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CON

LA MISMA PIEDRA

2
Miguel Ángel Ariño
Pablo Maella

Con la misma
Piedra
Los 10 errores que todos cometemos al decidir

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela

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1.ª edición Abril 2017

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización


escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos
la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares
mediante alquiler o préstamo público.

Copyright © 2017 by Miguel Ángel Ariño y Pablo Maella


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© 2017 by Ediciones Urano, S.A.U.
Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona
www.empresaactiva.com
www.edicionesurano.com

ISBN: 978-84-16990-13-9

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.

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Índice

Introducción

Evitar los errores en la toma de decisiones

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1. Buscar la decisión perfecta
Parálisis por análisis

Equivocarse es normal
No nos gusta equivocarnos
No es lo mismo decidir bien que acertar
El aprendizaje del error
Perder el miedo a decidir
Ideas clave

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2. Ser poco realista
No confundir los deseos con la realidad

No todos piensan como nosotros


Creamos nuestra propia realidad
Nuestros deseos no son la realidad
Una cosa son los datos y otra las opiniones
Entender las causas
Ideas clave

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3. Hacerse trampas
Es muy fácil engañarse y que nos engañen

El marco de referencia
condiciona nuestras decisiones
Las primeras impresiones
condicionan nuestras decisiones
Se nos puede engañar muy fácilmente
¡Cuidado! El autoengaño favorece la manipulación
Aferrarse a la primera idea
Cómo evitar el autoengaño
Ideas clave

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4. Decidir según las modas
Hacer lo que hacen los demás

La mayoría y sus peligros


Miedo a ser diferentes
Si haces lo que todos hacen, ¿en qué te diferencias?
Piensa y genera alternativas
Ideas clave

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5. Precipitarse y arriesgar más de lo necesario
Los riesgos hay que calibrarlos

Las decisiones raramente son muy urgentes


La incertidumbre nos genera ansiedad
Arriesgamos innecesariamente
Negar la incertidumbre es una forma de arriesgar
Ideas clave

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6. Confiar demasiado en la intuición
Intuición más análisis

Decidir sin saber por qué


La intuición del experto
La intuición del creativo
La intuición también nos puede engañar
Ideas clave

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7. Ser prisionero de las propias ideas
Pueden no ser tan buenas

Nos cuesta cambiar de idea


Nos aferramos a lo primero que decidimos
Resistencia a aceptar que algo va mal
Dejar de cavar para salir del hoyo
Mirar fuera de nosotros mismos
Ideas clave

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8. No considerar las consecuencias
El remedio, peor que la enfermedad

Mirar más allá de la urgencia


Pensamos que ocurrirá lo que queremos que ocurra
¿Lo tenemos todo bajo control?
Sobrevaloramos el presente
Ideas clave

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9. Sobrevalorar el consenso en la toma de decisiones
Los riesgos de las decisiones consensuadas

¿Es mejor decidir en grupo?


Buscar un exceso de consenso
Groupthinking
Dejarse influir en exceso por la autoridad
Hacer de abogado del diablo
Ideas clave

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10. No llevar a la práctica lo que hemos decidido
La decisión debe ir seguida de acción

¿Es posible aplicar la decisión?


Los demás también tienen algo que decir
Cada uno tiene su sentido común
No somos tan racionales
Cada uno es como es
Ojo con el «politiqueo»
Ideas clave

Conclusión

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Introducción

Decidir es vivir y vivir es decidir

Gran parte de nuestra vida se conforma mediante las decisiones que vamos tomando en
cada momento. Tal vez hayamos tenido que decidir si trabajar o estudiar, si casarnos o ser
solteros, o si vivir en un país u otro, y todas estas decisiones han ido marcando nuestra
existencia de un modo fundamental. Decidir es lo más relevante que hacemos. Una tarea
que tiene consecuencias para nuestra vida y la de aquellos que nos rodean. Si tomamos
buenas decisiones tendremos una buena vida, y si tomamos malas decisiones tendremos
una mala vida. Así de simple. Somos lo que decidimos y decidimos lo que somos.
Además, decidir es universal, es decir, no podemos no decidir. Nadie se escapa de esa
tarea. Todos estamos constantemente tomando decisiones, unas relevantes y otras no
tanto, pero siempre estamos decidiendo, ¡aunque no queramos hacerlo! Hay personas que
tratan de evitar la decisión, o que dejan que otros las tomen por ellos, pero incluso estas
personas están decidiendo: en el primer caso han decidido no decidir y en el segundo que
otros decidan por ellos.
No es fácil tomar buenas decisiones, porque se producen una serie de errores comunes
y sesgos personales que, si no somos conscientes de ellos y los tratamos de evitar,
nuestras decisiones difícilmente superarán la mediocridad.
Decidir es, por tanto, una tarea relevante, inevitable y que no es fácil. Sin embargo,
¿nos han enseñado en algún momento a tomar decisiones? Ni en la escuela primero, ni
luego en el bachillerato ni en otros estudios superiores hay formación específica sobre la
toma de decisiones. En el colegio nos enseñaban a sumar, los ríos de España y la
literatura universal, pero no a cómo decidir con eficacia, criterio y sentido común.
Paradójico, ¿no? Resulta que es un acto vital para nuestra vida pero nos tenemos que
espabilar para aprender a decidir mejor.
Además, en este caso existe el agravante de que solo con el hecho de decidir no se
mejora el proceso de toma de decisiones. Dicho de otro modo, a nadar se aprende
nadando, pero a tomar decisiones no se aprende solo tomando decisiones, sino a base de

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analizar las decisiones tomadas, ver los errores u oportunidades de mejora que había en
ellas y tenerlas en cuenta en el futuro.

Evitar los errores en la toma de decisiones

¿Cómo podemos entonces mejorar nuestras decisiones? Siguiendo unos principios y


evitando errores comunes en la toma de decisiones. En el primer libro que escribimos,
Iceberg a la vista: principios para tomar decisiones sin hundirse, señalábamos diez
principios para mejorar la eficacia de nuestras decisiones. Aquí señalaremos los errores
más comunes en la toma de decisiones. Si tratamos de evitar estos fallos, nuestras
decisiones serán mucho mejores.
Estos errores son predecibles en el sentido de que las personas tenemos tendencia a
caer en ellos de manera generalizada, unos más y otros menos, pero todos nos vemos
afectados por determinados factores y, por tanto, conocerlos nos será de gran ayuda para
tratar de evitarlos y mejorar los resultados de nuestras decisiones.
El objetivo del libro es facilitar a quien lo lea que conozca los errores comunes y que
los sepa reconocer en sus propias decisiones para así poder evitarlos. De este modo,
decidirá mejor y con ello mejorará su vida y la de los que le rodean. El premio es grande.
Vale la pena ir a por ello. ¡Ánimo!

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Buscar la decisión perfecta
Parálisis por análisis

Equivocarse es normal

Nadie es perfecto, todos cometemos errores. Les sucedió a un matrimonio amigo que
necesitaban cambiar de coche. Después de mucho mirar se encapricharon con uno de
aspecto deportivo con dos puertas y techo descapotable. Se pasaba un poco de
presupuesto, pero era una maravilla. Estaban realmente satisfechos.
Meses después, ella se quedó embarazada. Nació el niño y no había manera de
acomodar el sillín en el coche y tampoco cabía el cochecito del bebé en el maletero. Lo
tuvieron que malvender y comprar otro nuevo más acorde con su situación. Sabían que en
cualquier momento podrían ser padres, pero aun así decidieron erróneamente comprar el
coche deportivo y tuvieron que acabar rectificando.
Cuando tomamos decisiones vamos a cometer errores. Y esto por una simple razón:
porque somos humanos. La perfección solo existe en la mente humana. Las decisiones
que tomemos siempre serán imperfectas y frecuentemente podrían haber sido mejores. El
único modo que tenemos de no equivocarnos es no haciendo nada. Si tenemos iniciativa,
si tomamos las riendas de nuestra vida, nos saldrán las cosas unas veces bien y otras no
tanto.
El buscar la perfección en nuestras decisiones es uno de los errores más frecuentes.
Por un lado, nos pone una presión innecesaria a la hora de decidir, y por otra, acostumbra
a paralizar el propio proceso de decisión porque nos convierte en más dubitativos. Si no
podemos fallar, entonces hasta llegar a lo que consideramos la decisión perfecta, puede
pasar mucho tiempo.
El perfeccionismo nos conduce a un exceso de análisis y a una parálisis en la toma de
decisiones. Intentar tomar la decisión perfecta nos puede llevar a considerar tantos
factores, escenarios y posibles consecuencias que haga inviable tenerlos en cuenta para
decidir correctamente. Y es que las decisiones conllevan un riesgo. Forman parte de lo no

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controlable en la vida, y si no lo asumimos no podremos tomar buenas decisiones.
Nuestro empeño por decidir bien muchas veces nos lleva a buscar la decisión óptima.
Esto habitualmente conduce al fracaso. Conseguir la decisión óptima es muy difícil y lo
único que conseguiremos es estar permanentemente frustrados. El modo más eficaz de
tomar las mejores decisiones precisa de dos condiciones: la primera es no hacer las cosas
tan mal que sea imposible enderezarlas, y la segunda es hacerlas cada vez un poquito
mejor. Esta mejora continua es el mejor modo de llegar a hacer las cosas muy bien a base
de ir aprendiendo poco a poco. Pretender la perfección desde el principio no solo es una
exigencia inhumana, sino que conduce a la frustración.
El problema es que solemos querer hacer las cosas muy bien de entrada y es muy
difícil. Mejoramos poco a poco y esto es algo que cuanto antes lo asumamos menos
frustración tendremos.
Ser conscientes de la imperfección nos va a ayudar a que seamos más cuidadosos a la
hora de decidir. Sabemos que nos equivocamos fácilmente por lo que es mejor conocer
qué errores son los más frecuentes en la toma de decisiones y así poder evitarlos en la
medida de lo posible.

No nos gusta equivocarnos

A nadie le gusta reconocer que se ha equivocado. Por esto muchas veces nos
autosugestionamos y nos convencemos de que lo que hemos hecho es lo correcto.
Después de tres días en Disneylandia haciendo colas, gastando dinero y pasando calor,
todo el mundo dice que es un planazo. Nadie reconoce que hubiera sido mejor unas
vacaciones más normalitas. Preferimos autoengañarnos y pensar que hemos decidido
bien.
Pasa lo mismo en las noches electorales: todos los partidos ganan. Unos porque son los
que más han crecido, aunque apenas hayan pasado de dos a tres escaños. Otros porque
han sacado más escaños de los que les daban las encuestas. Y otros porque han sacado
más escaños que otro partido que en anteriores elecciones había pasado por delante.
Nadie pierde, todos ganan. Pero no es cierto. Solo hay un partido que gana y los demás…
a la oposición.

No es lo mismo decidir bien que acertar

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A principios de 2001 una compañía norteamericana resolvió trasladar sus oficinas
centrales a una de las torres gemelas de Nueva York. El traslado se hizo durante el
verano, y a principios de septiembre se empezó a trabajar en la nueva sede. Diez días
después esta compañía había desaparecido. La mayoría de sus directivos fallecieron en el
atentado terrorista. ¿Podemos decir que la dirección de la compañía se equivocó cuando
decidió el traslado a las torres gemelas? La respuesta es negativa. Hizo lo que tenía que
hacer.
Muchas veces tenemos un injustificado sentido de responsabilidad. Pensamos que si
damos los pasos adecuados, conseguiremos lo que teníamos previsto, y si no lo
obtenemos es porque hemos hecho algo mal. Esto es un error. En los resultados de
nuestras decisiones influyen además de nuestra decisión otros factores que se escapan a
nuestro control. El trasladar la sede central de la compañía a una de las torres gemelas
posiblemente fue una decisión correcta si los responsables de la decisión tuvieron en
cuenta todos los factores que había que considerar. En todo caso si la decisión fue
incorrecta no se debió a que el 11 de septiembre de ese año hubiera un atentado terrorista.
Una cosa es decidir bien y otra obtener los resultados que pretendíamos con nuestra
decisión. En una decisión concreta podemos decidir bien y no obtener los resultados que
pretendíamos y viceversa. Somos responsables solo de aquellas circunstancias que están
bajo nuestro control o sobre las que tenemos alguna influencia, pero hay muchos factores
que afectan a los resultados de nuestras decisiones que se escapan a nuestro control. Uno
de ellos, bastante importante, es la suerte.
A veces, a pesar de decidir mal, tenemos suerte y las cosas nos salen bien. Esto es lo
peor que nos puede pasar porque podemos achacar los buenos resultados a nuestro buen
saber y buen juicio. Al no ser capaces de darnos cuenta de que hemos tenido suerte,
aprendemos a decidir mal y sembramos las bases de nuestro futuro fracaso. Esta situación
es muy peligrosa. Además, si la causa de la buena marcha de nuestra compañía es la
suerte, ¿qué aportamos a la empresa nosotros? Que la marcha de una compañía dependa
de la suerte es muy peligroso. La suerte juega unas veces a favor y otras no tanto…
Puede ocurrir que decidamos bien y el resultado no sea bueno, como les sucede en
ocasiones a los comerciales. Persiguen una venta con mucho esfuerzo porque piensan que
pueden lograrla, pero después de varias visitas al cliente este opta por comprarle el
producto a un competidor. ¿Se puede decir que fracasó este comercial? Ni mucho menos.
Realizó el trabajo que tenía que hacer, pero simplemente otros factores pesaron más en la
decisión del cliente.
Por tanto, una cosa es decidir bien y otra muy distinta obtener los resultados esperados.

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Entonces ¿qué más da preocuparse por decidir bien o mal? Si alguien le dice: «Haga
usted las cosas como quiera, que lo que usted haga puede tener poco que ver con los
resultados», es falso.
Si bien es cierto que en una situación concreta las cosas pueden salir mal a pesar de
decidir bien y viceversa, cuando se considera un conjunto de decisiones tomadas a lo
largo de un periodo de tiempo, al que decide bien le salen las cosas mejor que al que
decide mal. Esto es debido a que, si bien en un caso concreto se puede tener buena o mala
suerte, en un conjunto de resoluciones, la buena y la mala suerte se acaban compensando,
y lo determinante de nuestra situación es cómo hemos ido decidiendo.

El aprendizaje del error

A veces tomamos una decisión inadecuada y nos salen las cosas mal. ¿Es esto muy grave?
Pues no, salvo que las consecuencias de esta decisión inadecuada sean catastróficas. Sin
embargo, nos sirve para aprender y no volver a cometer otra vez ese error. Esto nos puede
pasar por precipitación, y entonces el aprendizaje es ser más prudente la próxima vez,
pero también nos puede ocurrir porque estamos experimentando nuevos modos de hacer
una cosa y el fracaso está entre los resultados plausibles.
Por ejemplo, una familia que acostumbra a veranear en un hotel de montaña en el
Pirineo de Huesca piensa que quizá sería bueno cambiar de costumbre y alquilar un
apartamento en la playa. Pero la experiencia acaba siendo horrible: masificación en la
arena, calor todo el día, gente por todas partes y poca tranquilidad.
Al final les queda claro que se equivocaron con la elección y que pasar un verano no
muy agradable les hizo aprender, pues les sirvió para confirmar las bondades del veraneo
en la montaña. El aprendizaje tuvo un coste, pero fue un coste asumible. Además, como
el objetivo era saber si en la playa lo pasarían mejor o no, no se puede decir que se
equivocaran al probar otra opción, al contrario, cumplieron su objetivo.
Muchas veces nuestro objetivo es aprender y para eso debemos experimentar. Y al
hacerlo, las cosas nos pueden salir bien o mal. Lo importante es estar preparados para el
error. Esto significa que conviene que nuestros experimentos sean de bajo coste, en el
sentido de que si nos sale mal, las consecuencias no sean muy graves. También es
importante que no repitamos el mismo error una y otra vez. En definitiva, que
aprendamos de los errores.
Lo primero que tenemos que pensar para quitarnos presión a la hora de decidir es que,
habitualmente, las resoluciones que tomamos no son irreversibles y que, por tanto, si no

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eran adecuadas siempre las podemos cambiar. Si hemos optado por la carrera de derecho
y una vez acabado el primer curso nos hemos dado cuenta de que preferimos económicas,
es molesto cambiar, pero solo eso, un poco molesto. A quien le haya pasado habrá
experimentado que no es tan grave y que al cabo de tres años uno ya probablemente ni se
acuerde.
¿Qué pasa si nos equivocamos? Pues que generalmente podemos rectificar, esa es la
gran ventaja. Lo que decidimos ahora raramente nos compromete de manera definitiva
para toda la vida. Si quitamos presión a la decisión, decidiremos mejor. Tomás Alba
Edison, el inventor de la bombilla, intentó más de mil modos de conseguir luz eléctrica.
Iba fallando una vez tras otra y cada vez que fallaba se decía: «Ya sé que este no es el
modo de proceder. Ya me quedan menos posibles intentos».

Perder el miedo a decidir

Decidir a veces nos puede provocar temor porque decidir es elegir, y elegir comporta
renunciar a otras opciones. Además, una vez escogida una opción, siempre puede quedar
la duda de si otra alternativa hubiera sido mejor. Tenemos miedo a equivocarnos. Si
dejamos que estos temores nos impidan tomar decisiones, estaremos renunciando a
protagonizar nuestra vida. Serán las circunstancias y los acontecimientos los que tomarán
el control, mientras que nosotros seremos espectadores pasivos de lo que nos ocurre.
A un conocido jugador de baloncesto norteamericano, cuando ya se retiraba de su vida
deportiva, le preguntaron cuál había sido la canasta que más le dolió fallar. Contestó sin
dudarlo: «Aquella que no me atreví a tirar». Así pues, hemos de vencer el temor a
equivocarnos y lanzarnos a tomar decisiones.
Una vez convencidos de la necesidad proactiva de tomar decisiones, hemos de advertir
que los riesgos que se asumen han de ser calculados. No podemos irresponsablemente
asumir riesgos poco razonables escudándonos en que el que no arriesga no gana. Tirarse
dentro de un tonel por las cataratas del Niágara es jugar a la ruleta rusa con casi toda la
pistola cargada.
Muchas compras de empresas se han debido más al interés de un CEO por mandar
sobre una empresa mayor que a una racionalidad económica. Quizá sea esta una de las
razones por las que tres de cada cuatro adquisiciones de empresas no generan los
beneficios que se esperaban. Decidir, sí. Asumir riesgos también, pero sabiendo qué
riesgos se están asumiendo y estando preparados para abordar posibles consecuencias
adversas.

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Ideas clave

Buscar un resultado perfecto nos pone una presión innecesaria al decidir.

No aceptamos el error porque no nos gusta equivocarnos. Por esto muchas


veces nos autosugestionamos y nos convencemos que lo que hemos hecho es lo
correcto.

Una cosa es decidir bien y otra que obtengamos los resultados que
pretendíamos con ello.

Solo somos responsables de aquellas circunstancias que están bajo nuestro


control o sobre las que tenemos alguna influencia.

Si dejamos que el miedo a equivocarnos nos impida tomar decisiones,


estaremos renunciando a tener protagonismo sobre nuestra vida.

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2
Ser poco realista

No confundir los deseos con la realidad

No todos piensan como nosotros

Cuando pensamos en una idea estamos convencidos de que es verdad. Y como es verdad
creemos que todo el mundo piensa de la misma manera. Pero que a nosotros nos parezca
más razonable que una determinada alternativa política sea la mejor, no implica que todo
el mundo piense igual.
Hay personas que creen que todo el mundo piensa igual que ellos, que en la vida no
hay opciones distintas a las que ellos creen. No es así, las cosas se pueden hacer de varias
maneras. Y el hecho de que siempre se hayan hecho de una forma no significa que no
haya otras opciones. El peligro es la rigidez de pensamiento, que puede dejarnos
atrapados en una única visión y modo de hacer las cosas que no tienen por qué ser los
mejores.
En una empresa muchos directivos utilizaban un conocido software que servía de
agenda. Uno de ellos le explicó el funcionamiento interno de la empresa a otro que
acababa de incorporarse, asegurándole que ese software era imprescindible y que tendría
que aprender a usarlo cuanto antes, pues en caso contrario no tendría futuro en la
empresa, ya que se perdería muchas de las reuniones. Pero el recién contratado enseguida
comprobó que no era así, pues había colegas que lo que usaban no era el software sino
una agenda tradicional, y que esto no les hacía perderse reuniones y tenían carreras
prósperas en la organización. Muchas veces, el que siempre hace las cosas de una misma
manera, como el directivo que usaba el software, es incapaz de plantearse que hay modos
distintos que funcionan bien.

Creamos nuestra propia realidad

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Solemos tener una percepción subjetiva de la realidad sistemáticamente sesgada y casi
siempre a favor nuestro. Vemos las cosas como nos gustaría que fueran y no como
realmente son. Los ejemplos son frecuentes, así el 75% de los conductores piensa que son
mejores conductores que la media, lo que estadísticamente no puede ser, porque solo la
mitad de los conductores pueden ser mejores que la media. También ocurre a menudo que
nos atribuimos los éxitos a nosotros mismos y pensamos que son los demás los
responsables de nuestros fallos. Y son bien conocidas las expresiones de los adolescentes
«He aprobado» o, por contra, «Me han suspendido».
Es común que cuando otros tardan mucho en hacer algo lo achaquemos a su lentitud,
pero si somos nosotros los que tardamos es que estamos muy ocupados. O que cuando
otros no hacen algo es que son perezosos, pero si yo no lo hago es que tengo mucho
trabajo.
Más situaciones comunes: cuando otros hacen algo que no se les había pedido decimos
que se están pasando, pero si lo hago yo es que tengo iniciativa. Si otros mantienen su
postura, es que son tozudos, aunque si la mantengo yo es que soy una persona con
convicciones. En definitiva, somos muy condescendientes con nosotros mismos a la hora
de juzgarnos y no perdonamos ni una a los demás.
No solemos aceptar la realidad cuando esta se presenta de una manera que no nos
gusta. Dicen los profesionales de la enseñanza media que ante las malas notas de un hijo
los padres están dispuestos a aceptar que podría estudiar más y que no se esfuerza
demasiado. Pero lo que un padre nunca acepta es que su hijo es limitado. Sin embargo, si
consideraran esta realidad, podrían dar mejores consejos a su hijo y orientarle
profesionalmente de un modo más adecuado. Pero no, según opinan sus respectivos
padres, todos los niños van para premios Nobel.
En la época de bonanza económica algunos empresarios achacaban el éxito de sus
empresas a que estaban «apalancadas». La misma situación era calificada como de
empresas «excesivamente endeudadas» cuando asomó la crisis económica. Vemos las
mismas cosas de modo distinto según nos interesa en cada momento.
Ante una situación así fácilmente nos posicionamos con una alternativa y
magnificamos sus aspectos positivos minimizando los negativos. Pasa a veces cuando una
persona se cansa de su cónyuge, a quien a partir de ese momento solo le ve pegas donde
antes también veía virtudes. O, a veces, también ocurre cuando uno se cansa del trabajo
que tiene y a partir de ese momento no es capaz de ver nada bueno en su puesto. Pero la
realidad tiene varias caras y cada alternativa pros y contras. No todo es bueno o malo, hay
matices.

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La falta de conocimiento de la realidad conduce a un error en el que es muy difícil no
caer. Cuando surge un problema, especialmente en el ámbito laboral, intentamos
identificar las causas para ponerle remedio al problema. Normalmente son varias las
posibles causas y nos hacemos una idea más o menos de cómo solucionar el problema.
Sin embargo, hay una hipótesis que muy rara vez nos planteamos, y es que los causantes
del problema somos nosotros mismos. Si nos acostumbráramos a pensar en esta
posibilidad, resolveríamos muchos problemas. Y si finalmente no somos nosotros los
responsables del problema, ya encontraremos la verdadera causa, pero nada malo se habrá
derivado de habernos incluido nosotros mismos entre las posibles causas de la situación.

Nuestros deseos no son la realidad

Fácilmente creemos que las cosas son como queremos que sean. Hace unos años los
miembros del Gobierno de España no reconocieron la crisis económica que teníamos
encima, incluso cuando sus consecuencias ya eran evidentes. Se prefería vivir en la
ilusión de que no había crisis alguna.
Entre el 70% y el 80% de las fusiones de empresas fracasan. Piénsese en las celebradas
fusiones de American on Line y Time Warner o la de Chrysler con Mercedes-Benz.
Después de años intentando digerir la fusión, reconocieron su fracaso y las que han
podido se han separado otra vez. Y aun así, sigue habiendo empresas que se fusionan
pensando que su caso es diferente a los demás y que a ellos la fusión les irá bien.
¿Qué razones hay, aparte de los buenos deseos, para que esa fusión funcione? Si no se
saben identificar razones por las que la mayoría fallan y por las que la nuestra va a
funcionar, estamos asistiendo a un autoengaño químicamente puro.
¿Por qué pasa esto tan a menudo? Pues esto pasa porque en una fusión siempre hay
muchos más imponderables e imprevistos de los que inicialmente se supone. Cuando dos
empresas consideran fusionarse, hacen estudios de cuánto aumentarán los ingresos
combinados por estar juntas y cuánto disminuirán los costes por unificar actividades,
economías de escala y de distribución, etc. Y normalmente sale ventajosa la fusión, sobre
todo si había un interés inicial de llevarla a cabo. Lo que rara vez se tiene en cuenta son
los innumerables problemas que surgen a la hora de unificar las actividades diarias.
En el proceso de fusión se sabe de antemano que uno de los dos directores de compras
va a saltar de la compañía y lo mismo ocurre con los dos directores de ventas, etc.
Mientras se dirimen estas cuestiones los mencionados responsables dedican más tiempo a
defender su puesto y a demostrar su valía que a gestionar sus departamentos. Una vez que

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se sabe de cuál de los dos se prescindirá, podría ser que el directivo perdedor ponga todos
los palos en la rueda para que la fusión fracase. En ocasiones, para evitar todos estos
problemas se acaban dando cargos a todos sin que se sepa bien la función de esos cargos.
Lo mismo sucede con los emprendimientos y las famosas empresas emergentes o
start-ups. Muchos de nuestros antiguos alumnos del IESE han puesto en marcha
empresas. Los comentarios que nos hacen cuando nos encontramos con ellos son
unánimes: «Ya sabía que me iba a encontrar con muchas dificultades e imprevistos, pero
nunca pensé que iban a ser tantos». Y es que con frecuencia y en todos los ámbitos de
nuestra vida pensamos que tenemos un mayor control de las situaciones del que realmente
tenemos.
En mayo del año 1996, en dos expediciones al Everest organizadas por sendas
empresas comerciales fallecieron un total de once escaladores. La mayor tragedia jamás
ocurrida en esa montaña hasta la fecha. «Tengo una seguridad absoluta de que regresaré y
de que puedo dominar cualquier situación que se nos presente», «Mi mujer tiene una
seguridad total de que regresaré», estas fueron las declaraciones del responsable de una de
las expediciones, en una entrevista publicada en una revista especializada meses antes de
la partida.
Ni qué decir tiene que fue una de las once víctimas de la expedición. Ambos grupos
iban guiados por expertos conocedores de la montaña, que ya la habían subido varias
veces, lo que les dio un exceso de confianza que hizo que no tomaran algunas
precauciones elementales.

Una cosa son los datos y otra las opiniones

Una práctica que nos ayudará a no confundir la realidad con nuestros deseos es el
distinguir los datos de las opiniones. Una cosa es que en mi compañía hayan bajado las
ventas un 20% y otra cosa es que el responsable de esa bajada sea el director comercial.
Lo primero es un dato mientras que lo segundo es una opinión o un juicio. Hemos de
saber distinguirlos. Cuando estamos tomando una decisión hemos de saber si está basada
en datos objetivos o en opiniones. Un dato objetivo es una realidad que existe y es
inamovible, una opinión puede estar equivocada.
Cuando tomamos decisiones basadas en opiniones o juicios, hemos de estar dispuestos
a variar la decisión en cuanto haya razones que nos hagan cambiar de opinión. Si a las
opiniones les damos la categoría de datos inapelables, no tendremos la flexibilidad mental
suficiente para cambiar de opinión y nuestras decisiones no serán todo lo buenas que

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deberían ser.
Sucedió en la industria de los relojes. Las empresas de relojes suizas ostentaban una
participación de mercado mundial del 90%. Reloj suizo era sinónimo de calidad. A
principios de la década de 1970, tanto los suizos como los japoneses desarrollaron el reloj
digital. Este tenía grandes ventajas: eran mucho más preciso, se estropeaba menos y se
podía producir en serie. Pero las empresas suizas despreciaron la nueva tecnología.
Decían que eso no era un reloj. Un reloj era lo que ellos habían hecho artesanalmente toda
la vida.
Los japoneses, por el contrario, se dedicaron a fabricar esos nuevos relojes digitales.
Al cabo de pocos años las empresas japonesas se hicieron con la gran mayoría del
mercado de relojes desbancando a los suizos, que vieron reducida drásticamente su cuota
de mercado. Posteriormente las empresas suizas reaccionaron y empezaron a fabricar
también relojes digitales recuperando participación de mercado, pero perdiendo la
absoluta primacía que habían tenido hasta entonces en la industria de los relojes.

Entender las causas

Una manera de paliar la subjetividad en la toma de decisiones es intentar ser lo más


objetivos posible, llegar a las causas reales que originan una situación, no contentarnos
con las explicaciones que nos satisfacen. Saber distinguir los hechos reales de lo que nos
gustaría que fuera. Es decir, entender por qué pasa lo que pasa.
El profesor Jeff Pfeffer de la escuela de negocios de la Universidad de Stanford se
propuso investigar cuáles eran las aerolíneas que perdían menos equipajes. Una
explicación superficial podría argumentar que la pérdida de maletas es algo inherente a la
actividad de las aerolíneas y que, por tanto, no había que dar más vueltas al asunto. Se
pierden maletas y punto. Sin embargo, este profesor de Stanford quiso ir más allá y no se
contentó con esta explicación: se decidió a investigar el tema.
Pensó que podía ocurrir en solo uno de los dos tipos de empresas, las de bajo coste o
las de tarifas normales, y resultó que no, que en ambos tipos de aerolíneas había las que
perdían muchas maletas y las que perdían muy pocas. Indagó si eran las aerolíneas de
vuelos domésticos o las de internacionales, y resultó que en ambos tipos de aerolíneas las
había que perdían maletas y las que no.
Y así siguió intentando identificar cuáles eran las que no perdían maletas, hasta que
encontró la característica común: las aerolíneas que perdían menos maletas eran aquellas
en la que la dirección de la compañía tenía como objetivo el no perder maletas. Así de

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sencillo.
Llegar a las causas reales de una situación nos evita el peligro de explicar los hechos
según los motivos que más nos convengan, y nos permite entender mejor la situación para
que luego podamos tomar decisiones acertadas.

Ideas clave

Creemos que todo el mundo piensa como nosotros, pero no es así.

Vemos las cosas como nos gustaría que fueran y no como realmente son.

No solemos aceptar la realidad cuando esta se presenta de una manera que no


nos gusta.

Ante una situación tenemos la tendencia a posicionarnos con una alternativa y


magnificamos los aspectos positivos de esta alternativa minimizando los
aspectos negativos.

Fácilmente confundimos los hechos con las opiniones.

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3
Hacerse trampas

Es muy fácil engañarse y que nos engañen

El marco de referencia condiciona nuestras decisiones

Felipe González cuenta en sus memorias que uno de los momentos más delicados que
pasó durante los trece años de su presidencia en el Gobierno de España fue cuando en
1986 tuvo que someter a todos los españoles a un referéndum sobre la entrada de España
en la OTAN. Su partido, el PSOE, era pacifista, antimilitarista y conocido por su rechazo
a entrar en la OTAN. El lema que habían acuñado era: «OTAN, de entrada, no».
Sin embargo, era una época en que se estaba construyendo la Unión Europea, y la no
entrada de España en la OTAN significaba el aislamiento del país de las estructuras
internacionales. Por tanto, era clave la entrada del país en la OTAN. Así que se
encontraba con el difícil reto de convencer a los españoles, empezando por los de su
partido, de que donde dije digo, digo Diego. El PSOE había ganado las lecciones cuatro
años antes por mayoría absoluta y se enfrentaba a los pocos meses del referéndum con
unas nuevas elecciones donde debería renovar su mandato. La situación era compleja.
¿Qué hizo ante esta situación el señor Felipe González? Pues la jugada maestra de en
vez de preguntar a los españoles si querían entrar en la OTAN, cuya respuesta hubiera
sido obviamente que no, preguntarles: «¿Considera conveniente para España permanecer
en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?» Y con
este sencillo cambio, consiguió que se aprobara la entrada. De hecho, España ya tenía
anteriormente una débil vinculación con la OTAN, por lo que bastó con utilizar la palabra
«permanecer».
La pregunta podía hacer pensar que se mantenía la relación con la OTAN igual que
estaba hasta entonces, cuando la realidad era que se proponía una entrada total en la
Alianza Atlántica. Todo un ejercicio de malabarismo por parte del entonces presidente de
Gobierno. No se conoce referéndum que lo haya perdido el que lo proponía, salvo casos

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de estulticia, que también los ha habido. Siempre se puede enmarcar una situación de
modo que prácticamente obligue a votar lo que el gobernante quiere.
Y es que el modo en que se presentan las cosas condiciona en buena parte las
decisiones que tomamos. España es el segundo, si no el primer país del mundo con más
porcentajes de donantes de órganos. ¿Somos muy generosos los españoles? No. Al menos
no más que el resto de los mortales. Lo que pasa es que por ley en España todo el mundo
es donante salvo que explícitamente haya dejado por escrito que no quiere serlo. En
cambio, en muchos otros países solo son donantes aquellas personas que hayan
manifestado su voluntad de donar sus órganos.
Lo mismo sucede con los seguros del coche. En un Estado estadounidense
prácticamente todos los coches están asegurados contra incendios y contra rotura de
parabrisas, y en el Estado contiguo casi ningún coche tiene un seguro contra estas dos
eventualidades. ¿Razón?, igual de sencilla. En el primero la ley dice que los coches
tendrán todos esos seguros, salvo que algún conductor exprese su voluntad de no
asegurarlo contra incendios y rotura de lunas, en cuyo caso el seguro es algo más barato.
En el Estado de al lado la ley dice lo contrario: el seguro mínimo no cubre estos dos casos
a menos que el interesado lo quiera, en cuyo caso tiene que pagar una prima algo mayor.
Pasa también en los hospitales. Cuando a los pacientes de cierto tipo de cáncer, que se
puede tratar con una operación, se les informa de que el 68% de los operados consiguen
sobrevivir más de un año, un porcentaje significativo de estos pacientes aceptan operarse.
Cuando se les informa que el 32% de los operados fallecen antes de un año, ninguno
acepta operarse. Las dos informaciones dicen lo mismo, pero se presentan de modo
distinto. Y es que el marco de referencia con el que se presenta una situación nos hace
percibirla de una manera o de otra, y esto condiciona las decisiones que tomamos. La
misma botella la podemos ver medio llena o medio vacía.
Es famosa la leyenda de un monje que preguntó a su superior si le permitía fumar
mientras rezaba, a lo que el superior contestó que de ninguna manera. Cuando le preguntó
si podía rezar mientras fumaba, la contestación fue afirmativa.
Imagínate que tienes intención de ir al cine. La entrada que has comprado esta mañana
cuesta diez euros. Cuando por la tarde llegas a la sala, te das cuenta de que has perdido la
entrada. ¿Compras otra? Mucha gente decide no comprar otra. Ya la han comprado y han
tenido la mala suerte de perderla. Se quedan sin película. Imagínate la situación opuesta
en la que no has comprado la entrada con antelación. Cuando llegas a la sala te percatas
de que has perdido diez euros: ¿compras la entrada o no? En esta situación mucha gente
compra la entrada. El hecho de perder diez euros nada tiene que ver con la decisión de ir

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al cine. En ambos casos el resultado final es el mismo: gastar o no diez euros más para ir
al cine. Si ya hemos comprado la entrada y la hemos perdido decidimos que no los
gastamos. Si lo que hemos perdido son diez euros y no la entrada, solemos seguir
adelante con nuestro plan.

Las primeras impresiones condicionan nuestras decisiones

¿Somos felices? Pues depende de en qué estemos pensando en el momento en que nos
hagan la pregunta. En un experimento realizado en Estados Unidos se preguntaba a la
gente si era feliz. Tenían que responder de uno a siete, significando: 1 nada feliz y 7 muy
feliz. Después se les preguntaba cuántas veces habían salido con amigos en los últimos
dos meses. Se vio que no había relación entre el número de veces que se había salido de
copas y lo feliz que se sentía la gente: la correlación era del 11%.
Al hacer el experimento al revés, se preguntaba primero las veces que habían salido
con amigos y después lo felices que eran, entonces la cosa cambiaba: la correlación era
del 70%. Los que habían salido muchas veces declaraban ser muy felices y los que habían
salido pocas decían ser poco felices. Es el efecto anclaje. Las primeras impresiones que
tenemos sobre una situación, una persona o un suceso condicionan mucho cómo vamos a
pensar sobre esa situación.
Cuando uno va a comprar un piso, el agente inmobiliario le enseña primero uno malo y
caro, que evidentemente se desestima enseguida. Ante el primer fracaso el agente enseña
otro piso, también caro y malo. El cliente empieza ya a desesperarse. Van a por un
tercero, y en este caso el piso que muestra es uno normal y a precio asequible (si es que
hay precios asequibles de pisos), por lo que el cliente se lanza a comprar esa casa antes de
que alguien se la quite.
El astuto agente primero ha puesto al cliente ante opciones muy malas para que
después vea como muy buenas casas que simplemente son normales. Así es más fácil la
venta. Del mismo modo cuando vamos a una tienda a comprarnos un abrigo y un jersey,
lo primero que nos venden es el abrigo. Después de habernos gastado 500 euros es más
fácil que no nos fijemos mucho en si el precio del jersey es de 50 o de 70 euros. Si
fuéramos primero a comprar el jersey, esos 20 euros de diferencia de precio nos harían
pensar si comprar uno u otro.
El que da primero da dos veces. Por este motivo en una negociación hay que empezar
primero planteando un escenario muy favorable para nosotros. Así las discusiones
posteriores se centran en cuánto cedemos con respecto a ese escenario y cuánto gana el

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otro. A la hora de vender, lo mejor es iniciar las conversaciones con un precio muy alto,
ya se verá después qué pasa. Y a la hora de comprar, iniciarlas con un precio muy bajo.
Cualquier concesión que hagamos a partir de esta propuesta inicial, la otra parte la verá
como una ganancia, lo que le dejará muy contento. Si negociáramos con la táctica opuesta
cualquier cesión que consiguiéramos, la otra parte la verá como una pérdida, lo que
siempre es más problemático.
Las impresiones iniciales que tenemos en una situación nos condicionan cómo
percibimos esa situación. John Nofsinger cuenta en su libro The Psychology of
Investments un experimento en el que se preguntaba a un grupo de gente que dijera, sin
hacer ningún cálculo, solo sobre estimaciones subjetivas, el valor de la siguiente
multiplicación: 1 × 2 × 3 × 4 × 5 × 6 × 7 × 8. A otro grupo de gente se le preguntaba el
valor de: 8 × 7 × 6 × 5 × 4 × 3 × 2 × 1.
Los resultados fueron muy sorprendentes. En el grupo en el que se propuso la primera
multiplicación, el promedio de las contestaciones obtenidas era de 512, mientras que en el
grupo que se propuso la segunda multiplicación el promedio fue 2.250. ¿Por qué esto?
Cuando los primeros números que veían los participantes eran números bajos (1, 2, 3)
estimaban que el producto también sería un número bajo. Cuando los primeros números
que veían eran números más altos (8, 7, 6) calculaban que el producto sería mucho más
alto.
En una ocasión, un profesor comentaba a otro cómo le había decepcionado un alumno
del que esperaba un mayor rendimiento. El otro profesor estaba de acuerdo con esa
percepción. Pero lo cierto es que ese alumno era como todos los demás. No era ni
especialmente torpe ni vago. ¿Cómo se podía haber llegado a una percepción tan
desfavorable? Muy sencillo. Ese alumno tenía un hermano realmente brillante que había
cursado los mismos estudios tres años antes y había causado una gran impresión entre los
profesores. Con semejante precedente, cuando más tarde estos profesores se encontraron
con su hermano, enseguida se hicieron una imagen de alumno brillante. Pero al
comprobar por su actitud en clase y sus exámenes que era un alumno normal, llegó la
decepción. Fue una cuestión de expectativas no cumplidas.
Al igual que nuestras percepciones sobre las personas están influenciadas por las
primeras impresiones, a las cosas que nos resultan más familiares les atribuimos mejores
cualidades que a lo que nos es desconocido.

Nuestra práctica. En una clase un experimento consistió en preguntar a los alumnos


cuál de los siguientes dos grupos de compañías tenían unas ventas conjuntas mayores.

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Los grupos eran:

Grupo 1 Grupo 2

Vallero Energy Merck

McKesson Coca-Cola

Cardinal Health Cysco

Costco Motorola

WellPont Google

Obviamente, la mayoría contestó que el segundo grupo tenía unas ventas totales
mayores. Pero lo sorprendente es que las ventas totales de las empresas del primer grupo
fueron 404.230 millones de dólares y las del segundo grupo solo 141.192 millones. Una
vez más, la aureola que rodea a algunas compañías les hace parecer mucho más grandes
de lo que realmente son.

Se nos puede engañar muy fácilmente

Como hemos visto con el tema del referéndum, el modo en que preguntamos las cosas
condiciona la respuesta. Cuenta Dan Ariely, profesor en Duke University, en su libro
Predictably Irrational, que en la web de la revista The Economist se ofrecían dos
posibilidades al que quería comprar o renovar su subscripción anual a la revista: la
versión digital de la revista por un coste de 59 dólares al año o la subscripción anual en
papel y digital, por un coste de 125 dólares. El 68% de los subscriptores escogió la
primera opción, y solo el 32% escogió la segunda opción.
Posteriormente anunciaron la misma oferta, pero añadiendo una tercera posibilidad: la
subscripción solo en papel, también por 125 dólares. Evidentemente nadie cogió esta
nueva opción. Puestos a pagar 125 dólares, uno pide la versión en línea además de la
impresa en papel. Pero lo sorprendente es que con esta nueva posibilidad, las preferencias
de los subscriptores cambiaron radicalmente: ahora el 84% prefería pagar 125 dólares por
ambas versiones de la revista y solo un 16% optó por la versión solo digital.
¿Por qué este cambio de preferencias ante las mismas opciones? Muy sencillo, al
colocar la alternativa trampa de subscripción en papel por el mismo precio que la de en
papel y digital, parece que están regalando la versión digital, que vale 59 dólares. Y ante

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un regalo todos vamos de cabeza a por él.
Es el atractivo que tienen los regalos. Si compras un libro en Amazon que cuesta 13
euros, y nos dicen que para que el envío te salga gratis y no tengas que pagar los tres
euros que cuesta, tienes que hacer un pedido mínimo de 20 euros, enseguida, para
ahorrarnos los costes de envío, nos compramos otro libro que cuesta 11 euros. Por
supuesto, este segundo libro no nos lo vamos a leer. Lo compramos solo para ahorrarnos
el coste del envío. Hemos pagado 11 euros para ahorrarnos los tres euros del envío… y
estamos muy satisfechos con nuestro logro.
Pasa también en una famosa carrera popular urbana que unos grandes almacenes
organiza cada año en Barcelona. Son once kilómetros y nunca participan menos de
60.000 personas. Cuando uno se inscribe en la carrera le dan una tarjeta que le da derecho
a un refresco gratis a la llegada. Con tanto participante, a la meta llegan a razón de unos
500 corredores por minuto, muy sudorosos y cansados.
¿Qué hace todo el mundo? Pues ir agotado a la apretada y olorosa cola serpenteante y
esperar 20 minutos hasta que consigue el refresco, en vez de pagar dos euros por un
refresco en el vacío bar de al lado. Todo porque es gratis.
En fin, que lo gratis tiene un atractivo especial. Esto lo saben los bancos que regalan
un juego de toallas por abrir una cuenta, y los periódicos que te regalan un libro si lo
compras el domingo. Y todos acudimos a por el libro y a por el juego de toallas.

¡Cuidado! El autoengaño favorece la manipulación

Lo expuesto en este capítulo tiene importantes aplicaciones para el marketing. Los


profesionales del marketing pueden utilizar las ideas expuestas en este capítulo para
influenciar en las decisiones de los consumidores. Y lo pueden hacer de dos maneras
distintas. Una intentando conseguir que los consumidores compren el producto que ellos
quieren vender sin prestar atención a cuál es la necesidad del consumidor. Este es un
camino muy eficaz para convertirse en un vendedor mediocre, pues conseguirá los
beneficios a corto plazo, pero con el tiempo los compradores se percatarán de que no han
hecho una buena adquisición y no volverán.
Por el contrario, un vendedor puede utilizar estas posibilidades de influenciar para
facilitar que el consumidor haga una compra que realmente le satisfaga una necesidad
real. Si actúa así, fácilmente el comprador se convencerá de que ha realizado una buena
compra y se hará cliente de la empresa. No realizará una venta, hará un cliente. Será una
persona que se fíe del vendedor y de los productos de la empresa.

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No podemos olvidar que sobre las necesidades de los consumidores saben más los
vendedores que los propios consumidores. En esto radica parte del éxito del gran
consumo. Ellos escogen lo que piensan que es mejor para sus clientes, y qué es lo mejor
para ellos lo saben mucho mejor que los propios clientes, pues tienen información diaria
de lo que piden millones de clientes. Pueden orientarles en la compra para que sepan
comprar bien.
La empresa John Deere nos ofrece un ejemplo de la diferencia entre realizar una venta
y hacer un cliente, de la diferencia entre pensar en el cliente o centrarse en los beneficios.
John Deere es una multinacional norteamericana fabricante de tractores, cortacéspedes,
quitanieves, etc. Su característica peculiar es que la maquinaria que fabrica es verde. Los
clientes de este tipo de productos realizan, de media, una compra cada trece años, por lo
que las empresas en ese sector para ganar dinero cargan un buen precio en los recambios
y los trabajos de mantenimiento.
Pero para John Deere, una empresa con 200 años de vida, trece años no es tanto
tiempo, y no abusa de sus clientes. Los cuida y cobra un precio muy razonable tanto por
las piezas de recambio como por los trabajos de mantenimiento. Fruto de esta política, la
compañía es líder mundial en cuota de mercado y en beneficios. Los clientes repiten una
y otra vez la compra, aunque sea cada trece años.
Imaginemos que nombran presidente de John Deere a una persona centrada en los
beneficios. Este supuesto presidente enseguida se daría cuenta de que la empresa está
dirigida de un modo excesivamente «tradicional» y que no está realizando todos los
posibles beneficios que es capaz de generar. Y no tardaría en subir los precios por los
recambios y el mantenimiento. Al año siguiente los beneficios de la compañía
aumentarían, y con ellos el precio de las acciones. El presidente de la compañía figuraría
como el artífice del éxito. Inicialmente no pasaría nada más, a los pocos años, los clientes
empezarían a no estar tan contentos con los servicios de la compañía y John Deere
empezaría a perder cuota de mercado. En cinco años la compañía dejaría de ser líder.
Perdería un buen montón de clientes que se habrían ido a la competencia. Los beneficios
empezarían a flojear y con ellos el precio de las acciones. Un modo muy eficaz de
destruir una compañía ejemplar.
Para cuando todo esto sucediera el presidente posiblemente ya habría saltado a otra
compañía. Este presidente se llevará todas las medallas y el reconocimiento porque
cuando él entró en la compañía, esta mejoró y cuando él se marchó, la compañía empezó
a flaquear.

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Aferrarse a la primera idea

La ciudad de Columbus, en el Estado norteamericano de Ohio, quería cambiar la imagen


de ciudad agrícola que tenía. Para eso el ayuntamiento ideó montar un equipo de fútbol y
atraer a futbolistas de élite. Si querían tener un equipo en la primera división, necesitaban
construir un campo de fútbol, y decidieron financiarlo subiendo los impuestos
municipales durante unos años.
Ante semejante propuesta, los ciudadanos de Columbus, la prensa y diversas
asociaciones comenzaron a manifestar su malestar. ¿Por qué era necesario tener un
equipo? ¿Por qué iban a tener que pagar más impuestos? El ayuntamiento hizo oídos
sordos a las quejas y siguió con su plan y la correspondiente subida de impuestos. Las
protestas de la ciudadanía fueron a más. Resumiendo una historia larga, la cosa acabó con
la pérdida de las elecciones siguientes por parte del equipo de gobierno de la ciudad. No
hubo ni equipo, ni campo de fútbol y la ciudad siguió con la misma imagen que tenía.
Y es que no hay nada peor que una alternativa cuando esta es la única que se tiene. El
error es el mismo de siempre, no contemplar otras alternativas distintas de la que nos
comprometemos desde el principio. Hay muchas maneras de cambiar la imagen de una
ciudad, y organizar un equipo de fútbol no es la única. Y si uno acaba decidiendo formar
el equipo, los impuestos no son el único modo de financiar la construcción del campo.
Podría intentar buscarse inversores privados o cualquier otra alternativa. Pues no, se
hicieron oídos sordos a las quejas que surgieron y se continuó con el plan inicial. Al final
no se llegó a ninguna parte.
Cuando se nos presenta una alternativa como la mejor, y esta alternativa solo tiene
ventajas pero ningún inconveniente mientras que las demás alternativas solo tienen
inconvenientes, estamos ante un autoengaño de este tipo. Las decisiones no son fáciles y
rara vez hay una alternativa que sea mejor que las demás en todos los aspectos. Todas
suelen tener sus ventajas y sus inconvenientes, y es el juicio sobre estas ventajas y estos
inconvenientes lo que debe determinar cuál es la decisión a tomar.
Es frecuente que cuando nos enfrentamos a una situación desagradable (estamos hartos
de nuestro jefe en el trabajo, o cualquier otra cosa que nos desagrade), muchas veces
tomamos una decisión para salir de ella. Esto siempre es un error. Solemos agarrarnos
como un clavo ardiendo a la alternativa que nos saca de nuestra actual situación
desesperante.
Al enfrentarnos a una situación desagradable, es lógico que intentemos mejorarla. Para
ello hemos de buscar alternativas. Cuando encontremos una, lo que tenemos que hacer es

37
analizarla y compararla con nuestra situación actual, y solo cuando estemos convencidos
de que la alternativa que estamos considerando es mejor que nuestra situación actual,
entonces ¡adelante con la decisión!
Pero seguir una alternativa solo porque nuestra situación actual no nos gusta es un
error. Es una huida hacia adelante. Normalmente la alternativa que seguimos será peor. Y
si es mejor lo será solo por casualidad. Si no que se lo pregunten a los que han dejado su
trabajo hartos de su jefe antes de haber conseguido un trabajo nuevo. Con el tiempo
acaban añorando la situación anterior.
Hay que tener en cuenta además, que a la hora de comparar nuestra mala situación
actual con una situación alternativa tendemos a magnificar los aspectos negativos de lo
que tenemos ahora, y a no prestar mucha atención a los aspectos positivos, y al revés,
tendemos a sobrevalorar los aspectos positivos de la futura nueva situación y a minimizar
sus aspectos negativos. Nos representamos un idílico cuadro futuro que después vemos
que poco tiene que ver con la realidad.

Cómo evitar el autoengaño

Para evitar el error de autoengañarnos, en las diversas modalidades que hemos expuesto
en este capítulo, hemos de aprender a generar alternativas. No hay ninguna razón para
pensar que la primera alternativa que se nos ocurra tenga que ser la mejor. El
archiconocido brainstorming muchas veces es útil. Pero para hacerlo bien se debe
fomentar la creatividad separando el proceso de generación del proceso de evaluación de
alternativas.
Si evaluamos las ideas conforme las vamos generando, como no hay ninguna que sea
perfecta, en cuanto le veamos algún inconveniente la desecharemos. Si generamos
primero un suficiente número de alternativas, sin juzgarlas a priori y permitiendo que
sean muy dispares, y después vamos comparando una con otra, tras un proceso de
descarte podemos quedarnos con las mejores, que necesariamente tendrán algún
inconveniente, y así escoger la que consideramos más apropiada.
Nuestras alternativas las tenemos que contrastar y comparar con otras, ver las ventajas
de otras opciones y los posibles fallos de la nuestra. Solo entonces podremos empezar a
pensar que la opción escogida es la mejor alternativa.
Podemos resumir diciendo que no somos tan racionales a la hora de decidir. El modo
en que se nos presentan —o como nos las presentamos— las situaciones a las que nos
enfrentamos condiciona nuestra elección. ¿Qué debemos hacer para evitar este

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condicionamiento?: pues no tomar las decisiones a la primera de cambio; esperar,
dormirlas (lo que vimos ayer de una manera hoy la podemos ver de otra).
Traer a otras personas a la decisión y contrastar con ellas nuestros puntos de vista. Seis
ojos ven más que dos. Hemos de intentar ver las cosas desde distintos prismas aunque no
nos gusten. Lo que parece una cosa desde un punto de vista puede parecer otra desde otra
perspectiva. En definitiva, no obrar a impulsos sino pensarnos las cosas dos veces.

Ideas clave

No somos tan racionales cuando decidimos. El modo en que se nos presentan


las situaciones condiciona nuestra elección.

Hay que tener cuidado, por muy listos que seamos es muy fácil que nos
engañen.

No hay nada peor que tener una única alternativa. La tendremos que seguir sí o
sí.

No hay ninguna razón para pensar que la primera alternativa que se nos ocurra
tenga que ser la mejor.

Hemos de intentar ver las cosas desde distintos prismas aunque no nos gusten.

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4
Decidir según las modas

Hacer lo que hacen los demás

La mayoría y sus peligros

Durante el periodo que va entre 1997 y 2001, las bolsas de valores de muchos países
vivieron importantes crecimientos debido a las cotizaciones de las empresas relacionadas
con Internet. Se generalizó a nivel mundial un ambiente de euforia en relación a las
empresas puntocom, que tuvo como resultado directo el que se pagaran cantidades
asombrosas por empresas que ni siquiera tenían beneficios, eso sí, supuestamente tenían
un potencial enorme.
No en vano, estas empresas eran el pilar de lo que se llamó la «nueva economía». A
modo de ejemplo, empresas como Yahoo!, Priceline.com, y E Trade tenían la misma
valoración en bolsa que Allied Signal, Federal Express y American Airlines,
respectivamente.
Pero esa nueva economía y las valoraciones tan altas de las empresas empezaron a
decaer. Quien había comprado una puntocom por un precio exorbitante, y veía que con el
tiempo no solo no recuperaba su dinero, sino que se veía forzado a invertir más para ir
enjuagando las pérdidas que la actividad comercial originaba, empezaba a comprobar que
su decisión de compra no había sido muy acertada.
El desánimo empezó a hacer mella entre los inversores y en poco tiempo, todo lo que
eran promesas de beneficios estratosféricos, se convirtieron en fuertes caídas en las
cotizaciones de esas empresas en la bolsa. Entonces se empezó a hablar de que había
habido una burbuja de las puntocom y que esa burbuja había estallado.
El resultado fue que muchas de las empresas de la nueva economía, las que no eran
rentables, quebraron (se calcula que desaparecieron casi 5.000 compañías de Internet). El
índice Nasdaq de Nueva York, que es la bolsa más importante en la que cotizaban las
empresas de la nueva economía, pasó en poco más de dos años de más de 5.000 puntos a

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1.300. Un verdadero fiasco.
Una vez estallada la burbuja, la pregunta que a todos nos viene a la cabeza es la de
¿cómo puede gente tan inteligente pagar semejantes cantidades por empresas que no eran
nada, que no tenían ni beneficios, ni mercado consolidado, ni infraestructuras, ni clientes,
ni prácticamente nada más allá que unas desmesuradas expectativas acerca de su futuro?
Tal vez una respuesta sea que tenemos tendencia a tomar las decisiones por imitación,
siguiendo el dictado de las modas.
Si empresas e inversores respetables estaban haciendo grandes inversiones en las
puntocom, ¿por qué no hacerlas? ¿Quién iba a arriesgarse a no subirse al tren del futuro y
ser el único en no hacerlo? ¿Quién se arriesgaba a ser el único que no invertía en una
empresa de Internet? ¿Para qué quedarse al margen mientras las otras compañías se
enriquecían? ¿Cómo podría justificarse esa decisión?
Entonces, para evitar cualquier tipo de riesgo y no hacer el ridículo, sigo la corriente
dominante y, en el peor de los casos si funciona mal, nos habremos equivocado todos. De
cualquier manera evito el escenario más molesto para mí, que es el que se daría si todos
los inversores empiezan a ganar mucho dinero con las puntocom y yo no gano nada por
no haber invertido. Desde ese momento tengo que justificarme ante mis jefes o
accionistas, y sobre todo, se apodera de mí cierto malestar y cierta sensación de metedura
de pata.
Dicho de otro modo, tenemos tendencia a decidir en función de lo que hace la mayoría
por temor a diferenciarnos de ella, y a hacer el ridículo en caso de que nuestra decisión no
sea acertada y la de ellos sí. Hay una cosa peor que estar equivocado: ser el único que está
equivocado. Y queremos evitar tanto esa sensación que somos capaces de tomar malas
decisiones solo para evitar ese posible escenario.

Miedo a ser diferentes

Los futbolistas que lanzan penaltis lo saben. Saben que estadísticamente los porteros se
tiran más veces hacia los lados y muy pocas se quedan quietos en el centro de la portería,
por eso, la decisión más segura para meter un gol al lanzar un penalti es lanzarla por el
centro. Pero el problema viene de que si un jugador lanza por el centro, y el portero no se
mueve, entonces la para con una gran facilidad y el lanzador queda en franca evidencia.
Los expertos dicen que el objetivo principal del lanzador de un penalti no es meter gol,
sino que hay algo más importante que eso: evitar hacer el ridículo lanzando un penalti
manifiestamente mal. Y para evitar esa sensación prefieren tirar el penalti por uno de los

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lados porque, aunque es más improbable que metan gol, evitan quedar en evidencia al
lanzar un balón muy fácil de parar en el improbable caso de que el portero no se mueva.
Decidimos según lo que hace la mayoría para evitar la sensación de ridículo, aunque
perdamos con ello.
Los expertos en encuestas dicen que las personas esperan a ver qué es lo que decide la
mayoría y tienden a ajustar su decisión a ello. En unas elecciones, los indecisos tienden a
acabar votando lo que las encuestas señalan como mayoría, a fin de cuentas, si lo piensa
la mayoría no puede estar mal, ¿o sí? Por mucho que la mayoría decidiese votar a Hitler,
no significa que esa fuera una decisión correcta.
Muchas veces cometemos el error de imitar en vez de pensar, no solo por evitar hacer
el ridículo o para escudarnos en que hemos hecho lo que ha hecho la mayoría por si una
decisión ha salido mal, sino porque es más cómodo. Adoptamos la decisión de la mayoría
y así no tenemos que pensar en otras posibles decisiones. El problema es que con
frecuencia es la causa de las malas decisiones que tomamos.

Si haces lo que todos hacen, ¿en qué te diferencias?

La gestión de empresas es un caldo de cultivo propicio para decidir hacer lo que hace la
mayoría, en vez de pensar alternativas válidas para cada caso concreto. Las compañías
tienden a decidir implantar prácticas de gestión que han funcionado en otras empresas,
pero el hecho de que en otras compañías hayan sido útiles, ¿significa que también lo serán
en mi caso concreto?
¿Qué es mejor para una empresa, pagar variable en función de objetivos o solo un
salario fijo? Si nos atenemos a lo que está de moda, lo mejor es pagar variable porque de
este modo se consigue que las personas se esfuercen más y consigan mejores resultados.
Por tanto, el manual del buen gestor nos dice que la retribución variable es la que produce
mayores ganancias. Sin embargo, hay organizaciones que pagan únicamente salario fijo y
obtienen beneficios significativos.
Pfeffer y Sutton en su libro El fin de la superstición en el management cuentan el caso
de los agentes de la CIA. Como el objetivo de su trabajo era obtener la máxima
información posible, se acordó otorgar un incentivo variable por informe entregado. El
resultado fue que se incrementó el número de informes pero disminuyó mucho la calidad
y la veracidad de dicha información, por lo que acabaron retirando la política retributiva y
volvieron a su anterior esquema basado en el fijo. Este es un ejemplo donde el variable no
aportó resultados positivos.

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Vayamos a otra cuestión, ¿es más beneficioso para la empresa una alta o una baja
rotación? El manual dice que una baja rotación es mejor porque permite retener dentro de
la empresa el conocimiento de las personas, y además la rotación implica generar costes
de selección, formación y productividad. Pero ¿cómo es que hay organizaciones con una
alta rotación y buenos resultados de negocio como es el caso, por ejemplo, de algunas
consultoras y despachos de abogados?
¿Qué nos dice todo esto? Estas situaciones, como otras tantas que no hemos tratado,
nos revelan que no hay prácticas de gestión mejores ni peores, que las llamadas «mejores
prácticas» de los manuales no son siempre eficaces para todos los casos. Claro que hay
empresas que funcionan muy bien pagando variable y gestionando la rotación, pero hay
otras que no lo hacen y también obtienen resultados favorables.
El problema de todo esto es que lo que se considera las mejores prácticas, que han
demostrado su eficacia solo en determinadas situaciones, se terminan poniendo de moda
entre las personas que gestionan las empresas, y muchos deciden imitarlas sin
cuestionarse críticamente si realmente, en su situación y en su compañía, esas políticas
aportan resultados de negocio a la organización.
Las políticas de gestión no funcionan universalmente, sino para cada caso y situación.
Aunque el ejercicio físico en general es bueno para la salud, a nadie, en su sano juicio, se
le ocurriría correr una maratón si tuviera serios problemas en la rodilla. Por tanto, menos
seguir la modas y más espíritu crítico y consistencia entre la estrategia de negocio y las
prácticas de gestión, que no todo sirve siempre, por muy de moda que esté.
Todo esto nos lleva a hablar del benchmarking. Esto es mirar lo que hacen los demás
para ver si yo estoy muy alejado de la corriente. Esta práctica, como instrumento de
diagnóstico está muy bien para comprobar si nos estamos quedando desfasados (a ver si
se están haciendo cosas nuevas y yo no me estoy enterando). Pero solo para esto. Nunca
para imitar indiscriminadamente lo que se hace en otras empresas.
Si yo hago algo porque todas las empresas lo hacen, mi camino es la mediocridad.
Estaré haciendo lo que hace la empresa media. Esto es también falta de personalidad. En
vez de decidir yo lo que quiero ser y lo que quiero hacer, lo deciden por mí las modas que
se implantan en las empresas. Gran estupidez. Observar lo que hacen los demás está bien,
vigilar a la competencia también, pero solo para ver si debo incorporar algo a mi
estrategia a lo que no había prestado atención anteriormente. Pero nunca para que definan
mi estrategia. Tengo que ser yo quien decida la estrategia de mi compañía.

Piensa y genera alternativas

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El problema de imitar y no pensar antes de decidir es que cortamos la posibilidad de
generar alternativas válidas a la hora de decidir. Cuando decidimos hacer lo que hacen los
demás, en ese preciso instante, estamos dejando de generar alternativas válidas que tal
vez serían más correctas que la que está de moda. Si ante la falta de motivación del
personal de nuestra empresa decidimos establecer un sistema retributivo variable para
solucionarlo por imitación a lo que hace la mayoría, entonces dejamos de pensar en otras
alternativas distintas para incrementar la motivación.
Quizá sería más útil decidir incrementar la participación, fomentar la autonomía, dar
más reconocimiento o potenciar el desarrollo que establecer un incentivo. Pero al decidir
esto último, entonces dejamos de pensar en otras posibles alternativas.
Southwest Airlines revolucionó el sector de las aerolíneas norteamericanas cambiando
el tradicional modelo de negocio. Southwest ha sido durante décadas líder de ese
maltrecho sector. Ha estado haciendo las cosas de modo distinto a los demás. Pero cuando
la aerolínea ha empezado a hacer las cosas como las demás aerolíneas ha empezado a
rozar la mediocridad.
Solo haciendo las cosas de otro modo se obtienen resultados distintos. Si las hacemos
como se hacen habitualmente, seremos como los demás. No destacaremos. Para decidir
correctamente tenemos que generar alternativas. Una vez que hemos encontrado una
posible solución satisfactoria, es conveniente seguir generando más alternativas que tal
vez la mejoren, porque nadie nos asegura que la primera alternativa que se nos ocurra
ante un problema vaya a ser la mejor. Será la primera, pero no necesariamente la mejor.
No hay nadie más peligroso que una persona con una sola alternativa, porque tendrá
que matar por ella, ya que fuera de ella no habrá nada. Se tendrá que aferrar a esa opción
como a un clavo ardiendo y, en consecuencia, no podrá considerar otras alternativas ni
otros puntos de vista que tal vez le pudieran ser útiles, no habrá espacio para el diálogo.
Por tanto, para evitar errores en la toma de decisiones es conveniente generar más de una
alternativa válida, continuar pensando para así poder tomar mejores decisiones.

Ideas clave

Solemos hacer lo mismo que hace la mayoría porque así, si nos equivocamos,
no somos los únicos.

Ojo con generalizar: las políticas de gestión no funcionan universalmente,

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sirven para cada caso y cada situación.

El benchmarking: mirar lo que hacen los demás es muy útil como instrumento
de diagnóstico, pero nunca para imitar indiscriminadamente lo que hacen los
demás.

Hacer las cosas porque todos lo hacen es garantía de mediocridad, hemos de ser
dueños de nuestras decisiones.

Solo haciendo cosas distintas se obtienen resultados diferentes.

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5
Precipitarse y arriesgar más de lo necesario

Los riesgos hay que calibrarlos

Las decisiones raramente son muy urgentes

A menudo le damos demasiada importancia al factor tiempo en la toma de decisiones y es


la causa de que no decidamos correctamente. Pensamientos del tipo: «Esto no puede
esperar», «Tengo que decidir ya», «Me han dicho que si no digo algo ahora, no va a
poder ser», nos conducen con frecuencia a tomar decisiones precipitadamente. A veces la
presión por decidir viene del exterior (un comerciante que nos apremia para que
compremos el piso porque tiene a otros compradores; la empresa que nos ha hecho una
oferta de trabajo, y que nos urge a decidirnos porque hay más candidatos; o nuestro
propio jefe que nos presiona para que resolvamos aquello que tenemos pendiente y que no
se puede demorar más). Pero este apremio muchas veces es ficticio.
El profesor de la Universidad de Ohio, Paul C. Nutt, realizó un estudio según el cual se
identificó que solo un 10% de las decisiones que se toman en el ámbito laboral pueden ser
consideradas urgentes, y únicamente un 1% de ellas son decisiones de crisis que requieren
una actuación inmediata.
Estos datos son llamativos en un entorno empresarial caracterizado por un afán de
rapidez y repleto de urgencias. Resulta que en su mayoría son ficticias, son exigencias
mentales y no reales que nos abocan a la precipitación y a la toma de decisiones
ineficaces. Antes de decidir precipitadamente, analicemos si realmente la decisión es
urgente o puede esperar un poco. Nos llevaremos más de una sorpresa.
¿Y por qué en las empresas se decide con una mayor presión de tiempo de lo que la
realidad exigiría? Porque se tiende a admirar a lo que va rápido, aunque luego en el futuro
podamos comprobar que aquella decisión solo fue rápida, pero no eficaz. También resulta
que cuando decidimos, nos quitamos un problema de encima, porque decidiendo
evitamos la incomodidad que implica la incertidumbre, por tanto, cuanto antes

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decidamos, menos exposición a la incertidumbre tendremos.
A veces, en la empresa, será difícil evitar la presión que viene del exterior porque no la
controlamos, pero muchas veces, esa presión por decidir con rapidez viene de nosotros
mismos en forma de autopresión, y ese apremio sí que lo podemos gestionar enteramente
porque depende de nosotros. A veces establecemos plazos artificiales a nuestras
decisiones, que más que ayudarnos nos conducen a ineficaces precipitaciones.

La incertidumbre nos genera ansiedad

Generalmente, el motivo de la autopresión para decidir es que queremos decidir rápido,


como hemos dicho, para quitarnos la incomodidad que nos puede producir el mantener
una decisión pendiente de ser tomada. Así, mientras decidimos si nos inclinamos por una
u otra oferta de trabajo, durante ese tiempo estaremos dándole vueltas a la cabeza,
sopesando pros y contras, que si no están muy claros nos pueden producir cierta
inquietud.
Entonces evitamos esa situación decidiendo rápidamente por una opción, no porque
pensemos que sea la mejor, sino porque nos quita el problema y la ansiedad e inquietud
que genera. En este caso no habremos decidido correctamente, porque hemos optado por
una alternativa que lo que buscaba era nuestro descanso psicológico, no la consecución de
nuestros objetivos.
Decidimos rápidamente para quitarnos las cosas de la cabeza, y esta es la razón por la
que tal vez el coche que ahora tengamos, no sea el que realmente necesitemos, o que la
casa donde vivamos sea demasiado grande, que no estemos a gusto en nuestro trabajo o
que la camisa que llevemos no nos acabe de gustar.
Como siempre, hay personas más proclives a decidir con rapidez aunque no sea
necesario. Son las personas que se sienten incómodas con la incertidumbre, con los
cambios, y que siempre quieren ser rápidas y eficientes. Si tenemos ese perfil, es
recomendable compartir con personas de nuestra confianza la decisión, porque con su
distanciamiento, nos harán ganar en objetividad.
Por desgracia, si decidimos rápido solo para ser eficientes, eso nos llevará a decidir
mal. Estaremos siendo rápidos tomando malas decisiones, y eso, en términos de eficacia,
es poco útil. Es mejor llegar, aunque sea un poco tarde, que no llegar.
A menudo se confunde la rapidez con la precipitación. Si tengo que comprarme un
coche y tengo muy claro qué tipo de coche quiero, puedo decidir su compra enseguida, en
la primera visita al primer concesionario, y esa decisión puede ser correcta. No lo será si

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decido enseguida por algún motivo concreto (el color deseado, me lo entregan ya, los
acabados…), aunque no sepa si ese coche acaba de cumplir con mis necesidades. En este
segundo caso, habremos decidido no solo rápido, como el primer caso, sino
precipitadamente, y en este caso la decisión será incorrecta.
Para saber si estamos siendo rápidos o precipitados, lo importante es conocer qué es lo
queremos conseguir con la decisión, se trata de clarificar los objetivos, y si los tenemos
claros y actuamos en consecuencia, nunca decidiremos precipitadamente, aunque lo
hayamos hecho con rapidez.

Arriesgamos innecesariamente

Se dice, no sin falta de razón, que quien no arriesga no gana. Pero también es cierto que
quien arriesga demasiado puede perderlo todo fácil y tontamente. Los casinos están llenos
de historias de personas que nos podrían corroborar esta idea. Bien es cierto que si no
arriesgamos, no vamos a poder ganar nada. Si no jugamos a la lotería, es imposible que
nos toque el gordo.
Pero si arriesgamos más de lo que podemos perder, nos vamos a crear
innecesariamente grandes problemas. Invertir en acciones el excedente de lo que
disponemos es asumir un riesgo cuyas posibles consecuencias adversas son asumibles.
Pero si invertimos el dinero que necesitamos para pagar el alquiler o la hipoteca, entonces
estaríamos siendo temerarios.
Esta situación la vemos con frecuencia cuando se empieza un negocio. Si para ponerlo
en marcha se invierte todo lo que se tiene de manera que al primer revés no se podrá
resistir, entonces no es una buena decisión, porque habitualmente las cosas no salen como
teníamos previsto, y el primer y natural vaivén sobre lo planificado hará que se hunda el
barco pillándonos sin recursos para capearlo, con lo que no solo naufragaremos, sino que
nos quedaremos sin un asidero con el que salir a flote. Una buena decisión al realizar una
inversión ha de darnos margen para aguantar los primeros fracasos y poder intentar otra
alternativa.
Tenemos que tener especial cuidado con el tema de asumir riesgos controlados, sobre
todo cuando las consecuencias negativas de un excesivo riesgo no nos afectan solo a
nosotros sino también a terceros. Muchas de las promotoras inmobiliarias que
sucumbieron en la crisis del 2008 fue por tomar decisiones demasiado arriesgadas, cuyas
consecuencias no pudieron luego resistir, con lo que no solo los propietarios de esas
promotoras perdieron su capital invertido, sino que causaron que los empleados perdieran

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sus empleos y los proveedores y acreedores se quedaran sin cobrar.
La lógica del momento, todo lo que se construye se vende, unido al desprecio por el
riesgo excesivo, llevó a muchos empresarios de la construcción a asumir riesgos por
encima de sus posibilidades financieras, y al asomar las dificultades cayeron como
castillos de naipes en una tormenta, sin posibilidad de ofrecer ninguna resistencia.
Esta cierta indiferencia ante el riesgo, o tal vez la insensatez ante el mismo, se
demuestra en otras facetas de la sociedad. Se ha puesto de moda hacer carreras extremas,
ultramaratones o exigentes triatlones entre deportistas aficionados, algunos de los cuales
ni siquiera hacen deporte de manera habitual.
Muchos de ellos inician y siguen entrenamientos muy exigentes, incluso para un
profesional, sin ni siquiera hacerse una buena revisión médica, arriesgando su salud
innecesariamente. No es una buena decisión morir corriendo, como ha ocurrido alguna
vez, por el simple hecho de hacer deporte. Un riesgo inútil, más cuando se puede
minimizar con una simple revisión médica.
Otra situación de asumir riesgos innecesarios lo tenemos en el caso de Chernóbil, en la
famosa explosión de la central nuclear ucraniana ocurrida en abril de 1986. Fue uno de
los mayores desastres medioambientales de la historia, con más de 30 muertes a causa de
la explosión y más de 600.000 personas y trece países afectados por la radiación,
equivalente a unas 500 veces la liberada por la bomba atómica de Hiroshima. Todavía
hoy en día las consecuencias medioambientales y personales son manifiestas.
Pues bien, la causa directa del accidente fue absolutamente evitable. Un riesgo
innecesario durante una prueba de simulación de interrupción de la electricidad. El objeto
de la prueba era conocer el tiempo que la turbina de vapor continuaría generando energía
después del corte del suministro eléctrico.
Para que la prueba se hiciese en condiciones reales se desconectaron los mecanismos
de apagado automático del reactor violándose todas las normas de seguridad. La
desconexión del suministro eléctrico hizo que no se pudiera controlar el
sobrecalentamiento del reactor, impidiendo controlar la reacción al tener inutilizados los
mecanismos de seguridad.
He aquí la paradoja, al querer aumentar la seguridad se consiguió justo lo que se quería
evitar: la explosión del reactor. No es que el reactor fallase, es que la misma ejecución de
la prueba era arriesgar demasiado. Una prueba que si salía bien no pasaba gran cosa, pero
que si salía mal podía, como sucedió, hacer explotar el reactor. Es como jugar a la ruleta
rusa por diversión, absolutamente innecesario pero de consecuencias devastadoras e
irreversibles.

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A veces tendremos que decidir arriesgando y mucho cuando el logro que se pueda
conseguir sea muy superior a las consecuencias de fallar. Pero solo en esos casos
podemos decir que nuestra decisión ha sido correcta, aunque luego no haya salido como
esperábamos. Por ejemplo, si nuestro hijo cae en un río bravo y se está ahogando, sí que
podremos decidir intentar salvarle aun a riesgo de morir los dos, porque la posible
ganancia, el conseguir salvarlo, justifica arriesgar nuestra propia vida. Si uno es padre, no
le costará entenderlo.
Para Danone o para Nestlé introducir un yogur con un nuevo sabor o una chocolatina
con un nuevo formato son decisiones de muy bajo riesgo. Lo han hecho muchas veces y
saben todo lo bien o mal que puede ir. Igualmente una familia que acostumbra a veranear
en el Pirineo catalán, probar a ir un año al Pirineo de Huesca o a la playa son decisiones
de poco riesgo. Sin embargo, aventurarse a pasar un verano en Irak o Afganistán para
conocer una nueva cultura podría llegar a ser una imprudencia.
También muchas veces las empresas toman decisiones de alto riesgo que deberían
pensarlas más de dos veces. En general, todas las fusiones de empresas suelen contener
más riesgo del que inicialmente se supone. Caso paradigmático de inconsciente asunción
de riesgo la provocó Lee Kun Hee, antiguo presidente de Samsung e hijo del fundador de
la compañía. Samsung es líder en la fabricación de aparatos electrónicos: televisiones,
móviles, tabletas, etc. La compañía era una de las tres mayores empresas de Corea. Dada
la afición de este presidente por los coches, decidió en la década de 1990 entrar en el
sector de la fabricación de automóviles. Sector con alto potencial de crecimiento en esos
momentos. Una fábrica de coches en aquella época debía fabricar un mínimo de 200.000
coches al año para poder ser competitiva. La inversión de Samsung en su experimento fue
cuantiosa. Sin embargo, la crisis del Sudeste Asiático en 1998 redujo un 40% la demanda
de coches de la zona. La falta de experiencia de la compañía en este sector supuso una
verdadera desventaja en costes.
Finalmente, solo consiguieron vender 50.000 unidades anuales. Dos años después del
inicio de las operaciones, hubo que cerrar la empresa despidiendo a 50.000 empleados
con unas pérdidas de dos mil millones de dólares. En 2000 Renault compró la división
por menos de una décima parte de lo que se había invertido. Como dice el dicho: zapatero
a tus zapatos, y si quieres salirte del negocio que conoces hazlo de una manera que si sale
mal las pérdidas sean razonables.
Para ver si estamos arriesgando más de lo necesario tenemos que saber las posibles
consecuencias de nuestras decisiones, pero este tema lo trataremos posteriormente en el
libro. También es bueno que seamos conscientes de nuestro nivel de aversión al riesgo.

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Hay personas que tienen una alta aversión al riesgo y otras, lo contrario. Algunos pocos
no temen en absoluto arriesgarse, como el cuento de Juan sin Miedo al que nada le
atemorizaba, pero quien teme arriesgarse decidirá incorrectamente porque dejará pasar
buenas oportunidades potenciales por temor a que no salgan bien, y quien tiene una
aversión al riesgo muy baja, acabará tomando decisiones cuyas consecuencias le serán
perjudiciales. Un término medio hará que nos tengamos que arrepentir pocas veces.
Lo adecuado es conocer nuestro nivel de aversión al riesgo y si es bajo preguntar antes
de decidir a alguien que sea un poco más arriesgado y escuchar su opinión. Por el
contrario, si somos conocidos por nuestra afición a arriesgar, también tendremos que
preguntar antes de decidir, pero en este caso a personas con un perfil más prudente. Es la
historia de siempre, lo que no tenemos no nos lo podemos dar, por tanto, intentemos que
nos lo den otros, y lo mejor que nos pueden dar es criterio para que luego podamos
decidir mejor.

Negar la incertidumbre es una forma de arriesgar

Los atentados a las torres gemelas en Nueva York en el año 2001 son un caso
paradigmático de inacción por infravalorar la incertidumbre y la inacción es una forma de
arriesgar. El Congreso norteamericano disponía de informes elaborados en diversos
momentos de la década anterior en donde se alertaba de la falta de seguridad en los
aeropuertos del país. Se habían propuesto varias medidas para abordar el problema, como
verificar que viajaban en los aviones todas las personas que habían facturado maletas o
comprobar el certificado de penales de los trabajadores de la seguridad de los aeropuertos,
entre otras. Como nunca había pasado nada digno de preocupar no se hizo caso de
ninguna de las sugerencias propuestas. Todo seguiría igual que antes y no habría
incidentes, como no los había habido hasta entonces, hasta que…
Algo similar había pasado con la inundación que sufrió Nueva Orleans tras el paso del
huracán Katrina. Había estudios publicados tanto en revistas científicas como de
divulgación que mostraban los efectos devastadores que sufriría la ciudad si uno de los
habituales huracanes que se formaban al final del verano en el Golfo de México azotaba
la ciudad. Potentes programas de simulación predecían el desastre que se ocasionaría. No
se hizo caso y el fatídico 29 de agosto del 2005 el huracán inundó un 90% de la ciudad de
Nueva Orleans ocasionando innumerables pérdidas humanas y destrozos materiales. Una
vez más se arriesgó innecesariamente por negar la incertidumbre.
Vivimos rodeados de incertidumbre pero solemos ignorarla. Preferimos vivir con la

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falsa sensación de que tenemos las cosas bajo control porque así nos sentimos más
seguros, ya que la inseguridad es una de las cosas que más nos atormentan.
En un experimento que realizamos todos los años en nuestros cursos, hacemos a los
alumnos diez preguntas que tienen respuestas concretas y que se supone que ellos
desconocen. Les pedimos que nos den un intervalo del que tengan una confianza del 80%
en que la respuesta correcta está en ese intervalo. Un ejemplo de pregunta es: ¿cuál es el
porcentaje de fumadores entre la población española de más de 15 años? Nuestro interés
no está en detectar si saben o no las contestaciones, sino en averiguar si pueden calibrar
su nivel de incertidumbre.
Lógicamente si en una de las preguntas están muy seguros de la respuesta, el intervalo
que indicarán será muy estrecho, y si en alguna de ellas tienen muy poca idea de la
contestación, deberían poner un intervalo muy amplio que refleje su desconocimiento. Si
supiéramos calibrar bien las incertidumbres, el 80% de los intervalos propuestos
contendrían las respuestas correctas, sin embargo, los alumnos suelen acertar en dos o a lo
sumo tres de las preguntas propuestas. Esto indica que uno suele estar más seguro de las
cosas de lo que debería.
Pensamos que sabemos más de lo que realmente sabemos y que tenemos más control
sobre las cosas del que realmente tenemos. Los resultados de este experimento son
siempre los mismos, independientemente de que los participantes sean jóvenes alumnos
del MBA o expertos directivos de compañías; españoles, chinos o de una gran variedad
de países. No reconocemos que en el mundo hay más incertidumbre de lo que nos
imaginamos.
Si fuéramos conscientes de que hay más incertidumbre de la que imaginamos la
realidad no nos sorprendería. Con frecuencia oímos a directivos y empresarios decir que
«la realidad siempre nos sorprende» y hay quien además se asombra (¿quién se podía
imaginar que esto podría suceder?). Esto lo que indica es una gran falta de imaginación.
Si continuamente están pasando cosas que nunca nos imaginábamos que iban a pasar,
¿por qué nos sorprendemos?
Si conseguimos ser conscientes de que hay más incertidumbres de las que nos
imaginamos seríamos capaces de gestionar mejor las situaciones, pues contemplaríamos
una mayor variedad de posibles escenarios y podríamos hacer planes contingentes para
cada escenario.
Si piensas que las ventas de tu compañía van a ser de en torno a 1.000, con una
variación de más o menos 100, lo realista es pensar que la variación podrá ir entre más
300 y menos 300, así haremos planes de cómo actuar si las ventas son un 25% más de lo

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previsto o un 25% menos, y la realidad dejaría de sorprendernos. De lo contrario, iremos
innecesariamente estresados en nuestra actividad diaria apagando fuegos continuamente.
Esta infravaloración de la incertidumbre y la sensación de que tenemos las cosas bajo
control se da en todos los niveles. El 8 de marzo del 2010 hubo una espectacular nevada
en Barcelona. Una nevada como la que solo hay cada 25 años. Cuando la cosa empezó a
ponerse mal, un conocido que estaba en su oficina decidió salir cuanto antes. Cincuenta
metros después de salir del parking se encontró en un monumental atasco. Después de 30
minutos sin avanzar, cuesta abajo en una calle empinada y nevando cada vez más optó
por dejar el coche en la acera y marcharse andando por la nieve. Al poco de dejar el
coche, en una calle secundaria vio a una madre con tres niños, el mayor de 8 o 9 años, que
los había ido a buscar al colegio para llevárselos a casa. Se disponían a entrar en el coche
y él le advirtió que lo mejor que podía hacer era dejarlo aparcado, puesto que la calle
principal a la que iba a acceder estaba colapsada. Ella argumentó que no podía porque
tenía que ir con los niños a las actividades extraescolares. El hombre le aconsejó que era
mejor no sacar el coche, pero ella siguió empeñada. No sabemos al final qué hizo, pero si
se subió al coche, seguro que a los pocos minutos se arrepintió. Pensaba que podía
controlar la situación, aun no sabiendo cuál era y aun siendo advertida de que había un
colapso en la calle siguiente. Nos cuesta mucho aceptar la realidad cuando esta nos obliga
a cambiar los planes que habíamos hecho. Pero la realidad es testaruda y se impone. No
nos obedece.

Ideas clave

Antes de decidir precipitadamente, hay que analizar si la decisión es realmente


urgente. La mayoría de las veces es conveniente esperar.

Decidimos rápidamente para quitarnos las cosas de la cabeza. Queremos ser


rápidos porque nos sentimos incómodos con la incertidumbre, pero la prisa
suele ser mala consejera.

Hemos de controlar los riesgos. Quien no arriesga no gana, pero quien arriesga
demasiado puede perderlo todo fácilmente.

Como no nos gusta la incertidumbre solemos ignorarla. Preferimos vivir


pensando que tenemos las cosas bajo control. Pero la incertidumbre existe, es

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mejor tenerla en cuenta.

Es necesario aceptar la realidad tal como es, aunque esto nos obligue a cambiar
los planes. Es preferible cambiar de planes ahora que fracasar en el futuro.

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Confiar demasiado en la intuición

Intuición más análisis

Decidir sin saber por qué

Muchas veces tomamos una decisión sin saber por qué. Simplemente sentimos que eso es
lo que tenemos que hacer y nada más. Precisamente la intuición se da cuando no sabemos
dar razones por las que escogemos eso y no otra cosa; si supiéramos darlas, eso ya no
sería intuición, sino una decisión razonada, algo totalmente distinto a la intuición.
La intuición es una asociación global, involuntaria, rápida y automática de una
situación que juzga el modo más adecuado de proceder. Se contrapone a los análisis y
razonamientos, que son lentos, voluntarios, fruto de la descomposición de una situación
en partes y la comprensión de cada una de las partes. Cuando un nativo de un país
escucha hablar en su lengua a un extranjero, reconoce inmediatamente si alguna frase es
incorrecta, aunque no sepa decir por qué o cuál es la regla gramatical que está violando.
Sabe que esa construcción gramatical no es propia de su idioma. Eso es intuición.
Al aeropuerto de Los Ángeles a veces llega algún narcotraficante con un maletín
cargado de dólares. La policía del aeropuerto lo sabe y está al tanto para detectar a esos
delincuentes. A tal efecto hay policías vestidos de paisano en la llegada de pasajeros
intentando detectar a alguno de estos caballeros del maletín. Los traficantes que llegan lo
saben e intentan pasar desapercibidos. Cuentan de un policía que en una ocasión cruzó la
mirada con un individuo y al instante supo que se trataba de uno de ellos. Este señor al
encontrarse con la mirada del policía camuflado lo detectó inmediatamente e intuyó que
lo había descubierto.
Así fue. El policía avisó a los controles y, efectivamente, su maletín estaba repleto de
billetes. ¿Cómo supo el policía que ese hombre era un traficante y cómo supo el traficante
que el otro era un policía? Pura intuición de ambos. No había ninguna razón evidente para
que fuera así, pero los dos se identificaron inmediatamente.

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La intuición del experto

La intuición tiene dos modalidades: la intuición del experto y la intuición del creativo.
Cuando una persona es experta en una materia, puede tomar decisiones intuitivamente.
Sabe tanto de ese asunto que no le hace falta razonar por qué eso es lo más conveniente.
Sus conexiones neuronales van más rápidas que su cerebro razonando, y sobre los asuntos
en los que es experto sabe por intuición lo que hay que hacer. Este es el caso de un
médico con mucha experiencia, le basta ver la cara del paciente para detectar cuál es su
dolencia. Luego le mandará hacer las pruebas para confirmarlo, pero de entrada ha
intuido qué es lo que le pasa.
Es también el caso de un abogado, que sabe aconsejar certeramente a su cliente sin
saber con certeza lo que va a emitir el juez. Por eso le aconsejará que confiese y que
declare esto o aquello para conseguir una pena lo más leve posible. Sabe que intentar
negar los hechos va a ser contraproducente y que solo llevará a una pena mayor. Dado el
caso sabe la estrategia a seguir para conseguir que su cliente salga lo mejor parado
posible. Tiene experiencia. Podría equivocarse como cualquier ser humano, pero
normalmente su intuición no le falla.
Había un joven empresario que se convirtió en director general de la pequeña empresa
que había fundado su padre y que tenía unos veinte empleados. Su padre ya era algo
mayor y había dejado las riendas de la empresa a su hijo. Al poco tiempo del traspaso de
poderes padre e hijo fueron a visitar a un potencial cliente. El hijo salió entusiasmado,
había asegurado una venta de unos doce mil euros. Era una cantidad muy importante para
las dimensiones de esa compañía.
Su padre le dijo: «No te pagará». Al hijo le sorprendió esa apreciación, porque el
cliente parecía sólido y serio. Pero su padre insistía en que no le iba a pagar. Años
después todavía recuerda el hijo que esa operación fue el único impago importante en la
historia de la compañía. ¿Tenía razones su padre para decir que ese cliente no era serio?
No, simplemente lo intuía dada su mucha experiencia tratando clientes. Pura intuición.
El experto, cuando ha adquirido suficiente práctica, puede dejar de razonar y ser capaz
de intuir cuál es el curso de acción más apropiado. Pero esto no significa que deje de
procesar información. Lo hace de manera automática.
Cuando uno está aprendiendo a conducir, le parece que todo es muy complicado. Para
empezar a moverse después de poner el coche en marcha hay que apretar el embrague,
mirar el retrovisor, poner el intermitente, poner una marcha, empezar a soltar el embrague
a la vez que se aprieta el acelerador un poquito, y todo esto girando el volante para salir

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del aparcamiento. Demasiado complicado. Todo eso se hace automáticamente cuando una
ya ha adquirido experiencia conductora. Todo es cuestión de experiencia.
El experto suele ser poco creativo, pues como sabe lo que hay que hacer en cada
momento, difícilmente se le ocurren soluciones distintas a la que su intuición le dice que
debe seguir. Rara vez hace las cosas de modo distinto a como le parece natural que hay
que hacerlas. Esta característica da lugar a otro de los aspectos de la intuición: la intuición
del creativo.

La intuición del creativo

La intuición del creativo es la que tienen las personas a las que ante un problema se les
ocurre una posible solución imaginativa y muy distinta a lo que parecería razonable hacer.
Ocurrió a mitad del siglo pasado, el 5 de agosto de 1949, cuando en una zona de monte y
matorrales de Montana, Estados Unidos, se declaró un incendio. Un equipo de doce
bomberos acudió a apagarlo. Parecía un fuego estándar y que no ofrecía peligros, sería
fácil dominarlo. Pero de repente cambió la dirección del viento, y el fuego empezó a
dirigirse hacia donde estaba situada la cuadrilla de bomberos, que tuvo que escapar
corriendo. Había un problema, la dirección hacia la que debían dirigirse escapando del
fuego inicialmente era plana, aunque enseguida se convertía en una pendiente ascendente.
La maleza cubría toda la zona y ardería muy rápidamente. Mientras toda la cuadrilla huía,
el responsable del equipo se percató de que en cuanto el fuego alcanzara la zona, se
prendería fuego en esa colina ascendente y perecerían todos. Lo único que se le ocurrió
fue ordenar a todo el equipo detenerse y quedarse quieto. El plan que había concebido era
que cada uno quemara la maleza en un radio de dos metros alrededor suyo, con la
esperanza de que cuando el fuego llegara encontrara esa zona ya quemada y pasara de
largo. Era un plan arriesgado que no se sabía si funcionaría, pero era lo único que se le
ocurría porque echar a correr pendiente arriba era garantía de morir calcinado. Sus
bomberos no le hicieron caso y subieron a toda velocidad la colina. Él se quedó y quemó
una porción del terreno en que se encontraba. Cuando el fuego se acercó, pasó de largo y
dejó intacta la zona que había sido quemada previamente. Del resto de su cuadrilla
perecieron todos salvo uno.
La intuición del creativo es la que tiene una persona que se le ocurren ideas originales
ante un problema. El que la idea sea original no significa que sea válida. El jefe de la
cuadrilla de bomberos no sabía si su idea iba a funcionar, pero no se le ocurrió otra cosa.
Las propuestas del creativo no siempre funcionan y, por tanto, antes de ponerlas en

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práctica hay que validarlas.
En el caso del incendio al que nos hemos referido no había posibilidad de validar la
idea del jefe de bomberos porque la situación se había presentado inesperadamente. Pero,
en general, antes de aplicar una intuición creativa hay que cerciorarse de que va a
funcionar. Para eso hay que realizar experimentos que confirmen o rechacen la utilidad de
la idea. Los experimentos han de ser de bajo coste, es decir, que si la cosa resulta
equivocada, el daño que se produzca sea pequeño.
Para probar si un material de escalada se adhiere a la roca, no hay que acudir a una
pared de 500 metros de altura donde un fallo puede ser fatal. Es mejor probarlo en
distintas condiciones en una pared de prueba con colchonetas en el suelo y ver qué pasa.
Una vez que se ha verificado que la nueva idea funciona ya se puede utilizar para resolver
situaciones. Constituye una innovación que seguramente resolverá problemas de un modo
mejor a como se resolvían hasta ahora.
Desafortunadamente, en el caso de los bomberos, estos no tuvieron tiempo de hacer
experimentos, se encontraron con la situación y cada uno hizo lo que pudo. Pero desde
ese accidente, la idea que tuvo el jefe de la cuadrilla de bomberos, aparece en el manual
de formación de este cuerpo sobre cómo actuar cuando uno se enfrenta al fuego y tiene
difícil escapatoria y ha salvado muchas vidas.
Si bien la intuición del experto resuelve problemas pero siempre del mismo modo, o
sea que es poco innovadora, la intuición del creativo no garantiza que lo que propone sea
eficaz, hay que validarlo. Pero lo que sí es cierto es que las ideas que propone son
innovadoras.
En las empresas la intuición como proceso de toma de decisiones se da más a niveles
altos, pues cuanto más arriba se está más complejos son los problemas que se abordan y
el análisis llega hasta donde llega y luego hay que utilizar la intuición. También es así
porque cuanta más alta la posición, menos tiene que justificar sus decisiones. Uno que
acaba de llegar nuevo a una empresa y está en un nivel directivo bajo no puede decir:
«Haremos esto y esto», y cuando le preguntan el porqué responder «Mmm… intuición».
Menos intuición y más saber por qué se hace lo que se hace.

La intuición también nos puede engañar

La intuición nos ayuda a tomar mejores decisiones pero no está exenta de peligros cuando
no hacemos un uso correcto de ella. Ya hemos visto que la intuición del experto ayuda a
que decidamos más rápidamente, y que la intuición del creativo facilita que tomemos

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decisiones más innovadoras, pero la intuición es también, con frecuencia, la causa de que
tomemos decisiones erróneas. Veamos cuándo puede ocurrir.
Hemos visto que el experto que toma decisiones mediante la intuición suele acertar,
por eso es experto. Pero debe evitar un peligro en el que fácilmente caen los expertos,
sobre todo si su mucha experiencia les lleva a ser arrogantes. Uno es experto en su
campo, pero no lo es en otros. Esto parece una perogrullada, pero hay mucha gente que
deslumbrada por su propio éxito en un campo determinado y cuando se mete a pontificar
en campos ajenos donde no es experto, dice tonterías.
¿Se imaginan ustedes a Messi hablando de la situación económica, de si conviene o no
que el Banco Central Europeo suba los tipos de interés? Afortunadamente tiene el
suficiente sentido común para saber que él de lo que sabe es de tocar el balón, y que
mejor no meterse en temas de economía para no perder el prestigio, como les sucede a
otros. Intuición experta y arrogancia del decisor no suelen ser una buena combinación.
Por otra parte, las decisiones que se toman por intuición en una empresa tienen una
dificultad adicional, y es que es más difícil generar compromiso con ellas y que el equipo
las acepte. Precisamente como se toman por intuición no hay manera de razonar por qué
eso es lo más conveniente. Es una intuición. La única manera de evadir esta dificultad es
la autoridad. Cuando el directivo que la toma tiene autoridad ante su gente, y es un
profesional que genera confianza en su equipo, su gente dirá: «No sé por qué fulanito
hace esto, pero si lo hace seguro que es lo mejor». A un directivo con poco prestigio ante
su equipo le será muy difícil tomar decisiones por intuición. Su equipo no las aceptará, y
si las impone, no generará en su gente compromiso con esa decisión.
Otro error que puede causar la toma intuitiva de decisiones es utilizar la intuición del
creativo sin comprobar su validez. Ya hemos dicho que este tipo de intuición genera
propuestas innovadoras, pero no necesariamente certeras, por tanto, tienen que ser
verificadas antes de implantarse. Puedo intuir que un determinado producto arrasará en el
mercado, pero antes de comprometer todos los bienes de la empresa para producirlo, será
más prudente hacer estudios y encuestas de mercado para comprobar la aceptación del
producto entre los consumidores.
Por último está la «intuición del incompetente». Es cuando ante una situación uno
propone una alternativa sin saber dar explicaciones de por qué la escoge. Simplemente le
gusta hacer eso, se ha encariñado. Y lo justifica diciendo que la intuición le dice que hay
que hacerlo. Eso no es intuición. Puede que por casualidad la cosa le salga bien, y este
incompetente achaque la suerte a su intuición. Cuando a uno le toca la lotería a posteriori
puede decir que tuvo la intuición de que iba a caer ese número. Gran tontería, ni intuición

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ni nada: simple suerte.
A veces, se tiene la tentación de vestir la incompetencia de intuición, pero la
incompetencia es la incompetencia y la intuición, la intuición. La intuición nos puede
servir para tomar buenas decisiones y la incompetencia solo nos ayudará a tomar malas
decisiones. Este tipo de intuición se puede dar en los directivos de las empresas para
justificar decisiones injustificables.
A veces apelamos a la intuición como el motivo por el cual hemos decidido algo,
cuando en realidad lo que pasa es que no tenemos argumentos ni razones ni idea de qué
hacer ante una determinada situación, y nos escondemos en la intuición porque no
sabemos qué hacer, ni queremos reconocerlo. Para incrementar las ventas de un producto
que no conseguía despegar, a pesar de las altas expectativas que se habían depositado en
él, se propuso modificar el sistema retributivo con una variable muy alta para los
comerciales. El motivo de modificar el sistema no fue otro que el de no saber qué hacer
para mejorar las ventas de los resultados.
Otras veces confiamos demasiado en la intuición y no analizamos más la situación. La
intuición es un elemento positivo en la toma de decisiones, pero cuando le damos
excesivo peso en detrimento del análisis, acostumbra a ser fuente de errores.
Independientemente de nuestra intuición, todo lo que se pueda analizar hay que analizarlo
porque el análisis no es una traba para la intuición, sino un complemento.
Un empresario puede intuir que sus productos se venderán muy bien en China, pero si
aparte de hacerlo, analiza el mercado con profesionalidad, tendrá información que le
servirá para corroborar o bien replantearse la decisión que iba a tomar intuitivamente.
También suele ocurrir que esperemos demasiado de la intuición. A este error son
especialmente vulnerables las personas que se perciben como muy intuitivas. Estas
personas pueden dejar de analizar sistemáticamente, para entregarse a la intuición y llegar
a decidir verdaderas estupideces, como fue la decisión que hemos visto anteriormente del
entonces CEO de Samsung en 1995, que se salió de su tradicional negocio de la
electrónica de consumo e invirtió, fracasando estrepitosamente, cantidades ingentes de
dinero en el desarrollo y fabricación de coches, simplemente por su conocida afición a los
coches.

Ideas clave

No busques razones para tus intuiciones, pero las intuiciones tienen que ser
razonables.

60
Se puede seguir la intuición cuando se es experto en un ámbito, pero hay que
utilizarla solo en ese ámbito.

Los experimentos mejor con gaseosa… Hay que comprobar nuestra intuición
en situaciones que impliquen un bajo coste.

Para que las decisiones tomadas intuitivamente sean aceptadas por la


organización, es necesario que quien decida tenga prestigio y una autoridad
reconocida.

Cuidado con apelar a la intuición para justificar decisiones que no son más que
caprichos personales.

61
7
Ser prisionero de las propias ideas

Pueden no ser tan buenas

Nos cuesta cambiar de idea

La noche del 14 de abril de 1912 el Titanic, un enorme y lujoso barco de transporte de


pasajeros, se hundió al chocar con un iceberg cuando realizaba su viaje inaugural de
Inglaterra a Estados Unidos. La colisión provocó uno de los mayores desastres que se
conocen en la historia de la navegación. En el momento del choque, el capitán del barco
se encontraba ya descansando después de asistir a una cena que se había ofrecido en su
honor.
El primer viaje del trasatlántico había generado gran expectación en la opinión pública
y todos los medios de uno y otro lado del océano hablaban del evento. Algunos
comentaristas argumentaron que un barco tan grande y pesado tenía que ser
necesariamente lento. Ante estas percepciones, el responsable de la naviera constructora
del barco anunció que llegaría a Nueva York un día antes de lo previsto.
El barco se había concebido para ofrecer un producto de lujo, por eso se habían
reducido a 20 los 64 botes salvavidas previstos inicialmente. Esto posibilitaba que las
cubiertas fueran más espaciosas y ofrecieran mejores vistas. Aunque la ley permitía este
número de botes, en el sector se sabía que la ley era demasiado permisiva y los botes eran
insuficientes.
La tarde anterior al accidente se habían recibido numerosos avisos de otros barcos que
navegaban por la zona advirtiendo de la existencia de icebergs. A lo largo de la tarde,
tanto la temperatura del aire como la del agua estaban reduciéndose considerablemente.
Sin embargo, los responsables del barco no redujeron la velocidad y siguieron
pretendiendo llegar a Nueva York un día antes de lo previsto. Prefirieron mantener su
idea inicial de adelantarse a la llegada, a tratar de garantizar la seguridad de los pasajeros.
Y su resistencia a cambiar una decisión previamente tomada, les llevó a hundir el barco y

62
causar 1.500 muertes.
Y es que con frecuencia, la poca disposición a la apertura mental nos conduce a que
nos sea muy difícil cambiar nuestras propias posiciones. Esto es una fuente de errores a la
hora de decidir. Nos cuesta mucho salir de nuestras posturas iniciales y, de hecho, no nos
gusta oír los argumentos que no avalan nuestra decisión. Como en el caso del Titanic,
tendemos a ignorarlos por completo, y luego pasa lo que pasa.
Basta con oír una tertulia en la radio para darse cuenta de que a nadie le interesan los
argumentos de los demás cuando son distintos a los suyos, solo interesa aquello que nos
reafirma en nuestras posiciones y eso nos convierte en seres altamente vulnerables. No
escuchamos otros argumentos, si estos no nos reafirman en lo que pensamos. Cuando
alguien nos dice algo que no compartimos, en vez de escucharlo ya estamos pensando en
cómo rebatirlo. No queremos aprender, solo defender nuestras posturas.

Nos aferramos a lo primero que decidimos

El 28 de marzo del 2009 un grupo de amigos nos disponíamos a hacer una excursión de
unas siete horas andando por el Montseny. El Montseny es un conjunto montañoso
cercano a Barcelona muy propicio para hacer excursiones. Habíamos planeado la ruta con
diez días de antelación. Algunos de los que íbamos hacía tiempo que no nos veíamos y
todos íbamos muy ilusionados.
Al llegar al lugar del inicio de la excursión a primera hora de la mañana, había una
lluvia ligera. Todo podía pasar ese día. La lluvia podía hacerse más intensa o bien podía
terminar por salir el sol. Unánimemente decidimos seguir adelante. La lluvia siguió, no
muy intensa pero sí persistente, de manera que cuando ya llevábamos cuatro horas
caminando estábamos calados de agua, congelados, resfriados, incómodos, sin posibilidad
de encontrar un refugio, pero la marcha atrás hubiera sido más larga que terminar la
caminata.
Muchas veces nos comprometemos con un curso de acción y lo llevamos a cabo sin
cuestionarnos si es lo mejor que podíamos hacer o si hay otras alternativas. Nos
comprometemos con una determinada opción y la llevamos a cabo contra viento y marea
sin pararnos a pensar que a lo mejor se puede hacer otra cosa mejor. Atendemos
solamente a las razones y a la información que avalan la decisión tomada, y no prestamos
atención a las razones que podrían aconsejar no tomar esa decisión.
La construcción del Eurotúnel que une Francia con Gran Bretaña es otro ejemplo de
compromiso con un curso de acción predeterminado de antemano y sin buscar

63
alternativas. No se cuestionó la viabilidad del proyecto y se decidió iniciar la monumental
obra sin sopesar todos los pros y contras. Entonces pasó lo que pasó, que el proyecto fue
un auténtico fracaso por el coste excesivo de las obras.
En una ocasión, uno de los autores de este libro se encontraba en Filadelfia dispuesto a
tomar un avión de regreso a Europa. Ya en el aeropuerto, probablemente por sobreventa,
llamaron a cuatro pasajeros por los altavoces para ofrecerles viajar en un vuelo cuatro
horas más tarde con una compensación económica equivalente a 400 euros y la
posibilidad de un posterior vuelo gratis en esa aerolínea. Ninguno aceptó la propuesta,
pero después de rechazar la oferta los cuatro coincidieron en que no era una mala oferta y
que quizá deberían haberla aceptado. Inicialmente todos dijeron que no porque ya nuestro
plan de acción era coger ese avión y llegar a nuestro destino a una hora y ninguno estaba
dispuesto a cambiarlo, y ni siquiera a considerar otra alternativa, aunque la que se nos
ofrecía era muy atractiva.

Resistencia a aceptar que algo va mal

El 26 de noviembre de 2003 fue definitivamente retirado el Concorde, un avión comercial


que cubría el trayecto entre Europa y Norteamérica, cruzando el Atlántico en menos de
cuatro horas. Había realizado su primer vuelo en 1976 y nunca fue rentable. El accidente
en julio de 2000 de un Concorde de la compañía Air France al poco de despegar de París,
en el que murieron más de cien personas, fue la gota que colmó el vaso y provocó que el
modelo fuera retirado definitivamente.
A pesar de saberse que el avión no era rentable, tuvo que ser un fatal accidente lo que
finalmente provocara su retirada, cuando desde el punto de vista económico debía haberse
tomado esa decisión mucho tiempo antes. Llegar a Nueva York dos horas antes de la hora
a la que se había partido en París, por la diferencia horaria, no hacía sino alargar las
jornadas y no ofrecía ninguna ventaja al hombre de negocios a quien se había destinado
este avión.
¿Por qué se tardó tanto en retirar el Concorde? Muy sencillo, hacerlo suponía
reconocer un fracaso y esto gusta muy poco. Aunque se dice que los humanos tenemos
aversión al riesgo, a lo que tenemos aversión es a las pérdidas. Antes de aceptar una
pérdida hacemos cualquier cosa por irracional que sea, como mantener operando un tipo
de avión que solo provoca pérdidas.
Las situaciones desagradables tienen en nosotros un impacto subjetivo mucho mayor
que las agradables. Esto ocurre porque no nos gustan las pérdidas, y antes de aceptarlas

64
nos autoengañamos y tomamos decisiones excesivamente arriesgadas. Decisiones que no
merecen la pena.
Está estimado que el impacto subjetivo que tiene una pérdida es dos veces y media
superior al impacto positivo que tiene una ganancia equivalente. Por eso cuando una
noche en el bingo se ganan 200 euros la gente se va a su casa contenta, pero cuando se
pierde esa cantidad uno no se va triste a su casa, sino que como no se acepta la pérdida, se
sigue jugando con riesgo de acabar perdiendo unos miles de euros.
La petrolera Shell tuvo que reconocer en el año 2003 que durante dos años había
inflado las reservas de petróleo que la compañía poseía. Cuando en el año 2001 la
dirección de la compañía se dio cuenta de que poseían un 22% menos de reservas
petróleo de las que habían informado, optaron por no corregir la información a la espera
de que en el futuro se encontraran más reservas y pasara inadvertida la equivocación. Las
reservas que posee una compañía de petróleo es un indicador de lo que vale la compañía
y, por tanto, del precio de sus acciones. Informar de que había menos reservas de las que
se suponía, hubiera hecho bajar el precio de las acciones de Shell. Así que la dirección
optó por guardar silencio. Cuando todo se descubrió, la dirección de la compañía,
comenzando por el presidente, tuvo que dimitir en masa. El precio de las acciones y, por
tanto, todos los inversores que las poseían, sufrieron las consecuencias del engaño.
El accidente aéreo con más víctimas mortales en la historia de la aviación también fue
causado en parte por esta aversión a aceptar pérdidas y arriesgar demasiado. El domingo
27 de marzo de 1977, el aeropuerto de Las Palmas en las islas Canarias fue
temporalmente cerrado por una bomba que había colocado en la terminal un grupo
terrorista local. Los aviones que debían aterrizar allí fueron desviados al aeropuerto de
Los Rodeos en la cercana isla de Tenerife, entre ellos un avión de la KLM procedente de
Ámsterdam. Este avión debía haber aterrizado en Las Palmas y haber regresado a
Ámsterdam lleno de pasajeros. Su piloto era uno de los más veteranos de la compañía,
conocido por su gran experiencia y destreza, pero las leyes holandesas eran muy estrictas
respecto al número de horas que un piloto podía volar al mes y el necesario descanso que
debía guardar. Como estaban a final de mes y se estaba llegando al límite del número de
horas, era urgente conseguir llegar a Las Palmas, cargar el pasaje y regresar a
Ámsterdam. Cualquier retraso obligaba a la compañía no solo a enviar otro piloto a las
islas, sino retrasar un día el vuelo de regreso y buscar alojamiento para todo el pasaje. Por
tanto, era imperativo salir cuanto antes.
El aeropuerto de Los Rodeos era más bien pequeño y no estaba preparado para el
aterrizaje de tantos aviones y tan grandes. Cuando finalmente se abrió el aeropuerto de

65
Las Palmas y tras una larga espera, le indicaron al avión de KLM que se preparara para
despegar. En cuanto el piloto oyó de la torre de control que tenía el espacio aéreo
disponible inició la maniobra de despegue. El problema es que aún no le habían indicado
que tenía libre la pista de despegue. No importaba. Tenía que llegar cuanto antes a Las
Palmas y de allí regresar a Ámsterdam. Así que puso los motores a plena potencia y se
dispuso a despegar. Desafortunadamente había niebla en la zona. Cuando ya había
alcanzado la velocidad de no retorno, el piloto divisó otro avión en medio de la pista. Era
de la compañía americana PAN AM que cargado de turistas también había sido desviado
a Los Rodeos.
Apresuradamente hizo la maniobra de despegue. Consiguió poner el avión en el aire,
pero la cola del aparato rozó al que estaba en la pista. Ambos aviones estallaron y
murieron 574 personas entre pasajeros y tripulantes. Antes de aceptar el trastorno de tener
que retrasar el viaje y acomodar a todos los pasajeros, el experimentado piloto de KLM
arriesgó excesivamente: perdió su vida y la de cientos de pasajeros: 248 del avión de
KLM y 326 de la compañía PAN AM.
Peter Drucker, el famoso teórico de la dirección de empresas del siglo pasado
recomendaba que las compañías tuvieran reuniones periódicas para ver de qué proyectos
era conveniente salirse. Las decisiones de las empresas que salen bien nadie las cuestiona,
sin embargo, hay decisiones que salen mal: inversiones que no dan la rentabilidad que se
esperaba, departamentos que nunca debían haberse creado, etc. Hay una resistencia innata
a cerrar esos proyectos que están fallando, sería como reconocer que algo se hizo mal.
Más sencillo es mirar para otro lado y no hacer nada, de ahí la sabia recomendación de
Drucker.

Dejar de cavar para salir del hoyo

El no aceptar las pérdidas nos lleva a no reconocer los errores e intentar solucionar el
desaguisado nosotros mismos, metiéndonos normalmente en un problema mayor. Es
curioso, pero tendemos a perpetuarnos en los errores que cometemos. Es decir, cuando
nos hemos equivocado, en vez de cambiar de estrategia y cortar por lo sano, continuamos
haciendo lo mismo que no nos ha funcionado con la extraña ilusión de que así se
solucionarán nuestros problemas. Así lo único que conseguimos es adentrarnos más en el
pozo en que hemos caído. Pero si queremos salir del hoyo, lo mejor es dejar de cavar,
como afirmaba Peter Drucker.Y este consejo que parece una perogrullada no lo es.
Muchas veces nos comprometemos más y más con una causa perdida, y la razón es que

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no aceptamos que una cosa nos esté yendo mal y seguimos comprometidos con ella.
En diciembre de 2001 Enron, uno de los mayores grupos energéticos del mundo,
anunció su bancarrota después de que el precio de sus acciones se situara por debajo de
un dólar y después de admitir que la compañía había cometido una serie de
irregularidades contables desde el año 1997. Un año antes las acciones de la compañía
habían llegado a sobrepasar los 90 dólares. Con unas ventas por encima de los 100
billones de dólares en el año 2001, Enron había aparecido como la séptima compañía en
la clasificación de la revista Fortune. Los analistas habían previsto que podía llegar a ser
la número uno.
En la década de 1990, la dirección de Enron transformó la compañía convirtiéndola
esencialmente en una compañía de compraventa de energía y de instrumentos financieros
de gestión de riesgos energéticos. Más que una compañía con activos físicos Enron se
convirtió en una compañía de gestión de riesgos. Los directivos de Enron crearon una
serie de compañías subsidiarias de las que Enron recibía préstamos que eran tratados
contablemente como ventas, abultando así los ingresos de la compañía y mostrando un
nivel de deuda muy inferior al que realmente tenía. Estas subsidiarias escondían las
crecientes pérdidas acumuladas de Enron. Conforme crecían las pérdidas se hacían más
necesarios los inventos contables para mantener la imagen de la compañía. Al final del
verano de 2001, las agencias de calificación de riesgos degradaron la deuda de Enron.
Finalmente, en noviembre se reconoció que en los últimos años se habían inflado en 600
millones de dólares las cuentas de la compañía. Esto unido a una serie de noticias en la
prensa que cuestionaban la solvencia de Enron precipitó la caída de las acciones en la
bolsa hasta llegar a la quiebra.
¿Qué pasó en el caso de Enron? Pues que a medida que perdían dinero, en vez de
buscar soluciones para revertir la situación, empezaron a realizar artificios contables, y
como esa decisión no solucionaba sus problemas de gestión, continuaban perdiendo más
dinero, a lo que reaccionaron con mayores artificios contables, entrando en una espiral
destructiva que solo podía acabar como acabó.
Le sucedió también a Arthur Andersen, auditora en el caso Enron, que no quiso
reconocer que había certificado fraudulentamente las cuentas de Enron. Cuando la oficina
de Houston fue investigada, decidieron romper documentación comprometida en vez de
aceptar los errores de la auditoría. La empresa perdió la confianza de sus clientes que en
cadena y con efecto dominó la fueron abandonando, y la que era una de las cinco grandes
auditoras desapareció.
Sucede en las subastas que cuando uno quiere una pieza puja por ella, y si otros

67
participantes pujan también los precios aumentan. Como queremos lo que se subasta
pujamos cada vez más. Al final el que se la lleva comprueba que ha pagado mucho más
de lo que realmente debía pagar, porque ha olvidado el objetivo de adquirir algo a un
precio razonable para conseguir ese algo antes de que se lo lleve otro, sin prestarle
atención al precio.
También pasa en las adquisiciones de empresas. Una empresa quiere comprar a otra y
ofrece a los accionistas un suculento precio por las acciones. Un competidor temeroso de
que esa empresa alcance un tamaño que le dé una posición de liderazgo en el sector,
ofrece un precio mayor. La primera empresa decide que el competidor no puede quedarse
con la empresa objetivo y aumenta su oferta, y así hasta que se pagan precios
desorbitados. Es la llamada maldición del ganador.
Ocurre lo mismo con las guerras de precios. Hace un par de décadas Ford, General
Motors y Chrysler entraron en una guerra de precios. Queriendo defender su participación
en un mercado muy competitivo como es el de la automoción, los fabricantes cada vez
ofrecían coches a precios más baratos. O lo hacían o la venta se la llevaba un competidor.
De este modo lo único que consiguieron es que las cuentas de las dos empresas se
erosionasen.
Sucedió también con la carrera armamentística durante varias décadas del siglo
pasado. Estados Unidos construía más armas nucleares para defenderse de Rusia, y Rusia
aumentaba su arsenal de armas, para poder contrarrestar las que poseía Estados Unidos.
Cuando entramos en espirales de decisiones en las cuales la siguiente es para tapar la
anterior, una vez empezado no hay quien salga del atolladero. Lo dice el refrán popular:
«El comer y el rascar, todo es empezar». Son huidas adelante con la ciega e infundada
esperanza de que las cosas se arreglarán, pero las cosas… no siempre se arreglan.
Para evitar esa escalada de compromisos con una causa perdida, uno tiene que
preguntarse: si no estuviera metido en este fregado, ¿me metería ahora? Si la respuesta es
que no, lo mejor es salirse de esa situación y generar otras posibles alternativas para
solucionar el problema.

Mirar fuera de nosotros mismos

¿Cómo podemos minimizar el error que causa nuestra tendencia a ser rígidos en nuestras
posturas y a no salir de los atolladeros en los que nos hemos metido, a pesar de que nos
estén perjudicando? Hay tres elementos que nos pueden ayudar: hacer el papel de
abogado del diablo, generar y considerar alternativas antes de decidir y algo tan simple

68
pero efectivo como escuchar a los demás.
Escuchar a los demás y considerar lo que dicen es un buen remedio para no
obcecarnos con nuestras posturas iniciales y mejorar la calidad de las decisiones que
tomamos. Se trata de que escuchemos tanto a quien piensa de manera similar a nosotros
como también a quien sabemos que va a tener otros puntos de vista distintos a los
nuestros. A veces preguntamos a quienes sabemos que nos van a dar la razón, y esa
información no nos aporta nada para considerar otras opciones, solo para reafirmarnos en
la misma, que por cierto, es lo que más nos acostumbra a gustar.
Generar y considerar otras alternativas a la nuestra «preferida» es otro remedio útil
para evitar decisiones erróneas. Cuando debamos tomar una decisión importante y ya
tengamos una idea firme sobre la decisión, entonces es el momento de hacer el ejercicio
de generar tres posibles alternativas a nuestra decisión y después considerar los pros y los
contras de las mismas para ver si son más eficaces que la elección inicial. De esta manera
podremos comprobar y constatar la efectividad de la decisión inicial con otras posibles
decisiones.
Por último, es muy útil hacer de abogado del diablo de nuestras propias ideas, y
también de las de los demás. Hacer de abogado del diablo consiste en cuestionarse la idea
que hayamos tomado y buscar tres aspectos por los que la decisión podría fracasar y no
parar hasta encontrarlos. Una vez hecho, podemos volver a considerar nuestra decisión a
ver si continúa siendo tan adecuada como pensábamos o podemos tratar de buscar
mejores alternativas.

Ideas clave

Suele resultar muy difícil cambiar nuestras decisiones porque nos cuesta mucho
salir de nuestra postura inicial. Como no nos gusta oír los argumentos que no
avalan nuestra decisión, tendemos a ignorarlos, y luego llega el fracaso.

Nos comprometemos con una determinada alternativa y la llevamos a cabo


contra viento y marea sin pararnos a pensar que quizá se puede hacer otra cosa
mejor.

Las situaciones negativas tienen en nosotros un impacto subjetivo muy grande.


Antes de aceptar una pérdida hacemos cualquier cosa por evitarla. Esto
frecuentemente suele conducirnos a situaciones peores que las que teníamos.

69
Hay que saber aceptar que a veces las cosas no salen como quisiéramos.

El no aceptar las pérdidas nos lleva a no reconocer cuándo cometemos un error,


y normalmente eso nos conduce a un problema mayor.

Escuchar a los demás y considerar otras alternativas antes de decidir son


remedios para no obcecarnos con nuestras propias ideas.

70
8
No considerar las consecuencias

El remedio, peor que la enfermedad

Mirar más allá de la urgencia

Es conocida la desaparición del legendario Barings Bank que fundado en 1762 llegó a ser
unos de los principales bancos ingleses. A principios de la década de 1990 nombró a Nick
Leeson director general de la oficina de Singapur, a cargo de operar en el mercado de
futuros. Leeson era un experto en esa área, un mercado relativamente nuevo que los
tradicionales directivos del banco apenas lograban entender. Cuando Leeson hacía una
operación en la que perdía una considerable cantidad de dinero, en vez de reportar la
pérdida, la colocaba en una cuenta oculta.
Las pérdidas de esta cuenta fueron aumentando de tamaño. En Londres tenían una
confianza absoluta en Leeson por los beneficios que reportaba al banco. La negligencia de
sus supervisores en Londres y el autoengaño de Leeson, que pensaba que llegaría el
momento en que los beneficios saldarían las pérdidas hicieron que el asunto fuera a más.
Cuando las pérdidas llegaron a 827 millones de libras, el banco quebró. Leeson huyó y
fue detenido posteriormente. Era demasiado tarde. Los activos del Barings Bank fueron
vendidos por una libra a ING, consumándose así la desaparición del banco.
Y es que, a veces, tenemos tanta urgencia en solucionar un problema que acabamos
por no tener en cuenta las consecuencias que nuestras decisiones puedan tener, algunas de
ellas tal vez peores que el problema que queremos solucionar. Porque es mejor perder una
cantidad importante de dinero que no que la totalidad del banco se arruine. Pero somos así
y por no sopesar las consecuencias de nuestras decisiones nos puede ocurrir que, por
querer ganar algo, acabemos perdiendo mucho.
A principios del año 2000, cuando el Dow Jones Industrial Average —el índice de la
bolsa de Nueva York— había superado los 11.000 puntos, había euforia económica y
todavía no había estallado la burbuja de las puntocom. Famosos comentaristas

71
económicos se hacían eco de las previsiones de los bancos: en dos años el Dow Jones
llegaría a los 30.000 puntos, una rentabilidad del 70% cada uno de los dos años. Ni qué
decir tiene que dos años después el selectivo índice no llegaba a los 10.000 puntos.
Pasa muchas veces que nos ilusionamos con una situación y esa ilusión nos ciega para
ver factores que sugieren que las cosas podrían no ser como las pintamos. Tomamos
decisiones para resolver problemas, y solo nos fijamos en si esa decisión va a resolver el
problema o no. No vemos si va a tener otras consecuencias que nos van a generar un
problema mayor que el que pretendíamos resolver.
Lo que decidimos tiene consecuencias. No es lo mismo decidir que voy a estudiar
mucho para las pruebas de acceso a la universidad, que decidir estudiar lo justito y a ver
si hay suerte con el examen. Nosotros optamos por lo que queremos, pero a la hora de
elegir no nos podemos engañar y dejar de tener en cuenta las posibles consecuencias de
nuestras decisiones, porque estas —nos guste o no, lo admitamos o no— tienen
consecuencias, y depende de las decisiones que tomemos, las consecuencias serán unas u
otras.

Pensamos que ocurrirá lo que queremos que ocurra

Otras veces somos conscientes de que las decisiones tienen consecuencias pero, sin
embargo, no somos objetivos a la hora de identificarlas, y negamos, de una manera más o
menos consciente, las que no nos interesan.
Como ya dijimos en otro capítulo, el Titanic era un barco al que se había acusado de
ser muy lento por sus grandes dimensiones. Para acallar esos comentarios el presidente de
la naviera decidió que en el primer viaje de Gran Bretaña a Nueva York, llegarían al
destino con un día de antelación.
Efectivamente tomó medidas para conseguir su objetivo: no hizo aminorar la marcha
del buque ni cuando llegaban continuos mensajes de barcos de la zona advirtiendo de la
presencia de icebergs, ni cuando se le informaba que tanto la temperatura del aire como la
del agua estaba disminuyendo dramáticamente. No tenía otro objetivo que llegar a Nueva
York un día antes, y pasó lo que todos sabemos.
El capitán del buque no quiso considerar seriamente que chocar contra un iceberg era
una consecuencia más que probable de continuar avanzando a tanta velocidad, porque
simplemente no convenía a sus propósitos de llegar un día antes.

72
¿Lo tenemos todo bajo control?

Otras veces, la fuente de error en la toma de decisiones surge de pensar que tenemos bajo
control las posibles consecuencias que una decisión puede traer, y eso, con frecuencia, no
es así.
Ocurrió a principios de la década de 1970. Allegados al partido republicano
estadounidense robaron de la sede del partido demócrata en el complejo Watergate, unos
documentos que posibilitaron la segunda elección del presidente Nixon. Cuando se
destapó el asunto, el partido republicano negó la responsabilidad de los hechos. El asunto
se complicó y acabo con la destitución del presidente Nixon. Pensar que se podía hacer
trampas en unas elecciones tan disputadas y que el hecho iba a pasar desapercibido
manifiesta una fe ciega en las posibilidades de tener las cosas controladas. Nixon pensaba
que podía controlar las consecuencias de sus acciones. Pero la realidad demostró que no
era así y tuvo que dimitir. Por mucho que nos disguste, no controlamos todo lo que nos
gustaría tener controlado. Las cosas suceden como suceden sin pedirnos permiso a
nosotros.

Sobrevaloramos el presente

Otro error muy común en la toma de decisiones es que damos mucho peso a las
consecuencias inmediatas de nuestras decisiones y prestamos muy poca atención a las
consecuencias futuras. Lo presente tiene mucho peso en nuestras decisiones mientras que
a las consecuencias futuras les prestamos poca atención.
Esta es la razón por la que a principios de año y al principio de curso, en enero y en
septiembre, mucha gente hace propósitos de ir al gimnasio, dejar de fumar y empezar una
dieta. Los excesos de las vacaciones y las fiestas así nos lo aconsejan, y no nos damos
cuenta de que no seremos capaces de hacer los sacrificios que esos propósitos conllevan.
Esto lo saben muy bien los promotores de gimnasios y por eso exigen una entrada de
inscripción y luego las cuotas mensuales. No se les escapa que una buena parte de los que
se inscriben van a dejar de ir al poco tiempo, así por lo menos les han cobrado la
inscripción y un par de meses.
Esta universal tendencia a prestar poca atención a las consecuencias futuras de
nuestras decisiones la aprovechan los vendedores de productos ofreciendo pagos
aplazados. Es el famoso compre ahora y pague más tarde. Se disfruta del producto ahora
y se sufre el dolor de pagar en el futuro, pero ¿quién se preocupa del futuro?

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No hay ningún fabricante de televisores que en Navidad anuncie «Este verano hay
Olimpiadas. Si usted paga 100 euros todos los meses hasta junio, justo antes de las
Olimpiadas le será entregada una televisión en color extraplana». Porque no vendería ni
una rosca. El dolor lo padecería ahora y el gozo dentro de seis meses. Poco futuro tendría
esta oferta.
Este importar poco las consecuencias futuras de nuestras decisiones es lo que ha
llevado a muchas familias a aceptar hipotecas sorprendentes durante muchos años.
Querías comprarte una casa y el banco al que acudías para pedir un préstamo te ofrecía
una hipoteca mayor. Hacías cálculos y veías que ibas a ir un poco justo devolviendo el
crédito, pero ¿y el piso que te ibas a poder comprar? Y aquí aparece la serpiente con su
manzana: el piso lo ibas a disfrutar ya y el pago, pues… más adelante. Y cosas así nos
han llevado a la crisis económica más potente de los últimos 80 años: los particulares
ahogados y los bancos quebrados.
Para documentar esta propensión a infravalorar el futuro, desde hace años en nuestras
clases hacemos un experimento: proponemos a los alumnos la suposición de que disponen
de cierta cantidad de dinero (40, 200, 5.000 euros) y les preguntamos que respondan
intuitivamente y sin hacer ningún cálculo, cuánto dinero como mínimo habría que darles
dentro de seis meses, un año, dos años, etc., para que estuvieran dispuestos a renunciar
ahora a la cantidad que tienen. Los resultados son sorprendentes.
Para renunciar a 40 euros ahora en promedio exigen un mínimo de 83 euros dentro de
un año (unos intereses de más del 100%). Por renunciar a 200 euros ahora se exige dentro
de cuatro años un mínimo de 963 euros (unos intereses del 48%). Por renunciar a 5.000
euros ahora lo que se exige dentro de 4 años es como mínimo 9.029 euros (un 16% de
rendimiento). Este experimento no es sino una prueba del desproporcionado peso que
damos al presente y de lo mucho que nos tiene que ofrecer el futuro para que seamos
capaces de sacrificar el presente.
Para que a nuestros alumnos se les quede más grabada esta apreciación subjetiva,
muchas veces en la clase anterior a esta explicación acudimos con una caja de bombones
y la dejamos bien visible en la mesa del profesor. La clase empieza a preguntarse qué
pasa, si es el cumpleaños del profesor o se celebra algo. Solo al final de la clase el
profesor les pregunta si prefieren un bombón hoy o dos bombones la semana siguiente.
Los alumnos se tiran en plancha a por el bombón, antes de que a alguien se le ocurra la
razonable idea de esperar a la semana siguiente.
Pero doblar en una semana lo que uno recibe ahora es una tasa de interés anualizado de
billones de trillones por ciento. A la semana siguiente la clase versa de cómo la gente da

74
mucho peso a las consecuencias actuales de sus decisiones y valora poco las
consecuencias futuras, y es entonces cuando se dan cuenta del error cometido la semana
anterior. Un modo muy eficaz de aprender es sufrir las consecuencias de los errores que
cometemos.
En Estados Unidos en algunos estados permiten un periodo de unos días de
revocabilidad de algunas decisiones importantes. Así cuando uno cierra un contrato para
comprar una casa o un coche, hay unos días en los que uno puede echarse atrás en la
decisión de compra. Esto posibilita corregir cosas que uno hace por el impulso de un
momento, pero que después de un poco de reflexión ve que no son las más adecuadas.
También en algunos estados, cuando uno va a comprar un arma, no se la dan en el
momento, tienen que ir al cabo de cinco días, y si persiste en su deseo de comprarla,
entonces se la venden. De este modo se han evitado muchos suicidios, ya que una compra
puede estar motivada por una puntual situación de desesperación.
Cuentan que los que han intentado suicidarse y no lo han conseguido, en la mayoría de
los casos posteriormente se alegran de no haber tenido éxito. Saber que somos propensos
a dejarnos influir excesivamente por el aquí y el ahora facilitará que tomemos medidas
para pensar que el futuro también llega, y se acaba convirtiendo en presente.
¿Qué nos puede ayudar a tener en cuenta las consecuencias de nuestras decisiones?
Pues no rechazar ninguna hipótesis hasta que haya razones para rechazarlas; tener
amplitud de miras y contemplar distintas posibilidades para identificar las consecuencias
de nuestras decisiones. También tener en cuenta que el futuro se acaba convirtiendo en
presente, por lo que es mejor abordar las cosas cuando tocan y no retrasarlas una y otra
vez.
Se le tribuye a Mark Twain el consejo: «No dejes para mañana lo que puedas hacer
pasado mañana». Nos parece un consejo muy acertado. Si no hacemos una cosa hoy
porque la podemos hacer mañana, por esa misma razón, si la podemos hacer pasado
mañana, mañana también la pospondremos. Y así sucesivamente, convirtiéndose en algo
que nos estará persiguiendo y que no acabaremos de quitárnoslo de encima.
«Hoy estoy muy ocupado. Mañana mejor.» Gran falacia. Siempre vamos a estar
ocupados. Lo que pasa es que hacerlo hoy tiene un coste que no queremos asumir, y
posponerlo es algo cuyo coste hoy lo percibimos mucho menor. Pero no es así. Esto lo
sabemos muy bien los profesores a la hora de corregir los exámenes. Cuanto antes mejor,
si no te persiguen durante todas las vacaciones.

Ideas clave

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Tomamos decisiones para resolver problemas, y solo nos fijamos si nuestra
decisión va a resolverlos. No consideramos si van a tener otras consecuencias
que nos vayan a causar mayores inconvenientes que lo que pretendíamos
resolver.

A veces no somos objetivos a la hora de identificar las consecuencias de


nuestras decisiones, y negamos las que no nos interesan.

Por mucho que nos disguste, no controlamos todo lo que nos gustaría tener
controlado. Las cosas suceden sin pedirnos permiso a nosotros.

A menudo creemos que tenemos bajo control las posibles consecuencias de una
decisión, pero luego en realidad no es así, es solo una ilusión.

Las consecuencias inmediatas de nuestras decisiones tienen mucho peso


mientras que a las consecuencias a largo plazo les prestamos poca atención.
Pero tenemos que tener en cuenta que el futuro siempre acaba llegando.

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9
Sobrevalorar el consenso en la toma de
decisiones

Los riesgos de las decisiones consensuadas

¿Es mejor decidir en grupo?

Tendemos a pensar que las decisiones tomadas en grupo suelen ser más efectivas que las
adoptadas individualmente. Nos parece, y acostumbra a ser cierto, que dos cabezas
piensan más que una, pero no siempre es así. De hecho, el grupo como tal puede provocar
que las decisiones acaben siendo peores que las que tomaríamos solos, pero aun así
tendemos a sobrevalorar la eficacia de las decisiones tomadas de manera colectiva.
Diversos estudiosos afirman que aquellas tomadas en grupo tienden a ser más acertadas
que las tomadas individualmente. El cuento popular de los seis sabios hindúes ciegos nos
puede ayudar a ejemplificar este hecho. Puestos ante un elefante se les preguntó a estos
sabios que qué era aquello que tenían delante. El primero palpó el lomo del animal y dijo
que estaban ante un muro; el segundo afirmó que era una estaca, mientras tocaba el
colmillo; el tercer sabio respondió que estaban ante una serpiente mientras trataba de
tocar la trompa; el cuarto, tocó la pata y aseguró que estaban ante una columna; el quinto,
que estaba palpando la oreja, dijo que se trataba de un enorme abanico, y finalmente, el
que tiraba de la cola, afirmó estar ante una cuerda. Y es que cada persona tiene visiones
diferentes sobre lo mismo, y si las sabemos aceptar y coordinar, decidiremos mucho
mejor.
En promedio, podemos decir que los grupos toman mejores decisiones que los
individuos, sin embargo, no siempre es así debido a los problemas inherentes que
presenta la toma de decisiones grupal. Estas decisiones tienen sus ventajas pero también
sus inconvenientes.
En principio, decidir en grupo nos permite tener más conocimientos, información y

77
talento disponibles a la hora de decidir. También se acostumbran a generar más
alternativas cuando hay más personas, y finalmente es más fácil que la decisión tomada
en grupo sea aceptada por todo el resto de las personas.
Sin embargo también tiene inconvenientes, tales como que tomar una decisión requiere
entonces más tiempo, la responsabilidad de la decisión tiende a quedar diluida, y el más
importante, que las personas acaban no diciendo lo que piensan por la presión del grupo y
su deseo de ser aceptados en el mismo.

Buscar un exceso de consenso

La presión grupal conduce a veces a que las decisiones en grupo sean menos eficaces que
las tomadas individualmente. Los experimentos así nos lo demuestran. Por ejemplo, en
uno de los más difundidos se mostraban unos cuantos dibujos y se preguntaba a un grupo
de personas cuál era igual a otro dibujo que se mostraba al lado. Una de las personas, el
conejillo de indias, no sabía de qué iba el experimento, las otras nueve sí. Estas nueve
señalaban el mismo dibujo equivocado.
Cuando le tocaba el turno al conejillo de indias que, por supuesto, era el último en
manifestarse públicamente, con frecuencia solía decir el mismo que habían señalado los
demás, ¡aun a sabiendas de que no era el correcto! Prefería dar una respuesta que sabía
que era incorrecta —era evidente la solución correcta— a decidir distinto a lo que había
decidido el resto de personas. ¿Por qué sucedía esto?: por la presión del grupo. Hay una
cosa peor que estar equivocado y es ser el único que está equivocado.
La cuestión es que la presión del grupo condiciona tanto nuestras decisiones que
somos capaces de decidir de manera diferente a lo que nosotros pensamos que es correcto
solo para acomodarnos a la presión que ejerce la mayoría. Es por ese mismo motivo que
las personas decidimos seguir las modas en el vestir, y que lo que les gusta a muchos
acabe gustándoles a casi todos. Tendemos a decidir según lo que hace la mayoría porque
la presión grupal nos impulsa hacia ello.
La realidad es que somos animales sociales y, como valoramos mucho el pertenecer a
un grupo, nos inquieta que nos expulsen de la manada. Quien opina en contra del
consenso del grupo es ignorado y su posición en el grupo queda cuestionada. Es por ello
que tratamos de pensar y hacer como lo hace el grupo, para que no nos expulsen del
mismo.
De hecho, los antropólogos cuentan que el mayor castigo que infligían nuestros
antepasados prehistóricos a los miembros disidentes del grupo, era expulsarlos de la tribu.

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Significaba la muerte segura, porque un individuo solo no podía resistir mucho en un
entorno dominado por grandes dinosaurios hambrientos. No es de extrañar entonces que
todos los miembros dijeran e hicieran lo que pensaban que el grupo deseaba. Y de esos
señores empeñados en hacer lo que el grupo dictara, descendemos nosotros. Y de los que
eran más rebeldes no desciende nadie, porque murieron.
Las personas tendemos a sobrevalorar el consenso, a buscarlo con más ahínco del que
sería oportuno, y a veces eso es causa de los errores en la toma de decisiones. La
sobrevaloración del consenso lleva al grupo a poner sus esfuerzos en alcanzar un acuerdo,
en vez de en tomar la mejor decisión. La búsqueda excesiva de consenso también implica
que los grupos intenten evitar los conflictos, y para ello se tiende a no discrepar de las
ideas dominantes del grupo, para no entrar en disputas, con lo que se empobrece el
debate, la generación de alternativas y con ello la calidad de las decisiones.

Groupthinking

Creer que los demás del grupo piensan de determinada manera y secundar lo que creemos
que los demás piensan, también es una fuente frecuente de toma de decisiones erróneas.
Este hecho nos lo ilustra lo que se conoce como «la paradoja de Abilene». En un caluroso
día de verano, un matrimonio fue a pasar un día al rancho de unos amigos, en una época
en que las carreteras eran polvorientas y el aire acondicionado no existía.
Después de horas de incomodidades, llegaron al lugar y una vez ricamente sentados en
el porche disfrutando de una limonada, el dueño del rancho propuso a su mujer ir a comer
al pueblo más cercano en vez de quedarse en el rancho, lo que tanto la mujer como la
pareja de invitados aprobaron con alegría.
Fueron al pueblo más cercano que estaba a media hora en coche con un gran sol y al
volver estaban agotados por la excursión. Sentados nuevamente en el porche del rancho la
mujer del ranchero dijo que con lo bien que estaban allí, no sabía por qué se habían
desplazado para comer. Su marido sorprendido dijo que a él tampoco le apetecía ir, pero
que lo había propuesto para que ella no tuviera que cocinar, a lo que le respondió que eso
no era un problema, que ya tenía la comida preparada. Entonces los invitados confesaron
que a ellos tampoco les apetecía ir al pueblo a comer, que habían accedido por ser
cortesía, pero lo que a ellos les gustaba era estar con sus amigos en el rancho y no hacer
más kilómetros de los que ya habían hecho para llegar al rancho. ¡Gran paradoja! Cuatro
personas decidiendo por unanimidad ir a comer a un sitio al que ninguno de los cuatro
quería ir.

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Algo parecido ocurrió con la Administración Kennedy y el desembarco que planeó en
la bahía cubana de Cochinos. En aquel caso Kennedy y su grupo de asesores decidió
realizar un asalto secreto y por sorpresa a Cuba, lo que se saldó con un gran fiasco porque
los cubanos los estaban esperando en la playa, y para sofocar el ataque solo se tuvieron
que limitar a irlos deteniendo a medida que llegaban.
¿Por qué estaban esperando los cubanos a los americanos en la playa en la que iban a
desembarcar para hacer un ataque sorpresa? Pues por la sencilla razón de que los detalles
de la invasión habían salido en la prensa americana. Es decir, todo el que comprara el
periódico y supiera leer, fuera americano, cubano o chino, podía tener información sobre
el ataque «sorpresa».
La pregunta que nos interesa en términos de toma de decisiones es: ¿por qué Kennedy
y su grupo de trabajo no abortaron el ataque? Uno de los integrantes del equipo de
Kennedy dijo que nadie se atrevió a decir nada porque se veían a todos tan convencidos
del éxito del plan que no querían contrariar a nadie. La presión del grupo era tal que nadie
osó decir lo que pensaba por no contrariar a los demás y aparecer como un «disidente»
del equipo. Pues bien, aquí tenemos un nuevo ejemplo de gente muy inteligente,
decidiendo verdaderas estupideces al verse atrapadas en dinámicas de pensamiento tribal.
La conformidad a las opiniones del grupo nos lleva a que si en una reunión, todos los
demás parecen tener un cierto punto de vista, este es el punto de vista que se adopta,
aunque haya miembros que piensen que no es del todo correcto. Y este comportamiento
acaba con la diversidad y la riqueza que se podría generar, y conduce a decisiones
mediocres.

Dejarse influir en exceso por la autoridad

Es importante rodearse de personas competentes con puntos de vista distintos al nuestro y


que se atrevan a cuestionar nuestros argumentos. Así se enriquece el proceso de toma de
decisiones y se decide mejor. Un error muy frecuente en los directivos es rodearse de
personas que piensan igual que ellos. Esto es muy cómodo porque no se cuestionan sus
decisiones, pero es nefasto porque no tienen un contrapunto que les pueda alertar de sus
errores.
En el mejor de los casos, esas personas pueden ser competentes, el problema es que
piensan igual que nosotros, y si dos personas piensan del mismo modo una de ellas sobra.
No aporta nada. En el peor de los casos, son marionetas sin opinión propia dispuestas a
opinar cualquier cosa que opine el jefe. Cuando un equipo directivo es de este tipo, las

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decisiones que se toman suelen ser deficientes. No se contemplan alternativas. Los
colaboradores quedan totalmente frustrados al ver que se podrían hacer mejor las cosas y
no se hacen.
Por tanto, una fuente frecuente de errores en la toma de decisiones es la de, en vez de
decir lo que pensamos realmente, callarnos para adecuarnos a las opiniones del jefe, es
decir, se tiende a la autocensura de los colaboradores para no contrariar al jefe, porque
tendemos a decidir según lo que indica la autoridad sin cuestionárnoslo mucho. El
resultado final es que el jefe, aunque esté en grupo, realmente está solo.
También es importante en este punto ver la actitud que adopta el jefe ante sus
colaboradores. A veces los errores en la toma de decisiones vienen cuando el jefe tiende a
desperdiciar el talento del grupo, y esto lo hace al no facilitar la participación, no
escuchar o no tolerar las opiniones divergentes. Es entonces cuando las personas del
grupo se distancian y dejan de contribuir «realmente», y tienden a centrar sus esfuerzos
en tratar de adivinar qué es lo que el jefe quiere oír.

Hacer de abogado del diablo

Para mejorar nuestra toma de decisiones en grupo y evitar sus sesgos, lo primero es ser
consciente de que la presión grupal no nos ayuda a tomar decisiones correctas. Si
sabemos que existe, podremos actuar para intentar minimizarla, por un lado, reflejando
que el consenso no es en sí mismo una señal de que la decisión es correcta (podemos
tomar decisiones con consenso que sean auténticas estupideces como hemos podido
comprobar con el intento de invasión de Cuba por parte de la Administración de
Kennedy); y por otro lado, buscando siempre en el grupo a alguien cuya misión sea la de
hacer de abogado del diablo, es decir, señalar los contras y los posibles peligros de las
decisiones tomadas para ver si realmente son robustas.
Hacer de abogado del diablo evita errores en la toma de decisiones. Su rol consiste en
intentar ver dónde puede fallar la decisión y no parar hasta encontrar posibles errores en
la toma de decisiones. Eso ayuda a no caer en la autocomplacencia, como en el caso del
general Custer, que atacó a los indios en clara inferioridad porque al parecer consideraba
que los podría vencer fácilmente.
La misión del abogado del diablo es plantear todos los inconvenientes posibles a la
propuesta dominante para ver si es suficientemente robusta. Con alguien haciendo este
papel en las reuniones del grupo que se encargaba de preparar la invasión cubana, seguro
que no se hubiera hecho. Además como hacer de abogado del diablo es un rol que todo el

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mundo sabe que se ha asignado temporalmente a alguien, lo que consigue es que se
despersonalice la discrepancia: no es fulanito quien lleva la contraria, es que está
realizando una función específica que se le ha encargado. De todas formas es conveniente
que este rol vaya rotando.
El abogado del diablo acostumbra a plantear cuestiones que obligan a revisar
minuciosamente la decisión y, por tanto, a hacerla más robusta, además facilita la mejor
comprensión de la situación.

Ideas clave

Tendemos a pensar que las decisiones tomadas en grupo suelen ser mejores que
las tomadas individualmente, pero en realidad no tiene por qué ser así.

Acostumbramos a decidir según lo que hace la mayoría porque la presión del


grupo nos impulsa hacia ello.

La presión de los demás condiciona tanto nuestras decisiones que somos


capaces de decidir diferente a lo que pensamos que es correcto solo por esa
presión.

La sobrevaloración del consenso lleva al grupo a poner sus esfuerzos en


alcanzar un acuerdo, en vez de en tomar la mejor decisión.

Creer que los demás del grupo piensan de determinada manera y acomodarnos
a ello sin manifestar nuestro verdadero punto de vista, acaba con la diversidad y
la riqueza de ideas, y conduce a decisiones mediocres.

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10
No llevar a la práctica lo que hemos decidido

La decisión debe ir seguida de acción

¿Es posible aplicar la decisión?

El proceso de toma de decisiones no acaba con la decisión, sino con la aplicación y el


seguimiento de la misma. Una decisión que no se aplica es inservible. Podemos
determinar después de mucho analizar que interesa comprar una determinada empresa,
pero si luego realmente no la compramos de nada habrá servido la decisión. O en un
plano más personal, podemos decidir ir al gimnasio, ponernos a dieta o dejar de fumar,
pero si realmente no lo hacemos, no nos pondremos en forma a pesar de nuestras
resoluciones.
Ninguna determinación es buena hasta que alguien no haga algo con ella. A la decisión
le tiene que seguir la acción. Los cementerios seguramente estén repletos de buenas
decisiones que nadie, ni siquiera el mismo decisor, se molestó en llevar a la práctica con
las suficientes ganas. Y a buen seguro que algunas de esas decisiones habrían sido
realmente geniales. Por tanto, un criterio básico previo a la toma de una decisión es
considerar si tal determinación es posible llevarla a la práctica, o mejor aún, si vale la
pena ponerla en práctica.
Puedo resolver estudiar la carrera de ingeniero aeronáutico y sacármela en cuatro años,
pero si trabajo doce horas al día, algunos fines de semana incluidos, con frecuentes viajes,
tengo una familia numerosa a la que quiero dedicar tiempo, y no voy a cambiar nada de
todo esto, difícilmente voy a poder llevar a cabo mi decisión. Mejor buscar otras
alternativas que sean más realistas, y puede que en otro momento vital sí que pueda
plantearme hacer la carrera. Desde esta perspectiva, considerar la aplicabilidad de una
decisión antes de tomarla es un ejercicio necesario si realmente queremos tomar
decisiones eficaces.
¿Y de qué depende que una decisión pueda ser llevada a la práctica? Hay aspectos de

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una decisión que su aplicabilidad dependerá de los demás. Por ejemplo, si decido que
quiero lanzar un nuevo producto en la empresa en la que trabajo o comprar una nueva
máquina o contratar a una persona, para llevar a la práctica esas decisiones tendré que
contar con el apoyo de mi jefe.
La aplicabilidad de esas decisiones no dependerá enteramente de nosotros, y es este
tipo de situaciones con las que nos solemos encontrar en la vida. Para gestionarlas
adecuadamente, tendremos que tratar de buscar los beneficios que obtendrán las personas
que nos tendrán que apoyar para que la decisión se pueda llevar a cabo.
Más adelante trataremos con más profundidad el tema. Ahora nos centraremos en otro
aspecto que con frecuencia es la causa de que no llevemos a cabo nuestras decisiones,
aunque dependan enteramente de nosotros: la voluntad y el empeño personal en persistir
para hacer realidad aquello que hemos decidido. Una cosa es decidir que voy a ir correr
tres veces a la semana y otra muy distinta es el momento de ponerse a hacerlo, y no solo
eso, sino de seguir haciéndolo después de un mes y otro, y un año y otro.
La responsabilidad personal, es decir, el compromiso con nosotros mismos a lo largo
del tiempo con aquello que hemos decidido, es la base para que nuestras decisiones se
conviertan en realidad, y no en ideas llenas de buenas intenciones pero de poca eficacia.
La aplicación de muchas de las decisiones que tomamos requiere tiempo para llevarse
a cabo. Por ejemplo, escribir un libro o estudiar una carrera a distancia. Por ello, además
de la voluntad será necesaria la perseverancia para que nuestras decisiones acaben siendo
reales. No sirve con solo empezar, es necesario perseverar para que la decisión sea real, y
si no estamos dispuestos a ello, lo más práctico es que no gastemos tiempo en decidir
aspectos que no van ser nunca realidad.
También es importante el seguimiento de las determinaciones que tomemos, ya que
nos permitirá aplicarlas realmente porque lo que se sigue se consigue, y lo que no se sigue
se desvanece. Es por ello que hay priorizar lo que se hace, porque no podremos llevarlo
todo a cabo habitualmente y, como dice el dicho «quien mucho abarca poco aprieta», lo
que en términos de toma de decisiones podríamos traducir como quien mucho decide
poco va a poder aplicar y aún menos seguir.

Los demás también tienen algo que decir

Como hemos visto, otro de los errores frecuentes en los que solemos incurrir las personas
a la hora de decidir es el de solo tener en cuenta nuestros intereses, sin considerar cómo
nuestras decisiones afectarán a los demás. Así, cuando la participación de los otros es

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relevante para que nuestras decisiones se conviertan en realidad, somos ineficaces porque
no conseguiremos que nuestras decisiones se realicen. Estéril ejercicio el de decidir
cuando eso ocurre.
Las personas acostumbramos a sopesar y reflexionar sobre lo que podemos ganar y
perder nosotros mismos con una determinada decisión, pero no acostumbramos a
considerar con mucha profundidad lo que pueden ganar o perder otros afectados, algunos
de los cuales pueden ser elementos fundamentales para que nuestra decisión pueda ser
llevada a la práctica.
Podemos tener muy claro que si decidimos comprar un coche más grande vamos a
tener más espacio y comodidad, pero quizá no estamos teniendo en cuenta en esa decisión
que a nuestra pareja no le gusta aparcar, y que un coche más grande le va a suponer una
molestia. ¿Qué pasará ante esta situación si finalmente decidimos comprar el coche
grande? Pues que probablemente nuestra pareja no va a estar conforme y no nos va
apoyar en la decisión.
Esta tendencia a mirarnos al ombligo es fuente frecuente de errores en la toma de
decisiones, y una manera segura de fracasar. Para evitarlo es importante que al tomar una
decisión pensemos en las consecuencias para nosotros y también para los demás. Los que
nos rodean, jefes, colegas, familiares… quieren que tomemos decisiones que como
mínimo no les perjudiquen, y si puede ser, que incluso les favorezcan. Las decisiones que
suponen que gran parte de los afectados ganen son las que mejor se van a implantar.
Las personas tenderán a apoyar nuestras decisiones en la medida que ellos también se
beneficien o por lo menos piensen que merece la pena apoyar esa decisión. Damos
nuestro voto a quien pensamos que nos va a favorecer más o que va a hacer algo que
merece la pena. Invertimos en las empresas que creemos que nos van a dar una mayor
rentabilidad. Nos involucramos en los proyectos que pensamos que nos van dar mayores
satisfacciones. Vamos buscando nuestro beneficio, sea cual sea este, dinero, armonía,
poder, felicidad, altruismo… Por eso apoyamos las decisiones que nos van a reportar un
beneficio y rechazamos aquellas que pensamos que no. No tener en cuenta este hecho, y
pensar que las personas van a actuar conforme a lo que a nosotros nos conviene, es con
frecuencia la causa de que nuestras decisiones no se lleven a la práctica.
Acostumbramos a realizar un experimento con grupos de directivos a los que
exponemos la siguiente situación hipotética: van todos en un yate y naufragan; sobreviven
todos los pasajeros, pero nadie de la tripulación. Ahora mismo se encuentran en una isla
desierta, sin vislumbrar tierra y sin saber dónde están. Disponen de suficiente comida y
agua para todos para pasar dos semanas. Han hecho una inspección detallada y en la isla

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no hay agua potable ni nada más que comer. También han conseguido rescatar una balsa
con remos en la que caben dos personas.
En ese momento les pedimos que den dos argumentos a sus compañeros por los cuales
ellos piensan que tendrían que ser una de las dos personas que fuera en la balsa. Sus
argumentos pueden no corresponderse con su realidad, es decir, si uno es mujer, puede
decir que es hombre, o si es enclenque, que es fuerte. Lo importante es el argumento, no
su veracidad. Después de decir sus razones en voz alta al resto de colegas, cada persona
elige a una persona para ir en la balsa, mediante voto secreto y sin votarse a sí mismo.
¿Quiénes son los que se salvan? ¿Qué argumentos dan para conseguir que les elijan
para salir en la barca? No pueden dar razones como tengo que cuidar a mis padres porque
son muy ancianos, o tengo que estar con mis hijos porque si no morirán de hambre, y ni
siquiera argumentos como que han descubierto un remedio contra el cáncer que solo
saben ellos. No, los que esgrimen ese tipo de motivos no se salvan. Los colegas eligen a
los que dicen o bien que saben orientarse y remar, o bien que lo primero que harán será
mandar ayuda para que rescaten a los que se queden en la isla.
¿Por qué esos argumentos siempre triunfan? Muy sencillo, salvando a esa persona
tienen más posibilidades de salvarse ellos mismos. Les apoyan por el simple motivo de
que también les beneficia a ellos.

Cada uno tiene su sentido común

Otra fuente de error que acostumbra a dificultar la implantación de nuestras decisiones, y


además a generar bastante frustración, es pensar que todo el mundo verá nuestra decisión
como nosotros la vemos y que, por tanto, apoyará la decisión y facilitará su implantación.
Cuando tomamos una decisión con frecuencia nos pensamos que todo el mundo
analiza la realidad desde la misma perspectiva que nosotros, con lo que las decisiones a
las que hemos llegado, al considerar nosotros que es la más adecuada, también es lógico
que lo consideren los demás. Pero ¡oh, sorpresa!, con frecuencia ocurre que no es así, y lo
que a nosotros nos parece una decisión de lo más lógica, para otros resulta que no lo es. Y
es que eso que llamamos sentido común, a menudo no lo es tanto.
En cierta ocasión asistimos a una conversación entre dos personas en la que una
argumentaba por qué había decido poner una televisión en el cuarto de sus hijos y la otra
explicaba los motivos por los que había decidido no poner el aparato. La primera
argumentaba, con toda lógica y sentido común, que así los chavales podían ver los
programas que a los chavales les gustaban al mismo tiempo que los padres veían su

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programación favorita sin tener que compartir con sus hijos. En definitiva, todos
contentos.
Sin embargo, la segunda persona argumentaba, también con toda lógica y sentido
común, que preferían no poner la tele en el cuarto de sus hijos porque si no se encerraban
allí a verla y no pasaban muchos ratos en familia.
Los dos argumentos tanto para poner la tele como para no hacerlo tienen un sentido
común que lleva a decisiones opuestas: poner la tele en la habitación y no ponerla. Y es
que el sentido común, y lo que consideramos que es lógico, no es siempre igual para todo
el mundo, y eso con frecuencia es causa de que las personas no acepten nuestras
decisiones, a pesar de que nosotros pensemos que son de sentido común.
¿Cómo superar esta barrera de las diferentes lógicas y perspectivas? Siendo
conscientes de lo que a nosotros nos parece lógico y de sentido común, quizá a otra
persona no le parecerá tanto. Hay quien piensa que para salir de una crisis hay que
mantener el gasto público y activar el consumo, y hay quien defiende que lo que hay que
hacer es recortar gastos y tener menos déficit. El debate está servido.

No somos tan racionales

Pero no solo puede pasar que las personas no acepten nuestras ideas porque su lógica es
distinta a la nuestra, sino porque las personas somos seres humanos racionales, pero no
tanto… No somos solo razón, por lo que hacer planteamientos y tomar decisiones sin
tener en cuenta los aspectos emocionales es a veces la causa de una mala decisión.
Nuestras emociones influyen de manera irremediable en nuestras decisiones y no
puede ser de otra manera: nos guste o no, la emoción forma parte de todas nuestras
decisiones. Jugar a la lotería no es un acto racional. Desde la perspectiva de la razón la
lotería es un juego en el que se pierde. Sin embargo, decidimos jugar porque
emocionalmente nos compensa. Otras decisiones que tomamos también tienen ese mismo
espíritu emocional, las tomamos gracias a eso.
En cierta ocasión asistimos a una reunión donde la propiedad de una empresa tenía que
decidir en qué país de unos cuantos propuestos se iba a iniciar su expansión internacional.
Después de estudiar los informes y discutirlos, identificaron que el máximo accionista
insistía en señalar un país como el más idóneo, cuando los datos disponibles no siempre
lo respaldaban. Este argumentaba con sentido sobre la opción que defendía, aunque había
otros argumentos de peso que señalaban otra posibilidad como la más óptima.
Finalmente, se optó por la decisión que apoyaba el presidente de la empresa.

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Acabada la reunión preguntamos a otros de los asistentes por qué esa defensa tan firme
de la ubicación por parte del presidente, a lo que nos respondieron que tenía una casa en
ese país donde iba siempre que podía. Empezamos a entender que más que una decisión
racional acerca de la mejor ubicación, se había tomado una decisión emocional. El
presidente no era una persona reconocida en aquel país porque su empresa no operaba
allí. Al empezar a hacerlo, su prestigio crecería. Es lo que el presidente quería, y esa
emoción la vistió de razón, pero quien decidió fue la emoción.
Como en el caso que acabamos de ver, primero decidimos y luego buscamos los
argumentos: lo racionalizamos. Primero viene la emoción y luego la disfrazamos de
razón. Nos engañamos a nosotros mismos.
Pero la emoción no tiene por qué ser un elemento «malo» en la toma de decisiones: si
todo fuese racional tomaríamos decisiones poco humanas. Cuando decidimos compartir
nuestra vida con alguien, barajamos argumentos racionales pero también emocionales, y
estos criterios emocionales son los que a veces nos conducen a una buena decisión.

Cada uno es como es

La racionalidad tiene límites desde el primer momento en que los seres humanos somos
también emoción y decidimos también con ella. Estos límites a veces vienen por las
características individuales de cada uno y otras vienen por la presión que ejerce el entorno
en el decisor, y a este segundo tipo de límites, lo llamaremos «organizacionales».
Veamos los límites individuales: las principales limitaciones que vienen del propio
individuo son la propia personalidad, como por ejemplo, si uno es más racional que
emocional en cuanto a nivel de aversión al riesgo, nivel de aceptación del cambio,
necesidad de quedar bien ante los demás o nivel de ambición. Todos estos elementos, que
son diferentes en cada persona, influyen directamente en la decisión que se acaba
tomando, por eso ante una misma situación las personas fácilmente toman decisiones
distintas.
Si se nos dan muy mal las matemáticas y nos han quedado junto con tres asignaturas
más, hay quien ni siquiera intentará recuperarla para centrarse en el aprobado de las otras
tres, porque podrá soportar suspender una materia sin crearle gran incomodidad. Otros
optarán repartir sus esfuerzos y tratarán de recuperar las cuatro asignaturas porque no se
permiten a sí mismo dejar pasar ni una materia. Misma situación, distintas
personalidades, diferentes decisiones. Desde esta perspectiva, como ya hemos apuntado,
es una ingenuidad pensar que los demás van a ver las situaciones como las percibimos

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nosotros, porque cada uno es como es.
Pero los límites individuales a la racionalidad en la toma de decisiones no solo vienen
porque las personas somos diferentes, sino también porque en los seres humanos operan
ciertas formas de pensamiento distorsionado que limitan la racionalidad. Y actúan en las
personas de una manera distinta y con diferente intensidad.
Por ejemplo, el pesimismo es una forma de pensar que nos distorsiona la realidad y que
lleva a que tomemos decisiones incorrectas. Si creemos porque somos pesimistas que
nunca vamos a ser capaces de correr una maratón, entonces decidiremos no intentarlo, y
efectivamente, no la correremos, mientras que de no ser tan negativos hubiésemos
confiado en nuestras posibilidades, habríamos optado por entrenarnos y tal vez lo
hubiésemos conseguido.
Otra forma de pensamiento distorsionado es el voluntarismo, que consiste en un
excesivo optimismo que nos separa de la realidad. Este voluntarismo es el que llevó, por
ejemplo, a que numerosas personas decidiesen tirarse por las cataratas del Niágara en un
tonel de madera. Alguna sobrevivió, pero la mayoría murieron en el intento.
El pensamiento dicotómico, es decir, ver todo como blanco o negro, sin contemplar
grises ni matices, también nos lleva a tomar decisiones poco racionales. Como también
nos afecta el efecto aureola, ya que según este, la primera impresión que tenemos de una
persona o situación, tanto en positivo como en negativo, condiciona el resto de
percepciones que tenemos sobre esa persona o situación.
Los limites individuales a la racionalidad en la toma de decisiones son inevitables
porque somos seres humanos y no robots. Nuestras decisiones siempre van a estar teñidas
de emoción y de sesgos precisamente por nuestra naturaleza humana. Solo ser conscientes
de este hecho ya nos ayudará a decidir mejor, porque seremos conscientes de que no
somos plenamente racionales y eso nos llevará a cuestionarnos un poco más nuestras
decisiones y a contrastarlas con los demás.
Conocer nuestro perfil como decisores nos ayudará mucho a mejorar nuestras
decisiones, no porque vayamos a cambiar cómo somos, sino porque sabremos cómo
decidimos y en qué nos acostumbramos a equivocar. Con esta información podremos
contrastar nuestras suposiciones antes de decidir con personas que piensan de manera
diferente a nosotros. Si los escuchamos, decidiremos mejor. Pero no es fácil, porque nos
gusta más que nos den la razón, es decir, escuchar a personas que ven las cosas como
nosotros. Tendemos a evitar las que nos aportan contrastes a nuestros puntos de vista, que
son precisamente las que mejor nos pueden complementar.

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Ojo con el «politiqueo»

El otro grupo de límites que ponen coto a la racionalidad en las decisiones son los límites
organizacionales. Uno de los más significativos es lo que llamamos el comportamiento
político, que se caracteriza por no tomar la decisión más ventajosa solo por el hecho de
sobrevalorar los intereses particulares sobre los generales.
En cierta ocasión, una empresa multinacional decidió poner una sede corporativa para
el sur de Europa. Habían identificado que la sede sería muy positiva para el negocio
global de la compañía. Se escogieron tres países como posibles candidatos para la sede, y
se les consultó a los consejeros delegados de esos países si querían albergar la sede. Los
tres respondieron que sí, y allí empezaron los problemas porque los jefes de la
multinacional no querían contrariar a los directores de ninguno de los tres países.
Durante meses trataron de convencer a los responsables de que renunciaran a la sede
sin conseguirlo. Finalmente, y para no defraudar a nadie, se decidió no poner la sede. El
caso es que por preservar y no defraudar los intereses particulares de cada uno de los
directores del país, se acabó decidiendo no abrir la sede, con el consiguiente perjuicio
para el conjunto de la empresa. Pues bien, con frecuencia, este tipo de «pensamiento
político» es el que lleva a tomar decisiones incorrectas.
Tener claro que la emoción se encuentra detrás de cada decisión nos ayudará a no
cometer errores cuando decidamos y también a no esperar siempre respuestas demasiado
racionales de las personas que nos rodean y de nosotros mismos. Y ojo con el
comportamiento político, que siempre es ineficaz, consume energías y crea mal ambiente
en una organización.

Ideas clave

Ninguna decisión es buena hasta que alguien haga algo con ella. A la decisión
le tiene que seguir la acción, de lo contrario no sirve de nada.

La responsabilidad personal, el compromiso con nosotros mismos sobre aquello


que hemos decidido, es la base para que nuestras decisiones se conviertan en
realidad.

Un error frecuente a la hora de decidir es el de tener en cuenta solo nuestros


intereses, sin prestar mucha atención a cómo nuestras decisiones afectan a los

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demás.

El sentido común, no es tan común. Es un error pensar que todo el mundo verá
nuestra decisión como nosotros la vemos y que, por tanto, la apoyará y
facilitará su implantación.

Las personas no somos tan racionales. Al no ser solo razón, el decidir sin tener
en cuenta los aspectos emocionales es un error.

Ser conscientes de que la emoción se encuentra detrás de cada decisión nos


ayudará a no esperar siempre respuestas demasiado racionales ni de las
personas que nos rodean ni de nosotros mismos.

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Conclusión

El libro que acabamos de leer (a no ser que hayamos decidido empezar por las
conclusiones) no garantiza que a partir de ahora todas nuestras decisiones vayan a ser
correctas. No hay ningún libro ni nada que lo pueda garantizar. Lo que sí ofrece este
escrito es que, si prestamos atención a las recomendaciones que se dan, se pueden evitar
los errores que más frecuentemente se cometen al decidir, evitar tropezar dos o más veces
con la misma piedra, y conseguir de este modo que nuestras decisiones sean cada vez
mejores.
Para hacer una operación quirúrgica además de haber estudiado la carrera de Medicina
hay que haber practicado antes con un cirujano experimentado. Con los estudios solo no
basta. Lo mismo sucede con la toma de decisiones. Hay que conocer los errores más
habituales, pero esto no es suficiente, hay que aprender con la práctica y la experiencia,
reflexionar, y sacar conclusiones para mejorar las siguientes decisiones que tomemos.
Este libro da pautas para llevar a cabo esta reflexión.
Los errores que hemos tratado a lo largo del libro son fáciles de entender y fáciles de
reconocer cuando los demás los están cometiendo. Pero es más difícil darnos cuenta
cuándo los cometemos nosotros. Esto solo se consigue reflexionando sobre el propio
terreno. Cuestionando nuestras propias decisiones a la luz de lo que hemos visto a lo largo
del libro.
Decidir es algo que todos hacemos. Si nos pasamos la vida decidiendo, es razonable
intentar hacerlo lo mejor posible. A tomar decisiones se puede aprender. Podemos
mejorar.
Esperamos que las ideas expuestas en este libro sean de utilidad tanto para la vida
profesional como para la personal del lector. Es con ese gran objetivo con el que hemos
escrito estas páginas.

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