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Puede ser accidental el que aquello de lo que aquí se va a tratar aparezca como vinculado
precisamente a la historia que se nos cuenta sobre Jesús de Nazareth; pero lo que sí es esencial,
como veremos, es que ello esté vinculado a alguna historia; por esto y porque de Jesús de Na-
zareth no sabemos nada relevante al margen de lo que dicen los mismos escritos canónicos,
historiográficamente tenemos que considerar a Jesús no como el «autor» (aunque fuese, desde
luego, sin escribir), sino más bien como el contenido del cristianismo. Es irrelevante cómo se haya
llegado a constituir la historia sobre Jesús o incluso hasta qué punto ocurrió efectivamente en
Palestina en la primera mitad del siglo I d. de C. algo que de alguna manera diese pie a ella. En
todo caso, si el contenido aparece, no es por algo que ocurrió en tal año en tal sitio y con tal per-
sona; es el destino final de la «religión» como fenómeno específicamente helenístico lo que aquí
está en juego.
Vimos en qué sentido el fenómeno «religión», propio del helenismo, comporta la general remisión a
un consistente o a una consistencia (a algo eterno, inmutable, etc.) situado «más allá», al menos
tendencialmente único por cuanto su reconocimiento no es sino el reconocimiento único y por
principio de la inconsistencia de todas las cosas, de modo que, por así decir, lo que la noción de
Dios expresa no es sino la ausencia consumada de lo divino (…). De ello se sigue, como supuesto
constitutivo de la situación helenística a la que pertenece el concepto «religión», el que la situación
«natural» del hombre es la de vinculación a lo inconsistente, la de miseria, frente a la cual
precisamente debe haber una «salvación». Por eso la salvación debe venir dada por algo
«sobrenatural», que tiene, por de pronto, una doble caracterización: por una parte la de tratarse de
una «gracia», que no puede en modo alguno ser merecida; por otra parte, Dios,
lo transensible consistente, ha de irrumpir de algún modo, y precisamente en relación con el
otorgamiento de la mencionada gracia, en el ámbito de lo sensible inconsistente, ha de hacerse
contingencia; a ambos aspectos es esencial el carácter de lo absurdo el que ello no pueda en
absoluto ser comprendido; de otro modo no serían precisamente lo que son.
De algún modo los caracteres que acabamos de mencionar se encuentran ya en la asunción
helenística de diversos cultos. Así, hay en efecto un ceremonial, un ritual (incluidas eventualmente
creencias), y hay, consiguientemente, una comunidad de adeptos, etc. Ahora bien, a esos diversos
cultos les es esencial el ser diversos. Ello, por una parte, es muy coherente con el propio carácter
de la exigencia esencial de una irrupción sobrenatural en lo sensible; pues ésta, si es sensible y
además sobrenatural, ha de tener el aspecto de lo contingente. Pero, a la vez, esto impide que el
punto de vista esencial de la religiosidad helenística pueda constituirse efectivamente en punto de
vista esencial; incapacita para afirmar expresamente que lo sobrenatural y sensible en cuestión
(aunque sea entendido como un conjunto de posibilidades diversas y alternativas entre sí) es
condición necesaria de la salvación. La contradicción es, ciertamente, inherente a la cosa misma;
por eso tampoco el nuevo punto de vista representado por el cristianismo la evita, simplemente la
desarrolla de un nuevo modo.
En el cristianismo, en efecto, ese carácter a la vez sobrenatural y contingente del episodio salvador
asume la condición de tesis [, de afirmación, de cuestión cuya verdad o realidad se sostiene
decididamente]. La contradicción está ahora en que algo a lo que es esencial el que ello sea absur-
do, ininteligible, a la vez tenga el carácter de tesis. Pero así es. Por una parte, el cristianismo sitúa
en primer término, como enunciado central, no una tesis «esencial», sino el anuncio de un hecho,
una «buena noticia»; ciertamente la salvación, pero ésta anunciada como una historia que ha
ocurrido en un momento y lugar. No sabemos a partir de cuándo se dio este carácter a la narración
de lo presuntamente sucedido con un tal Jesús de Nazareth; pero sólo desde entonces hay
cristianismo. Además eso que se narra es narrado precisamente como el aparecer de lo
consistente en presencia inconsistente, mortal, sensible, como el hecho de que «el lógos se ha
hecho carne». De acuerdo con todo ello, la salvación consiste en una especie, de incorporación
física, sensible, a eseacontecimiento («el que come mi carne y bebe mí sangre», etc.). Por otra
parte, todo eso contingente (digamos: esencialmente, necesariamente contingente) aparece como
la única vía posible de salvación; frente a la diversidad de los ceremoniales «paganos», esta es la
vía única; no sabemos exactamente desde cuándo, pero sólo desde ese momento hay
cristianismo. El que sea la única vía posible significa que se presenta con un cierto carácter
de necesariedad; no que la salvación sea en algún sentido algo necesario; muy al contrario, es
esencial el que Dios no estaba en ningún modo obligado a salvar a nadie; pero hay una
cierta necesariedad en el sentido de una conexión necesaria: si ha de haber salvación, entonces
ha de ser mediante una contingencia como la que se describe. El cristianismo, pues, afirma el
principio de que la salvación requiere un elemento sobrenatural y contingente. Hemos visto que
sólo el cristianismo afirma este principio, en el que de algún modo los diversos cultos se
encontraban, y vemos también que, si la contingencia y la sobre-naturalidad comportan
incomprensibilidad y carácter de absurdo, a la vez, sin embargo, el hecho mismo de afirmar esa
incomprensibilidad introduce una exigencia de comprensibilidad que será decisiva para el destino
del cristianismo; éste, en efecto, al afirmar, al hacer tesis o principio el principio en cuestión,
establece un elemento de necesariedad, de universal validez, en virtud del cual se obliga a buscar
un compromiso con el «saber mundano» que en principio rechaza. Así, precisamente el
cristianismo se prestará a hacer de puente entre el helenismo y la modernidad. El mencionado
elemento de validez universal y de necesariedad comporta que la comunidad de adeptos haya de
acabar (bastantes siglos después y a través de importantes mediaciones) disolviéndose en la
humanidad; cierto que entonces el cristianismo habrá terminado, pero se podrá decir que esa
descristianización habrá sido en cierta manera el cumplimiento del mensaje cristiano.
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Martínez Marzoa, Felipe Historia de la Filosofía, Madrid, Istmo, 1994.