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¿Por qué, para que el amor sea fuerte y crezca, es importante

cuidar y «hacer nuevo» el compromiso de quererse cada día?


Como comunión interpersonal, el matrimonio está llamado a
crecer cada vez más. La celebración del matrimonio es –debe
ser– el inicio de un existir juntos, cuya meta, en el
matrimonio de los bautizados, no es otra que la identificación
con la unión y amor de Cristo a la Iglesia. La comunión entre
sí y con Cristo, que
participan y en la que han sido insertados por el sacramento,
ha de expresarse en la existencia de cada día. Ese es el
dinamismo de su amor y unión conyugal. Por eso, entre otras
cosas, el esfuerzo de los esposos ha de dirigirse a alejar de sí
cuanto pueda entorpecer esa comunión: en concreto,
cualquier forma de «ruptura» que pueda amenazarla; pero,
sobre todo –eso debe ser siempre lo primero–, deberán
centrarse en lograr fortalecer y hacer crecer cada vez más su
recíproco amor y fidelidad. La comunión conyugal de los
esposos –el «nosotros» en el que se ha convertido la relación
«yo» –«tú» que deriva, en cierta manera, del «Nosotros»
trinitario 46 – ha de realizarse existencialmente. Está llamada
«a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la
promesa matrimonial de la recíproca donación total» 47 . A
los esposos, siempre les cabe alcanzar una mayor
identificación con el «Nosotros» divino. Siempre es posible
reflejar con mayor transparencia esa «cierta semejanza entre
la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de
Dios –en este caso, los esposos–, en la verdad y en el amor»
48 . Siempre puede darse una mayor radicación del amor de
los esposos en el amor de Cristo por la Iglesia y, en
consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad al
reflejar el amor divino participado. «Con el Señor, la única
medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás
llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por
nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus
criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras»
49

La «unidad de los dos» ha de construirse cada día: cuando se


experimenta el gozo de verse hechos el uno para el otro, y
también
EN ESA SEGURIDAD cuando surgen las dificultades,
porque la «realidad» no responde a lo que tal vez se
esperaba. Vivir la unidad requiere no pocas veces recorrer un
camino de paciencia, de perdón. Eso es fatigoso y exige estar
constantemente comenzando. Caminar unidos, sin cansarse
uno del otro, reconociendo el don de Dios, es siempre una
gracia, que connota la respuesta y la colaboración de los
esposos. En este caso, el esfuerzo por mantener viva «la
voluntad […] de compartir todo su proyecto, lo que tienen y
lo que son» 50 . El empeño de permanecer en aquella
decisión inicial, libre y consciente, que los convirtió en
marido y mujer. De ahí la «necesidad» –se entiende desde la
óptica existencial y ética– de renovar (hacer consciente y
voluntariamente «nuevo») con frecuencia el momento
primero de la celebración matrimonial. Serán así conscientes
también de que su matrimonio, si bien se inicia con su
recíproco «sí», surge radicalmente del misterio de Dios. Un
misterio que es de amor, y que, siendo mandamiento, es,
primero y sobre todo, «don».
En esa conciencia, precisamente, radicarán el optimismo y la
SEGURIDAD que deben alentar siempre el existir
matrimonial vivido verdad y el amor. Lo que, ciertamente,
pedirá, en no pocas ocasiones, un esfuerzo que puede llegar
hasta el heroísmo, porque no hay otra forma de responder a
las exigencias propias del matrimonio como vocación a la
santidad. El don del Espíritu Santo, infundido en sus
corazones con la celebración del sacramento, «es
mandamiento de vida para los esposos cristianos, y, al mismo
tiempo, impulso estimulante, a fin de que cada día progresen
hacia una unión cada vez más recia entre ellos en todos los
niveles –del cuerpo, del carácter, del corazón, de la
inteligencia, de la voluntad, del alma–, revelando así a la
Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor donada por la
gracia de Cristo» 51 .
En ese esfuerzo –mantenido siempre con la oración y la vida
sacramental–, los esposos deberán estar vigilantes –es una
característica del verdadero amor– para que no entre la
«desilusión» en la comunión que han instaurado. Para ello,
deberán «conquistarse» el uno al otro, cada día, amándose
«con la ilusión de los comienzos». Sabiendo que las
dificultades, cuando hay amor, «contribuirán incluso a hacer
más hondo el amor». «Digo constantemente a los que han
sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran
siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se
tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del
matrimonio –que es un sacramento, un ideal y una vocación–
, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las
penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo.
Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de
las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el
verdadero amor: une más el sacrificio generosamente
compartido. Como dice la Escritura, aquae multae –las
muchas dificultades, físicas y morales– non potuerunt
extinguere caritatem (Cant 8, 7), –no podrán apagar el
cariño– » 52 . Con una visión profundamente realista, fruto
del convencimiento del sentido vocacional del matrimonio –
«¡[…] el matrimonio es un camino divino en la tierra»!, le
gustaba repetir–, y de la «experiencia», como consecuencia
del trato con tantos matrimonios empeñados en vivir su
matrimonio con fidelidad, san Josemaría aconsejaba así,
entre otras cosas, a los esposos cristianos, para encontrar la
felicidad en su vida matrimonial: «Para que en el matrimonio
se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar
de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que
decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser
recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con
sacrificio, con sonrisas y con picardía también»

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