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EL CONCEPTO DE SUPERYO 1

Rosa López

Le debemos a Sigmund Freud la invención del concepto de superyo, uno de


sus hallazgos más decisivos, ya que representa el comienzo de lo que po-
demos considerar el núcleo duro de su teoría, que terminará completándose
con la noción de pulsión de muerte.

A partir de 1910 comienza a producirse un nuevo movimiento en la investiga-


ción de Freud, en la medida en que amplía el campo de la clínica al estudio
de la psicosis y de la perversión, lo que le obliga a replantearse su concep-
ción de la estructura psíquica. Eso dará lugar a la construcción de la segun-
da tópica tal como aparece establecida en el texto titulado El Yo y el Ello de
1923.

Al rastrear en la obra de Freud el nacimiento del concepto de superyo, po-


demos remitirnos a la lectura de Introducción al Narcisismo (1914) donde
sienta las bases de lo que será, nueve años más tarde, la construcción de la
segunda tópica: ello, yo y superyo. Sabemos que escribió este trabajo urgido
por la necesidad de defender su concepción de la psicosis frente al empuje
de Jung en ese campo. Cabe destacar, no obstante, que Freud no solo con-
sigue producir una primera explicación de la psicosis sino que además cons-
truye una verdadera teoría sobre el yo, al mismo tiempo que surge la intui-
ción que anticipa la emergencia del superyo: “No nos asombraría que nos
estuviera deparado el hallar una nueva instancia psíquica particular cuyo
cometido fuese velar por el aseguramiento de la satisfacción narcisista pro-
veniente del Ideal del yo, y con este propósito observase de manera continúa
al Yo actual midiéndolo con el ideal. Si tal instancia existe, no nos sorprende-
rá nada descubrirla, pues reconoceremos en el acto en ella aquello a lo que
damos el nombre de conciencia moral. El reconocimiento de esta instancia
nos facilita la comprensión del llamado delirio de autorreferencia o, mas
exactamente, de ser observado, tan manifiesto en la sintomatología de las
enfermedades paranoicas y que quizá puede presentarse también como per-
turbación aislada o incluida en una neurosis de transferencia. Los enfermos
se lamentan entonces de que todos sus pensamientos son descubiertos por
los demás, y sus actos son observados y espiados. De la actuación de esta
instancia les informan voces misteriosas, que les hablan característicamente

1Miriam Chorne y Gustavo Dessal (eds.) “Jacques Lacan. El psicoanalisis y su aporte a la cultura
contemporánea”. Fondo de cultura economica (2017)
en tercera persona («Ahora vuelve él a pensar en ello; ahora se va.») Esta
queja de los enfermos está perfectamente justificada y corresponde a la ver-
dad. En todos nosotros, y dentro de la vida normal, existe realmente tal po-
der, que observa, advierte y critica todas nuestras intenciones. El delirio de
ser observado representa a este poder en forma regresiva, descubriendo con
ello su génesis y el motivo por el que el enfermo se rebela contra él”.

Nos hemos permitido comenzar con una larga cita, porque en ella se ponen
en juego los elementos fundamentales para entender el concepto de superyo
no solo en la obra de Freud sino también en la de Jacques Lacan. Retenga-
mos de esta lección freudiana de clínica la importancia que cobran la voz y la
mirada en la constitución de una instancia psíquica que todavía no había
sido bautizada con el nombre de superyo. En este sentido, es importante
mencionar que fue Lacan quien añadió a la lista freudiana de los objetos de
la pulsión (oral, anal y genital) dos nuevos objetos que son la voz y la mirada,
de los que nos ocuparemos más adelante.

Ahora bien, el superyo cobra el estatuto de concepto en “El yo y el ello” (en


alemán Das Ich und das Es) publicado en 1923, texto en el que Freud cons-
truye la segunda tópica formada por tres instancias con las que se estructura
el aparato psíquico: el Ello, el Yo y el Superyo. Lo primero que nos llama la
atención es la ausencia del término superyo en el título cuando, en rigor, es
este el concepto más innovador de los tres.

Es a partir de esta segunda tópica que los discípulos de Freud comenzaron a


desviarse de su doctrina privilegiando unos conceptos sobre otros. Concre-
tamente, el superyo es vaciado de su contenido en la Ego-psychology que,
como su propio nombre indica, entroniza la instancia del yo como el eje fun-
damental alrededor del cual gira la experiencia analítica. Se trata de una
orientación contraria al cuestionamiento que Freud hace respecto a la su-
puesta autonomía del yo, al inventar una nueva instancia psíquica que, no
por azar, denomina superyo, pues tiene la facultad de contraponerse al yo y
dominarlo. La introducción del superyo apunta claramente a la existencia de
una escisión en el yo que se opone a cualquier ideal de autonomía.
Una gran parte de la enseñanza de Lacan giró en torno a su enfrentamiento
teórico y clínico respecto a los psicoanalistas de su época, a los que genéri-
camente damos el nombre de postfreudianos, fundamentalmente a aquellos
que fundaron la Ego-psychology (Hatmann, Kris y Lowestein). Estos últimos
leyeron a Freud desde la segunda tópica de una manera absolutamente ses-
gada, haciendo del yo el eje central de la experiencia analítica y dejando de
lado la división que introduce el superyo. Lacan se pregunta en el Seminario
I cómo pudieron imputar a Freud la idea del “reforzamiento del yo”, cuando
es él quien pone en el centro del análisis los síntomas de la división del suje-
to y no la autonomía del ego.
Lacan nos advierte que si los analistas nos dedicamos a esta tarea de refor-
zar el yo no vamos a conseguir más que alimentar el fantasma, dándole ma-
yor consistencia, no lograremos tocar el síntoma y, sobre todo, no habremos
de resolver la neurosis sino acentuarla.
Respecto al superyo, nos encontramos con otra lectura parcial de los textos
de Freud consistente en poner el acento en una de sus frases, aislarla del
contexto, y convertida en una especie de fórmula cerrada. La frase dice así:
“El superyo es el heredero del complejo de Edipo” y a partir de la misma se
situó el nacimiento de esta instancia en el momento de la declinación final
del complejo de Edipo, es decir, de su salida. Lean estos párrafos de Freud y
descubrirán que a la frase mencionada le añade la siguiente consideración:
“El superyo es el monumento conmemorativo de la endeblez y dependencia
que el yo encontró en el pasado” ¿Cómo no registrar también que el superyo
es tan arcaico como la marca primera que deja el desamparo original en el
sujeto que habla?
Por su parte, Melanie Klein descubre en su clínica con niños la precocidad
del superyo y habla del origen materno del mismo: la madre se convierte en
el objeto que determina la génesis de la represión. De este modo constituye
el núcleo más arcaico del superyo y representa la represión más masiva, es
decir, aquella que no va unida a la promesa de una legitimación posterior, a
partir de la pubertad, de las tendencias sexuales del niño. La nueva perspec-
tiva introducida por M. Klein abrió un fuerte debate en el seno del movimiento
psicoanalítico respecto al origen temporal del superyo.

En “El prólogo al libro sobre el presidente Wilson” Freud afirma que la solu-
ción del complejo de Edipo es la mayor dificultad a la que se enfrenta el ser
humano desde el punto de vista psíquico. El niño está inmerso en un conflic-
to entre la hostilidad que siente hacia el padre, a la vez que desea someterse
al mismo. Solo podrá encontrar la salida por la vía de la identificación, lo que
proporciona satisfacción tanto a los deseos tiernos como a los hostiles; por
una parte manifiesta su admiración al identificarse con su padre, pero por
otra lo elimina al incorporarlo en sí mismo, como en una suerte de canibalis-
mo.
Durante el proceso de incorporación, la figura del padre ha sido idealizada
convirtiéndose en todopoderoso y transformándose en una nueva instancia
psíquica a la que Freud denomina ideal del yo o superyo. Notemos que en
los textos freudianos no siempre hay una clara diferenciación entre ambos
conceptos que, en ocasiones, tienden a confundirse.
Sin embargo, habría que subrayar que Freud supo reconocer la doble actua-
ción del superyo y sería injusto adjudicarle exclusivamente a Lacan la idea
de que el superyo, más que prohibir, lo que hace es dar órdenes. Freud nos
transmite, con absoluta claridad, que el superyo cumple a lo largo de la vida
una función negativa consistente en imponer prohibiciones, pero también,
aunque esto es menos conocido, una función positiva todavía más importan-
te consistente en imponer mandatos. El yo caerá bajo el peso de la acción de
un superyo que amonesta, censura y se opone a la consecución de los de-
seos. La lucha del yo entre el deseo libidinal por un lado y los ideales del su-
peryo por otro, cobra un carácter diferente en cada sujeto. Para algunos no
supone un fuerte conflicto, ya sea porque el deseo es débil y se deja aplastar
por el superyo o a la inversa, porque el superyo no exige demasiado. En el
otro extremo encontramos sujetos para quienes los ideales están extraordi-
nariamente exaltados y sus exigencias desafían las limitaciones de la natura-
leza humana. Un superyo de esta especie puede producir grandes hombres
pero también muchos psicóticos.

Cuando el superyo no es muy exigente, puede ser agradable para el sujeto


pero, según Freud, tiene la desventaja de convertirlo en un ser humano bas-
tante vulgar. En cualquier caso, retengamos la idea de que el superyo exige
al yo lo imposible. No importa lo que el yo vaya consiguiendo en la vida por-
que el superyo jamás va a estar satisfecho y seguirá imponiendo sus orde-
nes insensatas: “¡Debes hace que lo imposible sea posible!” “¡ Eres el hijo
bien amado del padre!” “¡Eres el padre mismo!” “¡Eres Dios!” Cuando la
identificación a los imperativos del superyo es máxima, el sujeto pierde la
capacidad de orientar su existencia en el mundo real y termina enloquecien-
do.

En “El Malestar en la Cultura” Freud amplía el concepto de superyo, lo que


supone no solo un hallazgo clínico fundamental sino también su más impor-
tante intuición política. Primero se interroga por el nacimiento de la concien-
cia moral y de la ley, descubriendo que los seres humanos vienen al mundo
sin una disposición natural a socializarse, y para que esto se produzca han
de integrar una primera relación con la ley que no es la que se les transmitirá
después en el código civil, ni en la educación. Se trata de una ley previa, que
tiene la característica de hacernos sentir siempre en deuda y culpables, aun-
que no sepamos de qué. La ley del superyo no pacifica las relaciones huma-
nas, sino que es inevitablemente patológica, aún cuando resulte imprescindi-
ble en el proceso de humanización del sujeto .

Freud se plantea la pregunta existencial por excelencia: ¿Cuáles son los fi-
nes, aspiraciones o propósitos que animan la vida humana? La respuesta
parece obvia: los hombres aspiran a ser felices. Freud pone a prueba con
tanta rigurosidad esa pregunta inicial, que postula la idea de un programa al
que denominó el Principio del Placer, para inmediatamente concluir que este
programa es irrealizable. Hasta tal punto está seguro de ello que afirma sin
ambages: “El plan de la creación no incluye el propósito de que el hombre
sea feliz”. Lo que va descubriendo es que si acaso estamos programados
para algo, es para experimentar la desgracia y el sufrimiento. Freud destaca
tres fuentes ineludibles de sufrimiento: la primera proviene del propio cuerpo,
cuya decadencia es inevitable; la segunda, de las fuerzas destructoras de la
naturaleza, y la tercera, quizás la más importante y difícil de soportar, es
aquella que tiene su origen en las relaciones con los otros seres humanos.
No por nada algunas personas optan por el aislamiento como modo de pro-
tección ante la amenaza que le suponen los otros, siendo el autismo su ex-
presión más dramática. Sin embargo, el ser humano no puede vivir sin esta-
blecer lazos sociales con los otros y constituir de este modo los fundamentos
de la civilización. La cultura exige que cada niño, uno por uno, entre de ca-
beza en un fuerte proceso de domesticación de sus pulsiones originarias. El
niño tendrá que renunciar a las satisfacciones autoeróticas que obtiene con
su propio cuerpo y con los productos que de éste salen, así como a sus fuer-
tes impulsos agresivos contra los semejantes. Ahora bien, la renuncia a las
tendencias pulsionales no significa que estas queden eliminadas o desapa-
rezcan por completo, sino que sufren una importante transformación mien-
tras permanecen latentes. Freud nos muestra cómo la cultura exige pesados
sacrificios en el plano de la sexualidad y en el de las tendencias agresivas, lo
que hace que al sujeto le resulte verdaderamente difícil alcanzar en su seno
la felicidad. ¿Por qué el sujeto se subordina a esta influencia? Freud nos
ofrece una respuesta que combina dos momentos lógicos:

En el primero, el niño renuncia a la satisfacción pulsional por miedo a la pér-


dida del amor de los padres. Para Freud no hay mayor amenaza en la infan-
cia que el sentimiento de desamparo, del que jamás podremos desprender-
nos del todo. El niño depende completamente del Otro, y su mayor necesi-
dad no pasa por obtener el alimento que asegure su subsistencia vital sino
por el amor de los padres que le amparen, dándole un lugar en el mundo
donde se pueda sentir alojado y protegido. Ahora bien, en este primer nivel
del que nos habla Freud aún no se ha producido una verdadera constitución
de la conciencia moral. El sentimiento de culpabilidad solo surge en el niño si
los padres se enteran de sus fechorías, pero sigue siendo un placer trans-
gredir las normas mientras no sea descubierto.

En un segundo momento se constituye la conciencia moral en sentido estric-


to, cuando la autoridad, inicialmente externa, queda interiorizada bajo la for-
ma del superyo. “Solo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia mo-
ral y de sentimiento de culpabilidad”. Una vez que esto ocurre ya no funciona
como limite el temor a ser descubierto, pues el superyo lo sabe todo, lo ve
todo, lo juzga todo y lo que es peor, no establece diferencias entre hacer el
mal o desearlo. La ley del superyo es tan inexorable que no distingue entre el
propósito y la realización del acto. El superyo vigila y maltrata al yo como
“una guarnición militar que se queda de por vida en la ciudad conquistada”.
Es como tener al policía y al juez dentro de uno mismo, pero con el agravan-
te de que se trata de un policía sádico y de un juez loco.

El yo se subordina a las órdenes que emanan del feroz superyo. Se carga de


un sentimiento de culpa inconsciente que le condena continuamente a sen-
tirse en deuda con independencia de sus actos. Freud descubre que el dra-
ma de la patología de la ley no se reduce únicamente a soportar la vida con
este tremendo sentimiento inconsciente de culpabilidad; lo peor es que se
acompaña de lo que denominó “la necesidad de castigo”. Y aquí entramos en
un territorio muy contrario a cualquier ideal de felicidad para el ser humano.
Freud empuja su investigación hacia los confines de lo que hay más allá del
Principio del Placer, y descubre algo fundamental que supone un giro en la
historia del pensamiento: la existencia de una pulsión de muerte en todos y
cada uno de los seres hablantes. La pulsión de muerte determina nuestras
vidas y sus repetidos fracasos. Es como una fuerza incoercible que nos lleva
a actuar contra nuestro propio bien, a obtener una satisfacción inconsciente
en el sufrimiento, a gozar del dolor, a perder lo que más queremos.

Siendo que todo este proceso acontece como un drama interno, sin que los
demás se den cuenta, el sujeto no va a obtener un castigo que le venga del
exterior, pero lo necesita imperiosamente para calmar la culpa, y por tanto se
hace castigar, abandonar, rechazar, expulsar, insultar, se castiga a sí mismo
con terribles remordimientos de conciencia, o cae preso de la angustia de
expectación que le hace sentir que algo malo va a ocurrir porque en el fondo
lo merece.

La potencia que tiene el superyo nos lleva a afirmar que la vida psíquica del
ser humano está centrada fundamentalmente en los esfuerzos que tiene que
realizar continuamente para escapar de las exigencias de esta instancia mo-
ral, o bien para someterse a ellas. La enorme paradoja que Freud descubre
es que cuanto más trata el sujeto de satisfacer las exigencias del superyo,
mas cruel se torna éste, pidiendo de manera insaciable más sacrificios y ha-
ciéndole sentir cada vez más culpable.
Notemos que se trata de un funcionamiento circular del que no se puede sa-
lir. El superyo castiga sin piedad a los más virtuosos, a los más justos, a los
santos, es decir, a todos aquellos que están dispuestos a renunciar a toda
satisfacción para cumplir con sus exigencias. ¿Por qué? Porque para el su-
peryo no es suficiente con la renuncia a los actos; también pide la renuncia al
deseo, y eso es algo que ya no depende de la voluntad de ningún sujeto.

La práctica del psicoanálisis lleva a Freud a confrontarse con la paradoja de


que el sujeto en análisis opone grandes obstáculos a su propia curación,
desde el beneficio primario que obtiene del síntoma, pasando por la necesi-
dad de buscar un castigo, el sentimiento inconsciente de culpabilidad, el ma-
soquismo primario, la repetición del trauma, y finalmente la reacción terapéu-
tica negativa. Todos estos hechos apuntan a la existencia de un territorio más
allá del principio del placer en el que se entroniza la pulsión de muerte.

El carácter mortificante y cruel del superyo revela que, aunque represente la


conciencia moral a través de los imperativos simbólicos, en última instancia
hunde sus raíces en la pulsión de muerte.

Lacan defiende al Freud del Más allá del Principio del Placer cuya teoría so-
bre la existencia de una pulsión de muerte fue ampliamente rechazada por la
mayoría de sus discípulos, quienes llegaron a considerarla como una pura
especulación. Él, sin embargo, se pregunta cómo pudo pensarse que este
texto es un paso en falso en la obra de Freud cuando dio lugar, entre otras
consecuencias, a la construcción de la segunda tópica: el ello, el yo y el su-
peryo. Tampoco estos términos fueron bien entendidos ni en las produccio-
nes teórico clínicas del psicoanálisis postfreudiano, ni en la difusión popular
que este alcanzó.

Respecto al concepto de superyo, Lacan denuncia el carácter bastardo con


el que fue utilizado por aquellos que perdieron hasta tal punto la brújula freu-
diana que confundieron el psicoanálisis con la psicología general.

Por su parte, Freud no cedió nunca sobre la radicalidad de las paradojas que
la experiencia clínica le iba mostrando. Se vio obligado a postular la existen-
cia de la pulsión de muerte, una tendencia que, entre otros fenómenos, se
verifica en el automatismo de repetición (Wiederholungszwang) captado a
través de la reiteración de los sueños traumáticos, así como en la reacción
terapéutica negativa que puede tener lugar en el proceso de un análisis.

Lacan dirá que la orientación que Freud estaba ofreciendo a sus seguidores
solo escandaliza a aquellos en quienes el sueño de la razón se alimenta, se-
gún la fórmula lapidaria de Goya, de los monstruos que engendra. Es decir,
aquellos que no creen verdaderamente que la existencia del inconsciente
supone arrebatar al hombre el dominio de su voluntad, sus deseos o sus ac-
tos, pues la repetición demuestra que el orden simbólico no es un producto
del hombre sino aquello que lo constituye como tal.

EL SUPERYO EN LA OBRA DE LACAN

Realizaremos un recorrido por las distintas etapas de la enseñanza de Lacan


para captar cómo fue evolucionando su concepción del superyo. Siendo fiel
al texto freudiano, introduce al mismo tiempo una perspectiva absolutamente
nueva al asociarlo con su teoría sobre el goce. Podríamos decir que el su-
peryo sería el concepto freudiano que más se aproxima a la noción lacaniana
de goce.

Vamos a comenzar con el joven Lacan, quien para escribir su tesis doctoral
en psiquiatría descubre la utilidad del psicoanálisis por la vía del superyo. En
la tesis titulada “De la psicosis paranoica en su relación con la personalidad”
estudia el caso de una mujer que realiza un pasaje al acto por el que fue en-
carcelada, y que consistió en intentar asesinar a una famosa actriz a la que
solamente hirió en la mano. Lacan, basándose en este caso, acuña un nuevo
diagnóstico al que denomina “paranoia de autopunición”. Demuestra que el
delirio psicótico de la paciente desaparece tras la realización del acto, y que
esto se debe fundamentalmente al hecho de recibir un castigo por parte de la
sociedad.

Este novedoso hallazgo clínico que liga la paranoia a la búsqueda del castigo
fue inspirado por su aproximación al estudio de la instancia del superyo freu-
diano. Una de las primeras formulaciones que Lacan nos ofrece sobre el su-
peryo consiste en caracterizarlo como esa “figura obscena y feroz”, lo cual le
permite ponerle cara a su primera concepción del goce en tanto imaginario.

En el Seminario I, titulado Los Escritos técnicos de Freud, así como en el


Seminario II El yo en la teoría de Freud, Lacan le otorga al superyo un lugar
fundamental en el plano simbólico. Hay un aspecto de esta idea inicial que
será corregido posteriormente; aquel que relacionaría al superyo con la fun-
ción socializadora y pacifican característica del registro simbólico, en oposi-
ción con la tensión agresiva propia de lo imaginario. Nada más lejano al fun-
cionamiento del superyo, quien instaura una ley absolutamente insensata.
Una ley que obstaculiza cualquier pacto y empuja a la guerra, aunque no por
ello deja de formar parte de lo simbólico. Veremos después cómo resuelve
Lacan esta aparente paradoja.

Volviendo el Seminario I, “Los escritos técnicos de Freud”, hay un pasaje es-


pecialmente interesante en lo que se refiere al origen del superyo. Se trata
del comentario que Lacan realiza a propósito de la exposición que hizo Rosi-
ne Lefort sobre el tratamiento de un paciente de cinco años que, habiendo
sido gravemente descuidado por la madre desde su nacimiento, solo sabía
decir la palabra “Lobo”.
Para analizar este ejemplo Lacan parte de la afirmación de que no estamos
frente a un niño lobo en estado salvaje, sino ante un niño hablante, atrave-
sado por el lenguaje, aunque sea en su forma más minimalista. La presencia
del superyo en este caso de psicosis infantil, se comprueba por la existencia
de ese significante tan elemental del que el niño dispone y que funciona
como un imperativo simbólico introduciendo una ley absolutamente insensa-
ta. Estamos frente a la raíz primaria de un tipo de ley que se caracteriza por
actuar en contra de la ley edípica. Con la primera ley, la del superyo, verifi-
camos los estragos del significante, mientras que la segunda (la edípica)
cumple con la finalidad de producir un orden de significación y de sensatez
en el uso del significante.

Comandado únicamente por la ley del superyo, el sujeto queda enfrentado a


una moral opresora que no da ninguna orientación sino que representa lo
más devastador de la acción del lenguaje, tal como se verifica en este niño
cuya infancia tuvo un carácter dramático y que, por su estructura psicótica,
deducimos que nunca pasó por el complejo de Edipo. Ese “Lobo” al que el
niño se refiere se le presenta a Lacan, en su carácter imaginario, como una
figura feroz vinculada a los traumatismos primitivos, y en su estatuto simbóli-
co como la marca primera del lenguaje sobre el cuerpo (cuestión que
desarrollará en 1973 en el Seminario XX, Aún). Con este ejemplo compro-
bamos cómo Lacan, desde el inicio de su andadura, no se ciñe completa-
mente a la idea de que el superyo se constituye como resultado de la finali-
zación del complejo de Edipo.

Notemos que Lacan sitúa el superyo en el plano simbólico, y aunque nunca


se desdice de esta primera afirmación, se verá obligado a hacer una distin-
ción entre el lenguaje y el discurso.

Para entender esta distinción vamos a pensar que hay dos estatutos de la
castración situables en dos momentos lógicos distintos, sin que podamos
deducir de ello ningún orden de cronología.
En el primer momento, la castración se produce por el encuentro del cuerpo
con los significantes, que actúan sobre el mismo sin orden ni concierto. Es
este choque inicial entre el viviente y la palabra el que produce el trauma es-
tructural a partir del cual se origina el sujeto, así como una primera identifica-
ción que todavía no tiene relación con el padre o con la madre sino con la in-
corporación de la maquinaria del lenguaje, y cuyo efecto es la emergencia de
un goce absolutamente contrario al bienestar. Es esta castración la que ilus-
tra el caso del niño “lobo” de Rosine Lefort, y las psicosis en general.

Ahora bien, así como la palabra produce esta primera castración mortifican-
te, es también a través de la palabra que el sujeto encontrará los recursos
para amortiguar el traumatismo inicial. En un segundo momento veremos ac-
tuar la castración en su vertiente benéfica, aquella que depende de la intro-
ducción de la ley del deseo sostenida por la función del Nombre del Padre en
el Complejo de Edipo. Esta segunda castración correspondería al orden sim-
bólico, en el que los significantes se articulan entre sí siguiendo las leyes de
la metáfora y de la metonimia, y se organizan en la estructura del discurso.

Volviendo al primer momento, la acción del lenguaje sobre ese cuerpo vivient
e que es el infans humano produce una pérdida de la relación directa con el
objeto de la necesidad, el cual queda abolido desde el inicio de la vida. Lo
esencial es que el lugar que deja vacante el objeto de la necesidad viene a
ser ocupado por determinadas palabras que el niño incorpora: “come” esas
palabras, y con ellas se produce la formación precoz de su superyo. El su-
peryo propicia el goce mortificante, en oposición a la función del deseo que
el Nombre del Padre promueve.
El deseo está ligado al Otro en su propia constitución, como nos indica el
axioma de Lacan “el deseo es el deseo del Otro”, y al mismo tiempo tiene un
carácter dialéctico ligado a la cadena significante. Puede interpretarse a tra-
vés de las formaciones del inconsciente, y posee una ductilidad que le permi-
te moverse o cambiar.
El goce, por el contrario, no se relaciona con el Otro sino con el cuerpo, o
para ser más precisos, con la vivencia inevitablemente perturbada que todo
ser hablante tiene con su cuerpo. Además, las relaciones del goce con el
significante son más bien de mutua exclusión, pues el goce no se deja definir
ni aprehender por el saber, es indialectizable, refractario a la interpretación y
prácticamente inamovible.

En el Seminario III dedicado a las psicosis, vemos cómo Lacan aplica la teo-
ría del significante al caso Schreber, al tiempo que promueve un retorno a
Freud. En estas páginas podemos atisbar una cierta anticipación de lo que
más tarde será la diferencia entre orden simbólico y lenguaje o, en otros tér-
minos, entre lalangue y el discurso.

Hay una coordinación fonemática, nos dice Lacan, respecto a las palabras
que junta Schreber, palabras cuya pregnancia es la sonoridad pero que no
conduce a sentido alguno. Es en esta sonoridad sin sentido que reconoce-
mos la presencia vociferante o ruidosa del superyo. El ejemplo princeps nos
lo ofrece la alucinación auditiva en la que surgen palabras que no se rigen
por las leyes de lo simbólico (metáfora y metonimia). En los fenómenos psi-
cóticos comprobamos cómo los significantes actúan cada uno por su lado, no
se asocian entre sí y, por tanto, no representan al sujeto. Dicho de otro
modo, este enjambre de significantes actuando sin orden ni concierto hace
que el psicótico no disponga de una cadena simbólica que le permita situar
su posición subjetiva y construir su identidad.

En el Seminario IV “La relación de objeto”, Lacan se inspira en el cuento del


diablo enamorado de Cazotte para ilustrar el superyo como esa voz caverno-
sa que le lanza al sujeto la pregunta por antonomasia “Che vuoi?” (“¿Qué
quieres?”). Lacan conservará la expresión en la lengua italiana extraída de
este ejemplo estremecedor de la emergencia del deseo del Otro en su carác-
ter enigmático y angustioso. Un deseo en cierto modo equivalente al signifi-
cante del Deseo de la Madre (DM), antes de que haya sido nombrado y civi-
lizado por el significante del Nombre del Padre (NP), tal como aparece en la
fórmula de la metáfora paterna.

En el escrito titulado “Observación sobre el informe de Daniel


Lagache” (1960), Lacan toma como objeto de examen la segunda tópica de
Freud y confronta su lectura con la que realizaba en aquel momento Heinz
Hartmann, adalid de la Ego-psychology, para quien el superyo cumplía la
función de consagrar la autonomía del yo. Es con las partes sanas del yo
que, según esta corriente, el analista deberá establecer una alianza terapéu-
tica que progresivamente deja de lado a las otras instancias psíquicas. Para
los seguidores de esta corriente, el superyo pierde importancia a la vez que
la pulsión de muerte es absolutamente rechazada.

Lacan denuncia la falsificación que Hartmann introduce en el texto freudiano,


quien no parece soportar las paradojas en las que Freud incurre constante-
mente, y que nos orientan en la verdadera vía de su descubrimiento.
En este texto Lacan se explaya en sus reflexiones sobre el ello así como so-
bre el ideal del yo, reservándose, como colofón, unos pocos párrafos en la
última página para pensar la estructura del superyo que sitúa bajo el epígrafe
“Para una ética”. Es a través de la articulación entre el concepto de “superyo”
y el de “deseo” que Lacan podrá construir la ética que le corresponde al psi-
coanálisis.
Solo puede hablarse del superyo, nos dice Lacan, a condición de tomar des-
de más arriba el descubrimiento freudiano. Este “más arriba” tiene que ver
con el origen de la existencia y el advenimiento del sujeto que habla. Se tra-
ta, pues, de un lugar absolutamente primero en la cadena causal respecto a
ese sujeto del conocimiento, autónomo y fuerte, que preconiza la Ego-psy-
chology.
De este modo Lacan da a entender que el superyo es uno de los nombres
del inconsciente. Para aproximarse a él se remite a la encrucijada de la ra-
zón práctica de Kant, quien afirma que solo hay dos instancias con las que el
sujeto puede captar la heteronomía de su ser: “La ruta estrellada por encima
de él, y la ley moral dentro de él”
El superyo representa esa ley moral, con carácter imperativo, que conforma
lo que se ha dado en llamar “la voz de la conciencia”, expresión confusa,
puesto que en verdad se trata de la dimensión de la voz y no de la concien-
cia. Recordemos que la voz es, junto con la mirada, uno de los dos objetos
de la pulsión que añade a la lista freudiana.
Estamos frente a una voz que basa su autoridad no en lo que dice sino en su
sonido estentóreo. Para ilustrar esta idea toma como ejemplo algunos pasa-
jes del Éxodo en los que Dios se presenta a su pueblo en el monte Sinaí bajo
la forma de un fuego y un sonido atronador que estremecía a todos los pre-
sentes. Moisés usaba las palabras, mientras que Dios le respondía solo con
la voz. Esa voz imperativa que no decía nada, pura enunciación, dio lugar,
secundariamente, a los mandamientos escritos en las Tablas de la ley. Los
significantes que quedaron escritos en la Tablas cumplen la función de tras-
formar la pura enunciación, que no explica nada, en un enunciado que puede
darse a conocer.
Es importante subrayar esta distinción entre la voz y la palabra, pues nos
permite aclarar que el superyo no representa la ley formalizada mediante el
ordenamiento simbólico (que cumple una función pacificadora), sino la ley
como voz insensata cuyo enunciado desconocemos. Pensemos que esta-
mos tratando de cernir el origen de la ley pura, no de las leyes jurídicas, polí-
ticas o morales, de las que secundariamente la cultura se dota. Esta ley
pura, representada por la instancia psíquica del superyo, es como un punto
cero, enigmático, inaccesible, que parte de algo infundado e ilegible. Solo en
un segundo tiempo se inicia la dimensión del deber, de lo prohibido y de los
pactos.

Dicho en otros términos, el superyo nos enseña la cara oscura del incons-
ciente, pues ya no se trata del inconsciente que al ser descifrado produce el
júbilo propio del descubrimiento de un nuevo sentido. Se trata del inconscien-
te como pulsión de muerte, en forma de una ley insensata que coacciona al
sujeto a recibir un castigo sin darle la menor significación a la que agarrarse.
Estas dos caras del inconsciente se verifican claramente en la composición
del síntoma. Éste se divide en un componente metafórico susceptible de ser
interpretado (su envoltura formal), y un núcleo opaco donde se aloja un goce
refractario al desciframiento simbólico. Con Lacan podemos precisar con
mayor rigor la noción freudiana de “la introyección del superyo” por la vía de
la identificación. Distanciándose de la relación edípica entre el niño y el pa-
dre, para Lacan la cuestión se juega en la relación de “exclusión interna” en-
tre el campo del significante y el del goce. El superyo estaría situado preci-
samente en la encrucijada entre lo simbólico y lo real, produciendo en su
máxima expresión el sentimiento de “extimidad” que nos lleva a experimentar
en lo más intimo de nuestro ser la presencia de algo absolutamente extraño
y desconocido. La voz áfona del superyo representa a ese enemigo que ha-
bita en nuestro interior y al que se teme más que a ningún peligro que proce-
da de fuera.

Se trata, pues, de la “división del sujeto contra sí mismo” que Lacan, siguien-
do a Freud, reintroduce en el seno de la doctrina analítica. Una lectura rigu-
rosa de Freud deshace la idea promovida por los postfreudianos de que el
superyo es una instancia destinada a poner un límite al goce pulsional en
beneficio de la autonomía del yo. Por el contrario, la inclusión de esta nueva
instancia produce claramente una escisión del yo.

El texto donde “la división del sujeto contra si mismo” cobra mayor contun-
dencia es Kant con Sade, un escrito que funciona como un verdadero tratado
sobre el concepto de superyo sin necesidad de mencionarlo explícitamente.
Como dijimos al principio, el superyo establece un verdadero circulo vicioso
difícil de romper. Su funcionamiento es extremadamente perverso porque
exige una cosa y su contraria al mismo tiempo. Estamos frente a una nueva
paradoja del superyo que Lacan explicó en este texto, demostrando cómo el
imperativo categórico de Kant, que exige el cumplimiento de una ley univer-
sal sin la menor consideración por las circunstancias singulares del sujeto,
tiene como correlato la máxima sadiana que ordena gozar sin límites tanto
del cuerpo del otro como del propio. Dos imperativos inhumanos, podríamos
decir, porque ordenan algo imposible de cumplir: la ley absoluta de Kant, que
es la quintaesencia de un enunciado simbólico aparentemente opuesto a
toda satisfacción, y al mismo tiempo la satisfacción absoluta de Sade que no
duda en transgredir toda ley.
Ese superyo, que nos obligó a renunciar a las satisfacciones primarias, al
mismo tiempo nos empuja a buscar a una renuncia imposible o a una satis-
facción imposible, aunque sea al precio de la destrucción. En este sentido
Kant y Sade son dos encarnaciones de la voz del superyo.

Pasemos al Seminario de “La ética del psicoanálisis”, porque es el resultado


de la lectura que hace Lacan del texto del Freud “El Malestar en la Cultura”.
Dicho seminario supone un giro respecto a los precedentes, en los que había
un claro predominio de lo simbólico. En “La ética del psicoanálisis” veremos
cómo el acento recae en el goce en tanto real, es decir, excluido de lo simbó-
lico y de lo imaginario.
En cuanto al superyo, observaremos cómo Lacan se desprende del manido
problema teórico sobre la génesis del mismo, desplazando el debate hacia
una fuerte interrogación que apunta a dirimir cuál es el “deber” que promueve
el psicoanálisis.
Concretamente se pregunta si el deber de la experiencia analítica consiste
en oponerse a la fuerza del imperativo “mórbido” del superyo. Para respon-
der a esta pregunta realiza primero un interesante recorrido por la ética de
Aristoteles así como por la de Kant, después de lo cual puede definir la ética
del psicoanálisis por la vía negativa, en tanto que no obedece a la promesa
aristotélica del cumplimiento de un bien ideal, pero tampoco promueve el su-
frimiento kantiano producido por una exigencia imposible de cumplir. Para
Lacan, todo “deber de cumplimiento” acaba alimentando la ferocidad del su-
peryo.

Sin embargo, en el último capítulo de este Seminario, titulado “Las paradojas


de la ética”, se anima a formular afirmativamente cuál es la máxima que guía
al psicoanálisis: “Propongo que de la única cosa de la que se puede ser cul-
pable, al menos desde la perspectiva analítica, es de haber cedido en su de-
seo”.
Con esta máxima el análisis aporta una orientación que puede utilizarse
como medida de nuestra acción, y solo por ello cobra el estatuto de una éti-
ca. En la perspectiva de un juicio final la cura analítica interroga al sujeto por
la relación que establece entre su acción y su deseo inconsciente. El anali-
zante deberá responder a la pregunta “¿Has actuado en conformidad con tu
deseo?”, para lo cual revisará lo que ha hecho con su vida, localizando las
transacciones que fue aceptando y que le llevaron a traicionarse a sí mismo
en la vía de su deseo.
Ahora bien, ¿qué estatuto tiene este deseo que Lacan sitúa en el centro de
su propuesta ética? Es necesario leer con mucha atención este Seminario
para no caer en ciertos equívocos que parecieran deslizar la idea de que “ac-
tuar conforme al deseo” consiste en hacer lo que a cada uno le viene en
gana, sin pensar en las consecuencias que esto pueda tener sobre sí mismo
o sobre los otros. Es precisamente este tipo de ética la que promovieron los
libertinos que Lacan estudió con interés para llegar a concluir que “La libera-
ción naturalista del deseo fracasó históricamente”, pues la experiencia per-
versa del hombre del placer no le condujo más que a terminar sus días en-
contrándose con la figura del juez e incluso con la cárcel.
El psicoanálisis, que desvela las características polimorfas y perversas de la
sexualidad infantil, “los orígenes paradójicos del deseo”, no debe transfor-
marse en una moral más comprensiva dedicada a apaciguar la culpabilidad.
Esta posición no solo no funciona, sino que suele conducir a la reacción te-
rapéutica negativa, con el consiguiente empeoramiento del paciente.
Lacan desecha todo juicio moral, pero plantea el deber de sostener un “de-
seo radical” que no nos permite mirar hacia otro lado sino que nos exige el
coraje de mirar de frente. Deseo que se opone a la virtuosa moderación pro-
puesta por Aristoteles, pero no se confunde con el “deseo puro” de Antígona,
cuya radicalidad entronca con la pulsión de muerte y conduce al sacrificio.
No ceder en el deseo consiste en no detenerse ante las barreras del bien y
de lo bello, pero sin que eso suponga la caída en la vía del sacrificio.

Insistimos en que con Lacan el superyo se sitúa en el campo del goce, y es


contrario al funcionamiento del deseo. Al establecer esta distinción tan preci-
sa no solo redefine el término superyo sino que produce una verdadera revo-
lución ética en la clínica, advirtiendo del peligro que supone que el analista
encarne la voz del superyo y empuje al analizante hacia un supuesto ideal
que lo destruye. La máxima del seminario de la ética se alía con el deseo, en
contra del superyo. Ahora bien, el superyo es muy tramposo y puede hacer-
nos creer que sus exigencias están del lado del deseo, ya sea por la vía de
los grandes ideales que nos animan a ser el mejor, ya sea por la del sacrificio
que nos invita a convertirnos en escoria en nombre de alguna causa.

En ese sentido, si leemos la fórmula de Lacan como la orden “actúa según tu


deseo” como si se tratase de un mandato, la convertiríamos en el imperativo
superyoico propio del análisis. Para evitar este equívoco es importante seguir
la indicación de Jacques Alain Miller cuando nos dice que Lacan no conside-
ró el “no ceder en el deseo” como "un precepto positivo de la ética del psi-
coanálisis". Mas bien, la ética del psicoanálisis no da preceptos, es silencio-
sa: "si hay ética del psicoanálisis no podría ser más que la del bien-decir”. En
suma, el único bien que el psicoanálisis puede proponer consiste en no se-
ñalar en qué consiste el bien.
En el Seminario X “La Angustia” encontraremos otro corte fundamental en la
enseñanza de Lacan, pues el peso de la misma ya no recae sobre la con-
cepción del sujeto sino que sitúa el foco directamente sobre el cuerpo, para
dar lugar al nacimiento del único concepto que este autor ha reivindicado
como propio: el objeto a.
En estas páginas nos ofrece la lista de los cinco objetos a que incluyen los
tres objetos freudianos de la pulsión: objeto oral, objeto anal y objeto fálico, a
los que se le añaden otros dos acuñados por el propio Lacan: el objeto escó-
pico y el objeto vocal (la voz y la mirada)

En el plano oral, en el nacimiento, e incluso en el nivel de lo anal, todo está


referido al Otro materno, con el que acontecen las separaciones de órganos,
el trauma del nacimiento o el control de esfínteres.
La presencia del Otro paterno la vamos a recobrar precisamente en el campo
del objeto vocal, como objeto soporte de los mandatos. Sin embargo, aquí el
padre no está presente en su función de darle un significado al goce, como
Nombre del Padre, pues el objeto voz se muestra irreductible a todo esfuer-
zo de simbolización que provenga del NP.
Para concebir el objeto vocal, Lacan se inspiró en texto de Theodor Reik titu-
lado “El shofar” en “El Ritual. Estudio psicoanalítico de los ritos religiosos”.
Lo que está en juego es el sonido que se desprende del shofar, un cuerno
que se sopla en la sinagoga en las ocasiones sagradas para renovar el pacto
inicial que liga a Yahvé con el pueblo elegido. El cuerno es también un objeto
desprendido de un cuerpo, una pieza separada que ha cobrado un valor dis-
tinto del anatómico. El sonido es más bien parecido a un bramido que nos
lleva a preguntarnos si es Dios quién brama. Theodor Reik sostiene la hipó-
tesis de que se trata del bramido de un toro al que se está dando muerte, y
esto lo liga con el mito del asesinato del padre de “Tótem y Tabú” con el que
Freud trata de explicar los orígenes de la sociedad, del deseo y de la ley. Sin
embargo, Lacan no solo quiere ir más allá de Freud en cuanto al final del
análisis, también quiere ir más acá de Freud en cuanto al origen, como se ve
en la frase: “Este hecho original es, sin embargo, secundario respecto de la
dimensión del objeto a”. Sobre la originalidad del objeto a se montan des-
pués los mitos, como elucubraciones de saber. Para Lacan no hay ni padre,
ni toro asesinados y el propio Dios es un fantoche, algo que pertenece al re-
gistro del señuelo y de la ilusión.

Si el shofar no es para Lacan la voz de ningún Dios que prohiba el goce, lo


que se escucha en el lugar de la voz de Dios no es otra cosa que el superyo,
que no solo no prohibe el goce sino que exhorta a gozar.
“ ¿De qué objeto se trata?. De lo que se llama la voz. La conocemos bien,
creemos conocerla bien, con la excusa de que conocemos sus desechos,
sus hojas muertas, en las voces extraviadas de la psicosis, y su carácter pa-
rasitario, en la forma de imperativos interrumpidos del superyo”.

Pensemos que el sujeto, inicialmente, se encuentra en un estado de absoluta


indefensión porque aún no ha terminado de constituirse en el campo del Otro
y recibe un “tú eres…” que no se completa y que queda interrumpido. La raíz
del superyo la encontramos en esa palabra interrumpida que se desprende
del Otro y se incorpora en el sujeto en su estatuto de voz. Esa voz que viene
de fuera (el Otro) se introduce en el cuerpo haciendo que lo exterior se torne
a la vez íntimo, es decir “éxtimo”.

Pero además de la incorporación de la voz (que sería lo propio de las neuro-


sis), nos encontramos con la sonorización de la voz en la clínica de las psi-
cosis cuando aparecen las alucinaciones auditivas, obscenas e injuriantes.

Los fenómenos de franja en la psicosis nos ofrecen un ejemplo mucho más


cercano a la clínica de pulsión invocante. Consisten en alucinaciones de cier-
tos ruidos que todavía no han llegado a convertirse en voces. Después apa-
recerá la voz que ordena o que manda mensajes interrumpidos.
El neurótico necesita hablarle al otro, al semejante, como una manera de de-
fenderse del asedio de la voz que proviene del Otro, mientras que en el psi-
cótico la voz del Otro ya está con él y la oye directamente sin la mediación
imaginaria del fantasma que actúe como barrera. En cualquier caso, la voz
(como sucede con el resto de los objetos a), está siempre separada de la
significación, es un residuo, un resto de lo que no puede llegar a significarse
en la cadena significante. Así como hay una esquizia entre la mirada y la vi-
sión, también hay una diferencia entre el “oír” y el “escuchar”. La voz apare-
cer en su dimensión del objeto cuando es la voz del Otro, que revela al suje-
to una parte de su propio goce que le resulta detestable e imposible de asu-
mir. La voz del superyo apunta a nuestro ser de goce y nos exige rendimien-
tos formidables para después hacernos sentir un puro desecho.

Pasaremos ahora a lo que se considera como la última época de la ense-


ñanza de Lacan, cuyo punto de inflexión se sitúa en el Seminario XX “Aún”,
de 1972. En la primera lección menciona el superyo en los siguientes térmi-
nos: “¿Qué es el goce? Se reduce aquí a no ser más que una instancia ne-
gativa. El goce es lo que no sirve para nada.
Asomo aquí la reserva que implica el campo del derecho al goce. El derecho
no es deber. Nada obliga a nadie a gozar salvo el superyo. El superyo es el
imperativo del goce: Goza!”
El psicoanalisis no prohibe el goce, tampoco lo recomienda, solamente ad-
vierte que es inútil, y que lo peligroso no es que este prohibido o permitido,
sino que se convierta en obligatorio. Esta es, precisamente, la función enlo-
quecedora del superyo, capaz de transformarse en un amo absoluto para
aquellos que pretenden liberarse de todo poder.

Podemos preguntarnos cuál es la vigencia para el Lacan del planteamiento


freudiano sobre el Malestar en la Cultura.

Con Freud pudimos entender el origen de la sociedad, pero con Lacan dis-
ponemos de una importante teoría destinada a explicar las mutaciones de la
subjetividad hipermoderna, lo que podríamos denominar “los impasses cre-
cientes de la civilización” que ya Freud anticipaba en su texto, pero a los que
Lacan dirigió toda su atención, pues sentía una enorme preocupación por las
nuevas formas de los síntomas que acompañan a este momento histórico.
En otras palabras, “¿Cómo una época vive la pulsión?”.

Las nuevas formas de los síntomas que acuden a las consultas de los psi-
coanalistas muestran que habitamos en el imperio del superyo, y que el ideal
ha dejado de cumplir una función reguladora. En esta sociedad hipermoder-
na, hedonista y de consumo, nos encontramos que la gente está peor que
nunca, que la mayoría toma antidepresivos, que hay más suicidios que an-
tes, que los niños están medicados, y no porque sea más insoportable que
las anteriores sino porque ahora se nos impone la obligación de disfrutar, de
gozar, de ser felices.

Reconocemos que el ser humano de cualquier época tiene una aspiración


legítima a la felicidad como deseo, pero en la promoción contemporánea de
convertir la felicidad en un “derecho” (recogido en la constitución de los Es-
tados Unidos de América), se va infiltrando cada vez más el superyo con su
poder de convertir todo en un imperativo. Cuando la felicidad pasa de ser un
“deseo” a transformarse en un “derecho” y finalmente en un “deber”, todo se
pervierte dando lugar a la búsqueda insensata de un placer infinito, ilimitado,
que confina con la muerte. De allí la necesidad que muchas personas tienen
de experimentar emociones intensas que les hagan sentir que pueden lograr
recuperar esa pérdida inevitable a la que la civilización nos somete.

El ejemplo máximo nos lo ofrecen las adicciones, que van generalizándose


cada vez más. Ya no se reducen al alcoholismo o las drogas, sino que todo
es susceptible de ser formulado como una adicción. El sexo, el trabajo, la
compulsión a las compras, el enganche al ordenador, la adicción a la comida.
¿A qué responde este fenómeno tan actual?. Las adiciones son respuestas a
los imperativos superyoicos que dicen: “¡Come!, ¡bebe!, ¡práctica el sexo!,
¡compra!, ¡sé feliz!, ¡disfruta de todo!, ¡toma lo que se te antoje!” Y cuando ya
nada es suficiente: “¡Mata!” o “¡Mátate!”, incluso una cosa detrás de la otra
como se verifica en los crímenes de género.

El superyo tiene la facultad de transformar los ideales benéficos en imperati-


vos mortales. El ideal social de la felicidad, del disfrute o de la búsqueda de
la satisfacción, nos puede volver locos cuando se transforma en un imperati-
vo. Frente a la caída de los grandes relatos de la historia se han construido
unos nuevos, aparentemente fantásticos, en los que cada uno consume
cuanto quiere, tiene derecho legal a practicar las perversiones que le parez-
can (mientras sea con un partenaire que consienta contractualmente, lo cual
excluye únicamente la pedofilia y la zoofilia). Sin embargo, el superyo se
presenta con más vigor que nunca, más voraz en sus exigencias, y todavía
más obsceno. Ahora hay que disfrutar continuamente, hay que mantenerse
eternamente jóvenes y bellos, tener una vida sexual muy activa. Quien no lo
consigue, se compara con los demás y se siente un fracasado. Entonces
vemos como una adolescente murió de inanición porque le dijeron “gordita”,
el otro asesinó a sus compañeros del instituto porque se burlaban de él, o
tres menores aburridos salieron a la calle para experimentar “qué se siente”
matando a alguien.

El psicoanálisis puede reconocer que hay un derecho a la satisfacción, pero


advierte sobre los estragos que provoca cuando se convierte en un deber.
Como dijo Lacan, nada obliga a nadie a gozar a excepción del superyo, que
nos empuja a algo imposible: la satisfacción absoluta. Por más que el sujeto
se entregue a todo tipo de excesos de goce siempre se encontrará con el lí-
mite que le impone el cuerpo. Esta falta estructural de la satisfacción absolu-
ta es la prueba de que todavía funciona el deseo, por definición insatisfecho.
Podemos mantener aún un cierto optimismo, pues cualquiera sea el poder
del superyo, por suerte el contra-poder del deseo insatisfecho está presente
incluso en la civilización actual.

El Lacan que enfrenta el final de sus días nos habla con franqueza de la re-
lación particular que ha mantenido siempre con su superyo, y que le llevó a
trabajar denodadamente y sin descanso en la enseñanza del psicoanálisis.

Finalizaremos con una cita que, por su carácter tan personal y vívido, no ne-
cesita comentario alguno y que encontrarán en el Seminario XXIV:”Yo me
rompo la cabeza contra lo que llamaré, en esta ocasión, un muro. Es bien lo
que me fastidia. Uno no inventa cualquier cosa. Y lo que yo inventé está he-
cho, en suma, para explicar a Freud. Lo que hay de chocante, es que en
Freud no hay huella de este fastidio.Yo me rompo la cabeza contra los mu-
ros. El ideal, el Ideal del Yo, en suma, sería terminar con lo simbólico, dicho
de otro modo, no decir nada de nada. ¿Cuál es la fuerza demoníaca que
empuja a decir algo, dicho de otro modo, a enseñar? Sobre eso yo llego a
decirme que eso es el superyo. Es lo que Freud designa como superyo, que
seguramente, no tiene nada que ver con ninguna condición que se pueda
designar como natural”.

“Desde el punto de vista ético, nuestra profesión es insostenible, por otra


parte es por eso que yo estoy enfermo de ella, porque tengo un superyo,
como todo el mundo. No sabemos cómo gozan los otros animales, pero sa-
bemos que para nosotros el goce es la castración”.

Rosa López
 
 

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