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I- Introducción
El presente trabajo1 parte de la siguiente hipótesis: La desopilante novela de George
Orwell, “Rebelión en la granja” (1945) que describe satíricamente los destinos de la
revolución rusa desde el triunfo del stalinismo, encuentra una multiplicidad de espacios de
existencia en el presente, en los cuales aquella perla negra de la historia se ha cosechado
gracias a convicciones y militancias irrenunciables. Pero, al mismo tiempo, es una ficción
que provoca una experiencia inédita en el lector, en la cual lectura y escritura se comportan
como armas capaces desatar un combate en el dominio de la política que hoy nos toca.
Tal como lo que recupera Álvarez Yagüez (2017) en uno de los tantos artículos
que conmemoran el primer centenario de la revolución rusa, cabe considerar que “todas
las revoluciones del siglo XX fueron influidas de un modo u otro por ella, incluida la
sandinista en la Nicaragua de 1979, solo cabe exceptuar la revolución iraní de ese mismo
año, encabezada por los ayatolás.” Y si bien “varias generaciones vivientes somos hijos de
la revolución”, desde la francesa de 1789 hasta la revolución rusa, se pregunta el autor
también, “si eso, como cree Hobsbawm, tuvo su fin con ese siglo, allá por 1989, o aún
puede ser de algún modo motivo viviente.”
Si se entiende por revolución la destrucción radical de las instituciones del pasado y
la constitución inmediata de un nuevo cuerpo legal e institucional, el mundo occidental,
influido en el siglo XX por los efectos incuestionables de la revolución rusa, lejos de
aspirar a un destino insurrecto -a cien años de distancia y dándole la vuelta al mapa-
traduce al presente, aún, sus feroces efectos. Entre los cuales se ha establecido una
1
Derivado de la conjunción de dos investigaciones en curso, PID1PSI400: Diversidad de violencias. Lecturas
desde Foucault, Dirección de la Dra. Elsa Emmanuele y PID1PSI393, Experiencia y práctica de la escritura en
psicología y psicoanálisis, Dirección de la Dra. Ivonne Laus, radicados ambos en la Facultad de Psicología,
UNR.
invariante: la construcción del enemigo. Se trata, pues, de una existencia a priori que
constituye precisamente la condición de posibilidad y de sostenimiento de la rebelión.
El marco de surgimiento de cualquier intento de revolución se caracteriza entonces
por la extrema adversidad política que funciona como condición de posibilidad de la
revuelta. Pero, como dirá Orwell en 1984, unos años después de la publicación de la obra
que inspira el presente escrito, “nadie instala una dictadura para salvaguardar una
revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura” (Orwell, 2015,
p.278), aún de la alegría.
Van Heijenoort se pregunta, perplejo, cuando ya todo es inútil, cuando ya no hay nada que
hacer, cómo no se dieron cuenta del mal francés del asesino, que se hizo pasar por belga
siendo en verdad español: “¿Cómo pudo no ser sensible (Rosmer) a la manera de hablar de
Mercader?”. Con lo cual el círculo se cierra. Ya no hay dos saberes ajenos: el de la lengua
y el del custodio. Para ser buenos custodios habrían debido ser más perspicaces también en
cuanto a la lengua. Entre el traductor y el guardaespaldas ya no hay paradoja alguna.
(Kohan, 2017, p.66).
Quien sabe por qué George Orwell no destinó detalles en su Rebelión en la granja
al destino final de León Trotski, asesinado apenas tres años antes de la publicación de su
novela. Quién sabe por qué no hay un cerdo Lenin que complete la historia de la revuelta.
Quién sabe porqué no hubo un animal representando al secretario y guardaespaldas Van
Heijenoort, que tras alejarse unos cuantos meses del Viejo lee la contundencia de su muerte
en un periódico. Tampoco han jugado en la Granja las jóvenes y escribientes secretarias.
De haber estado estos personajes representados entre esas páginas, quizás se hubiera
tratado de pájaros.
Lo cierto es que el internacionalismo de Trotski, quien paradójicamente terminaría
su vida exiliado lejísimos de la URSS, juega la trampa de la lengua y a la lengua, tal como
lo mencionaba Barthes. Al revolucionario ruso, al escritor, lo asesina un español, en
México, hablándole en francés. Trotski, asesinado, pero condenado de todos modos en el
país de Stalin. Mercader, su asesino, preso y condecorado luego por el mismo dictador. En
España también Orwell prestó servicios en el ejército rojo, y fue allí donde conoció desde
dentro el socialismo soviético.
Las tramas que enlazan la literatura con la política en su sesgo revolucionario
denotan, en Orwell, el corte que la escritura produce en los personajes, tan ficticios como
reales. “Bola de Nieve (que era quien mejor escribía)”, adjudica de entrada Orwell a quien
representa en su novela al revolucionario que llegará a decir alguna vez desde el exilio
“soy un hombre armado con un bolígrafo”.
“¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches
en el libro de Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector
del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet?” se pregunta Borges, y allí mismo responde:
Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción
pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser
ficticios. En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que
todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben.
(Borges, 2002, p.79).
Si Cervantes en su Quijote hace a su criatura volcarse a una lucha contra los
molinos de viento, y los molinos de viento entonces son la locura que conjura al autor y su
personaje; Orwell, temporalmente más cerca de nosotros, hace de la construcción de un
molino de viento la locura de la revolución rusa. Y a la vez, piedra de toque y germen
interno de la disputa.
“¿Qué pasaría, por ejemplo si hubierais decidido apoyar a Bola de Nieve y su
estupidez sobre los molinos de viento, a Bola de Nieve, que, como ahora sabemos, no es
más que un criminal?” pregunta a sus camaradas el cerdo de mayor confianza de
Napoleón, y alguien replica “-Luchó con valentía en la Batalla del Establo de las Vacas”.
“-La valentía no basta –arremete obstinadamente el cerdo -. La lealtad y la obediencia son
más importantes”. (p.63).
Orwell, nuestro escritor, no lo escribe. Ni Trotski, ni Lenin ni Gramsci que tan bien
se valieron de las palabras. Ni figura tampoco en ninguno de los mandamientos de la pared
del establo según su versión final. Qué habría sucedido entonces si el líder de la revolución
socialista, en lugar de Napoleón, hubiera sido Bola de Nieve. ¿Hubiese existido finalmente
–al decir de Martín Kohan- un hombre de palabras allí donde antes hubo un hombre de
acción? O más aún ¿hubiese habido palabras?
¿Es estrictamente ficcional la ocurrencia de hacer hablar, en nombre de la
revolución soviética, a los cerdos? La respuesta, cualquiera sea, sólo podría argumentarse a
partir del instante en que uno queda detenido, como estaqueado, cuando la novela cuenta
su final…
Y en la transformación que hacen los cerdos, se podrían reconocer las mil y una
caras de la política. Es precisamente en el avanzado estado de rebelión que narra la novela,
que se produce una especie de metamorfosis kafkeana invertida, a partir de la cual se fija la
insoportable identidad. Hay una equivalencia escalofriante entre el revolucionario –
estalinista- y su enemigo, una mismidad que se construye por exacerbación de la
diferencia. Y una diferencia que se erige en un pie ominoso de igualdad. “Todos los
animales son iguales. Pero algunos son más iguales que otros”. Principio que no sólo se
entorpece a sí mismo, sino que indica que en la otredad de las cosas, todo puede ser igual.
¿Para qué –y para quiénes- entonces la rebelión?
Reaparece aquí una táctica, a la vez política e ideológica, del stalinismo que consiste en
tener siempre un solo adversario. Sobre todo cuando se lucha en varios frentes a la vez: hay
que actuar como si la batalla se librase contra un solo y único adversario. Hay mil diablos,
decía la Iglesia, pero un solo Príncipe de las Tinieblas. Y lo mismo hacen ellos. Esto
produjo, por ejemplo, el socialfascismo en un momento en que había que luchar contra el
fascismo y simultáneamente se pretendía atacar a la socialdemocracia. Más tarde se inventó
la categoría del hitlerotrotskismo. O la de titismo, como invariante de todos los adversarios
posibles. Hoy el procedimiento continúa siendo el mismo. Se trata, en el fondo, de un
procedimiento judicial que ha desempeñado un papel muy preciso en varios procesos: tanto
en los de Moscú como en los de las democracias populares de la postguerra. (Foucault,
1993, pp.250-251).
Estos títulos son siete. Cuatro de ellos se presentan como diferencias vinculadas al
nacimiento: mandan naturalmente aquellos que nacieron antes o de mejor cuna (…).
Siguen otros dos principios que también atañen a la naturaleza cuando no al nacimiento. En
primer lugar la “ley de la naturaleza” celebrada por Píndaro, el poder de los más fuertes
sobre los menos fuertes. Título que se presta sin dudas a la controversia: ¿cómo definir al
más fuerte? El Gorgia (…) concluía que sólo se podía entender bien ese poder si se lo
identificaba con la virtud de los que saben. Este es, precisamente, el sexto título aquí
enumerado: (…) la autoridad de los sabios sobre los ignorantes (…) Los primeros fundan el
orden del Estado en la ley de filiación. Los segundos demandan un principio superior para
este orden: que gobierne no el que nació antes o el de mejor cuna, sino simplemente el que
es mejor. Aquí es donde empieza efectivamente la política (2012, pp.61-62).
Pero ¿qué hay que saber para gobernar? Hay que saber representar, para construir
así hegemónicamente la verdad. También, conocer la verdad sobre sí mismo para saber
representar. La creencia entonces es el sostén fundacional y esencial de la política
gubernamental. Crear una verdad para hacer creencia en ella por medio del sentido.
“Creerse remite a la dialéctica del ser, cuyo corazón es ‘el desconocimiento esencial de la
locura’” (Muñoz, 2014, p.85). Que para Hegel tiene una fórmula general:
El loco busca imponer la ley de su corazón en el desorden del mundo pero a costa del
desconocimiento de la implicación de su ser en ese desorden. No reconoce que las
imágenes que la persiguen son reflejo de su ideal (…) Fórmula con la que, según Lacan,
Hegel también aclara el problema del revolucionario, el que “no reconoce sus ideales en el
resultado de sus actos”. (Muñoz, 2014, p.86).