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Laura Ortiz

Maestría en escritura creativa


Lectura del imaginario poético

Ellos y mi ser anónimo:


La construcción del yo poético en cinco poemas de Raúl Gómez Jattin

La figura de Raúl Gómez Jattin, ronda la memoria de Colombia como una especie de leyenda
trágica. Cuando pensamos en Raúl Gómez Jattin, un impulso cultural nos lleva a imaginarlo
descalzo, con mirada desorbitada, durmiendo en algún banco en el parque o tal vez recluso en
uno de los muchos manicomios que lo albergaron. Otras veces lo imaginamos caminando, el
sol despiadado de Cartagena lo alumbra, probablemente ha bebido, camina con un paso
zigzagueante y lleva sus poemas en papeles arrugados en los bolsillos. Esta imagen del Raúl
autor nos conmueve porque lleva el signo del artista atormentado por la enfermedad mental,
una larga lista de antecesores de este signo lo acompañan, desde José Asunción Silva hasta
Andrés Caicedo. Así la leyenda Gómez Jattin se tiñe de la estela del genio atormentando. Una
especie de poeta maldito del caribe.

Pensamos entonces que aquí en su biografía, yace el misterio de su poética y sin embargo
cuando leemos su obra, encontramos que el misterio de sus poemas se presenta autónomo. Más
allá de las claves biográficas, los poemas de Jattin construyen un yo poético, que es capaz de
sostenerse sólo desde el lenguaje. Un yo que se torna múltiple y contradictorio. La lengua en
la obra de Jattin es en apariencia la lengua sencilla del pueblo caribeño, sin embargo,
lentamente se construye en sus poemas un yo poético múltiple, que es al mismo tiempo central
y marginal. Esta multiplicidad del yo dinamita esta lengua sencilla, hasta tornarla en una lengua
compleja y propia. Así, en el presente ensayo, indagaré sobre la manera en la que ese yo se
enuncia en cinco poemas de la antología Amanecer en el Valle del Sinú (Fondo de cultura
económica 2007) también indagaré sobre la enunciación de las relaciones que este yo poético
establece con sus afectos y con la poesía como último acto sagrado y definitivo.

Este yo múltiple aparece en primer plano en el poema Ellos y mi ser anónimo, en el cual Jattin
nos trae un eco de Rimbaud. Sí en la carta del vidente el verso decía: Je est un autre, Jattin lo
desfigura hasta decir: Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos. Este yo poético que se despliega
anuncia la ruptura de una unidad y el desorden de esta unidad frente al universo. Los órdenes
del modernismo se trastocan. Sin embargo, Gómez Jattin le da varios giros al verso de
Rimbaud, el primero es nombrar el yo en tercera persona y con nombre propio. El verso no
dice Yo soy todos mis amigos, dice Raúl Gómez Jattin es (…) generando un bucle de sentido
en su interior. Allí en ese enunciado parece estar contenida la ruptura de Rimbaud, el verso
parece indicar que Raúl Gómez Jattín es otro, que no es el autor. Es una ficción contenida en
un nombre propio, que por casualidad coincide con el nombre del autor. Y va más allá al decir
que ese otro, ese tal Raúl, es varios: es sus amigos. Así, la desintegración no es solo al interior
de la subjetividad, si no que se trata de una desintegración en la comunidad y no en cualquier
comunidad, en la comunidad de los afectos.
“Ellos y mi ser anónimo

Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos


Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa
Cuando pasa todos son todos

Nadie soy yo Nadie soy yo”1

Sin embargo, este ser los afectos es efecto transitorio, como en el río de Heráclito ese Raúl
cuando pasa se transforma en “ninguno”. Ese otro Raúl se vacía y queda aislado. Los afectos
vuelven a ser ellos mismos y conforman un “todos” un “ellos”, una comunidad afuera. En ese
movimiento el yo poético es nadie. Es un nadie con mayúscula, la nada con nombre propio. Es
curioso que en ese vaciamiento Raúl pasa a ser nombrado como un yo. Nadie, es yo. Que podría
leerse como: soy nadie, soy pequeño, soy anónimo, soy aislado. O como la imposibilidad de
“ellos” de ser Raúl. Así, en una estrofa aparentemente sencilla, el poema nos desestabiliza la
unidad ontológica de la voz poética, pero también nos propone la tensión permanente del
desagarro emocional. La disolución del yo en sus amigos es algo que no puede permanecer, es
algo que se desbarata y genera una profunda grieta entre el yo vacío y los otros. El ejercicio
del amor como comunión y como aislamiento. En la segunda estrofa la pregunta por el ser y
los afectos continua:

“Por qué querrá esa gente mi persona



si Raúl no es nadie Pienso yo

Si es mi vida una reunión de ellos
que pasan por su centro y se llevan mi dolor”2

Aquí el yo poético se pregunta, por el por qué lo querrán si ese yo es nadie. Es curioso que el
verso pasa de llamar a esos otros amigos, para enunciarlos “esa gente”. Marcando así una vuelta

1 Gómez Jattin, Raúl. (2007). Amanecer en el Valle del Sinú. Bogotá: Fondo de Cultura Económica. Pág. 54.

2 Ibíd.
a la tensión afectiva. Aquellos que quieren a ese tal Raúl, son también desconocidos, gentes
sin nombre, ni rostro. Sin embargo, el verso que cierra la estrofa salta el abismo de esa
separación y los amigos se transforman en una multitud que a traviesa el centro del yo y se
llevan su dolor.

En estas dos estrofas podemos ver que este yo poético se mueve en un baile de comunión y
separación. Es un yo que no se reconoce como único, que se sabe doble y que puede abrirse
hasta el punto de dejar a sus afectos habitar en él, pero que al mismo tiempo enuncia un dolor,
una separación, un saberse vacío. Los otros, que pueden penetrar el centro de ese yo pueden
limpiar ese dolor. Así, en el amor, este yo poético parece encontrar un movimiento permanente
que es doloroso y placentero, inestable.

“Será porque los amo



Porque está repartido en ellos mi corazón

Así vive en ellos Raúl Gómez



Llorando riendo y en veces sonriendo
Siendo ellos y siendo a veces también yo”3

A la pregunta enunciada en la segunda estrofa la voz poética responde en la tercera estrofa con
una teoría: “esas gentes” quieren a ese nadie que es Raúl, porque el yo los ama y porque su
corazón habita en los otros. Así, no sólo el yo poético es tan flexible como para contener a la
comunidad, sino que también es divisible, un pedazo de ese yo habita en muchos. Es entonces
un yo elástico que contiene y un yo fragmentario que es contenido. Con el último verso el
poema recupera todos los juegos de sentido que ha instalado con la noción del yo, de este modo
esa ficción que es Raúl vive en los otros, ES los otros y de vez en cuando vuelve a replegarse
sobre un yo en el que vuelven a coincidir el nombre propio y el yo poético.

Este pequeño poema, que una lectura desprevenida parece una declaración un tanto ingenua y
edulcorada de amor fraternal, se nos revela en una lectura detenida como un manifiesto de un
yo poético que se rompe y se recompone, que se sostiene en una profunda contradicción. Hay
algo en este poema que nos puede remitir a una idea de Jesús, aquel que se sacrifica, que hace
de su cuerpo carne para el alimento de los otros, que se rompe y se recompone en el amor. Esta
leve reminiscencia a Jesús se nos aparece con fuerza en otro de sus poemas: El dios que Adora.
“El Dios que adora

3 Ibíd.
Soy un dios en mi pueblo y mi valle

No porque me adoren Sino porque yo lo hago
Porque me inclino ante quien me regala
 unas granadillas
o una sonrisa de su heredad
 O porque voy donde sus habitantes recios

a mendigar una moneda o una camisa y me la dan”4

Si nos detenemos en el título y en los primeros versos encontramos claramente la alusión a un


Dios que invierte su lugar de poder con respecto a los hombres, no se trata de un Dios al que
los hombres adoran, sino de un Dios que adora. Pero este adorar queda abierto. El yo poético
adora, sin un sujeto específico, como si adorar fuese un estado del ser de ese yo poético que se
enuncia. Además, en el salto del título al primer verso este Dios en mayúscula, pasa a ser un
dios en minúscula, como sugiriendo una caída. Este pequeño dios caído del segundo verso, no
rige el universo, es un dios local, de su pueblo y se valle. Y al ser dios local, se impregna este
yo divino de caribe y de pueblo. Se encarna así en un territorio y parece sugerir que se
humaniza, trayéndonos sutilmente el recuerdo del otro dios humano, Jesús.

En el tercer verso, el yo poético ya parece encarnado en una persona, en un alguien que se


inclina ante los otros cuando le regalan granadillas y sonrisas. Alimento y afecto. Este dios
local se inclina ante el otro, como un mendigo, pide también camisas y monedas. Así, el yo
poético es un dios trastocado, que conserva cierta superioridad frente a los habitantes “recios”
pero que es al mismo tiempo marginal y vagabundo.
“Porque vigilo el cielo con ojos de gavilán

y lo nombro en mis versos Porque soy solo

Porque dormí siete meses en una mecedora

y cinco en las aceras de una ciudad

Porque a la riqueza miro de perfil

mas no con odio Porque amo a quien ama

Porque sé cultivar naranjos y vegetales

aún en la canícula Porque tengo un compadre

a quien le bauticé todos los hijos y el matrimonio”5

La superioridad de este dios local que enuncia el yo poético, parece estar anclada en el vuelo,
el cielo, la mirada y la poesía. Así el yo pasa de mendigar camisas a habitar un espacio
semántico que se relaciona con lo que está arriba. Es un yo con ojos de gavilán, con alas, que
dirige la mirada al cielo y vigila. Así, la cacería de este yo-gavilán no es una cacería de seres
terrestres, es un estado de vigilancia del cielo. Una vigilancia que se traduce en versos, a través

4 Ibíd. Pág. 24
5 Ibíd.
del acto de nombrar. El yo-dios vuelve a ser poderoso, su poder radica en dar nombre a aquello
que vigila en el cielo; así como el Dios del génesis que “dijo: Sea la luz. Y hubo luz.” (Génesis
1:3).

Pero hay aquí una diferencia con este Dios católico, pues el yo poético no es una entidad más
anterior al cielo, es más bien una entidad intermedia con rasgos animales. Parecería ser
entonces un dios-gavilán que actúa como una especie de médium entre el cielo y el verso. Pero
inmediatamente a este vuelo, a estos versos aéreos, la voz poética dictamina: Porque soy solo,
generando un aislamiento. Esta ruptura inesperada en el sentido del poema, genera una
contradicción en su interior. Otra vez estamos frente a un yo poético que pareciera trascender
y al mismo tiempo es solo. No lo enuncia como un estado transitorio sino como un ser, ser
solo. Un yo poético que es al mismo tiempo integración y separación, en últimas,
desgarramiento.

En los versos que siguen, la voz poética sigue jugando con los opuestos, la mecedora y las
aceras de la ciudad acunan los meses de sueño. El yo poético entrega su vulnerabilidad a lo
acogedor y cálido, y también al desamparo y la dureza. La mecedora se aparece con ecos de
placidez caribeña, una silla que se mece, como los brazos de una madre en el arrullo. La siesta
de medio día bajo el calor, una onda de privilegio. Las aceras de las ciudades traen ecos de la
marginalidad, las hordas de pies indiferentes que pasan de largo, la dureza, el gris y el frío. Y,
sin embargo, este dios menor duerme por meses, rompiendo con la temporalidad “normal” de
los humanos, tanto en un extremo como en el otro. En estos versos sensoriales permanece un
misterio, por qué duerme este yo por siete y cinco meses. Qué clave cerrada hay en este sueño.
Es acaso un ritual, otro acto de mediación con el más allá, una renuncia al mundo. La
multiplicidad de sentido palpita en estos dos versos, como si pudiésemos ver al interior
enigmático de este yo poético y al mismo tiempo no viésemos nada decible. Lo vemos dormir.

El poema continúa, nos saca del sueño para hablarnos de la riqueza. Este salto al tema del
dinero, nos trae de nuevo un eco de Jesús: “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una
aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.” (Mateo 10:25). Pero de nuevo, el yo poético le
da un giro a la perspectiva cristiana, nuestro pequeño dios del poema no odia a la riqueza, pero
la mira de perfil. Sus ojos, antes de gavilán y luego dormidos, aparecen ahora como una mirada
oblicua. Un yo poético que puede observar la materialidad desde un nuevo ángulo, un espacio
intermedio, que no es de aceptación ni de odio. Justo después de la palabra odio, el yo poético
nos introduce su revés: el amor. Pero no es el amor incondicional de Jesús, es un amor
condicional e impersonal. “Porque amo a quien ama.” Sabemos que el yo poético ama a
alguien que ama, pero no sabemos a quién ama ese alguien. Se genera un bucle y amar se
vuelve un verbo infinito, sin destinatario, pura apertura.

A continuación, el yo-dios dice que sabe cultivar naranjos y verduras en la canícula. El naranjo
arrastra la noción del líquido refrescante en medio de la sequía. Es un yo-dios, que hace florecer
en los momentos de calor y poca agua. Es abundancia en un lugar desértico. Y sin embargo es
un dios que mendiga granadillas. El verso siguiente nos transforma a este yo mutable, de dios
a sacerdote. Ofrece ritos de iniciación a sus amigos. Bautiza, da nombre a los vínculos, al amor
romántico y a los vínculos filiales. Volvemos al eco de Jesús, recordamos la multiplicación de
los panes y los peces y a Jesús bendiciendo vínculos humanos. Pero justo después de estos
versos, el yo poético vuelve a subvertirse:
“Porque no soy bueno de una manera conocida
Porque no defendí al capital siendo abogado

 Porque amo los pájaros y la lluvia y su intemperie
que me lava el alma Porque nací en mayo

Porque sé dar una trompada al amigo ladrón
Porque mi madre me abandonó cuando precisamente
más la necesitaba Porque cuando estoy enfermo
voy al hospital de caridad Porque sobre todo

respeto sólo al que lo hace conmigo Al que trabaja
cada día un pan amargo y solitario y disputado
como estos versos míos que le robo a la muerte”6

Y como un puñetazo nos anuncia “no soy bueno de una manera conocida”. Nos presenta
entonces una divinad que no es ética o al menos no es ética de una manera conocida. Un yo
poético divino que no se enuncia como bondad es un yo contra-intuitivo, contrario a la moral,
a los acuerdos sociales. Un dios que se rige por una moral insondable que no es posible
conocer, tal vez porque no se manifiesta. Así, todo el discurso cristiano del amor se subvierte,
el amor no es bondad para nuestro yo poético, el amor es tensión, tal vez, desgarramiento.
Enormidad, pertenencia y aislamiento.

El siguiente verso vuelve a generar un choque de sentido, aquel yo poético que no es bueno,
pero no defiende al capital siendo abogado. Aquí vuelve a habitar la contradicción, separa esta
voz a la bondad del sacrificio. Ser abogado pareciera entonces un sinónimo del capital y un

6 Ibíd.
sinónimo del mal. El yo-dios renuncia a este mal, pero ya estamos advertidos que no hay en
este acto bondad. No la bondad conocida de Jesús que se sacrifica, hay otra cosa, innombrable,
que no es conocible. Hay ruptura con el orden social material y con el orden social moral. Hay
ruptura y divinidad humana. Hay intemperie y marginalidad trascendente. Hay amor a los
pájaros y a la lluvia, que están allá afuera, en las calles, en el margen social, en el margen
humano. Y también hay venganza o justicia, incluso con quien se ama. Este yo poético no
pondrá la otra mejilla como el hijo del Dios católico, este yo dios-menos sabrá dar una
trompada al amigo ladrón, defendiendo de manera paradójica el capital de alguien o de algo.

Separándose aún más de la idea de Jesús, a este yo poético su madre le abandona precisamente
en el momento que más la necesitaba. No hay aquí una virgen que acompaña al hijo de Dios
en su viacrucis, hay una madre que no estuvo. Hay un dios menor abandonado. Tal vez enfermo
en un hospital de caridad. Porque es un dios mortal, marginal y total. Y su divinidad tal vez
resida en el último verso, en robar poemas a la muerte. De este modo, el yo poético es un dios,
porque realiza un acto en contra de su propia mortalidad y también es un dios, porque es capaz
de ser más grande y más pequeño que los otros, simultáneamente. Este yo puede ser enorme y
diminuto porque al romper la relación con los órdenes sociales de la colombianidad
conservadora: el cristianismo y el capital, encuentra nuevos e insondables parámetros de
existencia y de enunciación. Y, sin embargo, este yo que se enuncia padece su propia
divinidad, su propia marginalidad y ahí reside algo profundamente conmovedor. La fragilidad
bella de un dios menor.

En el poema De lo que soy, el yo poético vuelve a desdoblarse. Este yo no es su cuerpo, es un


algo que vive adentro de un cuerpo envejecido. Hay una condena en ese estar adentro.
Pareciera a primera vista un desdoblamiento cristiano del binomio cuerpo - alma.

“De lo que soy


En este cuerpo
 en el cual la vida ya anochece

vivo yo

Vientre blando y cabeza calva
Pocos dientes
Y un adentro
como un condenado

Estoy adentro y estoy enamorado

y estoy viejo


Descifro mi dolor con la poesía



 y el resultado es especialmente doloroso
voces que anuncian: ahí vienen tus angustias
Voces quebradas: pasaron ya tus días
La poesía es la única compañera
acostúmbrate a sus cuchillos
que es la única”7

Pero al entrar la segunda estrofa comprendemos que ese yo poético se complejiza con el hacer
“descifrador” de la poesía. Este acto de descifrar el dolor, no aclara su significado, sino que lo
vuelve múltiple. El dolor transmuta en múltiples voces que anuncian la cercanía de la muerte.
¿De quién son estás voces? ¿Son acaso las voces múltiples de los yoes poéticos? ¿O son las
voces de la poesía? ¿Hay acaso diferencia entre yo poético y poesía? Pareciera que el yo poético
se desdobla en poesía, en un ser femenino que será la única compañera de este yo. Así la voz
poética y poema son una unidad que se acompaña y se atormenta. El yo poético parece entrever
o exponer que sólo existe en el lenguaje. No es un cuerpo, es un cuerpo poético, que, en un
acto ritual de sacrificio, una voz de la muerte.

En el poema Amarrado el yo poético continua con la evocación de la condena y el encierro y


su relación con la palabra. Sueña el analfabetismo como posible libertad y la rechaza. Escoge
voluntariamente el padecimiento de la palabra y relaciona la palabra con el pensamiento, con
el cielo y el espíritu.
“Amarrado
¿Quién fuera otro libre

pero analfabeto? no

y no lo quiero

Prefiero padecer con las palabras
padecer pensando
a estar amarrado a un placer
sin el cielo del espíritu.”8

Así, el mundo espiritual en los poemas de Jattin parece referir al mundo del lenguaje y la
creación poética, es la manera de alcanzar este cielo. Sólo a través de la condena y el sacrificio
de la poesía, el yo encuentra una trascendencia. Vuelve un eco del cristianismo, Jesús en la
cruz da su vida por la humanidad. Aquí el yo poético, amarrado a la palabra, se sacrifica por sí
mismo, por su enunciación dolorosa en la poesía.

7 Ibíd. Pág. 106.


8 Ibíd. Pág. 154
A lo largo de estos cinco poemas podemos trazar un hilo conductor, hay una poética común en
estos poemas de Jattin. Se trata de una poética donde el yo habita el poema en una permanente
tensión entre la trascendencia y la soledad. Esta tensión no se resuelve con el poema, ni en el
poema. Tan solo se desnuda. Y es en esta tensión que quedamos suspendidos como lectores,
sintiendo la belleza y la tristeza en simultaneo. Podemos sentir una comunión con el universo
del poema y al mismo tiempo sentir su profunda soledad. Somos así, mientras lo leemos, un
tal Raúl Gómez Jattin, que sin embargo es Nadie.

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