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Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública - GEMRIP

Entre fisuras y diferencias


El quehacer teológico en América Latina desde la sujeticidad “post”1

Por Nicolás Panotto

Postmodernidad: palabra que suscita toda clase de reacciones. Una vivencia que, se
dice, es difícil de describir tras la imposibilidad de ese alejamiento epistémico
necesario del observador para describirlo con la objetividad esperada. Tal vez esa
misma imposibilidad es lo que se necesita. Desde ella, la posmodernidad es una
nomenclatura que pretende provocar: reacciones, pensamientos, quietudes,
explicaciones, gritos. Lo “post” se puede ver, entonces, como una ironía, como una
parodia que no anula el pasado (por eso es “post” y no “anti”) sino que lo reinscribe en
un nuevo marco vital que, como sucede en todo devenir histórico, se ve eclosionado
por el bagaje que trae y saturado por las presencias vigentes.
Lo posmoderno ha penetrado en todas las disciplinas, sean académicas,
artísticas, políticas, económicas, sociales, científicas o religiosas. Para hacer un recorte
que juegue como espejo descriptivo de estas nuevas condiciones, vamos a tomar el
concepto de sujeto y su anclaje con lo teológico desde el contexto latinoamericano. La
idea de sujeto ha marcado fuertemente el período que se denomina moderno,
especialmente desde la distinción entre res cogitans y res extensa hecha por
Descartes. Como se suele afirmar, el sujeto moderno tomó lo que era el lugar de Dios
en la Edad Media. Pasó a ser centro de la historia, constructor de lo real y depositario
de todas las utopías.
El curso de la historia nos ha mostrado que los caminos emprendidos desde
esta comprensión del sujeto no llegaron a buen puerto, o al menos al puerto que se
pretendía arribar. El sujeto occidental, dueño de la historia y de los cuerpos (entidades
“externas” objetivadas por el sujeto-razón) creó su propia trampa en la definición de
una sujeticidad que no toleraba diferencia alguna, que imponía el “progreso” por
doquier como a priori del devenir histórico y que veía la realidad desde la
unidimensionalidad; en la utilización de la técnica no sólo como medio para enfrentar
las carencias y necesidades humanas sino también para construir una homogeneidad
social y cultural que costó millones de vidas.
La posmodernidad ironiza con este Sujeto que se presenta pedante frente a la
historia y sus cuerpos, queriendo controlarla y dictaminar su proceder. Un Sujeto que
no solo enuncia a los grupos de poder sino que se imprime inclusive en aquellos
sectores segregados y minoritarios de nuestras sociedades. Lo posmoderno nos
cuestiona: ¿acaso no hemos aprendido? ¿Por qué intentamos imponer la misma visión
del mundo que nos llevó hasta lo que somos? ¿Es la historia un mito del eterno
retorno?

La condición posmoderna
Como ya hemos mencionado, la modernidad trajo consigo avance, progreso,
crecimiento; pero con ello una gran desilusión. Su comprensión de Sujeto racional y

1
Este escrito fue originalmente una ponencia para la consulta de la Fraternidad Teológica
Latinoamericana bajo el tema “Eclesiologías y espiritualidades en tiempos posmodernos”, en la ciudad
de Buenos Aires, entre los días 7 al 9 de mayo de 2010

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trascendental deja fuera otras formas de ser y de afrontar las diversidades socio-
culturales. El fuerte proceso de racionalización (Max Weber) reflejados en el tipo de
institucionalización moderna, llevó también a una vivencia cerrada de lo social,
enclaustrada en el etnocentrismo occidental. Las atrocidades resultado de los
totalitarismos que se levantaron en defensa de las utopías modernas pusieron sobre la
mesa el peligro que conlleva la inamovilidad de cualquier posicionamiento social,
político y cultural que intente sobreponerse a lo diverso y diferente.
Nicolás Casullo resalta ocho crisis centrales para comprender los cambios que
gestan el debate modernidad-posmodernidad:2 la crisis del sistema capitalista con
respecto al desarrollo proyectado desde fines de la Segunda Guerra Mundial; la crisis
del Estado de Bienestar como garante de una política de empleo y distribución; la crisis
en los proyectos políticos e ideológicos alternativos al sistema capitalista; la crisis de
los sujetos históricos, sea la clase obrera o grupos burgueses, desde quienes se
esperaba la transformación política y social; una crisis en la sociedad de trabajo frente
al surgimiento de las nuevas tecnologías; una crisis en las formas burguesas de lo
político y sus instituciones tradicionales; la emergencia de un nuevo tipo de tecnología
(cibernética) que redefine el campo de lo productivo; por último, una cada vez mayor
instrumentalización de lo cultural a través de los medios de comunicación.
La llamada posmodernidad, como ya mencionamos, no es una entidad que se
pueda delimitar y describir “objetivamente”. Eso sería, precisamente, muy moderno.
Por tal razón, me parece apropiado utilizar lo que Jean-François Lyotard llama la
condición posmoderna. Lo que el filósofo francés cuestiona es el lugar de la ciencia
como uno de los metarrelatos centrales de la modernidad. Afirma que la ciencia no es
más que un discurso entre otros. Demuestra de diversas maneras cómo éste, lejos de
ser puro y objetivo, está condicionado por los avatares de los intereses de industrias y
Estados. Ello demuestra que tampoco lo social está sostenido en una plataforma
esencial que se expone a la ciencia como objeto a ser descrito. Por el contrario, “el lazo
social es una ‘jugada’ de lenguaje”3 donde sus reglas no están legitimadas por sí
mismas sino en un contrato explícito entre sus jugadores. La realidad es un consenso
desde pequeños relatos que entran dentro de este juego. Dicho consenso nunca es
adquirido como un todo sino que actúa como horizonte. De aquí el cuestionamiento
de Lyotard a lo que denomina Relatos como plataformas esenciales de lo social y la
ubicación de pequeños relatos como elementos que lo constituyen dentro de una
dinámica que produce “nudos” dentro del circuito de comunicación. Podríamos
resumir lo expuesto diciendo que la condición posmoderna se caracteriza por el
cuestionamiento a todo principio que se presente como único, como esencia de todo
fenómeno social, autónomo de las contingencias inherentes de la condición histórica
de los sujetos en comunidad que se discursan y se dejan interpelar por los marcos de su
contexto a través de los relatos que utilizan para nominarlos (jugadas lingüísticas).
Este punto de partida (que ciertamente posee cuestionamientos, como
veremos más adelante) tiene distintas implicancias para la comprensión de lo social.
Hay un énfasis en los consensos locales, entendidos como universalidades acotadas. Se
reafirma un presente desembarazado de utopías. Se puntualizan lo micro y la
cotidianeidad como espacios de creación de lo social. Las leyes que rigen la existencia

2
Nicolás Casullo, “La escena presente: debate modernidad-posmodernidad” en Casullo, Foster y
Kaufman, Itinerarios de la modernidad, EUDEBA, Buenos Aires, 1999, pp.195-201
3
Jean-François Lyotard, La condición posmoderna, Planeta-Agostini, Buenos Aires, 1993, p.30

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no se imponen sino que emergen desde las experiencias cotidianas. Se reconstruye el


pasado en pequeñas piezas sin dar demasiado énfasis en el futuro. Esto no da lugar a
un escepticismo absoluto, sino más bien prioriza un elemento relegado durante mucho
tiempo en los proyectos absolutos: la espontaneidad del presente.
La historia humana no es una línea que se traza de un extremo a otro,
mostrando un desarrollo uniforme y hasta por momentos natural (al estilo del
evolucionismo o el darwinismo social). Por el contrario, la Historia humana está
construida en la complejidad y pluralidad de un número indeterminable de
experiencias e historias de vida, así como existen individuos. Con ello, se valoriza el rol
de los sujetos, y las pequeñas, cotidianas y contextuales dinámicas sociales como
espacios de re-creación de lo social. La ética moderna se sumía a los “deber ser”
mientras la posmodernidad se centra en el deseo. La ley que se imponía en la
modernidad valía por sí misma. Era categórica, necesaria y universal. Su cumplimiento
no implicaba felicidad sino deber. La posmodernidad, por su parte, apunta al derecho
individual. Concluye Esther Díaz: “La emoción prevalece sobre la ley; el sentimiento,
sobre la norma; el corazón, sobre la razón. La ética del deber era rigurosa y severa, la
del sentimiento es libre y flexible. La última apela a la responsabilidad y a la iniciativa
de las personas; aquella, en cambio, apelaba a la obligación y a la obediencia a las
leyes”.4
Filosóficamente hablando podríamos decir que la posmodernidad revalora, en
palabras de Jacques Derrida, la diferencia como acontecimiento.5 Esto significa que
ninguna entidad o definición del ser es absoluta. La diferencia no solo define al ser
externamente (en su relación a otros) sino también internamente. Llevándolo a una
instancia más amplia, implica que toda definición social, cultural o política es
inherentemente contingente y se encuentra bifurcada dentro de su misma realidad
ontológica. La diferencia que define toda entidad dada representa ese espacio vacío
que la mantiene siempre abierta a su redefinición, transformación, resignificación.
Esta diferencia o vacío inherente a toda entidad conlleva a la imposibilidad de
enarbolar principios o seres de manera universal. Esto no implica la inexistencia de
absoluto alguno, sino que se pone sobre la mesa la complejidad que existe en su
definición. Más aún, que todo lo que se presenta como tal requiere ser deconstruido.
La deconstrucción se podría definir como el ejercicio de decodificación de aquellas
prácticas y discursos que se presentan como dadas, para demostrar lo indecible y
multifacético inherente a su misma condición ontológica. Ello tira por tierra la
supuesta homogeneidad, unicidad y sutura que presenta un discurso o una
cosmovisión, llevando inclusive al mismo nivel de contingencia la práctica (política) que
refleja y promueve. En resumen, tiene que ver con destejer el estatus de verdad que
posee cualquier tipo de segmentación social, discursiva, simbólica, hegemónica,
política o institucional.

4
Esther Días, Posmodernidad, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2000, p.85
5
Jacques Derrida, “La Différance” en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 1989, pp.39-62. “La
diferencia es lo que hace que el movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento
llamado ‘presente’, que aparece con la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa, guardando en
sí la marca de elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca de su relación con el elemento
futuro, no relacionándose la marca menos con lo que se llama el futuro que con lo que se llama el
pasado, y constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo que no es el: no es
absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un futuro como presentes modificados”. Ibíd., p.48

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No sin razón, se han cuestionado algunas vertientes de este abordaje. Se ha


acusado a la deconstrucción de sobreenfatizar en las diferencias haciendo silencio
sobre factores que requieren de un análisis más amplio, como pueden ser la influencia
de sistemas económicos o lógicas imperialistas (de aquí la falta de análisis económicos
en trabajos posmodernos o posestructuralistas). De esta manera, la lógica posmoderna
sirve a la legitimación de discursos neoliberales o multiculturalismos ingenuos basados
en un relativismo acrítico. Aunque estas acusaciones tienen mucho de verdad, en
ocasiones se han exagerado. Estas “distorsiones” de la deconstrucción o de la teoría de
la diferencia no son inherentes al abordaje en sí sino a posibles usos.6
Contrariamente a lo que muchos opinan, la teoría de la deconstrucción ofrece
un marco que abre posibilidades sociales y políticas, evitando uno de los mayores
temores de la posmodernidad: el totalitarismo. Como lo define Derrida, “la identidad
de una cultura es diferente de sí misma; una cultura es diferente de sí misma; la lengua
es diferente de sí misma; la persona es diferente de sí misma. Una vez que tomamos
en consideración estas diferencias internas, debemos prestar atención al otro y
entender que luchar por nuestra propia identidad no es excluyente respecto a otra
identidad, sino que esta abierto a otra identidad. Y esto evita el totalitarismo, el
nacionalismo, el egocentristmo, etc.”.7 En otras palabras, nuestro propio vacío y
contingencia nos dirigen hacia el otro. Lo posible e imposible van de la mano. Lo dado
posee una inherente apertura que lo hace indecible a la vez. Dicha indecibilidad
permite que ella sea, precisamente, re-dicha. Por todo esto, podemos decir que la
deconstrucción es intrínsecamente política. En palabras de Ernesto Laclau: “La lógica
de la deconstrucción es primordialmente política en el sentido de que, al mostrar la
indecibilidad de áreas cada vez mayores de lo social, también expande el área de
operación de los diversos momentos de institución política”.8

Nihilismo como proyección de lo religioso


Así como hemos visto que existen diversas reacciones frente al fenómeno
posmoderno, lo mismo sucede en el campo de lo religioso. Por un lado encontramos
una mirada que ve en la posmodernidad una amenaza, originada en el pluralismo
social y religioso que promueve. Se habla de una individualización de lo religioso y de
la fe, y al peligro del cuestionamiento férreo de la institucionalidad eclesial. Es por ello
que se requiere, en palabras de Juan Martín Velasco, una “recomposición del creer”.9
Pero existe otra corriente que ve en el resurgimiento de lo religioso
contemporáneo y en su impronta plural no sólo una crítica al modelo moderno sino

6
De todas formas, creo que la crítica sigue siendo vigente. Sólo a modo de mención, creo que existen
ciertos abordajes que pueden ayudar a un mejor anclaje de esta corriente con las problemáticas
sistémicas de nuestro contexto. Estas son: la teoría de la corporalidad (estudios que ven el cuerpo como
un espacio simbólico, discursivo, cultural y como campo de luchas de poder socio-ecomómico), el
poscolonialismo (que agrega la noción de “tensión” a la de diferencia, analizando los tipos de
construcción identitaria en el mundo global actual y retroproyectando desde la fuente colonialista
presente en el Tercer Mundo) y el posmarxismo (especialmente la línea de Alain Badiou y si “política del
acontecimiento”, y Ernesto Laclau y Chantal Mouffe que, desde una relectura de Gramsci, nos permiten
pensar el accionar político desde cierto marco de legitimación en una universalidad localizada).
7
Jacques Derrida y John D. Caputto, La deconstrucción en una cáscara de nuez, Prometeo Libros, Buenos
Aires, 2009, p.25
8
Ernesto Laclau, “Deconstrucción, pragmatismo, hegemonía” en Chantal Mouffe, comp.,
Deconstrucción y pragmatismo, Paidos, Buenos Aires, 2005, p.122
9
Juan Martín Velasco, Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid, 1996

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una redefinición de lo religioso en tanto tal. Uno de los filósofos que más ha trabajado
este aspecto es Gianni Vattimo, precisamente en diálogo con pensadores
representativos de la posmodernidad como son Jacques Derrida10 y Richard Rorty.11
Para Vattimo, el retorno de lo religioso tiene directa relación con los avatares de la
historia. Atribuye su “reencuentro nihilista con el cristianismo” desde un abordaje
heideggeriano en torno a lo que llama el pensamiento débil,12 que significa definir al
ser en términos no metafísicos. Uno de los principios teológicos que Vattimo rescata
en este sentido es el abajamiento de Dios, su kenosis, que muestra precisamente el
despojamiento divino de la lógica metafísica. Es por ello que una de las verdades
centrales que promueve el cristianismo es, paradójicamente, la secularización. De aquí
la reinterpretación de Vattimo sobre el dictamen Nietzsche: la muerte de Dios es en
realidad la muerte de todo fundamento último, de toda entidad metafísica.
El resurgimiento de lo religioso tiene que ver, entonces, con el cuestionamiento
de lo metafísico. “El nihilismo posmoderno (la disolución de las metanarraciones) es la
verdad del cristianismo”, lanza Vattimo.13 El lugar de lo metafísico en la cultura
occidental es abordada por este filósofo desde el trabajo de René Girard con respecto
al mecanismo victimario y la violencia recurrentes en la historia del cristianismo. La
historia del ser como historia del debilitamiento no pretende promover un
reduccionismo a la tolerancia sino reducir la violencia. Por eso el sacrificio de Jesús
debe comprenderse fuera de esta lógica victimaria. La salvación es en la kenosis.
Para Vattimo, la historia de la salvación es la historia de la interpretación. Una
interpretación es productiva cuando produce nuevos sentidos desde nuevas
experiencias, que no implican solamente algo distinto a lo pasado sino un discurso que
permite la continuidad. En otras palabras, la salvación tiene que ver con la apertura de
la historia a su redefinición, lo que a su vez posibilita nuevas experiencias y
posicionamientos. De aquí que Vattimo propone una ontología hermenéutica. Ella
“sustituye la metafísica de la presencia con una ‘concepción’ del ser de la que forma
parte esencial esta connotación disolutiva; el ser que no se da de una vez por todas en
la presencia, sino que acontece como anuncio y crece en las interpretaciones que lo
escuchan y corresponden, es también un ser orientado a la espiritualización, al
aligeramiento, o, lo que es lo mismo, a la kenosis”.14
En resumen, la vuelta de lo religioso en tiempos posmodernos tiene directa
relación con el rechazo de algunos elementos promovidos por la modernidad, en
especial su impronta metafísica (tanto religiosa como social) y sus consecuencias en el
ámbito de lo institucional. Algo central que resalta Vattimo en relación a la filosofía de
la religión es el hecho de que el retorno de lo religioso implica también revalorar el
lugar creatural del sujeto. Dicho resurgimiento del sujeto religioso se relaciona con la

10
Jacques Derrida y Gianni Vattimo, La religión, Ediciones de la Flor, Buenos Aires 1997
11
Richard Rorty y Gianni Vattimo, El futuro de la religión, Paidós, Buenos Aires, 2006
12
“Lo que propuse llamar ‘pensamiento débil’ insiste en ese aspecto de la rememoración heideggeriana:
el salto en el abismo de la tradición es siempre un debilitamiento del ser, ya que sacude las pretensiones
de perentoriedad con las que siempre se han presentado las estructuras ontológicas de la metafísica”.
Gianni Vattimo, Después de la cristiandad, Paidós, Buenos Aires, 2004, 33
13
Rorty y Vattimo, El futuro de la religión, p.76
14
Gianni Vattimo, Después de la cristiandad, p.87. Dice en otra de sus obras: “Por lo tanto, si de este
modo los ‘hechos’ revelan no ser otra cosa que interpretaciones, por otro lado la interpretación se
presenta ella misma como el hecho: la hermenéutica no es una filosofía, sino la enunciación de la
existencia histórica misma en la época del fin de la metafísica”. Rorty y Vattimo, op. cit., p.68

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apertura de su experiencialidad, impulsada por la irrupción de un Otro (Dios), que


permite la discontinuidad del horizonte histórico. En palabras de Vattimo:

Así, pues, rendir justicia al significado de la experiencia del retorno significaría,


ante todo, mantenerse en el horizonte de este doble sentido de la positividad;
creaturidad como concreta y determinadísima historicidad; pero también a la
inversa, historicidad como proveniencia de un origen que, en cuanto no
metafísicamente estructural, esencial, posee también todos los rasgos de la
contingencia y la libertad.15

Mesianismo, teologías latinoamericanas y el regreso del sujeto reprimido


El sujeto moderno es el sujeto de la razón, del pensamiento, enfrentado
al mundo de los objetos. Toda corporeidad es su objeto, sea el cuerpo de los otros
como el suyo propio. Todos los cuerpos son res extensa diferenciados de la res cogitas
(sujeto). Este sujeto afirmante del cogito ergo sum es el sujeto trascendental, juez del
mundo en tanto objeto. Es trascendental porque se piensa más allá de dicho mundo.
De esta manera se da existencia a sí mismo. El avance de la sociedad de mercado trajo
algunos cambios respecto a esta noción, pero en su esencia se mantiene igual. Es la
diferencia que propone Franz Hinkelammert entre “sujeto pensante” y “sujeto
actuante”: este último sigue actuando con la razón, tomando el mundo corporal como
objeto de acción. Es un individuo propietario y calculador de sus intereses.16
Esta concepción ha permeado también en las filas del pensamiento progresista
de los últimos siglos. Podemos verlo tanto en Karl Marx como en los diversos
marxismos que han surgido a lo largo del siglo XX: la creencia en la clase obrera como
“clase universal”, garante de la utopía que transformaría, a través de la revolución, las
circunstancias imperantes bajo el dominio de la clase burguesa. El proletariado es el
agente social que se erigiría tras la caída natural del sistema capitalista. Esto es lo que
Jacques Derrida, retomando una figura religiosa, ha denominado como el carácter
“mesiánico” de la clase obrera, en el sentido de poseer cierta entidad escatológica y
teleológica dentro de la dinámica social.17 Dicha idea de sujeto parte también de una
comprensión particular del contexto socio-económico y de la historia, primordialmente
esencializada en la lógica inherente de un capitalismo que colapsaría y daría lugar,
naturalmente, a una revolución (aquí lo que muchos leen como una especie de veta
darwinista en el pensamiento marxista). Como Kautsky dijo en 1881: “Nuestra tarea no
es organizar la revolución, sino organizarnos para la revolución; no hacer la revolución,
sino aprovecharnos de ella”. El agente preferencial que llevaría este proceso a cabo
sería la clase obrera. Desde esta comprensión, en palabras de Ernesto Laclau y Chantal
Moufee, “las diversas posiciones de sujeto se reducen a manifestaciones de una
posición única; la pluralidad de diferencias son o bien reducidas o bien desechadas
como contingentes; el sentido del presente es develado a través de su localización en
una sucesión apriorística de etapas”.18
15
Derrida y Vattimo, La religión, p.117
16
Franz Hinkelammert, El sujeto y la ley, La Habana, Editorial Caminos, 2006, p.501.
17
Jacques Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Editorial Nacional, 2002, especialmente cap. 2. Derrida
no utiliza negativamente esta nomenclatura. Lo que cuestiona es, como mencionamos, el esencialismo
identitario otorgado a la clase obrera. De todas maneras reivindica el lugar de la “promesa”, desde el
poder que posee toda experiencia que irrumpe y abre el espacio histórico.
18
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, FCE, Buenos Aires, 1987, p.50.

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Podríamos decir que en cierta manera las teologías latinoamericanas,


especialmente las de la liberación, han construido un tipo de concepción similar en
torno a la subjetividad del pobre y de la comprensión de “pueblo”. Dicha concepción
también se ha basado en una manera lineal de ver la historia (la historia única
reclamada por las teologías de la liberación), direccionada utópicamente.19 Ya sabemos
que la llamada “opción por los pobres” en estas teologías no es una opción más,
producto de un marco analítico específico. Dicha opción es, en palabras de Gustavo
Gutiérrez, una opción teocéntrica.20 Pero nuestra discusión no se deposita en este
punto, ya que ella es innegable dentro de la tradición bíblica judeo-cristiana y también
su valor en las circunstancias actuales. La pregunta decisiva es, más bien, ¿qué decimos
cuando hablamos de pobres? Desde una perspectiva discursiva no podemos negar que
ninguna definición se ve exenta de las propias determinaciones del hablante. Por ello,
cuando estas teologías hablan de los y las pobres lo hacen desde marcos
experienciales, discursivos y teóricos particulares que le dan contenido.
La comprensión del pobre como sujeto teológico dentro de las teologías
latinoamericanas de la liberación ha estado limitada, en mi opinión, por dos razones.
En primer lugar, por cierto romanticismo que tiende a idealizar su persona y, así como
la comprensión de la conciencia homogénea de la clase proletaria en el marxismo, no
evidenciaba la complejidad inherente en la construcción de su subjetividad, más aún
desde un contexto de exclusión. Esta advertencia ya ha sido reconocida por los
pensadores más importantes de las teologías latinoamericanas.21 En segundo lugar,
por la falta de apertura a otros marcos teóricos fuera de la teoría de la dependencia u
otras vertientes neomarxistas que, por un lado, no permiten ver otras aristas de la
construcción de la subjetividad del pobre fuera del marco estrictamente socio-
económico y, por otro, reconocer diversos sujetos que forman parte de las dinámicas
socio-culturales como también de los espacios de exclusión. Demás esta decir que esto
tiene que ver también con la coincidencia de su etapa fundacional, donde vemos un
19
Dice David Batstone: “Un lenguaje teológico político dominado por reglas binarias de la gramática
enmascara la relacionalidad terrorífica de la Realidad. Ésta deshace las diferenciaciones, creando la
ilusión de los espacios no diferenciados. Estos son llamados utopía, literalmente, no lugar, porque ellos
reflejan un espacio donde los elementos de la vida no están implicados de sus otro(s). La utopía produce
entonces una conciencia falsa de unidad”. En “Charting (dis)curses of liberation” en Batstone, Mendieta,
Lorentzen, Hopkins, Liberation theologies, postmodernity and the Americas, London-New York,
Routledge, 1997, p.162.
20
Gustavo Gutiérrez, ¿Dónde dormirán los pobres?, Lima, CEP, 2002, pp.13-14.
21
Dice el mismo Gustavo Gutiérrez: “Es más, contrariamente a lo que un cierto romanticismo del pobre
puede pensar, en ese mundo no todo es situación de víctima, solidaridad o lucha por los derechos
humanos. Compuesto por personas concretas el universo de los pobres está atravesado por las fuerzas
de la vida y de la muerte, por la gracia y el pecado. En efecto, en él se encuentra también indiferencia a
los demás, perspectiva individualista de la vida, abandonos de familia, abusos de unos a otros,
mezquindades, cerrazón a la acción del Señor. En tanto que forman parte de la historia humana, los
pobres no escapan a las motivaciones de las dos ciudades de que habla San Agustín: el amor de Dios y el
amor de sí mismo”. En Beber en su propio pozo, Lima, CEP, 2004 [1983], p.187. Desde la experiencia de
las CEB’s en Argentina, Coca Trillini afirma lo siguiente: “A veces la ingenuidad nos hace creer que pobre
es sinónimo de “bueno”, “sin mancha”, “sin necesidad de conversión”. Muchas veces hemos
reflexionado este tema en las CEBs: no hay peor “faraón” dominador que el pequeño “faraón” que
todos tenemos en nuestra cabeza y del que debemos convertirnos día a día. “Saber”, “poder” o “tener”
no nos hacen más persona; lo que nos hace más persona es cómo administramos eso que sabemos,
podemos y tenemos. Sin embargo, la realidad nos muestra un abismo que se abre entre ricos y pobres, y
que nos interpela a todos los cristianos. Coca Trillini, Qué son las Comunidades Eclesiales de Base en la
Argentina?, Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1993, p.26.

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predominio en América Latina de ciertas corrientes marxistas estructuralistas y/o


economicistas.
Veamos un ejemplo. Un viejo texto del “Movimiento Sacerdotes para el Tercer
Mundo” propone una definición de “pueblo”.22 Éste, según el texto, no es solamente la
suma de elementos, como pueden ser la pertenencia a una tierra, a una identidad
nacional o a un tipo de condicionalidad histórica concreta. Tiene que ver, también, con
un conjunto de valores relacionados directamente con las necesidades básicas de
cualquier ser humano. Por esta razón, argumentan, los pobres son los mejores
ubicados para representar a un pueblo, ya que en ellos fluyen las necesidades y valores
más profundos. Por la experiencia de estas necesidades, los pobres tienen aspiraciones
comunes haciendo suyos de esta manera los valores e intereses de un pueblo.
Concluyen de la siguiente manera: “El pueblo es y debe ser, por sí mismo, principio y
sujeto activo del cambio, creador y forjador de su propio destino. El pueblo es el
agente más poderoso de transformación histórica, que permaneciendo siempre
idéntico a sí mismo, es siempre nuevo en sus planteos, en sus respuestas y en sus
aspiraciones. Es el pueblo el que comprende y conoce la totalidad de la problemática
humana”.23
Una de las escuelas que abrió una brecha muy importante en la revisión de
estos conceptos fue el Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI),
especialmente de la mano de Franz J. Hinkelammert, Jung Mo Sung y Hugo Assmann,
quienes han rescatado el lugar del sujeto en el pensamiento teológico. El primero en
incurrir en estas propuestas fue Hinkelammert en su famosa obra El grito del sujeto,
donde hace una relectura del libro de Juan mostrando la reivindicación del sujeto
frente a la ley y el poder político, y afirmando su lugar por sobre cualquier instancia
demarcatoria. Desde una relectura de Emmanuel Lévinas, afirma que la sujeticidad
siempre se gesta en el encuentro con el Otro. Dice: “El sujeto es el otro. Por eso no es
el individuo. Nunca está solo. Comportarse como sujeto es comportarse en relación al
otro, lo que implica una ruptura con el individuo. El sujeto surge por el rostro del otro,
como se podría decir con Lévinas. El sujeto responde al: no me mates, del otro. Por eso
interpela la ley. No tiene otra ley, aunque su reconocimiento del otro puede obligar a
cambiar la ley. Pero la ley objetiviza al sujeto, y por eso lo niega. Hace falta
reivindicarlo de nuevo”.24
Entender al sujeto en el acto del encuentro implica que no puede otorgársele
una definición única, así como pretende la Ley. De aquí la distinción entre sujeto e
individuo, entendiendo este último como el reflejo de una determinación social
concreta del sujeto. Éste nunca puede reprimir al sujeto; es sólo un reflejo de éste
último bajo una normatividad concreta. “Ningún acto es el sujeto, sino siempre se
resiste al sujeto en sus propios resultados. Por eso no hay imagen del sujeto, como no
hay imagen de Dios. El individuo, en cambio, es la relación objetivada con el otro,
mediatizada por el intercambio y el mercado”.25 De aquí que al interpelar la Ley, el
sujeto interpela también dicha individualización. Más aún, se hace sujeto en dicha
actuación: el grito del sujeto se hace oír desde el silenciamiento que la ley (sea el

22
Movimiento Sacerdotes para el Tercer Mundo, El pueblo: ¿dónde estás?, Buenos Aires, Publicaciones
del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, 1975.
23
Ibíd., pp.37-38. Negritas originales.
24
Franz Hinkelammert, El grito del sujeto, San José, DEI, 1998, p.197.
25
Ibíd., p.197.

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mercado, una ideología, etc.) intenta imponer. Sea cual fuere su poder, la ley nunca
podrá anular al sujeto.
Jung Mo Sung profundiza algunos de estos abordajes. Afirma que el concepto
de sujeto moderno posee raíces judeo-cristianas, especialmente en la noción de Dios
como “sujeto de la historia”. La modernidad sustituyó el lugar de Dios por el del ser
humano, partiendo también de la influencia de la filosofía griega que ve la divinidad
como fundamento de todo orden.26 Esto se refleja en la “ilusión trascendental” de
ciertos proyectos y corrientes que se entienden depositarias de cambiar la historia
desde acciones finitas, sea la lógica del mercado neoliberal, la construcción del
comunismo socialista o el “reino de Dios” en la tierra. Esto no niega ningún esfuerzo
por el cambio social. Más bien, Sung plantea la necesidad de plantear un horizonte
utópico (ej.: el reino de Dios) a partir de la sustitución de la lógica de sujeto-objeto por
la de sujeto-sujeto; o sea, una relacionalidad que supere cualquier tipo de
determinación institucional. Ningún sujeto o sociedad puede vivir sin instituciones.
Pero Sung llama la atención a diferenciar entre sujeto (ser-en-relación-con-el-otro) y
agente social (ser determinado en su función social). “El individuo no puede vivir sin
instituciones y papeles sociales, pero el sujeto no es la suma de tales papeles, mucho
menos se identifica con un único papel”.27 Esta definición implica una relación no
objetivante dentro de un sistema o institución social.
Por su parte, Hugo Assmann recalca que el concepto moderno de “sujeto
histórico” muestra una comprensión lineal de la historia, donde sólo juega una sola
esperanza, una sola lucha, una sola victoria final. A esto lo denomina “el terrorismo de
la linealidad”, que deja de lado cualquier tipo de dialéctica o noción de lo complejo.
Esto lo atribuye a una “apocalíptica política” que seculariza la intervención final de
Dios por el protagonismo de un sujeto histórico (sea un partido político, un
movimiento, una clase social, etc.) en quien se deposita la fuerza emancipatoria. En
esta visión permanecen los mismos elementos que la apocalíptica clásica: la necesidad
de un enemigo, el “gran combate” y la aniquilación final de lo “opresores”.
Lo central para Assmann es aprender a vivir con la ambigüedad, despojados de
los Grandes Proyectos emancipatorios. Propone una emergencia pluridimensional de
la emergencia de la subjetividad. Acuerda con lo propuesto por Hinkelammert, pero se
niega a restringir la subjetividad a lo que este último entiende como relacionalidad
entre sujetos “naturales y necesitados”.28 Dice Assmann: “El escenario imaginado por
semejante teoría pareciera ser más o menos el siguiente: todos los ‘sujetos’ están
arrinconados en una condición de enfrentamiento de vida o muerte respecto a la
satisfacción de sus necesidades elementales de sobrevivencia”.29 Hay distintos
elementos que cuestionan esta “posicionalidad” de los sujetos, especialmente el
hecho de que el trabajo ya no es una instancia primaria exclusiva. Assmann reconoce
el cuerpo como referencia básica para cualquier discurso sobre el sujeto y su
conciencia histórica, pero se niega a restringir su lugar a la necesidad material y la

26
Jung Mo Sung, “The human being as subject. Defending the victims”, en: Ivan Petrella, ed., Latin
American liberation theology. The next generation, Maryknoll, Orbis Books, 2005, pp.1-19.
27
Jung Mo Sung, Sujeto y sociedades complejas, San José, DEI, 2005, p.53.
28
Aquí Assmann refiere a la posición de Hinkelammert de definir al sujeto en torno a la satisfacción de
las necesidades. Ver Crítica de la razón utópica, San José, DEI, 1990, p.240. Ernesto Laclau profundiza
este abordaje, como hemos visto, desde la noción de demanda popular. Ver La razón populista, op. cit.
29
Hugo Assmann, “Apuntes sobre el tema del sujeto”, en: AAVV, Perfiles teológicos para un nuevo
milenio, San José, DEI-CETELA, 2004, p.140.

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amenaza social. Más bien, propone ver la noción de sujeto desde las posibilidades
inherentes de emergencia que posee a pesar de su contexto limitado y complejo.30
En resumen, podemos ver que la propuesta del DEI es innovadora,
resignificando ciertas nociones centrales de las teologías latinoamericanas de la
liberación a través de un cuestionamiento a su marco teórico, su filosofía de la historia
y, por sobre todo, su teoría del sujeto. Más allá de eso, creo que esta propuesta
requiere profundizar ciertos elementos, especialmente en lo que refiere al punto de
partida de la politicidad del sujeto que emerge, el cual, en este abordaje, está
preponderantemente sumido al ámbito socio-económico. Esto lo vemos en la
centralidad de la noción de “necesidades” en Hinkelammert, tal como cuestiona
Assmann, y en el lugar del “silenciamiento” del sistema en la constitución de la
sujeticidad. Con respecto a esto último, ¿no es contradictorio con tal abordaje el hecho
de que dicho silenciamiento no existe como tal, al menos en forma absoluta como lo
presenta? ¿No muestra precisamente la emergencia del sujeto que el sistema no
puede lograr dicho cometido ya que no representa una esencia homogénea y
cercenante, sino que, como vimos, se encuentra interiormente fisurada? Vemos aquí
una descripción demasiado determinista de lo instituido. En la propuesta del DEI, más
allá de que el sujeto trasciende toda particularización, ello se da por su misma fuerza y
no, como hemos visto en Laclau, por el vacío que fisura lo instituido.
Con esto no pretendo obviar estos temas centrales, como sí lo hacen muchas
propuestas actuales. Pero sí plantear la necesidad de analizar la noción de sujeto
desde otras posibles construcciones identitarias, desde otro tipo de demandas, como
así también desde búsquedas de sentido que van más allá de una “carencia”. Más aún,
sostengo esta perspectiva ya que el mismo fenómeno religioso no es una
“superestructura” que legitima un proyecto socio-económico, ni un elemento que
surge desde carencias humanas. La fe, como dice Segundo, es un marco de sentido que
atraviesa desde los filamentos más pequeños de nuestra identidad y ser-en-el-mundo
hasta el encuentro con los elementos más concretos y materiales de nuestra
existencia.

Deconstrucción de la teología, deconstrucción del sujeto


Si revisamos algunos de los elementos esbozados, podríamos decir que las
teologías latinoamericanas pusieron sobre la mesa ciertos elementos que serían
tratados posteriormente por las filosofías y las teologías posmodernas. Por ejemplo, la
idea de un Dios que se manifiesta desde la historia en contraposición al Dios de la
especulación racional europea. También la centralidad del pobre como locus teológico
sirvió a que la teología asumiera la contingencia de la historia. Estos elementos llevan a

30
En palabras de Otto Maduro: “Es más cómodo concentrar nuestra atención en las lacras de los
poderosos, que complicarnos nuestras vidas notando las pequeñas y grandes complejidades nuestras y
de la gente más vulnerable con la que trabajamos. Los oprimidos, los pobres, como humanos que son,
son mucho más diversos, creativos e impredecibles de lo que suponen nuestras instituciones, teorías,
dirigentes o proyectos de cambio (económicos, religiosos, militares, legales, políticos o culturales). Por
ello, en parte, el fracaso de muchos intentos de cambio: por descuidar esa diversidad, creatividad y
variabilidad, en lugar de asumirlas como reto esperanzador. Y por ello quizá deberíamos estimular, entre
otras cosas, una variedad, creatividad y flexibilidad teológicas más atrevidas y arriesgadas que aquellas a
la que nos hemos atrevido hasta el presente.” Hacer teología para hacer un mundo distinto: una
invitación autocrítica latinoamericana, USA, 2005, p.4, en:
http://www.fundotrasovejas.org.ar/articulos/Otto%20Maduro.pdf

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algunos a decir, como Eduardo Mendieta, que “las teologías de la liberación eran
posmodernas antes del pensamiento europeo posmoderno”.31
Pero decir esto sería demasiado. Ya hemos cuestionado algunos de los
elementos característicos de las teologías latinoamericanas que muestran su fuerte
arraigo a ciertos vicios modernos. Tal vez podríamos resumir esta crítica diciendo que
dichas teologías reflejan una raíz metafísica en muchos de sus postulados. Partiendo
del Dios Liberador que se presenta en la historia (noción que ha sido fuertemente
cuestionada por las teologías feministas ya que, sostienen, refleja un marco patriarcal
característico de la sociedad occidental) como el “sujeto teológico” preponderante: los
pobres. Cuestionar este elemento es central ya que, como dice Marcella Althus-Reid,
“nuestro deber es recordar que en la teología muchas veces la gente se vuelve ‘cosa’ y
las cosas (como las tradiciones) se vuelven ‘gente’”. 32 De aquí la importancia de
deconstruir la noción de sujeto que entrecruza a la teología. Dicho concepto atraviesa
la definición de lo divino, la comprensión de la historia y el lugar de los
individuos/grupos/actores en juego. En palabras de Marisa Strizzi:

No hay manera de eludir la cuestión del sujeto, y como nuestras concepciones


del sujeto implican nuestro entendimiento de la realidad, persistir en
formulaciones que ignoran los problemas que subyacen a éste, significará la
perpetuación de patrones que generan políticas de violencia y exclusión. Por
otro lado, aceptar el desafío de una concepción problemática de sujeto
requerirá una conciencia constante de lo previamente afirmado, esto es, que
toda opción -no importa cuan bien intencionada sea- siempre incluirá poder y
exclusión, y tenderá a cristalizarse y perpetuarse.33

Libertad, gracia y deconstrucción de lo teológico


Ya hemos visto el valor otorgado a la relación entre el resurgimiento de lo
religioso y la deconstrucción de lo metafísico, lo cual da paso a lo que llamamos
posmodernidad. A la valiosa relectura que Vattimo hace del concepto de kenosis,
podríamos añadir dos elementos teológicos centrales: libertad y gracia. Juan Luis
Segundo dio un gran aporte al respecto. El teólogo uruguayo define la libertad como la
posibilidad de interpretar y dar sentido. Más aún, la lucha por la verdad, por la
libertad, coincidentemente con Vattimo, se genera como lucha de interpretaciones.
También afirma que la libertad es una posibilidad, o sea, una elección que se hace
desde el libre albedrío (entendido como conjunto de posibles determinaciones)
inherente a toda persona. Dice: “La libertad no está hecha, no es una zona liberada,
espiritual, numeral, donde el hombre puede construir su existencia. La libertad es una
posibilidad dada y un valor que obtener haciendo jugar siempre un número mayor de
determinismos”.34 Por todo esto, la libertad no encuentra su valor por lo que elige sino
que posee un valor en sí misma. No es una “condición” en la que el ser humano “se
encuentra” sólo en el momento concreto en que escoge, sino que es una característica
31
Eduardo Mendieta, “From Christendom to polycentric Oikonumé” en Batstone, Mendieta, Lorentzen,
Hopkins, op. cit., p.266-267
32
Marcella Althus-Reid, “Sobre teologías feministas y teologías indecentes: panorama de cambios y
desafíos” en Cuadernos de teología, Vol. XXII, 2003, p.133
33
Marisa Strizzi, “The unbearable question of the subject. A summary of readings”. Texto inédito.
Universidad Abierta de Amsterdam, 2003, p.13
34
Juan Luis Segundo, Teología abierta, Tomo I, Ediciones Cristiandad, 1983, p.233

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intrínseca, activa y positiva. Dice Segundo: “En efecto, la libertad es el regalo mismo de
Dios, la presencia de la vida divina en nosotros. Podríamos decir que la libertad,
considerada cristianamente, no tiene peligro alguno. El peligro está, por el contrario,
en que nuestro libre albedrío puede renunciar a la libertad"35
Dios nunca pasa por encima de la libertad humana. Por el contrario, la creación
se comprende desde el marco de la relación yo-tu entre Dios y su co-creador, que es el
ser humano. Esto muestra, por un lado, que Dios es persona así como nosotros. Y por
otro, que la relación yo-tu-nosotros de esta dinámica no es simplemente un
antropomorfismo sino una realidad que Segundo denomina gracia. Ella se opone a lo
rígido y establecido. Más bien se relaciona, como su sentido etimológico refleja, con la
juventud, con lo nuevo, lo dinámico: “el encanto lleva siempre consigo una
abundancia, una libertad (puesto que la libertad es por esencia una abundancia de ser
que supera lo meramente necesario, deducible), una gratuidad”.36
El sentido dinámico de este término se perdió por la influencia de cierto
vocabulario teológico que lo encerró en un cariz sobrenatural e impuso un acento de
exigencia y legalismo. Ello significa que la gracia no está ajena al ser humano, ni es
tampoco algo que lo objetiviza. Más aún, es un espacio que redefine la acción humana,
dignificándola desde una caracterización que responde a la misma persona divina. De
aquí que Segundo define la gracia “como dinamismo liberador del hombre a partir de
la condición humana que tiende a imponer la inercia de sus determinismos y desvía los
proyectos humanos, es decir, los proyectos mediante los cuales el hombre construye
su propio ser, se personaliza”.37
Criticando todo intento de monismo en torno al concepto de Dios, Segundo
define a la divinidad como amor, como entrega al otro/a. Aquí su libre elección de
vaciarse (kenosis) para hacerse a la condicionalidad de la historia. Dicha
condicionalidad refleja la asunción de la propia decisión del ser humano. Asume el “si”
y “no” de éste. Más aún, esta kenosis representa la misma decisión de Dios a sujetarse
a la libertad de lo que el ser humano decida, libertad que se refleja en las novedades y
el azar inherentes a la existencia. Es aquí también donde se refuerza la noción de
sentido: fuera de ser una limitación, demuestra la riqueza que contiene la multiplicidad
de acciones humanas en el mundo del azar.
La verdad de la revelación de Dios es, para Segundo, la diferencia
humanizadora dentro de la historia. No es un cúmulo de preceptos definidos a priori
de la experiencia. Hay una confianza plena en la humanidad y su vivencia histórica para
su determinación. La verdad de la revelación es un proceso siempre abierto, que no se
alcanza fuera de la praxis, o sea, de la experiencia histórica concreta. “La verdad del
mensaje cristiano no es, pues, una verdad teórica de que se pueda disponer antes de
la praxis. Es un ‘hacer la verdad’, según la expresión de Juan, por el que se ilumina el
mismo horizonte teórico para enriquecer más aún la praxis liberadora.”38 Por todo
esto, libertad, revelación y verdad van de la mano.
Esta propuesta posmetafísica de Segundo muestra nuevamente la relación
intrínseca entre discursos, experiencias y definiciones de lo divino. Es precisamente
aquí donde se revalora al sujeto: en su lugar en la definición de lo divino. Una
concepción cosificada de Dios cosifica también al sujeto enunciante. Por ello hoy día se
35
Juan Luis Segundo, op. cit., p.247
36
Juan Luis Segundo, ¿Que mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, Sal Terrae, Santander, 1993, p.201
37
Juan Luis Segundo, Teología abierta, p.238
38
Juan Luis Segundo, Masas y minorías, Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1973, p.84

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habla de la necesidad de una teología narrativa que busque una discursividad


teológica a partir de las vivencias de los sujetos. Pero esta receptividad de los sujetos
no debe ser simplemente una cuestión pragmática (como lo hacen la mayoría de las
teologías) sino un proceso que defina la persona misma de Dios: Dios es en las
múltiples y complejas experiencias cotidianas de la humanidad. Este es un ejercicio
que deconstruye la persona de Dios y que permite deconstruir el lugar de la sujeticidad
humana.39

Hacia una nueva sujeticidad de lo político


Ya sabemos que para las teologías latinoamericanas el quehacer teológico y
cada uno de sus elementos tiene, como todo tipo de discursividad y acción (praxis)
concreta, una relevancia política central. De la misma manera estas nuevas
concepciones, fuera de lo que muchos puedan cuestionar, poseen una clara
intencionalidad en la redefinición de lo político y del lugar de los sujetos en él. Como
decíamos, la deconstrucción de lo metafísico en torno al discurso y quehacer
teológicos abre un nuevo espacio y definición de la historia a una apertura hacia lo
complejo y lo diverso, y de allí a una pluridimensionalidad de los sujetos y sus
lugares/opciones dentro del contexto.
La muerte del Sujeto ha sido tal vez la precondición para un renovado interés
por la construcción de la subjetividad. Somos sujetos porque no podemos ser
conciencias absolutas. La pluriformidad y complejidad de los sujetos, sumado al
encuentro con un sinnúmero de otros sujetos, lugar y espacio donde también se tejen
y entretejen universos, nos muestra que no pueden existir realidades esenciales, como
así tampoco sujetos esencializados. Los sujetos son inherentemente híbridos, “pero
hibridación –dice Ernesto Laclau- no significa necesariamente declinación a través de
una pérdida de identidad: puede también significar robustecer las identidades
existentes mediante la apertura de nuevas posibilidades”.40
Esto también conlleva a una redefinición de lo teológico como proyecto único,
como hilo conducente de la historia con pretensiones universales. Lo universal no va
unido a un solo proyecto político sino que implica la apertura de la historia y la
derivación de un sinnúmero de proyecciones políticas, que son siempre contingentes
en el encuentro y existencia de los demás. Lo universal emerge de lo particular como
un horizonte. Más aún, dicha universalidad surge por la opacidad y contingencia que
nos atraviesa ya que en ella se manifiesta la apertura del sujeto y de sus innumerables
posibilidades discursivas y prácticas. Lo universal es una plenitud ausente que permite
el agrietamiento de lo real. Dicha plenitud se diferencia de la utopía ya que no
constituye un “no lugar” descriptible a través de balbuceos sino que es constitutiva del
propio ser, de cualquier identidad. Es en este vacío inherente de nuestra particularidad
donde se abre la historia y sus posibilidades.

39
“Una teología metafórica es, consiguientemente, desestabilizadora: puesto que ninguna forma de
referirse a Dios es adecuada, y todas son impropias, las nuevas metáforas no son necesariamente menos
inadecuadas o impropias que las antiguas. Todas están en la misma situación, y ninguna autoridad –ni el
status bíblico, ni la longevidad litúrgica, ni el fiat eclesiástico- puede decretar que unas formas de
lenguaje o unas imágenes se refieren literalmente a Dios, y otras no”. Sallie McFague, Modelos de Dios,
Sal Terrae, Santander, 1994, p72. Ver también J. Webtzel van Huyssteen, Essays in postfundationalist
theology, Eerdmans, Grand Rapids, 1997, especialmente cap.9
40
Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia, Ariel, Buenos Aires, 1996, p.119

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La política de la diferencia implica la mantención de esta diferencia como una


apertura a la continua renegociación de las presencialidades. Por ello lo político no
tiene que ver con la homogenización de un proyecto o discurso particulares sino con la
apertura de un espacio de diálogo donde las diversas posicionalidades convivan en un
conflicto constructivo.41 Esto no implica un total relativismo sin posición tomada. En el
reconocimiento y promoción de esta apertura se reconoce al sujeto en tanto tal. Dicha
sujeticidad no puede emerger en la fijación de un marco único sino precisamente en el
nombramiento del otro en tanto sujeto completo pero su vez contingente por la propia
existencia y la de los demás. Y como ya hemos visto, más aún desde nuestra tradición
cristiana, dicho encuentro se da en el amor al prójimo que fluye en la relacionalidad
que caracteriza nuestra existencia, característica ésta de la misma divinidad.42

Conclusiones
El recorrido que hemos hecho nos ha mostrado la necesidad de deconstruir el
discurso teológico de los vicios aún vivos de la metafísica occidental. Dicha
deconstrucción tendrá como resultado la emergencia de nuevos sujetos que sean
redignificados en la valoración de la pluralidad de sus acciones, elecciones y hasta
errores, dentro del contexto histórico siempre abierto a la novedad. Esto se
contrapone a una idea de Sujeto único, trascendental y absoluto, dueño y juez de la
realidad. Todos estos elementos han jugado (y aún juegan) un rol importante en el
discurso teológico, especialmente en lo que refiere a la idea de una divinidad que está
cerca de la historia pero que se revela a través de caminos muy acotados. Es una
divinidad que se muestra en una comunidad particular, en un sujeto escogido, para ser
su único interlocutor, anulando así todo tipo de manifestación o emergencia de otros
tipos de subjetividades y presencialidades que sirvan a la manifestación y revelación de
lo divino. Ya hemos visto cómo estas concepciones traen consigo una dañina y escueta
definición de la historia y del sinnúmero de sujetos que la componen.
Como comunidad de fe, como creyentes en el Dios rebajado y vaciado de Jesús
de Nazaret, debemos abogar, en una actitud de humildad y amor, por la alegría, el
gozo y la plenitud que implican el reconocimiento y la promoción de lo diverso, lo
complejo, lo plural. Esto nos llama a deshacernos de los vicios y vestigios de lo rígido.
Lo revuelto nos puede marear y hasta traer cierta sensación de descompostura. Pero
ello no es más que el resultado de estar en movimiento, que es irrenunciable si
optamos por abrirnos a la manifestación de Dios en todas las zonas de nuestra
cotidianeidad, sean placenteras o peligrosas. De aquí nos hacemos de las palabras de
Vattimo que resume todo lo expuesto de forma magistral:

En lugar de presentarse como un defensor de la sacralidad e inteligibilidad de


los “Valores”, el cristiano debería actuar, sobre todo, como un anarquista no
violento, como un deconstructor irónico de las pretensiones de los órdenes
históricos, guiado no por la búsqueda de una mayor comodidad para él, sino
por el principio de la caridad hacia los otros.43

41
Chantal Mouffe, En torno a lo político, FCE, Buenos Aires, 2007
42
Marcela Althus-Raid, “The hermeneutics of transgression” en G. De Schrijver, ed., Liberation
theologies on shifting grounds, Leuven University Press, Bélgica, 1998, pp.260-271
43
Gianni Vattimo, Creer que se cree, Paidós, Buenos Aires, 1996, p.116

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