Llenos de lágrimas los ojos, pues estaba enamorado de ve ras, el pobre
Adolfo me referia sus cuitas, sus dolores, sus dudas más terribles que la misma certeza de un desastre. Aquella mujer extraña, que no la había visto yo sino dos o tres veces, con su majestuosa estatura, sus ojos profundos y su palidez soberbia, me preocupaba. Viuda de un coronel inmensamente rico, cuya fortuna gastaba con prodigalidad inaudita, su conducta era disentida en los círculos, sin que jamás se hubiera podido concretar cargo alguno contra ella. Los amantes desdeñados eran legión en torno suyo, las envidias se arrastraban a sus pies, las calumnias se agrupaban sobre su cabeza, no llegando a tocarla, sin embargo. Algo de majestuosamente impenetrable que había en ella, la protegía al parecer. Tenía, como una esfinge, la sonrisa y la garra, atemorizando con ésta, las inclinaciones que aquella producía. Su posición desconcertaba, además, las estrategias vulgares, la ambición y la gloria no eran caminos para llegar hasta ella. El único sendero posible resultaba ser el del amor y, como he dicho, el amor la encontraba indiferente. Adolfo pasaba ante su mundo, por el preferido, y yo lo creia también cuando su confidencia súbita vino a desvanecer mi convicción. El buen muchacho se acordaba de mí al año justo de un repentino enfriamiento de relaciones que casi trocó nuestra antigua amistad en indiferencia. Ahora, venía él a explicármelo. Aquella mujer tenía la culpa de todo; verla, y sentirse poseído por el demonio de su amor fue para él una misma cosa, pues, en efecto, ese amor era un demonio que le secaba el cerebro y le carcomía el alma. Llevaba un año de combates sin resultados. No podía siquiera decir que la enigmática beldad acogía en serio su rendimiento. Victima de esa terrible muñeca que se llama la coquetería, apuraba minuto por minuto todas las hieles del Calvario. Le querían algo más que a un juguete bonito y le trataban un poco peor. Sus labios, aristocráticamente fatigados, sus ojos verdes, en los que la pasión le lampagueaba fulguraciones de oro; sus mejillas, sus manos, obtenían besos, promesas, despertaban exaltaciones de erótica locura. El hombre él. Adolfo, no conseguia sino un afecto prudente, casi mafernal, que humillaba su orgullo de varón y mortificaba horriblemente su espiritu enfermo. Su pasión crecia con esto, lejos de cambiarse en iracundia rebelión, generaba en esclavitud lacrimosa. Estaba verdaderamente poseído y sería muy dificil, a no dudarlo, arrancar de su ser la pasión funesta que lo devoraba. Una complicación más profunda todavía agravaba aquella enfermedad de amor. Dos días antes la terrible mujer había hecho a mi amigo una confidencia. Estaban en el jardín y Adolfo murmuraba, como de costumbre, la triste letanía de sus ruegos. Como de costumbre, ella le oía sin escucharle, con los ojos clavados en el horizonte, fría, muy fría, como eternizada en su actitud hierática. La sombra de la arboleda comenzaba a volverse de noche, y sobre el Ópalo crepuscular cruzaban pájaros silenciosos. Adolfo gemía. Su ruego era monótono y trivial como el recitado de un mendigo e impertinente como la queja de un niño. Sentíase a una distancia infinita del mundo, de las conveniencias y de las fórmulas. Bamboleante sobre un abismo, oprimíanle el corazón las cobardías lamentables de un condenado a muerte. Su vida, sus esperanzas, todo lo hubiera dado por una migaja de aquel amor. Y la misma frase le venía constantemente a los labios, el mismo estribillo doloroso de niño impertinente y enfermo: -¡Señora, qué le cuesta a usted! ¡Sea usted buena...! Por primera vez una chispa de vida pareció animar aquel espléndido mármol. La fatal mujer volvió los ojos hacia el infeliz que la adoraba: -Adolfo, óigame sereno y juzgue enseguida, dijo con aquel acento maternal que denunciaba su frialdad implacable. Y fue la historia de su matrimonio lo que le contó. Deseos imperiosos, que en vano hubiese querido contener, la arrojaron hacia el militar. Le amo con furiosa violencia, con celos terribles, como una verdadera leona. Durante cuatro v años transcurrieron sus vidas en un verdadero delirio. La so ledad de las campañas distantes les amparó contra las molestias de la existencia compartida, de la sociedad, harto pesada para sus urgencias. Su inagotable dicha hubiera llenado firmamentos. Pero un día, el coronel se puso melancólico, sin que él mismo acertara a dar con la causa de su tristeza. Era una especie de cansancio vago, lleno de infinita dulzura, que nada quitaba a la intensidad de su amor; una tierna abdicación de su ser agotado en el ser floreciente de la esposa. Esta, cada día más ávida de cariño, se impregnaba de aquella existencia y bebía a grandes tragos en la delirante copa de las delicias sin término, multiplicando sus gracias y su amor para combatir el inexplicable desfallecimiento de su compañero. Los que le mataba, sin embargo, era aquel amor. Cuando ella lo advirtió, fue ya demasiado tarde. Intentó detenerse en la pendiente, negar sus caricias, apagar el mutuo fuego. ¡Inútil! Una súplica del moribundo vencía sus más firmes propósitos. Y poco a poco, sentíase más llena de él. Sus pensamientos coincidían de tal modo, que con frecuencia llegaba a sus labios, en el mismo instante, la misma palabra. La extraña enamorada se transformaba. Dos años antes era de pequeña estatura, escasa de seno, pobre de palabras. Y como por una sangrienta ironía de la suerte, a medida que el esposo se moría, su frágil belleza tornábase espléndida, casi terrible: Había crecido visiblemente en la opulencia de sus carnes. Su voz tomaba imperioso timbre, su lenguaje adquiría vibrante abundancia. Y la catástrofe irremediable al precipitarse, no hacía sino multiplicar sus encantos. En los últimos días, el enfermo no hablaba sino con sus palabras, no veía sino con sus ojos. Su alma casa gota a gota en el ser de la amada, transfundíanse del pobre vaso de su cuerpo, en el magnífico vaso donde pusiera toda su vida para adorarla mejor, y así, lleno de languidez suprema, se extinguió una noche en un doloroso desprendimiento de corazón. Entonces comenzó para ella la más singular de las existencias. Primero, un estupor profundo, sobre el cual, a pesar de las protestas de su antigua conciencia, cada día más débil, flotaba una poderosa alegría, un fresco vigor de convalecencia que triunfa. Toda aquella vida varonil mezclada a la suya, sutil y refinada hasta entonces, le galopaba en el seno con intensos latidos. Los ritmos de su sangre se aceleraban; la bondad de su corazón se resolvía en generosidad, precipitándola con heroicos arranques hacia el abierto horizonte de sus sueños. Sentíase invadida por el alma nueva que había absorbido, agitada por la deliciosa confusión de sus sentimientos, de sus ideas con las del muerto amado, doble todavía en ciertos instantes, titubeando sus ideas entre el viejo amor ya indeciso, y el nuevo deliquio, vago aún, enredándose sus frases en infantiles balbuceos, cuyo final era el grito victorioso, el grito inmenso de amor,en el cual los dos seres confundidos se unificaban. Después, empezó la lucha, la resistencia desesperada para conservar oculto su increible secreto. Cuando volvió a la ciudad, la encontraron muy cambiada sus relaciones, pero callaron con prudencia, porque la vieron más hermosa. Ella comprendio en una ojeada toda la hostilidad encubierta por aquel silencio. Y se volvió impenetrable y altiva. La conciencia, equilibrada ya, resumía su dualismo turbador, en un desdeñoso poderío. Muchas veces, al notar una sonrisa calumniosa, una mirada de envidia, había experimentado impulsos parecidos, extraños impetus de bravura, que jamás llegaron a traducirse en actos, contenidos por una angustiosa excitación en que su femenino se manifestaba. El antiguo amor no existía ya, y por esto, la compenetración que antes fue deleite, era martirio espantoso. Desde hacía un año estaba sufriendo. Amaba a Adolfo, aborreciéndole al mismo tiempo. Había inmensos derrumbes en el fondo de su alma. Ella sabía que no hubiera podido amar a un hombre sin absorberle, dotada como estaba de aquel poder maldito que convertía a sus amantes en idiotas. Su vida era espantosamente completa, y aislada por lo tanto, sin otra comunicación posible que la envidia y el odio entre las mujeres y el degradante servilismo entre los hombres. Se moria de amor por su desgraciado amante, y al mismo tiempo le odiaba con las entrañas. Tenía celos de su propio amor, celos salvajes en conflicto con una pasión de fiera. La antigua enamorada surgía de la integridad de sus ansias avasalladora, pero contradicha por el otro, por el ser que ella misma ahora, pagando el delito de sus goces excesivos con ese suplicio de infierno, en que las iras de la posesión celosa neutralizaban las tempestades de su sexo. Su voz de entonaciones desiguales, que pasaban secamente de la vibración varonil a la dulzura femenina, bajó de pronto. Y en un cuchicheo de súplica pidió al enamorado que abandonara el jardín, que dejara desahogarse a solas ese extraño dolor, confesado con tan inauditos arrebatos. El, acostumbrado a obedecerla, y dominado más que nunca por su extraño influjo, se alejó en silencio, sintiendo empapadas sus manos por las lágrimas de aquellos ojos que no parecían hechos para llorar. Aconsejé largamente a mi amigo. Le pedí, casi le impuse, que se alejara. No creía, naturalmente, una palabra de la fantástica historia, lamentando solamente que ella aceptara, ce gado de amor hasta el punto de dejarse convencer por los desvarios de una histérica. Luché resuelta y ardorosamente, aunque dudaba mucho de la eficacia de mis razones, y el triste muchacho me abandono, tranquilizado al parecer. Como me lo temía, Adolfo volvió. Esta visita debía ser el desenlace de un drama. Sería dificil conjeturar lo que pasó entre los amantes. Ella, profundamente turbada por un acceso epiléptico del cual no ha vuelto, pudo declarar apenas lo que sigue: Su amor por Adolfo llegó a triunfar un instante, después del acostumbrado coloquio en el jardin. La frescura de los follajes, el rumor del viento, la serenidad de la tarde, apaciguaron momentáneamente su espíritu. Mi pobre amigo le pedía un beso que ella negaba a pesar suyo. Aquel instante de paz venció su repugnancia. Inclináronse su cabezas, sus labios se tocaron, y en el alma de la amante hubo una emergencia de estrellas. Mas el poder hostil que en ella se albergaba la invadió furioso como una racha de huracán. Una nube cubrió sus ojos. Lentamente, mientras bebía con los labios el supremo delicio, sus dedos buscaron el cuello del amante, llenos de felina perversidad, y en una crispación irresistible, le estrangularon.