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© 1951. by S.

Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main


Título original de la obra: Ein Brief

PRINTED IN SPAIN

IMPRESO EN ESPAÑA

I. s. b . n .: 84-500-5002-2

depósito legal : v. 2.764-1981

A rtes G ráficas Soler , S. A. - O livereta , 28 - V alencia (18) - 1981


INDICE

La indecencia de los signos, por Claudio Magris .......... 9

Cronología de H . von H ofm an n sth al............................... 17

Carta de Lord C h a n d os........................................................ 25

Ilu stracion es............................................................................. 39

7
LA INDECENCIA DE LOS SIGNOS

|^A fuerza plástica — escribió Hofmannsthal— tiene sus raí­


ces en la justicia; él persiguió, en nombre de esta exigen­
cia ética, la definición en el límite y el contorno, en la línea
y la claridad, levantando el sentido de la forma y de la norma
com o un baluarte contra la seducción de lo inefable y vago
— de lo que, sin embargo, él mismo se había hecho portavoz
en sus inicios extraordinariamente precoces y peligrosos de
joven prodigio. El caso Hofmannsthal queda, de hecho, entre
los más singulares de la literatura europea, por su fulgurante
ascenso y por su sucesiva y cauta corrección de rumbo.

Nacido en Viena, en 1874, ya en 1890 sorprendió a los


inquietos y vivacísimos círculos literarios de la capital absbúr-
gica (en adelante apremiados por las sombras de su crepúsculo)
con una lírica misteriosa y soñadora, recorrida por una musi­
calidad extenuada y por un soplo de muerte y abandono;
ascendido al podio de la fama con estas poesías, escritas sobre
los pupitres de la escuela y publicadas con el pseudónimo de
“ Loris” , Hofmannsthal iniciaba así una carrera pública de
poeta adolescente y excepcional, carrera que haría de él el
amigo-adversario de D ’Annunzio, el libretista de Richard

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Strauss, el intérprete — turbado pero ajustado— del otoño de
la vieja Austria y de la vieja Europa. En lugar de quemarse
en una genialidad agria y cerrada al crecimiento, Hofmannsthal
se impuso una rápida madurez capaz de detener, en un equi­
librio ordenado y con torneada armonía, aquella sensibilidad
morbosa y decadente de la que él mismo se sentía penetrado.

V oz exquisita del esteticismo y del decadentismo, es decir


de fuerzas dirigidas a corroer y negar la sociedad ochocen­
tista, Hofmannsthal consiguió convertirse también en el poeta
oficial y defensivo de su trabazón social, del Austria felix ve­
nerable y digna, gozosa y adivina del fin, amable cuna conser­
vadora de los más revolucionarios fermentos de la cultura del
futuro. Escritor nacido con vocación de ruptura y disgrega­
ción, buscó incansablemente transformar la modernidad en
tradición y volver a llevar cualquier inquietante paso en lo
desconocido hasta el surco tranquilizador de un patrimonio
familiar; defensor de la nueva literatura, se marginó volun­
tariamente del proceso de renovación radical llevado a cabo
por la lírica europea. Consciencia turbada que se autoobliga
a entrar en las filas de una noble y vulnerabilísima conserva­
ción espiritual, Hofmannsthal es también un Rimbaud que
reemprende — o continúa— la escritura, tras haber constata­
do la bancarrota de la palabra; es un poeta que, desde la pá­
gina en blanco de una crisis de la literatura, vivida y sufrida
en su propia persona, regresa, con elegancia y contención, a
la página ornada.

La Carta de Lord Chandos, que se remonta a 1902, cons­


tituye el grado cero, no ya de la escritura, sino de la poética
de Hofmannsthal; constituye un manifiesto del desfallecimien­

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to de la palabra y del naufragio del yo en el fluir convulsio­
nado e indistinto de las cosas, ya no nominables ni dominables
por el lenguaje; en tal sentido, la narración es la denuncia
genial de una ejemplar condición novecentista. El protagonista
abandona la vocación y la profesión de escritor porque nin­
guna palabra le parece expresar la realidad objetiva; el flujo
secreto de la vida lo aferra y compenetra hasta tal punto que
él se pierde por completo en los objetos, se disuelve en una
revelación del Todo que destruye la unidad de la persona en
un turbador demudar el color de las emociones y reacciones.
Con esta famosa narración, a menudo considerada ejemplo del
expresionismo más exasperado, Hofmannsthal va mucho más
allá de la temerosa atmósfera fin de siécle; com o en el Colo­
quio con el ebrio de Kafka, en el que las cosas ya no están
en su lugar y la lengua ya no las dice, también en la Carta de
Lord Chandos no se quiere tanto aludir a la inefabilidad de
la experiencia individual cuanto indicar la necesidad de una
literatura ya no limitada a la esfera de la sensibilidad subje­
tiva. Lo que trastorna al joven Lord y literato no es el silencio
de la realidad, sino la multiplicidad simultánea de sus voces,
siempre dispuestas a multiplicarse ulteriormente; la pluma del
escritor no queda detenida frente a una opaca falta de signifi­
cado sino, por el contrario, queda superada por la emergente
e ininterrumpida epifanía que lo asalta desde todas partes.
También el joven Torles de Musil advierte, en la novela ho­
mónima de 1906, la “ segunda vida de las cosas, secreta y
huidiza” , “ una vida que no se expresa con las palabras y que,
aún así, es mi vida” : los objetos tienen una existencia vuelta
de espaldas, anidada tras su fachada y bajo su superficie, y es
precisamente la intuición de esta segunda — o tercera, o cuar­
ta— realidad lo que deja fuera de juego a las posibilidades del
lenguaje. El objeto asume una dimensión mística porque cada

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uno de sus componentes (y todas las que se entrevén tras él)
queda elevado a valor absoluto: en lugar de la banalidad indi­
ferenciada, del gusto de tanta literatura de la crisis, para la
que todo sirve y no hay nada esencial, para Lord Chandos
cualquier detalle mínimo y fugitivo es esencial e insustituible;
hay una interminable acumulación de realidades absolutas que
no permite la jerarquía, la organización y la selección nece­
sarias a toda operación lingüística, expresiva o comunicativa.
El Lord se encuentra inmerso en un universo mágico y ani-
místico, donde cada objeto (y cada una de sus vibraciones) es
una presencia total, no susceptible de quedar encuadrada y
englobada en una categoría superior. Los objetos se están
quietos y, al mismo tiempo, reaccionan y se disparan; las co­
sas más concretas — como un rastrillo o una regadera— se
vuelven cauces y recipientes de una revelación tan intensa que
desbarata la razón individual y su lenguaje. A l aristocrático
Lord, nutrido de cultura humanista, el mundo no se le revela
com o un cosmos jerárquicamente ordenado, sino com o un bu­
llir de esencias incoercibles a toda sistematización, com o en
el pensamiento chamánico.

En la renuncia de Lord Chandos a la literatura se efectúa


la disolución del sujeto com o principio ordenador de la reali­
dad; y en primer lugar la crisis del sujeto poético. N o es
casual que, en esta parábola de la fragmentación de la litera­
tura moderna, el protagonista que la ejemplifica sea un noble.
A diferencia de cuanto ocurre en otras literaturas europeas, en
la austríaca el declive de los valores individuales (o la ruina
de la razón y del lenguaje tradicionales) no se identifica con
el ocaso de la civilización burguesa sino con el de la civiliza­
ción aristocrática. El retraso con el que la cultura austríaca
vive la crisis europea (afrontando el tema de la relación entre

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ethos individual y colectivo un siglo después de Goethe) se
convierte en posición de vanguardia: desde el principio, la
cultura austríaca recibe la civilización burguesa como desor­
den, anarquía, aplanamiento horizontal, ruptura de la totali­
dad orgánica, reducción. Hofmannsthal insiste en esta dimen­
sión aristocrática, en la señorial y cortés discreción de esta
despedida del escritor respecto de la palabra; análogas caden­
cias de reticencia y de oscuridad alusiva posee también la Carta
del último Contarin, otro documento de opción hofmannstha-
liana por la sombra y el silencio. También el Malte de Rilke,
ejemplo radical de la nulificación del yo biográfico y narrativo
(escindido totalmente y absorbido en las cosas innominables
e indescifrables), es simbólicamente una disgregación aristo­
crática de la realidad más brutalmente moderna, que recupera
su rigurosa objetividad exasperando hasta la autodestrucción
su propia subjetividad sensitiva. Aparato impersonal para re­
gistrar lo real, Lord Chandos está, él también, marcado por
una hipersensibilidad que le impide tomar cualquier distancia
respecto a la experiencia y cualquier superación de lo vivido:
ignorante de nexos causales y de sucesivos temporales, su
consciencia sólo vive en una extensión espacial que se dilata
incesantemente, en perfecta sincronía de sucesos, sensaciones
y pensamientos, reunidos todos hasta el eje de la simultanei­
dad; él no puede archivar ningún instante de su vida, todo
sigue viviendo en él con un conflicto punzante que amenaza
con hacer saltar las claves de su personalidad, por el exceso
de contenidos desgarradores que llegan a abarcarse. Lord
Chandos vive en su persona el hundimiento del orden, antes
aún de vivirlo en la escritura, y por eso decide desaparecer,
mimetizarse y disimularse en el silencio. En su estupendo en­
sayo Hofmannsthal y su tiempo, Hermann Broch vio en el
poeta el síntoma y, conjuntamente, la voz amargamente cons-

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cíente de una época destinada al vacío de valores y a la ficticia
cobertura estética de tal desierto, el testimonio más típico y
elevado de una cultura pendiente de ocultar sus propias esci­
siones con el enmascaramiento estetizante y ecléctico, es decir
con lo Kitsch. N o inmune, antes y después de esta narración,
de las tentaciones de la máscara, Hofmannsthal se libera pre­
cisamente en la Carta de Lord Chandas de cualquier ficción,
para denunciar la verdad de un jaque sin ilusión de revancha.

Destituido de su carga cognoscitiva, el signo lingüístico se


convierte entonces en ostentación y vanidad, en exhibición
embarazosa: se vuelve indecente, com o dice el protagonista
de una de las mejores comedias hofmannsthalianas, El difícil
(1921). Tras la Carta de Lord Chandos, la desconfianza res­
pecto al signo — o la revuelta contra él— se ha convertido
en uno de los temas recurrentes de la literatura contemporá­
nea: para Moosbrugger, en el H om bre sin cualidades, de
Musil (1930), los elásticos vendajes de los objetos crean una
retícula irreductible al discurso, expresable, al máximo, por
una palabra aislada, de confines semánticos ampliables a vo­
luntad; Clarisse, en el momento culminante de su locura,
prescribe reglas que impiden la combinación de las palabras
según las normas de la sintaxis, y traza signos absolutos que
son en realidad significantes privados de significado, puras ex­
presiones sin contenido. En el A uto de jé de Canetti (1935)
se procede más allá en este camino; el demente cuidado por
Georges Kien indica el mismo objeto con un término cada vez
distinto, para no dejarse aprisionar por el poder de la defini­
ción fija e inmutable; en la segunda postguerra, la proble­
mática del W iener Gruppe recoge con ahinco este motivo: en
Cabeza de vitus bering (1965) Konrad Bayer desmenuza la
arquitectura de la frase para desmenuzar el predominio espiri­

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tualista del sujeto sobre las cosas y, con ello, la sintaxis orga­
nizada en base a la supremacía del yo; mientras que La me­
jora de Centroeuropa de Oswald W iener (1969) se coloca
com o ataque frontal contra la mentira literaria, como furioso
esfuerzo por destruirla, para reencontrar, más allá del signo,
la inmediatez vital.

Ya en su tiempo, y todavía joven, Hofmannsthal se retrajo


de este itinerario y pareció tal vez volver atrás, al lujuriante
historicismo camaleónico de sus Pequeños dramas, cortados en
paños renacentistas o medievalizantes, abusando de su propia
versatilidad dispersiva y volviéndose hacia una ensayística afa­
blemente restauradora o hacia el mimetismo de los libretos
de ópera capaces de volver a dar voz al primitivismo arcaico,
com o en Electra (1903), pero también de crear la gracia me­
lancólica y profunda de El Caballero de la Rosa (1911). Pero,
más allá de cualquier nostalgia tradicionalista, seguía aflorando
la conciencia revolucionaria del fin y de la ausencia: sobre la
belleza compuesta de su obra se extienden sombras trágicas
de muerte y culpa, com o en el Cuento de la noche 672 o en
la Historia de cabalgadas (1904). Y en la novela inconclusa
Andreas o los reunidos, iniciada entre 1912 y 1913, vuelve a
verse la obra maestra innovadora. Fragmentaria y esotérica y,
al tiempo, tersa y transparente, Andreas es la crónica de un
viaje y de una vida; espejo donde se combinan perfectamente
realidad externa y realidad interior y donde todas las escisio­
nes de la personalidad se recomponen. Una novela que trans­
curre com o un río de perenne renovación; un escenario fabu­
loso, setecentesco y veneciano; un círculo mágico que busca
representar todas las posibilidades de lo real y todas las di­
mensiones del tiempo; un intento — altísimo y victorioso en

15
su inevitable inacabado— de agarrar la simultaneidad y la to­
talidad de la vida, aquella misma epifanía global que había
hundido y destrozado la conciencia y la pluma de Lord Chan-
dos.

C laudio M agris
CRONOLOGIA

1874

1 de febrero. Nace en Viena Hugo von Hofmannsthal. En


él se unen, com o escribió H. Broch, dos patrias: la austríaca
y la lombarda. Sus antepasados por línea paterna eran de
origen bohemio y religión hebraica; el abuelo, August H of-
mann von Hofmannsthal, se había casado con la noble mila-
nesa Patronilla Rho. De su padre recibió Hugo una educación
refinada abierta a los valores del arte, de la música, del teatro.

1890

Todavía estudiante — frecuenta el famoso Akademisches


Gymnasium de Viena— empieza a conocer a los escritores que
se reunían en el Café Griensteidl, entre quienes se contaban
H . Bahr, A . Schnitzler, R. Beer-Hofmann. De estos años son
sus primeras poesías, aparecidas con el pseudónimo Loris Me-
likow en la “ Moderne Rundschau” de Viena. Hofmannsthal
se hace famoso con sus breves dramas en verso (Ayer, 1891;
La muerte de Tiziano, 1892; El loco y la muerte, 1893), en
los que se manifiestan los temas al gusto del precoz joven:

17
arte, muerte y preexistencia, con una escritura saturada de
musicalidad y plenitud formal.

1897

Durante un viaje a Italia, Hofmannsthal escribe en un


impulso obras teatrales (El pequeño teatro del mundo, El
abanico blanco, La mujer en la ventana, Las bodas de Sobeide,
El emperador y la bruja)-, al año siguiente se representa La
mujer en la ventana en la “ Freie Bühne” de Berlín.

1899

Tras haberse dedicado en la universidad a estudios sobre


todo de filología romántica, se titula con una tesina sobre
problemas lingüísticos de los escritores de la Pléiade; muy
pronto desistirá de conseguir el doctorado, con su obra Sobre
el desarrollo del poeta V. Hugo (1901), e ingresar en el cuer­
po académico.-

1901-1902

Casado con Gertrud Schlesinger, se retira a vivir a Ro-


daun, cerca de Viena, com o simple escritor, interrumpiendo
su estancia con numerosos viajes por Italia y Francia. En
Rodaun Hofmannsthal recibe, en 1901 y 1902, a R. A. Schro-
der y R. Borchardt, con quienes entretendrá en adelante una
intensa relación epistolar.

De 1901-02 es la gran crisis de la que da pleno testimonio


la Carta de Lord Chandas.

18
1 9 0 3 -1 9 0 7

Los encuentros que Hofmannsthal tiene con Stefan George


(en Munich, en Rodaun, en Berlín) se repiten asiduamente,
hasta 1906, año en el que se produce la ruptura entre ambos,
por las profundas divergencias en la concepción del arte y del
papel del artista. A partir de sus contactos con George y su
círculo, Hofmannsthal hace publicar una selección de sus poe­
sías en las famosas ediciones de los “ Blatter für die Kunst”
(Berlín, 1903, 1904). La colaboración con el director de esce­
na M . Reinhardt lleva en 1903 a la representación en Berlín
de Electra (publicada en Berlín, en 1904), que tiene un enorme
éxito. Siguen, en 1906-07, las nuevas ediciones de los 'Peque­
ños dramas (2 vols.) y de los Escritos en prosa (2 vols., el
3.er volumen se publicó en 1918).

1911-18

Se va haciendo más intensa la colaboración con R. Strauss,


para el que Hofmannsthal escribe El caballero de la rosa
(1911, representado aquel mismo año en Dresden) y Ariadna
en Naxos (1912, en Stuttgart). De 1912 es también La vieja
leyenda de cada cual (primera representación en Berlín, aquel
mismo año).

Hasta el inicio de la guerra, Hofmannsthal alterna tempo­


radas en Rodaun con viajes a Roma (con Strauss) y a París
(donde conoce a Diaghilev, para quien escribe La leyenda de
José (primera representación en París, con música de Strauss,
en 1914). A l inicio de la guerra, Hofmannsthal comprende
inmediatamente la amenaza que pesa sobre la vieja Europa.
Tras un breve período como oficial en Istria es llamado re­
clamado a Viena por el Ministerio de la Guerra, y en aquellos

19
años se le confían misiones políticas secretas en Bélgica, Po­
lonia, Escandinavia y Suiza.

En 1918 el viaje que Hofmannsthal hace a Grecia en com- -


pañía de su amigo Harry Kessler es extremadamente impor­
tante, com o demuestra su Instantes en Grecia (publicado en
1924).

1919-1929
Calderón y el teatro español del barroco constituyen un
interés constante en los años de postguerra; sus últimos dra­
mas alegóricos, El gran teatro del mundo de Salzburgo (allí
representado en 1922 — Hofmannsthal fue el promotor de
los festivales salzburgueses) y La torre (1925-27), están car­
gados de simbología impregnada de módulos barrocos. La
torre fue representada en Munich y Hamburgo (con discreto
éxito) en 1918, y en ese mismo año se puso en escena en
Dresden, con música de Strauss, la ópera en dos actos Helena
egipcia. N o menos simbólica es La mujer sin sombra (1919),
cuento en prosa y ópera, donde se representa a la criatura
humana en busca de su propia individualidad.

La colaboración con Strauss (para la ópera Arabella) y los


contactos con el diplomático e historiador C. J. Burckhardt
duran hasta el fin de su vida. Pocos meses antes de su muerte
aún puede volver a ver a su amado paisaje italiano: Ravenna,
Florencia, el lago Trasimeno.

1929
15 de julio. Dos días después del suicidio de su hijo Franz,
y poco antes de su funeral en Rodaun, Hofmannsthal muere,
atacado por una hemorragia cerebral.

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Entre sus numerosas obras postumas debe recordarse sobre
todo la novela inacabada Andreas o los reunidos, publicada
en 1932 en Berlín, que Hofmannsthal había iniciado en 1907,
escribiendo en 1912-13 la única parte acabada, con el título
La amiga maravillosa-La dama del perrillo.

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A José Rafael Moneo,
se dedica la traducción de este texto de Hugo von
Hofmannsthal, cuyo original apareció en el periódico
berlinés Der Tag, el 18 y 19 de octubre de 1902 con
el título de “ Ein Brief” .
UNA CARTA

J ^ sta es la carta que Philipp, Lord Chandos, hijo menor


del Earl o f Bath, escribió a Francis Bacon, más tarde
Lord Verulam y Viscount of St. Alban, para disculparse ante
el amigo por su total renuncia a la actividad literaria.

Es bondad por vuestra parte, reverendo amigo, disimular


mis dos años de silencio y volverme a escribir. Es más que
bondad dar a vuestra inquietud por mí, a vuestra sorpresa
por el entumecimiento espiritual donde os parezco hundido,
aquel tono de ligereza y gracia que sólo los grandes hombres,
afectados por la peligrosidad de la vida pero no desalentados,
saben tener.

Concluís con el aforismo de Hipócrates: “ Qui gravi morbo


correpti dolores non sentiunt, iis mens aegrotat” , y consideráis
que la medicina me sea necesaria, no sólo para aplacar el mal
sino, más bien, para permitirme advertir el estado de mi es­
píritu. Desearía responderos como os debo, desearía abrirme
por completo a vos, y no sé cómo pueda conseguirlo. Apenas

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sé si sigo siendo el mismo a quien va remitida vuestra preciosa
carta; ¿soy yo, a mis veintiséis años, aquel que a los dieci­
nueve escribía un “ Nuevo París” , un “ Sueño de Daphne” ,
un “ Epitalamium” o unas pastorales mareadas por la pompa
de las palabras, que una celestial Reina y algunos demasiado
indulgentes Lords y Señores todavía recuerdan con clemencia?
¿Y soy yo, de nuevo, aquel que, a los veintiuno, encontraba
en sí mismo, bajo los pétreos pórticos de la plaza mayor de
Venecia, ese entramado de períodos latinos cuyas planta y
sección virtuales dejaron su espíritu más fascinado que los
edificios de Palladio y Sansovino surgiendo del mar? ¿Y pude
yo, si soy el mismo, dejar perder tan por completo en mi
ininteligible espíritu todas las impresiones y cicatrices producto
de mi tensa mente, tanto que en vuestra carta, que tengo
frente a mí, se me presenta extraño y frío el título de aquel
pequeño tratado, sin conseguir comprenderlo com o bien cono­
cido conjunto de palabras acordadas, sino sólo palabra a pala­
bra, com o ocurre con esas palabras latinas que llegan por
primera vez bajo nuestros ojos? Pero ese bien soy yo, y en
esas preguntas sólo hay retórica, retórica buena para las mu­
jeres o para la Casa de los Comunes, cuyos instrumentos de
poder ya pueden ser alabados en nuestros días, que no por
ello consiguen penetrar hasta el centro mismo de las cosas.
Pero debo presentaros mi interior, esa extrañeza, esa irregu­
laridad, esa enfermedad — si queréis— de mi espíritu, para
que podáis comprender que estoy separado, com o por un abis­
mo sin puentes, tanto de mis pasados trabajos literarios como
de los que me aguardan, y que dudo en llamar míos, tan
ajeno es el lenguaje en el que me hablan.

N o sé qué deba admirar más, si la insistencia de vuestra


benevolencia o la inaudita fineza de vuestra memoria, cuando

26
me devolvéis la presencia de los distintos pequeños proyectos
que yo tracé en los comunes días de más bello entusiasmo.
¡Sí, es cierto, yo quería narrar los primeros años del reinado
de nuestro difunto y glorioso monarca, Enrique el octavo!
Los apuntes dejados por mi abuelo, el duque de Exeter, acer­
ca de sus negociaciones con Francia y Portugal, me ofrecían
una a modo de base. Y , desde Salustio, fluía hacia mí, en
aquellos días dichosos y vivificados, com o a través de un con­
ducto nunca obturado, el conocimiento de la forma, de la
honda, verdadera, propia forma, que sólo puede presentirse
una vez dejada atrás la barrera de los juegos de manos re­
tóricos, y de la que nada más puede decirse sino que ordena
el material, que lo penetra, lo alza, creando a un tiempo poesía
y verdad, un juego renovado de fuerzas eternas, una cosa,
magnífica como la Música o el Álgebra. Ese fue mi proyecto
más querido.

¿Qué es el hombre que hace proyectos?

Incluso jugaba con otros proyectos. Vuestra tan buena


carta les permite, también a ellos, aflorar. Crecidos todos con
una gota de mi sangre, danzan ante mí com o tristes mosquitos
sobre un muro sombrío en el que ya nunca da el radiante sol
de los días dichosos.

Y o quería presentar las fábulas y narraciones míticas que


nos han dejado los antiguos — y en las que pintores y escul­
tores encuentran un gusto inagotable e inconsciente— como
jeroglíficos de una sabiduría secreta e inconclusa, cuyo álito,
a veces, creía yo sentir, com o tras un velo.

Recuerdo aquellos proyecto. En su base estaba no sé qué


placer sensorial y espiritual: yo anhelaba, com o un ciervo

27
acosado en el agua, introducirme en esos cuerpos desnudos y
relucientes, en esas sirenas y dríadas, en esos Narciso y Proteo,
Perseo y Acteón: quería desaparecer en ellos y desde ellos
hablar con la lengua. Quería. ¡Quería tantas otras cosas!
Pensaba hacer una colección de “ Apophthegmata” com o la que
compuso un Julio César: ya recordáis su mención en una carta
de Cicerón. Ahí pensaba juntar las más extraordinarias máxi­
mas logradas reunir en mi trato con los hombres doctos y las
mujeres ingeniosas de nuestros días, o con gente singular del
pueblo o personas cultas y eminentes, en mis viajes; a ellas
añadiría hermosas sentencias y reflexiones tomadas de los an­
tiguos y de los italianos, y todo lo que se me presentara en
libros, manuscritos o conversaciones apto com o ornato espi­
ritual; así como disposiciones especiales de bellas fiestas y ca­
balgatas, delitos extraordinarios y raptos de locura, la des­
cripción de las grandes y curiosas arquitecturas de los Países
Bajos, Francia e Italia, y muchas otras cosas. La obra com­
pleta debía llevar por título Nosce te ipsum.

Para acabar: todo lo existente se me presentaba, en aque­


llos días, com o a través de una continuada borrachera, con
una gran unidad: el mundo espiritual y el corporal parecían
formar un cuadro sin oposiciones, igual que el ser cortesano
y el ser animal, o el arte y lo prosaico, la soledad y la socie­
dad; en todo sentía yo la Naturaleza, en las aberraciones de
la locura tanto com o en el extremado refinamiento de un
ceremonial español; en la rusticidad de un joven campesino
no menos que en la más exquisita alegoría; y en toda la
Naturaleza me sentía a mí mismo. Cuando, en mi cabaña de
caza, bebía espumosa y tibia leche, ordeñada por un granjero
hirsuto a una hermosa vaca de ojos dulces, recién caída desde
las ubres a un cubo de madera, para mí eso no era distinto a

28
cuando, sentado en el banco de obra junto a la ventana de
mi estudio, sorbía el dulce y espumoso alimento espiritual que
me ofrecía un texto. Lo uno era com o lo otro; nada valía
más que nada, ni en su naturalea soñada y sobrenatural, ni
en su fuerza vital, y así era siempre, a todo lo ancho de la
vida, a derecha e izquierda; yo estaba en el propio interior de
las cosas, nunca tuve que advertir una apariencia fugaz. O , a
veces, presentía que todo era alegoría y que cada criatura era
la llave de otra, y yo me sentía capaz de tomarlas una tras
otra, abriéndolas a todas por completo. Eso explica el título
que pensaba dar a ese libro enciclopédico.

Alguien puede atribuir a bien trazado plan de alguna di­


vina providencia que mi espíritu fuera a hundirse, desde tan
henchida arrogancia, hasta esos extremos de debilidad y pusi-
lanimería que son ahora el estado permanente de mi interior.
Pero tales conceptos religiosos no tiene presa alguna en mí;
forman parte de la tela de araña que mis pensamientos atra­
viesan, abriendo paso hacia el vacío, mientras tantos de sus
compañeros quedan ahí presos, hasta la quietud. Una sublime
alegoría resume, para mí, los secretos de la fe: es com o un
brillante arco iris que está sobre el campo de mi vida, cons­
tantemente lejos, siempre dispuesto a retroceder si yo quisiera
acercarme hacia él para protegerme con el borde de su manto.

Pero de igual m odo, respetado amigo, me escapan las ideas


terrenas. ¿Cóm o puedo representaros esos extraños tormentos
espirituales, ese alzarse los ramos de fruta arriba de mis manos
tendidas, ese retroceder el agua rumorosa lejos de mis labios
sedientos?

29
acosado en el agua, introducirme en esos cuerpos desnudos y
relucientes, en esas sirenas y dríadas, en esos Narciso y Proteo,
Perseo y Acteón: quería desaparecer en ellos y desde ellos
hablar con la lengua. Quería. ¡Quería tantas otras cosas!
Pensaba hacer una colección de “ Apophthegmata” com o la que
compuso un Julio César: ya recordáis su mención en una carta
de Cicerón. Ahí pensaba juntar las más extraordinarias máxi­
mas logradas reunir en mi trato con los hombres doctos y las
mujeres ingeniosas de nuestros días, o con gente singular del
pueblo o personas cultas y eminentes, en mis viajes; a ellas
añadiría hermosas sentencias y reflexiones tomadas de los an­
tiguos y de los italianos, y todo lo que se me presentara en
libros, manuscritos o conversaciones apto com o ornato espi­
ritual; así como disposiciones especiales de bellas fiestas y ca­
balgatas, delitos extraordinarios y raptos de locura, la des­
cripción de las grandes y curiosas arquitecturas de los Países
Bajos, Francia e Italia, y muchas otras cosas. La obra com­
pleta debía llevar por título Nosce te ipsum.

Para acabar: todo lo existente se me presentaba, en aque­


llos días, com o a través de una continuada borrachera, con
una gran unidad: el mundo espiritual y el corporal parecían
formar un cuadro sin oposiciones, igual que el ser cortesano
y el ser animal, o el arte y lo prosaico, la soledad y la socie­
dad; en todo sentía yo la Naturaleza, en las aberraciones de
la locura tanto com o en el extremado refinamiento de un
ceremonial español; en la rusticidad de un joven campesino
no menos que en la más exquisita alegoría; y en toda la
Naturaleza me sentía a mí mismo. Cuando, en mi cabaña de
caza, bebía espumosa y tibia leche, ordeñada por un granjero
hirsuto a una hermosa vaca de ojos dulces, recién caída desde
las ubres a un cubo de madera, para mí eso no era distinto a
cuando, sentado en el banco de obra junto a la ventana de
mi estudio, sorbía el dulce y espumoso alimento espiritual que
me ofrecía un texto. Lo uno era com o lo otro; nada valía
más que nada, ni en su naturalea soñada y sobrenatural, ni
en su fuerza vital, y así era siempre, a todo lo ancho de la
vida, a derecha e izquierda; yo estaba en el propio interior de
las cosas, nunca tuve que advertir una apariencia fugaz. O , a
veces, presentía que todo era alegoría y que cada criatura era
la llave de otra, y yo me sentía capaz de tomarlas una tras
otra, abriéndolas a todas por completo. Eso explica el título
que pensaba dar a ese libro enciclopédico.

Alguien puede atribuir a bien trazado plan de alguna di­


vina providencia que mi espíritu fuera a hundirse, desde tan
henchida arrogancia, hasta esos extremos de debilidad y pusi-
lanimería que son ahora el estado permanente de mi interior.
Pero tales conceptos religiosos no tiene presa alguna en mí;
forman parte de la tela de araña que mis pensamientos atra­
viesan, abriendo paso hacia el vacío, mientras tantos de sus
compañeros quedan ahí presos, hasta la quietud. Una sublime
alegoría resume, para mí, los secretos de la fe: es com o un
brillante arco iris que está sobre el campo de mi vida, cons­
tantemente lejos, siempre dispuesto a retroceder si yo quisiera
acercarme hacia él para protegerme con el borde de su manto.

Pero de igual modo, respetado amigo, me escapan las ideas


terrenas. ¿Cóm o puedo representaros esos extraños tormentos
espirituales, ese alzarse los ramos de fruta arriba de mis manos
tendidas, ese retroceder el agua rumorosa lejos de mis labios
sedientos?
Mi caso es, en breve, este: he perdido por completo la
capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier
cosa.

Primero se me fue volviendo imposible hablar sobre un


tema elevado o general y pronunciar aquellas palabras, tan
fáciles de usar, que salen sin esfuerzo de la boca de cualquier
hombre. Sentía un inexplicable malestar con sólo pronunciar
“ espíritu” , “ alma” o “ cuerpo” . Encontraba íntimamente im­
posible dar un juicio sobre los asuntos de la corte, los sucesos
del parlamento o lo que gustéis. Y no por reservas de ningún
tipo, pues ya conocéis mi franqueza, que llega casi hasta la
despreocupación, sino porque las palabras abstractas que usa
la lengua para dar a luz, conforme a la naturaleza, cualquier
juicio, se me descomponían en la boca com o hongos podridos.
Ocurrió que, estando reprendiendo una mentira infantil de la
que se había hecho culpable mi hija Catherina Pompilia, de
cuatro años, para convencerla de la necesidad de ser siempre
veraz, las ideas iban fluyendo a mí cuando, súbitamente, em­
pezaron a tomar coloraciones irisadas, transvasándose unas en
otras; yo dejé la frase sin desplegar hasta su final y, como
si estuviera indispuesto, con el rostro pálido y una aguda
presión sobre la frente, dejé sola a la niña, cerré la puerta
tras de mí y monté a caballo; con un buen galope por la
dehesa solitaria me recuperé.

Pero esa infección progresaba paulatinamente, com o un


mordiente orín. Incluso los juicios en conversaciones familia­
res y domésticas, que suelen darse superficialmente y con se­
guridad de sonámbulo, se volvían para mí tan problemáticos
que debía evitar tomar parte en la conversación. Sólo con
esfuerzo ingente escondía la inexplicable cólera con la que oía
cosas com o: el sheriff N es un malvado, el predicador T es
un mal hombre, hay que compadecer al aparcero M , sus hijos
son unos derrochadores, hay que envidiar a tal otro, sus hijas
serán buenas amas de casa, una familia sube, otra está deca­
yendo. T odo eso me parecía tan indemostrable, tan falso, tan
vacuo como se quiera. Mi espíritu me obligaba a ver con si­
niestra cercanía cualquier cosa que surgiese en una conversa­
ción; com o una vez, que había visto a través de una lente de
aumento un trozo de piel de mi dedo meñique, que parecía
una llanura llena de surcos y hoyos: iguales eran para mí los
hombres y sus acciones. Ya no lograba captarlos con la imagen
simplificadora de la costumbre. T odo se descomponía en partes,
y cada parte en otras partes, y nada se dejaba ya abarcar con
un concepto. Las palabras, una a una, flotaban hacia mí;
corrían com o ojos, fijos en mí, que yo, a mi vez, debía mirar
con atención: eran remolinos, que dan vértigo al mirar, giran
irresistiblemente, van a parar al vacío.

Hice un intento por ponerme a salvo de ese estado en el


mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón, que me es­
tremecía con el riesgo de su vuelo figurado. A menudo pensaba
apoyarme en Séneca y Cicerón. Esperaba restablecerme junto
a esa armonía de nociones definidas y ordenadas. Pero no pude
alcanzarlas. A esas nociones las comprendía bien: veía ascender
por mí su maravilloso juego de relaciones, com o elegantes sur­
tidores jugando con globos dorados. Podría darles la vuelta
y ver cómo jugaban frente a frente; pero sólo lo hacían entre
sí, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba
excluido de su corro. Por ellas conocí la sensación de una es­
pantosa soledad: yo estaba como encerrado en un jardín po­
blado de estatuas sin ojos; de nuevo traté de refugiarme en
lo abierto.

31
Desde aquel tiempo llevo una existencia que temo difícil
lleguéis a comprender, tan sin espíritu, tan sin pensamiento
se va sucediendo; una existencia apenas distinta, por cierto,
de la de mis vecinos, mis parientes y la mayor parte de los
nobles propietarios de tierras de este reino, y que no está
desprovista por completo de instantes gozosos y vivificantes.
N o me es fácil explicaros en qué consisten esos buenos ins­
tantes; las palabras me abandonan nuevamente. Porque es algo
completamente indefinido e incluso indecible lo que se me
declara en tales momentos, colmando cualquier suceso de mi
círculo cotidiano con un desbordante raudal de vida superior,
com o una copa. N o puedo esperar que me entendáis sin ejem­
plos, y debo pediros indulgencia por su banalidad. Una rega­
dera, un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un
pobre cementerio, un lisiado, una pequeña casa de campesinos,
todos ellos pueden convertirse en cuenco de revelación.

Cada una de esas cosas, y las mil otras semejantes, sobre


las que la vista, en otro tiempo, pasaba ligera con confiada
indiferencia, puede adquirir, en cualquier momento que escapa
a mi poder, tal tono sublime y patético que empobrece dema­
siado cualquier palabra que quiera expresarla. Sí, incluso la
descripción concreta de cosas ausentes puede recibir en suerte
el inesperado designio: ser colmada hasta el borde por ese
flujo delicado y súbitamente creciente de sentimiento divino.
Así, no hace mucho, había yo ordenado esparcir abundante ve­
neno para las ratas, en la bodega del queso de algunas de mis
granjas. A l atardecer salí a caballo y, como podéis suponer, ya
no pensaba más en ello. Estaba, pues, cabalgando al paso por
las tierras de labor, altas y espesas, sin nada siniestro cerca mío
más que una espantada bandada de codornices y el sol ponien­
te, grande, a lo lejos, cuando de pronto, penetró en mi espí­

32
ritu aquella bodega llena de la lucha mortal de aquel pueblo
de ratas. Todo estaba en mí: el frescor enrarecido del aire de
la bodega con el dulzor acre del olor del veneno y el chirriar
de los chillidos de muerte rompiéndose contra las podridas
paredes; esos arracimados espasmos de impotencia, esas re­
vueltas sacudidas de desesperación; la búsqueda enloquecida
de una salida; la impasible mirada de rabia de dos que se
encuentran junto a una grieta taponada. Pero, ¡a qué buscar
otra vez palabras, de las que he abjurado! ¿Recordáis, amigo
mío, la maravillosa descripción, en Livio, de las horas que
precedieron la destrucción de Alba Longa? Cómo vagan por
las calles, que no podrán volver a ver... cóm o se despiden de
las piedras del suelo. Os digo, amigo mío, que yo llevaba todo
eso en mí, y de añadido la incendiada Cartago; pero era más,
era más divino, era más bestial; y era presente, el más pleno
y elevado presente. Ahí estaba una madre, apretando hacia sí
a sus pequeños reventados, pero no enviaba su mirada a los
moribundos, ni a los impasibles muros de piedra, sino al aire
vacío o, a través de ese aire, al infinito, y acompañaba esa
mirada con un rechinar de dientes. — Un servicial esclavo que,
lleno de impotente horror, estuviera junto a la petrificada
Niobe, debe haber soportado lo que yo soporté cuando, en
mi interior, el alma de esos animales enseñaba los dientes al
atroz destino.

Perdonadme esta descripción, pero no vayáis a creer que


fuera compasión lo que sintiera. Eso no debéis ni pensarlo,
sino más bien que he tomado mi ejemplo muy torpemente.
Era mucho más y mucho menos que compasión: una inmensa
participación, una penetración en cada criatura o un senti­
miento de que un fluido de vida y muerte, de ensueño y vigilia
se había embebido, por un momento, en ellas — ¿desde dón­

33
de?— Pues, ¿qué tiene que ver con la compasión, qué con la
humana e inteligible concatenación de ideas que yo, la otra
tarde, encontrase bajo un nogal una regadera, con el agua
dentro, oscura por la sombra del árbol, y un escarabajo que
pateaba sobre el espejo del agua, desde un sombrío borde
hasta el otro, y que a mí ese conjunto de insignificancias me
estremeciera com o la presencia misma de lo infinito, me estre­
meciera desde la raíz de los cabellos hasta la médula de los
talones, que yo debiera prorrumpir en palabras de las que sé
que, si las encontrase, harían descender a los querubines — en
los que no creo— , y que yo, luego, apartara la vista de ese
lugar, en silencio, y que, tras semanas, cuando diviso ese
nogal, pase de largo con mirada medrosa, porque no quiero
disipar el sentimiento de lo maravilloso que flota ahí junto al
tronco, porque no quiero desterrar las apariencias sobrenatu­
rales que todavía pesan en los alrededores, entre la maleza?
Cualquier criatura, en esos instantes, un perro, una rata, un
escarabajo, un manzano seco, un camino de carro serpentean­
do sobre la colina, una piedra recubierta de musgo, es para
mí más que la más bella y apasionada amante en la más feliz
de las noches. Esas criaturas mudas y a veces inanimadas saltan
a mi encuentro con una tal plenitud, con una tal presencia
de amor que mis ojos dichosos no pueden encontrar, a todo
su alrededor, nada que esté muerto. T odo, todo lo que hay,
todo lo que recuerdo, todo lo que mi confuso pensamiento
roza, me parece ser algo. Incluso la misma pesadez, la extraña
obtusidad de mi cerebro me parece ser algo; siento en mí y
en torno a mí una arrobadora, una simple e infinita correspon­
dencia, y no hay ni una sola entre las materias contrapuestas
en la que yo no sea capaz de trasvasarme. Para mí, es como
si mi cuerpo estuviera formado por puras cifras que me lo
revelasen todo. O com o si pudiéramos entrar en una nueva

34
relación, llena de presentimientos, con todos los seres, como
si empezáramos a pensar con el corazón. Pero, una vez des­
prendido de mí ese extraordinario encantamiento, ya no sé
decir nada de ello; soy entonces tan incapaz de mostrar con
palabras sensatas dónde esté esa armonía entretejida en mí y
en todo el mundo y cóm o me haya hecho sentirla, com o de
exponer un informe sobre la circulación interior de mis vis­
ceras o los borbotones de mi sangre.

Aparte de estos acontecimientos extraordinarios que, por


otra parte, casi no sé si atribuir a lo corporal o a lo espiritual,
llevo una vida de casi increíble vacuidad, y me cuesta disimu­
lar a mi esposa el envaramiento de mi espíritu y a mis gentes
la indiferencia por administrar los negocios de mis posesiones.
Sólo la buena y rigurosa educación que debo agradecer a mi
difunto padre y el temprano hábito de no dejar sin ocupar
ninguna hora del día han dado, creo, la suficiente contención
a mi vida y guardado la apariencia debida a mi posición y
persona.

Estoy reconstruyendo un ala de mi casa y eso me permite


entretenerme con el arquitecto, conversando aquí y allá sobre
los progresos de su obra, y mis aparceros y empleados me
encontrarán quizás algo más lacónico pero no menos afable
que antes; ninguno de ellos, quietos en el quicio de sus casas,
con la gorra en la mano, cuando paso de regreso a casa por
la tarde, a caballo, llegará a presentir que mi mirada, que
acostumbran recoger con respeto, se tiende con más calmado
deseo sobre el frágil tablado de madera bajo el que suelen
buscar lombrices de tierra para la pesca, y se sumerge, a través
de la estrecha ventana enrejada, en la ahogada habitación don­
de, en el rincón, el bajo camastro de sábanas abigarradas pa­

35
f

rece estar siempre esperando a alguien que quiera morir o a


alguien que deba ser dado al mundo; cuando mis ojos quedan
largo rato pendientes del deforme perro cachorro o del gato
que, arrastrándose elásticamente, pasa entre las macetas de
flores, están buscando, de entre todos los mezquinos y torpes
objetos de la vida campesina, sólo a uno, cuya forma sin
apariencia, cuyo modo, inadvertido para todos, de estar echado
o apoyado, cuya muda entidad pueda convertirse en el manan­
tial de aquel encanto enigmático, libre de palabras, ilimitado.
Pues mi inefable, gozoso sentimiento podría prorrumpir antes
por un lejano, solitario fuego de pastores, que por la vista
del cielo estrellado; antes por el chirriar de un último grillo,
cercano a la muerte, cuando ya el viento de otoño arrastra
nubes invernales sobre los campos desiertos, que por la ma-
yestática resonancia del órgano. Y , a veces, me comparo en
el pensamiento con aquel Craso, el orador, de quien cuentan
que tomó cariño desmedido a una murena domesticada, a un
pez sordo, cegato, mudo, de su estanque de jardín, convirtién­
dose así en la habladuría de la ciudad; y cuando, una vez, en
el Senado, Domicio le reprochara haber derramado lágrimas
por la muerte de aquel pez, queriendo señalar con ello que
estaba medio loco, Craso le dio como respuesta: “ Así, yo
habré hecho por la muerte de mi pez lo que tú no hicieras ni
por tu primera ni por tu segunda esposa.”

N o sé cuántas veces me viene a la cabeza, com o una ima­


gen reflejada de mí mismo, saltando sobre el abismo de los
siglos, ese Craso con su murena. Pero no por la respuesta que
diera a Domicio. La respuesta puso de su parte a la mayoría,
riendo, así que la cosa se redujo a una agudeza. Lo que me
afecta es la cosa sola, la cosa que sería igual aunque Domicio
hubiera llorado por sus esposas lágrimas de sangre de sincero

36

V
dolor. Frente a él siempre se alzaría Craso, con sus lágrimas
y su murena. Y sobre esa figura, de la que saltan tan a la
vista, en medio de las cosas elevadas de un todopoderoso Se­
nado deliberante, lo ridículo y mediocre, sobre esa figura algo
indecible me obliga a pensar, de un modo tal que me parece
completamente insensato en el mismo instante en que intento
expresarlo con palabras.

A veces, de noche, la imagen de Craso está en mi cerebro,


com o una espina a cuyo alrededor todo supura, palpita y bulle.
Es com o si yo mismo estuviera en fermentación, echando bur­
bujas, borboteantes y brillantes. Y todo esto en una especie
de pensamiento febril, pero pensamiento con un material más
inmediato, más fluido, más ardiente que las palabras. También
son remolinos, pero no semejantes a los remolinos del len­
guaje, que parecen conducir a perder pie, sino, de algún modo,
hasta mí mismo, hasta el más profundo regazo de la paz.

Respetado amigo, os he importunado más de lo debido


con esa extensa descripción de un inexplicable estado, habi­
tualmente callado en mí.

Habéis sido tan bondadoso com o para expresar vuestra im­


paciencia por no haber recibido libros escritos míos “ para com­
pensar la carencia de mi trato” . En ese instante yo he sentido,
con una certeza no exenta de una impresión dolorosa, que
tampoco en los próximos años, ni en los siguientes, ni en
todos los años de mi vida escribiré libro alguno, ni inglés ni
latino: y eso por una causa cuya penosa singularidad dejo que
vuestra infinita superioridad espiritual, con su mirada por en­
cima de engaños, coloque en su justo lugar, en el armonioso
reino de las apariencias espirituales y corporales: esto es, que

37
el lenguaje en el que quizás me fuera dado, no sólo escribir,
sino incluso pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano
o español, sino un lenguaje del que no conozco una sola pala­
bra, un lenguaje en el que me hablan las cosas mudas y en el
que, quizás, una vez en la tumba me justificaré ante un juez
desconocido.

Quisiera que, en estas últimas palabras de esta previsible­


mente última carta que yo a Francis Bacon escribo, me fuera
dado condensar todo el amor y reconocimiento, toda la in-
conmesurable admiración que, para el mayor benefactor de mi
espíritu, para el primer inglés de mi tiempo, conservo y con­
servaré, en adelante, en mi corazón, hasta que la muerte lo
haga reventar.

P h i . C handos

A.D. 1603, en este 22 de agosto

38
ILUSTRACIONES

Pág.

Dibujo de Alfred Kubin, en su novela Die andere


Seite. Ein phantastyscher Román (1908) .......... Portada
Hugo von Hofmannsthal, fotografía tomada en abril
de 1 9 0 1 ........................................................................ 4
Frontispicio de la primera edición en libro de “ Ein
Brief” , en Das Marchen der 672. Nacht und an­
dere Erzahlungen, 1905 .......................................... 23

39
COLECCIÓN DE ARQU ILECTU RA

Títulos publicados

1. L. Mies van der Rohe. Escritos, diálogos y dis­


cursos.
2. H . von Hofmannsthal. Carta de Lord Chandos.
3. G . Terragni. Manifiestos, memorias, borradores y
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P. Valéry. Eupalinos o el arquitecto.

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C. Ginsburg. “ Spie” . Elementos para un paradigma
indicativo.

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