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Este artículo analiza la política salarial del gobierno del Uruguay a partir de la acción de los
trabajadores. Siguiendo ese hilo se pondrán de manifiesto las tensiones que encierra y
también el movimiento que las supera y lleva más allá del actual estado de cosas.
En Uruguay, el Poder Ejecutivo establece tanto el monto de los ajustes salariales como la
duración de los convenios colectivos. Estos lineamientos generales no son objeto de
concertación social; son definidos exclusivamente por el Ministerio de Economía y anunciados
a las organizaciones empresariales y sindicales como el marco de la negociación colectiva.
Una negociación colectiva ampliamente distribuida por ramas y grupos de actividad, queda así
organizada dentro de pautas salariales centralizadas. Por medio de los Consejos de Salarios, el
gobierno procura encerrar el conflicto de clases y asociar a los sindicatos, en un papel
subalterno, a la aplicación de la política económica.
El ciclo progresista
Entre los años 2005 y 2014, cuando la economía crecía aceleradamente por la inversión de
capital extranjero, la mediación política trató de mantener el aumento de los salarios por
debajo del incremento de la producción.
El Poder Ejecutivo extendió los convenios colectivos hasta dos y tres años de duración, con
ajustes salariales de acuerdo a la fórmula clásica: una actualización por el índice de precios,
que conserva el poder de compra, y un aumento real, definido dentro de estrechos márgenes.
Así, por ejemplo, indicó aumentos de salarios entre un mínimo de 2 y un máximo de 4%, para
el año 2005, mientras que el producto interno bruto crecía a una tasa de 6,6% anual.
El gobierno progresista esperaba lograr de ese modo un crecimiento “con equidad”. Salarios
que aumentan menos que el producto disminuyen los costos laborales unitarios y elevan la
ganancia de las empresas sin subas de precios. Todo consistía en mantener subordinados los
salarios a la ganancia y confiar en un crecimiento continuo de la economía.
Al comienzo, la economía crecía aceleradamente, los salarios eran muy bajos, a consecuencia
de la crisis de principios de siglo, y los aumentos fáciles de asimilar para las empresas. Sin
embargo, la administración de los salarios por el gobierno se encontró con deseos y
necesidades de los trabajadores que escapan a las mediaciones institucionales.
La conflictividad en los gobiernos progresistas alcanzó dimensiones similares a las que tenía
bajo los gobiernos anteriores, a pesar de la introducción de instituciones mediadoras, aunque
con un contenido completamente diferente. Ya no son luchas defensivas por conservar el
empleo o reclamar el pago de salarios adeudados; los trabajadores aprovecharon las
circunstancias económicas y políticas para pasar a la ofensiva por mayores salarios y mejores
condiciones de trabajo.
La modificación de las relaciones de fuerza invirtió la relación entre las variables y puso a los
salarios por delante, convertidos en el factor que impulsa al crecimiento de la productividad.
Los trabajadores convirtieron al salario en “un componente exógeno”, afirma el Banco Central,
o sea, en una variable independiente que condiciona a la política económica del gobierno, en
lugar de ser determinado por ella.
La nueva política salarial, igual que la anterior, sólo puede llevarse a cabo con la colaboración o
con la represión de los sindicatos, o, al menos, con alguna combinación de ambas que asegure
la colaboración de algunos y la represión de los que no colaboran. El fin del “pacto social
implícito” no fue indoloro. Por un lado, trajo un deslizamiento del gobierno desde la
negociación hacia la imposición, las pautas del Poder Ejecutivo se volvieron más inflexibles y la
represión de los conflictos, un recurso más frecuente. Por otro lado, llevó los conflictos
laborales al mayor nivel de los últimos veinte años en el 2015, superando largamente el millón
y medio de jornadas de trabajo perdidas, 1.663.915, exactamente, según el Instituto de
Relaciones Laborales.
Si las circunstancias económicas y políticas habían cambiado, tampoco los trabajadores eran
los mismos de antes. Ya no son las personas desesperadas por la pobreza y dispersas por el
desempleo, que había producido la crisis de principios de siglo, sino los protagonistas de los
ciclos de luchas y organización que desbordaron la política económica de los gobiernos
progresistas. Más allá de sus resultados inmediatos, las luchas del año 2015 señalaron el fin de
un ciclo de la economía y la política uruguaya, obligando a todos a tomar nota del cambio de la
relación estratégica entre las clases.
La renovación de los convenios colectivos del año 2018 fue la mayor negociación salarial de la
historia del Uruguay. Abarcó simultáneamente a todos los asalariados de la actividad privada y
fue la última oportunidad para los funcionarios públicos de obtener mejoras en la actual
administración. Sus resultados deciden la evolución de los salarios de la economía uruguaya
por los próximos dos años y proscriben los conflictos de los trabajadores durante la campaña
electoral y hasta la instalación de un nuevo gobierno.
El Poder Ejecutivo estableció, para esta oportunidad, lineamientos similares a los de la ronda
anterior. Las pautas indican convenios de dos a tres años de duración, con ajustes de salarios
nominales decrecientes a lo largo del período: de 6,5 a 8,5% en el año 2018; entre 6 y 8% para
el 2019; y, finalmente, de 5 a 7% en el año 2020.
La política económica usa a los salarios como el instrumento para conducir las expectativas del
capital hacia la meta inflacionaria del gobierno y espera, a su vez, que la disminución del ritmo
inflacionario termine por compensar el atraso salarial.
La central sindical sostuvo, en cambio, que los salarios debían crecer a la par de la economía,
para mantener la participación de los trabajadores en el producto, y afirmó que las pautas del
gobierno no aseguran siquiera la conservación del salario real a lo largo de los convenios. No
obstante, cuando los analistas especializados anunciaban un aumento de la conflictividad, se
encontraron sorpresivamente con la firma de los primeros convenios colectivos. Ramas de
actividad tan significativas y dispares como la industria de la bebida o la construcción
acordaron rápidamente, dentro de las pautas del gobierno, sin conflictos y sin dejar lugar para
una movilización de los trabajadores.
Si el ciclo de luchas del año 2015 había revelado el cambio de la relación estratégica entre las
clases, las negociaciones del 2018 mostraron cuáles fueron las consecuencias tácticas que
sacaron sus organizaciones políticas. Una percepción de la imposibilidad de nuevas conquistas
movió a los sindicatos a una preocupación principal por evitar las pérdidas. El congreso de la
convención sindical concentró sus deliberaciones en la situación política; identificó el peligro
de un retorno de la derecha y convocó a derrotarlo fortaleciendo el bloque con el gobierno. El
resultado fue una actitud defensiva, resuelta a asociarse a los lineamientos del gobierno y
evitar los conflictos.