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AGUA QUE MANA


DE LA ROCA

COMENTARIOS A LOS TEXTOS


LITÚRGICOS DEL CICLO B

Jesús A. Hermosilla García


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Jesús A. Hermosilla García

AGUA QUE MANA DE LA ROCA

Humocaro Alto (Lara) – Venezuela 2017


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Introducción
“Moisés alzó la mano y golpeó la roca con su vara dos veces.
El agua brotó en abundancia y bebió la comunidad” (Números 20, 11)
“Todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca
espiritual que les seguía y la roca era Cristo” (1ª Corintios 10, 4)
Muchos son los símbolos o comparaciones usados para expresar las
cualidades y propiedades de la Palabra de Dios. La Palabra es lámpara para
los pasos y luz en el sendero, es espada de doble filo que penetra hasta lo
más profundo del interior de la persona Cf Heb 4, 12), es roca sobre la que
cimentar la propia vida (Cf Mt 7, 24), es alimento que sacia el hambre
espiritual, porque “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4; Cf Dt 8, 3). Y es también agua para el
alma sedienta de Dios (Cf Sal 42, 2), agua que calma la sed de sentido y de
paz, agua que da vigor a todo aquel que ha nacido del Espíritu.
En todos los tiempos, también hoy, se cumple el oráculo del profeta: “He
aquí que vienen días - oráculo del Señor Yahveh - en que yo mandaré
hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra
de Yahveh” (Am 8, 11). Esa hambre y esa sed hay quién las calme: “el
último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: “si alguno
tiene sed, venga a mí, y beba” (Jn 7, 37) y “al que tenga sed, yo le daré del
manantial del agua de la vida gratis” (Ap 21, 6).
Jesús llama bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia, de la
justicia que hace santos a quienes reciben su palabra con fe. Sus palabras son
espíritu y vida. Quien las escucha y las guarda no sabrá lo que es morir para
siempre (Cf Jn 8, 51). Él es la Roca de la que brota un manantial perenne. Él
mismo es La Palabra cuya conversación calmó la sed de felicidad del
corazón de la mujer samaritana, agua viva, para que nunca más volviera a
tener sed.
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Por otra parte, el agua de la palabra tiene en sí el poder de hacer lo que dice.
“Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino
después de empapar la tierra, fecundarla y hacerla germinar, para que dé
simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de
mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me
plugo y haya cumplido aquello a que la envié” (Is 55, 10-11). Es viva y
eficaz esta agua. Por sí misma, si no pones obstáculo, irá haciendo crecer en
ti la vida nueva en Cristo.
Pero ¿quién está dispuesto a saciar la sed en Él? Dios se queja por Jeremías
de que su pueblo no lo escucha, no quiere beber de su fuente: “doble mal ha
hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen” (Jer 2, 13). Muchos
hoy intentan saciar su sed en aguas saladas que, lejos de quitar la sed, la
aumentan o en aguas sucias, mezcladas con barro, o incluso en aguas
contaminadas, sabrosas al paladar, pero que envenenan el alma. Tú, amigo
lector, quieres saciarte de agua pura, natural, mineral, cristalina.
Pues bien, la tienes a la mano. Y además gratis. Basta que abras tu Biblia y
brotará agua de la Roca; deja que el Verbo te hable a través de sus páginas y
que el Espíritu te dé a beber vida eterna. La Palabra se bebe mediante la
lectura, la escucha atenta y la meditación. Un modo práctico de beber, cada
día, esos dos litros de agua espiritual necesarios para una buena salud, es la
lectio divina o lectura orante de la Palabra de Dios.
Seguramente ya conoces los pasos de la lectio divina: lectio (lectura
comprensiva del texto: qué dice), meditatio (reflexión y aplicación de la
Palabra a la propia vida: qué me dice el Señor a mí a través de esta palabra),
oratio (oración, diálogo con el Señor, con y desde la Palabra: qué le digo yo
al Señor) y contemplatio (contemplación o adoración silenciosa). El material
que contiene este libro lo podemos ubicar entre el primer y el segundo paso,
en la lectio y la meditatio. Es una simple ayuda que puedes usar, en la
medida que te sea útil, para asimilar mejor la Palabra, nutrirte de ella, saciar
tu sed, orar con ella y sumergirte, en adoración, en el misterio del amor
personal de la Trinidad.
Puesto que estas reflexiones se ubican entre el primer y el segundo momento
de la lectio divina, no deberías leerlas antes de haber realizado una lectura
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pausada, incluso varias veces, de los textos bíblicos correspondientes. Y


después de leída la reflexión habrás de completar la meditatio aplicando la
Palabra a tu vida concreta (qué te dice a ti el Señor), y seguir con los pasos
siguientes: oratio y contemplatio, oración y contemplación, que puedes
hacer incluso al hilo de la misma meditación.
“Para poder interpretar un texto bíblico –te recuerda el Papa Francisco- hace
falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación
gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para
entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un
texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos.
Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas
que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de
ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una
actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9)” (La
alegría del evangelio, 146).
Estas reflexiones van expuestas siguiendo el curso del año litúrgico:
comienzan con el tiempo de Adviento, siguen con el de Navidad y la primera
parte del Tiempo ordinario; vienen a continuación la Cuaresma, la Semana
Santa y el Tiempo Pascual; después, retomamos el Tiempo Ordinario, ya
hasta el final. He añadido varias reflexiones sobre algunas solemnidades y
fiestas: unas por ser fiestas “de precepto” y otras por su importancia o
porque, cuando caen en domingo, tienen preferencia sobre éste.
Este año litúrgico -ciclo B- se proclama en la Eucaristía, domingo tras
domingo, el Evangelio según san Marcos (a excepción de algunos domingos
de cuaresma en que se proclaman textos del evangelio de Juan y los
domingos XVII al XXI del tiempo ordinario en que escuchamos el capítulo 6
también del evangelio san Juan). Si quieres conocer algunas características
particulares de este libro sagrado, puedes encontrarlas en el último apartado
de esta publicación. Las he ubicado al final para no hacer larga esta
introducción y pasar inmediatamente a las reflexiones de cada domingo, pero
será muy útil si te animas y ya, de una vez, vas a ese capítulo (pg 325).
Cada tiempo litúrgico de este Comentario va introducido con un texto de san
Pío de Pietrelcina (1887-1968), de cuya muerte celebramos este año el
primer cincuentenario. No necesita presentación. El 20 de febrero de 1971,
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apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los


Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Miren qué fama ha tenido,
qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez
porque era un filósofo? ¿Porque era un sabio? ¿Porque tenía medios a su
disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la
mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las
llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.
Y Juan Pablo II, en la homilía de su canonización, afirmó: “la razón última
de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz profunda de tan gran
fecundidad espiritual se encuentra en la íntima y constante unión con Dios,
de la que eran elocuentes testimonios las largas horas pasadas en oración y
en el confesonario. Solía repetir: "Soy un pobre fraile que ora", convencido
de que "la oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el
Corazón de Dios". Que san Pío nos acompañe en nuestra práctica continua
de la lectio divina, porque “en los libros se busca a Dios, en la oración se lo
encuentra”.
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Tiempo de adviento

Reza, espera y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es


misericordioso y escuchará tu oración... La oración es la mejor arma que
tenemos; es la llave al corazón de Dios. Debes hablarle a Jesús, no solo con
tus labios sino con tu corazón. En realidad, en algunas ocasiones debes
hablarle solo con el corazón... El don de la oración está en manos del
Salvador. Cuanto más te vacíes de ti mismo, es decir, de tu amor propio y de
toda atadura carnal, entrando en la santa humildad, más lo comunicará Dios
a tu corazón. Esforzaos por orar, pero con la humildad y la sinceridad; abrid
vuestro corazón cara a los cielos, para que descienda sobre él el rocío benéfico.
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DOMINGO I DE ADVIENTO
Lecturas:
Is 63, 16b-17; 64, 1.2b-7. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!
Sal 79. Oh Dios restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
1Co 1,3-9. Aguardamos la manifestación de Jesucristo nuestro Señor.
Mc 13,33-37. Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa.
VIVIR ESPERANDO LA VENIDA GLORIOSA DEL SEÑOR
Iniciamos un nuevo año litúrgico
Ya sabes que la Iglesia comienza la celebración anual de los misterios de
Cristo el domingo más cercano al treinta de noviembre. A esa celebración,
que abarca desde la encarnación del Verbo hasta la expectativa de su venida
gloriosa, y que tiene su momento semanal importante cada domingo, le
llamamos año litúrgico. El año litúrgico no es un simple recuerdo de cosas o
acontecimientos ocurridos hace muchos años, sino una actualización para
nosotros del poder salvador de aquellos misterios: al celebrar la navidad, por
ejemplo, vamos a entrar realmente en contacto con el Verbo encarnado que
nació de María, al celebrar su pasión, muerte y resurrección nos vamos a
hacer presentes en el calvario y podremos tocar su cuerpo resucitado como
Tomás. Esa es la gracia del año litúrgico. El tiempo litúrgico –los diversos
tiempos litúrgicos: adviento, navidad, cuaresma, pascua, tiempo ordinario-
son “kairos”, es decir, tiempos de salvación, momentos oportunos para el
encuentro con el Señor.
Adviento
El año litúrgico empieza como acaba, invitándonos a vivir esperando la
venida gloriosa del Señor. El tiempo de adviento, que hoy inicia, tiene dos
partes diferenciadas: la primera, hasta el 16 de diciembre, más centrada en la
expectativa de la Parusía y la segunda, del 17 al 24, es ya preparación
inmediata a la navidad. En la primera parte contamos, sobre todo, con el
acompañamiento del profeta Isaías y de Juan Bautista, además de la
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presencia discreta de María, que se hará más significativa en la semana del


17 al 24.
Año tras año me recuerdo y me permito recordarte que, desgraciadamente, es
muy fácil desvirtuar el sentido del adviento y de la navidad. No sólo
porque los medios de comunicación bombardean con sus campañas
publicitarias hacia el consumo y la celebración de unas fiestas secularizadas
o, a lo más, puramente sentimentales, vaciadas de todo contenido religioso,
sino porque las mismas parroquias extienden y adelantan, a lo largo del
tiempo de adviento, una serie de actividades ya navideñas o, mejor,
supuestamente navideñas, que muy poco ayudan a prepararse a la venida del
Señor.
Si quieres vivir el adviento según el sentir de la Iglesia, toma los textos
litúrgicos y deduce de ellos las actitudes a seguir. Medita la Palabra de Dios
de cada día, entérate de qué pedimos en las oraciones y qué mensaje nos
dejan las antífonas y prefacios. Una idea que recorre todo este tiempo es que
el Señor viene, que está ya cerca y que viene a salvar. Las actitudes
fundamentales a que se nos invita son la esperanza y la vigilancia.
¿Cómo me encuentra a mí este adviento? ¿Cómo se encuentra el mundo
en el que vivo?
El adviento es un llamado a salir de la rutina, un llamado a despertar,
como veremos más adelante. Este despertar pudiera comenzar por la toma
de conciencia de dónde estamos. Hay que detenerse y preguntarse con
sinceridad “¿cómo está mi vida?, ¿estoy caminando bien?, ¿cómo va mi
relación con Dios?, ¿cómo va mi vida de familia?, ¿cómo mi relación con los
demás?, ¿cómo mi vida laboral?, ¿realmente me siento a gusto, feliz?, ¿qué
hay en mí de fervor y qué de mediocridad espiritual?, ¿qué espíritu
apostólico tengo?, ¿vivo con desánimo o con esperanza?, ¿alegre o triste y
melancólico?, ¿dispuesto a empezar de nuevo o cansado de la vida?, ¿qué
ideales o sueños tengo?, ¿pueden calificarse de cristianos?, ¿me siento
necesitado de salvación?, ¿creo necesaria una presencia más intensa del
Señor en mi vida?” No rehúyas confrontarte con estas preguntas si quieres
que este adviento y la próxima navidad dejen huella en tu vida.
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También me parece oportuno echar una mirada al mundo en que vivimos


y, más concretamente, al ambiente que nos rodea a cada uno, familiar o de
comunidad, laboral, vecinal. No me refiero a una mirada puramente
sociológica, sino una mirada de fe; una mirada sociológica nos hace ver, por
ejemplo, muchas desigualdades, pocas posibilidades de encontrar un trabajo
fijo y adecuado, corrupción por doquier en los gobernantes, desintegración
familiar, inseguridad y violencia… La mirada de fe nos lleva, por una parte,
a penetrar más a fondo en las causas o raíces profundas de todo eso, que no
es otra que el olvido de Dios, el pecado, a constatar una sociedad enferma
moralmente; y, por otra, a mirar con amor y compasión y no caer en el
pesimismo, sino vivir en la convicción de que el Señor quiere y viene
precisamente a salvar al mundo. Dirige también una mirada a tu propio
ambiente: cómo puedes calificarlo, en qué medida te está condicionando, en
qué medida te mantiene dormido, anestesiado e insensible a Cristo.
Miren, vigilen, velen
El adviento es tiempo para despertar. Primero hemos de despertar cada
uno de nosotros, sólo así podremos ser despertadores de los demás. La razón
fundamental para despertar es que el Señor va a venir y no sabemos cuándo
es el momento, “no sea que venga inesperadamente y nos encuentre
dormidos”. Despertar ¿de qué? De la propia modorra espiritual, del hastío
y la tibieza, de la acedia, de la pereza espiritual y pastoral, del
aburguesamiento, de la mundanidad espiritual… A todo ello nos invitó
Francisco cuando publicó su Exhortación apostólica La alegría del
evangelio.
“La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de
religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del
Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor
reprochaba a los fariseos” (EG 93). “Algunos se resisten a probar hasta el
fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante.
El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las
actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una
espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable” (81-82). “Así se
gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de
la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en
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realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad» (J.


Ratzinger). Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos,
viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin
esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires
del demonio» (G. Bernanos)” (EG 83). ¡Despertemos! ¡Vigilemos!
¡Mantengámonos en vela! ¡El Señor viene a salvar!
Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero
La primera lectura es una bella oración del Libro de Isaías, una súplica que
reclama a Dios su intervención salvadora: “vuélvete por amor a tus siervos y
a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases! Señor, tú eres
nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tu
mano”. Si constatamos que nuestro mundo y nosotros mismos estamos muy
necesitados de la intervención salvadora de Dios, haremos nuestra esta
súplica. El adviento es tiempo de desear y suplicar esa venida del Señor,
como alfarero del hombre y del mundo, a rehacernos, a modelar un mundo
diferente. Otro mundo es posible, otra sociedad es posible, otro modo de
vida es posible. La tendencia decadente, que no podemos negar marcha a
pasos agigantados, puede detenerse y cambiar de dirección. Tú mismo, tu
comunidad, tu parroquia, tu ambiente laboral, tu familia… pueden cambiar.
Dios es todopoderoso. Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas, ¿por qué no
esperarlas?, ¿por qué no pedirlas?, ¿por qué no disponerse a recibirlas?
Nosotros somos los que aguardamos la manifestación de nuestro Señor
Jesucristo. Él es fiel.
Santa María del adviento, madre de la esperanza, ayúdanos a despertar
de la mundanidad y la tibieza espiritual, ayúdanos a mantenernos en vela, en
esperanza activa, aguardando la gloriosa y salvífica manifestación de tu Hijo
Jesucristo.
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DOMINGO II DE A DVIENTO
Lecturas:
Is 40,1-5.9-11. Preparadle un camino al Señor.
Sal 84. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
2P 3,8-14. Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva.
Mc 1,1-8. Allanad los senderos del Señor.

GRITOS DE CONSUELO Y ESPERANZA


¿Cómo has empezado el adviento? ¿Has despertado ya o sigues dormido?
¿Despertaste y has vuelto a adormecerte? ¿Se nota de algún modo en tu vida
que es adviento? ¿Han pasado a segundo plano algunas cosas? ¿Han
cambiado sustancialmente tus expectativas? ¿Tienes la sensación de estar
esperando a Alguien importante? ¿O ya estás inmerso en la “navidad” del
folklore y el consumo? ¿Estás tan metida en actividades “decembrinas” que
no tienes tiempo para esperar? ¡Despierta! ¡No te adormezcas de nuevo!
Hoy vienen a ayudarte a despertar o a mantenerte despierto los testimonios
de Isaías, Pedro y Juan Bautista.
A la espera de un cielo nuevo y una tierra nueva
En todo ser humano hay un deseo de plenitud, de bien sin fin, de ausencia
total de mal, en fin, un deseo de utopía, de un mundo nuevo maravilloso en
el que se pueda gozar de una felicidad total. Este deseo ha dado lugar a
diversas actitudes en los hombres. Reduciéndonos a los últimos siglos,
podemos pensar en los sistemas filosóficos que prometían un paraíso en la
tierra, fruto de la lucha de clases o fruto del progreso, la técnica y el
consumo, o pensemos también en aquellos que vieron en la vida humana
“una pasión inútil”, un sinsentido, sin olvidar la opinión tan extendida de que
lo que importa es vivir la vida a tope, aprovechando el momento, entendido
desde un punto de vista puramente natural o incluso sensual (gozar todo lo
que puedas). Muchos han renunciado a una felicidad superior.
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Los cristianos no hemos renunciado. Estamos a la espera de un cielo nuevo


y una tierra nueva en que habite la justicia y la felicidad. Estamos a la espera
de la manifestación gloriosa de nuestro Señor, día en que todo el universo y
nosotros mismo alcanzaremos nuestra plenitud. No podemos renunciar a esa
utopía. ¡Tenemos futuro! ¡El futuro nos pertenece! Dios es fiel y cumplirá
su promesa. El adviento reaviva el deseo y la confianza. Lo esperamos,
ciertamente, como don de Dios, no como conquista nuestra.
“Pero –tal vez te preguntes- ¿para cuándo será eso? ¿Hasta cuándo hay que
estar esperando? No estoy dispuesto a dejar de gozar aquí por una supuesta
felicidad del más allá de la que no estoy seguro”. Es evidente que la
esperanza se fundamente y alimenta de la fe; si tu fe es muy débil, es
imposible la esperanza sobrenatural, será difícil que tu mirada se eleve
hacia el cielo y que tus expectativas no se queden a ras de tierra. Con todo, el
Señor no tarda en cumplir su promesa, “lo que ocurre es que tiene mucha
paciencia con nosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos
se conviertan”.
Una voz grita
Por si todavía seguimos dormidos, por si estamos en ese estado de duda y
falta de esperanza, hoy Dios hace resonar una voz, un grito, que alcanza de
un extremo al otro del universo. Es el grito de Juan Bautista en el desierto, es
el grito que la Iglesia lanza hoy al mundo, inmerso en un extenso desierto
moral y espiritual. En un mundo en el que a diario salen a la calle miles y
miles de personas para protestar, para reivindicar, para gritar consignas y
reclamos, hay banderas que sólo la Iglesia levanta, hay palabras que sólo
ella y sus miembros lanzan, reivindicaciones que sólo ella reclama,
consignas que el hombre ha olvidado y que necesita volver a escuchar.
Es necesario que nosotros, creyentes, por una parte, volvamos a escuchar
esos gritos y, por otra, nos hagamos también voceros, portavoces,
amplificadores de esos mismos gritos, por los cuatro puntos cardinales. Por
boca del profeta Isaías, nos dice el Señor: “súbete a lo alto de un monte,
heraldo de Sión, alza con fuerza la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no
temas”. No basta una voz suave, hoy se necesitan gritos. ¿Y cómo vamos a
gritar? Ante todo, con la vida. Juan Bautista, más que con su voz, gritaba
con su estilo de vida: vivía en el desierto e “iba vestido de piel de camello,
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con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel


silvestre”.
A una sociedad tan dormida como la nuestra, no la van a despertar palabras
suaves ni buenos consejos, tampoco críticas y regaños, sino gritos de vida. A
un mundo adormecido y hastiado por el consumismo no lo despertarán
sermones, sino personas que, viviendo pobremente, en una pobreza
descarada, griten alegría por los cuatro costados. A un mundo inmerso en la
cultura de la muerte no lo levantarán de su sepulcro planes pastorales sino
matrimonios abiertos generosamente a la vida sin complejos ni miedos. A
tantos jóvenes enamorados encerrados en sí mismos y cegados por el disfrute
del sexo, únicamente los sacarán de su sueño y espejismo otros jóvenes que
testimonien abiertamente la alegría y la posibilidad de la castidad y el pudor.
A tantos nuevos publicanos (corruptos) que día a día aparecen en los medios
de comunicación, no los convertirán los jueces y la cárcel ni los documentos
de los obispos, sino el encuentro con Cristo y su misericordia encarnada en
cristianos que los amen con el amor del Señor.
Consuelen, consuelen a mi pueblo
El grito de la Iglesia en este tiempo de adviento no es un grito de rabia,
aunque sea también grito de protesta, sino un grito de evangelio, de buena
noticia. “Diles a las ciudades de Judá: aquí está su Dios; miren: Dios, el
Señor, llega con fuerza, su brazo domina. Miren: le acompaña el salario, la
recompensa le precede. Como un pastor apacienta el rebaño, su mano los
reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida las madres”. Sí, “se revelará la
gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos”. Estos anuncios del
Libro de Isaías son también para nosotros y para los hombres y mujeres de
nuestro tiempo. Dios realmente llega, se hace presente con poder. Dios
quiere manifestar su gloria, es decir, su rostro, su amor, su poder, su
sabiduría, a los hombres y mujeres de hoy, reuniéndolos en su Reino y
dándoles su consuelo.
El mensaje del Señor por medio de Isaías empieza con estas alentadoras
palabras: “consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios; hablen al corazón
de Jerusalén, grítenle que ya ha cumplido su milicia y ya ha satisfecho por su
culpa”. Es verdad que hay personas que todavía no han tocado fondo, pero
hay otras que son conscientes de que así no pueden seguir, personas
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hundidas bajo el peso de sus fracasos y frustraciones, incluso bajo el peso de


su culpabilidad aunque les cueste reconocerlo. Necesitan, ante todo, el
consuelo, una palabra de aliento y consuelo. Necesitan saber que cuentan
con el consuelo de Dios. La salvación, para ellas, es, en primer lugar,
experimentar el perdón y el consuelo del Señor.
Otras, es verdad, siguen en su orgullo y obstinación y tal vez no están
todavía dispuestas para el consuelo. No por eso hemos de dejarlas a su
suerte; necesitan oír el grito de Dios como llamado a la conversión, pero
según el modo descrito anteriormente. El grito que las despierte ha de ser, al
mismo tiempo, tremendamente ruidoso y muy silencioso. Silencioso en las
formas y ruidoso en el testimonio. Silencioso en las palabras y ruidoso en
las actitudes. Distante en las maneras y muy cercano en el espíritu y la
plegaria. Conscientes de las palabras de Jesús, “estos espíritus sólo salen con
oración y ayuno” (Mc 9, 29).
Sí, este adviento, estamos llamados a ser testigos de esperanza, testigos de
que esperamos un mundo nuevo, cielos nuevos y tierra nueva. Al mismo
tiempo, somos invitados a dar voz al grito de Dios y de la Iglesia y a ser
instrumentos del consuelo divino. Sin embargo, habremos de hacerlo al
estilo de Juan Bautista, sin pretender ser el foco de atención; ¡con qué
facilidad la gente se queda con nosotros, aquello de “quedarse en las
personas y no ir a Dios”! Seamos altavoz que transmite el grito pero invita a
mirar a la Palabra, ministro que bautiza con agua pero remite a Aquel que
viene a bautizar con Espíritu y fuego.
Santa María del Verbo, del grito y del silencio, de la compunción y del
consuelo, ruega por nosotros.
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DOMINGO III DE ADVIENTO


Lecturas:
Is 61,1-2a.10-11. Desbordo de gozo con el Señor.
Sal: Lc 1,46-50.53-54. Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
1Ts 5,16-24. Que vuestro espíritu, alma y cuerpo sea custodiado hasta la
venida de nuestro Señor Jesucristo.
Jn 1,6-8.19-28. En medio de vosotros hay uno que no conocéis.

TESTIGOS DE LA LUZ Y LA ALEGRÍA


La nota característica del tercer domingo de adviento es la alegría. Es
conocido este domingo como “Domingo Gaudete” (alégrense, en latín). La
razón de la alegría no es otra que la cercanía de la venida del Señor. Si
hemos tenido la noticia de que alguien va a venir a visitarnos, una persona
querida, de la que además esperamos cosas importantes, estamos alegres aun
antes de que haya llegado. ¡Cuánto más, pues, si quien va a venir es el Señor
y de él esperamos, como dice una de las oraciones de este tiempo, “que
viene a sanarnos de todos nuestros males” (colecta del miércoles de la 2ª
semana)!
Estén siempre alegres
Es la exhortación de san Pablo en la segunda lectura de hoy. Tal como está
formulada, más que exhortación, podemos considerarla un mandato: hay que
estar alegres. Si bien, como veremos más adelante, esta alegría es un don de
Dios. Don y tarea. Quienes ya hemos conocido a Jesucristo hemos de estar
alegres. No estarlo, estar tristes, es en cierto modo un pecado. Hay una
tristeza buena, la que brota de la consideración del propio pecado y que
lleva al arrepentimiento, una tristeza salvadora; se trata de una tristeza que
dura unos instantes, los necesarios para suscitar la contrición. Pero, hay una
tristeza paralizante y destructora, la que los antiguos llamaban acedia, que
podríamos definir como una tristeza perezosa, que encierra en la tibieza
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espiritual. El Catecismo de la Iglesia la cataloga como uno de los pecados


contra el amor de Dios (Cf 2094).
Por experiencia sabemos que hay alegrías superficiales y pasajeras.
Pequeñas alegrías producidas por la satisfacción de deseos o gustos. Hay
muchas alegrías humanas que son buenas, pero muy volátiles. Quien vive
sólo de estas alegrías permanece al vaivén de las emociones y sentimientos
producidos por acontecimientos y circunstancias puntuales y, en pocos
minutos, puede pasar de un eufórico alegrón a sumirse en una tristeza
depresiva. La alegría es la nota característica de la fiesta, pero ya sabes cómo
terminan muchas fiestas… No es esta la alegría a la que nos exhorta san
Pablo. Se trata, más bien, de esa alegría que el mimo apóstol nos dice que es
uno de los frutos del Espíritu Santo (Cf Gal 5, 22), la alegría que el
encuentro con Cristo resucitado produjo en los apóstoles.
La alegría que quiere suscitar el Señor en todos los hombres este segundo
domingo de adviento tendrá matices diferentes según sea la situación de cada
uno. Para quienes viven alejados, será la alegría de una esperanza, un
anuncio, una promesa, de que en Cristo que viene se les ofrece una vida
mejor; si están dispuestos a esperar y acoger al Señor, pueden ya empezar a
estar alegres aun en medio de sus pecados y heridas. Para quienes viven ya
en Cristo y se supone que participan de su alegría, se tratará de un
incremento, una mayor intensidad o un reavivamiento, fruto de la esperanza
en un nuevo encuentro más profundo con el Señor. A quienes viven
postrados en una cama, agobiados por tribulaciones y problemas o
atravesando alguna “noche oscura”, también se les anuncia la alegría, una
alegría profunda, aunque tal vez psicológicamente poco manifiesta.
San León Magno ha recogido muy bien, en su célebre Sermón 1 de Navidad,
esta alegría que todos somos invitados a acoger: “Nuestro Salvador,
queridísimos, ha nacido hoy. Alegrémonos. No hay lugar para la tristeza
donde se celebra el nacimiento de la vida. Que nadie se corte de la
participación en este gozo. Hay una razón de alegría común para todos
juntos, puesto que nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como
no encuentra a ninguno libre de culpa viene así a liberarnos a todos. Exulte
el santo, porque se acerca al triunfo. Goce el pecador, porque se le invita al
perdón. Que se anime el gentil, ya que es llamado a la vida”.
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El salmo de hoy, tomado de versículos del Magníficat, nos invita a expresar


nuestra propia alegría con las mismas palabras de María, cuyo espíritu se
alegra en Dios su Salvador y por los mismos motivos que ella, “porque ha
mirado la humillación de su esclava”. Hace suyos, la Madre del Señor, los
sentimientos del Libro de Isaías que escuchamos en la primera lectura:
“desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha
vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como
novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas”. Como
María, que canta que el Poderoso ha hecho obras grandes por ella, también
nosotros podemos ya, en esperanza, alegrarnos y darle gracias a Dios por su
acción en nuestra vida a lo largo de este tiempo litúrgico.
No se olvida la liturgia de volver a recordarnos, con palabras del Libro de
Isaías, cuáles son esas obras grandes que el Mesías, el Ungido, aquel sobre
quien reposa el Espíritu del Señor, quiere hacer en el mundo también este
año: “dar la buena noticia a los que sufren, vendar los corazones
desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la
libertad, proclamar el año de gracia del Señor”. ¿Qué significan para ti cada
una de esas acciones salvadoras del Señor? ¿Cuáles son tus sufrimientos?
¿Qué heridas hay en tu corazón? ¿Qué esclavitudes y prisiones necesitan ser
liberadas? ¿Qué cautividades redimidas?
Testigos de la luz
Testigos de la luz, testigos de la alegría, testigos de Aquel que viene a dar
la buena noticia a los que sufren. Esa es la tarea que nos encomienda, este
domingo, como misión, el Señor. Continuamos, en el relato evangélico,
contemplando y escuchando a Juan Bautista. San Juan, evangelista, afirma
que el Bautista “venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que
por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz”. El
mismo Juan Bautista responde, a quienes vienen a preguntarle desde
Jerusalén, que él no es el Mesías, ni Elías, ni el profeta, sino únicamente “la
voz que grita en el desierto”.
Ahí delante está siempre el riesgo de señalarle a la gente la Estrella y que se
queden mirando el dedo, incluso de que el dedo se complazca de que le
miren. ¡Cuántas actividades “navideñas” servirán, de hecho, para distraernos
la mirada del Señor y centrarnos en mil cosas intrascendentes! ¡Cuántos
22

momentos, sin pretenderlo conscientemente pero tal vez con cierta


complacencia inconsciente, pueden ser ocasión de que la gente se apegue a
los evangelizadores y no se encuentre tú a tú con Jesús! Algunos parecen
tener más interés en ser amigos del cura que amigos del Señor.
Juan vino para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe.
Provocar, cuestionar, motivar, suscitar… para que la gente, los alejados,
vengan a la fe en Jesús. Esa es también nuestra misión en este tiempo de
adviento. ¿Cómo realizar esa tarea? Siendo testigos de la luz. Siendo
testigos de la alegría que viene del Señor. Testimoniando las obras de
salvación que ya ha hecho el Señor en nosotros. Consolando, curando
heridas y vendando corazones desgarrados… en el nombre del Señor.
Un último detalle. Juan Bautista proclama que aquel por quien preguntan
ya ha venido: “en medio de ustedes hay uno que no conocen, el que viene
detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la
correa de la sandalia”. Anunciamos que el Señor va a venir, pedimos en la
oración “Marana tha: Ven, Señor”, al mismo tiempo que tenemos la certeza
de que ya está en medio de nosotros. No racionalicemos las realidades de fe.
Sí, el Señor vino, viene y vendrá, está con nosotros y esperamos su venida.
Todo ello es verdad. Las promesas del Señor pueden hacerse realidad hoy
mismo. El Salvador está ahí salvando, no hay que esperar, y tocar su
salvación no apaga sino que más bien aviva una mayor esperanza.
23

DOMINGO IV DE ADVIENTO
Lecturas:
2S 7,1-5.8b-12.14a.16. El reino de David durará por siempre en la
presencia del Señor.
Sal 88. Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Rm 16,25-27. El misterio mantenido en secreto durante siglos, ahora se ha
manifestado.
Lc 1,26-38. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo.

MARÍA ES EL CAMINO POR DONDE ÉL VIENE


El último domingo de adviento nos pone ya a las puertas de la celebración de
la Navidad. Propiamente hablando, Jesucristo no vuelve a nacer; en
navidad celebramos la memoria de su encarnación y nacimiento y,
precisando más, la memoria de los comienzos de nuestra salvación, pues el
tiempo litúrgico navideño se cerrará con la fiesta de su bautismo. Ahora
bien, sabemos que la liturgia no es un simple recuerdo, sino memorial, es
decir, memoria agradecida que actualiza el poder salvador de aquellos
acontecimientos.
De cómo hayamos vivido el adviento va a depender, en gran medida, la
vivencia del tiempo de navidad. Si has tenido un adviento disperso y
superficial, será difícil que vivas con intensidad cristiana el misterio
navideño. Aun así, todavía tienes la oportunidad de un arrepentimiento
sincero y de ponerte a tono. Si, por el contrario, te has dejado tocar por las
actitudes del adviento (conciencia de pecador, deseo de salvación, esperanza,
deseo de encuentro con el Señor, alegría…) y le has preparado el camino,
serás capaz de recibir al Señor y sus dones salvadores y abrirte a la
contemplación de su misterio (“el misterio mantenido en secreto durante
siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura, dado a conocer
por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a la obediencia de
la fe” (Rm 16, 25-27, segunda lectura de hoy).
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Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo


Este año escuchamos el evangelio de la anunciación a María. La espera de
las promesas que Dios había hecho a David (primera lectura) de darle una
dinastía y de que su casa, su reino y su trono durarían por siempre, se ha
cumplido en la encarnación del Hijo de Dios. Sin embargo, ¡de qué modo
tan sencillo!, fuera de toda espectacularidad y grandeza humanas. Galilea,
Nazaret, una casita pobre, una muchacha sencilla. Por eso, nos ha recordado
el prefacio III de adviento que el Señor viene también “en cada hombre y en
cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos
testimonio de la espera dichosa de su reino”.
Al recordar –al volver a pasar por el corazón- las palabras del ángel a María,
pensemos que van dirigidas, en cierto modo, también a nosotros. Aquel
saludo fue pronunciado una vez en Nazaret para que, a lo largo de los siglos
y en cualquier lugar del mundo, a cada ser humano pueda llegarle la
alegría de Dios, su presencia y su gracia. Sí, tú también eres invitada a
alegrarte, porque desde que el Verbo se hizo hombre, murió y resucitó, la
gracia de Dios va tocando y curando las heridas del pecado; al celebrar este
año la memoria de estos acontecimientos, Él quiere acercarse a ti y llenarte
más intensamente con su gracia. El Señor quiere estar contigo y tú con él.
Estar de un modo más intenso, más íntimo, más consciente, más fecundo.
Ella se turbó ante estas palabras – No temas, María, has encontrado
gracia ante Dios
Los antiguos místicos y maestros espirituales hablaban de “confusión” para
expresar la sensación que tiene la persona al ver, por una parte, la grandeza
de Dios y sus dones y, por otra, la propia miseria. Sería sinónimo de rubor,
vergüenza, turbación y cierto temor. María tiene esta sensación. Pero, al
igual que decíamos de la tristeza el domingo pasado, la confusión es buena
para el arrepentimiento y la humildad, pero Dios no quiere que
permanezcamos miedosos ante él ni pusilánimes (asustadizos y cohibidos).
Creo que María, por esta vez, no se va a sentir celosa si le robamos las
palabras que le dijo el ángel para apropiárnoslas. No temas (pon tu nombre),
no tengas miedo, no te asustes ante la presencia del Todopoderoso, que se
acerca a ti. Has hallado gracia ante Él, eres su hija, su hijo. Repasa por un
25

momento la historia de tu vida ¡Cuánta benevolencia por parte de Él para


contigo, cuánta misericordia, cuánto perdón, cuánta obra suya en ti a pesar
de tus errores y pecados! Deja que la turbación dé lugar a la confianza y el
abandono.
Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre
Jesús
Al mismo tiempo que tranquilizar la turbación de María, el “no temas” del
ángel la prepara para lo que va a oír a continuación: “concebirás en tu
vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se
llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin… El
santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Releamos cada uno de estos
aspectos de la personalidad de este niño. Nosotros sabemos ahora que
cada una de esas palabras dicen mucho más de lo que tal vez pudo entender
María. Jesús: Dios salva. Hijo del Altísimo. Rey descendiente de David,
cuyo reino no tendrá fin. Santo. Hijo de Dios.
San Bernardo, en su primer sermón para el tiempo de adviento, se pregunta
quién es el que viene, de dónde viene, a dónde viene, para qué viene,
cuando viene y por dónde viene. Preguntas cuya respuesta se encuentra, en
cierto modo, en las palabras del ángel. El santo cisterciense nos responde: el
que viene es el Hijo del Altísimo, idéntico al Padre; viene del corazón del
Padre al seno de María, desde los cielos a lo profundo de la tierra: a la tierra,
al mismo abismo; manifiesta amor infinito e inimaginable ¿Por qué viene?
Por misericordia y caridad, para buscar la oveja perdida.
No podíamos ir a él y él vino a nosotros. Vino cuando la obstinación de los
hombres era mayor; cuando dominaba lo temporal, llegó, oportuna, la
eternidad. Y la virgen es el camino por donde viene, el camino real (regio)
que recorre el Salvador hasta nosotros. Y nos exhorta –Bernardo- a seguir
esa ruta para llegar nosotros hasta Él: “tratemos, queridísimos, de seguir la
misma ruta ascendente hasta llegar a aquel que por María descendió hasta
nosotros. Lleguemos por la Virgen a la gracia de aquel que por la Virgen
vino a nuestra miseria”.
26

El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con


su sombra
¿Cómo será eso? ¿Será posible que yo…? ¿Todavía tendré la
oportunidad…? ¿No es ya demasiado tarde? Nada hay imposible para
Dios. Basta que tengas fe. Las promesas del adviento no dejarán de
cumplirse, la salvación que necesitas te la dará el Salvador. También la
promesa de la venida del Espíritu Santo es para ti. También la fuerza del
Altísimo puede cubrirte estos días con su sombra. La contemplación de la
escena de la anunciación, la escucha silenciosa de las palabras del ángel y de
María, nos lleva a mirar al Altísimo, al Verbo que se encarna, al Espíritu que
realiza la encarnación, a María que recibe, pero también a nosotros mismos
que ahora, aquí, esta navidad, podemos ser objeto de la acción graciosa y
benevolente del Señor.
San Bernardo, en su Homilía 4 sobre las excelencias de la Virgen María, que
leemos en el Oficio de la Liturgia de las Horas del 20 de diciembre, se dirige
así a María: “¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu
humildad se revista de audacia y tu modestia de confianza. En este asunto,
no temas, virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la
modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las
castas entrañas al Criador. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre
por la devoción, abre por el consentimiento”.
Podemos pedirle a san Bernardo que se dirija, por esta vez, a nosotros y nos
interpele con esas mismas palabras: ¿por qué tardas?, hermana, hermano,
¿qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Cree que es posible para Dios, cree
que el Señor viene, dile “aquí está tu esclava, tu esclavo, Señor, hágase en
mí según tu palabra”, y recíbelo en tu corazón, en tu vida, en tu hogar, en tu
comunidad. Abre el corazón a la fe, los labios al consentimiento, tu corazón
al Hijo de Dios. Levántate, corre, abre.
“Por la gracia que recibiste, María, por el privilegio que mereciste y la
misericordia que alumbraste, consíguenos que aquel que por ti se dignó
participar de nuestra debilidad y miseria, comparta con nosotros, por tu
intercesión, su gloria y felicidad”.
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Tiempo de Navidad

Las cosas humanas necesitan ser conocidas para ser amadas; las divinas
necesitan ser amadas para ser conocidas. No lo olviden: el eje de la perfección
es el amor. Quien está centrado en el amor, vive en Dios, porque Dios es
Amor, como lo dice el Apóstol. El amor y el temor deben estar unidos: el
temor sin amor se vuelve cobardía; el amor sin temor, se transforma en
presunción. Entonces uno pierde el rumbo. El corazón de nuestro divino
Maestro no conoce más que la ley del amor, la dulzura y la humildad.
Pongan su confianza en la divina bondad de Dios, y estén seguros de que la
tierra y el cielo fallarán antes que la protección de su Salvador.
28
29

NATIVIDAD DEL SEÑOR


Empezamos a celebrar el tiempo de Navidad. El Adviento era únicamente
la preparación. Yo sé que tú quieres que esta navidad sea para ti y tu familia
–y deberías desearlo para muchísima gente más- un tiempo de gracia y
bendición. Pues bien, para celebrar bien la Navidad, lo primero, has de dejar
a un lado una serie de prejuicios o esquemas mentales, la mayoría de los
cuales permanecen en el inconsciente o subconsciente, recibidos del
ambiente, de la cultura y de la educación familiar e incluso religiosa. Para
dejarlos, lo primero de todo es tomar conciencia de ellos. Veamos algunos.
No me voy a detener en la visión secularizada de navidad, aunque también
nos influye a los creyentes (unas fiestas puramente paganas, del solsticio de
invierno, o solo fiestas familiares y de regalos, celebraciones de fin y
comienzo de año, de buenos deseos y sentimientos, un poco de solidaridad,
etc.), sino a otros esquemas más cercanos a la navidad religiosa, pero no
acordes –o no del todo- con el espíritu de la liturgia.
En el ambiente general, incluso entre gente que asiste a Misa estos días, se
ve la Navidad de un modo, podríamos decir, discontinuo: unas cuantas
fiestas (navidad, año nuevo y reyes) salteadas a lo largo de un período de
vacaciones escolares, un conjunto de fiestas religiosas (navidad), fiestas
profanas (los inocentes con sus inocentadas - nochevieja – fin de año – año
nuevo) y celebraciones familiares.
En la celebración de la Iglesia, por el contrario, Navidad es un tiempo
litúrgico que va desde el 24 por la tarde hasta el segundo domingo de enero,
fiesta del Bautismo del Señor. Un tiempo celebrativo especial con su
secuencia e intensidades celebrativas, donde hay solemnidades (Navidad,
con su octava, Santa María madre de Dios y Epifanía), fiestas (Sagrada
Familia, Bautismo del Señor, san Esteban, san Juan y los Santos inocentes) y
el resto de los días, todos ellos días de gracia, unidos por la celebración del
misterio del Verbo hecho hombre, nacido para nuestra salvación, su infancia,
vida oculta y primeras manifestaciones al inicio de su vida pública.
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Otro prejuicio o esquema mental extendido es -ya se ha apuntado un poco-


tener como referencia del tiempo de navidad únicamente el nacimiento del
Niño Jesús y otros puntuales episodios de la infancia, todos ellos muy
inocentes y tiernos, proclives al sentimentalismo y al folklore. Para la
Iglesia, tal como lo expresa en la liturgia, el tiempo de navidad es un tiempo
de celebrar los comienzos de nuestra salvación, es, en cierto modo, la
celebración inicial de la Pascua, por tanto, del misterio pascual. El niño
que nace es el Redentor, que va a redimir a la humanidad del pecado
muriendo en la cruz; el Verbo toma un cuerpo humano para sufrir y morir.
La cruz está ya, en navidad, en el horizonte y la vemos en la pobreza de
Belén, en la huida a Egipto, en las fiestas de los Santos Inocentes o de san
Esteban. No es, en consecuencia, la navidad un tiempo de jolgorios, alegrías
superficiales y diversiones, como no lo fue para María y José, ni un tiempo
del que habría que esperar ausencia de cruz. La cruz más intensa –porque
cruz siempre ha de haber-, si llegara de algún modo en este tiempo, no es
una desgracia ajena a la navidad, sino un ingrediente más. Será más
auténtica la navidad en un hospital o en un campo de refugiados, si se vive
con fe; será, sin lugar a dudas, más semejante a la primera navidad.
Luego, cada país, de acuerdo a sus costumbres, tiene sus propios matices
que, de no estar atentos, tienden a distorsionar el rostro de la verdadera
navidad cristiana. En Venezuela, por ejemplo, se da tanto peso a la novena
anterior a la navidad, del 16 al 24, con elementos ya navideños, como el
canto de villancicos (aguinaldos), color blanco, canto del gloria…, que
prácticamente todo termina cuando debería empezar: la Misa de nochebuena
es el culmen religioso y el 31 y 1, con su tinte pagano, el final de estas
fiestas. En España, la navidad, en el subconsciente popular, se prolonga
hasta el día 6 de enero, Día de Reyes, pero ésta es ya una fiesta que ha
perdido totalmente su sentido e incluso el nombre de Epifanía, para quedar
reducida a Cabalgatas de Reyes y regalos, excluyendo además los últimos
días navideños hasta la fiesta del Bautismo del Señor. No quiero decir que
haya que suprimir estas actividades ni menos despreciar la piedad popular,
pero sí discernir y mirar con espíritu crítico.
Es necesario, pues, separar la paja del grano e incluso poner cada cosa en
su lugar, de acuerdo a una jerarquía de valores. ¿Cómo conseguir esto? Un
31

modo práctico es leer los textos litúrgicos de todos estos días: antífonas,
oraciones, lecturas, prefacios… y detenerse un poco a meditarlos y
confrontar su mensaje con nuestros esquemas e ideas. Hoy, gracias a Dios,
esto es fácil pues son abundantes, en todos los países, los folletos que
contienen toda la liturgia navideña y pueden verse por internet.
Para el día de Navidad, la actual liturgia de la Iglesia tiene cuatro Misas:
de la vigilia, de medianoche, de la aurora y del día, cada una con sus propias
oraciones y lecturas bíblicas. En la conciencia popular, la más destacada es
la de medianoche (“La Misa del Gallo”), al suponer que el nacimiento de
Jesucristo tuvo lugar a esa hora o tal vez haciendo un parangón con la
Vigilia pascual; sin embargo, la Iglesia pone la centralidad en la Misa del
día. Y en ella escuchamos unos textos bíblicos que, a primera vista, nada
tienen que ver con la navidad, pues no hablan del niño que nace ni de María
y José ni de pastores, pero que nos elevan o nos hacen penetrar en una visión
mucho más profunda del misterio de la encarnación del Verbo.
La Palabra se hizo carne y hemos contemplado su gloria
Es verdad que el Verbo del Padre nació de mujer una sola vez, pero sigue
hecho carne, está ahí, encarnado, para que podamos verlo, oírlo, tocarlo y
contemplar su gloria. Quien nos anuncia hoy esta buena noticia es la Iglesia
y es en la misma Iglesia donde podemos contemplar la gloria del Verbo
encarnado. La Iglesia misma es el Cuerpo de Cristo. Es, de manera especial
(no únicamente, por supuesto, como diré más adelante), en las celebraciones
litúrgicas, donde le vamos a ver, tocar, oír y contemplar. Para quienes
tenemos ya fe, esto no nos resultará difícil, con un poco de esfuerzo que
hagamos por actualizarla y proyectar su luz al participar en la celebración
eucarística. Ahí, además de verle, tocarle, oírle y contemplarle vamos a
poder incluso comerle, entrar en comunión más íntima con él, hacernos
nosotros también Verbo encarnado. El ambón y la mesa eucarística son
ahora el pesebre desde el cual se nos da.
¿Y qué pasa con quienes están alejados, con quienes ya no tienen fe o nunca
la han tenido? El evangelio de la Misa del día advierte que “la luz brilla en la
tiniebla y la tiniebla no la recibió” y también que “vino a su casa y los suyos
no la recibieron”, pero la Luz, la Palabra, no ha venido al mundo para ser
rechazada sino para que el mundo se salve por medio de ella. Nosotros,
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que escuchamos de la Iglesia la buena noticia del Salvador, no podemos


dejar de anunciarla al mundo. “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies
del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la
victoria –leemos en la primera lectura de la Misa del día-. Y verán los
confines de la tierra la victoria de nuestro Dios!” Tú tienes que ser, esta
navidad, ese mensajero. Pero sólo si le has contemplado, visto, oído y tocado
y has quedado radiante por el esplendor de su gloria, lo anunciarás con
eficacia.
Es una costumbre de estas fechas hacer e intercambiarse regalos. El mejor
regalo que podremos hacer a cualquiera con quien nos encontremos estos
días será ponerle en contacto con Jesús: que, quiera o no quiera, lo tenga
delante; que, al vernos, oírnos, tratarnos, Jesús se le muestre. Así se les
quiere mostrar a quienes no tienen fe o la han perdido. En la Eucaristía y
demás sacramentos, en los pastores de la Iglesia, Jesús se muestra más
claramente a los que ya creen, pero a los que no tienen fe quiere dárseles a
conocer en sus testigos y mensajeros. Jesús es, por sí mismo, inmensamente
más atractivo que cualquier otra cosa o cualquier otra persona; si la
gente lo rechaza es que, en realidad, está rechazando un falso Jesús o porque
el “envoltorio” a través del cual se presenta lo hace desagradable o repulsivo.
¡Santa y feliz Navidad!

-O-O-

Entonad los aires / con voz celestial:


“Dios niño ha nacido / pobre en un portal”.
Anúnciale el ángel / la nueva al pastor,
Que niño ha nacido / nuestro Salvador.
Adoran pastores/ en sombras al Sol,
Que niño ha nacido, / de una Virgen Dios.
Haciéndose hombre / al hombre salvó.
Un niño ha nacido, / ha nacido Dios. Amén
(Himno litúrgico)
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NAVIDAD –MISA DE MEDIANOCHE-


Lecturas:
Is 9,1-3.5-6. Un hijo se nos ha dado.
Sal 95. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.
Tt 2,11-14. Ha aparecido la gracia de Dios a todos los hombres.
Lc 2,1-14. Hoy nos ha nacido un Salvador.

DECÁLOGO FESTIVO DE NAVIDAD


Siguiendo los textos litúrgicos de la Misa de Medianoche, vamos a trazar un
pequeño decálogo de la fiesta de Navidad. Decálogo significa sencillamente
“diez palabras”. En este caso, diez palabras sobre el misterio del Dios hecho
hombre, del Verbo encarnado, del Salvador del mundo, del Niño que dio a
luz María.
Navidad, fiesta de la Luz
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían
en tierra de sombras, una luz resplandeció” (Is 9, 1). Navidad es fiesta de
luz, al igual que la Pascua, porque el que nace es la Luz del mundo. Las
ciudades, los pueblos, las casas… todo se adorna de luces –dejemos a un
lado las motivaciones de cada uno- recordando que es posible salir del túnel
oscuro, de la oscuridad en que vive el mundo, en que vivimos, mucho o
poco, todos los humanos. Sí, es posible vivir en la luz, en la verdad, porque
en un Hombre resplandece la Luz eterna.
Navidad, fiesta de alegría
“Engrandeciste a tu pueblo e hiciste grande su alegría” (Is 9, 2). Isaías habla
de la alegría de la cosecha y la alegría del reparto del botín, pero la razón de
esta alegría es que Dios quebranta el pesado yugo, la barra que oprime los
hombros y el cetro del tirano. Imágenes de liberación. Navidad es tiempo de
ser liberados del yugo del pecado, pesado yugo, y de tantas opresiones que
nos hunden. Esa puede ser la razón principal de la alegría en estos días. En el
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evangelio, los ángeles hablan de una buena noticia que causará una gran
alegría a todo el pueblo.
Navidad, fiesta de un nacimiento
“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” que se llama “Consejero
admirable, Dios poderoso, Padre sempiterno, Príncipe de la paz” (Is 9, 5).
Eso es ante todo navidad: celebración de un nacimiento: “hoy en la ciudad
de David les ha nacido un Salvador”. Y esa es la causa principal de la gran
alegría. Vivimos en un mundo hostil a la natalidad, el niño imprevisto
(“no deseado”) ha pasado a ser una especie de “enfermedad” a evitar o a
destruir. Y hoy se nos invita a alegrarnos por el nacimiento de un niño,
un niño aparentemente muy pobre, pero muy grande.
Navidad, fiesta de paz
Es “Príncipe de la paz, para extender el principado con una paz sin límites”
(Is 9, 6). Su nacimiento es cantado por los ángeles como momento para la
gloria de Dios en el cielo y la paz a los hombres de buena voluntad. Ese niño
trae la paz. Nosotros podemos deseárnosla unos a otros, Él no la da.
Navidad es tiempo para recuperar la paz, tiempo para crecer en paz,
tiempo para hacer las paces, tiempo para sembrar la paz, tiempo para
aprender a vivir en paz en medio del barullo.
Navidad, fiesta de salvación
La luz, la alegría, la paz, son signos de la salvación que este niño nos trae.
“Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2). “Se ha
manifestado para salvar” dice el apóstol Pablo en la segunda lectura. Todo el
adviento hemos venido escuchando el mismo mensaje: viene a salvar.
Dejémonos salvar. Si estas cuatro semanas de adviento nos han convencido
de que necesitamos salvación, ahora es el momento privilegiado para
recibirla. Estemos, pues, muy atentos estos días, no sea que en vez de
salvación abramos las manos para recibir “el mundo” y las cerremos al
Salvador. Porque la salvación es, antes que nada, encontrarse con él,
abrazarle, nutrirse de él, dejarse cautivar por él.
Navidad, fiesta de gracia
Gracia es gratuidad, don gratuito, regalo. “La gracia de Dios se ha
manifestado para salvar a todos los hombres y nos ha enseñado a renunciar a
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la irreligiosidad y a los deseos mundanos, para que vivamos ya desde ahora


de una manera sobria, honrada y fiel a Dios” (Tit 2, 11). Gratuitamente el
Señor se nos da, “un niño se nos ha dado”, Él mismo es la Gracia. Dándose
nos ofrece la posibilidad de vivir una vida nueva.
Navidad, fiesta de la manifestación de Dios
Sí, Dios y su gloria se nos muestran. Los primeros destinatarios de esta
revelación o manifestación fueron los pastores. Quedaron envueltos en gloria
de Dios y su luz. Esta fue la manifestación espectacular, pero la más intensa
se produjo cuando vieron al niño. La misa del Día destaca más este aspecto:
el Verbo, la Palabra, Aquel que es expresión del Padre, nos lo ha dado a
conocer. Nos lo da a conocer más profundamente este año. Cristo se nos
quiere manifestar, revelar, comunicar y mostrarnos más vivamente al Padre.
Por otra parte, se manifiesta para salvar, se manifiesta salvando.
Navidad, fiesta de lo imprevisible
O lo que es lo mismo: fiesta de la providencia. Imprevisible fue el viaje a
Belén, imprevisible el nacimiento en el establo y otros acontecimientos que
vinieron después… Imprevisibles desde nuestro punto de vista, pero todo
perfectamente guiado por la providencia de Dios. Aunque nos duela, hay
que estar abiertos a lo imprevisto: mucha gente pasa la navidad en el
hospital, otros mueren estos días… Abiertos a la providencia de Dios, que
hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman y que viene
“en cada acontecimiento y cada hombre”. Navidad como apertura a lo
imprevisible es también apertura privilegiada al Salvador.
Navidad, la fiesta de los pobres
De los pobres de Dios, de los pobres de espíritu. Pobre el Niño, pobres María
y José, pobres los pastores… El consumismo –espectáculos, viajes, comida,
bebida, regalos, diversión…- tan acentuado en estos días, es un serio
obstáculo para vivir la navidad como fiesta cristiana. Las cosas son así: nos
llenamos y saciamos de “mundo” y el hambre y sed de Dios disminuyen,
como al enfermo que no le provoca comer. Sólo un corazón vacío, pobre,
es “pesebre” dispuesto a recibir al Señor y sus dones. Dios se deja ver de
los que tienen hambre y sed de él.
Navidad, fiesta de contemplación, glorificación y alabanza de Dios
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María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. Los


ángeles cantan la gloria de Dios. Los pastores, “después de verlo, contaron lo
que se les había dicho de aquel niño y, cuantos lo oían, quedaban
maravillados, y se volvieron a sus campos alabando y glorificando a Dios
por todo cuando habían visto y oído”. Sólo de la contemplación de la gloria
de Dios manifestada en Cristo puede surgir la glorificación y la alabanza de
Dios y el anuncio. No deberíamos dar por sabida la navidad, tal vez
hemos perdido la capacidad de admiración y de quedar maravillados ante el
Misterio.
Hermano, hermana, dudo si decirte ¡feliz navidad! porque es un mero
formalismo y una frase hecha que ya no dice –sinceramente- nada.
Simplemente quisiera pedir al Señor y desearte: ¡Vive la Navidad! ¡Gózate
en el Señor de la navidad! ¡Sufre con fe la navidad! ¡Comparte la navidad!
-o-o-
No la debemos dormir
la noche santa
No la debemos dormir.
La Virgen a solas piensa
qué hará
Cuando al Rey de luz inmensa
parirá,
Si de su divina esencia
temblará,
o qué le podrá decir.
No la debemos dormir
la noche santa,
No la debemos dormir.
(Himno litúrgico)
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NAVIDAD –MISA DEL DÍA-


Lecturas:
Is 52,7-10. Los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios.
Sal 97. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro
Dios.
Hb 1,1-6. Dios nos ha hablado por su Hijo.
Jn 1,1-18. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

NAVIDAD, TIEMPO DE ESCUCHA Y ACOGIDA


Tiempo de navidad y epifanía
Es fácil, después de las cuatro semanas de adviento, llegar a la fiesta de
Navidad y “bajar la guardia”: llegó ya la navidad y ahora a despedir el año,
recibir el nuevo… y ¡misión cumplida! El adviento ha sido una preparación
para poder celebrar debidamente el tiempo de navidad, un tiempo litúrgico
que va desde la noche del día 24 de diciembre hasta la fiesta del Bautismo
del Señor.
Si vivir bien el adviento, en estos tiempos, resulta difícil, más difícil si cabe
resulta vivir bien el tiempo litúrgico de la navidad. Aun los más
“fervorosos” tienden a decaer una vez celebrado el día 25. Viajes y otras
actividades, que le sacan a uno de su horario habitual, las parroquias –o
digámoslo claramente: los párrocos- que se toman unos días de “descanso”
incluso en la celebración eucarística (¡?), la ausencia de los encuentros
habituales de oración o reflexión porque “todo el mundo se va”…, influyen
en que esos días se ore menos e incluso se participe menos en la Eucaristía.
Por otra parte, ciertas reuniones y encuentros familiares en general triviales,
en los que se participa por “compromiso”, la celebración mundana –pagana-
del 31 (nochevieja) y del año nuevo, con la sensación de que ya todo
terminó…, contribuyen también a desvirtuar, aun en los más fervorosos, la
vivencia cristiana del tiempo de navidad y epifanía. Creo que no estoy
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haciendo una descripción errada, aunque sea pesimista, sino realista. Sería
bueno recordar aquí las palabras de Jesús “vigilen y oren para no caer en
tentación”. Dicho esto, pasemos a comentar brevemente los textos de la Misa
del día de Navidad.
La reflexión de la Misa de Medianoche la titulé “Decálogo festivo de
Navidad” y ésta pensaba haberla titulado “Decálogo reflexivo de Navidad”,
pero luego me pareció mejor “Decálogo contemplativo” o “Decálogo
receptivo”. Porque las lecturas de esta Misa del Día presentan una lectura
“teológica” de la encarnación del Verbo, más adecuadas para reflexionar y
contemplar. Si los textos de la noche parecen más aptos para festejar, estos
del día invitan a recibir, no vuelva a repetirse que “vino a los suyos y los
suyos no lo recibieron”. ¡Ah! Y al final he decidido no ponerle título.
Tiempo de escuchar y contemplar
Siempre es tiempo de escucha, pero particularmente estos días de navidad,
porque el Niño –infante (literalmente: el que no habla)- es también el
Verbo, la Palabra. Isaías, en la primera lectura, dice que es hermoso ver
correr sobre los montes al mensajero que anuncia la paz y trae la buena
nueva, al mensajero que pregona la salvación. También los centinelas de la
ciudad alzan la voz y, todos a una, gritan. Dios nos grita estos días. Grita
con voz de niño, tal vez por eso nos cuesta escucharle. ¿Y qué grita el
Señor? ¿Qué gritan sus mensajeros? Una buena noticia. Que Dios ama al
hombre, que Dios rescata y consuela a su pueblo.
Es tiempo de escucha porque “en distintas ocasiones y de muchas maneras
habló Dios en el pasado a nuestros padres por boca de los profetas, ahora, en
estos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo”. El Hijo nos ha
revelado al Padre. El Verbo de Dios, “resplandor de la gloria de Dios, la
imagen fiel de su ser”, nos habla de su Padre. Nos habla de nuestro Padre,
porque “a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de
Dios”. En estos días, nuestro Padre celestial quiere, por Jesús,
manifestársenos más íntimamente. Los centinelas del libro de Isaías dicen
que “ven con sus propios ojos al Señor que retorna a Sión” y que “el Señor
descubre su santo brazo a la vista de todas las naciones y toda la tierra verá
la salvación que viene de nuestro Dios”.
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“Toda la tierra ha visto al Salvador”, respondemos a las estrofas del salmo


97. Toda la tierra… ¿y yo? “El Señor –dice el salmo- ha dado a conocer su
victoria y ha revelado a las naciones su justicia. La tierra entera ha
contemplado la victoria de nuestro Dios”. La tierra entera… ¿y yo?, ¿seré
capaz de contemplar la victoria del Salvador en mi propia vida? El himno
navideño nos anuncia: “ver a Dios en la criatura, ver a Dios hecho mortal y
ver en humano portal la celestial hermosura”. Ver, ver, contemplar… “¡Gran
merced fue en aquel día la que el hombre recibió! ¡Quién lo viera y fuera
yo!”. Puedes ser tú, puedo ser yo, sin lugar a dudas.
Tiempo de recibir y adorar
El Verbo se deja escuchar, se deja ver y se deja tomar. “La Palabra se hizo
hombre y habitó entre nosotros”. Se la puede ver, tocar y recibir. “De su
plenitud –dice san Juan en el evangelio- hemos recibido todos gracia sobre
gracia”. Su nacimiento humano nos ha hecho capaces de nacer de Dios,
haciendo así realidad lo que pedimos en la oración colecta: “concédenos
participar de la vida divina de Aquel que ha querido participar de nuestra
humanidad”. Habríamos de darles vueltas y vueltas a todas estas realidades y
pedir una conciencia más viva de su grandeza. El Verbo es vida y luz y así se
nos da, como “luz verdadera que ilumina a todo hombre” y como vida
eterna que nos hace divinos. El Verbo está lleno de “gracia y de verdad” y
por Él nos llegan a nosotros.
San Juan nos advierte que “el mundo no lo conoció”, que “vino a los suyos y
los suyos no lo recibieron”, que “la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas
no la recibieron”. Sabemos por experiencia que lo dice también por nosotros,
este año, aquí y ahora. Él es la Palabra, pero ¿lo vas a escuchar? Él es la luz,
¿te vas a dejar iluminar por Él? Él es la vida, ¿lo vas a vivir? Lleno de gracia
y verdad, ¿estás dispuesto a recibir gracia sobre gracia? Es el revelador del
Padre, ¿tienes verdadero interés en contemplar su gloria?
Creo que viene a cuento el refrán “el mayor desprecio es no hacer aprecio”.
¿Serías capaz de mostrarte indiferente hacia un familiar, un compañero, una
amiga, que viene a hablar contigo y darte un regalo, simplemente por estar
ocupado en cualquier juego o porque el regalo no te interesa mucho? Visto
objetivamente sería realmente terrible que venga a nosotros El amigo, El
maestro, El Señor, la Luz, la Vida, el Verbo hecho hombre… para
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comunicársenos, mostrarnos a Dios y darnos vida, Espíritu, y, ocupados en


cualquier cosa, digamos con la actitud o los hechos “mañana le abriremos,
para lo mismo responder mañana”.
Y de la mano de la recepción viene la adoración, porque la Palabra es
Dios: “adórenlo todos los ángeles de Dios”, “vengan naciones y adoren al
Señor, porque hoy ha descendido una gran luz sobre la tierra” (Antífona del
Aleluya). ¿Será posible adorar al Niño y, al mismo tiempo, rendir culto a los
ídolos de la navidad secularizada?
Tiempo de creer
La puerta que se abre para recibirle y adorarle es la puerta de la fe. Una
puerta –dijo Benedicto XVI en la Carta de convocatoria del Año de la Fe-
que “está siempre abierta para nosotros”. La receptividad y la adoración van
de la mano de la intensidad de la fe, es decir, del darse cuenta de la grandeza
del Don, y de la intensidad de la esperanza, del desearle y desear sus dones
con confianza. ¡Escucha, contempla, cree, recibe y adora! ¡Qué gran
navidad!

-O-O-

Hoy grande gozo en el cielo / todos hacen,


porque en un barrio del suelo / nace Dios.
¡qué gran gozo y alegría / tengo yo!
Mas no nace solamente / en Belén,
Nace donde hay un ardiente / corazón.
¡Qué gran gozo y alegría / tengo yo!
Nace en mí, nace en cualquier, / si hay amor;
Nace donde hay verdadera / comprensión.
¡Qué gran gozo y alegría / tiene Dios! Amén
(Himno litúrgico)
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SAGRADA FAMILIA
Lecturas:
Si 2-6.12-14. El que teme al Señor honra a sus padres.
Sal 127. ¡Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos!
O bien: Gn 15,1-6; 21,1-3. Te heredará uno salido de tus entrañas.
Sal 104. El Señor es nuestro Dios, se acuerda de su alianza eternamente.
Col 3, 12-21: La vida de familia vivida en el Señor.
O bien: Hb 11,8.11-12.17-19. Fe de Abrahán, de Sara y de Isaac.
Lc 2,22-40. El niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría.

EL FUTURO DEL MUNDO SE JUEGA EN LA FAMILIA


El domingo que cae dentro de la Octava de Navidad, entre el 25 de
diciembre y el 1 de enero, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. La
Iglesia sabe que el futuro, del mundo y de sí misma, se juega, en gran
medida, en la familia. Todavía resuenan los ecos de los sínodos sobre la
vocación y misión de la familia, con su exhortación apostólica Amoris
laetitia (buena ocasión para leerla o releerla estos días de navidad).
Decía el Papa Francisco en una catequesis: “Jesús nació en una familia. Él
podía venir espectacularmente, o como un guerrero, un emperador… No, no.
Viene como un hijo de familia, en una familia. Por eso es importante mirar
en el pesebre esta escena tan bella. Dios ha querido nacer en una familia
humana, que ha formado Él mismo. La ha formado en una aldea remota
de la periferia del Imperio Romano” (17/12/2014). Nuestra mirada
contemplativa se fija hoy, pues, en la familia y, más concretamente, en la
Sagrada Familia de Nazaret.
Encontraron a María, a José y al Niño
Cuando los pastores fueron al lugar donde les habían indicado los ángeles,
encontraron a María, a José y al Niño: una mujer, madre y esposa, un
hombre, padre –en este caso adoptivo- y esposo y un hijo. Parece obvio. Sin
embargo, hoy se nos quiere convencer de que no tiene por qué ser así, de que
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familia puede ser cualquier agrupación de personas (no es necesario que te


detalle las diversas posibilidades). Los cristianos no podemos aceptar esta
imposición ideológica. No podemos callar. Familia es hombre y mujer,
unidos en matrimonio y abiertos a la vida. El Papa, en la catequesis
citada, se pregunta por qué “este Dios que viene a salvarnos ha perdido
treinta años, allí” y responde: porque “¡lo que era importante allí era la
familia! Y eso no era un desperdicio”. La familia es importante por sí
misma, como comunidad de vida y amor. La familia no puede ser una
agrupación puramente funcional y menos en función de intereses
meramente subjetivos. Cuando lo que importa es la necesidad sentimental o
sexual, “mi” felicidad, “mi” realización personal, una convivencia sin
fecundidad o una fecundidad programada y raquítica, “mi proyección
profesión”, el bienestar material… y no la comunión de personas, entonces,
la estabilidad, el amor, la fidelidad, la armonía… todo es demasiado frágil.
Más aún, cuando, en una familia de bautizados, Jesucristo no está o no es el
centro, estamos ante una familia “descentrada”; en estos tiempos será un
milagro que pueda mantenerse en pie durante largo tiempo. “Cada
familia cristiana --como hicieron María y José-- puede antes que nada
acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer
con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en
nuestras jornadas al Señor. Así hicieron también María y José, y no fue fácil:
¡cuántas dificultades tuvieron que superar! Esta es la grande misión de la
familia, ¿eh? Hacer sitio a Jesús que viene, recibir a Jesús en la familia, en
la persona de los hijos, del marido, de la mujer, de los abuelos, porque Jesús
está allí. Acogerlo allí, para que crezca espiritualmente en esa familia”
(Francisco).
Por otra parte, no podemos olvidar que, cuando Jesús inició su vida pública,
reunirá en torno a sí un grupo de discípulos, germen de una comunidad
universal (católica), que ahora llamamos Iglesia. Cada familia cristiana es
parte de esa gran Familia, de esa Comunidad universal, a la que no pertenece
por lazos de sangre sino de fe; madre y hermanos de Jesús son ahora los que
escuchan su palabra y la cumplen. También María Y José son parte de esta
gran familia, miembros especiales, excepcionales, porque en ella –en la
familia de Jesús- siguen desempeñando una misión de madre y padre, una
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maternidad y paternidad espiritual inmensamente más extensa que la que


ejercieron con Jesús.
Por fe obedeció Abrahán a la llamada y salió sin saber adónde iba
La primera y segunda lecturas de esta fiesta, en el ciclo B, nos presentan la
familia de Abrahán, Sara e Isaac. Y más concretamente, su obediencia y fe.
La Carta a los Hebreos dice: “por fe, obedeció Abrahán a la llamada y salió
hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba”. La
vida cristiana, en general, y la vida matrimonial y familiar, en particular,
suponen una salida existencial, un ponerse en camino. Nadie conoce los
detalles. Podemos saber hacia dónde vamos, en qué dirección hemos de
caminar –desgraciadamente hay muchos que ni siquiera se lo plantean-, pero
desconocemos las circunstancias concretas. Se trata, pues, de un camino en
fe y en obediencia.
Quienquiera que desee recorrer este camino debe saber que ha de estar
dispuesto renunciar a sus proyectos personales y aceptar el proyecto de
Dios, que será indudablemente un proyecto inmensamente más fecundo. Ya
conoces el camino de Abrahán: salió de su tierra y peregrinó fiado de Dios,
que lo fue llevando por países extranjeros; pero lo que más le preocupaba a
Abrahán era que veía su futuro cerrado porque no tenía hijos. Dios le
promete descendencia que, sin embargo, ésta tarda en llegar. No obstante,
Dios cumple sus promesas: “el Señor cumplió a Sara lo que le había
prometido, ella concibió y dio a luz un hijo a Abrán, ya viejo, en el tiempo
que había dicho”. Dios cumple y apoya: “no temas, Abrán, que yo soy tu
escudo”. También el Señor dice hoy a los esposos, a las familias: “yo estoy
con ustedes todos los días hasta el fin del mundo, no teman, yo soy su
escudo”.
A María y a José no les fue fácil. “¡Cuántas dificultades tuvieron que
superar! No era una familia de mentira, no era una familia irreal”, afirma el
Papa Francisco. Lo vemos estos días de adviento y navidad: un embarazo
imprevisto, un esposo desconcertado, decisiones difíciles, tal vez
comentarios irónicos y pérdida de reputación, un viaje inesperado ya en los
últimos días de gestación, huida repentina a un país extranjero y la vida
sacrificada en una aldea remota de la periferia del Imperio Romano.
También su vida de familia fue una salida existencial, una renuncia a sus
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propios proyectos personales, un ponerse en camino sin saber exactamente


hacia donde, en fe y obediencia a Dios.
Siglos antes, también Abrahán, después de haber visto cumplida la promesa,
fue puesto duramente a prueba: Dios le pidió que le ofreciera en sacrificio
a su hijo. La carta a los Hebreos alaba la gran fe de Abrahán que “pensó que
Dios tiene poder hasta para resucitar muertos y, puesto a prueba, ofreció a
Isaac y era su hijo único lo que ofrecía, el destinatario de la promesa”. Tú
conoces mejor que yo las pruebas y dificultades por las que hoy pasan las
familias. Más aún si quieren vivir como familias auténticamente cristianas.
Hoy puedes recordar las tuyas (tus pruebas y dificultades), pero hazlo a la
luz de la historia de Abrahán y de la Sagrada Familia. Pídeles que te
alcancen del Señor una fe como la suya. Paradójicamente, en la entrega de
todo a Dios está la garantía del futuro. Nada que se le entrega a Dios se
pierde. Abrahán “recobró a Isaac como figura del futuro”. Ninguna pareja,
ninguna familia que se ponga totalmente en las manos de Dios verá frustrada
su esperanza. La entrega mutua al Señor es lo que hace posible que esposo y
esposa puedan entregarse el uno al otro. La seguridad que brota de haber
puesto la confianza en Dios, se torna en confianza y fidelidad mutuas. En el
abandono de seguridades humanas, en la renuncia a guardarse una carta
debajo de la manga “por si acaso”, está la base para vivir y mirar con
seguridad hacia el futuro.
Cuando uno pretende tenerlo todo bajo el propio control y estar asegurado
teniendo a mano mil apoyos humanos, es cuando todo es más frágil e
inseguro. Nunca como en estos tiempos ha habido tantos medios humanos
donde apoyarse (técnicos, económicos, sanitarios, laborales, educativos,
psicológicos…), posibilidades, seguros para todo, más libertad… y, sin
embargo, ya vemos lo frágil e inestable de las relaciones humanas. Sólo el
Señor es “mi Roca firme”, también para la familia.
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SANTA MARÍA MADRE DE DIOS


Lecturas:
Nm 6,22-27. Invocarán mi nombre sobre los israelitas y los bendeciré.
Sal 66. El Señor tenga piedad y nos bendiga.
Ga 4,4-7. Dios envió a su Hijo nacido de una mujer.
Lc 2,16-21. Encontraron a María y a José y al niño. A los ocho días le
pusieron por nombre Jesús.
EMPEZANDO EL AÑO CON PERFUME DE MUJER
Es muy conocido el dicho o refrán de que “detrás de una gran hombre hay
siempre una gran mujer”, corregido ahora en el sentido contrario: “detrás de
una gran mujer hay un gran hombre”; por supuesto, no se puede generalizar.
Para nosotros, católicos, está muy claro que detrás del Verbo encarnado y
de san José, hay una gran mujer, en este caso, una gran madre y esposa. A
ella mira de modo especial la Iglesia el día último de la Octava de navidad y
primero del año civil, celebrando su maternidad divina: hoy es la solemnidad
de santa María Madre de Dios. No voy a aburrirte con el cuento de las
circunstancias históricas que llevaron, el año 431, al concilio de Éfeso, a
proclamar a María, no sólo Cristotokos (madre de Cristo), sino Theotokos
(madre de Dios), ya que el niño que de ella nació es Persona divina,
verdadero Dios y verdadero hombre.
Envió Dios a su Hijo nacido de una mujer
Dios, al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su propio Hijo nacido de
una mujer, María. Pero la celebración de hoy no mira sólo al pasado. Lo que
nos importa considerar y contemplar es que hoy, en estos tiempos, el Padre
sigue dándonos también a su Hijo de la mano de María. El concilio
Vaticano II afirmo que María “dio a luz al Hijo a quien Dios constituyó
como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber, los fieles a
cuya generación y educación coopera con amor materno” (LG 63).
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En el nacimiento y crecimiento de Cristo en cada uno de nosotros, hay una


cooperación especial de María con el Espíritu Santo. En la venida del Señor,
esta navidad, a nacer en multitud de personas que se hallan en pecado y están
convirtiéndose, María tiene un papel particular. En los relatos evangélicos
que escuchamos a lo largo de estos días, vemos siempre al Niño al lado de su
madre. Pues bien, la venida, el nacimiento espiritual, del Señor a cada uno de
nosotros, se realiza de la mano de María.
Si, en la piedad popular, suele considerarse el mes de mayo como el tiempo
mariano por excelencia, en la Liturgia de la Iglesia el mes de María es el
adviento y la navidad. En ningún otro tiempo litúrgico está tan presente:
contamos con las grandes solemnidades de la Inmaculada y esta de hoy,
santa María Madre de Dios, la fiesta de la Sagrada Familia y la encontramos
en multitud de oraciones, antífonas, lecturas y demás textos litúrgicos.
Celebrar bien la navidad debería suponer un crecimiento también en nuestra
relación personal como María y en la participación en sus actitudes.
María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón
El texto evangélico de hoy destaca la actitud contemplativa de María. Por
dos veces, en el capítulo 2 de su evangelio, san Lucas afirma esta actitud de
María. La primera, en 2, 19, recoge su reacción ante las palabras de los
pastores y la segunda, en 2, 51, a la respuesta del adolescente Jesús en el
templo que debía ocuparse de los asuntos de su Padre. Lo que María
guardaba, meditaba y confrontaba, en su corazón, no eran sólo palabras que
había escuchado, sino palabras realizadas, palabras-acontecimiento. Por otra
parte, el imperfecto “guardaba” indica una acción constante, habitual, en
ella.
María guarda, en su corazón, lo que entiende y lo que no entiende, y le
da vueltas. ¿Y qué es lo que María guarda y medita? En el primer caso, se
trata de lo que dicen los pastores y ellos no pueden decir otra cosa que lo que
han oído a los ángeles: “no teman, les anuncio (les evangelizo) una gran
alegría, que será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de
David, un Salvador, el Mesías, el Señor”. ¡Eso es propiamente el kerigma!
Lo que María guarda y medita es ya el kerigma: ella es la primera
creyente, la primera discípula y modelo de todo discípulo.
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El Papa Benedicto XVI, en la audiencia del miércoles 17 de agosto de 2011,


comentando estos textos, dijo: “El que custodia no olvida. Ella (María) está
atenta a todo lo que el Señor le ha dicho y le ha hecho, y medita, es decir,
toma contacto con diversas cosas, profundizándolas en su corazón”. María
cree y ve cómo se van realizando en ella la encarnación y el nacimiento de
Jesús, realidades tan grandes y maravillosas que necesitan un proceso de
interiorización; “María busca – dice el Papa- profundizar en el conocimiento,
interpretar el sentido, comprender sus implicaciones y consecuencias. Así
día tras día, en el silencio de la vida ordinaria, María continuó
custodiando en su corazón, los siguientes sucesos maravillosos de los que
fue testigo, hasta la prueba extrema de la Cruz y la gloria de la
Resurrección”. Como ella, vivamos nosotros este tiempo en espíritu
contemplativo y pidámosle la gracia de perseverar en él.
Madre, ¡bendición!
Existe todavía en muchos lugares la costumbre de pedir la bendición a
padres, padrinos y sacerdotes. Hoy le pedimos a María, nuestra madre en la
fe, y por medio de ella a Dios nuestro Padre celestial, su bendición. Dios
mismo se adelantó a decir a Moisés cómo tenía que bendecir Aarón a los
israelitas: “el Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. En el comienzo
del año civil, Dios anuncia su promesa de bendición. Sin embargo, Dios ya
nos está bendiciendo, la gran bendición de Dios Padre es Jesús, su Palabra
eterna pronunciada en el tiempo para bendecir al mundo.
Podemos decir, con toda propiedad, que Jesús es bendición, protección,
iluminación, rostro amigo, favor, mirada y paz de Dios. Todo lo que la
bendición de Aarón imploraba sobre el pueblo nos ha sido dado en Jesús de
Nazaret. La petición del salmo “el Señor tenga piedad y nos bendiga” se
cumple con creces en el Niño nacido de María que nos ha sido dado. María
nos bendice dando a luz, dándole al mundo, al que es la Palabra salvadora
del Padre. Por supuesto que Dios nos va a bendecir con otros muchos bienes
materiales, pero ninguno, sin comparación, como el regalo de su propio Hijo.
“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer,
nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que
recibiéramos el ser hijos por adopción”. En Jesús, Dios Padre nos ha
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bendecido haciéndonos sus propios hijos, dándonos parte en su propia vida


divina; somos “hijos en el Hijo”. “Ya no eres esclavo sino hijo”. Estamos
llamados a vivir como hijos, en la libertad que nos da nuestro Padre celestial
y en fraternidad, como hermanos.
El Papa Francisco tituló, su Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de
2015, No esclavos, sino hermanos. “El que escucha el evangelio, y responde
a la llamada a la conversión, -dice Francisco- llega a ser en Jesús «hermano
y hermana, y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo de su Padre (…)
Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado
diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha
dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay
millones de personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades–
privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la
esclavitud”.
La bendición de Dios que imploramos se convierte en tarea. “Sabemos que
Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano?
(cf. Gn 4,9-10). La globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la
vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de una
globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé esperanza y
los haga reanudar con ánimo el camino”.
Que Dios Padre te de su bendición, Jesús. Que Jesús te bendiga con su gracia
y su paz. Que la ternura de María se fija en ti y su rostro luminoso
resplandezca sobre ti. Santo y feliz Año nuevo.
-O-O-

Lucero del alba, / luz de mi alma /santa María.


Virgen y Madre, / hija del Padre / santa María.
Flor del Espíritu, /Madre del Hijo, santa María.
Amor maternal / del Cristo total, santa María. Amén
(Himno litúrgico)
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DOMINGO SEGUNDO DESPUÉS DE


NAVIDAD
Lecturas:
- Si 24, 1-2. 8-12. La sabiduría de Dios habitó en el pueblo escogido.
- Sal 147. R. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.
- Ef 1, 3-6. 15-18. Nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.
- Jn 1, 1-18. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

CONTEMPLACIÓN TRANQUILA DEL MISTERIO


En aquellos lugares donde no se celebra hoy la Epifanía del Señor, sino el 6
de enero, este domingo tiene sus textos litúrgicos propios. Nos invitan a una
contemplación tranquila del misterio santo que estamos celebrando estos
días y su significado salvífico. Volvemos a escuchar el Prólogo del
Evangelio de san Juan, que ya se proclamó en la Misa del día de Navidad.
Hemos de superar esa primera sensación de impotencia comprensiva o de
aburrimiento al escuchar este bello texto, leyéndolo despacio varias veces y
dejando que sus palabras y nuestra fe den paso a la Palabra, al Verbo del
Padre que habita en medio de nosotros.
La Palabra viene del silencio
La antífona de entrada está tomada de unos versículos del Libro de la
Sabiduría; dice así: “Un silencio sereno lo envolvía todo y, al mediar la
noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de
los cielos”. Desde el seno del Padre, donde moraba, desde el silencio eterno
de la Trinidad, ha venido la Sabiduría de Dios a establecerse en medio de
su pueblo. El silencio divino, el silencio de la Trinidad, no es soledad ni
vacío, sino habla de amor. El Padre pronuncia, desde toda la eternidad, una
sola Palabra, que es su Hijo.
Y la Palabra que viene del silencio viene también en silencio y al silencio.
“No gritará, no voceará por las calles”, dirá de él Juan Bautista. En silencio
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llegó hasta el seno de una muchacha de Nazaret. En silencio fue gestándose


en ella durante nueve meses. En el silencio de la noche fue dado a luz en
Belén. En silencio y ocultamiento fue creciendo en estatura, en sabiduría y
en gracia ante Dios y ante los hombres, en Nazaret, a lo largo de treinta años.
Y en silencio viene ahora a quien está dispuesto a recibirlo en fe. Viene del
silencio al silencio. Viene a donde hay un corazón dispuesto a dejar el ruido
del pecado y de la superficialidad.
En silencio ha echado raíces en un pueblo glorioso. En silencio ha plantado
su tienda en medio de nosotros. Nos acostamos un día y, al despertar a la
mañana siguiente, ahí estaba su tienda. Como el tabernáculo en el desierto,
como el arca de la alianza, se trata de una tienda de campaña, morada frágil,
fácilmente transportable, destinada a la itinerancia. Se ha hecho itinerante
para acompañar a cada hombre. Así habita el Hijo de Dios en medio de
nosotros, en cuerpo frágil, en humanidad en camino hacia el Padre. Y sin
embargo, ha echado raíces en un pueblo glorioso.
La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre
Viene del silencio, pero es Palabra, palabra que resuena en el mundo, que
expresa, que dice, que revela. Palabra que pide ser escuchada. Viene a
hablarte a ti personalmente, a invitarte a seguirle. A decirte que te ama, que
quiere ser tu amigo, que es tu Salvador. Es Palabra creadora, pues por
medio de ella se ha hecho todo. También tú has comenzado a existir por
medio de ella. El viene, nace, también este año, para recrear el mundo y, en
el mundo, a cada ser humano. Viena a empezar de nuevo o proseguir la
nueva creación que inició en cada bautizado.
Es también luz que ilumina a todo hombre. Es luz de las gentes. El mismo
dirá “Yo soy la luz del mundo”. A quien camina en medio de la noche, sin
linterna, una luz le sirve de punto de referencia. Pero la luz puede molestar a
quien prefiere la tiniebla. Por eso dice el apóstol que “la luz brilla en la
tiniebla y la tiniebla no la recibió… El mundo no la conoció”. ¿Y cómo
recibir la luz? ¿Cómo recibirla en la propia vida? ¿Cómo recibir a Jesús, Luz
del mundo? Mediante la fe. Navidad es tiempo para recuperar la fe, para
crecer en fe, para reavivar la fe.
Hemos contemplado su gloria
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Quienes creemos en él y celebramos con fe estos días, no podemos dejar de


contemplar su gloria. No se trata de nada espectacular, de resplandores
visibles o signos grandiosos. Su gloria es su peso, su grandeza, una grandeza
infinita. Su gloria es la gloria del mismo Dios, la gloria propia del Hijo único
del Padre, que, sin embargo, se manifiesta en la pequeñez. En un niño ha
aparecido y se ha hecho visible la gloria de Dios. Sólo los pequeños, los
humildes, los que apenas cuentan, son capaces de percibirla. Sólo con la luz
de la fe es posible abrirse a la contemplación de la gloria de la Palabra hecha
carne.
Su gloria es además gracia y verdad que se comunica, gloria que se
manifiesta dándose. Percibimos su gloria no sólo al contemplarle, sino al
recibir su gracia y verdad. Su gracia, su don gratuito, es, ante todo, Él
mismo que se entrega, que está dispuesto a la comunión e intimidad con
cada ser humano, participándonos al mismo tiempo su propia vida,
haciéndonos divinos, eternos. Estas cosas no son literatura sino la más pura
realidad, aquello por lo que el hombre vive; sin esto, sólo hay muerte y vacío
interiores.
Su verdad no es algo teórico, intelectual, sino el ser, la realidad. ¡Cuántas
vidas edificadas y vividas durante años y años en la mentira, la ignorancia, el
error, la hipocresía… y al final la sensación de fracaso y vacío! Grandes
buscadores de la sabiduría y la verdad -como Justino, Agustín, Edith Stein-
sólo cuando han conocido a Cristo han exclamado “¡aquí está la verdad!”.
Navidad es un tiempo para el encuentro con Aquel que es la Verdad y que
viene a hacer verdadera, auténtica y plena tu vida. Él te ha elegido para
que tu vida sea una vida plena, como corresponde a tu ser de criatura elevada
a la condición de hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina.
En él nos eligió antes de la creación del mundo
Dios Padre nos ha elegido, en Cristo, antes de la creación del mundo. Tú
eres un elegido, una elegida, de Dios. Quienquiera que seas, cualquiera que
sea tu situación: ya estés hundido en la degradación, desengañado de la vida,
metida hasta el cuello en la corrupción, asfixiada por los problemas,
desanimada por tus pecados… Hoy el Señor viene a decirte que Él te ha
elegido. Te ha elegido y destinado a una vida santa e inmaculada, a ser su
hijo adoptivo, para alabanza de su gloria.
52

Gran cantidad de seres humanos más que vivir se desviven, más que hacerse
se van destruyendo. Hay actitudes y comportamientos no sólo irracionales
sino infrahumanos, degradados. A diario somos testigos de cómo
desgraciadamente se deteriora, progresiva y aceleradamente, la sociedad,
familias que se destruyen, personas hundidas en el mal, en la corrupción, en
el orgullo y soberbia, esclavas del poder, del dinero y de las bajas pasiones.
Podemos buscar muchas razones coyunturales, superficiales, pero, en último
término, sólo hay una razón: el rechazo de Dios, el rechazo de Jesucristo, el
único Nombre en quien hay salvación.
San Pablo ora para que Dios dé a los efesios “espíritu de sabiduría y
revelación para conocerlo e ilumine los ojos de su corazón para que
comprendan cual es la esperanza a la que los llama”. Oremos también
nosotros, unos por otros, por nosotros mismos, por el mundo, para que la
celebración de esta Navidad abra el corazón de muchas personas a la
sabiduría y revelación de Dios, que los ojos de su corazón sean iluminados y
lleguen a comprender la grandeza a la que Dios los llama.
Como Juan Bautista, quienes ya conocemos a Jesús, seamos testigos de la
luz, para que todos puedan venir a la fe. No se es testigo de la luz
simplemente hablando de ella, sino siendo luz, ardiendo por dentro y
dejando que el fuego y calor de Dios simplemente aparezca. Madre de la luz,
ayúdanos a iluminar con la luz de tu Hijo Jesús.
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EPIFANÍA DEL SEÑOR


Lecturas:
Is 60, 1-6. La gloria del Señor amanece sobre ti.
Sal 71. Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra.
Ef 3,2-6. Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos.
Mt 2,1-12. Venimos de Oriente para adorar al Rey.

TAMBIÉN HOY ESTÁ, CON SU MADRE, EN LA CASA


Continuamos celebrando este tiempo de gracia y verdad que es la Navidad.
Hoy llegamos a la última de las tres solemnidades de este ciclo litúrgico:
la Epifanía del Señor. También en esta fiesta necesitamos alzarnos por
encima de los detalles con que la tradición popular ha rodeado a los Magos
(si eran reyes, si eran tres, sus nombres, de dónde venían, si viajaban en
camellos, si uno era negro, si se perdieron en el camino porque entonces no
había señales de tránsito…) e incluso por encima del relato literal del
evangelio, para poder contemplar el misterio que san Mateo quiso
transmitirnos: que Jesús se ha manifestado a todo mundo como Luz
salvadora. También muchos que se consideran creyentes más o menos
“practicantes” corren -corremos- el riesgo de quedarse tan deslumbrados por
la estrella (¡por tantas estrellas, incluso religiosas, pero superficiales!) que ni
siquiera se les pase por la mente ponerse en camino.
Los Magos y el Rey que ha nacido
El evangelio habla sólo de “unos magos de oriente”. ¿Quiénes son estos
magos? Son, por supuesto, paganos, gente que, según algunos, practicaban
la astrología, la adivinación y la medicina. Por ser Arabia la tierra del
incienso, se pensó que venían de allá. De todos modos, lo que san Mateo
quiere enseñar es que Jesús se manifiesta a los pueblos paganos. Estos
magos venidos de oriente representan a todas las naciones de la tierra. Nos
representan a nosotros, que no somos de raza judía. Los magos son primicias
de nuestra vocación y de nuestra fe, primicias del llamado universal a seguir
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a Jesús y encontrar en él la salvación. San León Magno dice que Jesús


“deseó inmediatamente darse a conocer a todos, él que se dignaba nacer por
todos”.
Si la tradición latina los ha convertido en reyes es porque vio cumplidas en
ellos las profecías de Isaías que escuchamos en la primera lectura: “y
caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora…
Vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas
del Señor”; y el salmo 71, que también se proclama en la celebración de hoy:
“que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones, que se postren ante
él todos los reyes y que todos los pueblos le sirvan”. A tantos
contemporáneos nuestros que se consideran reyes y dueños absolutos de sí
mismos y de sus posesiones y que, sin embargo, no son sino mediocres
magos, cautivos a veces de temores y supersticiones, abrumados por la
buena o mala suerte, Dios les da una señal, una luz, que los levante y ponga
en camino.
También hoy, esta Navidad, nace para todos. Todos los pueblos de la tierra,
junto con sus gobernantes, están invitados a ponerse en camino para
encontrar al Señor y adorarlo. Navidad es para todos. Todo el mundo debe
saberlo: “ha nacido el Rey de los judíos” y no sólo de los judíos sino del
mundo entero. La antífona de entrada de la Misa canta: “Miren que llega el
Señor del señorío: en su mano está el reino y la potestad y el imperio”. Sí, el
Niño que ha nacido es Rey. El Rey que establece el Reino de Dios. Todo el
mundo debe saberlo. “Los cielos publicaron la gloria de Dios -exclama san
León- y por toda la tierra resonó la voz de la verdad; desde la aurora hasta el
ocaso, retumbó la noticia del nacimiento del verdadero rey”.
La estrella
Al parecer, estaba extendida en aquel tiempo la creencia de que una estrella
aparecía en el cielo al momento de nacer un gran hombre. En Ap 22, 16,
Jesús mismo dirá que él es “el Lucero radiante del alba”. En el caso de los
magos, la estrella es la señal de que ha nacido un Rey y la luz de la
estrella un reflejo de la verdadera Luz que ellos buscaban. También hoy,
Dios hace brillar estrellas que impulsen a muchos ponerse en movimiento,
en búsqueda, hacia donde está el Rey y Salvador del mundo. Tomo de nuevo
prestadas las palabras a san León Magno para decirte que también tú
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puedes ser una de esas estrellas: “cualquiera que tiene en sí el brillo de una
vida santa, muestra a la multitud, como una estrella, el camino que conduce
al Señor”.
La estrella de la epifanía preludia ya el signo de la cruz. Cuando tiempos
atrás le preguntabas a un niño que cuál era la señal del cristiano, sin dudar te
respondía inmediatamente, hasta canturreando: “la señal del cristiano es la
santa cruz”. No es casualidad que la estrella conduzca a los magos a
Jerusalén, ciudad donde va a morir el Rey que buscan. Después de dejar
Jerusalén –continúa el relato evangélico-, la estrella reaparece y, al verla, se
llenaron de inmensa alegría. Hay una señal inapelable de la presencia de
Dios: la alegría de un creyente clavado a la cruz; un hombre con cáncer
terminal, por ejemplo, u otra enfermedad grave, que rezuma paz y alegría, es
una señal, una estrella, que no deja indiferente a nadie. Es la señal más
genuina del Salvador.
Herodes y Jerusalén
“Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y todo Jerusalén con él”. Hoy
muchos consideran a Dios un ser innecesario, algunos como una idea
superada que hay que rebatir e incluso un enemigo a destruir porque se
opone a la autonomía personal y a la felicidad; y como a Él no se le ve, se
convierten en centro de iras y rechazo los creyentes, especialmente los
cristianos. La nueva del nacimiento de un “rey de los judíos”, buena noticia
para los pastores y los magos, se le presenta a Herodes, en su mente
calenturienta, como amenaza e infortunio que hay que disipar y destruir
al precio que dé lugar.
Llama la atención que la ciudad depositaria de la Escritura, que espera el
cumplimiento de las promesas de Dios, y sus dirigentes, que tienen el saber y
conocen la Escritura, se ciegan y se niegan a ponerse en camino, mientras
que los representantes de la astrología van a postrarte ante el Rey. “Vino
a su casa y los suyos no lo recibieron”. Misterio de la libertad humana.
Misterio de la ceguera y rechazo de Jesús por parte de quienes dicen creer en
él y conocerle. Advertencia para todos nosotros que decimos conocer y
celebrar la navidad.
La casa
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La estrella vino a ponerse encima de donde estaba el niño. Y el Niño estaba


con María, su madre, en la casa. “Ambos estaban juntos, como lo
estuvieron en el Calvario, porque Cristo y su Madre son inseparables: entre
ellos hay una estrecha relación, como la hay entre cada niño y su madre”
(Francisco, 01/01/2015). Mientras los “creyentes” se quedan en Jerusalén,
los paganos entran en la Casa y adoran al Dios-Rey. Hoy, la Casa en la que
podemos con total seguridad encontrar al Redentor del mundo y adorarle es
la Iglesia. Las estrellas de Dios (el testimonio de los creyentes y tantos
signos que Cristo da al mundo), capaces de motivar la salida de la propia
situación y emprender la búsqueda, llevan a una meta: el encuentro con
Cristo Salvador en su Iglesia.
“Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la Iglesia y María
están siempre unidas… No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia,
escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la
Iglesia» (Pablo VI). En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que
nos lleva a Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la
relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que
se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros.
¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en nuestra
Santa Madre Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy: «Este es el
Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús
sigue haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos” (Francisco,
01/01/2015). En ella hemos de adorarlo y entregarle la ofrenda de nuestra
propia vida. En ella, en lo más valioso que Jesús le ha dejado, la Eucaristía,
se nos da Él hecho Pan de vida.
La celebración de la Epifanía debería suponer, cada año, un nuevo
comienzo, un levantarse y ponerse en camino o un proseguir con renovado
empeño, arrastrando a otros, a nuestro paso, al seguimiento. Madre de la
Epifanía, estrella y resplandor de la gloria del Verbo, ayúdanos a ser, en este
mundo incrédulo, luz sin velo.
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BAUTISMO DEL SEÑOR


Lecturas:
Is 42,1-4.6-7. Mirad a mi siervo, a quien prefiero.
Sal 28. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38. Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo.
Mc 1,7-11. Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
O bien: Is 55, 1-11. Acudid por agua; escuchadme y viviréis.
Sal: Is 12, 2-6. Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
1Jn 5,1-9. El Espíritu, el agua y la sangre.

AL JORDAN PARA SER UNGIDOS POR EL ESPÍRITU


Termina el tiempo de Navidad. El primer gran ciclo del año litúrgico,
adviento y navidad, concluye hoy con la fiesta del Bautismo del Señor.
Mañana empezamos la primera parte del Tiempo ordinario. Buen día hoy
para hacer balance y preguntarte: “¿cómo he vivido este tiempo litúrgico?,
¿cómo estoy espiritualmente?, ¿ha sido realmente tiempo de salvación o
me he dejado llevar por tantas mundanidades que ahora, desgraciadamente,
estoy peor que antes de iniciar el adviento (cosa no tan improbable)?” Si así
fuera, no te queda otra que hacer un acto profundo de arrepentimiento, de
contrición, y esperar que, en este último día del tiempo de navidad, Cristo te
conceda unas gracias extraordinarias que reparen las negligencias y pecados
cometidos durante las últimas semanas. Si afortunadamente no fuera así,
para ti hoy es el pentecostés navideño. Con Jesús acércate al Jordán para
ser ungido por el Espíritu.
Hiciste descender tu voz para que el mundo creyese que tu Palabra
habitaba entre nosotros (prefacio)
El Bautismo de Cristo en el Jordán y los otros eventos relacionados con él,
son también epifanía. No sólo de Cristo, el Verbo, el Hijo, sino de toda la
Trinidad: del Padre y del Espíritu Santo. San Marcos hace un relato conciso,
telegráfico, pero muy elocuente: “Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de
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Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio
rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una
voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. No parece interesarle
mucho al evangelista el hecho del bautismo sino lo que sucedió después.
Jesús entra en el Jordán para ser bautizado por Juan, entra cargando con
nuestros pecados que ha asumido al hacerse hombre, para que allá queden
sumergidos, lavados, como profecía de su descenso al abismo de la muerte
en donde expirará por ellos. Por la encarnación se unió a todo hombre y
ahora toda la humanidad desciende también con él. “Hoy Cristo ha entrado
en el cauce del Jordán –dice san Pedro Crisólogo- para lavar el pecado del
mundo. El mismo Juan atestigua que Cristo ha venido para esto: este es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. En el bautismo de Jesús
está ya presente la Pascua.
Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo. El cielo, que estaba cerrado
por la soberbia y el pecado de Adán, se abre gracias a la humillación de
Cristo, el nuevo Adán, y, desde el cielo, desciende el Espíritu como una
paloma. En la creación, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas y
después el diluvio una paloma le anunció a Noé que había llegado el
momento de una nueva creación y una nueva alianza. Ahora, con Cristo,
comienza una nueva creación y una alianza nueva, ya definitivas. Jesús es el
Ungido, el Mesías. La unción de Jesús en el bautismo está unida a su
concepción por obra del Espíritu Santo y a la vivificación de su cuerpo por el
Espíritu en el momento de la resurrección. Ungido por el Espíritu Santo, es
quien va a bautizar con Espíritu Santo. Nuestra salvación, como perdón
del pecado y donación del Espíritu, está ya activa en el bautismo de Jesús.
Y se oyó una voz del cielo, la voz de Dios Padre. “Este es el testimonio de
Dios, un testimonio acerca de su Hijo”. El Padre, que está pronunciando su
voz, su Palabra, desde toda la eternidad, dando el ser, de su propia sustancia,
al Hijo, le habla ahora, en el tiempo; al Verbo encarnado le confirma en su
identidad: “Tú eres mi hijo amado, mi preferido”. Estas palabras
recuerdan las que dirige, en el Libro de Isaías, Dios mismo al pueblo
presentando a su Siervo: “miren a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, a
quien prefiero”. Jesús es su Hijo, pero ha venido en condición de Siervo y
va a realizar su misión como Siervo de Dios. San Juan nos recuerda en la
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segunda lectura: “Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo” y
tres son los testigos: “el Espíritu, el agua y la sangre”. Es el Siervo que va a
entregar su sangre en rescate por todos.
En el texto de Isaías que escuchamos este año, Dios afirma que su Palabra es
como la lluvia y la nieve, que no descienden a la tierra y vuelven a subir al
cielo sino después de haber realizado su voluntad y cumplido su encargo.
Así será. El Hijo amado y preferido, el Verbo, la Palabra del Padre va a
comenzar su misión pública y no hará otra cosa que llevar a
cumplimiento la voluntad de su Padre, ella será su alimento. Al final,
podrá exclamar “todo está cumplido”.
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios
También el Padre da hoy testimonio para nosotros, al igual que el Espíritu, el
agua y la sangre, de que ese hombre que acaba de salir del agua del Jordán es
el Ungido por el Espíritu, el Hijo de Dios, el Siervo del Señor, que carga con
nuestros pecados y nos bautiza con Espíritu Santo. ¿Y qué podemos hacer
nosotros para participar de su Unción? Escuchar y creer. “Inclinen el
oído, vengan a mí: escúchenme y vivirán” nos dice el Señor por medio de
Isaías, en la primera lectura de hoy.
En días pasados oímos que la Palabra se hizo carne, que ha acampado entre
nosotros, que nos está hablando continuamente y que, a quienes creen en su
nombre, les da poder para ser hijos de Dios. Escuchémosle y creamos para
nacer de nuevo, para nacer de Dios. “Todo el que cree que Jesús es el Cristo
ha nacido de Dios”. El bautismo de Jesús en el Jordán nos lleva a pensar en
nuestro propio bautismo. Hoy es un día propicio para reavivar el
bautismo que un día recibimos y especialmente para reavivar la fe. Tras
haber celebrado el ciclo litúrgico del adviento y la navidad, nuestra
capacidad de escucha y nuestra fe -que van de la mano- deberían estar
mucho más crecidas.
La fe, nos dice san Juan en la segunda lectura, es nuestra arma para
alcanzar la victoria. “Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es
nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el
Hijo de Dios?”. Evidentemente no se trata de victorias al estilo del mundo.
Las victorias de la fe son victorias, en primer lugar, sobre uno mismo, pues
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la fe nos hace libres del mundo, cada vez menos dependientes de él. La fe
nos pone en una situación personal, real, de capacidad de victoria. Nos da
ánimo y espíritu de vencedores. Es ciertamente una victoria paradójica,
pues, aparentemente, pudiera parecer que estamos siendo vencidos: somos
humillados, objeto de injusticias, relegados al último puesto, da la impresión
de que no somos nadie en la vida o de que no conseguimos metas y logros
socialmente apreciados. La victoria que nos da la fe recibida en el bautismo
es una victoria al estilo de Jesús y participada de Él.
La fe nos impulsa a mirar al cielo, esperar al Espíritu y escuchar también
nosotros la voz del Padre. El cielo está ahora constantemente abierto para
quien, en actitud de siervo, baja cada día a las aguas del arrepentimiento. El
Espíritu Santo está dispuesto a venir y permanecer con nosotros, darnos la
vida eterna del Padre y de Jesús –nacidos de Dios- y conducirnos en la vida,
desde dentro, como nuestro principio vital. El Padre cada día, al
despertarte, te susurra con ternura al oído: “tú eres hijo mío amado, tú eres
uno de mis predilectos”. Esa voz te dará fuerza para caminar, en fe, durante
todo el día, en medio de los problemas y dificultades, con ánimo de victoria.
Hoy miramos al Jordán, donde ha sido bautizado el Salvador, pero la mirada
interior se concentra en otro manantial del que brota agua viva, un agua que
sacia gratis la sed del corazón: la Santísima Trinidad. El amor del Padre, que
nos hace hijos, la gracia de Cristo, que nos lava del pecado, y la comunión
del Espíritu Santo, que nos da vida eterna ¡he ahí la fuente esencial! Para
esto hemos celebrado el misterio del Verbo encarnado: conocer al Dios vivo
y verdadero que nos ha revelado Jesucristo, participar de su vida eterna y
permanecer en comunión con Él.
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Tiempo ordinario (1ª Parte)


Amar a Dios es el mayor deber de la vida, y yo lo comprendí desde niño,
como lo comprenden aún muchos niños, todavía no emponzoñados por el
mundo. No te afanes buscando a Dios lejos de ti: está dentro de ti, contigo,
en tus gemidos. Mientras le buscas, Él está como una madre, que incita a su
hijo a que le busque mientras ella se encuentra detrás, y con sus manos le
impide que llegue. Dios está en ti y contigo: ¿qué temes? El temor
angustioso de haberlo perdido es un argumento cierto y evidente de que mora
en ti. Que el mundo se trastorne de arriba abajo, que todo sea anegado en
tinieblas… ¿qué importa?: entre los truenos y nubarrones, Dios está
contigo.
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63

DOMINGO II DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
1S 3,3b-10.19. Habla, Señor, que tu siervo te escucha.
Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
1Co 6,13c-15a.17-20. Vuestros cuerpos son miembros de Cristo.
Jn 1,35-42. Vieron dónde vivía y se quedaron con él.

SEXUALIDAD Y SEGUIMIENTO DE CRISTO


Jesús, el Hijo amado del Padre, sobre quien vimos, el domingo pasado,
descender el Espíritu Santo, es también Aquel a quien Juan Bautista señala
como “El Cordero de Dios” y a quien los discípulos del Bautista, tras un
encuentro, al parecer fascinante, van a seguir. Jesús no puede dejar
indiferente a nadie. Haber realizado una experiencia de encuentro
personal con Él, marca para siempre y obliga a realizar una revisión o
incluso dar un giro de ciento ochenta grados a la propia vida. Uno no es
propiamente cristiano hasta que, ya joven o adulto, haya realizado esta
experiencia.
Una de las dimensiones de la personalidad que necesariamente ha de ser
vista y vivida de modo particular, de manera diferente a como la ven y viven
quienes no tienen fe en Cristo, es la relacionada con el amor y la
sexualidad. Este domingo, en la segunda lectura, san Pablo aborda un
aspecto de esta realidad.
Se dice que, en tiempos pasados, pongamos hasta los años sesenta del siglo
XX, las predicaciones tenían un fuerte contenido moralizante y trataban
frecuentemente de la pureza y la castidad, al mismo tiempo que denunciaban
la inmoralidad de las costumbres en todo lo relacionado con el sexo, el
noviazgo y el matrimonio, y que después, sobre todo después del concilio
Vaticano II, esta materia desapareció casi completamente de las catequesis y
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predicaciones, paradójicamente justo cuando irrumpió con fuerza en la


sociedad civil occidental la llamada “revolución sexual”.
No se puede generalizar, pero ciertamente hay bastante de verdad en ello,
aunque también es verdad que, si las homilías dominicales se han de centrar
en los textos de la Liturgia de la Palabra, no hay muchas ocasiones en que
las lecturas dominicales se presten para el tema. No es este el lugar para
analizar las causas de estas ausencias. Pero, ya que hoy la segunda lectura se
ocupa del buen o mal uso de la sexualidad, vamos a tratar el asunto.
El cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor
En el pasaje que hoy escuchamos únicamente se aborda la fornicación, es
decir, las relaciones sexuales entre solteros, novios incluidos. Sin embargo,
san Pablo, en esta misma carta primera a los corintios y en otras de sus
cartas, trata otros asuntos de moral sexual y conyugal. El principio que nos
da el apóstol: “el cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor”,
podemos ampliarlo diciendo que el cuerpo no es tampoco para el
adulterio, ni para la prostitución, ni para las relaciones homosexuales, ni
para la felación (sexo oral), ni para la masturbación, ni para la
pornografía…, sino para el Señor.
Pero –tal vez estés pensando- ¿entonces qué está permitido? Si eso hoy lo
hace todo el mundo, si hoy no está mal visto, si los psicólogos dicen que es
normal, si hasta la profesora de religión le ha enseñado a mi hija que no es
pecado… Ya te he dicho antes que un verdadero encuentro con Cristo da
un giro a toda nuestra manera de pensar y de vivir y un ámbito de la vida
en que se ha de notar hoy especialmente este cambio es el del amor y la
sexualidad.
Cuando san Pablo evangelizaba, en la sociedad pagana de su tiempo, ya
estaban extendidas todas las inmoralidades sexuales que hoy se realizan y
justifican -no hay nada nuevo bajo el sol-, pero quienes las practicaban eran
gente pagana, mientras que hoy son, en gran medida, bautizados.
Precisamente, en tiempo de san Pablo, una de las diferencias más notables
entre un cristiano y un pagano era su modo de entender y vivir el
matrimonio y la sexualidad. Por eso, es inútil generalmente discutir de
estos temas y defender la moralidad cristiana con personas que no conocen a
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Jesucristo o no le siguen, a pesar de que son asuntos de moral natural (que se


pueden percibir con la luz de la inteligencia, razonando rectamente). Hay
que defenderla y exponerla -mejor sin discutir-, pero sin esperar que sean
entendidas ni aceptadas nuestras convicciones.
¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo? ¿No saben que su
cuerpo es templo del Espíritu Santo?
No tenemos espacio para tratar particularmente de cada uno de los
desórdenes sexuales arriba mencionados ni de los argumentos de su
inmoralidad, que varían en cada caso. Es claro que tanto la santidad como
el pecado no afectan sólo al alma, sino al cuerpo. La persona es unión
sustancial de alma y cuerpo. San Pablo nos da unas razones radicales, es
decir, las que están en la raíz y que, por ser razones sobrenaturales, sólo si tu
fe es firme podrás entenderlas y aceptarlas: tu cuerpo es miembro de Cristo,
tu cuerpo es templo del Espíritu Santo, no eres dueño de ti mismo pues Dios
te ha comprado a un precio muy caro.
Empecemos por la última. No nos pertenecemos. Primero porque quien nos
ha dado la vida, en último término, ha sido Dios. Somos criaturas. Además,
hemos sido comprados por la sangre de Cristo. Por tanto, no podemos hacer
con nuestra persona, ni con nuestra vida ni con nuestro cuerpo lo que
queramos, sino obrar de acuerdo al proyecto de Aquel a quien pertenecemos.
Dios ha hecho al ser humano varón y mujer, sexuados, para que puedan
vivir, en el matrimonio, una relación de amor interpersonal, también
corporal, abierto a la vida. La sexualidad no es independiente del amor y
la vida ni únicamente para sacar placer. Por eso, según el proyecto de
realización y felicidad de Dios para el ser humano, varón y mujer, sólo en el
matrimonio hay un uso recto y santo de la relación sexual.
Añade además san Pablo que somos miembros de Cristo, de su Cuerpo
místico, y templos del Espíritu Santo. También la dimensión corporal de la
persona es sagrada. El cristiano que vive en gracia de Dios está inhabitado
por la Santísima Trinidad y el Espíritu Santo mora en él como su
principio vital, es decir, Aquel que está dándole vida eterna y siendo motor
de todas sus acciones auténticamente cristianas. Por tanto, has de dejarte
guiar y mover por Él y no por tus instintos o impulsos pasionales. Tu cuerpo
puede expresar también, con una conducta adecuada, la santidad que el
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Espíritu Santo infunde en tu persona. Es más, puesto que eres miembro de


Cristo y él es la Cabeza, también a tu sexualidad han de llegar los impulsos y
orientaciones del Señor. El cuerpo de una persona casta expresa una belleza
especial.
Glorifiquen, pues, a Dios con su cuerpo
Concluye el apóstol exhortándonos a glorificar a Dios con nuestro cuerpo.
Evidentemente, se refiere a dar gloria a Dios llevando una conducta sexual
adecuada según nuestro propio estado o condición. El dominio de sí mismo,
tanto en la afectividad como en la sexualidad, que eso es la virtud de la
castidad, glorifica a Dios. Tanto en la soltería como en el noviazgo o el
matrimonio hay que dar gloria a Dios con el propio cuerpo viviendo
adecuadamente el amor y la sexualidad y sus expresiones correspondientes.
Los solteros y novios glorifican a Dios mediante la continencia o abstención
y las expresiones moderadas de afecto, los esposos respetando, en sus
relaciones sexuales, el amor, la fidelidad y la apertura a la vida.
En un sentido amplio, glorificamos a Dios con nuestro cuerpo cuando todas
nuestras acciones corporales, lo que hacemos con las manos, los trabajos
que realizamos, los lugares a donde vamos, el uso de la lengua, lo que
comemos y bebemos, las miradas que dirigimos y los espectáculos que
vemos, lo que escuchamos y hablamos… son moralmente buenas.
Glorificamos a Dios con nuestro cuerpo también cuando, en la oración, le
alabamos elevando los brazos o extendiendo las manos, cuando,
arrodillados, le pedimos perdón o escuchamos con atención, sentados, su
Palabra. Y sólo lo que glorifica a Dios puede hacer feliz al hombre.
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DOMINGO III DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Jon 3,1-5.10. Los ninivitas se convirtieron de su mala vida.
Sal 24. Señor, enséñame tus caminos.
1Co 7,29-31. La representación de este mundo se termina.
Mc 1,14-20. Convertíos y creed el Evangelio.

LA VIDA ES CORTA ¿QUÉ HACEMOS CON ELLA?


Jesús nos predica el evangelio de Dios, la buena noticia del amor de Dios y
la salvación. También es para los hombres y mujeres de hoy. Escuchémosla
una vez más. Es la misma, pero nueva. “Aprovecha este momento, esta
oportunidad, el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntete y cree el
evangelio”. El descubrimiento de la persona de Jesús, la experiencia del
“ven y verás”, nos empuja a la conversión y a la fe en él. Más que algo
previo al seguimiento, la conversión es su consecuencia: “conviértete
porque has conocido a Jesús, conviértete porque Jesús te ama”.
Hoy escuchamos la versión de san Marcos del llamado y la respuesta de los
cuatro primeros discípulos, que después serán apóstoles. El relato nos da,
sintéticamente, los detalles esenciales: Jesús mira a unos pescadores y los
llama a seguirle, ellos dejan sus barcas y su familia y se van con él. El
seguimiento de Jesús implica dejarse mirar, escuchar su llamado, irse con
él, estar con él, permanecer con él, asumir su modo de vivir, correr su
misma suerte. Más adelante escucharemos a san Pablo presentándonos un
aspecto del seguimiento de Cristo en la vida cotidiana.
La liturgia de la Palabra de este tercer domingo del tiempo ordinario nos
ofrece, como primera lectura, la predicación de Jonás a los ninivitas,
anunciándoles que, dentro de cuarenta días, la ciudad será destruida. Llama
la atención que esta predicación –catastrofista y negativa diríamos hoy-
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consigue el objetivo perseguido por Dios: la conversión de los ninivitas. No


olvidemos que también Jesús usó este tipo de anuncio (“y si no se
convierten… todos perecerán”). Cuando el anuncio del amor de Dios no es
escuchado, no queda otro recurso que advertir del peligro de condenación
eterna a que se exponen quienes lo rechazan. Deberíamos recuperar esta
predicación. También este anuncio es buena noticia y un acto de caridad,
como cuando advertimos de un peligro para la salud o la situación difícil de
vialidad invernal.
Hermanos, les quiero decir una cosa: la vida es corta
Podrías pensar que es una perogrullada o patochada, pero la afirmación
paulina tiene más miga de lo que parece. Llegados a cierta edad, decimos
que los años pasan rápido, que la vida no dura nada. Pero también
escuchamos, sobre todo cuando hay enfermedades o problemas de salud,
desempleo u otras desgracias, “qué largo se me está haciendo”. Si el apóstol
dice que la vida es corta es porque la compara con la eternidad. La duración
temporal es relativa: un minuto puede hacerse larguísimo y un año muy
corto; comparada con la eternidad, cualquier duración temporal es corta,
como dice el salmo 89: “mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una
vela nocturna… Nuestros años se acabaron como un suspiro. Aunque uno
viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga
inútil, porque pasan aprisa y vuelan”.
Para la mentalidad secularizada de hoy, la consecuencia principal de que la
vida es corta es que hay que disfrutarla a tope, al límite. Si tomáramos en
serio la etimología de las palabras, nos daríamos más cuenta de las
implicaciones que llevan en sí mismas y en la realización de lo que indican.
Frutar es producir fruto y dis-frutar es, en cierto modo, lo contrario. ¿La
vida es realmente para frutarla o para disfrutarla? Incluso, si se quiere
dis-frutar, primero hay que haber producido fruto. Pero, además, el dis-frute,
si el fruto no ha llegado a madurez, da dentera o produce cólico. Algo de
esto me parece a mí que les está pasando a muchos niños y jóvenes, a
quienes la sociedad de consumo no para de invitarles y manipularles para
que dis-fruten.
A los jóvenes (y también a los jubilados) se les dice que aprovechen la
juventud (o la jubilación), que disfruten mientras son jóvenes, pues la
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juventud pasa rápido. Y muchos se dejan seducir por propuestas puramente


hedonistas, también en la vida afectiva y sexual, y terminan por arruinar
su vida. La fruta todavía no madura que se agarra del árbol ya no llega a
madurar, a veces se le da un bocado y se la bota (tira). “Úsame y tírame”
parecen decir con sus actitudes provocativas algunos.
Es verdad que algunos libros del AT invitan a disfrutar de la vida: “lo mejor
para el hombre es comer, beber y disfrutar en todos sus fatigosos afanes bajo
el sol, en los contados días de la vida que Dios le da; alégrate, mozo, en tu
juventud, ten buen humor en tus años mozos, vete por donde te lleve el
corazón y a gusto de tus ojos” (Eclesiastés 5, 17; 11, 9) ¿Cómo es esto? Es
porque todavía no había sido revelada plenamente la vida eterna. No
obstante, el libro santo advierte más adelante: “pero a sabiendas de que por
todo ello te emplazará Dios a juicio” (11, 9).
Por tanto, conviene que los casados vivan como si no lo estuvieran y los
que sufren como si no sufrieran
Las consecuencias que saca san Pablo de la fugacidad de la vida son muy
otras que las de la mentalidad consumista y hedonista: “por tanto, conviene
que los casados vivan como si no lo estuvieran; los que sufren como si no
sufrieran; los que están alegres como si no se alegaran; los que compran
como si no compraran; los que disfrutan del mundo como si no disfrutaran
de él”. ¿Qué quiere decirnos el apóstol? Nos propone el desapego de todo y
en todo. ¿Por qué? Además de porque la vida es corta, “porque este mundo
que vemos es pasajero”, es decir, hay unos bienes definitivos que son los que
hay que buscar y hay unos males definitivos que son los que hay que evitar.
En otro lugar, el apóstol nos exhorta a buscar “las cosas de arriba, donde está
Cristo sentado a la derecha de Dios, no los de la tierra. Aspiren a las cosas de
arriba, no a las de la tierra” (Col 3, 1-2).
El discípulo de Jesús, sobre todo el discípulo laico que tiene esposa e hijos
y bienes materiales, no puede dejar que su corazón se apegue a nada. Por
“apegarse” entendemos amor posesivo (afecto desordenado, dependencia).
Todo lo que tenemos hay que poseerlo como prestado, sabiendo que en
cualquier momento nos lo pueden pedir y, por tanto, hay que aprender a
desprendernos de ello con paz. Todo lo que tenemos hay que usarlo y
disfrutarlo en tanto en cuanto nos sea útil y necesario para mejor seguir a
70

Jesús y siempre con moderación. Por experiencia sabemos que, si el corazón


se apega a bienes terrenos, personas o cosas, está poniendo un obstáculo para
recibir los bienes definitivos.
De igual manera, también las situaciones de sufrimiento han de ser
relativizadas, no hacer de ellas una tragedia. Aunque una situación de
sufrimiento o dolor dure tiempo, siempre será poco comparado con la
eternidad. Los sufrimientos y males que hay que evitar son todos los
relacionados con la condenación eterna. Los sufrimientos del cristiano,
unidos a los de Cristo, son una energía espiritual que ayuda a la
transformación del mundo. Esto les da sentido; pensemos que lo que hace
realmente insoportable el sufrimiento es no verle sentido alguno. Con la
alegría que da el amor de Cristo, los sufrimientos pueden convivir con un
gozo intenso. La espera de la recompensa eterna hace que los sufrimientos
de esta vida sean mucho más soportables.
Con Cristo, todas las cosas, tanto buenas como malas desde un punto de
vista natural, han quedado relativizadas. “Tú dices: «Soy rico; me he
enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado,
digno de compasión, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3, 17), le dice el Señor a
la iglesia de Laodicea. Para Jesús, son ricos quienes han vendido sus bienes
materiales y han repartido el dinero a los pobres, los que no guardan sus
caudales en el arca o en el banco, sino aquellos que tienen sus tesoros en el
cielo donde no hay ladrones que los roben (Cf Mt 5, 19-21).
El único bien absoluto es él. Para Jesús son felices los pobres y los sufridos,
los que lloran y los que tienen hambre y sed de ser justos, los
misericordiosos y los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los
que son perseguidos por ser justos. Para quienes hemos escuchado el
llamado de Jesús a seguirle y somos discípulos suyos, las razones para la
felicidad y para la infelicidad han quedado trastocadas.
71

DOMINGO IV DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Dt 18,15-20. Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca.
Sal 94. Ojalá escuchen hoy la voz del Señor: «No endurezcan su corazón».
1Co 7,32-35. La soltera se preocupa de los asuntos del Señor.
Mc 1, 21-28. Enseñaba con autoridad

UN PROFETA QUE ENSEÑA CON AUTORIDAD


¿Quién habla y enseña hoy con autoridad? “Todos son iguales”, es la
frase que escuchamos frecuentemente cuando sale por tv cualquier líder
político, “bonitas palabras y malos hechos”. ¿Y entre los predicadores?
¿También podemos decir “todos son iguales”? Llama la atención el hecho de
que, al salir de las iglesias, la gente se pone a hablar de cualquier cosa menos
a comentar lo que han escuchado en la homilía. ¿Por qué será? Cuando la
gente empezó a escuchar a Jesús, se quedaban asombrados de sus palabras
“pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.
Ojalá escuchen hoy su voz
Jesús es el profeta prometido a Moisés, cuando el pueblo sentía miedo de oír
la voz directa de Dios, ese profeta del que Dios anuncia: “pondré mis
palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo”. Un profeta que nos sigue
hablando hoy. Su palabra no pasa. Su palabra es siempre actual. Siempre
adecuada para los hombres y mujeres de cualquier generación. También para
ti. También para tu situación concreta, con sus alegrías y tristezas,
problemas, dificultades, y realizaciones. Palabra, además, viva y eficaz.
En el evangelio de hoy palpamos esa eficacia de la palabra poderosa de Jesús
cuando se dirige al espíritu inmundo y le ordena “¡cállate y sal de él!” y éste
obedece. Jesús sigue siendo el mismo. Ahora, sentado glorioso a la derecha
del Padre, continúa pronunciando su palabra. Lo hace a través de su
72

Cuerpo, su Iglesia, “pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es


él quien habla” (SC 7). Sí, es él quien nos habla, no sólo en los evangelios,
sino en el resto de la Escritura, toda ella inspirada.
El salmo 94 nos recuerda hoy la necesaria actitud de escucha y nos advierte
del riesgo del endurecimiento del corazón. “Ojalá escuchemos hoy su voz:
-no endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto”. El
endurecimiento del corazón hace que termine por endurecerse también el
oído y renuncie a escuchar y oír la palabra de Dios. Seguramente millones y
millones de bautizados pasan semanas e incluso meses sin oír absolutamente
nada de la palabra de Dios. Quienes la oímos habitualmente, corremos el
riesgo de no escucharla. El corazón se va endureciendo cuando no se la
toma en serio, cuando no se está dispuesto a cambiar de criterios, cuando la
vida va por otros derroteros y no hay disponibilidad a la conversión.
Quedaron asombrados de sus palabras
Un síntoma del endurecimiento del corazón es la ausencia de asombro ante
la palabra de Dios. Si dices que ya te la sabes, si la escuchas y no te asombra
ni te cuestiona ni te alegra ni te deja intranquilo… es que tu corazón se ha
endurecido. ¡Tantas veces escuchamos palabras tremendas, que deberían
hacernos temblar o vibrar, o vemos acciones realmente asombrosas de Jesús
y nos dejan ya fríos! Cuando empecemos a notar que la palabra de Dios ha
dejado de asombrarnos, estemos alerta, no lo dejemos pasar. Necesitamos
despertar, quitarnos los tapones con un retiro, una buena confesión…
Aunque pienso que los corazones endurecidos, sobre todo si llevan ya
bastante tiempo endurecidos, sólo los ablanda el testimonio, el tener
enfrente a alguien que vive el evangelio con entusiasmo y te dice lo feliz que
es. Casi sin darnos cuenta, vamos dejando a un lado las palabras más
originales de Jesús –alguno diría “las más exigentes”-, las que van más allá
de los criterios naturales, de lo que parece razonable. Nos quedamos con
unas normas morales de ley natural, como el “no hagas a otro lo que no
quieras que te hagan a ti” y unos ritos cultuales a los que asistimos, con más
o menos devoción, y ya. Y, por supuesto, hemos dejado de buscar a Jesús,
conocerle, escudriñar su personalidad, en la lectura de las páginas del libro
santo o en su proclamación litúrgica.
El hombre soltero se preocupa de las cosas del Señor
73

Una de esas palabras originales de Jesús es el llamado a algunos a dejar o


no tomar mujer e hijos, tierras o dineros, e irse con él. San Pablo, cuyas
cartas también son palabra de Dios, nos recuerda hoy esta propuesta
desafiante y, al mismo tiempo, apasionante del Señor. A lo largo del capítulo
7 de su primera carta a los corintios, que venimos escuchando estos
domingos, Pablo responde a algunas cuestiones que le habían planteado los
cristianos de Corinto en una carta que le escribieron cuyo contenido literal
desconocemos. Algunas de estas cuestiones se referían a la sexualidad y al
matrimonio y la virginidad. Conviene leer todo el capítulo para hacerse una
idea de conjunto y ver cómo avanza la exposición del apóstol.
El texto que hoy escuchamos, tomado aisladamente, pudiera dejarnos la
impresión de que san Pablo no ve con buenos ojos el matrimonio, pues
afirma que tanto el hombre como la mujer casados se ocupan de las cosas de
esta vida y de cómo agradarse mutuamente y “por eso tienen dividido el
corazón”, mientras que el soltero y la soltera se preocupan de las cosas del
Señor y pueden dedicarse a él en cuerpo y alma. Sin embargo, antes ha
afirmado que cada uno se quede como estaba en el momento de recibir el
evangelio y hacerse cristiano: quien estaba casado, que siga así y no se
separe; incluso ha hablado del derecho mutuo en cuanto a la intimidad
conyugal y de la abstinencia “de común acuerdo y por cierto tiempo, para
dedicarse a la oración”.
Ahora bien, a quienes dudan si casarse o no, les aconseja que no se casen
sino que se consagren al Señor. Ve el apóstol esta opción como un estado en
el que se puede vivir más tranquilos: “yo quisiera que ustedes vivieran sin
preocupaciones”. No se refiere el apóstol a la elección, hoy muy de moda, de
una soltería comodona para no asumir las obligaciones propias del
matrimonio; en esta situación, lo que suele ocurrir es que se cambian unas
preocupaciones por otras: la soledad, el futuro… También la persona célibe
puede tener sus preocupaciones o, más bien, sus ocupaciones o sufrimientos,
pero serán –o deberían ser- precisamente por las cosas del Señor.
Ambos, matrimonio y virginidad, son caminos de santificación. Célibes y
casados tenemos una común vocación a la santidad. Virginidad y
matrimonio son dos vocaciones en la Iglesia, dos modos de servirla, dos
caminos para alcanzar la misma meta de la perfección o santidad evangélica.
74

San Pablo advierte que, en el matrimonio, es más difícil la unificación del


corazón y vivir todo desde el Señor. Esto no significa que los célibes
automáticamente queden totalmente centrados en el Señor, preocupados
únicamente por sus cosas y dedicados a él en cuerpo y alma. También los
célibes pueden ver dividido su corazón y estar preocupados por las cosas
del mundo.
Pablo acaba de decirnos –lo escuchábamos el domingo pasado- que el
tiempo es corto y que es necesario vivir en actitud de desapego. Esta
actitud es más fácil para los célibes. Por eso el apóstol advierte que no
quiere poner a nadie una trampa: cada uno ha de decidir con plena libertad.
El apóstol sólo quiere inducir a los jóvenes -también a los viudos- “a una
cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones”.
En estos tiempos, los nuestros, quienes eligen –respondiendo al llamado del
Señor- la vida de virginidad y celibato son relativamente pocos. Desde hace
cincuenta años para acá, algunas de las grandes órdenes y congregaciones
religiosas han visto reducidos sus miembros a la mitad. ¿Son pocos los
llamados o pocos los que escuchan y responden al llamado? ¿Es
necesario que surjan nuevos estilos de vida consagrada? ¿Resulta atractiva la
vida real, concreta, de la mayoría de los consagrados para los jóvenes de
hoy? ¿Por qué la abundancia de vocaciones en ciertos movimientos y en
nuevas fundaciones?
Ambos, matrimonio y vida consagrada, están en crisis. El Año de la vida
consagrada, ¿ha supuesto una renovación en sus miembros y un estímulo a
las vocaciones? Los sínodos, ordinario y extraordinario sobre la familia y la
exhortación Amoris laetitia ¿están dando los frutos que el papa Francisco
deseaba? Es indudable que las vocaciones al sacerdocio y a la vida
consagrada surgen sobre todo de familias santas. Jesús sigue llamando.
Vivamos plenamente nuestra vocación cristiana, sea en el matrimonio o en la
vida consagrada.
75

DOMINGO V DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Jb 7,1-4.6-7. Mis días se consumen sin esperanza.
Sal 146. Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.
1Co 9,16-19.22-23. ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Mc 1,29-39. Curó a muchos enfermos de diversos males.

COMPROMETIDOS EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


La Iglesia está empeñada en una nueva evangelización, cuyas líneas
maestras nos han dejado los últimos Papas: Pablo VI en Evangelii nuntiandi,
Juan Pablo II en muchos documentos, especialmente en Redemptoris missio,
también Benedicto XVI, y últimamente Francisco en Evangelii gaudium.
Permanecen actuales, como síntesis del talante de esta nueva evangelización,
las palabras de Juan Pablo II, ya en 1983 en Puerto Príncipe (Haití): “nueva
en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en sus expresiones”. La
Palabra de Dios de este domingo nos presenta a Jesús y a san Pablo
ocupados en evangelizar. Ellos son nuestros mejores maestros y modelos.
Jesús es evangelizador y evangelio. Pablo es sólo evangelizador, ahora bien,
toda su vida, toda su persona y todo su tiempo están al servicio del anuncio
del evangelio.
¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Pablo se siente apremiado, urgido, por el amor de Cristo (Cf 2Cor 5, 14) a
anunciar el evangelio. Esa tarea la considera una obligación, un deber, pero
más aún como una necesidad interior. Con todo, no es por propia
iniciativa, sino como una misión recibida. Pablo se sabe enviado por Dios a
anunciar la buena noticia de la salvación en Cristo Jesús mediante la fe en él.
¿Y nosotros? ¿Cómo nos vemos, cómo te ves, respecto al anuncio del
Evangelio? ¿Lo sientes como una necesidad? ¿Tienes asumida esa misión?
76

¿Te consideras enviado? ¿Estás tan llena del amor de Dios hasta el punto de
no poder dejar de anunciarlo? ¿No será que lo que más nos falta hoy es el
“celo apostólico”, es decir, la fuerza del amor -caridad pastoral o apostólica-
y el fuego del Espíritu?
Francisco nos ha recordado: “En virtud del Bautismo recibido, cada
miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt
28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la
Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería
inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por
actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus
acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo
de cada uno de los bautizados” (EG 120). “¡Cómo quisiera encontrar las
palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre,
generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que
ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del
Espíritu” (EG 261).
¿En qué consiste mi recompensa? En predicar el evangelio gratis
San Pablo nos ha dejado plasmado, tal vez mejor que ningún otro apóstol, el
estilo o espíritu que necesita todo evangelizador. Uno de los rasgos de este
estilo es la gratuidad. Reconoce que “el Señor ha ordenado que los que
predican el Evangelio vivan del Evangelio” (1Co 9, 14), pero él ha
renunciado a ese derecho. En su célebre Sermón 46, Sobre los Pastores, san
Agustín, recordando el testimonio de Pablo, dice: “¿Y qué más vamos a
decir de aquellos pastores que no necesitan la leche del rebaño? Que son
misericordiosos o, mejor, que desempeñan con más largueza su deber de
misericordia. Pueden hacerlo y por esto lo hacen. Han de ser alabados por
ello, sin por eso condenar a los otros”.
Sabe san Agustín que la gratuidad no es sólo monetaria: “las dos cosas que
esperan del pueblo los que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a
las ovejas: la satisfacción de sus necesidades con holgura y el favor del
honor y la gloria”. Hay actividades evangelizadoras que no dan ni dinero ni
honores, sino todo lo contrario, pero hay actividades eclesiales que pueden
tener cierto prestigio, al menos entre los creyentes. Hay iniciativas
evangelizadoras que, con el tiempo, se dejan porque no se les ve el fruto o no
77

producen satisfacciones afectivas. Seamos muy sinceros, tanto sacerdotes y


religiosos como laicos, con nosotros mismos, y no demos por supuesta la
gratuidad de nuestras actividades pastorales o evangelizadoras.
Otro rasgo que vemos, en el testimonio paulino de hoy, es el hacerse todo a
todos: “siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganarlos a
todos”. También Jesús, “siendo rico, por ustedes se hizo pobre, para
enriquecerlos a todos con su pobreza” (2Cor 8, 9). Es más, “se despojó de su
rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos, y se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte” (Fil 2, 7-8). Suena fuerte eso de
“hacerse esclavo” de los demás para ganarlos. Pero hemos de aceptar que
ese es el camino. ¿Qué significa hoy “hacerse todo a todos”, “ser esclavo de
todos”, “hacerse débil con los débiles”? Dependerá, por supuesto, de las
circunstancias concretas. Lo único que habrá que excluir es el pecado y la
desobediencia.
Estamos demasiado acostumbrados a exigir que respeten nuestros derechos,
a ser tratados con respeto… ¿Estás convencido de que la nueva
evangelización ha de asemejarse a la primera? Los apóstoles anunciaron con
valentía, a pesar de las prohibiciones, el evangelio de Jesús, defendieron sus
convicciones sin miedo, siendo por ello perseguidos y encarcelados, y
soportaron toda clase de sufrimientos y dificultades. Raramente reclamaron
derechos y respetos. En esta misma carta primera a los corintios, san Pablo
ha escrito: “Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos
abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras
manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos
difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como
la basura del mundo y el desecho de todos” (1Cor 4, 11-13).
Y Jesús nos recuerda un elemento integrante y esencial de la nueva
evangelización: “de madrugada, se fue a un lugar solitario, donde se puso a
orar”. La oración. Sin oración intensa, de contemplación y de intercesión,
no puede haber evangelización. “Hay una forma de oración que nos estimula
particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de
los demás: es la intercesión. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron
grandes intercesores. El corazón de Dios se conmueve por la intercesión”
(EG 281.283).
78

Por otra parte, no podemos olvidar el rasgo más destacado por Francisco: la
alegría. “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta
Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para invitarlos a una
nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría” (EG 1). Esta alegría no
se improvisa, es fruto del encuentro renovado con Jesús; por eso el Papa
invita “a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a
renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo” (EG 3).
Predicar, sanar enfermos y expulsar demonios
¿Y qué es evangelizar? Los pasajes evangélicos que estamos escuchando
estos domingos nos lo dejan claro: predicar el Evangelio, la buena noticia del
amor y la salvación de Dios, sanar enfermos y expulsar demonios. Eso es lo
que hace Jesús. ¿Qué significa esto para nosotros? ¿Qué tiene que ver lo que
hace Jesús con la nueva evangelización? Para nosotros, anunciar el evangelio
es, ante todo, anunciar a Jesucristo, buena noticia para el mundo, y
propiciar el encuentro personal con él. Evangelizar es también hacer
presente el ministerio de misericordia de Jesús.
“La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida
cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es
necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el
pueblo. A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una
prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la
miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás” (EG 24.
270). Esa “carne sufriente” que hay que tocar y sanar, como parte esencial de
la evangelización, son enfermos físicos, pero mucho más todos aquellos a
quienes el pecado personal e incluso el demonio tienen oprimidos, tristes,
degradados y espiritualmente muertos. Tocar y sanar es imposible sin amor
cristiano y, desde él, cercanía y encuentro personal.
¡Ay de nosotros si no anunciamos hoy el evangelio! Tomémonos en serio
el grito de san Pablo. María, Estrella de la Evangelización, ruega por
nosotros.
79

DOMINGO VI DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Lv 13,1-2.44-46. El leproso tendrá su morada fuera del campamento.
Sal 31. Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
1Co 10,31-11,1. Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo.
Mc 1,40-45. La lepra se le quitó y quedó limpio.
HÁGANLO TODO -¡EVANGELICEN!- PARA GLORIA DE DIOS
Hemos visto, estos domingos pasados, a Jesús anunciando el Reino de Dios,
invitando a la fe y a la conversión, llamando a unos pescadores a irse con él;
le hemos contemplado predicar con autoridad, curar enfermos, expulsar
demonios, irse de madrugada a orar a un lugar solitario. Sabemos también
que Él no está lejos de nosotros, sino que sigue, también hoy, realizando
todas esas acciones salvadoras, a través de su Iglesia, y que cuenta con
nuestra colaboración para hacer presente su evangelio en medio de nuestro
mundo.
Este domingo lo vemos curando a un enfermo de lepra. En este caso, no se
trata sólo de una curación física, sino de una regeneración espiritual y
social. Los enfermos de lepra, en aquel tiempo y hasta no hace mucho, como
nos muestra la primera lectura, debían vivir fuera de los poblados, para
evitar el posible contagio, lo que suponía para ellos un verdadero estigma
religioso y marginación social. Jesús no excluye, Jesús integra. Resulta
curioso cómo el que había estado enfermo se incorpora a la vida religiosa y
social, mientras que Jesús “no podía ya entrar abiertamente en la ciudad,
sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios”.
El leproso curado se convierte en evangelizador, divulgando el hecho de su
curación por todas partes, a pesar del mandato expreso de Jesús de que no lo
dijera a nadie. Y es que en eso consiste precisamente la auténtica
evangelización: en no poder callar, en sentir la necesidad imperiosa de
80

contar a los demás lo que Jesús ha hecho con nosotros, en anunciar sin
complejos lo que hemos experimentado y lo que hemos visto y oído acerca
del Verbo de la vida. Y todo ello “para la gloria de Dios”, como hoy nos
recuerda el apóstol Pablo.
Todo lo que hagan ustedes, háganlo para gloria de Dios
San Pablo nos trazaba, el domingo pasado, algunos rasgos importantes de
todo evangelizador. Hoy añade que todo, sea comer o beber o cualquier otra
cosa, lo hagamos para gloria de Dios. En esto nos da ejemplo el propio
Pablo, pero, sobre todo, Jesús. Jesús nos dice expresamente que no buscó en
nada su propia gloria ni la gloria o alabanza de los hombres, sino que fuera
glorificado su Padre. Desde su encarnación, la vida humana de Cristo es
alabanza del Padre. Cuando nace, los ángeles proclaman “gloria a Dios en el
cielo”.
¿Dios necesita nuestra glorificación? ¿Qué significa hacerlo todo para
gloria de Dios? Evidentemente, en sentido estricto, Dios no necesita nada de
nosotros. A Dios no le añadimos nada glorificándolo. Somos nosotros
quienes nos beneficiamos al hacerlo. Podemos glorificar a Dios mediante el
agradecimiento y la oración de alabanza, pero san Pablo no se refiere aquí a
ese modo, sino a la glorificación de Dios mediante la propia vida. Es lo
mismo que Jesús había dicho: “brille así vuestra luz delante de los hombres,
para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está
en los cielos” (Mt 5, 16). En este caso, son los otros quienes glorifican a
Dios con palabras, pero gracias a que los cristianos lo glorifican con sus
obras. En otro lugar, afirma San Pablo que hemos sido elegidos antes de la
fundación del mundo, como hijos de Dios, “para alabanza de la gloria de su
gracia” y “para ser nosotros alabanza de su gloria”.
El apóstol dice que lo hagamos todo para gloria de Dios, si bien habla
expresamente de la comida y la bebida. Cualquier actividad y cualquier
momento son buenos para glorificar a Dios. Hacerlo todo de modo que, en
todo, sea Dios glorificado, significa, en último término, hacerlo todo
movidos por el Espíritu Santo. Comer y beber para gloria de Dios no es
solamente “bendecir la mesa” o dar gracias por los alimentos, sino comer y
beber adecuadamente, guiados por la virtud de la templanza. Y así en todo.
81

También glorificamos a Dios con la abstinencia, con el ayuno. Ahora que


vamos a dar comienzo al tiempo de cuaresma, conviene recordarlo.
No den motivo de escándalo a nadie
A Dios la gloria… y a los hombres el testimonio de una vida santa. Ser
motivo de escándalo es ser causa u ocasión de tropiezo u obstáculo. Estamos
demasiado acostumbrados a relacionar la palabra escándalo con hechos
inmorales llamativos. En este sentido, como suele decirse, “hoy ya no
escandaliza nada”; también podemos decir, más adecuadamente, que hoy
escandaliza casi todo, es decir, que es difícil encontrar, a pie de calle,
incluso entre personas identificadas con la religión, vidas que, por sí mismas,
animen a vivir con fervor y superarse en la vida cristiana.
Casi todo lo que oímos y vemos, no sólo en la sociedad en general, sino
incluso en el conjunto de los creyentes, tiende a instalarnos en la
mediocridad. Constantemente estamos siendo, los unos para los otros,
motivo de escándalo. Nuestras conversaciones habituales, por ejemplo, ¿nos
dejan con más esperanza, con más ánimo espiritual o al revés? Deberíamos
reflexionar con seriedad y sinceridad al respecto.
Pablo habla de no ser motivo de escándalo para los judío ni para los paganos
ni para la comunidad cristiana. Hoy podríamos hablar de creyentes de otras
religiones u otras iglesias cristianas, increyentes o ateos y católicos. Esta
distinción es interesante y sabia y nos lleva a estar en continuo
discernimiento. No sólo para evitar lo que puede ser obstáculo o tropiezo
real para la otra persona de acuerdo a su propia situación en la fe, sino
también para no dejar de realizar aquello que “escandaliza” a algunos
pero es plenamente evangélico. Lo vemos en la vida de Jesús: su cercanía a
los pecadores, las curaciones en sábado y muchas de sus enseñanzas
“escandalizaban” a los fariseos y escribas, pero no por eso dejaba de obrar
así.
Sean, pues, imitadores míos como yo lo soy de Cristo
Pablo se atreve a ponerse de ejemplo: “sean, pues, imitadores míos”.
Constatamos que los niños y jóvenes de hoy no tienen ideales nobles y no
tienen modelos de referencia o los que tienen (futbolistas, artistas,
cantantes…) no son los que deberían tener. Pero ¿los tenemos los adultos?
82

La Iglesia nos presenta y propone a los santos canonizados como ejemplo de


vida. Pero también necesitamos personas cercanas, contemporáneos
nuestros. Gregorio Nacianceno hablaba así de su amigo Basilio, cuando
ambos eran jóvenes estudiantes en Atenas: “no me contentaba yo sólo con
venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus
costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de
persuadir a los demás, que todavía no lo conocían, a que le tuviesen esta
misma admiración” (Discurso 43).
¿Pueden hoy los padres decirles a sus hijos, como san Pablo: “sean
imitadores nuestros”? ¿Pueden los párrocos ponerse de ejemplo de vida
cristiana para sus parroquianos? En algún aspecto es posible, pero ¿en el
conjunto de su vida? Y, sin embargo, esto debería ser lo más normal y
natural. Tal vez la causa principal del abandono de la vida cristiana por
parte de los niños que frecuentan las parroquias, cuando llegan a la
adolescencia o incluso antes, sea esta: no encuentran ni en sus padres ni en
sus párrocos el testimonio de una vida plenamente evangélica. A lo sumo,
encuentran vidas cristianas mediocres, más bien poco fervorosas, sin mucha
esperanza y alegría… y bastante preocupadas por el dinero y el bienestar.
San Pablo se pone de ejemplo a imitar, pero indicando que el último
referente es Jesús: “sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo”.
Siempre mirando a Jesús, “con los ojos fijos en Jesús”, como nos dice la
carta a los Hebreos. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Las demás
personas serán ejemplo a imitar en cuanto sean fieles seguidoras de Jesús.
Por otra parte, cualquiera, por muy buen cristiano que sea, siempre tendrá
algún defecto. Ya dice san Juan de la Cruz que el demonio te pondrá delante
esos defectos de las personas que admiras para que justifiques los tuyos. Con
todo, esto no nos excusa de aspirar a ser, como san Pablo, cristianos dignos
de imitación, reflejos, aunque débiles, de Jesús y de María.
83

DOMINGO VII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Is 43,18-19.21-22.24b-25. Por mi cuenta borraba tus crímenes.
Sal 40. Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.
2Co 1,18-22. Jesús no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha
convertido en un «sí».
Mc 2,1-12. El Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar
pecados.
¿TODAVÍA SE NECESITA EL PERDÓN DE LOS PECADOS?
Le quisieron presentar a un paralítico que iban cargando entre cuatro
El domingo pasado veíamos a Jesús tocando y curando a un leproso. Hoy es
un paralítico el que tiene delante. Lo han llevado en una camilla entre
cuatro, como se lleva a los muertos. Lo han descolgado como se descuelga a
los muertos en el hoyo de la sepultura. En este caso, desde el techo de la
casa. Y lo han puesto delante del Maestro (Él enseñaba su doctrina). El
evangelio no narra ningún diálogo entre el paralítico o sus acompañantes y
Jesús: ninguna presentación ni petición. Suponemos que lo que buscaban era
la sanación física de aquel hombre. ¿Podrá hacer algo por él el Profeta de
Nazaret? ¿Querrá hacerlo?
“Hijo –le dice Jesús a aquel hombre, como llamará en la última cena a los
apóstoles (“hijitos míos”)- tus pecados te quedan perdonados”. Seguro que
nadie esperaba semejantes palabras, que incluso escandalizan a los escribas
que estaban allí sentados. Y es que aquel hombre realmente estaba muerto
por sus pecados y Jesús, antes de devolverle la salud física, quiere darle la
vida. Probablemente, hasta el mismo paralítico se sentiría sorprendido,
incluso ruborizado, al quedar al descubierto en su intimidad ante aquel
profeta de Nazaret.
84

¿Por qué hizo Jesús aquello? El evangelista no da explicaciones. ¿Quiso


Jesús dar a entender que la parálisis física era consecuencia de los pecados
cometidos por aquel hombre? ¿Quiso dejar claro que el pecado es peor que
una parálisis o cualquier otra enfermedad? ¿Tal vez que él ha venido a dar la
salvación integral, completa? ¿O quería demostrar, después de tanta sanación
física, que para él había algo, otra sanación, más importante? ¿O que los
pecados nos tienen paralizado el corazón para amar y hacer el bien? Jesús
tampoco da la razón de estas palabras.
El evangelista sí afirma: “viendo Jesús la fe de aquellos hombres, le dijo al
paralítico…” Hay pues relación entre las palabras de perdón de Jesús y la fe
de “aquellos hombres”. ¿Quiénes son “aquellos hombres”? ¿Los que
transportaron al paralítico? ¿También el enfermo mismo? Una vez más lo
que sí pone de manifiesto el evangelio es la necesidad de la fe tanto para la
sanación de la enfermedad como para recibir el perdón de los pecados. Y no
sólo la fe del interesado sino de otros cercanos a él.
El hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados
Aquellos escribas que estaban sentados, escuchando -¿o espiando?- a Jesús,
pensaron que el Maestro había blasfemado al decir aquello, porque –se
decían para sí- “¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Esta es
una objeción que escuchamos con frecuencia los católicos de labios de los
“hermanos separados”. “Yo no tengo que decirle mis pecados a ningún
hombre –afirman-, yo se los confieso únicamente a Dios, pues ningún
hombre me los puede perdonar, sino sólo Dios”.
Jesús-hombre (“el hijo del hombre”) “tiene poder en la tierra para perdonar
los pecados”. Quiso demostrárselo a aquellos escribas, que también debieron
sorprenderse al ver que Jesús leía en su interior lo que estaban pensando. Si
Jesús participa del poder de Dios para sanar enfermos y expulsar demonios,
¿por qué no va a poder participar del poder de Dios para perdonar pecados?
Ese parece ser el argumento que Jesús utiliza: “para que sepan que el Hijo
del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados –le dijo al
paralítico-: “yo te lo mando: levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa”. El
hombre se levantó inmediatamente, recogió su camilla y salió de allí a la
vista de todos”. La palabra de Jesús tiene la misma eficacia para sanar la
parálisis que para perdonar pecados. Hoy tal vez deberíamos hacernos la
85

pregunta al revés: si Jesús sigue perdonando los pecados ¿por qué no va a


seguir curando enfermedades?
A quienes perdonen los pecados les serán perdonados
A quienes dudan del poder de los sacerdotes para perdonar los pecados en
nombre de Jesús, podemos decirles simplemente que si Jesús sigue hoy
predicando y sanando a través de sus discípulos, ¿por qué no va a poder
perdonar a través ellos? Es más, a los apóstoles les dio explícitamente este
poder, el mismo día de la resurrección, cuando, soplando sobre ellos, les
entregó su Espíritu precisamente para que pudieran perdonar pecados. Ahora
bien, para que este “milagro” se realice es necesaria la fe, no sólo la del
pecador sino de otros muchos, incluso la fe del mismo sacerdote.
Y los sacerdotes podemos preguntarnos: ¿Y qué signos doy yo de que tengo
potestad para perdonar pecados? Jesús demostró que podía perdonar
devolviendo la salud al paralítico… Podemos argumentar desde la
ordenación recibida, por supuesto, pero la escena evangélica parece sugerir
que necesitamos algo más… O dicho de otro modo: el sacerdote que realiza
pocos “signos” seguramente perdonará pocos pecados. La experiencia
muestra que los grandes confesores (Cura de Ars, Padre Pío…)
manifestaban con toda su vida (su oración, su penitencia, incluso sus
“milagros”…) que tenían autoridad para perdonar pecados. Nos sobran
argumentos teológicos, nos faltan argumentos de vida. Si queremos ver de
nuevo colas en los confesionarios empecemos por ahí.
Voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando
La vida del paralítico, a partir de aquel día, fue una vida nueva, sobre todo
por el perdón de los pecados que recibió. Jesús hizo en él algo nuevo. La
primera lectura de este domingo nos presenta algunas promesas del Señor,
que hemos de tomar en serio, porque, como afirma el apóstol Pablo, “Cristo
Jesús, el Hijo de Dios, no fue primero “sí” y luego “no”. Todo él es un “sí”.
En él, todas las promesas han pasado a ser realidad”. Dios es fiel, Dios
cumple. De acuerdo a sus planes. En la medida también de nuestra fe.
Esas promesas son concretamente: realizar algo nuevo, abrir caminos en el
desierto y hacer brotar ríos en la tierra árida. Todo lo que Dios ha hecho en
el pasado –la liberación de Egipto para Israel- será insignificante comparado
86

con lo que ahora va a hacer. Nosotros sabemos que el profeta tenía razón. La
encarnación del Verbo y la redención realizada en su muerte y resurrección
no tienen ni punto de comparación con los prodigios que narra el Antiguo
Testamento. Lo que Dios había hecho ya en aquel paralítico: darle la vida,
hacerle miembro del pueblo elegido, era insignificante comparado con lo que
Jesús realizó en él. Eso mismo podemos pensar nosotros al escuchar las
promesas del Libro de Isaías a la luz del relato del Evangelio: Jesús quiere
realizar algo nuevo en mí, mucho más grandioso que lo ya realizado.
Dios le reprocha a Israel no haberle invocado ni servido, sino haber puesto
sobre Él la carga de sus pecados. Pero Dios es fiel a sí mismo: “si he borrado
tus crímenes y no he querido acordarme de tus pecados, ha sido únicamente
por amor de mí mismo”. Esta fidelidad de Dios es el motivo de nuestra
esperanza. Tal vez tampoco nosotros invocamos al Señor suficientemente ni
le servimos, pero confiamos en su palabra: Él quiere hacer algo nuevo en
cada uno, algo grandioso, espectacular, abrir caminos nuevos en nuestra
vida que nunca habíamos imaginado, hacer brotar ríos de fecundidad en
nuestra esterilidad y sequedad.
Tú y yo somos ese paralítico del evangelio, incapaces tal vez de movernos
en la dirección que nos parece correcta, pero podemos ponernos delante de
Jesús, con fe, y escuchar sus palabras de perdón y sanación. El sacramento
de la penitencia, recibido con sincera contrición, con humildad, con fe, tiene
mucho que ver con esa novedad de vida que el Señor piensa realizar en ti.
87

Tiempo de Cuaresma
Si obras bien, alaba y dale gracias al Señor por ello; si te acaece obrar mal,
humíllate, sonrójate ante Dios de tu infidelidad, pero sin desanimarte: pide
perdón, haz propósito, vuelve al buen camino y tira derecho con mayor
vigilancia. Es tiempo de gran corrupción en el mundo, pero es también
tiempo de gran Misericordia por parte de Dios, que sigue esperando que sean
utilizados sus méritos infinitos. Aunque hayas cometido todos los pecados
del mundo, Jesús te repite: se te perdonarán muchos pecados, porque has
amado mucho. ¡La esperanza en su inagotable misericordia nos sostenga en
la conjura de pasiones y adversidades!
88
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MIÉRCOLES DE CENIZA
Lecturas:
- Jl 2,12-18. Rasgad los corazones y no las vestiduras.
- Sal 50. R. Misericordia, Señor: hemos pecado.
- 2Cor 5,20-6,2. Reconciliaos con Dios: ahora es tiempo favorable.
- Mt 6,1-6.16-18. Tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará.

CUARESMA: TIEMPO DE GRACIA Y SALVACIÓN


Se abre la liturgia eucarística del miércoles de ceniza y, con ella, de toda la
cuaresma con esta antífona: “Te compadeces de todos, Señor, y no odias
nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres para
que se arrepientan y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios y Señor”.
Realmente magnífica y consoladora; es sin duda buena noticia para un
tiempo de gracia y salvación. Dios se compadece, Dios no odia nada de lo
que ha hecho, Dios cierra los ojos a los pecados, da espacio al
arrepentimiento, perdona. Así se manifiesta como Señor, soberanamente
libre, no condicionado como nosotros por las actitudes del otro.
Te compadeces de todos. El Señor quiere transmitirme más compasión
hacia todos como Él se compadece de todos: “sed compasivos como vuestro
Padre es compasivo”. Compasión es “padecer con”, es decir, sufrir por sus
sufrimientos, pecados y debilidades, sentirlos como propios, pues en realidad
lo son ya que formamos parte de un mismo cuerpo.
La compasión ha de llevarme a la oración de intercesión, del mismo
modo que pido para mis sufrimientos y pecados el consuelo o el perdón de
Dios. Y a superarlos. Algo habré de hacer por ayudar a los demás a superar
sus sufrimientos y pecados. En primer lugar, no ser ocasión de sufrimientos
innecesarios para ellos ni de escándalo que les lleve hacia el pecado. En
segundo lugar, implorar el perdón para sus pecados. He de vivir más
conscientemente las celebraciones litúrgicas diarias y la recepción del Sto.
de la Penitencia y abrirme a su eficacia para recibir la compasión.
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Cierras los ojos a los pecados de los hombres… Cerrar los ojos a los
pecados de los hombres, en el sentido de no fijarme en ellos en cuanto
fijarme en ellos me lleva a juzgar y hacerme una imagen negativa del otro.
Cerrar los ojos es desfijar, negar, la imagen negativa/errada/distorsionada
que tengo respecto de tanta gente. He de disponerme a recibir esta gracia.
Cerrar los ojos por la compasión, por el amor. Una madre conoce los
defectos de sus hijos, pero cierra los ojos para no verlos; ama a sus hijos
simplemente por serlo. ¡Cuánta conversión necesito en este punto! ¡Tantas
imágenes erróneas arraigadas! Erróneas porque, aunque tengan un poco de
verdad y objetividad, mucho más verdadero y objetivo es ver al otro en lo
más esencial que es: imagen de Dios, hijo de Dios.
Y los perdonas porque tú eres nuestro Dios y Señor. Somos tuyos, nos has
comprado con la sangre de tu Hijo. Le pertenecemos. Por eso nos perdonas.
Así te manifiestas como Dios y Señor. Es necesario, siempre, pero
especialmente en este tiempo de cuaresma, ver a los demás como míos,
como partes de mí mismo, del mismo cuerpo. Ser consciente de que
perdonando a los demás me hago bien a mí mismo, no sólo porque recupero
la paz interior, sino porque es un bien para el cuerpo del que soy parte, mi
cuerpo místico.
En cierto sentido puedo perdonar a todos, pues todos son pecadores y todos
hacen daño a mi cuerpo con sus pecados. En otro sentido, no tengo que
perdonar a nadie, ni aun a quien me ofende directamente, pues un miembro
del cuerpo no le pide disculpas a otro por estar enfermo o haberle causado
daño (yo no me pido perdón a mí mismo, simplemente me acepto y busco
sanarme).
El perdón debe incluir, por mi parte, la devolución de lo que el otro ha
perdido en cuanto a mí respecta: tal vez su imagen deteriorada, confianza,
cercanía, aprecio… Podría incluir el no verme ofendido, el no recibir nada
como ofensa. El que ninguna acción o actitud del otro me afecte
negativamente. Positivamente, el perdón incluye la oración por el otro y la
expiación, mi buen ejemplo, cuya ausencia, en uno u otro aspecto, ha
contribuido a su falta. Dios da con sobreabundancia, por tanto, he de
disponerme a recibir esta cuaresma la gracia del perdón y la capacidad
de perdonar.
91

Contribuir a que los demás puedan ser perdonados en el sacramento de


la penitencia: intercesión por los pecadores, expiación, recepción personal
del sacramento. Todas mis disposiciones interiores para ser perdonado
(contrición, examen en profundidad, expiación, fe en la eficacia del
sacramento, etc.) ayudarán a que otros muchos se acerquen también a ser
perdonados. El perdón incluye también la corrección fraterna. ¿Cómo
hacerla? Enséñame, Señor…
Conviértanse a mí de todo corazón (1ª lectura)
Convertirse es mirar al Señor. Dejar de tener fija la vista del corazón, e
incluso de los ojos, en otras cosas, personas, aspiraciones…, para ponerla en
el Señor. No es dejar de mirar, sino mirar bien, mirar en la dirección
adecuada, mirar a Cristo: su persona, su palabra, sus proyectos.
“Rasguen los corazones…”. Conversión del corazón, de lo interior
(actitudes, intenciones, afectos desordenados, deseos naturales no integrados
en el proyecto de Dios…). La imagen de rasgar, desgarro, sugiere cierta
violencia, sufrimiento sensible, al menos psicológico. Quiere decir que la
conversión normalmente, a no ser que el Señor aplique alguna “anestesia”,
va acompañada de sufrimientos psíquicos. Debo convencerme de esto y no
esperar una conversión “incruenta” y de “paños calientes”. Los sacramentos
actúan “ex opere operato”, y la Palabra es “viva y eficaz”, pero las
repercusiones psicológicas del cambio operado pueden ser dolorosas;
menos dolorosas serán si ha precedido un convencimiento firme: si la
inteligencia y el razonamiento ha ido penetrando en la voluntad y la
sensibilidad, el cambio ontológico se percibirá después menos
dolorosamente; las repercusiones psíquicas dolorosas de la conversión
durarán hasta que el psiquismo y la sensibilidad se vayan adaptando a la
nueva manera (convertida) de ser. También el dolor puede quedar menguado
o anulado si la conversión va acompañada de un goce espiritual intenso; pero
no siempre sucede.
“No se diga: ¿dónde está su Dios?”. ¡Tanta gente tiene motivos para
decirlo! o, al menos, pensarlo. Posiblemente ellos deberían preguntarse a sí
mismos: ¿dónde está mi Dios, qué he hecho de él?, pero eso ahora no
importa desde mi condición de creyente; debo convencerme simple y
llanamente de que muchos tienen derecho a ver a Dios en mí o a que yo les
92

muestre dónde está Dios, el rostro de Cristo. Lo que no debería pasar es que
la gente me vea y no note nada, ser un signo insignificante, que ni siquiera se
hagan la pregunta o que la pregunta quede sin respuesta. Esta cuaresma,
pues, estoy llamado a transparentar a Dios; un hijo se parece a su padre; la
gente que conoce al padre se acuerda de él al ver al hijo. Si la gente conoce a
Dios, al verme deberían acordarse de Él; más aún, concluir que está en la
Iglesia. Que nadie que se me acerque o me vea tenga que marcharse diciendo
¿dónde está su Dios? ¿Dónde está ese Dios que predican?
Conciencia de que Dios quiere empezar a concederme esto a partir de
mañana. Actitud de receptividad. Quiere concederme experimentar su
misericordia y una renovación profunda, como expresa el salmo 50: “lava
del todo mi delito…Contra ti, contra ti solo pequé…” Atención a la
dimensión teologal del pecado y no tanto a sus repercusiones psicológicas
de remordimiento en mí ni a las reacciones de los demás. “Crea en mí un
corazón puro” Todo ello es condición para orar mejor: proclamar su
alabanza y evangelizar más decididamente: "Señor me abrirás los labios".
Somos embajadores de Cristo (2ª lectura)
Como Pablo, debo sentirme embajador de Cristo a lo largo de esta cuaresma.
El mensaje de la embajada es, ante todo, comunicar, en nombre de Cristo,
que “ahora es tiempo de gracia, ahora es el día de la salvación”. Mis
actitudes, mis palabras, mi modo de vivir este tiempo deberían transparentar
que es un tiempo especial, un tiempo de gracia y salvación. Yo mismo soy
exhortado a vivir este tiempo así, como tiempo de especial comunicación de
gracias por parte de Dios, yo mismo soy exhortado a no echar en saco roto
la gracia de Dios, es decir, a dejar que las gracias cuaresmales fructifiquen.
Siempre tengo el riesgo de la inconstancia, la falta de perseverancia en
actitudes y acciones que el Señor empieza a concederme y que, al poco
tiempo, pierdo. Las gracias en este tiempo van a ser abundantes, puedo tener
esta convicción. Se trata de mantenerme en ellas. Dios quiere manifestarme
su amor con gracias abundantes. Ese amor por el que, por nosotros, hizo
pecado al que no conocía el pecado, para que, por él, llegáramos a ser
justicia de Dios.
93

Dios mismo me exhorta: “déjate reconciliar conmigo”. ¿Qué puede


significar concretamente para mí esta exhortación del Señor? Aceptar mi
historia: hay aspectos que posiblemente todavía no le he “perdonado” a
Dios; visto objetivamente, esto es un atrevimiento rayano en la blasfemia o
impiedad. ¡Qué tenga que ser Dios quien me exhorte a reconciliarme con él!
Aunque verdaderamente el pecado nos deja tan ciegos e impotentes que
somos incapaces de la humildad necesaria para reconocernos necesitados de
reconciliación y de implorarla; tal vez ni siquiera somos conscientes de
nuestra enemistad y separación de Dios; tiene que ser él, el ofendido, quien
se acerque.
Reconciliarme con Dios significa dejarme purificar de tantos apegos
arraigados que están impidiendo una relación filial más intensa con Él.
Purificar incluso mis imágenes de Dios: le ofendo teniendo de él una idea no
correcta. Reconciliarme con Dios significa que Él mismo quiere ponerme en
aquel grado de intimidad y comunión con él, con cada una de las divinas
personas, que debería tener y que no tengo a causa de los pecados de la vida
pasada, cuya huella está todavía influyendo. He de meditar el daño que esta
carencia implica también para la vida y santificación de los demás.
La actitud ha de ser “dejarme” (“déjense reconciliar); la reconciliación es
puro don suyo; dejarse implica no estorbar, estarse quieto y dejarle
hacer… Atención, por tanto, a evitar estorbos a la acción de Dios; más que
iniciativas, a no ser que estén bien claras, la actitud ha de ser pasiva: recibir
lo que llegue (cruz, acontecimientos…), obedecer, oración (que es un modo
de estarse quieto ante Él), vivir la liturgia de tal modo que no le impida
actuar (atención a lo que se realiza, a Dios que actúa, a lo que la Palabra
dice…).
Y proclamar el mensaje: “¡déjense reconciliar con Dios!”. El mejor modo de
exhortar es el testimonio de mi propia reconciliación. Pero también es
necesario el anuncio explícito: en las conversaciones, apostolado,
enseñanzas…. Ser consciente de que, si no anuncio este mensaje, le estoy
impidiendo a Dios expresar el deseo de que sus hijos se reconcilien con Él.
Será una ofensa a Él y a las personas a quienes debería llegar el mensaje
(será una injusticia).
94

No para ser vistos por los hombres, sino por Dios… Él te recompensará
(evangelio)
Evidentemente, la Iglesia, hoy miércoles de ceniza, nos ofrece este evangelio
indicando que la cuaresma es tiempo de oración, limosna y ayuno. Debo,
por tanto, suponer y esperar que Dios me quiere conceder con más
abundancia oración, limosna y ayuno. La abundancia puede consistir
simplemente en vivir mejor, con más intensidad, los momentos de oración
que ya tengo o también esperar más tiempo; igual respecto a la limosna y
ayuno: la limosna, en cuanto caridad, como un mejor aprovechamiento de
vivir en caridad tantas ocasiones a lo largo del día, tanto evitando el pecado
(crítica, juicio, omisiones conscientes, mal ejemplo…) como positivamente
(pequeños favores, servicio, testimonio, palabra – consejo, intercesión…).
El ayuno: en un sentido amplio, empezar por la abnegación de gustos que
pueden llevarme al pecado o a la pérdida de tiempo innecesaria (tv, internet,
conversaciones, curiosidades, impulsividades…); en sentido estricto: ayuno
de comida, que abre el espíritu a Dios, a la oración, y al hermano. Si la
cuaresma es un retiro de cuarenta días y cualquier retiro implica ayuno de
diversiones, conversaciones, de algunas ocupaciones…, intentar vivir así la
cuaresma: ayunando de lo no estrictamente necesario (en la medida posible a
cada uno), para vivir en ambiente de retiro (oración, silencio, alimentación
más abundante de la Palabra de Dios). Todo esto tenerlo presente y
esperarlo de Dios, no de mis fuerzas. Vivirlo con paz, con deseo, con
esperanza. Pero sin voluntarismos ni complejos de culpabilidad.
La recompensa: los dones que la Iglesia pide y los que la Palabra de Dios
expresa. Sobre todo, la recompensa será la conversión misma: el corazón
nuevo, la reconciliación con Dios, el dominio de nosotros mismos, poder
llegar a la Pascua y a Pentecostés totalmente dispuestos a recibir una efusión
más intensa del Espíritu Santo.
“No para ser vistos por los hombres, sino por Dios”. No con los criterios de
los hombres, no en la medida y forma que esperan los hombres. No para
quedar bien ante los hombres y en aquello en que quede bien ante ellos. Es
decir, la cuaresma hay que vivirla desde Dios y no, en principio, desde las
expectativas de los hombres. O con otras palabras, el criterio de la oración
(tiempo, modo…), la limosna y el ayuno, no han de ser los hombres sino
95

Dios; no de acuerdo a lo que los demás esperan de mí, no de acuerdo a lo


que agrada a los demás, no de acuerdo a como piensen los demás…, sino
como Dios quiera concederme. Tampoco, por supuesto, el criterio ha de ser
mi gusto personal: no para ser visto por mí mismo (autocomplacencia…)
sino por Dios.
La bendición de la ceniza pide la fidelidad a las prácticas cuaresmales
(oración, limosna y ayuno). Dios se deja vencer por el que se humilla,
encuentra agrado en quien expía sus pecados, no quiere la muerte del
pecador, sino su arrepentimiento. En las dos oraciones de bendición se pide
llegar a la Pascua con corazón limpio, perdonados los pecados y en vida
nueva.
Finalmente, quiero destacar el lugar importante que ocupa la fe en la
Palabra de Dios para la conversión. Centrar la mirada en el Señor. La
conversión es consecuencia de la fe en la Palabra y la mirada puesta en él. El
responsorio de las antífonas de la bendición de la ceniza indica la urgencia
de aprovechar este tiempo de penitencia, no sea que nos veamos
sorprendidos por el día de la muerte, posibilidad real para mí y para los
cercanos a mí. Pudiera ser esta mi última cuaresma en la tierra.
“Estos sacramentos que hemos recibido… obren como remedio saludable de
todos nuestros males” (oración de poscomunión). Sacramentos, ¿por qué en
plural? Por supuesto, se refiere a la Eucaristía, pero también a la Palabra y a
la imposición de la ceniza, que son signos sacramentales. Pedimos que sean
remedio de todos nuestros males. Esperar mucho, esperarlo todo de Dios. Y
esperar que la cuaresma, ésta, dé un cambio sustancial a todos los males de
la humanidad y, por supuesto, a todos los males de la Iglesia.
96

DOMINGO I DE CUARESMA
Lecturas:
Gn 9,8-15. El pacto de Dios con Noé salvado del diluvio.
Sal 24. Tus sendas, Señor, son mi misericordia y lealtad para los que
guardan tu alianza.
1P 3,18-22. Actualmente os salva el bautismo.
Mc 1,12-15. Se dejaba tentar por Satanás, y los ángeles le servían
AL DESIERTO CON JESÚS A QUITARTE LAS MÁSCARAS
Interrumpimos el tiempo ordinario, durante tres meses largos, para
adentrarnos en los tiempos litúrgicos de Cuaresma y Pascua, cuyo centro es
el Triduo Pascual de Nuestro Señor Jesucristo muerto, sepultado y
resucitado, tiempos litúrgicos que culminarán el domingo de Pentecostés.
Cuaresma y Pascua constituyen el centro del año litúrgico. Por tanto, su
celebración tiene un poder, una eficacia especial, capaz de hacernos pasar
del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, de una vida cristiana
estancada a un nuevo dinamismo espiritual, de una vida según la carne a una
vida guiada por el Espíritu. Esta eficacia será efectiva de acuerdo a nuestras
disposiciones.
La mayoría de las personas de esta sociedad o cultura pos-cristiana y
secularizada siguen todavía metidas en los carnavales y seguramente menos
dispuestas a quitarse las máscaras y aceptar la realidad de lo que son y lo que
podrían ser si pusieran su vida con sinceridad delante de Dios. Razón de más
para que, quienes tenemos la dicha de creer en Jesucristo, pongamos todo el
interés posible en entrar en la cuaresma. Dos actitudes básicas nos van a
permitir entrar en cuaresma: la humildad de reconocer que necesitamos
conversión y el deseo (esperanza) de centrar más profundamente nuestra
vida en Cristo. Hoy sobran las palabras y lo que la gente más necesita es el
testimonio de creyentes a quienes se les ve distintos, en cierto modo, más
diferentes, porque están en cuaresma.
97

Sería bueno que, durante estos primeros días de cuaresma, nos


respondiéramos con sinceridad a estas u otras preguntas parecidas: ¿qué
idea tengo, cómo veo yo la cuaresma? ¿Será así como la entiende la
Iglesia? ¿En qué actitud anímica y espiritual me encuentro: escepticismo,
desánimo, tibieza, fervor, esperanza, entusiasmo…? ¿Qué aspectos de mi
vida necesitan cambio urgente? ¿Creo que una cuaresma bien vivida puede
dar un vuelco sustancial, un cambio importante, a mi vida? ¿Veo la
cuaresma como un tiempo en que me tendría que esforzar o un tiempo en el
que Dios me va a dar más gracias y hacer más fácil la conversión? ¿La veo
como tiempo de tristeza o de alegría? ¿Qué primer paso siento me quiere
conceder el Señor para ponerme en movimiento cuaresmal? ¿Estás
dispuesto, desde ya, a pedir la gracia de entrar en cuaresma, es decir, de
acompañar al Señor al desierto?
El Espíritu impulsó a Jesús al desierto
Este primer domingo nos invita, todos los años, a mirar a Jesús que se
retira al desierto, donde va a permanecer cuarenta días. Pero no sólo a
mirarle sino a seguirle. Todos somos exhortados a acompañarle. Aunque
hayamos de continuar con nuestras tareas habituales y permanecer en los
lugares cotidianos, podemos entrar en desierto, hacer desierto, anímica y
espiritualmente, allá donde nos encontremos. Pero siempre con Jesús. No se
trata necesariamente de aislarse sino de concentrarse en Él. Y como él está
en el desierto, yo estoy con él en desierto.
El desierto al que, según el evangelista san Marcos, se retira Jesús es un
desierto especial. Si generalmente pensamos en los desiertos como lugares
solitarios, resulta que, este desierto está poblado de animales salvajes y de
ángeles. Jesús vive allá pacíficamente entre los animales salvajes y los
ángeles le sirven. Diríamos que, más que un desierto, parece un paraíso.
Pero ¿cuál es la razón de que el desierto sea un paraíso? Que Jesús se deja
tentar por Satanás y lo vence. Si el paraíso en el que Dios puso a Adán y Eva
pasó, a consecuencia del pecado, a ser una tierra hostil, que el hombre habría
de trabajar con sudor, y el desierto lugar de soledad y muerte, la victoria de
Jesús sobre el pecado y el demonio, realiza la vuelta al paraíso. La cuaresma
pretender ser eso: un tiempo de travesía por el desierto para ponernos más
cerca del paraíso mediante la victoria sobre el pecado.
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Notemos también que es el Espíritu Santo, con el que acaba de ser ungido,
quien impulsa a Jesús a retirarse al desierto. También es el Espíritu quien
quiere ponernos a nosotros esta cuaresma en desierto; no se trata, por tanto,
de proponernos un esfuerzo voluntarista por buscar silencio, soledad,
oración, penitencia o cambio de nuestros pecados y defectos, sino de dejarse
guiar por el Espíritu. Con él, siéndole dóciles, seremos capaces y hasta nos
sentiremos felices de hacer silencio, dedicar un tiempo diario a la lectura de
la Palabra de Dios, reconocer el pecado e ir dando los pasos necesarios en el
proceso de nuestra conversión. Con la luz del Espíritu Santo, descubriremos
los caminos a dejar y los caminos a recorrer, pues él “guía por la senda recta
a los humildes y descubre a los pobres sus caminos” (salmo 24). Con él, nos
sentiremos atraídos a buscar la misericordia y la ternura de Dios, que son
eternas.
Establezco una alianza con ustedes
Escuchamos, en la primera lectura de este año, el pacto o alianza que Dios
hizo con Noé y con toda la creación: “no volveré a exterminar la vida con
el diluvio ni habrá otro diluvio que destruya la tierra”. En este episodio de la
historia de la salvación, sobre todo en el arca flotando sobre el agua, en la
que se salvaron Noé, su familia y los animales que habían entrado con ellos,
ve san Pedro un símbolo del bautismo. “Aquella (el agua o el arca) –afirma
el apóstol en la segunda lectura- era figura del bautismo, que ahora los
salva a ustedes”. Con estas dos lecturas se nos recuerda otro de los
elementos u objetivos esenciales de la cuaresma: la renovación de la
alianza bautismal.
La cuaresma, poniéndonos en desierto, enfrentándonos con Satanás, nos
prepara para la solemne renovación de las promesas bautismales que
haremos en la celebración nocturna de la Vigilia pascual. Todo bautizado es
invitado a mirar a su raíz espiritual y a permitirle retoñar e incluso revivir, si
hubiera sido cortada, paralizada o incluso consumida. Cualquiera que sea su
situación. A quienes estamos viviendo conscientemente el bautismo como
fundamento de nuestra vida, nos toca despertar, dar un toque de atención, a
quienes viven totalmente de espaldas a él.
No habrá renovación de la alianza bautismal sin encuentro personal con el
Señor. Ir al desierto, entrar en cuaresma, supone ante todo abrir el corazón a
99

Jesucristo. Volver a creer en su amor. Volver a escuchar el Evangelio de


Dios que él predica. “Después que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue
a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: <se ha cumplido el
tiempo y el Reino de Dios ya está cerca, arrepiéntanse y crean el
Evangelio>”. Sin dejar el desierto, sin olvidarnos de nuestra propia
conversión, nos toca hoy también recorrer las galileas de los pueblos y
ciudades predicando la Buena Noticia de Dios. Esa buena noticia es, ante
todo, Jesucristo. Suscitar el interés por acercarse a Jesucristo.
Escuchemos de nuevo y meditemos estos días el llamado apremiante del
Papa Francisco: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en
que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con
Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de
intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que
esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría
reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando
alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su
llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a
Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu
amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos
redentores” (EG 3).
¡Qué bella oración para rezarla todos los días durante esta Cuaresma¡ Que
María, consuelo de los afligidos, refugio de los pecadores, auxilio de los
cristianos y madre de misericordia, nos ayude a entrar en desierto y a dejar
que resuenen cada día en nuestro corazón y meditemos las palabras de su
Hijo: “conviértete y cree”.
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DOMINGO II DE CUARESMA
Lecturas:
Gn 22,1-2.9-13.15-18. El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe.
Sal 115. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Rm 8,31b-34. Dios no perdonó a su propio Hijo.
Mc 9,2-10. Éste es mi Hijo amado.

CON JESUS A LA MONTAÑA A SER TRANSFIGURADOS


La Cuaresma debería ser un tiempo de transfiguración, una etapa a lo
largo de la cual se fuera operando, en nuestra vida, una transformación
espiritual más o menos visible. Ese cambio, esa transfiguración, será
consecuencia del encuentro con Jesús, de la perseverancia con él en el
desierto y de nuestra subida con él a la montaña. El domingo pasado hemos
contemplado a Jesús en el desierto dejándose tentar por Satanás y hoy lo
vemos, en lo alto de la montaña, transfigurado, resplandeciente, en un
anticipo de la gloria de que goza ahora permanentemente.
Si somos sinceros, no podemos dejar de reconocer muchos aspectos de
nuestra vida que deberían ser cambiados: situaciones de vida, tibieza
espiritual, maneras de ser, defectos temperamentales, modos de
relacionarnos con los demás, actitudes en el trabajo, pasividad en la vida
apostólica… Y hay otros muchos aspectos que también necesitan ser
cambiados y que sólo Dios ve y sabe porque nosotros mismos o no nos
damos cuenta o no estamos convencidos de la conveniencia de ese cambio,
de la maldad de esas situaciones, maneras de pensar y de actuar, o
simplemente nos sentimos totalmente impotentes.
Pues bien, estos dos primeros domingos de cuaresma, en los que todos los
años escuchamos los evangelios de Jesús retirado en el desierto y
transfigurado en la montaña, representan o proclaman esa Buena Noticia de
que es posible empezar de nuevo, porque Dios nos da una nueva
oportunidad. Acompañando a Jesús, en actitud de fe, arrepentimiento y
esperanza, al desierto y subiendo con él a la montaña, vamos a ser
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transfigurados. Otro modo de vivir es posible. En Cristo, que ha vencido al


Demonio y ha pasado de la muerte a la gloria, hay lugar para la esperanza,
independientemente de cualquiera que sea nuestra actual situación. Eso sí,
hay que dejarle a Dios hacer, hay que estar dispuestos a obedecerle.
El proceso de conversión y transfiguración -del pecado a la gracia o de la
gracia a la santidad- es semejante a una operación quirúrgica. El éxito
puede estar asegurado -en nuestro caso al cien por cien- pero el paciente
debe estar dispuesto a ponerse en las manos de cirujanos y enfermeras y
dejarse hacer sin oponer resistencia. Procurarán hacerle sufrir lo menos
posible al paciente, pero aun así habrá incomodidades y dolores que no
podrán evitar. Dios actúa también así, adaptándose a nuestra manera de ser.
Intenta realizar la conversión del modo menos doloroso posible, pero a veces
no le queda más remedio, y en otras ocasiones el sufrimiento se acreciente
por nuestras resistencias o movimientos inadecuados.
Dios puso a prueba a Abrahán
Dada nuestra condición actual de seres humanos heridos por el pecado, todo
crecimiento, tanto si lo consideramos desde un punto de vista meramente
humano (adquirir conocimientos, por ejemplo) como desde una perspectiva
más espiritual (adquirir virtudes o valores), es, al menos en los comienzos,
doloroso. El niño es egocéntrico y egoísta y le resulta traumático des-
egocentrarse. Al ser humano le cuesta soltar, desapegarse. Nos cuesta soltar
hasta lo que nos hace sufrir: por ejemplo, rencores y resentimientos, que
son fuente continua de sufrimiento, recuerdos y heridas del pasado que, al
traerlas de nuevo a la memoria, se reabren y sangran.
A Dios no le queda a veces más remedio que ponernos en situación de
prueba. Dios, después de una espera larga, le había concedido a Abrahán un
hijo. Era el único hijo nacido de su esposa Sara, su alegría y su esperanza.
También es posible idolatrar a un hijo y que éste pase a ocupar el lugar de
Dios. No digo que fuera el caso de Abrahán. Dios quiso que Abrahán
ensanchara mucho más su capacidad de recibir dones divinos y que no
pensara que aquel hijo era lo máximo. “Toma a tu hijo único, al que quieres,
a Isaac, y ofrécemelo allí en sacrificio”. Renuncia a tu hijo, al futuro
espectacular que te he prometido, para disponerte a algo todavía mucho más
grande.
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Hay personas que, al leer este relato o al escuchar, por ejemplo, la historia de
Job, dicen: yo no creo en ese Dios tan “maluco”. Dios es ciertamente
misterioso o, mejor, Dios es claridad y transparencia que deslumbra y ciega.
Hay que abandonar, respecto de Dios, todo calificativo y centrarse en la
respuesta adecuada a su acción o proyecto. La cuaresma es un tiempo para
ofrecerle a Dios en sacrificio no sólo el pecado sino el bien cuyo apego nos
impide recibir un bien mayor. Ese “toma a tu hijo y ofrécemelo en
sacrificio” puede significar para nosotros: renuncia a ese proyecto en el que
has puesto tanto empeño, renuncia a esa obra que has ido dando a luz con
tanto esfuerzo, deja ese trabajo que ha significado para ti seguridad y
esperanza de calidad de vida, deja ese cargo al que has llegado a base de
méritos y años, renuncia a esa amistad que tanto apoyo te ha dado, renuncia
a tenerlo todo controlado…
Por no haberte reservado a tu hijo, te bendeciré, multiplicaré a tus
descendientes
La cuaresma es un tiempo propicio para abrirse a nuevos horizontes y, para
ello, estar dispuestos a sacrificar lo que haga falta. En realidad, Dios no
siempre pide la renuncia efectiva. Sí la afectiva. Abrahán estuvo dispuesto a
sacrificar a su único hijo, pero no era la muerte del hijo lo que Dios quería,
sino la ofrenda del desapego y de la obediencia. El mejor desapego es no
apegarse a nada, vivir soltando, vivir sin saberse dueño o propietario de
nada. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, ¡bendito sea el nombre del
Señor!” exclama Job. Abrahán no dice nada, simplemente obedece en
silencio, al igual que san José.
En realidad, Dios no nos pide nada que no hay hecho él mismo. El Padre
se desprendió de su Hijo y -como dice la segunda lectura de hoy- “no
perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros”. El
Hijo “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios,
al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando
por uno de tantos”. La renuncia a algo, el sacrificio de algo, la muerte, no es
otra cosa que la condición necesaria para recibir más, para adquirir
dones mejores, para recibir vida más plena. Para que Dios pueda darse
totalmente al hombre, el hombre ha de renunciar a todo y a sí mismo
completamente.
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Así sucede en la historia de Abrahán: “por no haberte reservado a tu hijo, tu


hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas
del cielo y como la arena de la playa”. Así sucede en Jesús: “… por eso Dios
lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre”. “La
pasión es el camino de la resurrección” (prefacio). Tal vez conozcas la
historia de Yenny, la niña que tenía un bello collar de perlas de plástico y
un día su papá le pidió que se desprendiera de él; Yenny estaba dispuesta a
darle a su papá cualquier otra cosa menos su collar de perlas; así pasó
bastante tiempo hasta que, por fin, una noche, cuando se iba a dormir, se
acercó a él temblorosa y se lo entregó. Entonces su papá sacó de una gaveta
una cajita, de ella extrajo un collar de perlas auténticas y, dándole un abrazo,
lo puso en el cuello de su hija.
Jesús se transfiguró en la montaña. Fue algo maravilloso que llevó a Pedro
a exclamar: -Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a quedarnos… Jesús le
va a hacer comprender que, aunque aquello era verdaderamente maravilloso,
no era sino un anticipo de lo definitivo. Pedro quiere apegarse a aquella
experiencia, pero Jesús le hace ver que Él ha de pasar primero por la cruz
para que aquel estado de gloria sea en Él algo permanente. Las experiencias
espirituales gozosas suelen prepararnos para otros momentos de prueba,
renuncia y muerte, que, a su vez, nos abrirán a niveles más altos de vida.
No podemos quedarnos anclados ni siquiera en esos momentos de
experiencia espiritual intensa. Mientras vivimos, nos movemos del desierto a
la montaña, de la montaña al desierto. Y en esta itinerancia, la vida va siendo
transfigurada. La cuaresma es camino hacia la pascua que pasa por la prueba
y la entrega, por la oscuridad y la gloria. Y a través de esa dinámica,
aceptada, vivida en obediencia, la vida va siendo trasfigurada.
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DOMINGO III DE CUARESMA


Lecturas:
Ex 20,1-17. La Ley se dio por medio de Moisés.
Sal 18. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
1 Co 1,22-25. Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los hombres,
pero, para los llamados, sabiduría de Dios.
Jn 2,13-25. Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré.
SIGNOS DE CREDIBILIDAD Y RENUNCIA A LOS ÍDOLOS
La Cuaresma es un camino hacia la Pascua. De cómo la vivamos dependerá,
en gran medida, nuestra experiencia pascual. El ciclo B, que seguimos este
año, se caracteriza por la proclamación dominical del Evangelio de san
Marcos. Sin embargo, hoy y los próximos domingos vamos a escuchar
pasajes del evangelio de san Juan. La constatación que hace este evangelio
desde el inicio: “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (1, 11), se va
confirmando a lo largo de todas sus páginas. Jesús se presenta, en el texto
que escuchamos hoy, de forma velada, como el nuevo Templo de Dios que
va a sustituir al templo de Jerusalén.
¿Qué signos nos muestras para obrar así? - Destruyan este templo y en
tres días lo levantaré
Jesús ha expulsado del atrio del templo a los vendedores y cambistas,
advirtiéndoles que no convirtieran en un mercado la casa de su Padre.
Preguntado con qué autoridad hacía aquello o qué signos estaba dispuesto a
mostrar para obrar así, la respuesta de Jesús “destruyan este templo y en tres
días lo levantaré”, es el anuncio del mayor de los signos de Dios y el
mayor de los acontecimientos de la historia de la humanidad: su
resurrección. Jesús –afirma el Catecismo- “se identificó con el Templo,
presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Su
muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada
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en una nueva edad de la historia de la salvación: “Llega la hora en que, ni en


este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre” (Jn 4, 21)” (586).
¿Qué signos nos muestra hoy Jesús para que creamos en él? ¿Qué signos
ofrece a nuestro mundo inmerso en el relativismo, la duda y la incredulidad?
No fue el estilo de Jesús la espectacularidad. Huyó de todo milagrerismo y
apabullamiento. El signo que Jesús sigue dando al mundo es este: Él es un
crucificado que está vivo. Su Cuerpo, el nuevo Templo, vive; no sólo su
cuerpo físico, humano, sino su Cuerpo y Templo místico, el eclesial. De un
modo escondido, incluso contradictorio (mezclado con muchos pecados), la
santidad y pervivencia de la Iglesia a lo largo de los siglos es el principal
signo de credibilidad también para los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Un signo ambivalente y contradictorio, si leemos su historia únicamente con
mirada sociológica y nos quedamos con sus pecados dejando de lado el
testimonio luminoso de sus santos.
Esto supone, por parte de todos los creyentes, un serio compromiso. Si la
Iglesia de nuestro tiempo (las parroquias sobre todo) aparece más bien como
un “mercado” (una especie de supermercado espiritual de los sacramentos y
de la salvación, condescendiente cuando no connivente con modos de pensar
y obrar antievangélicos) o nuestra vida, mediocre en su conjunto, da la
impresión, más que de luz, de una neblina que no sólo no alumbra, sino que
incluso opaca la luz de los auténticos testigos, no esperemos que los alejados
crean. No nos extrañe, pues, que al Señor no le quede más remedio que
aprovechar -como nuevo azote de cordeles- ciertas circunstancias o
movimientos convulsos de la historia para purificar a su Iglesia.
Jesús no da signos espectaculares. Lo expresó muy bien san Pablo cuando
dijo que “los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría, pero
nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos y
necedad para los griegos, pero, para los llamados a Cristo –judíos o griegos-
fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. Jesús es un crucificado que está vivo, y
a quienes creen en él se les muestra. Tú crees en ese hombre que muere
humillado en una cruz e inmediatamente el Resucitado te sale al encuentro.
A veces se adelanta, pero siempre respeta tu libertad. Nunca se te va a
imponer de modo apabullante o forzado. Y para que muchos hoy crean en él
es necesaria la humillación y muerte a sí misma de su Iglesia, de sus
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seguidores. ¿Qué signos estás dando, en tu vida, de la veracidad de tu fe?


¿Qué signos puedes mostrar a quienes te rodean a diario de que tu pretensión
de que acepten a Jesucristo tiene sentido? ¿Qué “necedades” y qué
“debilidades” según el mundo traslucen en ti la sabiduría y la fortaleza
irrefutable de Cristo?
Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No
tendrás otros dioses frente a mí
Jesús es el nuevo templo del Dios vivo y es también la nueva ley. En él,
Dios ha establecido la nueva y definitiva alianza con la humanidad. A lo
largo de estos domingos, venimos escuchando, en la primera lectura, algunos
momentos claves de la historia de la salvación, momentos también de
alianza de Dios: con Noé, con Abrahán, con Moisés. La alianza que Dios
estableció con Moisés en el monte Sinaí tiene su expresión normativa para el
pueblo en el Decálogo. Jesús no abolió la ley antigua sino que, en él, en su
enseñanza y ejemplo, esa ley queda superada y perfeccionada. Hoy se nos
vuelven a entregar a cada uno de nosotros los Diez mandamientos como una
primera etapa a vivir en fidelidad a la alianza bautismal.
Cuando Dios le da al pueblo, representado en la persona de Moisés, los Diez
mandamientos, ya ha realizado con él una historia de salvación. No es lo
primero el mandato, sino la acción liberadora y gratuita de Dios. “El
Decálogo se comprende ante todo cuando se lee en el contexto del Éxodo,
que es el gran acontecimiento liberador de Dios en el centro de la antigua
Alianza. Las “diez palabras”, bien sean formuladas como preceptos
negativos, prohibiciones, o bien como mandamientos positivos (como
“honra a tu padre y a tu madre”), indican las condiciones de una vida
liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida”
(Catecismo 2057). Buen momento este domingo para volver la mirada hacia
atrás y hacer memoria agradecida de la obra liberadora de Dios en tu propia
vida.
“No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos. No te postrarás
ante ellos ni les darás culto”. Es el mandamiento principal y base de todos
los demás. Cuando se ha hecho o recibido la experiencia espiritual de que
Jesús es el único nombre en el que hay salvación, es decir, que Jesús es el
Camino, la Verdad y la Vida, el único Salvador, entonces el mandato de no
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tener otros dioses no sólo no se ve como una imposición o coerción sino


como una coraza que te defiende de la tentación de volver a la esclavitud. La
cuaresma es también un tiempo oportuno para revisar los ídolos o idolillos a
los que, de un modo u otro, tal vez sin darnos cuenta, estamos rindiendo
culto. Son muchos y no es difícil descubrirlos.
Precisamente los mandamientos de la segunda tabla, es decir, del cuarto al
décimo ponen el dedo en la llaga de los bienes, personales o materiales,
que pueden convertirse en ídolos: el poder y prepotencia, el cuerpo
humano y su belleza, el amor humano, el sexo, los hijos, el trabajo, el dinero
y el placer que proporcionan los bienes materiales, la buena imagen y fama.
Cualquier persona, cualquier bien personal o material, se convierten en ídolo
cuando desplazan a Dios del centro de la propia vida. Cuando esperamos de
ellos lo que sólo de Dios podemos esperar, por ejemplo la felicidad.
“La idolatría –leemos en el Catecismo- no se refiere sólo a los cultos falsos
del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar
lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y
reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios
(por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los
antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al
dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24)” (2113).
Cuando, por ejemplo, le negamos a Jesucristo la centralidad del domingo y
su lugar lo ocupa el deporte, la enamorada, la excursión, la familia, la
televisión o incluso el trabajo…, estamos haciendo de todas esas cosas
ídolos a los que rendimos culto.
Los ídolos nos esclavizan. Cuaresma es tiempo de liberación, de
recuperar la libertad perdida o alienada. Cuaresma es tiempo de recuperar
más plenamente, en nuestra propia vida, el señorío de Cristo. Sé libre en el
Señor.
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DOMINGO IV DE CUARESMA
Lecturas:
2Cro 36,14-16.19-23. La ira y la misericordia del Señor se manifiestan en la
deportación y en la liberación del pueblo.
Sal 136. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.
Ef 2,4-10. Estando muertos por los pecados, nos has hecho vivir con Cristo.
Jn 3,14-21. Dios mandó su Hijo al mundo para que el mundo se salve por él.
INFIDELIDAD Y DESTRUCCIÓN – FE, GRACIA Y SALVACIÓN
Después de haber leído y meditado un poco las lecturas de la Palabra de
Dios de este domingo, se ha reafirmado en mí la convicción de cuán actual
es la Palabra de Dios. No es letra muerta ni simples relatos de una historia
pasada encuadrada en otros contextos culturales. No, no. Es verdad que tal
convicción sólo puede brotar de la fe. No en vano decían ya los antiguos que
la Sagrada Escritura ha de ser leída con el mismo espíritu (Espíritu) con que
fue escrita. De lo contrario, la Biblia se cae de las manos o conserva un
interés puramente literario y cultural. Tratando de sintetizar el mensaje de la
Palabra de este cuarto domingo de cuaresma, me parecían adecuados estos
tres o cuatro conjuntos de términos y realidades: infidelidad y destrucción,
misericordia y compasión, salvación y gracia, fe e incredulidad.
Los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades
Estamos a finales del siglo séptimo y comienzos del siglo sexto antes de
Cristo. El libro de las Crónicas, que escuchamos en la primera lectura de
hoy, dice que “todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus
infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles. El Señor,
Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus
mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo. Pero ellos se burlaron de
los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus
profetas”. ¿Y en qué terminó aquello? En ruina, destrucción y exilio:
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llegaron los caldeos, destruyeron el templo y la ciudad y se llevaron cautivos


a la mayoría de la población.
Me parece que estamos viviendo tiempos muy parecidos. Se han
multiplicado las infidelidades y apostasías. Hay dentro de la misma Iglesia,
entre sus miembros, pastores y laicos, un pluralismo de opiniones y criterios
pastorales tan dispar y disgregador que no crea sino dispersión y ruina. Hay
muchas infidelidades y pecados, que incluso no se quieren reconocer como
tales. La ruina se llama secularismo, indiferencia religiosa, relativismo,
mundanización. Dios no se cansa de enviar avisos por medio de sus
mensajeros, porque siente compasión de su pueblo, que es toda la
humanidad. Pero la gente, incluso gente que se considera creyente, se burla
de los mensajeros de Dios, desprecian sus palabras (“¡esa será la opinión de
la Iglesia o la tuya, pero no quieras imponerla a los demás!”). Se aprovecha
cualquier ocasión para hacer mofa y escarnio de la fe, de la Iglesia y sus
enseñanzas.
Las consecuencias de todo esto ya las estamos viendo. La destrucción de la
misma sociedad. Una sociedad que permanece indiferente y acepta como
normal, por ejemplo, el aborto provocado, es una sociedad enferma de
muerte. Vemos cómo las rupturas matrimoniales crecen y la familia como
institución estable, para toda la vida, parece en peligro de desaparecer.
Estamos viendo también cómo la misma Iglesia decae a marchas forzadas.
Es la ruina, la destrucción, el exilio. Y a las puertas de los países europeos
está el mundo islámico que de manera violenta o pacífica terminará por
invadirlos. Podremos buscar muchas causas, pero en la raíz de todo están las
“infidelidades de los sacerdotes –y religiosos y religiosas- y el pueblo”.
Dios, rico en misericordia, tiene compasión de su pueblo
El Libro de las Crónicas ve el desastre del pueblo elegido como fruto del
castigo de Dios: “subió la ira del Señor contra su pueblo hasta tal punto, que
ya no hubo remedio”. El Antiguo Testamento presenta así las cosas, pone
como sujeto de todo a Dios, pero nosotros sabemos que fue el propio pueblo
quien se buscó su ruina. Destrucción y exilio fueron la consecuencia lógica
de decisiones libres, libres pero equivocadas. Al igual que hoy. Porque Dios
no quiere el mal. Únicamente lo permite y quiere sacar de él un bien mayor.
Dios es compasivo y misericordioso. Dios no busca otra cosa que evitar
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nuestro mal y, cuando ya nos hemos empeñado en caer, tendernos de nuevo


la mano.
Dios no abandonó a su pueblo en el destierro. Siguió enviándole profetas
que lo consolaron y le dieron ánimo y esperanza en un futuro nuevo.
“Consuelen, consuelen a mi pueblo - dice su Dios-. Hablen al corazón de
Jerusalén y díganle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho
por su culpa” (Is 40, 1-2), clama el profeta conocido como Segundo Isaías.
Tampoco hoy abandona Dios a la humanidad ni a su Iglesia. “Dios no
mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él”. Dios no condena a nadie, es uno mismo quien se condena: “el
que no cree ya está condenado”. La intención de Dios es “que todos los
hombres se salven” (1Tim 2, 4), porque “¡tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él,
sino que tengan vida eterna!”.
Están salvados por su gracia
Aunque lo visible sea la ruina y autodestrucción, mucho más grande es el
don gratuito de Dios. Aunque el mundo dé la impresión de ser un caos, el
Espíritu de Dios está ahí, de manera escondida, actuando en la historia y
realizando la vuelta al paraíso. Una lluvia de misericordia inunda la tierra.
Son las lágrimas de la compasión de Dios derramándose sobre el mundo.
“Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando
nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, por pura
gracia están salvados”.
Por pura gracia, por pura misericordia. “No se debe a ustedes, sino que es
un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda
presumir”. Acepta que es así: no hay auto-salvación ni auto-liberación
posible. Si el hombre de hoy quiere salir del abismo en que se encuentra, lo
único que puede hacer es reconocerlo y clamar al Señor con el grito de
súplica y alabanza ¡Hosanna¡ (¡Sálvanos!). ”A tu nombre clamaré, en Ti mis
ojos fijaré, en tempestad descansaré en tu poder, pues tuyo soy hasta el
final”.
Salvados por su gracia y mediante la fe
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“Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres


prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas, pues todo el
que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse
acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz,
para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. Al hablar de la
sociedad contemporánea decimos que es la sociedad de la incredulidad,
secularizada, que vive en un ateísmo práctico (como si Dios no existiera).
Sin embargo, para abrirse a la salvación de Dios se necesita la fe. Lo único
necesario. Nos acercamos a la Luz mediante la fe. “Tiene que ser elevado
el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.
En la fe o en su ausencia está el criterio de salvación o condenación, según
las palabras de Jesús en su diálogo con Nicodemo del evangelio de hoy: “el
que cree en él no será condenado; el que no cree ya está condenado, porque
no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Nuestros
contemporáneos se resisten a creer y nosotros nos vemos continuamente
asediados por tentaciones contra la fe. “La fe se ha visto –dice el Papa- como
un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento
ciego” (LF 3), por eso, “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de
la fe” (LF 4). ¿Cómo? Acercándonos de nuevo a Jesús, el autor y
consumador de nuestra fe (Cf Heb 12, 2). La cuaresma nos facilita esta
experiencia espiritual. Te animo a que leas estos días la encíclica Lumen
fidei (La luz de la fe) del Papa Francisco.
“La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su
amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar
seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos
nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se
nos abre la mirada al futuro” (LF 4). La noche de Pascua renovaremos las
promesas de nuestro bautismo. Reavivemos la fe en Jesús, fortalezcamos la
fe. El que cree en él tiene vida eterna. El que cree en él vive en esperanza.
María, la dichosa por haber creído, nos ayude.
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DOMINGO V DE CUARESMA
Lecturas:
Jr 31,31-34. Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados.
Sal 50. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Hb 5,7-9. Aprendió a obedecer y se ha convertido en autor de salvación
eterna.
Jn 12,20-33. Si el grano de trigo cae en tierra y muerte, da mucho fruto.

NO DEJES PASAR DE LARGO LA GLORIA DE TU HORA


Nos vamos acercando a la Semana santa y la liturgia, tanto dominical como
diaria, sin olvidar los temas cuaresmales de la conversión, la penitencia, la
misericordia, el perdón, la oración, el ayuno, nos va llevando de la mano a la
contemplación nuestro Señor Jesucristo en su pasión y muerte.
Meditemos estos días alguno de los relatos de la pasión (Mt 26ss; Mc 14ss;
Lc 22ss; Jn 18ss). Ya sabes que la Iglesia proclama, en la liturgia de la
Semana santa, dos veces, el relato completo de la pasión. Este año
escucharemos, el domingo de Ramos, la pasión según san Marcos y, el
viernes santo, la pasión según san Juan. Es bueno contemplar a Jesús en su
pasión y muerte: por qué y por quién sufre y muere y con qué actitudes lo
hace; asumiendo como propia la convicción paulina “me amó y se entregó a
sí mismo por mí” (Gal 2, 20).
Ahora mi alma está agitada y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora.
Pero si para esto he venido
San Juan no relata en su evangelio la oración angustiada de Jesús en
Getsemaní, como hacen los otros evangelistas, pero no por eso deja de
presentarnos los sentimientos de angustia y turbación interior por los que
nuestro Redentor quiso pasar antes de sufrir la pasión. Jesús sabe que ha
venido para esa “hora”, la hora en que “el príncipe de este mundo va a ser
echado fuera” y el Padre va a ser glorificado. La Hora en que también él
mismo va a ser glorificado. Porque Jesús, aunque se sienta angustiado por lo
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que le espera, está decidido a llegar hasta el final y sabe que en su muerte
van a ser glorificados el Padre y él mismo.
También la Carta a los Hebreos recoge, con palabras dramáticas, la oración
angustiada del Señor: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con
lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte,
cuando en su angustia fue escuchado”. Es interesante notar que Jesús no
busca, en ese momento, consuelos humanos (aunque invita a sus discípulos a
que velen a su lado) ni una paz psicológica basada en técnicas naturales
(respiración, relajación…), sino que recurre a la oración. Una oración
angustiada, con lágrimas, con sudor de sangre (según indica san Lucas),
incluso con gritos, pero oración, súplica insistente dirigida a su Padre,
porque sabe que es el único que le puede ayudar. Sorprendentemente, afirma
la carta a los hebreos que “en su angustia fue escuchado”. ¿Cómo es esto?
¿Acaso le fue evitada la cruz? ¿Acaso el Padre envió una legión de ángeles
para que no cayera en manos de los judíos? No. Pero fue escuchado por el
Padre. El Padre le dio consuelo y ánimo. Durante el resto de la pasión,
Jesús permanece sereno y firme, lleno de fortaleza.
Si, como afirma san Pedro, en un himno que recitamos en las vísperas de
estos domingos de cuaresma, “Cristo padeció por nosotros, dejándonos un
ejemplo para que sigamos sus huellas”, la contemplación de Jesús
angustiado, triste, agitado, deprimido en cierto modo y, al mismo tiempo,
elevando sus manos y la mirada con esperanza al Padre en oración
clamorosa, debe llevarnos a reflexión: en mis momentos de angustia,
tristeza o turbación interior ante cualquier situación dolorosa que se me
presente, ya sé qué hacer. Como Jesús, oraré, clamaré, pero no dejaré pasar
de largo la “gloria” de esa hora.
“Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Quiso
experimentar el sufrimiento de la obediencia. No es que la obediencia por sí
misma sea dolorosa o fastidiosa. En otro momento dice Jesús que su
alimento es hacer la voluntad de su Padre. Jesús se goza habitualmente de
obedecer a Dios. Al igual que se gozaba de obedecer a María y a José. Sabe
Jesús que la obediencia no es otra cosa que la actitud filial de apertura a los
dones paternales de Dios. Obediencia es capacidad de recibir. Sin embargo,
quiso también asimilarse a nosotros en esto, porque a nosotros nos cuesta
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obedecer, y, por otra parte, a la naturaleza humana le repugna el sufrimiento.


La desobediencia de Adán fue redimida con obediencia sufriente.
Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si
muere, da mucho fruto
Jesús, desde niño, ha visto sembrar el trigo en los campos de Galilea y se ha
dado cuenta de que el grano caído en tierra debe morir para que pueda brotar
la espiga. Y ha comprendido la enseñanza. Él mismo se sabe grano de trigo.
Su muerte no será inútil. Su muerte no será un fracaso. Él va a sembrarse
para que el mundo viva. Su cuerpo, ahora resucitado, es ya un Cuerpo
compuesto por millones y millones de miembros, una espiga que se extiende
por todos los confines del orbe y el cielo.
También en ese ser grano de trigo que muere nos invita Jesús a seguirle:
“el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este
mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga
y, donde esté yo, allí estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le
premiará”. Es la misma enseñanza de “si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Piensa qué puede significar
para ti caer en tierra y enterrarte. Qué puede significar para ti aborrecerte
a ti mismo en este mundo. Amarse a sí mismo es poner como valores
personales, prioritarios, la salud, el dinero y los bienes materiales, la fama,
un trabajo profesional… Ir “enterrando” -poco a poco- todo eso para servir a
Dios y al prójimo será la garantía de una vida fecunda y plenamente
realizada.
Hay situaciones humanas que son consideradas por el común de la gente,
en cierto modo, como “estar muerto en vida”: por ejemplo, quedar
parapléjico, quedar ciego, vivir pegado a un aparato de diálisis, haber sido
abandonado, quedar en la ruina económica, estar olvidado de todos, no
representar ya nada después de haberlo sido todo… Aceptadas con fe, son
situaciones particularmente aptas para dar mucho fruto. El 10 noviembre
de 2014, el papa Francisco aprobó las virtudes heroicas de Marta Robin
(1902-1981), una campesina francesa que apenas tenía estudios y nunca salió
de su pueblo. Estuvo casi toda su vida en cama, llegó a quedar casi ciega y
paralizada casi del todo. Sin embargo, a su casa llegaban cada día decenas de
personas, de toda condición y clase social, que querían hablar con ella y
115

pedirle consejo. Los Hogares de caridad fundados por ella están hoy en
Europa, América, África y Asia.
Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí
Jesús ve en su misterio pascual de pasión, muerte y resurrección, su
glorificación: “ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”.
También la condición para atraer a todos hacia él. “Mirarán al que
traspasaron”. Hacia el crucificado han de dirigirse las miradas de quienes
desean salvación. En el corazón de todo ser humano hay una secreta
atracción hacia este Hombre. Muchos la niegan, otros intentan convencerse
de que es hacia otro lado a donde hay que mirar, pero quienes, aceptándola,
elevan una mirada de fe hacia Cristo, crucificado y resucitado, reciben
salvación, perdón y vida eterna.
Decídete también tú a caminar por la vida con los ojos clavados en Aquel
que está clavado –elevado- en una cruz. “Corramos con fortaleza la prueba
que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el
cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la
ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Heb 12, 1-2).
Recuerda que Pedro, cuando dejó de mirar a Jesús, empezó a hundirse.
Ahora bien, tener la mirada puesta en el Crucificado significa, ahora,
reconocerle en la propia cruz y en la del hermano. No se trata
evidentemente de estar absorto ante un crucifijo (por supuesto, puedes orar
ante una cruz, la Iglesia nos invita a adorarla el viernes santo), sino, sobre
todo, de mirar con fe y reconocer a Jesús en las propias cruces y en los
crucificados de nuestro mundo. Ahora ya sabemos cómo se realiza el deseo
de aquellos griegos que se acercaron a Felipe y le dijeron “queremos ver a
Jesús”. Si tienes deseos ardientes de ver a Jesús, ya sabes dónde le puedes
encontrar, ya sabes hacia dónde Él mismo te atrae. Que la Virgen dolorosa te
lo muestre y te ayude a dejarte atraer hacia él.
116
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Semana Santa

La vida es un calvario. Conviene subirlo alegremente. Que siempre seamos


amigos de la cruz, que nunca huyamos de Ella, porque quien huye de la cruz
huye de Jesús, y quien huye de Jesús nunca encontrará la felicidad. Ten sobre
tu corazón a Jesucristo crucificado, y todas las cruces de este mundo te
parecerán rosas. ¿No es acaso la Cruz la prueba infalible del gran amor de
Dios a un alma? Sí, consolémonos al vernos cada vez más oprimidos por las
aflicciones: demos gracias a la divina piedad que nos hace partícipes de la
pasión y muerte de nuestro Divino Maestro y, hasta que no se pueda decir de
nosotros «este cristiano es otro Cristo», no nos detengamos hasta subir el
Calvario. Es una gracia de Dios el tener la sabiduría de la cruz. Y, cuando
tengamos la sabiduría de la cruz, tendremos esa otra gran cosa que sólo la
cruz da: la alegría de la cruz.
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DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN


DEL SEÑOR
Lecturas:
Mc 11,1-10 o Jn 12,12-16. Bendito el que viene en nombre del Señor.
Is 50,4-7. No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría
defraudado.
Sal 21. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Flp 2,6-11. Se rebajó a sí mismo, por eso Dios lo levantó sobre todo.
Mc 14,1-15,47. Llevaron a Jesús al Gólgota y lo crucificaron. Jesús, dando
un fuerte grito, expiró.
HOY NO PODEMOS CALLAR – REALMENTE ES EL HIJO DE DIOS
El Domingo de Ramos es el pórtico de entrada en la Semana Santa. Es la
puerta que nos introduce en una experiencia espiritual única, excepcional:
participar en la muerte y resurrección del Señor; una experiencia de
traiciones y lágrimas, de pecados y de misericordia, de rebajamiento y
exaltación. Es la Semana Grande de nuestra fe. Da comienzo con la
conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Nos gustan las alabanzas, sentimos deseos de buena reputación y de éxitos
que puedan ser reconocidos, admirados y alabados por los demás. Jesús, más
bien, huyó de todo esto a lo largo de su vida pública. Ningún rasgo de
populismo en él. Por otra parte, sabe que las masas son mudables y
volátiles, inestables: un día te aclaman y, al siguiente, piden tu cabeza. Pero,
ahora que llega la hora de su entrega, no sólo permite que sus discípulos y
simpatizantes lo aclamen, sino que afirma, en reproche a los fariseos, que, si
sus discípulos callan, gritarán las piedras.
También todos los cristianos del mundo aclamamos hoy a nuestro Señor, al
hijo de David, que entra triunfante en la ciudad santa. Con toda propiedad
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podemos aclamar al que, ya resucitado, “viene como rey en el nombre del


Señor”. Como dice el himno: “viene la cristiandad en son de romería a
inaugurar tu Pascua con himnos de alegría”. ¡Bendito aquel que viene y nos
trae la misericordia de Dios! Hoy no podemos callar. No podemos permitir
que un manto de silencio caiga sobre el misterio pascual y el mundo deje
de oír el único Nombre en el que hay salvación.
Empuñemos los ramos alzados de la alabanza a nuestro Rey. Cantemos
Hosanna (¡sálvanos!), como clamor de ansia de salvación y grito de
alabanza. Extendamos los mantos del arrepentimiento y la humildad.
Escuchando la exhortación del salmo, alcemos los dinteles de la mente y el
corazón para que pueda entrar el Rey de la gloria. Invitemos a la ciudad
secular a abrirle la puerta, dejando a un lado sus prejuicios, y le permita
así de nuevo a Dios, al Dios encarnado, muerto y resucitado, entrar en los
espacios públicos de donde lo ha sacado.
Entramos con Jesús en Jerusalén. Ahora entramos como miembros de su
Cuerpo. Entramos –así debería ser- para morir con él y resucitar con él. Para
recorrer su mismo itinerario. Para hacer experiencia, con él, de rebajamiento
y de despojamiento, de muerte y resurrección, de humillación y exaltación.
También para hacer experiencia de misericordia. El objetivo final es entrar,
con él, en la Jerusalén del cielo; cada Semana Santa es un peldaño, una
etapa, en esta subida, en ese caminar hacia la patria definitiva.
Pero no entremos de cualquier manera. Están ciertamente los que ni
siquiera entran: para ellos estos días son días de vacaciones en la montaña o
en las playas. Los que entramos, podemos hacerlo de un modo superficial.
Entre los que lo aclamaron y entraron con él en Jerusalén, uno lo traicionó,
algunos seguramente gritaron el viernes “¡crucifícale!” y otros lo
abandonaron, huyeron y lo negaron. No dejes que la Semana Santa sean sólo
unos días para recordar tradiciones populares o folklóricas, asistir -desde la
barrera- a alguna procesión, o buscar unos huecos en tu horario para asistir a
alguna celebración, mientras el resto del día lo vives de un modo pagano o
simplemente superficial y centrado en otros intereses.
La Semana Santa, sobre todo el Triduo pascual, desde el jueves por la tarde
hasta el domingo de resurrección, es el centro del Año litúrgico. Si en
muchos países son días de fiesta laboral (feriados), es precisamente por
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influjo del cristianismo y no surgieron como días para irse de vacaciones,


sino para poder participar más plenamente, sin otras ocupaciones, en las
celebraciones litúrgicas y otros actos religiosos.
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos
La primera parte de la celebración de este domingo hace memoria de la
entrada de Jesús en Jerusalén, la segunda se centra en su pasión redentora.
Este año escuchamos íntegro el relato de la pasión según san Marcos.
Contemplemos brevemente algunas de sus escenas y tomemos algún desafío.
Empieza el evangelista este relato mostrándonos el momento en que una
mujer, en Betania, derrama sobre la cabeza de Jesús un perfume muy
costoso. Este detalle de amor, que Jesús aprueba frente a los que lo ven
como un derroche, queda como un anticipo de la resurrección. El buen olor
del perfume del Resucitado llena ahora su casa, la Iglesia. También nosotros,
estos días, enterrando más plenamente con él nuestro pecado, podremos
participar más intensamente en su unción y ser en el mundo óleo de alegría y
buen olor de Cristo.
Contrasta con el gesto de la mujer el beso de Judas; un beso es también un
saludo de amistad y detalle de amor, pero en el caso del discípulo es un
burdo gesto hipócrita y traidor. También nosotros vamos a besar al Señor el
viernes santo, durante la adoración de la cruz, ¿será un beso hipócrita y
maloliente o el perfume costoso del amor y la entrega de la aceptación de la
propia cruz?
Tomen y coman. Tomen y beban. Escuchamos, dentro de la pasión según
san Marcos, el relato de la institución de la Eucaristía. Jesús va a ser
entregado por Judas. También Pilato se lo entregará para que lo crucifiquen.
Pero en realidad Él mismo es quien se entrega: va a entregar libremente su
vida, hasta la última gota de sangre, en la cruz; pues bien, esta entrega quiso
anticiparla sacramentalmente en la cena. El jueves santo por la tarde
contemplaremos más detenidamente este momento, pero no escucharemos el
relato de la institución de la Eucaristía sino el lavatorio de los pies (la
entrega en el servicio).
Velar y orar en el momento de la tentación. Jesús no fue tentado sólo en el
desierto. Ahora en el momento de su hora, la tentación se hace de nuevo
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presente. En Getsemaní, como terror, angustia y tristeza ante lo que le


espera. Estando ya crucificado, como provocación a que baje de la cruz. Pero
Jesús ha estado en vela y ha orado postrado a su Padre, por eso ha bebido el
cáliz y no ha bajado de la cruz. Por el contrario, Pedro, que no ha sido capaz
de vigilar ni de orar, no tendrá fortaleza y lo negará tres veces. Al menos
será capaz de llorar. Nuestra tentación cotidiana es querer bajarnos de la
cruz. Vigilemos y oremos para estar, también ahí, en la cruz de cada día, con
el Señor. Y si ya hemos negado al crucificado, no aceptando nuestra propia
cruz, rompamos estos días a llorar. Nos hará bien.
“¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito? Sí, lo soy, y verán al Hijo del
hombre sentado a la derecha del Todopoderoso”. Mientras el discípulo, que
no ha orado, lo niega, el maestro da testimonio, con valentía, de su propia
identidad. Sabe que, con esas palabras, se traza y facilita la sentencia de
muerte. Al sumo sacerdote, la confesión valiente de Jesús le resulta una
blasfemia. Si aquel hombre “religioso” toma por blasfemia las palabras de
Jesús, ¿qué podemos esperar nosotros? ¡Basta ya de respuestas
“políticamente correctas”! ¡Basta ya de un testimonio edulcorado y
aguado! Miremos también al centurión que exclama con total sinceridad:
¡Realmente este hombre era Hijo de Dios! Podía haber guardado silencio,
podía haber dado una respuesta vaga, y sin embargo dice valientemente la
verdad.
Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, después de azotarlo, entregó a
Jesús para que lo crucificaran. No le importa la verdad ni la justicia. Para el
relativista no hay verdad sino opiniones y encuestas. Otro dilema que
tenemos ahí delante: seguir la filosofía tentadora del “¿dónde va Vicente?,
donde va la gente” o tomar por norma de verdad y criterio de vida a Jesús,
Camino, Verdad y Vida.
Pidamos al Señor, estos días santos, que nos dé también su libertad interior
y su valentía para vivir de su Verdad y en su medida (el amor sin medida) y
no de opiniones o aprobaciones humanas.
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TRIDUO PASCUAL DE LA PASIÓN,


MUERTE, SEPULTURA Y
RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR
JESUCRISTO
Con la celebración vespertina de la Eucaristía de la Cena del Señor damos
inicio al Triduo pascual de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de
nuestro Señor Jesucristo. Es la pascua, el paso del Señor de este mundo al
Padre, de la muerte a la resurrección, del estado mortal a un estado de vida
glorificada, de la humillación a la exaltación, de la derrota a la victoria. Y a
este movimiento existencial nos une a los miembros de su Cuerpo,
realizando también nuestro paso del pecado a la gracia, de la mundanidad a
la santidad. El Señor va a pasar estos días dando vida al mundo, atrayendo a
todos hacia Sí al ser levantado sobre la tierra. Haz todo lo posible para que
pase por ti y por tu hogar, y que su paso deje huella duradera.
Vamos a recorrer brevemente algunos aspectos de las celebraciones de
estos tres días santos, sirviéndonos de tres parejas de verbos con los que
podemos sintetizar el contenido de cada día. El sujeto principal y
protagonista de estos verbos es Jesús. A ellos nos asocia, en la medida de
nuestra fe y disposiciones personales.
Lavar - Servir
“Este es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a
la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de
nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno” (Melitón de
Sardes).
Comienza el evangelio de la Misa vespertina del jueves santo con estas
palabras: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo
al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo”. Y a continuación narra el lavatorio de los pies. Este gesto
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es un primer paso en el amor hasta el extremo. Jesús siente una alegría


especial mientras va lavando los pies a cada uno de sus apóstoles. Y, al
hacerlo, piensa que su sangre preciosa será el instrumento de Dios para lavar
los pecados del mundo.
Me vienen a la mente aquellos versos del poeta indio R. Tagore: “dormía y
soñaba que la vida era alegría, me desperté y vi que la vida era servicio, serví
y comprendí que en el servicio estaba la alegría”. Jesús sabe que no ha
venido a que le sirvan sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (Cf
Mt 20, 28). El servicio de Jesús es consecuencia y tiene como actitudes
previas el rebajamiento y la humillación. Sin esas actitudes es imposible
lavar los pies al hermano o las heridas del enfermo del camino. Sin esas
actitudes tampoco es posible pretender lavar (perdonar) ni ser lavados
(perdonados) del pecado.
Servir. Una palabra que se ha tornado ambigua. Y más el sustantivo
servicio. Hay servicios que se cobran. “Estamos a su servicio” (“a su orden”)
es una expresión que, en la mayoría de las ocasiones, no significa otra cosa
que “acérquese, queremos hacer negocio con usted (ganar dinero a costa
suya)”. Hay, pues, que dejar estas analogías y fijarnos únicamente en Jesús.
Servir al estilo de Jesús exige, en primer lugar, tener actitud de siervo. El
siervo prescinde de sus derechos. Nosotros, por otra parte, sabemos que, al
servir al prójimo, especialmente a aquel considerado menos digno a los ojos
del mundo, estamos sirviendo a Cristo. Visto así, el servicio, de por sí
humillante, se torna honroso, dignificante, porque es un honor servir al
Señor. El rebajamiento del servicio me levanta. La gratuidad se trueca en
riqueza: “he recibido mucho más de lo que he dado”.
Por otra parte, el servicio es un primer paso en el camino. La meta es el
rebajamiento hasta la muerte y muerte de cruz, el amor hasta el extremo.
Lavar los pies es un pequeño entrenamiento necesario. No podemos morir
con Jesús sin habernos entrenado antes en lavar los pies. Que la celebración
de este jueves santo haga crecer en ti el espíritu de servicio humilde y
gratuito.
Entregarse - Morir
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“Confesemos intrépidamente, hermanos, y declaremos bien a las claras que


Cristo fue crucificado por nosotros, y hagámoslo no con miedo, sino con
júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo” (san Agustín).
En la transición del jueves al viernes está la entrega del Cuerpo y de la
Sangre. Las mismas manos que han lavado y secado los pies parten y
entregan el pan y el cáliz. Es el memorial sacramental del sacrificio de la
cruz, en el que se entregará como Cordero que quita los pecados del mundo.
Sus heridas nos han curado. Jesús sabe que nadie tiene amor más grande que
el que da la vida por sus amigos. Jesús ha llegado hasta el amor más grande.
Me amó y se entregó a sí mismo por mí.
En el centro del viernes santo está la cruz. La palangana y la jofaina son
símbolo de servicio, la cruz es símbolo de entrega, de amor, hasta la muerte.
En ambas hay muerte a sí mismo. Hoy somos todos invitados a contemplar y
aclamar al que atravesaron. “Al que en la cruz devuelve la esperanza de toda
salvación, honor y gloria. Amén”. Invitados a sumergirnos en su sangre y
ahogar en ella el pecado: “un mar de sangre fluye, inunda, avanza por tierra,
mar y cielo y los redime”. Y somos invitados también a hacer entrega de
nosotros mismos, a “ofrecer nuestros cuerpos como una víctima viva, santa,
agradable a Dios”.
Triunfar - Resucitar
“Entre nosotros vuelve a pasar de largo el exterminador, porque pasa sin
tocarnos, una vez que Cristo nos ha resucitado a la vida eterna” (Homilía
pascual de un autor antiguo).
La celebración cumbre del Triduo santo es la Vigilia pascual. A ella
llegamos después de un largo día de luto y silencio: el santo sábado.
Concluida la celebración del viernes santo, si verdaderamente hemos muerto
con Cristo, habríamos de permanecer, incluso psicológicamente, en un
estado de ánimo como quien “gusta” la muerte, un sabor amargo, triste,
oscuro. Cristo gustó la muerte, vivió conscientemente la separación de su
cuerpo y su alma, pero ahora descansa ya porque “todo está cumplido”. Ha
combatido bien el combate, ha llegado a la meta y le aguarda la corona
merecida (Cf 2Tim 4, 8). La prolongación del ayuno del viernes durante
todo el sábado, hasta después de la vigilia pascual, será de gran ayuda.
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Lavar, servir, entregarse, morir… es el camino para triunfar y


resucitar. No hay otro. Cualquier triunfo conseguido de otro modo es
engañoso e inestable. Desde esta noche, estaremos durante cincuenta días
celebrando la victoria, el triunfo definitivo, de Jesucristo. Este triunfo
consiste en su resurrección. No es la resurrección una simple vuelta a la vida.
“La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo
resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del
espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del
Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que
san Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial”. Su humanidad
ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio
divino del Padre” (Catecismo, 646-645).
Luz, Palabra, Agua, Pan y Vino… son los signos materiales que en la
Vigilia pascual se convierten en “sacramento” de la presencia y acción
salvadora del Resucitado. Si hemos lavado los pies y servido, si nos hemos
entregado y muerto con él, ahora en la celebración de la noche santa “la Luz
de Cristo que resucita glorioso disipa las tinieblas del corazón y del espíritu”.
La Palabra, largamente proclamada y meditada en esta noche, se hace
historia viva de salvación y esperanza en nosotros. El agua es instrumento
de un nuevo nacimiento para los catecúmenos y renovación de la vida nueva
para los ya bautizados. El pan y el vino, hechos su Cuerpo y su Sangre,
perpetúan su entrega y su presencia y nos comunican vida eterna.
Santo y feliz Triduo pascual.
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JUEVES SANTO
Lecturas:
- Éx 12, 1-8. 11-14. Prescripciones sobre la cena pascual.
- Sal 115. R. El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo.
- 1Co 11, 23-26. Cada vez que coméis y bebéis proclamáis la muerte del
Señor.
- Jn 13, 1-15. Los amó hasta el extremo.

LAVATORIO, SERVICIO Y ENTREGA


Damos comienzo a la celebración del Triduo santo de Jesucristo muerto,
sepultado y resucitado. Tres días como si fueran un único día. Ante nosotros,
la Iglesia despliega el misterio pascual de Jesucristo para que lo
contemplemos y, sobre todo, para que participemos en su eficacia salvadora.
Es la Pascua, es decir, el paso del Señor. El Señor pasó dando muerte a los
primogénitos de los egipcios, al mismo tiempo que daba esperanza y
salvación a los hebreos. También ahora pasa queriendo dar muerte a
nuestros pecados “primogénitos”. Donde no vea realizada ya la redención
por la sangre de su Hijo, se detendrá para dar muerte al mal. Ahora bien,
todo esto sucede según la medida de nuestra fe y nuestros deseos.
También Jesús celebraba la fiesta judía de la Pascua. Otros años, todo había
discurrido normalmente, como en cualquier casa judía. Pero este no. Este
año a Jesús se le ve de otra manera, distinto, algo le pasa. En un momento,
tomó el pan sin levadura, lo partió y dijo unas palabras extrañas, nuevas:
“tomen, esto es mi cuerpo”; y luego la copa de vino: “tomen, beban, que es
mi sangre”. Los apóstoles no debieron de entender mucho en ese momento;
sólo después que recibieron el Espíritu Santo y recordaron aquellas otras
palabras, pronunciadas por el maestro en la sinagoga de Cafarnaún, “el que
come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, apareció con claridad
ante sus ojos la grandeza de estos gestos. Entonces entendieron por qué
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había dicho el Maestro “hagan esto en memoria mía”. Entonces entendieron


también por qué les había lavado los pies y la relación que hay entre la cena
judía, el “pan” y el “vino” entregados y el lavatorio de los pies.
Para nosotros, todo esto no es ningún secreto, aunque siga siendo
misterio. Nosotros sabemos bien que Jesús aquella noche instituyó la
Eucaristía, el misterio de nuestra fe, como expresión de su amor hasta el
extremo. Sabemos que en este sacramento actualizamos su entrega en la cruz
y su resurrección. Sabemos que instituyó el sacerdocio de la nueva alianza.
Sabemos que aquella noche nos dejó su mandamiento nuevo de amarnos
como Él nos ama. Sabemos que lavando los pies a sus apóstoles quiso hacer
plásticamente una demostración de ese amor. En aquella sala del segundo
piso, se los lavó con agua. Desde la cruz iba a lavar con su sangre los
corazones pecadores de aquellos hombres y de todos nosotros.
Todo esto lo sabemos… Pero ¿lo vivimos? ¿Hacemos en memoria suya lo
que Él nos mandó? “Les he dado ejemplo –nos dijo- para que lo que yo he
hecho con ustedes, ustedes también lo hagan”. Lo que El hizo con
nosotros… ¡casi nada! Lavar los pies, entregar la propia vida, amar como Él
nos amó… ¡casi nada! Para nuestras fuerzas, totalmente imposible. Pero es
posible para El. Él lo puede hacer en nosotros. También para eso va a
“pasar” por aquí, por nuestra vida, estos días, para darnos la capacidad de
hacer lo que El hizo.
Señor Jesús, gracias por tanta entrega. Gracias por amarme hasta el
extremo. Dame la gracia de vivir este año tu misterio pascual con espíritu
contemplativo. Sobre todo, concédeme participar más intensamente en tus
actitudes de obediencia, humildad y amor que te llevaron a entregarte
totalmente en la cena y en la cruz. Me amaste y te entregaste por mí, ¿qué
debo hacer y padecer por ti, Señor?
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VIERNES SANTO
Lecturas:
- Is 52, 13-53, 12. Él fue traspasado por nuestras rebeliones.
- Sal 30. R. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
- Hb 4, 14-16; 5, 7-9. Aprendió a obedecer y se ha convertido para todos los
que le obedecen en autor de salvación.
- Jn 18, 1-19, 42. Pasión de nuestro Señor Jesucristo.

Y YO ¿QUÉ ESTOY DISPUESTO A SUFRIR POR ÉL?


Mirarán al que traspasaron. La mirada contemplativa del corazón, e
incluso la mirada de los ojos, se concentra hoy en el crucificado. En el árbol
de la cruz. Un árbol del que ha venido y viene la alegría al mundo entero, un
árbol que nos devuelve lo que otro árbol nos quitó. Ningún árbol fue tan rico
ni en sus frutos ni en su flor.
¿Para qué mirar al que traspasaron? ¿Para qué dirigir la mirada al madero de
la cruz? Para aclamar en él a nuestro Rey, a mi rey y Señor. Él es Rey
coronado de espinas. Su reino no es de este mundo. Su reino es el reino de la
verdad. Y mi rey es testigo de la verdad. Mirando la cruz comprendemos
dónde está la verdad, por dónde viene la verdad que libera, la verdad que
salva. ¡Aquí tienen a su Rey! ¡Te amo, Rey, y levanto mi voz para adorar y
gozarme en Ti!
De mi Rey crucificado brota agua y sangre. El agua que purifica del pecado
y da vida eterna. La sangre que me lava y salva. De mi Rey crucificado
exhala espíritu Santo. De mi Rey crucificado brotan ríos de agua viva para
saciar la sed de amor y vida de toda la humanidad. Él bebió el cáliz que le
dio su Padre para saciar su sed; ahora los sedientos de verdad miran al que
fue triturado por sus pecados y quedan saciados.
Miramos y adoramos al crucificado porque es el Hijo de Dios. A pesar de
ser hijo, aprendió sufriendo a obedecer y, llegado a la perfección, se
convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Se
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humilló por nosotros y, por obediencia, aceptó incluso la muerte y una


muerte de cruz. La cruz nos habla del que fue despreciado y rechazado, del
que cargó con nuestros crímenes y pecados. Por sus llagas somos curados.
Sus sufrimientos nos han justificado. La cruz es fuente de salud.
Acerquémonos, por tanto, con plena confianza, al trono de la gracia. Viernes
Santo, día de gracia y salvación. Día para acercarnos al trono de nuestro rey
con plena confianza y recibir misericordia, hallar gracia y obtener ayuda.
Viernes santo, día de gracia sobreabundante. Día también de revelación:
para conocer por dónde viene la salud, por dónde se alcanza la gloria; para
conocer al Dios-amor: al Padre que nos da a su Hijo, al Hijo que entrega su
vida y su Espíritu, al Espíritu que le dio fortaleza al Hijo para morir en el
madero.
Viernes santo, día de receptividad. Día para aceptar de nuevo, más
conscientemente, más agradecidamente, el regalo de la Madre: ¡Ahí tienes a
tu madre! ¡Ahí está, date cuenta de lo que quiero que signifique en tu vida!
Pascua, tiempo de la donación extrema. Señor, que yo contemple, que vea,
que reciba, que agradezca… y que dé testimonio convincente, verdadero, y
así otros crean.
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
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VIGILIA PASCUAL
Lecturas:
- Gn 1, 1-2, 2. Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno.
- Sal 103. Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
O bien: - Sal 32. La misericordia del Señor llena la tierra.
- Gn 22, 1-18. El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe.
- Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
- Éx 14, 15-15, 1. Los Israelitas en medio del mar, a pie enjuto.
- Sal: Éx 15, 1-18. Cantaré al Señor, sublime es su victoria.
- Is 54, 5-14. Con misericordia eterna te quiere el Señor, tu redentor.
- Sal 29. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
- Is 55, 1-11. Venid a mí y viviréis, sellaré con vosotros alianza perpetua.
- Sal: Is 12, 2-6. Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
- Ba 3, 9-15. 32-4, 4. Caminad a la claridad del resplandor del Señor.
- Sal 18. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
- Ez 36,16-28. Derramaré sobre vosotros un agua pura y os daré un corazón
nuevo.
- Sal 41. Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti,
Dios mío. O bien: - Sal 50. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
- Rm 6, 3-11. Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere
más.
- Sal 117. Aleluya, aleluya, aleluya.
- Mc 16, 1-7. Jesús el Nazareno, el crucificado, ha resucitado.
NOCHE QUE LAVA LAS CULPAS Y DA ALEGRÍA A LOS TRISTES
Ya lo sabíamos… ¡Ha resucitado! Hemos recordado su cena, su humillación,
su muerte ignominiosa, con la certeza de que no estábamos celebrando
hechos de la vida de un muerto sino de Alguien que vive. En virtud de su
presencia, hemos podido celebrar este santo Triduo pascual. Cristo ha
resucitado. El amor del viernes santo no termina en la cruz. El amor de
Cristo al Padre y a nosotros se prolonga en la resurrección. La resurrección
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es la respuesta del Padre al amor del Hijo y la manifestación de ese amor del
Padre a nosotros, que entregó a su Hijo a la cruz precisamente por nosotros,
y ahora nos lo entrega lleno de vida. En él tenemos vida eterna. Celebrar la
Pascua es celebrar el amor de Dios.
En el resucitado, nosotros somos hijos. Por el bautismo, el Padre nos da su
propia vida, nos hace participar en la vida del Resucitado. Al renovar esta
noche las promesas de nuestro bautismo, nos disponemos a que Dios
renueve en nosotros la resurrección que es el bautismo. Morir y resucitar. En
esta noche volvemos a nacer.
“Esta noche santa –escuchamos en el pregón pascual- ahuyenta los pecados,
lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes,
expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los potentes”. En tres dones
podemos resumir la gracia que, según este texto del pregón, se nos regala
esta noche: la actualización del bautismo como limpieza total de pecado, el
amor y la alegría.
¿Hemos de hacer algo para ser partícipes de estos dones? ¿Qué
necesitamos para recibirlos? Son pura gracia de Dios. Pero, ciertamente, se
requieren unas disposiciones a las que la cuaresma nos ha debido preparar.
La principal es el desapego total del pecado, la renuncia sincera al pecado.
Lo que la teología llama la contrición perfecta. La contemplación del amor
del crucificado debería habernos llegado a lo profundo del corazón como la
lanza que le clavó a él el soldado y haber salido no sangre y agua, sino el
deseo sincero de morir al pecado. Con esta actitud, la sangre del Resucitado
nos limpia totalmente las culpas, ahuyenta los pecados, nos devuelve la
inocencia y dispone nuestro corazón a llenarse del amor de Dios.
Esta noche expulsa el odio y trae la concordia. Pone en nosotros una
participación en ese amor de la Trinidad que resume todo el Triduo pascual:
el amor del Padre al Hijo, el amor del Hijo al Padre y a nosotros, el amor del
Espíritu Santo a Cristo. Pero, recibimos en la medida que deseamos y
esperamos. Por eso, otra disposición necesaria también es la esperanza. Los
apóstoles habían perdido la esperanza. Nosotros, que sabemos que El
resucitó, seríamos realmente impíos si no esperáramos.
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Consecuencia de la purificación espiritual y de la recepción del amor de


Dios en nuestros corazones es la alegría cristiana, que brota de la presencia
del Resucitado. Él está aquí con nosotros, conmigo. Lleno de gozo por su
victoria. El cristiano puede conservar siempre esta alegría; estos días es
mucho más intensa. San Ignacio de Loyola nos dice qué hemos de pedir al
contemplar al Resucitado: “Será aquí pedir gracia para me alegrar y gozar
intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor” (EE 221).
Vigilia de escucha en silencio meditativo
En esta noche, la Iglesia medita los hechos maravillosos que Dios ha
realizado para salvar a su pueblo. Toda esta historia de salvación confluye en
Cristo. Todas las lecturas del Antiguo Testamento, que escuchamos en la
larga liturgia de la Palabra de esta noche, encuentran su pleno cumplimiento
en Cristo. Por eso, vamos a releer en clave cristológica esos textos.
Dios crea y recrea en Cristo (1ª), prueba y bendice (2ª), libera y abre camino
(3ª), enamora y embellece (4ª), perdona y sacia (5ª), da sabiduría y encamina
(6ª), reúne-integra y renueva (7ª).
. Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Como culmen de esta obra,
Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, “hombre y mujer los
creó”. Ahora, en Cristo, Dios ha realizado una nueva creación todavía
mucho más grande que la primera. Jesús es el nuevo Creador, el Recreador.
Ha hecho un universo nuevo. Hace personas humanas nuevas: a imagen
suya, hijos e hijas de Dios, divinizados. Envía su Espíritu y repuebla de
hombres nuevos la faz de la tierra. Dejémosle completar, llevar a término en
nosotros, esa recreación ya iniciada.
. Dios proveerá el cordero para el sacrificio. Abrahán fue puesto a prueba
por Dios, al pedirle que le sacrificara a su propio hijo, y Abrahán no se lo
negó. Era una prueba y Dios no permitió que Isaac fuera sacrificado. Pero,
en la plenitud de los tiempos, Dios proveyó el Cordero para el sacrificio
en la persona de su propio Hijo. Él es el Cordero degollado que está de pie,
vencedor, ante su Padre, habiendo cumplido hasta el final todo cuanto le
encomendó. Como nuevo Isaac, cargó con el leño –y con nuestros pecados-
hasta el monte de la ofrenda. Y por él hemos sido bendecidos con toda clase
de bendiciones. A Abrahán se le prometió ser bendecido y ser medio de
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bendición para muchos pueblos. Ahora Jesús es la fuente de toda bendición.


Nuestra vida sacrificada, con él, por amor, será fuente de bendición para
nosotros mismos y para el mundo.
. Jesús resucitado, nuevo Moisés que va delante de su Pueblo, abriendo
caminos, para conducirlo hasta la tierra prometida. El ya ha abierto las aguas
bautismales para que pasáramos de la esclavitud a la libertad, de la muerte a
la vida. Nuestro guía ha vencido el pecado, la muerte, al demonio. Con él
vamos venciendo: cuando parece que somos vencidos, vencemos con Cristo.
Por eso cantamos al Señor el canto nuevo, sublime es su victoria. Mi fuerza
y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré.
. El que te creó te tomará por esposa. Jesús es ahora el Esposo porque nos
ha recreado. De su costado hemos nacido, como un día Eva fue formada de
la costilla de Adán. El que te ha creado de nuevo te tomará por esposa. Vivir
la Pascua es vivir mejor la dimensión esponsal de la vida cristiana. Con
amor eterno te ama. Tú, la afligida, la zarandeada por las tempestades de la
vida -¡tantos corazones heridos!-, la no consolada, serás sólidamente
edificada. Ahora, además, como la ciudad santa, serás embellecida, con
piedras preciosas, y reedificada: tu personalidad va a ser reconstruida
sobre cimiento seguro.
. Los que tienen sed, vengan por agua. A por agua vamos, Señor, a por
agua viva. Tú, Jesús, eres el Agua viva que nos sacia gratuitamente. Agua
viva que bajó del cielo para empapar la tierra de amor, de perdón, de paz. Tu
sangre sembrada, cual grano de trigo, da frutos en una muchedumbre
innumerable de redimidos. No volvió al Padre sin resultado la Palabra salida
de su boca, sino que hizo su voluntad y cumplió su misión. Ahora, ascendido
a su derecha, sigue derramando el agua de su Espíritu como lluvia fecunda
que riega el mundo.
. Escucha, Israel, presta oído para que adquieras prudencia. ¿A qué se
debe qué estés todavía en esa situación? Es que abandonaste la Sabiduría.
Aprende dónde están la prudencia, la inteligencia y la energía, la luz de los
ojos, la armonía y la paz (¿o todavía sigues coqueteando con el ocultismo o
la New age?). Ya lo hemos aprendido, Señor, ya lo sabemos, aunque a veces
no escuchemos ni busquemos. Tú, Jesús Resucitado, eres la fuente de la
prudencia, de la inteligencia, de la luz y de la paz. Cristo es la sabiduría que
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“apareció en el mundo y vivió entre los hombres”. Quiero volverme hacia


ella, abrazarla y no soltarla.
. Yo mismo mostraré mi santidad. Reconocerán las naciones que Yo soy el
Señor, cuando les haga ver mi santidad. Jesús Resucitado es el Señor, el
Santo de Dios, que ha mostrado su santidad llevando a cumplimiento la
promesa: rociándonos con agua pura para purificarnos, dándonos un
corazón nuevo e infundiéndonos un espíritu nuevo, haciéndonos su pueblo,
sus amigos. Por medio del bautismo se ha cumplido en nosotros, en Cristo,
la profecía de Ezequiel en toda su plenitud. “Esta noche santa lava las culpas
y devuelve la inocencia a los caídos”.
. Por el bautismo, “nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo,
quedando destruida nuestra personalidad de pecadores”. Esa gran obra
quiere el Señor, esta noche, actualizarla en nosotros, cuando renovemos las
promesas bautismales. Nuestras renuncias al pecado y la confesión de fe son
el modo de disponernos. Jesús, en esta noche santa, en esta Pascua, quiere
mostrársenos como Recreador, Cordero, Nuevo Moisés, Esposo, Agua viva,
Fuente de la Sabiduría y de Santidad.
El signo de la resurrección que nos da san Marcos, la mañana de pascua,
cuando van las mujeres a la tumba, es el sepulcro vacío. Ellas iban con sus
perfumes y su preocupación de quién les quitaría la piedra. Sin embargo, no
van a necesitar ni perfumes ni fuerzas para correr la losa. ¡Tantas
preocupaciones y ocupaciones inútiles cuando no se tiene fe! Ante esta
situación tan inesperada, el primer sentimiento que las embarga es el miedo.
¿Miedo al joven vestido de blanco? ¿Miedo a que hayan robado el cuerpo?
¿Miedo a que verdaderamente haya resucitado? Y “salieron corriendo del
sepulcro temblando de espanto”.
¿No será el miedo la razón por la que nuestra generación no quiere creer?
¿El miedo a salir del propio sepulcro de podredumbre y muerte? ¿También
tú tienes miedo? Deja que resuenen en tu corazón las palabras del mensajero
divino: “No tengas miedo. Jesús el Nazareno ¡ha resucitado!” ¡Feliz
Pascua de Resurrección!
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DOMINGO DE PASCUA DE LA
RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
Lecturas:
Hch 10,34a.37-43. Hemos comido y bebido con él después de la
resurrección.
Sal 117. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro
gozo.
Col 3,1-4. Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
O bien: 1Co 5,6b-8. Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva.
Jn 20,1-9. Él había de resucitar de entre los muertos.
O bien: (tarde) Lc 24,13-35. Le reconocieron al partir el pan.

CRISTO RESUCITADO, NUESTRA ESPERANZA


Rey vencedor, apiádate de la miseria humana
y da a tus fieles parte en tu victoria santa
Secuencia de Pascua
Con la Vigilia pascual iniciamos el tiempo de Pascua, la cincuentena
pascual, cincuenta días, celebrados, al igual que el Triduo, como un solo día.
Creo que nunca como hoy necesita el mundo -y donde digo mundo quiero
decir tus vecinos, tu familia, tú mismo- un aire fresco de esperanza. Si nos
acercamos a los noticieros, no escuchamos -salvo raras excepciones- otra
cosa que noticias de catástrofes, atentados suicidas sin sentido, corrupción y
más corrupción entre gobernantes, ex gobernantes y políticos; y las noticas
de nuestro entorno tampoco son muy alentadoras: que fulanito y menganita
se han divorciado, que el vecino del tercero, tan joven, tiene cáncer, que la
hija del segundo está viviendo con una amiga… Y puestos a mirar dentro de
la propia Casa espiritual tampoco es para echar las campanas al vuelo:
sacerdotes que dejan el ministerio, catequistas que se han ido a una secta,
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parroquias a las que cada vez asiste menos gente… ¡Qué duda cabe que
necesitamos un aire fresco de esperanza!
Pero ya no estamos para pequeñas ilusiones ni -creo que estarás de acuerdo
conmigo- para seguir engañándonos a nosotros mismos con recetas simples
de autoayuda: “piensa y siente en positivo”, “dile a tu subconsciente que lo
vas a conseguir”, “dentro de ti tienes la energía positiva para lograrlo y ser
feliz”… u otras -permíteme la expresión- pendejadas por el estilo. A estas
alturas de la vida sabemos bien lo que da de sí el propio esfuerzo o los
recursos puramente humanos. Necesitamos una gran esperanza, una
esperanza posible, real. El mundo la necesita. Y esa esperanza existe, está
ahí.
Esa esperanza es una persona, un hombre que ha muerto y ha resucitado,
alguien que ha vencido la muerte. Tú sabes muy bien quién es esa Persona.
Cometerías una gran injusticia si no tomaras la determinación de anunciarlo,
de proponer a los hombres de este tiempo a Aquel en quien pueden encontrar
la única esperanza firme para salir del tedio existencial y el pesimismo. Está
ahí, en medio de ellos, pero sus ojos no son capaces de reconocerlo.
¡Anúncialo! ¡Muéstraselo! ¡Verdaderamente Cristo ha resucitado y Él es
nuestra esperanza!
Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día
Pedro es uno de los hombres que salió a la calle a anunciar la buena noticia,
la alegre esperanza: “Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la
fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los
oprimidos por el diablo. Nosotros somos testigos. Lo mataron colgándolo de
un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. Los que
creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”. Pedro sabe
que ese hombre muerto y resucitado no es un fantasma, no es una utopía,
no es tampoco un ser lejano. Pedro te dice que ese Jesús de Nazaret está vivo
y dispuesto a apiadarse de la miseria humana y darte parte en su victoria
santa.
Su victoria santa no se queda en la superficie. Los remedios humanos para
los males de nuestro mundo no pueden ir más allá de reparar ciertas
manifestaciones externas. Y son siempre muy temporales. Los médicos
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curan muchas, pero no todas las enfermedades, en ocasiones quitan el dolor


pero no pueden hacer más, no ahorran infinidad de sufrimientos y angustias,
y, tarde o temprano, las personas mueren. Los gobernantes se esfuerzan en
corregir injusticias y promover igualdad de oportunidades, pero no pueden
impedir que haya odios, mentiras, avaricia…, que serán origen de nuevas
injusticias sociales. Y así podríamos seguir con cualquier remedio puramente
humano. Cristo es el único que ha vencido el mal en su raíz. Cristo ha
vencido al Maligno, el pecado y la muerte y quiere darnos parte en esa
victoria santa.
Ustedes han muerto y su vida está con Cristo escondida en Dios
Por el bautismo hemos participado ya en la victoria santa de Jesucristo.
Hemos muerto y resucitado con él. Sin embargo, se trata de una
participación misteriosa, en cierto modo oculta. Va realizándose
lentamente y por caminos diferentes a los que desearíamos. Nos gustaría que
todo estuviera más claro, que apareciera en toda su espectacularidad, pero no
es ese el estilo de Dios. Tampoco la resurrección de Cristo tuvo nada de
espectacular, entendido al modo humano. Jerusalén siguió con su vida y
rutina habitual. Y sin embargo, todo había cambiado. Nada era ni es ya
igual.
Esa falta de espectacularidad, ese carácter escondido, nos pueden llevar a
considerar la resurrección del Señor como algo casi irrelevante y a celebrar
estos días como unas tradiciones más sin apenas incidencia en la vida
cotidiana. San Pablo nos previene y nos exhorta: “celebremos la Pascua, no
con levadura vieja -levadura de corrupción y de maldad-, sino con los panes
ácimos de la sinceridad y la verdad”. Tomemos conciencia de la
trascendencia de la Pascua. Miremos con los ojos de la fe. Proyectemos la
luz de la fe sobre el acontecimiento de la Pascua y sobre nuestra condición
de resucitados con Cristo. Cristo resucitado lo hace todo nuevo. En Él está
la raíz y fuente de la auténtica renovación del mundo y de cada persona en
particular.
Entró también el otro discípulo, vio y creyó
Ante los ojos de los primeros apóstoles que llegan al sepulcro vacío
únicamente aparecen las vendas y el sudario; el sepulcro vacío, mirado
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humanamente, se presta a cualquier clase de interpretación: “se han


llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” piensa
María Magdalena. Sólo Juan es capaz de ver más allá: entró en el sepulcro,
“vio y creyó”. Vio sólo las vendas por el suelo, pero creyó que Jesús había
resucitado.
“Nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y
ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente.
Menos aún fue perceptible a los sentidos su esencia más íntima, el paso a
otra vida. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro
vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo
resucitado, sin embargo no por ello la Resurrección es ajena al centro del
Misterio de la fe en aquello que trasciende y sobrepasa a la historia”
(Catecismo 647).
La calidad celebrativa de estos cincuenta días va a depender de la calidad
de nuestra fe. Pero la mayor o menor intensidad de la fe no afecta
únicamente a la celebración, sino a la propia vida. Al escuchar las lecturas
evangélicas de estos días, iremos observando la transformación que va
operándose en los apóstoles. La experiencia que ellos vivieron podemos
también vivirla ahora nosotros. Nosotros partimos con ventaja, puesto que
los apóstoles vieron al resucitado pero todavía no habían recibido el Espíritu
Santo. Ahora el Resucitado ya ha sido elevado a la diestra del Padre y ha
enviado su Espíritu.
El Resucitado quiere dejarse ver. Quiere salirte al encuentro en ese camino
del desencanto y la desesperanza que estás siguiendo. Quiere entrar en tu
vida tal vez cerrada a cal y canto por el pecado. Quiere hacerse presente en la
duda y la tristeza de tu mediocridad. Síntomas de la debilidad de nuestra
fe en el Resucitado y en su victoria son la tristeza, el pesimismo, la
desesperanza, el escepticismo, la falta de audacia apostólica, el miedo, el
vivir encerrados en nuestro mundo, la “autorreferencialidad” de la que tanto
le gusta hablar -como tentación a evitar- al papa Francisco. Déjale entrar a
Cristo Resucitado estos días más plenamente en tu vida, ábrele las puertas de
par en par. Déjale realizar en ti un cambio similar al que operó en los de
Emaús, en los doce, en Pablo. Y anúncialo. El mundo lo necesita. ¡Aleluya!
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Tiempo pascual
Has venido a visitarme / Como Padre y como Amigo /
Jesús, no me dejes solo. ¡Quédate Señor conmigo!
Por el mundo envuelto en sombras / soy errante peregrino /
Dame tu luz y tu gracia. ¡Quédate Señor conmigo!
En este precioso instante / abrazado estoy contigo /
Que esta unión nunca me falte. ¡Quédate Señor conmigo!
Acompáñame en la vida / tu presencia necesito /
Sin ti desfallezco y caigo. ¡Quédate Señor conmigo!
Declinando está la tarde / voy corriendo como río /
al hondo mar de la muerte. ¡Quédate Señor conmigo!
En la pena y en el gozo / sé mi aliento mientras vivo /
Hasta que muera en tus brazos. ¡Quédate Señor conmigo!
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DOMINGO II DE PASCUA
-DE LA DIVINA MISERICORDIA-
Lecturas:
Hch 4,32-35. Todos pensaban y sentían lo mismo.
Sal 117. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia.
1Jn 5,1-6. Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo.
Jn 20,19-31. A los ocho días, llegó Jesús.

SIGNOS DE CREDIBILIDAD EN EL RESUCITADO


Podríamos pensar que la misericordia de Dios es más propia del tiempo de
cuaresma que de la pascua, sin embargo, fue después de su resurrección
cuando Jesús empezó a hacer presente la misericordia del Padre de un modo
más extenso e intenso. Durante su vida mortal, Jesús curó a algunos
enfermos y perdonó a algunos pecadores, pero es ahora, una vez resucitado y
ascendido al Padre, cuando su humanidad glorificada es fuente de
misericordia para toda la humanidad. Del costado de Jesús, traspasado
por la lanza del soldado, brotaron, con el agua y la sangre -dice el prefacio
de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús-, los sacramentos de la Iglesia. Y
es especialmente a través de ellos como la misericordia de Dios se hace
presente ahora en el mundo, en forma de perdón, regeneración, sanación,
consuelo, alianza, bebida de salvación y donación de Espíritu Santo.
La misericordia de Dios se derrama sobre el mundo como fruto del
misterio pascual de Cristo. Es ahora, una vez celebrado el Triduo pascual,
cuando vamos a poder experimentar de un modo más intenso, de un modo
incluso nuevo, la misericordia eterna de Dios, la misericordia infinita y
entrañable del corazón de Cristo. La herida del costado de Cristo no se ha
cerrado. Las huellas de los clavos y de la lanza son un signo de identidad que
Jesús muestra a sus discípulos incrédulos. La llaga del costado permanece
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abierta como manantial de vida nueva. Al igual que Moisés golpeó la roca
en el desierto y, de ella, brotó agua para que bebiera el pueblo, así ahora, del
costado de Cristo resucitado, mana la misericordia que salva al mundo.
Acércate, pues, a recibirla. También la pascua es tiempo oportuno, día de
salvación. Más incluso que el tiempo de cuaresma.
Si no veo, si no toco, si no… no creo
Otro de los nombres que recibe este domingo segundo de pascua es el de
“domingo de Tomás”, por el protagonismo, no precisamente ejemplar, que
tiene este apóstol. Con su incredulidad y obstinación para aceptar el
testimonio de los demás apóstoles, ha quedado como paradigma o prototipo
de persona obstinada y dura de corazón. También esta es la actitud de
muchos de nuestros contemporáneos y, en mayor o menor medida, de
nosotros mismos. Una postura insensata, porque estas personas, que dicen
querer ver para creer, aceptan ciegamente miles y miles de noticias e
informaciones del presente y hechos del pasado que no están en condiciones
de comprobar.
La misericordia de Cristo quiere alcanzarles también, incluso especialmente,
a ellas. Como a Tomás, hoy Jesús se les acerca para que toquen con sus
dedos los agujeros de los clavos y metan la mano en su costado y no sean
incrédulos sino creyentes. No se trata, evidentemente, de tocar
materialmente el cuerpo de Jesús, pero sí de palpar algunos signos de su
presencia. San Juan nos dice que Jesús hizo muchos signos a la vista de sus
discípulos y que los que él narra “se han escrito para que crean que Jesús es
el Mesías, el Hijo de Dios y para que, creyendo, tengan vida en su Nombre”.
¿Cuáles son los signos de credibilidad a través de los cuáles Jesús resucitado
quiere mostrarse hoy al mundo?
El signo principal es su Cuerpo místico, su Iglesia. Y más concretamente, las
heridas de su Iglesia. Sólo una Iglesia agujereada y traspasada será capaz de
mostrar al Resucitado. Sólo a través de las huellas de los martillazos y la
lanzada, de los agujeros y las heridas que el misterio pascual, la cruz, ha ido
dejando en tu vida como miembro de Cristo serás capaz de ser signo del
Resucitado para tus contemporáneos. Una Iglesia perseguida, como es hoy
la iglesia de muchos países, es una iglesia significativa. Sólo una Iglesia
que sufra a diario golpes en su imagen y obstáculos en su actividad, una
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iglesia humillada, y que los viva al estilo de Jesús en su pasión, será signo de
credibilidad. Y esto es así también en cada uno de sus miembros. Jesús no se
avergüenza de las huellas de los clavos y la lanza, es más, las muestra como
signo de identidad y credibilidad.
En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo
Otro signo de credibilidad, a través del cual Jesús resucitado quiere
mostrarse hoy al mundo es una vida eclesial al estilo de la primera
comunidad cristiana, tal como nos la relata la primera lectura de este
domingo. No recoge la lectura de Hechos 4, 32-35 todos los aspectos de la
vida de la comunidad que ha indicado antes en 2, 42-47. El texto de este
domingo nos dice que “en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían
lo mismo, lo poseían todo en común… y daban testimonio de la resurrección
del Señor con mucho valor”. Se trata de la comunión de pensamiento
(unidad en la fe), de sentimientos (concordia y amor fraterno) y de bienes.
¿Cómo puede la Iglesia esperar que el mundo crea en Jesús cuando cada
cristiano presenta un Jesús a su manera? ¿Cómo pretende una parroquia salir
a evangelizar eficazmente si entre sus grupos y movimientos hay divisiones
y resentimientos? ¿Creerá el mundo en un Jesús que entregó su vida por él si
sus seguidores no están dispuestos a entregar parte de sus bienes para que
nadie pase necesidad? Y esto que digo de la Iglesia en general o de cualquier
parroquia en particular hay que aplicarlo a cada uno de sus miembros: ¿Qué
credibilidad tendrá la predicación de un evangelizador, de un sacerdote o de
un teólogo que no acepta algunas enseñanzas de la Iglesia? ¿Cómo podrán
creer en Jesús quienes viven en la miseria si los que van a anunciárselo no se
interesan por ayudarles en sus necesidades materiales? Revisa, pues, tu
espíritu de comunión eclesial: comunión en la misma fe, comunión en el
amor fraterno, comunión en los bienes materiales.
A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados
La fe en Jesús resucitado, necesaria para tener vida eterna en su Nombre y
para vencer al mundo, lleva necesariamente a la fe en el perdón de los
pecados a través del ministerio de la Iglesia. Cuando una persona dice que
no cree en los curas o pregunta por qué tiene que confesar sus pecados a un
hombre, está dejando ver la debilidad de su fe. Cristo no te pide que creas en
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los curas, sino que aceptes su mediación, consecuencia del ministerio que
han recibido. Jesús resucitado se hace presente a través de ellos; a través de
ellos quiere hacerte llegar su misericordia.
Por supuesto, esta mediación eclesial, este ministerio de reconciliación,
compromete al ministro que lo ha recibido en toda su persona y en su modo
de vivir. No basta sentarse en un confesionario, sino hacer presente en todo
momento la misericordia y la compasión de Cristo. El Papa Francisco no
se cansa de insistir en ello: “a imagen del Buen Pastor, el sacerdote es un
hombre de misericordia y de compasión, cerca de su gente y servidor de
todos. En particular el sacerdote demuestra entrañas de misericordia en el
administrar el sacramento de la reconciliación; lo demuestra en toda su
actitud, en la forma de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver”
(Discurso a los sacerdotes de Roma, 6/3/14). “Misericordia es, antes que
nada, dijo en esa misma ocasión el Papa, curar las heridas”.
La Iglesia ha recibido el Espíritu Santo para hacer presente en el mundo la
misericordia de Cristo. Una misericordia que es eterna. La misericordia de
Dios, además del perdón, siempre trae consigo la paz y la alegría. Las
palabras de Jesús “paz a ustedes” y la constatación de que los discípulos “se
llenaron de alegría al ver al Señor” se hacen patentes de modo extraordinario
cuando recibimos el sacramento de la reconciliación. Si ya lo recibiste
durante la cuaresma, vuelve a recibirlo durante la pascua.
No te canses de acoger y repartir la misericordia de Dios. A eso somos
enviados por Jesús como el Padre lo envió a Él. Con su mismo Espíritu, con
su mismo amor, con su mismo poder. Concluyó el año de la misericordia,
reguemos y abonemos sus semillas. María, madre de misericordia, ayúdanos
a ser testigos de la misericordia de Cristo.
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DOMINGO III DE PASCUA


Lecturas:
Hch 3,13-15.17-19. Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de
entre los muertos.
Sal 4. Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor.
1Jn 2,1-5. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados y también por
los del mundo entero.
Lc 24,35-48. Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los
muertos al tercer día.

RECIBIR LA PALABRA COMO RECIBIMOS EL CUERPO


A lo largo del tiempo de pascua, es fácil reavivar la fe y la toma de
conciencia en los diversos modos de presencia de Jesús resucitado. Hay un
texto de la Constitución sobre Liturgia del concilio Vaticano II que no
deberíamos cansarnos de recordar: “Cristo está siempre presente en su
Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la
Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de
los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo
bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los
Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza.
Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada
Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia
suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt., 18,20)”
(SC 7). Y hemos de añadir su presencia en los pobres y en los
acontecimientos, como Señor de la historia.
Todos estos modos de presencia, afirmó el Papa Pablo VI en su encíclica
Mysterium fidei (año 1965, n° 39), son reales; si se llama presencia real a la
eucarística es por antonomasia (por excelencia), no por exclusión. Y todos
ellos se implican mutuamente, de modo que, si excluimos alguno, todos los
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demás quedan afectados. Por ejemplo: si no veo a Cristo presente en el


sacerdote -en cualquier sacerdote- será difícil que lo vea en los sacramentos
o en los pobres. Si no contemplo a Cristo ante la realidad de un enfermo, mi
fe en la presencia eucarística tendrá más de concepto puramente intelectual
que de experiencia personal. Sólo con la luz de la fe somos capaces de ver a
Cristo resucitado en todas estas realidades, encontrarnos con él y recibir las
gracias que, mediante ese encuentro, quiere comunicarnos. No dejes de
examinarte al respecto.
Dios lo resucitó y nosotros somos testigos – Él es víctima de propiciación
por nuestros pecados
Continuamos, en la primera lectura, escuchando el testimonio de Pedro.
Después de haber curado, en el nombre de Jesús, a un tullido, Pedro y Juan
predican al pueblo. El contenido del discurso es el siguiente: Dios ha
glorificado a su siervo Jesús; fue rechazado y matado, pero “Dios lo resucitó
de entre los muertos y nosotros somos testigos”. Dios cumplió así su
designio: que su Mesías tenía que padecer; “por tanto, arrepiéntanse y
conviértanse, para que se borren sus pecados”. Es interesante reflexionar
sobre estos datos porque ahora somos nosotros quienes hemos de ocupar el
lugar de Pedro y Juan y anunciar al pueblo a Cristo resucitado. El domingo
pasado escuchábamos las palabras con las que el Señor nos envía: “como el
Padre me ha enviado a mí, así también los envío yo”.
El anuncio de Jesús, resucitado y glorificado, va unido al llamado a la
conversión. El anuncio del Resucitado no es fruto del estudio o repetición de
algo escuchado, sino testimonio directo de una realidad que han visto y
tocado. Nuestra experiencia personal, nuestro encuentro con Jesús, a través
de los diversos modos de presencia arriba aludidos, es esencial para el
anuncio. Si no lo hemos visto y oído, si no hemos sido testigos, mejor
callarnos. Esta es la primera parte del anuncio. La segunda es el llamado a
la conversión. Jesús mismo se lo había indicado a los apóstoles: “en su (mi)
nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos, comenzando por Jerusalén”. Por lo tanto, no hemos de tener miedo
a exhortar a la conversión también en pascua. Es parte del anuncio del
evangelio de la misericordia.
149

Jesús es víctima de propiciación por nuestros pecados, recuerda san Juan en


la segunda lectura. “Les escribo para que no pequen -nos dice-. Pero si
alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo”.
“El -proclama uno de los prefacios de pascua- no cesa de ofrecerse por
nosotros, de interceder por todos” ante el Padre. Para quienes no creen, para
quienes están alejados, el primer fruto de la fe en Jesús resucitado ha de
ser el arrepentimiento y el perdón de sus pecados. Haríamos un flaco
favor a quienes evangelizamos si, además de anunciarles con entusiasmo y
alegría a Jesús, no los invitamos al reconocimiento de sus pecados y a la
conversión. La aceptación de Jesucristo sin la determinación a un cambio de
pensar y de vivir no sería una verdadera aceptación de Jesucristo. Pero, al
revés, la exhortación a la conversión sin el previo anuncio del amor de un
Cristo vivo y su promesa de salvación, no sería evangelio, buena noticia,
sino puro moralismo ineficaz que hoy no atrae ni convence a nadie.
Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras
Hemos leído en el texto conciliar (SC 7) que Jesús “está presente en su
palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien
habla”. No sólo nos habla, sino que previamente, como a los apóstoles, nos
abre el entendimiento para que podemos comprender su palabra. San Lucas
afirma que Jesús “después de su pasión, se les presentó dándoles muchas
pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles
acerca de lo referente al Reino de Dios”. Durante los cuarenta días que van
desde la resurrección hasta la ascensión, Jesús siguió instruyendo a sus
apóstoles. Por eso, también para nosotros, este periodo pascual es un tiempo
especial para acoger y profundizar en la Palabra. Pídele al Señor la
gracia de abrirte el entendimiento y el corazón y darte a gustar el pan
sabroso de su Palabra y hacerla vida de tu vida.
El Papa Benedicto XVI, publicó, el 30/9/2010, la Exhortación apostólica
Verbum Domini (La Palabra del Señor), como fruto de los trabajos del
sínodo de obispos de 2008. Te invito a tomarla como lectura espiritual a lo
largo del tiempo pascual. En su número 56, leemos: “La proclamación de la
Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo
quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido. Sobre la actitud
que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san
150

Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el


Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras
son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi
sangre” (Jn 6, 53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas
también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su
sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios.
Cuando acudimos al Misterio [eucarístico], si cae una partícula, nos
sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se
nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo,
mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves
peligros corremos?» (Comentario al salmo 147)”. Ha merecido la pena la
larga cita ¿no? Reflexiónala.
Al mismo tiempo que evalúas tu escucha de la Palabra y la conciencia que
tienes de la presencia de Cristo en ella, es bueno que te preguntes asimismo
por tu actitud respecto a la homilía del sacerdote. En ella hay también una
presencia especial de Cristo Pastor y Maestro enseñando a su pueblo. Llamó
la atención la extensión que el Papa Francisco dedicó a la homilía en su
exhortación La alegría del evangelio. “La homilía -afirma- puede ser
realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante
encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de
crecimiento. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda
en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del
predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana”
(EG 135-136).
La homilía de cada domingo debería servirnos para entablar un diálogo con
el Señor. Las palabras del sacerdote son el medio, el “sacramento”, a través
del cual la Palabra nos llega actual, en lenguaje materno, y provoca en cada
oyente una respuesta de amor, de entusiasmo por el seguimiento, de
aceptación de las correcciones, de alabanza y súplica. La escucha directa y la
homilía nos conducen de la mano a la lectio divina, es decir, a la personal
lectura orante.
Que María, que guardaba y meditaba la Palabra, te ayude a reconocer a su
Hijo y escucharlo mejor en la proclamación directa de la Palabra, en la
homilía y en la lectio divina.
151

DOMINGO IV DE PASCUA
Lecturas:
Hch 4,8-12. Ningún otro puede salvar.
Sal 117. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra
angular.
1Jn 3,1-2. Veremos a Dios tal cual es.
Jn 10,11-18. El buen pastor da la vida por las ovejas.
JESÚS, BUEN PASTOR, TE CONOCE Y SE TE DA A CONOCER
Suele denominarse a este cuarto domingo de Pascua Domingo del Buen
Pastor pues todos los años escuchamos algún pasaje del capítulo 10 del
evangelio de san Juan en el que Jesús se presenta a sí mismo como el buen
pastor de su rebaño. Además de invitarnos a contemplarle a él, Jesús quiere
que reflexionemos sobre su presencia en los pastores de la Iglesia.
Coincidiendo con este día, desde hace ya más de cincuenta años, se celebra
la Jornada mundial de oración por las vocaciones que, aunque se refiere a
todas las vocaciones dentro de la vida cristiana, pone un énfasis especial en
las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa.
Jesús es la piedra desechada y que se ha convertido en piedra angular
En la primera lectura de la Misa de hoy, continuamos escuchando el
testimonio que Pedro, lleno del Espíritu Santo, da sobre Jesús. “Jesús es -
dice Pedro a los judíos- la piedra que desecharon ustedes, los arquitectos, y
que se ha convertido en piedra angular”. La piedra angular es la piedra clave,
la piedra fundamental de un edificio; si la quitamos, el edificio no se
sostiene, amenaza ruina. Pedro toma estas palabras prestadas del salmo 117
que anuncia proféticamente la resurrección del Señor. Jesús resucitado es “la
piedra angular” de la Iglesia y del edificio de la humanidad. Toda realización
eclesial y humana, para que sea realmente positiva y provechosa, ha de estar
fundamentada en Él.
152

Jesús es la piedra angular que fue desechada por los jefes judíos (los
arquitectos). También hoy Jesús es piedra desechada por los dirigentes
(políticos, económicos, científicos, culturales…) y una parte considerable
de la sociedad, por mucha gente. No por todos, por supuesto, pero sí por una
gran mayoría. Por eso, el edificio humano se ve constantemente amenazado
por tantos males. Esa es la razón o causa más profunda. Igual puede pasar
dentro de la Iglesia: si dejamos a Jesús de lado, si Él no es el centro, por
muy buenas estructuras y buenos proyectos pastorales que tengamos, por
muy buena organización…, todo edificio espiritual (una parroquia, una
comunidad religiosa, un movimiento, un grupo…) no se sostiene, va
derrumbándose.
Y lo mismo hemos de decir de la vida de cada persona en particular. Si tu
vida no está firme y fuertemente arraigada en Jesús, si no es él tu piedra
angular, la base fundamental sobre la que estás edificando todo lo demás,
tarde o temprano, se derrumbará. Te darás cuenta de que tu vida es un
fracaso existencial, que no tiene sentido. Dios es tan bueno que no suele
permitir que haya un derrumbe total, pero sí derrumbes parciales
(matrimonio, profesión, educación de los hijos…) que deberían ponernos
alerta y hacernos reflexionar. No basta que Jesús ocupe un lugar junto a otras
personas o actividades. Ese es el error de algunos. Jesús ha de ocupar el
centro.
Pedro concluye: “ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha
dado otro nombre que pueda salvarnos”. El “nombre” es la persona.
Ninguna otra persona, fuera de Jesucristo, puede salvarnos. Ningún
gobernante, ningún líder social, ni la ciencia y la técnica con su progreso
(que tiene muchas cosas buenas, por supuesto), ninguna ideología, ni
nuestras propias cualidades y esfuerzos… puede salvarnos. Sólo Jesús. No
se trata de rechazar todas esas realidades. Jesús cuenta también con todo eso
(gobernantes, avances científicos, preparación personal…) para nuestra
perfección integral, pero sin él y sin la mediación de su Iglesia a través de la
cual él se hace presente hoy en el mundo, no hay salvación.
Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas
Junto a la imagen de la piedra angular, la liturgia de hoy nos ofrece otra
imagen de Jesús, la que da nombre a este domingo. El propio Jesús se
153

denomina a sí mismo buen pastor: “yo soy el buen pastor”. El pasaje de este
año destaca dos características esenciales del buen pastor: que da la vida
por las ovejas -en esto insiste varias veces- y que las conoce como él y el
Padre se conocen. En contraposición al buen pastor, está el asalariado que,
ante el peligro, abandona las ovejas y huye porque en verdad no le importan.
Personalicemos estas afirmaciones y realidades. Jesús es mi piedra
angular, la piedra-clave del edificio mi vida. ¿Lo es realmente? Jesús es la
única persona, el único nombre, en quien puedo encontrar salvación. ¿Estoy
plenamente convencido/a de ello? Jesús es el buen pastor que ha dado su
vida por mí (“me amó y se entregó por mí” Gal 2, 20). ¿Lo he aceptado
como el guía de mi vida, el guía de todos los ámbitos integrantes (personal,
conyugal, laboral…) de mi vida? Jesús me conoce como él y el Padre se
conocen. ¿Me siento plenamente conocido/a y comprendido/a por él? De la
contemplación personalizada de estas realidades y la respuesta a los
interrogantes necesariamente ha de brotar la admiración, alabanza, la acción
de gracias, la petición de perdón y de gracias.
Jesús es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas. La dio en la cruz y la
sigue dando. Una vez resucitado se ha convertido en fuente de vida eterna
para cuantos creen en él. La da y la acrecienta. Continúa dándonos vida en
la celebración de cada Eucaristía y de los demás sacramentos. La da en el
bautismo y la devuelve, a quien la ha perdido, en la Penitencia. La da y la
acrecienta también a través de su Palabra proclamada en la Liturgia y
predicada por los pastores de su Iglesia. ¿Cómo la estás recibiendo?
¿Cómo valoras la vida eterna? ¿Cómo estás de vitalidad espiritual?
Yo soy el buen pastor que conozco a mis ovejas y las mías me conocen
El conocimiento que tiene Jesús, el Buen Pastor, de todas y cada una de sus
“ovejas”, es decir, de todos y cada uno de nosotros, no es un simple
conocimiento de datos (origen, edad, estudios, estado civil…) ni un
conocimiento exterior y superficial. Por muy bien que nosotros podamos
conocer a una persona, en realidad casi no la conocemos porque no podemos
penetrar en su interioridad. Por mucho que nos hable e incluso nos cuente
cosas íntimas, una cosa es lo que expresa y otra lo que en realidad
experimenta y otra el modo como yo lo percibo. Por muchos años que
convivamos con una persona, no acabamos nunca de conocerla bien (así lo
154

afirman parejas que llevan casadas muchos años). Pues bien, Jesús sí nos
conoce, Jesús es el único que nos conoce perfecta y totalmente. Conoce la
interioridad, lo que realmente es una persona. ¡Hay Alguien que me conoce
plenamente! ¡Hay Alguien que me entiende, que me comprende,
perfectamente!
Por otra parte, a veces, un mejor conocimiento de las personas nos lleva a
distanciarnos de ellas, a desconfiar, a amarlas menos… No sucede eso en
Jesús, el Buen Pastor. Jesús conoce amando. El suyo es un conocimiento
amoroso. Conocimiento y amor de complacencia y de misericordia. Me ama
complaciéndose en lo bueno y me ama compadeciéndose de lo malo que hay
en mí. Me conoce comprendiéndome.
La conciencia de este conocimiento amoroso, de complacencia y de
misericordia, que Cristo tiene de mí, es fuente de paz permanente, de
aceptación propia y autoestima, de aceptación de los demás, de esperanza en
mi propia sanación (¡también es pastor-médico que cura!) y realización
personal (santidad).
Y yo, ¿conozco a Jesús? ¿Cómo lo conozco? ¿Superficial o profundamente?
¿Fría o amorosamente? ¿Un simple conocimiento de datos sobre su vida y de
verdades del credo o por amistad? ¿Por lectura y estudio o por Espíritu
Santo? A Jesús podemos conocerle íntimamente, porque Él quiere
dársenos a conocer. Sensible, intelectual y amorosamente. Comunicarnos
vida eterna va unido a conocerle: “esta es la vida eterna: que te conozcan a
ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).
Sólo conociéndolo, podrás darlo a conocer. Él tiene otras ovejas a las que
quiere traer a ser parte de su rebaño. Para esa tarea te necesita y quiere contar
contigo. Pero ¿cómo le vas a anunciar si no le conoces y amas
apasionadamente?
155

DOMINGO V DE PASCUA
Lecturas:
Hch 9,26-31. Les contó cómo había visto al Señor en el camino.
Sal 21. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
1Jn 15,1-8. Éste es su mandamiento: que creamos y que amemos.
Jn 15,1-8. El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante

EL SECRETO PARA UNA VIDA PRODUCTIVA


El domingo pasado Jesús resucitado se nos mostraba bajo las imágenes de la
piedra angular y del buen pastor. Hoy lo hace a través de la imagen de la
vid. La primera imagen sugería poner a Cristo en el centro de la propia vida
para que ésta tenga consistencia y la segunda dejarse guiar por él para tener
vida y caminar seguros. La imagen de la vid y los sarmientos nos habla de
intimidad y comunión.
Yo soy la vid y mi Padre el labrador. Yo soy la vid, ustedes los
sarmientos
No dejemos de contemplar la primera afirmación. Jesús afirma ser la vid, la
cepa, el tronco de la mata de uvas, pero añade que su Padre es el labrador.
Jesús se siente en todo dependiente de su Padre. De él recibe el ser Hijo
desde toda la eternidad y de él está recibiendo todo como hombre. El Padre
le da lo que debe decir y hacer y él no hace otra cosa, como hijo, que recibir
y obedecer; su alimento es cumplir en todo la voluntad del Padre. Meditemos
detenidamente estas palabras de Jesús porque así sucede también con
nosotros. Lo confirma Jesús mismo cuando, inmediatamente después, afirma
que el Padre arranca a los sarmientos que no dan fruto y poda a los que dan
fruto para que den más.
Jesús es la vid, la cepa, el tronco, y nosotros somos los sarmientos, las
ramas de la vid. ¿Qué quiere sugerir el Señor con esta imagen? En primer
lugar, indica la unión no sólo afectiva sino vital que debe existir entre Él y
nosotros. Es una unión vital porque significa que, al igual que la misma
156

sabia de la cepa es la que corre por los sarmientos, así la misma vida divino-
humana -eterna- de Jesús es la que debe correr interiormente por cada
cristiano. Esto es así gracias a la inhabitación del Espíritu Santo. No somos
sólo discípulos que siguen a su Maestro a distancia, sino sarmientos
injertados en él que participan de su misma Vida y Espíritu. Contempla
en silencio, adora, alaba, da gracias.
A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca y al que da fruto lo
poda para que dé más fruto
El sarmiento unido a la vid necesariamente ha de dar fruto. Hablaremos más
adelante de ello. Pero, para dar fruto abundante, hay que dejarse podar. La
vid es precisamente una planta que necesita ser podada después de cada
cosecha como condición imprescindible para dar una nueva producción de
calidad. La imagen de la poda indica purificación. Estamos en Pascua, pero
también este tiempo es momento oportuno de conversión. La poda es, en
cierto modo, una amputación dolorosa: la mayor parte del sarmiento ha de
ser separada de la cepa y dada por perdida. ¿Qué ha de ser podado en tu
vida? No te resistas y verás el resultado.
Jesús afirma que, a los sarmientos que no dan fruto, el Padre los arranca. Así
hacen los viticultores. Pero en realidad no los arranca el Padre sino que ellos
mismos se arrancan, al separarse de Cristo por sus actitudes de pecado.
Se trata de aquellos creyentes que no permanecen en Jesús: “al que no
permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca”.
Permanezcan en mí y yo en ustedes
“Permanezcan” indica constancia, perseverancia. “En mí y yo en ustedes”,
expresa intimidad, unión vital de amistad. Pero incluso podemos decir que
hay diversos niveles de intensidad en el permanecer. Con frecuencia uno de
los problemas de tanta gente, sobre todo de las nuevas generaciones, es la
inconstancia. Personas que parecían muy firmes en la fe y la vida cristiana,
de la noche a la mañana, dicen que han perdido la fe o que dudan de todo o
se han ido a otra confesión cristiana. Grupos de jóvenes, que parecían
consolidados, casi de repente se desintegran. Matrimonios que incluso
trabajaban en pastoral familiar…, y te enteras que se han separado y ni
siquiera vienen a la iglesia…
157

¡No tengamos miedo a permanecer, a perseverar, pase lo que pase! Como


dice santa Teresa, “Dios no se muda” (Dios no cambia), ¿por qué vamos a
cambiar nosotros? Y recuerda a san Pablo: “¿Quién nos separará del amor
de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la
desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? en todo esto salimos vencedores
gracias a aquel que nos amó. (Nada) podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom 8, 35-39). No dejes que ni
siquiera los escándalos de cualquier miembro de la Iglesia (aunque sea tu
párroco, algún obispo o quien quiera que sea) te aparten de Cristo.
El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante
Jesús quiere que demos fruto. Nos ha destinado para que demos fruto y
fruto abundante. Por otra parte, se trata de un fruto que procede de la unión
con él: “como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la
vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí”. Estos frutos no son, por
tanto, en principio, ciertas realizaciones humanas que pueden conseguirse
con las propias cualidades y esfuerzo: graduarse, alcanzar metas
profesionales y bienes materiales…, independientemente de que se crea en
Él o no. Es más, Jesús llega a afirmar: “sin mí no pueden hacer nada”. Dar
fruto abundante es, ante todo, primera y principalmente, madurar en la fe,
progresar en la propia vida cristiana, crecer en santidad. Por supuesto
que ese fruto se ha de manifestar también en obras y realizaciones exteriores
y en el modo de realizarlas.
En las otras lecturas de hoy encontramos dos expresiones de ese fruto
abundante que Jesús promete darnos si permanecemos en Él: el amor y el
apostolado. “No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la
verdad. Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo
Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó”.
Evidentemente, no habla aquí el apóstol Juan de cualquier amor, sino de la
caridad: el amor mismo de Dios derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo (Cf Rom 5, 5).
Un amor capaz de perdonar, orar por el enemigo y hacer el bien al que te
hace mal. Un amor que “es paciente, es servicial, no es envidioso, no es
jactancioso, ni se engríe; es decoroso; no busca su interés, no se irrita, no
toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.
158

Un amor que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”
(1Cor 13, 4-7). Ese amor sólo brota de una unión íntima con Jesús. De ese
amor podrán surgir grandes obras sociales o pequeños detalles cotidianos.
Es un amor extraordinario vivido en lo cotidiano. Si quieres que en tu vida se
produzca ese fruto no hay otro camino que permanecer en Jesús, vivir en
profunda comunión con Él.
Y el otro fruto nos lo muestra el apóstol Pablo que, después de aquel
encuentro con el Resucitado que transformó totalmente su vida, “se movía
libremente en Jerusalén predicando públicamente el nombre del Señor”.
Nada ni nadie será capaz de detenerlo. El fuego del amor de Cristo que
ardía en su corazón lo impulsaba a evangelizar. “¡Ay de mí si no predicara el
evangelio!” (1Cor 9, 16). Nadie puede dudar de que el antiguo perseguidor
dio fruto abundante. ¿Cuál fue su secreto? La unión profunda que mantuvo
con Cristo, hasta el punto de llegar a decir: “con Cristo estoy crucificado: y
no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente
en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Gal 2, 19-20).
“Con Cristo estoy crucificado…” Permanecer en Jesús, para dar fruto con
él, implica dejarse crucificar con él. Tal vez este sea nuestro problema. No se
puede permanecer en Jesús sin dejarse podar por el Padre. No se puede
llegar a una íntima unión con Jesús sin haberse negado uno a sí mismo.
¿Quieres ser capaz de moverte libremente por la ciudad, por el mundo,
predicando públicamente a Jesús? Déjate crucificar con él, como Pablo, ve
olvidándote cada día un poco más de ti mismo, y así permanecerás siempre
en él, tu vida será exitosa y dará fruto.
159

DOMINGO VI DE PASCUA
Lecturas:
Hch 10,25-26.34-35.44-48. El don del Espíritu Santo se ha derramado
también sobre los gentiles.
Sal 97. El Señor revela a las naciones su salvación.
1Jn 4,7-10. Dios es amor.
Jn 15,9-17. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos.

EL PERVERSO REDUCCIONISMO DEL AMOR


El tiempo de Pascua sigue su curso. Apenas nos quedan ya dos semanas.
¿Con qué espíritu lo estás viviendo? ¿Está siendo más intensa la presencia de
Jesús resucitado en tu vida? ¿Te resulta más fácil reconocerlo en los
sacramentos, en la palabra, en los pastores, en los pobres, en los
acontecimientos? A medida que nos acercamos a Pentecostés, ¿deseas más
vivamente recibir al Espíritu Santo? Otros motivos celebrativos, como la
especial devoción a María durante el mes de mayo o el día de la madre,
deberían quedar en un segundo plano. En las lecturas de este sexto domingo
de pascua, podemos ver una profundización en los temas del domingo
pasado: la unión vital con Cristo y los frutos del amor.
Dios es amor. Él nos amó
Jesús nos dice hoy que permanecer en él es permanecer en su amor,
porque Él nos ha amado como el Padre lo ama a Él. El amor es de Dios,
porque Dios es Amor. De ahí hay que partir: Dios es Amor (con
mayúsculas). La referencia para todo amor humano (paternal, maternal,
conyugal, filial, fraternal, de amistad, en el noviazgo) no puede ser otra que
Dios mismo, el Amor de Dios. La palabra “amor” está tan desgastada y ha
sido objeto de un reduccionismo tan perverso (se habla, por ejemplo, a
veces de “relación amorosa” o de “hacer el amor” refiriéndose a realidades
tan contrarias al amor como el adulterio, la fornicación, actos homosexuales
160

o el simple instinto pasional) que hay que detenerse a reflexionar sobre qué
es en realidad el amor.
El modelo de referencia para toda expresión de amor humano debe ser
Dios. Si podemos hablar de amor humano es porque los seres humanos
hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios que es Amor. En la
sociedad actual, en general, el “amor” de referencia es el amor de pareja (que
ya no es siquiera la relación varón-mujer). Habríamos de matizar, primero,
que hay muchos modos de amor, cada uno con sus características y
expresiones peculiares: paternal, maternal, filial, fraternal, conyugal, de
amistad, de noviazgo. Y además precisar que todo amor está hecho de
voluntad y sentimiento y que lo más importante no es el sentimiento -que a
veces puede quedar apagado, insensible- sino la decisión y fuerza de la
voluntad.
La esencia del amor es el deseo de unión con alguien (Dios, un amigo, la
esposa, los hijos). El amor humano se vive y expresa también corporalmente,
de modo diferente según cada una de sus modalidades. Hay amor posesivo
(que desea poseer y gozar de la cosa o persona amada) y amor oblativo
(desinteresado, de entrega y donación). No se puede meter todo en el
mismo “saco”. No tener en cuenta estas matizaciones lleva al error, a la
confusión y, en último término, a la perversión del amor.
Más todavía, hay un amor natural y un amor sobrenatural o amor de
caridad. Las personas que viven en pecado pueden amar -hasta cierto punto,
porque siguen siendo imagen de Dios, pero sólo con un amor natural.
Quienes viven en Cristo, en la gracia de Cristo, han recibido el amor de
caridad, el mismo amor de Dios, porque “el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 5).
Este es el amor en que nos invita Jesús a permanecer. Este es el amor que
ha de penetrar todas las modalidades de amor humano (paternal, maternal,
conyugal, filial, fraternal, de amistad, de noviazgo) y con sus características,
tan bien descritas por san Pablo en 1Cor 13, 3-7.
El amor no va de abajo hacia arriba, sino al revés: Dios nos ha amado
primero. El amor de Dios Padre se ha manifestado en que “mandó a su Hijo
único, para que vivamos por medio de él. Él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados”. Se trata de un amor universal que
161

no excluye a nadie, como reconoce san Pedro: “está claro que Dios no hace
distinciones”. El amor del Padre se ha manifestado también dándonos al
Espíritu Santo (como vemos en la primera lectura de hoy). Jesús nos ama
como el Padre le ha amado a él. Su amor es un amor de amistad, que ha
llegado hasta el extremo de dar la vida por nosotros.
A ustedes los llamo amigos
La verdadera amistad es el amor por el cual dos personas se relacionan
buscando la unidad, el bien y el perfeccionamiento mutuo. Santo Tomás de
Aquino afirma que «cuando alguien ama a alguien con amor amistoso,
quiere para él el bien como lo quiere para sí mismo, es decir, le capta como
si fuera un otro yo» (Suma Teológica, I-II, 28,1). En el amor de amistad hay
compartir, conversación y mutuo conocimiento, ayuda, consejo,
colaboración y prestación de bienes. Jesús dice que no nos llama siervos,
sino amigos, porque todo lo que ha oído a su Padre nos lo ha dado a conocer.
Jesús nos ama con un amor de amistad. Esta amistad con Jesús implica,
por su parte, habernos unido a él como los sarmientos a la vid, habernos
comunicado su misma vida eterna y habernos dado su mismo principio vital,
el Espíritu Santo; su amistad significa que nos conoce y comprende
perfectamente y quiere lo mejor para cada uno de nosotros, nuestro
crecimiento y perfección personal. Significa que quiere comunicarse con
nosotros y dársenos a conocer cada vez más profundamente. Jesús nos ama
afectiva y efectivamente: nos une a él y comparte todo lo suyo con nosotros.
Es una amistad eficaz, que no se queda en buenos deseos.
Por nuestra parte, vivir esa amistad con Jesús implica conocerle mejor y,
según vamos conociéndole, amarle más, conversar con él, sabernos
conocidos y comprendidos por él. ¡Él está vivo¡ ¡Es una persona real! ¡Dios
y ser humano de carne y hueso, ahora resucitado! ¡Es posible ser su amigo!
¡Es posible compartir con él en cualquier momento y lugar! Permanecer en
él, en su amor, en su amistad, lleva consigo también guardar sus
mandamientos: “ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando”.
Ninguna amistad humana, ni siquiera la unión matrimonial, puede
compararse a la unión de amistad con Jesús, pues en la relación humana cada
uno permanece él mismo en su propia alma, mientras que en la amistad con
162

Cristo compartimos un mismo espíritu: el Espíritu santo y, por él, Jesús


mismo vive en nosotros.
Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he
amado
El amor es difusivo, tiende a comunicarse. El amor del Padre se comunica al
Hijo y el amor del Padre y el Hijo -el Espíritu Santo- se nos comunica a
nosotros. Pues bien, ahora nosotros hemos de dejar que el amor de Dios
llegue a las demás personas, en forma de amor paternal, maternal, filial,
fraternal, esponsal, de amistad, de noviazgo. Jesús dice: “esto les mando: que
se amen unos a otros”; lo expresa como mandamiento, como mandato, pero
la palabra man-dato (manum datio), en su segunda parte: “dato”, es decir,
“dado”, indica que no es una exigencia sino un don. Es el dinamismo del
amor que, por sí mismo, tiende a expandirse. En otras palabras: si yo no soy
capaz de amar como Jesús es porque no he recibido su amor o lo he recibido
muy débilmente, con poca intensidad. El secreto para poder amar como
Jesús no está en esforzarse o en recibir terapias psicológicas para mejorar el
temperamento o el carácter (aunque eso esté bien), sino en disponerme a
recibir su amor.
Y recibir el amor de Jesús es, en realidad, recibir el Espíritu Santo. El
Espíritu Santo es quien nos hace capaces de amar, en cualquier momento y a
cualquier persona, con el mismo amor con que Dios ama. A medida que va
avanzando el tiempo de pascua, debería crecer, en nosotros, en intensidad, el
deseo del Espíritu Santo, el hambre y la sed de Espíritu Santo. Él vendrá de
acuerdo a la medida de mi deseo. Él se da sin medida, la medida la ponemos
nosotros de acuerdo a nuestras disposiciones. Él no puede venir a nuestra
vida o venir más intensamente si le ponemos obstáculos, es decir, si no
renunciamos a actitudes de pecado contrarias a él. Déjate podar por el Padre.
Hazle hueco al Espíritu Santo. María te ayudará.
163

ASCENSIÓN DEL SEÑOR


(VII Domingo de Pascua)
Lecturas:
Hch 1,1-11. Lo vieron levantarse.
Sal 46. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Ef 1,17-23. Lo sentó a su derecha, en el cielo.
O bien: Ef 4,1-13. A la medida de Cristo en su plenitud.
Mt 28,16-20. Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.

ASCENDIDO A SEÑOR PARA ESTAR MÁS CERCANO


Celebramos este domingo, séptimo de pascua, la solemnidad de la Ascensión
del Señor. La ascensión de Jesús al cielo es un evento integrante de su
misterio pascual, junto con su pasión y muerte, su resurrección y el envío del
Espíritu Santo. Podemos contemplar el significado de esta fiesta en un doble
sentido, respondiendo a las preguntas: ¿qué ha supuesto para Jesús su
ascensión al cielo? y ¿qué supone hoy para nosotros?, ¿tiene algo que ver
con nuestra propia vida de discípulos suyos? Pero antes…
Revisemos el tiempo de Pascua
Antes de pasar a responder a esas preguntas, puede ser conveniente echar,
por unos momentos, la mirada hacia atrás y evaluar la propia vivencia
personal de este tiempo litúrgico que, dentro de una semana, concluiremos.
Lo vamos a hacer a la luz de algunos datos que la primera lectura de hoy nos
proporciona respecto a los cuarenta días que Jesús pasó con sus discípulos
después de resucitar. Concretamente, nos fijaremos en estos: les dio pruebas
de que estaba vivo, les siguió instruyendo y les habló del Reino de Dios.
Dice el texto de los Hechos de los apóstoles que, a lo largo de esos cuarenta
días, Jesús se les presentó y les dio “numerosas pruebas de que estaba
vivo”. ¿Qué pruebas has recibido tú, durante este tiempo de pascua, de que
Jesús está vivo? ¿Has experimentado su presencia? ¿Lo has “visto”? ¿Lo has
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reconocido mejor en cada uno de los modos (Eucaristía, sacramentos,


palabra, comunidad, pastores, pobres, acontecimientos) como ahora se hace
presente? Una de las señales o efectos significativos de haber visto al Señor
es la alegría (“los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”): ¿cómo
estás de alegría?, ¿ha crecido en ti el gozo espiritual esta pascua?
A lo largo de esos cuarenta días, Jesús fue dando instrucciones a sus
discípulos y les habló del reino de Dios. También a nosotros nos ha hablado
el Señor. La palabra de Dios que hemos podido escuchar durante estas
semanas, al menos los domingos, tanto a través del Libro de los Hechos
como en la lectura del Evangelio de san Juan, son instrucciones de Jesús
para nosotros hoy, enseñanzas acerca del reino de Dios. ¿Qué te ha llamado
más la atención de esa palabra? ¿Qué mensajes del Señor han tocado tu
corazón? ¿Qué te ha dicho el Señor a lo largo de estos cuarenta días? Desde
luego, la celebración un año más de la Pascua no puede dejar a nadie
indiferente; si así te ha sucedido, deberías cuestionarte seriamente tu fe.
El Señor Jesús ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios
¿Qué ha supuesto para Jesús su ascensión al cielo? En el lenguaje corriente,
en el ámbito profesional o laboral, “ascender” significa subir de categoría y,
consecuentemente, tener más autoridad, prestigio, beneficios económicos y
poder. Para Jesús, que se anonadó y se humilló como nadie, la ascensión ha
supuesto un “ascenso” existencial: alcanzar la máxima categoría, gloria y
honor, autoridad y poder, a la que un ser humano puede llegar; san Pablo lo
expresó magníficamente en Fil 2, 9-11: “Por lo cual [por haberse rebajado]
Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que
al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los
abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de
Dios Padre”. Evidentemente, esta exaltación de Jesús no hemos de
entenderla en perspectiva de gloria terrena, poder y bienes humanos, sino
divina.
Jesús, en su humanidad glorificada, reina con el Padre para siempre. Es
Señor y juez. Él es, con palabras del salmo responsorial, “sublime y terrible,
emperador de toda la tierra”. Su señorío se extiende en el tiempo y en el
espacio: señor de todo el universo y de toda la historia. El Padre lo ha puesto
“por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación y por encima
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de todo nombre. Y todo lo puso bajo sus pies”. Vencedor del pecado, del
demonio y de la muerte, mediador entre Dios y los hombres. ¡Pueblos todos,
aplaudan, aclamen al Señor con gritos de júbilo! ¡Toquen para Dios, toquen,
toquen para nuestro Rey, toquen¡ ¡Jesús es el Rey del mundo!
¿Qué supone hoy para nosotros la ascensión? Jesús “no se ha ido para
desentenderse de este mundo” (prefacio 1), “fue elevado al cielo para
hacernos compartir su divinidad” (prefacio 2), “no, yo no dejo la tierra, no,
yo no olvido a los hombres” (Himno litúrgico). “Yo estaré con ustedes todos
los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Se ha ido para estar más
cercano. Se ha ido para que podamos compartir su victoria y su gloria. La
ascensión del Señor ha de confirmarnos en el espíritu de vencedores. Es
posible vivir, ya en este mundo, como “señores”, es decir, dueños de
nosotros mismos y libres del mundo, en la medida que Jesús vive en
nosotros. En la medida en que es el Señor de nuestra propia vida.
Aguarden la promesa de mi Padre: serán bautizados con Espíritu Santo
Ante el desconcierto o ensimismamiento con que los apóstoles se quedan,
mirando al cielo, una vez que Jesús ha ascendido, “dos hombres vestido de
blanco, les dijeron: “galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?”.
¿Qué puede significar hoy para nosotros este reproche? ¿Cuál es ese “cielo”
al que hay que dejar de mirar? Recuerdo, en mis años de seminario, un canto
que decía: “hoy no se puede estar mirando al cielo” y que el rector censuró.
¿Es que hay que dejar de mirar al cielo? San Pablo nos exhortaba, el mismo
día de Pascua a aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra. ¿Cuál es,
entonces, ese “cielo” al que conviene no mirar? Podemos pensar que se
refiere a cualquier espejismo espiritual que nos fija, detiene y paraliza en la
vida cristiana.
Puede significar el pasado o el futuro. El pasado hacia el que algunos miran
como tiempos mejores que hay que recuperar (liturgia tridentina, por
ejemplo). O un futuro utópico (la “comunidad” o iglesia ideal) con el que
otros llevan soñando décadas, mientras siguen anclados en métodos
pastorales o movimientos, que nada han movido, excepto las nalgas en
abundantes e interminables reuniones. Ese “cielo” al que hay que dejar de
mirar, una vez que Jesús ha ascendido al cielo, es el autoengaño espiritual
y pastoral que nos detiene, inhibe, estanca y paraliza.
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Porque Jesús no nos quiere detenidos. Jesús nos recuerda de nuevo hoy que
tenemos una misión: “vayan al mundo entero y proclamen el evangelio a
toda la creación”. Es verdad que, antes de iniciar esa misión, hay que
esperar: “aguarden que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les
he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días ustedes serán
bautizados con Espíritu Santo (…) Cuando el Espíritu Santo descienda sobre
ustedes, recibirán fuerza para ser mis testigos hasta los confines del mundo”.
Advierte el P. Cantalamessa que, antes de emprender cualquier cosa y de
lanzarse por los caminos del mundo, la Iglesia necesita recibir el Espíritu
Santo. No se puede predicar con éxito por las calles sin haber pasado
anteriormente por el cenáculo para ser revestido del poder de lo alto. Todas
las cosas de la Iglesia o toman fuerza y sentido del Espíritu Santo o
carecen de fuerza y de sentido cristiano (Cf María espejo de la Iglesia,
Edicep, Valencia 19984, 175-201).
Todo el tiempo de pascua es tiempo de espera del Espíritu Santo, pero
especialmente esta última semana. Una espera que -sabemos-, en los
apóstoles, no fue inactiva u ociosa. Lucas afirma, en el evangelio, que “se
volvieron a Jerusalén con gran alegría y estaban siempre en el templo
bendiciendo a Dios” (24, 53) y, en el Libro de los Hechos, que
“perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de
algunas mujeres y de María, la Madre de Jesús” (1, 14).
Sí hermanos, intensifiquemos estos días la oración, en unión con María y los
santos. Clamemos, desde lo más profundo de nuestro corazón: ¡Ven
Espíritu Santo! ¡Ven, Consolador buenísimo, don del Dios Altísimo,
fuente viva, fuego, amor y unción espiritual. Ven!
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DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Lecturas -Misa del día:
Hch 2,1-11. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar.
Sal 103. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3b-7.12-13. Hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para
formar un solo cuerpo. O bien Ga 5,16-25. El fruto del Espíritu.
Jn 20,19-23. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid
el Espíritu Santo. O bien Jn 15,26-27; 16, 12-15. El Espíritu de la verdad os
guiará hasta la verdad plena.

CONTEMPLACIÓN, EFUSIÓN Y MISIÓN


El tiempo pascual culmina en la celebración de la solemnidad de
Pentecostés. La Iglesia ha conservado el nombre de la fiesta que los judíos
celebraban el mismo día que Jesús envió, desde el Padre, el Espíritu Santo.
Pentecostés significa siete semanas, en referencia a la fecha de su
celebración judía, siete semanas después de la Pascua. En sus orígenes, fue
una fiesta del inicio de la cosecha de los cereales y, más adelante, integró el
recuerdo o renovación de la alianza del Sinaí, que habría tenido lugar
cincuenta días después de la salida del pueblo hebreo de Egipto. Para los
cristianos, Pentecostés es la fiesta de la venida del Espíritu Santo, el día en
que Dios Padre llevó a plenitud el misterio pascual de Jesucristo.
No obstante, los dos motivos judíos no son ajenos a nuestra actual
celebración: el primero en un sentido espiritual, en cuanto que el fruto o
cosecha principal de la muerte y resurrección de Jesús es la efusión del
Espíritu Santo y, el segundo, en cuanto que la nueva alianza consiste
precisamente en que Dios infunde en el corazón de los creyentes un Espíritu
nuevo y graba la ley divina no ya en letras de piedra sino en los corazones.
Bellamente lo expresó san Juan Crisóstomo, en un texto recogido por el Papa
Juan Pablo II en la encíclica Veritatis splendor 24: el día de Pentecostés los
Apóstoles «no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en
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sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones...,
convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado».
Como toda celebración litúrgica, Pentecostés no es hoy, para nosotros, un
simple recuerdo de lo sucedido en Jerusalén hace casi dos mil años, sino una
actualización eficaz. También hoy el Señor quiere realizar una nueva
efusión de su Espíritu sobre la Iglesia. La oración colecta lo expresa en
forma de petición: “no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles,
aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación
evangélica”. El Señor quiere realizar hoy aquellas mismas maravillas que
obró el día de Pentecostés. Si no sucede así, no será por culpa suya, sino
nuestra.
Contemplación
Contemplemos lo sucedido aquel día en Jerusalén. Imaginemos la escena.
Son las primeras horas de la mañana. Escuchemos el relato del Libro de los
Hechos: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un
mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de
viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les
aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron
sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se
pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse”.
Jesús les había dicho que no se alejaran de Jerusalén, sino que aguardaran a
que se cumpliera la promesa de su Padre de ser bautizados con Espíritu
Santo. La promesa se cumple y el bautismo con Espíritu Santo se realiza a
través de unos signos sensibles: el ruido como de ráfaga de viento y las
lenguas como de fuego, signos que expresan los efectos que la efusión del
Espíritu va a producir en ellos: como el viento impetuoso mueve y traslada
los objetos de un lugar a otro, así los discípulos que reciben el Espíritu van a
ser sacados de su encerramiento y puestos en medio de las calles y las
plazas de Jerusalén y, más adelante, del mundo entero; al igual que la lengua
sirve para hablar, así los bautizados con Espíritu Santo no van a poder
callar ya lo que han visto y oído y lo van a hacer con “fuego”, con
fogosidad, con fervor. El Espíritu Santo es energía impetuosa, imparable,
lengua incontenible que proclama las maravillas de Dios en cualquier
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idioma, fuego ardiente que purifica y enciende el corazón de los discípulos


en el amor y el deseo del testimonio.
Efusión
Recibamos también nosotros hoy una nueva efusión del Espíritu Santo. Para
esto celebramos Pentecostés. La efusión del Espíritu no se ha agotado.
Dios quiere darlo sin medida. Contemplamos lo que sucedió hace tiempo
para disponernos a ser ahora nosotros mismos los protagonistas de un
nuevo Pentecostés. Pero ¿qué puede significar para nosotros la efusión del
Espíritu Santo?, ¿no lo hemos recibido ya el día de nuestro bautismo y en la
confirmación?, ¿no hemos celebrado ya muchos años esta fiesta de
pentecostés sin que, al parecer, haya sucedido nada especial?
Probablemente el obstáculo principal, por nuestra parte, a la venida del
Espíritu Santo es la desconfianza, la duda, el escepticismo. Borremos el
influjo negativo de nuestras experiencias pasadas. Pidamos una fe firme en
una nueva efusión intensa del Espíritu. Tal vez también, en algunos, a la
desconfianza, se una la falta de convicción sobre la absoluta e imperiosa
necesidad del Espíritu. La afirmación de Jesús: “sin mí, no pueden hacer
nada”, la podemos entender también: “sin el Espíritu Santo, no pueden
hacer nada”. San Pablo nos recuerda que “nadie puede decir <Jesús es
Señor>, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1Cor 12, 3). Nadie puede
vivir bajo el señorío de Cristo si no es por la fuerza del Espíritu Santo. En la
secuencia, le decimos al mismo Espíritu: “mira el vacío del hombre si tú le
faltas por dentro, mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento”.
El Espíritu Santo quiere hacerse mucho más presente y activo en tu vida -y
en la de toda la Iglesia-, como Padre amoroso del pobre, como Don,
espléndido en sus dones, como luz y fuente del mayor consuelo, como
descanso, tregua, brisa y gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los
duelos. Él quiere regar generosamente la parte de tu tierra que apenas ha
producido fruto, sanar las heridas de tu corazón enfermo, lavar las manchas,
infundir calor al frío de tu mediocridad, domar en ti la rebeldía indómita y
ayudarte a reconocer y enderezar tus yerros. ¿Lo deseas? ¿Lo crees posible?
¿Se lo permitirás?
Misión
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Pentecostés es la fiesta del envío, la fiesta del apostolado. Envío eficiente y


apostolado fructuoso. El Libro de los Hechos narra que el mismo día de
Pentecostés se les unieron unos tres mil. Apostolado de todos los bautizados.
No podemos olvidar la exhortación del Papa Francisco a una nueva etapa
evangelizadora marcada por la alegría, llena de fervor y dinamismo (Cf EG
1. 17), siendo “evangelizadores con Espíritu”, es decir, “evangelizadores
que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo (…) El Espíritu Santo
infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia
(parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente”
(EG 259).
Pentecostés puede ser un día oportuno para evaluar nuestro espíritu
misionero y nuestros trabajos apostólicos, nuestras fortalezas y debilidades.
Ante la situación del mundo, de tus vecinos, que no conocen o se han alejado
del Señor y de la Iglesia, ¿qué sientes?, ¿rechazo?, ¿indiferencia? o ¿te urge
el amor de Cristo a evangelizar? El Espíritu primero mueve a orar, a
discernir qué se puede hacer, también a hacer penitencia y, por supuesto, a
evangelizar. ¡Es cuestión de caridad apostólica!
El espíritu misionero y apostólico brota del encuentro con Cristo (“Si no
sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en
oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos” EG 264) y del amor al
prójimo, la compasión y la caridad pastoral. Algunos dicen -observa el
Papa- que hoy es más difícil. Siempre ha habido y habrá dificultades. “No
digamos que hoy es más difícil; es distinto” (EG 263). El Espíritu Santo es
quien lo hace posible.
“Virgen y Madre María, Estrella de la nueva evangelización, tú que, movida
por el Espíritu, acogiste al Verbo de la vida en la profundidad de tu humilde
fe, ayúdanos para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la
tierra y ninguna periferia se prive de su luz” (EG 288).
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Tiempo ordinario (2ª Parte)


En la vida espiritual, cuanto más se corre menos se nota el cansancio. Más
aún, la paz, preludio del gozo eterno, nos inundará, seremos verdaderamente
dichosos y fuertes a medida que, esforzándonos constantemente, dejemos
vivir a Cristo en nosotros, despojándonos de nosotros mismos. Camina
siempre bajo la mirada del Buen Pastor, y evitarás pastizales envenenados.
Se constante, permanece en la nave en que te ha embarcado y, aunque
vengan tempestades, Jesús está contigo, y no perecerás. Hijos míos, Jesús sea
siempre el centro de nuestras aspiraciones, nos consuele en las tristezas, nos
sostenga con su gracia, ilumine nuestra mente e inflame nuestro corazón de
amor divino.
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SANTÍSIMA TRINIDAD
Lecturas:
Dt 4,32-34.39-40. El Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí
abajo en la tierra; no hay otro.
Sal 32. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Rm 8,14-17. Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
gritar: «¡Abba!» (Padre).
Mt 28,16-20. Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo.

CONTEMPLAR, PROFESAR Y ADORAR EL MISTERIO


Celebramos este domingo la fiesta -solemnidad- de la Santísima Trinidad.
Dios ha querido revelar a los hombres su admirable misterio: es un solo
Dios, un solo Señor, pero no una sola Persona, sino tres Personas distintas,
de única naturaleza e iguales en su dignidad (prefacio). Un misterio, más
para contemplar, profesar y adorar, que para explicar o reflexionar sobre
él. Ante el misterio del Dios Uno y Trino, la palabra más elocuente es el
silencio. Si, al llegar a aquí te sientes ya movido a contemplar y adorar,
detente, no sigas leyendo.
Al preparar esta reflexión semanal, a veces me encuentro con que apenas se
me ocurre nada que compartir, pero otras veces el problema es el contrario:
me vienen tantas ideas a la mente que no sé cuáles elegir ni cómo integrarlas
en una exposición más o menos coherente y sistemática. Hoy me encuentro
en esta segunda situación; espero poder hacer honor al refrán latino “non
multa sed multum” (no muchas cosas dispersas, sino mucho contenido).
Al leer y meditar la oración colecta de la Misa de hoy, me he dado cuenta
de que sólo con ella basta para la reflexión. La segunda parte de esta oración
dice así: “concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna
Trinidad y adorar su unidad todopoderosa”. Como ves, hay tres verbos:
profesar, conocer y adorar, estos tres verbos van a guiar nuestra
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meditación de hoy. Parecería más lógico cambiar el orden y empezar por


conocer, para después adorar y profesar, pero vamos a seguir el mismo orden
de la oración.
Profesar la fe verdadera
La fiesta de hoy, después de Pentecostés, es como un llamado a comunicar
al mundo, movidos por el Espíritu Santo, el secreto de Dios, su identidad
profunda, realidad sorprendente y luminosa que Él ha querido comunicar a
los hombres y que, sin embargo, millones y millones de persona desconocen.
He puesto dos adjetivos: sorprendente y luminosa; realidad sorprendente y
paradójica que muchos creyentes monoteístas se niegan a aceptar: Dios es
Uno y Trino. ¿Cómo puede ser Un solo Dios y, al mismo tiempo, Tres
Personas? No vamos a entrar en explicaciones del cómo, sólo reafirmar
nuestra fe en que es así. Él nos lo ha revelado.
He afirmado también que es una realidad luminosa. Infinitamente luminosa
en sí misma y luminosa para nosotros. Tan luminosa que, al querer
comprenderla, quedamos deslumbrados, encandilados y cegados por su
intensidad. El final de un himno de la Liturgia de las Horas recoge, en
alabanza, esta aparente contradicción: “gloria al Padre y al Hijo, gloria al
Espíritu, al que es paz, luz y vida, al Uno y Trino, gloria a su nombre y al
misterio divino que nos lo esconde”. Luminosa para nosotros, porque no
podemos entender nuestra propia y más auténtica identidad sino desde la
Trinidad. Creados a imagen y semejanza de la Trinidad, sólo desde el
misterio de Dios Uno y Trino vislumbramos nuestra vocación al amor, a la
comunión interpersonal, a la inhabitación divina y a la divinización, a la
filiación adoptiva, a la amistad y al seguimiento.
Hoy no se trata tanto -aunque también-, como en los primeros siglos de la
Iglesia, de defender el dogma de la unidad-unicidad de Dios y su Trinidad de
personas frente a grupos sectarios o frente a teólogos que, por acentuar
demasiado un aspecto terminaban por negar o distorsionar el otro, sino de
vivir sin complejos y testimoniar, con palabras y hechos, la verdad de
Dios. Profesar la fe en un solo Dios, mediante una vida que ha renunciado
totalmente a los ídolos que hoy imperan: el dinero, el placer y el poder.
Proclamar al Padre, viviendo la filiación en una actitud de abandono en su
providencia y de confianza. Anunciar al Hijo, en un seguimiento alegre y
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valiente; mostrar al Espíritu Santo mediante la pasión por una vida santa y
misericordiosa.
Conocer la gloria de la eterna Trinidad
Dios ha querido revelar a los hombres su admirable misterio
progresivamente y progresivamente lo va dando a conocer a cada uno. Un
bello texto de san Gregorio Nacianceno, recogido en el Catecismo (684) lo
expone así: “El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y
más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace
entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de
ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En
efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del
Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no
era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si
empleamos una expresión un poco atrevida... Así por avances y progresos
“de gloria en gloria”, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores
cada vez más espléndidos” (Discursos Teológicos 5, 26).
El conocimiento de la Trinidad es también, para cada uno, progresivo; no se
trata de un conocimiento intelectual sino experiencial. La vida eterna, según
Jesús, consiste en conocer al Padre y al que Él ha enviado, Jesucristo (Cf Jn
17, 3). Aunque la historia espiritual de cada persona es diferente, única, lo
normal es empezar conociendo al Padre Todopoderoso, que en su
designio eterno nos ha amado y destinado a ser sus hijos, después a Jesús, el
Hijo, Palabra de verdad, que nos ha redimido y llamado a ser sus discípulos
y amigos y, en tercer lugar, al Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que
se ha dignado habitar en nosotros. El conocimiento de la Trinidad nos saca
de la esclavitud y del temor y nos permite vivir en la libertad y la confianza
de quien ha sido sumergido (bautizado) en el seno del Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
Adorar su unidad todopoderosa
Es lo esencial. Antes que proclamar hay que adorar. Incluso para conocer
hay que adorar. Los textos litúrgicos de hoy abundan en doxologías. Ya
desde la antífona de entrada: “bendito sea Dios Padre y su Hijo Unigénito y
el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”. Es verdad que
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adorar es más que alabar, bendecir y glorificar. “Adorar a Dios -dice el


Catecismo- es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y
Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. Adorar a
Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”,
que sólo existe por Dios” (2096-2097). Pero también “adorar a Dios es
alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el
Magnificat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su
nombre es santo” (2097).
El versículo del Aleluya canta: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
al Dios que es, que era y que vendrá” (Cf. Ap 1, 8). Y con el himno Te
Deum, aclamamos: “Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo: Padre
de inmensa majestad, Hijo único y verdadero, digno de adoración, Espíritu
Santo Defensor”. Hoy es un día oportuno para meditar y tomar como
alabanza personal repetitiva la bella doxología final de la plegaria
eucarística: “por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la
unidad (que es el ES) del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los
siglos de los siglos”.
Como en todo, quienes mejor han vivido y penetrado el misterio de la
Trinidad Santa son los santos. “Entiende [el alma] con grandísima verdad
ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios;
de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos
decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo” (Teresa de Jesús,
Moradas 7, 1, 6). “Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme
enteramente de mí misma para establecerme en ti, inmóvil y apacible como
si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni
hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu
morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en
adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora” (Beata Isabel de la
Trinidad).
¡Que María, en su Visitación, nos ayude a profesar, conocer y adorar!
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SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE


CRISTO (Corpus Christi)
Lecturas:
Ex 24,3-8. Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros.
Sal 115. Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.
Hb 9,11-15. La sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia.
Mc 14,12-16.22-26. Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre.

LA SANGRE DE CRISTO, ARMA INVENCIBLE


La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi) es
una fiesta para dar gracias a Dios por el sacramento de la Eucaristía,
especialmente por la Presencia real y permanente de Cristo, a quien
contemplamos y adoramos. Uno de los signos de renovación espiritual de
los últimos años es precisamente el descubrimiento de la dimensión sanadora
y evangelizadora de la adoración eucarística, habiéndose extendido
notablemente incluso la adoración perpetua. La verificación de su
autenticidad vendrá por un renovado espíritu evangelizador y la práctica de
la caridad como opción preferencial por los pobres y los últimos. Esperemos
que no se trate de una moda pasajera más, como tantas otras (he visto
capillas “de adoración”, en las que está el Santísimo expuesto todo el día,
pero apenas entra nadie a adorar) o la adoración eucarística quede reducida a
una devoción intimista y sentimental, más centrada en los que “adoran” (que
no cesan de cantar y hablar, imponen las manos o hacen oraciones de
sanación y liberación, cosas buenas, pero más propias para otro momento)
que en el Señor, el Adorado.
Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con ustedes
Antes de la renovación litúrgica conciliar, la fiesta de hoy se denominaba
“Santísimo Cuerpo de Cristo” y, aparte, había otra fiesta de “La Preciosísima
Sangre”; cuerpo y sangre de Cristo separados, llevando la sangre “la peor
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parte”, viniendo a ser –en palabras del P. Cantalamessa- “el <pariente


pobre> y como una especie de apéndice del cuerpo de Cristo”. ¿Por qué?
Varias son las razones históricas, una de ellas, la desaparición en la Iglesia
católica, durante siglos, de la comunión bajo las dos especies. Gracias a
Dios, el Concilio aprobó la vuelta a la primitiva práctica de la comunión
también con la sangre de Cristo. Pues bien, las lecturas bíblicas de este año -
ciclo B- destacan precisamente la Sangre de Cristo.
Jesús, en la última cena, no sólo dijo “tomen y coman, esto es mi cuerpo”,
sino también “tomen y beban, esta es mi sangre”. ¿Qué quiso significar el
Señor con esta doble entrega? Dogmáticamente sabemos que tanto el
cuerpo como la sangre contienen a Cristo entero y, en consecuencia, tanto si
comulgamos sólo con la especie de pan como si lo hacemos sólo con la
especie de vino, comulgamos a Cristo completo. Ahora bien, el cuerpo en la
Biblia indica a la persona completa en cuanto viva; la sangre, como sede de
la vida, se refiere a la muerte. Dar la sangre es dar la vida hasta morir.
Eso hizo el Señor.
La primera lectura de hoy recuerda la ratificación de la alianza antigua, en el
monte Sinaí; Moisés le leyó al pueblo el documento de la alianza (los diez
mandamientos) y el pueblo respondió: “haremos todo lo que manda el Señor
y le obedeceremos”; entonces Moisés lo roció con la sangre de los animales
que había ofrecido en sacrificio, diciendo: “esta es la sangre de la alianza
que hace el Señor con ustedes”. Aquella sangre era prefiguración profética
de la sangre de Cristo, “que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a
Dios como sacrificio sin mancha”, consiguiéndonos “la redención eterna”,
una sangre capaz de “purificar nuestra conciencia de las obras muertas”, es
decir, de nuestros pecados (Cf Heb 9, 11-15, 2ª lectura).
Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos
La nueva alianza ha sido ratificada, sellada, con la sangre de Cristo. La
Eucaristía es el sacramento de la nueva alianza, “memorial” de la alianza
sellada en la cruz. Adorar la sangre de Cristo y beberla en la comunión es,
por parte de cada fiel, hacer memoria de la alianza personal que Dios ha
establecido con él desde el día del bautismo. Si Cristo, en cada Eucaristía,
sigue entregando su vida por el perdón de nuestros pecados, al beber su
sangre expresamos nuestro deseo de entregarnos también a él.
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La sangre de Cristo se nos da “para el perdón de los pecados”. También


cuando comulgamos. Con frecuencia se olvida esta dimensión de la
comunión eucarística. “La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de
Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros”, y la
Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los
pecados”. Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al
mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:
<Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor. Si anunciamos
la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada
vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo
recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que
peco siempre, debo tener siempre un remedio (San Ambrosio)>” (Catecismo
1393). Evidentemente, no se refiere el Catecismo a pecados mortales.
Al comulgar, la sangre de Cristo realiza una especie de “diálisis espiritual”
que purifica nuestra vida o una “quimioterapia” que va destruyendo las
células cancerígenas del pecado, en este caso sin dañar las células sanas sino
vitalizándolas. El célebre himno eucarístico de santo Tomás de Aquino
Adoro te devote (Te adoro devotamente) ora así: “Piadoso Pelicano, Jesús
Señor, límpiame a mí, inmundo, con tu sangre; una de cuyas gotas puede
limpiar al mundo entero de todo pecado”.
Tomen y beban
“La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se
hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente
se manifiesta el signo del banquete eucarístico” (Ordenación general del
Misal romano, 281). Cuenta el P. Cantalamessa, en una de las predicaciones
a la Curia romana de la que me he servido en estas reflexiones, que, en cierta
ocasión, una mujer puso en sus manos un papelito en el que le cuestionaba
por qué los laicos no podían beber habitualmente del cáliz si Jesús afirmó
expresamente “tomen y beban todos de él”. Es éste un deseo legítimo al que
las instrucciones de la Santa Sede van dando cada vez más respuesta
positiva. Pero no puede convertirse tampoco en una reivindicación
contestataria o en otra moda más sin una conciencia profunda de fe de lo que
significa la sangre de Cristo.
180

La comunión bajo las dos especies fue una práctica habitual en toda la
Iglesia hasta el siglo XII; ciertas razones prácticas y de prudencia hicieron
que fuera decayendo, hasta que el año 1621 fue suprimida definitivamente.
Actualmente el Obispo diocesano puede permitir a cualquier párroco que la
administre cuantas veces le parezca oportuno, “con tal de que los fieles estén
bien instruidos y que esté ausente todo peligro de profanación del
Sacramento, o que el rito se torne más dificultoso por la multitud de
participantes, o por otra causa” (Ordenación del Misal, 283).
La sangre de Cristo es un arma invencible frente al demonio, afirma san
Juan Crisóstomo: “Si le muestras [al maligno] tu lengua tinta con la preciosa
sangre no podrá ni tenerse en pie: si le muestras tu boca enrojecida, él
volverá grupas a todo correr, como cualquier animalejo (…) Si ahora el
diablo ve, no ya la sangre de la figura [el cordero pascual, en Egipto]
asperjada en las puertas, sino la sangre de la verdad rociando la boca de los
fieles, puerta del templo portador de Cristo, ¿no va a detenerse con mucho
mayor motivo? Porque, si el ángel tuvo miedo al ver la figura [la sangre del
cordero], con mayor razón el diablo emprenderá la huida al ver la verdad”
[la sangre de Cristo] (Catequesis bautismales, VII, 12.15).
La sangre de Cristo santifica todo el cuerpo, enseña san Cirilo de Jerusalén:
“Después que has participado del cuerpo de Cristo, acércate también al cáliz
de la sangre; no extendiendo las manos, sino inclinado y en actitud de
adoración y veneración, di el amén y santifícate tomando también la sangre
de Cristo. Cuando aún tienes tus labios húmedos, acariciándolos
suavemente, santifica los ojos, y la frente y los otros sentidos. Luego,
mientras esperas la plegaria de bendición, da gracias a Dios que te consideró
digno de tan grandes misterios” (Catequesis 23, 22).
¡Gracias, Señor, por tu presencia en tu Cuerpo y tu Sangre eucarísticos!
181

DOMINGO XI DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Ez 17, 22-24: Ensalzo los árboles humildes
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
2Cor 5, 6-10: En destierro o en patria, nos esforzamos en agradar a Dios
Mc 4, 26-34: Era la semilla más pequeña, pero se hace más alta que las
demás hortalizas.

UNA GRATA Y GRATUITA DESPROPORCIÓN


Volvemos, en las celebraciones dominicales, al tiempo ordinario. En la
escucha del evangelio de san Marcos, que estamos realizando este año, nos
ubicamos de nuevo en Galilea. Jesús anuncia el Reino usando parábolas.
Hoy, lo compara con una semilla que, una vez sembrada, poco a poco, sin
que el sembrador sepa cómo, va creciendo; también lo compara con un grano
de mostaza, una semilla muy pequeña, que llegará a ser un gran arbusto.
Crecimiento y desproporción pueden ser las palabras que resuman la
enseñanza de estas dos parábolas. El Reino de Dios va creciendo sin que el
hombre sepa cómo, el Reino de Dios empieza como algo insignificante, pero
llega a ser algo grandioso. Así es el Reino en su conjunto y en cada persona.
Es bueno dar gracias al Señor
La respuesta del salmo nos invita a dar gracias. Sí, es bueno dar gracias al
Señor por haber sembrado su Reino en el mundo y en cada uno de nosotros.
Es bueno que, a lo largo del día de hoy, le des gracias por el crecimiento
espiritual que se ha operado en tu vida. Mira hacia atrás y ve repasando
tantas obras grandiosas que el Señor ha realizado en ti. Con el salmo,
deberás reconocer que esas obras y el crecimiento en tu vida cristiana se
deben, ante todo, a la fidelidad y a la misericordia de Dios. “Proclamar por la
mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad”.
182

La fidelidad de Dios nos ha permitido superar nuestras inconstancias y su


misericordia recuperar tantas gracias desaprovechadas. Así va
desarrollándose y creciendo el Reino en nosotros, merced a la fidelidad y a
la misericordia de Dios, y no podemos dejar de darle gracias. Mira hacia
atrás, examina tantos momentos en que Dios te dio una nueva oportunidad.
Recuerda cómo estaba tu vida antes de tu conversión y cómo Dios hizo
brotar en ti semillas de vida nueva. Recuerda y da gracias por tantos
momentos de perdón. Alaba y bendice la fidelidad y la misericordia de Dios
para contigo y las grandes obras que ha hecho en ti.
El justo crecerá
Las dos parábolas evangélicas de hoy hablan de desarrollo y crecimiento.
Desarrollo y crecimiento del Reino de Dios en nosotros. El crecimiento de la
semilla se produce sin que el hombre que sembró sepa cómo. El crecimiento
es gracia y muchas veces imperceptible a corto plazo. Pero, en nuestro
caso, desgraciadamente, podemos impedirlo o dificultarlo. Por eso, al mismo
tiempo que damos gracias, hemos de examinar en qué situación espiritual
nos encontramos actualmente: ¿en crecimiento?, ¿en retroceso?,
¿estancados, detenidos? (recuerda que, en la vida cristiana, no avanzar es
retroceder), ¿en crecimiento, pero demasiado lento?
En la vida humana natural se da un proceso de desarrollo y crecimiento y,
después, un proceso de deterioro hasta la muerte. El ser humano va
desarrollándose físicamente, pero llega un momento en que la salud corporal
empieza a decaer. Igual sucede con las demás capacidades. Un atleta va
superándose, consiguiendo nuevas marcas, pero llega un momento en que
alcanza su culmen y de ahí ya no pasa. Y lo mismo sucede en otras
actividades humanas (profesionales, artísticas). Sin embargo, en la vida
espiritual, hasta el momento de la muerte, no hay límites para el
crecimiento. “El justo crecerá como palmera. En la vejez -dice el salmo-
seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso”. ¿No es motivo para
alegrarse y alabar?
El crecimiento espiritual es gracia. “Es Dios mismo quien obra en ustedes
el querer y el obrar como bien le parece” (Fil 2, 13) afirma san Pablo. La
semilla germina y va creciendo sin que el labrador sepa cómo. Las semillas
del Reino de Dios sembradas en nosotros tienen fuerza por sí mismas para
183

desarrollarse; esto nos lleva a la esperanza, a la confianza y también a la


paciencia. ¿Qué esperanza tienes? ¿Qué confianza en que tu vida cristiana
puede crecer más y más hasta la santidad? “El que comenzó en ti esta obra
buena, él la llevará a término”.
Ahora bien, sin que podamos dar un juicio taxativo, porque el crecimiento
del Reino sucede en el interior de la persona y sólo Dios ve el interior de
cada uno e incluso porque no tenemos instrumentos precisos de medición
para esto, la impresión general es de que en muchos bautizados no se ven
signos de crecimiento o incluso se ven señales de deterioro y hasta de
rechazo. ¿Entonces, qué pasa? El crecimiento del Reino de Dios en nosotros
no es algo espontáneo, mecánico o mágico. Requiere nuestra colaboración.
Nosotros podemos obstaculizar e incluso detener el crecimiento. Cualquier
semilla va creciendo por sí sola, pero ese crecimiento puede verse impedido
por el frío, la falta de riego o la presencia de otras semillas dañinas, tal como
Jesús mismo indica en la parábola del sembrador.
¿Cómo impedimos el crecimiento del Reino? ¿Qué obstáculos podemos
poner? Son muy variados y los conoces. El principal, el pecado aceptado.
Hay también muchos apegos que nos enfrían espiritualmente y detienen o
dificultan el crecimiento. Un gran obstáculo es la falta de esperanza, no
confiar suficientemente en Dios y los medios sobrenaturales, pretendiendo
conseguir el crecimiento espiritual con nuestras fuerzas, medios y
actividades (a nuestro modo y no al de Dios); lo cual lleva también a la
impaciencia y, en vez de dejar que Dios vaya haciendo la obra, pretender
estirar la semilla (algo así como si el labrador pensara que echando el doble
de abono y agua la semilla crecerá más rápido, cuando lo que va a conseguir
es matarla). ¿Qué está impidiendo tu crecimiento espiritual? ¿Qué lo
dificulta y retrasa? ¿Cómo estás de esperanza?
San Pablo nos recuerda, en la segunda lectura de hoy, que “caminamos sin
ver, guiados por la fe”; se refiere a sin ver al Señor, pero la idea sirve a
nuestro propósito: también la vida cristiana es un camino en fe, porque la
semilla crece “de noche”, en oscuridad, sin ver claramente los resultados o
frutos que nos gustaría. El salmo, por tu parte, habla de que el justo crecerá
“plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios”. La
casa del Señor, sus atrios, son hoy la Iglesia. Es impensable el crecimiento
184

espiritual, al menos para una persona bautizada, fuera de los atrios del Señor,
al margen de la Iglesia, al margen de las celebraciones litúrgicas y de la
comunión y obediencia a los pastores.
Tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo
San Pablo nos advierte también que “todos tendremos que comparecer ante
el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho
en esta vida” y Jesús concluye la primera parábola con estas palabras:
“cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”,
una imagen también de juicio (Cf Joel 4, 12-13; Ap 14, 15. 18). Las semillas
del Reino están ahí haciendo fuerza para crecer y realizar en nosotros algo
grande. Habremos de dar cuentas, tanto si hemos dejado que se desarrollen
como si hemos obstaculizado su empuje.
La parábola del grano de mostaza muestra la fecunda y grata
desproporción que hay entre la semillita y el arbusto a que da lugar. Dios
quiere hacer en ti una obra desproporcionada humanamente hablando, es
decir, que apenas haya comparación entre lo que eras en los comienzos de tu
vida cristiana y lo que habrás llegado a ser al final. Por eso, echando mano
de otra parábola, no podrás presentarte tranquilo ante Dios con el talento que
recibiste, porque Él está constantemente intentando hacerlo producir.
El mundo de hoy muestra una gran contradicción: exige cada vez más
calidad y perfección en todo, pide a los niños y jóvenes una preparación cada
vez más amplia, pero no cree en la capacidad de un nivel moral ni siquiera
razonable ni espera apenas nada de Dios. Nosotros sabemos, con María, que
el Poderoso ha hecho ya obras grandes en nosotros y las seguirá haciendo
aún mayores. Mantengamos firme esa esperanza.
185

DOMINGO XII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Jb 38,1.8-11. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas.
Sal 106. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.
2Co 5,14-17. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Mc 4,35-40. ¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!

ESCUCHAR AL SEÑOR EN LA TORMENTA


Uno de los fenómenos naturales, relativamente frecuentes, que más
imponen, son las tormentas, sobre todo si hay que soportarlas en
descampado o, todavía peor, en el mar. Hay otros fenómenos mucho más
espectaculares y trágicos, como los terremotos fuertes, los tsunamis o las
erupciones volcánicas, pero son, gracias Dios menos frecuentes. Aunque
también hay tormentas que ocasionan verdaderas catástrofes. Hoy el
evangelio nos trae el fuerte huracán que se desencadenó en el lago de
Genesaret y que llenó de miedo a los apóstoles y puso al descubierto la
debilidad de su fe. Una tormenta, un huracán, que podemos ver como
símbolo de las tormentas interiores que, con más o menos frecuencia,
todos padecemos.
El Señor habló a Job desde la tormenta
Job quiere que Dios le hable, que responda a sus preguntas, que lo declare
inocente…, pero Dios calla, se hace esperar. Cuando, por fin habla, lo hace,
como en las antiguas teofanías, desde la tormenta, mostrándose a la vez
temible y poderoso. Temible e imponente, pero al mismo tiempo tan
poderoso que es capaz de dominar la tormenta y ponerle límite. En la
tormenta, el hombre puede reconocer, por un lado, su propia impotencia y
debilidad y, por otro, la grandeza de Dios. También en las tormentas o crisis
personales.
186

En las “tormentas” existenciales habla Dios. Israel aprendió a escuchar la


voz de Dios en los acontecimientos naturales y en los acontecimientos
históricos. Porque Dios no habla sólo a través de los profetas. En nuestras
tormentas existenciales Dios nos habla. Y no resulta tan difícil reconocer lo
que quiere decirnos. Puede suceder que no nos interesa o que no queremos
escuchar o sencillamente no queremos aceptar su mensaje. Las tormentas
ponen al descubierto, no sólo las inconsistencias psicológicas, sino la
debilidad de nuestra fe y nuestras deficiencias morales y pecados.
Toda crisis es un momento de “revelación” personal. En ellas nos vemos
como realmente somos. Lo bueno y lo malo. Salen a flote aspectos de
nuestra vida que, en situaciones normales, se nos pasan desapercibidos,
procuramos ocultar o convencernos de que no existen. Las crisis nos ponen
de frente a nuestra verdadera realidad. Como cada persona es única, una
misma tormenta, una enfermedad por ejemplo, pone al descubierto
realidades muy distintas.
Por otra parte, raramente una tormenta existencial afecta sólo a una
persona. Aunque sea algo personal, individual, toca a otras personas
cercanas. Pueden ser crisis de matrimonio o de un grupo de trabajo. Lo que
importa sobre todo, desde el punto de vista de la fe, es descubrir qué me está
diciendo Dios sobre mí mismo y sobre Él. También importa, por supuesto,
cómo afrontarla bien. Pero la solución o el modo de enfrentar bien el
problema, depende, en gran medida, de haber escuchado y conceptualizado
la voz de Dios.
Vamos a la otra orilla
Este mandato de Jesús fue el origen de la pequeña odisea. Estas palabras
podemos entenderlas también hoy en un sentido figurado. Jesús siempre nos
está invitando a ir más allá, a superarnos, a no detenernos a mitad del
camino o de la travesía; y, necesariamente, si nos ponemos en camino o a
navegar, habrán de llegar pequeñas o grandes tormentas. También aquí,
pensando desde la fe, un modo de afrontar bien las crisis es mirar más allá,
mirar hacia la otra orilla. A veces no queda otra que remar y remar en la
dirección de la otra orilla. Lo que importa es no perder el “norte”. Aquello
de “en tiempo de tormenta, no hacer mudanza”.
187

Hay que aventurarse, hay que ponerse en camino, hay que echarse a la
mar…, si queremos llegar a la otra orilla. Los hay que pasan la vida en el
puerto, siempre indecisos, siempre temerosos de hacerse a la mar…, por
miedo a las posibles -y sin duda seguras- tormentas. Como contraposición a
esta actitud, me vienen a la mente algunas escenas de la vida de san
Francisco Javier, lleno de valor y decisión, dispuesto a emprender nuevas
travesías, a sabiendas de peligrosas, con tal de llevar el evangelio de Cristo a
la otra orilla. No tengas miedo a ir más allá, a soñar con la otra orilla. Es
posible alcanzarla, y no sólo a pesar de las tormentas, sino a través de ellas.
Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?
Claro que le importa. Más incluso que a ti mismo. El maestro no quiere que
nadie se hunda. El maestro no quiere tampoco que pierdas la esperanza. El
maestro no quiere que se hunda tu matrimonio ni que haga aguas tu vida
cristiana, ni que tu hijo caiga en la droga o la delincuencia. El maestro no
quiere que se hunda tu vocación ni menos tu vida religiosa o sacerdotal.
Pero, incluso si llegara a hundirse, puede sacarte del abismo. Hay quienes
esperaban que el Señor interviniera, que evitara el hundimiento, pero,
después que todo acabó, ya no esperan que pueda sacarlos del fondo. ¡No
pongas límites a Dios! La tormenta siempre tiene un límite, el hundimiento
siempre tiene un fondo, pero Dios no.
Dios es también señor del mar. A Job le responde que ha puesto un límite a
la impetuosidad del mar: “hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí se romperá
la arrogancia de tus olas”. El salmo responsorial recuerda una tormenta en la
que Dios levanta las olas y las apacigua: “él habló y levantó un viento
tormentoso, que alzaba las olas a lo alto (…) Pero gritaron al Señor en su
angustia y los arrancó de la tribulación: apaciguó la tormenta en suave brisa
y enmudecieron las olas del mar”. Los apóstoles despertaron a gritos a Jesús
y Él “se puso de pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!” Y
el viento cesó y vino una gran calma”.
Después de la tempestad viene la calma, solemos decir. Y así es. En
nuestra barca -la de Pedro- siempre va Jesús, su presencia nos garantiza que
nuestros gritos van a ser escuchados. Puede ser que tarde en reaccionar,
puede ser que se haga el dormido. Tal vez quiere que tomemos conciencia
de nuestra situación, de nuestra realidad, que no la enmascaremos, que
188

dejemos a un lado la autosuficiencia y reconozcamos nuestra impotencia y


debilidad. Él no va a hacer oídos sordos a nuestros gritos. Estate seguro. Tal
vez quiere permitir que las cosas se pongan un poco difíciles para mostrarte
su grandeza -su gloria- de modo más espectacular.
Aceptemos también el reproche del Señor: “¿Por qué son tan cobardes?
¿Aún no tienen fe?” Sí, Señor, perdónanos. Las tormentas, en vez de
envalentonarnos, nos acobardan. Nos hacen dudar de todo. Ponen en crisis
nuestra poca fe. Pensamos que el piso se hunde debajo de nuestros pies.
Pero, como a los apóstoles, queremos que tu reproche venga después de
haber realizado el milagro, después de haber calmado al viento y al mar.
Pero ¿quién es éste?
Los apóstoles estaban empezando a conocer a Jesús. Van de sorpresa en
sorpresa. Dicen los estudiosos que la pregunta “¿quién es éste?” recorre
todo el evangelio de san Marcos y que sólo al final da la respuesta adecuada
un extranjero, el centurión romano. A Jesús nunca acabaremos de conocerlo
del todo. Siempre nos sorprende, siempre podemos estar a la espera de
grandes sorpresas por su parte. A veces nos desconcierta. No podemos
encasillarlo, encerrarlo en unos esquemas mentales prefabricados. Esto no
significa que cualquier cosa sobre él sea válida, por supuesto. Ahora
sabemos bien quién es Jesús. Tal vez es su modo de actuar el que te
desconcierta. ¿Qué hacer entonces? Renunciar a los prejuicios y avivar la fe.
Vivamos de tal manera que quienes todavía no conocen a Jesús se hagan la
pregunta: “¿quién es ese Hombre que los lleva a ser y vivir así?, ¿será capaz
Jesucristo de poner paz en mi vida?” Antes de darles respuestas, nuestros
contemporáneos necesitan que nuestro modo de vivir suscite en ellos las
preguntas.
189

DOMINGO XIII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Sb 1,13-15; 2,23-24. La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo.
Sal 29. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
2Co 8,7.9.13-15. Vuestra abundancia remedia la falta que tienen los
hermanos pobres.
Mc 5,21-43. Contigo hablo, niña, levántate.

BASTA QUE TENGAS FE


El reproche de Jesús, el domingo pasado, a sus discípulos “¿aún no tienen
fe?” contrasta con las palabras de este domingo a una mujer recién sanada
“hija, tu fe te ha curado”. El poder de la fe queda patente en la indicación
que da al jefe de la sinagoga al recibir la noticia de la muerte de su hija: “no
temas, basta que tengas fe”. Tres palabras que deberían rondarnos en la
cabeza a lo largo del día de hoy: “¿aún no tienen fe?”, “tu fe te ha
curado”, “no temas, basta que tengas fe”.
Mi niña está en las últimas… Una mujer padecía flujos de sangre…
La enfermedad supone una situación de crisis en la vida de la persona. El
papa Francisco decía en una de sus catequesis: “En el ámbito de los lazos
familiares, la enfermedad de las personas que amamos es padecida con un
“plus” de sufrimiento y angustia. Es el amor el que nos hace sentir este
“plus”. Para un padre y una madre, muchas veces es más difícil de soportar
el dolor de un hijo, una hija, que el suyo propio”. Jairo acude a Jesús con
esos sentimientos. Jairo, nombre que significa “alegre”, se presenta triste y
angustiado a Jesús pidiéndole que vaya a imponer las manos a su hija “para
que se cure y viva”. Tiene fe en que Jesús puede curarla. También tiene fe la
mujer “hemorroisa”: piensa que con sólo tocar el manto de Jesús sanará. Y
así sucede.
190

“En los Evangelios, afirmaba el Papa, muchas páginas hablan de los


encuentros de Jesús con los enfermos y su compromiso por sanarlos. Se
presenta públicamente como un luchador contra la enfermedad y que ha
venido para sanar al hombre de todo mal. El mal del espíritu y el mal del
cuerpo”. Sin embargo, Jesús no sanó a todos los enfermos que había
entonces. La sanación de la enfermedad corporal era un signo de la llegada
del Reino de Dios y, al mismo tiempo, de la sanación espiritual que vino a
traer a todos. “Jesús envía a sus discípulos a hacer su misma obra y les da el
poder de curar, o sea, para acercarse a los enfermos y cuidarlos hasta el
final” (Papa Francisco). Por eso la Iglesia tiene una preocupación especial
por ellos, tiene hospitales y clínicas, y les ayuda con la visita, la oración y
los sacramentos.
Desde el punto de vista espiritual, todos estamos enfermos. Todos
necesitamos sanación. La mujer del evangelio padecía flujos de sangre,
perdía vida. El pecado nos va “desangrando”, va debilitando nuestra salud
espiritual. Aquella mujer se había gastado en los médicos toda su fortuna,
“pero, en vez de mejorar, se había puesto peor”. Hay “tratamientos” que
nos quitan el dinero y no remedian nuestra enfermedad existencial. La
gente busca en miles de “médicos” (el yoga, la nueva era (new age), el reiki,
técnicas de relajación, esoterismo, masajes, psicólogos…), se gastan el
dinero, pero no suelen encontrar la sanación que buscan. ¿Por qué? Porque
sólo se la puede dar Jesucristo. Él es el único Nombre en el que hay
salvación.
Incluso hoy Jesús sana físicamente, en algunas ocasiones de modo
extraordinario. Ten seguro que a todos quiere sanarnos espiritualmente.
Recuerda que hay incluso enfermedades corporales que tienen su origen en
problemas psicológicos o espirituales. Cuando Jesús realiza sanación interior
(de traumas, angustias, complejos, síndrome postaborto…) también la salud
corporal se ve beneficiada. Cuando Jesús perdona los pecados, da ante todo
salud espiritual, pero esta repercute en la salud física. Cuando una persona se
siente perdonada por Dios y se perdona a sí misma, recupera la paz y la
alegría e incluso mejora su salud.
En cierto modo y hasta cierto punto, la salud espiritual que recibimos de
Jesús depende de la intensidad de nuestra fe. Jesús es Médico
191

Todopoderoso, pero no actúa de manera mágica, sino que quiere, por ser
nosotros personas inteligentes y libres, que colaboremos con él a través de la
fe. No basta tocar el manto, hay que tocar con fe. La sanación es fruto de un
encuentro personal.
Tu hija se ha muerto, ¿para qué molestar más al maestro? “No temas,
basta que tengas fe”
¿Hasta dónde llega tu fe? ¿Crees que Jesús puede dar sanación, pero no llega
más allá? A veces damos la impresión de pensar así. Tenemos la certeza -por
ejemplo- de que la oración puede ayudar a una pareja a superar una crisis
matrimonial, pero una vez que se ha producido la ruptura, nos parece ya
imposible la reconciliación… Y así en tantas otras circunstancias. La escena
que sigue a continuación en el evangelio deja claro que Jesús puede devolver
la vida a los muertos, tanto corporales como espirituales. Como a Jairo, nos
dice: “no temas, basta que tengas fe”.
Jesús quiere dejar claro que “Dios no hizo la muerte ni se recrea en la
destrucción de los vivientes”, sino que “por envidia del diablo entró la
muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen”. El Reino que
Jesús trae incluye la vida eterna y la resurrección al final de los tiempos. La
vuelta a la vida de algunos muertos es la primicia, el signo profético, de la
suerte final de todos los que crean en él. Es también signo de la vitalidad
espiritual que quiere, ya aquí, para todos, porque Él ha venido para que todos
tengan vida y vida abundante.
También ha hablado el Papa Francisco del luto en la familia. “La muerte es
una experiencia que afecta a todas las familias, sin ninguna excepción. La
muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente. Para los padres,
sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador Toda la
familia queda como paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre el niño que
se queda solo, por la pérdida de un padre o de ambos (…) Pero la muerte
física tiene “cómplices” que son también peores que ella, y que se llaman
odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que
trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta”.
Cuando Jesús sanó a la hija de Jairo, su gesto iba mucho más allá de
devolver la vida a una adolescente y la alegría a unos padres desgarrados.
192

Estaba diciendo que él ha venido para que todos se levanten de la muerte


espiritual, el pecado, y tenga vida eterna.
Las palabras “talitha qumi” (contigo hablo niña, levántate), quiere seguir
pronunciándolas en todas aquellas situaciones de muerte espiritual. Ante
cualquier persona que vive en el pecado, Jesús desearía pronunciar esas
palabras revitalizadoras, tomarla de la mano y levantarla. Ante situaciones
personales de muerte, El Señor, a través de su iglesia, a través de sus
discípulos, quiere acercarse y convertir la muerte (la droga, la separación, el
adulterio, la apostasía…) en vida. Basta que tengamos fe. Evidentemente,
esta fe no es la del muerto, sino la de quienes se sientes prójimos a él, la de
quienes lo sienten cercano. La Iglesia tiene autoridad, poder, para decir a la
sociedad actual: “Contigo hablo, ¡levántate! ¡Párate! ¡Ponte en pie!” ¿Lo
crees?
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
El salmo responsorial rezuma alegría y acción de gracias por el cambio de
suerte. Si tu vida ya cambió, si ya has sido levantado, si ya has pasado de la
muerte a la vida, dale gracia hoy al Señor. Di con el salmo: “Señor, sacaste
mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa (…) Al
atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo (…) Cambiaste mi luto
en danzas, Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre”. Hoy es un buen
día, este domingo, para mirar hacia atrás, una vez más, y hacer memoria de
la obra del Señor en ti. Hoy es un buen día para recordar (volver a pasar por
el corazón) aquel o aquellos momentos en que el Señor te dijo “contigo
hablo, levántate” y efectivamente te levantaste y empezaste una vida nueva.
También es un buen día para interceder: “Escucha, Señor, y ten piedad de
mí; Señor, socórreme”, dice el salmo en primera persona. Tú puedes ponerlo
en tercera persona: “escucha, Señor, y ten piedad de… Señor socórrelo,
socórrela”. Tal vez escuches en tu interior: “no temas, basta que tengas fe,
anda tú en mi nombre, acércate a él, a ella, y pronuncia mis palabras…
Recuerda que también dije: ustedes harán las mismas obras que yo hago y
aún mayores”.
193

DOMINGO XIV DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Ez 2,2-5. Son pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.
Sal 122. Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.
2Co 12,7b-10. Presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la
fuerza de Cristo.
Mc 6,1-6. No desprecian a un profeta más que en su tierra.
TAMBIÉN HOY HAY PROFETAS DE DIOS EN EL MUNDO
El rechazo del evangelio y, en definitiva, de Jesucristo, no es algo de los
primeros tiempos del cristianismo. Se trata de una constante a lo largo de los
siglos, ya anunciada y vivida en propia carne por el mismo Jesús, si bien,
cada cierto tiempo, se manifiesta con mayor virulencia, en forma de
persecución abierta. Durante el siglo XX, asistimos al intento de la
aniquilación sistemática del cristianismo, especialmente el católico, en los
países de ideología comunista y, en estos primeros lustros del siglo XXI, la
persecución violenta viene, sobre todo, desde el islamismo fundamentalista.
Si pensamos en personas concretas, especialmente significativas, nos damos
cuenta que los profetas encuentran siempre rechazos, en cualquier lugar
del mundo, entre los de fuera y entre los suyos. Por poner algún ejemplo:
profeta cuestionado, descreditado y rechazado, por unos, fue Juan Pablo II y
profeta rechazado, por otros, es el Papa Francisco; profeta criticado por unos
y otros y, finalmente, asesinado, fue el recientemente beatificado Oscar A.
Romero. Así es y así tiene que ser. Lo contrario sería una señal de no
anunciar bien o no completo el evangelio de Jesucristo.
Yo te envío a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí
El profeta Ezequiel, que le tocó vivir y hablar de parte de Dios durante el
tiempo del destierro en Babilonia, escucha la voz del espíritu de Dios que le
194

dice: “hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se


ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente
día. También sus hijos son testarudos y obstinados”. Dicen que las
comparaciones son odiosas, pero al escuchar estas palabras se me pone
delante la actual generación, en tantos países tradicionalmente católicos o
cristianos, la mayoría de sus ciudadanos bautizados, como gentes que han
dado la espalda al Dios cristiano, a Jesucristo. No entro a analizar las
causas ni es el objetivo de esta reflexión, simplemente constato el hecho:
millones y millones de bautizados dan la impresión de ser gente rebelde,
testaruda y obstinada, a quienes les da igual la fe en la que fueron bautizados
y casi nada les importa una vida ética no digo ya cristiana sino mínimamente
racional.
Pues bien, a este pueblo nos envía el Señor. “A ellos te envío para que les
digas: <esto dice el Señor>. Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues
son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”. En
medio de este pueblo, hemos de sabernos y sentirnos enviados por Dios. En
medio de este pueblo vivimos, “como corderos en medio de lobos”. No se
trata de juzgar o condenar a nadie, sino únicamente de no ser ingenuos. Y
hemos de vivir como corderos, es decir, al estilo del Cordero que quita el
pecado del mundo. Pero no podemos estar mudos: nuestro estilo de vida ha
de ser el primer grito de denuncia y anuncio. Han de percatarse de que hay
profetas de Dios en medio de ellos. Profetas que siguen empeñados en hacer
presente, visible y audible, el amor y la misericordia de Dios, la verdad sobre
el hombre, su dignidad y su destino, la verdad sobre la familia y la vida, la
verdad sobre el uso de los bienes.
La fuerza se realiza en la debilidad
Tal vez, al leer esto, te asalten estas o parecidas preguntas: “pero ¿quién soy
yo para sentirme enviado por Dios?”, o “¿qué voy a decir a los demás si no
tengo capacidades, si tengo tantas debilidades?”, “¿no se burlarán de mí o
me dirán que no me meta en su vida?”… No te niego que se necesita
bastante valentía, mucha “cara”, incluso sentir el apoyo de otros. Escribo
este comentario el día de san Pedro y san Pablo. Estos dos hombres no eran
extraterrestres ni superhombres y dieron la cara como nadie por Cristo.
195

San Pablo habla, en la segunda lectura de hoy, de “una espina en la carne”


que le humillaba; la respuesta del Señor a la petición de Pablo de ser librado
de ella fue: “te basta mi gracia, la fuerza se realiza en la debilidad”. Antes
les había dicho el apóstol a los corintios: “en el hablar soy inculto, de
acuerdo”. No podemos pensar que san Pablo no tuviera cualidades,
intelectuales y espirituales, él mismo es consciente de ellas y no tiene
inconveniente en decirlas, pero concluye: “muy a gusto presumo de mis
debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Vivo contento en
medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones
y las dificultades sufridas por Cristo, porque cuando soy débil, entonces soy
fuerte”.
La fuerza del profeta está en su debilidad. En ser consciente de sus propias
debilidades y saberse cimentado en otro, en Otro. El profeta es fuerte
cuando se sabe débil, cuando no se apoya en sí mismo, cuando actúa con la
certeza de que todo su saber y cualidades humanas, aunque las ponga en
ejercicio, no sirven para nada. Dios se complace en actuar a través de las
debilidades de sus profetas. Cuando el profeta se siente débil, entonces Dios
se hace fuerte en él. Cuando el profeta es consciente de su ignorancia,
entonces Dios habla con sabiduría a través de él. Por eso, todos somos y
podemos ser profetas. Basta que vivamos contentos en medio de nuestras
debilidades, los insultos o persecuciones del mundo. Y entonces se
manifestará poderosamente en nosotros la fuerza de Dios.
Desconfiaban de él y Jesús se extrañó de su falta de fe
Todo lo que venimos diciendo hasta aquí se ve claramente en Jesús. Jesús es
el gran profeta discutido, rechazado, perseguido y asesinado. El trágico
final de su vida se adivina ya en el horizonte cuando es cuestionado por sus
paisanos en Nazaret. Las dudas y desconfianza de los nazarenos no vienen
de disputas doctrinales sino de la imagen que tienen de Jesús. Podemos decir
que su causa son los prejuicios. Los nazarenos parecen pensar algo así:
“aquí tiene que haber gato encerrado ¿cómo va a ser posible que este
hombre sea capaz de tales cosas?”. Razones irracionales. Prejuicios.
En mayor o menor medida, mucho del rechazo de nuestros contemporáneos
hacia la Iglesia e incluso hacia Jesucristo mismo, proviene de prejuicios,
causados por la ignorancia y por determinadas publicaciones, programas, y
196

medios de comunicación. Así lo atestiguan algunos conversos. Alejandro


Vega, un popular cómico y actor argentino que vive en España confiesa:
“Antes de convertirme era el tonto más grande, prejuicioso, tonto y
cerrado de mente. Aunque ningún cura me había hecho nada malo, yo
pensaba que los curas eran malísimos. El Vaticano era lo peor que había.
Cuando murió Juan Pablo II, yo odiaba al Vaticano. Hoy me pongo a llorar
cuando pienso que yo no quise a Juan Pablo II hasta hace muy poco. ¿Cómo
no pude querer a ese hombre? ¿Cómo pude hablar mal de toda esta gente, si
a mí no me hicieron ningún mal?” (http://www.religionenlibertad.com/yo-antes-odiaba-a-
los-curas-no-se-por-que-por-42001.htm).
Pero no echemos balones fuera. ¿No desconfiamos nosotros mismos, si no
de Jesús mismo, al menos de muchas de sus enseñanzas? ¿No desconfiamos
del poder de la oración? ¿No dudamos de la providencia de Dios? ¿No
dudamos de la posibilidad de vivir el evangelio? ¿No desconfiamos de la
Iglesia? ¿No dudamos si de verdad el Espíritu Santo la santifica y la guía? Y
nosotros ¿por qué? De los nazarenos afirma el evangelio que Jesús “se
extrañó de su falta de fe”. ¡Ahí está la causa de nuestras dudas,
vacilaciones y desconfianzas! Volvamos la vista atrás, a los domingos
pasados. Después del episodio de la tempestad calmada, Jesús exclamó
“¿aún no tienen fe?”. El domingo pasado: “tu fe te ha curado, vete en paz y
con salud”, “basta que tengas fe”. Y hoy se extraña de la falta de fe de sus
paisanos. ¿No tiene Jesús motivos para extrañarse de mi falta de fe, de mi
poca fe? ¿No tenemos nosotros motivos suficientes para pedirle que aumente
nuestra fe?
Jesús les decía a sus paisanos: “no desprecian a un profeta más que en su
tierra, entre sus parientes y en su casa”. Sin embargo, no por eso se
desanimó. No por eso dejó de seguir predicando. No por eso renunció a su
misión de ser el Profeta. Seamos nosotros también profetas de Dios, como
Ezequiel, como Pedro y Pablo, como Jesús. A pesar de nuestras debilidades.
Desde nuestras debilidades. En nuestras debilidades, porque precisamente
en ellas se manifestará la fuerza de Dios. En nuestra pobre palabra actuará
eficazmente la Palabra. ¡Nos hagan caso o no, sabrán que hay profetas de
Dios en el mundo!
197

DOMINGO XV DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Am 7,12-15. Ve y profetiza a mi pueblo.
Sal 84. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Ef 1,3-14. Nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo.
Mc 6,7-13. Los fue enviando.

MANUAL PARA PROFETAS Y MISIONEROS EN VIGOR


Dios sigue enviando profetas a su pueblo. Jesús, el profeta rechazado,
primero en Nazaret y, después, en Jerusalén, continúa hoy enviando profetas
al mundo. El día de la ascensión envió a los doce en misión por todo el
mundo; en el evangelio de hoy vemos cómo los manda a realizar un pequeño
ensayo de la misión. Una vez recibido el Espíritu Santo, dedicarán
totalmente e ella su vida. Encontramos también, en el evangelio de hoy, un
pequeño manual para los profetas y evangelizadores de todos los tiempos.
Hay profetas y profetas
Hay profetas “profesionales”, especie de funcionarios de la religión y del
poder constituido, casi inevitablemente complacientes y aduladores.
Dispuestos a ganarse así la vida. Hablando y actuando al compás de los
vientos de moda que soplan (progresistas o conservadores, autoritarios o
liberales). Desgraciadamente, encontramos “profetas” en quienes se cumple
el refrán popular -un tanto irreverente- sobre la señal de la cruz: piensan con
la frente cómo llenar el estómago sin arrimar el hombro izquierdo ni el
derecho. Saben complacer y contentar a todo el mundo… siempre “por
motivos pastorales” ¡No faltaría más!
Amós no era de estos. Amós era profeta por vocación. Se ganaba bien el
pan cuidando el rebaño y cultivando sus higueras. Dios lo llamó para
enviarlo a predicar al reino del norte: “ve y profetiza a mi pueblo, Israel”.
198

Allí denunció las injusticias tanto de la clase media-alta como de los


gobernantes e incluso los pecados del pueblo. Su palabra molestaba y el
sacerdote de Betel, al servicio del rey, le aconsejó que regresara a su tierra.
Pero Amós no estaba dispuesto a renunciar a su vocación. Él no era profeta
por tradición familiar ni por la necesidad de asegurarse un medio de
subsistencia.
Llamó Jesús a los doce y los envió
Jesús envía a los doce apóstoles, profetas que van a continuar después su
misión, a un ensayo de apostolado. Es interesante tomar nota de los rasgos
característicos de este envío. Primero, los manda “de dos en dos”, porque
la evangelización no es una tarea individual o sólo personal sino eclesial;
uno confirma la palabra del otro y no se predican a sí mismos, sino a Aquel
de quien han recibido el mensaje.
La fuerza o poder para esta misión no les vienen de sus cualidades,
estudios, habilidades o de recursos humanos materiales, sino del Señor que
les capacita para expulsar espíritus inmundos, es decir, liberar del pecado, y
sanar enfermos (la enfermedad, en la mentalidad de aquel tiempo,
relacionada con el pecado). Por eso, no han de llevar dinero ni víveres ni
ropa de repuesto. Al profeta le basta con la palabra, palabra viva y eficaz,
que tiene garantizada la autoridad de Jesús y la fuerza de Dios. No obstante,
aun siendo palabra poderosa, no tiene asegurada automática ni menos
mágicamente su eficacia: ha de ser aceptada libremente; no todos la van a
acoger. Habrá lugares donde nos los recibirán ni los escucharán.
Los doce fueron a esta misión. Predicaban el arrepentimiento, expulsaban
demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban. Como Jesús, que
había comenzado su ministerio público invitando a la fe y a la conversión,
también los doce predican el arrepentimiento, porque, sin él, no hay
posibilidad de ser liberados del pecado. Como Jesús, que realiza su misión
con palabras y signos: expulsiones de demonios y sanaciones de enfermos,
así van a cumplir la suya los doce. “Como el Padre me ha enviado, así los
envío yo”. La misión que hoy realizamos enviados por Jesús, en su nombre,
y siguiendo sus directrices, necesariamente ha de ser eficaz. Si la eficacia
no se da, habremos de preguntarnos qué estamos haciendo mal, antes de
discernir qué métodos concretos hay que emplear.
199

Profetas y evangelizadores de hoy


El manual de profetas y evangelizadores que nos dejó Jesús no está
“vencido” (caducado), sigue siendo válido. Juan Pablo II aclaró que, cuando
él habló de una nueva evangelización realizada con “nuevo ardor, nuevos
métodos y nuevas expresiones”, no se refería a un nuevo evangelio. Los
nuevos métodos y las nuevas expresiones dependen, básicamente, del nuevo
ardor y este nuevo ardor, en el fondo, es simplemente recuperar el poder y
el estilo de Jesús y de los apóstoles. Es decir, asumir plenamente el manual
que él nos dejó.
Los profetas y evangelizadores de hoy hemos de serlo por vocación. ¿Están
realmente por vocación todos esos “servidores” vitalicios (catequistas,
sacristanes, miembros de consejos parroquiales, encargados de tal o cual
pastoral…) que defienden con uñas y dientes su “conuco”, “chacra” o
parcela particular y que ni un párroco ni otro puede con ellos…? No digo
que estén para “llenar el estómago”, no, pero sí tal vez por sentirse bien,
mandar en algo, saberse importantes, tener un campo donde mostrar sus
habilidades, recibir admiración… Por vocación significa llamados y
enviados por la Iglesia, en comunión de fe y corazón, en actitud de siervo.
Los profetas y evangelizadores de hoy han de apoyarse también en el poder
de Dios. Teniendo bien claro que tal poder es para liberar a la gente del
pecado, para soltarla de los “espíritus inmundos” que la tienen dominada (la
ignorancia religiosa, el apego al dinero y bienes materiales, el sexo, el poder,
ideologías políticas, soberbia, pereza…) y para sanar a muchos enfermos
de alma y cuerpo. Y para ello, los profetas y evangelizadores de hoy, hemos
de predicar, sin miedo ni complejos, el arrepentimiento. Es éste un poder que
se recibe del Espíritu Santo.
Apoyarnos y confiar en el poder del Espíritu Santo, significa también, ir a la
misión ligeros de equipaje. ¿Qué pensar de esos ministros (ordenados o no)
que salen de la casa de formación con el objetivo prioritario de “buscar
recursos” para procurarse un “pequeño” patrimonio personal –y no
precisamente de libros de teología-, que consideran indispensable para
evangelizar (carro, proyector (video beam), laptop, iphone, chequera, etc.)?
Anunciadores y dispensadores de las bendiciones de Dios
200

Pablo, que también fue profeta rechazado y hubo de sufrir cárceles, azotes y
calamidades sin cuento, nos recuerda, en la segunda lectura de la Carta a los
Efesios (que escucharemos a lo largo de siete domingos), que la misión de
los profetas y evangelizadores de hoy es también ser dispensadores de las
bendiciones espirituales y celestiales con las que Dios quiere bendecir a todo
ser humano: la elección para la santidad y la filiación, la redención y el
perdón de los pecados, la revelación del misterio de su voluntad, la herencia
eterna, la unción y el sello de su Espíritu. Y todo para ser “una alabanza
continua de su gloria”.
En el fondo, la gran bendición de Dios es Jesús. Esa es la bendición, la
Palabra benéfica, que el Padre ha pronunciado sobre el mundo, la Palabra
que hay que anunciar. Todas las bendiciones particulares nos vienen por él
y en él. En Cristo, el Padre te ha elegido, antes de crear el mundo, para que
fueras santo, santa, e irreprochable en su presencia por amor. ¡Qué
maravilla! Por Cristo y en Cristo, el Padre te ha hecho su hijo, su hija,
favoreciéndote con su gracia de un modo espléndido y marcándote y
ungiéndote con el Espíritu Santo. ¡Qué gran dignidad la nuestra! Esto hay
que anunciarlo y transmitirlo.
Por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención y el perdón de los
pecados. Anunciar el arrepentimiento va de la mano del anuncio del
perdón. Por Cristo, Dios nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad,
una voluntad que ahora descubrimos concreta, personal, providente,
salvadora, llena de sabiduría. Y todo para ser un día herederos con Cristo,
herederos de su Reino y, desde ya y por toda la eternidad, alabanza de la
gloria de Dios.
201

DOMINGO XVI DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Jr 23,1-6. Reuniré el resto de mis ovejas y les pondré pastores.
Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Ef 2,13-18. Él es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa.
Mc 6,30-34. Andaban como ovejas sin pastor.
¡GENTE CARGADA Y CANSADA QUE NECESITA DESCANSO!
Regresaron los apóstoles, enviados por Jesús en misión, y le cuentan todo lo
que habían hecho y enseñado. Él los invita a ir a un lugar tranquilo a
descansar. Cuando lleguen allá, se encontrarán con una multitud que ya
esperaba a Jesús. A él se le conmueve el corazón y ha de ponerse a
enseñarles con calma. Hoy Jesús pastorea a su pueblo a través de los
pastores de su iglesia. La palabra de Dios de este domingo supone también
una denuncia de los malos pastores, que dispersan y dejan perecer a las
ovejas.
Vengan a un sitio tranquilo a descansar
Es la invitación que el Señor nos hace hoy a nosotros. Tal vez tu situación
espiritual y tus condiciones de vida te permiten poder dedicar, todos los días,
algún tiempo a estar a solas con Él. Al menos el día domingo podrás
disponer de tiempos prolongados para un encuentro más tranquilo con Él.
Pero vivimos inmersos en un mundo estresado y ansioso, sometidos a tantas
situaciones problemáticas, que necesitamos un suplemento de paz interior.
A veces, las actividades con que procuramos relajarnos y descansar (viajes,
diversiones…) nos dejan más cansados psicológica y espiritualmente. Te
será útil recordar aquella otra invitación del Señor: “vengan a mí los que
están cansados y agobiados y yo los aliviaré”.
202

En muchos países, estos meses de julio y agosto son tiempo de vacaciones.


Si fuera tu caso, ¿por qué no aprovecharlas para descansar en el Señor? ¿Por
qué no pasar unos días en un monasterio? ¿Por qué no buscar algún lugar
donde se realicen ejercicios espirituales o algún retiro? En todo caso, si
tienes más tiempo disponible, procúrate ratos más largos de oración,
lectura pausada de la Palabra de Dios o de un buen libro de lectura espiritual
o la escucha de grabaciones de enseñanzas y predicaciones.
En el mundo, a nuestro lado, hay tanta gente cargada, cansada y agobiada,
por miles y miles de problemas. A veces cansados por trabajos largos, duros
y pesados. A veces por los problemas de la vida. De todo tipo. Parece que
hay personas que, si no tienen problemas, se los buscan. En cualquier caso,
necesitan de alguien que les eche una mano. Lo más común es buscar
salidas o remedios que nada o muy poco solucionan, porque se quedan en lo
superficial, mientras que el cansancio es, no sólo interior, sino existencial.
Ese alguien que puede echarles una mano, en último término, es Alguien, el
Señor. Alguien con quien nosotros podemos y debemos colaborar, ayudando
así a llevar unos las cargas de los otros. Pero, ¿cómo seremos capaces de
transmitir descanso y paz si nosotros mismos estamos cansados, tristes,
agobiados y tal vez desanimados?
Jesús sintió compasión de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor
El Papa Francisco nos está recordando constantemente que, uno de los
grandes pecados de nuestro mundo, es “la globalización de la
indiferencia”. A Jesús ninguna situación humana le es indiferente. Jesús no
mira para otro lado ni se limita a balconear. Jesús no pasa de largo ante la
miseria humana como el sacerdote y el levita de la parábola del buen
samaritano. Jesús siente compasión. Se le conmueven las entrañas. En el
caso del presente domingo, “porque andaban como ovejas sin pastor”. Y un
rebaño de ovejas sin pastor se dispersa, se desune, cada una coge por su lado,
sin rumbo fijo.
La visión evangélica es tremendamente actual. ¡Cuánta desorientación!
¡Cuánto caminar sin rumbo fijo! ¡Cuántas ovejas sin pastor! ¡Y cuánto pastor
sin ovejas! ¡Cuántas ovejas siguiendo a pastores equivocados! ¡Siguiendo a
pastores que las llevan al sinsentido y a la ruina existencial! Hasta hace
algún tiempo, al hablar así, se pensaba en los jóvenes, pero hoy ya no se
203

trata solo de los jóvenes o de grupos de ideólogos, sino de la mayoría,


incluso de bautizados. Es verdad que no podemos quedarnos en
lamentaciones. Sin embargo, hemos de ser realistas y ver las cosas, la
situación de las personas, como son, como están, y desde la óptica de Jesús,
con la mirada de la fe.
La fachada de cierto progreso económico y cultural puede llevarnos a
engaño y minusvalorar los verdaderos males de fondo, en definitiva, el
pecado. Nuestra mirada no puede quedarse en lamentar los datos
sociológicos. Como Jesús, la primera reacción es dejarse afectar, que nos
duela, sentir compasión. Que nos duela aún más que ver a una madre
postrada con un cáncer terminal o a un hermano muerto (los males o
desgracias corporales o materiales normalmente nos afectan, pero los
espirituales pueden dejarnos indiferentes).
Y se puso a enseñarles con calma
Jesús se ve obligado a cambiar su plan previsto ante la nueva situación que
tiene ante los ojos. No se impacienta ni se siente contrariado. Sabe ver la
providencia y la voluntad de su Padre también en estas circunstancias.
Renuncia al descanso tranquilo junto a los apóstoles ante la urgencia y la
oportunidad de anunciar la buena nueva a aquellas gentes desorientadas,
pero con deseos de escuchar al Maestro. Tal vez alguno piense o diga: “¡Eso
quisiera yo, poder enseñar con calma, pero a nadie le interesa!”. No
reduzcamos el oficio de enseñar a instruir, en nuestro caso a predicar. Toma
el verbo enseñar como sinónimo de mostrar, de testimoniar. Traduce la
acción de Jesús como evangelizar: se puso a evangelizarlos con calma.
Creo que la decisión de Jesús en aquella ocasión nos deja algunas
sugerencias: no aferrarnos a nuestros planes y proyectos incluso pastorales,
saber aprovechar las oportunidades, estar dispuestos a renunciar a algunos
descansos personales para dedicarlos a la evangelización. Cuando lo que
importa no son mis proyectos sino la persona que tengo delante, que es como
decir cuando la caridad apostólica o pastoral está por encima de todo, se sabe
renunciar a uno mismo y al propio descanso, se sabe aprovechar tantas
oportunidades para entablar una conversación, para dar testimonio de la
propia fe, incluso para anunciar el kerigma. Hay que estar alerta para no
dejar pasar una oportunidad cierta, aunque inesperada, por otra planificada,
204

todavía insegura. Aquí viene bien aplica el refrán: “más vale pájaro en mano
que ciento volando”.
¡Ay de los pastores que dispersan y dejan perecer a las ovejas!
Hemos dejado para el final el rapapolvo. En la primera lectura de hoy
escuchamos parte de la reprimenda de Dios a los guías de Israel. Les va a
tomar cuentas de la maldad de sus acciones. Han dejado perecer a las ovejas.
En contraste, Jeremías anuncia un futuro vástago de David, un pastor que
pastoreará a su pueblo con prudencia y justicia. Ya sabemos quién es este
buen pastor que guía a los suyos por sendero justo, que los conduce hacia
fuentes tranquilas y repara sus fuerzas.
En estos pastores reprendidos, incluyámonos todos aquellos que tenemos
alguna responsabilidad sobre otras personas: sacerdotes, padres y madres de
familia, educadores, catequistas, gobernantes. Se nos exhorta a reconocer lo
que no estamos haciendo bien. Si en otros tiempos se pecaba de
autoritarismo, hoy pecamos de permisivismo y dejación de nuestra misión.
Apelamos a la libertad, a que hoy no hay que hacer “proselitismo”, pero en
muchos casos, en realidad, es comodidad, pereza, poco interés y, en último
término, poco amor cristiano, poca caridad pastoral, poco espíritu apostólico.
Nuestro malo o deficiente pastoreo se vuelve contra nosotros mismos:
hemos perdido autoridad moral, credibilidad y eficacia. ¿Qué hacer? Los
pastores también hemos de dejarnos pastorear. Tal vez sea esto lo primero.
Necesitamos que se nos peguen algo más -o mucho- las actitudes del buen
pastor, sobre todo la compasión y el amor.
Tal vez necesitamos, sí, enseñar más, pero hablando menos. Más gestos de
misericordia y menos declaraciones. Más palabras y gestos personales de
compasión y apoyo, incluso de corrección, y menos homilías eruditas y
aburridas.
205

DOMINGO XVII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
2R 4,42-44. Comerán y sobrará.
Sal 144. Abres tú la mano, Señor, y nos sacias.
Ef 4,1-6. Un solo cuerpo, un Señor, una fe, un bautismo.
Jn 6,1-15. Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron.
TOMAR, BENDECIR, REPARTIR EL PAN… Y SALIR HUYENDO
Veíamos el otro domingo a Jesús rodeado de una multitud por la que sentía
compasión, ya que andaban como ovejas sin pastor, y a la que se puso a
enseñarle muchas cosas. Una multitud que le sigue por motivaciones
diversas, algunas no del todo buenas o, al menos, superficiales, interesadas y
-diríamos hoy- poco sobrenaturales. Jesús lo sabe, pero no por eso deja de
atender a toda esa gente que lo busca; incluso va a realizar para ellos uno de
sus signos más impresionantes: el conocido milagro de la multiplicación de
los panes y los pescados.
(Durante cinco domingos dejamos el evangelio de san Marcos y vamos a
escuchar varios fragmentos del capítulo 6 del evangelio de san Juan. Este
capítulo comienza en la montaña, donde Jesús va a dar de comer a la
multitud, después tiene lugar la travesía del lago hacia Cafarnaúm, y sigue el
discurso en la sinagoga de dicha ciudad, el llamado Discurso del Pan de
Vida, para concluir con el rechazo, la retirada de muchos de sus discípulos y
la pregunta a los apóstoles si también ellos quieren marcharse, a la que
responderá Pedro con una confesión de fe. Ante estos textos que nos
presenta la liturgia de la Iglesia no podemos permanecer neutrales. También
nosotros habremos de sentirnos implicados y tomar posición respecto a
Jesús y su mensaje).
Dáselos a la gente para que coman. Comerán y sobrará
206

El relato de la multiplicación de los panes y pescados va introducido, en la


primera lectura, por un acontecimiento semejante en tiempos del profeta
Eliseo. El profeta le manda a su criado repartir veinte panecillos (arepas) de
cebada entre cien personas, con la certeza, basada en la palabra del Señor, de
que “comerán y sobrará”, como efectivamente sucedió. El signo de Jesús
será mucho más grandioso: comerán no cien, sino una multitud de la que
sólo los hombres eran cinco mil, y la gente reconocerá en Él al Profeta que
tenía que venir al mundo. Otro signo parecido había sucedido en tiempos del
profeta Elías, cuando la artesa de harina y la orza de aceite de una viuda de
la ciudad de Sarepta no se vaciaron durante los años que duró la hambruna
en aquella región (Cf 1Re 17, 7-16).
En tiempos más cercanos a nosotros, también han sucedido cosas
semejantes. Escuchemos el relato de una. “Muy probablemente durante el
curso de 1829, la provisión de trigo quedó reducida a cuatro puñados
esparcidos sobre el pavimento. El Rdo. Vianney pensó en reintegrar a sus
hogares una parte de las huérfanas. No pudiendo esperar nada de los
hombres, el Cura de Ars quiso hacer una prueba suprema: por intercesión de
aquel Santo que de un modo tan palpable le había sacado de apuros durante
sus estudios, pidió un verdadero milagro. Reunió en un solo montón en
medio del granero todo el trigo disperso por el suelo, y ocultó en él una
reliquia de San Francisco de Regis, el taumaturgo de la Louvex, y después
de haber recomendado a las huerfanitas que se uniesen a él para pedir a Dios
«el pan de cada día», se puso en oración, y ya tranquilizado, esperó. «Vete al
granero a preparar el trigo que nos queda» -dijo a Juana-María Chanay-.
Juana-María era la panadera de la Providencia, y quizás acababa de
recordarle que el desván estaba vacío. -¡Agradable sorpresa! La puerta
apenas se entreabre, y de la estrecha rendija sale un chorro de trigo. Juana-
María desciende al piso del señor Cura. «Pero, ¿es que ha querido usted
probar mi obediencia? -le dice-. El granero está lleno. -¿Cómo? ¿Está lleno?
-Sí, rebosa; venga y verá.» Subieron ambos y echaron de ver que el color de
aquel trigo era diferente del que tenía el otro. Nunca el granero había estado
tan lleno” (F. Trochu, El Cura de Ars, Palabra, Madrid 19969, 256-257).
El Señor quiere seguir multiplicando la generosidad de quienes están
dispuestos a poner en sus manos, es decir, en las manos de los pobres, la
207

propia pobreza. Cualquier donación sacrificada y sincera de bienes


materiales, de tiempo, de perdón, de solidaridad…, hecha con fe, Dios la
multiplica de un modo maravilloso, aunque también misterioso.
Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió
La multiplicación de los panes por parte de Jesús es un signo del Reino y,
por tanto, su significado va más allá del mero gesto de compadecerse del
hambre que pudiera tener aquella gente. Iremos viéndolo a lo largo de los
próximos domingos. El Reino de Dios, efectivamente, es un reino de justicia,
de fraternidad y de paz, donde nadie debiera pasar necesidad, donde las
desigualdades injustas y la inequidad vayan desapareciendo. Y en la
extensión de ese Reino los creyentes tenemos una tarea y una gran
responsabilidad. Pero Jesús irá llevando a sus oyentes a desear un alimento
superior a los bienes materiales, un alimento que da vida eterna, el Pan que
Dios da al mundo y que es su propio Hijo.
Tres acciones realiza Jesús: tomar, bendecir y repartir los panes. El Papa
Francisco en uno de sus viajes a América, en Santa Cruz de la Sierra
(Bolivia), comentó este episodio -si bien no la versión de san Juan- y la
primera conclusión que sacó para la vida de hoy es un llamado a rechazar la
exclusión y el descarte. “Jesús, por medio de estas tres acciones logra
transformar una lógica del descarte, en una lógica de comunión, en una
lógica de comunidad”. Las acciones que Jesús realiza sobre el pan, las ve el
Papa realizadas hoy sobre la gente: toma a las personas, las considera, las
valora, pues para él todos son dignos, las toma en su situación concreta, tal
como están y en su totalidad. Sabe que esas personas son un don de Dios y
por ellas bendice al Padre y pide al Padre el don del Espíritu Santo para que
las transforme.
Y el Señor toma y bendice para entregar. “La bendición –afirma
Francisco- siempre es misión, tiene un destino, compartir, el compartir lo
que se ha recibido, ya que sólo en la entrega, en el compartir es cuando las
personas encontramos la fuente de la alegría y la experiencia de salvación”.
Cada uno de nosotros puede verse a sí mismo como un pan tomado,
bendecido y entregado. Tomado por y en las manos del Señor, bendecido
por su Espíritu, para ser, al igual que la Eucaristía, “pan partido para la vida
del mundo”. Pero el Señor no nos toma sin nuestro consentimiento; es
208

necesario que cada uno tome su propia vida y, libremente, la ponga en las
manos de Dios, dispuesto a que Él haga lo que quiera, sabiendo que no va a
hacer otra cosa que bendecirle, es decir, transformar su vida, para que, a su
vez, sea bendición para los demás.
El presbítero, en la celebración de la Eucaristía, realiza los mismos gestos
de Jesús: toma el pan, da gracias y entrega, pero no entrega pan, sino pan
transformado, transubstanciado, por el Espíritu Santo en Cuerpo de Cristo.
Una acción cuya finalidad, en último término, es que, quienes vamos a
comulgarlo, seamos tomados por Él, bendecidos, es decir, transformados, y
entregados. Sólo así nuestra pobreza personal se convertirá en riqueza
espiritual y material para el prójimo y la Iglesia entera.
Sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, huyó a la
montaña él solo
Los líderes políticos -y otros líderes, también entre los religiosos- se pelean
por conseguir el poder y, una vez conseguido, por mantener el apoyo social.
Les gustan los baños de multitudes. Con frecuencia apelan a los votos
obtenidos cuando es cuestionada su gestión; antes decían “vox populi, vox
Dei” (la voz del pueblo es la voz de Dios), ahora ya no, porque la voz de
Dios cuenta para ellos menos que la del limpiacristales de la esquina.
Todo lo contrario que Jesús. Jesús huye de toda aclamación popular.
Jesús busca únicamente hacer la voluntad de su Padre, no dejarse llevar por
las expectativas sociales. A veces –parece querer decirnos- la mejor
respuesta a las pretensiones equivocadas no es la discusión ni el consenso
sino la huida. Pero no deja de hacer lo que tiene que hacer aun a riesgo de
ser malinterpretado.
209

DOMINGO XVIII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Ex 16,2-4.12-15. Yo haré llover pan del cielo.
Sal 77. El Señor les dio un trigo celeste.
Ef 4, 17.20-24. Vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de
Dios.
Jn 6,24-35. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no
pasará sed.

ATRAIDOS POR UN PAN QUE SE COME CREYENDO


Tras la multiplicación de los panes y los peces, Jesús se retira solo a la
montaña y urge a sus discípulos a que emprendan la travesía hacia
Cafaranúm. Él los va a alcanzar, durante la noche, caminando sobre el agua.
Una vez llegados a la ciudad, la gente extrañada le pregunta: “Maestro,
¿cuándo has venido aquí?”, pregunta a la que Jesús no responde sino que
aprovecha para a reprocharles que le buscan no porque han visto signos,
sino porque se han saciado de pan.
En tiempos pasados, cuando las cosechas y, en consecuencia, la alimentación
para el año, estaban a merced de los fenómenos atmosféricos, la gente acudía
a las rogativas para pedir a Dios la lluvia o alejar las plagas y las tormentas;
hoy la mayoría ya no cree en eso; Jesús ya no ha de reprocharnos que
acudamos a él para saciarnos, hoy tiene motivos mucho más graves por que
recriminarnos. Y sin embargo, damos la impresión de ser nosotros quienes
tenemos razones para quejarnos de él.
La comunidad de los israelitas protestó en el desierto
Es verdad que actualmente la mayoría de la gente ya no protesta -directa o
explícitamente- contra Dios, en quien no cree o de quien piensan, en todo
caso, que no se mete en las cosas terrenales, como la economía, la salud o la
210

alimentación de los hombres. Hoy se protesta contra los gobiernos o las


grandes empresas e incluso se hacen manifestaciones sin que se sepa bien
contra quién protestan o qué quieren, tal vez se trate de expresar un
descontento personal que hay que exteriorizar o del que hay que echar la
culpa a alguien.
Los israelitas, a quienes Dios había sacado de Egipto, pronto se olvidaron de
los grandes prodigios que había realizado con ellos y protestaron contra
Moisés, aunque la protesta, en último término, iba contra Dios. Se quejan de
que no tienen qué comer. ¿Cuáles son tus quejas contra Dios? Los israelitas
iban atravesando el desierto. Cuando atravesamos los desiertos de la vida
(crisis, pruebas, muertes, fracasos, aridez en la oración, falta de gusto
espiritual…) es cuando nos acecha la tentación de la rebeldía o la queja
contra Dios.
Dios escuchó las murmuraciones de los israelitas y les dio carne y pan.
“Hizo llover sobre ellos maná -afirma el salmo 77 que escuchamos como
salmo responsorial-, les dio pan del cielo. El hombre comió pan de ángeles”.
Dios está siempre dispuesto a escucharnos, dispuesto incluso a escuchar
nuestras quejas y murmuraciones. Dispuesto también a saciarnos de favores.
Si los padres y madres de este mundo procuran atender a sus hijos, “¡cuánto
más el Padre celestial dará cosas buenas a los que le piden!”.
Trabajen no por el alimento que perece, sino por el alimento que
perdura dando vida eterna
A aquellas gentes, que le seguían sobre todo porque se habían saciado de pan
y pescado, Jesús los invita y exhorta a trabajar por el alimento que perdura.
No se trata de un alimento procurado con el propio esfuerzo, sino que les va
ser dado: el alimento que les va a dar el Hijo del hombre. Y el trabajo que
Dios quiere es que crean en el que él ha enviado. El alimento que perdura y
da vida eterna se consigue mediante la fe en el Hijo de Dios.
Evidentemente, Jesús no anula el mandato de trabajar con las propias
manos para ganarse el pan de cada día. Jesús no ignora que tenemos unas
necesidades básicas que satisfacer y cubrir. Sin embargo, nos recuerda que
hay un alimento más importante, el que no puede faltar, en cuya
adquisición se debe poner un interés superior. Nos adelanta que se trata de
211

un alimento que da vida eterna. Ya tendremos ocasión en próximos


domingos de ocuparnos más ampliamente de qué es la vida eterna (que no se
puede reducir a la vida del más allá).
Esta exhortación de Jesús a trabajar por el alimento que perdura y da vida
eterna va dirigida no sólo a cada persona individualmente sino a quienes
tenemos a nuestro cargo otras personas, como, por ejemplo, los padres y
educadores, tutores y abuelos. Hay padres de familia que creen cumplir con
sus hijos porque no les faltan los bienes materiales, y descuidan otros bienes,
a la larga, más importantes. A lo más procuran inculcarles ciertos valores
humanos. Pero no tienen interés en poner los medios para que puedan recibir
vida eterna.
Incluso la catequesis (desde la de iniciación hasta la pre-bautismal y pre-
matrimonial) corre el riesgo de quedarse en impartir unos conocimientos
religiosos y valores humanos, sin llegar a conseguir suscitar en los
catequizandos el deseo de empeñarse en trabajar en serio por el alimento que
perdura, ni ser capaz de introducirlos en la vida de fe, en la oración y los
sacramentos que la procuran.
Dejen que el Espíritu renueve su mentalidad
Empeñarnos en procurar con más intensidad y entusiasmo el alimento que
perdura, el pan de Dios que baja del cielo y da vida al mundo, si hemos
decaído en ello, pasa necesariamente por la conversión. San Pablo, en la
segunda lectura de hoy, nos recuerda que “Cristo nos ha enseñado a
abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos
de placer; a renovarnos en la mente y en el espíritu”. Y nos exhorta: “dejen
que el Espíritu renueve su mentalidad y vístanse de la nueva condición
humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”.
Unos deseos sólo pueden ser cambiados por otros si estos son más intensos.
El afán desordenado de bienes materiales y humanos no se cambia
reprimiéndolo, sino dejándose deslumbrar por otros bienes mejores y
convencer dónde está la verdadera riqueza, la verdadera vida, la vida eterna.
Es entonces cuando el deseo de esos bienes se enciende.
San Pablo nos presenta esta conversión como obra del Espíritu: “dejen que
el Espíritu renueve su mentalidad”. Invoquemos al Espíritu Santo para que
212

nos convenza de la grandeza y belleza de Aquel que baja del mundo y da


vida eterna, renovando así nuestra mentalidad. Invoquemos al Espíritu para
que, suscitando en nosotros deseos intensos de Cristo, nos mueva a buscarlo,
a trabajar por ese alimento, a buscarlo mediante la fe. Invoquemos al
Espíritu para que nos enseñe a orar con sinceridad y esperanza: “Señor,
danos siempre de ese pan”.
El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará sed
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí… el que cree en mí…” Ese
alimento que perdura dando vida eterna –aclara Jesús- es él mismo. Hay que
ir hacia él, es necesario creer en él. Nos llama, pues, a ir hacia él y creer en
él y nos promete no pasar ya nunca hambre ni sed. Veamos un poco más
detenidamente. Más adelante prometerá darnos su propio cuerpo y su propia
sangre como comida y bebida espirituales. De momento, el pan de vida se
refiere a él mismo, su misma persona, su amistad, su amor. Este alimento
no se ingiere por la boca sino por la fe.
“El que viene a mí…” ¿Cómo ir hacia él? Más adelante -lo escucharemos el
próximo domingo- afirma que nadie puede ir a él si el Padre no lo trae. Se
trata, pues, de ser traídos, atraídos, de ser llevados. ¿Qué hacer entonces?
No resistirse, dejarse llevar por el Espíritu. ¿Cómo ir hacia él? Creyendo: “el
que cree en mí”. Pero “la fe viene por el oído” (Rm 10, 17), por la escucha.
Por tanto, venir a él y creer en él implica escuchar su Palabra y aceptarla,
fiarse, confiar y darle el asentimiento del entendimiento y la voluntad. Venir
a él y creer en él implica darse enteramente a él.
El “premio” por venir a él y creer en él: ser saciados, no pasar hambre ni
sed. El ser humano no se sacia con cualquier cosa ni con cualquier ideal ni
con cualquier persona. Ha sido creado para la comunión con su Creador, con
su Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y sólo en ella alcanza su
plenitud y felicidad. Muchos pasan la vida buscando, comiendo y bebiendo
en mesas y fuentes desacertadas (en “aljibes agrietados” diría el profeta).
Nosotros sabemos y creemos que sólo en Él hay alimento de paz y vida
eterna.
213

DOMINGO XIX DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
1R 19,4-8. Con la fuerza de aquel alimento, caminó hasta el monte de Dios.
Sal 33. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Ef 4,30. Vivid en el amor como Cristo.
Jn 6,41-51. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.

LA VIDA ETERNA ¿SOLO UNA VIDA MÁS LARGA?


Las dudas en que se debaten los judíos respecto de Jesús (¿no es éste el hijo
de José?, ¿no conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha
bajado del cielo?) son, en cierto modo, una muestra o tipo de las dudas en
que nos debatimos también nosotros a lo largo de la vida, de la lucha entre
una mirada puramente humana de la realidad y una mirada a la luz de la fe.
Ver a Jesucristo y su seguimiento, desde la fe, exige conversión. La escucha,
durante estos domingos, del capítulo 6 del evangelio de san Juan, ha de
llevarnos a crecer en conversión, en ese cambio de mentalidad respecto al
modo de ver las realidades humanas y espirituales.
La crisis del profeta
Escuchamos, en la primera lectura de hoy, un momento importante y crítico
en la vida del profeta Elías. Elías se ha enfrentado, él solo, a los profetas de
‘baal’ y los ha vencido. Ahora, perseguido por la reina, huye al desierto y,
“al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte diciendo: -basta ya,
Señor; quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres”. El profeta
experimenta ahora su propia debilidad, pero todavía no se da cuenta de que
su valentía anterior no procedía de sus fuerzas naturales sino de Dios y, por
eso, se desanima y deprime. Esta lectura, sin embargo, en el contexto
litúrgico de hoy, no quiere resaltar tanto la debilidad del profeta cuanto la
grandeza del alimento que Dios le va a dar.
214

Tal vez ya hayas tenido experiencia, a lo largo de tu vida, de momentos de


decaimiento y desánimo. A veces hablamos de estar deprimidos. La
depresión, propiamente hablando, es una enfermedad que, en principio, no
depende de la situación espiritual de la persona. Sin embargo, hay estados
anímicos de decaimiento que sí tiene que ver con la situación espiritual, con
el pecado y la esperanza (o más bien la falta de esperanza) y que, en
determinados temperamentos, pueden mostrar síntomas cercanos a la
depresión.
Sea como sea, todos nos vemos, de vez en cuando, más desanimados e
incluso tentados de dejarlo todo (la Iglesia, el trabajo apostólico, la esposa,
el ministerio, el trabajo actual…) Es en esos momentos cuando se nos cuelan
los sentimientos y actitudes de amargura, ira, enfados e insultos, que el
apóstol Pablo nos exhorta hoy a desterrar.
Dios no dejó solo al profeta. Elías fue despertado por un ángel e invitado a
comer pan y beber de un jarro de agua. Y “con la fuerza de aquel alimento,
caminó Elías cuarenta días y cuarenta noches”. En los momentos de
decaimiento, de desánimo, de debilidad, de abatimiento, necesitamos ser
levantados y fortalecidos. Dios está a nuestro lado. “Si el afligido invoca al
Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. El ángel del Señor acampa
en torno a sus fieles y los protege” (salmo 33). Dios está siempre dispuesto a
sorprendernos con alimentos capaces de levantar el ánimo y hacernos
caminar con decisión y energía.
Su gracia nos viene por diversos caminos. A veces Dios se sirve de
personas que nos brindan su ayuda y apoyo. Pero será siempre el alimento
del Señor (oración, lectio divina, sacramentos…) el que nos nutra y
fortalezca para seguir adelante. No bastan ayudas psicológicas, son
insuficientes recursos naturales, porque, en último término, “nuestra lucha
no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las
Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los
Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef 6, 12).
Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado
Las palabras de Jesús “el que viene a mí no pasará hambre y el que cree en
mí no pasará nunca sed”, hay que completarlas con estas: “nadie puede venir
215

a mí si no lo trae el Padre”. La reflexión teológica, ya desde tiempos de san


Agustín (siglo IV), ha puesto de manifiesto que “todo es gracia”, que la fe
es un don, que la primera iniciativa, el primer movimiento para buscarle y
creer, siempre viene de Dios mismo. No vamos nosotros, somos traídos.
Somos atraídos. Somos llevados por el Espíritu. Y sin embargo, no somos
coaccionados. Es éste un gran misterio, que no nos interesa tanto debatir o
comprender cuanto aceptar y vivir. Gracia y libertad juntas, aunque en
sinergia o fuerza desigual.
¿Qué podemos hacer entonces? Desear, pedir y aceptar. Desde la
mentalidad actual, hay personas que no admiten nada que no puedan
comprobar con métodos experimentales o comprender mediante la razón. Ni
aquellos ni esta nos van a llevar a Jesús. Si no estamos prejuiciados, ciertos
datos históricos y reflexiones pueden disponernos, pero no ser causa de la fe
o del encuentro con el Señor. A Jesús siempre somos llevados por el Padre.
El Pan de la vida no se conquista con los propios talentos y esfuerzos ni es
premio de nuestros méritos, sino don gratuito del Padre. Sí podemos
desearlo, pedirlo, aceptarlo. Sí podemos dejarnos llevar hacia él, libremente,
en sinergia con su gracia.
El que cree tiene vida eterna
La fe en Jesús nos da la vida eterna. Jesús es el pan de Dios que da vida al
mundo y este pan se come a través de la fe. “Yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Pero ¿qué clase de vida es ésta?,
¿qué es la vida eterna? ¿Se trata simplemente de una súper-vida natural?
Por influjo de ciertas filosofías, se ha querido reducir la vida eterna a vida
natural, simple vida humana “vitalizada”, donde la diferencia no sería
cualitativa sino solamente de cantidad o calidad (una vida más excelente,
pero puramente humana, o más larga, que perduraría más allá del tiempo).
Con ello, la distinción tradicional entre naturaleza y gracia, vida natural y
vida sobrenatural, quedaría simplemente anulada. Vida humana (natural) y
vida eterna (sobrenatural) no pueden identificarse: la vida eterna es vida
divina en su más estricto sentido, es vida en “el Espíritu”, vida nueva. Ahora
bien, tampoco pueden separarse.
216

“Las dos vidas suscitadas por el Espíritu -la natural y la sobrenatural-, ha


escrito el P. Cantalamessa, no se tienen que separar y mucho menos
contraponer entre sí, pero tampoco se han de confundir y reducir a una única
vida (…) Negar la radical “novedad” de la vida del Espíritu, significaría
quitar toda relevancia al evento Jesucristo” (El Canto del Espíritu,
Madrid 1999, 116).
La distinción y no separación es lo que garantiza, en último término, la
dignidad y valor de la vida de toda persona humana, especialmente de
aquellas de quienes se dice que ya no tienen “calidad de vida”, la vida débil
y amenazada. Si toda vida humana es digna de vivirse y respetarse, la razón
última es que pertenece a un ser que tiene o está llamado a tener vida eterna,
vida sobrenatural, vida divina.
La vida natural la hemos recibido sin nuestro consentimiento (nadie ha
decidido nacer o no), mientras que la vida eterna es fruto de un acto
personal de fe. Por eso insiste Jesús en que para tener vida es necesario
creer en él. Y en cierto modo, según sea la vitalidad de nuestra fe, así será la
vitalidad de nuestra vida eterna. También la vida eterna, al igual que la vida
humana, puede gozar de vitalidad y buena salud o, por el contrario, estar
debilitada, enferma y en riesgo de muerte. La buena noticia de Jesús de que
quien cree tiene vida eterna es, al mismo tiempo, un llamado a valorar,
conservar y hacer crecer esa vida.
La vida eterna es conocimiento y comunión con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). La vida eterna es
participación en el amor de Dios, en el amor mismo que son el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo. La vida eterna es el tesoro por el que merece la pena
perderlo todo.
“Yo soy camino inviolable, verdad infalible, vida interminable. Yo soy
camino muy derecho, verdad suma, vida verdadera, vida bienaventurada,
vida increada. Si permanecieres en mi camino, conocerás la verdad, y la
verdad te librará y alcanzarás la vida eterna” (Imitación de Cristo, III, 56, 1).
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?
217

DOMINGO XX DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Pr 9,1-6. Comed de mi pan y bebed el vino que he mezclado.
Sal 33. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Ef 5,15-20. Daos cuenta de lo que el Señor quiere.
Jn 6,51-58. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
LA EUCARISTÍA: UN REMEDIO PARA TORPES E IGNORANTES
Jesús es el alimento espiritual que Dios ha dado al mundo. Él es el pan vivo
que ha bajado del cielo para que, comiendo de él, todo hombre tenga vida
eterna. De este pan -nos ha dicho Jesús- nos alimentamos mediante la fe,
creyendo. Pero, a medida que avanza su discurso en la sinagoga de
Cafarnaúm, va más allá y hace una promesa inaudita: “el pan que yo daré
es mi carne para la vida del mundo”. Una promesa que va a escandalizar a
muchos y que, sin embargo, la Iglesia Católica encuentra en ella su mayor
tesoro.
La Sabiduría ha preparado el banquete para los torpes y necios
El libro de los Proverbios anuncia, en el texto que hoy escuchamos como
primera lectura, que la Sabiduría de Dios ha preparado un banquete al que
invita a los inexpertos y faltos de juicio: “vengan a comer mi pan y a beber
el vino que he mezclado; dejen la inexperiencia y vivirán, sigan el camino de
la prudencia”. Parece decirnos este pasaje que este banquete no es un premio
para los buenos, sino un remedio para los torpes e ignorantes y que, una
vez hayan participado en él, dejarán la inexperiencia y vivirán dispuestos a
seguir el camino de la prudencia.
El Papa Francisco ha recordado alguna vez que la Eucaristía no es un premio
para los buenos, sino un remedio para los pecadores. Podríamos pensar que
las cosas no son exactamente así, pues no todo el mundo puede recibir el
218

Cuerpo de Cristo. Veamos. Si miramos la celebración eucarística en su


conjunto, en la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo,
ciertamente la mesa de la Palabra es para todos. Todos pueden encontrar en
ella un remedio para la ignorancia, la insensatez, la irreflexión y la
imprudencia. San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a fijarnos bien
cómo andamos y a no ser insensatos, sino sensatos, de modo que nos demos
cuenta de lo que el Señor quiere.
Por otra parte, incluso quienes pueden recibir la comunión, el Cuerpo y
Sangre de Cristo, lo hacen precisamente porque son todavía pecadores,
necesitados de conversión, débiles, necesitados de fortalecimiento espiritual,
hambrientos, necesitados de alimento de inmortalidad, sedientos, necesitados
de bebida espiritual. San Pablo hace una contraposición entre emborracharse
con vino y llenarse de Espíritu Santo: los cristianos no deben embriagarse
con bebidas alcohólicas, pero sí llenarse de la sobria embriaguez del
Espíritu Santo. Bebiendo el “vino” eucarístico nos dejamos llenar del
Espíritu, que es espíritu de sabiduría, sensatez y buen juicio.
La Sabiduría, una vez preparado el banquete, “ha despachado a sus criadas
para que lo anuncien en los puntos que dominan la ciudad”. Gracias a Dios,
en muchas ciudades y pueblos, por todo el mundo, siguen sonando todavía
las campanas invitando a los creyentes a participar en la Eucaristía
dominical. Sin embargo, las campanas tienen ya muy poco poder de
convocatoria. Somos nosotros, los que hemos gustado y visto lo bueno que
es el Señor, quienes, sintiéndonos delegados por Él, tendríamos que hacer de
altavoces o pregoneros, testigos entusiastas, de la Eucaristía. Pero, puedes
preguntarte: ¿he gustado y visto lo bueno que es el Señor?, ¿estoy
convencido de la grandeza y riqueza de la Eucaristía?, ¿me siento empujada
a cantar sus bondades?, ¿a proclamarlas a otros?, ¿a invitarles y persuadirlos
con la convicción profunda de haber gustado y visto de verdad lo bueno que
es el Señor?
Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no
tienen vida en ustedes
Evidentemente, no se trata de vida natural, física, sino de “vida eterna”.
Jesús deja bien claro que para tener vida eterna es absolutamente necesario
alimentarse de su carne y de su sangre. Dicen que el verbo que se traduce
219

por comer, en realidad significa masticar. Jesús no se refiere ahora a un


alimentarse puramente espiritual, simbólico, mediante la fe, como al
principio, sino de una masticación física. De ahí nuestra fe en que el pan
eucarístico no es un mero símbolo sino verdadera carne de Cristo. La Iglesia
ha acreditado el término “transubstanciación” como el más adecuado para
hablar del cambio que se realiza en el pan y en el vino: la substancia de pan
y la substancia de vino desaparecen para convertirse -transubstanciarse- en
verdadero cuerpo y verdadera sangre de Cristo. En la última cena, cuando
Jesús realizó por primera vez la Eucaristía, no dijo “esto simboliza” o “esto
representa”, sino “esto es mi cuerpo… Es mi sangre”.
Jesús insiste en que para tener vida eterna es necesario comer su carne y
beber su sangre. La frecuencia en la recepción del cuerpo y de la sangre de
Cristo ha pasado, en estos veinte siglos de historia del cristianismo, por
situaciones diversas. Ha habido épocas en que algunos fieles comulgaban
cada quince días o, a lo más, semanalmente, y con permiso del confesor, y la
mayoría de la gente una vez al año. La Iglesia ha conservado el precepto de
la comunión anual durante el tiempo de pascua (“El tercer mandamiento -
recibir el sacramento de la Eucaristía al menos por Pascua- garantiza un
mínimo en la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor en conexión con el
tiempo de Pascua, origen y centro de la liturgia cristiana” Catecismo 2042).
Sin embargo actualmente recomienda la comunión frecuente, incluso diaria.
Lo que tal vez nos interesa más es ver, examinarnos, cómo comulgamos, con
qué disposiciones. Nos sirve la comparación con el alimento natural: un
buen alimento ya no le aprovecha para nada a un muerto; a una persona muy
enferma le puede hacer daño, no por el alimento en sí, sino por la situación
de enfermedad; o puede suceder que, por diversas causas, no se haga bien la
digestión y el alimento tampoco sea de provecho. La comunión del cuerpo y
sangre de Cristo es necesario realizarla, además de en estado de gracia, con
fe, con verdadero deseo de unirse a Cristo y al prójimo, con la actitud
interior de conversión, libre también de resentimientos y rencores hacia los
hermanos. Vista la impresión general que damos los cristianos
“practicantes”, no es temerario pensar que hay muchos “traga-hostias”,
pero pocos que comulguen de verdad.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él
220

La comunión del cuerpo y sangre de Cristo ha de ser un acto personal.


Personal quiere decir que en él entra en acción toda la persona, con su
inteligencia, voluntad, sentimientos y afectos. La comunión es un encuentro
personal, consciente. Es entrar en unión, en común-unión, con la persona de
Cristo y, por él, con el Padre y el Espíritu Santo. Se trata de una in-
habitación, de una inmanencia mutua, de una presencia que ha de
permanecer. “<La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre
y la comunión del Espíritu Santo> (2 Co 13, 13) deben permanecer siempre
con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística” (Catecismo
1109). Habitar en el Señor es también dejarse asimilar, transformar, por él.
El Catecismo (Cf 1391-1396) nos recuerda que la comunión eucarística
acrecienta nuestra unión con Cristo, conserva, acrecienta y renueva la vida
de gracia recibida en el Bautismo, nos purifica de los pecados veniales y
nos preserva de futuros pecados mortales, renueva, fortifica, profundiza la
unión a la Iglesia y la comunión con los demás hermanos. La Eucaristía nos
hace crecer en caridad. Todo esto, evidentemente, no sucede de manera
automática, sino según nuestras disposiciones personales.
Además de las ya indicadas, el Catecismo añade que “la Eucaristía entraña
un compromiso en favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo
y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo
en los más pobres, sus hermanos”, e incluye este reproche de san Juan
Crisóstomo:
“Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras
esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido
juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los
pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más
misericordioso” (1397).
Revisemos hoy nuestra participación en la Eucaristía en general y la
recepción de la comunión en particular.
221

DOMINGO XXI DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Jos 24, 1-2a. 15-17.18b. Nosotros serviremos al Señor: ¡Es nuestro Dios!
Sal 33. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Ef 5,21-32. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
Jn 6,60-69. ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

PALABRAS INACEPTABLES PARA CRISTIANOS TIBIOS


Nadie más alegre que los santos
El domingo es, como dice un canto inspirado en el salmo 117, “día que hizo
el Señor, día de alegría y de gozo”. No de cualquier alegría, sino de aquella
que brota del encuentro con el Resucitado y es fruto del Espíritu. En la
oración colecta de este domingo, le pedimos a Dios que “en medio de las
vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera
alegría”, como consecuencia del amor a sus preceptos y la esperanza en sus
promesas. Nadie más alegre que los santos, precisamente porque amaron
como nadie los preceptos de Dios y confiaron firmemente en sus promesas.
Nadie más alegre que los verdaderos y fieles discípulos de Jesús, aquellos
que perseveran en su seguimiento, sin desanimarse, pase lo que pase.
El Papa Francisco, en la carta que dirigió al obispo de Ávila, con ocasión del
V centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús, decía que uno de los
caminos que recorrió la santa fue el de la alegría: “la verdadera santidad es
alegría, porque <un santo triste es un triste santo>”; de sentir el amor de
Dios, “le nacía a la santa una alegría contagiosa que no podía disimular y
que transmitía a su alrededor. Esta alegría es un camino que hay que andar
toda la vida. No es instantánea, superficial, bullanguera –sigue diciendo
Francisco. No se alcanza por el atajo fácil que evita la renuncia, el
sufrimiento o la cruz, sino que se encuentra padeciendo trabajos y dolores
(Cf Vida 6, 2; 30, 8), mirando al Crucificado y buscando al Resucitado. La
222

santa nos dice también hoy a nosotros, especialmente a los jóvenes: <¡No
dejen de estar alegres!> (Carta 284, 4)”.
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echarón atrás y no volvieron
a ir con él
Llegamos hoy al final del capítulo 6 del evangelio de san Juan, que hemos
venido siguiendo durante los últimos cuatro domingos. Podemos decir que
hoy asistimos al desenlace del discurso y de la discusión de los judíos con
Jesús: ¡una espantada casi general! Hasta el punto que Jesús va a
preguntar, a los doce, si también ellos quieren marcharse. Tras una primera
etapa de cierta fama y un seguimiento interesado por parte de las masas,
Jesús empieza a quedarse casi solo. Los judíos llegan a la conclusión de que
“ese modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?”.
También hoy venimos asistiendo, en cierto modo, a una desbandada general
entre los bautizados en la Iglesia católica, con matices diversos según
países: unos han abandonado la fe, otros no la practican apenas, bastantes se
han ido a otras iglesias cristianas o a grupos sectarios; algunos dicen “Cristo
sí, Iglesia no”; y, aun entre los que no se han ido o siguen sintiéndose dentro,
hay bastantes a quienes el modo de hablar de Jesús y -más aún- el modo de
hablar de la Iglesia les parece inaceptable. Y tú, ¿dónde estás?, ¿dónde te
ubicas?, ¿hay algo en la enseñanza de Jesús y de la Iglesia que te parezca
inaceptable?, ¿también quieres irte?
Hermanos, sean sumisos unos a otros con respeto cristiano
Estoy casi seguro de que en las exhortaciones de san Pablo, de la segunda
lectura de hoy, tenemos algunas de esas palabras que a muchos les
parecerán “inaceptables”. El apóstol se dirige a los esposos cristianos. Lo
primero de todo -y no podemos olvidar esto, si queremos entender lo que
dice después-, pide que todos -esposos y esposas- sean sumisos unos a
otros con respecto cristiano. La palabra sumisión tal vez nos resulte hoy un
poco fuerte (el libro Cásate y sé sumisa, de la italiana Costanza Miriano,
causó mucha polémica); sin embargo, los primeros sinónimos de sumiso que
veo en el diccionario no son sometido o esclavizado, sino dócil, obediente,
manejable, disciplinado, manso, fiel… Además, el apóstol pide que lo sean
223

los dos, mutuamente: el esposo para con la esposa y la esposa para con el
esposo.
Después, dice a las mujeres que “se sometan a sus maridos como al Señor
(…) en todo” y a los esposos que “amen a sus esposas como Cristo amó a su
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”, extendiéndose bastante más en esta
exigencia a los esposos. No podemos separar las tres exhortaciones: ser
sumisos el uno al otro, que la mujer se someta a su marido y que el marido
ame como Cristo a su esposa. Cuando se viven las tres, todo va bien, pero
cuando la atención se pone en una, o se quiere exigir sin cumplir con el
propio compromiso, es cuando pueden resultar “inaceptables”. Si un esposo
no ama a su esposa como Cristo amó a la Iglesia, ¿qué derecho tiene a
pedirle que le sea sumisa? Y, si la ama de verdad, la obediencia de ella no
tendrá nada de humillante. Por otra parte, el mismo amor del esposo, como
el de Cristo, ha de ser amor obediente, porque Cristo “se sometió incluso a la
muerte y muerte de cruz”.
En este ámbito del amor, la sexualidad y el matrimonio, hay otras
palabras del evangelio y de la Iglesia que hoy, a mucha gente, le resultan
inaceptables. Son de todos conocidas (relaciones sexuales sólo en el
matrimonio, no a las relaciones homosexuales, indisolubilidad del
matrimonio, uso exclusivo de métodos naturales de regulación de la
natalidad, no a la “procreación asistida”, respeto a toda vida concebida…)
Jesús les dice a quienes rechazan su discurso: “el espíritu es quien da vida; la
carne no sirve de nada; las palabras que les he dicho son espíritu y son vida”.
Las palabras del evangelio y las palabras autorizadas de la Iglesia son
espíritu y vida, la mentalidad sociológica mundana es “carne”. Puedes
aceptarlas o rechazarlas. Jesús y la Iglesia proponen, no imponen. Pero si
quieres ser de verdad discípulo de Jesús, acepta su palabra. No se puede ser
cristiano “a mi manera”, “a la carta”, sería engañarse.
Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna
A Jesús no le importa quedarse solo. No está dispuesto a acomodar su
pensamiento al de la gente. Jesús no es populista ni demagogo. Jesús no
rebaja el ideal apelando a una falsa, aparente, o engañosa misericordia. La
pregunta a los Doce “¿también ustedes quieren marcharse?”, deja entrever
224

que también ellos andaban dudando. En todo caso, la respuesta de Pedro es


contundente. A lo largo de la vida no nos van a faltar momentos de crisis, de
duda, de tentación de abandono, momentos en que nos veremos en situación
ineludible de ratificar nuestra opción por el seguimiento de Jesús. Hoy
tenemos una nueva oportunidad.
En la primera lectura asistimos a una reunión, en tiempos de Josué, en la que
las tribus de Israel y otros grupos que tal vez no habían venido de Egipto son
interpelados respecto a qué Dios seguir. “Yo y mi casa –dice Josué-
serviremos al Señor” Y el resto del pueblo se ratificó: “¡Lejos de nosotros
abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros. Nosotros serviremos al
Señor, porque él es nuestro Dios!” Esta respuesta y la de Pedro: “Señor, ¿a
quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”, nos interpelan hoy
a nosotros y nos motivan a renovar nuestra propia decisión de seguir a Jesús.
Las razones, tanto del pueblo de Israel como de Pedro, para continuar siendo
fieles a Dios y a Jesús, nos pueden ayudar. El pueblo recuerda las proezas de
Dios: “él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud,
él hizo a nuestra vista grandes signos”. Haz memoria de las obras grandes
que el Señor ha hecho ya en ti. Como Pedro, pregúntate ¿a quién, a dónde,
voy a ir?, ¿en dónde voy a encontrar vida eterna?, ¿quién me va a amar
como me ama el Señor?, ¿dónde voy a sentir más alegría y felicidad que
siguiendo a Jesús? Ahora, a mis años, ¿voy a arrojar la toalla?, ¿dejar a
Jesús y la Iglesia por el dinero o la salud?, ¿por una mala actitud del
párroco? No me vengas con eso...
A San Policarpo, martirizado hacia el año 160, cuando estaba ya en el
estadio donde iba a morir, intentaron persuadirlo a renegar de su fe: “Jura
[por el emperador] y te dejaré ir. Maldice a Cristo”. Pero Policarpo
respondió: “Llevo 86 años sirviéndole y no me ha hecho ningún mal. ¿Cómo
puedo blasfemar de mi Rey que me ha salvado?”
Y si, por desgracia, una crisis, un escándalo, una impulsividad precipitada, te
llevó a una mala decisión, todavía estás a tiempo de rectificar, de volver al
Señor. Sólo en él vas a encontrar palabras y hechos de vida eterna.
225

DOMINGO XXII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Dt 4,1-2.6-8. No añadan nada a lo que les mando..., así cumplirán los
preceptos del Señor.
Sal 14. Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
St 1,17-18. 21b-22.27. Lleven a la práctica la palabra.
Mc 7,1-8. 14-15. 21-23. Dejan a un lado el mandamiento de Dios para
aferrarse a la tradición de los hombres.
MANDAMIENTOS DE DIOS Y TRADICIONES DE LOS HOMBRES
Hemos asistido los domingos pasados a una larga discusión de los judíos con
Jesús, a propósito de su discurso del Pan de vida y su insistencia en la
necesidad de comer su carne y beber su sangre para tener vida eterna, que
terminó con la decisión de muchos de alejarse de él. Regresamos al
evangelio de san Marcos y nos encontramos con una nueva discusión, esta
vez con los fariseos y los letrados, acerca de la pureza legal y los alimentos
puros e impuros. Esta disputa nos va a ayudar a clarificar la relación
equilibrada entre realidades que parecen enfrentadas o contrarias (de hecho,
Jesús las opone): interioridad y exterioridad, tradición y tradiciones,
mandamiento de Dios y preceptos humanos, culto del corazón y culto de los
labios. No olvidemos que las actitudes religiosas farisaicas son
universales y fácilmente las hacemos nuestras.
Interioridad – exterioridad
La coherencia pide que las palabras y las obras exteriores sean expresión de
la interioridad de la persona. Lo contrario es hipocresía, incoherencia,
disimulo, mendacidad. Cuando, por ejemplo, alabo a una persona, pero
interiormente no estoy convencido de lo que digo, eso se llama hipocresía o
adulación. Cuando hago una limosna simplemente por quedar bien o porque
me dejen tranquilo, pero en el fondo de mi corazón siento rechazo y fastidio,
226

no obro con rectitud de intención y la bondad de la acción queda anulada o


debilitada por la actitud interior. No nos engañemos a nosotros mismos.
Igualmente, la causa de las obras malas que realizamos no hay que buscarla
en las circunstancias ambientales o en la maldad de los demás, sino en
nuestro propio interior. Así lo dice Jesús: “de dentro del corazón del hombre,
salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios,
codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo,
frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre
impuro”.
Una de las bienaventuranzas es “felices los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios”. El Catecismo de la Iglesia dice que “Los “corazones limpios”
designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias
de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la
castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe. Existe
un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe” (2518).
La batalla por la bondad y santidad de la persona se da en el corazón, en
la interioridad. Cuando el corazón no está purificado, las obras buenas
exteriores no salen con espontaneidad y no se hacen con placer y
satisfacción, sino con esfuerzo, por motivaciones egoístas y con hipocresía.
Obedezco, por ejemplo, a mi jefe, tal vez incluso con una sonrisa, pero por
dentro estoy airado y psicológicamente tenso. Esto no significa que hayamos
de dejar de hacer aquello que es necesario u obligatorio (a veces hay
personas que dicen que no hacen tal o cual cosa -ir a la Misa dominical, por
ejemplo- porque no les sale de dentro), habremos de realizarlas lo mejor
que podamos y la obra exterior influirá en el interior, en la purificación del
corazón.
Este círculo virtuoso de lo exterior a lo interior lo ha descrito el
Catecismo, aplicándolo a las verdades de fe, con una cita de san Agustín:
“Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo,
obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su
corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen” (2518). Pero
volvamos a recordar que la batalla se gana ante todo en la penitencia interior,
en la purificación del corazón.
227

Tradición - tradiciones
Dice el evangelio de hoy que, en tiempo de Jesús, los fariseos, como los
demás judíos, se aferraban a muchas tradiciones de sus mayores, sobre
todo lavarse las manos y lavar ollas y vasos. Y reclamaban a Jesús que sus
discípulos no seguían esas tradiciones. Jesús les hace ver que una cosa es el
mandamiento de Dios y otra la tradición de los hombres y les reprocha que
han dejado de lado el mandamiento de Dios, lo primero y duradero, y se han
apegado a la tradición de los hombres, secundaria y pasajera.
La Iglesia ha distinguido también entre la Tradición apostólica “que viene
de los apóstoles y transmite lo que éstos recibieron de las enseñanzas y del
ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo” (Catecismo 83)
y otras tradiciones eclesiales: teológicas, disciplinares, litúrgicas o
devocionales, que “constituyen formas particulares en las que la gran
Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares y a las diversas
épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquéllas pueden ser mantenidas,
modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la
Iglesia” (Catecismo 83).
Desgraciadamente, también hoy, para muchos, son más importantes las
tradiciones de su pueblo (procesiones, romerías, cofradías, imágenes,
novenas, cabalgatas, bendiciones…), reducidas frecuentemente a puras
expresiones culturales, ya sin sentido y motivación religiosa, e incluso
ciertas devociones privadas que la Tradición apostólica y la Liturgia de la
Iglesia. Sería bueno que nos revisáramos al respecto.
Mandamientos de Dios - preceptos humanos
Algo parecido sucede respecto a los mandamientos de Dios y ciertos
preceptos humanos. No tendría por qué haber conflicto entre ambos. El
problema se presenta cuando lo secundario –los preceptos humanos- pasa
a estar por encima de lo primario –el mandamiento de Dios- y más todavía
cuando los preceptos humanos se oponen a los mandamientos de Dios.
Cuando, por ejemplo, en la familia se da más importancia a las normas de
cortesía que a la formación en valores o religiosa, cuando en la catequesis se
insiste en las normas éticas mucho más que en suscitar la fe y conocer al
Señor, cuando las autoridades religiosas (y otros) apelan más al derecho
228

canónico y a las normas disciplinares que a la Sagrada Escritura y a la vida


litúrgica y espiritual.
La abundancia de leyes (normas, reglamentos, estatutos…) indica que hay
poca virtud. Cuando es necesario apelar a normas y leyes humanas para una
convivencia social tranquila, significa que los mandamientos de Dios, los
valores y la virtud, apenas cuentan en esa sociedad. Peor todavía cuando las
mismas leyes humanas legislan en contra de la ley divina y pretenden que
todos “entren por el aro”.
Culto del corazón – culto de los labios
Las contradicciones anteriores tienen una expresión particular en el culto y
las celebraciones litúrgicas. Jesús llama hipócritas a sus interlocutores y,
citando al profeta Isaías, les dice: “este pueblo me honra con los labios, pero
su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío”. Un toque de
atención para que revisemos nuestra participación en el culto cristiano, la
Liturgia. Lo que decíamos más arriba acerca de la interioridad y la
exterioridad, de la Tradición y las tradiciones e incluso de los mandamientos
de Dios y los de los hombres, tiene una particular aplicación a nuestras
celebraciones litúrgicas.
La participación activa a la que la Iglesia nos exhorta es, ante todo,
participación interior, consciente, fervorosa, un ejercicio de fe activa, que
busca un encuentro personal con el Señor. Si digo con los labios, por
ejemplo: “que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”,
pero apenas me considero pecador, ¿no es el mío un culto vacío e hipócrita?
Si doy la paz con la mano o los labios, pero mi corazón guarda
resentimientos y rechazos, ¿qué hago sino honrar con los labios, mientras el
corazón permanece lejos de Dios y de los hermanos? Si toco un instrumento
o canto en el coro o leo una lectura…, pero no sintonizo interiormente con
cada uno de los momentos de la celebración, ¿de qué me sirve?
229

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Is 35, 4-7a. Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará.
Sal 145. Alaba, alma mía, al Señor.
St 2,1-5. ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos
del reino?
Mc 7,31-37. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
UN PROBLEMA DE AUDICIÓN… Y DE COLUMNA VERTEBRAL
Después de las acusaciones de Jesús a fariseos y letrados de aferrarse a las
tradiciones de los hombres, descuidando el mandamiento de Dios y dándole
un culto vacío, y a sus propios discípulos de ser gente sin inteligencia que no
entiende, escuchamos en el Evangelio de Marcos los relatos de curación de
la hija de la mujer siro-fenicia y de un sordomudo. La sordera de aquel
hombre, que apenas podía hablar, nos evoca la cerrazón mental de los
fariseos y de los discípulos y la necesidad que tenían todos de un oído
interior abierto a la escucha y una lengua suelta para hablar con sensatez.
Una muchedumbre de ciegos, sordos, cojos y mudos
Las deficiencias físicas (ceguera, sordera, invalidez, mudez) son
frecuentemente, en el lenguaje figurado, símbolo de las correspondientes
deficiencias (cegueras, sorderas, invalideces y mudeces) espirituales, incluso
del desorden en el ejercicio de los sentidos y capacidades humanos. Así se
expresa también la Biblia. Más concretamente, el sordomudo del evangelio
de hoy ha sido tomado, en la liturgia bautismal, como símbolo de la
discapacidad auditiva y oral en que se encuentra el catecúmeno, y de la
que va a ser liberado, sanado, por medio del sacramento del bautismo.
Simbología bautismal tiene también el relato de la curación del ciego de
nacimiento al que Jesús envía a lavarse a la piscina de Siloé.
230

Los bautizados ya hemos sido liberados de la ceguera, de la sordera y de la


mudez espiritual; sin embargo, aquella liberación bautismal fue en realidad
el comienzo de una sanación progresiva que dura toda la vida. Por otra parte,
muchos han perdido la gracia bautismal o no la han desarrollado
suficientemente. Su capacidad visual está muy mermada, con el riesgo de ver
distorsionada la realidad. Y lo mismo hemos de decir de las demás
capacidades y sentidos. Apenas pueden moverse o, si lo hacen, es muy
lentamente o en la dirección equivocada. Apenas son capaces de escuchar
con nitidez. Incapaces también de hablar cuando y como deberían hacerlo
(con Dios o de Dios).
La condición física de una persona, total o parcialmente, ciega, sorda,
inválida y muda, es digna de compasión. Pues bien, vivimos en medio de
multitudes que, espiritualmente, viven así y, entre las cuales, nosotros
también podemos ubicarnos, en mayor o menor medida. Esta situación,
respecto a los demás y a nosotros mismos, no puede dejarnos indiferentes.
Pero, ¿qué podemos hacer? Primero, tomar conciencia de ella. La segunda
lectura nos da un ejemplo de visión distorsionada que lleva a la acepción
de personas: considerar su dignidad y valor no por sí mismas sino por sus
riquezas.
Examínate al respecto. Te pueden ayudar las preguntas siguientes. ¿Qué
capacidad tengo de mirar con la mirada de Jesús?, ¿miro con mirada de fe a
las personas, los acontecimientos, a mí mismo?, ¿en qué realidades debería
fijarme y, sin embargo, vuelvo la mirada hacia otro lado?, ¿intento tomar mis
decisiones a la luz de los criterios evangélicos? Cuando uno está encorvado
sobre sí mismo, la mirada se dirige al ombligo, al estómago y a otras
partes más bajas, incapaz de elevar los ojos hacia el cielo (Dios) y hacia las
personas que le rodean. El problema, por tanto, no es sólo de visión…, sino
de columna vertebral (de “esqueleto espiritual”).
¿Qué capacidad de escucha de la Palabra de Dios tengo?, ¿oigo la voz de
Dios en la vida cotidiana, en los acontecimientos y en las personas?, ¿soy
capaz de escuchar con paciencia y atención a los demás? ¿Hacia dónde van
mis pies?, ¿ligeros hacia metas equivocadas y lentos o incluso paralizados
hacia objetivos buenos?, ¿incapaces de salir de dónde se encuentran, tal vez
amarrados? ¿Y mi lengua?, ¿suelta para hablar lo que no debo y atada para
231

expresarme coherentemente?, ¿incapaz de hablar con Dios?, ¿incapaz de


mantener una conversación larga con Él?, ¿incapaz de dar a los demás razón
de la propia fe y esperanza?, ¿sin saber qué decirle al hermano que sufre?,
¿incapaz de pronunciar palabras que traspasen el corazón?
¿Y qué hacer, entonces? Es verdad que de esta situación no podemos salir
por nosotros mismos. Pero “miren a su Dios -proclama hoy el profeta- que
trae el desquite, viene en persona, resarcirá y los salvará” Esta es la buena
noticia que nos da hoy el Señor a través de Isaías. “Se despegarán los ojos
del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la
lengua del mudo cantará”. El salmo responsorial añade que “el Señor liberta
a los cautivos, el Señor abre los ojos al cielo, el Señor endereza a los que ya
se doblan”.
Jesús, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es: “ábrete”)
Dios ha venido y viene en persona, en la persona de Jesús de Nazaret.
También hoy viene a pronunciar su palabra salvadora, como hizo ante el
sordomudo. El relato del evangelio tiene algunos detalles sugerentes. Uno de
ellos: Jesús apartó al sordomudo a un lado de la gente. Toda sanación,
incluso aunque haya mucha gente alrededor, se realiza en un encuentro
personal entre el enfermo y Jesús. Podemos participar en una celebración
religiosa multitudinaria, pero siempre nuestra propia sanación o liberación
será fruto de un encuentro personal con el Señor.
A veces, ese momento de sanación, ese encuentro personal con el Señor, es
facilitado y se realiza al haber buscado un apartamiento físico de la gente, un
ambiente de retiro. ¡A miles y miles de personas se les han abierto los ojos y
los oídos en la soledad de un retiro espiritual! Si encuentras espacio para
irte unos días de vacaciones o para visitar algún familiar lejano, incluso
aunque tengas que dejar el trabajo u obligaciones familiares, es más, se
presentan situaciones, como una hospitalización, en que has de dejarlo
todo… ¿por qué pues, tantas excusas y peros para unos días de retiro, en los
que el encuentro personal con el Señor te deparará abundantes gracias y
sanación espiritual?
Otro detalle sugerente: son otros -el relato no dice quiénes- los que llevan al
sordomudo delante del Señor. Si el Señor ya te ha abierto a ti los ojos y los
232

oídos y te ha despegado la lengua, ¿por qué no le presentas a otros para


que los sane? Evidentemente, para poder presentar a otros al Señor,
necesitas dejar de mirarte a ti mismo y dirigir la mirada, la de la fe, la mirada
de Jesús, a las personas que te rodean, descubrir su situación y necesidades.
Se los puedes presentar, primero, en la oración, en la oración de intercesión.
Siempre es bueno recordar aquello de que “antes de hablar a los hombres de
Dios, hay que hablarle a Dios de los hombres”. Se los puedes presentar
también poniendo los medios para que acepten acercarse a él: invitando,
proponiendo, facilitando… ¡Hay tantos esperando únicamente a que les
dirijas una palabra, les des un testimonio y les hagas una invitación!
El evangelio de este domingo es una buena ocasión para recordar nuestro
bautismo y pedirle al Señor que vuelva a pronunciar el “effetá”. En el
bautismo de niños, la fórmula del Effetá dice así: “el Señor Jesús, que hizo
oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su
palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén”. Con
el paso de los años, los oídos pueden obstruirse y la lengua enmudecer. La
palabra poderosa y eficaz de Jesús obrará, de nuevo, la apertura de los oídos
y la soltura de la lengua.
Y en el bautismo de adultos, la fórmula es así: “Effetá, esto es: “ábrete”, para
que profeses la fe que has escuchado, para alabanza y gloria de Dios”. En los
ritos anteriores, se ha trazado la señal de la cruz en los oídos, en los ojos, en
la boca, en el pecho y en la espalda de los catecúmenos para que oigan la voz
del Señor, vean la claridad de Dios, respondan a la palabra de Dios, Cristo
habite por la fe en su corazón y lleven el suave yugo de la cruz. Pidámosle al
Señor que realice también hoy en nosotros estas obras salvadoras.
233

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Is 50, 5-9a. Ofrecí la espalda a los que me apaleaban.
Sal 114. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
St 2, 14-18. La fe, si no tiene obras, está muerta.
Mc 8,27-35. Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho.

SEGUIDORES DE UN MESÍAS CRUCIFICADO


Nos encontramos este domingo con uno de los pasajes más importantes del
evangelio de san Marcos. Hace de punto de separación entre la primera y
segunda parte de este evangelio. Jesús es el Mesías, Pedro así lo confiesa,
pero ¿qué clase de Mesías?, ¿cómo va a realizar su misión mesiánica? Las
sorpresas agradables que hasta aquí les han deparado a los discípulos la
acción y la predicación de Jesús, ahora empiezan a tornarse perplejidad,
desconcierto, frustración, desilusión. Jesús es el Mesías, pero no el mesías
que ellos esperaban.
El Señor Dios me ha abierto el oído
¿Pura coincidencia que el domingo pasado se proclamó el evangelio de la
curación del sordomudo y hoy empieza la primera lectura con estas
palabras? Se trata de uno de los cánticos del Siervo de Dios, que ya se
proclamó el Domingo de Ramos; en él se anuncia la pasión y triunfo del
mesías. Jesús tuvo siempre el oído atento a la voz y voluntad de su Padre y
no se rebeló ni se echó atrás, sino que afrontó decidida y enérgicamente su
pasión, sabiendo que no quedaría avergonzado ni defraudado.
También el Señor intenta abrirnos el oído a sus discípulos, pero somos duros
de mente y corazón. A veces oímos sólo lo que queremos oír, escuchamos a
quien ya sabemos lo que va a decir, nos quedamos con la palabra que nos
gusta, y cerramos el oído a la que nos desestabiliza, nos saca de nuestros
234

esquemas o no va de acuerdo con nuestra manera de pensar. Resulta más o


menos fácil aceptar al Jesús de los milagros, al Jesús que me sacó del
abismo, al Jesús que me hace sentir bien, al Jesús a quien pido y veo que me
da… Pero cuando clamamos y parece no escuchar, cuando llegan los
fracasos, cuando desaparecen los gustos espirituales…, brota el descontento,
la perplejidad e incluso la rebeldía.
¿Y ustedes quién dice que soy?
A Jesús no le importaba demasiado, más bien nada, la imagen que tuvieran
los demás de él, nunca se preocupó de dar buena impresión o conservar la
buena fama. Cuando en la escena evangélica de hoy pregunta a los
discípulos qué piensa sobre él la gente, no lo hace para evaluar el apoyo
social con que cuenta y acomodar su mensaje a las encuestas si fuera
necesario. Más le interesa la opinión que tienen de él sus discípulos. “Tú eres
el Mesías”, responde Pedro. La respuesta es correcta. Jesús la da por
buena, aunque les prohíbe decírselo a nadie. Pero, ¿en qué mesías piensa
Pedro?
¿Y tú qué dices de Jesús? Tal vez me dirás, sinceramente: “Jesús es mi
Señor, mi salvador, mi amigo, quien da sentido a mi vida, la persona más
importante para mí, quien me hace feliz, a quien estoy dispuesto a seguir…”
Pero, ¿qué significan todos esos títulos o afirmaciones en concreto?, ¿cómo
afectan a tu vida? ¿Qué clase de señor, de Salvador, de amigo? ¿Un amigo
con el que apenas conversas? ¿Un Señor a tu servicio? ¿Un Salvador cuya
salvación te resistes a aceptar?
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo
Jesús es el Mesías, pero no el mesías que Pedro y los otros creen que es.
Jesús va a ser mesías sufriendo mucho, condenado y ejecutado y
resucitando al tercer día. Pedro no está de acuerdo con esto, hasta el punto de
llevarse a Jesús aparte a reprenderlo y persuadirlo para que se mantenga en
una postura razonable, o sea, la suya. ¿Por qué se lo lleva aparte? ¿No se
atreve a hacerle una corrección al maestro delante de los otros?, ¿una
muestra de delicadeza con Jesús? Me inclino a pensar que hemos de ver este
gesto en relación -contrapuesta- con el evangelio del domingo pasado. Allá
Jesús apartó a un lado de la gente al sordomudo y lo curó. Ahora Pedro, que
235

ha cerrado su oído interior a las últimas palabras de Jesús, piensa que el


sordo es Jesús y pretende abrirle el oído a sus “buenos” consejos…
Pero Jesús, que no se anda con cortesías, se vuelve hacia los discípulos, para
que lo oigan todos, y le dice a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú
piensas como los hombres, no como Dios”. Creo que son las palabras más
duras que Jesús ha dirigido a alguien en todo el evangelio. Los apóstoles no
llegarán a asimilar el escándalo de un mesías crucificado hasta que no venga
el Espíritu Santo. Sírvanos a nosotros también de seria advertencia: siempre
que pretendamos apartarnos de la cruz o, bajo una falsa compasión, apartar a
alguien de la cruz, estamos haciéndole el juego al Demonio, estamos siendo
satanás para esa persona.
Quien quiera venirse conmigo, niéguese a sí mismo, cargue su cruz y
sígame
Aceptar a Jesús como Señor, Salvador, amigo, Camino, verdad y vida, luz
del mundo, como Aquel que da sentido a la propia vida…, lleva consigo
aceptar su camino de mesías crucificado: la pasión, la condena, la muerte
y la resurrección. Pedro ha de dejar de pensar como los hombres para llegar
a pensar como Dios. En este sentido, negarse a uno mismo, significa, en
primer lugar, renunciar a los propios criterios de pensamiento y acción, para
acomodarlos a los de Jesús, a los de su evangelio. El sermón de la montaña
(Mt 5-7) y, más concretamente las bienaventuranzas, pueden servirnos para
confrontar nuestro pensamiento humano (razonable) y el de Dios (que va
más allá de lo que parece razonable).
Negarse a sí mismo significa, también, renunciar a la propia voluntad para
aceptar la voluntad de Dios, renunciar a los propios modos de hacer las
cosas, incluso las espirituales y pastorales, para hacerlas al estilo de Jesús.
En cierto modo, negarse a sí mismo es aceptar y cargar la cruz. Todo en la
vida del cristiano, para que sea auténtico, evangélico, ha de llevar, de un
modo u otro, el sello de la cruz. Es el sello de garantía.
Seguir a Jesús es ir en pos de él, recorrer su camino. Del mismo modo que él
lo recorrió. Las circunstancias serán muy diversas, los caminos concretos
muy distintos, pero todos empedrados, pavimentados, con pequeñas o
grandes cruces. Ahí está él. Ahí lo vamos a encontrar. Ahí, en la cruz,
236

experimentaremos su abrazo consolador, su palabra de ánimo, su alimento


reparador, su sonrisa, su paz, su alegría. Mientras que, si rechazamos la cruz
y caminamos a nuestra manera, en la propia voluntad, la cruz no
desaparecerá, pero será una cruz amarga, sin sentido, solitaria, y a lo más
soportada con rebeldía.
El que pierda su vida por el evangelio la salvará
“El que quiera salvar su vida, la perderá”. Pedro pensaba que las palabras de
Jesús sobre la pasión, llevaban a la ruina y al fracaso, el mesías debía ser
un triunfador y su triunfo cuanto más espectacular mejor. Ahora sabemos
que estaba equivocado… ¿De verdad lo sabemos? ¿Estás ya convencido de
que el triunfo en tu vida va a venir a través del fracaso? ¿Aceptas que el
éxito pastoral sólido y duradero, el realmente fecundo, sólo viene de la
mano de contradicciones, humillaciones, fracasos eventuales, en definitiva,
participando de la cruz de Cristo?
¿Qué es salvar o perder la vida? Todo depende de la idea que se tenga del
ser humano. Para quienes piensan que el hombre es solo un animal
evolucionado más, que perece totalmente con la muerte, salvar la vida no
puede significar otra cosa que prolongarla lo más posible y disfrutar de todo
aquello que produce placer, evitando todo sufrimiento. Para quienes creemos
que el ser humano es hijo de Dios, destinado a la bienaventuranza eterna,
salvar la vida es alcanzar la salvación espiritual.
Y perder la vida por el evangelio, por Jesús y, en definitiva, por nuestro
propio bien fundamental, supone relativizar todos los bienes creados, hasta
la salud y la vida física misma, dispuestos a renunciar a ellos (normalmente
en la entrega cotidiana a los demás) en aras de un bien mayor: seguir a Jesús,
hacer su voluntad, crecer en su gracia, extender su Reino.
237

DOMINGO XXV DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Sb 2,12. 17-20. Lo condenaremos a muerte ignominiosa.
Sal 53. El Señor sostiene mi vida.
St 3,16-4,3. Los que procuran la paz están sembrando paz, y su fruto es la
justicia.
Mc 9,30-37. El Hijo del hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el
primero, que sea el servidor de todos.
MAESTRO Y DISCÍPULOS QUE RESULTAN INCÓMODOS
Los evangelios han recogido por tres veces la instrucción de Jesús, a los
apóstoles, acerca de su próxima pasión y muerte en cruz (que suelen
denominarse primer anuncio, segundo anuncio y tercer anuncio de la
pasión). Esto significa que, a partir de cierto momento en su vida pública,
este tema fue una enseñanza constante del Señor. El domingo pasado
escuchábamos el primer anuncio y hoy el segundo. La oposición a ese modo
de ser mesías estaba representada, en el primer anuncio, por Pedro, que se
llevó el correspondiente regaño. Hoy el contraste lo marcan los doce que,
mientras Jesús les va instruyendo en estas cosas, ellos discuten acerca de
quién es el más importante.
El justo nos resulta incómodo
La lectura del primer anuncio de la pasión iba precedida, el domingo
anterior, del tercer canto del Siervo de Dios del profeta Isaías en el que se
anunciaban proféticamente algunos detalles de la pasión. Hoy escuchamos
un pasaje del Libro de la Sabiduría que describe el contraste entre la vida del
justo y la de los impíos y las pruebas y afrentas a que es sometido aquél
por parte de estos. También esta descripción es una profecía de la pasión del
Señor. Algunas de las palabras burlonas que ha de oír Jesús, clavado ya en la
238

cruz, coinciden casi textualmente con estas del Libro de la Sabiduría: “si es
el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos”.
Jesús es ese justo que resultaba incómodo para algunos, sobre todo para
los dirigentes religiosos judíos. Incómodo por lo que decía y hacía.
Incómodo porque les llamaba hipócritas. Incómodo porque decía a los
fariseos que los publicanos y las prostitutas los aventajarían en el reino de
los cielos. Incómodo porque comía con pecadores y publicanos, porque se
consideraba señor del sábado, porque se llamaba a sí mismo hijo de Dios,
porque curaba en sábado. Incómodo también para sus mismos discípulos que
no entendían lo que les decía ni su modo de actuar.
Y a ti, ¿no te resulta nada incómodo Jesús? Jesús no es “monedita de oro”
para caer bien a todos. Necesariamente sus palabras y su manera de ser y
actuar han de chocar con nuestros criterios y modos de entender y vivir la
vida, incluso la vida cristiana. A quienes se toman en serio a Cristo, ha de
incomodarles. Sólo a los indiferentes puede dejarles “tranquilos”. Muy a
gusto aceptaríamos un Jesús que dejara más tranquila nuestra conciencia, un
Jesús que no cuestionara nuestra manera de seguirle, un Jesús que no se
metiera donde no debe…
Aceptar a un Jesús que incomoda es necesario también para asumir nuestra
propia condición de personas que incomodan, que deben incomodar. El
discípulo de Jesús, aquel que se renuncia a sí mismo, que toma su cruz y le
sigue, ha de resultar necesariamente alguien incómodo para los demás. ¿Por
qué? Los impíos del Libro de la Sabiduría dicen de él: “es un reproche para
nuestras ideas y sólo verlo, da grima; lleva una vida distinta de los demás y
su conducta es diferente”. Piensa diferente, educa diferente, gasta el dinero
de modo diferente, viste diferente, se divierte de manera diferente… Los
nuevos fariseos laicos (laicistas) no pueden soportarlo.
Es más, si estás muy identificado con Jesús, tampoco podrán soportarte
los nuevos fariseos religiosos. Para unos será demasiado conservador, para
otros, demasiado avanzado, para unos un espiritualista, para otros, exagerado
en la entrega a los demás y en la opción por los pobres. La mediocridad
espiritual no tolera fácilmente las disidencias. Le cuesta aceptar los carismas
y otras expresiones de vida cristiana distintas de la suya. Recordemos
aquello de “¡Ay si todo el mundo habla bien de ustedes!”. De todos modos,
239

es necesario el discernimiento, no vayamos a identificar nuestras formas y


manías personales que molestan con la incomodidad de ser sal y luz.
Por el camino habían discutido quién era el más importante
También nosotros estamos en el camino, sí, pero, como los apóstoles, con
el centro de atención puesto en otras cosas. Andamos en otra onda. Gran
parte del tiempo de nuestras reuniones se va en comentarios o discusiones
inútiles. Nos vamos por las ramas. Jesús nos habla de que va a ser
entregado en manos de los hombres, que lo van a matar y que a los tres días
resucitará, y nosotros discutimos horas y horas de requisitos para la
catequesis de primera comunión, sobre los padrinos de la confirmación o de
cómo organizar la próxima “kermese”, “vendimia”, “pollada” o cualquier
otra actividad y sacar más dinero que el año pasado, eso sí “para gloria de
Dios”… y el bien pastoral (?) de la parroquia.
¿Discutimos hoy quién es el más importante? Dejemos a un lado los
ambientes laborales y sociales, pensemos sólo en los eclesiales (y
eclesiásticos). No es de buen gusto plantear la discusión así tan directa.
Tenemos modos más sutiles de hacerlo. O tal vez, sin discutirlo, nos
esforzamos por llegar a serlo. El Papa Francisco habla, de vez en cuando,
sobre los arribistas y trepas en la Iglesia: aquellos que quieren “hacer
carrera”, escalar puestos… La tentación va desde los grupos de monaguillos
hasta los monseñores de la curia romana, pasando naturalmente por los
animadores o coordinadores de grupos, catequistas, párrocos, vicarios y
obispos.
Detente unos minutos y analiza si, en ciertas discusiones -y actividades- en
las que te implicas, no buscas, más o menos conscientemente, ser o hacerte
el importante. Examina el apego o libertad con que te sitúas en el lugar que
ocupas o en el ministerio que realizas.
Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos
El primero, el más importante, naturalmente, es Jesús. Y Él se hizo el último
y el servidor. San Lucas ubica esta discusión de los apóstoles en la última
cena (Cf Lc 22, 22-27); Jesús concluye: “yo estoy en medio de ustedes como
el que sirve” (27). Y lo mismo hace san Juan que, al finalizar el lavatorio de
los pies, recoge estas palabras del Señor: “ustedes me llaman “el Maestro” y
240

“el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les
he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” (Jn
13, 13-14). Jesús se ha entregado ya en la Eucaristía, se ha hecho el servidor
y el último al lavarles los pies y va a llevar esas actitudes hasta el final en la
cruz. Sus seguidores no pueden tener otras aspiraciones.
Sólo las discusiones que tienen por objeto cómo servir mejor, tienen sentido.
Sólo las iniciativas de promoción personal que tengan por objeto hacerse el
último de todos y el servidor de todos son cristianas. Hay servicios que no te
hacen el último, otros sí. Un modo de hacerse el último es acoger y servir a
los últimos, a los “descartados”, a los que nadie quiere, a los que la sociedad
rechaza (ex-presidiarios, drogodependientes, delincuentes, emigrantes,
gitanos…) Podría darse el caso de quien se apuntara a ciertos “servicios
sociales” (voluntariado, ongs, reivindicaciones…), que están de moda en ese
momento y dan cierto prestigio social, no para bajar sino para subir.
Decidirse a ser el último de todos y el servidor de todos, al estilo de Jesús,
implica estar dispuesto a renunciar a sí mismo y llevar una existencia
crucificada. Hacerse el último, hacerse servidor, exige morir a uno mismo,
renunciar a la propia voluntad, poner en segundo lugar los propios intereses.
Pero, ¿es posible en estos tiempos ese estilo de vida? Ciertamente se
requiere una madurez poco corrinte.
Una madre es capaz de hacerlo por sus hijos, aunque sea una mujer no
creyente. ¿Y no podremos hacerlo nosotros con la gracia de Dios? Requiere
mucha humildad y amor (de calidad: caridad), cierto. ¿Y el Espíritu Santo no
será capaz de realizar esa obra en nosotros? Los apóstoles, tan reacios a
entender y vivir estas enseñanzas de Jesús, dieron mil pruebas de ponerlas en
práctica una vez que hubieron recibido al Espíritu Santo. Pidámosle que nos
haga capaces también a nosotros.
241

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Nm 11, 25-29. ¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta!
Sal 18. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.
St 5,1-6. Vuestra riqueza está corrompida.
Mc 9,38-43.45.47-48. El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si
tu mano te hace caer, córtatela.
NI INTRANSIGENCIA NI ESCÁNDALO… O TE SACAS UN OJO
Veíamos a los apóstoles, el domingo pasado, discutir sobre quién de ellos era
el más importante. Pues hoy se nos muestran intransigentes, exclusivistas,
intolerantes, celosos… Jesús ha de corregirlos, diciéndoles que “el que no
está contra nosotros está a nuestra favor”. Jesús procura no restar sino
sumar. Pero, no nos engañemos, si por tolerancia entendemos hacer
“compromisos” o, como hoy se dice, “consensos” con el error o la
mediocridad, no va por ahí el estilo del Señor.
Se lo hemos querido impedir porque no es de los nuestros
Así le dice Juan a Jesús. Quisieron impedirle a uno que expulsara demonios
en nombre de Jesús porque no era de los suyos. No tenemos más detalles
narrativos. No sabemos si se refiere a que no era del grupo de los doce o que
no era uno de los seguidores habituales del Maestro. Tal vez Juan piensa que
sólo el grupo de los doce ha recibido autoridad para expulsar demonios.
Jesús le invita a mirar los hechos y no dejarse llevar por los prejuicios: “uno
que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”.
El Papa Francisco dice que la realidad es más importante que la idea (Cf
EG 231-233). A veces podemos caer en la tentación de que la realidad se
acomode a nuestras ideas, pero la realidad es como es. Los hechos son los
que son, aunque no se acomoden a mis ideas. Si Dios habló por la burra de
242

Balaán, Dios puede obrar milagros a través de quien quiera. La verdad -


afirma santo Tomás- viene del Espíritu Santo, dígala quien la diga. Nuestras
ideas -en cuanto nuestras, en cuanto aprehendidas a nuestra manera- pueden
jugarnos malas pasadas y hacer de pre-juicio de la realidad. Fue un defecto
muy común entre los dirigentes religiosos judíos respecto de Jesús.
También en la Iglesia, en los movimientos, en los grupos, podemos caer en
el prejuicio, la rigidez y la intolerancia malsana. Querer meter a todo el
mundo por nuestro estilo pastoral, querer imponer a todos la espiritualidad
de nuestro movimiento, querer que todos vean las cosas o piensen igual que
yo, prohibir que se haga esto o aquello, que se ore de este modo o de aquel,
porque no me gusta a mí, porque no está así en la guía o el manual o porque
tengo miedo de no controlarlo todo… hasta el punto de querer también
tener controlado al Espíritu Santo. Algunos siguen erre que erre en sus
ideologías (de uno u otro signo).
Pero tengamos cuidado. Hace falta bastante discernimiento. Hoy se acusa a
las religiones, sobre todo a la Iglesia católica, de ser “dogmáticas” y de que
sus dogmas llevan a la intransigencia, a la intolerancia y al fanatismo, y se
les pide que sean más “flexibles”, en último término, que se acomoden a los
tiempos, que acepten el relativismo. Jesús fue tolerante con las personas,
pero inflexible con la verdad que predicaba, fue misericordioso con los
pecadores, pero intransigente con el pecado.
La Iglesia no puede, por una falsa tolerancia, renunciar a la verdad recibida
de Jesús: no puede, por ejemplo, cambiar la indisolubilidad del matrimonio o
no defender el derecho a la vida desde su concepción o aceptar la unión de
homosexuales. Eso no es intolerancia o sectarismo sino fidelidad al Señor y
a sí misma. Luego resulta que aquellos partidos y grupos que piden
tolerancia suelen actuar de manera mucho más sectaria e intolerante respecto
a los que no son de los suyos o piensan de manera diferente.
En la Iglesia, la libertad y un sano y necesario pluralismo no significan que
cualquier opinión sea verdadera y deba ser tolerada o que las normas
disciplinares (contenidas en el Código de Derecho canónico o en la
normativa litúrgica) sean puramente orientativas y puedan desobedecerse sin
más, como si a cada uno le fuera lícito hacer las cosas a su manera. La
comunión eclesial es comunión en la fe y en el amor. Comunión también
243

con los pastores, que pide obediencia. No es simplemente simpatía o afecto


sentimental. La indisciplina y la disidencia irresponsable no pueden apelar a
la comunión eclesial.
El que escandalice a uno de estos pequeños
El escándalo, según el Catecismo de la Iglesia, “es la actitud o el
comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se
convierte en tentador de su prójimo” (2284). Será grave o leve el escándalo
según arrastre a cometer un pecado grave o leve. Particular gravedad
adquiere el escándalo cuando es causado por aquellos que deben enseñar y
educar a otros o por las autoridades que con sus leyes, en vez de ayudar a
mejorar las costumbres, contribuyen a su degradación y corrupción. Los
medios de comunicación tienen hoy una especial responsabilidad. Jesús
lanzó una fuerte maldición contra quien escandaliza: “más le valdría que
le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar”.
En cierto modo, constantemente estamos escandalizándonos unos a otros, al
menos por omisión, en cuanto que no nos damos un testimonio más firme e
incisivo de vida cristiana. No nos estimulamos hacia arriba sino hacia abajo,
hacia la tibieza y mediocridad espiritual. Con frecuencia no somos
conscientes de las consecuencias en los demás de nuestras acciones y
omisiones, de nuestras palabras y comentarios. No nos excusemos
fácilmente diciendo que no obligamos a nadie a hacer el mal, que cada uno
es libre o que se trata de “escándalo de débiles”. El Señor dijo también: “Es
imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!”
(Lc 17, 1).
Si tu mano te hace caer, si tu pie te hace caer, si tu ojo te hace caer
Uno es escándalo para sí mismo, cuando no evita las ocasiones de pecado.
Jesús habla de las situaciones en que la mano, el pie o el ojo pueden hacer
caer y exhorta a tomar decisiones drásticas. ¿Qué significan la mano, el pie o
el ojo? La mano es la actividad, el pie la movilidad, el ojo la visión. La
mano, el pie y el ojo son buenos, pero la persona los puede usar, de acuerdo
a su libertad para el bien o para el mal. Hay actividades, y trabajos que son
malos, pecaminosos, consecuentemente hay que renunciar a ellos. Hay otros
que tal vez no son malos, pero son ocasión, tentación, de pecar. Cortarse la
244

mano significa renunciar a ellos. Aunque cueste, como cuesta tener que
amputar una mano.
Hay lugares, personas, proyectos hacia los que nos dirigimos, que nos alejan
de los caminos de Dios. Ir a tal fiesta, salir con tal persona, conservar tal
amistad, volar con la imaginación hacia tal o cual lugar o situación, pueden
alejarte del Señor, de la Iglesia, debilitar tu fe. ¿Hacia dónde estás dirigiendo
tus pasos? ¿Hacia dónde te sientes atraído? ¿Dónde vas, por ejemplo, los
domingos? Cortarse los pies significa renunciar a toda movilidad física o
virtual que te hace caer, que te lleva al pecado o te debilita espiritualmente.
En la visión podemos ver representado no sólo el uso del sentido de la vista,
sino las metas, proyectos, sueños… Por supuesto, con la vista se puede
pecar mucho. No sólo en aquello que dice Jesús de mirar a una mujer casada
deseándola y todo lo relacionado con ello (la pornografía, por ejemplo). Con
la vista se fomenta también la codicia y el consumo excesivo y se juzga a los
demás. Pero piensa también, ¿qué sueños, qué expectativas, qué proyectos
tienes que, sin necesidad de mucho discernimiento, aparecen claramente
dañinos para tu vida espiritual? No tengas miedo en renunciar a ellos.
Jesús invita a tomar decisiones radicales, aunque puedan ser dolorosas. Por
ejemplo: romper la relación con tal persona, renunciar a tal trabajo, cortar
internet o bien, positivamente, hacer una promesa, no volver a discutir una
decisión tomada con suficiente discernimiento y seguridad, etc. Estas
renuncias o decisiones se realizan por algo mejor, por el reino de Dios. Se
hacen también -Jesús insiste en esto- para no ir “al infierno, al fuego que
no se apaga”, eso sí en perfecto estado de salud. Es una posibilidad real,
tenlo en cuenta. Es mejor entrar en el Reino, aunque sea mancos, cojos y
ciegos, sordos, arrugados y andrajosos.
245

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Gn 2,18-24. Y serán los dos una sola carne.
Sal 127. Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Hb 2,9-11. El santificador y los santificados proceden todos del mismo.
Mc 10,2-16. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
UN SOLO CORAZÓN, UNA SOLA CARNE Y UNA SOLA ALMA
Hoy “sólo una minoría vive, sostiene y propone las enseñanzas de la Iglesia
Católica sobre el matrimonio y la familia, reconociendo en estas la bondad
del proyecto creador de Dios. Los matrimonios, ya sean religiosos o no,
disminuyen y crece el número de separaciones y divorcios” (Intrumentum
laboris del Sínodo de obispos sobre La vocación y la misión de la familia en
la Iglesia y en el mundo contemporáneo, 7). Ante esta realidad sobran los
lamentos y urge la oración, la acción y la esperanza.
La terquedad o dureza de corazón
Cuando los fariseos le preguntan a Jesús acerca del divorcio y afirman que
Moisés lo había permitido, Jesús les responde: “por la terquedad de ustedes
dejó escrito Moisés este precepto” y les recuerda el proyecto original de
Dios. La última causa de la variedad de modos e ideas tan divergentes de
entender y vivir el amor conyugal hoy, ¿no estará en la terquedad y dureza
de corazón?, ¿no indica la oscuridad existencial en que viven muchos
hombres y mujeres hoy? Más que discutir, es preciso orar, testimoniar y
evangelizar.
La evolución, en cuanto al rechazo del modelo de matrimonio y familia
natural, especialmente en los últimos cincuenta años, ha seguido unos pasos
que se pueden resumir así: primero fue la ruptura de la indisolubilidad
(divorcio), después la separación de la sexualidad y la procreación
246

(anticoncepción y aborto), luego la separación de la procreación y la


relación conyugal (fecundación in vitro, vientres de alquiler) y, al mismo
tiempo, la relación sin compromiso estable (convivencia, parejas de
hecho), la separación del amor y la sexualidad (sexo sin amor) y,
últimamente, la consideración de las uniones homosexuales como
matrimonio. “Las contradicciones culturales que inciden en la familia no son
pocas” (Ib 8).
¿Qué hacer ante esta situación? ¿Simplemente lamentarnos y procurar
vivir bien personalmente la vida conyugal y familiar? ¿Aceptarla como
normal, como evolución de los tiempos? Nos viene bien recordar aquellas
palabras de san Pablo: “Y no se acomoden al mundo presente, antes bien
transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”
(Rom 12, 2). “Jesús muestra que la condescendencia divina acompaña
siempre el camino humano, sana y transforma el corazón endurecido con
su gracia, orientándolo hacia su principio, a través del camino de la cruz” (Ib
41). En último término, sólo abriéndose al amor de Dios, a la gracia divina,
a la fuerza del Espíritu Santo, pueden sanar el matrimonio y la familia.
No es bueno que el hombre esté solo. No se encontraba ninguno como él
que le ayudase
El Libro del Génesis, en el segundo relato de la creación del hombre y la
mujer, dice que primero Dios creo a Adán de polvo de la tierra y él se
encontraba solo; entre las demás criaturas animales “no se encontraba
ninguno como él que le ayudase”. Y Dios se dijo “voy a hacerle alguien
semejante a él que le ayude”. A través de estas expresiones, el relato quiere
constatar la radical imposibilidad de que el mundo material y animal llenen
el corazón del ser humano. El ansia actual de poseer y gozar de bienes
materiales no es camino adecuado para responder a la soledad y dar sentido a
la vida.
Por otra parte, el ser humano fue hecho a imagen y semejanza de Dios, que
es amor. El ser humano no puede saciar su soledad, que en definitiva es
hambre y sed de amor, con cualquier cosa o con cualquier persona ni de
cualquier manera. La expresión de Dios “no es bueno que el hombre esté
solo”, antes de la creación de la mujer, da a entender que sólo en la
247

comunión interpersonal, el ser humano puede superar la soledad. “Por eso


abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán
los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne”. Y
no basta la unión de los cuerpos, sino la comunión de personas como seres
espirituales, expresada en un modo de pensar, en un proyecto común, en una
espiritualidad. Algo así como se decía de los miembros de la primera
comunidad cristiana que tenían un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32).
“La unidad en la “carne” hace referencia a la totalidad de la feminidad y
masculinidad en los diversos niveles de su recíproca complementariedad: el
cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la voluntad, el alma. Dejar un
modo de vivir para formar otro <estado de vida>” (CEE, La verdad sobre el
amor humano, 26). El ser una sola carne, una sola realidad, tiene su
expresión más real en el hijo concebido. Hombre y mujer siempre
permanecen como personas singulares y completas, es en el hijo donde se
hacen una sola carne en toda su profundidad. La exhortación de Jesús a
dejar que los niños se acerquen a él, comienza por engendrarlos y dejarles
nacer.
Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre
La unión conyugal no es un simple acuerdo entre dos. Es una unión sagrada.
Aun entre personas no bautizadas, el matrimonio es una realidad unida por
Dios. En el centro del evangelio de hoy está la defensa que hace Jesús de la
indisolubilidad del matrimonio. “Si uno se divorcia de su mujer y se
casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de
su marido y se casa con otro, comete adulterio”. El papa Francisco ha
recordado que los divorciados vueltos a casar no están excomulgados,
porque la excomunión es una pena canónica que la Iglesia impone en
algunas circunstancias excepcionales y no lo ha hecho en este caso. Pero eso
no significa que su situación sea normal. Las palabras de Jesús son claras.
La indisolubilidad es un don y una tarea. Un don que Dios da a toda pareja
constituida en matrimonio válido. Un don de Cristo para aquellos que
reciben el sacramento y que hace del matrimonio un signo del amor fiel e
indisoluble de Él a la Iglesia. Una tarea para los esposos. El don hay que
cuidarlo, cultivarlo, fortalecerlo. Una tarea de toda la vida. Una tarea que se
realiza avivando el amor, practicando el perdón, evitando tentaciones y
248

peligros. El Papa Francisco repite tres palabras: permiso, gracias, perdón;


“estas palabras abren camino para vivir bien en la familia, para vivir en paz.
Son palabras sencillas, pero no tan sencillas de llevar a la práctica. Encierran
una gran fuerza: la fuerza de custodiar la casa, incluso a través de miles de
dificultades y pruebas; en cambio si faltan, poco a poco se abren grietas que
pueden hasta hacer que se derrumbe» (Francisco, Audiencia general, 13 de
mayo de 2015).
“La Iglesia -decía el Documento preparatorio del Sínodo- ve con
preocupación la desconfianza de tantos jóvenes hacia el compromiso
conyugal, sufre por la precipitación con la que tantos fieles deciden poner
fin al vínculo asumido, instaurando otro. Estos fieles, que forman parte de la
Iglesia, necesitan una atención pastoral misericordiosa y alentadora,
distinguiendo adecuadamente las situaciones. Es preciso alentar a los
jóvenes bautizados a no dudar ante la riqueza que el sacramento del
matrimonio procura a sus proyectos de amor, con la fuerza del sostén que
reciben de la gracia de Cristo y de la posibilidad de participar plenamente en
la vida de la Iglesia” (64).
La oración colecta de este domingo afirma que Dios, con amor generoso,
desborda los méritos y deseos de los que le suplican. Supliquémosle, pues,
con confianza. Oremos siempre por las familias, especialmente por
aquellas ya rotas o pasan dificultades. Oren los miembros de la familia unos
por otros. “Santa Familia de Nazaret, haz también de nuestras familias lugar
de comunión y cenáculo de oración, auténticas escuelas del Evangelio y
pequeñas Iglesias domésticas. Santa Familia de Nazaret, que nunca más haya
en las familias episodios de violencia, de cerrazón y división; que quien haya
sido herido o escandalizado sea pronto consolado y curado. Santa Familia de
Nazaret, haz tomar conciencia a todos del carácter sagrado e inviolable de la
familia, de su belleza en el proyecto de Dios”. (Exhortación Amoris laetitia).
249

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Sb 7, 7-11. En comparación de la sabiduría, tuve en nada la riqueza.
Sal 89. Sácianos de tu misericordia, Señor. Y toda nuestra vida será alegría.
Hb 4,12-13. La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón.
Mc 10,17-30. Vende lo que tienes y sígueme.

UN HOMBRE BUENO AL QUE LE FALTABA ALGO


Hay realidades que atraen a los humanos de una manera especial, como el
poder, la riqueza o la salud y la belleza. Pero, ¿no hay algo mejor que desear
o a lo que podamos aspirar? Estos días estoy leyendo una biografía de Maria
Curie, la descubridora del radio; ella que, aunque bautizada en la Iglesia
católica en Polonia, su tierra natal, por una serie de circunstancias no era
creyente practicante, primero sola y luego con su esposo, llevó una vida
muy austera y sacrificada, incluso desapegada de honores y prestigios
humanos, en aras de la sabiduría de la ciencia y la investigación. Y nosotros
creyentes ¿no tenemos a mano una sabiduría y unos bienes incluso más
valiosos que la sabiduría natural, el poder, las riquezas o la imagen y gloria
humanas?
En su comparación tuve en nada la riqueza
El autor del libro de la Sabiduría, afirma que suplicó y se le concedieron la
prudencia y la sabiduría y que las prefirió a los cetros y a los tronos, en su
comparación tuvo en nada la riqueza e incluso la antepuso a la salud y a la
belleza. Evidentemente, esta sabiduría no es la de la ciencia o saber
humanos, sino la sabiduría de Dios, que tiene mucho de discernimiento y de
prudencia. Si desde esta página del AT nos trasladamos al Nuevo, podemos
recordar a san Pablo, diciéndonos que todos los bienes de este mundo los
consideró basura comparados con el conocimiento de Cristo Jesús. Frente a
250

la sabiduría de los griegos y las señales de los judíos, dice: “nosotros


predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para
los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo,
fuerza de Dios y sabiduría de Dios, porque la necedad divina es más sabia
que la sabiduría de los hombres” (1Cor 1, 23-25).
Evidentemente, no es que la sabiduría humana (física, científica,
tecnológica), en cierto modo pragmática, que busca conseguir bienes
materiales y servicios útiles a la humanidad sea mala; bien utilizada, es
buena; pero no es la más importante, no es la mejor. No se la puede poner
en primer lugar. Se trata de tener una jerarquía de valores. Y más
concretamente, poner por encima de todo a una Persona, Jesucristo, y sus
enseñanzas. ¿Qué lugar ocupa en tu vida la sabiduría de Dios?, ¿hasta qué
punto has aceptado e interiorizado los criterios evangélicos?, ¿valoras más la
amistad con Cristo, la vida eterna, los valores del Reino de Dios, que la
posesión de bienes humanos (dinero, buena fama, poder, status social…)?
Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero
El autor sagrado del libro de la Sabiduría afirma que se propuso tener esta
sabiduría por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Luz de orientación,
de sentido de la vida, de discernimiento. La palabra de Dios, más
concretamente la palabra de Jesús, es para nosotros fuente de sabiduría.
Jesús mismo dijo de sí: “yo soy la luz del mundo, el que me siga no
caminará en oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). La fe en
Jesús, alimentada por la Palabra, ha de ser la luz que guíe y oriente nuestra
vida. ¿Hasta qué punto tu vida está guiada por la palabra de Dios? ¿Tu vida
personal, familiar, laboral…, está iluminada por la sabiduría del evangelio o
por la “sabiduría” del mundo?
La sabiduría de Dios recibida en su palabra no es mero conocimiento, sino
realidad viva y fuerza espiritual, espada que corta y penetra hasta lo más
profundo de la persona. Es viva y eficaz. Se proyecta sobre los deseos e
intenciones del corazón, para rectificarlos, para enderezarlos según los
deseos del Espíritu. No hay que hacer esfuerzos especiales para que realice
su obra la palabra o sabiduría de Dios, simplemente no ponerle obstáculos.
Recibirla con fe. Aceptarla con pasión. Creerla con esperanza. Amarla.
Y la palabra, como semilla sembrada en tierra buena, irá desarrollando su
251

fuerza germinadora: proyectará su luz para ver de otro modo, cambiará tus
actitudes y tu manera de actuar.
Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Se ve que este hombre era una persona inteligente, sabia. Su preocupación
principal no es cómo ganar más dinero, qué hacer para una mejor vida
sentimental o cómo mejorar su aspecto físico. Su preocupación es cómo
alcanzar la salvación, la vida eterna. Hoy no parece ser este el interés
principal de la mayoría de la gente. ¿Y cuál es tu preocupación primordial?,
¿cuáles son los principales deseos para tu familia, para tus hijos?, ¿hacia
dónde van tus sueños e intereses?, ¿cuál es el objetivo último de tus metas
inmediatas?
Además de sabio, aquel hombre que se acercó a Jesús cuando salía al
camino, era buena persona. Desde pequeño cumplía los mandamientos.
Difícil también hoy encontrar personas así. Sin embargo, sentía, intuía, que
algo le faltaba (Cf Mt 19, 20). Las personas satisfechas del todo,
acomodadas, sin más pretensiones en la vida, sin ideales, en cierto sentido,
ya están muertas. Esto puede entenderse y justificarse respecto a algunos de
los aspectos más superficiales de la vida, fruto de la experiencia, de los
desengaños, etc., pero no respecto al propio crecimiento personal. Es un
riesgo también en la vida espiritual, síntoma de mediocridad, apatía, tibieza.
Anda, vende lo que tienes y luego sígueme
A aquel hombre, buena gente, Jesús lo mira con cariño y le hace otra
propuesta: “una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los
pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego sígueme. Pero esta nueva o
más alta sabiduría le desconcierta. Lo deja perplejo. “A estas palabras,
frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico”. Hay personas
dispuestas a guardar los mandamientos, a ser honestos, pero hasta ahí. Tal
vez la mayoría de los bautizados.
No nos engañemos diciendo que Jesús llamó a aquel hombre a ser uno de los
doce apóstoles o un discípulo especial y que a la mayoría de las personas no
las llama a eso. Porque, a continuación, Jesús dijo: “¡Qué difícil les va a ser
a los ricos entrar en el Reino de Dios! ¡Qué difícil les es entrar en el Reino
de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!” Las riquezas y la
252

confianza en los bienes humanos son un obstáculo para el seguimiento de


Cristo e incluso para la salvación eterna. Riquezas no son sólo bienes
materiales, también son una forma de riqueza el poder, la salud, el prestigio,
la belleza, amigos, familiares... ¿En qué pones tu confianza? ¿Cuál es la
base o cimiento principal en que se apoya tu vida?
Los ricos no pueden entrar ricos en el Reino de Dios, en cualquier caso
tienen que hacerse pobres. Al menos pobres de espíritu. Pero ser pobre de
espíritu es imposible sin renunciar de hecho a muchos bienes. Dios puede
convertir a un rico en pobre. En el momento de la muerte se pierde todo
(bienes materiales, familiares…, hasta el propio cuerpo), involuntariamente,
a la fuerza, pero no la voluntad de posesión a la que sólo libremente se puede
renunciar. ¿Cuáles son las “riquezas” que en este momento te impiden seguir
mejor a Jesús? ¿Hasta dónde llega tu sabiduría?, ¿se queda en la honestidad
razonable? ¿Estás dispuesto a vivir la sabiduría del conocimiento de Cristo,
la sabiduría de la cruz?
No hay mejor modo de adquirir esta sabiduría y la motivación para vivirla
que dejarse interpelar por la mirada cariñosa de Jesús. Con otras
palabras: dejarse cautivar por ella. Es imposible vivir la pobreza evangélica,
en cualquier estado de vida, sin haber hecho de Jesús la propia riqueza, la
riqueza incomparable a cualquier otra cosa. Pero no se trata de un
conocimiento teórico, sino de una experiencia creída y vivida. Es la
experiencia de san Pablo: “juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3, 8).
La de san Francisco: “Dios es, eso basta ¡Dios, Dios! -dijo despacito
Francisco- Eres protección. Eres guardián y defensor. Grande y admirable
Señor. Tú eres nuestra suficiencia. Amén. Aleluya. Su alma chorreaba de paz
y de alegría. Caminaba con un andar alegre. Bailaba más que andaba. - Tú
solo eres grande - dijo Francisco.” (E. Leclerc, Sabiduría de un pobre, 32.
33).
253

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Is 53,10-11. Cuando entregue su vida como expiación, verá su
descendencia, prolongará sus años.
Sal 32. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo
esperamos de ti.
Hb 4,14-16. Acerquémonos con seguridad a trono de la gracia.
Mc 10,35-45. El hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por
todos.
UN BUEN PUESTO A LA DERECHA DE JESÚS… EN LA CRUZ
Los apóstoles -decía Pedro el domingo pasado- lo habían dejado todo para
seguir a Jesús… ¿De verdad habían dejado todo? La escena que
contemplamos en el evangelio de hoy parece indicar lo contrario. Hace
algunos domingos –el XXV-, mientras Jesús los instruía acerca de su pasión,
los veíamos discutir quién entre ellos era el más importante. Y siguen con lo
mismo. Hoy son Santiago y Juan quienes se acercan a él y, sin ninguna
vergüenza, le piden los mejores puestos en su gloria.
¿Qué quieren que haga por ustedes?
“Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. No parece una
manera demasiado humilde de acercarse al Maestro. Además, lo que van a
pedirle es, nada menos, que les conceda sentarse en su gloria uno a su
derecha y otro a su izquierda (no sabemos si previamente se habían puesto
de acuerdo quién a la derecha y quién a la izquierda o si sobre eso discutirían
después…) La respuesta de Jesús “¿qué quieren que haga por ustedes?” deja
entrever su paciencia y mansedumbre: nada de palabras airadas ni salidas de
tono.
254

Esta pregunta nos interroga también a nosotros. ¿Qué quieres que haga por
ti?, parece decirnos el Señor. De otro modo, ¿qué esperamos del Señor? Tal
vez, como el hombre del domingo pasado, guardamos los mandamientos, tal
vez, como los apóstoles, hemos dejado todo o algunas cosas para seguir al
Señor… y ahora, ¿qué esperamos de él?, ¿en qué dirección van nuestras
expectativas? Una vez que uno está ya integrado en la parroquia, en el
presbiterio, en una comunidad religiosa, no debe dar por supuesto que todo
lo que busca y todo lo que hace es “para la gloria de Dios”.
A Jesús lo seguía mucha gente porque habían llenado el estómago y habían
visto curaciones y otros signos. Hoy, en lugares menos desarrollados o entre
personas más necesitadas, ha surgido la llamada “teología de la
prosperidad”, una visión del cristianismo en retroceso hacia el Antiguo
Testamento: la fe en Jesús como fuente de bendiciones materiales
(prosperidad económica, salud, buen puesto de trabajo, etc.) Hasta en
ambientes muy secularizados, sobre todo ante enfermedades incurables,
puede caerse en esta religiosidad interesada.
Sin caer burdamente en esa mentalidad, sí podemos albergar secretas
expectativas –secretas porque no las confesamos abiertamente- más o
menos conscientes –a veces ni uno mismo se da cuenta de ellas- que no van
en la línea del evangelio. Conservar un puesto para satisfacer el deseo de
mandar sobre los demás, sentirse importante o manifestar las propias
cualidades. Mantenerse cerca del obispo a fin de conseguir una parroquia
que parece más boyante económicamente o más prestigiosa. Realizar más
actividades que el coordinador anterior para demostrar la propia valía, etc.
Si Jesús nos preguntara “¿qué quieres que haga por ti?”, la respuesta sincera
tal vez, desgraciadamente, tendría que ser: quiero el mejor puesto, quiero
que todo el mundo me admire, quiero tener muchos éxitos pastorales…,
suponiendo que no haya aspiraciones y deseos más rastreros y mundanos
(que a veces también los hay).
No saben lo que piden. ¿Son capaces de beber el cáliz que yo voy a
beber?
Con mucha suavidad, pero también con claridad y firmeza, Jesús responde a
Santiago y Juan que sus expectativas están fuera de lugar. En todo caso, si
quieren tener un buen sitio en su gloria, el camino es compartir con Él la
255

copa, el trago amargo, de la pasión y el bautismo de sangre con que va a ser


bautizado en la cruz. Al igual que aquellos dos hermanos, en tantas
ocasiones nosotros mismos no sabemos lo que pedimos. Tantas de nuestras
peticiones en la oración están fuera de lugar. Tantos deseos en apariencia
“espirituales” son mucho más egoístas y bajos de lo que pensamos. Jesús nos
propone disponibilidad a compartir su cáliz y su bautismo de sangre.
El hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos
Entre la escena del rico, que escuchábamos el domingo pasado, y la de hoy,
está ubicado, en el evangelio de san Marcos, el tercer anuncio de la pasión.
La petición de los zebedeos expresa la dureza de mente en la que persisten
los apóstoles. Al primer anuncio seguía la recriminación de Pedro, al
segundo la discusión de quién era el más importante y al tercero esta
pretensión de Santiago y Juan, junto a la indignación hacia ellos por parte
del resto del grupo. ¿Hasta qué punto seguimos también nosotros sin
entender? ¿Hasta qué punto somos conscientes de que la expectativa y el
deseo más acordes con el Maestro habrían de ser participar en su cruz?
El afán de poder -sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús- es normal
desde la lógica del mundo, pero no en la de Jesús, la de su Reino y su
evangelio. “Los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan
y los grandes los oprimen”. Podía haber hecho Jesús, a continuación, un
llamado a la revolución, a la desobediencia civil, a formar grupos
“antisistema”… La alternativa que presenta es otra: “ustedes nada de eso”.
En la discusión sobre quién era el más importante, les había dicho: “el que
quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos” (Mc 9, 35).
Ahora añade: “el que quiera ser grande, sea su servidor y el que quiera ser
primero, sea esclavo de todos”. ¿Cómo ser yo servidor, cómo ser yo
esclavo de todos? Una buena pregunta que puedes hacerte y hacerle al Señor
a lo largo de este domingo.
La razón que da Jesús a sus discípulos para que se hagan servidores y
esclavos es su propio ejemplo: “el hijo del hombre no ha venido para que le
sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. El servicio
principal que Jesús realiza es precisamente dar la vida. Los versículos del
cuarto canto del Siervo de Dios, del libro de Isaías, que escuchamos en la
primera lectura, avalan, en forma de anuncio profético, el sentido expiatorio
256

de la muerte del Mesías: “el Señor quiso triturarlo con sufrimientos, cuando
entregue su vida como expiación, verá su descendencia (…) Mi siervo
justificará a muchos cargando con los crímenes de ellos”.
Querer ser el primero, querer ser grande, desear estar a la derecha y a la
izquierda del Señor en su gloria, son modos de “guardar la vida” y, en último
término, de perderla. Hacerse servidor, hacerse esclavo y dar la vida es el
camino para compartir la suerte gloriosa del Maestro. Incluso en esta vida.
Ya he recordado en varias ocasiones que dar la vida significa ir dando, poco
a poco, todo aquello que la gente aprecia en la vida: salud y belleza, dinero y
bienes materiales, poder y éxitos profesionales, prestigio social y buena
fama… y si llegara el caso entregar literalmente la vida física. Pregúntate
cómo puedes hacerlo en tu situación y vocación concreta.
Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia
Es evidente que, tanto el cambiar de mentalidad como el poner en práctica
esta palabra de Jesús no se consigue con el propio esfuerzo ni mediante
estudios o técnicas psicológicas especiales. Es una gracia que hay que
desear, pedir y esperar con confianza. El texto de la carta a los Hebreos
que escuchamos en la segunda lectura de este domingo nos invita a mirar al
Sumo Sacerdote que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios, que se
compadece de nuestras debilidades. “Por eso, acerquémonos con seguridad
al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos
auxilie oportunamente”. Sí, pidámosle el don de ser servidores y esclavos
alegres de los demás, pidámosle fortaleza para saber dar la vida, como él,
por todos.
Acerquémonos también a Aquella que es “trono de la sabiduría” y
“madre de la divina gracia”, para que nos alcance de su Hijo la gracia de
seguirle por el camino del servicio y la entrega. Contemplémosla, en la
anunciación, aceptando ser la “esclava del Señor”, en la visitación y en las
bodas de Caná, como alegre servidora de los demás y, en el calvario, al pie
de la cruz, bebiendo el cáliz y bautizándose en el bautismo de su Hijo.
Acerquémonos a ella, este mes, en el rezo del rosario.
257

DOMINGO XXX DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Jr 31,7-9. Guiaré entre consuelos a los ciegos y cojos.
Sal 125. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Hb 5,1-6. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
Mc 10,46-52. Maestro, haz que pueda ver.
¿AL BORDE DEL CAMINO PIDIENDO LIMOSNA AL MUNDO?
“Yo soy testigo del poder de Dios, por el milagro que él ha hecho en mí: yo
estaba ciego, más ahora veo la luz, la luz divina que me dio Jesús”
(Canto carismático)
Jesús sigue en camino hacia Jerusalén. Allá se van a cumplir los anuncios
que con insistencia ha hecho a sus discípulos de ser entregado, morir en una
cruz y resucitar. Hoy lo encontramos saliendo ya de Jericó, iniciando la
última etapa de su viaje. Al borde del camino hay un ciego, Bartimeo,
pidiendo limosna. Un hombre que no dejará pasar su oportunidad. Nada se le
va a poner por delante. No se resigna a seguir el resto de su vida allá
sentado, mendigando la compasión y unas monedas de la gente que pasa.
Sentados al borde del camino
El camino nos remite al Camino. Estar en el camino es estar en el
seguimiento de Jesús. Estar fuera del camino es no conocerle. ¿Dónde te
ubicas?, ¿en el camino?, ¿en el camino, pero avanzando lentamente?, ¿fuera
del camino?, ¿al borde del camino?, ¿en otro camino? Bartimeo está al borde
del camino porque no ve. Algunos de nosotros estamos en el camino, pero
tal vez no avanzamos por él al paso de Jesús. Algunos se han quedado fuera
del camino. Otros caminan, pero por caminos equivocados y, cuanto más
avanzan, más se alejan de la verdadera meta. Hay muchos sentados al
258

borde del camino. Cansados, desanimados, tal vez sin saber por dónde ir,
hechos un mar de confusiones.
Al borde del camino pidiendo limosna al mundo. Mucha gente vive
mendigando al mundo unas migajas de amor, de éxitos, de atención o de
bienes. Están anclados en eso. No vislumbran otro futuro. No ven un camino
que merezca realmente la pena recorrer. Un mal de nuestra sociedad
contemporánea es la falta de esperanza, la falta de ideales y metas altas.
Cayeron las grandes utopías, los grandes relatos del paraíso en la tierra, se
tornó esquiva y engañosa la fe en el progreso, y no parece que quede otra
alternativa que instalarse al borde del camino de la vida disfrutando, mal que
bien, de sus migajas placenteras.
Sin embargo, esa vida no puede resultar a nadie satisfactoria. Termina en el
hastío. Pero desgraciadamente uno se acostumbra a todo, incluso a vivir en
el sinsentido. Los grandes interrogantes del corazón se acallan y la
oscuridad va ganando la batalla. En el caso de Bartimeo, lo que le hace
despertar de su inercia y rutina mendicante es haber escuchado un nombre:
Jesús Nazareno. Se trata de un nombre que no puede dejar indiferente a
nadie. Sólo el anuncio de ese Nombre es capaz de sacar de la apatía, la
desesperanza, el sinsentido y la ceguera.
Empecemos a gritar: Hijo de David, ten compasión de nosotros
Sí, aquel nombre, aquel ciego, lanzó un grito de angustia y esperanza:
Hijo de David, ten compasión de mí. Se dio cuenta de que, o aprovechaba
aquella oportunidad, o todo estaba ya perdido para el resto de su vida.
“Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: Hijo de
David, ten compasión de mí”. Unos le han anunciado el nombre y otros le
regañan, le ponen obstáculos y pretenden ahogar aquel grito. Y seguramente
eran algunos de los que seguían a Jesús.
¿No estaremos también hoy los discípulos mediocres de Jesús impidiendo el
grito de muchos que, desde su hastío, desde la desesperanza, desde el dolor,
el caos y la ceguera desearían gritar? ¿No estaremos obstaculizando, con
nuestro silencio y falta de testimonio, que se acerquen a Aquel que puede
devolverles la vista y la alegría? ¿No será nuestra cobardía la responsable de
que no les llegue la palabra salvadora: “ánimo, levántate, que te llama”?
259

El encuentro
“Jesús se detuvo y dijo: llámenlo”. Llamaron al ciego y él “soltó el manto,
dio un salto y se acercó a Jesús”. Jesús y el ciego frente a frente. Están
rodeados de mucha gente, pero el encuentro es personal. El diálogo es
personal: “¿Qué quieres que haga por ti? -Maestro, que pueda ver”. Esta
escena, este acontecimiento, quiere Jesús renovarlo con cada persona. Con
todo ser humano. Recordemos que los milagros son signos del reino: lo que
Jesús hizo físicamente con algunos, quiere ahora hacerlo espiritualmente con
todos. A quienes ya hemos tenido la oportunidad y la gracia de habernos
encontrado con el Señor y haber experimentado la alegría de ver, nos toca
ahora propiciar en otros ese encuentro, motivar el grito, anunciar el
Nombre, animar a dar el salto.
También hoy es un día especial para agradecerle al Señor aquel encuentro
que nos puso en pie y nos curó la ceguera, la gran oportunidad de nuestra
vida que no dejamos escapar. El salmo responsorial nos presta sus palabras:
“cuando el Señor cambio la suerte de Sión, nos parecía soñar, la boca se nos
llenaba de risas, la lengua de cantares. El Señor ha estado grande con
nosotros y estamos alegres”. Veamos cumplida en nosotros la profecía de
Jeremías: “el Señor ha salvado a su pueblo. Se marcharon llorando, los
guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua por un camino llano en
que no tropezarán”.
Incluso para reavivarlo. Seguramente nuestra visión no es perfecta o
incluso, en vez de haberse hecho más intensa y clara, ha ido decayendo con
el paso del tiempo. Tal vez, tantas certezas de otro tiempo se han ido
oscureciendo, lo que vimos y sentimos con tanta intensidad ahora parece
haberse esfumado. Renueva, hoy, con todas tus fuerzas, el grito de auxilio:
“Jesús, Hijo de David, Jesús, Hijo de Dios, Jesús, Amigo, ten compasión de
mí, que soy pecador”. Y escucha de nuevo al Maestro que, frente a ti, te
dice: “anda, tu fe te ha curado”.
Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino
La recuperación de la vista fue la ocasión para que Bartimeo conociera a
Jesús y se decidiera a ser discípulo suyo. Dejó la soledad de su oscuridad y
260

entró a formar parte del pueblo de los hijos de la luz. No regresa a recuperar
su manto, se olvida de las limosnas que recibía de los transeúntes y de su
lugar reservado al borde del camino, ha descubierto algo –Alguien- mucho
mejor. La recuperación de la vista física ha sido el punto de partida para
iniciar una nueva vida. Para muchas personas, la quiebra de la salud ha sido
la ocasión para que el Señor haya podido entrar en sus vidas, la grieta por la
que el Maestro ha sido invitado a entrar. A veces, una enfermedad, una
desgracia familiar, una situación económica difícil es, desgraciadamente, el
único resquicio que le permite hacerse presente y salvar.
¿Qué puede significar para ti recobrar la vista, acrecentar la visión?,
¿qué puede significar, en tus actuales circunstancias, seguir a Jesús por el
camino, seguirle mejor? Y antes, ¿cómo volver a tener un encuentro
especial con el Señor que restaure tu vida, que reavive el llamado y el
espíritu de fervor? Este encuentro puede tener lugar en cualquier momento;
ahora estamos en mejores circunstancias que entonces para encontrarnos con
el Señor.
La recepción del sacramento de la Penitencia, la participación en la
Eucaristía, la acogida al Señor en el pobre, el enfermo, el inmigrante…,
pueden ser ocasión oportuna. Cuando estos “lugares de encuentro” parecen
no tocarnos ya el corazón, será necesario un retiro, una jornada, una
misión, unos ejercicios espirituales. No dejes pasar estas oportunidades, no
le obligues al Señor a precisar de ocasiones más drásticas para devolverte la
vista, hacerte volver al camino o sacarte de la flojera con que le sigues.
-O-O-

Libra mis ojos de la muerte,


dales la luz que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.
(Himno litúrgico)
261

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Dt 6, 2-6: Escucha, Israel. Amarás al Señor con todo el corazón
Sal 17: R/ Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza
Heb 7, 23-28: Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no
pasa
Mc 12, 28b-34: No estás lejos del reino de Dios

EL AMOR QUE NOS HACE FELICES Y FECUNDOS


Jesús está ya en Jerusalén. El evangelio de Marcos recoge varias discusiones
de Jesús, en los días previos a su pasión, con los dirigentes religiosos de la
ciudad -sumos sacerdotes, fariseos, saduceos, herodianos, escribas- y el
rechazo de todos ellos. Finalmente se le acerca un escriba para preguntarle
acerca del mandamiento más importante. Este es el pasaje que hoy
escuchamos. La pregunta no carece de interés también para nosotros. ¿Qué
es lo más importante como seguidores de Jesús, como miembros de la
Iglesia?
Guárdalos y ponlos en práctica para que seas feliz y te multipliques
Vivimos tiempos en que las palabras “precepto”, “mandato”,
“mandamientos”, no suenan bien. Vivimos, es verdad, presionados por todas
partes por miles de leyes y normas: de impuestos, de tráfico, en el trabajo, en
la comunidad de vecinos, leyes bancarias, requisitos para solicitar
cualquier cosa… y procuramos cumplirlos. Pero cuando se trata de que nos
digan qué está bien y qué está mal, cómo debemos conducirnos en la vida,
entonces nos molesta y defendemos lo que consideramos nuestro derecho a
decidir.
La lectura del Libro del Deuteronomio da algunas razones de por qué nos
conviene cumplir los mandamientos de Dios: “Cúmplelos siempre y así
262

prolongarás tu vida. Guárdalos y ponlos en práctica, para que seas feliz y te


multipliques. Te multiplicarás en una tierra que mana leche y miel”.
Felicidad, fecundidad y prosperidad son tres motivos para que el israelita
guarde los mandamientos de su Dios.
¿Cumplir los mandamientos de Dios puede realmente hacernos felices?
¿No parece más bien que van contra nuestra felicidad cotidiana? Por
ejemplo, yo quiero pasar un fin de semana feliz en la playa, pero un
mandamiento me dice que debo santificar las fiestas. Dos jóvenes dicen
quererse y quieren ser felices ya, sin tener que esperar a estar casados, pero
un mandamiento les dice que no forniquen. Mucha gente ve así las cosas y
está convencida de que los mandamientos son un pesado yugo que Dios nos
ha impuesto para, como mucho, siendo infelices aquí, ganar después el cielo.
¿Cumplir los mandamientos me da fecundidad y prosperidad? A
primera vista pareciera más bien que, si soy honesto, si digo siempre la
verdad, si no me dejo llevar por la venganza… no voy a prosperar mucho en
la vida.
Pero la Palabra de Dios no miente y, en realidad, los mandamientos son la
salvaguarda de un conjunto de bienes que constituyen el bien integral de la
persona. Si la felicidad, la fecundidad y la prosperidad consistieran única o
principalmente en poseer y gozar de bienes materiales, tal vez tendrían razón
quienes piensan que los mandamientos no son el camino para conseguirlas,
pero el ser humano y su felicidad, fecundidad y prosperidad van mucho más
allá.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas
La felicidad, la fecundidad y la prosperidad más propiamente humanas
tienen mucho que ver con el amor. Dios es amor y nosotros hemos sido
hechos a su imagen y semejanza. Momentos de felicidad de baja calidad se
consiguen con cualquier cosa, pero la felicidad duradera intensa sólo la da el
amor. Pero no cualquier amor. Lo mismo podemos decir de la fecundidad
y prosperidad: con un poco de astucia e inteligencia se puede hacer dinero,
alcanzar algún puesto relevante y, por supuesto, tener hijos. Sin embargo, la
persona es fecunda y próspera sobre todo por lo que ella es, y la medida del
ser la da el amor: uno es sólo en la medida que ama con amor de calidad.
263

Amar al Señor es la condición principal para ser feliz, próspero y fecundo,


porque amarle es el modo de abrir el corazón a recibir su amor, el único
plenamente saciativo. Dios no necesita que yo le ame, soy yo quien necesita
amarle, con una necesidad imperiosa, vital. Amar a Dios es cuestión de
vida o muerte. Quien no ama a Dios está muerto. Sigue viviendo
físicamente precisamente porque Dios es fiel y no odia nada de lo que ha
hecho, pero en lo más profundo de su ser está muerto. Por eso es el primer y
principal mandamiento. Por supuesto, Dios es Dios, el único Señor, nuestro
Creador, Él merece todo nuestro amor. Él es el sumo Bien, la suma Bondad,
el corazón humano tiende a amarle totalmente, con toda el alma, con todas
las fuerzas; si no es capaz de hacerlo no hay otra razón que el pecado, que
nos hace ciegos y sordos a Su Belleza y a Su Palabra.
No es Dios “egoísta” al mandarnos que le amemos en totalidad. No puede
ser de otro modo, porque Él es Único. Cualquier amor en totalidad, es decir,
con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, a alguien que no
sea Dios es una idolatría; a la larga será un amor que nos vacíe y destruya.
Sólo el amor en totalidad a Dios nos posibilita abrirnos al único amor que
puede llenarnos totalmente. Claro que, en realidad, el orden es inverso: Dios
me ama primero, Dios se me da, yo creo en su amor, le abro mi vida y así
puedo amarlo más y más a Él. En último término, como expresa Juan de la
Cruz, es la Trinidad morando en mí quien pone en movimiento esa dinámica
del amor.
El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo
El amor a Dios no excluye los demás amores, más bien los suscita, los
promueve y los ordena. Hay quien piensa que, cuando alguien cercano a él
descubre a Jesucristo y se convierte, va a perder el amor de esa persona. No
es verdad. Lo que sí puede suceder es que el modo de amar cambie y lo que
tal vez se veía como amor ahora se ve de otra manera. Pero Dios no roba el
amor a nadie. Al contrario, Dios es quien nos hace capaces de amar y de
amar bien. Amar a los propios semejantes, amar el universo, la naturaleza.
El antiguo testamento hablaba ya del amor al prójimo como a uno mismo;
Jesús irá más allá, al dejarnos el mandamiento nuevo. El mandamiento del
viejo testamento es imperfecto, porque generalmente nos amamos a
nosotros mismos poco y mal, no nos aceptamos y nos hacemos daño; en
264

consecuencia, aunque amáramos a los demás como a nosotros mismos, no


los amaríamos bien. La referencia ahora para los cristianos no somos
nosotros mismos, sino Jesús que sabe amar bien y nos ha mostrado el
camino del amor.
Viendo a Jesús, a lo largo de todo el evangelio, y escuchando sus palabras,
vamos aprendiendo en qué consiste el amor al prójimo. No es lo mismo amar
a Dios que amar al prójimo, pero el amor con que hemos de amar a ambos sí
es el mismo; por eso, el amor al prójimo verifica hasta qué punto
amamos a Dios, como nos recuerda la 1ª. Carta de san Juan: “nadie puede
decir que ama a Dios a quien no ve si no ama al prójimo a quien ve” (4, 20).
No estás lejos del Reino de Dios
A aquel escriba, “que había hablado muy sensatamente”, Jesús le dice que
no está lejos del Reino de Dios; no le dice que ya está en el Reino de Dios,
algo le falta. Creer en Jesús, eso es lo que le falta. Hay mucha gente que
parece tener las ideas claras. Se dan cuenta que no hay religión comparable
con el cristianismo, desde cualquier punto de vista que se mire, incluso
tienen sentido de solidaridad y justicia, pero no acaban de aceptar a
Jesucristo como el Señor de su vida.
Algunos ponen como excusa a la Iglesia, de la que se sienten
escandalizados, sin darse cuenta que también ellos -si están bautizados- son
iglesia pecadora, pero con ello están reconociendo que Jesucristo es
inseparable de su Iglesia, que se le acepta entero, su Cuerpo total, o no se le
acepta. También esta indisolubilidad Cristo-Iglesia es semejante al
mandamiento: Dios es perfecto, pero el prójimo no. A Dios se le demuestra
el amor amando al prójimo, que tiene muchos defectos. A Cristo se le acepta
-y con él su Reino- aceptando ser miembro de una comunidad de pecadores,
dentro de la cual podemos practicar la misericordia, el perdón, la compasión,
la paciencia, la mansedumbre, la ayuda y solidaridad… ¿O de qué otro
modo pretendemos amar al prójimo?
265

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
1R 17, 10-16. La viuda hizo un panecillo y lo llevó a Elías.
Sal 145. Alaba, alma mía, al Señor.
Hb 9,24-28. Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de
todos.
Mc 12,38-44. Esa pobre viuda ha echado más que nadie.
¿CON LAS MANOS LLENAS O CON LAS MANOS VACÍAS?
Empezábamos el mes de noviembre mirando hacia el cielo, hacia la
asamblea festiva de los santos, nuestros hermanos, y recordando a los
difuntos que todavía se purifican. De los primeros, contemplamos su
testimonio y pedimos intercesión, con los segundos, avivamos la comunión y
ofrecemos oraciones. La segunda lectura de hoy nos invita a mirar a Cristo,
que ha entrado “en el mismo cielo para ponerse ante Dios intercediendo por
nosotros”. Él mismo es el cielo. La liturgia de estas últimas semanas del año
litúrgico nos exhorta a reavivar la esperanza, contemplando las “realidades
últimas”.
El destino de los hombres es morir una sola vez y, después de la muerte,
el juicio
Este texto de la carta a los Hebreos, que escuchamos en la segunda lectura,
lo cita el concilio Vaticano II (Cf LG 48), al lado de las palabras “terminado
el único plazo de nuestra vida terrena”, introducidas para descartar de la fe
católica cualquier idea reencarnacionista. Cada vez se extiende más, incluso
entre personas que se consideran católicas, el rechazo a la realidad de la
resurrección por una supuesta reencarnación, entendida en Occidente
como nuevas posibilidades de vida terrena (en contraste con la idea original
oriental de posibilidades de avance en la purificación). No quieren aceptar -
266

dice M. Guerra- jugarse la vida a una carta. Pero, querámoslo o no, esta vida
terrena y la muerte que pone fin a ella, sólo sucede, gracias a Dios, una vez.
E, inmediatamente después de la muerte, el juicio particular. El Catecismo
de la Iglesia Católica (1021-1022), afirma, al respecto: “La muerte pone fin a
la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la
gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio
principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su
segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la
retribución inmediata después de la muerte de cada uno como
consecuencia de sus obras y de su fe. Cada hombre, después de morir, recibe
en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere
su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse
inmediatamente para siempre. A la tarde te examinarán en el amor (Juan de
la Cruz)”.
Dos viudas pobres, un profeta extraordinario, ricos sobrados y letrados
vanidosos
Esos son los personajes que aparecen en la primera lectura y el evangelio de
este domingo, además de Jesús, sus discípulos y la gente que le escucha. La
viuda de Sarepta y la viuda del evangelio tienen en común que son pobres,
muy pobres, apenas les queda nada para vivir, y generosas. No digo “pero
generosas”, porque es más fácil ser generoso siendo pobre que rico. Las dos
hacen un acto intenso de fe. Elías es un profeta extraordinario, firme en su
fidelidad a Dios, a pesar de la crisis que le sobreviene después de haber
vencido a los profetas de baal; también él hace un acto de fe en el poder de
Dios, “que guarda a los peregrinos y sustenta al huérfano y a la viuda”.
En contraste con la viuda pobre del evangelio, que echa en la alcancía todo
lo que tiene, aparecen en escena, primero, los letrados. Jesús advierte,
enseñando a la multitud, que se cuiden de ellos. ¡Cuídate tú también de los
letrados de hoy, pues! ¿Cómo reconocer a los letrados de los que Jesús nos
previene? “Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan
reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en la sinagogas y los
primeros puestos en los banquetes y devoran los bienes de las viudas con
pretexto de largos rezos”. ¿Existen también hoy “letrados” -sean clérigos,
267

consagrados o laicos- así? Te considero lo suficiente inteligente para que lo


pienses y lo descubras por ti mismo (a).
Incluso será bueno que te mires en el espejo, por si acaso. En contraste
con la viuda pobre, aparecen también los ricos, que echan en cantidad, pero
de lo que les sobra, no como la viuda que pasa necesidad y echa todo lo que
tenía para vivir. Jesús no los censura, simplemente destaca la fe y
generosidad de aquella mujer. No hay referencia ni alabanza explícita hacia
la fe, pero está en el trasfondo: sólo de un acto de fe radical puede brotar la
entrega total.
No cantidad sino calidad
Del episodio de la viuda del evangelio podemos sacar, al menos, dos
conclusiones: que vale más ante Dios calidad que cantidad y que no basta
dar de lo que sobra sino de lo necesario. Hoy estamos muy acostumbrados
a evaluar, pero los criterios evangélicos de evaluación son bastante
diferentes de los que ha de usar cualquier empresa o institución. El simple
balance de resultados no sirve. ¿Qué será mejor, cuando hayamos de
presentarnos ante Dios, las manos llenas o las manos vacías?
Cuando uno está empezando en el camino de la vida espiritual, se fija más en
actos religiosos y menos en la vida cotidiana (familia, trabajo o estudio) y
quiere ver cantidad y resultados: tanto tiempo de oración, tanto tiempo de
lectura de la Palabra, la frecuencia en recibir los sacramentos, las actividades
catequéticas, apostólicas o sociales realizadas, los ayunos, las
mortificaciones, los rosarios rezados… Todo eso no está mal, por supuesto,
si viene movido por el Espíritu.
Sin embargo, siempre conviene preguntarse: ¿con qué motivaciones hago
todo esto?, ¿con amor y por amor?, ¿qué valoro más: la exterioridad o la
interioridad?, ¿con qué espíritu vivo mi trabajo cotidiano, mi vocación de
esposo, padre, madre…?, ¿con qué obediencia, pobreza de espíritu,
misericordia, humildad…?, ¿y la aceptación de la cruz? San Ignacio de
Loyola dice que “vale más un acto [de virtud] intenso que mil remisos”
(Carta, 7/5/1547) y san Juan de la Cruz: “más quiere Dios en ti el menor
grado de obediencias y sujeción que todos esos servicios que le piensas
hacer” (Dichos de amor y luz 13).
268

No sólo de lo que sobra, sino de lo necesario


Alguna película, creo recordar, comienza mostrando al protagonista, solo, en
medio de una gran ciudad, apenas unos centavos de dólar en los bolsillos, y
no encuentra mejor solución que arriesgarse a echarlo todo en una máquina
tragamonedas u otro juego de azar, confiando en la buena suerte. La suerte
en este caso depende únicamente del guionista y el efecto que quiera causar
en el espectador… En el caso de la viuda, se trata de un acto intenso de fe
en Dios. Jesús dice de ella que “ha echado en la alcancía más que nadie”.
Los demás han echado de lo que les sobra, “pero ésta, que pasa necesidad, ha
echado todo lo que tenía para vivir”. Leamos estas palabras de Jesús unidas a
aquellas otras en que afirma que quien deja algo por él recibirá cien veces
más. No puede sorprendernos, pues, que el mejor modo de proceder ante
una situación económica difícil sea, paradójicamente, hacer una buena
limosna o incluso darlo todo.
Por otra parte, “pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la
Iglesia -afirmó Juan Pablo II- la convicción de que ella misma, sus ministros
y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que
sufren cerca o lejos, no sólo con lo «superfluo», sino con lo «necesario»”
(SRS 31). Así hizo también la viuda de Sarepta con Elías y no se arrepintió.
Jesús nos invita no sólo a dar de lo superfluo y de lo necesario, sino a
darnos. A dar no sólo los bienes materiales sino la propia vida.
Para concluir volvamos al principio. “Terminado el único plazo de nuestra
vida terrena”, habremos de presentarnos ante Dios. Dios quiera que, para
entonces, estemos limpios (de pecados y de dineros, de honores y
reverencias). Aprendamos de la viuda del evangelio. No sólo dar, sino darse.
No sólo de lo superfluo, sino de lo necesario. No sólo oraciones, sino obras.
No sólo actividades, sino obediencia, amor y cruz. No sólo limosnas, sino
afecto y misericordia.
269

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO


ORDINARIO
Lecturas:
Dn 12,1-3. Por aquel tiempo se salvará tu pueblo.
Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Hb 10,11-14. 18. Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los
que van siendo consagrados.
Mc 13,24-32. Reunirá a los elegidos de los cuatro vientos.

CON LA CABEZA BAJO DEL ALA ANTE LA MUERTE


Cada vez es más raro encontrar personas que se formulen los grandes
interrogantes existenciales (¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?,
¿qué sentido tiene la vida humana?, ¿qué hay más allá de la muerte?), a lo
más, sus preguntas son pragmáticas y de cortos vuelos: cómo y para qué. Da
la impresión de que nadie se interesa ya por los grandes ideales y que las
aspiraciones personales se reducen a una carrera y/o un trabajo, una “pareja”
y bienes materiales que permitan llevar una vida cómoda y placentera. Sin
embargo, quiéralo o no, sobre cada ser humano, como una espada de
Damocles, pesa la idea (la realidad) de la muerte y el más allá.
La posición más cómoda y seguramente hoy la más extendida, pero a la
larga la más nefasta, es esconder la cabeza debajo del ala, como el avestruz,
y seguir viviendo como si nada. A los existencialistas ateos les costó gastar
mucho fósforo y tinta para llegar a la conclusión de que el ser humano es
“un ser para la muerte”. Sin embargo, hasta el mismo Sartre decía que,
teóricamente es fácil aceptar el ateísmo, pero, en la práctica, es difícil vivir
como si no hubiera Dios. El ser humano moderno rechaza las realidades
escatológicas cristiano-católicas, pero se resiste a tener que morir y busca
sucedáneos, como la reencarnación o la pervivencia en los hijos y la
memoria en las obras realizadas.
270

El Papa Benedicto XVI, en su encíclica Spe salvi (Salvados en esperanza),


se pregunta repetidamente, según va avanzando su exposición, ¿qué
podemos esperar?, porque –dice- “solo cuando el futuro es cierto como
realidad positiva, se hace llevadero también el presente” (2). Pero el futuro
apoyado en las propias fuerzas o en las conquistas de la humanidad se revela
radicalmente incierto, tanto para la humanidad en su conjunto como para
cada persona en particular. Ni la mejor buena suerte que podamos tener ni
los mejores recursos con que contar ni el avance significativo de la medicina
nos garantizan un futuro plenamente satisfactorio. ¿Entonces? Sólo la fe
cristiana nos ofrece un futuro lleno de sentido y plenitud.
Verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y
majestad
¿Qué podemos esperar? ¿Cuándo? ¿Habrá un fin de esta historia humana y
un mundo mejor? La Palabra de Dios, o mejor, Dios mismo a través de su
Palabra, nos da respuestas. La antífona de entrada de la Misa de hoy anuncia,
en un texto tomado de Jeremías: “tengo designios de paz y no de
aflicción”. El evangelio nos dice que llegará un tiempo, un día, que nadie
conoce sino el Padre, en que veremos venir al Hijo del hombre sobre las
nubes con gran poder y majestad. San Pablo llamó a ese día parusía. Sí, el
Señor vendrá a establecer su reino de paz y justicia, de gracia y verdad. Ese
momento supondrá el fin de la actual historia de la humanidad.
Vinculadas temporalmente a ese evento, se nos anuncian una serie de
realidades. Una de ellas es la resurrección corporal, tanto de justos como
de impíos: “muchos de los que duermen en el polvo despertarán, unos para
vida perpetua, otros para ignominia perpetua” (Daniel). Los textos bíblicos
se detienen en describir, mediante imágenes, la suerte de los justos:
“entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro (…) Los sabios
brillarán como el fulgor del firmamento y los que enseñaron a muchos la
justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”, leemos en la profecía de
Daniel. Jesús, por su parte, añade: “enviará a sus ángeles para reunir a sus
elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo”.
Y el salmista afirma confiado: “se me alegra el corazón, se gozan mis
entrañas y mi carne descansa serena, porque no me entregarás a la muerte ni
dejarás a tu fiel conocer la corrupción”. Nuestro destino no es, pues, la
271

nada, sino la resurrección, a imagen y participación de la de Cristo, para


vivir, con él y como él, glorificados, plenificados, radiantes de luz y gozo.
¿Y cuándo sucederá esto? ¿Qué señales nos lo indicarán?
“El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el
Padre”. Sin embargo, al igual que los brotes de la higuera nos indican que la
primavera se acerca, también tenemos algunas señales indicativas de la
cercanía de la venida gloriosa del Señor. Los textos de hoy nos hablan de
“tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta
ahora” (Daniel), “después de una gran tribulación” (Jesús). La Iglesia, en
el Catecismo, se refiere a una gran prueba final:
“Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba
final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que
acompaña a su peregrinación sobre la tierra develará el “Misterio de
iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los
hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la
apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo,
es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí
mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”
(675). ¿Estamos ya en esos tiempos?
Toda generación ha de esperar la venida gloriosa del Señor. Las palabras de
Jesús “no pasará esta generación antes de que todo se cumpla”, han de ser
interpretadas en este sentido. “Desde la Ascensión, el advenimiento de
Cristo en la gloria es inminente, aun cuando a nosotros no nos “toca
conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad”
(Hch 1, 7). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier
momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder
estén “retenidos” en las manos de Dios” (Catecismo 673).
¿Y mientras tanto?
El adviento, que empezaremos dentro de dos semanas, nos permitirá seguir
en este ambiente de expectativa del advenimiento glorioso de Cristo y en las
actitudes con que debemos esperarlo. Vamos a detenernos un poco en dos
disposiciones de que nos hablan las oraciones de la Misa de hoy,
concretamente, el servicio y la alegría. En la oración colecta pedimos:
272

“Señor, Dios nuestro, concédenos vivir alegres en tu servicio, porque en


servirte a ti, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero”.
Me surgen espontáneas las palabras de R. Tagore –ya citadas no hace
mucho- “dormía y soñaba que la vida era alegría, me desperté y vi que la
vida era servicio, serví y comprendí que en el servicio estaba la alegría”.
Y en la oración sobre las ofrendas: “concédenos, Señor, que esta ofrenda nos
alcance la gracia de servirte con amor y nos consiga los gozos eternos”.
Servir al Señor con alegría y amor. Eso es lo que hemos de hacer “mientras
esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”. Ahora bien,
parafraseando las palabras de la primera carta de san Juan (4, 20), pensemos
que “nadie puede decir que sirve a Dios, a quien no ve, si no sirve a su
hermano a quien ve”. Servicio a Dios y al hermano van indisolublemente
unidos. Servicio, por otra parte, alegre. La alegría en el servicio es la
garantía de su autenticidad y calidad.
Pero no reduzcamos el contenido de lo que significa servir. Servir indica más
la actitud que las acciones concretas, es decir, obrar con actitud de siervo.
Son muchos los modos de servir al prójimo. Decía el filósofo Julián Marías:
“La más atroz injusticia que se puede cometer con un hombre es
despojarlo de su esperanza (…) Hoy son muchos los que se dedican a
minar esa esperanza, a destruirla o por lo menos hacerla olvidar” (Problemas
de cristianismo, Madrid 1979, 39).
Un servicio urgente a nuestros contemporáneos es devolverles la esperanza,
la esperanza que no defrauda: la esperanza en Cristo, la esperanza en la vida
eterna. ¿Cómo hacerlo? El Papa Francisco nos dio una clave: cooperar en
una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría, de modo que la
alegría de la fe comience a despertarse en ellos (Cf EG 6).
273

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


-Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario-
Lecturas:
Dn 7,13-14. Su dominio es eterno y no pasa.
Sal 92. El Señor reina, vestido de majestad.
Ap 1,5-8. El príncipe de los reyes de la tierra nos ha convertido en un reino
y hecho sacerdotes de Dios.
Jn 18,33b-37. Tú lo dices: soy rey.

Y SU REINO DE VERDAD NO TENDRÁ FIN


“Te amo, Rey, y levanto mi voz para adorar y gozarme en ti. Regocíjate,
escucha, mi Rey, que sea un dulce sonar para ti”.
En la fiesta que celebramos este último domingo del año litúrgico, la Iglesia,
en su liturgia, nos invita a contemplar y celebrar a Jesús como Rey, rey
del universo y de la historia. Pero, ¿qué significa esto?, ¿en qué sentido es
Jesús Rey?, ¿no es tal vez este un lenguaje triunfalista y anacrónico? y ¿en
qué nos afecta esto a nosotros? Si realmente Jesús es el Rey del universo, es
algo que afecta a todo el mundo y, por supuesto, a nosotros; nosotros somos
amigos de ese rey.
El Señor reina, vestido de majestad (salmo 92)
Desde siempre, Dios fue el único rey de Israel. Cuando el pueblo, deseando
imitar a sus vecinos, quiso tener como jefe civil un rey, seguirá considerando
a Dios como supremo soberano; los reyes judíos sabían que debían
someterse al Señor, único rey de su pueblo. Desgraciadamente, no le fueron
siempre fieles y, en ocasiones, arrastraron al pueblo a la idolatría. Esta
desobediencia llevará al pueblo al exilio e incluso a la desaparición de la
realeza. Es entonces cuando surge la esperanza de un futuro en que Dios
vendrá a establecer su reino definitivamente a la tierra de la mano de su
Mesías.
274

Cuando es anunciada a María la concepción de Jesús, el ángel Gabriel le


dice que ese hijo “será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor le dará
el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y
su reino no tendrá fin”. Una vez nacido, los magos se presentan en
Jerusalén diciendo “¿dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?”. De
modo que, ya desde el principio, Jesús es proclamado Rey. Años después,
Jesús empezará su ministerio público anunciando que el reino de Dios está
cerca. Predicará las parábolas del reino y realizará signos que indican que el
reino ya está en medio de nosotros. Uno de sus primeros discípulos,
Natanael (Bartolomé) confesará, tras apenas conocerlo: “Rabbí, tú eres el
Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49). En una ocasión, después
de haber multiplicado los panes y pescados, el pueblo querrá proclamarlo
rey, pero Jesús huirá al monte.
Tú lo dices: soy Rey
Ante Pilato, Jesús confiesa abiertamente su realeza. Unos días antes no le
importó ya que la gente lo aclamara: “Bendito el Rey que viene en nombre
del Señor” (Lc 19, 38). Paradójicamente, va a ser en su pasión cuando la
realeza de Jesús se ponga verdaderamente de manifiesto. Pero es por la
resurrección y ascensión como Jesús es constituido Rey. Consagrado, por
el Padre, Sacerdote eterno y Rey del universo, nuestro Señor Jesucristo,
ofreciéndose a sí mismo en el altar de la cruz, ha consumado el misterio de
la redención, ha sometido a su poder la creación entera y ha entregado al
Padre un reino eterno y universal (Cf Prefacio).
En Jesús Rey se ha cumplido la profecía de Daniel que escuchamos en la
primera lectura: “vi venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. A
él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará”. Sin embargo,
vivimos en una etapa intermedia entre la instauración del reino y su plenitud
definitiva. Jesús es rey de una manera misteriosa. Nuestro Rey es un
Cordero degollado. “Mi reino no es de este mundo” confiesa Jesús ante
Pilato. Su reino está ya en este mundo, pero “no es de este mundo”. Esto nos
da una idea de las características de su reino y de su modo de ser Rey y nos
pone sobre aviso en nuestra condición de miembros de un pueblo de reyes.
Para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad
275

Y cuando Pilato le dice: “conque ¿tú eres rey?”, Jesús le contesta: “tú lo
dices: soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para
ser testigo de la verdad, todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Jesús
reina, pues, dando testimonio de la verdad. No entra en competencia con
los reinos de este mundo, en sus estructuras políticas, sociales o económicas;
no es un Rey en pugna con los reyes (monarcas, presidentes de la república o
del gobierno…), sino con el Dragón y la Bestia y su reino de mentira y
pecado (Cf Ap 12-13).
Todo el que es de la verdad se pone bajo su señorío. No es un rey que se
imponga por la fuerza. Lo tienen por rey quienes libremente acogen su
palabra. Participan en su señorío y realeza quienes buscan, viven,
defienden y proclaman la verdad; como él lo hizo, con valentía, pero sin
violencia, proponiendo, no imponiendo, no atacando sino dejándose matar.
Él es “el Testigo fiel”, manso y humilde. Hay un dicho popular que afirma
“por la verdad murió Cristo”. Por la verdad de Cristo murieron también los
mártires, conscientes de que la muerte les llevaría a reinar plenamente
con él. No es casualidad que muchos mártires del siglo XX murieran con el
grito “¡Viva Cristo Rey!” en la boca. Sabían en qué bando estaban. Y que su
Rey no los defraudaría.
No podemos cerrar los ojos a la realidad. Hemos de ser conscientes que
vivimos en un mundo de tanta mentira y donde el mal parece reinar. Y
que si nuestro Rey fue llevado a la muerte por dar testimonio de la verdad, y
el discípulo no es más que su maestro, vivir en la verdad, defenderla y
anunciarla, no nos va a salir gratis. Pero no nos acobardemos, nuestro Rey
está con nosotros y nos da su Espíritu para que hable por nosotros. Cada vez
que vivimos más acordemente con la verdad y la anunciamos,
misteriosamente, somos más reyes con Él.
El reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia,
el amor y la paz
Jesús Rey no sólo es testigo y dispensador de la verdad, sino de la vida.
Reinan con él quienes han nacido de nuevo, de lo alto, y han recibido vida
eterna (Cf Jn 3). A los reinos de este mundo se pertenece por nacimiento, y
adquirimos una nacionalidad por el hecho de ver la luz en un país. También
para pertenecer al reino de Jesús es necesario nacer, pero se trata de un
276

nacimiento libre, personal y espiritual: un nacimiento de agua y de Espíritu.


Un nacimiento que nos da vida eterna. La vida humana muere y los reinos
de este mundo pasan, sólo la vida en Cristo y su reino son eternos.
Se trata, además, de un nacimiento que nos traslada de las tinieblas a la luz,
pues Dios Padre “nos libró del poder de las tinieblas y nos pasó al Reino del
Hijo de su amor” (Col 1, 13). “Aquel que nos amó nos ha liberado de
nuestros pecados por su sangre y nos ha convertido en un reino”, leemos en
la segunda lectura. Jesús ejerce su realeza sacando de las tinieblas y de la
esclavitud del pecado. “La santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días
sin término”, le decimos en el salmo. Nuestro Rey es el Santo de Dios que,
por su palabra, nos santifica y nos consagra en la verdad.
Propio de los reyes era, antiguamente, hacer justicia y procurar la paz en
sus reinos. También Jesucristo Rey “ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos” (Credo). “Entonces –leemos en el evangelio de san Mateo- dirá el
Rey a los de su derecha: <vengan, benditos de mi Padre, reciban la herencia
del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo> o
<apártense, malditos, vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus
ángeles>” (25, 34. 41). Él, que fue juzgado y condenado por los hombres, ha
recibido del Padre el poder de juzgar. Pero, ahora, en esta etapa del Reino de
Dios, hace justicia justificando, es decir, haciendo justos y santos, a
quienes creen en él. Su juicio es misericordia.
Todos los reinos tienen su Constitución y sus leyes. En el reino de Jesucristo,
la ley suprema es el amor. El amor hecho servicio cotidiano, porque “el
hijo del hombre no ha venido para ser servido sino para servir”. Por este
amor seremos juzgados por nuestro rey. Él continúa sirviéndonos cada día,
en esta etapa del Reino, al sentarnos al banquete de su Cuerpo y de su
Sangre.
¿En qué medida es Jesucristo el Rey y Señor de tu vida? ¿Crees que ya reina,
de modo misterioso, pero real, en el universo y domina los acontecimientos
y el curso de la historia?
277

Solemnidades y fiestas

Santísima Virgen Inmaculada y Madre mía María, a ti que eres la Madre de


mi Señor, la Reina del mundo, la Abogada, la Esperanza, el Refugio de los
pecadores, recurro hoy. Yo que soy el más miserable de todos, te venero, ¡o
gran Reina! y te agradezco todas las gracias que me has dado hasta ahora,
especialmente el haberme librado del infierno, tantas veces merecido por mí.
Yo te amo, Señora amabilísima y, por el amor que te tengo, prometo querer
servirte siempre y hacer todo lo que pueda para que tú seas amada más por
los demás. Pongo en ti, después de Jesús, todas mis esperanzas, toda mi
salud, acéptame como tu siervo, y acógeme bajo tu manto, tú Madre de
Misericordia.
278
279

LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR


Lecturas:
- Is 7, 10-14; 8, 10. Mirad: la Virgen está encinta.
- Sal 39. R. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
- Hb 10, 4-10. Está escrito: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».
- Lc 1, 26-38. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo.

EL MISTERIO DE LOS MISTERIOS


“¿Por qué está lo decisivo en la encarnación? Porque ahora tenemos entre
nosotros un hombre que es Dios. Tenemos un hermano, que es Dios” (K.
Adam, Cristo nuestro hermano, 116). Ciertamente la encarnación es el
misterio de los misterios. Todo lo demás –la infancia, la vida oculta, la
enseñanza nueva, los milagros, incluso la muerte- puede, de algún modo,
comprenderse, explicarse, pero el hecho de que Dios se haya hecho
hombre es algo inaudito, inimaginable, “escandaloso”. Cambia totalmente
la idea de Dios que se puede deducir de la razón y de las demás religiones.
Esta solemnidad es una fiesta de Jesús y de María. A María se le anuncia
el misterio que va a cambiar la historia de la humanidad, en ella se encarna
el Verbo eterno de Dios. Antes que revelación pública, el misterio queda
escondido en el seno y el corazón de la Madre. Cuando empiece a
manifestarse, no el misterio mismo sino sus consecuencias biológicas,
comenzará la cruz. Porque el Verbo de Dios se hizo hombre para poder
compartir el sufrimiento humano, las consecuencias del pecado y la
muerte. Pero la cruz tocó primero la vida de la madre.
Dios siempre ha sido Dios-con-nosotros. Desde que creó a los primeros
seres humanos, Dios ha estado cerca de la humanidad. También después
que Adán pecó. Siempre ha sido Dios-con-nosotros. Una vez encarnado es
Dios-uno-de-nosotros. Dios en un hombre. Cristo Jesús es Dios y
hombre, divino y humano. En Cristo, Dios se ha hecho criatura, se ha
rebajado, se ha puesto a nuestro nivel, para que nadie tenga miedo de
280

acercársele. La encarnación manifiesta la omnipotencia de Dios, su


sublime sabiduría y, sobre todo, su amor personal ilimitado e
incondicional. Por eso es un misterio cuya esencia nos es imposible
conocer; pero sí podemos contemplarlo y saciarnos de sus frutos de
salvación.
El ser humano, desde sus orígenes, no quiso perseverar en la voluntad de
Dios. Desde entonces, la historia de la humanidad, incluso la historia del
pueblo elegido, es la historia de la lucha de los hombres por empeñarse en
hacer su propia voluntad. Al tomar nuestra carne, nuestra naturaleza
humana, el Hijo eterno de Dios, una voluntad humana se ha sometido
plenamente a la voluntad divina. Cuando entró en este mundo dijo:
“Aquí estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad. Y en virtud de esa voluntad
todo quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecho
de una vez por todas” (Hebreos 10, 7. 10). Su obediencia eterna al Padre,
el Hijo la va a vivir en la condición humana, que es lo mismo que decir
mediante el sufrimiento (“aprendió sufriendo a obedecer” Hebreos 5, 8).
Esta obediencia humana del Hijo va precedida de la obediencia de la
madre, si bien es la obediencia eterna del Verbo la que hace posible el sí
de su madre terrena. Aquel “yo soy la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra”, que María responde al mensajero divino, es ya obra del
Espíritu como la encarnación misma. María pronuncia el “hágase”, pero es
Dios, mediante la potencia creadora de su Espíritu, quien suscita aquella
respuesta y realiza la encarnación. La encarnación es la más grande
creación. No hay comparación entre la belleza y grandiosidad de ese
nuevo ser que empieza a existir en María y todas las maravillas del
universo con que nos asombran a diario los investigadores del cosmos.
El Verbo de Dios encarnado se fue gestando en María, nació, creció,
desarrolló una “personalidad” humana madura, murió, resucitó, fue
glorificado. El hombre Cristo Jesús vive ahora como el mediador que
hace posible nuestra progresiva divinización: él se hizo hombre para
que el hombre se haga Dios por participación. Este milagro se va
realizando en la medida que, como El y su madre, decimos sí a la voluntad
de Dios.
281

SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


Lecturas:
Os 11,1b-3-4.8c-9. Os anuncié de balde el Evangelio de Dios
Sal: Is 12,2-3.5.5-6. Sacarán aguas con gozo de las fuentes de la salvación
Ef 3,8-12.14-19. Comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor
cristiano
Jn 19,31-37. Le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua.

COMO NIÑOS ABRAZADOS A SU CORAZÓN


La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús es la fiesta del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús. No se trata de fijarnos en un órgano del cuerpo
humano de Jesús, sino en lo que la palabra corazón expresa o significa:
amor, ternura, compasión, misericordia. Las expresiones que usamos son
muchas: amar con todo el corazón, poner en algo todo el corazón, entregar o
dejarse robar el corazón, perdonar de todo corazón, empeñarse en algo con
todo el corazón. Notemos el adverbio “todo” que acompaña muchas de estas
expresiones, queriendo indicar que cuando se hace algo con el corazón no
puede ser a medias sino en totalidad, con todas las fuerzas, con todo el
afecto. Así nos ama Dios, con todo su Corazón. Él nos amó primero. Con
corazón “manso y humilde”. Y nosotros estamos llamados a amarle así, “con
todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”. “Aprendan de
mí”. Amor con amor se paga.
De Corazón a corazón
La “devoción” al Corazón de Jesús se desarrolló a partir de la edad media. El
corazón es el lugar donde simbólicamente reside el amor. Por eso, el
creyente ve la relación con Dios como de Corazón a corazón. Santa
Gertrudis (1256-1302) nos narra así una de sus experiencias espirituales y
oración: “Al atardecer, antes de acostarme, orando de rodillas, me vino a la
memoria este pasaje del evangelio: “si alguno me ama, mi Padre lo amará y
vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn 14, 23).
282

Inmediatamente mi corazón de barro sintió tu venida y tu presencia (…)


Por tu Corazón herido, traspasado, amantísimo Señor, traspasa el corazón de
ésta con los dardos de tu amor, de modo que no pueda tener en sí nada
terreno, sino que sea poseído por la sola eficacia de tu divinidad” (Memorial
de la experiencia de Dios, en Mensaje de la misericordia divina, BAC
clásicos de espiritualidad 9, 52. 56).
Según esta mística benedictina o cisterciense, del Corazón de Dios brotan y
se derraman a raudales sobre el creyente gracias de virtudes y
consuelos. Ella misma experimentaba la gracia de penetrar espiritualmente
en el Corazón del Señor: “lo que allí sintió, lo que vio, lo que oyó, lo que
gustó o lo que tocó, sólo ella lo sabe y también aquel que se dignó admitirla
a tan excelente y sublime unión, es decir, Jesús, el Esposo del alma amante,
<que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por lo siglos> (Rom
9,5)” (Ib, 140-141).
Mi corazón se conmueve dentro de mí y se inflama toda mi compasión
Pocos textos tan bellos como el del libro de Oseas que escuchamos este año
en la primera lectura. Para Dios, Israel fue como un niño al que amó, al que
fue enseñando a andar, al que levantaba en sus brazos, al que atraía hacia sí
“con los lazos del cariño, con las cadenas del amor”, para estrecharlo en
su pecho, y hacia el que se inclinaba para darle de comer. Quita el nombre
Israel o Efraín y pon tu propio nombre. Imagina al Padre eterno, el Dios
infinito, autor de todo el universo, abrazándote con sus dos manos –el Hijo y
el Espíritu Santo, según san Ireneo- y estrechándote contra su pecho. Ese
es el Corazón de Dios. Ese es el único amor plenamente gratificante y
saciativo.
Israel no ha sido fiel, pero Dios sí es fiel, su corazón es compasivo y no va a
dejarse llevar por la cólera, pues -dice- “yo soy Dios y no hombre, santo en
medio de ti y no enemigo a la puerta”. Vivir en toda su profundidad la
experiencia a que nos invita este texto es -me parece a mí- entrar ya en la
experiencia mística, al modo de Teresa del Niño Jesús, por el camino de la
infancia espiritual. El salmo 12, que sigue a esta lectura, hace exclamar al
orante: “el Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo.
El Señor es mi protección y mi fuerza”. Tal vez habría ido mejor el 130:
“Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo
283

grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre”. Corazón de niño en conciencia y
experiencia de adulto.
A mí, el más insignificante de todos los fieles, se me ha dado la gracia de
anunciar este misterio
Pablo parece vivir esta experiencia de infancia espiritual y saberse como un
niño en las manos del Señor que le tumbó la arrogancia de adulto y le hizo
nacer como niño a una vida nueva. Se siente, por una parte, el más
insignificante de los fieles, pero, por otra, llamado a proclamar la
incalculable riqueza que hay en Cristo y el misterio de su salvación. Pablo se
arrodilla ante el Padre celestial para que el Espíritu fortalezca a los efesios y
Cristo habite por la fe en sus corazones. Así podrán vivir “arraigados y
cimentados en el amor” y comprender “la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo
conocimiento humano”, de modo que queden “colmados con la plenitud
misma de Dios”.
Para Pablo, pues, la experiencia del amor de Dios no es puro sentimiento
ni, mucho menos, sentimentalismo. La experiencia del amor de Dios es una
realidad objetiva, consecuencia del reconocimiento de la paternidad de Dios,
de la iluminación del Espíritu y de la presencia de Cristo en el corazón de los
creyentes. Por la fe viva, Cristo habita en mi corazón, en mi alma, en todo mi
ser. Su amor es una realidad Increada y creada que me diviniza. Ahí, en lo
más íntimo de mí mismo, me ama. Por eso, no puede ser una sensación
puramente superficial, sólo o preferentemente sensible, sino interior y,
habitualmente -al menos mientras nuestra vida cristiana es poco profunda-
apenas consciente.
Pablo pide que podamos vivir “cimentados y arraigados” en ese amor. Dos
imágenes: cimiento y raíz. Una de la construcción, la otra de la vida
vegetal. Sin cimiento, el edificio no se sostiene. Sin raíz, la planta no tiene
vida. Sólo la fe en el amor fiel e incondicional de Dios puede sostenernos a
lo largo de toda la vida. Me atrevo a decir que todo aquel que rechace
cimentar su vida en el amor de Dios, tarde o temprano, se hunde incluso
psicológicamente. Sólo arraigados en el amor de Dios, lo que implica
perseverancia y profundidad en la fe, podemos tener vitalidad cristiana,
284

fortaleza espiritual, un sentido divino, o sabiduría espiritual de la vida,


profundamente arraigado que nos lleva a interpretar todo en clave de
providencia y a vivir en esperanza. Quien tiene las raíces de su vida
hundidas profundamente en el amor de Dios es un roble, nada lo va a
tumbar. Podrá pasar por momentos de duda, de debilidad, incluso de pecado,
pero ahí permanecerá firme, en el Señor.
Por otra parte, el apóstol ora también para que seamos capaces de
comprender cuál sea la anchura y longitud, la altura y la profundidad de
ese amor que, no obstante, “sobrepasa todo conocimiento humano”. El
hecho de que sobrepase todo conocimiento humano no significa que no se
pueda conocer, que sea un amor “ciego”. Más bien es al revés: ese amor nos
da la capacidad de conocer mucho más allá de nuestra propia capacidad
natural. Experimentar ese amor, mediante la fe, nos capacita para conocer de
otro modo al mismo Dios y toda la realidad creada. Para conocer bien a
alguien hay que amarlo. Si incluso el amor humano es fuente de
conocimiento, incomparablemente más el amor de Dios.
“Para que así queden ustedes colmados con la plenitud misma de Dios”.
Hace unos días recordábamos la frase de GS 24 de que el ser humano
únicamente alcanza su plenitud en la entrega sincera de sí mismo a los
demás. La entrega de uno mismo es la consecuencia lógica de la experiencia
del amor de Dios. Nuestra plenitud sólo puede realizarse teniendo parte en la
plenitud de Dios. Tomando parte en el amor infinito de Dios. Bebiendo de
ese amor. Dejándose penetrar de ese amor. Expulsando de uno mismo todo
otro amor que no sea en Él, es decir, que no esté in-formado por él. Ese amor
lleva en sí la dinámica del darse a Él y a los demás. Ahí alcanzamos
nuestra plenitud. A más amor más entrega y más plenitud. “No mires,
hombre, para atrás, Amor se lanza más y más” (himno litúrgico).
285

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA


Lecturas:
Is 49,1-6. Te hago luz de las naciones.
Sal 138. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.
Hch 13,22-26. Antes de que llegara Cristo, Juan predicó.
Lc 1,57-66.80. El nacimiento de Juan Bautista. Juan es su nombre.

EN TI MANIFESTARÉ MI GLORIA
De san Juan celebramos su natividad y su martirio. Con más categoría
litúrgica la natividad, por los hechos extraordinarios que la rodearon. Al
mismo tiempo que vamos contemplando la vocación y misión de Juan, a la
luz de las lecturas, recordemos también nuestra propia identidad, vocación
y misión. Y todo para contemplar y alabar la gloria de Dios.
El Señor me llamó desde el vientre de mi madre
El segundo canto del siervo de Dios, del Libro de Isaías, que en adviento y
cuaresma escuchamos como profecía del Mesías, lo presenta hoy la liturgia
como recordatorio de la concepción y nacimiento de Juan Bautista. Zacarías
e Isabel eran ya mayores y no habían tenido hijos. No obstante, seguían
pidiéndole a Dios esa bendición. San Lucas nos relata la visión que Zacarías
tuvo en el templo en la que el ángel Gabriel le anunció la concepción de Juan
como respuesta a sus súplicas. Poco después, a los seis meses de embarazo,
el mismo evangelio nos relata la visita de María a Isabel y cómo el niño
“aun antes de nacer, saltó de gozo por la visita del Salvador” (prefacio) y,
junto con su madre, se llenó del Espíritu Santo.
“En ti manifestaré mi gloria”, le dice Dios a su siervo. En Juan, Dios quiso
manifestar su gloria y su misericordia, tanto en su concepción y nacimiento
como a lo largo de su vida. Zacarías e Isabel son muy conscientes de la
grande misericordia que Dios ha tenido con ellos, por eso “su nombre será
Juan”, es decir, “Dios es misericordioso”, “Dios se ha apiadado”. Sabe
286

Zacarías que aquel niño irá delante del Señor “anunciando a su pueblo la
salvación y el perdón de los pecados”. Juan, a pesar de sus rasgos de profeta
anunciador del juicio y voz que clama por la conversión, es precursor de
Aquel que ha venido a dar al mundo el perdón y la misericordia de Dios.
¿Qué va a ser este niño?
Era la pregunta que se hacían los vecinos de la región montañosa de Judea.
Será un profeta, profeta del Altísimo. Hablará de parte de Dios sin pelos en
la lengua (claro y raspao). Su boca será “espada filosa” y “flecha
puntiaguda”; será servidor de Dios y dará testimonio de la luz. Le
preparará al Mesías un pueblo bien dispuesto. El mismo se definirá en
relación a Jesús: “yo no soy el que ustedes piensan, detrás de mí viene uno
que es más que yo”. Fue “un hombre enviado por Dios”, “el mayor de los
nacidos de mujer”.
“Realmente la mano de Dios estaba con él”. En la mano reside la fuerza,
para trabajar y para luchar. La mano de Dios es su fuerza, su poder. La
fuerza y el poder de Dios estuvieron con Juan desde antes de nacer. La
mano de Dios lo preparó para la misión y lo sostuvo hasta “dar el
testimonio supremo de su sangre” (prefacio). La mano de Dios lo llevó al
desierto “hasta el día en que se dio a conocer al pueblo de Israel”. El
desierto es el lugar donde se curten los profetas. Lugar de la soledad y el
silencio para escuchar a Aquel en cuyo nombre van a hablar y la palabra que
deberán decir. Lugar de lucha contra las fuerzas del mal y de superación de
sí mismo.
Preparó la venida del Salvador predicando a todo el pueblo un bautismo
de penitencia
El tiempo de adviento nos presenta ampliamente la figura del Bautista, tanto
las circunstancias de su concepción y nacimiento como el desarrollo de su
misión en la orilla del Jordán: “preparar al Señor un pueblo bien dispuesto”,
sobre todo predicando la conversión y administrando un bautismo de
penitencia. Fue un hombre que supo dejar paso al Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo y, mientras Cristo empieza a tener cierta fama, él
se ve en el fondo de una mazmorra por no haber callado, esperando el final
de sus días y pasando por momentos de noche. También podemos aplicarle
287

a él las palabras del canto del siervo de Dios “en vano me he cansado,
inútilmente he gastado mis fuerzas; en realidad mi causa estaba en manos del
Señor, mi recompensa la tenía mi Dios”.
Te doy gracias, Señor, porque me has formado maravillosamente
Al contemplar la figura de Juan alabamos la grandeza de Dios, “que quiso
distinguirlo con particular honor entre todos los hombres” (prefacio) y
podemos volver la mirada a nosotros mismos. A la luz del Bautista,
alabemos al Señor porque también en nosotros ha manifestado su gloria.
Jesús llegó a decir que, si bien Juan era el mayor de los nacidos de mujer, el
más pequeño en el Reino es más grande que él. Si comparamos lo que se
dice de Juan con todo lo que el Nuevo Testamento afirma de los cristianos,
es evidente que el más pequeño en el Reino es mucho más que el Bautista en
su etapa terrena. Pensemos solamente, por ejemplo, en lo que dice la carta a
los Efesios: “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales
en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que
fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos
predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (1, 4-5).
A la luz de la vida del Bautista, tomemos conciencia, hagamos memoria, de
nuestra propia identidad, vocación y misión. Reconozcamos nuestra propia
grandeza. Ahora todos somos “profetas del Altísimo”, “sal de la tierra y luz
del mundo”, discípulos y amigos del Cordero de Dios, llamados no sólo a
prepararle el camino en los lugares donde piensa ir él, sino a hacerle
presente, a llevar su mensaje y su obra salvadora. Santos y templos del
Espíritu Santo. Hombres y mujeres enviados por Dios a llevar su paz de
casa en casa, con poder para expulsar demonios y sanar enfermos. Eso sí,
Juan nos sirve de ejemplo.
De Juan necesitamos el fervor y la valentía, para no decaer ante las
dificultades ni siquiera ante la perspectiva de la muerte inesperada, injusta o
violenta. De Juan aprendemos la libertad de espíritu para no callar, cuando
debamos hablar, y proclamar sin miedo lo que tengamos que decir, moleste a
quien moleste. Juan nos enseña la necesidad del desierto como lugar al que
hay que estar volviendo constantemente para oír la voz del Señor y tener
certeza de que son palabras suyas, no simplemente nuestras, las que
proclamamos.
288

De la figura del Bautista hemos de hacer nuestra la vida sencilla y austera,


recordando las palabras del apóstol: “porque nada trajimos cuando vinimos
al mundo, y al irnos, nada podremos llevar, teniendo qué comer y con que
vestirnos estaremos contentos” (1Tim 6, 7-8). Y la humildad de saber quién
es el verdaderamente importante, que no nos predicamos a nosotros mismos,
que no evangelizamos para nuestro grupo sino para el Señor, la humildad
también de saber dejar paso y no apegarnos a nada ni a nadie. Juan nos está
recordando la necesidad de la conversión permanente y que la exhortación a
la penitencia es para toda la vida.
Se regocijaron con ella
Nos alegramos con Isabel, como sus vecinos y parientes. Nos alegramos con
Juan, feliz ahora junto a Cristo y María. Nos alegramos de su extraordinario
nacimiento y de su glorioso martirio. Juan es uno de los nuestros. Nos
alegramos con tantas parroquias, monasterios, colegios… que lo tienen como
titular o patrono. No nos interesa discutir sobre el solsticio de verano con
todas sus fantasías y ritos paganos. A nosotros, lo que nos importa es
glorificar a Dios por “el mayor de los nacidos de mujer”, por aquél que dio
testimonio de que La luz estaba ya en medio del mundo. Y alegrarnos
porque también la mano de Dios está con nosotros.
-o-o-
Niño que antes de nacer / reconoce a su Señor / y da saltos de placer, /
bien puede llegar a ser / su profeta y precursor.
Su nombre será san Juan, / su morada los desiertos, / langostas serán su pan /
Sobre el agua del Jordán / verá los cielos abiertos.
Otros le vieron lejano / y le anunciaron primero; / Juan le ve ya tan cercano /
que va extendiendo su mano / y señalando al Cordero. /
Está llegando la hora / ocaso de un testamento, / pero del nuevo la aurora, /
con la gracia triunfadora / de Juan en el nacimiento. /
Le ley vieja en él fenece, / la de gracia en él apunta; / de donde claro parece /
que en este niño amanece / libertad y gracia junta. /
Claro espejo es el Jordán / después que los dos se han visto / y abrazos de
paz se dan; / resplandece Cristo en Juan y Juan reverbera en Cristo /
(Himno litúrgico).
289

SAN PEDRO Y SAN PABLO


Lecturas:
- Hch 12, 1-11. Era verdad: el Señor me ha librado de las manos de
Herodes.
- Sal 33. R. El Señor me libró de todas mis ansias.
- 2Tm 4, 6-8. 17-18. Ahora me aguarda la corona merecida.
- Mt 16, 13-19. Tú eres Pedro, y te daré las llaves del reino de los cielos.
DOS HOMBRES EXCEPCIONALES.. Y SIN SER FUTBOLISTAS
Pedro y san Pablo son, para muchos de nuestros contemporáneos, dos figuras
prácticamente desconocidas. No fueron futbolistas, ni cantantes, ni
actores… ¡qué pena! Cada época tiene sus héroes. En la nuestra no son
precisamente los santos. Sin embargo, si dejamos a un lado los prejuicios y
miramos con imparcialidad, encontramos, en los veinte siglos de historia de
la Iglesia, miles de personas, hombres, mujeres, jóvenes, niños, de todos los
continentes, cuya vida, aun limitándonos a sus aventuras humanas exteriores,
es mucho más espectacular que la mayoría de los personajes famosos de
nuestro tiempo. Pedro y Pablo, aun considerados de tejas abajo, son dos
figuras excepcionales. Es verdad que el secreto de su originalidad estuvo en
haber conocido y seguido a Jesucristo.
Dos historias de conversión
Al acercarte a estos dos hombres del siglo primero de nuestra era, te invito,
en primer lugar, a contemplar, a grandes rasgos, su evolución vital: quiénes
eran y qué llegaron a ser, qué expectativas tenían antes y cómo cambió su
vida después de su encuentro con Jesús. Te va a ayudar a apreciar el poder
de la gracia o, mejor, la fuerza poderosa de Jesucristo. Nos va a ayudar a
volver a las raíces, a los orígenes de la Iglesia y descubrir los cimientos que
la sostienen y la dinámica que la mueve. Vamos a poder afianzarnos en la
esperanza de nuestra propia conversión. Apreciaremos algunos datos
importantes para la nueva evangelización. No podemos entrar en muchos
290

detalles que, por otra parte, conoces, pero es bueno volver sobre ello,
detenerse un poco.
Es incuestionable que, el encuentro con Jesús Resucitado, marca un antes y
un después en la vida de una persona. En otros términos, el conocimiento
experiencial de Cristo, no puramente teórico o intelectual, sino un encuentro
de tú a tú, hace de una persona alguien muy diferente, distinta del resto de
aquellas con quienes convive o trabaja. Si no existiera esa diferencia,
podríamos dudar de que haya habido un conocimiento y encuentro personal.
Se trata -he dicho- del encuentro con Jesús ya Resucitado, que es con quien
se encontró Pablo; en el caso de Pedro, aunque lo conoció antes, su
conversión definitiva tuvo lugar también después de la muerte y resurrección
de Cristo.
Pedro era pescador. Los primeros contactos con Jesús le impresionaron
hasta el punto de dejar su trabajo e irse con él. Durante la vida pública de
Jesús el cambio de Pedro es lento. Hecho de avances y retrocesos. Sólo una
vez que Cristo muere, resucita, asciende al cielo y especialmente cuando
envía el Espíritu Santo, será Pedro otra persona, capaz de arrostrar la cárcel y
la muerte. Notemos que, para primer Papa, no elige Jesús a un superdotado
sino a un pescador, eso sí, lleno del Espíritu Santo. La Iglesia no está
edificada sobre intelectuales sino sobre hombres sencillos llenos de Espíritu
Santo. La Iglesia no se extiende gracias a hombres talentosos y hábiles para
el marketing sino gracias a gente sencilla, eso sí, apasionada por Jesús y
ungida de su Espíritu.
Pablo era un intelectual. Sin embargo, su conversión va a consistir
cabalmente en la renuncia a apoyarse en sus conocimientos y sabiduría
humana, pasando a tomar como apoyo sus debilidades y predicar a Cristo
crucificado. Una señal inequívoca, que vemos tanto en Pedro como en
Pablo, de la autenticidad del encuentro con Cristo, es el cambio de actitud
ante la cruz. Ambos pierden el miedo a las dificultades y persecuciones.
Ambos se alegran de poder padecer algo por Jesús y por extender su Reino.
Y ambos van a terminar su carrera entregando la vida por Cristo en el
martirio, uno en la cruz y el otro bajo la espada.
Cuando Jesús y sus discípulos llegaron a Cesarea, primero les preguntó
sobre la opinión que la gente tenía de él y después sobre la suya propia: “y
291

ustedes ¿quién dicen que soy yo?”; Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios vivo”; sin embargo la respuesta completa acerca de quién es
Jesús, la empezó a dar Pedro a partir de Pentecostés. La predicación de su
“Nombre”, las curaciones “en nombre de Jesús”, la cárcel y el martirio
sufridos por él, son la confesión de que Jesús de Nazaret es aquel en quien
únicamente hay salvación. Pablo, por su parte, dirá: “para mí, la vida es
Cristo”. Jesús es, para Pablo, aquel que “me amó y se entregó a sí mismo
por mí”.
También a nosotros hoy, al celebrar la vida, el testimonio y la muerte santa
de estos dos apóstoles, se nos pregunta por Jesús. ¿Quién es Jesús para ti?
¿Qué significa realmente en tu vida? ¿Es el centro o algo periférico? De la
respuesta que des, va a depender tu identidad personal, el modo como vas a
desenvolverte en la vida y tu misión. No se trata de una pregunta y respuesta
intrascendentes. En ello nos va la vida.
Volver a las raíces
En cierta ocasión, un periodista de habla española, aunque de origen judío,
entrevistó al Papa Francisco. Entre otras cuestiones, traía el reportero a la
memoria de Francisco su rechazo a medidas excepcionales de seguridad,
como carros (coches) blindados, y le preguntaba si no temía por su vida. La
respuesta del Papa fue más o menos así: “a mi edad, no tengo ya mucho
que perder”. En nuestro tiempo, nos parece excepcional la muerte violenta
de un Obispo o de un Papa, sin embargo, cuando la Iglesia nació, era lo
normal: Cristo murió en la cruz, los apóstoles fueron mártires y así ha
sucedido a lo largo de la historia, por tanto, no nos debería extrañar hoy. Es
más, deberíamos considerarlo como lo normal. De Pedro y Pablo afirma la
antífona de entrada de la Misa: “mientras estuvieron en la tierra, con su
sangre plantaron la Iglesia”.
La nueva evangelización, a realizar en ambientes neopaganos, ha de tener en
la Iglesia primitiva su principal modelo. En la primera lectura de la Misa
de hoy, vemos a Pedro en la cárcel y a punto de ser ejecutado. Y mientras él
está preso, la comunidad no se dedica a recoger firmas, hacer diligencias o
buscar apoyos para mediar por él ante Herodes, sino que “la Iglesia oraba
insistentemente a Dios por él”. Y Pedro salió ileso de la cárcel. También hoy
la Iglesia -todos nosotros-, a la hora de realizar la nueva evangelización,
292

deberá centrarse más en la oración y mirar un poco menos a la coyuntura


social y política. Dejar a un lado prudencias humanas y diplomacias y hablar
más, sin miedo, de Jesucristo.
Y Pablo, escribiendo a su discípulo Timoteo, afirma: “yo estoy a punto de
ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido
bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”. Y sabemos
que ese combate y esa carrera estuvieron jalonados de persecuciones,
cárceles, azotes, apedreamiento, naufragios… Sin embargo, “el Señor me
ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje. Él me libró de la
boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal”. Este espíritu es el
que hemos de pedir hoy para nosotros a estos dos gigantes de la fe.
“Es sano acordarse de los primeros cristianos -afirma el Papa Francisco- y
de tantos hermanos a lo largo de la historia que estuvieron cargados de
alegría, llenos de coraje, incansables en el anuncio y capaces de una gran
resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más
difícil… no digamos que hoy es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de
los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su
época. El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al
mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa
ante los embates del mal” (EG 263. 85).
Alegrémonos de haber conocido a Cristo. Apasionémonos por él como Pedro
y Pablo. Vivamos de Cristo. Sigámosle con decisión. Digamos, con Pablo:
“me ama y se entrega por mí”. Escuchemos: “Te basta mi gracia, porque mi
fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9). Anunciemos a Cristo, el
poder de su gracia, el gozo de su evangelio. Que ningún día dejemos de
invocar su nombre y la fuerza poderosa de su resurrección.
293

ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA


Lecturas:
Ap 11,19a; 12,1-6a.10ab. Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
Sal 44. De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir.
1Co 15,20-27. Primero Cristo como primicia, después todos los de Cristo.
Lc 1,39-56. El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los
humildes.

SU TRIUNFO Y SU GLORIA SON YA LOS NUESTROS


En una de las lecturas de esta solemnidad de la Asunción de María, se nos
narra que apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del
sol, coronada de estrellas y la luna bajo los pies, a punto de dar a luz un
varón, y frente a ella un enorme dragón rojo, dispuesto a comerse al niño en
cuanto naciera; al no conseguirlo, el dragón intentará perseguir a la mujer,
pero ella escapará al desierto. “Entonces despechado contra la Mujer, se fue
a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12, 17). Este versículo no se
lee en la proclamación de hoy, pero lo he recordado a propósito de la
situación o circunstancias en que actualmente se celebra esta fiesta en
muchos lugares (sobre todo de España).
A lo largo de la geografía española son miles los pueblos y ciudades donde
el 15 de agosto es la fiesta patronal, bajo diversas advocaciones marianas. Si
el día de la Asunción es, para María y para la Iglesia, la celebración de su
triunfo definitivo sobre la muerte y el Maligno, para millones de personas
que festejan “fiestas populares” son días en los que, desgraciadamente,
manifiestan su dependencia y sumisión al Dragón del modo más rotundo,
alocado y desvergonzado. Detrás del desenfreno y libertinaje con que dicen
divertirse “en honor” a la patrona, no hay duda de que está, aun sin ellos tal
vez darse cuenta, el influjo, la guerra, el despecho y la venganza, del
Maligno.
294

Si a lo largo de la historia del cristianismo, a medida que muchos pueblos


iban siendo evangelizados, fiestas y fechas paganas dejaban de celebrarse o
se llenaban de un contenido nuevo, evangélico, cristiano, hoy asistimos al
proceso inverso: las celebraciones cristianas, desde la Navidad hasta la
Semana Santa, pasando por las fiestas patronales, están perdiendo su
contenido originario y van quedando reducidas a fiestas no ya sólo civiles,
profanas, laicas (o como queramos llamarlas), sino marcadamente paganas
y siniestras. Ante esta triste realidad, podríamos pensar que nada podemos
hacer, que las cosas son así y ya. Sin embargo, sí que podemos hacer. Es
urgente actuar. Es urgente testimoniar otro modo de hacer fiesta.
El Papa Francisco dijo sobre la fiesta en la familia: “es importante hacer
fiesta. Son momentos de familiaridad en el engranaje de la máquina
productiva: ¡nos hace bien!” Pero advierte que “la fiesta no es la pereza de
estar en el sofá, o la emoción de una tonta evasión. La ideología del
beneficio y del consumo quiere comerse también la fiesta: a veces es
reducida a un “negocio”, a una forma para hacer dinero y para gastarlo. La
codicia del consumir, que implica desperdicio, es un virus malo que, entre
otras cosas, nos hace estar más cansados al final que antes. Perjudica el
verdadero trabajo y consume la vida. Los ritmos desregulados de la fiesta
causan víctimas, a menudo jóvenes” (11/08/15).
Ante esta situación, tenemos un motivo especial para celebrar las fiestas
religiosas con una particular intensidad, centrándonos en lo esencial, no
reduciendo la celebración religiosa al mínimo: la Misa y poco más. No se
trata de oponer actos religiosos a otros meramente profanos, pero sí de
actuar con coherencia e incluso con creatividad celebrativa, evangelizadora
y festiva. Vuelven a ser actuales las exhortaciones de los santos padres, a los
cristianos de los primeros siglos, a no participar en espectáculos paganos.
¡No participemos e incluso protestemos por espectáculos chabacanos y
ofensivos que se realizan pagados con el dinero de todos!
Hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas
para siempre (antífona de entrada)
Dicho esto, vamos a reflexionar un poco sobre el contenido y significado de
la fiesta -solemnidad- de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo. La
primera lectura de la Misa vespertina de la vigilia narra el traslado del arca
295

de la alianza hasta la tienda que David había preparado. Y la de la Misa del


día empieza con estas palabras: “se abrieron las puertas del templo celeste de
Dios y dentro de él se vio el arca de la alianza”. En el contexto litúrgico de
hoy, el arca de la alianza llevada o introducida en el templo de Dios evoca a
María, arca de la nueva alianza, como la llamamos en las letanías, asunta
al cielo. María ha sido introducida en el cielo, en la comunión e intimidad
plena de la Trinidad, en cuerpo y alma, en la totalidad de su ser, con su
cuerpo ya glorificado, resucitado, a semejanza del cuerpo glorioso de
Jesucristo. “Con razón no quisiste, Señor -canta el prefacio-, que conociera
la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su
seno al autor de la vida”. Si el Poderoso hizo obras grandes por ella desde el
comienzo de su existencia, ahora ha completado su obra. María ha alcanzado
su madurez, su felicidad, su plenitud, su triunfo.
Para hacernos una idea de esta realidad no contamos con instrumentos
técnicos ni análisis clínicos o psicológicos, ni mucho menos con reportajes o
documentos mediáticos, sino únicamente con la luz de la fe. Es necesario
proyectar potentemente la luz de la fe para atisbar la grandeza de María
asunta al cielo. Las comparaciones con la madurez, la felicidad, la plenitud o
los triunfos de esta vida resultan totalmente inadecuados. Respecto a María
asunta al cielo, madurez es santidad y capacidad inmensa, plena, de amar,
felicidad es comunión divina, conocimiento y goce saciativos de la verdad y
del bien, plenitud es integridad y totalidad sin puntos de referencia terrenos,
belleza física y espiritual, triunfo es gloria a semejanza de Cristo resucitado,
señorío y realeza, participación singular en el poder salvador del Señor. Pero
¿qué puede significar todo esto si no se tiene fe o es muy débil? ¡Apenas
nada!
Consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra
(prefacio)
Cuando escuchas o lees que alguien ha conseguido algún éxito, un equipo de
fútbol, un atleta, un artista, un político…, la noticia te afecta más o menos
bien en la medida que el protagonista te es más o menos cercano (es tu
equipo, tu compatriota, te cae bien…) o te produce cierto rechazo si te
parece un triunfo banal e incluso podría suscitar cierta ira y tristeza
(envidia). El triunfo de María puede dejarte indiferente, lo cual sería una
296

señal de que ella cuenta poco en tu vida o de que no sabes realmente de qué
se trata; incluso podría provocarte envidia, al pensar que ella es ahora tan
feliz y tú sigues aquí, en este valle de lágrimas, pasándolas canutas
(estrechas). Pero, lo sepas o no, lo quieras o no, Ella es alguien muy cercano
a ti y su triunfo te afecta.
“Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada”
(prefacio). Podemos alegrarnos por el triunfo de María porque ella es
nuestra madre. Podemos alegrarnos porque su triunfo será el de la Iglesia y
el de cada uno de sus miembros. Lo que ella ya ha alcanzado puede ser
objeto de nuestra esperanza. Las aspiraciones que todo hombre tiene al
conocimiento y goce de la verdad, a alcanzar y gozar del bien y de la
felicidad, a la salud total, física, corporal, y psicológica, en plenitud, a un
amor fiel, pleno y sin fin, a la madurez personal…, se han realizado ya en
María y se nos han prometido también a los demás discípulos de su Hijo. Su
asunción es, para nosotros, todavía peregrinos en la tierra, consuelo y
esperanza.
El filósofo existencialista ateo francés J.P. Sartre decía: “el hombre es una
pasión inútil” y “los otros: he ahí el infierno”. La vida será una pasión inútil
para quienes esperan su plenitud y felicidad de y en este mundo. Desde
luego, san Pablo ya había afirmado: “Si solamente para esta vida tenemos
puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de
todos los hombres!” y, si no va a haber resurrección, “comamos y bebamos,
que mañana moriremos”. “¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos
como primicias de los que durmieron” (1 Cor 15, 19. 32. 20).
La solemnidad de la Asunción de María es un canto de esperanza, un canto
al futuro de la humanidad que, poniendo su esperanza en Cristo, se lanza a
buscar los bienes de allá arriba. María es, para nosotros, motivo de
consuelo, de ayuda, y de firme esperanza.
297

TODOS LOS SANTOS


Lecturas:
Ap 7,2-4.9-14. Apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie
podría contar, de toda nación, raza, pueblos y lenguas.
Sal 23. Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor.
1Jn 3,1-3. Veremos a Dios tal cual es.
Mt 5,1-12a. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo.

UN CAMINO MUY PECULIAR PARA SER FELICES


A lo largo del Año litúrgico, la Iglesia hace memoria de muchos santos y
santas en cuya vida se puso de manifiesto, de un modo peculiar, la fuerza
salvadora del misterio pascual de Cristo. Entre ellos hay laicos y
consagrados, sacerdotes, obispos, casados y vírgenes, misioneros y monjas
de clausura, niños y adultos… Hoy la Iglesia celebra la memoria de todos
ellos y de una multitud inmensa “de toda nación, razas, pueblos y lenguas”
que, aunque nunca serán canonizados, pertenecen a “la Jerusalén celeste”,
“la asamblea festiva de todos los santos, nuestros hermanos” (prefacio). Con
ellos, alabamos y adoramos al solo Santo y fuente de toda santidad. Aunque
no estén de moda, son personas espectacularmente interesantes.
Alegrémonos todos en el Señor por nuestros hermanos los santos
Lo primero que me ha llamado la atención, al hacer una lectura atenta de los
textos litúrgicos de esta fiesta, ha sido las repetidas veces que se habla y se
invita, en ellos, a la alegría. Ya la antífona de entrada comienza con estas
palabras: “alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en
honor de Todos los Santos. Los ángeles se alegran”. El evangelio nos manda
estar “alegres y contentos” porque nuestra recompensa será grande en el
cielo y el prefacio afirma que hacia la ciudad santa, donde eternamente alaba
a Dios la asamblea festiva de los santos, nosotros mismos nos encaminamos
alegres y gozosos.
298

Alegrémonos, pues, con la suerte y el gozo de los santos, nuestros hermanos.


Pero, ¿cuál es su suerte?, ¿verdaderamente están alegres y felices?, ¿no
parece la santidad hoy algo aburrido y poco atractivo?, ¿no renunciaron los
santos a las cosas placenteras que hacen alegre y feliz la vida?, y en todo
caso, ¿no es una meta muy difícil o incluso imposible?, ¿no será que pasó ya
la época de los santos?, o ¿no son acaso otros los héroes de hoy? En países
de tradición cristiana, la gente sigue celebrando las fiestas de los santos
patronos, sin embargo, no parece atraerle lo más mínimo su estilo de vida y,
por otra parte, el modo de celebrarlas es, en muchos casos, incluso pagano.
Y por lo que respecta a la fiesta de hoy, para muchas personas se trata
únicamente de un día para recordar a los familiares difuntos.
Sin la clave de la fe, sin la luz de la fe, no se entiende ni esta fiesta ni la
santidad. La fe impulsa a dirigir la mirada hacia el cielo. La fe nos centra en
los bienes realmente valiosos y definitivos. Los santos son felices porque
han alcanzado su plena realización como seres humanos, han encontrado su
plenitud personal donde únicamente se encuentra: en el seguimiento de
Jesucristo, en el amor de Dios. La fuente de su felicidad es la visión de Dios,
manantial de toda dicha perdurable.
Los santos de que nos habla el Libro del Apocalipsis, en la primera lectura
de hoy, “son los que vienen de la gran tribulación”. No sólo porque se trata
de mártires que hubieron de soportar muchas tribulaciones, sino porque este
mundo, en comparación con la Jerusalén celeste, es un “valle de lágrimas”,
un mundo aquejado por el pecado, raíz de multitud de sufrimientos. La
felicidad buscada en aspiraciones puramente naturales y goces sensuales se
escurre, como el agua, de entre los dedos. Entonces, la tentación es pensar
que es imposible alcanzar la plenitud y felicidad personales que se anhelan
(y la consecuencia: “comamos y bebamos que mañana moriremos”).
Los santos son testigos de la verdad del ser humano. Quienes se han dado
cuenta los han seguido. Este mundo es una gran mentira. Los santos son
aquellos que han vivido totalmente desde otra Realidad, desde la Realidad.
Por eso, han sabido vivir adecuadamente su relación con este mundo. Han
relativizado los valores de este mundo. Han usado de este mundo “en tanto
en cuanto”. Magníficamente lo expresó san Ignacio de Loyola en el principio
y fundamento de sus ejercicios espirituales: «el hombre es creado para
299

alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto


salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el
hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado.
De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le
ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ella le
impiden» (Ejercicios 23).
Hacia la ciudad santa nos encaminamos alegres, guiados por la fe
“Somos un pueblo que camina y, juntos caminando, podremos alcanzar otra
ciudad que no se acaba, sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad”, dice
muy bien el canto. Un santo es, en primer lugar, alguien que tiene clara la
meta hacia donde se dirige. Anda con los ojos fijos en el cielo, es decir, en
Jesucristo, sin por eso renunciar a tener los pies bien puestos en la tierra. La
vida de los grandes santos, su compromiso en favor de los más necesitados,
desmiente categóricamente la acusación marxista de que “la religión es el
opio del pueblo” o de que la esperanza del cielo evade de la tarea de trabajar
en esta vida por un mundo mejor.
Es más, las llamadas bienaventuranzas, pronunciadas por Jesús en el sermón
de la montaña, nos muestran el modo como participar ya aquí, en este
mundo, de la dicha del reino eterno. Un modo paradójico, ciertamente. Al
mismo tiempo, recogen en síntesis los caminos a recorrer en la tarea de
alcanzar la propia madurez. Pobreza de espíritu, mansedumbre, firmeza y
paciencia en el dolor, hambre y sed de justicia (santidad), misericordia,
limpieza de corazón, trabajo por la paz, persecución por ser justos… fueron
las actitudes con las que Jesús expresó su amor a los hombres. Son, por
eso, las actitudes de quien va creciendo en amor y, consecuentemente, en
dicha, en felicidad, porque el centro de la felicidad está en el amor recibido
(de Dios) y donado.
El cielo es la ciudad santa, la ciudad del amor. El “Santo entre todos los
Santos” es Amor. Su ciudad, su morada, su corazón, es el seno del Amor.
Dios es Amor y Santidad. Ahí viven, gozan y aman los santos. Viven vida
eterna en Dios, gozan la presencia, el conocimiento y el amor de Dios, aman
y gozan del Amor personal del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. “Hacia
ella, aunque peregrinos en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados
por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia” (prefacio).
300

La oración de poscomunión afirma que nuestra santidad se realiza por la


participación en la plenitud del amor del solo Santo.
Doy por supuesto que estás convencido de que el llamado a la santidad es
para todos, también para ti. Llamado a contarte entre esa multitud inmensa
que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Para eso
hemos sido lavados y blanqueados en la sangre del Cordero. Para eso
necesitamos seguir recibiendo la abundancia de la misericordia y el perdón
de Dios, que imploramos en la oración colecta por intercesión de los santos.
Gracias al don y al perdón, el Señor, fuente de toda santidad, nos va
santificando si no ponemos obstáculos. ¿Cómo estás respondiendo a ese
llamado? ¿Tu vida está planteada en esa perspectiva?
Para caminar hacia esa meta, contamos también con la ayuda de los santos:
“en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad” (prefacio),
“ellos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan
con su intercesión” (prefacio de los santos II), “para que, animados por su
presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos,
como ellos, la corona de gloria que no se marchita” (prefacio de los santos
I).
Ellos son, para nosotros, ejemplo, ayuda, estímulo e intercesores ante Dios.
La lectura de sus biografías nos pone delante de los ojos unos estilos de
vida, unas actitudes, unos valores que, a pesar de la diversidad de tiempos,
vocaciones particulares, carismas y circunstancias, es sustancialmente
coincidente. Puedes empezar por buscar y leer una biografía de tu santo
patrón (el de tu nombre o del día de tu nacimiento), el patrón de tu ciudad o
pueblo o uno de los santos más famosos.
301

INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA


Lecturas:
Gn 3,9-15.20. Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer.
Sal 97. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Ef 1,3-6.11-12. Nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo.
Lc 1,26-38. Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.

ENRIQUECIDA CON ESPLENDORES DE SANTIDAD


Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas
Celebramos, dentro del tiempo litúrgico del adviento, la solemnidad de la
Inmaculada concepción de la Virgen María. Inmaculada, literalmente,
significa “sin mácula, sin mancha”. Se refiere a una mancha espiritual, la del
pecado. María no fue manchada, en el momento de ser concebida en el seno
de su madre, por la herida y culpa del pecado de Adán que afecta a todos los
seres humanos. Esta verdad fue definida como dogma de fe por el Papa Pío
IX, en 1854, por la Bula Ineffabilis Deus.
El concilio Vaticano II la recuerda con estas palabras: “No es extraño que
entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e
inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo
y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su
concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen
Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de
gracia" (Lc 1, 28)” (Lumen Gentium, 56).
El término inmaculada expresa la ausencia en María de todo pecado, incluso
el original, pero lo que la Iglesia celebra en esta fiesta es mucho más. Las
Iglesias orientales llamaban a María la Panaghía, es decir, la Todasanta.
Efectivamente, celebrar a la Inmaculada es celebrar la “santidad del todo
singular” de María. María no es sólo la concebida “sin mancha” y la que
nunca cometió pecado, sino la “llena de gracia” desde el inicio de su
existencia, la mujer que, avanzando “en la peregrinación de la fe” (LG 57),
302

creció en santidad. Pablo VI, en su Exhortación Marialis cultus, presenta


una panorámica de la santidad de María, reflejada en un conjunto de
virtudes, que invita a todos los fieles a contemplar y tomar como modelo (Cf
MC 57).
El salmo responsorial de la Liturgia de la Palabra de esta fiesta nos insta a
cantar a Dios un canto nuevo, pues ha hecho maravillas, en este caso, las
maravillas que ha hecho en María. Porque, como ella misma reconoce en
el magníficat, ha sido el Poderoso quien ha hecho obras grandes en ella.
María no es inmaculada por méritos propios, sino por pura gracia de Dios,
“en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”, (dice
Pío IX en la Bula con que declaró este dogma de fe).
María es la primera redimida. En ella, más y mejor que en ningún otro ser
humano, se aprecian el poder y los frutos de la redención de Cristo. En ella,
aldeana pobre de Nazaret, se muestra de manera extraordinaria la santidad de
Dios, a través de una vida sencilla y escondida.
Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya
El relato posterior al pecado de Adán y Eva nos dice que el hombre estaba
escondido: “tuve miedo, porque estoy desnudo, y me escondí”. La desnudez
de Adán es una desnudez espiritual que le hace sentir vergüenza de sí
mismo y miedo de Dios. María está tan connaturalmente a la vista de su Dios
y tan revestida de su gracia que no se da cuenta de la obra maravillosa que
es; si las palabras del ángel la turban no es por miedo sino por esa
sensibilidad llamada humildad que brota de su misma santidad.
En este tiempo de adviento, podemos sentir dirigidas a nosotros también las
palabras de Dios a Adán: “¿Dónde estás?” Tal vez, como él, tengamos que
reconocer que tenemos miedo y estamos desnudos. Miedo a reconocer
nuestra propia situación, miedo a la conversión, miedo a Dios. Como Eva,
deberíamos reconocer que vivimos engañados, autoengañados, queriéndonos
convencer a nosotros mismos de lo que, en el fondo, sabemos que no es.
Trabajamos demasiado o perdemos demasiado tiempo ocultando nuestra
desnudez espiritual bajo capas de cualidades humanas, estudios, logros
laborales o profesionales, una familia “normal”, artefactos que consideramos
trofeos de éxito o algunas realizaciones de solidaridad u honestidad
303

puramente natural. Me llamó mucho la atención este año, en mi último viaje


a España, confesando en una romería popular, la poca conciencia de pecado
que tiene la gente y lo mal que se confiesan “los buenos”; al menos así me lo
pareció a mí. Nosotros nos turbamos, no como María por estar llenos de
Dios, sino cuando no nos reconocen nuestro valer o dejan caer cualquier
palabra que no alimenta nuestra vanidad.
Él nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos
e irreprochables a sus ojos, por el amor
Ahí está nuestra grandeza. Ahí nuestra meta. Hemos sido elegidos, desde
antes de la creación del mundo. Para revestirnos de santidad. Para poder
presentarnos irreprochables y sin miedo ante Dios. Hay que volver a
repensar estas cosas. Tomarlas en serio. También María fue elegida en
Cristo, antes de crear el mundo, para ser inmaculada y santa. El modo suyo,
especial, único, tuvo como finalidad la encarnación del Verbo. Sólo una
mujer así, inmaculada, todasanta, podía ser capaz de aquel “he aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Sólo una mujer así podía
estar al pie de la cruz, sin rencor, con entereza, por amor.
Si la encarnación, la prueba de los meses siguientes, la visitación, el
nacimiento, la huida a Egipto, los episodios en el templo, el aprender a ser
discípula de su Hijo, el estar al pie de la cruz abriéndose a una nueva
maternidad, la presencia en pentecostés… requerían una mujer inmaculada y
todasanta, al mismo tiempo, todos esos acontecimientos, vividos en la
peregrinación de la fe, la santificaron más, la llevaron a la plenitud. Su vida
fue “una alabanza continua” de la gloria de Dios.
Porque no hay nada imposible para Dios
Para Dios no fue imposible redimir a María haciéndola inmaculada y
todasanta. Tampoco es imposible para Dios liberarnos del pecado y
santificarnos. Sin embargo, Dios se ha puesto a sí mismo un límite: la
libertad humana. Al igual que quiso y pidió el consentimiento libre de
María para realizar la encarnación del Verbo, así pide el asentimiento de
nuestra propia libertad. Para podernos hacer inmaculados, libres del pecado,
quiere nuestra libre renuncia al mal. Para hacernos santos, revistiéndonos de
Cristo, quiere nuestra libre acogida de su gracia. No hay nada imposible para
304

Él, por tanto, es posible alcanzar esa santidad que nos hace irreprochables a
sus ojos, pero Dios es fiel a sí mismo y no da un paso si no le dejamos.
Es verdad que la máxima libertad acontece en la medida que, día a día,
vivimos y expresamos la misma actitud de María: “yo soy la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra”. María nos acompaña en este
adviento, María es maestra del adviento. Pidámosle que, como madre,
haga crecer en nosotros la actitud de acogida de la vida eterna y el deseo de
santidad. Que, como mujer redimida y salvada, nos ayude detestar el pecado
y acercarnos sin miedo a su Hijo que viene a salvarnos. Que, como virgen de
la esperanza, avive en nosotros el deseo confiado de las promesas de Dios.
Madre inmaculada, todasanta, alabanza de la gloria de Dios, ruega por
nosotros pecadores.
-o-o-
“¡Virgen Inmaculada!
Tu intacta belleza espiritual
es para nosotros manantial vivo
de confianza y de esperanza.
Tenerte por Madre, Virgen Santa,
nos da confianza en el camino de la vida,
como prenda de salvación eterna.
Por esto recurrimos a ti, María, con confianza.
Ayúdanos a construir un mundo
en el que la vida del hombre siempre sea amada y defendida,
toda forma de violencia desterrada,
y todos busquen tenazmente la paz”.
(Juan Pablo II, en el 150 aniversario de la proclamación del dogma de la
Inmaculada)
305

ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN
DE UNA IGLESIA
Lecturas:
Ez 43, 1-2. 4-7ª: la gloria del Señor llenaba el templo.
Sal 83: ¡Qué deseables son tus moradas, Señor!
Ef 2, 19-22: todo el edificio se va levantando hasta formar un templo
consagrado al Señor.
Mt 5, 23-24: ve a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu
ofrenda.

LA GLORIA DE DIOS SE MANIFIESTA EN SU TEMPLO


Estamos celebrando el aniversario de la dedicación de este templo (de la
Basílica de Letrán). La mirada a este templo de piedra, de cemento y ladrillo,
nos lleva a elevar el pensamiento hacia todos los templos donde se
manifiesta la gloria de Dios. Ezequiel nos ha dicho, en la primera lectura,
que vio la gloria del Dios de Israel que venía de oriente.
Pero ¿qué es la gloria de Dios? La gloria de Dios es su grandeza, su
majestad, su santidad, su poder, el esplendor de su ser, de su bondad, belleza
y verdad. En los templos se manifiesta la gloria de Dios, Dios se nos deja
ver, nos muestra su ser en acción. La belleza externa de la construcción, los
retablos e imágenes son medios que nos trascienden hacia la más auténtica y
fuente de toda belleza.
El primer templo de la gloria de Dios es la creación. Antes de que la
gloria de Dios entrara en el templo de Jerusalén, Ezequiel constata que la
tierra reflejó su gloria. “El cielo proclama la gloria de Dios”, cantamos con
el salmo 18. El hombre de hoy está demasiado ocupado en mirar hacia el
piso, hacia las realidades que él mismo ha inventado, y le cuesta levantar la
mirada hacia lo alto. No nos hagamos insensibles para contemplar la
grandeza, la belleza y la bondad de Dios en la creación. Ante la gloria de
306

Dios manifestada en la creación brota el silencio, la sensación de pequeñez y


la alabanza. Pero no me voy a detener en este templo de la gloria de Dios.
El segundo templo de la gloria de Dios son los templos de piedra. Como
este cuyo aniversario celebramos. La Iglesia da mucha importancia a los
templos, por eso los consagra y celebra cada año el aniversario de la
dedicación. También, desgraciadamente, el hombre de hoy ha perdido
capacidad contemplativa para ver la gloria de Dios en estos templos, el
sentido del olfato espiritual para oler en ellos el perfume divino que
desprenden, y la sensibilidad para captar la presencia de Dios en su interior.
La secularización y cierta desacralización mal entendida han contribuido a
privar al hombre contemporáneo de la experiencia de asombro y
trascendencia.
¿Por qué son importantes los templos? Porque en ellos se reúne el pueblo
de Dios, también, y más, templo suyo, porque en ellos se celebran los
misterios divinos, sobre todo la Eucaristía, porque son casa dedicada a la
oración, porque Dios se hace presente en ellos de un modo especial: “este es
el sitio de mi trono, donde voy a residir para siempre”. Estas palabras que
escuchó Ezequiel sobre el templo de Jerusalén podemos decirlas de
cualquier templo cristiano. Sí, el Señor se ha quedado para siempre en su
presencia eucarística en el tabernáculo. Por eso, quien tiene un poco de
sensibilidad espiritual, al entrar en un templo, experimenta, tal vez sin saber
por qué, una sensación de entrar en otro mundo, una sensación de
trascendencia, de haber entrado en el ámbito de lo divino, en la antesala del
cielo.
Rachel Corbin es una joven norteamericana que -ella misma lo confiesa-
probó muchas religiones y veía que no le llenaban. Visitando a su prometido
en Savannah vio la catedral y tuvo el deseo de entrar. “Lo primero que sentí
fue como una presencia muy fuerte, que no era abrumadora, ni nada malo,
sino como una presencia que daba la bienvenida”. El impacto de esa
presencia la llevó a conocer la religión católica, de la que no sabía
prácticamente nada. En la vigilia pascual de 2017 recibió el bautismo
(Puedes ver su testimonio en http://www.religionenlibertad.com/probo-muchas-
religiones-pero-dia-entro-catedral-sintio-56397.htm).
307

El tercer templo de la gloria de Dios es su pueblo y, en él, cada creyente.


Los templos de piedra pasan, perecen por el tiempo, los fenómenos naturales
o las guerras, pero el pueblo de Dios permanece. De este templo nos habla
san Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. Un templo edificado
sobre el cimiento de los apóstoles y profetas y del que el mismo Cristo es la
piedra angular, un edificio espiritual que se va levantando hasta formar un
templo consagrado al Señor. Cada creyente se va integrando en esta
construcción, para ser -dice el apóstol- “morada de Dios por el Espíritu”. En
otro lugar dirá que somos templos del Espíritu Santo.
Jesús mismo prometió: “si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre
le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). La mirada
del hombre de hoy va a lo superficial y no a lo profundo. Vemos a una
persona y nos quedamos con su aspecto físico o ciertas cualidades
superficiales y, a medida que la vamos conociendo, tendemos más a fijarnos
en sus defectos. Raro es quien al mirar a una persona ve lo esencial: que es
imagen y semejanza de Dios y tal vez, si vive en gracia de Dios, templo de
Dios, templo del Espíritu Santo. En este sentido decía san Ireneo que la
gloria de Dios es que el hombre viva y la vida del hombre la visión de Dios.
Celebrar, pues, el aniversario de la dedicación de este templo nos lleva a
salir de él y a mirar a lo lejos, hacia lo alto y lo ancho de la creación, y, al
mismo tiempo, a mirar hacia lo profundo, hacia lo más íntimo de nosotros
mismos, para tomar conciencia de nuestra propia dignidad y de la dignidad
de cada ser humano. No puede ser grata a Dios la ofrenda de quien no
reconoce la gloria y la belleza de Dios en el hermano, incluso en el hermano
que le ha ofendido. Reconciliarse con el hermano es, en primer lugar, hacerle
justicia, es decir, ver y valorar en él lo más valioso que es y tiene.
Recordemos las palabras de san Cesáreo de Arles: “El templo de Dios es
santo: ese templo son ustedes. Y, ya que Cristo, con su venida, arrojó de
nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros,
esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado
en nosotros por nuestras malas obras (…) Si queremos celebrar con alegría
la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras
malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para
todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos
308

encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella. ¿Deseas encontrar


limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la
basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en
tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la
luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos”
(Sermones).
Podríamos terminar aquí la enumeración de los templos de la gloria de Dios,
pero omitiríamos el más importante de los templos de la gloria de Dios; ¿y
cuál es ese templo? El cuarto templo de la gloria de Dios: Jesucristo. Él
mismo lo dijo: “destruyan este templo y en tres días lo levantaré” y comenta
san Juan: “pero él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2, 21). Cristo
resucitado es el templo del Dios vivo. Gracias a él, la gloria de Dios está
presente en los demás templos.
Por eso, contemplar la gloria de Dios en la creación, en los templos de piedra
y en nosotros mismos, templos del Espíritu Santo, en último término es
contemplar a Jesucristo y dejarse penetrar del esplendor de su gloria, es
decir, de su presencia, de su poder salvador, de su majestad, de su perdón, de
su amistad, de su amor, de su unción.
Una de las obras de san Ambrosio sobre la virginidad es un sermón
pronunciado precisamente en la dedicación de una basílica en Florencia a
donde llevó de regalo unas reliquias de san Agrícola, recientemente
encontradas en Bolonia. Concluye el santo su sermón con esta bella oración:
“Te ruego, oh Señor, para que tú guardes diariamente esta tu casa, estos tus
altares, que hoy son dedicados, estas piedras espirituales en cada una de las
cuales se te ha consagrado un templo viviente; y recibe en tu divina
misericordia las oraciones que tus siervos te dirijan en este lugar. Que todo
sacrificio que te sea ofrecido en este templo, con fe íntegra y piadoso celo,
sea para Ti como un perfume de santidad. Y mientras miras aquella víctima
de salvación por la cual ha sido destruido el pecado de este mundo, dirige
también tu mirada sobre estas víctimas piadosas de la castidad y protégelas
con tu incesante ayuda, a fin de que sean para ti víctimas aceptables de suave
perfume, que sean gratas a Cristo Señor; y dígnate conservar íntegro su
espíritu, su alma y su cuerpo, hasta el día del Señor nuestro Jesucristo tu
Hijo” (San Ambrosio, Exhortación a la virginidad, 14, 94).
309

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR


Lecturas:
Ml 3,1-4. Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis.
Sal 23. R. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
Hb 2, 14-18. Tenía que parecerse en todo a sus hermanos.
Lc 2, 22-40. Mis ojos han visto a tu Salvador.

LUZ DEL MUNDO Y SIGNO DE CONTRADICCIÓN


La distancia cronológica de cuarenta días, después de Navidad, es la razón
de que esta fiesta, la Presentación de Jesús en el templo y la purificación de
María, se ubique y celebre el dos de febrero. Desde 1997, es también este día
la Jornada Mundial de la Vida Consagrada.
Caminando a su luz
Comienza la celebración de la Eucaristía de esta fiesta con una procesión.
Toda procesión nos evoca a un pueblo en marcha, en este caso, al Pueblo de
Dios, del que formamos parte, que camina en medio del mundo hacia su
patria definitiva. Somos pueblo en marcha, un pueblo que peregrina. Un
pueblo que camina hacia su meta: el encuentro definitivo con su Señor.
Caminamos siguiendo a Jesús: él es nuestro Maestro, él es la Luz del mundo.
Caminamos a su luz, a la luz de su ejemplo y palabra. Ya hemos sido
iluminados por él, por eso durante la procesión llevamos velas encendidas
(de ahí el nombre que popularmente se da a esta fiesta: “Candelaria” y otros
relacionados con María: “Virgen de la Candelaria”, “Virgen de las
Candelas”).
Una vez más, Jesús es proclamado “luz para alumbrar a las naciones”.
Así lo reconoce el anciano Simeón, “hombre honrado y piadoso, que
aguardaba el consuelo de Israel” y a quien el Espíritu Santo, que moraba en
él, había revelado que no moriría antes de ver al Mesías. Además de luz,
Jesús es -anuncia Simeón- como una bandera ante la que hay que tomar
310

partido a favor o en contra. A lo largo de su vida pública aparecerá claro


que, ante él, no se puede permanecer indiferente o en una posición de
“compromiso”; “no pueden servir a dos señores” nos dirá. Las palabras del
anciano Simeón que escuchamos hoy deberían suscitar en nosotros una
entrega más sincera y plena, reavivar una opción más decidida y total por
seguir a Jesús hasta el final, con todas las consecuencias, hasta la santidad.
En el Oriente cristiano esta fiesta es llamada Hipapanté, que significa
Encuentro. Es el encuentro del Hijo de Dios, aún recién nacido, con el
pueblo pobre de Israel que esperaba su venida, representado en los ancianos
Simeón y Ana. Su celebración hoy por la Iglesia, por cada uno de nosotros,
debería suponer también un encuentro especial con Cristo, luz de las
naciones y gloria de Israel, que despierte esas zonas de nuestra vida cristiana
que están dormidas o débiles y reavive el entusiasmo por seguirle.
Cuando llegó el tiempo de la purificación de María llevaron a Jesús a
Jerusalén para presentarlo al Señor
La vista del María, José y el niño Jesús al templo de Jerusalén responde al
cumplimiento de dos preceptos de la ley judía: uno era la purificación de
María; según el Libro del levítico 12, 1-8, cuando una mujer daba a luz, por
haber derramamiento de sangre, quedaba impura legalmente y debía
presentarse en el templo, a los cuarenta días, si el hijo era varón, o a los
ochenta, si era niña, para purificarse mediante el sacrificio de un cordero y
un pichón; si era pobre, únicamente dos pichones o dos tórtolas.
El segundo precepto afectaba al primer hijo varón: según Ex 13, 2. 13,
debía ser consagrado a Dios y rescatado; el rescate consistía en el pago de
cinco siclos (Cf Num 18, 16; Lv 27, 6). La liturgia de esta fiesta anterior al
concilio ponía el énfasis en la purificación de María, la posterior da prioridad
a la presentación de Jesús.
Jesús es presentado en el templo de Jerusalén. Jesús es llevado a la casa de
su Padre. Pertenece totalmente a Dios. Él es su Padre. Si bien es rescatado
legalmente, Jesús es totalmente de su Padre y a hacer su voluntad consagrará
toda su existencia. El texto de san Lucas aparece un tanto confuso o mejor
ambiguo: comienza diciendo que “llevaron a Jesús a Jerusalén para
presentarlo al Señor” de acuerdo a la ley “y para entregar la oblación”, pero
311

la oblación a que hace referencia no se refiere al pago del rescate sino a la


ofrenda por la purificación de María; San Lucas agrupa ambos ritos -rescate
y purificación- en una sola frase, como si no hubiera más que un solo rito o
tal vez para indicar que no había necesidad de ningún rescate. De todos
modos, Hijo y madre aparecen unidos. Ambos “consagrados” al Padre en
su ser y en una misma misión salvadora.
“En la fiesta de hoy –decía el Papa Benedicto XVI el 2 de febrero de 2012-
celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo,
consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por
amor al reino de Dios”. Fiesta de la vida consagrada, sí, pero también fiesta
de todos los bautizados en cuanto “consagrados”, es decir, hechos sagrados,
santos. Todo bautizado está llamado hoy a renovar su consagración
bautismal, a ofrecerle a Dios lo que desde siempre le pertenece: la propia
vida vivida santamente. Como san Pablo nos invita en su carta a los
Romanos: “les exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que
ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será
su culto espiritual” (12, 1). En un mundo secularizado, ¡seamos santos e
irreprochables en la presencia de nuestro Dios!
Será como una bandera discutida y a ti una espada te traspasará el alma
Esa unidad que parece querer indicar el evangelista, entre Jesús y María, se
ve más clara en las palabras que Simeón dirige a María: “éste está puesto
para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera
discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una
espada te traspasará el alma”. María participa en todo en el destino de su
hijo. Va a estar misteriosamente asociada al rechazo, la condena y la
muerte de Jesús.
Muy probablemente, María no entendió -o entendió muy poco- qué querían
decir aquellas palabras proféticas de Simeón, pero, como nos dice unos
versículos más adelante en evangelio de san Lucas, ella “conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2, 51), las meditaba y,
a medida que se acercaban los acontecimientos anunciados, podemos pensar
que iba descubriendo y aceptando en fe todo su contenido.
312

Tenía que parecerse en todo a sus hermanos y expiar así los pecados del
pueblo
El niño presentado en el templo y “rescatado” es, en realidad, quien viene a
“rescatar” a la humanidad. La profetisa Ana “hablaba del niño a todos los
que aguardaban la liberación de Israel”. Este niño viene a liberar al mundo
de la cautividad del pecado. La fiesta de la presentación y consagración de
Jesús en el templo, a mitad de camino entre la navidad y la pascua, quiere
abrirnos una rendija, una saetera por donde entrever ya el misterio de la
cruz.
Es también ésta una fiesta de epifanía: se nos manifiesta aquí el Salvador, al
que han visto los ojos de Simeón, aquel que es luz de las naciones y gloria de
Israel, como mesías rechazado, humillado y traspasado. “Mientras todavía
nos encontramos al comienzo de la vida de Jesús, ya estamos orientados
hacia el Calvario. En la cruz Jesús se confirmará de modo definitivo como
signo de contradicción, y allí el corazón de su Madre será traspasado por la
espada del dolor” (Juan Pablo II, Homilía en la fiesta de la Presentación del
Señor de 1997).
No nos quedemos, pues, en el episodio anecdótico de ver a María, a José y
al Niño entrar en el imponente templo de Jerusalén a cumplir con una
tradición judía, ni mucho menos dejemos que la cera (o la parafina) de las
velas nos distraiga. Admirémonos por lo que se dice de Él. Como Ana,
demos gracias a Dios y hablemos del Niño a todos aquellos que, al menos
inconscientemente, aguardan ser liberados. Demos testimonio a todos
aquellos que pasan por la prueba, pues Él pasó por la prueba del dolor, y
“puede auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
313

LA CONVERSIÓN DEL APÓSTOL


SAN PABLO
Lecturas:
- Hch 22,3-16. Levántate, recibe el Bautismo que, por la invocación del
nombre de Jesús, lavará tus pecados.
O bien: Hch 9,1-22. Te dirán lo que tienes que hacer.
- Sal 116. R. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.
- Mc 16,15-18. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

UNA LUZ QUE DEJA CIEGO A QUIEN CREE VER


Celebrar la conversión de san Pablo es celebrar todo encuentro con
Jesucristo que cambia la vida de una persona. Para quienes ya fuimos
bautizados de niños debería significar reavivar aquel encuentro y desplegar o
desarrollar todas sus potencialidades. Pablo era una persona creyente en el
Dios de Israel, enfervorizado con el cumplimiento de la ley mosaica y
dispuesto a demostrar su celo por la defensa de la pureza de su religión.
Participaba de la creencia, común a muchas religiones y desgraciadamente
también presente en algunas épocas de la historia del cristianismo, de que la
religión y el honor de Dios hay que defenderlos incluso con la fuerza física.
Por eso, su conversión no fue a una religión, que ya la tenía, sino el
encuentro con Jesucristo resucitado, el encuentro con una Persona, pues el
cristianismo, antes que un conjunto de creencias, antes que una religión, es el
seguimiento de una persona que murió en la cruz por todos los hombres y
resucitó. El encuentro de Pablo con Jesús fue algo totalmente gratuito y de
absoluta iniciativa del Señor. Sencillamente Jesús se le manifiesta. Para
Pablo, Jesús era un muerto, alguien del pasado, al que un grupo de sectarios
se había empeñado en seguir y que le estaba creando problemas al judaísmo
ortodoxo. De modo que, por su parte, no hay ningún proceso de búsqueda
de Jesús ni de la fe. Hay una iniciativa amorosa y gratuita por parte de Jesús
que se le manifiesta en el camino de Damasco.
314

Hace algún tiempo leí un mensaje que circula por internet sobre un joven no
creyente que había asistido a un curso sobre la fe; al despedirse del profesor
le preguntó: “¿cree que yo encontraré a Jesucristo?”; el profesor,
sorprendido, intentó darle una respuesta ocurrente, pero que fue decisiva: “tú
no le encontrarás. Pero El sí te encontrará a ti”; y Jesús le encontró. Así fue
lo de Pablo: Jesús le buscó y le encontró. ¡Jesús es verdaderamente
maravilloso! No es un fantasma o uno de esos muertos que -dice la gente-
andan saliendo (o espantando) a todo el mundo en cualquier parte. No es un
tampoco un extra o ultraterrestre exhibicionista.
Normalmente nos busca de una manera discreta; más que dejarnos
“patidifusos”, con la boca abierta, le gusta sugerirse; quiere darnos
protagonismo en el encuentro y en la decisión y no apabullarnos o atraparnos
por sorpresa. Es verdad que, en Pablo, fue de ese modo brusco, directo, ante
el cual el apóstol quedó totalmente rendido. Con todo, Jesús no hizo más que
iniciar un camino de discipulado para Saulo, un camino sin vuelta a atrás,
pero un camino. Los años inmediatos serán para Pablo un noviciado, una
etapa formativa.
La conversión de Pablo comienza con una luz que le deslumbra, que le
deja ciego y lo tumba al suelo. Eso es lo primero. Cristo es la luz del mundo,
una luz que deslumbra a quien cree ver y le deja ciego. Independientemente
de la realidad física de estos signos, su realidad simbólico-espiritual es clara:
la verdad que es Cristo deja a oscuras o, más bien, quita todo brillo a las
verdades y convicciones que se creían seguras. La Verdad es otra cosa
inmensamente más “verdadera” y maravillosa.
Si nadie puede ver a Dios y quedar con vida, a Pablo la visión de Jesucristo
resucitado, luz del mundo, le costó quedar ciego durante unos días. Pero no
basta la iluminación; ésta sola puede llevar al iluminismo. Después vino la
palabra del que es la Luz; en las palabras de Jesús hay un reproche: “pero,
Saulo, si tú eres buenagente ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús de
Nazaret”…
“¿Qué debo hacer, Señor?”. Pablo queda de tal modo “desarmado”
intelectual y espiritualmente, que no sabe ya qué hacer ni siquiera por
dónde caminar. Y Jesús no le dice a Pablo lo que tiene que hacer, le remite a
su Iglesia, a un hombre destacado de la comunidad, al que Pablo obedecerá
315

fielmente; ¡otro dato bien interesante! Toda iluminación y conversión a


Cristo han de ser ratificadas por la Iglesia, por sus pastores; Jesús quiere
ahora orientar y guiar a través de ellos. La autoridad eclesial confirma la
misión; a través de ella, la conversión de Pablo queda completada mediante
la confesión de fe y el bautismo.
La vocación -la conversión- es para la misión. Ananías le anuncia: “vas a
ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído”. Antes el Señor
le había dicho a Ananías: “anda ve, que ese hombre es un instrumento
elegido por mí para dar a conocer mi nombre a pueblos y reyes y a los
israelitas. Yo le enseñaré lo que tiene que sufrir por mi nombre”. Con creces
se cumplieron en Pablo ambos anuncios.
El evangelio elegido para esta fiesta es el final del evangelio de Marcos,
donde se describen las señales que van a acompañar a quienes crean:
echar demonios, hablar lenguas nuevas, coger serpientes y beber venenos sin
sufrir daño alguno e imponer las manos a los enfermos para sanarlos. Si
seguimos las andanzas de Pablo, a través del libro de los Hechos de los
apóstoles, nos sorprenderemos hasta qué punto, en su vida y ministerio
apostólicos, se dieron extraordinariamente estos signos, incluso al pie de la
letra (como cuando le mordió una culebra en la isla de Malta (Hch 28, 3-5).
Final del Octavario por la unidad de los cristianos
Concluye en este día el Octavario de oración por la unidad de los cristianos.
A lo largo de la historia de las divisiones de los creyentes en Cristo,no han
faltado episodios parecidos a los del primer Saulo, incluso mucho más
crueles, de unas confesiones contra otras. Gracias a Dios hemos aprendido
que ese no es el camino. En este día, Pablo nos grita, con todas sus fuerzas, a
las diversas iglesias cristianas, que el camino de la unidad es el camino de
la conversión, como resultado de un encuentro personal más profundo con
Cristo. “¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos
de divisiones? -se preguntaba Francisco- Es el mismo Pablo quien nos ayuda
a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no
puede darse sin sacrificio” (25/01/2017).
316

LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR


Lecturas:
- Dn 7, 9-10. 13-14. Su vestido era blanco como nieve.
- 2P 1, 16-19. Esta voz del cielo la oímos nosotros.
- Sal 96. R. El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra.
- Mc 9, 1-9. Su rostro resplandecía como el sol.

IR A SOLAS CON ÉL TODOS LOS DÍAS A LA MONTAÑA


La Transfiguración es uno de los grandes misterios de la vida pública de
Jesús, que el Papa Juan Pablo II incluyó en los nuevos misterios luminosos
del rosario. Se abren las lecturas con una visión apocalíptica del trono de
Dios al que se acerca un hombre que recibe poder, honor y reino. Después
escuchamos, de la segunda carta de Pedro, una declaración por parte del
apóstol de haber sido testigo ocular de lo que sucedió en la montaña sagrada.
El evangelio de san Marcos narra aquel acontecimiento grandioso y las
reacciones de los tres discípulos presentes.
Subió con ellos solos a una montaña alta
Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a una montaña. Una
vez que Jesús ha resucitado y ha sido glorificado, su estado permanente es de
transfiguración. La celebración de esta fiesta, cuyo evangelio escuchamos
también todos los años el segundo domingo de cuaresma, es una invitación a
contemplar hoy un misterio vivo, no simplemente un acontecimiento del
pasado. Lo que aquellos tres contemplaron por unos minutos es ahora en
Jesús una realidad permanente. Esto nos apunta la perspectiva de que, para
nosotros, entrar en aquel acontecimiento, contemplar al Señor transfigurado,
siempre como gracia, puede ser una experiencia cotidiana. Por tanto, el
pasado “los llevó” podemos ponerlo en presente siendo nosotros mismos,
con el Señor, los sujetos protagonistas.
317

Momentos particulares en donde entramos en contacto con el Mesías


transfigurado son las celebraciones litúrgicas, especialmente la Eucaristía,
y también los tiempos de oración personal explícita, sobre todo si se nos
concede entrar en esos niveles de oración que la teología espiritual llama, en
sentido estricto, oración contemplativa. Será siempre, por supuesto, una
experiencia vivida en fe, pero no por eso menos eficaz y fructuosa que la de
aquellos tres discípulos. El dicho, tras haber participado en un retiro,
ejercicios espirituales u otra actividad similar, “bueno, ahora hay que bajar
de la montaña”, expresa esta conciencia; pero no reduzcamos la experiencia
de la transfiguración a esos momentos espirituales particularmente intensos.
Cada día podemos subir a la montaña, incluso vivir en el valle sin dejar la
experiencia de la montaña.
Su rostro resplandecía como el sol (Mt)
La atención de los apóstoles se centra especialmente en la contemplación del
rostro de Jesús, que resplandecía como el sol. Con Él están Moisés y Elías, la
ley y los profetas, dos hombres privilegiados, que habían tenido la gracia
misericordiosa de un contacto especial con Dios, impensable para cualquier
ser humano de su tiempo, incluso habían estado “cara a cara” ante Él. Ahora
reconocen y testimonian que el rostro de Dios resplandece en Cristo.
Con su presencia en la montaña, Moisés y Elías nos aseguran que la
experiencia de la cercanía de Dios, que ellos habían tenido en el Sinaí y que
había impulsado su misión, hay que buscarla ahora en el encuentro con el
Resucitado, en la contemplación de un rostro humano en el que resplandece
la plenitud de la divinidad. Un rostro cuya contemplación sacia el corazón
sediento del ser humano; la expresión de Pedro “Señor, ¡qué hermoso es
estar aquí! (¡qué bien se está aquí!)” indica esta experiencia de felicidad y
plenitud.
El rostro resplandeciente de Jesús es signo de su triunfo definitivo y su
glorificación por la resurrección y la ascensión. La visión de Daniel, que nos
narra la primera lectura, es una visión profética de la gloria de Cristo. “Yo
vi venir una especie de hombre entre las nubes del cielo, avanzó hacia el
Anciano venerable y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y
reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es
eterno, no cesará. Su reino no acabará”.
318

Esta visión de Daniel, leída cristológicamente, explicita y completa, en cierto


modo, el significado de la transfiguración. El rostro humano de Cristo es el
rostro del Dios vivo y, por tanto, el rostro de un hombre que ha sido
constituido Señor, un hombre que ha recibido el poder eterno de Dios.
La contemplación del rostro de Cristo, cada día, en las celebraciones
litúrgicas y en la oración robustece nuestra fe en su señorío sobre la
historia y en su presencia en medio de nosotros hasta el fin de los tiempos; es
más, dado que aquel rostro ha alcanzado la gloria y el resplandor a través de
su paso por la cruz, podemos ser capaces de verle en el rostro de todos
aquellos que participan más intensamente en esa cruz. Podemos ser, como
Pedro, “testigos oculares de su grandeza”, no sólo cuando contemplamos,
mediante la fe, su rostro resplandeciente, su rostro misericordioso, que nos
sale al encuentro en la liturgia, sino también en los rostros dolientes y
heridos de nuestros hermanos.
Los discípulos estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió
Como narran los místicos, la oración contemplativa es, al mismo tiempo,
luminosa y oscura; Moisés y Elías habían experimentado que Dios es luz
pura y tiniebla luminosa, y que su contemplación puede sentirse terrorífica.
En la visión de Daniel, Dios aparece como un Anciano sentado en llamas de
fuego; en la montaña de la transfiguración, Dios Padre muestra su presencia
en una nube luminosa en medio de la cual deja escuchar su voz. La
experiencia de felicidad y gozo (“¡qué hermoso es estar aquí!”) se torna para
los discípulos en caída y espanto (Mt).
Marcos dice que “estaban asustados”. Mateo que “cayeron de bruces llenos
de espanto”. El encuentro entre el Dios santo y trascendente y la criatura
pecadora e inconsistente es experimentado, por los apóstoles, como caída y
espanto. Es la experiencia también de Isaías (Cf Is 6) y de otros personajes
del AT. La luz infinitamente luminosa y santa de Dios, al incidir en un ser
humano, frágil y lleno de miseria, se torna oscuridad y dolor. Algo así debe
ser el purgatorio. En el caso de los apóstoles y de nosotros mismos, indica
que nuestra propia transfiguración es un proceso de transformación -
conversión- doloroso.
319

Caída puede significar la necesidad de ser humilde y reconocer la propia


situación de pecado. La contemplación del rostro de Dios -del rostro de
Cristo- necesariamente nos sumerge en la humildad: en su bondad infinita
veo mi corazón duro y obstinado, en su misericordia veo mi espíritu
orgulloso y rencoroso, en su libertad y valentía me veo hipócrita y cobarde…
y puedo sentir la tentación del “espanto”, del miedo y la desesperación. En la
oración sobre las ofrendas, pedimos: “con los resplandores de su luz,
límpianos de las manchas de nuestros pecados”.
Salió una voz de la nube: este es mi Hijo amado, escúchenlo
Una nueva presentación de Jesús, por parte del Padre. En el relato del
bautismo, según san Marcos, Dios Padre se dirige directamente a Jesús,
diciéndole: “tú eres mi Hijo amado, mi preferido” (Mc 1, 11). En la montaña
de la transfiguración, les habla a los discípulos. Poco antes (Cf 8, 29), Pedro
había hecho su confesión de fe en quién es Jesús: “tú eres el Cristo”; ahora el
Padre les revela algo más: no sólo es el mesías, sino el Hijo amado de Dios.
Y han de escucharlo. Particularmente atentos han de estar -parece querer
decirles el Padre- a las próximas enseñanzas o confidencias de Jesús.
Inmediatamente, mientras bajaban de la montaña les manda que no cuenten a
nadie lo que acaban de ver y, un poco más adelante, les recuerda que “está
escrito del Hijo del hombre que sufrirá mucho y que será despreciado” (9,
12). A eso tienen que estar especialmente atentos. Para eso los ha llevado a
la montaña a contemplar anticipadamente su gloria.
“Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: <levántense, no teman>” (Mt). El
que se humilla será ensalzado. Este detalle de Jesús queda también ahí como
un signo permanente. Jesús está ahora constantemente a nuestro lado, al lado
de cualquier pecador, invitándonos a levantarnos y a confiar. Jesús quiere
llevar a cabo la transfiguración de su Iglesia y de cada uno de sus miembros.
Esta fiesta viene a alentar nuestra esperanza. “Alentó la esperanza de la
Iglesia, al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el
cuerpo que le reconoce como cabeza suya” (prefacio).
320

LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ


Lecturas:
- Nm 21, 4b-9. Miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados.
O bien: Flp 2, 6-11. Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo.
- Sal 77. R. No olvidéis las acciones del Señor.
- Jn 3, 13-17. Tiene que ser elevado el Hijo del hombre.

TRES ÁRBOLES Y TRES FRUTOS


La Eucaristía actualiza el misterio pascual de la muerte y resurrección del
Señor. En cada Eucaristía miramos a la cruz, nos hacemos presentes, en
cierto modo, en el calvario, miramos también el sepulcro vacío y
contemplamos con los ojos de la fe al Resucitado que, como el día de
Pascua, entra en el lugar de nuestra reunión litúrgica y nos saluda con la
paz. La fiesta de hoy nos llama a mirar a la cruz. No es una repetición del
viernes santo. La cruz que contemplamos es la cruz gloriosa, la cruz en la
que ya no está el crucificado, la cruz que ha florecido, la cruz en la que el
Señor fue glorificado. Y, en la cruz de Cristo, contemplamos nuestra
propia cruz, mediante la cual vamos a florecer, al participar de la gloria de
nuestro Señor Jesucristo.
El que venció en un árbol, fue en un árbol vencido…
El prefacio de esta fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz hace referencia
al árbol del paraíso en el que venció el demonio, contraponiéndolo al árbol
de la cruz en que fue vencido. Y, entre uno y otro, la primera lectura
presenta el estandarte en el que Moisés puso una serpiente de bronce para
que todo el que la mirara quedara curado de las picaduras de las serpientes
venenosas. Fijémonos, pues, también nosotros unos momentos en estos
tres árboles.
El primero era un árbol de buen ver, de fruto apetitoso, pero engañoso.
Representa, en cierto modo, tantos bienes aparentes que seducen a los
321

seres humanos y los arrastran, pero son eso, bienes aparentes, que tras
haberlos gustado dejan mal sabor de boca y, lo que es peor, nos desnudan
de la gracia de Dios y de la vida eterna. Al probar de estos frutos
pensábamos salir vencedores pero, en realidad, somos vencidos por la
serpiente astuta. Ahora bien, la serpiente astuta no tiene la última
palabra.
El árbol o estandarte del desierto fue un anuncio o profecía del árbol de
la cruz. El pueblo hebreo era, como nosotros, un pueblo rebelde, vivían
protestando, de todo se quejaba y sus protestas y rebeldía se volvieron
contra ellos. Siempre es así. Raro es encontrar alguien que no proteste:
del jefe o los compañeros de trabajo, de los vecinos, de la propia familia o
los hermanos de comunidad, del obispo o la superiora, del gobierno, los
políticos, la mala suerte, el mal tiempo… y contra Dios. Y el corazón se
resiente. Todo nos molesta, no nos aguantamos ni a nosotros mismos. Y
nos enfermamos. Espiritual y psicológicamente. Aquel estandarte que
Dios mandó hacer a Moisés para que el pueblo levantara la vista hacia él y
se curara era un signo de la mirada hacia el cielo de donde viene la
sanación. Nosotros ahora, si queremos ser sanados, necesitamos mirar a la
cruz de Cristo.
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser
elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”. Recordemos ese canto carismático que dice: “una mirada de fe es
la que puede salvar al pecador y si tu vienes a Cristo Jesús él te
perdonará”. Es la mirada de fe hacia la cruz la que nos sana de las
heridas de la serpiente. Es la aceptación de la propia cruz, a la luz de la fe,
la que nos salva de la rebeldía y la amargura interior. Las ayudas
psicológicas y los métodos de relajación pueden ser buenos, pero lo
profundo del corazón solo puede sanarlo un Médico y el remedio que
receta son las hojas y frutos del árbol de la cruz.
Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz
La contemplación o la mirada de fe a la cruz, no es la contemplación o la
mirada a un pedazo de madera, sino la mirada hacia Aquel que estuvo
clavado en ella. San Pablo, en el famoso himno de su carta a los filipenses,
322

nos exhorta a tener los mismos sentimientos de Cristo y, para ello, nos
propone contemplar su trayectoria: su rebajamiento o anonadamiento
hasta morir en la cruz y su levantamiento o exaltación hasta ser constituido
Señor. Hace algunos domingos, Jesús nos invitaba a negarnos a nosotros
mismos, a tomar la cruz y a seguirle. Es necesario contemplar su
trayectoria para hacernos idea de cuál es la que nosotros mismos hemos de
recorrer. Según este himno paulino, la vida cristiana en la tierra no es un
camino de subida, de ascenso, al modo como se entiende habitualmente:
dinero, éxitos profesionales, fama…, sino de descenso, de humillación.
Podríamos decir que es camino de subida y ascenso, pero hacia el
calvario, como Jesús.
Es el camino que han seguido los santos. Pensemos en san Juan de la
Cruz, desprestigiado y encerrado durante meses en una celda pequeña y
oscura por sus hermanos contrarios a la reforma y acaba sus días enfermo,
rechazado y casi expulsado de la propia orden reformada. “¿Qué sabe
quien no ha sufrido?” es un dicho suyo. Hace poco se ha publicado una
biografía de D. José Rivera, un sacerdote diocesano de Toledo, muerto el
año 1991, un hombre verdaderamente santo, entregado totalmente a la
predicación, al acompañamiento espiritual y a los pobres; en los últimos
años de su vida, hasta el obispo-cardenal de su diócesis llegó a pensar que
se había vuelto loco. La misma santa Teresa de Calcuta, que conoció las
alabanzas y reconocimiento del mundo, aunque también había quienes la
criticaban porque decían que su modo de mirar a los pobres era
paternalista y que su actividad apostólica no cambiaba la pobreza
estructural, vivió muchos años en sequedad y oscuridad interior
tremendas. Los ejemplos podrían multiplicarse. La gloria y exaltación
definitivas vienen después de haber subido a la cruz.
Para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida
Jesús ha salvado al mundo muriendo en la cruz, por eso la salvación viene
de la cruz. “Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él”. Y el mundo se salva por él, por la
fe en él y siguiéndole a él. No hay otro camino. La cruz es fuente de vida.
323

La propia cruz, la nuestra, la de cada día, aceptada, llevada con amor, es


fuente de salvación y fecundidad espiritual.
Para poder asumir la propia cruz con estas actitudes es necesario
contemplar mucho la cruz de Cristo. Mirarle a él. Mirar cómo la acepta,
cómo ve en ella la voluntad del Padre, cómo habla de ella como el
momento de su glorificación, cómo va hacia ella decididamente. La cruz
es, ciertamente, un misterio: “el misterio de la cruz”. La palabra misterio
aplicada a cualquiera de las verdades de la fe significa que estamos ante
una realidad profunda que no es fácil entender y que, en cierto modo,
nunca en esta vida llegaremos a penetrar plenamente. No quiere decir que
sean realidades absurdas o irracionales. Los misterios de la fe van más allá
de nuestra inteligencia humana. Para poder penetrar en ellos es necesario
aceptarlos y empezar a vivirlos; en la medida que se viven se van
entendiendo mejor y se va palpando su eficacia, su fuerza salvadora.
Piensa, por ejemplo, en la oración, la Eucaristía, el ayuno…, sólo
viviéndolos entramos en ellos y nos damos cuenta de su poder salvador y
el cambio que van operando en nuestra vida. Así pasa con la cruz.
La fiesta de la Exaltación de la santa Cruz es una buena ocasión para que
vuelvas a preguntarte cómo ves tu propia cruz: ¿sólo como algo que no
puedes evitar o como una ocasión de crecimiento personal y espiritual?
¿Como una desgracia o como una gracia salvadora? Pregúntate cómo la
afrontas y asumes: ¿la rechazas y buscas otras salidas que se apartan de la
ley de Dios o la aceptas y te pones en las manos de Aquel que te amó y se
entregó por ti?
La mayor o menor aceptación de la cruz depende de la mayor o menor
intensidad de la propia fe. Hace unos días celebrábamos la fiesta de
santa Rosa de Santa María (Rosa de Lima); su vida tan crucificada es un
“escándalo” para quienes amamos muy poco la cruz de Cristo. Ella decía:
“sepan todos que tras los trabajos viene la gracia y que sin trabajos no hay
gracia. Desengáñense todos, que esta es la escala del cielo y no hay otra
ninguna”.
324
325

El evangelio según san Marcos


326
327

EL EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS1


El presente año litúrgico corresponde, de los tres ciclos litúrgicos
dominicales, al ciclo B. El evangelio que se proclama, a lo largo de la
mayoría de los domingos de este ciclo, es el segundo, es decir, el Evangelio
según san Marcos. Es bueno que conozcas algunos datos característicos o
peculiares de este evangelio. Durante siglos fue poco tomado en cuenta a
causa de su reducida extensión y porque se pensaba que era un resumen de
san Mateo y san Lucas, de los que se habría copiado; en la actualidad se le
considera el evangelio más antiguo y ha recuperado estima. Te propongo
también que, durante las primeras semanas del Año Litúrgico, es decir,
durante el adviento, hagas una lectura continua y completa de él, así tendrás
una visión de conjunto y te será más fácil ubicarte a medida que vayas
escuchándolo, a lo largo del año, en la liturgia. No te será dificultoso, pues
es el más corto de los relatos evangélicos (dieciséis capítulos).
¿Quién fue san Marcos?
Según el obispo Papías, del siglo II, el autor del segundo evangelio sería
Marcos o Juan Marcos, hijo de María y primo de Bernabé (Cf Hch 12, 12 y
Col 4, 10), que acompañó a Pablo y Bernabé en su primer viaje apostólico,
regresándose desde Panfilia (Cf Hch 12, 25; 13, 13), y por cuya causa se
separaron en el segundo viaje (Cf Hch 15, 37-39). Volvemos a verlo al lado
de Pablo cuando está en prisión (Cf 2Tm 4, 11; Flm 24). También le vemos
al lado de Pedro (1Pe 5, 13), quien lo llama “mi hijo”. Hacia el año 140,
Papías nos dejó este testimonio: “Marcos, que fue intérprete de Pedro,

1
La presente introducción al evangelio de san Marcos es muy sencilla. Si quieres
profundizar más, puedes leer: R. Aguirre M – A. Rodríguez Carmona, Evangelios
sinópticos y Hechos de los apóstoles, Evd, Estella (Navarra) 1992, 99-189; J. Delorme, El
evangelio según san Marcos, CB 15-16, Estella, (Navarra) 1990; Ph. Leonard, Evangelio
de Jesucristo según san Marcos, CB 133, Estella (Navarra) 2010. Muy útil para la lectio
divina te será la lectura de: R. Schnackenburg, El evangelio según san Marcos, I y II,
Herder, Barcelona 1980; Puedes verlo en:
http://www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Mc/MC-00.htm Para una introducción
elemental en: http://www.mercaba.org/DJN/M/marcos_evangelio_de_san.htm.
328

escribió con exactitud, aunque no con orden, todo lo que recordaba de


cuanto el Señor había dicho o hecho”. Eusebio de Cesarea, que es quien
recoge el testimonio de Papías, añade que Marcos no había escuchado al
Señor ni lo había seguido sino que escuchó y siguió a Pedro y escribió las
cosas tal como las recordaba procurando no omitir nada.
¿Dónde, cuándo y para quién fue escrito este evangelio?
Marcos habría escrito su evangelio en Roma, hacia el año 70, es decir, algún
tiempo después de la muerte de Pedro, y para cristianos no judíos, de origen
pagano, pues tiene que explicarles algunas costumbres judías y no se ocupa
mucho de la ley judía; se trataba, al parecer, de una comunidad que, por una
parte, se veía perseguida y, por otra, tenía algunas dificultades internas,
propias del crecimiento de la Iglesia y de la ya ausencia de los apóstoles. Los
estudiosos se preguntan si hubo algún motivo especial por el que se escribió
este evangelio y piensan que Marcos intentó con su escrito corregir algunas
ideas distorsionadas sobre la figura de Jesús, presentándolo como Mesías e
Hijo de Dios. Cronológicamente, es el primero de los cuatro evangelios.
Algunas características del evangelio según san Marcos
Algunos pensaron que este evangelio es un amasijo de narraciones sobre la
vida, los milagros y los dichos de Jesús, sin un orden o plan interno, sin
embargo, “hoy existe la convicción de que la obra de Marcos responde a un
plan. Los intentos de estructurarla son variados y todos iluminadores, aunque
parciales”2. Marcos pudo seguir una secuencia cronológica, comenzando la
historia de Jesús por Galilea y terminando en Jerusalén o geográfica: Galilea
y su entorno, el viaje hacia Jerusalén y su actividad final allá.
Otra posible estructura de este evangelio es dividirlo en dos grandes partes:
la primera hasta la confesión de Pedro “Tú eres el Cristo” (Mc 1, 14 - 8, 30),
en que la gente se pregunta quién es Jesús y, la segunda (Mc 8, 31-16, 8),
que va desvelando este misterio y qué clase de cristo o mesías es Jesús.
Introducida la primera por un prólogo (Mc 1, 1-13) y concluida la segunda
con un epílogo (Mc 16, 9-20), que es considerado añadido (aunque, por
supuesto, inspirado).

2
D. Montero, Evangelio de san Marcos, en: http://www.mercaba.org/DJN/M/marcos_evangelio_de_san.htm
329

Marcos inicia su relato con estas palabras: “Comienzo del Evangelio de


Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1). Ahí está la síntesis del mensaje que nos
quiere transmitir: la buena noticia de que Jesús es el Cristo, es decir, el
mesías, y el Hijo de Dios. También, a lo largo del relato, nos describe el
perfil del auténtico discípulo de Jesús. “Identidad de Jesús e identidad del
discípulo, he aquí las claves teológicas para comprender su evangelio”3.
Y todo ello narrado con un vocabulario no muy abundante ni un estilo
literario refinado, sino popular, pero “con gran viveza y colorido, con gran
realismo e interés por lo concreto”4.
La pregunta ¿quién es este hombre? recorre todo el evangelio y también la
respuesta. Jesús es verdadero hombre, que tiene sentimientos de cólera, de
indignación, de sorpresa, de ternura… Es maestro y profeta. Es -nos dice
Marcos al inicio del evangelio- el “nuevo Adán” que vence al demonio y
convierte el desierto en un nuevo paraíso (“vivía entre animales y los ángeles
le servían” Mc 1, 12-13). Es el hijo del hombre que se va revelando
progresivamente como mesías, identidad que manda no dar a conocer
(“secreto mesiánico”) en la primera parte del evangelio, para evitar una idea
equivocada, triunfalista y nacionalista de su mesianismo; en la segunda parte
hasta la pasión, se irá mostrando como un mesías crucificado.
Jesús es además el Hijo de Dios. Así es proclamado, al inicio del evangelio
por Marcos (1, 1) y por Dios Padre (1,11), en medio también por el Padre
(9, 7) y al final por el centurión romano (15, 39). La confesión de fe del
centurión: “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”, es completa:
Jesús es hombre e Hijo de Dios; hijo de Dios desde siempre (“era”). Es el
hijo del hombre, el mesías, el hijo de Dios que “ha venido a dar su vida en
rescate por muchos” (Mc 10, 45) y a ofrecer su sangre, sangre de la alianza
“derramada por muchos” (Mc 14, 24).
¿Y quién es auténtico discípulo? Es otra de las preguntas que responde el
evangelio de Marcos. Jesús es el maestro y modelo del discípulo. Formó un
grupo “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), a
quienes pide, ante todo, tener fe en él, renunciarse a sí mismos, tomar la cruz
y seguirle, dispuestos a perder la vida, a ser cada uno el último y el servidor
3
Ib.
4
Ib.
330

de todos. Y les promete el poder de expulsar demonios (Cf Mc 3, 15). El


discípulo necesita aceptar las correcciones del maestro, porque sus
pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres (Cf Mc 8, 33), e
integrar en su vida el misterio de la cruz. Ha de estar dispuesto a hacer de su
existencia un camino, con Jesús y como él, hasta la cruz. El grupo de los
discípulos forma una familia nueva, dispuesta a cumplir la voluntad de Dios
(Cf Mc 3, 31-35), una comunidad misionera, enviada por todo el mundo a
proclamar la buena nueva, para que todo el que crea y se bautice se salve (Cf
Mc 16, 15-16). Por otra parte, los discípulos han de estar vigilantes a la
espera de la venida gloriosa del hijo del hombre, que es inminente, aunque el
día y la hora solo los conoce el Padre.
Los últimos capítulos del evangelio (14-16) los ocupa el relato de la pasión,
muerte y resurrección del Señor. Destaca su amplitud. El momento de la
pasión ha sido preparado por Jesús mediante tres anuncios a los discípulos
(Mc 8,31; 9,31; 10,33-34) los cuales, sin embargo, quedarán desconcertados
y abatidos, hasta el punto de abandonarlo y huir a Galilea. Tendrá que ser un
pagano quien confiese que aquel hombre era verdaderamente el Hijo de
Dios. Jesús se ha revelado como mesías e Hijo de Dios muriendo. Dos
signos revelan el sentido de su muerte: el velo del templo rasgado (en Jesús,
nuevo templo, hay libre acceso a Dios) y la confesión de fe del centurión (un
hombre que ama hasta morir así confirma su divinidad).
La Buena Noticia de Marcos concluye con estas palabras tan llenas de
esperanza para nosotros, empeñados en la nueva evangelización: “Vayan por
todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y
sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales
que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios,
hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban
veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se
pondrán bien (…) Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el
Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la
acompañaban” (Mc 16, 17-18. 20).
331

INDICE

Introducción 5
Tiempo de Adviento 9
Domingo I de Adviento 11
Domingo II de Adviento 15
Domingo III de Adviento 19
Domingo IV de Adviento 23
Tiempo de Navidad 27
Natividad del Señor – Misa de Medianoche 33
Natividad del Señor – Misa del Día 37
Sagrada Familia 41
Santa María Madre de Dios 45
Domingo II después de Navidad 49
Epifanía del Señor 53
Bautismo del Señor 57
Tiempo Ordinario (primera parte) 61
Domingo II del Tiempo ordinario 63
Domingo III del Tiempo ordinario 67
Domingo IV del Tiempo ordinario 71
Domingo V del Tiempo ordinario 75
Domingo VI del Tiempo ordinario 79
Domingo VII del Tiempo ordinario 83
Tiempo de Cuaresma 87
Miércoles de ceniza 89
Domingo I de Cuaresma 96
Domingo II de Cuaresma 100
Domingo III de Cuaresma 104
Domingo IV de Cuaresma 108
332

Domingo V de Cuaresma 112


Semana Santa 117
Domingo de Ramos en la Pasión del Señor 119
Triduo pascual 123
Jueves Santo 127
Viernes Santo 129
Vigilia Pascual 131
Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor 136
Tiempo de Pascua 141
Domingo II de Pascua – de la Divina Misericordia 143
Domingo III de Pascua 147
Domingo IV de Pascua 151
Domingo V de Pascua 155
Domingo VI de Pascua 159
Ascensión del Señor 163
Pentecostés 167
Tiempo Ordinario (segunda parte) 171
Santísima Trinidad 173
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 177
Domingo XI del Tiempo ordinario 181
Domingo XII del Tiempo ordinario 185
Domingo XIII del Tiempo ordinario 189
Domingo XIV del Tiempo ordinario 193
Domingo XV del Tiempo ordinario 197
Domingo XVI del Tiempo ordinario 201
Domingo XVII del Tiempo ordinario 205
Domingo XVIII del Tiempo ordinario 209
Domingo XIX del Tiempo ordinario 213
Domingo XX del Tiempo ordinario 217
Domingo XXI del Tiempo ordinario 221
Domingo XXII del Tiempo ordinario 225
Domingo XXIII del Tiempo ordinario 229
333

Domingo XXIV del Tiempo ordinario 233


Domingo XXV del Tiempo ordinario 237
Domingo XXVI del Tiempo ordinario 241
Domingo XXVII del Tiempo ordinario 245
Domingo XXVIII del Tiempo ordinario 249
Domingo XXIX del Tiempo ordinario 253
Domingo XXX del Tiempo ordinario 257
Domingo XXXI del Tiempo ordinario 261
Domingo XXXII del Tiempo ordinario 265
Domingo XXXIII del Tiempo ordinario 269
Jesucristo Rey del universo 273
Solemnidades y Fiestas 277
La Anunciación del Señor 279
Sagrado Corazón de Jesús 281
Natividad de san Juan Bautista 285
San Pedro y san Pablo 289
Asunción de la Virgen María 293
Todos los Santos 297
Inmaculada concepción de la Virgen María 301
Aniversario de la Dedicación de una Iglesia 305
La Presentación del Señor 309
Conversión del apóstol san Pablo 313
Transfiguración del Señor 316
La Exaltación de la Santa Cruz 320
El Evangelio según san Marcos 325
Índice 331

¡Gloria a Dios!

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