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superiores, dándoles cuenta detallada de conciencia.

«Siendo yo joven, casi llegó a matarme aquel dicho de los Proverbios: Agnosce vultum pecoris
tui (27,23), que el pastor conozca a sus ovejas. Yo lo entendía de esta manera: que debía yo
descubrir mi conciencia a mi párroco, prior, etc., tan perfectamente, que nada se les ocultase de
cuanto había hecho durante el día. Yo le manifesté todas mis acciones desde la juventud con
tantos particulares, que al fin mi preceptor en el monasterio me reprendió por esa causa.

Los primeros escrúpulos


La angustiosa escrupulosidad, que tanto afligió al fraile agustino en sus años de crisis, es
verosímil que ya en el noviciado le produciría algunas horas de turbación y de dudas, cosa muy
frecuente entre los principiantes de la vida ascética.
Ignacio de Loyola, que padeció fuertes escrúpulos poco después de su conversión, escribió al
final de sus Ejercicios espirituales seis áureas reglas, distinguiendo lo que es «juicio erróneo y no
propio escrúpulo» del verdadero, que es duda de si ha hecho una cosa pecaminosa o no con
turbación y pensamiento inquietante; del primero dice que es «mucho de aborrescer, porque es
todo error»; del segundo, que «por algún espacio de tiempo no poco aprovecha al ánima que se
da a espirituales ejercicios, antes en gran manera purga y alimpia a la tal ánima, separándola de
toda apariencia de pecado».
Ambos géneros de escrúpulos se dieron en el novicio Martín Lutero. Como de día en día
fueron creciendo y se prolongaron por varios años, al fin le fueron fatales, conduciéndole al borde
de la desesperación; pero es de creer que en los principios le ayudarían a cumplir con exactitud
las reglas y costumbres del monasterio.
«Cuando yo era monje —dijo en cierta ocasión—, tenía una conciencia tan estrecha, que no
me atrevía a poseer una pluma (ein Feder haben) sin permiso del prior. Y hubiera preferido matar
a uno antes que estar en la cama sin escapulario».
«Yo era un monje grave, vivía castamente, y no hubiera recibido la más pequeña moneda sin
permiso del prior; oraba diligentemente día y noche».
«Yo fui monje —predicaba en 1531—, y velé en la noche, ayuné, oré, castigué y atormenté mi
cuerpo para vivir en obediencia y castidad».
Del rigor y austeridad de su vida monacal habló innumerables veces en los últimos años de su
vida, exagerando de manera increíble aquellas vanas apariencias de santidad, cuyos frutos
abominables eran —según él— la soberbia de quien se juzga superior a los demás, la confianza
pelagiana en las propias obras y la negación de Cristo Redentor. No pensaba así cuando era novi-
cio humilde, pobre, obediente y casto.
Sin duda que el maestro le inculcaría la devoción filial a la Virgen María, abogada de
pecadores, madre del Salvador e intercesora ante su divino Hijo, y Fr. Martín, como los demás,
haría pequeños sacrificios en obsequio suyo, como el de ayunar algún sábado a pan y agua.
No es mucho lo que nos dice de su devoción a la Madre de Dios. Más particulares cuenta de su
devoción a los santos. Pero no es menester que le creamos como al Evangelio cuando asegura que
Santa Ana era entonces su ídolo, y Santo Tomás su apóstol preferido, y que le gustaba más oír el
nombre de Santa Ana que el de Cristo; que ponía su confianza en María, Ana y Marta; a Cristo le
tenía miedo.
Otra vez refiere que escogió a no menos de 14 santos por sus patronos y que cada día de la
semana invocaba a dos de ellos; los 14 pronto llegaron a ser 21, invocando a tres por día.
No era eso seguramente lo que su maestro de novicios le enseñaba. Si sus afirmaciones
merecen alguna fe, habrá que convenir en que sus devociones eran verdaderamente pueriles, no

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