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¡El oficio!

Pero más que oficio, oficinismo, es lo que hace del arte


y la filosofía, actividades que por su naturaleza exigen nacer del
ocio y del jolgorio, el negocio de la universidad. ¡No se engañen,
asiduos amantes del trabajo y la esclavitud, negociantes, cicateros
de centavos! Con prisa y ajetreo obrero no surgen las grandes
ideas, sino que brotan de la lentitud, de asideros más anchos y
profundos, del reposo continuo de la mente. La mente serena ve,
como ve el ojo el Sol, abiertamente; la mente serena fulmina con
su visión, penetra el objeto, se abre hacia la inmensidad; la mente
serena captura la esencia en un solo golpe, se adentra en sus
raíces. Las ideas de valor no se premeditan, surgen solas, por sí
mismas, brotan por su propia fuerza sobre la tierra fértil de la
pereza. ¡Pero no! Nadie quiere ya poetas ni filósofos, ni seres
gozosos arrastrados por la plenitud sin objeto; prefieren
profesores de pupitre, críticos de ojos agrios, escritores de
periódico, fabricantes, traficantes de ideas. ¡Los filósofos se han
vuelto oficinistas! ¿En qué momento filosofan? Sólo citan a otros
autores. ¡Su oficio es el de intérpretes! No dan crédito a sus
propias ideas, a su propia inteligencia, y esto por sabiduría –una
sabiduría que yo no tengo–: saben que carecen de ideas, que
carecen de inteligencia.

Mi escrito no es un atentado contra la técnica, ni contra la


educación, sino contra el sistema educativo contemporáneo, que
ha hecho de las nobles artes liberales un mercado, una industria,
una fábrica, menguando la calidad en pos de la cantidad, la
profundidad en pos de la velocidad, y vulgarizando, así, el
pensamiento. En este marco generalizado de mediocridad se da
actualmente la decadencia de diversas ramas de las humanidades,
como la filosofía y la literatura, cuyos mayores exponentes no
tienen el alcance de los genios del pasado. Comparar, por
ejemplo, a un filósofo reciente como Gianni Vattimo, Lyotard o
Camille Paglia con un Aristóteles, con un Plotino, con una
Margarita Porete o con un Nietzsche, es penosísimo, porque
mientras un pensamiento es superfluo, pese a su aparatosidad, el
otro es profundo, aunque pueda presentarse en ocasiones en un
formato sencillo. Y comparar a un García Márquez, a un
Bukowski o a un Camus, en literatura, con un Víctor Hugo, con
una Cristina de Pizan o con un Homero, es una irreverencia. La
calidad de estas disciplinas ha ido menguando progresivamente a
medida que cobraba auge un estilo de vida acelerado, opuesto al
ocio, abocado al mercado y al neg-ocio, a la producción masiva.
Lo que antes era gourmet en el campo del pensamiento, hoy es
comida rápida y chatarra.

La educación clásica es disímil respecto de la actual, siendo sus


métodos divergentes y hasta opuestos. La filosofía, entonces, no
era sólo teórica, no era exclusivamente especulativa como ahora,
sino también práctica, implicando, además de una cosmovisión,
un estilo de vida, una ascesis. Así, los pitagóricos se abstenían de
comer carne y llevaban a cabo una vida frugal; los platónicos
practicaban el método dialéctico y la contemplación con vistas a
la obtención de lo divino; los estoicos ejercitaban la temperancia,
la paciencia, el autocontrol; los cínicos vivían prácticamente a la
intemperie, de forma desarraigada y salvaje como los animales.
Estas filosofías no abarcaban tanto, no consistían en paporretear
millares de libros, pero concentraban más, se dirigían a lo esencial
antes que a lo accesorio. Es sabido, por lo demás, que la filosofía
nació, precisamente, del ocio, entre una élite que podía darse el
lujo de incurrir en el placer del no-hacer creativo, de las labores
intelectuales en un espacio de tiempo lento y pausado, gracias al
trabajo realizado por los esclavos en los otros rubros. La filosofía
era un pasatiempo, una disciplina libre que debía tomarse con
madurez y calma, no un trabajo, dado que el trabajo era
considerado indigno de hombres libres, sólo propio de esclavos,
lo que sostuvieron, entre otros, Platón y Aristóteles. Hoy, la
filosofía es algo completamente diferente: ¿acaso un penoso
trabajo remunerado inserto mal y a duras penas en los engranajes
de productividad del sistema, una forma más para ganarse el pan
de cada día con el sudor de la frente?

En cuanto a la poesía: o se nace con el don que obsequian las


Musas o se nace sin él; y en caso de nacer con él, es menester
cultivarlo, aportarle la técnica. El poeta es un poseso, un delirante,
un arrebatado. Para los griegos, los poetas eran poseídos
por daimones, no se forjaban solos a sí mismos por medio del
trabajo, no eran obreros esforzados, como se estima que lo son
hoy. Así, Platón, por ejemplo, en el Fedón, dice:

El tercer grado de locura y de posesión viene de las Musas,


cuando se hacen con un alma tierna e impecable,
despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de
poesía, que al ensalzar mil hechos de los antiguos, educa a
los que han de venir. Aquel, pues, que sin la locura de las
Musas acude a las puertas de la poesía, persuadido de que,
como por arte, va a hacerse un verdadero poeta, lo será
imperfecto, y la obra que sea capaz de crear, estando en su
sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y
posesos. Todas estas cosas y muchas más te puedo contar
sobre las bellas obras de los que se han hecho “maniáticos”
en manos de los dioses.

Seguro por eso la poesía de entonces era mejor que la de ahora:


¿cómo comparar al que es arrebatado al 90% por la inspiración y
pule el 10% con la técnica, con el que trabaja el 99% y tan sólo
abriga un 1% de inspiración?
Platón y Aristóteles eran teóricos en cierta medida, pero de
ninguna forma su enseñanza era exclusivamente teórica como en
la actualidad. La instrucción platónica, por ejemplo, implicaba un
estilo de vida, una ascesis, técnicas específicas para alcanzar la
contemplación del Bien Sumo. Así, en el Banquete Platón
expone un método contemplativo en escalas o gradaciones, que
va desde lo más terrestre hacia lo más celeste y desemboca en la
visión de la Belleza en sí misma. Esta praxis es explicada también
en las Enéadas por el neoplatónico Plotino. Asimismo, en
el Fedro, como también en el mismo Banquete, Platón expone
un arte amatorio que es práctico, una forma concreta de amar y
llevar a cabo el amor, arte que según el filósofo conduce a lo
divino y que luego Máximo de Tiro expone en
sus Disertaciones. En el Fedón, a su vez, Platón explica un
procedimiento de ascesis para desprenderse del cuerpo y acceder,
ya en vida, a la muerte, todo lo cual nos recuerda a diversas
prácticas del Oriente. En su Academia, Platón sugería a sus
alumnos contemplarse en espejos, observar sus ojos, con el objeto
que profundizar en la mirada que retenía al alma, ciñéndose a las
palabras del Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. El
platonismo no es menos práctico que el budismo, por ejemplo. Lo
mismo cabe decir de la filosofía peripatética y de Aristóteles en
particular. En su Ética a Nicómaco expone un estilo de vida,
basado en el equilibro que se da entre el exceso de un elemento y
su defecto o ausencia, en lo que denomina “el justo medio”. Y,
lejos de permanecer en la pura especulación ética, dedica su libro
a su hijo, Nicómaco. Él mismo hace uso de su enseñanza cuando
deja entrever en esa obra y sobre todo cuando señala ya
explícitamente en De Anima que el ejercicio de la región
superior de la inteligencia, de la esfera de la inteligencia que es
inmóvil y eterna, la que Platón designa “nous”, y que es
propiamente divina, nos conduce al reino de los inmortales. El
ejercicio de esta inteligencia, pues, no es el del discurso, el
puramente racional y contingente, el de la inteligencia discursiva,
que Platón denomina diánoia, y que es el único presente en la
enseñanza universitaria contemporánea, sino el de lo que atañe
más propiamente a lo espiritual. La universidad, en filosofía, no
enseña actualmente filosofía, porque no nutre a lo más noble del
alma, a la región superior de la inteligencia, y no implica una
praxis global, sino que se ciñe únicamente a una erudición
mundana racional discursiva, que nada tiene ya que ver con el
sentido espiritual de amor a la sabiduría que la caracterizaba en
su origen.

¿En qué sentido podemos decir que se nace filósofo? En el mismo


en el que se nace poeta, o guerrero, o artesano, o labrador. Cada
persona nace con una disposición innata, con una tendencia, con
una vocación natural, y la tarea de la educación es reconocerla y
despertarla. Aristóteles diría que se nace filósofo en potencia y
que la educación actualiza aquella potencia, es decir, la activa, de
modo tal que aquel que nace filosofo en potencia pasa a ser
filósofo en acto. Platón, en su República, asimismo, concibe
diversas vocaciones, y estructura su Estado de modo corporativo,
siendo cada grupo de personas aptas para una labor específica,
porque por naturaleza nacen para desempeñarse en ese rubro. Los
escolásticos continúan con esta visión de la vocación. No es
necesario recordar, pero lo recuerdo, que ya los antiguos
señalaban que la filosofía estaba destinada a unos pocos, ya que,
por nacimiento, por una cuestión selectiva y elitista de la
naturaleza, sólo una minoría contaba con la capacidad de, a través
de la instrucción adecuada, desarrollar su ser latente, su ser
filosófico.

Algunos, para demostrar que la actualidad ha producido grandes


intelectuales, citan a diversos filósofos reconocidos y aclamados
por el sistema universitario actual. Parten, pues, de la enseñanza
contemporánea para justificar a la misma. Sexto Empírico
replicaría que no es factible partir de lo mismo que se pretende
justificar, so pena de incurrir en una petición de principio.
Aquellos tan mentados de los siglos XX-XXI, salvando algunas
excepciones, a mi entender, no son filósofos, sino eruditos o tal
vez sofistas: juegan con el discurso, se complacen en la frivolidad
de las ideas, en la vanidad de los conceptos, que nada tiene que
ver con el sentido original de la filosofía, que es más parecido a
la visión metafísica que el Oriente tiene sobre el conocimiento.
Con Lao-Tse sostengo, citando al Tao Te King: “El sabio no es
erudito y el erudito no es sabio”.

Por último y retornando uno de los puntos iniciales, recuerdo que


Emerson afirma que las grandes ideas nacen del ocio y la lentitud,
cuando, despreocupados, nos olvidamos de nosotros mismos y
fluimos libremente.

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