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Los seres humanos lo somos porque, junto a nuestra biología, nos desenvolvemos en un
desarrollo social que tiene en el afecto del otro y en la comunicación sus generadores de
cambio y de adaptación al medio. La cooperación y la ayuda han sido las claves del progreso
de esta especie que seguramente bajó de los árboles y pudo enfrentarse a un mundo
natural difícil porque dispone de una inteligencia efectiva y social superior a la del resto de
los primates.
Todo conflicto entre humanos tiene una vía dialogada y negociadora de arreglo, pero para
ello hay que aprender que el otro es un semejante con el que la cooperación es más
fructífera que la confrontación violenta. La violencia tiene lugar cuando, en una
confrontación de intereses, uno de los protagonistas tira por la calle del medio, se coloca
en un lugar de dominio y prepotencia, dejando al otro en un lugar de impotencia, obligándole
a la sumisión y procurando su indefensión. El esquema psicológico de la violencia es un
pervertido modelo de dominio-sumisión.
Desde los inocentes juegos infantiles a los complejos juegos de rol de los adolescentes, la
mente, las actitudes y los comportamientos, en el microsistema de los iguales, no son sólo
individuales, sino sociales y compartidos. Los chicos y chicas entre sí componen un ámbito
de la vida psicológica y moral que ahora parece empezar a hacerse visible a la opinión
pública, pero que hasta hace muy pocos años no lo era.
Son muchos los elementos sobre los que hay que reflexionar, pero no habría que desdeñar
que hemos pasado de una escuela academicista, que segregaba y expulsaba de las aulas,
mediante el suspenso, a muchos chicos y chicas que no se adaptaban a las rígidas lecciones
sobre contenidos dirigidos a aquellas mentes que estaban en condiciones de recibirlas.
Alumnos que sabían que esa y otras lecciones les llevarían a ser socialmente integrados,
cumpliendo así expectativas e ilusiones puestas en él y ella. Un sistema instructivo
coherente con un sistema de ideales que prometían al joven una vida digna y socialmente
estimulante (evidentemente, a esta altura, la escuela ya había segregado a otras instancias
menos refinadas de espíritu a todo aquel que no podía seguir tan exquisita lección); así pues
nuestros institutos eran lugares tranquilos e intelectualmente estimulantes. Si ahora
pueden llegar a no serlo, deberíamos preguntarnos, además de por los contenidos y métodos
de la enseñanza, por las metas finales que éstos ofrecen a los jóvenes.
Estudiar es duro, lo sabemos todos los que hacemos de esto un trabajo diario. Además, se
estudia para algo. El logro, no necesariamente material, pero al menos visualizado como algo
bueno venidero, estimula el proceso de aprendizaje si éste incide, aunque sea
indirectamente, en el proyecto vital del aprendiz. Pero para ello debe existir una cierta
coherencia entre la tarea y la recompensa. El escolar debe creer en su futuro y en el de sus
iguales, para que su autoestima personal estimule su aprendizaje y acepte una enseñanza
que le garantice, al menos en alguna medida, que lo que hace será, alguna vez, bueno para él
y ella. Mi pregunta es: ¿estamos dándoles a los jóvenes esperanza e ilusión para que crean
en ellos / as, y por tanto, se esfuercen?, ¿Cómo hacer para que el joven atribuya sentido y
significado a lo que hace allí?, ¿Hemos dicho, de alguna forma, a nuestros jóvenes, que lo
que se hace en la escuela tiene mucho que ver con lo que será luego importante?, ¿Lo tiene?
Porque a la escuela obligatoria se va a estudiar y a vivir con los que después serán vecinos,
amigos, compañeros de trabajo, o simplemente ciudadanos como nosotros. En la escuela se
pasa mucho tiempo, durante el que hay que vivir bien, respetando y siendo respetado, para
aprender a vivir digna y democráticamente; es decir, afrontando la vida personal y los
conflictos sociales, respetando las reglas de un juego democrático, que nos coloca frente a
los demás como iguales en derechos y deberes. Pero, ¿Qué sabemos de la vida en el colegio
y en el instituto?; ¿con qué códigos, hábitos, convenciones y pautas de relaciones conviven
nuestros escolares?
Decía Dewey que el alimento de la democracia, como sistema político basado en el Estado
de Derecho, es el ejercicio de la convivencia democrática en la escuela comprensiva, que es
una escuela de todos / as y para todos / as. La violencia es, en sentido estricto, el
comportamiento más antidemocrático de todos, porque supone la coerción, el abuso y el
dominio prepotente de uno sobre otro. En la escuela obligatoria surgen y surgirán siempre
conflictos, ¿estamos educando a nuestros escolares para enfrentarse a ellos de forma
negociada, solidaria, justa y democrática? La respuesta debemos darla todos, no sólo los
docentes, que también. Si por ignorancia, o dejadez permitimos que se eleve la presencia de
fenómenos de violencia en nuestras escuelas, estaremos poniendo en riesgo los valores de
nuestra joven democracia y acercándonos al siniestro panorama del totalitarismo, el
fundamentalismo, la xenofobia y el racismo, que vemos como nube amenazadora en algunos
lugares no muy lejanos.