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Adiós a las humanidades.

Jacques Barzun.

¡Ay las humanidades! De dientes para afuera todo el mundo habla de su importancia, todo
el mundo está de acuerdo en que no hay nada mejor que un humanista completo, pero lo
cierto es que ni los estudiantes se humanizan en su contacto con las humanidades ni
tampoco las eligen masivamente, y la opinión mayoritaria, aunque velada, es que las
humanidades son sólo para quienes quieren dedicarse profesionalmente a alguna de sus
ramas.

Si esto es cierto, y tengo muy buenas razones para creer que lo es, eso significa que la
atención que se ha dedicado a las humanidades durante su larga y pública agonía ha estado
mal dirigida. ¿En qué consiste la equivocación? Para empezar, ¿sabemos realmente cuáles
son las humanidades? Por lo general se cuenta el estudio de la lengua y la literatura, la
historia de las artes, la filosofía; en ocasiones, la historia, aunque eso depende del capricho
de los científicos sociales; en cualquier caso no tiene mayor importancia. La triple división
ciencias, ciencias sociales, humanidades, útil en términos de organización académica,
contiene el germen del mal que ha infectado prácticamente todo intento de dar un nuevo
impulso a las humanidades y hacerlas provechosas. El hecho de que se agrupen
determinadas “materias” por su oposición a otras materias denominadas no humanistas ha
dado lugar a que las humanidades se transformen, al igual que esas otras materias, en meras
especializaciones. Como consecuencia, su propósito original se ha perdido o ha quedado
pervertido.

Tan es así que la literatura y las artes se estudian ya de una forma puramente técnica. No se
estudia poesía y narrativa o arte y música para recibir y disfrutar lo que en sí ofrecen, sino
para poner en práctica algún complicado método que excluye cuidadosamente las
sensaciones, el placer y la meditación. Estos “enfoques”, como se les denomina (y
acertadamente puesto que no llegan al corazón del asunto), pueden ser o no adecuados para
aquellos estudiantes que deseen especializarse en lo que alguna vez fue una materia
humanística. Lo que importa no es su valor, sino que si las humanidades se convierten en
otras tantas ciencias sociales o ciencias de cualquier clase, no puede esperarse que de ello
resulte una mayor humanización.

En realidad, esta afirmación es una tautología velada, pero implica el criterio básico de que
la enseñanza de humanidades a quienes no son especialistas requiere una actitud humanista.
El maestro debe extraer de las humanidades todo lo que éstas tienen que decir sobre el ser
humano, y tanto el programa de estudios como el departamento, el decano y las
asociaciones profesionales deben permitírselo. La conclusión ofrece descubrimientos
inesperados. Escuchemos hablar sobre ello a William James, en una reunión de las primeras
mujeres graduadas en universidades norteamericanas.

Hace tiempo ya que lo que se enseña en particular en las universidades recibe el nombre de
“humanidades” y éstas a menudo se identifican con el griego y el latín. Pero el griego y el
latín tienen un valor humanístico general en cuanto literaturas, no en cuanto idiomas; de
modo que en un sentido amplio el término humanidades se refiere fundamentalmente a la
literatura e incluso, en un sentido más amplio, al estudio de las grandes obras maestras en
prácticamente cualquier campo de la actividad humana. La literatura mantiene la primacía,
puesto que no sólo se compone de obras maestras sino que trata en gran medida de obras
maestras, y cuando adopta la forma de crítica o historia apenas es algo más que una
interesante crónica de grandes golpes maestros.

Debemos tomar la definición que ofrece James de manera literal: los “golpes maestros
humanos” incluyen los grandes logros de los científicos físicos:

Si se enseña históricamente casi cualquier cosa puede tener un valor humanístico. La


geología, la economía y la mecánica son humanidades cuando se enseñan en relación a los
logros sucesivamente alcanzados por los genios a quienes estas ciencias deben su razón de
ser. Si no se enseña de esta manera la literatura se reduce a una gramática, el arte a un
catálogo, la historia a una lista de fechas y las ciencias naturales a una hoja de fórmulas y
pesos y medidas.

La criba de la creación humana: a eso debemos referirnos cuando hablamos de


humanidades.
La exclamación final de James no pretende intimidar a los departamentos de ciencias para
que se orienten hacia las humanidades, aunque algunos científicos ya lo hagan y otros más
estén deseando hacerlo. James vio como una auténtica posibilidad lo que en parte ya se
lleva a cabo en los cursos de historia y filosofía de la ciencia, donde se estudia la creación
científica como parte de la biografía y la historia cultural humanas.

Pero la enseñanza implícita en las palabras de James puede aplicarse de manera aún más
general. Lo que dice es que todo conocimiento puede tener dos usos distintos: puede servir
a un propósito inmediato y tangible en cuanto guía de la actividad técnica, y puede servir a
una finalidad más permanente y menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a
largo plazo. Si al primer uso le denominamos vocacional o profesional, el segundo puede
llamarse social o moral (o filosófico o civilizador); el término no importa. Uno alude al
conocimiento práctico y el otro al refinamiento.

Durante los últimos cien años, las escuelas y universidades americanas han confundido
ambos usos sin saberlo, con la esperanza de que sus estudiantes se beneficiaran de los dos.
Es un buen propósito. Las dos actividades merecen la pena y son valiosas desde el punto de
vista práctico, pero requieren usos distintos tanto de la materia que se imparte como de la
mente, y no es posible fundirlos en uno solo.

¿Cómo llegó a cometerse este error? A finales del siglo XIX las universidades estaban
sometidas a una gran presión por parte de las ciencias naturales, de la economía organizada,
de las tecnologías en crecimiento y de las nuevas profesiones. Además, los estudios de
posgrado estaban subiéndose al carro de la especialización. De alguna manera los cursos de
licenciatura tenían que justificar de nuevo su existencia. Sólo podían aferrarse al campo de
las letras para tener una función diferenciada, de modo que para atender la demanda social
de profesionales y la demanda académica de especialistas, las universidades acabaron con
el plan de estudios clásico y tradicional e inventaron el sistema electivo. El gran exponente
de este cambio fue el doctor Eliot de Harvard, que era químico.

Como científico, el doctor Eliot seguramente esperaría que un futuro químico o geólogo
cursara tres, cuatro, seis o más años de su materia para convertirse en un consumado
científico. Pero estaba muy satisfecho si ese mismo estudiante de licenciatura cursaba,
aparte de sus materias científicas, un semestre de una cosa y otro de otra durante cuatro
años, quizá cuatro años de estudio iniciales. La necesidad de construir, de manera rigurosa
y controlada, una educación humanista se olvidó, se extravió en el cambio. El plan de
estudios universitario se rompió en pedacitos y los departamentos se transformaron en
pequeños principados que competían por los estudiantes y buscaban su prestigio en la
especialización.

Las humanidades, las letras, se sitúan en el extremo opuesto de las especializaciones


profesionales.

No todos los pensadores de la educación cometieron la misma equivocación. William


James se dio cuenta de ello, también John Jay Chapman, así como Woodrow Wilson,
director de Princeton, que vivió más de cerca el conflicto institucional. En 1910 dirigió un
discurso en Madison, Wisconsin, a la Asociación de Universidades Americanas acerca de
“la importancia de la carrera de letras como diferente de las carreras profesionales y
semiprofesionales”. Inició diciendo: “Toda especialización, incluida la formación
profesional, es nítidamente individualista en su objetivó… El objetivo… es el interés
particular de la persona que busca esa formación”. En su opinión dicha exclusividad era “el
peligro intelectual y económico de nuestra época”: un peligro intelectual porque el
individuo que sólo ha sido formado es una herramienta y no una mente, y un peligro
económico porque la sociedad requiere de mentes y no sólo de herramientas. Wilson temía
la osificación social e institucional producida por las rutinas establecidas. Consideraba que
“para cuando un hombre llega a la edad en que su hijo puede asistir a la universidad, está
tan inmerso en una especialización que ya no puede entender el país ni la época en que
vive”. Por ello “la tarea de la universidad (debía ser) re-generalizar cada generación a
medida que apareciera”.

La afirmación de Wilson es precisa además de sugerente: re-generalizar, es decir, corregir


un defecto recurrente.

Para lograrlo deseaba “una disciplina cuyo objetivo sea hacer del hombre que la recibe un
ciudadano del mundo social e intelectual moderno, en contraposición… con una disciplina
que tenga por objetivo convertirlo en discípulo aventajado de una cierta especialización”.
Abogaba por un cuerpo de estudios que tuviese como finalidad “una orientación general, la
generación de una visión del área de conocimiento… el desarrollo de la capacidad de
comprensión”.

William James y Woodrow Wilson ayudan a comprender que las humanidades, las letras,
se sitúan en el extremo opuesto de las especializaciones profesionales, incluido el estudio
académico de las humanidades; parece fácil de comprender, pero está claro que resulta
difícil de recordar. ¿Por qué? Porque el impulso hacia las profesiones provoca la pregunta
escéptica de ¿qué utilidad pueden tener las letras para la formación profesional? ¿No serán
un obstáculo para la instrucción o se verán perjudicadas por ésta? Ni James ni Wilson se
oponen a la especialización o a la formación profesional. Las reticencias se originan en el
lado contrario, el de los oficios y las profesiones, y hace falta confrontarlas. Así lo hizo
James en una frase ya famosa, aunque no siempre se entienda: “Después de reflexionarlo
largamente, ésta es la respuesta más concisa que me es posible ofrecer: el mejor reclamo
que una institución educativa puede hacer sobre uno, lo mejor que puede aspirar a alcanzar
para uno mismo es: que te ayude a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas delante”.
(Está claro que al referirse a un hombre no se refería a un varón sino a un ser humano). Al
dirigirse a las mujeres, Wilson añadía: “Esto es tan cierto en el caso de las escuelas
masculinas como en el de las femeninas, y me esforzaré en mostrar que esto ni es una
broma ni tampoco una abstracción sesgada”. La explicación de su aforismo era la siguiente:
Se dice que en las escuelas (vocacional y profesional) se obtiene una habilidad práctica
relativamente estrecha, mientras que en las “universidades” se recibe una cultura más
liberal, un punto de vista más amplio, una perspectiva histórica, un clima filosófico o algo
parecido a lo que frases de este tipo intentan expresar. Se oye decir que en las escuelas se
transforma a la persona en un instrumento eficaz para la realización de una determinada
cosa, pero aparte de ello es posible que quede como una especie de petróleo crudo y
humeante incapaz de proyectar la luz… ¿Qué significa esto realmente?

“Para empezar, no cabe duda de que la formación profesional u ocupacional más estrecha
no sólo convierte a la persona en una herramienta práctica y habilidosa en su campo, sino
que también le hace capaz de evaluar la habilidad de los demás… Buen trabajo, trabajo
limpio, trabajo terminado: mal trabajo, trabajo descuidado, trabajo mal terminado: estas
palabras expresan un contraste idéntico en muchos y muy diversos sectores de actividad…
“…Puesto que lo que precisamente reivindica nuestra educación es no padecer esa
“estrechez”, ¿también permite que seamos buenos jueces de lo que es de primera calidad y
de lo que es de segundo orden?”

La respuesta es Sí, por supuesto:

“Al estudiar de esta manera se aprende cuáles son las actividades que han resistido el paso
del tiempo; se adquieren criterios para reconocer lo excelente y duradero. Todas las letras y
ciencias y las instituciones representan la búsqueda de la perfección… y cuando se ve la
diversidad de las clases de excelencia, la variedad de los criterios, la flexibilidad de sus
adaptaciones, se obtiene una comprensión más rica del significado de términos como
“mejor” y “peor”… Nuestras capacidades críticas se desarrollan de una manera más precisa
y menos dogmática. Se simpatiza más con los errores de los hombres incluso en el
momento en que se entienden; se percibe el pathos de causas perdidas y de las
equivocaciones de tiempos pasados incluso cuando se celebra aquello que los venció… Lo
que se conoce como el sentido crítico, el sentido de los valores ideales, es la simpatía por el
trabajo bien hecho de un hombre dondequiera que se haya realizado, la admiración por lo
realmente admirable, el menosprecio de aquello que es barato, de mala calidad y poco
duradero. Es lo más importante de lo que los hombres llaman sabiduría.”

Todo ello nos remite a eso que todavía hoy proclamamos como “la búsqueda de la
excelencia”. Si esta máxima no es hipócrita, sí resulta ineficaz. La educación superior
otorga títulos que certifican en teoría la excelencia, pero luego se requieren pilas de cartas
de recomendación para poder distinguir a la persona realmente meritoria de las demás.
Hace falta también suponer que entre las cartas haya una que sea veraz y contribuya a
hacerse un juicio acertado. Como no parece suficiente, también se solicita el resultado de
exámenes supuestamente objetivos. Es decir que no nos es posible reconocer a un buen
hombre cuando lo tenemos delante. No es capaz de reconocerlo la oficina de ingresos, ni el
jefe de personal y con demasiada frecuencia tampoco el electorado. Se podría decir, como
réplica a eso, que para poder formarse una opinión atinada hace falta experiencia. Cierto,
pero no es menos cierto que una educación humanista no sólo ofrece una experiencia
indirecta sino que también prepara a la persona para absorber rápidamente la experiencia
que le proporcione la vida.
Hace falta inculcar a los estudiantes desde el inicio estas respuestas a la pregunta de ¿para
qué sirve la disciplina humanista? Es necesario hacerles entender, o al menos aceptar
provisionalmente, que sus estudios son intensamente prácticos. Debidamente aprendidas,
las humanidades transformarán su mente y su carácter de una manera que no puede ser
descrita, pero que les será útil a lo largo de su vida.

Es tan importante hacer explícita esa expectativa como abstenerse de emitir falsas
promesas. El estudio de las humanidades no hace a la persona más ética, más tolerante, más
alegre, más leal, más amable de corazón, más exitosa con el sexo opuesto o más popular. Es
posible que contribuya a que algo de eso suceda, aunque sólo sea indirectamente, mediante
la consecución de una mente bien organizada, capaz de inquirir y distinguir lo falso de lo
verdadero y los hechos de la mera opinión; una mente formada y capacitada para escribir,
leer y calcular; una mente atenta al mundo y abierta a cualquier buena influencia, aunque
sólo sea por haber estimulado la curiosidad y por estar seguro de uno mismo.

Estas son cosas que uno puede esperar, pero no hay garantía de que se logren. La vida,
como la medicina, no ofrece certeza alguna, pero se sigue viviendo y acudiendo al médico.
Por eso debe señalarse una vez más que, sin exagerar las pretensiones de las humanidades,
lo que hace falta es que el maestro, el departamento, la junta de profesores, la
administración, el grupo indispensable de asesores, compartan todos ellos la convicción de
que su cuerpo de estudios tiene una utilidad, una utilidad práctica en la vida cotidiana, a
pesar de que nadie pueda llegar a decir “Mi exposición ante el consejo de administración ha
sido mucho mejor gracias al estudio de Esquilo”.

En las humanidades el Hombre ideal se dirige a otros hombres en cuanto hombres y en una
interminable variedad de formas.

El siguiente requisito es obvio aunque difícil: el conjunto de materias debe ser diseñado e
impartido por humanistas. Aunque existen no se les puede contratar al por mayor. De
acuerdo con el principio expuesto por James de poder reconocer a un buen hombre cuando
se le tiene delante, hace falta un humanista para encontrar a otro que también lo sea. Eso no
significa lanzarse a la búsqueda de genios. Lo que hace falta no es un talento excepcional
sino una determinada actitud y hábito pedagógico. En la actualidad y a lo largo de todo el
país los departamentos de lengua inglesa, de filosofía y de historia están llenos de gente
muy competente y erudita, pero sólo una minoría sería capaz de enseñar las humanidades
como humanidades. La experiencia de cincuenta años en Columbia ha demostrado una y
otra vez la validez de esta verdad empírica. Algunos de los que han sido seleccionados para
impartir los cursos de Civilización Contemporánea y de Humanidades, o el Coloquio sobre
los Libros Clásicos, han fracasado, a menudo por el disgusto que les provocaba la tarea y
con frecuencia también por su temperamento muy poco humanista.

En parte, la razón del fracaso es que no es posible enseñar las humanidades mediante
conferencias, la preparación de clases o la memorización. El método socrático es el
adecuado. Es el método de la discusión, pero no tal como se suele practicar. El auténtico
método supone un intercambio dirigido y disciplinado, que se caracteriza por el orden y la
secuencia lógica. El instructor no debe forzar a que los alumnos hablen de acuerdo con
unos parámetros ya establecidos, sino que debe, según la frase de Swift, “enfriar al
sabiondo y despertar al estúpido”, con el fin de desarrollar los temas pero sin dejar que el
interés decaiga.

El resultado es una conversación en sentido incluyente. Invita al conocimiento, a la fluidez


verbal, la sensibilidad hacia las palabras, la cortesía, la rápida apreciación de la fuerza de
una observación, la lógica y a la conciencia permanente de que la materia de las
humanidades es social no sólo en su génesis sino también en sus consecuencias. En las
humanidades, el Hombre ideal se dirige a otros hombres en cuanto hombres y en una
interminable variedad de formas: a través del lenguaje en muchos idiomas distintos; a
través de la poesía, oral o escrita; a través del discurso de la prosa y el teatro; la música y la
danza; la oratoria política y forense; la historia oral y escrita; el mito, la religión y la
teología. Todas estas actividades, que pensamos que surgieron de los folletos universitarios
o los comités de profesores, son en realidad actividades sociales muy antiguas. Vistas en su
conjunto nos ofrecen toda la experiencia de la humanidad.

No es posible absorber, ni siquiera adquirir un leve barniz de esta masa cristalizada de


pensamiento y emociones en una carrera universitaria, ni aun en toda una vida. Por eso es
importante seleccionar bien cuando se quiere enseñar a los jóvenes, o a los que ya no lo son
tanto, el significado de ser humano. Como James indicó, hace falta cribar la creación
humana y utilizar los ejemplos más adecuados para dejar una impresión duradera en las
mentes que por edad, formación o circunstancias no hayan podido percatarse de este tesoro.

Lo que condujo a la idea de los Libros Clásicos fue la necesidad de escoger. La idea se le
ocurrió a George Edward Woodberry, de la Universidad de Columbia, a principios del siglo
XX; John Erskine transformó la idea en un curso y posteriormente Mortimer Adler y
Robert Hutchins la introdujeron en Chicago y Saint John’s. Esta idea ha cobrado ya su
propia vida, aunque de ningún modo sea la única manera de introducirse en las
humanidades. Está claro que parte del contenido debe consistir en obras originales y no ser
una tarea descriptiva o crítica de segunda mano. Resulta mejor y más entretenido leer a
Shakespeare que a un comentarista de su obra y escuchar a Beethoven que hurgar en las
notas del programa. No hay duda de que un humanista recalcitrante y de vocación estará en
capacidad de elaborar un plan de estudios de humanidades.

Pero debe ser un plan de estudios, una secuencia, no un conjunto de cursos en los que se
picotee. A lo largo de los cuatro años debe exigirse que se cumpla con las distintas partes
de dicha secuencia en el orden adecuado. Un poco de aquí y un poco de allá no lleva a
ninguna parte y desde luego no conduce a la adquisición de conocimientos sólidos ni a una
forma de pensar. Nadie puede esperar que egrese un licenciado “humanizado” después de
haber recibido una manita de literatura universal y otra de historia del arte. La naturaleza
misma del propósito humanista excluye el sistema optativo. La persona no preparada desde
un punto de vista humanista no puede tener más que opiniones de oídas, o ninguna en
absoluto, sobre las materias a elegir y las que nunca verá en absoluto. Una vez más hace
falta señalar que la naturaleza social de las humanidades está lógicamente relacionada con
el hecho de compartir una formación común y un cuerpo común de conocimientos. La
formación debe ser progresiva, tanto si el plan de estudios se organiza históricamente como
por temas, y debe por ello enfrentarse al placer de poner en práctica un conocimiento cada
vez mayor a medida que se avanza sobre los distintos segmentos. Las humanidades son, de
todas las materias imaginables, las que menos se prestan a ser acotadas y encajonadas.
Recordemos el deseo de Wilson de re-generalizar a la nueva generación.

Al defender la idea de que la formación profesional es individualista y la cultura


generalizadora como social, Wilson puso sobre el tapete una cuestión política que hace falta
airear. Con demasiada frecuencia se discute empleando términos vagos como “democracia”
y “elitismo”: supuestamente, las humanidades favorecerían lo último y remarían en contra
de lo primero. Este tipo de argumentos son tontamente inconsistentes. La ignorancia de una
persona en literatura y las artes no le convierte en un demócrata ni su conocimiento de ellas
le hace un elitista. La posesión de conocimientos sirve para someter a los demás a un poder
injusto sólo si se utilizan con ese preciso propósito: un físico, un abogado o un clérigo
pueden explotar o humillar a otros, o pueden actuar de manera humanitaria y benéfica. En
cualquier caso resulta absurdo invocar la existencia de una “élite” que maquina la opresión
de los demás detrás de cualquiera que saque partido de su status educativo. Como Wilson
sabía, los humanistas también son individualistas. En cuanto tales son las últimas personas
de las que se podría sospechar que conspirarían contra los legos, que es todo lo que se
quiere decir con el estúpido término elitismo.

Lo que realmente representa un peligro, mucho más que esa élite imaginaria, es la
combinación actual de una educación humanista especializada y a medio hacer. Corremos
el riesgo de convertirnos en un país de pedantes. Empleo la palabra literal y
democráticamente para hacer referencia a los millones de personas movidos por un cierto
tipo de pasión en su tiempo libre y en su vocación. En los dos aspectos de su vida esta
pasión se manifiesta en un parloteo pedante. Pienso en los observadores de pájaros y los
amantes de la naturaleza, en los jóvenes que coleccionan discos y siguen de cerca la vida de
los cantantes de música y las estrellas de cine; me refiero al tipo de conocimiento que
tienen los fans de todas clases: los adictos al béisbol y los fanáticos de la ópera, los devotos
de los trenes eléctricos y los coleccionistas de objetos, desde una primera edición hasta el
netsuke.

No sólo son pedantes porque saben y recitan una enorme cantidad de datos (clamarían
contra la tiranía si una escuela les pidiera que aprendieran todo eso). Lo que horroriza no es
la cantidad de información que poseen, sino la ausencia de toda reflexión al respecto, algún
sentido de la relación entre ello y ellos y el mundo. No tienen nada con lo que comparar o
contrastar, no adquieren ninguna perspectiva desde la cima de su monstruosa masa de datos
y no emerge ninguna generalización que ilumine la monotonía de su esfuerzo. Todo su
aprendizaje es dinero estéril, carece de todo interés porque en un sentido estricto no tiene
utilidad ninguna. Alguien podría argumentar que sí se utiliza este conocimiento de datos
cuando llega el momento de comprar más libros raros, bandejas de plata o sellos de correos.
Pero eso no es utilizar el conocimiento para embellecer la vida y destilar sabiduría, tal
como puede hacerse con el conocimiento que se tiene y se utiliza de manera humanista.

Estos comentarios no son los de un outsider desdeñoso. Me encantan el béisbol, la ópera,


los trenes eléctricos y las historias policiacas, y sé algo de ello. Pero me deja consternado
que otras personas, que saben mucho más, no sepan hacer nada con ello excepto reunirse
con sus pares para intercambiar algunos datos.

Los defensores de la educación humanista tienden, como ha sido mi caso, a enfatizar la


importancia total que tiene en cuanto disciplina de la mente. Hablan de su carácter
formativo, y no tanto informativo, y exhortan a los maestros a no olvidar que no les debe
preocupar tanto una exposición larga y detallada de la materia sino el desarrollo de formas
de pensamiento y sentimientos. Algunos humanistas mencionan con un gesto de orgullo
que no les importa si diez años después un egresado ha olvidado todo lo que ahí aprendió.
Esta aseveración parece querer distinguir la elevación de las humanidades de la inclinación
mundana de las profesiones. Es una pose ridícula. Si un estudiante entiende de verdad lo
que son las humanidades y para qué son, no podrá evitar recordar en detalle los sucesivos
elementos que le llevaron a poseer una mente cultivada.

Por otra parte, las humanidades son un gran vocabulario formado por términos, frases,
nombres, alusiones, caracteres, acontecimientos, máximas, réplicas: miles de significados
incorporados con los que es posible pensar y evaluar el mundo. Todos estos son datos, todo
esto es un conocimiento que hay que recordar de manera precisa e inteligente. En ese
sentido las humanidades proporcionan, como cuerpo de conocimiento, un lenguaje común.
Se pide a gritos la “comunicación” y se habla de que se carece de ella. Lo que se debería
pedir en lugar de ello es que haya más conversación, que a duras penas practican los
pedantes. Pues la conversación es el principio de una buena sociedad y una buena vida. Es
la llave que abre las celdas que son nuestras profesiones, nuestros hobbies y, en no menor
medida, nuestras bellas artes y nuestra vida académica.

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