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Periodismo literario

Las dos habitaciones de la casa


Alberto Salcedo Ramos *

-Supe que acabaría pidié ndome una historia. ¿La quiere verdadera o inventada? -No hay tanta
diferencia, ¿no cree usted? -No tanta, pero las verdaderas resultan má s exó ticas”.
TERESA IMÍZCOZ, en Manual para cuentistas. Editorial Península.

Para algunos escritores, la expresió n "periodismo literario" es sospechosa: o es periodismo o es


literatura, dicen, porque suponen que no es posible contar que subió el precio de los tomates, con el
mismo lenguaje con el que se escribe la poesía.
Muchos reporteros, por su parte, tambié n se previenen: confunden las té cnicas de la ficció n con la
ficció n misma, y creen que literatura es sinó nimo de irrealidad, incluso de mentira. Apegados al frá gil
mito de la objetividad, estiman que la subjetividad del escritor es una herramienta dañ ina para un
periodista. O, para seguir con el ejemplo ya mencionado, piensan que quien escribe poesía vive en las
nebulosas y por tanto no sabe informarnos sobre el alza de los tomates.
A menudo, quien hace periodismo literario camina en puntillas sobre una cuerda floja: está abocado a
que los editores de los perió dicos consideren que no es periodista sino escritor y a que los escritores
miren sus textos como producto de un oficio menor, indigno de la literatura. Cuando Truman Capote
publicó A sangre fría, la editorial le puso en la portada el ró tulo de “novela de no ficció n”, lo cual levantó
inesperadas ronchas: muchos escritores se apresuraron a decir que tenía má s de reportaje que de
novela. Capote recordó despué s que, mientras preparaba el libro, varios periodistas dejaban escapar
toses y risitas burlonas cuando lo veían pasar, pues no podían concebir que é l dedicara seis añ os de su
vida a investigar y escribir sobre uno de esos crímenes aparentemente menores de las pá ginas
judiciales.
Por el lado de la literatura, las críticas alcanzan a ratos un tono feroz. Jorge Luis Borges, por ejemplo,
dijo una vez que el periodismo “acanalla la prosa”. Tambié n opinó que Ernest Hemingway tenía un
estilo indigno del arte y digno del periodismo, y hasta sugirió que Hemingway se suicidó cuando
descubrió que era muy mal escritor. Hay, por supuesto, muchas otras descalificaciones, para todos los
gustos y disgustos. Cuando José Ortega y Gasset la emprendió contra Azorín, su ofensa principal fue
esta: “pobre Azorín: es posible que, en el fondo, no sea má s que un periodista”.
Baudelaire se preguntó có mo era posible que una mano decente tocara un perió dico, sin estremecerse
de disgusto. Hemingway opinó que el periodismo es ú til para un escritor, siempre y cuando lo abandone
a tiempo. Oscar Wilde, satírico como siempre, dijo que la diferencia entre el periodismo y la literatura es
que la literatura no se lee y el periodismo es ilegible. Charles Dickens advirtió que a su casa jamá s
llevaba perió dicos, ni siquiera para usarlos como alfombra en el cuarto de bañ o. Ernesto Sá bato afirmó
que la prosa periodística parece escrita deliberadamente para el olvido. Y Borges -¡siempre Borges!–
consideró que publicar perió dicos es un acto irresponsable, pues no todos los días se presentan hechos
que merezcan contarse. Segú n é l, el ú ltimo acontecimiento verdaderamente importante de la
humanidad fue la muerte de Jesucristo.
La crítica má s frecuente de los periodistas es que existen muchos escritores que no resultan funcionales
para la prensa porque parecieran escribir en espacios en los que hay má s espejos que ventanas, valga
decir, má s ganas de contemplarse con vanidad a sí mismos que de mirar hacia la calle. Y un
maniqueísmo conceptual que los lleva a jerarquizar los temas, los personajes y aun las palabras: a creer,
por ejemplo, que “chancleta” se escribe con minú sculas y “nube” con mayú sculas. Que es una calamidad
que la palabra fandango comience con la misma efe con que comienza la palabra flor. O que el relato de
un acontecimiento cuya trama proceda de la realidad y no de la ficció n es, por esa simple circunstancia,
incapaz de consumar un hecho esté tico.
Tom Wolfe, que ha ejercido ambos oficios, se alinea en el bando de los reporteros cuando advierte que
los escritores no pueden pretender la exclusividad en el acceso al alma de los hombres, a sus emociones
má s profundas y a sus misterios eternos. Y ademá s –agrego yo- deben dejar de comportarse como si
fueran los ú nicos dueñ os de la posibilidad de construir imá genes, crear atmó sferas, utilizar escenas,
manejar el punto de vista y hacer sentir su voz personal en el relato.
***
El divorcio entre periodistas y escritores fue en principio un asunto de celos, de lucha territorial. El
propio Wolfe ilustra esta apreciació n cuando señ ala que la irrupció n de periodistas narrativos
talentosos como Gay Talese, Jimmy Breslyn y Joan Didion, generó una ola de pá nico en el escalafó n
literario de Estados Unidos. Sobre todo cuando comenzó a considerarse el riesgo de que el reportaje
desplazara a la novela. Má s allá de estas prevenciones – posiblemente magnificadas por el cará cter
egó latra y provocador de Wolfe – lo cierto es que la discusió n se debe en gran parte a que no siempre es
clara la línea divisoria entre dos oficios que a ratos se parecen mucho, pero tienen sus propios có digos
é ticos y esté ticos.
De entrada – nos previene Mark Kramer – la expresió n “periodismo literario” es un tanto inocua
porque, segú n é l, “la parte literaria suena pedante y la periodística, enmascara las posibilidades
creativas de la forma”. Juan Gabriel Vá squez observa que esta es una modalidad que todavía carece de
estante propio en las librerías. Y Norman Sims plantea el problema en los siguientes té rminos: “en una
sociedad en la cual los estudiantes aprenden que hay dos clases de escritura, la ficció n y el periodismo,
y que el periodismo es, en general, una prosa opaca, hacer periodismo literario es un negocio difícil”.
¿Qué diablos es, pues, eso de “periodismo literario”? Para derribar las tensiones y entrar en confianza,
quizá resulte conveniente empezar aclarando lo que no es. Periodismo literario no es un instrumento
para falsear la realidad, ni para inventarla. Y tampoco es un pretexto para reemplazar la informació n
con metá foras. No es la poetizació n gratuita, aquella que se regodea detallando los pé talos de un
geranio visto a travé s de la ventana, justo en el momento en que el protagonista de la historia acaba de
machacarse un dedo con el martillo. El periodismo literario no consiste en perder el tiempo viendo las
nubes que viajan detrá s de los cerros remotos. Bien decía Hé ctor Rojas Herazo que quienes hacen eso
só lo consiguen “fregarle la paciencia al crepú sculo”. Tampoco consiste en decirle “astro rey” al sol y
“serpiente líquida” al río. Ademá s, si hemos de creerle a Montaigne, el primer hombre que comparó a la
mujer con una flor fue un poeta, mientras que el segundo que usó esa analogía, fue un bobo.
Periodismo literario tampoco es emplear un yoismo a ultranza, como parecieran creerlo algunos. Es
cierto que el uso de la palabra “yo” – como advierte Julio Villanueva – “es má s un sello de honestidad,
desnudez y precariedad frente al disfraz de neutralidad de esa voz institucional con la que lo pú blico no
alcanza ninguna sensació n de intimidad”. Sin embargo, la inclusió n del periodista en la historia no debe
ser gratuita sino justificada por la trama. Si tu presencia no constituye ningú n aporte narrativo, si te
quitas y no se afecta la historia, entonces es claro que está s sobrando. A esos que se mencionan a sí
mismos aunque no venga al caso, conviene recordarles el gracejo con el cual el poeta Juan Manuel Roca
se refería a un reconocido cronista narciso: “si ese tipo fuera Juan Ramó n Jimé nez, escribiría Yo y
Platero”. De manera que tiene razó n Martín Caparró s cuando sostiene que no es lo mismo narrar en
primera persona que sobre la primera persona.
¿Cuá les son, entonces, las claves para identificar el periodismo literario? ¿Será que una de ellas es
defender la posibilidad – e inclusive la necesidad – de generar placer a partir de la buena escritura? He
allí, sin duda, un rasgo distintivo, pero no debe ser el ú nico, pues, como anota Julio Villanueva, no se
trata de llevar el periodismo a un saló n de belleza. Es un sentido de lo esté tico que va má s allá de la
mera forma. Es captar el fondo de las situaciones que vemos. Es comprender que las acciones de los
hombres, aun las má s importantes, no conforman toda la realidad: hay que explorar tambié n sus
estados de á nimo, la interacció n con el entorno, los motivos profundos y los antecedentes de su
comportamiento. De modo que dedicarle tiempo a la descripció n de los espacios por los cuales se
mueve nuestro personaje – como lo hizo Joseph Mitchell en su cé lebre perfil de Joe Gould – no nos aleja
de lo esencial, sino que nos acerca. Así desembocamos en la sentencia de García Má rquez: “el mejor
recurso literario es contar la verdad”. Pero esa verdad no es solamente aquello que puedo reducir a
cifras: tambié n incluye otros elementos aparentemente menores, que, sin embargo, la explican. Muchos
reporteros siguen pensando que el nú mero de muertos es lo ú nico cierto y relevante de un accidente
aé reo. ¿Y qué hacemos, por Dios, con ese libro contrahecho que apareció entre los escombros del
desastre, y cuyo título inquietante era El ú ltimo vuelo? Razó n tenía Flaubert al sentenciar, hace siglo y
medio, que “en los detalles está la verdad”. Cuando Osvaldo Soriano se metió de lleno en el barrio de
Buenos Aires donde hacía poco se había mudado el político Juan Domingo Peró n -despué s de un largo
exilio– tenía claro que la mejor manera de reflejar el poder de su personaje era a travé s de los detalles:
“antes (de la llegada de Peró n) era un barrio oscuro. Ahora es tan luminoso que es posible encontrar un
alfiler a las dos de la madrugada”. Otro ejemplo es el de John Hersey cuando narra el drama de una
sobreviviente de la bomba ató mica de Hiroshima, cubierta por el estante de una biblioteca: “allí, en la
fá brica de estañ o, en el primer momento de la era ató mica, un ser humano fue aplastado por libros”.
Este sentido tan amplio de la realidad demanda un trabajo de campo má s ambicioso. Hay que
sumergirse durante periodos mayores en el tema que nos ocupa, para poder buscar la informació n
necesaria y ademá s captar lo que está má s allá de lo evidente. Es lo que se conoce con el nombre de
“periodismo de inmersió n”.
En cuanto a lo esté tico, ¿quié n dijo que el periodismo es má s serio o mejor elaborado en la medida en
que excluya la posibilidad de escribir con encanto? Detrá s de ese dislate se esconde una preocupació n
estrictamente comercial, como observa Juan Gabriel Vá squez: “los editores de diarios se dieron cuenta
de que podían ganar má s dinero publicando grandes tirajes y financiá ndolos con publicidad para que
tanta gente como fuera posible los leyera. Por supuesto, esas políticas requerían una forma telegrá fica,
accesible a las masas menos cultas, cuyos componentes bá sicos fueron el sensacionalismo, los datos y el
lenguaje universal de los nú meros. Bajo esa forma, el suceso es: ‘Asesinados acaudalado granjero y 3
familiares’; bajo la forma de Capote, A sangre fría”.
Los periodistas literarios saben que, tal y como apunta Juan José Hoyos, las buenas narraciones aspiran
a ser una representació n de la vida. Por eso procuran atrapar, a travé s de escenas, la esencia de los
sucesos y personajes sobre los cuales escriben. Un poeta no se comporta de la misma manera cuando
está en un recital que cuando departe con sus familiares. Reconocer esos matices y efectos que se
derivan de la relació n con el entorno, resulta de vital importancia para contar mejor los hechos. ¿Qué
cara puso la mujer del enfermo terminal mientras este nos contaba su drama? ¿De qué manera el
frenazo del carro en la avenida, el sonido de la vajilla en la cocina o la conversació n de los adolescentes
en el cuarto nos enriquece el relato? Somos, qué duda cabe, producto del espacio que ocupamos y de la
relació n con las criaturas y objetos que nos rodean, así como ese espacio y esos seres está n tambié n
condicionados por nuestro cará cter. ¿Qué habría sido de la famosa cró nica de Gonzalo Arango sobre el
ciclista Cochise Rodríguez si el autor no nos hubiera descrito los adornos de su apartamento (“el
corazó n de Jesú s má s feo del mundo”) y sus modales (“se sacó una tirita de carne que se le había
enredado entre los dientes”)? Pollita en fuga, la cró nica de Josefina Licitra sobre Silvina, la adolescente
secuestradora, es un admirable retrato psicoló gico, construido a partir de una habilidosa superposició n
de acciones que reflejan diferentes momentos y escenarios. Al final, gracias a ese recurso, sentimos a
Silvina má s cercana y comprendemos mejor las razones de su conducta. No en vano Gay Talese señ aló
que las escenas, aparte de influir en el ritmo de la prosa, “dan credibilidad”. Como lector, me resulta má s
ú til ver al protagonista de la historia organizando las pastillas dentro del botiquín que recibir
simplemente el dato de que es un tipo hipocondríaco.
El periodismo literario, ademá s, permite ponerle un rostro humano a los acontecimientos y contar lo
universal a partir de lo particular. “Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de
Blangadesh”, anota Tomá s Eloy Martínez, “el dato nos asombra, pero no nos conmueve. Si leyé ramos, en
cambio, la tragedia de una mujer que se ha quedado sola en el mundo despué s del maremoto y
siguié ramos paso a paso la historia de sus pé rdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese
maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias repentinas”.
***
El periodismo literario no avala cualquier arbitrariedad. Existen unos có digos, unos linderos sagrados.
Si elegimos un gé nero narrativo, sigue vigente la obligació n de informar con todas las fuentes
necesarias, con todas las respuestas posibles a los interrogantes que se plantea el lector. De ese
compromiso no se salvan ni el poeta má s grande de la lengua, ni el prosista má s inspirado. Pues, al fin y
al cabo, como afirma Julio Villanueva, aquí no se trata de convertirse en “un fabricante de palabras
piroté cnicas por el pretencioso ejercicio de hacer literatura en el lugar equivocado”.
El sentido de la verdad varía al pasar de un lado al otro de la frontera. Si en una novela Kafka consigue
convencernos de que Gregorio Samsa amaneció convertido en un monstruoso insecto, en un reportaje
el asunto es a otro precio. Lo mismo sucede en el caso contrario. “Hace poco”, dice Teresa Imízcoz, “leí
en el perió dico la noticia de que en una oficina de correos entraron unos atracadores y se llevaron 7.500
millones y tuvieron que dejar 1.500 porque no les cabían en la furgoneta. Cualquier escritor que
hubiera concebido esta idea para una historia, la habría descartado por inverosímil”.
Las historias que cuenta un buen cronista quizá parezcan cuentos, pero deben ser reales. Han de tener
la verosimilitud esté tica de la literatura y la veracidad é tica del periodismo. Siempre y cuando ese
imperativo quede claro, los dos oficios pueden convivir sin caer en el incesto.
Carlos Sá nchez Ocampo, cronista antioqueñ o, dice que periodismo y literatura son dos habitaciones de
la misma casa. La definició n tiene en cuenta el concepto de vecindad pero, al mismo tiempo, pone de
presente que existen unos límites. Cuando Janet Cooke se inventó aquella escalofriante historia sobre
Jimmy, el niñ o presuntamente adicto al crack, Gabriel García Má rquez nos recordó una vez má s esa
frontera, con una ocurrencia magistral. Segú n é l, estuvo muy bien que a Janet Cooke le quitaran el
Premio Pulitzer, por mentirosa, pero en cambio era injusto negarle el Premio Nobel de Literatura.

* Alberto Salcedo Ramos es comunicador social periodista de la Universidad Autó noma del Caribe. Ha
trabajado en varios perió dicos y revistas, como El Universal, El Espectador y Cromos. Durante los
ú ltimos añ os se ha dedicado en gran medida a trabajar el periodismo narrativo. En la actualidad se
desempeñ a como cronista de las revistas SoHo y Elmalpensante y como corresponsal de la revista Ecos
de Españ a. Tambié n dirige el programa de televisió n Las rutas del saber, que se emite por Señ al
Colombia. Autor de varios libros, es Premio Internacional de Periodismo Rey de Españ a y tres veces
Premio Nacional de Periodismo Simó n Bolívar. Esta es su primera colaboració n para Sala de Prensa.

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