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El Campesino Bodo.

“Esta era la forma en que administraban sus propiedades los monjes de Saint-Germain y los
demás terratenientes francos de la época de Carlomagno.
La abadía poseía una pequeña finca, Villaris, ubicada cerca de París donde vivían un hombre
llamado Bodo, su esposa Ermentrude y sus tres hijos, Wido, Gerbert e Hildegard.
Una hermosa mañana de primavera Bodo se levanta muy temprano, porque es el día que le
corresponde trabajar en las tierras de los monjes y no se atreve a llegar tarde por temor al
administrador. Probablemente para mayor seguridad, la semana anterior le ha regalado huevos y
legumbres a fin de que esté de buen talante. Como es el día que le corresponde arar, se pone en
marcha con su gran buey y con su pequeño Wido, para que corra fuerte al animal con una picana,
y se reúne con camaradas de algunas de las alquerías cercanas que también van a trabajar a la
casa grande. Todos se congregan, algunos provistos de caballos y bueyes, otros de zapapicos,
azadones, jalas, hachas y guadañas, y luego se alejan en grupos para trabajar en los sembrados y
montes del manso señorial, de acuerdo con las órdenes impartidas por el administrador.
Bodo se aleja silbando y tiritando de frío con su buey y su muchachito, y no vale la pena
acompañarlo porque ara todo el día y merienda debajo de un árbol con los otros labradores. Por
fin, Bodo regresa a la hora de la comida, y tan pronto como se pone el sol se acuestan, pues sus
velas fabricadas a mano dan solo una luz vacilante y además, todos deben levantarse temprano
por la mañana.
Bodo era muy supersticioso. Ya hacía muchos años que los francos eran cristianos: pero así y todo,
el labriego se aferraba a viejas creencias. Los campesinos recitaban antiquísimos conjuros, trozos
de canciones o jirones de los hechizos practicados por los apicultores cuando cuidaban sus
enjambres en las playas del Mar Báltico y palabras mágicas para lograr que sus campos fueran
fértiles.
Prudentemente la Iglesia no se opuso a estos antiguos ritos, aunque también enseñó a Bodo a orar
en salmos. Cuando Bodo se confesaba, el sacerdote solía preguntarle: “¿Has consultado a magos o
hechiceros; has hecho promesas solemnes a árboles y fuentes; has bebido algún filtro mágico?” y
Bodo se veía obligado a confesar lo que había hecho la última vez que su vaca estuvo enferma. La
Iglesia actuaba con bondad. Como decía un obispo a sus sacerdotes: “No debéis hacer ayunar a los
siervos, tanto como a los ricos; dadles solamente la mitad de la penitencia”. La Iglesia sabía muy
bien que Bodo no podría arar todo el día con el estómago vacío; en cambio los nobles francos,
cazadores, bebedores, y comilones, podrían arreglárselas sin una comida. La Iglesia dispuso que
los domingos y fiestas de guardar no se hiciera ningún trabajo servil o de otra especie, sea cumplir
labores rústicas, cuidar los niños, arar los campos, plantar setos, construir cercas de madera, talar
árboles, cazar o acudir a los tribunales de justicia. Empero es lícito hacer tres clases de servicios de
transporte, a saber: acarrear para el ejército, transportar alimentos o llevar el cuerpo de un señor
a su tumba, si fuera necesario. Del mismo modo, las mujeres no harán sus trabajos textiles, ni
cortarán géneros, ni los coserán, ni cardarán lana, ni batirán cáñamo, ni lavarán ropa en público, ni
esquilarán ovejas. “Y así ha de haber descanso en el Día del Señor. Mas permitidles que acudan de
todos los confines a fin de asistir a la misa que se celebra en la iglesia”. Los días de fiesta tenían la
costumbre de pasar bailando y bromeando, como lo ha hecho siempre la gente de campo. Algunas
veces Bodo no bailaba, sino que escuchaba las canciones de los juglares vagabundos. Una vez por
año Bodo disfrutaba de otro esparcimiento, pues regularmente el nueve de octubre, cerca de las
puertas de París, se inauguraba la gran fiesta de San Dionisio, que duraba un mes entero. Una
semana antes de la fecha indicada, comenzaban a brotar tiendecillas, en cuyos frentes abiertos los
mercaderes podían exhibir sus productos. Entonces, las calles de París se atestaban de
mercaderes; y en los puestos de la feria se trocaban trigo, vino y miel de la región por mercaderías
más raras procedentes de comarcas extranjeras. Seguramente Bodo se tomaba vacaciones y
concurría a la feria. En verdad, ese mes, al administrador le debe de haber costado mucho trabajo
retener a los hombres en sus tareas. Pero Bodo, Ermentrude y sus tres hijos, engalanados con sus
mejores atavíos no creían que ir a la feria, hasta dos o tres veces, fuera perder tiempo. Alegaban
que les era imprescindible comprar sal para sazonar la carne que se consumía en invierno o tintura
bermellón para teñir una blusa de niño; pero en realidad deseaban contemplar los insólitos
objetos reunidos en los puestos, que los mercaderes traían del lejano Oriente a fin de venderlos a
los superiores de Bodo. Estos mercaderes solían ser venecianos, aunque con mayor frecuencia se
trataba de sirios o judíos. Bodo solía escuchar cuentos en variadas lenguas y dialectos, pues en las
callejuelas se codeaban individuos procedentes de Sajonia y España, Provenza, Lombardía,
Inglaterra e Irlanda. Además, siempre había malabaristas y titiriteros, juglares y hombres con osos,
acróbatas que sonsacaban a Bodo las pocas monedas que tenía en el bolsillo. Y por cierto, sin
duda, sería una familia muy cansada y muy feliz, aquélla que dando tumbos en el carromato
regresaba al hogar, y al instante se iba a la cama. Realmente vale la pena pasar unos minutos con
Bodo en su pequeño manso. En gran parte, la historia está integrada por hombres como Bodo”

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