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A finales del siglo XVIII las cuencas carboníferas británicas tenían muchos
kilómetros de vías por las cuales circulaban las vagonetas, impulsadas por la
fuerza de la gravedad, por caballos o por seres humanos.
Francia, Austria y Estados Unidos tenían ferrocarriles cortos tirados por caballos
hacia 1830 (Francia contaba incluso con unos pocos kilómetros de ferrocarril de
vapor), pero Estados Unidos no tardó en aventajar incluso a Gran Bretaña y
rivalizar con toda Europa en su construcción.
El barco de vapor
Más importante todavía fue la invención en 1832 del telégrafo eléctrico por el
americano Samuel Morse. En 1850, la mayoría de las principales ciudades de
Europa y América estaban unidas por cables de telégrafo, y en 1851 se tendió el
primer cable submarino a través del canal de la Mancha.
Todos estos avances se apoyaban mucho más que las innovaciones técnicas
anteriores en la aplicación de la ciencia a los procesos industriales. La industria
eléctrica, en particular, requería un alto grado de conocimiento y experiencia
científicos. En otras industrias, el avance científico se convirtió cada vez más en
requisito del progreso tecnológico. Esto no significaba, sin embargo, que los
científicos abandonaran sus laboratorios por las salas de juntas o, a la inversa,
que los hombres de negocios se convirtieran en científicos.