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Argumento de autoridad

También conocido como magister dixit (en latín, "el maestro dijo"). Es el argumento que toma
como premisa la opinión de quien es considerado una «autoridad» en el asunto, es decir,
de alguien que es considerado un experto en la materia. Decimos: «x es verdadero porque lo
dice N», donde «x» es un enunciado y «N» la autoridad.

Cuando esta manera de argumentar equivale a: «es razonable aceptar como verdadero el
enunciado x porque lo afirma N, que es experto en la materia y ha manifestado tener una
opinión objetivamente fundada sobre el asunto en cuestión», es razonable aceptar la autoridad
y basarse en ella, porque el fundamento de nuestra creencia racional está en la justificación o
la opinión fundada de quien tiene verdadera autoridad. El recurso a la autoridad es, pues, un
argumento razonable en estos términos cuando no es posible, o no es necesario, comprobar
directamente la verdad o la razonabilidad de un enunciado.

Fuera del ámbito de la creencia racional el argumento de autoridad es en realidad una falacia.
Se considera uno de los argumentos ad hominem (en latín, ‘dirigido a la persona’), porque
recurre más a sentimientos y posibles costumbres de determinados individuos que a
razonamientos en sí. Como tal, está estrechamente ligado al argumentum ad
verecundiam("argumento dirigido al respeto" en latín), que intenta descalificar una opinión por
atreverse a cuestionar y discutir la de alguien considerado como autoridad.

La irrelevante apelación a la autoridad es un tipo de falacia genética, pretende juzgar una


creencia por su origen y no por sus argumentos en contra y a favor. Si la creencia se origina de
una autoridad, entonces se toma como cierta. Sin embargo, las autoridades pueden abrazar
creencias falsas.

El argumento de autoridad es además una falacia de improcedencia cuando la autoridad que es


citada en realidad no es tal. Por ejemplo, apelar a Einstein para sustentar un punto en religión
sería una apelación de improcedencia a la autoridad. Einstein era un experto en Física, no en
religión.

En el ámbito religioso, no se da la apelación a la opinión fundada o al «saber racional» de la


autoridad, sino sólo a su persona, o a su poder.

Aunque en la ciencia éste tipo de argumentos está ampliamente desacreditado, tuvieron


históricamente mucha importancia en la Edad Media, cuando no existía el sentido crítico a
causa de la dificultad de encontrar distintas opiniones por la escasez de libros y su dificultad de
acceso. Con la invención de la imprenta gracias al desarrollo tecnológico del Renacimiento, la
reproducción y abaratamiento de los libros empezó a revelar varias opiniones divergentes y
enriqueció la realidad: nació el criticismo. Entonces las reputaciones en cualquier terreno del
conocimiento empezaron cada vez a ser más discutidas: en el terreno religioso surgió la
Reforma Protestante y reverdecieron las escuelas filosóficas grecorromanas que discutían la
preeminencia medieval de los impresionantes tratados de Aristóteles, perfectamente cerrados y
excluyentes, prefiriéndose en ese sentido los más abiertos cauces de los diálogos de Platón,
que admitían la dialéctica y la exposición de los más variados puntos de vista sobre una
cuestión. Estos cauces abiertos desembocaron al cabo también en la discusión de la forma
política y en las revoluciones sociales que agitaron el final del siglo XVIII y la mayor parte del
siglo XIX.

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Varias fuentes

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