forma que podamos
participar en aquellos actos por los que Él adora a la Santísima Trinidad
con el más aceptable de los homenajes, ofreciendo al Padre Eterno una
suprema oración de acción de gracias que encuentra un eco armonioso a
través de cielos y tierra, según las palabras del profeta: “Todas las obras
del Señor alaban al Señor”33.
No temamos multiplicar las citas y autoridades al hablar de este gran
misterio. Dado que la Eucaristía es el corazón mismo de la vida cristiana y
del misticismo cristiano, y puesto que toda nuestra alegría y fuerza están
fundadas en el Cristo Sacramental, que nos abre la puerta de retorno al
Paraíso, justo es que meditemos las palabras con que la Iglesia nos
propone esta enseñanza por medio de su magisterio solemne y ordinario.
El Concilio de Florencia nos enseña que la Eucaristía produce en
nuestras almas todos los efectos que el alimento material produce en
nuestros cuerpos. Nos proporciona alimento espiritual, promueve nuestro
crecimiento espiritual, refresca y cura nuestras almas, repara las pérdidas y,
finalmente, nos procura gozo espiritual; quedamos apartados del mal,
fortalecidos en el bien y con un nuevo progreso en gracia y en virtud. Todo
esto es efecto, no sólo de nuestro amoroso recuerdo de Cristo, sino de
nuestra unión real con Él, nuestra incorporación a Él por la gracia y
nuestra unión con los demás miembros suyos por el fervor de la caridad34.
El Concilio de Trento nos recuerda que Cristo es recibido en la
comunión como remedio y antídoto del pecado, librándonos de las faltas
de la fragilidad humana que nos acosan diariamente y preservándonos de
caer en pecado mortal. San Ignacio de Antioquía fue más lejos, hasta
llamar al Santísimo Sacramento la medicina de la inmortalidad,
Pharmacum inmortalitis, idea que incorpora el Concilio de Trento en el

33
Mediator Dei.
34
Decretum pro Armeniis, DB. 698.
82
mismo capítulo, enseñándonos que la Eucaristía es “una prenda de la
gloria futura y de la felicidad eterna.”35
En el mismo espíritu, añade el Concilio que la “Eucaristía es el
símbolo de aquel Cuerpo cuya cabeza es Él y del cual quiso que nosotros
fuésemos miembros con la más estrecha unión posible de fe, esperanza y
caridad”.
Estos textos familiares, citados en todos los manuales de Teología, no
siempre revelan su plena significación. Deben ser considerados en el
silencio de la oración. Las verdades que contienen son de la mayor
importancia y de consecuencias incalculables para nuestra vida espiritual y
nuestra actividad pastoral. Dice el Concilio que la Eucaristía es remedio
del pecado, pero de ninguna manera dice que sea meramente un remedio
del pecado. El Sacramento es una prenda de gloria futura y, como tal, nos
da ya, aquí y ahora, algo de la alegría del cielo, aunque sea en la oscuridad
de la esperanza teologal. No sólo nos proporciona la gracia de la más
íntima unión con Cristo como cabeza del Cuerpo Místico, sino que nos une
también con los demás miembros del Cuerpo. Para decirlo con más
precisión: nos da como gracia sacramental aquel fervor de caridad por el
que podemos, si hacemos buen uso de él, unirnos más firmemente a Cristo
y a nuestros hermanos. Debemos darnos cuenta de que nuestra unión en el
Cuerpo Místico, esto es, con los miembros lo mismo que con la cabeza, es
una parte integral de nuestra vida eucarística y un aspecto importantísimo
de ella. A través de nuestra unión con los miembros, recibimos consuelo y
fuerza como los recibiríamos directamente de Cristo mismo.
La presencia de Cristo dentro de nosotros, del “autor de los
sacramentos y manantial de todos los sacramentos y dones celestiales” 36,
se convierte en una fuente de agua viva que mana hasta la vida eterna, un
principio permanente de caridad y una fuente de ardoroso amor que pugna
por transformarle en acción cristiana y en oración a Dios. La gracia de la
comunión no está confinada en los momentos de acción de gracias después
de la misa y la comunión, sino que invade la totalidad del día y los asuntos
todos de nuestra vida, para santificarlos y transformarlos en Cristo37.
Los Santos Padres gustaban de detenerse en el hecho de que Cristo,
presente en nosotros como fuente de vida, viene a nosotros en la comunión
no sólo en prenda de la vida futura, sino también para preparar nuestras
almas y cuerpos a la resurrección de la carne. Este efecto de la Eucaristía
35
Sesión XIII, Cap. 2. DB. 875
36
Catechismus Concilii Tridentini, II, IV, q. 45.
37
Medíator Dei.
83
no es tanto una consecuencia física del contacto con la carne resucitada y
transfigurada de Cristo, como un efecto lateral de la caridad derramada en
nuestras almas por el Verbo y por la esperanza de resurrección que dimana
de la presencia de Cristo dentro de nosotros. Dice San Ireneo:
“Así como el pan que la tierra produce, en cuanto oye la invocación
del Espíritu Santo, deja de ser pan para convertirse en Eucaristía,
compuesta de dos elementos, el terreno y el celestial, así también nuestros
cuerpos, al recibir la Eucaristía, ya no son corruptibles, pues poseen la
esperanza de la resurrección”38.
Todos estos pensamientos sobre la Eucaristía nos dicen claramente
que, en este sacras mentó, en el que Cristo no sólo nos da su gracia, sino
que se nos da a Sí mismo, somos conducidos a la cumbre suprema de
nuestra plenitud espiritual. Se nos da este sacramento, no sólo para que
hagamos algo, sino para que podamos ser alguien: para que podamos ser
Cristo. Para que podamos ser perfectamente idénticos con Él. Comparando
la Eucaristía con la confirmación, dice Santo Tomás que la confirmación
nos proporciona un aumento de gracia para resistir la tentación, pero que la
Eucaristía nos da mucho más: aumenta y perfecciona nuestra vida espiri-
tual misma, a fin de que seamos perfectos en nuestro propio ser, en nuestra
propia personalidad, por medio de nuestra unión con Dios: per hoc
sacramentum augetur gracia et perficitur spiritualis vita ad hoc quod
homo in seipso perfectus existat per conjunctionem ad Deum 39. Con otras
palabras: por medio de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía,
encontramos nuestro verdadero yo. Nuestro falso yo, el “hombre viejo”,
queda consumido en el fervor de la caridad engendrada por su íntima
presencia en nuestra alma. Y el “hombre nuevo” llega a la plena posesión
de sí mismo, como que “vivimos, mas no nosotros, sino Cristo vive en
nosotros”.
Esto explica por qué resulta a veces difícil, y hasta imposible, para
ciertas almas verdaderamente fervientes el conversar con Cristo en sí
mismas después de la comunión con palabras y “actos”, como si Él fuese
una persona separada. Su unión con Él es, de hecho, mucho más profunda
que esto, y mucho más estrecha. Tan próximo está Él de ellos, que ya no
pueden distinguirle claramente a través de los conceptos. Pero tan próximo
está, que ya no pueden seguir siendo conscientes de sí mismos. ¿Qué les
queda? ¿Deben intentar verse a sí mismos claramente, o verle a Él? De
ninguna manera. Con palabras del Papa Pío XII, arriba citadas, lo que
38
Contra Haereses, IV, 18, 5.
39
Summa Theologica III, Q. 79, a. I, ad I.
84
mejor pueden hacer es dejar que el Espíritu les arrebate, de suerte que
pierdan toda noción de la diferencia entre ellos y Él y queden momen-
táneamente absorbidos en la tremenda realidad de su presencia, que
desafía el análisis y de la cual no hay descripción posible. Lo que mejor
pueden hacer es regocijarse en la sobria ebrietas mencionada por San
Ambrosio. Si quisiéramos un texto para meditar en él después de la
comunión, difícilmente encontraríamos uno mejor o más apropiado que el
Cantar de los Cantares, a no ser que escojamos algún pasaje del discurso
de la Ultima Cena tal como lo recuerda San Juan.
En las oraciones de la Sagrada Liturgia, encontramos claramente y
con todo detalle todos estos frutos de la comunión eucarística. Las
postcomuniones y las oraciones secretas de la misa nos recuerdan
constantemente el gran misterio de nuestra renovación y transformación en
Cristo. En el Ordinario de la misa, el sacerdote reflexiona después de la
Comunión que ha sido “alimentado por puros y santos sacramentos”
(quem pura et sancta refecerunt sacramenta) y que lo que ha recibido
como un “don temporal” se convertirá para él en un “remedio eterno” (y
aquí oímos, una vez más, el eco de Ignacio de Antioquía con su
pharmacum inmortalitatis). En las fiestas mayores del año litúrgico, la
Navidad y la Pascua, la Iglesia ora para que seamos “purificados de la
vieja vida y podamos convertirnos en criaturas nuevas”40 y para que “el
nuevo nacimiento en la carne del verbo de Dios nos libre del viejo yugo
del pecado”41. Por todas partes nos encontramos en el año litúrgico con
expresiones como ésta: “Nosotros, a quien Tú has restaurado con tus ce-
lestiales sacramentos”, “Nosotros, a quien Tú confortas en tus sagrados
misterios”, y con breves, vividas frases, tan sucintas que resultan
intraducibles: cujus laetemur gustu, renovemus effectu.
Esta transformación, sin embargo, no es en manera alguna perfecta.
El Sacramento nos otorga gracias que nosotros debemos usar para
aumentar nuestra caridad y ganar la vida eterna. La gracia sacramental es
el medio por el que llevamos a cabo la obra de nuestra salvación y
santificación, la diaria renovación de nuestro “hombre interior” (Cor., II, 4,
6). Por eso la Eucaristía nos limpia de pecado y nos conduce al reino
celestial42, y nos fortalece de forma que “de día en día, eleve nuestra vida

40
Postcomunión, miércoles de Pascua.
41
Colecta de Navidad, tercera misa.
42
Poscomunión, miércoles de la 4.ª semana de Cuaresma.
85
hasta el nivel de la vida celeste” (de die in die ad caelestis vitae transferat
actionem)43.
Por eso las gracias sacramentales de la Eucaristía fortalecen nuestra
debilidad y nos ayudan a lograr la estabilidad de la virtud. Por medio de
este sacramento, Dios “guía nuestros fluctuantes corazones”44, nos hace
más capaces de refrenar nuestros apetitos desordenados45 y nos guarda de
todos los poderes maléficos46. La Eucaristía nos defiende especialmente
ante los ataques del demonio47.
En particular, la Eucaristía nos ayuda a evitar las engañosas
abstracciones del error y nos confirma en la fe: ut errorum circumventione
depulsa, fidei firmitatem consequamur48. Nos fortifica en el amor al
Nombre de Cristo49y nos enseña a despreciar las cosas terrestres y a amar
las celestiales50. No es, pues, extraño que la Eucaristía sea el alimento que
fortaleció a los mártires. En realidad, la liturgia la llama “el sacrificio del
cual todos los mártires tomaron su origen”51.
Por el martirio desearon San Ignacio de Antioquía, San Policarpo,
San Cipriano y otros, consumar su vida eucarística y “encontrar a Cristo”,
y este hecho es uno de los testimonios más impresionantes del poder de la
gracia que se vierte sobre nosotros en el Santísimo Sacramento. Podemos
cerrar este capítulo con las palabras en las que San Cipriano declara cuán
importante es la Eucaristía para aquellos que han de enfrentarse con el
martirio. Está hablando del deber del obispo de permanecer junto a su grey
en tiempo de persecución.
“La comunión no la debemos dar al que muere, sino al que vive, para
que los que exhortan a la batalla no nos quedemos Inermes y desnudos”
sino que podamos fortalecerles con la protección del Cuerpo y la Sangre
de Cristo. Y puesto que el fin de la Eucaristía es proteger a los que la
reciben, debemos proveer a los que deseen verse libres del adversario con
la protección de la Sagrada Comunión. Pues ¿cómo les enseñaremos y

4341
Secreta, Domingo de la octava del Corpus Christi.
44
Nutantia corda tu dirigas. Secreta, miércoles de la 1.a semana de Cuaresma.
4532
Continentia promptioris tribuat effectum, Secreta, jueves después del miércoles
de ceniza.
46
Poscomunión, viernes de la Semana de Pasión.
47
Secreta, Domingo 15 después de Pentecostés.
48
Colecta, Fiesta de San Justino mártir (14 de abril).
49
In tui Nominis amore roboremur. Común de mártires.
50
Terrena despicere et amare coelestia. Tema frecuente en las oraciones litúrgicas.
5150
Secreta, jueves de la 3.a semana de Cuaresma.
86
urgiremos a que derramen su sangre en testimonio de su Nombre si,
cuando están a punto de iniciar la batalla por Cristo, les negamos la Sangre
del Señor? O ¿cómo les prepararemos para el cáliz del misterio si primero
no les admitimos a beber el cáliz del Señor en la Iglesia…?52
Porque debéis saber y tener por cierto que el día de la persecución ha
empezado a descender sobre nosotros, y el fin del mundo y el tiempo del
Anticristo, de suerte que debemos estar todos dispuestos para la batalla, y
ninguno de nosotros debe pensar en otra cosa que en la gloria de la vida
eterna y en la corona prometida a los que sufrieron en nombre del Señor.
Ni pensamos que las cosas que están por venir van a ser como las que ya
conocemos. Mucho peor y mucho más salvaje es la batalla que ahora se
nos viene encima, y los soldados de Cristo deben prepararse con la más
pura fe y con un valor sin tacha, pensando que el motivo por el que cada
día bebemos el cáliz de la Sangre de Cristo es que puedan derramar su
sangre por Cristo. Esto es lo que significa el querer encontrarse con Cristo,
según las palabras del Apóstol: “El que dice que permanece en Cristo,
debe andar como anduvo Cristo”; y el santo Apóstol Pablo nos exhorta y
enseña diciendo: “Somos hijos. Si somos hijos de Dios, somos también
herederos de Dios, coherederos de Cristo, con tal de que suframos juntos
con Él, a fin de que seamos glorificados con Él”53.

52
San Cipriano, Epístola Synodica ad Cornelium Papam, P. L. 3.865.
53
Epístola 56. P. L. 4. 350.
87
V. — O SACRUM CONVIVIUM

I. ¡Venid al banquete de bodas!

En los Evangelios, Cristo compara frecuentemente el reino de los


cielos a una fiesta nupcial. “El reino de los cielos es semejante a un rey
que preparó el banquete de bodas de su hijo” (Mt., XX, 2). Pero en las
parábolas de las fiestas siempre surge alguna dificultad para reunir a los
invitados. El rey envía a sus criados con este mensaje: “Decid a los invi-
tados: mi comida está preparada, los becerros y cebones muertos, todo está
pronto, venid a las bodas”. Pero los invitados no responden a la invitación.
No tienen ningún deseo de asistir a la boda. El rey insiste en buscar
invitados para llenar su sala de bodas.
De nuevo envía a sus criados, diciéndoles: “Salid aprisa a las plazas y
calles de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos traedlos aquí...
Salid a los caminos y a los cercados, y obligad a entrar, a fin de que se
llene mi casa” (Lc., XIV, 21, 23).
Aunque esta parábola no se refiere directamente a la Eucaristía, tiene
una conexión muy precisa con el misterio. Porque el banquete eucarístico
es el verdadero corazón y centro de esa vida cristiana que ha de culminar
en el banquete de los cielos. Ahora bien, recordemos que un banquete no
es un banquete si sólo asisten una o dos personas. Una fiesta es una
ocasión de alegría para mucha gente. Igualmente, una fiesta es algo de tal
naturaleza, que arrastra a las gentes y hace que lo dejen todo para
participar en su alegría. Festejar algo juntos es testimoniar la alegría que
uno siente al encontrarse entre amigos. El simple hecho de comer juntos,
sin hablar de un banquete o de cualquier otra ocasión festiva, es, en sí, un
signo de amistad y de “comunión”.
En nuestra época hemos perdido de vista el hecho de que, hasta las
acciones más corrientes de nuestra vida diaria, están investidas, por
naturaleza, de una profunda significación espiritual. La mesa es, en cierto

88
sentido, el centro de la vida familiar, la expresión de la vida familiar. Aquí,
los hijos se reúnen con sus padres para comer el alimento que el amor de
sus padres les ha procurado. En la mesa, los hijos participan agradecida-
mente en los trabajos y sacrificios de sus padres. La comida común es
bendecida por las oraciones del padre y animada por la conversación de
toda la familia. En este acto común, la familia toma conciencia de sí como
tal familia, es como si se hiciese consciente de su propia existencia,
dignidad y vitalidad. La comida de la familia cristiana no es tanto una
mera satisfacción de las necesidades corporales, como la celebración de un
misterio de caridad, el misterio del hogar cristiano. Un misterio hondísimo,
pues Cristo mismo está presente en la unión del esposo y la esposa, así
como en los hijos de su unión santificada. Es Cristo el que alimenta a los
que se reúnen y les procura todas las demás bendiciones sin las cuales la
vida sería imposible o, al menos, desgraciada.
Lo mismo ocurre con un banquete. La palabra latina convivium
expresa mejor el misterio que nuestras palabras “banquete” o “fiesta”.
Llamar a una fiesta un convivium es llamarla un “misterio de participación
vital”, un misterio en el que los invitados comparten las buenas cosas
preparadas y ofrecidas por amor de su huésped, y en el que la atmósfera de
amistad y gratitud se expande en una participación de ideas y sentimientos,
terminando en un común regocijo. En la perspectiva de la sabiduría
antigua, y lo mismo en la de la caridad cristiana, al invitado se le
consideraba como un enviado de Dios, como un ángel disfrazado. El
huésped, a su vez, es una imagen de Dios Padre. En el contexto cristiano,
los invitados y los huéspedes juntos son el signo del regocijo del “Unico
Cristo, que se ama a Sí mismo”.
En una época como la nuestra, en que el individualismo del burgués
del siglo XIX se ha corrompido hasta terminar en la sumersión totalitaria
del individuo en la masa, la saludable conciencia natural del convivium —
la participación en una vida y unos intereses comunes por parte de un
grupo pequeño, realmente unido por una simpatía espontánea e instintiva
— ha sucumbido al vasto, amargo anonimato de las agrupaciones de
masas. El respeto por una idea común en la que muchas personas
individuales se juntan para ofrecer sus diversas contribuciones a las
comunes alegrías, penas y responsabilidades de todos, ha cedido su puesto
a la necesidad servil de una sociedad “masificada” en la que un solo
hombre impone violentamente sus particulares puntos de vista y sus
opiniones a toda la colectividad. A los hombres no se les pide que
contribuyan con otra cosa que con la conformidad servil y el aplauso La
89
sociedad totalitaria disuelve sistemáticamente los firmes lazos que unen a
los hombres en las unidades sociales básicas —familias y comunidades
parroquiales—, con objeto de desarraigar al individuo de sus espontáneos
intereses humanos y transplantarle a organizaciones centradas en el culto a
la totalidad y a sus aspiraciones, encarnadas en el jefe. Toda clase de
presiones se ejercen sobre el individuo para despojarle de su verdadera
personalidad y de sus intereses sociales normales. Sistemáticamente se le
obliga a desconfiar y a temer a los demás y a transferir su confianza desde
aquellos con quienes vive —personas concretas de carne y hueso— a la
persona del jefe a quien jamás ve y oye de cerca, sino, todo lo más, en la
radio y en la pantalla cinematográfica. El amor queda destruido y
reemplazado por el fanatismo. Y lo que es cierto de los Estados totalitarios,
es cierto en grado menor —pero cierto, no obstante— de las grandes
democracias capitalistas, en las que tienen lugar idénticos procesos, más
lentamente, menos sistemáticamente, pero no menos implacablemente,
bajo la presión de una democracia materialista cada vez más desarrollada.
En un tiempo como el nuestro es, pues, de la máxima importancia
recordar que la Eucaristía es un convivium, un banquete sagrado. Es la
celebración en que la familia cristiana, la Iglesia, se regocija en la mesa
común con los Apóstoles y todos los santos v creyentes. No se trata, por un
lado, de un encuentro puramente individual y subjetivo con Dios, ni, por
otra parte, de una reunión de masas, una especie de enorme concentración
religiosa en la que la totalidad de los fieles no tienen otra conciencia que la
de su propia totalidad
La comunión es un sacrum convivium. Es un banquete en el que el
fiel no sólo goza, personalmente, de los beneficios y satisfacciones
espirituales de la unión con el Cristo eucarístico, sino que tiene también
conciencia de su común participación en la vida divina. La alegría de la
comunión es algo que compartimos unos con otros. Y no se trata de un
mero compartir psicológico, sino que hay una objetiva participación en los
frutos espirituales del sacramento. La Eucaristía es el sacramento de la
caridad, el sacramentum unitatis, el sacramento de nuestra unión con
Cristo. Esta conciencia de unidad, de participación en la vida de Cristo, es
necesaria para que la Eucaristía cumpla su función de sacrificio perfecto
de alabanzas para honor y gloria de Dios.
Escuchemos la voz de la iglesia. Nos dice el Concilio de Trento que
el Sacramento de la Eucaristía, en el que Jesús dejó a su Iglesia la plenitud
de su amor por los hombres, no es sólo un alimento espiritual por el que
somos fortalecidos y absueltos del pecado, no es sólo el sacramento en el
90
que vivimos la propia vida de Cristo mismo, no es sólo una prenda de vida
futura, sino también el “símbolo” de aquel Cuerpo suyo cuya cabeza es Él
y al cual nosotros nos unimos como miembros con los más estrechos lazos
de fe, esperanza y caridad, a fin de que podamos todos “hablar igualmente
y no haya cismas entre nosotros” (I Cor., I, 10)54.
En el lenguaje de Santo Tomás de Aquino, la res sacramenti o
realidad espiritual significada y efectuada por la Eucaristía, es la unión de
los fieles en caridad. Res hujus sacramenti est unitas corporis mystici sine
qua non potest esse salus55. La recepción sacramental del Cuerpo de Cristo
no conseguiría sus efectos principales si nosotros, por medio de la
comunión con el Verbo Encarnado, no estuviéramos unidos al Cristo
Místico, a la Iglesia. Poco significaría para un individuo el estar unido con
la Cabeza del Cuerpo Místico si, por este mismo hecho, no estuviese unido
también con los miembros. No hay vita sin convivium. El Cristianismo no
es sólo un contacto con Cristo, sino una incorporación al Cristo total.
En la Eucaristía, Jesús nos ha dado el único medio perfectamente
satisfactorio de cumplir el gran mandamiento que nos dejó al tiempo
mismo de instituir el sacramento. “Un precepto nuevo os doy: que os
améis los unos a los otros” (Io., XIII, 34). Porque en la Eucaristía Jesús
nos ha dado la expresión suprema de aquel amor con el que nos amó, el
amor con el que Él mismo es amado por el Padre y con el que tenemos que
amarnos unos a otros.
El “nuevo mandamiento” es el resumen y corona de todas las
Escrituras. En esas cuatro palabras, “amaos unos a otros”, están incluidas
todas las enseñanzas del Antiguo y del Nuevo Testamento, pues, como San
Pablo nos dice, “toda la Ley se resume en este solo precepto: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo” (Gal., V, 14) y “el amor es el cumplimiento de
la Ley” (Rom., XIII, 10). Pero Jesús completó su enseñanza dándonos en el
Santísimo Sacramento mucho más de lo que las palabras podrían expresar
o comunicar nunca: su mismo yo, su propio amor, su Espíritu divino
comunicándose a las profundidades de nuestra alma por medio de su Alma
y su Cuerpo. El propósito de ambos, del mandamiento y del Sacramento,
es el mismo: que, amándonos mutuamente, pudiéramos ser uno, como
Cristo y el Padre son uno (Io., XVII, 21-22).
Con todo el amor que Jesús nos tiene, su amor por nosotros y un
deseo de unión personal con nuestras almas no constituyen el fin de este

54
Sesión XIII, cap. 2, DB. 875.
55
Summa Theologica, II!, Q 73, a. 3.
91
Sacramento. Lo que ante todo pretende es la gloria del Padre, La gloria de
Dios es Dios mismo, y nuestra unión en la caridad de Cristo es la
manifestación externa más perfecta de la oculta gloria de Dios. Pues, por
medio de la caridad desinteresada, reproducimos en la tierra y en el tiempo
la circumincesión de las tres divinas Personas, donde cada una está en las
otras, lo cual constituye la gloria y el gozo de los bienaventurados en la
eternidad, porque es el gozo del mismo Dios. Por eso, si 'deseamos entrar
más profundamente en el misterio de la Eucaristía, debemos tener
conciencia de una “realidad” que va más allá de la presencia real de Cristo
bajo las especies y es la razón última de esa presencia.

2. La Eucaristía y la Iglesia.

Nunca apreciaremos la presencia Real hasta que veamos la conexión


íntima que existe entre el misterio de la Eucaristía y el misterio de la
Iglesia, dos realidades sagradas que se interpenetran completamente para
formar un todo único; dos misterios que, separados, somos absolutamente
incapaces de entender. Porque nunca apreciamos realmente la Eucaristía o
la Iglesia si las concebimos como dos “cuerpos de Cristo” por completo
diferentes. En un sentido, es perfectamente cierto que sólo hay un Corpus
Mysticum. Hay un Cuerpo que se hace sutancialmente presente a las
palabras de la consagración. Es el Cuerpo de Cristo, con el que nosotros,
unidos en la comunión, formamos una Persona mística. La Eucaristía, que
prolonga la Encarnación entre nosotros, es signo y causa del Cuerpo Místi-
co que Cristo tomó por Sí. El comentario más antiguo sobre la misma, que
data del siglo noveno, explica tersamente las palabras de la epiclesis: “Que
se convierta para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo muy ama-
do”, diciendo que estas palabras no sólo aluden a la transustanciación del
pan y el vino, sino también a nuestra incorporación a Cristo: significan
“que nosotros nos convirtamos en su Cuerpo y nos dé divinamente en el
misterio de la gracia divina el pan que descendió del cielo” 56. Estas
palabras recuerdan la expresión de San Agustín en su exégesis del capítulo
sexto de San Juan: “El fiel conocerá el cuerpo de Cristo si antes se
convierte en el Cuerpo de Cristo”57.

56
Ut nobis corpus et sanguinis fiat dilectissimi Filii: id est ut nos efficiamur
corpus ejus, et nobis divinitas tradat in mysterio divinae gratiae panem qui de caelo
descendit. Citado por De Lubac, Corpus Mysticum, p. 33. cf. P. L. 138:1180.
57
Ver pág. 160.
92
Todavía la liturgia, en la secreta de la misa del Corpus Christi, nos
dice esta verdad:
“Te rogamos, Señor, que concedas benignamente a tu Iglesia los
dones de la unidad y la paz místicamente representados en los dones que te
ofrecemos.”
Como la oración se dice al fin del ofertorio, lo probable es que haga
referencia a la enseñanza de los Santos Padres, representados por San
Agustín, el cual dice: “Nuestro Señor nos dio convenientemente su Cuerpo
y Sangre bajo las especies de unas cosas que son el resultado de muchas.
Pues el pan es uno, aunque hecho de muchos granos; y el vino es uno,
aunque hecho de muchos racimos”58. De aquí que la naturaleza misma del
pan y el vino proclamen el sentido del “Sacramentum unitatis”. No
obstante, está claro que el solo hecho de que el pan esté hecho de muchos
granos y el vino de muchos racimos, no influye para nada en nuestra
unidad. Es nada más que un aspecto de la pedagogía del Sacramento. Lo
que efectúa nuestra mística unión mutua es el hecho de comer sacra-
mentalmente el verdadero Cuerpo de Cristo. Por eso, es inútil buscar en las
especies de pan y vino la señal sacramental de la unión del cuerpo místico.
En cuanto a la unidad de la Iglesia, las especies sacramentales son sólo
símbolos en el sentido ordinario, no signos eficaces. El signo de nuestra
unidad en Cristo es la unidad del propio Cuerpo de Cristo hecha presente
en cada momento y en cada lugar en que las especies son consagradas y
recibidas en comunión. Por eso, como los teólogos modernos han
señalado, “Cristo es un signo de Cristo... Cristo Hombre es el signo del
Cristo al que serán incorporados la multitud de los elegidos”59.
San Juan Crisóstomo esclareció en un pasaje notable la íntima
conexión entre el Cuerpo eucarístico de Cristo y el Cuerpo Místico que es
la Iglesia. Hablando de los preciosos vasos del altar y de los demás objetos
litúrgicos con los que honramos al Santísimo Sacramento, el Padre de la
Iglesia griega observaba que más importante era honrar el cuerpo de Cristo
dando limosna a los pobres. De esta forma, no sólo estamos haciendo un
bien a Cristo en la persona del pobre, sino que estamos convirtiendo
nuestras propias almas en vasos de oro para la mayor gloria de Él. Tesis
ésta que más tarde encontraría un ardiente defensor en San Bernardo de
Claraval. Escribe San Juan Crisóstomo:
58
Tractatus 26, in Joannem, P. L. 35:1614, citado por Santo Tomás, Summa
Theologica, III, Q. 69, a. 1.
59
El Misterio de la Fe, de De la Taille, citado por A.-M. Roguet, O. P., en La
Maison Dieu, 24. “L’Unité dans la Chanté—Res de l’Eucharistie”, p, 27.
93
“Si queréis honrar a la Víctima eucarística, ofrecedle vuestra propia
alma, por la cual la víctima fue inmolada. Haced de oro vuestra alma. Si
vuestra alma es más vil que el plomo o la arcilla, ¿de qué sirve tener un
cáliz de oro...?
¿Queréis honrar el Cuerpo de Cristo? Entonces, no lo desdeñéis
cuando lo veáis cubierto de harapos. Después de haberle honrado en la
Iglesia ataviado de vestiduras de seda, no le dejéis afuera muriendo de frío
por falta de ropa. Pues el mismo Cristo es el que dice: “Este es mi cuerpo”
y el que dice: “Me visteis hambriento y no me disteis de comer; lo que
habéis negado al ultimo de estos pequeños, a mí me lo habéis negado”. El
Cuerpo de Cristo en la Eucaristía pide almas puras, no costosos atavíos.
Pero en la persona del pobre nos pide todos nuestros cuidados. Obremos
juiciosamente; honremos a Cristo como Él quiere ser honrado: el honor
más grato para el que queremos honrar es el que Él desea, no el que
nosotros imaginamos. Pedro se figuró que honraba a su Maestro no permi-
tiéndole que le lavase los pies y, sin embargo, era justamente lo opuesto.
Dadle, pues, el bonos que Él mismo ha pedido. Una vez más, lo que Dios
desea no son cálices de oro, sino almas de oro.”60
El resumen más lúcido de esta enseñanza se encuentra en la Summa
Theologica de Santo Tomás. Nos dice Santo Tomás que la Eucaristía es “la
consumación de la vida espiritual y el fin de todos los demás sacramen-
tos”61, ya que todos los demás sacramentos no hacen más que prepararnos
para la recepción de la Eucaristía, lo cual significa que nos conducen hasta
la realidad sagrada que sólo la Eucaristía puede producir en nosotros: la
caridad perfecta, la unión consumada en Cristo. Decir que todos los
sacramentos culminan en la Eucaristía, no es decir meramente que son
ritos que sirven de preliminares al gran rito, el misterio del culto. Significa,
sobre todo, que los otros sacramentos nos dan una parte de la caridad de
Cristo, con la que llenar ciertas necesidades particulares de nuestra alma o
del alma de los demás, pero que la Eucaristía nos da la plenitud de su
caridad, nos incorpora perfectamente a su Cuerpo Místico —que vive por
la caridad— y nos capacita no solo para recibir la caridad directamente de
Cristo, nuestra Cabeza mística, sino para regocijarnos en la vital corriente
de caridad que fluye a través de todo el organismo, de un miembro a otro62.
Por eso es la Eucaristía, en el sentido más estricto, el Sacramentum
pietatis, el “sacramento de caridad”. Porque mientras en el bautismo el
60
San Juan Crisóstomo, Homilía 50, sobre San Mateo, 3
61
III, Q. 73, a. 2.
62
III, Q. 73, a. 4.
94
hombre es regenerado por la Pasión de Cristo, en la Eucaristía su caridad
se hace perfecta por la participación sacramental en la caridad de Cristo.
Por la Eucaristía, “el hombre alcanza su perfección unido con Cristo en la
Cruz”: homo perficitur in unione ad Christum passum63.
Así, pues, en la santa comunión no somos nosotros los que
transformamos el Cuerpo de Cristo en nuestra propia sustancia, como ocu-
rre con el alimento ordinario; por el contrario, es Él quien nos asimila y
transforma en Sí mismo. Pero ¿cómo? Incorporándonos, por medio de la
caridad, a su Cuerpo Místico. Mientras “comemos” la sustancia del verda-
dero Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales, nosotros mismos
somos comidos y absorbidos por el Cuerpo Místico de Cristo. Nos
hacemos, por decir así, parte de este Cuerpo, asimilados por Él, unos con
su organismo espiritual64.
He aquí lo que quería decir San Agustín cuando exclamaba: O
sacramentum pietatis, “oh Sacramento de Amor, oh signo de unidad, oh
vínculo de caridad. El que quiera vida, aquí encontrará una vida en la que
vivir y una vida por la que vivir”. Y añade: Cuando los hombres comen y
beben, lo que desean es no tener hambre ni sed. Pero este efecto no lo
produce en realidad más que el alimento y la bebida que hace inmortal e
incorruptible al que lo consume, y este alimento es la saciedad de los
santos, en la que habrá paz y unidad plena y perfecta 65. El “sagrado
banquete” es, pues, un banquete de caridad, de unidad fraterna en Cristo.
Es el compartir unos con otros el amor de Cristo, de suerte que el fuerte
ayude al débil a encontrar a Cristo y el débil, a su vez, dé al fuerte una
oportunidad para amar más a Jesús amándole en sus miembros. Fuera de
esta perspectiva, nuestras comuniones no pueden alcanzar la plenitud de
gozo que Cristo desea para ellas. En la medida en que nuestro amor a Jesús
en el sacramento de su amor sea sólo un amor a la Cabeza, sin un afecto
sincero y cálido por nuestros hermanos, desprovisto de interés por las
necesidades espirituales y físicas de sus miembros, nuestra vida espiritual
quedará inutilizada e incompleta.

63
III, Q. 73, a. 3, 3 ad. 3.
64
Ibid., ad. 3.
65
Tractatus 26 in Joannem. P. L. 35:1613. 1614.
95
3. “Os he llamado mis amigos.”

Todo el que lea atentamente el discurso de la Ultima Cena no puede


menos que quedar vivamente impresionado por el amor especial de Jesús a
los apóstoles que había escogido. Les ama a cada uno de ellos
individualmente, y les ama en grupo. Les llama “los suyos”, a los que ha
amado “extremadamente” (Io., XIII, 1). Les lava los pies no sólo como una
expresión de humildad, sino también y sobre todo, porque, si no son
“lavados” con su propia humilde caridad, no tendrán parte con Él (Io.,
XIII, 8). Y luego, sentándose a la mesa, y disponiéndose a partir por vez
primera el pan de la Eucaristía que es su propio Cuerpo, les dice
solemnemente cuán importante es que se amen unos a otros como Él les ha
amado. En verdad, este es su gran mandamiento, el que resume todo el
resto de su enseñanza y contiene la plena expresión de la voluntad del
Padre respecto de nosotros, que seamos uno en ÉL “En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros” (Io.,
XIII, 33). “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como
yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor... Este es mi
precepto, que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Io., XV, 10-
12).
De esta manera dio Jesús el último toque a la formación de sus
apóstoles, una obra que se había convertido en su mayor interés durante el
último año de su vida pública. El sacerdote no encontrará un manual más
puro y más perfecto de espiritualidad sacerdotal que este discurso de la
Ultima Cena, que contiene todo cuanto Cristo Nuestro Señor deseó más
fervientemente para los sacerdotes que ordenó aquella noche en el
Cenáculo. Todo el programa de la vida sacerdotal, tal como Jesús lo
expresó aquí, queda resumido en estas dos ideas: Amadme como yo he
amado a mi Padre; amaos unos a otros como yo os he amado: Permaneced
en mi amor (Io., XV, 9).
Es perfectamente cierto que Jesús dejó este testamento de caridad a
toda su Iglesia, pero se lo dejó de una manera más especial a los
sacerdotes, cuya vida debe ser enteramente una vida de caridad eucarística,
de unión con Cristo y de unos con otros en Cristo.
La vida de todo hombre es un misterio de soledad y de comunión:
soledad en el secreto de su propia alma, donde está a solas con Dios;
comunión con sus hermanos, que comparten la misma naturaleza, cuya
soledad reproduce la suya, que son sus “otros yos” aislados de él y, sin
embargo, unos con él. En el plano natural, la vida, del hombre es más
96
soledad que comunión. El hombre teme a la soledad, pero la sociedad en la
que busca un refugio de su aislamiento no le protege lo bastante de su
propia insuficiencia.
Con la venida de Cristo, la soledad del hombre se ha hecho más
perfecta y más pura, en el sentido de que el hombre se ha hecho más
persona; pero se ha hecho más persona en virtud de su unión más profunda
con los otros hombres en la caridad de Cristo.
En el corazón del sacerdote, este misterio de soledad y comunión
alcanza profundidades aún mayores.
Nadie estuvo jamás tan terriblemente solo como Jesús entre los
hombres, a quienes había venido a salvar. No podían entenderle, y, a
medida que el tiempo pasaba, le entendían cada vez menos. El Pueblo
Escogido al cual había sido enviado, le rechazó, y le rechazó a través de
los sacerdotes y doctores de la Ley, que debían de ser los únicos que le
conociesen y recibiesen. Los Apóstoles a los que amó no podían penetrar
sus enseñanzas y, al final, le abandonaron y le dejaron morir solo.
Todo sacerdote participa, hasta cierto punto, en la soledad del
corazón sacerdotal de Jesucristo. Aislado de los demás hombres por el
carácter sacerdotal y por el elevado nivel de su vida consagrada, el
sacerdote nunca debe olvidar que para él no hay en esta tierra,
estrictamente hablando, ningún consuelo pro fundo y durable que sea
puramente natural y humano. Puede, ciertamente, gozar de la amistad, pero
él sabe muy bien, que, a me nos de que ésta sea espiritual y, por
consiguiente, marcada en algún sentido por el signo de la Cruz, le servirá
solamente para acentuar su soledad y amargar su pobre corazón.
Al propio tiempo, el sacerdote disfruta de una especial autorización
espiritual sobre su pueblo y, humanamente hablando, puede sentir la
tentación de querer encontrar en esto un consuelo natural a la soledad de
su corazón. En este caso, quiere estar “solo” en el ejercicio de su
ministerio. Pretende ser el único padre de las almas a él confiadas. Quiere
que nadie olvide que él, y sólo él, es el pastor. Y, así, puede ser tentado a
desear para sí sólo los consuelos y recompensas de su ministerio
sacerdotal.
Es el designio de Cristo que la vida sacerdotal sea una unidad
eucarística en todos sus aspectos. Nunca es el ministro individual el que de
verdad importa, sino Cristo mismo, el único Sacerdote, que emplea a cada
sacerdote como instrumento suyo en su acción sobre las almas. Por
consiguiente, no quiere Cristo que sus sacerdotes sean hombres am-
97
biciosos, ávidos de gloria y reconocimiento para sí mismos y su obra,
diciendo como el fariseo: “¡Yo no soy como los demás hombres! ¡Yo no
soy como los demás sacerdotes!”
Y, así, un aspecto esencial de la vida eucarística del sacerdote es su
unión, en caridad sacerdotal, con todos los otros sacerdotes con los que él
es uno en el gran Sumo Sacerdote.
Jesús formó a sus apóstoles como un grupo íntimo que le rodeaba en
todo momento durante su vida pública. No sólo era cada uno de ellos un
amigo querido y confiado del Señor, sino que intentaban formar un círculo
de amigos, de hermanos que se amaban unos a otros porque todos eran
amados por Él. Este programa no se realizó perfectamente. Los Evangelios
nos cuentan de varios casos de celos y rivalidad entre ellos, siendo
severamente reprendidos por Jesús. Lo cual nos enseña dos cosas: que
aunque los sacerdotes sean siempre tan humanos como los mismos após-
toles y sujetos a la misma fragilidad, la voluntad de Cristo respecto de
ellos continúa siendo la misma. Sigue repitiéndonos la misma lección de
humildad y de unión paterna. Si no aprendemos esta lección, no podemos
permanecer perfectamente en su amor. Y si no permanecemos en su amor,
la gloria del Padre no podrá manifestarse perfectamente en nuestra vida
(Io., XV, 1-8).
Los que hemos sido elegidos por Cristo para la más alta de todas las
vocaciones debemos recordar siempre que sólo hay Un Sacerdote: Jesús
mismo. Cada uno de nosotros es un instrumento no más, un ministro, del
Sacerdocio de Cristo. Cada uno de nosotros es, por supuesto, otro Cristo;
pero todos juntos nos unimos para formar un “Cristo”, un sacerdote
ungido, y éste es el “Unico Sacerdote” que verdaderamente glorifica al
Padre con un homenaje de sacrificio y de oración. Debemos poner gran
cuidado en purificar nuestros corazones de conceptos humanos e
inconscientemente paganos del sacerdocio, como si fuese algo que
pudiéramos conseguir por nosotros mismos gracias a alguna virtud o poder
particular. Nuestro sacerdocio no es un poder adquirido como resultado de
un largo entrenamiento o iniciación esotéricos. Es más bien, la admisión
de cada uno de nosotros a participar místicamente en el sacerdocio de
Cristo. Somos sacerdotes, no para nosotros, sino para Él. En consecuencia,
somos también sacerdotes unos para otros. Por eso debe existir siempre la
armonía más perfecta entre nosotros. Hemos de amarnos mutuamente,
obedecernos unos a otros cuando la ocasión lo permita o lo exija, ceder
humildemente unos a otros, respetarnos unos a otros con un profundo y
sincero respeto sobrenatural. Intentaremos purificar lo más posible
98
nuestros corazones hasta de aquellas emociones inconscientes y ocultas
que pueden deslizarse en nuestra vida bajo capa de cordialidad y de buena
voluntad paterna y con las cuales mantenemos la apariencia de una
cooperación amistosa.
Todo esto exige de nosotros grandes sacrificios, sacrificios más
difíciles que muchos de los que voluntariamente aceptamos en nuestra
obra por la salvación de las almas. Pero también nos procurará grandes y
sobrenaturales consuelos. Nos procurará fuerza en Cristo, un nuevo
sentido de la unidad y el fin de nuestra vocación, una conciencia del poder
de Cristo viviendo y actuando en su Iglesia.
Por todos estos motivos, nuestras meditaciones ante el Santísimo
Sacramento, nuestros instantes de recogimiento después de la misa,
nuestra recitación del oficio divino y. sobre todo, nuestra misa diaria deben
estar penetrados de este espíritu de caridad sacerdotal, de este sentido de
unidad con nuestros hermanos sacerdotes en todas las partes del mundo, de
verdadera sumisión a nuestros superiores y de abandono total de nosotros
mismos a la voluntad de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote.
Esto significa la más constante renuncia de sí mismo, algo
completamente imposible sin una fe profunda y hasta heroica, en el Cristo
eucarístico.

4. El Mandamiento Nuevo.

Si amamos al Santísimo Sacramento, si encontramos nuestra delicia


en el tiempo que pasamos adorando este tremendo misterio de amor, no
podemos menos de averiguar más y más cosas sobre la caridad de Cristo.
No podremos menos de buscar un conocimiento íntimo y personal de Jesús
oculto bajo los velos sacramentales. Pero en la medida en que aumenta
nuestro conocimiento y amor de Él, aumentará necesariamente nuestro
conocimiento de lo que Él quiere de nosotros entenderemos así cada vez
más cuán seriamente quiere Él que tomemos su “nuevo mandamiento” de
que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado.
En efecto, si dejamos de tomar seriamente este mandamiento y
concentramos nuestra vida de devoción en un deseo egoísta de píos
sentimientos que nos encierra dentro de nosotros mismos y contrae nuestro
corazón, haciéndonos insensibles a los demás, o incluso despreciándolos,
podemos estar seguros de que nuestra devoción es pura ilusión. No co-
nocemos a Cristo, por lo mismo que no guardamos su palabra. Pues Él
99
sólo se manifiesta a aquellos que cumplen su voluntad. Y Él quiere venir a
nosotros en este sacramento de su amor, no sólo para consolarnos como in-
dividuos, sino para que podamos darle nuestros corazones y dejarle que
more en ellos, de suerte que, a través de nosotros, pueda amar a nuestros
hermanos con nuestro propio amor.
Puesto que la voluntad del Padre, todo el plan salvífico de Dios,
culmina en la resurrección y glorificación del Cuerpo Místico, es claro que
la Eucaristía se nos ha dado, primero para que lleguemos a ser perfectos en
la caridad nosotros mismos, y luego para que nuestra caridad se
comunique, a modo de una energía espiritual vivificante, a las otras almas
a través de toda la Iglesia. Ni espera Cristo que alcancemos la perfección
en el amor antes de que nuestro amor fructifique en la vida de los demás.
Es amando a los otros como progresamos en nuestro amor hacia Él, y
amándole a Él, sobre todo, entrando profundamente en el misterio de la
cruz y de la Eucaristía, es como aumentaremos nuestra capacidad de amor
a los demás.
De ahí que el sagrado banquete de la Eucaristía sea la expresión no
sólo del crecimiento y gozo espiritual de los individuos, sino de vitalidad
de la Iglesia toda. En torno a la mesa en la que Cristo parte de nuevo el pan
a sus discípulos, es donde los hijos de la Iglesia crecen en edad y gracia
ante Dios y ante los hombres y alcanzan la plena estatura de la madurez de
Cristo.
Comentando algunos de los grandes textos de San Pablo sobre la
unidad del Cuerpo Místico (por ejemplo, I Cor., X, 17 y Eph., IV, 15-16),
distingue Santo Tomás entre los diferentes aspectos de nuestra unidad en
Cristo. Somos unos con Él por la fe que nos incorpora a Él, por la
esperanza y la caridad que nos hacen crecer en Él. Por encima de esto, so-
mos uno en Él en una unidad de vida y de pensamiento (vitae et sensus)
que se manifiesta en las obras de caridad con las que nos ayudamos
mutuamente y por la aceptación de las verdades dogmáticas y morales. Por
último, la unión más íntima entre nosotros está sellada por la acción
particular de cada uno, de acuerdo con su vocación en Cristo.
Cada uno de nosotros está llamado a desempeñar un papel especial
—aun en el caso de que este papel pueda parecer oculto y sin importancia
— en la edificación del cuerpo de Cristo. Los actos sobrenaturales por los
que llevamos a cabo la obra que se nos ha confiado nos ligan cada vez más
estrechamente con los otros miembros del cuerpo en una cooperación
fraternal.

100
Y estos actos proceden de la oculta acción de Cristo en nuestras
almas; la acción de las gracias especiales, gracias de estado, gracias
propias de nuestra vocación peculiar e individual dentro de la Iglesia.
Es de advertir que la acción de las gracias especiales por las que
cumplimos nuestros deberes de estado y llevamos a cabo nuestra obra en
Cristo están orientadas desde nuestro bien privado y particular hacia el
bien de todos; es decir, hacia la caridad y hacia Dios. Pero, al mismo
tiempo, es precisamente esta acción de la gracia la que nos capacita para
realizar de la manera más perfecta nuestro destino personal. Llegamos a
ser realmente lo que somos viviendo para los demás en Cristo. Viviendo
para Cristo y su Iglesia, estamos al mismo tiempo viviendo para otros y
para nosotros mismos. El mayor bien es Cristo, viviente en todos y cada
uno de nosotros, y actuando en todos nosotros para suscitar en nuestros
corazones una caridad común por la acción del Espíritu que nos junta cada
vez más perfectamente a Cristo. Esta caridad que se vierte sobre nuestros
corazones procede, ante todo, de la santa Eucaristía. Es el efecto de nues-
tros contactos sobrenaturales con el sagrado Cuerpo de Cristo, el fruto de
nuestra unión con su alma santísima y con la divinidad del Verbo en el más
grande de los sacramentos.
Dice San Buenaventura:
“Así como Dios cuida los cuerpos de todas las criaturas vivientes,
proveyéndolas del conveniente alimento, así también tiene cuidado del
nobilísimo Cuerpo de su Hijo, que es la Iglesia, y cuya cabeza es Cristo, el
Hijo de Dios. Este Cuerpo no puede vivir y alimentarse de otra fuente que
la de su cabeza, de suerte que todos los miembros, que son todos los
hombres juntos unidos e integrados en Cristo como Cabeza, se nutren de
su Espíritu v su amor a través del sacramento de la unidad y la paz. Y por
ello, lo mismo que ningún cuerpo puede vivir sin tomar el alimento que le
conviene, así también el alma racional no puede vivir si no come este
alimento espiritual, que es el que ella necesita. Por eso dice Cristo: “El que
me come vive por mí”66.
En resumen: Cristo viene a nosotros en este sacramento a completar
lo que el Padre le encomendó. Viene a nosotros a llenar nuestras almas de
aquella caridad que le llevó a morir por nosotros en la Cruz. Viene a vivir
en nuestros corazones y a conducirnos al único fin al que todas las
actividades humanas tienden: el amor de Dios y el amor de nuestros
prójimos en Dios. Si respondemos a su amor, si dejamos que este divino

66
De Praeparatione ad Missam, i. 13.
101
sacramento purifique nuestros corazones de todo apego a las cosas
mundanas, Él nos hará más fuertes y resueltos en su amor. Nos enseñará a
comprender, no sólo su amor por nosotros, sino su amor por nuestro
semejante. Nos enseñará a ver en lo profundo del corazón de nuestro
hermano, por medio de la humildad y de la comprensión desinteresada.
Nos enseñará que no basta soportar las flaquezas y pecados de los demás,
que debemos también amarles hasta la muerte, y muerte de cruz. Si Cristo
vino a morir por nosotros cuando todos éramos enemigos suyos, ya no
tenemos ninguna excusa para odiar salvajemente a ningún hombre. Como
Cristo vino a vencer el mal con el bien, también nosotros, nutridos por este
sacramento, aprenderemos que la caridad de Cristo es lo bastante fuerte
para tender la mano y abrazar incluso a nuestros enemigos y los suyos, lo
bastante fuerte para conquistarlos y tornarlos de enemigos en amigos.

5. Hacia la Parusía.

En tanto vivimos en el mundo, nuestra vida en Cristo permanece


oculta. Oculta también permanece nuestra unión con Él. Oculta, la realidad
de Cristo en la Eucaristía y en su Iglesia. Su presencia, negada tantas veces
y escarnecida por la razón pura, sólo para la fe es evidente. Pero nuestras
meditaciones sobre el Santísimo Sacramento quedarían”, incompletas si no
recordásemos que esto es sólo una condición transitoria. Oculto como está,
Él ha dicho que se manifestaría a Sí mismo. Nuestro conocimiento de
Cristo por la fe, nuestra unión oculta con Él, no son el fin de la jornada,
sino su comienzo. Esperamos la venida de Cristo. Nosotros somos aquellos
que, como dice San Pablo, “deseamos su venida” (II Tim., IV, 8). Esto
quiere decir que los que le poseemos por la fe y por la fe estamos unidos a
Él, esperamos siempre el día en que lo que es oculta presencia se revelará
abiertamente, y lo que es secreto se manifestará. En una palabra, vivimos
en la esperanza de una gloriosa manifestación del gran misterio de Cristo.
Esperamos la aparición de Cristo total: la Parusía.
Juzgado ante el Sanedrín, Jesús declaró solemnemente que un día
verían al Hijo del hombre “sentado a la diestra del Padre y viniendo sobre
las nubes del cielo” (Mat. XXVI, 64). El misterioso lenguaje figurativo en
el que los sinópticos hablan de la Segunda venida de Cristo y del Juicio
Final se aclara, hasta cierto punto, en la elaboración teológica que recibe
de San Pablo. En el sentir del apóstol de las Gentes, la Parusía y el Juicio
Final serán la clara manifestación de Cristo en la Iglesia, su Cuerpo. En

102
otras palabras, el Juicio Final será la consumación y la revelación final del
“misterio”, la restauración de todas las cosas en Cristo, secretamente
cumplida bajo la sobrehaz de la historia humana.
Existe cierto falso misticismo que se regocija ante la perspectiva de
un Juicio Final en el que toda la historia de la humanidad se hundirá en el
olvido bajo el anatema de un Dios encolerizado. Pero el verdadero punto
de vista cristiano es el que considera el Juicio Final como la clasificación y
vindicación de la historia humana. La Parusía es el gran acaecimiento que
no destruirá la historia humana, sino que la completará, explicando todo lo
que no estaba claro, mostrando cómo todas las cosas conspiraban para el
bien de Cristo y realizaban los designios del Padre. Entonces veremos la
sabiduría de las disposiciones providenciales de Dios permitiendo lo que
parecían males incomprensibles. Veremos que los juicios de Dios son más
sabios y misericordiosos que los juicios de los hombres, y que su sabiduría
era más profunda que la sabiduría del sabio y del poderoso. Toda la verdad
será vindicada, todos los valores reales serán reconocidos y mostrados en
lo que eran, no importa donde pudieran encontrarse.
Cristo nos dijo que no esperásemos que la Parusía fuese la
glorificación de todos los respetables ciudadanos que recibían saludos en
la plaza y ocupaban los primeros puestos en los banquetes. En verdad,
muchos vendrán del Este y del Oeste y se sentarán al banquete de los
cielos, mientras que aquellos que sólo exteriormente son respetables oirán
que Cristo les dice: “los publícanos y las meretrices os precederán en el
reino de los cielos” (Mt. XXI, 31).
La Parusía será al mismo tiempo el juicio del bien y del mal y la
manifestación total del Cristo. Los que fueron verdaderamente buenos
estarán en la luz de Cristo; los que fueron verdaderamente malos estarán
en las tinieblas sin Cristo, no importa cuáles hubieran sido sus
reputaciones respectivas entre los hombres* Y la diferencia entre ellos
residirá, ante todo, en la diferencia de la calidad de su amor. ¿Amaron a
Dios y a los demás hombres? ¿Buscaron de verdad el verdadero bien? ¿Lo
buscaron en Dios? En este caso, se encontrarán en “Cristo” y Él será
revelado en ellos.
La Parusía será, efectivamente, la manifestación de Cristo en
nosotros y de nosotros en Cristo. Realizará las palabras del Espíritu
hablando a través de San Pablo: “Cuando se manifieste Cristo, vuestra
vida, entonces también os manifestarán con Él en gloria”. (Col., III, 4).

103
Dijimos al comienzo de este libro que la Eucaristía es un signo de
esta consumación final. Esto no es más que otra manera de decir que, en la
Parusía, la res sacramenti de la Eucaristía se manifestará completamente.
El Cuerpo Místico de Cristo, cuyo “signo” es su cuerpo sacramental, será
visto en lo que es. La oculta interconexión entre ambos misterios se
resolverá por fin en la luz de la visión con la que veremos cómo los dos
cuerpos de Cristo son, en realidad, uno; cómo el Cristo sacramental es el
corazón viviente de su cuerpo Místico, y cómo todos cuantos están unidos
mediante la participación en la sustancia de su Cuerpo constituyen, en rea-
lidad, un solo Cuerpo en Él. Este será el comienzo de aquel sagrado
banquete en el que nuestra alegría ya no permanecerá oculta en la
oscuridad de la fe y enmudecida por el silencio de la esperanza, sino que
prorrumpirá en la eterna canción de gloria y de victoria que es el Alleluia
de la Iglesia Triunfante.
Entretanto, démonos cuenta de que, incluso en medio de la batalla, la
sola presencia de la Eucaristía en el mundo ha convertido la historia del
hombre —al menos, la historia de los elegidos— en un sacrum convivium.
No hay razón para desesperar del hombre o de la sociedad humana. El
hecho de que el misterio de iniquidad esté actuando en el mundo no es
razón para que el cristiano adopte la actitud de que la sociedad humana, en
cuanto tal, está irremediablemente condenada y que ha llegado el tiempo
de que los gentiles serán aplastados y pisados en el lugar del terrible
castigo.
Ningún cristiano verdadero puede enfrentar tranquilamente el Juicio
Final con la satisfecha convicción de que el malo es “cualquier otro” y que
“ciertas gentes” —nunca él— están predestinadas a encontrarse entre los
cabritos. Si somos miembros de Cristo, vivamos como miembros de
Cristo. Hemos de ser como Aquel que vino, no a condenar a los hombres
en su miseria y confusión, sino a iluminarlos y a salvarlos.
Así pues, nuestra vida en Cristo exige un apostolado plenamente
eucarístico; una acción enérgica y de largo alcance, basada en la oración y
en la unión interior con Dios y capaz de trascender las limitaciones de
clase, nación y cultura y de continuar edificando un nuevo mundo sobre
las ruinas de lo que sin cesar está hundiéndose en la decadencia.
Si el futuro nos parece sombrío, ¿no será quizá porque estamos
asistiendo a la aurora de una luz que nunca antes ha sido vista? Vivimos
una época en que la caridad puede llegar a ser heroica como nunca lo ha
sido antes. Vivimos, acaso, en el umbral de la más grande era eucarística

104
del mundo, la era que muy bien pudiera presenciar la unión final de toda la
humanidad.
Si esto es verdad, entonces es que estamos ante la posibilidad de una
empresa tremenda; la unión visible del mundo, a un paso de la unión de
todo el mundo en Cristo.
Esta empresa, lejos de ser ajena a la espiritualidad eucarística,
pertenece a su misma esencia. La misa y la comunión no tienen sentido si
no recordamos que la Eucaristía es el gran medio dispuesto por Dios para
juntar y unificar a la humanidad, dispersa por el pecado original y actual.
La Eucaristía es el sacramento de la unidad, y la vida eucarística, por su
misma naturaleza, se orienta hacia un apostolado de caridad que tiende a
realizar la unión visible de toda la humanidad. ¿Será esta unión una unión
política? ¿Debemos poner la esperanza en esto, o más bien se tratará de
una de las tentaciones de los últimos tiempos? Preguntas que yo no estoy
preparado para contestar, y quizá el final de un libro no sea él lugar más
adecuado para plantearlas. El reino de Cristo “no es de este mundo”, y es
bien cierto que muchos de los que pretenden trabajar por una humanidad
políticamente unida son también implacables enemigos de la Eucaristía, el
sacerdocio y la iglesia. Quizá los últimos tiempos serán eucarísticos en el
sentido de que la Iglesia misma dará gloria y alabanza a Dios siendo
crucificada. Pero, en este caso, ella obrará como antes lo hizo el Redentor:
abriendo sus brazos a toda la humanidad y trayéndola a la unidad y a la
victoria en su misma derrota aparente.
El hombre que puede decir con verdad que espera con esperanza y
alegría la Parusía del Hijo de Dios, es un hombre cuya vida eucarística
produce frutos de oración y de acción para la unidad de todos los hombres
en Cristo. Trabajando para unir a todos los hombres en la caridad, estamos,
por decirlo así, preparando la Hostia, compuesta de muchos granos, para
que finalmente sea consagrada y transformada en la gloria de Cristo al
final de los tiempos. Por esto fue por lo que Jesús rogó al Padre en la
Ultima Cena (Io., XVII. 20, 23).
“Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos creen en mí por su
palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,
para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has
enviado. Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que
sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean
consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste
a éstos como tú me amaste.”

105
106

You might also like