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Hobbes confesaba tener un hermano gemelo: el miedo.

Judith Shklar (1928-1992), una


filósofa norteamericana de Harvard, judía de origen báltico, eligió precisamente la misma
sensación para llegar una conclusión diferente a la del pensador inglés. Porque si Hobbes
es el fundador moderno del totalitarismo, Shklar es uno de los referentes fundamentales del
liberalismo político. Allá donde el responsable del Leviatán va a defender que la mejor
defensa contra la ley del más fuerte que impera en la Naturaleza es la construcción de un
Estado omnipotente, la autora de El liberalismo del miedo va a responder que debemos
temer tanto la falta de moral de la Naturaleza como la hipertrofia moralista del Estado. Que
en el caso de Hobbes y todos sus seguidores supone la construcción de un Estado
gigantesco como si fuese un ogro filantrópico (en feliz expresión de Octavio Paz), donde el
remedio fue peor que la enfermedad.

Judith Shklar está siendo descubierta en la actualidad en el ámbito en español debido a


algunas traducciones (Vicios ordinarios, FCE; Los rostros de la injusticia, Herder), pero
queda mucho de su obra solo disponible solo en su lengua original. Aunque un autor tan
relevante como Richard Rorty la había señalado como su autora de referencia (ver
Contingencia, ironía y solidaridad), y compartía departamento en Harvard (primera mujer
catedrática del Departamento de Ciencia Política; primera mujer en ser presidente de la
Asociación Americana de Ciencia Política) con John Rawls, Shklar no había disfrutado de la
relevancia intelectual de dichos filósofos liberales ni, por supuesto, de la otra gran filósofa
política de su tiempo, Hannah Arendt.

La obra ahora traducida, El liberalismo del miedo, empieza subrayando que el liberalismo
hay que entenderlo en rigor como una doctrina política, y no de manera difusa como una
“filosofía de la vida” (lo que hace que se declaren liberales hasta los totalitarios más atroces
o los socialistas más descafeinados). Esta doctrina política se basa para Shklar en un
principio fundamental: “garantizar las condiciones políticas necesarias para el ejercicio de la
libertad individual”. Lo que indudablemente recuerda al Sobre la libertad de Stuart Mill
cuando proclamaba que “el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual
o colectivamente, se entrometa en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros
es la propia protección.”

Igualmente resuena Stuart Mill en un corolario de lo anterior para Shklar: “Toda persona
debería poder tomar sin miedo ni favor todas las decisiones efectivas posibles sobre todos
los aspectos posibles de su vida, siempre que fuera compatible con idéntico ejercicio de
libertad de cualquier otra persona adulta.” Y apunta al principal adversario de esta libertad
fundamental para el ser humano: “los gobiernos, ya sean formales o informales”. Es decir,
cualquier forma de poder colectivo que pueda imponerse coactivamente, sea con violencia
explícita o subliminal, sobre los ciudadanos. De esta manera, Shklar advierte, en la línea de
Adam Smith, que el liberalismo está tan en contra del poder usado de manera
ilegítimamente por los Estados, las iglesias y las empresas, en su ambición de detentar el
poder político, religioso y económico, respectivamente. Porque el liberalismo es
esencialmente un defensor de los mercados libres en política, religión y economía, de ahí su
compromiso con la democracia, la multirreligiosidad y el capitalismo.
Shklar subraya que en el siglo XX ningún poder tiene los medios para imponer la voluntad
de aquellos que lo dominen como el Estado moderno, debido a su capacidad sin par de
fuerza física y persuasión (esto último debería ser tenido en consideración por aquellos que
todavía se atreven a afirmar que no hubo violencia en el golpe de Estado perpetrado contra
la democracia liberal española por los nacionalistas catalanes.)

Como segundo factor clave del liberalismo, apunta Shklar, está su neutralidad e
imparcialidad frente las diversas “doctrinas positivas concretas sobre cómo deben
conducirse las personas en la vida, ni qué decisiones personales deben tomar.” Aquí se
aprecia la cercanía de Shklar con su compañero de Harvard, y autor de Liberalismo político,
John Rawls. En lo que supone a la vez uno de los puntos fuertes del liberalismo, su
compatibilidad con múltiples doctrinas políticas, y su debilidad sociológica, ya que es una
teoría política “fría” lo que hace que sea un imposible sustituto para las ideologías religiosas
del pasado que ofrecían un sentido de la vida. Es decir, es posible ser liberal a la vez que
cristiano o musulmán, conservador o socialista, siempre y cuando dichos cristianos,
musulmanes, conservadores o socialistas no traten de imponer a los demás sus particulares
puntos de vista político-religiosos, guardándoselos para ellos mismos. El liberalismo en
este sentido más que una política es una metapolítica.

Por todo ello, nos advierte Shklar, el liberalismo es una rareza que casi nadie sigue. Y que
en cualquier momento puede volver a ser destruido por aquellos que quisieran que su
cosmovisión religioso-política fuese la única:

“El autoritarismo católico, la nostalgia corporativista romántica, el nacionalismo, el racismo,


el respaldo del esclavismo, el darwinismo social, el imperialismo, el militarismo, el fascismo
y la mayoría de las variedades del socialismo”

Es significativo que Shklar sitúe el origen del liberalismo en el seno de las tensiones sufridas
en el cristianismo entre la fe y la moral, entre el credo y la caridad. De la contradicción entre
la fe y el credo, por una parte, en su dogmatismo y crueldad, y la moral y la caridad, en su
benevolencia y tolerancia, surgirá, según Shklar, el liberalismo como una doctrina política
que trata de tender puentes entre ambas. De estas contradicciones el vínculo entre
conciencia y Dios quedó roto (ya no sería posible para un cristiano seguir el mandato divino
que llevó a Abraham a asesinar a su hijo) y se pudo defender “la inviolabilidad de las
decisiones personales en cuestiones de fe, conocimiento y moral sobre el fundamento
original de que nos la debemos los unos a otros por respeto mutuo”.

Aunque los socialistas están tratando de hacerse con la figura de Shklar (en la edición de
Herder le han encargado la introducción a un miembro de la Escuela de Frankfurt) la filósofa
norteamericana es explícitamente adversa a dicha doctrina política porque establece
ilegítimo la ingeniería social típicamente de izquierda cuando subraya que “las amenazas y
sobornos empleados para imponer la conformidad son intrínsecamente degradantes”.
También es incompatible con el socialismo porque establece una esfera de salvaguarda de
la autonomía individual frente a las pretensiones de la izquierda de legislar sobre los
cuerpos y las mentes de los individuos. Los principios de una metapolítica liberal consisten
según Shklar en:

1. La reivindicación de la autonomía personal.


2. Un gobierno limitado y responsable.
3. Un compromiso político explícito con este tipo de instituciones.

En tiempos de debate sobre la gestación subrogada, la legalización de la prostitución y las


drogas, el golpismo de los nacionalistas, la imposición de los socialistas de “ciudades unas,
grandes, libres y ecologistas” así como megaproyectos mundiales que con la excusa del
“ecologismo” o la “igualdad” tratan de cercenar las libertades individuales, el
“descubrimiento” de la obra de Judith Shklar, una filósofa de fuste por categoría intelectual y
no por cuota de género, es la mejor noticia posible.

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