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Rosa López
1Miriam Chorne y Gustavo Dessal (eds.) “Jacques Lacan. El psicoanalisis y su aporte a la cultura
contemporánea”. Fondo de cultura economica (2017)
en tercera persona («Ahora vuelve él a pensar en ello; ahora se va.») Esta
queja de los enfermos está perfectamente justificada y corresponde a la ver-
dad. En todos nosotros, y dentro de la vida normal, existe realmente tal po-
der, que observa, advierte y critica todas nuestras intenciones. El delirio de
ser observado representa a este poder en forma regresiva, descubriendo con
ello su génesis y el motivo por el que el enfermo se rebela contra él”.
Nos hemos permitido comenzar con una larga cita, porque en ella se ponen
en juego los elementos fundamentales para entender el concepto de superyo
no solo en la obra de Freud sino también en la de Jacques Lacan. Retenga-
mos de esta lección freudiana de clínica la importancia que cobran la voz y la
mirada en la constitución de una instancia psíquica que todavía no había
sido bautizada con el nombre de superyo. En este sentido, es importante
mencionar que fue Lacan quien añadió a la lista freudiana de los objetos de
la pulsión (oral, anal y genital) dos nuevos objetos que son la voz y la mirada,
de los que nos ocuparemos más adelante.
En “El prólogo al libro sobre el presidente Wilson” Freud afirma que la solu-
ción del complejo de Edipo es la mayor dificultad a la que se enfrenta el ser
humano desde el punto de vista psíquico. El niño está inmerso en un conflic-
to entre la hostilidad que siente hacia el padre, a la vez que desea someterse
al mismo. Solo podrá encontrar la salida por la vía de la identificación, lo que
proporciona satisfacción tanto a los deseos tiernos como a los hostiles; por
una parte manifiesta su admiración al identificarse con su padre, pero por
otra lo elimina al incorporarlo en sí mismo, como en una suerte de canibalis-
mo.
Durante el proceso de incorporación, la figura del padre ha sido idealizada
convirtiéndose en todopoderoso y transformándose en una nueva instancia
psíquica a la que Freud denomina ideal del yo o superyo. Notemos que en
los textos freudianos no siempre hay una clara diferenciación entre ambos
conceptos que, en ocasiones, tienden a confundirse.
Sin embargo, habría que subrayar que Freud supo reconocer la doble actua-
ción del superyo y sería injusto adjudicarle exclusivamente a Lacan la idea
de que el superyo, más que prohibir, lo que hace es dar órdenes. Freud nos
transmite, con absoluta claridad, que el superyo cumple a lo largo de la vida
una función negativa consistente en imponer prohibiciones, pero también,
aunque esto es menos conocido, una función positiva todavía más importan-
te consistente en imponer mandatos. El yo caerá bajo el peso de la acción de
un superyo que amonesta, censura y se opone a la consecución de los de-
seos. La lucha del yo entre el deseo libidinal por un lado y los ideales del su-
peryo por otro, cobra un carácter diferente en cada sujeto. Para algunos no
supone un fuerte conflicto, ya sea porque el deseo es débil y se deja aplastar
por el superyo o a la inversa, porque el superyo no exige demasiado. En el
otro extremo encontramos sujetos para quienes los ideales están extraordi-
nariamente exaltados y sus exigencias desafían las limitaciones de la natura-
leza humana. Un superyo de esta especie puede producir grandes hombres
pero también muchos psicóticos.
Freud se plantea la pregunta existencial por excelencia: ¿Cuáles son los fi-
nes, aspiraciones o propósitos que animan la vida humana? La respuesta
parece obvia: los hombres aspiran a ser felices. Freud pone a prueba con
tanta rigurosidad esa pregunta inicial, que postula la idea de un programa al
que denominó el Principio del Placer, para inmediatamente concluir que este
programa es irrealizable. Hasta tal punto está seguro de ello que afirma sin
ambages: “El plan de la creación no incluye el propósito de que el hombre
sea feliz”. Lo que va descubriendo es que si acaso estamos programados
para algo, es para experimentar la desgracia y el sufrimiento. Freud destaca
tres fuentes ineludibles de sufrimiento: la primera proviene del propio cuerpo,
cuya decadencia es inevitable; la segunda, de las fuerzas destructoras de la
naturaleza, y la tercera, quizás la más importante y difícil de soportar, es
aquella que tiene su origen en las relaciones con los otros seres humanos.
No por nada algunas personas optan por el aislamiento como modo de pro-
tección ante la amenaza que le suponen los otros, siendo el autismo su ex-
presión más dramática. Sin embargo, el ser humano no puede vivir sin esta-
blecer lazos sociales con los otros y constituir de este modo los fundamentos
de la civilización. La cultura exige que cada niño, uno por uno, entre de ca-
beza en un fuerte proceso de domesticación de sus pulsiones originarias. El
niño tendrá que renunciar a las satisfacciones autoeróticas que obtiene con
su propio cuerpo y con los productos que de éste salen, así como a sus fuer-
tes impulsos agresivos contra los semejantes. Ahora bien, la renuncia a las
tendencias pulsionales no significa que estas queden eliminadas o desapa-
rezcan por completo, sino que sufren una importante transformación mien-
tras permanecen latentes. Freud nos muestra cómo la cultura exige pesados
sacrificios en el plano de la sexualidad y en el de las tendencias agresivas, lo
que hace que al sujeto le resulte verdaderamente difícil alcanzar en su seno
la felicidad. ¿Por qué el sujeto se subordina a esta influencia? Freud nos
ofrece una respuesta que combina dos momentos lógicos:
Siendo que todo este proceso acontece como un drama interno, sin que los
demás se den cuenta, el sujeto no va a obtener un castigo que le venga del
exterior, pero lo necesita imperiosamente para calmar la culpa, y por tanto se
hace castigar, abandonar, rechazar, expulsar, insultar, se castiga a sí mismo
con terribles remordimientos de conciencia, o cae preso de la angustia de
expectación que le hace sentir que algo malo va a ocurrir porque en el fondo
lo merece.
La potencia que tiene el superyo nos lleva a afirmar que la vida psíquica del
ser humano está centrada fundamentalmente en los esfuerzos que tiene que
realizar continuamente para escapar de las exigencias de esta instancia mo-
ral, o bien para someterse a ellas. La enorme paradoja que Freud descubre
es que cuanto más trata el sujeto de satisfacer las exigencias del superyo,
mas cruel se torna éste, pidiendo de manera insaciable más sacrificios y ha-
ciéndole sentir cada vez más culpable.
Notemos que se trata de un funcionamiento circular del que no se puede sa-
lir. El superyo castiga sin piedad a los más virtuosos, a los más justos, a los
santos, es decir, a todos aquellos que están dispuestos a renunciar a toda
satisfacción para cumplir con sus exigencias. ¿Por qué? Porque para el su-
peryo no es suficiente con la renuncia a los actos; también pide la renuncia al
deseo, y eso es algo que ya no depende de la voluntad de ningún sujeto.
Lacan defiende al Freud del Más allá del Principio del Placer cuya teoría so-
bre la existencia de una pulsión de muerte fue ampliamente rechazada por la
mayoría de sus discípulos, quienes llegaron a considerarla como una pura
especulación. Él, sin embargo, se pregunta cómo pudo pensarse que este
texto es un paso en falso en la obra de Freud cuando dio lugar, entre otras
consecuencias, a la construcción de la segunda tópica: el ello, el yo y el su-
peryo. Tampoco estos términos fueron bien entendidos ni en las produccio-
nes teórico clínicas del psicoanálisis postfreudiano, ni en la difusión popular
que este alcanzó.
Por su parte, Freud no cedió nunca sobre la radicalidad de las paradojas que
la experiencia clínica le iba mostrando. Se vio obligado a postular la existen-
cia de la pulsión de muerte, una tendencia que, entre otros fenómenos, se
verifica en el automatismo de repetición (Wiederholungszwang) captado a
través de la reiteración de los sueños traumáticos, así como en la reacción
terapéutica negativa que puede tener lugar en el proceso de un análisis.
Lacan dirá que la orientación que Freud estaba ofreciendo a sus seguidores
solo escandaliza a aquellos en quienes el sueño de la razón se alimenta, se-
gún la fórmula lapidaria de Goya, de los monstruos que engendra. Es decir,
aquellos que no creen verdaderamente que la existencia del inconsciente
supone arrebatar al hombre el dominio de su voluntad, sus deseos o sus ac-
tos, pues la repetición demuestra que el orden simbólico no es un producto
del hombre sino aquello que lo constituye como tal.
Vamos a comenzar con el joven Lacan, quien para escribir su tesis doctoral
en psiquiatría descubre la utilidad del psicoanálisis por la vía del superyo. En
la tesis titulada “De la psicosis paranoica en su relación con la personalidad”
estudia el caso de una mujer que realiza un pasaje al acto por el que fue en-
carcelada, y que consistió en intentar asesinar a una famosa actriz a la que
solamente hirió en la mano. Lacan, basándose en este caso, acuña un nuevo
diagnóstico al que denomina “paranoia de autopunición”. Demuestra que el
delirio psicótico de la paciente desaparece tras la realización del acto, y que
esto se debe fundamentalmente al hecho de recibir un castigo por parte de la
sociedad.
Este novedoso hallazgo clínico que liga la paranoia a la búsqueda del castigo
fue inspirado por su aproximación al estudio de la instancia del superyo freu-
diano. Una de las primeras formulaciones que Lacan nos ofrece sobre el su-
peryo consiste en caracterizarlo como esa “figura obscena y feroz”, lo cual le
permite ponerle cara a su primera concepción del goce en tanto imaginario.
Para entender esta distinción vamos a pensar que hay dos estatutos de la
castración situables en dos momentos lógicos distintos, sin que podamos
deducir de ello ningún orden de cronología.
En el primer momento, la castración se produce por el encuentro del cuerpo
con los significantes, que actúan sobre el mismo sin orden ni concierto. Es
este choque inicial entre el viviente y la palabra el que produce el trauma es-
tructural a partir del cual se origina el sujeto, así como una primera identifica-
ción que todavía no tiene relación con el padre o con la madre sino con la in-
corporación de la maquinaria del lenguaje, y cuyo efecto es la emergencia de
un goce absolutamente contrario al bienestar. Es esta castración la que ilus-
tra el caso del niño “lobo” de Rosine Lefort, y las psicosis en general.
Ahora bien, así como la palabra produce esta primera castración mortifican-
te, es también a través de la palabra que el sujeto encontrará los recursos
para amortiguar el traumatismo inicial. En un segundo momento veremos ac-
tuar la castración en su vertiente benéfica, aquella que depende de la intro-
ducción de la ley del deseo sostenida por la función del Nombre del Padre en
el Complejo de Edipo. Esta segunda castración correspondería al orden sim-
bólico, en el que los significantes se articulan entre sí siguiendo las leyes de
la metáfora y de la metonimia, y se organizan en la estructura del discurso.
Volviendo al primer momento, la acción del lenguaje sobre ese cuerpo vivient
e que es el infans humano produce una pérdida de la relación directa con el
objeto de la necesidad, el cual queda abolido desde el inicio de la vida. Lo
esencial es que el lugar que deja vacante el objeto de la necesidad viene a
ser ocupado por determinadas palabras que el niño incorpora: “come” esas
palabras, y con ellas se produce la formación precoz de su superyo. El su-
peryo propicia el goce mortificante, en oposición a la función del deseo que
el Nombre del Padre promueve.
El deseo está ligado al Otro en su propia constitución, como nos indica el
axioma de Lacan “el deseo es el deseo del Otro”, y al mismo tiempo tiene un
carácter dialéctico ligado a la cadena significante. Puede interpretarse a tra-
vés de las formaciones del inconsciente, y posee una ductilidad que le permi-
te moverse o cambiar.
El goce, por el contrario, no se relaciona con el Otro sino con el cuerpo, o
para ser más precisos, con la vivencia inevitablemente perturbada que todo
ser hablante tiene con su cuerpo. Además, las relaciones del goce con el
significante son más bien de mutua exclusión, pues el goce no se deja definir
ni aprehender por el saber, es indialectizable, refractario a la interpretación y
prácticamente inamovible.
En el Seminario III dedicado a las psicosis, vemos cómo Lacan aplica la teo-
ría del significante al caso Schreber, al tiempo que promueve un retorno a
Freud. En estas páginas podemos atisbar una cierta anticipación de lo que
más tarde será la diferencia entre orden simbólico y lenguaje o, en otros tér-
minos, entre lalangue y el discurso.
Hay una coordinación fonemática, nos dice Lacan, respecto a las palabras
que junta Schreber, palabras cuya pregnancia es la sonoridad pero que no
conduce a sentido alguno. Es en esta sonoridad sin sentido que reconoce-
mos la presencia vociferante o ruidosa del superyo. El ejemplo princeps nos
lo ofrece la alucinación auditiva en la que surgen palabras que no se rigen
por las leyes de lo simbólico (metáfora y metonimia). En los fenómenos psi-
cóticos comprobamos cómo los significantes actúan cada uno por su lado, no
se asocian entre sí y, por tanto, no representan al sujeto. Dicho de otro
modo, este enjambre de significantes actuando sin orden ni concierto hace
que el psicótico no disponga de una cadena simbólica que le permita situar
su posición subjetiva y construir su identidad.
Dicho en otros términos, el superyo nos enseña la cara oscura del incons-
ciente, pues ya no se trata del inconsciente que al ser descifrado produce el
júbilo propio del descubrimiento de un nuevo sentido. Se trata del inconscien-
te como pulsión de muerte, en forma de una ley insensata que coacciona al
sujeto a recibir un castigo sin darle la menor significación a la que agarrarse.
Estas dos caras del inconsciente se verifican claramente en la composición
del síntoma. Éste se divide en un componente metafórico susceptible de ser
interpretado (su envoltura formal), y un núcleo opaco donde se aloja un goce
refractario al desciframiento simbólico. Con Lacan podemos precisar con
mayor rigor la noción freudiana de “la introyección del superyo” por la vía de
la identificación. Distanciándose de la relación edípica entre el niño y el pa-
dre, para Lacan la cuestión se juega en la relación de “exclusión interna” en-
tre el campo del significante y el del goce. El superyo estaría situado preci-
samente en la encrucijada entre lo simbólico y lo real, produciendo en su
máxima expresión el sentimiento de “extimidad” que nos lleva a experimentar
en lo más intimo de nuestro ser la presencia de algo absolutamente extraño
y desconocido. La voz áfona del superyo representa a ese enemigo que ha-
bita en nuestro interior y al que se teme más que a ningún peligro que proce-
da de fuera.
Se trata, pues, de la “división del sujeto contra sí mismo” que Lacan, siguien-
do a Freud, reintroduce en el seno de la doctrina analítica. Una lectura rigu-
rosa de Freud deshace la idea promovida por los postfreudianos de que el
superyo es una instancia destinada a poner un límite al goce pulsional en
beneficio de la autonomía del yo. Por el contrario, la inclusión de esta nueva
instancia produce claramente una escisión del yo.
El texto donde “la división del sujeto contra si mismo” cobra mayor contun-
dencia es Kant con Sade, un escrito que funciona como un verdadero tratado
sobre el concepto de superyo sin necesidad de mencionarlo explícitamente.
Como dijimos al principio, el superyo establece un verdadero circulo vicioso
difícil de romper. Su funcionamiento es extremadamente perverso porque
exige una cosa y su contraria al mismo tiempo. Estamos frente a una nueva
paradoja del superyo que Lacan explicó en este texto, demostrando cómo el
imperativo categórico de Kant, que exige el cumplimiento de una ley univer-
sal sin la menor consideración por las circunstancias singulares del sujeto,
tiene como correlato la máxima sadiana que ordena gozar sin límites tanto
del cuerpo del otro como del propio. Dos imperativos inhumanos, podríamos
decir, porque ordenan algo imposible de cumplir: la ley absoluta de Kant, que
es la quintaesencia de un enunciado simbólico aparentemente opuesto a
toda satisfacción, y al mismo tiempo la satisfacción absoluta de Sade que no
duda en transgredir toda ley.
Ese superyo, que nos obligó a renunciar a las satisfacciones primarias, al
mismo tiempo nos empuja a buscar a una renuncia imposible o a una satis-
facción imposible, aunque sea al precio de la destrucción. En este sentido
Kant y Sade son dos encarnaciones de la voz del superyo.
Con Freud pudimos entender el origen de la sociedad, pero con Lacan dis-
ponemos de una importante teoría destinada a explicar las mutaciones de la
subjetividad hipermoderna, lo que podríamos denominar “los impasses cre-
cientes de la civilización” que ya Freud anticipaba en su texto, pero a los que
Lacan dirigió toda su atención, pues sentía una enorme preocupación por las
nuevas formas de los síntomas que acompañan a este momento histórico.
En otras palabras, “¿Cómo una época vive la pulsión?”.
Las nuevas formas de los síntomas que acuden a las consultas de los psi-
coanalistas muestran que habitamos en el imperio del superyo, y que el ideal
ha dejado de cumplir una función reguladora. En esta sociedad hipermoder-
na, hedonista y de consumo, nos encontramos que la gente está peor que
nunca, que la mayoría toma antidepresivos, que hay más suicidios que an-
tes, que los niños están medicados, y no porque sea más insoportable que
las anteriores sino porque ahora se nos impone la obligación de disfrutar, de
gozar, de ser felices.
El Lacan que enfrenta el final de sus días nos habla con franqueza de la re-
lación particular que ha mantenido siempre con su superyo, y que le llevó a
trabajar denodadamente y sin descanso en la enseñanza del psicoanálisis.
Finalizaremos con una cita que, por su carácter tan personal y vívido, no ne-
cesita comentario alguno y que encontrarán en el Seminario XXIV:”Yo me
rompo la cabeza contra lo que llamaré, en esta ocasión, un muro. Es bien lo
que me fastidia. Uno no inventa cualquier cosa. Y lo que yo inventé está he-
cho, en suma, para explicar a Freud. Lo que hay de chocante, es que en
Freud no hay huella de este fastidio.Yo me rompo la cabeza contra los mu-
ros. El ideal, el Ideal del Yo, en suma, sería terminar con lo simbólico, dicho
de otro modo, no decir nada de nada. ¿Cuál es la fuerza demoníaca que
empuja a decir algo, dicho de otro modo, a enseñar? Sobre eso yo llego a
decirme que eso es el superyo. Es lo que Freud designa como superyo, que
seguramente, no tiene nada que ver con ninguna condición que se pueda
designar como natural”.
Rosa López