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Pedro Joaquín Chamorro

Estirpe Sangrienta:
Los Somoza
Estirpe Sangrienta: Los Somoza
Portada: Pintura al óleo de Pedro Joaquín Chamorro. “El primer batallón”, 1955
Primera edición: México, 1957

Managua, Nicaragua. Octubre de 2018


Edición electrónica: Confidencial | Coleccionables
Diseño: Juan García Z. / Confidencial

Este libro forma parte de la serie Coleccionables, de la revista Confidencial, basado en


la quinta edición del libro publicada en 2001 por la Fundación Violeta Barrios de
Chamorro, en Managua, Nicaragua.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Índice
El libro de PJCH sobre la dictadura dinástica
del siglo XX, por Carlos F. Chamorro 5
Introducción, por Arturo J. Cruz 7
Prólogo de Gregorio Selser 10
Prólogo de Pedro Joaquín Chamorro C. 19
Capítulo I: San Carlos del Río 21
Capítulo II: A media noche 24
Capítulo III: En el “galillo” 30
Capítulo IV: Segundo interrogatorio 35
Capítulo V: Testigo presencial 40
Capítulo VI: Cuando él murió 45
Capítulo VII: Pasado y futuro 51
Capítulo VIII: En el atrio de Caifás 57
Capítulo IX: En el cuarto de costura 61
Capítulo X: En el jardín de los leones 71
Capítulo XI: El pozo, y lo demás 78
Capítulo XII: La primera vez 82
Capítulo XIII: Mi confesión 86
Capítulo XIV: Humillación y vida 91
Capítulo XV: El Primer Batallón 96
Capítulo XVI: Días mejores 101
Capítulo XVII: Los demás 106
Capítulo XVIII: El periodista 113
Capítulo XIX: La audiencia 119
Capítulo XX: La eficacia diabólica 124
Capítulo XXI: El doctor Lacayo Farfán 129
Capítulo XXII: El proceso 137
Capítulo XXIII: Damas vs. prostitutas 140
Capítulo XXIV: El expediente 145
Capítulo XXV: Frente a la muerte 153
Capítulo XXVI: La cuna del poder 157
Capítulo XXVII: Batalla por la verdad 162
Capítulo XXVIII: Los delincuentes 167
Capítulo XXIX: “Realito” juez 173
Capítulo XXX: Grandes y pequeños dramas 178
Capítulo XXXI: El veredicto 184
Capítulo XXXII: Transición a la Dinastía 189
Capítulo XXXIII: De noche y en el río 196
Capítulo XXXIV: Al otro lado del río 203
Capítulo XXXV: La lucha por el futuro 207

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Confidencial publica Estirpe Sangrienta: Los Somoza, de Pedro J. Chamorro

El libro de PJCH sobre la


dictadura dinástica del siglo XX
Carlos F. Chamorro

U na noche de 1970 en mis años de adolescencia, husmeando en los estantes de la


biblioteca de mi padre en mi casa en Las Palmas, descubrí el libro Estirpe San-
grienta: Los Somoza.
El título me resultaba familiar por algunas conversaciones que había escuchado en
las tertulias de mi padre, pero hasta ese momento no sabía, o no entendía, que se tra-
taba de un libro escrito por él sobre la dictadura dinástica del siglo pasado.
Conocía que mi papá, periodista y luchador político antisomocista, había estado pre-
so, desterrado y exiliado, pero en nuestra casa nunca nos habló explícitamente de
su libro, ni de las torturas que él y sus compañeros padecieron en las cárceles de la
Loma de Tiscapa, durante los días y noches de terror después de la muerte de Anas-
tasio Somoza García.
Todo estaba contado de forma detallada y desgarradora en ese libro testimonial. Un
relato capaz de conmover a cualquier nicaragüense con un mínimo sentido de patrio-
tismo, pero aún más a un hijo confrontado con el dolor y el sufrimiento de su padre,
que también es un ciudadano aferrado a sus convicciones de libertad, democracia y
justicia social.
Leí Estirpe Sangrienta de un tirón con una emoción irrepetible, y descubrí en el tes-
timonio de mi padre a un auténtico cristiano, comprometido con la liberación de su
patria, que predica y convence con el ejemplo. Desde entonces me embargó hacia él
un sentimiento de complicidad, más allá del afecto incondicional que compartíamos.
Ilusamente, me prometí a mí mismo protegerlo para que nunca le pasara nada, pero
no le pude cumplir el 10 de enero de 1978.
Así comienza mi historia personal con Estirpe Sangrienta  y estoy seguro de que
todo mundo tiene algo que contar sobre este texto, frente al que nadie ha quedado
indiferente. Las escasas copias del libro que circularon de mano en mano antes de
1978, lo convirtieron en un texto fundacional de la conciencia patriótica de varias
generaciones de nicaragüenses, que por distintas vías confluyeron en la lucha contra
la dictadura somocista.
El libro se publicó por primera vez en México en 1957, y desde entonces ha tenido
por lo menos seis ediciones en México, Buenos Aires, y Managua.
En su prólogo original, mi padre escribió: “Todo lo escrito en las páginas del presen-
te libro, es cierto; absolutamente cierto; y el propósito de su autor ha sido narrarlo
con la mayor sencillez posible, y sin exageraciones de ninguna clase”.

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“Su contenido está enmarcado en la cronología de una prisión, que sufrió un hombre
a quien tomaron preso el 21 de septiembre de 1956 en una casa de la Colonia Mán-
tica, Managua, capital de Nicaragua”.
“Lo detuvieron como a tantos otros, y, como ellos también vivió en las cárceles de la
familia Somoza, mucho tiempo, y fue objeto de métodos brutales”.
“Presenció y sufrió torturas, conoció a prisioneros que fueron luego asesinados, vi-
vió un juicio histórico que por su formación y desarrollo merece ser calificado como
el más negro error judicial americano de nuestra época, y ahora narra su experien-
cia, con la intención de divulgarla en beneficio de quienes luchan contra la tiranía
en Nicaragua, y en otros pueblos de América”.
“También desea que sirva para explicar a los hijos de los que han muerto asesinados
por los Somoza, el porqué del sacrificio de sus padres”.
Por la contundencia y autenticidad de su testimonio, su valor histórico, y calidad
literaria, Estirpe Sangrienta ha sido considerado como uno de los libros más impor-
tantes del siglo XX en Nicaragua y, además, como un texto pionero del periodismo
narrativo en América Latina.
Los nicaragüenses estamos obligados a aprender de las lecciones funestas de nues-
tro pasado, y sobre todo a honrar la memoria de aquellos que, como Pedro Joaquín
Chamorro, con su sacrificio hace 40 años, abrieron el camino de la libertad que hoy
el poder autoritario intenta arrebatarnos.
Por ello, cuando nos encontramos en los albores de una nueva dictadura dinástica que
se pretende instaurar en Nicaragua, en Confidencial nos parece pertinente publicar
una nueva edición de Estirpe Sangrienta, un texto de renovada vigencia y actualidad
en Nicaragua 2018, ahora como una serie en formato digital.
Esperamos que este nuevo formato de difusión masiva de Estirpe Sangrienta, resul-
tará accesible para todos los que nacieron después de 1979, y en particular después
de 1990. Queremos convocar a los adultos jóvenes y jóvenes millenials que nave-
gan a sus anchas en el mundo digital, a sumarse a esta conversación nacional sobre
nuestro pasado reciente, para dilucidar los caminos para que “Nicaragua vuelva a ser
República”. Y tengo la convicción de que en este libro escrito hace más de 60 años,
encontrarán algunas de las razones fundamentales para reflexionar sobre lo que sig-
nifica una nueva dictadura dinástica en el siglo XXI y, ojalá también, la inspiración
para dar el siguiente paso.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Introducción
Arturo Cruz Porras*

E sta nueva edición de la obra testimonial del doctor Pedro Joaquín Chamorro-Car-
denal —Estirpe Sangrienta: Los Somoza— viene a ser propicia en nuestro de-
bate público del tema cívico fundamental para institucionalizar una democracia fun-
cional. Ella forma parte del rico legado del pensamiento de un periodista prócer.
Estirpe Sangrienta es un libro extraordinario que 42 años después de su primera
publicación (1957), siempre es de rigor consultarlo como fuente primaria para lle-
gar a la síntesis en que debe concluir el análisis objetivo de la historia nacional. Y
su lectura es absorbente. Los jóvenes que aman a Nicaragua, al leerlo, comprueban
que el Doctor Chamorro- Cardenal ofrendó su vida por elevados principios. Con su
máquina de escribir, Pedro Joaquín (así le llamaba su pueblo) fue avanzada genera-
cional de los ciudadanos que hoy se sientan frente a una computadora para demandar
dignidad nacional, libertades individuales, justicia social, pluralismo, transparencia.
Un eco de vigencia imperecedera nos trae hasta el presente el grito de protesta de
Pedro Joaquín: “¡Para que Nicaragua vuelva a ser República!”
El autor de Estirpe Sangrienta era un joven patriota. Así fue: apenas salía de la ado-
lescencia cuando ya era dirigente universitario en la generación del 44; y, acababa
de entrar a la edad madura aquel terrible 10 de enero de 1978 en que balas asesinas
segaron su existencia física.
A los 29 años de edad y recién casado, fue la rebelión de abril de 1954. Siendo un
muchacho de 31 años sufrió, en 1956, tortura en la cárcel y una injusta, ridícula,
condena “por no informar a las autoridades que él sabía que una rebelión contra el
gobierno de Nicaragua estaba por ocurrir”. Un tribunal circense emitió ese adefesio
jurídico, con el deliberado propósito de “comprometerlo” a como diera lugar en el
magnicidio del general Anastasio Somoza-García. (Monstruosa injusticia porque na-
die mejor que sus adversarios sabían que Pedro Joaquín, cristiano de convicción, era
firmemente opuesto aun al tiranicidio). Tenía Pedro Joaquín 35 años de edad cuando
encabezó la insurgencia de Olama y Mollejones, en 1959; y, un poco más de cuarenta
al ser encarcelado, otra vez, por dirigir una protesta multitudinaria en enero de 1967.
Pedro Joaquín debía mucho de su hidalguía a la herencia de sus antepasados que, en
el siglo XIX, siendo patricios por cuna, fueron patriotas de vocación.
Uno de los “Grandes y Pequeños Dramas” que el escritor y periodista presenta en
el capítulo XXX de Estirpe Sangrienta es: La Niña de Tito. La inclusión de esta
anécdota escrita con cariño y reflexión resultó ser, anticipadamente, digno prólogo
de una conmovedora historia de sacrificio personal. En 1955, una muchachita de
seis años, acompaña a su mamita a visitar a su papá que se encuentra detenido en el
cuartel Campo de Marte. La pequeña rehúsa aceptar una pelota de hule rotulada con
la propaganda “Viva Somoza” que le ofrece el comandante del presidio, expresando
ella su repudio infantil: “No, no quiero a Somoza porque es malo”. Enfurecido, quien
confunde servilismo por lealtad, le contesta: “el malo es tu papá”. Veinte años más

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tarde (1977), Claudia Chamorro, ahora una bella y noble rebelde, cae en la montaña
combatiendo por sus ideales.
Doña Violeta Barrios de Chamorro, esposa y compañera de causa de Pedro Joaquín,
dignificó su memoria poniendo en acción los principios democráticos de él, al darnos
una Presidencia renovadora que reafirmó que Nicaragua es una república que debe
estar siempre regida por un Estado de Derecho.
Estirpe Sangrienta está lleno de situaciones dolorosas y de pasajes tiernos. El autor
imprime en su manuscrito el sello de sus destrezas de conversador ameno: narración
cautivadora aderezada con humor punzante.
Desmenuza el proceder inhumano, combinación de brutalidad con sutileza, del tortu-
rador para arrancarle a su víctima la declaración que su amo le ha ordenado obtener.
Pedro Joaquín, sin embargo, va más allá de una narración comentada de la grotesca
violación de sus derechos humanos a que en 1956 son sometidos, él y sus compa-
ñeros de infortunio. Más bien, cubre los veinte años de poder absoluto de Anastasio
Somoza—García en todas sus facetas. Esas dos décadas representaron la primera
etapa del régimen dinástico que este estableció y que sus herederos prolongarían por
casi un cuarto de siglo. El escritor sigue un calendario que toma en cuenta el pasado
y se adelanta al futuro.
Con este libro, Pedro Joaquín nos obliga a reflexionar en cómo civilizar nuestra pri-
mitiva cultura política. Expone para el juicio de la posteridad al hombre que asalta
el poder para constituirse en dueño del país: corrompe las instituciones del Estado
para mantenerse como tal; y, lo deja en herencia a sus hijos porque lo ha convertido
en su finca.
Pedro Joaquín nunca se desconsoló, al contrario, murió confiando en una genera-
ción política impulsada por fuerzas republicanas siempre en marcha. En el capítulo
XXXV “La Lucha del Futuro” plantea la importancia de la vida institucional, el
imperio del derecho y las reformas pertinentes para alcanzar valores morales y un
sentimiento social que reivindique a los humildes los derechos que les corresponden.
Pedro Joaquín fustiga la vileza de los esbirros. Pero, hombre cabal, agradece la com-
pasión con los prisioneros mostrada por algunos oficiales y clases responsables de su
custodia. Es más, absuelve de toda culpa a los soldados rasos, humildes nicaragüen-
ses, que cuando están lejos de la vista y oído de sus superiores tienen frases de apoyo
tácito para los cautivos:
–Lo siento doctor. Esto es demasiado.
Estirpe Sangrienta es una pieza literaria y didáctica de condena a la injusticia. El
texto de doscientas cincuenta páginas ha sido redactado en lenguaje simple en su ele-
gancia; y, observando una secuencia ordenada, lo cual captura la atención del lector
sobre un tema de profundo impacto. Los jóvenes estudiosos encontrarán provechoso
el contenido, el estilo y la intención. El progreso político que hemos logrado a partir
de 1990 es sustancial. El sistema político empieza a autodepurarse. Ahora los votos
cuentan, no los yataganes. Todavía hay vivos, de aquellos que han arruinado a Ni-
caragua en el pasado, quienes se meten en la letra de la ley para violar su espíritu.
Como contrapartida, tenemos a, quienes emulando a Pedro Joaquín Chamorro-Car-
denal, son periodistas limpios. Ellos triunfarán: pondrán fin a la corrupción y harán

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

prevalecer la justicia.
El drama de Estirpe Sangrienta tiene el trasfondo de la confrontación de dos jóvenes,
ambos poderosos. Ellos son los nicaragüenses más importantes de su tiempo. A uno
de ellos le sobran armas, dinero y aduladores. Sin embargo, anhela tener algo de que
él carece por las circunstancias a las que ha estado expuesto desde su infancia y que
el otro posee en abundancia: autoridad moral.
Noviembre 16, 2000

*Texto introductorio a la quinta edición de Estirpe Sangrienta, publicada en 2001


por la Fundación Violeta Barrios de Chamorro. Arturo Cruz Porras (1923 – 2013)
fue un opositor a la dictadura de Somoza, amigo personal y compañero de Pedro
Joaquín Chamorro. Economista y funcionario del BID, fue miembro del Grupo de
los Doce, y después del triunfo de la revolución en 1979, fungió como presidente del
Banco Central y miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. En
1984 formó parte del liderazgo de la oposición cívica y a mediados de los años 80
perteneció al directorio de la contrarrevolución.

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Prólogo de Gregorio Selser
Gregorio Selser*

PEDRO JOAQUÍN CHAMORRO CARDENAL


20 AÑOS DESPUÉS

H ace casi veinte años, hacia fines de 1958, en Buenos Aires, mi entrañable amigo
Germán Gaitán, puso en mis manos Estirpe Sangrienta: Los Somoza. Fue también
él quien hizo todo —y más— para que una editora argentina reimprimiera la obra y
llevara como prólogo algunas anotaciones y observaciones que me sugirió su lectura.
Recuerdo que en un principio fui muy renuente. Ya estaba entablada la lucha frontal
contra una de las expresiones más visibles de la obra desintegradora que el imperio
desarrollaba en nuestra América, la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), or-
ganización a la que los militantes de mi generación denunciábamos permanente y
vehementemente.
Prologar a un miembro conspicuo de la SIP me pareció poco congruente con mi po-
sición; pero Gaitán me convenció con dos argumentos decisivos: el primero, que mis
críticas a esa entidad, no sufrirían censura, y el segundo, lo mucho que importaba
que alguien apellidado Chamorro se expresara respecto de Augusto C. Sandino con
el respeto con que lo hacía Pedro Joaquín. Si este podía sobreponerse a prejuicios y
estereotipos, ¿por qué no me ubicaba yo con análoga actitud de distante objetividad
frente a la obra, es decir, el libro, y la juzgaba y comentaba por sus contenidos antes
que reservas que pudiese inspirarme un apellido?
También recuerdo que, al cabo de unos meses de publicada la edición argentina con
mi nervioso y acomplejado prólogo, recibí el único comentario procedente de Pedro
Joaquín: a su juicio, él debía ser el único autor de un libro cuyo prologuista le propi-
naba una zurra.
Al cabo de los años y con la relectura de esas pocas páginas por mí olvidadas, perci-
bo que en cierto modo no le faltó razón. No tuve generosidad y ánimo dispuesto en
favor de quien no solo había escrito un documento vibrante y un alegato testimonial
digno de figurar entre rulos de su género, sino que cuidé más de no parecer justo y
entusiasta, que de hacer posible cualquier confusión que me hiciera políticamente
vulnerable, esto es sospechoso de simpatías con un adversario.
Tengo la certeza de que con posterioridad ambos percibimos la naturaleza de aque-
lla debilidad mía, y de que Pedro Joaquín la archivó para siempre. Nos escribimos
algunas pocas veces, siempre con cortesía y mutuo respeto, y sobre todo a partir de
1976 con mayor asiduidad vista mi mayor cercanía a Nicaragua y al hecho de que
teníamos referencias mutuas por amigos comunes.
Mucho deploré no encontrarle en México, a fines de 1977, cuando él regresaba de su
primer viaje de Estados Unidos en muchos años, camino de Nicaragua. En esos mis-

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

mos instantes, yo me hallaba en Estados Unidos cumpliendo tareas de investigación,


en parte relacionadas con la historia de la patria de Zeledón y Sandino.
Sin embargo, mucho antes de que fuese asesinado, yo había aprendido a respetar y
honrar aquella su lucha casi solitaria de varios lustros contra la Dinastía a la que él
había caracterizado en su libro autobiográfico, y a admirar su coraje y persistencia.
De ahí que, cuando conocí la noticia de su muerte y no obstante no estar en ejerci-
cio de mi vieja profesión de periodista, escribí a vuelamáquina para la agencia Inter
Press Service algunas cuartillas de homenaje a quien siempre había considerado más
mi colega de profesión que a mi afín político. Por lo que sé, aquellas páginas emo-
cionadas se reprodujeron en el semanario Auténtico, de Caracas, Venezuela, el 24 de
enero de 1978.
Como descuento que la censura de los Somoza interfirió en el envío que hice de una
copia a Nicaragua, me permitiré reproducir parte de aquel apresurado testimonio de
mi reacción ante el crimen, testimonio que inicié declarando no poder ni querer ha-
blar de Pedro Joaquín como político, por no considerarme con “derecho a juzgar la
actuación de quien, con su acción política, se ha venido jugando el pellejo desde hace
veinticinco años en un país donde nunca fue un juego amable ser opositor”.
Añadí que prefería trazar el recuerdo de “una relación que para mí infortunio nunca
llegó a ser personal”, así como “explicar el porqué de mi profundo respeto” por él.
Relaté en pocas palabras mi primera relación con él y mis primeras renuencias a pro-
logar su libro, que aquí llevo referida. Y añadí:
“Su autor me era absolutamente desconocido, pero el apellido, el apellido, era el
que automáticamente despertaba mi rechazo e indiferencia. El libro era una crónica
descarnada de los padecimientos del autor en la cárcel particular de los Somoza y,
como denuncia e imprecación, tenía sobrado derecho a figurar entre los documentos
de historia latinoamericana de obligada consulta (…) Por entonces mi intolerancia
juvenil me hizo ser pragmático con la obra y hasta descortés con su autor (…) El pró-
logo que le enjareté y que Pedro Joaquín no pudo conocer con antelación por haber
sido interceptado por la censura de los Somoza junior, contenía una violenta diatriba
contra el apellido Chamorro en general, con apoyo en referencias históricas de las
cuales el joven autor no tenía por qué ser imputado, ni como derechohabiente —que
no lo era— ni como albacea lateral —que tampoco era su caso—”.
Líneas más adelante recordé que su libro se agotó en Argentina en pocos meses y
que los “nicas” que financiaron la edición, destinaron sus beneficios en favor de los
presos en las cárceles somocistas, y que Pedro Joaquín, no aceptó un solo centavo
como autor, según le correspondía. Después añadí:
“José Santos Zelaya, Benjamín Zeledón, Augusto C. Sandino y tantos miles de ‘ni-
cas’ más que fueron sus seguidores o sus émulos (muchas veces oscuros y desconoci-
dos), dieron sentido entrañable al sentimiento de patria que precisamente un Chamo-
rro de este siglo, Emiliano, el infeliz entregador de Nicaragua al ‘bárbaro invasor’ de
que hablaba Rubén Darío, había abajunado hasta grados de abyección e infamia. El
pariente colateral de ese ignorante aventurero estaba rescatando la honra del apellido
y la de su patria (…)”.
“Creo que desde que comencé a apreciar su labor como director de La Prensa, a ana-

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lizar el medio en que libraba su batalla diaria y se exponía crecientemente al riesgo
que ominosamente presagiaba el título del libro que yo había prologado, en la misma
medida empezó a crecer mi respeto por él. Es posible que nuestra condición de pe-
riodistas nos haya vuelto a acercar”
“En un continente donde ser propietario o director de un periódico no equivale nece-
sariamente a ser periodista y sí en cambio asocia aquellas locuciones a las de un sim-
ple empresario o mercachifle, las funciones que ejercía Pedro Joaquín lo destacaban
por mérito propio e intransferible”.
“Era un periodista y un escritor de garra. Y su vocación olía más a tinta de imprenta
que a la de político presidenciable (y créeme —Pedro Joaquín, hermano, colega—,
que este es el más respetuoso y afectuoso honor que se me ocurre tributarte)”.
Hago aquí un alto en la reproducción parcial de esa nota para traer a colación lo de
la SIP que tanta desconfianza me provocaba. Recelaba de los halagos y mimos de la
Sociedad Interamericana de Prensa, de los algodones y lauros con que envolvía a sus
miembros latinoamericanos hasta que advertí que en no pocos casos y maguer su ori-
gen y sus fines, ofrecía resquicios no desdeñables para quienes estuviesen dispuestos
a actuar dentro de ella no renunciando a sus principios y, por el contrario, enaltecién-
dolos desde los frecuentes foros públicos que ella deparaba. No me fue difícil perci-
bir a continuación que precisamente en virtud de esa afiliación pudiese deber Pedro
Joaquín la vivencia de su diario y hasta de su persona de los aleves atropellos de la
Dinastía sangrienta. Y me fue fácil comprobar que esa especie de patrocinio externo
cautelaba su batalla que, por lo que a Nicaragua atañía, jamás le hizo claudicar en sus
convicciones ni en su ideario patriótico.
Precisamente, también, guardaba entre mis papeles la crónica que la agencia nortea-
mericana AP hizo el 20 de octubre de 1977, de la asamblea anual de la SIP que se
realizó en la ciudad de Santo Domingo. Allí se informaba de una discusión frontal
entre Pedro Joaquín y el director del periódico oficial de los Somoza, de olvidable
nombre. Pedro Joaquín había denunciado, una vez más, la falta de libertad de prensa,
la violación de los derechos humanos y la represión política imperantes en su patria,
acusaciones que el representante de la Dinastía sangrienta refutó como falsas en
el Listín Diario dominicano.
Pedro Joaquín volvió a tomar la palabra:
“El representante aquí de Somoza dijo a Listín Diario que yo voy a terminar como
Miguel Ángel Quevedo, quien como es sabido se suicidó. ¿Por qué dice semejan-
te cosa de una persona normal, sin problemas afectivos ni familiares y ni siquiera
económicos? No es la primera vez que lo dicen, porque es una manera de amenazar
mi vida. Es como decirme ‘te vamos a matar y ni siquiera dejaremos señales como
asesinos tuyos’, igual que han hecho con tanta gente en Nicaragua. Para citar solo un
caso, hace escasas semanas, al ingeniero Raúl González lo asesinaron a garrotazos en
la cárcel de Estelí, y luego dieron un comunicado oficial afirmando que había muerto
en un combate con el Ejército”.
“Curioso combate este, donde la única baja no presenta herida de bala, pero sí des-
truida la base del cráneo, y las costillas rotas. Y para demostrar que estos no son
casos aislados de exceso policial, como lo afirma el director de  Novedades, basta

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

recordar el reporte de Amnistía Internacional sobre Nicaragua, que resume una carta
pastoral de todos los obispos denunciando torturas, violaciones y fusilamientos sin
previo juicio, es decir, asesinatos, como también el testimonio de 35 sacerdotes capu-
chinos norteamericanos relatando la desaparición de centenares de campesinos junto
con sus esposas e hijos, la existencia de campos de concentración y el asesinato de
casi todos ellos, inclusive de niños”.
“No se trata de casos aislados como dice el agente de Somoza, sino de una política
sistemática, implantada desde los comienzos de los años cuarenta por una familia
cuyo objetivo principal es el enriquecimiento, aun a costa de la necesidad social,
como se ha venido a demostrar con el hecho de las especulaciones y enormes nego-
cios que ha hecho con un terremoto en el cual hubo 10 000 muertos”.
¿Cuáles negocios? Comprar tierras para la reconstrucción a precios mínimos y ven-
derlas al Estado con ganancias millonarias, como se demostró cuando una delegación
de la Contaduría General (General Accounting Office) del Gobierno de los Estados
Unidos llegó a Managua, para averiguar cómo se administraban allí los fondos de la
A.I.D. (Agency for International Development).
“El agente de Somoza repitió además, el disco rayado de que todo lo que se hace en
Nicaragua contra aquél es obra de Fidel Castro, pero da la casualidad de que precisa-
mente hoy los diarios dominicanos publican un cable procedente de Managua, en el
cual el Gobierno somocista acusa de conspirar contra él a un grupo de personas entre
las cuales —dice el mismo Gobierno— está un millonario dueño de la principal ca-
dena de supermercados de Managua, otro propietario de la fábrica de Café Soluble,
aliados con varios intelectuales, poetas, novelistas y tres sacerdotes”.
“¿Cómo puede explicarse semejante contradicción? Es decir, ¿será posible una cons-
piración de millonarios y sacerdotes dirigida por Fidel Castro? Lo que pasa, simple-
mente, es que el pueblo nicaragüense —y pueblo son todos, ricos y pobres—, está ya
hastiado de la tiranía somocista”.
No creo necesario puntualizar aquí qué costo tendría en cualquier país de nuestra
América aherrojada el que el director de un periódico se expresara respecto de la dic-
tadura de turno en su patria en la forma en que lo hizo Pedro Joaquín con las palabras
que hemos transcrito, y en un foro internacional. Pero no solo lo hizo en esa ocasión,
sino que, con el mismo denuedo lo estaba denunciando y varios lustros, de una u otra
manera, según lo podemos apreciar ahora de la lectura de sus escritos escogidos en
su homenaje por la Revista del Pensamiento Centroamericano.
Pedro Joaquín hizo del ejercicio periodístico un apostolado, en el cual la vida se le iba
a cada momento. Y él lo sabía perfectamente, como tantos otros que, a diferencia de su
estilo profesional, optaron por la sacrificada y no menos riesgosa opción de la montaña.
Han sido en Nicaragua dos modos distintos de una misma pelea, y muy importante
ha sido que en los tiempos más recientes desde todos los sectores se haya reparado
en el detalle de que se trataba de una misma trinchera, en la que las armas y pertre-
chos pueden ser dispares, como también disímiles las ideas de quienes los utilizan,
pero a quienes hermana el enemigo, ese que está enfrente y no al costado de uno, ese
que está identificado y cuadriculado desde hace muchos años, desde hace muchas
décadas y al que es menester destruir de una vez y para siempre, aunque se odie la

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violencia, la sangre derramada, el luto y la muerte del prójimo.
A la muerte de Pedro Joaquín escribí que “la SIP y el Departamento de Estado segu-
ramente enviarán sus condolencias”, y a renglón seguido advertí que “sus motivos
para dolerse de esta muerte no tienen por qué ser, necesariamente los míos”. En
efecto, esa presunción se ratificó un día después, dando así motivo para que desde
ciertas posiciones ultruistas se calificara a esas contriciones norteñas como prueba de
que a la clase popular de Nicaragua muy poco debía concernir ese asesinato, puesto
que —aducían— se trataba de un “conservador” que pertenecía al mismo régimen.
Ese tipo de ceguera, ese infantilismo reduccionista, simplificador y simplista, ha sido
desde siempre, uno de los mejores aliados de las peores satrapías de nuestra América.
Pedro Joaquín Chamorro no fue asesinado por ser enemigo del pueblo nicaragüense
o amigo del invasor invisible, o complaciente con la corrupción, el dolor, la tortura,
el tormento a los presos, el asesinato del adversario político, la persecución a los
sandinistas; tampoco lo fue porque desde las páginas de La Prensa se aplaudiera la
explotación de los obreros y campesinos, o la conversión de la patria nicaragüense
en una inmensa propiedad económica de la Dinastía y sus parientes y amigos, o
entonara loas porque el somozato diera piedra libre a la Guardia constabularia para
hacer sus negocios privados a costa de los humildes y desamparados. Tampoco le
asesinaron por ser conservador, burgués y católico, que lo era en efecto sin que al
propio tiempo dejara de ser un héroe civil cotidiano, un nacionalista y patriota como
a su modo y en sus tiempos distintos lo fueron Zeledón y Sandino.
Pedro Joaquín Chamorro no era socialista, ni comunista, ni castrista, ni izquierdista
en cualquiera de sus matices. Ni postuló que lo era o que podía serlo, ni se vistió
demagógicamente con prendas ideológicas o políticas que sentía no eran las suyas.
Desdeñar su actuación y su lucha porque la signaban principios democrático-bur-
gueses es ignorar las innumerables pruebas de la historia, que muestran por cuán
inesperados y sinuosos cursos se mueve el complejo proceso que converge hacia la
revolución verdadera de los pueblos.
A Pedro Joaquín Chamorro lo asesinó el sistema al que él combatía, la sangrienta
Dinastía que desde más de cuatro décadas lucra con el hambre, el atraso, la miseria
y la desesperación del pueblo de Nicaragua. Puede importar poco que la mano que
armó y pagó a los asesinos haya sido local o foránea. Hubo complicidad tácita en
el crimen, porque el crimen es en Nicaragua, desde febrero de 1934, el instrumento
idóneo de Gobierno, no importa quién sea la víctima. Pero en el caso del periodista
Chamorro, como en el de Sandino, no hubo improvisación, ni espontaneísmo, ni
casualidad. El blanco fue cuidadosamente seleccionado y, aunque es posible que las
razones no hayan sido totalmente políticas, el resultado ha sido el mismo: su mayor
beneficiario fue la Dinastía sangrienta.
El problema con Pedro Joaquín residía en que era un no violento, en que era un
convencido liberal y por lo tanto un no comunista y quizás hasta un anticomunista,
lo que no necesariamente hizo de él un macartista o un imbécil cazarrojos. No se
le podía etiquetar falsamente ni descalificarle con maña endosándole mentirosas ad-
hesiones ideológicas como modo de anular o reducir el valor de su prédica. No fue
casualidad que durante años se le negaran el pasaporte para poder viajar al exterior.
Porque cuando lo pudo hacer, su conocido liberalismo y su moderación pudieron en-

14
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

contrar creciente eco entre algunos sectores de la administración Carter y quizás del
Congreso estadounidense.
No lo sé, ni me consta, que sus gestiones en Estados Unidos hayan podido modificar
esa invariable línea vigente desde tiempos de Franklin D. Roosevelt, que consiste
en valerse de la “No intervención” cuando se trata de dictadores y tiranías civiles o
militares de nuestra América, o de los marines cuando estallan rebeliones populares
como la de Dominicana en 1965. Pero por simple deducción y análisis de los sucesos
y sus repercusiones infiero que Pedro Joaquín pudo aparecer ante los sectores de la
administración Carter para quienes los Somoza son una acusación permanente, como
un interlocutor válido y responsable en lo atinente a Nicaragua.
No lo sé, ni me consta, qué grado de importancia cobró entonces el fogoso periodista
ante quienes, tanto en Estados Unidos como en Nicaragua, anhelan la total extirpa-
ción de la satrapía y de sus epígonos. Pero sospecho que dentro del sistema dinástico
hubo quienes le vieron como el más temible riesgo para sus intereses y posiciones y
decidieron eliminarle. La justificación o la explicación pueden resultar secundarios.
Lo cierto es que, con su muerte, la Dinastía cobró nuevo respiro, aun tomando en
cuenta la formidable explosión de ira popular y nacional que siguió el crimen, al
nuevo crimen, uno más entre la miríada de los consumados en más de cuatro décadas
de somozato.
Frente a lo que está ocurriendo en Nicaragua en momentos en que redacto estas cuar-
tillas, no puedo menos que pensar en un célebre episodio ocurrido a continuación
de la terrible matanza de haitianos, ordenada por otra bestia sanguinaria con figura
humana, Rafael L. Trujillo. Ante los resultados de la comisión investigadora enviada
al lugar de los hechos, el experto estadounidense Summer Welles, subsecretario de
Estado adjunto para Asuntos Latinoamericanos, recomendó al presidente Roosevelt
la urgencia de la eliminación de Trujillo del poder. Y entre otras alegaciones men-
cionó la escasamente diplomática de que se trataba de un son of a bitch. La respues-
ta a Welles fue histórica y tiene asociación automática con casos de otros son of a
bitch de esos y posteriores tiempos “I know: that he is a son of a bitch, but is OUR
son of a bitch”.
Y como de propiedad o de alquiler norteamericana, Trujillo pudo permanecer en el
poder hasta que los avatares políticos del continente indujeron a Washington a pres-
cindir de él del modo nada amable en que lo dispuso. Trujillo nació con la “National
Constabulary” creada por Estados Unidos al término de una invasión de marines a
Dominicana.
Anastasio Somoza García nació, del mismo modo que su par caribeño, por genera-
ción derivada de la “National Constabulary”, creada a instancias del presidente Cal-
vin C. Coolidge, coincidentemente el mismo padre de criaturas destinadas a abomi-
nable perdurabilidad. Los Trujillo, los Somoza, como los Pinochet y los Batista, son
retoños de una misma mala hierba que no crece por generación espontánea, tienen
un padre común históricamente tan indulgente para con ellos como ignorante de sus
atrocidades y abominaciones.
Los constabularios, esto es, los policías o militares que con el nombre de Guardia
Nacional cautelan y tutelan vidas y bienes en las expoliadas repúblicas de Centroa-
mérica y el Caribe por cuenta de empresas transnacionales y sus asociados interiores,

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deberían dejar pasos a milicias realmente nacionales y populares. En tanto subsistan
con las características impresas y selladas por el invasor y ratificadas en sus escuelas
y academias militares, subsistirá la amenaza de recaídas y recidivas.
Pedro Joaquín Chamorro lo advertía con perspicacia y madurez. Nicaragua —¿y por
qué no El Salvador, Honduras y Guatemala?— es lo que viene siendo desde que Ze-
laya y Madriz fueron botados por el invasor, porque este no solo no movió un dedo
para promover cambios en calidad y cantidad, sino que cuando movió ese dedo —y
hasta manos y pies— hizo para perpetuar en el país el inmovilismo, el atraso, la hu-
millación y el expolio, la enajenación y la dependencia, el orden de la fuerza bruta y
la razón de las balas, de la sumisión y de la muerte. Este invasor hizo al país como
es, y no habrá modificación en sustancia y hondura si a este sátrapa lo reemplaza otro
de rostro más benigno y de maneras más corteses y refinadas, El molde es que lo que
importa arrojar y destruir por siempre jamás, extirpar la fistula purulenta y permitir
que la convalecencia, la cura y el renacimiento sean obra y creación del propio pue-
blo nicaragüense, sin tutelas ni asesorías, sin interferencias ni invasiones de los prin-
cipales responsables de la tragedia, por sí mismos o por lacayunas y serviciales oeas.
En pocas palabras, que a los Somoza no los sucedan los Balaguer, porque entonces
todo seguirá igual, excepto la fachada. Y se asesinará de nuevo a Zeledón, a Sandino,
a Chamorro y a los miles de nicaragüenses que como ellos pagaron con su vida la
pasión de patria y libertad.
Entre los escritos que solo recientemente conocí de Pedro Joaquín, figura uno titu-
lado “Quieren otra vez matar a Sandino”. Se publicó en La Prensa el 25 de febrero
de 1965 y considero que su inserción completa en estas cuartillas explica sobrada y
cabalmente, más allá de todas otras elucubraciones, porque a mi juicio Pedro Joa-
quín, conservador, burgués y católico, debe ser visto por todo nicaragüense que ame
a su patria, con el mismo respeto y devoción que merecen los Zeledón y los Sandino:
“Así como es natural que en el aniversario de un hombre ilustre, trate de revivirse su
memoria, también es natural que los culpables de su muerte traten de matarlo (otra
vez) o que los partidarios o sirvientes de quienes cortaron su vida, intenten cortar su
recuerdo”.
“Eso está pasando este año con Augusto C. Sandino, auténtico héroe de nuestra pa-
tria, a quien mientras todo el país reconoce como el exponente más alto de su bravura
y de su independencia en el siglo presente, tratan de matar de nuevo, quienes lo ma-
taron físicamente”.
“Era de esperarse semejante cosa. Era de esperarse que, así como ayer el fusil artero
mató a Sandino, hoy la pluma de quienes manejaron aquel fusil intentará echar lodo
y suciedad a su memoria”.
“Esa pluma —naturalmente albergada en el diario de la Dinastía somocista— falsifi-
ca la verdad, tergiversa los motivos y trata, aunque sin lograrlo de empañar la gloria
del guerrillero, cuestión que, como decimos, era de esperarse, pero no puede pasar
sin comentario”.
“Bastaría decir en honor de Sandino, que él, hombre sin estudios, aprendió a cultivar-
se en sus primitivos campamentos y estableció allí, escuela y maestro para enseñar
las primeras letras”.

16
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

“Bastaría decir que prohibió el guaro en el territorio dominado por sus fuerzas, para
llegar a la conclusión de que algo había en él excepcional, o por lo menos de distinto
contradictorio, si lo comparamos con quienes, en el Gobierno, son enemigos de la
alfabetización, grandes productores de guaro, y protectores de todos los vicios. Es
decir, con sus victimarios”.
“Pero esas virtudes que señalamos en Sandino, son mínimas si se las compara con la
virtud de su patriotismo, de su amor a Nicaragua, que lo llevó a mantener una lucha
desigual, sin vituallas, sin comida, sin armas, contra el Ejército mejor equipado del
mundo”.
“Y dicen sus detractores que Sandino mató y quemó casas y fincas. Pero bien, de-
cimos nosotros, ¿y el que asesinó a Sandino, consumando la más negra de las trai-
ciones, podrá acaso arrojar la primera piedra, ya no digamos contra el general de
Hombre Libres, pero siquiera contra cualquiera de sus subalternos?”
“¿Qué es peor, cortar la cabeza de un invasor extraño o ametrallar a un hombre des-
pués de haberlo abrazado…?”
“¿Qué es peor, matar en la guerra, o torturar a un indefenso, metiéndolo amarrado a
un pozo, o aplicándole corriente eléctrica…?”
“No hablemos por lo tanto de crueldades, pues lo malo que hicieron los sandinistas
ha sido superado ampliamente por los otros, en tanto que la parte buena de su gesta,
el heroísmo, la lucha contra la intervención extraña, es solamente de ellos”.
“La memoria de Augusto C. Sandino no puede ya mancharse, ni es razonable decir
de él que fue un mito, porque cinco años y medio de guerra desigual con un saldo de
nombres gloriosos como El Chipote, Palacagüina, Wiwilí, Saraguasca, Las Vueltas,
Quilalí, El Rapador y otros quinientos combates, así como no pudieron ser inventa-
dos por propaganda alguna, jamás serán destruidos por las plumas que pagan quienes
segaron la vida del patriota más grande que ha dado Nicaragua en el presente siglo”.
Deseo terminar este extenso homenaje al colega, al amigo, al hermano Pedro Joa-
quín, insinuando que, si la parábola de la historia cumple su derrotero, su sangre
estaría destinada a conjugarse en una única y sacra comunión con la de Zeledón,
Sandino y todos cuantos las derramaron a conciencia por la honra, la libertad y la
independencia cabales de Nicaragua.
Un Chamorro de tétrica memoria inició a fines de 1909 la entrega de una nación
pequeña, pero altiva, al invasor norteño que la convirtió en dependencia económi-
co—política. No valen nombres como los de Juan José Estrada, Adolfo Díaz, Luis
Mena, José María Moncada, con todo y lo traidores que fueron a su patria frente al
bárbaro extranjero, lo que totalizaron en abyección y ludibrio Emiliano Chamorro y
su tío Diego Manuel Chamorro. Estos dos, más Adolfo Díaz, es cierto, llamaron en
agosto de 1912 a los marines y blue—jackets al mando del contralmirante William
H. Southerland, para que ingresaran en Nicaragua y les auxiliara contra el rebelde
Benjamín F. Zeledón, y no titubearon en poner sus propias huestes bajo el comando
foráneo del coronel Joseph Pendleton y el mayor Smedley Butler, a quienes colabo-
raron en la toma del Coyotepe, La Barranca y Masaya, aquel infausto 4 de octubre en
que Zeledón cayó sin arriar la bandera nacional ante los mercenarios extranjeros ni
ante el Ejército cipayo que los asaltó por ajena intención e interés.

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Emiliano y Diego Manuel obtuvieron la menguada plusvalía de su traición, porque
ambos alcanzaron la presidencia, bajo la salvaguardia de una fuerza imperial que
permaneció en el país hasta 1925. Ellos llamaron a esa fuerza, y bajo su manto sur-
gió el tratado Chamorro—Bryan, uno de los documentos más inicuos de la historia
de Iberoamérica. Después, otra vez Emiliano Chamorro hizo posible el regreso de
los marines, aunque a poco debió ceder la posta al indescriptible Adolfo Díaz. Estas
puntualizaciones son pertinentes para quienes, por inocencia, desconocimiento o dis-
tracción, suponen que la Dinastía sangrienta se originó afines de la década del veinte.
No, los Somoza fueron concebidos en 1912, y el 4 de octubre fue la fecha remota
de su concepción espuria. Ni los Chamorro ni los Somoza lo supieron entonces, y
cuando tuvieron noción de su origen, los azares políticos los enfrentaron, a unos con
el nombre del Partido Liberal, y a los otros con el del Partido Conservador, pero su
cordón umbilical los unía a la misma matriz imperial, a la que nunca dejaron de ser
fieles al tiempo que mamaron de sus ubres.
En la década del 50, un Chamorro joven, claro y limpio se alzó contra la significación
ominosa de su apellido. En el Diario de un preso, día 21 de noviembre, de 1959, es-
cribió: “Anoche soñé que un tribunal compuesto por siete hombres me había llamado
ante él para decirme:
—‘Ciudadano Chamorro, se le condena a la búsqueda de una Patria’.”
Pedro Joaquín cumplió esa condena hasta el último día de su vida, sé que, con devo-
ción y heroísmo, desde varias trincheras, sin escatimar esfuerzos ni angustia. Suya
es la honra de no haber claudicado ni cedido. Y no pretendo hacer fácil literatura si
concluyo afirmando que la historia de su patria rescatará su lucha como una de las
páginas más dignas de la resistencia de décadas contra el fraude, la entrega y la ig-
nominia, una batalla en la que un apellido ominoso emergió con la connotación de
los fundadores de causas nobles e imperecederas. Si él pudo advertirlo al reivindicar,
como lo hizo, la memoria de Sandino, no dudo de que más temprano que tarde, no
habrá sandinista que no vea en él otra cosa que un compañero de causa, de trinchera,
de patria. Sandino mismo lo habría mirado de ese modo.

*Segundo prólogo de Gregorio Selser al libro Estirpe Sangrienta: Los Somoza, es-
crito en 1978, publicado en la quinta edición que circuló en 2001. Gregorio Selser
(Buenos Aires, 1922 – México, 1991) fue periodista y escritor argentino, mejor cono-
cido en Nicaragua como el biógrafo de Augusto C. Sandino. En 1958, Selser también
escribió el prólogo a la primera edición argentina del libro, y en este texto explica
las diferencias entre ambos y su visión de Pedro Joaquín y su legado después de su
asesinato.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Prólogo de PJCh
Pedro Joaquín Chamorro

T odo lo escrito en las páginas del presente libro, es cierto; absolutamente cierto;
y el propósito de su autor ha sido narrarlo con la mayor sencillez posible, y sin
exageraciones de ninguna clase.
Su contenido está enmarcado en la cronología de una prisión, que sufrió un hombre a
quien tomaron preso el 21 de septiembre de 1956, en una casa de la Colonia Mántica,
Managua, capital de Nicaragua.
Lo detuvieron como a tantos otros, y, como ellos también, vivió en las cárceles de la
familia Somoza mucho tiempo, y fue objeto de sus métodos brutales.
Presenció y sufrió torturas, conoció a prisioneros que fueron luego asesinados, vivió
un juicio histórico que por su formación y desarrollo merece ser calificado como el
más negro error judicial americano de nuestra época, y ahora narra su experiencia,
con la intención de divulgarla en beneficio de quienes luchan contra la tiranía en Ni-
caragua, y en otros pueblos de América.
También desea que sirva para explicar a los hijos de los que han muerto asesinados
por los Somoza, el porqué del sacrificio de sus padres.
Dentro de la pequeña historia de este hombre, que es uno de tantos, está narrada es-
porádicamente a través de recuerdos, juicios y anécdotas, la historia de otro hombre
y su familia. Se llamaba él (porque ya murió) Anastasio Somoza García, y tuvo la
audacia de apoderarse veinte años de un país entero, hasta que un jovencito le dio
cuatro balazos mientras se hallaba sentado a la mesa de un banquete.
El momento de su muerte, la investigación del hecho y las complicaciones que él
trajo, se cuentan en el libro, cuyas pretensiones literarias son tan pocas, como son
grandes sus pretensiones de ser un relato fiel y veraz.
El autor habla de lo que ha visto o vivido, y cuando traslada algo que no le consta,
lo advierte claramente, porque así conviene a la naturaleza del escrito, que no es una
novela, sino un reportaje.
Sus conclusiones no están ordenadas en capítulo aparte, sino que saltan a veces en va-
rios de ellos, como deducciones lógicas e incontrovertibles de los hechos presentados.
De estos últimos hay infinidad de testigos presenciales, que puede encontrar cual-
quier curioso, con un poco de paciencia y tacto, en las calles generalmente cálidas,
de la ciudad de Managua.
De un modo u otro, el autor dedica este libro a todas las personas que aparecen men-
cionadas en sus páginas, y a otras cuyos nombres se han guardado por circunstancias
que el lector comprenderá cuando llegue a concluirlo.

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20
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo I:
San Carlos del Río
E n el pequeño aeropuerto de San Carlos, todo el mundo sabe cuándo es López el
que va a tomar tierra, pues se dice que siempre lo hace en sentido contrario al que
acostumbran los demás aviadores.
La verdad es que para estacionar el pesado aparato de dos motores lleno de pastores
protestantes y algunos otros pasajeros que vienen del “interior”, a López solo le ha-
cen falta 200 varas de terreno.
Cuando el sargento que me acompañaba y yo, bajamos en San Carlos, no era López
el piloto, y por lo tanto el avión había quedado con la nariz enfilada a la desemboca-
dura del río.
En la dura pista de hormigón mal apretujado, estaban tres personas: Collins, el mu-
chacho de Corn Island que maneja el jeep del comando, un viejo imperturbable y un
guardia con aspecto de retardo mental.
El sargento y yo tomamos asiento en el jeep, y pocos minutos después entramos en
un pueblecito idéntico a los que sirven de escenario a las películas del Oeste. Allí
frente a un sitio que recuerda los que asaltaban “Billy the Kid” y sus amigos, se de-
tuvo el jeep.
Era el comando.
—Busque cómo acomodarse dondequiera, proceda con entera libertad no me com-
prometa, preséntese tres veces al día.
Así dijo el comandante después que el sargento le entregó una serie de sobres “secre-
tos” acerca de mi persona; y tengo que confesar que fue un modo, más que original,
amable, de inaugurar los 40 meses de Confinamiento Mayor que me había impuesto
como sentencia una corte militar de Nicaragua.
En San Carlos del Río la gente habla únicamente de pesca y cualquier muchacho
puede sacar un “Gaspar” desde el corredor de su casa, o ver a míster Abraham pescar
un tiburón para extraerle los hígados y enviarlos a Costa Rica metidos en un barril
lleno de sal.
Sobre todo esto de los tiburones, dice míster Abraham (un negro con barbas blancas
que usa pantalones cortos canos y se burla de la gente que habla inglés como los
“americanos”), que estos peces de mar existen en las aguas dulces del Gran Lago de
Nicaragua, porque remontan el desaguadero como lo hacen los salmones.
Verdad o mentira, lo cierto es que la única forma de probar la leyenda, sería tomar
una serie de tiburones recién nacidos, ponerles una cadenita al pescuezo y esperar
pacientemente que alguien prenda uno, en las aguas del lago.
La experiencia podía durar bien los 40 meses que las autoridades de Nicaragua qui-
sieron forzarme a pasar en San Carlos del Río, pero yo decidí dejar a los tiburones en

21
paz y dedicar mejor mi tiempo en contar la historia de la más miserable Corte Militar
que ha existido en el país, (excepción hecha de otra que convocó hace 100 años Wi-
lliam Walker en Granada, para fusilar al general Ponciano Corral) y a buscar la forma
de huir de este pueblo, situado casi en la frontera con Costa Rica.
William Walker fue un hombre curioso que quiso implantar la esclavitud en Nicara-
gua y se enamoró precisamente del lago de agua dulce con tiburones, en cuya parte
inferior queda San Carlos.
Dicen que usaba pantalones negros, vestía sobria levita de maestro de escuela, y que
antes de morir, (porque murió fusilado) puso por todo comentario al pie de su senten-
cia de muerte: La Leyó, dice que la encuentra injusta y firma.
A San Carlos del Río llega un desvencijado barco llamado “general Somoza’” una
vez a la semana, y dos veces aterriza el avión.
La única variante que puede esperarse, es el capricho de López: aterrizar al revés de
como lo hace todo el mundo; y el arribo de barco que, cosa curiosa, lleva el nombre
del presidente cuya muerte a balazos en un Club de Obreros de León hizo que se or-
ganizara la Corte Militar a que me he referido.
La novela más amarga que ha vivido Nicaragua en sus 130 años de vida indepen-
diente, tuvo su comienzo un 21 de septiembre. Mi llegada a San Carlos del Río en el
avión lleno de pastores protestantes y acompañado de un sargento de uniforme bien
planchado y duro, ocurrió a fines de marzo.
Ni en diez años, ya no digamos en seis meses, podía yo olvidar lo ocurrido. Por eso,
y porque estoy seguro de que ha dejado una profunda huella en la vida de todos los
nicaragüenses, tengo que contarlo.

22
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Sabíamos que la Guardia


Somocista mataba con algún
motivo. Pero ¿el motivo?
¿Cuál era el motivo? La
duda resultaba para nosotros
más terrible que la amenaza.
Solo algún tiempo después
supimos que la noche del 21
de septiembre, un muchacho
llamado Rigoberto López Pérez
había dado cuatro balazos al
general Somoza.

23
Capítulo II:
A media noche
O tras veces había ocurrido ya en los últimos veinte años. Pero esa noche del 21
de septiembre, las fuerzas de policía de Managua y sobre todo las de la guardia
presidencial, se movilizaron con mayor rapidez: en pocos minutos las calles de la
ciudad, generalmente tranquilas, se llenaron de rechinantes llantas y de apresurados
vehículos militares abarrotados de hombres, con cascos de baquelita que la gente
piensa son de acero.
Detrás del Chevrolet amarillo con capota negra que salía de una casa de fiesta, uno
de los jeeps se deslizó silenciosamente sin que los ocupantes del carro nos diéramos
cuenta. Este último había tomado por una de las calles más amplias de la ciudad, y
cuando yo lo detuve para abrir el portón del garaje, vi que del jardín mismo de mi
casa brotaban las sombras oscuras de varios soldados, armados de fusiles y ametra-
lladoras.
—¡No se mueva! ¡Está usted detenido!
Distinguí en la penumbra el rostro del oficial que mandaba la patrulla, y a él le pre-
gunté:
—¿De qué se trata…?
—Está usted preso. No se baje del automóvil ni se mueva.
Mi esposa, que ocupaba también el vehículo, abrió la puerta y entró en la casa mien-
tras el capitán y sus acompañantes invadían el carro con entusiasmo, haciéndolo salir
otra vez del garaje, conducido ahora por un hombre vestido de civil, rumbo a una de
las cárceles de Managua.
La operación se había realizado con una limpieza digna de la Guardia Nacional de
Nicaragua que, en esta clase de asuntos, no le va a la zaga a la M.V.D. rusa (Minis-
terio del Interior). Porque en Nicaragua, para hacer un preso, se toman toda clase de
precauciones: basta decir que, en un arresto ordinario, se ocupan diez soldados, entre
los cuales siempre hay alguno cargando una ametralladora, y los demás fusiles de
ordenanza.
El automóvil decomisado hasta segunda orden desde el momento mismo que fue
ocupado militarmente, rodó hasta el cuartel más próximo. Allí fui despojado por ruti-
na, pero con malas maneras, de todo lo que llevaba encima: reloj, dinero, cigarrillos,
fósforos, etc., y luego metido en una celda oscura donde solo había otra persona y
un desagradable olor a creolina, mezclado con oleadas lejanas del natural berrinche
que producen los excrementos, en un inodoro que padece la ausencia de agua. Era El
Hormiguero.

24
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Las dos de la mañana


Seis o siete personas entramos en “La Zaranda”, una camioneta con rejas que tam-
bién es conocida en Managua como el “chischil”, porque el motor de aceite, en mal
estado, hace un ruido parecido a los pequeños cascabeles con que juegan los niños.
Junto con nosotros, dos “custodios”, como llamamos en el argot nicaragüense a los
esbirros que conducen presos, penetraron en el interior del vehículo y comenzaron a
decir insultos, hasta que en alguien funcionó la natural reacción del que ve con fre-
cuencia estas cosas y dijo:
—Que lo lleven preso a uno está bien, pero ¿por qué le van a decir “hijueputa”, sin
saber quién es…?

Las 2:15
El “chischil” botó su carga en una nueva cárcel donde el comandante gritó el número
de la celda:
—La doce.
Y los custodios hicieron sentir sus culatas apresuradamente hasta que se abrió una
gran puerta de madera enrejada con gruesas varillas de hierro que daba a una celda
con camarotes repletos de gente.
La sorpresa de todos los que iban entrando fue enorme:
—¿Por qué estaba allí “todo Managua”…?
Las condiciones políticas del país de unos días antes, según el diario oficial, eran de
absoluta paz, y las libertadas públicas atravesaban una de sus mejores épocas.
Era cierto que el domingo anterior una manifestación de 30,000 personas se había
levantado en el lejano y pintoresco pueblo de Boaco, y todas las gargantas habían
gritado: iBASTA YA!, significando el deseo unánime de hacer desistir al presidente
de su reelección. Pero eso había ocurrido el domingo y la “batida” era el sábado si-
guiente en la madrugada.
También era cierto que miles de ciudadanos habían concurrido a las oficinas del
Frente Defensor de la República, a comprar los llamados “bonos de la libertad”,
dando desde un córdoba hasta mil, para financiar una campaña cívica vigorosa con-
tra el régimen que tenía ya 20 años de dominar a punta de “chischiles” y bayonetas
a Nicaragua; pero la reacción oficial parecía tardía, desconectada con esos hechos,
porque la represión que cualquiera de los detenidos en la celda número 12 estaba
presenciando, se adivinaba tremenda, sin proporción con la compra de bonos y la
manifestación de Boaco.
Viejos de 70 años, muchachos de toda edad, profesionales, políticos y gente que ja-
más había militado en partidos de oposición, unos a medio vestir, otros descalzos, y
los demás en pijamas, habían sido arrancados de sus lechos para alimentar el crecien-
te río de “chischiles” y vehículos militares que continuamente llegaban a las cárceles.
¿Qué estaba pasando…?

25
Las 2:30
La fiesta donde yo estaba, se había organizado para agasajar a un personaje de la
Embajada de los Estados Unidos en Managua. Entre la concurrencia se encontraba
un amigo suyo que escasos meses antes había venido al país contratado para servir
de guardaespaldas al señor presidente.
“Rip”, le decían, seguramente porque su apellido era Van Winckle, y su descomunal
estatura recordaba al legendario Rip Van Winckle, que se quedó una vez dormido en
el bosque mientras cazaba, para despertar 100 años después.
Pasó con este Van Winckle, que el diario La Prensa lo había sindicado tres días an-
tes de la fiesta, como responsable del secuestro del doctor Diego Manuel Chamorro,
distinguido periodista y profesional, quien por haber escrito una serie de artículos to-
cando puntos de política nacional, desapareció una noche en las calles de Managua.
Entonces La Prensa publicó por consejo mío, una carta de la esposa del doctor Cha-
morro, en la cual preguntaba al embajador de los Estados Unidos, Mr. Thomas E.
Whelan, si los ciudadanos norteamericanos podían, conforme a las leyes de su país,
participar en operaciones políticas y secuestros de carácter policíaco en Nicaragua.
El embajador Whelan era amigo de los Somoza. Se decía que participaba en nego-
cios de carácter privado con ellos (incluso una carta acusándolo de esto firmada por
el doctor Fernando Agüero apareció una vez en The New York Times), se fotografiaba
con la familia en todas las ocasiones posibles, iba a sus viajes, cenaba en sus reunio-
nes privadas, les ayudaba a gobernar, y desprestigiaba a los ojos de los nicaragüenses
la política de buena vecindad norteamericana, inclinándose siempre en sus informes
y actitudes, al lado de los Somoza.
“Tom”, le decía el presidente. “Tacho”, le decía él.
Tom y Tacho bromeaban, se hacían regalos mutuos, y el primero de ellos defendía al
segundo, llegando en más de una ocasión a justificar sus actitudes, echando encima
a su pueblo todo el resentimiento que Nicaragua sentía por la despótica familia go-
bernante.
Van Winckle era el organizador de la Oficina de Seguridad de nuestro país, y habien-
do esta procedido a secuestrar al doctor Chamorro en una forma siniestra, era lógico
reclamar por la responsabilidad que podía alcanzarle en el caso.
Pues bien: de la número 12 salí acompañado por Pablo Rivas (el mismo capitán que
hizo la captura, en mi casa) quien me subió a un jeep militar en donde iban varios
soldados armados como para entrar en acción y pasamos a gran velocidad por las
callejuelas menos transitadas de la ciudad, rumbo al Palacio Presidencial.
Allí, en la puerta de la Oficina de Seguridad, estaba Rip Van Winckle, serio y tranqui-
lo, moviéndose en puntillas y abriendo y cerrando puertas de pequeñas y misteriosas
oficinas.
—Pase por aquí— dijo él.
—Sí— le dije yo, y agregué dos palabras más:
—Pirata y filibustero.
Van Winckle no contestó, pero su presencia en el lugar y su notable actividad en todo

26
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

lo que estaba ocurriendo e iba a ocurrir después, no dejaba ni la más remota duda
acerca de su oficio. Porque él tomó parte de los interrogatorios de muchas personas
y presenció varias de las horribles escenas que muchos centenares de nicaragüenses
vivimos en esos días, sin perder su nacionalidad, por supuesto…
Fue un gran maestro, no se puede negar. Un formidable técnico en el arte de enloque-
cer a la gente y arrancar mentiras y verdades a los prisioneros.

De 3 a 5
De las 3 a las 5 de la mañana estuve sentado frente al escritorio de un tal Morgan, tipo
negroide que aprendió en los Estados Unidos (quizá por recomendación de Rip), el
más maravilloso oficio que ha hecho fama durante los últimos tiempos en Nicaragua.
Aprendió a manejar un aparato al que llaman “polígrafo”, vulgarmente conocido
como “detector de mentiras” y que, en manos de los investigadores de nuestro país,
demostró ser el más estupendo fraude científico de nuestro tiempo.
Morgan me tomó la presión arterial y comenzó a hacer preguntas con el ruego de que
respondiera simplemente sí o no.
—¿Conoce usted a Amoldo Ramírez Eva?
—Sí.
—¿Sabía usted que se estaba preparando un complot contra el gobierno…?
—¿Qué quéee…?
—No haga comentarios; diga usted simplemente sí o no.
—Está bien.
—¿Sabía usted que se estaba preparando un complot?
—No hombre, qué voy a saber…
—Espere a que haga la pregunta completa, y conteste simplemente sí o no. Coopere
hombre, por favor. Coopere.
Su tono de voz era suave, insinuante, casi se puede decir dulce, y según he llegado
a entender después, no se debía a razones de carácter, sino a otras puramente profe-
sionales.
— ¿Sabía usted que se estaba preparando un complot contra el gobierno…?
—No.
Y el “sabía usted” o “conoce usted”, se repitió como un martillo cansado. Sobre com-
plots, sobre personas para mí desconocidas, y sobre una serie de asuntos que a veces
parecían verdaderas nimiedades. Todo, mientras la máquina garrapateaba detrás, de-
jando líneas de colores en un papel que se desarrollaba despacio.
Cuando el muchacho terminó su trabajo me dio un cigarrillo y desapareció para con-
sultar con Rip. Luego vino el “custodio”, me llevó al jeep, y cambié por tercera vez
de cárcel en la misma noche.

27
A las 5
A las 5 de la mañana del sábado 22 de septiembre, cinco o seis personas nos encon-
trarnos dormitando en un oscuro “galillo”, especie de subterráneo situado entre una
muralla de tierra calzada con piedras y la pared de un edificio de la Tercera Compañía.
Fue a esa hora, que el mayor Agustín Peralta dijo, según me refirieron tres días después:
—Hoy van a comenzar los fusilamientos. Hay que alistar la patrulla.
Los del “galillo”, o mejor dicho del callejón sin salida no encontrábamos aún expli-
cación para lo que estábamos viviendo.
Ninguno de nosotros sospechaba por qué debían comenzar ese día los fusilamientos.
Sabíamos que la Guardia Somocista mataba con algún motivo. Pero ¿el motivo?
¿Cuál era el motivo? La duda resultaba para nosotros más terrible que la amenaza.
Solo algún tiempo después supimos que la noche del 21 de septiembre, un muchacho
llamado Rigoberto López Pérez había dado cuatro balazos al general Somoza.
Y que, antes de hacerlo, dejó estos versos:
Estudiante chipriota, hermano,
el más lejano de mi mano,
…y el más cercano de mi corazón.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

29
Capítulo III:
En el “galillo”
L os demás presos del “galillo” contaban historias parecidas a la mía. Unas captu-
ras más brutales que otras, y ni siquiera el más pequeño indicio de la causa.
Hacía un calor asfixiante, el aire no se podía respirar con facilidad, y la luz siempre
encendida, apenas iluminaba una parte de la prisión, de modo que al fondo reinaba
la oscuridad más completa.
Por unos pequeños hoyos que tenía la puerta exterior de madera, podíamos ver la
covacha que habitaban los oficiales del destacamento, todos dedicados a descansar
cómodamente en mecedoras, o jugar naipes durante el día.
Allí no se adivinaba nada.
El aislamiento tan absoluto, dio lugar a que juntos forzáramos la mente en busca de
las más extrañas conjeturas.
¿Se habría vuelto loco alguien? ¿Se trataba de terminar de una vez con toda la ac-
tividad cívica de la oposición…? Pero… ¿y qué hacían entonces con nosotros los
políticos, personas que no habían participado jamás en asuntos relativos a la política
del país…?
La sucia comida que nos daban, llegaba en una apabullada pana de donde tomábamos
con la mano arroz y frijoles, para ponerlos encima de una tortilla de maíz. Además de
esto, la dieta incluía un “tibio” (maíz molido con agua) sin azúcar en la noche, y un
tarro de leche aguada con asomos de café durante la mañana.
Al día siguiente de nuestra reclusión supimos dos cosas:
Oímos que el comandante del lugar hablaba por teléfono con el de Granada para
decirle que quedaban suspensos los juegos de béisbol, y que se había decretado el
estado de sitio.
Las meditaciones, en la oscuridad, cedían el campo a las pláticas, y viceversa. Había
unos camarotes de madera, pero faltaban las almohadas y la ropa. Algunos llegaron
vestidos, y otros fueron sorprendidos en un fin de fiesta. Dos más: el doctor Enrique
Lacayo Farfán y don Carlos A. Montalván, levantados de sus respectivos lechos, tu-
vieron tiempo apenas de ponerse la ropa, y al primero de ellos, recién fracturado de
una pierna, se le permitió llevar a la cárcel una muleta.
Por el hoyo de la puerta veíamos entrar y salir de una especie de plazuela, los auto-
móviles nuestros, capturados durante la noche, usados por los oficiales del destaca-
mento y por sus familias con el más grande de los descaros, y con una seguridad tan
absoluta, que a uno le daba la impresión de que aquello era … para siempre.
Hay que hacer aquí una importante observación que ha de tenerse muy en cuenta al
juzgar los últimos 20 años de la historia de Nicaragua, y es que la Guardia Nacional
fue entrenada por la Infantería de Marina de los Estados Unidos, mientras esta últi-

30
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

ma ocupaba militarmente el país, y que la marina lo entrenó siguiendo las mismas


normas que rigen la vida de un Ejército de ocupación. Por eso es que cuando nues-
tro Ejército sale de sus cuarteles, aún para realizar una simple operación de policía,
arrasa con todo lo que encuentra. Los decomisos de automóviles y demás objetos
muebles de propiedad particular se llevan a cabo con la naturalidad más grande del
mundo.
No hacen maniobras policíacas propiamente dichas, sino pequeñas guerras cada vez
y cuando.
Unas veces devuelven lo requisado, otras lo arruinan, y en más de una ocasión des-
aparecen los objetos completamente. La consigna es: desde un anillo hasta un au-
tomóvil, aunque de vez en cuando hay hombres honrados que no ponen en práctica
estos usos.

Dos indicios
En el asfixiante “galillo” pasaron más de 48 horas sin que las cosas variaran lo más
mínimo. Cuatro o cinco cigarrillos que alguien logró escamotear al registro, desapa-
recieron durante el primer día, y, en la segunda noche, uno de los del grupo encontró
la solución al asunto de la almohada, haciendo entre los dos pilares del camarote de
madera unan pequeña “hamaca” donde descansar la cabeza. Era mejor que no tener
nada, porque el hombre, acostumbrado desde niño a dormir con algo bajo la cabeza,
no puede conciliar el sueño si se lo quitan.
El primer indicio de lo que pasaba vino cuando uno de nuestros observadores en el
hoyito de la puerta, logró ver a un oficial leyendo el diario del Gobierno que decía en
su titular más importante: “Atentado contra Somoza”.
El segundo fue la llegada de Reynaldo A. Téfel, en pijamas cortas, quien contó que
en la sala de guardia del destacamento, lugar en donde había estado la misma noche
en que recogieron a todos, oyó esta conversación:
Está delicado, pero de buen humor.
A veces se queja, pero siempre “chilea”.
La plática se refería al presidente, bien conocido en todo el país por su buen humor y
su afición a contar “chiles”, generalmente subidos de tono.
Ambas noticias causaron en el “galillo” el consiguiente revuelo y el natural temor de
que la represalia por lo sucedido se extendiera con más violencia sobre los nicara-
güenses, y se desatara definitivamente sobre nuestras cabezas.
Esta última no era una posibilidad extraordinaria ni remota, ya que en más de una
ocasión la familia del presidente, y él mismo, se habían manifestado sobre el caso,
diciendo que no pasarían muchas horas sin que pereciera media población, el día que
le tocaran un pelo de la cabeza al presidente.
De esto había testigos, y más aún, se citaba el caso de un caballero a quien el propio
Anastasio Somoza Debayle enseñó, de lejos, la “lista” de todos los opositores que
tendrían que pagar con su vida, si llegaba a verificarse un atentado contra la vida de
su padre.

31
En el “galillo” se habló del asunto y se midieron las posibilidades del caso, porque en
la historia había pasado algo parecido, y uno de los siete que ya éramos, lo recordó:
—Herodes —dijo— cuando supo que iba a morir, mandó levantar una lista de sus
enemigos con el curioso encargo de que los pasaran a cuchillo el día de su entierro.
Pensaba él que era un buen expediente para impedir que alguien se alegrara, y hacer
el mismo tiempo que todos por parejo sufrieran su suerte.
—Pero, ese era Herodes.
—Sí, aquél era Herodes, y aquí hay una lista. ¿No lo sabías…?
—Eso dicen, pero lo más probable es que todo se concrete a una simple amenaza.
Además, ¿por qué van a matar a los que no tienen nada que ver en el asunto…?
Entonces Reynaldo contó que el mayor Peralta había dicho a unos oficiales que alis-
taran la patrulla, porque esa misma noche iban a comenzar fusilamientos, y aunque
el mayor Peralta no podía decir que alguno de nosotros tuviera algo que ver con un
suceso del cual hasta ese momento estábamos teniendo noticias fragmentarias, era
bien conocido en el país por haber llevado a cabo, dos años antes, la brutal represión
de abril, en la cual fueron asesinadas más de cincuenta personas.
¿Y la lista…? ¿No era verdad acaso que miembros de la familia gobernante se habían
referido a ella en más de una ocasión…? ¿No la sacaban de una gaveta del escritorio
cada vez que algún opositor hablaba amigablemente con ellos para pedirles un favor?
En esa ocasión prevenían al adversario:
—Nosotros sabemos que están conspirando, pero tengan la seguridad de que ningu-
no de ustedes camina dos pasos, el día que nos toquen un pelo de la cabeza.
Hay que advertir aquí, que el presidente tenía la obsesión de los atentados, y vivía
constantemente diciendo que estaba al tanto de ciertos planes fraguados para supri-
mir su vida. Es más: muchas veces noticias acerca de atentados personales contra su
sagrada persona fueron publicadas en el diario oficial; entre otras, una que la gente
llamó con ironía “la conspiración infantil”, porque las esferas oficiales la atribuyeron
a dos muchachos que no pasaban los veinte años de edad.
Los supuestos conspiradores (dos estudiantes que habían venido del exterior) fueron
identificados por la Policía cuando a uno de ellos, detenido por dificultades de trán-
sito, se le encontró una esclava de plata con una inscripción.
La inscripción repetía una frase célebre, muy conocida en México, atribuida a los
niños héroes que murieron defendiendo a su patria en la guerra de Texas.
Fuera de estos naturales temores los primeros días de nuestra vida en el galillo de la
Tercera Compañía, transcurrieron dentro del más absoluto aburrimiento.
Solo rompía la rutina la llegada puntual de la mala comida y las constantes voces
de alarma que a partir de las primeras 24 horas se produjeron noche a noche, en un
galerón vecino, lugar en que se alojaba la tropa del destacamento.
De vez en cuando algún centinela de la loma de Tiscapa llamaba por teléfono a la
sala de guardia y se producía la consiguiente alarma. Otra vez, que se escapó un tiro,
la movilización fue tan completa, que hasta nosotros mismos nos pusimos la ropa,
dispuestos a ver en qué terminaba aquella posible batalla.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Salían y entraban camiones; los oficiales, aparentemente dormían, jugaban a las car-
tas en su covacha durante el día, pero de noche se dejaba sentir la inquietud y la
movilización.
Fueron días turbios, pero rápidos, en que podíamos percibir el paso del tiempo, úni-
camente por los penetrantes toques de corneta del cuartel.
En la ciudad, sin embargo, y en otras cárceles, estaban ocurriendo ya las primeras
cosas terribles.

33
Todos ayudan a vestirse al que
ha tenido la mala suerte de
ocupar el turno: uno le pasa
la camisa, otro los zapatos,
alguien le obsequia el último
cigarrillo, y no falta quien le
advierta que lleve una toalla
para el frío, o simplemente le
abotone con cariño la camisa.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo IV:
Segundo interrogatorio
T odo el que ha estado preso en Nicaragua sabe que cuando los interrogatorios son
de día, generalmente no hay mucho peligro de sufrir los brutales métodos que
usan las autoridades.
La cosa cambia si pasadas las seis de la tarde se escucha frente a la celda del prisio-
nero, el agudo tintinear de las llaves.
Como estas, de todo tamaño, forman un recio manojo, la música que producen acom-
paña con toda certidumbre a un cosquilleo molesto que se propaga desde el estómago
hasta la garganta. En esas circunstancias no es en modo alguno el corazón el que salta,
sino todas las entrañas las que se rebelan en un baile de contorsiones desagradables.
Cuando el “llavero” abre y llama, las conversaciones a media voz que suelen haber
dentro, se apagan, y el sujeto que va al suplicio es objeto de un sinnúmero de aten-
ciones de parte de sus compañeros.
El ritual parece ser siempre el mismo, a pesar de que los presos nunca hablan de él,
ni hacen comentarios. Todos ayudan a vestirse al que ha tenido la mala suerte de
ocupar el turno: uno le pasa la camisa, otro los zapatos, alguien le obsequia el último
cigarrillo, y no falta quien le advierta que lleve una toalla para el frío, o simplemente
le abotone con cariño la camisa.
En el otro lado, el impaciente bárbaro que debe conducirlo, mira con los ojos som-
bríos la escena y trata de impedir con voces bruscas groseras cada uno de los movi-
mientos.
—¡Vamos, vamos, ligero! ¡Apúrese, hombre!
Y lo dice sonando sus llaves, como para ahuyentar la impresión que seguramente
debe causarle la escena.
Por fin se cierra la puerta, y todos rezan. Siempre es exactamente lo mismo: como
cuando lo visten a uno para la muerte, como cuando lo preparan para una ocasión
solemne y dolorosa: solo que esta vez, los trapos son pocos, invariablemente sucios
y siempre los mismos.
Yo he asistido a muchas escenas de esa naturaleza, siempre idénticas. Entre los que
se quedan, se hace primero un silencio y después se comienza a hablar del ausente,
ni más ni menos como se habla del muerto en una vela.
Mas tarde, todos se van durmiendo poco a poco, en un sueño superficial e intranqui-
lo, hasta que al día siguiente la tristeza cede nuevamente su campo al humor.
La vida se rehace, porque ella siempre tiene dos polos que se complementan inexo-
rablemente: el dolor y la alegría, la miseria y la felicidad. Si fuera de otro modo, el
hombre no podría existir.

35
Cuatro o cinco días después de nuestra detención fui llamado; pero no de noche.
La luz del día hirió mis ojos vivamente y me permitió notar el gran contraste que
presentaban mis vestidos con los de otras personas. Estaba asquerosamente sucio,
como puede estarlo cualquiera que viva en un subterráneo, durmiendo sobre el piso,
sin oportunidad de cambiar una sola de sus prendas.
Fui entregado al oficial Ruperto Hooker, quien me condujo en un jeep a las mismas
oficinas de Seguridad que había visitado antes, y que están situadas en una depen-
dencia del Palacio Presidencial. La cantidad de soldados marchando en todas las di-
recciones, los emplazamientos de ametralladoras y cañones de campaña, y el número
increíble de oficiales armados, era impresionante en Tiscapa.
Hooker me llevó a un pequeño cuarto donde una ventana abierta daba paso al lindo
paisaje de la Laguna.
—¡Allí! —dijo señalándome un asiento. Y agregó: —Bueno, vamos a platicar. Tene-
mos tiempo de sobra.
Sentado él frente a una máquina de escribir y yo al otro lado de su escritorio, comen-
zó a hacer un minucioso examen de mi vida.
Su trabajo, verdadera rutina que quizá puede servir en un país donde nadie conoce a
nadie, incluía mil detalles tontos, como son los de mi educación primaria, mis opi-
niones sobre el comunismo y los viajes que había realizado durante los últimos diez
años. Todo fue tedioso y simplón.
Tuvo, sin embargo, dos aspectos que interesan a la relación de esta historia y se re-
fieren, uno de ellos, al cargo principal que más tarde se me haría en un Consejo de
Guerra, y el otro, a las ideas que el señor Hooker tiene sobre los medios de investi-
gación de la Policía nicaragüense.
En cuanto a lo primero, el graduado del F.B.I. norteamericano insistió en preguntar-
me por qué razón el diario La Prensa había publicado la noticia de que en León, antes
de la llegada del presidente, se extremaron las medidas de seguridad.
Tengo que advertir que cuando el señor presidente iba a viajar a esa ciudad, con ob-
jeto de proclamarse candidato a la presidencia de la República para un nuevo perío-
do, la Oficina de Seguridad ordenó el cateo y ocupación de toda la manzana en que
estaba la casa que iba a albergar al presidente. La medida produjo el cierre del Banco
Nicaragüense; esto, como es de suponer, provocó el consiguiente interés de la prensa
nacional y la protesta de los afectados. Entre otras cosas, La Prensa publicó una foto-
grafía de la caja de hierro del banco, cuando era transportada a otro sitio, desalojada
por el viaje del presidente.
—¿Por qué dijeron ustedes que Seguridad había extremado sus medidas…?
—Porque nunca habíamos visto que se cateara toda una manzana y se cerrara la su-
cursal de un banco.
—¿Usted no sabe que en los Estados Unidos hacen lo mismo?
—“No sabía, pero de todos modos, eso no había sucedido nunca aquí, y los diarios
tienen la obligación de informar, especialmente sobre las cosas raras o excepcionales.
—De informar, eh… para venderse, ¿verdad…?

36
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Y el teniente Hooker comenzó a destilar cierto veneno profesional que algunos po-
licías dejan escapar cuando ven a un periodista. Suavemente, sin detenerse, como
repitiendo algo que había oído comentar, habló de La Prensa y sus campañas “ten-
denciosas”, dijo que nosotros relajábamos la “moral” del pueblo, argumentó que cri-
ticábamos a ciertas oficinas sin saber qué hacíamos, y dijo, en el colmo de la audacia,
que al doctor Diego Manuel Chamorro no lo había secuestrado nadie.
—¿Por qué afirmó usted que Seguridad había secuestrado a ese señor…?
—Porque cuando desapareció, el diputado Eduardo Conrado Vado preguntó por él
al director de la Policía, quien se extrañó de saber que hubiera sido “secuestrado”, y
luego fue hecha la misma pregunta al secretario de la Comandancia General, el cual
le dijo que tampoco sabía nada.
—Ajaá. ¿Y eso es todo…?
—Si la policía no sabe, y la Comandancia tampoco, ¿qué otra cosa queda, sino Se-
guridad…?
Hooker hizo relucir sus grandes dientes y dijo con una certeza bastante problemática:
—Pero Seguridad nada tiene que ver con eso. Seguridad es una oficina para proteger
a la gente, no para secuestrarla o hacerle daño; para protegerlo a usted mismo.
—Eso quisiéramos nosotros —contesté—, que no fuera la clase de protección que
ahora nos están dando.
—No me extraña —replicó él— que a usted en otras ocasiones lleguen a golpearlo o
maltratarlo por la forma en que contesta.
Y su sonrisa se hizo una mueca brusca. Luego, sobre el asunto de La Prensa y de sus
publicaciones seguimos hablando largo rato, hasta que verdaderamente exasperado
por el tema, y después de saber por su boca que el presidente se encontraba herido de
varios balazos, dije a Hooker:
—¿Pero qué tiene que ver el periódico con todo esto?
Entonces él, esbozando un gesto que quiso ser malicioso, levantó una punta de la
madeja de odio en que me estaban tratando de enredar desde ese momento, y me dijo:
—¿El periódico…? Tal vez su misión era ablandar el campo para que el trabajo del
asesino fuera más fácil.
Mi sorpresa debe de haber sido muy grande, tan grande como fue la protesta que
formulé, porque el mismo Ruperto Hooker terminó por disculparse:
—Yo no lo estoy incriminando a usted, simplemente comprenda que en nuestra pro-
fesión, el deber manda seguir todas las pistas, aun las que parezcan absurdas.
Quizá, pienso ahora yo, Ruperto Hooker recordó este principio de buen policía, muy
propicio para desvanecer con elegancia sus insinuaciones, y lo digo porque inmedia-
tamente tomó de nuevo posesión de su papel de científico graduado en el F.B.I., para
advertirme:
—Lo que diga usted aquí, vamos a comprobarlo después en el polígrafo.
—Ya me pusieron esa “chochada”— le contesté, todavía violento.

37
— “¿Chochada?” —gritó enfurecido— ¿Por qué usa esa palabra? ¿Por qué se expre-
sa así un hombre como usted…? ¿Le parece que esa palabra es digna de una persona
culta…?
Y Ruperto Hooker, un muchacho moreno de la Costa Atlántica, se levantó de su silla
en nombre de la buena educación, para hacerme el más resentido de los reclamos.
Su descompuesto rostro hubiera podido compararse al de unos de esos lores ingleses,
que aceptan imperturbables la presencia de una persona sucia y con hambre frente a
su escritorio, pero que no pueden, por la finura de su educación universitaria, escu-
char sin sulfurarse una expresión del vulgo, como es la palabra “chochada”, castiza-
mente nicaragüense.
Por algo el hombre había estudiado también en Scotland Yard. Después de las humil-
des explicaciones sobre mi mala educación, que Ruperto aceptó con misericordia,
pero a regañadientes, me condujo otra vez al “galillo”.
Allí estaba mi comida fría, pero guardada con mucho cariño.
Mientras tomaba uno o dos bocados conté la historia de Ruperto, y caí en la cuenta
de lo que pasaba.
De cualquier modo que fuera, “ellos” habían decidido enredarme en el asunto.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

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Capítulo V:
Testigo presencial
A las 6 de la mañana del sábado 29 de septiembre, nos despertamos en el “galillo”
con un nuevo huésped.
El hombre entró llevando un valijín en la mano y fue a situarse al fondo de la bóveda,
en el último camarote. Iba vestido con ropa limpia y suficiente, que contrastaba en
general con la escasa y sucia que nos gastábamos los demás.
En esas circunstancias no hay presentaciones, y cuando la persona no es perfecta-
mente bien conocida de todos, tampoco existen los saludos efusivos.
Por esa razón, que puede llamarse de buena costumbre en las cárceles, no fue sino
hasta un rato después que comenzó la plática.
El huésped se llamaba Rafael Corrales Rojas; había sido llevado a declarar volunta-
riamente por pertenecer al partido del Gobierno, y poco a poco, simplemente porque
era testigo presencial del atentado y conocía personalmente a quien lo llevó a cabo,
había pasado, de colaborador, a sospechoso.
El hombre se acercó a la luz mirando para todos lados, observando el semblante de
los que estábamos en el “galillo”. Luego con voz casi imperceptible y con el terror
dibujado en el rostro dijo:
Estaba allá arriba de la Loma, casi como huésped. Me llevaban comida del Casino
Militar y me interrogaban a cada momento porque yo estuve presente en el momento
justo en que balearon al general, pero hoy en la mañanita oí que llamaban por telé-
fono y el coronel González contestaba: ¿Cómo…? ¿Está agonizando…? Después de
estas palabras el coronel corrió, llamó a otras personas, y cuchichearon entre ellos.
¡Entonces me trasladaron a este lugar! Qué horrible que es esto, ¿verdad?
La voz del hombre se entrecortaba de vez en cuando y nosotros la escuchábamos
en suspenso. Cuando refirió la frase que oyó decir en el teléfono, hubo más de una
interrupción, pero instantánea, porque inmediatamente todos, como electrizados por
el mismo deseo de saber lo que ocurría, dejamos que terminara.
Después vinieron las preguntas:
—¿Cómo fue que dijo…? ¿Quién estaba agonizando…? ¿Cómo había sido el aten-
tado…?
Corrales Rojas repitió la escena que acababa de presenciar en una de las dependen-
cias de Seguridad, y contó después lo que había visto en León. Su testimonio, de pri-
mera mano, fue escuchado por todos sin que un murmullo rompiera el silencio de la
habitación oscura en que estábamos; su figura alta y delgada, medio recostada contra
una de las paredes del “galillo”, susurraba despacio las frases que nos iban llenando
de temor.
Contó que la noche del atentado contra Somoza él se hallaba de pie junto al pre-

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

sidente, quien examinaba un número del diario El Cronista que le mostraba en el


momento mismo de producirse los disparos. Tanto Somoza como su señora hablaban
a Corrales con agradecimiento por las publicaciones del diario, cuando escucharon,
según dijo él, algo así como unos triquitraques, y al volverse él al centro de la sala en
que bailaba la concurrencia, pudo ver a un muchacho revólver en mano disparando
contra el presidente.
Somoza estaba de frente, sentado; Corrales Rojas de espaldas al muchacho y frente
a Somoza.
Al sentir los primeros impactos Somoza dijo:
—¡BRUTO! ¡IMBÉCIL! —y después se recostó en la silla lanzando un ¡ay! de dolor.
Corrales Rojas vio después cómo la gente se levantaba despavorida, y las ametralla-
doras de los guardaespaldas de Somoza vomitaban fuego contra el muchacho cuyo
cuerpo se sacudía en sucesivas vibraciones, hasta caer finalmente al suelo manchan-
do la mitad de la sala con su sangre. Entonces Corrales lo reconoció y dijo:
—¡Ay Dios mío! Si es el poeta López.
Después palpó el pecho de Somoza para comprobar si estaba herido, creyendo que
las balas no habían dado en el blanco, hasta que lo notó inmensamente pálido y
desmayado sobre el asiento del banquete que presidía. Corrales ayudó a trasportarlo
fuera del recinto, hasta el automóvil que lo condujo al Hospital de León.
—Fue horrible —decía Corrales—. El coronel González se acercó al cadáver de
López, haciéndole saltar los ojos a balazos; le apuntó dos veces, y disparó en cada
ojo, a medio metro de distancia.
Corrales conocía a López Pérez porque frecuentemente este publicaba trabajos lite-
rarios en los periódicos de León. Pocos días antes de consumar su atentado contra
Somoza, Rigoberto había llevado un artículo a El Cronista, dedicado a un anciano
maestro de escuela, el que le enseñaba las primeras letras.
Corrales dijo que él había sido siempre un incondicional amigo de los Somoza y,
sobre todo, de la familia Debayle, a la que pertenece la esposa del presidente.
Nosotros sabíamos esto perfectamente bien y, desde luego, no podíamos explicarnos
cómo era que Corrales llegaba a hacernos compañía.
Pero allí estaba, y debía aceptar la realidad. Y se lamentaba, comentando el trato que
le daban durante los interrogatorios y las absurdas sospechas de que lo hacían vícti-
ma, después de haberles servido durante toda su vida.
Efectivamente, Corrales Rojas decía la verdad. Contando a la sazón con unos trein-
ta y seis años, y Somoza veinte y dos de ejercer la dictadura, el trémulo periodista
leonés había pasado más de la mitad de su existencia al servicio de los Somoza. En
medio de todas estas congojas quería hacer constar que no le habían torturado. Hasta
ese momento, porque después le rompieron una costilla.
No podía decir lo mismo un amigo suyo, llamado Zelayita, y a quien había visto ape-
nas hacía unos días en las salas de tortura de la Casa Presidencial.
—Zelayita no se puede ni levantar—decía—. Lo tienen como loco, está como idio-
ta…

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Y cuando volvimos a preguntarle sobre lo que le habían hecho a él, refería que lo
interrogaban incansable, larga y continuamente sobre la misma cosa, porque los po-
licías “científicos” del país sostenían, que estando junto al presidente enseñándole un
periódico en el momento del atentado, tenía que ser culpable. Sí culpable, porque con
el periódico estaba acomodando el cuerpo del presidente y distrayendo su atención,
para que fuera fácil blanco de la pistola de Rigoberto López, sin tornar en cuenta que,
por la posición misma en que se hallaba Corrales, su cuerpo estorbaba más bien la
visión de quien disparaba.
Esa misma cosa hizo ver Corrales Rojas a Anastasio Somoza Debayle durante un
interrogatorio. Y recalcó que el hecho de haber estado junto a su padre en el mo-
mento del atentado, había sido una defensa para el presidente, a pesar de su destino
inevitable.
La contestación de Somoza Debayle fue característica:
—¿Y de qué te quejás, pues? … ¿No estás contento de haber colaborado con nosotros?
La frase cesárea y tremenda no podía pasar inadvertida ni a un incondicional, porque
la amistad tiene sus límites, su decoro, y no llega, por lo menos en la concepción de
una mente de nuestra época, al servilismo esclavizante de gozar con el sufrimiento,
cuando este es causado por razón del César.
—Esa misma noche— continuó Corrales— toda la gente somocista que asistió a la
fiesta del Club Obrero donde tiraron al presidente, fue echada a la calle, con las ma-
nos sobre la cabeza, encañonada por la guardia presidencial.
Las escoltas del herido pusieron a la concurrencia en fila y la hicieron caminar hasta
el parque.
Allí, hombres y mujeres, todos somocistas, pasaron largas horas de espera, inmóviles
ante la amenaza de los soldados armados de fusiles y ametralladoras; y al salir el sol,
se encontraban todavía en la calle.
Vea, amigo era horrible. Algunas mujeres se orinaron…. y toda la calle quedó llena
de malos olores…
Después, la narración seguía llena de interjecciones que demostraban el terror del
testigo; nosotros mismos estábamos asustados, porque si a Corrales, que era amigo
incondicional de los Somoza, le había pasado eso, ¿qué podía esperar a los adversa-
rios de siempre?…
El caso de Zelayita, el que decía Corrales que estaba ya como loco, era peor. A ese
pobre muchacho le entregaron un día cierto sobre, para que a su vez lo diera a otra
persona de Nicaragua, advirtiéndole que provenía de un exilado. Zelayita se lo llevó
a Corrales porque tenía miedo de hacer él mismo la denuncia.
Sucede que en Nicaragua, cuando un hombre conoce algo que puede tener que ver
con la Policía, se calla o se esconde, porque no solo los culpables, sino también los
testigos van a la cárcel. Zelayita, que sabía muy bien eso, quiso ampararse en la amis-
tad que Corrales tenía con los Somoza, y le entregó el sobre.
Pero Corrales, que también conocía los métodos, prefirió ir directamente al tronco y
no pasar por las peligrosas ramas. Habló a Somoza de la carta, y Somoza le dijo que

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

comunicara la noticia al coronel Silva y al teniente Malespín.


Ninguno de ellos hizo caso a Corrales, y la carta, aunque parezca increíble, no fue
abierta. Cuando balearon a Somoza, alguien se acordó, y entonces insistieron en cul-
par a Zelayita y a Corrales porque no la habían entregado.
Ironías del destino, o enredos de las intrigas palaciegas que ocurren cuando hay un
hombre omnipotente. Porque también Corrales, el día que mataron a Somoza señaló
durante la reunión de la Convención Liberal, efectuada en León, a Rigoberto López
Pérez, diciendo a Óscar Sevilla Sacasa, hermano del yerno del dictador:
Ese hombre que está allí sentado, no es amigo.
Y Óscar Sevilla Sacasa (volviendo a ver para otro lado), contesto:
—Ajá…
Todo esto lo repitió Corrales en la investigación, y nos lo contó el día mismo en que
Somoza agonizaba. Se encontraba asustado, y el terror afilaba más su rostro delgado
y suave que se apagó cuando la conversación, mantenida casi únicamente por él,
terminó con este párrafo:
—Medio León está preso: jóvenes, viejos, somocistas, opositores… todos; y el hom-
bre está agonizando, porque yo lo he oído. Si ese hombre se muere, nos matan a
todos, a toditos.
Eran las seis de la mañana… cuando el desayuno entró el 29 de septiembre al “gali-
llo” de la Tercera Compañía.

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Se nos hacía difícil creer que
el atentado hubiera llegado a
tener consecuencias tan graves.
¿Cómo podía estar agonizando
el presidente, mientras los
oficiales del destacamento
asistían al cine todos los días, o
jugaban interminables partidas
de naipe?

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo VI:
Cuando él murió
P lutarco Anduray entró al “galillo” con sorpresa. Lo habían traído en tren de Chi-
nandega y luego a pie por todas las calles de Managua, hasta llegar a la propia
loma de Tiscapa. Nunca había visitado antes la fortaleza, y el aparato militar que se
encontraba en ella tenía por fuerza que parecerle extraordinario. En Chinandega tam-
bién había muchos presos, pero el comandante del lugar solo recibió orden de enviar
a Plutarco.
¿Por qué sería? Y luego contaba su tránsito por la población, escoltado por una guar-
dia que le impidió tornar un taxi.
—¿Viste algo raro...?
—No, nada. Solo una bandera a media asta, pero eso puede indicar cualquier cosa,
porque si “el hombre” hubiera muerto, estoy seguro de que la población se vería
agitada; algo pesado se sentiría en el ambiente, y allí no hay indicios extraordinarios.

9 a.m.
El tiempo comenzó a pasar a cuentagotas. Los nueve del “galillo” íbamos de un lugar
a otro dentro de la más terrible tensión, tratando a toda costa de percibir una señal, un
indicio que nos confirmara la noticia, que los dos nuevos huéspedes habían apenas
esbozado.
Se nos hacía difícil creer que el atentado hubiera llegado a tener consecuencias tan
graves. ¿Cómo podía estar agonizando el presidente, mientras los oficiales del des-
tacamento asistían al cine todos los días, o jugaban interminables partidas de naipe?
La noticia traída por los recién llegados chocaba contra la natural creencia de todos
nosotros; contra la lógica más elemental que habíamos adquirido a través de toda
nuestra vida. No podían las cosas ser tan simples; era imposible que aquellos hom-
bres sirvientes inmediatos de los Somoza, no sufrieran la natural impresión de un su-
ceso con perfiles tan graves. ¿Por qué pasaban todo el día oyendo música en el radio,
durmiendo, o entretenidos durante la noche en ver películas?

Las 10 a.m.
A media mañana el capitán Pablo Rivas entró a la celda y llamó al doctor Enrique
Lacayo Farfán:
—Doctor: ¿dónde está su automóvil?
—No sé, capitán. Debe estar reparándose en algún garaje.
—Entonces, doctor, me va a firmar una orden para que lo entreguen.
Inmediatamente vinieron el papel y el lápiz. Después la orden seca, dictada por el ofi-

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cial y la firma del médico, puesta allí con tristeza, pero sin asombro, porque a pesar
de que un automóvil valía 35 000 córdobas el modo de arrebatarlo era bien sencillo.
El doctor había recibido el vehículo como obsequio de su numerosa clientela, se lo
regalaron porque tomado preso en 1954 y sometido a un Consejo de Guerra por los
llamados sucesos de abril, el Gobierno le quitó dos carros que tenía, en la misma
forma simple y brusca de ahora.
Bien llevada la cuenta, los automóviles perdidos eran cuatro. Los dos de 1954; otro
que le obsequiaron y que se destruyó en un accidente mientras el doctor iba a un mi-
tin político, y el cuarto que le dieron para reponer el último.
Mientras Pablo esperaba satisfecho por su orden, le preguntamos:
—Capitán, ¿parece que a ustedes les gusta el cine?
—Si —contestó con un guiño—. Les damos a los muchachos películas de esas que
usted sabe, para viejitos —y sonrió con malicia.
Con eso quería decir que la costumbre de dar películas pornográficas en los cuarteles
de la Guardia Nacional, no se había interrumpido, ni durante esos días de duelo.
Porque la Guardia Nacional de Nicaragua, acuartelada a veces durante semanas en-
teras, esperando las reacciones populares que los tiranos saben calibrar en la medida
de sus propios excesos, necesitaba diversión. Y para nadie es un secreto que esta se
alternaba frecuentemente entre películas instructivas de cómo sofocar rebeliones,
simples cintas de distracción honesta, y películas pornográficas. Nosotros habíamos
hecho la pregunta extrañados de que el cine, aún después del atentado a Somoza,
siguiera funcionando, y la contestación de Pablo aumentó nuestra duda principal:
¿Sería posible que el presidente hubiera muerto…?
Todos callamos, y un segundo antes de que la puerta se cerrara, logramos de nuestros
visitantes un cigarrillo.
—¡Un cigarrillo a cambio casi de un automóvil! ¿Qué te parece…?
—Ladrones —comenté yo.
Y todos nos sentamos en los camarotes a fumar.

Las 11 a.m.
A las once de la mañana, el mayor Francisco Büchinsting fue visto desde nuestro ob-
servatorio con una cinta negra cosida a manera de brazalete, pero la polémica entre
los que no podíamos rendirnos a la idea de que la muerte del presidente sucediera
sin despertar mayor sensación en el cuartel, y quienes pensaban que las noticias
obtenidas eran suficientes para estimar que ya había fallecido, volvió a comenzar.
Büchinsting anda de luto.
—Sí, pero solo él.
—Es cierto, y si fuera por el “hombre” más cintas negras.
—Tal vez sí.

46
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

A las doce, que llegó el almuerzo, fueron vistas dos cintas negras más. Después una
tercera, y luego una cuarta, pero en el cuartel no se sentía movimiento alguno, ni
expectación, ni pasos apresurados, ni preparativos de ninguna especie. Nada que
hubiera hecho representar la tremenda transformación que acababa de experimentar
la historia de Nicaragua.

Las 2 a.m.
La tarde transcurrió, dramática y tremenda, la ansiedad en que estábamos nosotros
aumentaba y disminuía a medida que nuevos indicios daban fuerza, o desbarataban
los argumentos de que el presidente estuviera muerto.
Por una rara casualidad, la comida fue mejor ese día, y en los ecos lejanos de una
radio que usaban los guardias, pudimos saber que el hijo mayor del presidente, había
sido proclamado presidente, por el Congreso.
—¿Qué significaba eso…?
La mayoría pensó que estando el presidente herido en un hospital de Panamá, lo
natural era designar a alguien para que ocupara su lugar provisionalmente, y como
era lógico en la organización dinástica de la dictadura nicaragüense, ese alguien solo
podía ser el hijo mayor del presidente.
Pero muerto no podía estar, porque seguían las risas entre los oficiales, y a las parti-
das de naipes se había agregado ahora una reñida competencia de ping pong… Im-
posible, no podía estar muerto.
Las 6 p.m.
A las seis de la tarde casi todos los soldados y oficiales tenían su brazalete negro, y a
las siete, después de la cena, se sentaron juntos en rueda y comenzaron a hojear los
periódicos. La tesis promuerte iba ganando terreno.
Al fin, de lejos supimos la verdad: Aquellos titulares enormes, la palabra “Duelo” y
los retratos del mandatario, vistos en los diarios que leían los oficiales a través de una
minúscula hendija en la puerta de madera que cerraba nuestro “galillo”, eran ya una
completa evidencia.
Pablo Rivas llegó un rato después y dijo:
—¿En cuánto tiempo podrían leer ustedes un periódico…?
—En diez minutos, capitán.
—Tornen pues este —y alargó un número de La Prensa con el rótulo fuerte que de-
cía: EL PRESIDENTE SOMOZA HA MUERTO. Y agregó luego, siempre con su
habitual ambigüedad:
—No tengan nada que temer.
La notificación había sido clara, y como tal la entendimos nosotros. Es muy posible
que Pablo Rivas no hubiera tenido acceso a la camarilla que decidió no matar a nadie
a raíz de la muerte del presidente, pero nada extraño era que conociera esa decisión,
porque una de las características de Pablo Rivas había sido precisamente cumplir mi-
siones como la que significativamente nos revelaban sus palabras: “No tengan nada

47
que temer”. La frase nos pareció extraordinaria y alivió momentáneamente la tensión.
Porque cuando los llamados sucesos de la Mina la India, en el año 1947, Pablito dejó
decenas de muertos en la llamada Cuesta del Coyol, y cuando los sucesos de abril de
1954, si bien es cierto que no tuvo oportunidad de “combatir” contra los prisioneros
desarmados que se entregaron voluntariamente al Gobierno sin haber disparado un
tiro, para ser luego asesinados, desempeñó más de una misión “extraordinaria”.
En el “galillo” se hizo memoria del hecho, y yo recordé la noche de 1955 en que
murió don Ramón, en las cárceles de La Aviación.
Pablito era el comandante, y hasta ese momento solo lo habíamos visto matar a
garrotazos a una perra parida con siete cachorros. Inyectados los ojos de sangre,
enfurecido como un loco, Pablito corría por los amplios corredores de la prisión
persiguiendo al pobre animal que chillaba lastimeramente, sin decidirse a dejar a sus
críos, para salvar la vida. El mango de una escoba, accionado unas veces por Pablito
y otras por un sujeto que le servía de ayudante, cayó sobre la perra hasta dejarla exá-
nime, y luego sobre los cachorros, que aún no habían abierto los ojos.
¿El motivo?…
Jamás logramos averiguarlo y, por otra parte, todos estuvimos claros de que no exis-
tía. Porque así como Pablito tenía momentos de gran urbanidad comportándose su-
perficialmente como un caballero, de vez en cuando se enfurecía y no podía calmarse
hasta ejercer la violencia, ya fuera maltratando a un hombre o asesinando a una perra
parida, con todo y sus siete cachorros.
Ese día, como su ayudante no actuara con la debida energía, tratando, por omisiones
bien visibles de salvar a la perra, Pablo le dijo:
—Hijueputa: si fuera un hombre, no te hubiera dado tanto asco darle el garrotazo.
El asunto de don Ramón fue distinto.
Pablo ordenó primero que se hiciera un silencio absoluto en toda la cárcel y que los
presos ocuparan sus camarotes. Los vigilantes se pasearon por los corredores más
precavidos que nunca, mientras don Ramón, un sujeto cuya identidad nadie ha podi-
do averiguar todavía, era sacado de su celda y colocado en otra, contigua al portón
de la sala de guardia.
Antes de esto, ya habíamos nosotros obtenido el primer indicio, porque un chavalo,
de los tantos que viven allí guardando prisión por vagancia, pasó junto a la celda que
ocupábamos y dijo:
—¡Papa, Papa, hoy se van a volar a don Ramón!
“Papa” era el nombre con que designaba a cualquiera de los de nuestra celda, eviden-
temente mucho mayores que él.
Más o menos a las nueve de la noche, vimos salir al preso amordazado con un pañue-
lo, y al día siguiente todo el penal sabía hasta el sitio donde lo fueron a enterrar. Lo
mataron con un tubo de cañería, a golpes.
Es más, en una semana hubo que remendar la cosa, porque el tufo del muerto entraba
en todas partes, y como los sumideros eran nuevos, nadie podía creer que el mal olor
procediera de ellos.

48
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

La explicación de los guardianes fue simple: los zopilotes habían desenterrado las
tripas de una gallina… Y enviaron nuevamente a enterrarlas.
Por eso fue que cuando Pablito Rivas dijo en el “galillo”, la frase tan inesperada que
he transcrito, todos nos sentimos obligados a otorgarle el beneficio de la duda, cuan-
do no a tomarla en un sentido estrictamente contrario, por venir de quien venía.
No pudimos conciliar el sueño y esperamos vestidos hasta la madrugada, envueltos
en una madeja de conversaciones o silenciosos recuerdos llenos de ternura, mientras
escuchábamos el repique de múltiples telefonemas y el constante salir de patrullas
en jeeps y camiones.
Cuando el sol comenzó a dejarse entrever por las hendijas de nuestra puerta, está-
bamos agitados, pero tranquilos.
Entonces pensamos que la oportunidad de hacer la esperada masacre, había pasa-
do, por lo menos de momento, y alguien dijo:
—Trataremos, pues, de dormir, porque de día ellos nunca matan.
Forma muy subjetiva y optimista de contemplar nuestra situación.

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50
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo VII:
Pasado y futuro
S omoza estaba muerto. Su larga carrera de hombre público, encaminada a hacer de
Nicaragua un gran feudo propio, había concluido; sus extensos años de dominio
sobre todo un pueblo, se presentaban a nuestra imaginación con las profundas notas
de la radio, llevando a todos los rincones de Nicaragua la música que acompañaba
su duelo.
Comenzó en el año 1934, cuando ordenó matar a Sandino. Continuó en el año de
1936, cuando decidió derrocar a su tío Juan Bautista Sacasa de la presidencia. Se
postuló como candidato y ganó unas elecciones el mismo año; cambió la Constitu-
ción del país en 1939; tuvo una crisis de poder en 1944 y permitió que le sucediera en
1948 el doctor Leonardo Argüello. Lo botó 27 días después de su toma de posesión, a
la cual asistieron más de 30 delegaciones de todo el mundo, y puso en el Gobierno a
un señor pelele, llamado Benjamín Lacayo Sacasa. Después hizo una nueva Consti-
tución en el año de 1948 y sustituyó a Sacasa por el doctor Víctor Román Reyes. Este
murió en 1950 y Somoza cambió nuevamente la Constitución y se eligió presidente
por el término de seis años.
Los estaba concluyendo y había reformado la Constitución otra vez para reelegirse,
cuando le sorprendió la muerte, escondida en las balas de un pequeño revólver 38,
calibre corto, accionado por Rigoberto López Pérez, un muchacho desconocido a
quien en la ciudad de León, de donde era originario, apodaban “El Chino”.
Durante el tiempo que gobernó Somoza, Nicaragua, como todos los países latinoa-
mericanos dominados por dictaduras, iguales a la suya, aparentaba ser una democra-
cia, pero no lo era.
Tenía un Congreso presidido por el hijo de Somoza, Luis, quien llevaba todos los
días desde el palacio de su padre la vigilante consigna de lo que convenía hacer; en
sus bancas había cabida para un grupo de opositores que gritaban de vez en cuando
algunas verdades al Gobierno, pero sus votos jamás podían derrotar a la mayoría
impuesta por Somoza; su Corte Suprema había ido cayendo desde una relativa inde-
pendencia, hasta la más absoluta dependencia de sus caprichos y órdenes. Había un
puerto que llevaba su nombre, un pueblo que se llamaba “Villa Somoza”, una aveni-
da Somoza, un parque con el nombre de su hija (Lilian), cuyo retrato se ostentaba en
los billetes de un córdoba (unidad de moneda nacional); tenía innumerables bustos,
lo condecoraban cinco o seis veces al año y frente a la entrada principal de un esta-
dio, al que puso su nombre, había una estatua suya de bronce que lo representaba a
caballo, vestido de militar y cuajado de medallas.
Su megalomanía lo llevó a veces al ridículo de propalar por todos los medios de pu-
blicidad conocidos, lemas como una que decía: “Nicaragua en marcha con Somoza
al frente”. Era una copia de la conocida frase de la marca de automóviles Ford… “el
mundo en marcha con Ford al frente”…

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Nicaragua estaba poblada de fotografías suyas en toda clase de posiciones; entre ellas
una que ostentaba el título de “Pacificador”, y otras que decían imitando la fraseo-
logía del exdictador de la Argentina Juan Perón… “Somoza cumple” o simplemente
“Somoza creó una Doctrina y forjó una Patria Nueva”.
Había gobernado oficialmente 20 años, enmarcado en los rasgos típicos del dictador
occidental, que son la violación constante de la ley por el más fuerte y la voluntad
arbitraria, impuesta siempre a todo trance. Su filosofía de mando estuvo concretada
en la necesidad de hacer prevalecer su capricho sobre las normas legales, para bien,
o para mal: si iba a hacer un favor, o iba a hacer un daño, ambas actuaciones tenían
necesariamente que estar al margen de la ley. Así ordenaba a sus propios tribunales
militares condenar a una persona a una determinada pena, y una vez escrita la senten-
cia mandaba que se le aplicara otra, ya fuera esta más grave, o más leve.
Su carrera, cuyo fin presenciamos muchos nicaragüenses una tarde lluviosa del mes
de septiembre, llena de truenos en la atmósfera, y de cañonazos rítmicos que hacían
temblar el suelo de Managua, fue hija de la ocupación norteamericana en Nicaragua.
Los interventores crearon un Ejército eficiente y fuerte, y al cabo de su misión, lo
dejaron a él como hombre fuerte dentro del Ejército. De este primer peldaño subió,
poco a poco, hasta escalar las cumbres más remotas del poder cesarista, el lugar en
donde ya no se permiten las más ligeras críticas de los adversarios ni las indicaciones
de los ministros; estos últimos, según frase textual de uno de ellos, muy celebrada
por cierto en Nicaragua, no eran más que escribientes del presidente.
Siempre que se presentaba a una elección tenía que ganarla. Su sistema era simple y
no aceptaba pérdidas posibles de ninguna parte: los que hacían el escrutinio, gente
siempre que se contaban entre sus allegados, apelaban al cínico expediente de inver-
tir las cifras, o de contra los votos sin examinar el nombre del candidato que aparecía
en ellos.
Un testigo presencial me contó una vez la forma en que hicieron el recuento de una
urna, en la ciudad de Masaya, por cierto:
La abrieron con una gran solemnidad —me decía— y luego que el presidente de la
mesa acomodó todas las papeletas de votación con la parte impresa hacia abajo, co-
gió un buen legajo de ellas con una mano y dijo: “estos son los votos de nosotros…
lo que queda, es de la oposición…”, y acto seguido comenzó a contar.
Así fue como logró instalar en el poder en 1948 a un candidato propio, contra la coa-
lición de los partidos Conservador y Liberal Independiente, y cuando 27 días después
de inaugurado en el mando se vio en la necesidad de botarlo porque no se dejaba
gobernar por él, dijo abiertamente a todo el que quiso oírlo:
—Este viejo tonto se creía presidente… ¡y sabe que ni siquiera sacó 10 000 votos!
El viejo era el doctor Leonardo Arguello, quien aceptó ser candidato de Somoza con
la esperanza de llegar al poder, impuesto por el dictador, pero no para ser un siervo
obediente suyo, sino para echarlo del país y librar a Nicaragua de su amenazante
corrupción.
Somoza fue jefe del Partido Liberal Nacionalista de Nicaragua, entidad política a la
cual absorbió en una forma tan completa, que durante sus últimos tiempos, cuando
se trataba de escoger candidatos para diputaciones y senadurías en el Congreso, la

52
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Convención del Partido delegaba en su jefe máximo todos los poderes y prerrogati-
vas que de acuerdo con sus estatutos le correspondían.
Los derechos humanos fueron virtualmente suprimidos durante su permanencia en el
poder, a pesar de que constaban en todas las constituciones que dio a Nicaragua, en
amplios y bien hilvanados capítulos. Muchos hombres padecieron largas prisiones
sin juicio, otros fueron extrañados del territorio nacional, o confinados a islas semi-
desiertas; otros golpeados brutalmente por la fuerza pública, y hay una verdadera
legión de nombres que corresponden a los que murieron asesinados en una u otra
forma durante su Gobierno.
Lo que significaba el Habeas Corpus puede quedar ilustrado con la experiencia del
doctor Agapito Fernández, ciudadano opositor de la ciudad de Jinotepe.
—Una vez —me contaba Agapito— había cerca de 30 presos en Jinotepe, y yo fui el
único que pedí a mi familia interponer un recurso legal de Habeas Corpus. Pasó el
tiempo, y al cabo de unos días, llegó hasta nuestras celdas el coronel Julio Somoza,
hermano del presidente de la República, quien nos ordenó salir al corredor y formar
filas.
Este Julio Somoza fue bien conocido en Nicaragua por sus múltiples atropellos y
asesinatos. En una ocasión violó el cementerio de Jinotepe irrespetando la sagrada
memoria de los difuntos.
—¿Quién de todos es el que interpuso el Habeas Corpus? —preguntó Somoza.
—Yo —dijo el doctor Fernández.
—Entonces —replicó el militar— van a salir todos, menos vos.
Y así fue, porque el rasgo característico de la dictadura de Somoza, era su constante
actitud agresiva frente a la ley, apoyado seguramente en una íntima necesidad que
sentía de estar al margen de ella. Somoza y la ley eran contradictorios, tanto como lo
son la dictadura y la democracia. Él era un tirano en todo el sentido de la palabra, un
hombre que pretendía estar encima de todo, y que únicamente obedecía los dictados
de su propia emotividad.
Cuando ponían en la cárcel a alguna persona, los amigos del dictador que conocían
bien su carácter, advertían a los familiares del preso:
—No hay que reclamar nada, porque es peor.
Cuando se atacaba a un ministro, Somoza estaba con él; pero si era motivo de ala-
banzas, inmediatamente venían las sospechas y el hombre afrontaba el riesgo de caer.
Su vicio por el ejercicio del poder no reconocía límites de ninguna clase; para él lo
esencial era sobresalir en todo; mandar, aunque fuera contra la razón y la lógica. Por
eso, mientras amasaba una fortuna inmensa, que ninguno de los otros capitalistas del
país había siquiera soñado; y monopolizaba todos los honores de la república para él
y sus hijos, estaba también en los pequeños detalles: su equipo de béisbol no podía
perder, sus caballos de pura sangre debían de ganar en el hipódromo, y sus ejempla-
res vacunos tenían que salir premiados en las ferias agropecuarias.
Ahora Somoza estaba muerto. Había dejado atrás todo el inmenso poder de las fabu-
losas riquezas acumuladas en 20 años de mando, pero listas para caer suavemente,

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aún a pesar de su violenta desaparición del mundo de los vivos, en manos de sus
herederos.
Estos eran dos: el hijo mayor, llamado Luis Anastasio, y el hijo menor, llamado
simplemente Anastasio. Uno de ellos fue durante los últimos días de su padre, presi-
dente del Congreso y primer designado a la Presidencia de la República; el otro, jefe
director del Ejército, jefe del Estado Mayor, jefe de la Fuerza Aérea, y director de la
Academia Militar. Los dos vivieron como actores principales el drama de los últimos
años de su padre, siempre en el pináculo del poder, y siempre amenazados por la
constante rebelión del pueblo nicaragüense, que jamás aceptó el sistema.
Junto con su padre también habían llevado a cabo las últimas represiones políticas,
especialmente la que siguió al 4 de abril de 1954, fecha en que un grupo de hombres
armados penetró al territorio nicaragüense, dispuestos a derrocar a la tiranía somo-
cista. Conocían todas las argucias del fallecido dictador y sabían manejar su máquina
vengativa y cruel.
Yo fui un opositor al régimen de Somoza desde mis años de estudiante en la Univer-
sidad Central de Managua, en 1944; lo había combatido escribiendo en el diario de
mi padre La Prensa, y sufrí constantes persecuciones en todos los terrenos conocidos.
Al enterarme de la muerte del dictador sentí, como es natural, que el derrumbe vio-
lento de aquellos 20 años de mando absoluto, tenía que afectarme; ellos me consi-
deraban como uno de sus principales enemigos, porque el diario que estaba bajo mi
dirección era el principal del país, y no daba cuartel a su política despótica e inmoral.
Pero la verdad es que nunca me imaginé hasta dónde podía llegar ese derrumbe, por-
que estaba lejos de conocer la rama del atentado, y se me hacía imposible suponer
siquiera que alguien pretendiera mezclarme en él.
De las cárceles de los Somoza tenía una dolorosa experiencia. Sabía que torturaban
y asesinaban a sus prisioneros, había escuchado relatos de muchos compañeros que
estuvieron recluidos conmigo más de un año después de abril de 1954, recordaba ha-
ber visto una vez a Anastasio Somoza Debayle con una venda de boxeador atada a su
mano derecha, entrar a una pequeña estancia de donde salieron los quejidos del ma-
yor Domingo Paladino, quien atado de manos y pies recibió estoicamente los golpes
del hijo menor de Somoza. Paladino me lo confirmó después… como tantos otros;
sabía que junto con Teodoro Picado, hijo, Anastasio Somoza Debayle había colgado
de los testículos a Jorge Rivas Montes; conocía la historia de mis primos Humberto y
Tito Chamorro, de Julián Salaverry, de Fernando Solórzano y de centenares de otros
nicaragüenses torturados en las investigaciones presididas por los Somoza… pero a
mí nunca me habían hecho eso.
¿Qué iba a pasar, ahora que la historia misma de Nicaragua se conmovía con la muer-
te del hombre, que se instaló en su gobierno durante 20 años…?
En la asquerosa prisión que nos servía de alojamiento sabíamos lo que significaba la
desaparición de Somoza, cuya familia había aprendido de él a gobernar solo por la
violencia.
Del “galillo” de la Tercera Compañía se llevaron una tarde al doctor Enrique Lacayo
Farfán, y un día después llegaron a pedir sus escasas pertenencias… una sábana, una
toalla, y algunas prendas de ropa sucia.

54
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Enrique no volvió.
El entierro de Somoza ya había pasado y el destino de sus enemigos comenzaba a ser
acariciado por los hijos del muerto.
Anastasio Somoza Debayle con una venda de boxeador atada a su mano derecha
estaba allí.
—Como olfatean los felinos—, que saltó en el interior de su ser el deseo de estrujar-
me, de deshacerme.  Y yo estaba allí, en una noche secreta, solo, inocente, inerme. 
Mi enemigo se presentaba tal cual era.
Se había dejado arrastrar, en mi presencia, por un extraño sentimiento de destruc-
ción que no cabía en su ser.
Una pequeña puerta comunicaba también con el “Cuarto de Costura”, convertido,
según debería saber unas horas más tarde, en innoble cámara de tortura.
Comienza la gran lucha por la integridad del honor… y de la vida.

55
Saltó en el interior de su ser
el deseo de estrujarme, de
deshacerme. Y yo estaba ahí,
en una noche secreta, solo,
inocente, inerme. Mi enemigo
se presentaba tal cual era.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo VIII:
En el atrio de Caifás
U na noche me llegó la hora.
Jugábamos “casino” con un viejo mazo de naipes introducido por medio de un
albañil que trabajaba en el cuartel, y mientras nos hallábamos momentáneamente
abstraídos y olvidados de todo, sonaron las llaves junto a la puerta. Hubo un ligero
titubeo, y después de ceder el candado, alguien metió la cara por la hendija.
—Chamorro… Pedro Joaquín… —llamó.
—Sí, señor.
—Vístase.
Ese breve y seco diálogo dejó la estancia en el más absoluto silencio, solo interrum-
pido por los pasos de los compañeros que buscaban una camisa, el raquítico paquete
de cigarrillos para dármelo entero, junto con tres o cuatro fósforos y unas palmadas
para indicarme que estarían conmigo. Lo más que uno podía llevar en el viaje.
Afuera llovía. Los soldados, cubiertos con sus capotes de campaña brillando bajo las
luces de los focos o semiocultos, daban a la noche un aspecto más lóbrego. El piso
estaba resbaloso y en la covacha de los oficiales se veían lejanamente las mismas ca-
ras de los hombres dedicados al pocker, eterna y tranquilamente dedicados al pocker,
mientras a su alrededor se tejía la tragedia.
Los dos oficiales que me acompañaban caminaron junto conmigo hasta un desvenci-
jado jeep, en el cual nos acomodamos, ellos adelante y yo atrás, emprendiendo una
difícil marcha porque el vehículo se negaba continuamente a obedecer, sobre todo
a subir las empinadas cuestas que comunicaban la Tercera Compañía con el propio
Palacio Presidencial. Después de repetidos esfuerzos los oficiales decidieron bajar,
camino de Managua, para subir por la calle principal, por el final de la Avenida que
el Gobierno llamaba Roosevelt, y el pueblo de Nicaragua, César Augusto Sandino.
Era otro contraste.
Los innumerables retenes de soldados encapotados y armados de subametralladoras
que íbamos pasando, encendían sus lámparas de mano y las volcaban sobre el inte-
rior del vehículo; buscaban, buscaban siempre algo que no fuera lo de rutina para
informar o detener, porque la búsqueda en la tiranía de los Somoza no terminaba
nunca, y las investigaciones se hacen aún en los vehículos militares, tripulados por
gente de servicio en la misma Casa Presidencial.
El jeep logró subir la última cuesta y se detuvo frente a la escalinata principal del
Palacio de Tiscapa, por la cual entramos los tres: un oficial delante, yo en medio, y el
otro detrás de mí. Pasamos por un salón en donde descansa sobre una mesita forrada
de terciopelo rojo, cubierta con un vidrio, la réplica del sable de San Martín, que el
depuesto dictador de la Argentina, Juan Domingo Perón, regalara a Somoza.

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Las luces hacían brillar espléndidamente todo, y el mobiliario resaltaba con más
lustre a mis ojos, acostumbrados a la penumbra después de cuarenta días de encierro
en el “galillo”; el piso semejaba un enorme espejo de colores, y el espacio aparecía
a mi imaginación inmenso, porque mecánicamente yo tendía a compararlo con el
incómodo encierro de donde procedía.
Desde el fondo de la sala, en un lugar más pequeño, cuya entrada custodiaba un sar-
gento armado de ametralladora y cuya puerta estaba a medio cubrir con una cortina
negra recogida, detuvo nuestra marcha, de la manera más inesperada e impresionan-
te, un estruendoso grito:
—¡TENIENTE PARRALES! ¿QUÉ LE PASA…? ¡LLÉVELO POR ATRÁS!
El aludido, que iba delante de mí, se detuvo en seco, con el semblante pálido, que-
riendo aparentemente dar una explicación. En ese momento, detrás de la cortina pude
ver las figuras de dos hombres sentados ante la mesa.
Uno de ellos, el coronel Carlos Silva, bajito, achinado, cobrizo, retrato fiel de un ja-
ponés con la cabeza baja y un legajo de papeles en la mano; escuchaba al otro, alto,
gordo, con el rostro reluciente de ira y los ojos negros sombreados de ojeras; era el
que había gritado: se llamaba Anastasio Somoza Debayle.
Se había puesto de pie, junto a la mesa, y su mirada fija por un instante en mí, dejó
pasar una expresión de siniestra alegría, como de frenesí causado por el próximo
placer de un encuentro que habían aplazado las circunstancias; de una venganza que
desde hacía mucho tiempo estaba postergada.
Fue desde ese primer instante que adivinó mi presencia, desde que olió mi persona
—como olfatean los felinos—, que saltó en el interior de su ser el deseo de estrujar-
me, de deshacerme. Y yo estaba ahí, en una noche secreta, solo, inocente, inerme. Mi
enemigo se presentaba tal cual era.
Pude comprenderlo perfectamente bien y no tengo la menor duda en afirmarlo, por-
que no hubo en él ningún disimulo. Se había dejado arrastrar, en mi presencia, por un
extraño sentimiento de destrucción que no cabía en su ser.
Parrales y yo, casi identificados en ese momento, dimos marcha atrás, y él me con-
dujo a un lado de la Casa Presidencial donde los hermosos mosaicos de colores
terminaban, para dar sitio a una callejuela pavimentada, especie de atrio, o garaje
descubierto, donde se hallaban estacionados varios automóviles de la familia; era
la salida de servicio correspondiente a la oficina que habíamos dejado, con acceso
a ella por una pequeña puerta que comunicaba también con el “Cuarto de Costura”,
convertido, según debería saber unas horas más tarde, en innoble cámara de tortura.
La hora y el sitio me daban la impresión del atrio de Caifás. Había uno vivo movi-
miento de criados que entraban a cumplir sus quehaceres. También pasaban soldados
hoscos y encapotados conduciendo a sus prisioneros.
Hacía frío. La oscuridad penetraba todos los rincones, interrumpida solo por un haz
de luz procedente de una puertecita, que se habría de vez en cuando.
Quedamos en el atrio, haciendo espera, yo y dos personas más a quienes nunca he
vuelto a ver en mi vida: uno de ellos viejo y con la barba crecida, golpeaba los nudi-
llos de la mano contra la pared, pretendiendo hacer música; el otro era un campesino

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

que llegaba inmediatamente después de mí, con un envoltorio de papel periódico en


la mano y que permaneció situado a dos o tres varas de distancia del lugar en que me
dejó Parrales.
Parrales dijo simplemente a un soldado que hacía turno:
—Aquí está este… para el coronel —y se fue.
Durante la espera, el frío se hizo más intenso. Con frecuencia pasaban delante de
nosotros soldados y oficiales que se arrimaban a vernos las caras con sorna, dejando
entrever en forma cruel y burlesca lo que nos esperaba.
Desde dentro de la “Sala de Costura” o de la oficina del propio coronel Somoza De-
bayle, salían los ecos de conversaciones agitadas y se escuchaban nítidamente gritos
que semejaban voces de mando, o carcajadas nerviosas. Los que iban y venían entra-
ban por la puerta pequeña, o hacían corrillos para hablar en secreto. Era un mundo
extraño con el que yo nada había tenido que ver y del que siempre había deliberada-
mente huido. Pero ahí estaba yo. Y ese mundo me era hostil.
Al rato de estar sentado en el pretil del atrio, se me acercó un sujeto, con cara de po-
cos amigos, que dijo, luego de mirarme detenidamente:
—¿Quién sos vos…?
—Pedro Joaquín Chamorro —dije yo.
—Pasá por aquí, pues —repuso sonriendo y abriendo suavemente la puerta del
“Cuarto de Costura”.
Lo hizo como si se tratara de un juego, como si tuviera plena conciencia de que era
un gesto necesario de cortesía que debía siempre de hacerse en la frontera que separa
lo natural de lo horrible, porque él sabía bien seguramente que esa era la última, de-
finitivamente la última cortesía que había necesidad de gastar. Por eso fue tan suave
y hasta sonriente, pero con esa sonrisa que recuerda el gesto del hombre que está
tendiendo una emboscada, del que toma la mano de un enemigo para torcérsela y
dejarle ir el golpe. Era un hombre consciente de su deber.
Yo atravesé la puerta con un ‘escalofrío y a sabiendas del camino que llevaba; pero
cuando el escalofrío se desvaneció a lo largo de todos los miembros de mi cuerpo,
sentí un inmenso alivio.
Estaba cierto de que me iba a torturar. Y cuando uno estaba cierto de no poder evitarlo,
tiene la misma sensación del enfermo que se encuentra ya en la sala de operaciones:
—Mientras más pronto, mejor… ¡quizá no duela tanto como dicen!
Y desde ese momento, todo el mundo normal que uno acaba de dejar, desaparece. Se
torna pequeño, casi irreal, porque el hombre se concentra en sí mismo, y comienza la
gran lucha por la integridad del honor… y de la vida.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo IX:
En el cuarto de costura
E l cuarto de costura de la Casa Presidencial de Managua se denomina de este
modo, porque la llave que da acceso a él, tiene colgada una pequeña etiqueta de
madera con esta leyenda: “Cuarto de Costura”. Pero en su interior no está la tradi-
cional máquina de coser, ni la canasta de la abuela con ovillos de lana multicolores,
ni hay tampoco el gato que pone su garrita felina sobre el tricolé como en los viejos
cromos de 1910.
Probablemente las costureras domésticas del régimen se encerraron allí en otras épo-
cas para diseñar los trajes de alguna primera dama, siguiendo las peripecias de la
moda y acomodando las costuras a las exigencias de las recepciones oficiales.
Aquí, pensaba yo al entrar, y parece mentira que un hombre en estos trances pueda
reflexionar en estas minucias, se habrá confeccionado el traje de su majestad Li-
lian Primera, cuando la megalomanía paternal del César, ofreció a los nicaragüenses
el espectáculo de su hija Lilian —Lilian Primera— conducida en una carroza que
acompañaban los guardias nacionales vestidos de soldados romanos, para ir a recibir,
allá en los primeros tiempos del gobierno de su padre, el óleo de una coronación que
no por ser carnavalesca dejó de tener aspectos nacionales y simulacros de seriedad.
Aquí tal vez confeccionaron el otro traje, el traje de su boda con Guillermo Sevilla,
que haciendo el papel de príncipe consorte, la llevó hasta el trono arzobispal de Ma-
nagua, para recibir la bendición nupcial en una boda a la cual asistieron representan-
tes de todos los poderes, todas las industrias, todos los gremios, todas las actividades
de la república. La pareja desfiló, terminada la ceremonia, bajo un túnel de sables y
un bosque de banderas; en esos tiempos yo era un niño, y desde el Parque Central de
Managua vi el espectáculo, deslumbrante y soberbio, grandioso; trajes de miles de
córdobas, sables, condecoraciones, una corona de brillantes… y la libra de sal toda-
vía valía un peso.
Era hora, en ese cuarto donde habían torturado a muchos antes que a mí, donde me
iban a torturar… y sobre la mesa, donde quizá la diseñadora había extendido antes el
velo de la novia, o los innumerables trajes de mujeres y niños de la familia, estaban
los instrumentos, listos como en una mesa de operaciones.
Había un “polígrafo”, había una grabadora para registrar declaraciones y gritos; de
las paredes colgaban reproducciones de pinturas clásicas, de esas reproducciones
indispensables en las buenas barberías, y las que su abundancia quita todo mérito y
belleza. En el centro una mesita de mármol, fina, bien torneada y esbelta, que me tra-
jo a la memoria los tiempos idos del antecesor de Somoza, del doctor Juan Bautista
Sacasa su tío, a quien había echado a patadas de la presidencia para arrojarlo a un
exilio que lo llevó a la muerte.
¿Sería la mesa de la época de don Juan Bautista…?
Sobre ella estaba únicamente un aparato de hormar sombreros, viejo recuerdo de

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cuando el “Cuarto de Costura” servía para las labores ordinarias de la casa, o de
cuando los presidentes tenían solo un sombrero, o dos, y necesitaban cuidarlos, repa-
rarlos en una función democrática y casera.
Había también un baño privado en el cual colgaba una toalla con las iniciales de la
familia, abiertas por una S, serpenteante como un látigo, y en otro saloncito aledaño
(porque todo era una especie de pequeño apartamento), un sofá estilo Luis XV, cuyos
recamados de paño dorado sugerían por lo menos el resplandor de una corona ducal.
A través de las ventanas de vidrios delicados y opacos, hechas como para que el sol
del trópico no hiriera demasiado la profundidad tranquila de las habitaciones, escu-
chaba yo con una indefinible sensación entremezclada de lejanía y desesperación, el
tintineo de las vajillas al ser trasladadas de un lugar a otro, el tranquilo cerrar de una
puerta, el “buenos días”, dicho sin preocupaciones,  la tosesita de quien se sienta a
leer un diario o un libro; toda la sinfonía deliciosa y estimulante de la vida familiar.
Al otro lado de la ventana, la felicidad y la tranquilidad me hablaban… pero yo esta-
ba de “este lado” de la ventana, en el “Cuarto de Costura”, y para mí no serían esos
buenos días, sino la injuria inmerecida. La puerta que se cerraba tranquilamente al
otro lado de la ventana estaba cerrada con sevicia; el traslado de la vajilla se traduci-
ría en un acercarse de los hierros vientíficos, y la tosesita de satisfacción, en un hipo
de agonía.
Había finalmente un piso de mosaicos rojos y blancos, sucio. Parados sobre el piso en
una postura en que estamos acostumbrados a ver a los nazis de Hitler en las pinturas
rusas, y a los bolcheviques rusos en las norteamericanas, estaban los tenientes Óscar
Morales y Lázaro García … Lázaro, el que había colgado en abril de los testículos
a Bayardo Ruiz, el mismo que lo había ahorcado en un árbol, para revivirlo después
cuando el prisionero desfallecía por el ahogo… el mismo Lázaro, y atraillado a ellos,
un sargento de apellido Lagos, el cual no perdió tiempo: a manera de preludio me dio
un golpe en la espalda, al tiempo que cerraba fragorosamente la puerta detrás de mí.
En ese lugar debía pasar yo los seis días más horribles de mi vida. Porque una cosa es
contar que uno tuvo sed durante cuatro días, y otra cosa es sentir la sed durante ape-
nas cinco horas; yo, por ejemplo, tuve sed y cansancio durante cinco días, y si ahora
me dijeran que me van a privar de agua durante cinco horas, yo no sabría adivinar
dónde está la tortura.
Durante seis días los interrogatorios se harían interminables, los golpes menudearían
en todas las partes de mi cuerpo —debo recordar especialmente los que me serían
aplicados debajo de la faja—, oiría inauditas injurias, se me sometería a ejercicios
físicos hasta un límite de agotamiento total, se me aplicarían contra los ojos focos
luminosos de cienes de bujías que hacen estallar los sesos después de quemar las
pupilas y la piel de la cara, y sobre todo … yo sería el muerto que no cierra los ojos,
porque se me impondría la ausencia total de sueño. Párpados cargados que no ceden
a la gravedad, músculos desfallecientes que debo mantener en vilo, ideación caótica
que no debo dejar desintegrarse totalmente, para que la conciencia permanezca, pa-
téticamente vigilante, al pie del hombre.
Porque la tortura que aplican los Somoza va desde lo primitivo que busca únicamente
la venganza y el solaz sádico en el sufrimiento ajeno, hasta lo científico que tiene

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

ribetes de siquiatría diabólica.


No es tanto el sufrimiento físico aplicado en escenas parecidas a las que han inven-
tado los productores de películas, cuando el refinamiento, que destruye sin dejar
huellas, que ablanda el espíritu y la mente hasta grados de irresistible frenesí, o de
ausencia total de responsabilidad. Es un tratamiento igual a cualquier otro, que tiene
su principal base en la continuidad del sufrimiento y del cansancio, de un agotador
cansancio que debilita todas las facultades y hace que la memoria del hombre se des-
integre, se aplasta totalmente.
Los sistemas ideados para lograr el objetivo son coordinados y tienen su base lógica
en la formación paulatina de una convicción de que diga lo que dijere el paciente,
jamás va a poder escapar del sufrimiento. A ella se agrega, como es natural, de vez
en cuando, una pequeña puerta que se abre como posible camino de fuga, y que los
“investigadores” presentan al torturado como su única salida: decir lo que ellos quie-
ren que diga.
Sus mentes, bien dirigidas en cuanto a la construcción y planeamiento del sistema,
adolecen sin embargo de un grave defecto: no deliberan acerca de la verdad de una
declaración, sino que siguen los instintos del César omnipotente, que adivina de an-
temano lo que le conviene, y parece decir por toda explicación:
—Esto es así, y a mí nadie me puede convencer de lo contrario.
La base de todo está cimentada en una extraña jerarquía de terror: el que recibe la
orden de investigar a la persona, teme a quien le ha dado la orden; la persona inves-
tigada, está sujeta a la coacción brutal del que investiga, y la verdad o la mentira se
confunden en el criterio premeditado del hombre que ya ha dictado su sentencia, aun
antes de oír al sentenciado.
Todo el engranaje del “Cuarto de Costura”, o de las innumerables cámaras de tor-
mento en que se han desenvuelto estos dramas nicaragüenses, son idénticos, con la
particularidad de que las ocasiones en donde la tortura brilla abiertamente como un
ejercicio de la venganza primitiva, son las menos. Hay cierta racionalidad que la
hace aparecer más brutal, aunque más fina, una especie de reconocimiento tácito de
que moralmente es asquerosa e insoportable, pero científicamente deseable para los
investigadores del régimen.
De los miembros de la Dinastía, Luis y Anastasio, el primero de ellos es el más afe-
rrado al último de estos puntos de vista, y el que se ha negado con más frecuencia al
ejercicio personal del tormento, quizá porque es más racional que el otro, o porque
vive más lógicamente el ambiente acomodaticio de la civilización materialista de
nuestra época, que prescribe siempre un examen entre lo que es útil y lo que no es.
Anastasio llegó ese día frente a mí, cuando los dos verdugos y su can atraillado me
habían hecho comprender que estaba en la culminación del drama. Vestía un kaki
militar, el que según la feliz expresión de un amigo mío, le sentaba como su propia
piel. Alto, bien parecido, arrogante, de ademanes resueltamente estudiados, su con-
junto marcial parecía derrumbarse ante el espectáculo de su hipertrofiado tórax, cada
día más desfigurado por una adiposis galopante. El cuello abierto que dejaba entrever
una camisola de soldado y sus dos estrellas de coronel decayendo ostensiblemente
sobre unos hombros inclinados por la obesidad. Cuando me vio dejó brillar sus dien-

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tes afilados para decirme:
—¿Con que vos estás metido en esto también, verdad…?
El diálogo fue largo y violento. A mi incansable protesta apoyada en pruebas y he-
chos concretos, respondía él con gritos y ofensas de toda clase, en las cuales era co-
reado por los otros que presenciaban la escena. Sus ademanes eran pausados; bajaba
a veces la voz para fingir un tono irónico que no guardaba proporción con los instan-
tes de furia en que se despeñaba, hablando de todos los que habían pasado antes por
sus manos:
—Sí, —gritaba—. Siempre dicen lo mismo, siempre aseguran que son inocentes,
pero al final no tienen más remedio que confesar.
Iba y venía, se sentaba a horcajadas sobre la pequeña mesa de mármol en que yo
adivinaba el derrumbe del presidente que había precedido a su padre, se echaba los
brazos a la espalda, gesticulaba con los anteojos en las manos, y volvía luego a lo
mismo:
—Allí, allí, donde está vos parado, han pasado muchos jurándome por el “Jesucristo”
que son inocentes, pero es mentira. ¡Todos son culpables!
“El Jesucristo”, decía, quizá porque su formación norteamericana lo llevaba a tradu-
cir textualmente del inglés, a pensar en otro idioma, o a equivocar los conceptos y
oraciones del propio, sobre todo en los momentos de arrebato y de cólera.
Después se callaba largamente e intentaba miradas penetrantes, se iba acercando
poco a poco hacia mí, y cortaba las palabras con pausas silábicas, como para rema-
charlas a su gusto. Así fue que del diálogo, fuimos pasando al monólogo. Llegó un
momento en que solo él hablaba y acompañaba sus argumentos y mentiras con car-
cajadas estentóreas que resonaban en el “Cuarto de Costura” de la casa que habitaba
su familia, del hogar de sus padres y de sus hijos.
Cuando se cansó del juego, comenzó el “tratamiento”. Primero me desnudaron to-
talmente y me pidieron que dejara la ropa en el suelo, para no manchar el mobiliario
de la Casa Presidencial. Después me hicieron sentar en “cuclillas” con un cigarrillo
encendido en la boca, hasta terminarlo, hasta mascarlo, hasta quemarme, hasta sentir
un agudísimo dolor en las rodillas y caer al suelo por primera vez, para recibir una
andanada de golpes, a puño abierto y a pie cerrado.
Me levantaba y volvía a caer para recibir otros golpes; me hacían girar a patadas
sobre el suelo y me colocaban en nuevas posiciones para aumentar el sufrimiento. El
sudor corría por mi cuerpo, un sudor espeso que daba la sensación de un manantial
que tuviera su origen en mis propias entrañas, la boca seca y los ojos ardiendo, la
respiración agitada y los músculos en un temblor convulso e incontrolable, duelen,
duelen horriblemente y parece que se va a reventar. La primera experiencia es que
los miembros se vuelven torpes, así efectivamente después de tres o cuatro horas de
agudo dolor; luego, al cabo de un día o dos, se produce una extraña rebelión de todo
el organismo, sujeto a la tensión constante, al esfuerzo sobrehumano y torturante
para el cual no ha sido diseñado y los tendones, sobre todo de las piernas, se van aga-
rrotando de una forma paulatina y gradual. Llega uno a ser como una especie de mu-
ñeco de trapo que necesita ayuda para caminar, y que al ordenar mentalmente hacer
adelante con el pie izquierdo, por ejemplo, sienten millones de alfileres mordiendo la

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

carne y ve con sorpresa que aquél no se mueve.


Lázaro y Morales se iban del cuarto y regresaban horas después. Se cansaban del
espectáculo, o salían fuera a tomar un refresco, mientras el sargento que les hacía
compañía quedaba dentro solo, como una fiera que redobla sus esfuerzos para obte-
ner lo que sus amos no han podido conseguir.
Después, cuando por las delicadas ventanas de la Casa Presidencial se hacía la luz
más tenue, volvían a la carga entrando siempre por la parte de atrás, despacio, casi
sigilosamente, y llegaban hasta mí para decirme:
—Idiay… ¿todavía estás vos aquí? Decí lo que sabés, hombre, decilo…
Y en el segundo de descanso, en el brevísimo instante en que se abría y cerraba el
diálogo, mi voz, como repitiendo el eco de alguien que cada vez se distanciaba más
de mi propia persona, decía:
—Si yo no sé nada, hombre… te lo juro, ¡no sé nada!
Entonces, como una gran rueda excéntrica que tiene su momento y vuelve después
a machacar áspera y rudamente, comenzaba la tortura haciéndome adoptar una posi-
ción distinta, y con un golpe nuevo. Y volvía el dolor, el interminable dolor.
¿Cómo definir el dolor…?  ¿Cómo narrar lo que se siente cuando las fibras de los
músculos distendidas por obra de los torturadores, se ponen como un hilo de alambre
que vibra en el último espasmo de su continuidad…?
¿Cómo decir lo que se siente cuando las rodillas, flexibles de naturaleza, se tornan
al cabo de horas enteras de presión en articulaciones que dejan escapar el cuerpo
sostenido en ellas y lo sueltan, por así decirlo, hasta permitir que caiga bruscamente
contra el piso…?
¿Y el temor que se hace físicamente presente con la llegada de los sicarios ya impa-
cientes…?
Cuando los rumores del cuarto anuncian esas visitas, una oleada de sangre sube
desde los pies al cerebro. Primero siente uno los pasos por detrás, acercándose con
suavidad, y en el silencio de la noche se oyen las preguntas y las respuestas de sus
conversaciones apenas esbozadas. Uno mira al suelo y ve los mosaicos rojos y blan-
cos del cuarto, después la mente se pierde en un vértigo tremendo, en un escalofrío
que recorre todo el cuerpo…
¿Sería aquí…? ¿Sería aquí donde trajeron una noche, según cuenta el pueblo de Ni-
caragua, a Adolfo Báez Bone capturado en un sitio llamado Brasil Grande, herido,
sediento, cansado, amarrado de pies y manos…?
¿Sería en este sitio, cuando lo estaban interrogando, que volvió la cabeza arrogante
contra los Somoza y les lanzó sobre el pecho lo único que podía: la sangre que le
corría en la cara, por la herida…?
Al menos eso ha contado. Y después se dijo que el hijo menor del dictador tuvo que
hacer un viaje al exterior porque todas las noches veía sangre sobre su camisa, y que
cuando iba en el avión con sus familiares, pedía a gritos que le trajeran una camisa
blanca, nueva, limpia.
Quién sabe si sería aquí, quién sabe si fue cierto lo de la sangre que Adolfo les lanzó

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en el último reto de su gallardía de hombre herido y derrotado, pero lo cierto es que
Adolfo fue cogido prisionero, y lo habían matado. Y es cierto también que después
quemaron su cadáver en una hacienda de café que se llama “La Chiva”, pero antes de
matarlo, mataron delante de él a su hermano, y que cuando estaba preso y capturado
le dijo a un guardia que no le quiso soltar un rato los cortantes mecates que herían
sus muñecas:
—Ve, Ñato, está bien que seas así, pero sabé una cosa… cuando me maten, te voy a
salir…
¿Y Scott…?
Scott fue otro, un cardíaco a quien Tachito torturó para que dijera quiénes le ayuda-
ron a fabricar una bomba que iban a poner en el camino de Somoza, y que se lanzó en
contra de él cuando lo ofendía y lo insultaba; se lanzó amarrado y en la propia cámara
de tormento, para ser muerto instantáneamente de un balazo… sí, lo mataron allí, y
jamás pudo nadie recuperar su cuerpo. Como de costumbre, la Guardia comunicó
que se había fugado. Y para confirmarlo, alguien puso desde Guatemala un cable que
decía: “Llegué sano y salvo. Scott”, para ocultar su asesinato.
¿Y Rito Jiménez…?
No. El caso de Rito era distinto, porque todo el mundo sabía que lo habían matado en
un pozo, asfixiado; que se había “quedado”, como dice la gente de los pacientes que
mueren en la sala de operaciones cuando no resisten la anestesia… y después dijeron
que Rito se fugó, al igual que Scott. Pero, ¿cómo se iba a fugar el pobre Rito…?
Los pasos suaves de los hombres que calzan suela de hule se acercan a espaldas de
uno, sus miradas se sienten detrás del hombro. Allí están. ¿Qué irá a pasar…?
Los recuerdos abarrotan la mente, y el dolor aumenta, aumenta en todo el cuerpo.
¡Dios mío! ¿Cómo me puedo librar de esto…? La mística comienza con el recuerdo
del Calvario y la mente trata de ordenar las cosas, de dominar el cuerpo ya casi ven-
cido y exánime. ¿Rezar…? Sí, hay que rezar, rezar mucho, pedir al cielo un ángel
que traiga la muerte y termine con lo interminable, con el dolor eterno y el cansancio
congénito… pero cuando se cierran los ojos, uno ve barajas de naipes, ve automó-
viles, enormes lagunas de agua fresca, y camas inmensas, mullidas, suaves, viandas
llenas de tomates sangrantes y frutas nutridas de jugos resurrectores.
Luego, en la lejanía de aquellos pasos que vienen acercándose cada vez más, se es-
cucha el mismo eco:
—Idiay… ¿todavía estás vos aquí...? Decí, hombre, decí algo…
—Pero si yo no sé nada, hombre… si yo no sé nada.
E inmediatamente, cambian los semblantes, y comienzan otra vez las órdenes: cu-
clillas, flexiones, brazos retorcidos, vueltas y vueltas interminables con la cabeza
inclinada hacia el piso y un dedo puesto como índice sobre los ladrillos rojos que
recuerdan la sangre, mareos, convulsiones, vómitos y dolor; horas enteras a un paso
largo de la pared con la cabeza apoyada en esta, encorvado, sin agua, sin descanso,
con una sensación bien perceptible de que la nuca se va a destrozar, y de que la cabe-
za se aplasta minuto a minuto contra el cemento duro.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Se sienten agudas punzadas en la espalda, los huesos de todo el esqueleto colocado


en una posición que desvirtúa su diseño y que hace incidir el peso del organismo
sobre la columna vertebral doblada, traquean y comienzan a dar manifestaciones de
debilidad; como una gota de agua que va cayendo lentamente, pero sin interrupción
sobre una copa, el dolor va llenando todos los más recónditos lugares del organismo.
Es un suplicio lento que, si no se relaciona íntimamente con el tiempo, no es supli-
cio, porque cualquiera puede resistirlo sin molestias uno, dos, tres minutos, pero no
sesenta, ciento veinte, o doscientos cuarenta minutos,
¿Podría alguien soportarlo seis horas sin desesperarse…? ¿Podrá un hombre vivirlo
sin sufrir intensamente, un día o dos?
Una gota de agua puede perforar una roca y el suave roce de una pluma es capaz de
desbastar una bola de plomo… es cuestión de tiempo.
Y el tiempo que pasa se hace eterno, porque en el “Cuarto de Costura”, cinco o seis
días son como un año, o como un siglo, y esto es lo peor, es como si dijéramos el
común denominador de la tortura, porque hay personas que pueden sufrir muchas
clases de dolor físico sin desquiciarse, pero el hombre por su misma naturaleza de ser
transitorio en el cuerpo, no soporta la eternidad, lo que no tiene fin. No es cuestión de
valor ni de cobardía: es un asunto sicobiológico que solamente puede comprenderse
viviendo en un lugar donde las horas no tienen sentido para acrecentar el sufrimiento;
donde no existe mañana, ni tarde, ni noche; donde el dolor y la angustia no tienen ca-
sillas en el tiempo, porque este se ha borrado para que existan el dolor y la angustia,
a todas horas, entremezclándose, por así decirlo, con la comida o las diversiones de
los mismos verdugos.
La mente se va vaciando, se va haciendo tan blanca como la pared que está enfrente
de uno, y entonces ellos comienzan a escribir allí lo que quieren.
—El general era muy bueno… tal vez no lo conociste, pero decime ahora francamen-
te, ¿qué daño te hizo para que lo mataran como un perro…?
Y uno se siente inclinado a pensar que quizá ellos tengan razón que el hombre que
ordenó la represión de la mina La India en que murieron cientos de campesinos, era
bueno; que el que abrazó a César Augusto Sandino horas antes de mandar a fusilarlo,
era bueno; que el que había mandado a quemar los cadáveres de Adolfo Báez Bone,
de Pablo Leal, de Agustín Alfaro, de José María Tercero, era bueno … ¿por qué no
iba a ser hombre bueno, como todos los demás, con hijos, con nietos, con preocupa-
ciones familiares … ? ¿Es que no se oía desde el “Cuarto de Costura” el trajinar de
las vajillas, la tosesita tranquila del que comienza a leer el periódico del día, o la voz
fuerte de alguno de los hombres de la familia, pidiendo una taza de café a Pablito,
un mesero que sirve el bar de la Casa Presidencial contiguo al “Cuarto de Costura”?
La misma promiscuidad de aquellas escenas, separando lo terrible de lo familiar por
el delicado vidrio de una ventana, era un argumento. Porque ya cuando la mente se
ha tornado incolora, desteñida, solo hay cabida en ella para captar esas escenas tan
comunes en la casa de cualquier familia. Sí, ¿por qué no iba a ser bueno el general…?
Los trajes recién planchados de Anastasio Somoza Debayle pasaban en manos de los
“valets” cerca del “Cuarto de Costura”; las estrellas de coronel bien pulidas y pues-
tas ya sobre la camisa, sobre la piel kaki del hijo menor de la Dinastía, que dirigía

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la tragedia con maestría y despreocupación; él llegaba únicamente en los momentos
culminantes, en los instantes en que su presencia era requerida porque el termómetro
que medía el doblegamiento de la persona sujeta a la tortura, daba la medida.
En el cuarto entraban y salían, casi en puntillas, personas que hacían otras diligen-
cias, “equipos de torturadores que tenían a su cargo a diferentes personas, siempre
bajo la vigilancia estricta y máxima, del hijo menor de la Dinastía.
Un día, o noche, (da lo mismo) llevaron al doctor Enoc Aguado; allí, ese caballero de
74 años de edad, hombre de una lucha política auténtica y libre, que había sido vicepre-
sidente de la república y presidente de la Corte Suprema de Justicia, pasó muchas horas
de pie frente a la pared blanca que en ocasiones pasadas recogió los alegres comenta-
rios de las costureras que preparaban bodas o fiestas palaciegas.
Desde el sitio en que yo estaba, con la frente aplastada contra la pared, lleno de re-
cuerdos, escuché el diálogo:
—Ahora vas a ver, viejo asesino —dijo el sargento.
—No, hombre —respondió el preso—, no le digás así a una persona honrada.
Y las frases del anciano se perdieron en el ruido brutal y característico del forcejeo
en que suena como chatarra innoble toda la indumentaria militar; golpes metálicos
de yataganes chocando contra las paredes, e injurias cada vez más subidas de tono.
El doctor Aguado había sido candidato a la presidencia de la república allá por los
años de 1948; ganó las elecciones a la redonda contra el candidato puesto por So-
moza, pero el tribunal electoral invirtió las cifras, y el dictador se burló de todo el
pueblo. Recuerdo muy bien que esa vez, y el día mismo de las elecciones, Somoza,
al ver la inmensa cantidad de gente que apoyaba a su rival y que le silbaba mientras
él recorría los cantones electorales de Managua en un automóvil blindado, sacó las
manos por la ventanilla del carro, cerró los puños e hizo un par de higas, la “guatusa”
como dicen en Nicaragua, la innoble guatusa producida por un presidente dispuesto a
burlar a su pueblo, como burlaba en los juegos de azar efectuados en la plaza de San
Marcos, a los amigos de su juventud.
Aguado perdió la presidencia, pero no la dignidad.
Por eso fue que cuando, llevado en el torbellino de las torturas de la Casa Presiden-
cial ante un foco que deslumbró sus ojos, y enfrentando al hijo del hombre que le
había arrebatado el poder ganado en los comicios, tuvo una contestación digna de los
viejos romanos.
—Te voy a mandar a matar —le dijo Tachito.
—No dudo que podás hacerlo, porque para ustedes eso es muy fácil, pero te va a
costar mucho justificar mi muerte.
Después de varios días en el “Cuarto de Costura”, me condujeron a un pequeño baño
donde estaba instalado el loco eléctrico. Allí, sentado en una banqueta de madera y
rodeado siempre de paredes estrechas, pasé veinticuatro horas frente a una potente
luz colocada a escasos diez centímetros de los ojos; es una luz quemante, caliente y
blanca como el sol.
Comienza uno por sentir dolor en los ojos; luego este se pasa a la cabeza, y después

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

desaparece para dar lugar a una especie de fiebre, que sube desde los pies e invade
plácidamente todo el cuerpo.
Los interrogatorios continúan por medio de oficiales del Ejército que se turnan una
hora cada uno, y se presentan al sujeto que está en “tratamiento” de diversos modos.
Unos son violentos, otros indiferentes, y hay también los “amigos” que tratan de
ayudar en la desgracia, y que repugnan de esa clase de “investigación”.
Estos últimos son los más peligrosos, porque aunque parezca mentira, el que está
padeciendo la luz y ha padecido antes los sistemas, se encuentra casi con la mente
desquiciada y puede en algún momento sentir hasta la necesidad de seguir los conse-
jos de su nuevo amigo.
El tiempo se hace eterno y el ablandamiento de la persona llega a un extremo tal que
no puede coordinar sus ideas; el sentimiento de culpabilidad, que los especialistas
graduados en institutos criminológicos logran inducir en el sujeto que está bajo el
tratamiento es tal, que este se siente malvado y sin fuerzas para protestar. Llega un
momento en que todos los raciocinios que le hagan parecen tener validez lógica y ser
aceptables; además hay un gran argumento:
—Hombre, salí de una vez de esto, decí lo que nosotros ya sabemos, y después
arreglas las cosas en el camino. ¿No vez que de aquí no puede salir nadie sin decir
algo…?
Cuando en el interior de aquella víctima, que ya no es nadie, se produce la debacle y
comienza a inventar mentiras para salvarse, hace una inevitable aparición el coronel
Somoza Debayle, esta vez sonriente y comprensivo como el niño que llega a verificar
un importante hallazgo de juguetes.
Entonces es que dice él en el lenguaje del hampa, que uno ha comenzado… a “coo-
perar”.

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Andaba el león y andaba
también el hombre. Hombre
y bestia en celdas contiguas
en la misma jaula, dividida
únicamente por delgados
barrotes, hermanados ambos,
la inteligencia y el instinto, en
un cuadro indescriptible, tras el
mismo cerrojo.

70
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo X:
En el jardín de los leones
L a Casa Presidencial de Managua está situada sobre una loma elevada que domina
toda la ciudad. Su altura a varios centenares de pies sobre el nivel del mar, hace
que el clima, sobre todo en la mañana, sea bastante fresco y ventoso, principalmente
en los sitios descubiertos, carentes de construcción.
Los detenidos que estaban sometidos a interrogatorios y torturas en el “Cuarto de
Costura”, lograban de vez en cuando salir al pasadizo del garaje, las más de las veces
para dar lugar al examen urgente de algún recién llegado o para desalojar el sitio,
donde los torturadores tenían también frecuentes conferencias.
Debido a una de estas razones, un día amanecí yo sentado nuevamente en el men-
cionado pasadizo, que ya conocía por haber estado allí toda la noche de mi primer
interrogatorio.
Cuando me llevaron a ese sitio todavía era oscuro, pero gradualmente las sombras
de la madrugada se fueron disipando. Mis ojos comenzaron a distinguir, primero,
los contornos exuberantes de un florido jardín, y luego, las figuras encapotadas de
los custodios de la Casa Presidencial, paseándose lentamente entre los pequeños ar-
bustos, con sus ametralladoras terciadas a la espalda. Caminaban como quien no
quiere pisar el suelo, iban de un lado a otro y se ocultaban tras el pequeño boscaje,
identificándose a veces con silbidos, o haciendo al encontrarse breves comentarios
que apenas llegaban hasta donde yo me hallaba sentado. Había algunos entre ellos
que producían, haciendo chasquear la lengua con el velo del paladar, una nota breve
y musical. Posiblemente ponían en práctica una forma de comunicarse o ensayaban
un juego. El chasquido se hacía una cadena, dilatándose sobre el jardín en una grata
telegrafía que me sirvió durante breves instantes de inocente pasatiempo.
Era un jardín hermoso. Un jardín como cualquier otro, en cuyo centro había una pis-
cina de agua cristalina y fondo celeste; vergel florido, rodeado de alta cerca y lleno
de toda clase de plantas, cuidadas con esmero y delicadeza. El césped era mullido,
verde, brillante, y en la mañana en que yo lo descubrí, aparecía cuajado de gotitas de
rocío.
Con la madrugada fresca y ventosa iban surgiendo poco a poco murmullos de toda
clase: primero gorjeos de pájaros, después el cariñoso ronroneo de los palomos ma-
chos, luego el estridente chillido de un mapache…
Yo evocaba algo de ese jardín, pero era un recuerdo muy fraccionado, pues se aso-
ciaba a un anuncio aparecido en el diario de los Somoza, y en el cual se ofrecía una
gratificación a quien diera noticia del paradero de unas lapas (guacamayas) azules
que Getulio Vargas, dictador y presidente de Brasil, había regalado a la familia go-
bernante. Nada más… pero aquella mañana de octubre comencé notas que de for-
maban la sinfonía producida por las aves que ordinariamente pueblan los jardines de
las casas elegantes; notas que desentonaban dentro del cuadro de aquel vergel lleno

71
de rosas y de pequeños arbustos recortados por la mano conocedora de un buen jar-
dinero, porque la tranquilidad de la mañana y el paso silencioso de los guardias era
interrumpido por descompasados rugidos.
Sí. Rugidos. Y la fatigosa imaginación del hombre que ha pasado días enteros sin
dormir, con el cuerpo adolorido y el alma empequeñecida por tantos esfuerzos y hu-
millaciones, comenzaba otra vez a funcionar rápida, velozmente. ¿Será posible…?
Por entre las hojas de los arbustos abiertos al viento fresco que azota Tiscapa en la
mañana, me llegó la primera noticia. Puedo recordar el despertar que tuve como el
que imaginan quienes hacen esos cuentos delicados en que juegan papel importante
los encantamientos, como el que presiente el niño cuando en las noches de aquellos
torrenciales aguaceros nicaragüenses, pasados en una finca durante las vacaciones,
se va a la cama pensando en el jardín de “La Bella y la Bestia”. Porque aquel lugar
donde mis fatigados ojos estaban despertando a la luz después de varios días de in-
somnio en la oscuridad, era un jardín zoológico en donde había hombres encerrados
en jaulas junto con fieras.
Dos leones africanos que regalara a Nicaragua el presidente Castillo Armas, de
Guatemala, una pantera negra con el cuerpo lustroso y delicado caminado con el
ritmo afelpado de una serpiente; tigrillos, avispados mapaches que corrían dando
vueltas alrededor de los troncos bien cuidados en un nervioso forcejeo por zafar-
se la cadena que los aprisionaba; guardatinajas y guatusas en pequeños reductos,
escondiendo afanosamente la comida en hoyitos bien cubiertos, para84no dejar
rastro de ninguna clase, y también, como un contraste que sí rimaba con las flores y
el césped bien cuidados, pájaros y palomas arrullando, gorjeando, llenando el aire
de romance y de canción.
A través de los barrotes de la jaula más lejana al sitio en que me habían colocado bajo
la custodia de un soldado, vi un par de zapatos blancos caminando entremezclados
con las zarpas enormes de un león. Pezuñas y pies movíanse de un lado a otro pau-
sada y rítmicamente.
Andaba el león y andaba también el hombre. Hombre y bestia en celdas contiguas,
en la misma jaula, dividida únicamente por delgados barrotes, hermanados ambos, la
inteligencia y el instinto, en un cuadro indescriptible, tras el mismo cerrojo.
Sí, había un hombre con el león, y cada vez que yo me frotaba los ojos para constatar
si no se trataba de una violenta alucinación, lo veía con más claridad, pálido, sucio,
barbudo, cubierto con los restos de una pijama que debió haber sido verde, y calzado
con unos zapatos blancos de hule.
Después, cuando ya el sol tomó posesión de todos los rincones del jardín, fui des-
cubriendo a los otros hombres. Sentí en el alma la aguda sensación de encontrarme
frente a un espectáculo que en mi imaginación ya había sido superado por el tiempo
transcurrido entre el florecimiento de los coliseos romanos y el siglo de progreso que
vivimos.
Lo que yo estaba viendo ahora, era como abrir nuevamente una página de la historia
antigua, corno vivirla en una experiencia arrebatadora, como retornar de pronto por
arte de la alquimia sicológica, a una civilización superada por el mundo y empastada
ya en los anaqueles polvorientos de una biblioteca.

72
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Además del hombre que acompañaba al león, había otros dos, metidos en la jaula de
la pantera, dos más en el corredor en que me hallaba yo, y otros al fondo del jardín,
inmóviles como estatuas blancas, como seres momificados por la escasez de alimen-
tación y por la abundancia del sufrimiento.
Estaba yo en el jardín zoológico privado de la familia Somoza; era parte de la nueva
familia de la familia Somoza, que vivía allí, junto con ella, en una promiscuidad de
dolor e intereses vitales increíble; revuelta con sus criados, con sus guardias, con sus
leones y sus panteras: unos buscando el poder y la venganza, otros la pagan por sus
servicios, y los últimos, animales y presos, buscando por instinto, o por inteligencia
el modo de subsistir, simplemente.
El trato era igual, las jaulas habían sido hechas con varillas de construcción y tenían
cada una varios compartimentos, planeados con el objeto de meter animales de di-
versas especies, sin que tuvieran problemas entre sí. Por eso fue que cumplieron su
cometido cabalmente durante los meses de octubre y noviembre, y pudieron alojar a
un hombre junto con un león o en la peligrosa vecindad de una pantera.
Había, además, pasando la piscina y el césped, dos pequeños baños que la familia usa-
ba, según versión de los guardias, cuando se daban grandes festivales o recepciones.
Ellos explicaban que los había construido el general, y en ausencia del recién muerto,
eran usados como celdas adicionales para los prisioneros que no cabían en las jaulas.
Los leones y demás animales comían carne fresca y abundante: los prisioneros arroz
y frijoles; los prisioneros eran sacados dos veces al día al inodoro vecino, y tenían a
su disposición una paja de agua que había en el jardín; los leones hacían sus necesi-
dades fisiológicas en las jaulas y eran bañados regularmente todos los días con una
manguera que el jardinero, a quien decían “Juaritos”, conectaba con la paja.
Allí estuvieron con los leones Ausberto Narváez, Julio Velázquez, Clemente Guido,
Edwin Castro, y en los baños (por lo menos en mi tiempo), el doctor Enrique La-
cayo Farfán, Abelardo Baldizón Arauz, Hernán Robleto hijo, Horacio Ruiz, y otros
más. Decenas de hombres pasaron ratos, días y hasta meses, hermanados con leones,
panteras y tigrillos, en el jardín mismo de estos modernos Borgia, quienes a la hora
de salir a la calle precedidos del inmenso tren de guerra que invariablemente los
custodia, pasaban frente a las jaulas sin inmutarse, pálidos, inalcanzables, sumidos
en una indefinible frialdad en la que se adivinaba el goce de la venganza y el orgullo
monstruoso de sentirse fuertes.
Frente a las jaulas de los animales solían caminar el actual presidente de la Dinastía,
Luis Somoza, y su hermano Anastasio, con sus esposas, sus familiares y sus hijos.
Desde el fondo del jardín en don de estuve recluido, en el baño más cercano a la jaula
de los leones, vi salir de la escalinata lateral del palacio de Tiscapa a toda la familia
extraordinaria, y vi entrar más de una vez a sus inocentes niños, llevando sus muñe-
cas y sus juguetes casi frente a la jaula donde el hombre vivía junto a la fiera. En más
de una ocasión, pequeños visitantes, hijos de la servidumbre del palacio, pasaban
frente a nosotros reflejando en sus caritas infantiles una mezcla de pena y de sorpresa
causada por el espectáculo.
Ministros de Estado, oficiales del Ejército, embajadores como el yerno de Somoza,
Guillermo Sevilla Sacasa, o caballeros como el embajador Thomas E. Whelan, pla-

73
ticaban en el salón que da al oeste de la Casa Presidencial, frente a los leones y a los
hombres sucios, barbudos y semidesnudos, que vivían allá en el suelo de tierra de las
jaulas, sin más cobija que un saco de bramante, mientras los causantes de una ven-
ganza que se ejercía contra culpables e inocentes en una forma medieval, regresaba
de los oficios religiosos en donde se oraba por el descanso del alma de Somoza, y
pasaban frente al espectáculo que describo, con los libros de misa en la mano.
Y los leones también cumplían su misión de terror.
Fue así como a un muchacho de nombre Pablo Dubón, a quien quisieron utilizar
como testigo para condenar al doctor Enrique Lacayo Farfán, lo llevaron una vez al
jardín y le abrieron la puerta principal de la jaula, la auténtica puerta que no daba
al compartimento contiguo, sino al propio en que estaban los animales. Y cuando el
hombre electrizado de pavor gritó y dijo estar dispuesto a declarar cualquier cosa
para no entrar como los cristianos al Coliseo, los esbirros cerraron la puerta y llama-
ron al coronel Somoza, que dijo:
Entonces vení, pues. Me vas a desenmascarar a tu tío.
Debo advertir que entre el doctor Enrique Lacayo Farfán y Pablo Dubón existe un
parentesco, y que el último, estudiante de medicina, había visitado al primero seis
meses antes del atentado a Somoza, con el objeto de pedirle una recomendación que
hiciera posible sus estudios en la república de El Salvador.
En esa ocasión, al despedirse Dubón del doctor Lacayo, se ofreció para llevar cual-
quier razón de este a los exilados nicaragüenses que se encontraban en aquella Re-
pública. El médico le observó, entonces, simplemente, como lo pudo haber hecho
cualquier nicaragüense bajo esta dictadura:
Deciles que aquí no se puede hacer nada contra el régimen y que tal vez ellos puedan
hacer algo. Observación abstracta, como se ve, quizás hasta subconsciente.
Fue una frase tan simple y tan general, que al regreso de Dubón de El Salvador, efec-
tuado como un mes antes del atentado contra Somoza, ni siquiera se refirió a la en-
comienda, cuando visitó al doctor para hablarle nuevamente de sus asuntos profesio-
nales. Tampoco el doctor Lacayo Farfán le reclamó nada. Ambos lo habían olvidado.
Pero el doctor Lacayo Farfán era un hombre señalado por los Somoza, entre otras
cosas, porque su gran popularidad lo había colocado como un digno y peligroso
candidato a la presidencia de la República, en caso de que se efectuaran elecciones
libres. Era un médico muy querido en todo el país, un verdadero mártir que había
sufrido dos años de cárcel y que cuando se verificó el atentado, tenía únicamente tres
meses de gozar de libertad.
Anastasio Somoza Debayle encontró suficiente pie en la breve frase arrancada a Du-
bón para tejer una maraña de complicidades y hacerla constar en el proceso, con la
ayuda de los leones de su jardín.
Dubón fue poco a poco colaborando en la tergiversación de la verdad. Su terror cre-
ciente fue desfigurando las frases, desde la expresión simple y clara de los que había
oído, hasta una tremenda acusación concreta que hundió al médico.
El mismo proceso relata la historia, resumida textualmente, en las siguientes pregun-
tas y respuestas:

74
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Pregunta hecha a Dubón, No. 6. —¿Le dio a usted algún encargo el doctor Lacayo
Farfán para que lo llevara a El Salvador…?
Respuesta. —Él me dijo que no llevara ningún papel porque era expuesto, pero que
hablara con los exiliados y que procurara comunicarme con Joaquín Cortés, para lo
cual me dio una contraseña para que tuviera confianza en mí. La contraseña era: que
se acuerde de la noche en que estuvimos entrenando donde Faustino Arellano. Con
solo eso, él va a tener confianza en vos. Después me dijo que otro con quien podía
hablar era con Noel Bermúdez, y si mal no recuerdo, me recomendó decir a Adolfo
Alfaro que aquí no se puede hacer absolutamente nada, que todo depende de ellos, del
exterior, lo que ellos puedan hacer en cualquier forma. Me recomendó también que no
trajera a mi regreso ningún papel, ni ninguna cosa que me fuera a comprometer, y que
solo hablara con los ya mencionados, pero que tuviera cuidado con los exiliados no
reconocidos, sobre todo que hablara con Joaquín Cortés y con los que él me indicó,
que con esos podía hablar. Era un intercambio de ideas entre los exiliados y nosotros;
todo eso fue antes de irme, antes del 7 de marzo, y se los dije hasta a los varios días de
haber llegado, cuando me instalé y comencé a conocer gentes allí.
Pregunta No. 11. —¿Con qué persona se comunicó usted después de su regreso a El
Salvador…?
Respuesta. —Al único que visité fue al doctor Lacayo Farfán.
Pregunta No. 12. —¿Quiere decir que le comunicó al doctor Lacayo Farfán…?
Respuesta. —No le comuniqué absolutamente nada de lo relacionado con El Salva-
dor, sino todo lo concerniente con mis estudios de anestesia. Me estuvo preguntando
sobre los métodos que aprendí y que si iba a trabajar en el Hospital.
Pregunta No. 15. —¿Cómo se explica usted que habiendo llevado una razón del
doctor Lacayo Farfán para Joaquín Cortés, no le haya el doctor Lacayo Farfán pre-
guntado sobre si dio la razón al señor Joaquín Cortés…?
Respuesta. —Es lógico, pero resulta que no era propiamente una razón la que man-
daba, sino que le dijera a Cortés que hablara con algunos exiliados. Ahora, como
Cortés no me dijera ninguna razón concreta, no 1e interesó esto ya en absoluto, por
lo cual nunca hablé con el doctor Lacayo Farfán del asunto.
Hasta allí no habían entrado los leones.
Hasta ese momento el sufrimiento del detenido únicamente lo había impulsado a
exagerar un poco la verdad, a inflar la noticia de la razón del médico a San Salvador,
pero sin comprometerlo directa mente.
Después de cincuenta y tres preguntas más y ya cuando Anastasio Somoza Debayle
había formulado las exigencias que le convenían, cegado por el odio hacia un hombre
público que podía obstaculizar la herencia del poder que legara su padre, Dubón dijo:
Pregunta No. 59.- Explique con más detalle la recomendación que le dio Lacayo
Farfán para el exteniente Joaquín Cortés en El Salvador…
Respuesta. —Pues dijo que como ya aquí no se podía conseguir nada, la única espe-
ranza era que viniera de los exiliados, ya sea un grupo o un atentado como el del 4 de
abril, o bien que mandaran a una persona para acabar con la vida del señor presidente…

75
Pregunta No. 60. —¿Confirma el testigo en su contestación anterior, que Lacayo
Farfán le dijo “o bien mandar a una persona de El Salvador, para que viniera a acabar
con la vida del señor presidente…?
Respuesta —Sí señor, lo confirmo, eso me dijo.
La confesión estaba completa, pero como todas las cosas que son falsas, sus contra-
sentidos habían quedado asentados junto con ella.
¿Cómo podía explicarse ese cambio repentino y violento en el lapso que separa cin-
cuenta y tres preguntas…?
Solo imaginándose la escena de un hombre arrancado del hogar para ser llevado lue-
go de cruentas torturas hasta la imagen más moderna del coliseo romano: el jardín
zoológico de la familia Somoza.
Allí, en ese lugar bien cuidado por los jardineros, las mañanas eran plácidas y tran-
quilas: llegaba una camioneta con la leche de Casa Presidencial. Por una puerta late-
ral contigua al “Cuarto de Costura”, entraba a veces una buena provisión de hielo, los
trajes de la familia eran conducidos hasta los salones desde el sitio de la servidumbre,
y la jefa de la cocina pasaba en una camioneta azul acompañada de un sargento. Todo
era normal mientras los dueños de la casa terrible no daban señales de vida.
A mediodía comenzaban las visitas de los políticos que hacían espera en el salón
abierto que da al oeste, y desde donde se domina Managua. Llegaba Mr. Gvain, un
técnico norteamericano que trabaja para el Ferrocarril del Pacífico de Nicaragua; lle-
gaban diputados, ministros y embajadores todos callados y tranquilos.
En la tarde, se notaban los primeros síntomas de que el “trabajo” iba a dar comienzo,
y de las seis en adelante, cuando los clarines del cuartel dejaban ir sus notas para
indicar que se arriaban el pabellón, se encendían todas las luces y comenzaba a vivir
uno más cerca de los Somoza.
Sí, más cerca, porque entonces se abrían las jaulas, se desperezaban los goznes de las
puertas de los baños, salían los prisioneros y se escuchaban los ecos de los interroga-
torios brutales y las carcajadas de los vigilantes y esbirros.
Todos los días, todos los días, hasta las dos o tres de la mañana.
Vivir allí fue una experiencia tan terrible, que cuando todos los que habíamos cono-
cido el lugar éramos llevados meses después a la Sala de Audiencias del Consejo de
Guerra que nos juzgaba y pasábamos en camiones frente a la entrada del jardín de
los leones, rezábamos.
Sentía uno como si el camión pudiera detenerse, como si alguien lo pudiera arrebatar
del asiento para meterlo otra vez a la jaula, o al baño, para vivir una nueva temporada
en la intimidad de los Somoza.
Recuerdo que Ausberto Narváez, después de un mes de estar allí, me dijo:
¿Sabés, Pedro? En la jaula mía había un tigre, y dicen los guardias que murió del
hedor que producían los leones.
Y era cierto, como también es que un hombre puede morirse del mal olor que produ-
ce el alma de quienes ponen a sus semejantes en un nivel inferior al de los animales.

76
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

77
Capítulo XI:
El pozo, y lo demás
A mí nunca me llevaron al “pozo”, pero conozco el ritual porque he vivido meses
con personas que han ido a él.
El pozo es una pieza suficientemente profunda como para ahogar a un hombre, sobre
todo si lo meten en ella respetando las normas que usan los especialistas en la mate-
ria.
Uno de los principales conocedores de la técnica es, según testimonio de todos lo que
han estado en el pozo, el teniente Carlos Malespín.
Entre otros que recuerdo, fueron al pozo los doctores Enrique Lacayo Farfán, Fran-
cisco Frixione, Doro Real, Alonso Castellón y muchos más.
Cuando las llaves suenan después de las ocho de la noche en un calabozo de la loma
de Tiscapa, y el oficial que abre la puerta le dice a uno:
—“DESNÚDESE” —quiere decir que va al pozo.
El que se desnuda, camina por un pasillo comunicado con una escalera que da al pa-
tio, hasta que le ordenan detenerse y le pasan un mecate por las muñecas y otro por
los tobillos.
Entre un mecate y otro, amarran un tercero que sirve para bajar al pozo a la víctima,
o para izarla cuando se está ahogando, y una vez concluida la operación, comienzan
a convencerlo con buenas maneras de que es mejor decir, “cooperar”, como dicen
ellos, porque de lo contrario… en el pozo puede ahogarse.
Y lo ahogan, sí. Lo ahogan una y otra vez; lo zambullen atado de pies y manos empu-
jándolo de la cabeza hasta que las burbujas de agua se hacen cada vez más pequeñas,
y el movimiento del cuerpo que se resiste a sucumbir, cesa.
Es la muerte misma, porque seguramente cuando la gente se ahoga por un accidente,
ya no siente nada después de eso. ¿Qué otra cosa puede sentir?
El mundo se deshace en un pequeño chapoteo de agua turbulenta y sucia, los ojos se
cierran y la mente se nubla definitivamente como ocurre con el éter aplicado en la
mesa de operaciones; se ven círculos concéntricos innumerables, se siente una pre-
sión inexplicable en todo el cuerpo, hay un último espasmo, un salto que no llega a
producirse por la impotencia física en que está el cuerpo, una ansiedad espantosa que
es la asfixia, y todo termina; pero no, no termina.
Es como morirse y resucitar para volver a morir. La desesperación de la asfixia que
se produce en unos dos o tres segundos, hace que este lapso se extienda a toda la
vida; los hijos, la esposa, la madre … todos están allá en el hogar, tan lejos como la
infancia y la adolescencia, que corren frente a los ojos del moribundo en una cinta ci-
nematográfica apresurada, frenética y loca. Y en medio de todo, el recuerdo de Dios,
y la invocación de sus santos… “¡Mamacita!”, se oye gritar de lejos. “¡Dios mío!

78
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

¡Virgen del Carmen!”, y las voces claras de estas alusiones cristianas se ahogan junto
con la víctima en el murmullo del agua que entra por los pulmones que han cedido a
la presión, y se han abierto ya, como válvula muerta.
El chapoteo del agua corta toda expresión de vida y el lejano sonido de un motor
eléctrico sostenido en explosiones pausadas y graves, enturbia la atmósfera hasta que
se hace el silencio absoluto.
Sacan al hombre exánime. De sus labios amoratados ya no brota expresión de ningu-
na clase. Sus miembros están fláccidos y las cuerdas con que lo han atado, tensas…
Se ha desmayado, prácticamente ya ha muerto, pero estos vivientes malignos tornan
a despertarlo de un sueño que mejor hubiera sido eterno, le dan aire, le hace respira-
ción artificial, lo reviven, en una palabra, con el único objeto de matarlo nuevamente.
Juegan así con la existencia y matan a un hombre muchas veces durante una sola
noche, para encontrar como avaros que buscan el tesoro de la biología humana, la
piedra escondida del pensamiento, y arrebatarla entera, para que vaya a engrosar los
cofres del tirano.
Matan al cuerpo para poder con más facilidad apoderarse de su dueña que es la
mente: asfixian para tomar entre sus manos la inteligencia y escribir con ella lo que
quieren.
Los “científicos”, los que se han especializado ya en esa escuela del sadismo y saben
hasta dónde se puede hacer sentir a un hombre todo el dolor de la muerte sin matarlo,
siguen después preguntando en un lenguaje natural y sencillo, como haciendo ver
que no ha pasado nada, como demostrando que actúan por juego, por broma, con
hombría:
—¡No aguantás nada vos, hombre! ¿Cómo dicen que ustedes son “perros” a la zam-
bullida…?
Y luego, mientras fuman, o mientras platican como quien no quiere la cosa, siguen
el camino trillado de su sistema, de su convencimiento que tiene todas las ganas de
la estrategia intelectual.
—Decí hombre, decí… después es peor.
También el pozo, como digo, está situado en la Casa Presidencial, y aunque raras ve-
ces aparecen por sus contornos los miembros de la familia, cuando no llegan, tienen
el cuidado de informarse por teléfono de cómo va el tratamiento, y averiguar tantos
detalles, que luego los usan personalmente como argumento en los interrogatorios.
Porque lo que uno dice en el pozo, o en el “Cuarto de Costura”, no tiene quizá valor
para los juicios militares que hacen los Somoza, pero sí es válido para la convicción
que la familia se forma de los reos, y además, es obligación de estos repetir exacta-
mente al tribunal lo que dicen en el pozo… porque si no, vuelven al pozo.
Operaciones de esta clase se dilatan a veces varios días, divididas como es natural
en “sesiones” que se distribuyen ni más ni menos como las de una clínica donde se
consulta a un médico.
Los hombres que bajan al pozo van al tribunal militar y vuelven a bajar al pozo, du-
rante noches enteras de increíble dedicación, hasta que se establece la “verdad” que
vale lo mismo que decir lo que piensan los Somoza que uno está obligado a declarar.

79
Cuando regresan, llegan inflamados. Los cordones con que han sido atadas las manos
y los pies, se encogen por el agua, y las extremidades se hinchan: el cuerpo, sometido
a un tratamiento de asfixia constante, está soplado, el vientre se abulta y pasan horas
enteras haciendo deposiciones o vomitando.
Ese es el pozo, y además de él existen otros recursos como una máquina eléctrica que
se acciona con un magneto de avión y tiene dos polos en forma de anillos aplicables
a los dedos de la mano, los cuales dejan pasar una corriente que de un solo golpe
saca todo el aire de los pulmones, hace contraerse los músculos y produce un grito
lóbrego y continuado que se oye claramente a muchos metros de distancia.
Al día siguiente, las personas a quienes se aplica esta “electroterapia” aparecen con
el cuerpo amoratado y los músculos tan cansados que no pueden sino estar tirados en
un camarote… o en el suelo, porque a veces solo este sirve de lecho.
Además del pozo y la electricidad, los Somoza usan el innoble expediente de atar los
testículos de sus prisioneros con un fino mecate de manila, hacer un nudo corredizo
y tirar bestial o delicadamente de él, hasta refrescar la memoria de los que no quieren
hablar, o excitar la imaginación de los que no saben nada.
A Jorge Rivas Montes, asesinado en las cárceles de Managua mientras se escribía
el presente libro, le hicieron eso en el año 1954, y contaba él a sus compañeros de
prisión, entre los cuales me encontraba yo, que el propio Anastasio Somoza Debayle
le puso un pie sobre el pecho para que el encargado de la manila la halara con más
eficiencia y comodidad.
Los gritos de dolor se escuchan en las celdas de los demás prisioneros y los perros
de la Casa Presidencial aúllan cuando torturan a los presos. Es un detalle curioso que
confirma la legendaria posición de este noble animal, tan amigo del hombre y siem-
pre tan humano, más humano a veces que los hombres mismos.
La bondad de algunos de los que forman el equipo de tortura, se manifiesta lejana-
mente por algún comentario temeroso, o en una mirada, una lánguida mirada que es
lo más que pueden dar.
A veces también después de una sesión muy violenta, los mismos esbirros (posible-
mente algunos tan deprimidos como sus víctimas), regalan pastillas para dormir, o
un poco de café negro, eso sí, siempre y cuando las cosas estén sucediendo a regular
distancia del hijo menor de la Dinastía.
Este último fue capaz de decir a un hombre que a pesar de estar destruido por la tor-
tura se negaba a confesar una palabra:
—Si no hablás voy a traer a tu esposa. Ya mandé a arrestarla.
—¡Pero si tiene tres días de operada, si acaba de dar a luz un niñito…!
Y Anastasio Somoza Debayle, despreciando la angustia, el dolor y la dignidad que
debe representar para cualquier hombre la situación de una mujer recién alumbrada,
y de su esposo prisionero y torturado, le dijo:
—¡CON MAYOR RAZÓN …!  ¡HABLA PUES!

80
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Las preguntas de la Corte,


hechas aparentemente sin
coacción de ninguna clase, pero
teniendo como fondo el horrible
recuerdo de las torturas recién
sufridas y las amenazas para el
futuro, fueron resbalando poco
a poco sobre mi mente, en ese
momento clara y firme.

81
Capítulo XII:
La primera vez
L a primera vez que fui llevado a la Corte de Investigaciones referí la verdad; pero
jamás pensé que la verdad fuera a perjudicarme. Al contrario: creí, además, que
diciéndola, mi testimonio se tomaría como era natural a favor de mi amigo Francisco
Frixione, ligado a mi “caso” por una conversación intrascendente tenida como seis
meses antes del atentado a Somoza.
Más aún, él había hablado lo mismo con otras personas y los Somoza establecieron
a tal punto la inocencia de éstas, que las pusieron en libertad (si bien es cierto, luego
de torturas crueles), unos tres meses después de la muerte del presidente. Era notoria,
pues, la discriminación ejercida contra mí.
La parte que podemos llamar “física” de una Corte de Investigación militar en Ni-
caragua está montada en un aparato que se mueve rápidamente al impulso de los
Somoza. Esta vez la Corte sesionaba en la casa de uno de ellos. Los teléfonos, ins-
talados apresuradamente sobre la mesa en que comían con sus hijos estaban en co-
municación constante con las dependencias del Palacio Presidencial, y los detenidos
eran llevados hasta la Corte, después de que su tratamiento había obtenido el “visto
bueno” de él.
Yo estaba en un baño del jardín de los leones cuando me llevaron a la Corte la pri-
mera vez. Me subieron a un jeep militar que rodó hasta la residencia de La Curva,
palacio aledaño a la Presidencial, donde se levantaba el proceso “legal” por la muerte
de Somoza, y también, necesario es decirlo, por cualquier otro cuento que tuviera
ribetes subversivos.
Allí, frente a cinco militares entre los cuales estaba Pablito Rivas ocupando digna-
mente su papel de juez, comenzaron a interrogarme sobre el caso hasta que se abu-
rrieron de hacerlo, sin sacar otra cosa que la verdad. Esta era:
Que hacía seis meses el doctor Frixione me había contado, que despidió de su casa a
un sujeto que llegó a decirle que en El Salvador se planeaba un movimiento revolu-
cionario en contra del Gobierno.
Las preguntas de la Corte, hechas aparentemente sin coacción de ninguna clase, pero
teniendo como fondo el horrible recuerdo de las torturas recién sufridas y las amena-
zas para el futuro, fueron resbalando poco a poco sobre mi mente, en ese momento
clara y firme.
Las secretarias escribían:
—¿Sabía usted que se llevaría a cabo un atentado contra la vida del señor presiden-
te…?
—No señor.
—¿Le dijo a usted el doctor Frixione que en El Salvador se fraguaba un movimiento

82
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

revolucionario contra el Gobierno de Nicaragua…?


—Sí señor.
—¿Sabe usted que los movimientos subversivos están penados por nuestra legisla-
ción …?
—Sí, sé que están penados.
—Habiendo tenido usted conocimiento de que se planeaba un movimiento subversi-
vo en contra del Gobierno de Nicaragua y sabiendo que estos movimientos están pe-
nados por nuestra legislación, ¿quiere usted decirme por qué no denunció el hecho
ante las autoridades competentes…?
—En primer lugar porque las denuncias no están en mi modo de ser, y en segundo
lugar, porque no existía algo concreto, de modo que decir lo que tan ligeramente me
habían referido, hubiera sido nada más ocasionar daños y hacer confusión.
—¿Cree usted que un mandato de la ley contempla la posibilidad de su no observan-
cia, considerando la manera de ser de las personas…?
—Cuando hay una razón moral superior, sí.
—¿Tenía usted alguna razón moral superior para no denunciar el hecho, el cual
usted conocía…?
—La delación es inmoral.
El planteamiento de la tesis era claro: Por un lado estaba el conocimiento fragmen-
tario de un hecho que no implicaba delito alguno, porque equivalía a conocer la
declaración de un hombre que había rechazado una propuesta subversiva. Por otro
lado, la estructuración de un régimen en cuyo Código Penal se establece el instituto
de la delación. Solo había un camino que escoger, y el cual por una casualidad, era
precisamente el de la verdad.
Pero la Corte se impacientó, porque sus miembros no habían llegado seguramente
a ese lugar para escuchar lecciones de moral, sino a tejer de algún modo la red que
debía de llevar a la cárcel a los enemigos del régimen. La confesión que estaba escu-
chando no servía para ese efecto.
Allí fue cuando el cesarismo de los Somoza, siempre llenos de ambiciones y com-
plicaciones internacionales, se volcó sobre algo que tanto daño debía hacerles pos-
teriormente.
Se trató de complicar en la muerte de Somoza a la Sociedad Interamericana de Pren-
sa; se intentó hacer aparecer al periodista norteamericano Jules Dubois implicado en
el asunto; de hacer creer que el atentado y el fallecimiento del que se decía gran de-
mócrata de América, íntimo amigo de Franklin D. Roosevelt y paladín anticomunista
del hemisferio, había sido una conspiración más que nicaragüense.
Recuerdo muy bien que fue el mayor Francisco Medal, gordo, soplado por la comida
y la buena vida sedentaria, quien se repantigó sobre el sillón colocado a la derecha
del presidente del Tribunal, para preguntarme:
—¿Sabía usted que el señor periodista Jules Dubois llegaría a Managua procedente
del Sur, antes de las 24 horas después del atentado de la persona del señor presiden-

83
te de la República…?
—No señor.
—Usted dice en su declaración que había venido una persona de El Salvador para
hacer contactos necesarios para un movimiento subversivo contra el Gobierno; diga
usted si en alguna forma avisó al periodista Dubois que este movimiento iba a su-
ceder, en vista de que el periodista Dubois llegó a Nicaragua antes de 24 horas des-
pués del atentado, y que a continuación de su llegada el periodista Dubois hizo todas
las gestiones posibles pidiendo su libertad…?
—No señor.
Y las preguntas continuaron adelante sobre Jules Dubois:
Que si yo le debía dinero, que si era cierto que se había entrevistado con Hernán
Robleto hijo, que si yo sabía (como si la incomunicación con que estaba no fuera
absoluta) que en mi casa le habían entregado a Dubois un cheque, etcétera, etcétera.
Definitivamente la Corte no podía encontrar nada que me acusara. Los argumentos
del fiscal y las preguntas de los jueces, entre los cuales estaba sentado el hombre a
quien había visto yo una vez matar una perra parida a garrotazos, se fueron haciendo
menos intensos.
Todo había salido mal, y por eso era necesario el otro expediente… un intento más
en el “Cuarto de Costura”.
Cuando la Corte dio por terminado el interrogatorio, se me informó textualmente que
tenía “el privilegio de ampliar mi declaración”.
Un discutible y diabólico privilegio que significaba el refinamiento de la crueldad,
y la última extracción de todos los recursos del ser humano, para llevarlo definitiva-
mente a la condena.
Privilegio de ampliar su declaración. Así decía la fórmula de enjuiciamiento militar,
herencia también de la ocupación efectuada en Nicaragua por la Infantería de Marina
de los Estados Unidos, que dejó su código, pero no la estructura moral del pueblo
norteamericano en donde se aplica.
Yo ya había estado en el “Cuarto de Costura”. Los interrogatorios a que me habían
sometido no estaban ausentes de tortura: la crueldad de los Somoza había dejado
huellas fehacientes en mi cuerpo y en mi espíritu, pero ante el Tribunal, todo el acer-
vo de educación que lleva el hombre dentro del alma, me sirvió para mantener el
espíritu alto y limpio.
No había confesado nada, porque no sabía nada. ¿Pero qué pretendían ahora notifi-
cándome que tenía el privilegio de ampliar mi declaración…?
La tarde era soleada y sobre el Lago de Managua se pintaban hermosos celajes de co-
lores. Tomé mi camino, y regresé al jardín de la Casa Presidencial cuando justamente
daba la hora en que el espíritu de los Somoza se dispone al trabajo, al fatigoso trabajo
de hacer sufrir a los hombres que viven prisioneros en su propia casa de habitación.

84
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

85
Capítulo XIII:
Mi confesión
N o recuerdo cuándo fue; pero el caso es que un día, y cuando el agotamiento
mental me había dominado casi completamente, yo confesé en el “Cuarto de
Costura” que seis o siete meses antes del atentado contra la vida de Somoza, el doctor
Francisco Frixione me contó de la llegada de un desconocido a Nicaragua, al cual
despidió de su casa de mala manera, cuando comenzó a contarle que viajaba hacien-
do “contactos” para un movimiento revolucionario.
No lo había dicho antes porque no lo recordaba, expliqué a mis interrogadores. Fue
un incidente de esos que ocurren frecuentemente en Nicaragua; una conversación
sin importancia que no extrañaba culpabilidad de ninguna especie, porque el doctor
Frixione, al participarme el despido que había dado a un supuesto agente revolucio-
nario, estaba actuando dentro de la ley, rechazando su adhesión a la comisión de un
posible delito, si es que constituye tal cosa el oír a un hombre que dice estar empeña-
do en hacer una revolución para derribar una dictadura.
Pero yo estaba contando ahora el caso, porque los que me interrogaban tenían ya no-
ticias de él, y creí que al confirmarlo, no solamente dejaría de sufrir los vejámenes de
que venía siendo objeto, sino que, al mismo tiempo, ayudaría a mi amigo.
Sí. Porque para una mente normal, la confesión de una persona que confirma el re-
chazo que da otra a una propuesta delictiva, no significaba más que una declaración
testimonial a favor de ambas.
Pero estaba equivocado, terrible y duramente equivocado, porque apenas salió de
mis labios el comienzo de la historia, se multiplicaron sobre mí los padecimientos,
se intensificaron los interrogatorios y se echó mano de los más crueles recursos para
hacerme decir más, más, siempre más, aunque yo no supiera sino únicamente lo que
había contado.
El alborozo que provocó la noticia de que yo sabía “algo”, fue inmenso; la crueldad
de los Somoza saltó entonces ya sin reservas de ninguna clase, y las visitas de Anas-
tasio Somoza Debayle al “Cuarto de Costura” se hicieron cada vez más continuas,
más indispensables.
Día a día, noche a noche, minuto a minuto, cuatro a cinco hombres se encaramaban
sobre mi mente cansada por la falta de sueño y mi cuerpo adolorido por el extenuante
trabajo físico al que estaba sometido, insistiendo en hacerme decir… cualquier cosa
que fuera.
¿Quién era el hombre que había hablado a Frixione…? ¿Dónde había platicado…?
¿Qué detalles le había comunicado sobre el plan de asesinar a Somoza…?
Pero yo no sabía nada, absolutamente nada, y por eso no podía contestar a las pre-
guntas. Porque la verdad se terminaba en unas pocas líneas, idénticas a las que dejo
relatadas al comienzo de este capítulo.

86
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Sin embargo, hubo uno de ellos que me obligó a firmar un papel, un inmundo papel
en el cual, a pesar de decirse que yo había oído que se planeaba una revolución que
incluía un ataque a la persona del presidente, nunca salió a luz en el juicio que se nos
siguió después: un papel que permaneció siempre oculto y que jamás osaron presen-
tar como prueba en contra de mi persona, porque ya fuera del “Cuarto de Costura”,
yo lo desmentí delante de los mismos que me lo habían arrancado en un momento de
locura, de desquiciamiento mental. Un papel cuyo contenido nunca se me ha echado
en cara y que yo soy ahora la primera persona en dar a conocer, porque, más que una
vergüenza para mí, es una vergüenza para ellos.
En él se me obligó, como digo, a poner la frase “ataque a la persona del presidente”,
y a pesar de que luché para no hacerlo, porque se refería a un hecho falso, mi huma-
nidad se rindió durante un momento y la puse … Sí, la puse, pero después de haberlo
hecho, lloré de rabia y tiré el papel a la cara de los mismos que me lo habían arranca-
do, acusándoles en público, en el propio jardín de los leones y frente al miembro de
la Corte Militar, mayor Francisco Medal, de habérmelo arrancado en un momento de
locura y desesperación, provocado por las torturas.
El incidente, sin embargo, se hizo largo. Así tenía que ser, porque las garras de esa
gente no sueltan fácilmente a nadie, ni dejan escapar con tranquilidad el momento
oportuno de hundir, de aplastar a sus enemigos.
Por eso fue que cuando me trajeron de vuelta de la Corte de Investigación, donde
rendí mi primera declaración hablando de la conversación simple que había tenido
con Frixione, y sin mencionar para nada el contenido del papel, fui llevado de nuevo
al “Cuarto de Costura”.
Allí estaba el hijo menor de Somoza. Sus ojos despedían fuego, y agitando unos an-
teojos de marco negro en las manos crispadas me gritó:
—¿Con que te estás burlando de mí, verdad …? Pero sabés una cosa: de aquí solo la
Providencia de Dios te saca. Y si con la declaración que rendiste ante la junta pensás
resultar absuelto, sabelo bien… de la puerta de la cárcel no caminás tres pasos.
Y la cosa volvió a comenzar. Fue una nueva noche de sufrimiento indescriptible, de
cansancio agotador, de sudores extenuantes que se terminaron con una advertencia:
—Mañana vas a ir otra vez… y vas a declarar ESO…
Y yo volví a la Corte de Investigación, una corte impúdica que sabía muy bien lo que
estaba ocurriendo, pero en la cual uno de los miembros no tuvo empacho de decir
suavemente desde el momento en que yo crucé el umbral de la puerta:
—Doctor Chamorro, hemos sabido que usted está deseoso de ampliar su declaración.
Fue una escena dura e inolvidable; él sonrió y yo levanté los hombros; miré a otra
parte, y quise abstraer mi pensamiento, hacer que mi imaginación se fugara del lugar
en donde la Corte estaba instalada, la casa particular de Anastasio Somoza Debayle, la
mesa del comedor principal de su palacio de La Curva, unos sillones negros, elegantes,
y al fondo un cuadro de la “Última Cena” en plata repujada; vajillas, piso brillante de
mosaicos sobrios, adornos que revelaban la existencia de un hogar y dos o tres meca-
nógrafas hermosas, todas con el semblante apesarado, afligido, avergonzado.
Volví en mí cuando el mismo hombre que había preguntado, dijo en voz alta:

87
—Señorita, copie… Ampliación de Declaración, por favor.
Entonces el fiscal dijo textualmente esto que copió del proceso:
Pedro Joaquín Chamorro Cardenal fue llamado nuevamente ante la Corte de Inves-
tigación, e informado sobre si tenía que hacer alguna ampliación a su declaración,
dijo que sí, y al efecto declara. (Mi voz comenzó a sonar entrecortada y absurda,
como ajena, como que fuera voz de otra persona que hablaba por mí, para decir
estas palabras, cuya construcción gramatical es bien reveladora):
Voy a aclarar también que durante mi interrogatorio en la Oficina de Seguridad, yo
firmé un documento en que decía yo, según entendí la noticia que me dieron de hace
muchos meses, de un plan subversivo, comprendí un ataque al señor presidente de la
República. Eso es lo que firmé allí.
Entonces el fiscal militar, levantando la voz y aceptando como normal la desarticu-
lada sucesión de frases que yo había dicho ante la mirada inquisidora de los que me
habían amenazado, preguntó, para aclarar el punto:
—¿Quién le dijo a usted que el complot comprendía un ataque al señor presidente
de la República…?
Y yo contesté:
—No es exactamente que me lo hayan dicho, sino que yo entendí eso.
La defensa, la humana defensa del hombre acorralado por el sufrimiento y la angus-
tia, y acicateado por el recuerdo de la tortura y el temor de regresar al laboratorio de
la familia Somoza, estaba todavía viva; pero el fiscal insistió en el punto:
—¿Quiere usted decirme quién le habló sobre el complot…?
—El doctor Frixione me habló de un movimiento revolucionario que se estaba ges-
tando en El Salvador.
Y la palabra “revolucionario”, como contraposición esencial a todo lo que fuera aten-
tado, me salió del alma como sale un quejido, como sale la última burbuja de aire
que uno tiene en los pulmones, en una nueva ofensiva por lograr mi salvación, que
estaba en la verdad.
—Diga usted —recalcó el fiscal entonces, implacable y rápido— si de la plática sos-
tenida con el doctor Frixione entendió usted que el complot implicaba el ataque al
señor presidente de la República…
—Dije que me “pareció” entender eso— contesté yo, flaqueando en el extremo de la
resistencia, en la última raya que guardaba el santuario de mi personalidad de hom-
bre digno.
Las preguntas y las respuestas que he transcrito textualmente revelan el fondo verda-
dero del diálogo y la intención del interrogatorio. Yo era un hombre bajo amenaza y
con la mente desquiciada por el constante suplicio… y sin embargo, no pude confe-
sar lo que se pedía de mí.
Primero mis frases desarticuladas, después mis contestaciones con palabras evasivas
como “me pareció entender”, y “yo entendí eso”, hacen saltar el dilema de hombre que
se enfrenta a los extremos de perecer o mentir, y no quiere escoger ninguno de los dos.

88
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Tan cierto es esto que en el propio Consejo de Guerra esta declaración inconexa, ver-
gonzosa para los que la habían obtenido y fácil de destruir, no fue citada siquiera por
el fiscal militar, quien sabía perfectamente bien cómo había sido arrancada.
Unos segundos después de ella, la Corte de Investigación volvió a llamarme al co-
medor de la familia Somoza Debayle, donde el militar que ocupaba el centro de la
mesa, me dijo:
—La Corte de Investigación habiendo encontrado por los testimonios evacuados que
Pedro Joaquín Chamorro Cardenal aparece implicado en el asunto que se investiga,
fue llamado a notificar a ese efecto, como parte interesada ante la Corte.
Eso significa en el mal lenguaje protocolario de los medio analfabetos jueces, que
tenía que sufrir un proceso, y por lo menos desde ese momento en adelante tendría
derecho a nombrar abogado defensor.
Nombré mi abogado, y regresé al jardín de los leones con otros compañeros de in-
fortunio.
En el camino sentí una relativa sensación de alivio y el pensamiento me hizo una
deliciosa caricia.
—Por fin, ¡vamos a dormir!

89
Me hinqué en el suelo y di
gracias, gracias inmensas a
Dios por haberme arrebatado
de la vida animal que llevaba en
la casa misma de los Somoza;
gracias porque entre vivir en
el jardín de su propio hogar y
estar en un calabozo, pero a 500
metros de ellos, absolutamente
encerrado, con una ventana de
20 pulgadas que dejaba entrar
en la mañana un rayo de luz y
que a las cuatro de la tarde se
opacaba, había una diferencia
indescriptible.

90
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XIV:
Humillación y vida
D os o tres veces hice antesala en la Corte, instalada en una edificación de concre-
to, pintada de plomo, que llaman en Nicaragua La Curva, o la Residencia.
En esos días la casa se hallaba desocupada porque la esposa de Anastasio Somoza
Debayle vivía en Nueva York y él ocupaba, junto con el resto de la familia, las de-
pendencias del palacio de Tiscapa.
La Corte, compuesta por cinco militares entre los cuales había gente que jamás deseó
hallarse en el compromiso de integrarla, y serviles que gozaron estrujando las leyes y
persiguiendo a personas de cuya inocencia estaban bien convencidos, tenía la misión
de hacer una especie de sumario con las declaraciones de los presos, para decretar,
después de una audiencia pública, quiénes estaban “implicados” en el atentado que
terminó con la vida de Somoza.
Este procedimiento, mal copiado del mismo que usaba por los años 1933 la Infan-
tería de Marina de los Estados Unidos, nunca ha sido aprobado por el Congreso de
Nicaragua y, por tanto, no es ley de la República. Pero los Somoza lo aplican a sus
enemigos civiles y militares, indistintamente.
El Tribunal trabajaba día y noche, y sus métodos siempre variaron de acuerdo con las
necesidades y las circunstancias. Sus miembros usaban los automóviles de los prisio-
neros cuyas causas estaban conociendo, se enteraban de las declaraciones obtenidas
por la Oficina de Seguridad en el “Cuarto de Costura” de la Casa Presidencial, y las
tenían sobre la mesa para irse ayudando en los interrogatorios. Cuando estos docu-
mentos fallaban por alguna razón, la Corte pedía auxilio, y como entre ella y Anas-
tasio Somoza Debayle había tales comunicaciones que la última no podía disponer
nada sin que aquél lo aceptara, el auxilio siempre llegaba en el momento oportuno.
La Corte amenazaba a los campesinos humildes con la pena de muerte (que no existe
en Nicaragua), lo cual constituía un verdadero chantaje por el terror, y sus miembros,
tomando a veces posturas de caballeros, pretendían dar lecciones de urbanidad a los
famélicos reos, o decían campanudos discursos aludiendo a que allí se declaraba
siempre sin coacción. Más aún: pedían a veces que se les explicara con entera con-
fianza si el prisionero había sido torturado o no, y experimentaban extrañeza que les
dijeran que sí, prometiendo remediar el caso.
Los que cayeron en el lamentable error de creer esas palabras, tuvieron una buena
sorpresa, porque al salir de la Corte se encontraban con el que los había torturado
para oír de sus labios:
—¡Ajá! ¿Con que contaste, verdad…? Tonto; ahora vas a ver lo que te pasa.
Y cuando el hombre (después de una nueva sesión) regresaba a la Corte, y esta volvía
a advertirle que declarara sin temor, libremente, ya tenía más remedio que levantar
un falso testimonio: la falsedad que los Somoza buscaban para complicar al mayor

91
número de gente posible en la muerte de su padre.
En el salón de abajo en el palacio de La Curva, esperaban a veces los prisioneros
largas horas, mientras arriba el tribunal, sentado en la mesa de la familia, interrogaba
a alguno, o deliberaba.
Después de la espera, venía el doliente desfile, porque para ir a presentarse ante la
Corte, había que subir una empinada escalera, desde cuya parte más alta iban llaman-
do, uno por uno, a los que estaban citados a comparecer.
Allí se veían todos los días caras macilentas y cuerpos delgados arrastrándose sobre
las gradas bien lustrosas y limpias, subiendo en cuatro pies, o conducidos por los
mismos guardianes que contemplaban apesarados la imposibilidad en que estaba de
dar un paso. Ausberto Narváez subió así, a gatas; Enoc Aguado, el viejo expresidente,
fue ayudado a escalar la ignominiosa altura de la Corte; Alonso Castellón descalzo,
sucio, sin camisa, pero arrogante; y otros, muchos más, que venían de todas las cár-
celes de Managua y procedían de todos los lugares de la República, hacían antesala
sentados en el suelo, pasándose suave, cariñosamente, la colilla de algún cigarrillo, o
saludando con los ojos a los más enfermos y arruinados.
Con los ojos digo, porque los celosos centinelas impedían toda clase de conversa-
ción, y aún las señas más simples despertaban inmediatamente la reacción del sica-
rio, encargado de mantener la incomunicación para facilitar así la labor investigadora
de la Junta.
Durante los meses de octubre y noviembre, todas las capas sociales de Nicaragua
fueron afectadas por este sistema inhumano y degradante. Profesionales distingui-
dos, industriales, agricultores, gente de figuración política y social en el país, campe-
sinos y obreros, todos fueron humillados de este modo frente a la elegante sala de la
Corte, en donde los oficiales sonrientes, limpios, gordos, recostados en las sillas del
comedor de la familia gobernante, cambiaban en presencia del espectáculo miradas
de lástima o de ironía, según fueran ellas de los tímidos que se veían compelidos a
tomar parte en un drama que les repugnaba, o de los malvados que gozaban sádica-
mente viendo sufrir a los prisioneros.
Cuando los interrogatorios duraban más tiempo que el tasado, suspendían la sesión y
pasaban a comer en un saloncito vecino al principal, mientras los reos eran bajados a
un sótano adonde les llevaban pequeñas raciones de comida envueltas en periódicos
viejos, teniendo cuidado de que estos no tuvieran noticias del país.
En esos sótanos y en el entreacto de estas degradantes sesiones, leí un día las decla-
raciones del expresidente Galo Plaza Lazo. Se trataba, si mal no recuerdo, de “La
Estrella de Panamá”. Decía él: “No podemos justificar los atentados como medio de
sucesión en el poder, pero es bueno que los tiranos de América vayan sabiendo que
con sus métodos corren el riesgo de morir alguna vez a balazos”.
Y era verdad.
Como era cierto también que el culpable de aquella muerte, para juzgar la cual ha-
bían instalado un tribunal, no era otro más que el muerto mismo.
No era otro que el propio Somoza, junto con sus hijos y sus guardias, que habían
perseguido durante tantos años la hacienda y la vida de sus conciudadanos.

92
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Las frases del expresidente sudamericano llegaron hasta la antesala del tribunal en
que yo estaba, como a plantear el otro extremo de la discusión en el juicio:
“Los tiranos corren el riesgo de morir a balazos” …
¿Por qué? Porque personifican la injusticia, porque asesinan y torturan a los hom-
bres, porque rebajan la dignidad de las personas hasta una condición ínfima, y enton-
ces llega el momento en que todo, aun lo mismo que han destruido, conspira contra
ellos, y ya no pueden salvarse. Así, parodiando a Séneca, puede decirse: El tirano no
muere, se mata.
Para llegar a la Corte había un ritual que se practicaba por lo menos con quienes
estábamos en las celdas de la Casa Presidencial. Era de un “fachadismo” lúgubre.
Consistía en llevarnos a la barbería del Primer Batallón, donde éramos rasurados con
brutalidad y nos cortaban el pelo pasando una navaja de afeitar por las sienes; todo
en medio de soldados que proferían continuamente insultos, llamándonos asesinos y
haciendo toda clase de burlas.
Estas escenas fueron comunes y corrientes durante toda la primera parte del juicio,
y a veces llegaron a constituir verdaderos casos de crueldad y humillación dignos de
ser mencionados.
Recuerdo bien lo ocurrido con Edwin Castro Rodríguez, a quien después de habérse-
le quitado absolutamente todas sus ropas masculinas, le pusieron un vestido de mujer
y lo llevaron así, a pie hasta la barbería del cuartel.
Su camino fue doloroso: durante todo el recorrido que comenzó en la misma Casa
Presidencial fue insultado en la forma más soez, y lo hicieron objeto de toda clase de
burlas de carácter pornográfico. Caminó en medio de las carcajadas y los golpes de
las escoltas de los Somoza, vestido de mujer pero muy bien levantado su espíritu de
hombre. El jolgorio fue largo y cansado, pero su ánimo se elevó altivamente sobre el
espíritu ruin y bajo de sus verdugos, hasta que al fin había logrado hacer una estampa
tal, que ni siquiera cabía para ella lástima.
Tuvieron que cambiar de táctica y lo enviaron ya revestido de una dignidad que él
mismo se había ganado, a las audiencias de una corte que actuó durante todo ese
tiempo en secreto, sin permitir acceso a los abogados, ni aporte alguno de indica-
ciones. Era un juego que tenía una sola cara, y cuyos detalles más íntimos revisaba
todos los días cuidadosamente el hijo menor de la Dinastía, para ir componiéndolo a
su sabor y antojo.
Sin embargo, ir a la Corte representaba un gran alivio, porque era lo mismo que salir
a la luz, que entrar al mundo de los vivos.
La experiencia en este sentido no podía ser menos cruel, porque en el año 1954,
cuando ocurrieron los llamados “Sucesos de Abril” y el Gobierno tomó centenares
de prisioneros, los que no fueron a la Corte perecieron ametrallados en los cafetales
de Diriamba, o torturados en las cárceles de Managua.
Recuerdo el caso de Juan Ruiz, cuyo nombre, como una extraña excepción de esta
macabra regla, apareció en los primeros expedientes de la Corte Militar de ese enton-
ces, en una hoja que decía:
Un nuevo testigo fue llamado por el fiscal a quien, habiéndole tomado la promesa de

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ley en forma legal, e informado de lo que se trata de investigar, declara:
Diga su nombre, edad, profesión y domicilio.
—Juan Ruiz Traña, agricultor, de Carazo…
Y la hoja decía después en una anotación puesta por el fiscal en el registro, que se
había interrumpido la declaración para continuarla en la próxima audiencia.
Esta “próxima audiencia” de Juan Ruiz debía ser con la muerte, porque Juan Ruiz
murió después asesinado. Su cadáver fue quemado en los cafetales de Carazo, junto
con los de Adolfo Báez Bone, Pablo Leal, José María Tercero y 50 o 60 nicaragüen-
ses más. De todos ellos, en honor a la verdad, Juan Ruiz fue el único que dejó la
huella de su nombre en el proceso, como para contrariar la macabra experiencia de
que en Nicaragua, una vez que los prisioneros de los Somoza son llevados ante una
Corte Militar, ya han salvado la vida.
Pero toda regla tiene sus excepciones, y el caso de Juan Ruíz era precisamente eso:
una excepción.
Por eso, cuando en las tardes coloreadas del mes de octubre salía uno por el salón
principal de la residencia de La Curva, y regresaba al sótano o celda que le habían
destinado, luego de haber asistido a una sesión de la Corte Militar, se sentía aliviado.
Al menos ¡estaban haciendo proceso!
De la misma celda en que ahora me estaban ubicando, salí yo en 1954 para recorrer
descalzo sobre el pavimento que hervía a los ardores del mes de mayo, el trecho que
va desde esas cárceles hasta el Palacio de los Somoza. Esa vez pasé enfrente de ellos
vestido de presidiario, con un traje a rayas hecho con tela fabricada en el telar de
la familia y vendida por ella al Gobierno. Esposado, descalzo, sucio y con los pies
sangrantes.
Pero, ¿qué iba a decir yo…? Me hinqué en el suelo y di gracias, gracias inmensas a
Dios por haberme arrebatado de la vida animal que llevaba en la casa misma de los
Somoza; gracias porque entre vivir en el jardín de su propio hogar y estar en un ca-
labozo, pero a 500 metros de ellos, absolutamente encerrado, con una ventana de 20
pulgadas que dejaba entrar en la mañana un rayo de luz y que a las cuatro de la tarde
se opacaba, había una diferencia indescriptible.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

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Capítulo XV:
El Primer Batallón
E l poder de los Somoza radica en un hecho simple: toda la organización de su
imperio está centralizada no solo desde el punto de vista humano en la familia
Somoza, sino desde el punto de vista físico, en la ciudadela armada que habitan los
Somoza.
Su residencia reúne todos los factores de mando que pueden concurrir en un país
sometido a la fuerza. Dentro de una circunferencia de 500 metros que se trazase
imaginariamente tomando como centro la cama del que ocupa la cabeza de la Dinas-
tía, están: una compañía blindada con tanques Sherman de 45 toneladas; los únicos
emplazamientos de artillería que tiene el país; un batallón de infantería, armados con
las últimas exigencias de la necesidad militar; una compañía que patrulla las calles
de Managua cuando hay efervescencia; el centro de todas las redes de comunicación
telefónica y radiográfica del Ejército de la República; los principales almacenes de
abastos de este, las oficinas de investigación y seguridad y todos los arsenales de
armas y efectivos, manejados con una sola llave maestra.
Sobre sus propios cuartos tienen los tiranuelos cañones antiaéreos, y en la cocina
de la casa (valga la expresión), duermen no menos de 60 soldados escogidos, todos
armados de carabinas y listos a movilizarse como escolta personal, mandados direc-
tamente por los oficiales más íntimamente ligados a la familia.
El poder que todo eso representa puede concebirse fácilmente, si se toma en conside-
ración la situación geográfica de esa ciudadela, toda construida sobre una loma que
domina la ciudad, y si se agrega que desde cualquier ventana de la Casa Presidencial,
con unos anteojos de larga vista y un teléfono, se pueden registrar los más mínimos
movimientos de la servidumbre armada, que forma el engranaje.
Allí también, fuera de los lugares que ya he mencionado, existen cárceles para
presos políticos y militares, ubicadas como una medida de seguridad, encima de
los sótanos en que se guardan los explosivos. Así, un acto de sabotaje incluiría la
muerte de sus enemigos políticos allí prisioneros. A esto podría llamársele la ma-
temática de la maldad.
Son celdas estrechas que miden dos varas de ancho por cuatro de largo, alineadas
todas frente a un pequeño pasillo y colocadas como un panal bien construido, bajo
un mismo techo, cuyas tejas de zinc se mueven estruendosamente al ser movidas por
el viento de la noche.
Las paredes son firmes, las puertas de hierro bien tapiadas con tablas de madera, y
en la salida principal que comunica con el exterior una nueva pared, una reja más, y
un centinela.
Después de cumplir con el privilegio que tuve de ampliar mi última declaración, fui
enviado desde el jardín de los leones a este sitio, que en el argot de la loma de Tiscapa

96
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

se llama “El Primer Batallón”.


Me subieron a las siete de la noche a un jeep, acompañado de un teniente del Ejército
que me entregó medio minuto después en la sala de guardia del lugar. Por la pequeña
carretera que bordea la loma, se veía Managua llena de luces de colores, extensa, her-
mosa, despertando del calor sofocante del día a la brisa inesperada y fría que sopla
desde el lago, cuando el sol muere en el horizonte.
—Hace frío —dije yo.
—Después va a hacer más —dijo el teniente.
Y bajamos para entrar en un laberinto de pasillos, precedidos del tintineo de las lla-
ves de la cárcel, hasta pasar una puerta y otra, para llegar a la celda que me habían
destinado.
Yo ya conocía el lugar, porque había estado allí cuando los sucesos de abril de 1954.
Esa vez, desde la celda misma en que me encontraba ahora, oí cómo los investigado-
res de entonces, torturaban a Roberto Chamorro haciéndole tragar cantimploras de
agua y rompiéndole los dientes con ellas, cuando intentaba desesperadamente cerrar
la boca.
Tito Chamorro, acusado junto con Humberto Chamorro de haber introducido las
armas para la rebelión de abril en una lancha que cruzó el Lago de Nicaragua desem-
barcándolas cerca de Managua, resistió una de las más despiadadas investigaciones
que han hecho los Somoza. Los torturaron personalmente Teodoro Picado (hijo del
expresidente de Costa Rica, y, como Tachito, graduado en West Point), un capitán de
apellido Prado y otros oficiales. Lo recluyeron después durante más de dos años en
la cárcel, la mayor parte del tiempo duramente incomunicado. El día que lo pusieron
preso, fue llevado donde el mismo Somoza, quien enterado de su participación en la
rebelión y del viaje prodigioso que había hecho con Humberto, su primo, llevando
hasta la propia capital de la República 200 rifles y 60 ametralladoras, le dijo pater-
nalmente:
—No te preocupes hijo, yo te voy a ayudar.
La ayuda está descrita. Él y Humberto, a quien también había yo visto en el Primer
Batallón el año 1954, padecieron todo lo que un hombre puede soportar sin morir, y
el último de ellos estuvo casi al borde de perder la vida, a causa de las torturas, en el
Hospital Militar de Managua; después, cuando salió del país con el consentimiento
del mismo Somoza, su diagnóstico quedó en la clínica Oshner de Nueva Orleans,
revelando fríamente toda la historia ocurrida. Costillas quebradas, contusiones que
habían dejado profundas huellas, anemia, abscesos de pus en las más recónditas par-
tes del organismo, y un desequilibrio nervioso y permanente. Los autores de toda esta
debacle, que los médicos apenas pudieron remediar con el tiempo, se llaman José
Alegret y Óscar Morales.
Allí había estado también el doctor Rafael Gutiérrez a quien los dos últimos citados
casi quemaron vivo con un contacto eléctrico. También le rompieron las costillas y
lo dejaron tirado días enteros sobre el piso frío de una celda, deformado a golpes y
sangrando de todas partes del cuerpo.
Eran decenas de hombres, anónimos y conocidos, los que se venían de pronto a mi

97
mente en un desfile interminable de recuerdos dolorosos.
¿Y los asesinados…?
Por ese lugar pasaron también José María Tercero y Rafael Choiseul Praslin, a quie-
nes yo había visto sobre la carretera de Casa Colorada, presos y conducidos por el
teniente Carlos Malespín, quien me dijo al descubrir mi presencia a la orilla del ca-
mino:
—Pedro, ve qué noticia para “La Prensa”: ¡Aquí llevo preso a Praslin y a Chema
Tercero!
Eso sucedía el 4 de abril de 1954, a las tres de la tarde. A las cuatro, Tercero y Praslin
habían entrado a las cárceles del Primer Batallón, y el 6 en la mañana el diario parti-
cular de los Somoza anunció su muerte en un “combate”.
Fue un boletín lleno de dignidad y escrito con toda la jerga de los asuntos militares,
que concluía diciendo, después de dar cuenta de imaginarias operaciones de limpieza
contra unos forajidos aparecidos en las regiones de Carazo, que después de un com-
bate habían perecido sobre el campo el excapitán José María Tercero, y el teniente
Choiseul Praslin. Pero yo podía testificar que habían sido tornados prisioneros y
luego asesinados.
De la misma celda en que ahora me están ubicando, salí yo en 1954 para recorrer des-
calzo sobre el pavimento que hervía a los ardores solares del mes de mayo, el trecho
que va desde esas cárceles hasta el palacio de los Somoza. Esa vez pasé enfrente de
ellos vestido de presidiario, con un traje de rayas hecho con tela fabricada en el telar
de la familia y vendida por ella al Gobierno. Esposado, descalzo, sucio y con los pies
sangrantes.
Me llevaron ante el juez, y este, luego de quitarme las esposas y de ordenar que me
devolvieran los zapatos, comenzó a escribir el acta de mi declaración con las sacra-
mentales frases… Pedro Joaquín Chamorro, abogado, periodista, casado, mayor de
edad, libre de halagos y amenazas… declara, etcétera, etcétera.
Ahora se repetía la historia, aunque el desarrollo y parte de los protagonistas habían
cambiado.
Revisé mi propia celda y esperé. Puse el rostro en el suelo y sentí el hálito frío del
viento de Tiscapa penetrando como un puñalito por debajo de la puerta.
Tosí, hice un ruido arrastrando la pequeña cama de hierro que había en el lugar, la
deliciosa y bendita cama con que tanto había soñado. Pero nadie contestaba.
Solo un rato después escuché, como que viniera de un lugar remoto y lejano, un ca-
rraspeo continuo y artificial. Entonces dije primero suavemente y elevando cada vez
más la voz:
—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién más…?
Volvieron a hacer ruido al otro lado. Esta vez tosieron más fuerte y distinguí clara-
mente una voz que decía:
—Es Pedro, hombre.
Al otro lado, donde probablemente había más de uno, me identificaban.

98
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

—Sí —dije yo—, ¿quién, quién más está aquí...?


Fue mi primer contacto con los otros. Fue la primera vez que volví a hablar con ami-
gos, con gente que no estaba tratando de hundirme con el eco de mi propia voz. Y así,
a pesar del aislamiento, de los recuerdos que el lugar me traía y de toda la tragedia
que vivíamos los habitantes de aquella casa, sentí una inmensa alegría.
La misma voz siguió diciendo:
—Aquí están Gabriel Urcuyo, Pancho Frixione, el doctor Aguado, Emilio Borge,
Castro, y Juan Munguía… pero no hablés duro y cuando querrás decir algo, pegate
a la puerta.
Pero, ¿qué iba a decir yo…? Me hinqué en el suelo y di gracias, gracias inmensas a
Dios por haberme arrebatado de la vida animal que llevaba en la casa misma de los
Somoza; gracias porque entre vivir en el jardín de su propio hogar y estar en un ca-
labozo, pero a 500 metros de ellos, absolutamente encerrado, con una ventana de 20
pulgadas, que dejaba entrar en la mañana un rayo de luz y que a las cuatro de la tarde
se opacaba, había una diferencia indescriptible.
Me eché sobre la cama. Y dormí. Eso hice.

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Había oficiales buenos que
conversaban con nosotros,
hombres que se compadecían
de una situación creada
únicamente (ellos lo sabían
muy bien) por la megalomanía
de una familia; militares en el
verdadero sentido de la palabra,
que aborrecían ser carceleros,
caballeros que al ver a un ser
humano famélico y enfermo
iban por la asistencia médica, o
regalaban un par de cigarrillos,
un libro, o un pedazo de queso.

100
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XVI:
Días mejores
E n las celdas de la cárcel del Primer Batallón solo había una cama de hierro y
una lata de esas que se usan para empacar manteca. Abría la puerta el oficial de
guardia tres veces al día para entregar un trasto de aluminio que los militares llaman
“cantina”, el cual contenía el mismo rancho que daban en la cocina del cuartel a los
soldados.
También permitían “sacar la lata”, que significa llevar este recipiente lleno de excre-
mento hasta un inodoro que había al final del pasillo y lavarlo luego con el chorro de
un baño.
Para completar las necesidades fisiológicas, y cuando los prisioneros no querían uti-
lizar la lata, había otra manera: se informaba al oficial mientras este visitaba las cel-
das y él daba permiso para usar el inodoro por un tiempo determinado.
Había uno que gritaba desde la entrada con voz autoritaria y cuartelera:
—¡Vamos, uno por uno; ligero: inodoro y baño…!
Durante las primeras semanas, el confinamiento solitario fue absoluto y sin excep-
ciones. Los centinelas tenían instrucciones de impedir pláticas de toda clase, y las
puertas de las celdas permanecían abiertas únicamente el tiempo indispensable para
dejar entrar la comida, permitir salir la lata, o esperar al que estaba en el inodoro o
el baño. Después, el natural contacto del hombre con el hombre, fue suavizando los
ánimos y atenuando diferencias.
Había oficiales buenos que conversaban con nosotros, hombres que se compadecían
de una situación creada únicamente (ellos lo sabían muy bien) por la megalomanía
de una familia; militares en el verdadero sentido de la palabra, que aborrecían ser
carceleros, caballeros que al ver a un ser humano famélico y enfermo iban por la
asistencia médica, o regalaban un par de cigarrillos, un libro, o un pedazo de queso.
Varios de los presos estaban esposados, pasaban el día y la noche atados con una
argolla de la cama de hierro, en la natural inmovilidad que cualquiera puede suponer
con una traba de esa clase. No había cigarrillos ni dejaban entrar material de lectura
de ninguna clase, y cuando caía la tarde, encendían las luces del pequeño penal, y
huía el sueño de todas las mentes, acicateadas todavía por el recuerdo de los duros
sufrimientos recién pasados.
De vez en cuando se escuchaba el tintineo de las llaves, llavecitas finas en un cerrado
manojo que servía para abrir y cerrar puertas y para quitar y poner esposas. Cuando
las llaves sonaban de noche, el conocido escalofrío de terror llenaba todos los cuer-
pos. ¿Irían a torturar más a alguien…?
Porque “el pozo”, el fatídico pozo que costó la vida a Rito Jiménez Prado y que
produjo el enloquecimiento momentáneo de más de una persona, estaba ubicado a
escasos metros de esa cárcel.

101
De allí había salido Francisco Frixione, desnudo y atado de pies y manos, para ser
sumergido en sus aguas oscuras; allí también habían “bañado” (como dicen ellos) al
doctor Alonso Castellón, al doctor Enrique Lacayo Farfán, y a muchos otros más.
Los oficiales llamaban a pozo “los baños termales”, o “las pocitas”, recordando iró-
nica y cruelmente dos balnearios populares de ese nombre que hay en las inmedia-
ciones de Managua.
Las paredes de las celdas estaban llenas de inscripciones de toda clase; un calendario
escrito en inglés por algún ciudadano norteamericano que comenzaba en un desfile
interminable de meses: August, September, October, November… y por allí del 15
del último mes, se interrumpía para ser concluido después por otro hombre, por un
hombre de habla castellana: diciembre, enero, febrero, marzo…
Había cruces, invocaciones religiosas, frases desesperadas, confesiones escritas en
el quicio de la puerta, como una de un tal Gimenes Ballar, costarricense, que decía:
“Aquí me trajeron desde Guatemala porque no quise declarar que mi compañero…
no recuerdo el nombre… iba a matar a Somoza”, o como otra de un muchacho apelli-
dado Linner Díaz: “Padrinito: yo soy inocente, dejame libre y te los agarro a toditos”.
Este Linner Díaz era acusado de la “conspiración infantil”, de que hablé en un capí-
tulo anterior, cuando dije que el presidente Somoza vivía temiendo atentados contra
su vida, Linner era su ahijado, y después de estar tres meses en la prisión fue echado
al exterior, irónicamente, cuatro o cinco meses antes que mataran efectivamente a su
padrino.
En el mismo lugar había visto yo tres años antes todo el horror padecido por los presos
de abril: Julián Salaverry con los dientes destrozados, el doctor Enrique Lacayo Far-
fán esposado a una cama, Fernando Solórzano un día entero bebiendo cantimploras
de agua salada, Jorge Rivas Montes, bajo, delicado, barbudo, con un rosario colgado
siempre del cuello. Con Jorge pasó que, durante los sucesos de abril 54 se enfrentó,
solo con cinco hombres, a una patrulla de treinta de la Guardia Nacional. Su actitud
fue tan viril, que sobre el mismo campo de lucha se le ofreció la vida a cambio de la
rendición: La promesa le llegó de parte de un sobrino de Somoza, el mayor Juan José
Rodríguez Somoza, quien la hizo a nombre de su tío, recordándole a Jorge que había
sido (Juan José y él) compañeros en la Academia Militar de Guatemala.
Rivas Montes era un hondureño idealista. Había peleado en la revolución figuerista
de Costa Rica; estuvo entrenando tropas para invadir la República Dominicana de
Trujillo en Cayo Confites, y finalmente fue a Nicaragua en abril del 54 para inte-
grar una fuerza revolucionaria que no peleó nunca, excepción hecha de Jorge. Sus
integrantes fueron tomados prisioneros después de haber abandonado las armas, y
asesinados.
Luego padeció un Consejo de Guerra organizado por los Somoza (en el cual también
yo fui acusado), saliendo condenado él a 19 años de prisión. En octubre de 1956 lo
liquidaron en una cárcel de Managua.
La prisión tenía su historia: era, sino la más antigua, la más trágica de Nicaragua. Ge-
nerales del Ejército como Adán Medina, coroneles como Carlos E. Monterrey, quien
sirvió a los Somoza por años y fue condenado por indisciplina a causa de un disgusto
con Tachito. Mayores como Domingo Paladino, capitanes, tenientes, médicos ciru-

102
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

janos, especialistas, abogados, agricultores, gente de nota en las diversas épocas del
largo régimen de Somoza, habían pasado por allí, unos por defender a un presidente
electo por el mismo Somoza, pero a quien 27 días después de la toma de posesión
echó del mando porque no permitió que el Ferrocarril Nacional siguiera pagando
las planillas de sus fincas; otros por opiniones políticas, por intentar estos rebelarse
contra la dictadura, aquéllos por malas contestaciones y algunos hasta por interferir
en los negocios privados del dictador o su familia.
A la cárcel llegaba el médico, un médico bondadoso que examinaba todas las quejas
de los presos y recetaba lo que permitían recetar, porque, a pesar de que estábamos
ya a 500 varas de la casa misma de los Somoza, ellos conservaban sobre nosotros un
control tan absoluto que hasta la ubicación de cada prisionero en cada celda, consta-
ba en un plano sobre el escritorio de Tachito.
Cinco o seis meses transcurrió nuestra vida en estas condiciones infrahumanas, aleja-
dos hasta de los ruidos. En ese tiempo fuimos gradualmente perdiendo más peso del
que ya habíamos perdido todos. La comida, tomada teóricamente de las mismas ollas
que se cocinaban para los soldados rasos del batallón presidencial, era sin embargo
escasa, y cuando nuestros familiares conseguían permiso de enviarnos alguna cosa,
esta tenía que pasar por una oficina donde saqueaban absolutamente todo el envío. A
esta indelicada operación la llamábamos “el impuesto de Aduana”.
Hay que imaginar la alegría inmensa que siente un hombre, aislado de todo, con
hambre, llena el alma de pena y amargura, cuando le anuncian la llegada de un pa-
quete procedente de su casa.
—¡BARCO, BARCO! —decíamos nosotros cuando se abría la puerta principal de la
prisión y entraba el oficial del día con una canasta o una bolsa de papel, y observába-
mos atentos el venturoso muelle, la triste celda, hacia donde iba destinado el envío.
Pero entonces, y después de que los pasos del oficial se habían perdido en el pasillo,
oíamos la imprecación ardiente, llena de rabia del hombre que había soñado con
tener algo de su casa, o algo de comer. Porque dentro de la canasta solo había una
camisa… y una naranja.
Sí, se lo robaban. Se lo robaban todo, la mayor parte de las veces (porque hay que
ser veraz y justo, hubo temporadas en que no se robaban nada); se lo robaban en las
oficinas de la Comandancia General a donde las afligidas mujeres llegaban con algo
de comer para sus hijos, sus esposos, o sus hermanos. Escudriñaban los pequeños
envoltorios y dejaban a veces la huella cruel de un montón de papeles olorosos a co-
mida. Aceptaban los envíos, aceptaban trastos repletos de comida, y al día siguiente
los devolvían vacíos para que volvieran a tornar llenos.
No tengo necesidad de advertir que las oficinas de esa comandancia, manejadas por
el coronel Carlos Silva, quedan también en la Casa Presidencial, y que el saqueo era
dirigido personalmente por este militar, cuyo principal negocio, entre otros, es el de
cobrar dinero a las mujeres afligidas e incautas por sacar a algunos presos de la cárcel.
Él los aprisiona porque tiene en sus manos una de las llaves maestras contra la cual
no valen los recursos civilizados del habeas corpus, porque maneja una fórmula que
se llama incomunicado a la orden de la comandancia, y abre el candado cuando le
pagan… siempre y cuando, naturalmente, no sean presos de los que pertenecen a la

103
“intimidad” de los Somoza.
Cuando el trato de hombre a hombre con los oficiales de la Guardia se fue haciendo
más natural, las puertas de las celdas se abrían con menos requisitos y dificultades.
Comenzamos la temporada en el Primer Batallón, leyendo todos los días una Biblia
en voz alta que empezaba con esta oración: “Señor, tú que dijiste, cuando se reúnan
dos o más en mi nombre, allí estaré yo, en medio de ellos”.
Terminábamos pasando largos ratos, después del almuerzo, asomándonos por unas
hendijas de una celda que da a la laguna de Tiscapa… habían pasado seis prolon-
gados meses, la Corte de Investigación, el Consejo de Guerra, y los soldados de los
Somoza estaban familiarizados con nosotros.
Por la pequeña ventana veíamos a los gavilanes rastrear sobre los cortantes filos de la
loma, y a los nadadores de Managua intentar el cruce a nado de la laguna.
Fuimos mejorando gradualmente, porque los carceleros, hombres al fin, tienen que
acostumbrarse a pensar que los presos también son hombres.

104
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

105
Capítulo XVII:
Los demás
D e todos los que nos encontrábamos esta vez en la cárcel del Primer Batallón, los
más conocidos para mí eran Francisco Frixione y Gabriel Urcuyo Gallegos. El
primero de ellos estaba ligado íntimamente a mi caso por la investigación que se me
había seguido en los últimos interrogatorios.
Pancho, como acostumbramos a llamarlo familiarmente, luchaba contra los Somoza
desde muy joven, y su vida, llena de episodios duros, abarcaba toda la historia de la
Dictadura, interponiéndose entre ella y la ley como intolerable y molesto estorbo.
Había comenzado su odisea desde los días de universitario, pronunciando discursos
en las plazas públicas, actitud por la cual conocía todas las cárceles de la República
a partir del año 1944. Ahora, era una vez más mi triste compañero de celda, bajo el
pretexto de que, habiendo tenido conocimiento, en forma involuntaria y en circuns-
tancias que él consideró resultarían inoperantes, de un proyecto de rebelión, no había
dado conocimiento al Gobierno.
Sucedió que seis meses antes del atentado contra Somoza, un joven que dijo llamarse
Rigoberto López Pérez, llegó a su casa en demanda de colaboración para un complot
que se gestaba en El Salvador. El asunto aparecía expuesto tan simplistamente y las
consecuencias que de él podrían derivarse amenazaban tal gravedad, que Frixione
rehusó seguir escuchando al extraño embajador:
—Yo no me meto en esas cosas —le dijo. Y remató su actitud agregando esta obser-
vación categórica:
—Andate de mi casa y no quiero que volvás aquí.
La dictadura de Somoza usaba de tan variados subterfugios para arrestar a sus ene-
migos, que aquél bien podría ser un provocador.
¿Por qué, pues, debía de hacerle caso? ¿Por qué iba a atender las sugestiones de un
desconocido que se presentaba así, de golpe, sin una carta de recomendación, sin un
punto de referencia en cuanto a su filiación de opositor al régimen…?
Pero en la tenebrosa mente de Tachito Somoza, esas razones lógicas no tienen cabida
ni sentido. El hecho de que Rigoberto López Pérez hubiera hablado con Frixione,
era suficiente para someterlo a prisión, investigarlo, torturarlo con los suplicios del
“Cuarto de Costura”, y meterlo en el pozo. En fin, para sacarle mentiras por medio
de la asfixia.
A pesar de todo, Frixione nunca aceptó estar conectado con la muerte de Somoza.
Se mantuvo siempre firme en sus declaraciones originales y aunque contó que al-
guien que dijo llamarse Rigoberto López Pérez lo había visitado para hablarle de
una revolución, jamás mencionó un atentado. Su dicho fue además corroborado por
innumerables testigos.

106
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Pero los Somoza le conocían bien; conocían su potencial revolucionario y preferían


hacerlo escarmentar de una vez sus pasadas rebeldías. La garra dinástica se había ce-
rrado sobre él y ya no se abriría sin dejar huella: era necesario que Frixione resultara
culpable.
Este rencor negro estaba ilustrado por algunos antecedentes… En ocasión de regre-
sar Pancho una vez de Europa, la dictadura lo había hecho entrar a la cárcel desde el
avión mismo que lo reintegraba al país. Seis meses de ausencia, un sombrero tirolés,
regalos para su familia, un abrigo, y en la misma puerta donde dice: “Entrance”, en
inglés, y “Entrada” en español, allí donde los turistas presentan sus pasaportes y los
nicaragüenses sus complicadas y siempre peligrosas visas… la policía.
Frixione pudo conseguir su libertad solo después de duro forcejeo legalista, y su
salida coincidió con el juzgamiento de varios sobrevivientes de los sucesos de abril
(1954), que aparecían acusados de rebelión.
Como abogado, el puesto de Frixione fue al lado de sus amigos. Yo estaba dentro del
grupo acusado y se me ha hecho inolvidable el discurso con que defendió a su clien-
te, después del cual, se le abrieron otra vez las puertas de la cárcel.
“No me explico —dijo Pancho— levantado sobre la tribuna— cuál es el significado
y la esencia de este juicio, porque aquí están juzgando a unos hombres de quienes
se dice que intentaban llevar a cabo una revolución, y algunos de los cuales en un
pequeño encuentro dieron muerte a dos guardias nacionales.
“Sin embargo, he asistido en este proceso a declaraciones que demuestran que mu-
chos otros nicaragüenses fueron capturados vivos durante esos mismos sucesos y
ahora no aparecen por ningún lado:
¿Qué se hicieron: Amado Soler, Edgar Gutiérrez, Pablo Leal, Adolfo Báez, Agustín
Alfaro, Carlos Ulises Gómez, Juan Ruiz, Humberto Ruiz, Luis Báez Bone, Rafael
Choiseul Praslin, José María Tercero, Luis F. Gabuardi, Juan Martínez Reyes, Er-
nesto Peralta, Optaciano Morazán, Francisco Madrigal, Manrique Umaña, Fran-
cisco Caldera y Pedro José Reyes …?
“¿No es cierto acaso que quienes los mataron sin defensa ni juicio son más merece-
dores de un proceso por su muerte que quienes trataron de hacer junto con ellos una
revolución que ni siquiera llegó a estallar…?”
El Consejo de Guerra recibió la andanada con una frialdad enorme, pero con in-
menso respeto. La sala del tribunal, sumida en profundo silencio, y el presidente
del Consejo, que era el coronel Lizandro Delgadillo (preso después por los mismos
Somoza y destituido de su cargo por una deslealtad imaginaria), tocó apenas como
jugando con ella, la bolita del timbre… se diría que dudaba entre imponer o no silen-
cio al abogado, mientras los otros cuatro militares se recostaban duramente sobre sus
asientos y volvían sus miradas hacia la lejanía. Pero Somoza estaba también oyendo.
A través de un teléfono había estado pendiente de todas las incidencias del juicio y
cuando terminó la sesión y los abogados tomaron sus cartapacios, ordenó el arresto
de Frixione. Entre su reciente salida de los calabozos y su reingreso, solo transcurrie-
ron unas pocas semanas. Así procedía la justicia somocista.
A las seis de la tarde del mismo día, el defensor y su defendido, doctor Rafael Gutié-
rrez, ocuparon celdas contiguas en la cárcel de La Aviación.

107
Por esa época, —primeros meses de 1955, — fui testigo de un crimen por omisión,
cometido por el comandante de la cárcel, Pablito Rivas, el mismo que en la Corte
Militar que conoció del atentado contra Somoza, ocupó con toda idoneidad el papel
de juez. Este crimen por omisión, un verdadero asesinato, descubre la criminal indi-
ferencia del sistema somocista por la vida humana.
Cierto mediodía, cuando el bochorno impone sobre las celdas su silencio absoluto,
comenzó a salir del calabozo No. 8 un quejido penetrante, prolongado; eran ayes
desesperados que llegaban hasta los corredores, hasta el patio, hasta la oficina misma
de Pablito. Entre quejido y quejido, un hombre pedía asistencia médica, pedía una
inyección, una pastilla, cualquier cosa. Pedía la muerte misma. Imploraba a Dios,
repetía con la voz cada vez más destruida por el sufrimiento, que se iba a morir, que
se estaba muriendo, que le llamaran un médico inmediatamente. Y, efectivamente, un
médico llegó… veinticuatro horas más tarde. Pero era el médico forense.
Porque pasó el tiempo sin que Pablito hiciera lo que debía. A la tarde, los gritos del
prisionero seguían sosteniendo su dramática tesis de auxilio. De una celda se le hizo
llegar un poco de bicarbonato. De otra, le llegó carbón en polvo. Un limón entró por
la celda del hombre enfermo, tirado con admirable precisión desde un calabozo leja-
no. Maravillas del béisbol aplicado a nuestra vida penitenciaria.
Toda la farmacopea que la solidaridad improvisa se había concentrado allí en una
demostración tan patética como inútil. Aquel limón lo había lanzado un ratero, el
bicarbonato lo había facilitado un homicida…
Y sin embargo, había en esas cárceles un botiquín, y había un enfermero permanente,
y había médico y había ambulancia a la orden y teléfono para llamarlos.
Pablito Rivas no quiso hacerlo… ¿Para qué? … Ya entrada la noche, cuando la or-
denanza impuso silencio, los centenares de presos callaron y solo el enfermo siguió
gritando. Sobre ese silencio impresionante, su gemido parecía más gemido, hasta que
llegó el momento en que la voz enmudeció para siempre. La ausencia de sus gritos
sumió a las galerías en una afonía tal, como si a todo el presidio le hubieran cerce-
nado la laringe.
Entonces una voz gritó con toda gallardía:
—¡ASESINOS!
Solo al amanecer, los guardias hicieron sacar el cadáver para llevarlo, no a la Morgue,
sino a la celda del doctor Frixione. Y allí estuvo durante unas horas más el cuerpo
rígido del desventurado, sacrificado a la bárbara indiferencia del sistema somocista.
Allí estuvo inflamándose lentamente, hasta la llegada del médico forense que testifi-
có su muerte librando al doctor Frixione de una espantosa pesadilla. Muerte natural
a lo que era, sencillamente, un asesinato por omisión.
Pero había su parte de verdad. En Nicaragua el asesinato resulta tan natural…
Frixione había pasado por otras escenas peores durante la vida del dictador. Muchos
años antes, unos maleantes al servicio del régimen lo habían secuestrado porque en
su carácter de juez local notificó un embargo al coronel Hernández Fornos, quien fue
(ya está muerto ahora) importante funcionario de la dictadura.
El juez Frixione llegó a cumplir su cometido que tenía relación con una deuda priva-

108
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

da cobrada al militar, y este por toda respuesta ordenó a varios sicarios que lo sacaran
de su casa y lo llevaran a la fortaleza del Coyotepe, donde estuvo varios días some-
tido a torturas sin fin, a fusilamientos simulados y a golpes de tanta gravedad que le
dejaron varios huesos del cuerpo rotos, incluso la nariz. La señal de ese atropello la
conserva todavía.
Otro viejo amigo mío detenido en el Primer Batallón era Gabriel Urcuyo Gallegos,
abogado egresado como yo de la Universidad Nacional Autónoma de México, y pri-
mo hermano de la esposa del actual presidente de la Dinastía, Luis Somoza Debayle.
Este providencial parentesco evitó que lo torturaran; pero no las continuas amenazas
de muerte y el trato de la más brutal cárcel que ha conocido Nicaragua.
¿Su culpa…?
La culpa radicaba en haber hablado con el infatigable Rigoberto López Pérez, que le
preguntó durante una visita a la ciudad de Rivas en el mes de mayo de 1956 si por su
finca (cercana a la frontera con Costa Rica), se podían introducir armas a Nicaragua.
Gabriel Urcuyo contestó que no existía tal posibilidad.
Pero había hablado con López Pérez, y aunque nadie lo acusaba con otra prueba que
no fuera la simple plática, eso fue suficiente para animar a la familia Somoza a lle-
varlo a un juicio como el que estaba montando.
Además de Frixione y Urcuyo, recluyeron en el Primer Batallón a muchos otros, que
fueron absueltos o puestos en libertad después de haber sido sometidos a toda clase
de investigaciones a base de técnicas extranjeras y artefactos de construcción casera,
en la forma más atropellada que se pueda imaginar.
Al final, las sentencias de la mayor parte de los indiciados no bajaron de los cinco
años de prisión. Unos por haber oído decir que se planeaba un atentado a Somoza,
otros por haber aceptado tomar parte en un proyectado motín que debía estallar en
León, aunque sin saber que se atentaría contra la vida del presidente, y otros, los
menos, por haber escuchado de López Pérez lo que se proponía hacer él solo, y per-
sonalmente.
Había implicados absolutamente inocentes como el doctor Enrique Lacayo Farfán;
persona que cuando se les dijo del atentado, no creyeron, como el estudiante Tomás
Borge y los doctores Emilio Borge y Alonso Castellón, y otros que a pesar de haber
sostenido conversaciones sobre el tema, nunca llegaron a dar colaboración, como
Cornelio Silva y Ausberto Narváez.
Había personas como el doctor Enoc Aguado (condenado a 9 años de presidio), cuya
participación se redujo a escuchar lo que decía su ahijado Edwin Castro Rodríguez
de un viaje a El Salvador, donde supo que se planeaba algo contra Somoza.
Y frente a eso, siempre como una antítesis vital y permanente, el hecho de que todas
las declaraciones que implicaban a los reos, habían sido sacadas a la fuerza, con lujo
de perversión y sevicia, con una brutalidad que vista después, a la distancia, hacía
dudar a los mismos interrogadores sobre qué sería verdad y qué sería mentira.
En el juicio mismo, cuando el proceso se abrió al público durante el Consejo de
Guerra, se vinieron abajo varias versiones y se desmintieron algunas declaraciones.
Todos los acusados, con excepción de dos que huyeron el mismo día de los hechos,

109
demostraron haber sido capturados mientras dormían, ajenos totalmente al suceso
del cual, en el peor de los casos, no tenían participación de ninguna especie por la
diferencia que existe entre lo que es “oír decir”, y “saber”, o tener conocimientos
logrados a base de deducciones e hipótesis humanas sobre algo que “puede ocurrir”,
y estar cierto de que va a “verificarse”.
Frente a esos hombres que habían sido víctimas de errores de investigación y ensa-
ñamientos policíacos, estaban los verdaderos asesinos de Somoza, que durante toda
su vida construyeron el cadalso en que había de morir el dictador.
Estaban: Óscar Morales torturando gente, Lázaro García ahorcando prisioneros,
Agustín Peralta fusilando hombres desarmados, Pablito Rivas electrizando presos
con magnetos de avión y matando sujetos inermes con tubos de cañería. Silva Reyes
metiendo en un saco de cal a Honorio Narváez, muchacho de 15 años de edad. Esta-
ban los que habían consumado la masacre de la mina La India, en donde dejaron so-
bre una carretera y expuestos a las aves de rapiña decenas de cadáveres de hombres,
y también los que construían sus grandes propiedades con dinero robado y extendían
sus fincas haciendo pasar simplemente las cercas piratas por sobre las pequeñas he-
redades de los campesinos nicaragüenses.
Somoza había sido su imagen y su ejemplo. Su Maestro. El maestro que ordenaba
exhibir películas pornográficas en los cuarteles aledaños al Palacio Presidencial y
que destruía las leyes eliminando presidentes y permitiendo que los funcionarios se
enriquecieran, aunque no con el mismo ritmo que él.
Cuando un ingeniero, muchacho pobre e hijo de digna familia, logró en un puesto
público tanto dinero que pudo construir una casa de 500,000 córdobas en seis meses
de “trabajo”, Somoza, invitado a la inauguración de la residencia situada a la salida
misma de Managua, le dijo:
—Ve, hijo: cuando se come gallina, hay que esconder las plumas y no venir a echar-
las a media carretera.
¿No era acaso un maestro…?
A Somoza lo mataron porque él había matado. ¿No es esto lógico y suficiente…?
Alguien tenía que hacer eso, medirlo con la misma vara con que había medido a
tantos, y él lo sabía muy bien porque un mes antes de su muerte, dijo en un discurso
pronunciado en la ciudad de Granada, haciendo referencia a su nueva candidatura:
—Estoy con las botas puestas, y solo me las quito en la Casa Presidencial, o en el
cementerio…
¿De qué se extrañaban, pues, sus angelicales sicarios…?
Del proceso mismo se desprende que Rigoberto López lo buscó en Managua, en
Panamá, en los corrales de San Jacinto, hacienda histórica nicaragüense donde en
septiembre de 1856 se libró una batalla contra los filibusteros de William Walker,
que Nicaragua conmemoró en el mismo mes de 1956 en que murió Somoza, y que
por fin lo acorraló en León. Constaba que el mismo día que logró dar finalidad a sus
propósitos, horas antes, había estado cerca de él buscándolo incansablemente en la
gran convención del Partido Liberal Nacionalista que lo eligió candidato.
López Pérez era un muchacho totalmente desvinculado de los que habían luchado

110
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

contra Somoza; era un hombre nuevo que vivía en El Salvador y que no se dedicaba
a actividades políticas del viejo estilo. Un escritor que pensó hacer lo que hizo, blin-
dado dentro de su magnífica soledad, impulsado por algo que llevaba dentro, él solo.
Para echarlo fuera no tuvo necesidad de pedir ayuda ni colaboración. Los hechos
mismos demuestran que esa es la verdad.
El porqué de su muerte y el porqué de la muerte de Somoza, quedan explicados en
una anécdota que se guarda del mismo día en que ocurrieron ambos hechos.
Por las calles empedradas y viejas de aquella ciudad vestida de gala con la llegada
del presidente, desfilaban como de costumbre en esa clase de fiestas “cívicas” nica-
ragüenses multitud de borrachos.
Allí el abstemio López Pérez, al observar el espectáculo mientras se encontraba sen-
tado en las bancas de un parque, dijo:
—Poco tiempo le queda a ese bandido para seguir envenenando a nuestro pueblo.
Porque uno de los renglones principales de las rentas públicas de Nicaragua durante
el gobierno de los Somoza, radica en el expendio del alcohol, y además de la gestión
pública administrativa que ha efectuado la Dinastía en este asunto, explota en lo pri-
vado el negocio, controlando las principales destilerías y fabricando la mayor parte
del alcohol de caña que se consume.
López Pérez había vivido la tragedia de su pueblo sometido a una explotación degra-
dante de esa naturaleza, y, como es natural y lógico pensar también, conocía todos
los múltiples aspectos del gobierno inmoral que no daba cuartel a vidas y hacienda.
Una idea de su decisión y de la forma en que había madurado sus propósitos puede
hallarse en los párrafos siguientes tomados de una carta suya, escrita a su madre an-
tes de partir de El Salvador, en su irrenunciable búsqueda de Somoza.
Aunque usted nunca lo ha sabido, yo siempre he andado tomando parte en todo lo
que se refiere a atacar el régimen funesto de nuestra patria, y en vista de que todos
los esfuerzos han sido inútiles para tratar de que Nicaragua vuelva a ser (o sea por
primera vez) una patria libre, sin afrentas y sin manchas, he decidido aunque mis
compañeros no querían aceptarlo, tratar de ser yo el que inicie el principio del fin
de esta tiranía.
Si Dios quiere que perezca en mi intento, no quiero que se culpe a nadie absoluta-
mente, pues todo ha sido decisión mía.

111
Los Somoza siempre recibían
bien a los periodistas
extranjeros hasta el punto que
luego estos confesaban siempre
alegremente que la familia
gobernante de Nicaragua era
simpática y amable. Pero con
los periodistas del país, las
prácticas eran muy distintas.

112
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XVIII:
El periodista
U na noche las llaves del oficial que estaba de turno sonaron en la puerta de la
cárcel del Primer Batallón y la soledad en que estábamos se hizo más profunda.
Abrieron la puerta y llamaron:
–Edwin Castro y Enoc Aguado…
En las pequeñas celdas donde cada uno de ellos estaba individualmente alojado, chi-
rriaron los goznes. Pudimos oír la voz del oficial:
–Vístase lo mejor que pueda. Va al Palacio.
Y así fue. Al doctor Aguado le entregaron un saco ajado y sucio, le dieron sus an-
teojos que le habían quitado tiempo atrás, le permitieron una corbata que estaba
arrinconada quién sabe en qué lugar de la sala de guardia donde archivan las perte-
nencias de los presos, y lo dejaron ir al baño… formidable comodidad que se estila
cuando por alguna razón va uno a salir de la celda, aunque sea para hablar con los
omnipotentes señores cuya mente no permite a veces la presencia de un hombre con
vestiduras ausentes de una dignidad superficial.
Se los llevaron fuera, preparados para alguna cosa que nosotros no podíamos identi-
ficar con una sesión de tortura, porque cuando se trata de estas, no hay tantos requi-
sitos como el de la corbata y el saco.
¿Para qué van a ponerle a un hombre saco si se trata de torturarlo…?
Se fueron a las ocho de la noche y regresaron a las once o doce, para narrarnos una
escena que a pesar de ser indescriptible en sí misma, describe todo el engranaje de
esas tiranías como la de Nicaragua, siempre disfrazadas con el manto de la democra-
cia, siempre simuladoras, todo el tiempo deseosas de propiciar un engaño, y a la vez,
todo el tiempo también, encontrando quién acepte la mentira.
Porque las dos personas que salieron del Primer Batallón y Ausberto Narváez, que
estaba en el jardín y metido en la jaula con los leones, fueron esa noche a entrevis-
tarse con un periodista. Se trataba de un reportero enviado a Nicaragua por un pres-
tigiado periódico de Costa Rica. La entrevista tuvo por escenario uno de los salones
de la Casa Presidencial de Managua, y por testigos a los oficiales del Ejército Óscar
Morales y Lázaro García.
Allí, frente a los mismos que habían torturado a tanta gente durante la última tempo-
rada de terror, y que incluso los había torturado a ellos mismos, aquel representante
de la prensa digna de América inició la conversación:
-Sabe… -comenzó ingenuamente el periodista-. Nosotros queremos la verdad. ¿Lo
han torturado a usted…?
-No.

113
-Nuestro interés es de ser justos, decir cuál es la situación de ustedes como detenidos.
¿Cómo los han tratado a ustedes?
-Muy bien.
El diálogo era cortante. Los hombres llevados hasta el salón de la Casa Presidencial
estaban pálidos y no habían comido esa noche lo suficiente. El periodista estaba roza-
gante y alegre… ¿Habría cenado en El Terraza…? ¿Habría tomado antes algún jaibol
en compañía de los caballeros del régimen que estaban propiciando la entrevista,
para demostrarle que el juicio por comenzar sería legal y justo…?
Los Somoza siempre habían sido así con los periodistas extranjeros, los recibían
bien, les daban fiestas, los llevaban a lugares de buen tono, eran finos y caballeros
con ellos hasta el punto de que luego, cuando partían, confesaban siempre alegre-
mente que la familia gobernante de Nicaragua era simpática y amable.
El viejo Somoza, sobre todo. Hablaba adrede un inglés áspero y poco edificante;
decía chistes picantes y contaba anécdotas simpáticas, muy apropiadas para repetir-
se en un bar… y tenían el bar siempre abierto, y gente que llevaba a los visitantes a
todas partes, y les impedía (con algunas excepciones desde luego) recordar después
la verdad, o al menos ser imparciales. Porque el trato fino de Somoza los tenía que
volver tan parciales, que se iban con la idea de que él era simpático y todos los de-
más nicaragüenses, pobres diablos, que no entendían el buen humor democrático de
su presidente. Había pasado con muchos: desde Time, de inconfundible estilo, hasta
esas revistas comerciales que reciben dinero para hacer publicaciones de propaganda
pagadas por las juntas de turismo, y en donde todo se concreta a decir que el dictador
latinoamericano de turno ha hecho carreteras, hoteles, y ha permitido la llegada de
líneas de aviación, con la ayuda de las cuales el viajero se traslada en pocas horas
desde Nueva York o Washington al país que paga por la propaganda.
Pero con los periodistas del país, las prácticas eran muy distintas, porque para ellos
Somoza había inventado (y ello da una buena idea de su brutal humor), esta fórmula
irresistible: para los amigos plata y para los enemigos plomo.
A balazos había sido agredido Juan Ramón Avilés en cumplimiento de esta feroz
consigna; y el que realizó la misión de represalia porque Juan Ramón había estado
atacando a Somoza con motivo de su primer golpe de Estado, fue un tal sargento
Chavarría, quien una vez salido de la Guardia, hizo llegar su confesión escrita hasta
el propio periodista Avilés.
Era también así como las empresas periodísticas de Somoza gozaban de prerrogati-
vas, mientras las de sus enemigos eran perseguidas a muerte; él guardaba su papel en
los edificios públicos como el Estadio Nacional, impedía por medio de sus amigos
que los reporteros de los otros diarios capitalinos obtuvieran noticias en fuentes ofi-
ciales antes que su propia empresa, pagaba a sus empleados con planillas sacadas de
los ministerios, ordenaba viajes al exterior (incluso para cubrir eventos deportivos
internacionales) por medio de las oficinas públicas, utilizaba talleres de la Nación
para reparar sus maquinarias, obligaba al pago de suscripciones o avisos en beneficio
propio a las dependencias gubernamentales; y, por otra parte, encarcelaba, ponía tra-
bas, amenazaba, daba palos y exilaba a quienes atacaban sus sistemas de gobierno.
Por eso salió del país mi padre, dueño y director de La Prensa, en el año de 1944;

114
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

por eso salieron Alejandro Cuadra, Hernán Robleto, Antonio López, Gustavo Adolfo
Ortega, Gonzalo Rivas Novoa, Adán Selva y otros más.
A Manolo Cuadra lo envió primero a Corn lsland, una islita situada a varias millas
del litoral Atlántico, lo sacó después a pie por la frontera de Honduras, y con el mis-
mo pasaporte lo mandó a Costa Rica más tarde. Todas las veces, 24 horas luego de
haber publicado un artículo, recordaba Manolo, como dando a entender que se había
tratado siempre de una decisión tiránica tomada instantes después de la lectura de sus
artículos.
Somoza no perdía tiempo en esta clase de negocios, y su crueldad iba siempre her-
manada con un sentido del humor, que lucía burlesco y picante, sobre el destino de
sus enemigos.
Cuando Gonzalo Rivas Novoa dijo en un periódico que en Nicaragua ya no se podía
trabajar sin el consentimiento de los Somoza, y que el único camino de la gente hon-
rada era la mendicidad, el tirano decidió que lo recluyeran a la fuerza en el Asilo de
Mendigos. Inmediatamente de ese atentado, don Horacio Espinosa, un patricio nica-
ragüense de canas respetables y valor cívico a toda prueba, declaró en un diario que
Nicaragua gobernada por Somoza era una patria de locos; el dictador, herido en su
amor propio, ordenó a la policía llevarlo detenido a un Asilo para enfermos mentales.
Sus reacciones eran las de un megalómano enfermo y humorista procaz dedicado
a burlarse de la gente, como cuando no quería aplicar la última pena, o hacer como
él decía, que alguien “se pudriera en la cárcel”. Así fue como se atrevió a escribir
poemas en prosa sobre cierta leyenda indígena, y cambió el nombre de la Isla de los
Pájaros, en el lago de Managua, por el de “Isla del Amor”. Porque él unos meses del
año era cafetalero, otro ganadero, después agricultor, más tarde porta, luego marino
mercante y por último salinero.
Sus periódicos describían diariamente el auge increíble de sus industrias, y el bene-
ficio que con ellas hacía a Nicaragua; lo fotografiaban empujando las ruedas de un
jeep atascado en el lodo cuando viajaba con la mitad del Ejército a “reincorporar la
Costa Atlántica”, zona casi desconectada del Pacífico de Nicaragua, y destacaban
sus hechos con títulos increíbles y sugestivos, que gritaban los voceadores de Ma-
nagua: “SOMOZA CONQUISTA LA MANIGUA”, “SOMOZA HACE FRENTE A
LA MONTAÑA” …
Y… ¡ay de los periodistas que se burlaran de sus actos de heroísmo, o que pusieran
en duda sus hazañas homéricas, porque iban al exilio, o a la cárcel!
Por más de una de estas proezas del presidente, tratadas con un poco de humor atre-
vido y solapado por parte de los diarios de oposición, sufrieron estos persecuciones,
suspensiones o censuras.
Así suprimió o censuró a La Prensa, a Flecha o a La Noticia y una vez impulsado
por el frenesí de quien todo lo puede, mandó echar cadenas a una prensa en que se
editaba un diario de provincia, dirigido por el general Carlos Castro Wassmer, padre
precisamente de Edwin Castro Rodríguez, uno de los tres llevados a la presencia
del periodista de Costa Rica para asistir a la entrevista cuya narración hago en este
capítulo.
Su fábrica de hilados y tejidos, que además de hacer mantas y driles para el comercio

115
fabricaba telas para los uniformes del Ejército y para los vestidos de los presidiarios,
demandó una vez a La Prensa por la suma de 100 000 córdobas. Los jueces sustan-
ciaban juicios de toda clase contra los periódicos, y los trenes del Estado retardaban
los envíos de los paquetes que contenían diarios de la oposición destinados a otras
ciudades.
Cuando los Somoza enviaban al exilio a un periodista, los detectives caían sobre la
víctima en la noche, le vendaban los ojos, lo subían a un vehículo militar y lo dejaban
en la frontera descalzo y solo, con órdenes de caminar hacia la montaña o morir ame-
trallado si intentaba un regreso. Al saber que necesitaba anteojos para ver, se los qui-
taban y al que pedía por sus condiciones alguna medicina, se la negaban brutalmente.
Fue así como apareció dos veces Manolo Cuadra casi desnudo en los pueblecitos hon-
dureños y costarricenses, o como llegaron Alejandro Cuadra, Toño López y Aquiles
Centeno a La Cruz de Costa Rica.
Una excepción fue Gonzalo Rivas Novoa, porque un día de tantos, aburrido el direc-
tor de sus sátiras, correspondió a ellas satíricamente enviándolo a Panamá a bordo de
un avión comercial, descalzo y en pijamas.
Era una lucha sin cuartel, brutal, primitiva…
La conversación en la Casa Presidencial entre el periodista de Costa Rica y los presos
Enoc Aguado, Edwin Castro Rodríguez y Ausberto Narváez, fue también (valga la
comparación) sin cuartel y primitiva.
–¿En qué cárcel están ustedes…? -preguntó el periodista.
–En el Primer Batallón –dijo Castro.
–¿Y usted? –preguntó al otro.
–También –dijo el doctor Aguado.
–¿Y usted…?
La última pregunta dirigida al prisionero que aún permanecía callado no obtuvo res-
puesta en el primer momento, porque los torturadores cambiaron miradas entre sí.
Ausberto Narváez estaba todavía en el jardín de los leones, dormía en una jaula y
se cubría durante todas las noches que hace más frías el viento de Tiscapa con unos
sacos de arpillera. De allí lo habían sacado momentos antes para llevarlo a presencia
del periodista… ¿Qué podía contestar…?
Sus ojos temerosos y expectantes se volvieron a los sicarios que asistían a la entre-
vista sostenida entre un hombre libre y unos pobres amenazados, y entonces repitió
él mismo la pregunta que había hecho el periodista.
–¿Cómo se llama… esa… cárcel…?
–El Primer Batallón también… –dijo el teniente Óscar Morales imperativamente y
miró con dureza al prisionero que repitió avergonzado y triste:
–El Primer Batallón… pues.
Luego vinieron los flashes y las otras preguntas que se fueron contestando con la
misma degradante naturalidad, hasta que los presos, después de haber dado cuenta
del buen trato a que estaban sometidos, terminaron su papel y fueron llevados a su

116
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

alojamiento.
Había habido una entrevista más de prensa. En Nicaragua, y a pesar de la muerte de
Somoza, seguía funcionando la democracia…

117
118
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XIX:
La audiencia
D ice la Biblia que cuando José estaba preso por las intrigas de la mujer de Putifar
en las cárceles del Faraón, y este decidió llevarlo a su presencia para que le in-
terpretara el sueño de las siete vacas flacas y las siete gordas, lo rasuraron, le corta-
ron los cabellos, le pusieron vestiduras limpias y luego lo sacaron de la prisión para
conducirlo al palacio del soberano.
Esta tradición de los antiguos gobernantes de Egipto ha sido adoptada con gran acu-
ciosidad por la familia Somoza. Por eso es que nadie concibe en las cárceles de Nica-
ragua una afeitada sin consecuencias; malas o buenas, ellas llegan invariablemente,
y cambian la vida del prisionero una vez que la mal asentada navaja del barbero ha
hecho su noble papel.
Barbas y cabellos largos y revueltos, en el suelo del patio de tierra en que funciona
la barbería, caras afiladas que vuelven a identificarse, ya sin una indumentaria que
durante semanas se ha hecho habitual, cuerpos delgados y vapuleados que desfilan
al baño y hacen luego su reaparición con vestidos tan holgados, tan grandes que dan
la sensación de ser ajenos.
Diez, quince, veinte, hasta treinta libras menos, y la voz suave de un oficial, alegre
también de saber que las cosas van mejorando…
–¿Usted no tiene ropa limpia…?
–No, qué voy a tener…
Entonces piden por teléfono a la casa del detenido y hacen que la familia se movilice
y corra con un paquete en que van pantalones, camisas, toallas, jabón y cigarrillos…
Al fin, cigarrillos…
Luego el fiscal, que va notificando de celda en celda para advertir que los defenso-
res han aceptado el cargo y que la audiencia deberá verificarse al día siguiente. Una
audiencia pública, ya con ribetes de legalidad y de incidencia judicial civilizada,
porque hasta ese momento la Corte ha sido un tribunal de investigación secreto, te-
nebroso mejor dicho.
¿Irán a cambiar las cosas…?
Afuera está preparado el escenario que se ha decorado para representar la primera
parte del drama. Ya nadie está en el jardín de los leones, hay comida, ropa, medici-
na, baño y barbería. El fiscal ha buscado por toda Managua a un grupo de valientes
abogados que quieran hacerse cargo de la defensa de veinte y tantos presos. Cerca
de diez han dicho que sí, y entre ellos van a repartirse el doloroso trabajo de luchar
contra el poder de una familia que, en su papel de parte ofendida, ha nombrado a los

119
jueces, ha dado validez al procedimiento, ha organizado todas las minucias que lleva
consigo la sustanciación de un juicio, y ha arreglado, además, aun antes de la primera
audiencia, su propia sentencia.
Nos sacaron a las nueve de la mañana para ser trasladados en grupos de cinco a la
residencia de La Curva. La camioneta que nos conducía iba casi sin escolta, el militar
que hacía de “presbote” (denominación que se da en Nicaragua al oficial encargado
de la custodia de presos sometidos a tribunales militares) fue amable. Era necesario.
Recuerdo que la luz del sol, la primera en muchos meses, me dio en la cara con una
intensidad comparable a la que se experimenta cuando uno es fotografiado de noche.
Fue un fogonazo lejano y persistente, que comenzó a dispararse cuando ya dentro de
la camioneta me recosté en los mullidos asientos de cuero. La sensación del tacto con
un objeto común de la civilización es inolvidable; el sentir que uno se hunde sobre
un colchón de resortes es como descubrir algo nuevo, como recordar lo que se expe-
rimenta al viajar por primera vez en un avión: un vértigo indefinible.
El camino se hizo cortísimo, corrimos encima de una ola de viento frenético que nos
echó casi sin darnos cuenta frente a la soberbia residencia de los Somoza, en cuyas
puertas, aguardando nuestra llegada, vimos a un grupo de gente vestida de colores:
azul, rojo, amarillo, verde, verde amarillo, rojo, azul. Bajamos y anduvimos tamba-
leantes unos pasos hacia la puerta principal, llegando como a la orilla de todas esas
figuras, sin darnos cuenta de quiénes eran.
Yo miraba a uno y otro lado. Estaba como deslumbrado por el sol y por la variedad
de trajes. Oía que pronunciaban nombres conocidos, distinguía siluetas y buscaba,
siempre ajeno a todo ese panorama de la vida ordinaria que había olvidado, unifor-
mes, siempre uniformes como para estar seguro de no equivocarse y saber defender
lo que aún me quedaba por defender.
Pero seguimos andando y entramos en el torbellino mismo de los colores pues tenía-
mos que pasar por la puerta. Estábamos ya a dos metros, a un metro… los nombres
propios de nosotros salían del grupo cada vez con más fuerza, casi como a gritos,
como en un sueño extraño en que los interlocutores hablaran con megáfonos.
A medio metro de distancia, me di cuenta.
Estaba mi madre, estaba mi esposa y estaba mi primo. Me veían de cerca, pero increí-
blemente lejos, sus miradas semejaban una sorpresa que armonizaba perfectamente
bien con la mía. Eran caras dignas y altivas, pero repletas de un cariño inexpresable.
Habían dejado el dolor lejos, en el altar de la Virgen de la casa, lleno de veladoras,
y llegaban allí desafiando todo para ver de cerca la injusticia y conocer otra vez la
verdad que ya sabían.
El grupo se abrió en dos a la pasada de nosotros, y estallaron las lágrimas y los abra-
zos de medio camino, apenas contenidos por los apenados guardias de la escolta, que
no por ser sirvientes de los Somoza eran insensibles.
Mi madre no lloró y mi esposa tampoco.
La primera de ellas había visto a mi padre, perseguido durante 10 años por los Somo-
za, dejar todas sus pertenencias en Nicaragua y salir huyendo al extranjero. Muchas
noches presenció cómo lo arrancaban de su lecho para llevarlo a la prisión, o cómo

120
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

llegaban a la oficina de su periódico para notificarle el cierre, que equivalía a quitarle


la subsistencia diaria. Por causa de esas persecuciones, ya en el destierro, mi madre
había llegado a pasar tales necesidades que una vez se empleó de costurera en una
fábrica de Nueva York.
Mi esposa había presenciado dos veces cómo me capturaban con las manos en alto,
con ametralladoras, rifles, y pistolas; había pasado un año entero llevándome la co-
mida a las cárceles de La Aviación, y haciendo antesalas en juicios civiles y consejos
de guerra pasados, en medio del innoble bullicio que había comenzado en la misma
mesa de comedor de la familia dinástica.
Después del breve encuentro seguimos adelante por una escalera que en los días
dolorosos se había visto atestada de presos que no podían andar, y llegamos hasta el
salón donde siempre estuvo instalada la corte; pero esta vez el decorado era diferen-
te, más digno, más de acuerdo con la solemnidad de la ocasión.
La mesa de comedor de la familia de Anastasio Somoza Debayle había desaparecido,
para dar lugar a una sucesión de mesitas metálicas cubiertas con carpetas verdes; y
frente a ellas, filas enteras de silletas de hierro alineadas con pequeños escritorios, en
donde debíamos sentarnos los detenidos con nuestros respectivos defensores.
Parecía como si la Corte hubiera recuperado su dignidad un poco al cambiar de es-
cenario, como si al desaparecer la sombra de las pertenencias íntimas de la familia,
hubiera más cabida para una justicia que presumía estar basada en las atribuciones
del Estado y no en el impulso vengativo de un interés privado.
Fue un respiro que hinchó por un momento las venas de nuestras esperanzas y que
llevó a nuestras almas el ánimo para esperar un desenlace que no estuviera de acuer-
do con el terror que veníamos viendo.
Rato después de estar allí se nos permitió hablar con las familias. Entraron todas las
personas que habían esperado en la puerta de la casa de los Somoza, llevándonos el
aliento de nuestros hogares y la alegría de saber que no estábamos abandonados.
Tuvimos por un momento (único momento durante todo el curso del juicio que se
iniciaba, porque después las cosas iban a cambiar radicalmente), una sensación in-
mensa de alivio.
Recuerdo muy bien cómo mi abogado defensor, doctor Manuel Morales Cruz, me
dijo desde el instante del primer abrazo:
No te aflijás, porque no estás solo.
Y efectivamente, ninguno de nosotros lo estaba, porque en todos los sectores del
país se sabía perfectamente bien lo ocurrido particularmente a cada preso; conocían
las torturas aplicadas, las atroces torturas de donde habían brotado las mentiras que
complicaban el juicio, y el tratamiento brutal que había invertido la posición de los
Somoza, pasándolos una vez más de ofendidos con la muerte de su padre, en ofenso-
res de la dignidad humana.
Durante esta audiencia supe que en los primeros días habían caído a la cárcel más de
3 000 personas; que en el departamento de Chontales la represión somocista había
asesinado a Ramón Orozco y a Bonifacio Miranda, ahogándolos, atados de pies y
manos, dentro de un pozo abandonado, y que por gestiones del Gobierno de los Es-

121
tados Unidos, en cuyas fuerzas armadas militaba el hijo de este último, entregaron
después de una serie de incidentes los cadáveres amarrados todavía y presentando
todas las señales de inenarrables torturas.
Supe también que la fuerza pública había arrebatado los teletipos de La Prensa, y que
el diario había sido clausurado durante la primera semana que siguió al atentado; que
diez miembros del personal del periódico estaban presos, y que mi madre había asu-
mido la dirección junto a mi primo Luis Cardenal, lanzando una edición que a pesar
de la censura fue ampliamente aceptada por el público.
Allí me contaron que la Sociedad Internacional de Prensa no había quitado el dedo
de mi caso, y que en los primeros momentos la venganza de los Somoza por poco
inclina el platillo de la balanza en que habían puesto su decisión de fusilar sin juicio
a un buen número de opositores.
Era la lista, la lista de Herodes que nosotros habíamos comentado el día de la muerte
del dictador, y que no fue puesta en práctica debido a la intervención de personas
prominentes, que algún día podrán dar testimonio de esta verdad.
Supe de todos los presos, de las flagelaciones que hacían en las cárceles del país, y
de incontables casos de tortura. Supe del aislamiento en que la República se había
mantenido durante algún tiempo. También yo conté mi parte, y lo mismo hicieron
los demás.
Los minutos transcurrieron en una tertulia íntima que la Corte permitió generosa-
mente, hasta el momento de iniciarse la audiencia con una discusión de la cual se
sacó en claro que solo la Corte conocía el texto de las declaraciones de los detenidos.
Los abogados no sabían por qué se nos acusaba. Nuestras familias se estaban ente-
rando de los cargos que los Somoza levantaban contra nosotros, y nosotros mismos,
fuera de lo que recordábamos haber dicho, no teníamos siquiera noción de los que
habían declarado los otros compañeros.
Muchos, juntos desde hacía meses en la misma cárcel, pero incomunicados, nos es-
tábamos saludando hasta ese momento y averiguando con sorpresa quiénes eran los
otros “indiciados” en el proceso.
Y eso era un juicio legal… un juicio en el cual, según la propaganda del diario par-
ticular de los Somoza, se había procedido con estricto apego a las leyes y con una
“serenidad” que obligaba a rendir pleitesía a los dos hijos ofendidos por la muerte de
su padre.
El caso se subsanó con una decisión de la Corte que prescribía hacer copias de todo
el proceso y entregarlas a los defensores. La audiencia concluyó cuando el presidente
del tribunal, mayor Carlos Zepeda, dejó caer suavemente su mano sobre el timbre
que había figurado en la mesa del comedor de los Somoza; y después de que fami-
liares y abogados abandonaron la sala, fuimos conducidos nuevamente a la prisión.
El primer acto del drama con nuevo decorado había sido el encuentro doloroso y
sentimental de veintidós hombres con el mundo que habían dejado inesperadamente
hacía unos meses.
Durante el resto del proceso no se volvería a repetir un acto humanitario semejante.

122
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Los Somoza saben que hay


una tortura efectiva y otra
ornamental; que un golpe
descargado en la cara, por
ejemplo, duele tanto como el
aplicado en el estómago, Y
mientras el primero deja una
huella visible por algunos
días, los rastros del segundo
quedan en la profundidad de
las vísceras.

123
Capítulo XX:
La eficacia diabólica
Y a he descrito cómo el método de investigación de los Somoza es una mezcla de
elementos científicos importados, con viejas prácticas medievales, porque como
en los antiguos castillos, las habitaciones privadas de la familia sirven de cámaras de
tormento.
Pero hay algo más, una determinación que complementa la eficacia diabólica del
sistema, basada en el conocimiento de que se puede torturar a un hombre y hacerle
sentir la mayor cantidad de dolor posible sin dejar en su persona huellas de ninguna
clase. Las efusiones de sangre, las cicatrices evidentes a la vista y la lesión epidérmi-
ca, por así decirlo, están generalmente proscriptas, porque son elementos que pueden
obstaculizar los resultados favorables de un juicio, volver dudosas, sin necesidad de
un examen profundo, las declaraciones de un acusado confeso.
Los Somoza saben que hay una tortura efectiva y otra ornamental; que un golpe
descargado en la cara, por ejemplo, duele tanto como el aplicado en el estómago, Y
mientras el primero deja una huella visible por algunos días, los rastros del segundo
quedan en la profundidad de las vísceras.
¿Cuál de los dos será más efectivo para obtener una confesión falsa…? Los sicarios
somocistas recurren desde hace algún tiempo al tipo de tortura que logra un máxi-
mo de sufrimiento sin dejar huellas aparentes sobre la anatomía del individuo, han
descubierto el papel determinante de los nervios deshechos sobre la voluntad del
prisionero, y el poder receptivo de una mente ablandada por la falta de sueño, para
aceptar cualquier fórmula de culpabilidad. Saben que el dolor físico no depende ni
cuantitativa ni cualitativamente del instrumento que lo provoca, porque a veces re-
sulta más dolorosa la presión de una mano aplicada sobre un músculo neurálgico,
que el espectacular puñetazo dado sobre la caja del cuerpo.
Esta evolución de la tortura visible por la tortura que no deja huellas, tiene su origen
en las brutales represiones de abril de 1954. En esta época los Somoza tuvieron que
retrasar cerca de siete meses el Consejo de Guerra que debía juzgar a los sobrevi-
vientes de aquellas matanzas porque estos sobrevivientes conservaban huellas bien
evidentes del tratamiento… y el retraso del juicio provocaba la continua agitación
política. Cicatrices que no habían cerrado completamente, costillas que no habían
sanado, dientes que tuvieron que ser repuestos tras paciente labor de un odontólogo
del Ejército, personas que evidentemente denunciarían sin hablar las torturas, y que
no podían ser llevadas en esas condiciones a una sala de justicia donde la entrada
para periodistas nacionales y extranjeros era libre.
Fue para los Somoza una magnífica experiencia porque después, en 1956, lograron
con fines idénticos todo cuanto se habían propuesto, pero sin retrasos elocuentes ni
incidentes molestos.
Esta vez los hombres que comparecieron ante el tribunal, aunque pálidos y delgados,

124
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

tenían sus dientes completos, indemnes sus costillas, y no presentaban cicatrices de


ninguna especie… pero habían sufrido lo mismo; eran la obra del “Cuarto de Costura”.
Porque los músculos “tetanizados” que conocen los científicos, debido a un esfuerzo
sobrehumano que provoca dolores inaguantables, o las articulaciones descoyuntadas
por un doloroso tratamiento a base de posiciones imposibles, solo hubieran podido
mostrar sus huellas, mediante la disección de los músculos y tendones afectados.
El estar por ejemplo inclinada la parte superior del cuerpo, formando con el tronco
un ángulo de 45 grados, al mismo tiempo que se obliga a poner a la víctima la frente
apoyada contra la pared durante dos horas enteras, no solamente produce un dolor
que llega hasta el desmayo, sino que distiende músculos, traumatiza huesos del crá-
neo y de la columna vertebral, altera prácticamente el esqueleto y deja, por la presión
producida mediante el peso de la mitad del cuerpo sobre el cerebro, una sensación
total de ausencia, un caos en la personalidad muy difícil de describir.
El permanecer en cuclas —“culiche” llaman a esto los militares— es decir, haciendo
gravitar todo el peso del organismo sobre las rodillas y músculos de las piernas por
tiempo indefinido, causa la llamada “tetanización” con dolores parecidos a los que se
obtenían (más rápidamente por cierto) en el famoso “potro” usado en la antigüedad,
especie de rueda gigantesca que al ir girando descoyunta las articulaciones y estira
brutalmente los músculos.
Es el mismo principio, solo que los antiguos no intentaban ocultar la existencia del
“potro”, porque sus nociones de ética eran más rudimentarias.
Los torturadores de hoy han evolucionado hacia una manera de hacer sufrir lo mismo
sin que alguien pueda acusarlos de tener en sus cárceles o en sus casas un instrumento
como el descrito. En otras palabras, tales métodos modernos para la “extracción” del
sufrimiento tienen como todo lo nacido en nuestro siglo una simplicidad que disfraza
y confunde, al mismo tiempo que solo deja rastros significativos para un especialista
y con los cuales bien se puede engañar a la generalidad de la gente.
Es la diferencia de siglo que existe entre el anteojo de marco (ya casi se puede decir
antiguo) y el lente de contacto; ambos cumplen con el mismo cometido, pero uno
se ve, y el otro no. Es la distancia que ha puesto la ciencia entre la cosa brusca que
se palpa y lo que casi no se ve, pero que existe con la misma realidad y desempeña
el mismo fin de lo visible; así, la aguja hipodérmica de acero, visible y fría, ha sido
sustituida por el método moderno que permite introducir en el cuerpo el líquido im-
pulsado a presión, sin que la jeringa que lo lleva esté adornada del acero perforante.
La tortura también ha avanzado, y el progreso del régimen de los Somoza en Ni-
caragua se puede medir por la sustitución consciente que han hecho de un método
anticuado que dejaba huellas visibles, por uno moderno que produciendo las mismas
unidades de dolor físico que el antiguo, coloca a las víctimas en la difícil situación de
tener que dar una explicación prolija de lo ocurrido, para justificar su propia caída.
Hasta allí llegó la eficacia diabólica de la investigación somocista: haber descubierto
una especie de trágico judo, que aplicado sin límite de tiempo y en cámara lenta, es
tan destructor del cuerpo humano como poco espectacular.
Los hombres que trabajan en el laboratorio de los Somoza saben que cuando intro-
ducen a un cliente dentro del “pozo” para que sufra la desesperación de la asfixia, o

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cuando le descoyuntan brazos y piernas en los suplicios del “Cuarto de Costura” no
quedan huellas visibles del sufrimiento.
Además, los tratamientos de esta clase van siempre acompañados del debilitamiento
sicológico del paciente, circunstancia que no puede medirse en modo alguno.
¿Qué termómetro hay para señalar hasta dónde llegó el sufrimiento de los que vivie-
ron durante meses en la jaula de los leones…? ¿Quién puede decir lo que sufre un
hombre, solitario en un oscuro sótano, amenazado e insultado, mientras el recuerdo
de una legión de asesinados ronda el silencio de la noche…? ¿Y las penas que degra-
dan la dignidad del ser humano…? ¿La desnudez, el hambre, el mal trato…?
¿Y el pensar que uno es menos que un animal, y que su vida o existencia futura de-
pende de la voluntad de una familia llena de odio y deseosa de tomar venganza de
sus enemigos…?
Yo llegué a concretar mis ideas acerca de la totalidad del sistema investigatorio de los
Somoza cuando pude comunicarme con mi familia y conté lo que me había pasado.
Ese mismo día fui sacado de mi celda en calzoncillos y urgido por la voz de un oficial
que gritaba:
Vamos, ligero, ligero, ¡vos! señalando hacia mí.
Salí frente al bello escenario de la loma de Tiscapa. Casi en la oscuridad tropecé
con la silueta de Lázaro García… ¡Lázaro! El que había colgado de los testículos a
Bayardo Ruiz, el ayudante de Anastasio Somoza Debayle, el hombre que acosaba
durante las interminables horas de tortura a la mayor parte de los prisioneros. Alto,
atlético, blanco, siempre con anteojos negros. Su gordura lo hacía aparecer más vie-
jo, aunque no tenía más de 35 años. Es primo segundo de los hijos del dictador por
la línea materna, y este tenue y borroso parentesco él procuró mantenerlo siempre
vibrante con lealtad de sicario.
Lázaro gritó:
–¿A quién le dijiste vos que te habían torturado?
Respiré profusamente y junté las manos al cuerpo tembloroso. Recordé las escenas
pasadas en compañía de mi madre, de mi esposa, de mi primo, de mi abogado que me
había dicho: “No estás solo”, y gritando también contesté resueltamente:
–A mi abogado.
–¿Y qué le dijiste…? –replicó Lázaro instantáneamente, mientras su cuerpo se enco-
gía en la noche como dispuesto a saltar sobre la presa.
–Lo que vos me hiciste –contesté.
Entones vi con sorpresa que Lázaro, el del borroso parentesco con los Somoza, no
saltaba sobre mí, sino que se retiraba despacio dando pasos cortos y lentos. Parecía
estar asustado, reflexionar sobre mi contestación que él no esperaba y darse cuenta
de que algo fallaba en el sistema.
–Esto que está estás haciendo es grave –me dijo simplemente. Y cuando yo le repetí
que era verdad, su figura corpulenta se deshizo, se desvaneció de mi presencia y se
fue sin replicar una palabra.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Salí de mi asombro cuando el oficial de guardia que me acompañaba ordenó mi vuel-


ta a las celdas, y comencé a darme cuenta cabal de lo que había sucedido, cuando la
puerta de hierro tapiada de madera se cerró nuevamente.
El sistema cuidadoso de no dejar huellas físicas visibles había sido observado pun-
tualmente, pero el proceso estaba dando comienzo y tanto mi entrevista con la fami-
lia como la última con Lázaro, delataban en mí la intención de explicar lo ocurrido.
¿Cómo podían ellos evitarlo…?
Más tarde supe que esa misma noche Anastasio Somoza Debayle movilizó a sus
agentes para encontrar a un familiar mío con objeto de entrevistarse con él y discutir
sobre “mi caso”. Primero negó que me hubieran torturado. Después, ante el acopio
de datos expuestos por mi familia, admitió que era así, pero no tanto, y luego hizo
un análisis de lo que para él significaba la tortura, como dando a entender que esto
consiste únicamente en arrancar lenguas, quemar ojos o meter finas agujas al rojo
vivo debajo de las uñas.
Sin quererlo, descubrió los axiomas en que se basa el método diabólico de investiga-
ción que usan sus esbirros, provocar todo el dolor posible sin dejar huella, de modo
que el sufrimiento mismo no pueda ser una prueba favorable al detenido, un testimo-
nio documental escrito en su cuerpo.
Somoza Debayle pidió, además indignamente que yo no relatara a la audiencia la
verdad de lo ocurrido, y como se lo negaron, despidió desabridamente a su visitante,
diciéndole que también él estaba en peligro.
Más tarde envió a decir a mi abogado:
–“Que sepa si va a hablar de torturas, que luego sabrá cómo son”.

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128
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXI:
El doctor Lacayo Farfán
E n la audiencia pública pude hablar por primera vez, desde que nos separaron en
el “galillo” de la Tercerda Compañía, con el doctor Enrique Lacayo Farfán. Me
cogió de las manos, trémulo y excitado como para transmitirme su emoción y mirán-
dome a través de sus ojos enrojecidos, suplicó:
—¡Pedro, jurámelo, por favor! Si salís libre de aquí, no permitás nunca que mi hijo
varón viva en Nicaragua.
Enrique Lacayo Farfán tenía entonces cerca de 50 años; era uno de los profesionales
(y lo seguirá siendo) más respetados de Nicaragua, y la gente lo quería con ese cariño
pegajoso de que se hace objeto al médico de provincia, no porque él fuera eso, sino
porque Nicaragua es precisamente una provincia.
Había seguido cursos de especialización en el Hospital Santo Tomás de Panamá y
después en Chicago. Tenía una extensa clientela y su desinterés por la gente de esca-
sos recursos económicos lo hizo encontrar un buen lugar en el corazón de esta.
Su pelo se había vuelto canoso por el sufrimiento, y sus rasgos, desencajados por las
torturas y privaciones, daban a su fisonomía una impresión de gravedad que guarda-
ba penosa armonía con sus ademanes siempre pausados.
Cuando me hizo aquella patética y sorprendente súplica, sentí que la misma me co-
locaba a la orilla de un profundo abismo.
¿Qué le podía haber pasado para hacer una recomendación de esta especie…?
—¡Hermano, hermanito … fue horrible! —me explicó.
Las lágrimas de sus ojos hicieron saltar las mías. La convulsión de todo su organismo
contagió mis manos, y un intenso calor nos envolvió a los dos, unidos en un abrazo.
¿Qué le había pasado…?
Su historia intensa y espantosa resumía, desde la aplicación sistemática y constante
de todas las torturas por el largo término de un mes, hasta el increíble sadismo de
haber sido alojado durante dos meses más en una celda del tamaño de una tumba.
Había comenzado con una frase dicha de soslayo en el salón principal de la Casa
Presidencial por un hijo ilegítimo de Somoza, José, para concluir confinado y solo en
el estrecho local a que me refiero.
La frase fue:
¡Allí va el futuro presidente …! —y se produjo cuando llevaban a Enrique con una
muleta que usaba a consecuencia de la fractura del fémur en un accidente de auto-
móvil, a declarar ante Anastasio Somoza Debayle. Quien la dijo estaba reflejando el
temor que todos los miembros de la familia dinástica tenían a un hombre cuyo único
capital político estribaba en la honradez a toda prueba y en una popularidad bien
ganada con el trabajo y el sacrificio: era lo opuesto a la Dinastía, el hombre-símbolo

129
que con una sola actitud podía ser factor importante en la destrucción de los tiranos;
y por eso, porque las dinastías están pendientes de los posibles sucesores advenedi-
zos, había que deshacerlo, que desintegrarlo.
¿Qué mejor ocasión para lograr este objetivo que la muerte de Somoza…? ¿Cuándo
iba a presentárseles la oportunidad de encontrar un motivo más grande que ese…?
Lo metieron en el “Cuarto de Costura”, y así comenzó su batalla contra la Oficina
de Seguridad, contra el guardaespaldas personal de Somoza, el norteamericano Van
Winkle, contra los altos jefes del Ejército que lo interrogaban muchas veces, y des-
de luego contra el mismo Anastasio Somoza Debayle. Lámparas incandescentes, el
pozo asfixiante, esposas, constantes golpes, pláticas interminables con los sicarios
que pasaban de la pose cariñosa y sentimental a la brutal y primitiva: falta de comida,
falta de sueño y por último … la tumba.
Yo conocí esta tumba durante solo 24 horas. Es una celda a la cual los genízaros del
destacamento del Primer Batallón llaman “La Chiquita”. Está ubicada debajo del
comienzo de una escalera de concreto y de tal modo construida, que la persona se-
pultada en su seno solo puede permanecer acostada. Es triangular, de modo que los
pies del prisionero (estando un hombre en posición horizontal) tocan el cielo raso de
la parte extrema que va subiendo hasta la altura de la cabecera, desde donde se puede
alcanzar el mismo cielo raso con solo levantar un poco los brazos. La tumba es oscu-
ra, caliente y hedionda; su única puerta da a un patio de tierra. Se abre solamente tres
veces al día, durante el tiempo suficiente para hacer llegar al prisionero la comida.
Dos meses estuvo él allí, y otros tantos permanecieron el doctor Alonso Castellón y
Cornelio Silva Argüello, quienes ocuparon una celda gemela, idéntica. Dos meses
sin luz, sin aire, sin el reflejo siquiera del sol. Sesenta días interminables que lo pusie-
ron más demacrado y lo volvieron más enfermo, hasta el punto de provocar lágrimas
en los ojos de los compañeros que de vez en cuando lo veían pasar de lejos a la sala
de guardia, donde le daban pastillas de namuron para dormir.
Pero eso no fue nada, porque entre “la tumba”, cuyo aspecto recordaba los sepulcros
judíos a que aluden los pintores bíblicos en las escenas de Lázaro Resurrecto, y la
elegante residencia de los Somoza, donde Enrique fue huésped en un baño por más
de mes y medio, hay todavía diferencia.
Lacayo Farfán, más que nadie, vivió esa intimidad de Anastasio Somoza Debayle,
sobre la cual he hablado en capítulos pasados. Desde el baño podía oír sus conver-
saciones, recibía sus visitas, y entre tortura y tortura se le presentaba a veces con
extraños síntomas de arrepentimiento por todo lo que había ordenado hacerle.
Los visitaba, no a interrogarlo, sino a dejarle un saludo; le contaba cosas suyas; le
obsequiaba un cigarrillo o se iba de pronto sin despedirse, para enviar luego a sus
sicarios a que le impidiesen fumar y tornaran a torturarlo.
Cuando lo metieron al pozo y Enrique se rindió al fin largos tormentos, diciendo una
cosa falsa, lo llevaron a su presencia totalmente inflamado y goteando de los cabellos
el agua innoble que minutos antes había estado a punto de asfixiarlo. Allí, frente a las
lágrimas coléricas del hombre torturado, impotente y deshecho, Anastasio Somoza
Debayle, erguido sobre los brillantes mosaicos de su palacio, cerró la sonrisa artifi-
cial que siempre abre su rostro y, cogiendo a Enrique de las manos, lloró también y

130
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

le dijo:
–Quique, voy a ordenar que ya no te sigan haciendo eso. Y no te voy a inculpar más
por la muerte de mi padre.
A Enrique nadie le decía “Quique”, y nadie pudo probarle tampoco en el juicio que
siguió después conexión alguna con la muerte de Somoza; pero a pesar del apelativo
cariñoso y de las lágrimas del jefe del Ejército de Nicaragua después de terminada
esta entrevista, lo volvieron a torturar, y durante el proceso lo encasillaron con saña
y perversión en el lugar de los “cómplices”, por el delito de asesinato en la persona
del presidente.
Anastasio Somoza Debayle llegaba al baño de su casa, donde guardaba al prisionero.
Unas veces ceñudo y frío, dejaba escapar con naturalidad las frases crueles de su ge-
nio ordinario: amenazaba, gritaba y ordenaba nuevas sesiones de tortura. Otras veces
se presentaba humilde y sencillo como un muchacho de colegio, y decía al preso:
–Quique, platiquemos un rato, yo no te malquiero.
Desdoblaba su personalidad, despeñándola un día en los síntomas bien definidos de
la soberbia y de la ira, se presentaba con toda su aureola de hombre poderoso e inven-
cible, hablando más con frenético placer que con naturalidad, de matar y de ordenar
torturas, o llegaba abatido y triste, en un digno papel de hijo ofendido, o de huérfano
desgraciado.
Cuando adivinaba que alguien, moralmente sano, estaba dudando de su propia for-
mación ética, se volvía moralista; pero sin sospecha que su interlocutor, así fuera el
más humillado prisionero, ponía en cuarentena sus arrestos de hombre, representaba
todas las escenas del heroísmo.
Enrique lo vio más que nadie, pero todos lo conocimos en alguno de esos extraños
síntomas que fuimos luego complementando en pláticas recíprocas hasta llegar a
formar el cuadro general de su personalidad.
De los días de abril de 1954 recuerdo una frase suya que revela el aspecto negro de
esta, y de una fiesta en que me tocó estar con él hace ya muchos años, otra que le
sirve de antítesis.
En abril, cuando las fuerzas de represión del Ejército estaban todavía fusilando gente
en los cafetales de Diriamba, un nicaragüense anónimo que se hallaba en “capilla”,
preso en el cuartel de las Cuatro Esquinas, vio al coronel Somoza Debayle entrar al
sitio. Lo oyó dirigirse frenético al jefe del destacamento que era el mayor Agustín
Peralta, para preguntarle señalando a los presos:
–¿Y esos… qué hacen allí todavía…?
–Consulté y me dijeron que ya no más —dijo el mayor.
Entonces el hijo del tirano que gobernaba Nicaragua, se levantó sobre los talones,
agarrotó las manos con furia y gritó como poseído de un espasmo de locura:
–¿Por qué, por qué? Si ya dijo mi papá, ¿para qué andás consultando?
Se trataba de la pena de muerte, de una pena que no existe en los códigos del país,
pero que se aplica con la naturalidad más grande, no únicamente a los “delincuentes”
políticos, sino a los prisioneros llamados comunes. De una pena que ha poblado de

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cadáveres los campos aledaños al Fortín de Acosasca de León, en donde ciudadanos
humildes, unos acusados de haber levantado las manos contra la autoridad y otros,
quizá efectivamente convictos de haber efectuado un robo, son pasados por las armas
sin más trámite que la orden presidencial dictada por teléfono al comandante del lugar.
Ya había dicho “su papá” que los mataran… ¿para qué volver a consultar…?
La otra frase que recuerdo de él y que sirve de antítesis, como digo, a la parte negra
de su personalidad, fue, más que una frase, una confesión formulada cuando él y yo
todavía nos dirigíamos la palabra.
–Acabo de venir de los Estados Unidos —dijo—. ¡Qué bendición es allá la democra-
cia, la paz y la libertad…!
Después de perdida la batalla, el doctor Enrique Lacayo Farfán tuvo que decir lo que
pretendían los Somoza: que el coronel Lizandro Delgadillo, jefe de la plaza de León,
ciudad donde Rigoberto López Pérez dio de balazos al presidente, había aceptado
una proposición revolucionaria de parte del doctor Lacayo Farfán.
Más concretamente: que Lacayo Farfán había preguntado a Delgadillo si participaría
en un movimiento revolucionario contra el Gobierno, y que el militar le contestó: “Si
es una cosa seria, sí”.
El doctor Lacayo Farfán rindió esa declaración que después desmintió; pero volvió
al tormento… y tornó entonces a dar la misma declaración. Este afirmar y negar se
repitió infinidad de veces y sus extremos oscilando como un péndulo entre la verdad
y la mentira, se fueron alejando en el tiempo cada vez más, porque llegó un momento
en que los restos de aquel hombre que había luchado heroicamente durante varios
meses, ya no podían rectificar la mentira, sino solo aceptarla.
Entonces llevaron al médico ante el militar a quien acusaban con su testimonio, y se
produjo un dramático careo entre dos antagonistas, pero víctimas del mismo sistema:
uno opositor; el otro somocista.
Delgadillo había sido presidente del Consejo de Guerra que juzgara a Lacayo Farfán en
el año de 1954; Lacayo Farfán había sido condenado en ese año por Delgadillo y cuatro
jueces militares más, a una pena de 32 meses de destierro. Delgadillo había vivido al
amparo del régimen de Somoza toda su vida; Lacayo Farfán siempre en la oposición
a la dictadura. El militar sabía bien que las investigaciones ordenadas por la familia
Somoza se hacían a base de torturas; Lacayo Farfán había sufrido esas torturas…
El coronel representaba toda la era de los Somoza, sometida ahora a una aguda crisis
por la muerte violenta de quien le servía de cabeza; el médico representaba todo lo
contrario: la lucha diaria y constante de la gente decente y limpia contra el régimen
de latrocinios y asesinatos. Entre uno y otro había un abismo, un abismo que fue
salvado por la fuerza de los que mandaban, dispuestos a hermanar en un mismo su-
frimiento, aun lo que fuera más contradictorio, con el objeto de colmar sus deseos de
primitiva venganza.
En el expediente de la Corte, está el careo.
P.- Doctor Enrique Lacayo Farfán, dígame usted si conoce a la persona aquí presente
que le señalo…

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

R.- Sí señor, coronel Lizandro Delgadillo.


P.- Coronel Lizandro Delgadillo, dígame si conoce a la persona aquí presente que le
señalo.
R.- Sí señor, doctor Enrique Lacayo Farfán.
P.- Coronel Lizandro Delgadillo, diga usted si entre los días 10 y 13 de julio en el
Hospital General de esta ciudad, con el doctor Lacayo Farfán habló de un movimien-
to subversivo en contra del gobierno de Nicaragua…
R. No señor, el doctor Lacayo Farfán ni siquiera jamás se ha atrevido a hablarme de
política, mucho menos de movimientos subversivos; si él lo dice, es a sabiendas de
que está mintiendo, y lo emplazo a que me pruebe su aseveración.
P.- Doctor Lacayo Farfán, diga usted si después de hablarle al coronel Delgadillo
de un movimiento subversivo contra el gobierno de Nicaragua, le dijo Delgadillo a
usted que si el movimiento subversivo contra el gobierno triunfaba contaría con su
colaboración…!
R. Sí señor.
Los Somoza estaban ganando la partida. Su ánimo de venganza no solo se extendía
hasta las personas de oposición al régimen y a los posibles peligros para la sucesión
dinástica, como el doctor Lacayo Farfán. También querían hundir a Delgadillo sim-
plemente porque era el jefe de la Plaza de León, el sitio donde balearon a su padre.
Debía este de pagar un posible descuido; tenía que comparecer a juicio, y era indis-
pensable encontrar pruebas en contra suya. Estas se buscaron afanosamente durante
la investigación, como lo demuestra el proceso, en donde casi no hay una página en
que no figuren preguntas acerca de Delgadillo.
Por fin encontraron la gran coincidencia, el formidable hallazgo que les permitía
juntar en una sola cosa a dos hombres que eran un estorbo para ellos… ¿Por qué no
hundirlos juntos…? Y juntos los hundieron.
Pero la vida tiene también sus juegos engañosos aun para los tiranos, que siempre
piensan tenerlo todo y a la postre ven deshacerse con el viento los castillos de naipes
que construyen.
Porque la historia no terminó allí, sino que continuó adelante por otros caminos hasta
demostrar con base en esas coincidencias que destruyen los crímenes perfectos la
inocencia de los dos inculpados.
Fue una circunstancia curiosa de dolor y muerte la que sirvió para establecer el ver-
dadero contenido de la plática habida entre el doctor Lacayo Farfán y Delgadillo,
tergiversada por los Somoza con el propósito premeditado de hacer aparecer a dos
hombres como conspiradores.
Porque médico y militar habían hablado, efectivamente, pero lo habían hecho en pú-
blico, en los instantes mismos en que el doctor se encontraba atendiendo a una niñita
moribunda en el Hospital General de Managua, y el militar entraba en ese mismo
centro de salud con un hijito suyo, en los últimos estertores de la agonía.
La niña se llamaba Maritza Solórzano, y su tragedia, ligada por arte de la Providencia
al hombre que atendió sus últimos momentos, sirvió para establecer la verdad de la

133
plática. El doctor Lacayo Farfán le había atendido un día y una noche completos. La
niña murió al día siguiente a las tres de la tarde, un 13 de junio, y a la hora en que el
médico se retiraba del Hospital, desconsolado por el desenlace que le afectaba tam-
bién como íntimo amigo de los papás de Maritza, se encontró en las puertas de la sala
de operaciones con el coronel Delgadillo que llevaba a su hijo de 15 meses de edad
moribundo y con una máscara de oxígeno.
Lacayo Farfán se acercó a saludarlo compadecido de su tragedia y lleno de dolor por
el desenlace fatal ocurrido a la enfermita amiga de su familia; se olvidó de que Del-
gadillo lo había juzgado y condenado una vez, sentado en la presidencia de un Con-
sejo de Guerra; hizo a un lado los dos años de prisión que por culpa de esa sentencia
había padecido, y lo saludó preguntando por el niño.
El militar correspondió agradecido al saludo y todos los médicos presentes testifi-
caron después cómo había ocurrido la famosa entrevista… ¿Quién iba a hablar de
revoluciones frente al cadáver de una niña, y del cuerpecito agonizante del hijo de
quien tenía que dar contestación al movimiento subversivo?
Solo la mente siniestra de los Somoza, ausente de toda clase de sentimientos profun-
dos, como el de la muerte (cuando no les toca a ellos), pudo aprovechar esa plática
trágica para intentar hundir en una sola intriga a dos hombres totalmente distintos: el
que les había servido lealmente durante 20 años y el que lealmente también los había
adversado durante el mismo lapso. La crisis sicológica sufrida por el doctor Enrique
Lacayo Farfán después del careo con el coronel Delgadillo lo puso al borde de la
locura, porque hay que imaginar lo que significa para un hombre cuyo único capital
es la honradez, verse forzado por el sufrimiento y el terror a la mentira como único
camino para salvar la existencia.
Después, cuando los Somoza no tuvieron más remedio que sacarlo a luz y terminó
el aislamiento a que lo tenían sometido por temor de que rectificara, como tantas ve-
ces lo había intentado, Lacayo Farfán dio muestras de la viva honradez de su alma y
de la angustia que le provocaba la situación. En las mesas mismas del salón en que
se reunía el Consejo de Guerra, escribió en mi presencia una carta al arzobispo de
Managua, monseñor Alejandro González y Robleto, cuyo texto reconstruido en lo
fundamental a la memoria, decía:
“Monseñor:
Sirva la presente para declarar ante usted como si fuera en la presencia misma de
Dios, a quien llevo en mi corazón, que todo lo que yo he dicho acerca del coronel
Lizandro Delgadillo en el juicio que se me sigue, es falso. Le ruego utilizar esta carta
una vez que yo haya sido sentenciado, porque no quiero que vayan a decir después
que la hice así, para favorecer a mi persona. Hoy nos permitieron un sacerdote para
que nos confesara y diera la comunión: a él y a Cristo les he dicho lo mismo. Soy
inocente de todo lo que me acusa”.
Enrique hizo la carta, logró enviarla al arzobispo y lloró luego amargamente. Frente
a su postura de hombre cristiano y honrado se levantaba la imagen de los Somoza,
destruyendo hasta lo más caro que tiene el hombre, no la vida ni la hacienda, sino el
honor mismo.
La venganza de esa familia, a pesar de todas las demostraciones hechas en el caso del

134
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

médico, fue tan implacable, que su condena no bajó de los 9 años de prisión, pero,
eso sí, le dejaron la satisfacción de ver cómo se salvaba el militar, a quien nunca pu-
dieron hacer siquiera un proceso.
A Enrique lo acusaron también con testimonio falso, proporcionado por un mucha-
cho llamado Pablo Dubón, al cual me referí en el capítulo del jardín de los leones.
Su caso, desde un principio, estaba sentenciado, y la razón podía encontrarse sin
escarbar mucho, en la frase pronunciada por el hijo ilegítimo de Somoza, José, quien
al ver pasar al médico rumbo al “Cuarto de Costura” en los comienzos de la investi-
gación, había dicho, como ya lo he referido:
¡Allí va… el futuro presidente…!

135
En ese cuartel del Campo
de Marte se realizó lo único
que podía parecerse a un
juicio legal, con asistencia
de abogados, periodistas y
curiosos.

136
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXII:
El proceso
Necesaria explicación

T anto el proceso que se levantó en Nicaragua por la muerte de Somoza, como


otros efectuados en 1948 y 1954 por asuntos políticos, fueron sustanciados por
tribunales militares integrados a propósito y nombrados directamente por la familia
gobernante.
La construcción legal de esta máquina que hace retroceder la justicia nicaragüense,
está basada en una ley marcial que opera cuando el presidente de la República sus-
pende las garantías constitucionales y dicta una orden que los militares llaman “pre-
cepto”, mandando que se forme una Corte Militar de Investigación para conocer de
los delitos políticos y comunes conexos que motivaron la suspensión de garantías.
Esta Corte comienza a recoger declaraciones tal y como lo he venido describiendo en
los capítulos pasados, y luego de una o varias audiencias públicas en que se permite
a los indicados defenderse por medio de un abogado, dicta su fallo recomendando
que se integre un Consejo de Guerra, el cual inicia teóricamente otro proceso (digo
teóricamente, porque en la práctica es el mismo, ya que le sirven de base las decla-
raciones tomadas por la Corte), y dicta su fallo de culpabilidad o inocencia. Después
dispone, de acuerdo con el Código Penal, las sentencias que estima convenientes y
pasa la causa a un nuevo tribunal, siempre militar, que se llama autoridad revisora.
El eje de todo este mecanismo es el presidente de la República. El presidente, que
ejerce las funciones de comandante general del Ejército, es la autoridad que convo-
ca a la Corte Militar, nombra a las personas que han de integrarla, convoca luego al
Consejo de Guerra, nombra también a sus miembros y, por último, revisa en última
instancia la causa y tiene facultades para confirmar el veredicto.
Naturalmente que, en la práctica, los “jueces” nombrados por el presidente son siem-
pre los militares más adictos al poder, y sus actuaciones y veredicto no obedecen a la
formación de un criterio propio, sino a las órdenes recibidas de la familia gobernante.
Esta última juega en el drama todos los papeles al mismo tiempo. Es parte ofendida,
nombra al tribunal, organiza sus actuaciones, da la pauta de cómo debe actuar en las
audiencias, presta los enseres necesarios para el trabajo material y, por último, revisa
la sentencia. En la familia se discute la procedencia o no de una absolución.
El procedimiento está impreso en un libro que llaman Código de Enjuiciamiento
Militar, que nunca ha sido aprobado por el Congreso de la República, sino que basa
su validez legal en una discutible orden escrita por el comandante del Ejército, (que
es el presidente), y en el cual se advierte que sirve para enjuiciar a las personas que
presten servicios en las fuerzas armadas de la República.
El “Código” es una pésima traducción de las Ordenanzas Militares que servían a la
Infantería de Marina de los Estados Unidos, cuando este cuerpo ocupó Nicaragua,
y se utilizó para dar fundamento legal a la Guardia Constabularia Auxiliar, que vino

137
a convertirse a la postre, en el Ejército nicaragüense, llamado Guardia Nacional. Su
lenguaje es indescifrable, confuso, y con frecuencia estúpido. Sus indicaciones, mal
traducidas, se aplican al gusto y antojo de los jueces militares sin ninguna experien-
cia judicial. Todo ello ha dado por resultado que cada proceso sea totalmente distinto
del otro similar.
En unos, como en el de abril de 1954, se ha negado validez para el Consejo de Gue-
rra a las declaraciones obtenidas por la Corte Militar, mientras que en otros, como el
de septiembre de 1957, solo se ha presentado como pruebas declaraciones obtenidas
bajo amenaza, con torturas y en el más tenebroso secreto.
La Corte Militar de Investigación que conoció el atentado contra el presidente So-
moza, estaba integrada por los siguientes militares: mayor Luis A. Zepeda, mayor
Francisco Medal, capitán Pablo Rivas, capitán Gustavo A. Sánchez, teniente Ru-
perto Hooker y teniente Agustín Torres Lazo, que actuaba de fiscal, asesorado por
el mayor Pedro Barquero. La Corte comenzó sus labores el 17 de octubre de 1956 y
las terminó en los primeros días del mes de diciembre de ese mismo año. Primero se
reunió en la propia casa de Anastasio Somoza Debayle, donde estuvo ubicada hasta
la audiencia pública a que hice referencia en capítulos pasados. Luego fue trasladada
a un edificio prefabricado, de acero, en el cuartel del Campo de Marte.
Allí dictó su veredicto, enviando a Consejo de Guerra a los siguientes acusados: doc-
tor Enoc Aguado Farfán, señor Abelardo Baldizón Arauz, señor Ausberto Narváez
Parajón, señor Edwin Castro Rodríguez, doctor Gabriel Urcuyo Gallegos, doctor
Emilio Borge González, señor Cornelio Silva Argüello, señor Hernán Argüello Ar-
güello, señor Juan Calderón Rueda, arquitecto Julio Alvarado Ardilá, doctor Pedro
Joaquín Chamorro Cardenal, doctor Alonso Castellón, señor Herminio Larios Silva,
señor Ramón R. Martínez, doctor Ricardo Wassmer, señor Benjamín Robelo, señor
Tomás Borge Martínez, señor José María Barrera, señor Noel Jirón Balladares, doc-
tor Enrique Lacayo Farfán, y doctor Francisco Frixione.
En ese cuartel del Campo de Marte se realizó lo único que podía parecerse a un juicio
legal, con asistencia de abogados, periodistas y curiosos.

138
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

139
Capítulo XXIII:
Damas vs. Prostitutas
L a portezuela de la camioneta color plomo en donde nos metieron a 22 presos,
apenas pudo cerrase detrás de los dos guardias armados de fusil que subieron
también dentro. Por sus pequeñas ventanas enrejadas pasó el panorama de Tiscapa
ante nuestros ojos, como una cinta de imágenes fragmentarias. Adelante iba un jeep
cargado de soldados y un oficial portando su ametralladora, camino del nuevo esce-
nario que habían escogido los Somoza para la Corte Militar que iniciaba su segunda
audiencia pública; no era ya la casa particular de Anastasio Somoza Debayle, en
donde habíamos estado la última vez en compañía de nuestras familias; la camioneta
bajó por la avenida que Somoza bautizó en vida con el nombre de Roosevelt y que el
pueblo llama Sandino, y tomamos el camino del Campo de Marte.
La perspectiva de saber una vez más de nuestras casas y de recibir un beso cariño-
so, levantó el espíritu de todos durante el tiempo que duró el viaje. Fue un trayecto
corto. Pero en su etapa final terminaron abruptamente las sonrisas y se oscurecieron
las agradables perspectivas, porque cuando la camioneta llegó frente al cuartel del
Campo de Marte (altos muros de piedra almenados de garitas con ametralladoras de
trípode, largas avenidas de arena y edificios prefabricados de acero), vimos los alre-
dedores repletos de gente que al descubrir la presencia de los presos, lanzó un alarido
resonante y tremendo:
–¡Asesinooos…!
Y detrás del polvo que levantaba el vehículo, como en un eco nebuloso de voces he-
terogéneas, masas de hombres y mujeres vestidas de gala, como salvajes que danzan
ante la víctima, portando cartelones y gritando en un barullo indescriptible:
–¡Matémoslos, matemos a sus hijos, incendiemos sus casas, asesinooos! ¡De aquí no
salen vivos…!
Hacía varios días que nosotros no veíamos el sol; entre la primera audiencia pública
y esta segunda debió haber ocurrido algún contratiempo a la familia Somoza, porque
todo quedó paralizado. El rítmico paso de un proceso que se había organizado con
celeridad, se detuvo; y los presos llevamos en ese lapso una existencia deprimente,
aislada y sin noticias. Nos habían vuelto a enterrar después de nuestra primera apa-
rición, como meditando en las consecuencias que esta última había tenido, o como
midiendo cautelosamente el orden que debían observar en el futuro.
Este último viaje nos había tomado por sorpresa, pero desde el primer momento des-
pertamos a la sensación de que algo distinto estaba ocurriendo. Porque en vez de lle-
varnos al vehículo con buenas maneras, nos arrearon, por así decirlo, hasta la entrada
misma de la camioneta con ventanillas de hierro. Y a la bajada, entre la mofa medio
disimulada de los oficiales del Campo de Marte, nos entregaron al frenesí de la turba
pagada por los Somoza para que nos escupieran y nos lanzaran piedras.

140
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

La muchedumbre dirigida por una mujer llamada Nicolasa Sevilla, cuya historia ha
manchado la política de Nicaragua, estaba enardecida y vociferaba todas las proca-
cidades imaginables.
Más que contra nosotros, había sido enviada allí para “bloquear” la entrada de nues-
tros familiares. Era el viejo método descubierto por Somoza desde el año de 1944,
fecha en que contrató a una buena cantidad de prostitutas para echárselas encima a
las madres y esposas de los presos de entonces que vestidas de luto desfilaban por
las calles de Managua. En su actitud de aquella época y la actitud de sus hijos en el
presente, estaba siempre vivo el binomio sobre el que se había asentado el régimen:
la inmoralidad por una parte y el terror por otra. Era la inversión total de la tabla de
valores morales de la vida nicaragüense: prostitutas contra madres de familia; alco-
hol contra civismo, soborno contra honestidad, chusma contra ciudadanía.
Los militares del Campo de Marte presenciaron el espectáculo satisfechos y sonrien-
tes, veían a las esposas y a las madres de los detenidos, silenciosas y tristes, acorrala-
das en el quicio de una ventana, soportando el sol de mediodía y la sed provocada por
los intensos calores de un clima que llega a temperaturas de 40 grados a la sombra,
mientras manadas de mujeres de vida liviana ocupaban los asientos de la sala en que
se instalaba el tribunal que iba a sustanciar el proceso.
–¡Queremos justicia …! —gritaban—. —¡Queremos que los maten a todos con sus
hijos y sus mujeres…!
Y los jueces reían de ver la angustia reflejada en los rostros de nuestras esposas y de
nuestras madres. Algunas habían llegado con sus hijitos sin saber lo que les espera-
ba; otras, enfermas y pálidas, con los achaques de una maternidad pronunciada y el
sufrimiento de ver a los seres queridos envueltos en tanta infamia, lloraban descon-
soladamente.
Era la justicia somocista que caracterizaba el escenario del proceso para poner marco
adecuado a su terrible venganza. No estaban satisfechos; no era suficiente para ellos
haber torturado a los procesados en su propia casa, ni haberlos recluido en jaulas con
los leones de su jardín privado… tenían que hacer algo que causara un sufrimiento
mayor a las familias, a las inocentes mujeres de aquellos hombres, muchos de los
cuales eran también inocentes.
La sala estaba rebosante. Al fondo había una tarima de madera y cinco asientos acol-
chonados para el tribunal, alrededor de una mesa. Abajo, mesitas de metal con car-
petas verdes y silletas ocupadas por los acusados y sus defensores en un estrecho
abrazo de conmovedora solidaridad. A un lado, los asientos para el fiscal militar y
dos asesores civiles de este, y más al fondo, micrófonos, grabadoras eléctricas y apa-
ratos que llevaban la “línea directa” hasta el Palacio Presidencial, donde los Somoza
escuchaban el eco de los alaridos de una turba pagada por ellos.
Esta turba ocupaba bancas detrás de los acusados. Mujeres de vida licenciosa, vagos
de profesión, maleantes sacados de la cárcel, empleados públicos de última categoría
y dos o tres liderzuelos, entre los que figuraba la esquelética Nicolasa Sevilla, azu-
zando a los demás y pidiendo más muertes…
Su voz chillona clamaba por una venganza que envolviera a la mitad de la población.
No se había derramado suficiente sangre… Coreaba la consigna íntima de los hijos

141
de un hombre que es sus primeros años de gobierno hizo converger a todos los des-
tacamentos del Ejército en el Norte, sobre el pueblo de Wiwilí. La orden fue: “Que
no quede uno vivo”, y no quedó nadie. Cuando eso sucedió, la Nicolasa Sevilla era
joven y comenzaba su camino. Ahora, alta y flaca, de rostro anguloso y descarnado,
con los ojillos vivos reflejando la maldad de las víboras, esta mujer que había pasado
por todas las etapas de la vida, encontrando al fin de su carrera un oficio propio de
ella y de los Somoza representaba ante el tribunal el papel de ciudadana del pueblo,
indignada por la muerte de un gran hombre, del hombre que descubrió cómo el valor
de una mujer honesta que no teme a bayonetas ni rifles, se deshace ante la amenaza
de una represión organizada con prostitutas.
Así fue durante todo el proceso. Cuatro o cinco semanas en que nos llevaban diaria-
mente al salón donde sesionaba la Corte, cuyo decorado, siempre idéntico, alojaba
a la misma gente. Nuestras esposas afuera, lejos, humilladas constantemente por los
altos militares del somocismo y en especial por el comandante del lugar, coronel
Roberto Martínez Lacayo, mientras las mujeres que recibían paga por injuriarnos,
escupirnos y lanzarnos piedras, se sentaban en las bancas, dispuestas para el público
que debía asistir a las audiencias.
Pedían que se incendiaran nuestras casas, decían estar dispuestas a matarnos allí
mismo, vociferaban insultos dignos de los burdeles de última categoría, y la hono-
rable Corte Militar que presidía los actos, reía a mandíbula batiente de sus procaces
ocurrencias.
¿Qué de raro tenía ese sistema en el gobierno de los Somoza…?
¿No había usado acaso el dictador fallecido métodos semejantes y procacidades pa-
recidas…?
Ciertamente, el tribunal se había reunido para conocer los pormenores de la muerte
de un presidente de Nicaragua, y la ausencia de dignidad en la sala chocaba duramen-
te con la esencia del juicio; pero era de esperarse el contraste como digno epílogo de
una existencia que había creado precisamente esos métodos.
Durante los primeros días los presos permanecimos silenciosos y tristes. Apenas osá-
bamos hablar entre nosotros mismos, temiendo siempre que al llamar la atención
en alguna forma, se produjera el insulto procaz y violento. Cuando resolvíamos le-
vantarnos de un asiento para hablar con un abogado amigo, lo hacíamos después de
varios minutos de una penosa meditación. Nos pegábamos uno contra otro y esperá-
bamos con verdadera alegría el momento del cierre de la audiencia para regresar a la
cárcel, porque volver a la cárcel significaba descansar de aquella chusma.
Después nos fuimos acostumbrando y ganamos, sin buscarlo, el apoyo tácito pero
decidido de los humildes soldados a quienes se había encargado nuestra custodia.
Lo compadecemos, doctor decían a algún preso. Esto es demasiado.
A ellos también les tocaron salivazos y pedradas, y su condición de hombres, desli-
gados al fin y al cabo de la familia Somoza, fue encontrando inconscientemente la
verdad respecto a nosotros, a través de todo el proceso. Oían las deliberaciones en
las audiencias, veían cómo las pruebas a favor de los acusados eran desechadas con
actitud aburrida por los jueces, se enteraban de todas las minucias del procedimiento
infame a que nos estaban sometiendo, y nos conocieron con esa intimidad que dan el

142
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

trato continuo y el acompañamiento obligado.


Eran hombres sencillos y honestos que habían sufrido como todos los nicaragüenses
la tiranía de los Somoza, pobres muchachos campesinos a quienes los oficiales más
elevados de la Dinastía tratan como a perros, impidiéndoles, a veces con argucias y
amenazas, hasta obtener una orden de baja.
El primer día que abandonamos la sala de audiencias del Campo de Marte, la muche-
dumbre pagada por los Somoza se desbordó en un histerismo que rayó en la locura.
Cuando fuimos conducidos nuevamente a la camioneta que nos había traído de la
cárcel, una oleada de gente se interpuso entre nosotros y el vehículo. Eran las seis de
la tarde, hacía calor y las luces de la ciudad bastante borrosas todavía, comenzaban a
iluminar los amplios patios del cuartel. Llovieron las piedras desde lejos, y los de la
chusma que alcanzaron a acercarse más a nosotros, hicieron lo posible por golpear-
nos con unos palos de que habían sido provistos.
Nos volvieron a escupir hasta que la puerta del vehículo nos cobijó con sus tapas de
acerado metal: arrancamos en medio de un espantoso frenesí y oímos hasta de lejos
los gritos con que se nos había recibido en la mañana:
–“¡Asesinos …!” “¡Bandidos…!” “¡Vamos a quemarles sus casas…!”
Nuestras mujeres que nos habían visto de lejos, desplazadas de su papel de compañe-
ras dignas por las prostitutas llevadas al local, estaban en la puerta, cansadas, pálidas,
con los ojos enrojecidos del llanto y el semblante desencajado por la vergüenza y
el sufrimiento. Sobre la noche pálida que comenzaba a cubrir el cielo de Managua,
agitaron sus pañuelos enviando un último mensaje de tristeza.
También a ellas se había extendido la venganza. Pero a ellas, ¿por qué?

143
Más que político, el caso
de Somoza frente a todo
su pueblo era personal,
porque personalmente había
perseguido y matado, sembrado
la semilla de un desenlace que
tenía irremediablemente que ser
también personal… como fue el
atentado que le costó la vida.

144
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXIV:
El expediente
E l expediente que entregaron a nuestros abogados era un legajo de casi quinientas
páginas a máquina, copiadas en mimeógrafo, que comenzaban con esta frase
escrita en mayúscula:
GUARDIA NACIONAL DE NICARAGUA. CUARTEL DEL QUINTO BATA-
LLÓN, GUARDIA NACIONAL, León, Nicaragua, 17 de octubre de 1956. (Sus ho-
jas divididas en capítulos marcados con letras del alfabeto, estaban numeradas así:

Primer Día
Mañana
1. La Corte se reunió a las 09:00 horas.
2. Presentes… (y luego la lista de los militares que integraban el tribunal).
3. El fiscal militar anunció que el sargento Hurtado R. Leonardo No. 8710, Guar-
dia Nacional, asumirá los deberes de estenógrafo.
4. El sargento Hurtado R. Leonardo No. 8710 Guardia Nacional, se presentó y
tomó asiento como tal.
5. El precepto u orden de reunión fue leído por el fiscal, cuyo original ha sido
prefijado a este registro con la marca “A”, y la corte acordó proceder en ple-
no tribunal.
Era una orden militar que daba la sensación de oscilar entre lo pueril y lo serio, un
método de acuerdo con el carácter sajón, generalmente detallista, y que, aplicado a
la realidad nicaragüense, solo representaba una fachada. Efectivamente, dentro de
las numeraciones que se iban sucediendo para tratar de ordenar las actuaciones de
la Corte, y las declaraciones de testigos y procesados, estaba palpitante la tragedia.
Abierta, amplia como la vida misma, acompañada de todas las pequeñeces que ro-
dean los sucesos trascendentales y que forman alrededor de ellos un escenario preci-
so y actual, se cubría con la formalidad estricta y seca de los números.
El expediente historiaba la muerte de Somoza, daba cuenta de sus últimos momen-
tos; recogía observaciones femeninas de la fiesta en que había perdido la vida un
hombre que gobernó 20 años su país; contaba el terror de los presentes al momento
de los disparos, y el servilismo de quienes lo acompañaban. Presentaba después la
historia de cada una de las tragedias particulares de los acusados por el magnicidio.
Frases mal dichas, narraciones contradictorias, rectificaciones, careos dramáticos, y
las decisiones de tal tribunal.
Revelaba el hálito mismo de la vida nicaragüense en un momento culminante, el pen-
samiento del jornalero estrechado por una investigación que sofocaba, la defensa del

145
hombre humilde a quien tomaban como sospechoso, simplemente porque comentó
con un amigo la muerte del dictador, o porque dijo que alguien se parecía a Rigoberto
López Pérez. La justificación de un militar que al ser preguntado sobre qué medidas
había tomado para asegurar el orden en la ciudad después del atentado dijo:
—Yo supe que había venido un telegrama tal como usted dice (telegrama ordenando
que se apresara a todos los opositores de la ciudad de León), y entonces procedí a
ello. Al primero que capturé fue a mi yerno Ramiro Gurdián…
Era la vida, con sus angustias y sus servilismos, traducida en preguntas y respuestas.

La fiesta
La fiesta en que estaba Somoza era alegre, y la entrada prácticamente libre, porque
vendían intransmisibles en una habitación contigua al edificio del Club de Obreros;
Somoza bailó con su esposa y después se instaló en el lugar que le tenían designado,
al centro de una extensa mesa…
El general estaba muy contento —dice un testigo— platicaba mucho, platicábamos
de política, de su programa de gobierno y de varias cosas más, de mi abuelo y de mi
abuela. Al rato llegó un obrero y lo saludó diciéndole:
—¡Hola general! — Dándole la mano fuertemente; entonces mi hermana dijo: —
Qué violencia, general… —Así son ellos… contestó él.
Habla una mujer, una mujer que recuerda la expresión al pie de la letra y que teje el
cuadro vivo de aquellos instantes con otro recuerdo parecido y femenino:
Después llegó —dice— una señora vestido floreado que usaba un prendedor de oro
con el nombre grabado de ella, pero no pude leerlo. Habló con el general diciéndole:
—Vengo temblando ante usted, y no sé qué más hablaron.
El dictador tenía un genio especial que lo hacía pasar de la pose paternalista y bo-
nachona a la terrible; a veces reía, y cuando estrechaba las manos de los obreros o
campesinos, procuraba ponerse en el carácter de buen abuelo, o viejo compadre. Pero
también era hombre de contestaciones fulminantes y de amenazas que se cumplían.
Por eso quizá la mujer del prendedor de oro le dijo: Vengo temblando ante usted…,
y después hablaron de negocios.
Somoza había llegado tarde a la fiesta, porque venía de otra que, en ocasión de su
nueva candidatura, le dieron en el Club Social. Sus programas en esa clase de giras
incluían diez o doce “agasajos”, como los llamaba siempre el periódico oficial.
Copas de champaña, cócteles, bailes, banquetes, y después del último banquete, otra
copa de champaña, o un nuevo coctail; era “fiestero” por excelencia y sus giras po-
líticas se agotaban en dos o tres discursos adornados con innumerables comilonas
organizadas “voluntariamente” por los empleados públicos, a quienes se exigía una
cuota bajo pena de perder el puesto si no la entregaban.
A la entrada de esta última fiesta había mucha gente. Yo me escapé de caer dice una
de las invitadas y sentí que alguien me agarraba por detrás, y era el coronel Somoza
(Luis), quien me dijo: —No tenga cuidado, negrita, que cae en buenas manos. Los
Somoza estaban contentos y el presidente, candidato vestido esa vez de civil, color

146
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

azul pálido, recibía las felicitaciones de sus amigos, y entre todas ellas, el regalo de
un hombre pobre: una funda de cuero para guardar pistolas.
—Esto es lo que me emociona —dijo— y casi fue lo último, porque un rato después,
mientras leía un periódico que le enseñaba el doctor Rafael Corrales Rojas, sonaron
los disparos… funda para pistolas y pistola desenfundada, extraño contrasentido de
una casualidad que tenía conexión íntima con su vida y con su muerte. Entre pistolas
había vivido y tenía que morir entre pistolas.

Los balazos
Rigoberto López Pérez vestía pantalón azul y camisa blanca. Su revólver 38 sonó
en el salón de la fiesta rítmico y seguro como una pequeña carga cerrada de tri-
quitraques.  Se oyeron unos triquitraques —dice un testigo—. El general sacudió
el periódico, se fue para atrás y dijo: ¡Ay Dios mío Y otro agrega: Me encontraba
platicando con el teniente coronel Humberto Cervantes, cuando bruscamente fue
interrumpida la conversación por estallidos como de cachinflines; inmediatamente
me volví para atrás y alcancé a ver a un hombre de pie frente al señor presidente, que
en ese momento todavía disparaba, me parece que con su mano izquierda apoyada
a la derecha.
Fue una escena rápida que se borró en el recuerdo de todos los presentes por la co-
rriente de sucesos instantáneos que la siguieron: primero los disparos de los escoltas
de Somoza, después el temor esparcido por toda la sala, las salpicaduras de sangre
en los ladrillos antes limpios y brillantes, y la confusión de todas las mentes. El caos.
A Somoza lo dejaron solo.
Yo fui a parar como a cuatro metros de la pared sur del edificio —dijo el alcalde de
León—; de allí! me volví donde ocurría la escena, y que todas las personas que es-
taban alrededor del señor presidente habían desaparecido. Se separaron de la mesa
antes deseada del banquete, por temor a que siguieran los disparos, o para evitar que
los escoltas armados de ametralladoras hicieran fuego sobre ellos, creyéndolos cóm-
plices en el atentado.
“Me has matado a mí, y has matado al general”, cuentan que gritó una señora a
quien las balas de los guardaespaldas del dictador dieron en un pie, y agrega: —Vi a
mi hermana que me dijo: Estás muerta. Yo solo daba gritos y nadie me hacía caso;
después llamé a mi marido, pero estaba con el señor presidente; pero alguien me
llevó afuera.
Luego del primer impulso dictado por una razón subconsciente que los impelía a sal-
var su propia vida, los amigos de Somoza regresaban al lugar en que estaba el herido.
Uno que todavía tenía su pistola en la mano, le palpó el pecho; otro gritaba que lo
rodearan para prestarle seguridades, y un tercero, también revólver en mano, salió a
la puerta para pedir una ambulancia y urgir la llegada de los médicos.
En la misma silla en que estaba sentado lo trasladaron a su automóvil y luego al
hospital, mientras el cuerpo de Rigoberto López era acribillado a balazos, ya cuando
estaba bien muerto.
De los otros heridos hay un pasaje que da una idea del terror y la confusión que rei-

147
naron en la fiesta. Está en una frase que el esposo de una estimable dama dijo a un di-
putado, propietario de una camioneta roja estacionada cerca del lugar de la tragedia:
—Llevá a mi mujer al Hospital, porque si no la llevás, te mato.

La política
En el expediente estaba descrita también a grandes rasgos la historia del teje y ma-
neje de la política nicaragüense en los últimos años de los Somoza; el servilismo
desenfrenado, el espíritu de represión que siempre animaba a los gobernantes contra
sus opositores, y la lucha de los paniaguados del tirano por quedar bien y hundir a
quienes les hacían sombra. La intriga, hasta en el momento mismo de la muerte de
Somoza, está viva en una respuesta que dio el alcalde de León, cuando le pregunta-
ron por el somocista doctor Corrales Rojas, a quien los investigadores querían hacer
aparecer como sospechoso:
Ha pasado por ser somocista decidido —dice— pero yo personalmente le había se-
ñalado al propio general Somoza en varias conversaciones tenidas con él, que si es
verdad que el periódico “El Cronista” alababa a la persona del señor presidente,
constantemente atacaba a la Alcaldía, la Departamento de Carreteras, a la Guardia
Nacional, y a todos los elementos del Gobierno, que en mi concepto necesitábamos
un periódico nuestro, para lo cual el general me había ofrecido ayuda…
Este testigo estaba haciendo el testamento del muerto. Destruyendo a su enemigo
dentro de la organización de poder que sucedía a Somoza y congraciándose con los
jueces que conocían la causa, que eran miembros de la Guardia Nacional, institución
a la cual, según el alcalde, atacaba al periodista. Era una maniobra como tantas otras,
una acción que de acuerdo con el conjunto general de todo el juicio demostraba cómo
la política y la venganza privaban allí sobre la justicia.
¿Y cómo se hacía política…?
El oficial que estaba de guardia en el cuartel de León cuando los acontecimientos, lo
dice claramente:
—¿Puede decirme si vio usted en el cuartel al comandante Departamental el día 21
de septiembre…?
R.— Lo vi cuando el general Somoza venia del apartamiento donde estaba alojado
hacia el Teatro González; él venía adelante con el general. Más tarde, a eso de las
13 horas, antes que terminara la convención, se apareció en un camión de coca—
cola con el objeto de que fueran repartidas a los manifestantes. El jefe de la fuerza
pública repartiendo coca—cola…
Así era siempre: la fuerza pública (apolítica conforme a la Constitución del país), era
la que repartía los refrescos y aún el alcohol consumido por los manifestantes que
llegaban a vitorear al eterno candidato.
El mismo oficial de guardia dijo también recordar que la noche del atentado se reci-
bió de Managua un telegrama de Anastasio Somoza Debayle, ordenando la captura
de todos los opositores del departamento de León. Telegramas similares cruzaron al
mismo tiempo otras partes del territorio nacional, y mientras Somoza herido era tras-

148
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

ladado en un helicóptero a la ciudad capital, las cárceles de la República repletaban


sus dependencias hasta llegar a la suma de 5 000 hombres.
La muerte de Somoza se utilizó desde el comienzo para poder consolidar los intere-
ses políticos de quienes podían sucederle en el mando.

Los humildes
En la fabulosa pesca de gente cayeron grandes y pequeños, ricos y pobres, viejos y
jóvenes.
La sencillez de muchos de ellos dejó en el expediente una prueba de cómo actuaba
el tribunal, aun en los momentos en que trabajaba prescindiendo de las declaraciones
sacadas con tortura.
Cristian Toruño se llama un hombre que dice haber ido a la plaza principal de León
a festejar, como se tituló allí, la enorme plataforma, rimbombante título dado por So-
moza a su último documento público; un discurso en el cual prometía nuevamente al
pueblo de Nicaragua lo que venía ofreciendo sin cumplir desde hacía 20 años. Toru-
ño festejó la plataforma, bebió alcohol en grandes cantidades, discutió sobre temas
musicales y se fue a su casa después de una interminable procesión de cantinas.
Al día siguiente le dieron la noticia del atentado contra Somoza y poco tiempo des-
pués lo llevaron al tribunal con el pretexto de que había dicho a un amigo que este se
parecía a Rigoberto López.
—¿Por qué lo dijo…?
La contestación fue clara y categórica: Porque se lo habían dicho.
—¿Quién se lo había dicho…?
—Un amigo.
—¿Conocía este a Rigoberto López…?
—No lo sé.
Y Toruño volvió a contar su historia y recordaba las cantinas en que había estado,
para concluir que ya tarde de la noche alguien lo dejó en su casa el 21 de septiembre.
—¿Quién lo acompañó a usted a su casa cuando se fue a acostar?
—José Jirón me dijo que él me había llevado en su jeep.
— ¿Cree usted que llegó solo a su casa…?
—No lo sé.
Y así centenares de historias como ésta; comentarios nacidos de la noticia del aten-
tado, deducciones comunicadas a los amigos se convertían en verdaderos embrollos
que mantuvieron durante toda la primera parte del proceso las cárceles llenas de
gente.
¿Cómo podía explicar el jefe de la comunidad indígena de Sutiaba una visita hecha a
los Somoza la tarde del 21…?
—Porque tenía dos años de estar luchando por la comunidad —contestó— y el ge-

149
neral Somoza nos había prometido una audiencia para ayudarnos.
—¿Puede decirnos en qué consiste la comunidad…? —preguntó la Corte
Contestó textualmente el testigo:
Sí, el primer terrateniente de Nicaragua, cuyas propiedades pasan de quinientas solo
en el departamento de Managua, había llevado su propaganda hasta el extremo de
hacer creer a los humildes miembros de una comunidad indígena que él era el origen
de su propiedad. Se hacía aparecer como regalando títulos que tenían cientos de años
de existir, y cuando sus paniaguados intentaban arrebatar las tierras a los miembros
de las comunidades que las ostentaban, él arreglaba el asunto… a veces.
Por eso había que visitarlo, que pedirle, que ir a los festivales dados en su honor, para
conseguir que sus voraces amigos o él mismo, dejaran siquiera un poco de tierra para
el pueblo.
Pero, ¡ay de los que llegaran a visitarlo el 21 de septiembre, porque éstos tenían
que explicar sus motivos, sus intenciones, justificar su posición de amigos del régi-
men…! Llegaban temblando como la mujer del prendedor de oro, y salieron de las
cárceles luego del atentado temblando también.
Los más afectados fueron los residentes del departamento de León, sometidos a la
sospecha de la autoridad desde el primer momento, encañonados en las calles de la
ciudad por la guardia presidencial, y llevados a un procedimiento de justicia en don-
de solo el aparato exterior de los tribunales era capaz de producir temor.
Así fue que dejaron allí constancia de la humildad de la familia de Rigoberto López
los vecinos de su casa, y cómo la Corte, tratando de buscar elementos que los pre-
sentaran como un hombre desequilibrado, o como un hombre lleno de vicios, se
encontró con el reverso de la medalla: Rigoberto no tenía novia, no tenía amante, y
no bebía.
Las preguntas de la Corte eran imperiosas y sin límite; sobre costumbres, acerca de
parentescos, sobre fechas concretas que se remontaban a varios años de distancia,
sobre relaciones sexuales… y siempre había que contestarlas.
¿Cómo fue posible el atentado…?
¿Qué medidas de seguridad se tomaron con la llegada del presidente…?
En el expediente constaba que se había cerrado la sucursal de un Banco, que se en-
viaron soldados de refuerzo a la plaza de León, que la Oficina de Seguridad había
mandado a sus sabuesos días antes a hacer toda clase de pesquisas. Señalaron a So-
moza los lugares donde podía ir y asientos en que debía sentarse, emplazaron ame-
tralladoras pesadas en los cuarteles, no se confiaron de los soldados acantonados en
el destacamento de León y ordenaron que fueran sustituidos por la guardia personal
de Somoza. El celo de los esbirros íntimos del dictador llegó al colmo de que, según
dijo a la Corte el propio comandante de la localidad: había echado a empujones, o
mejor dicho a culatazos, a un cabo de apellido Obando, que vigilaba a la gente que se
acercaba al presidente. El cabo conocía a todo el mundo en León… y quizá hubiera
visto a Rigoberto López antes de los disparos.
El sistema cesarista de Somoza contribuyó a causar su muerte, porque desconfiaba

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

hasta de los oficiales del Ejército que no vivían en las inmediaciones de su palacio;
sabía que la distancia aleja del corazón del hombre el temor y hace que ya sin este,
los ojos se abran a la verdad. Por eso cuando iba de viaje, llevaba sus propias escol-
tas, como también sus licores y sus cantineros. Nadie se acercaba a él sin que estos
perros de presa pudieran antes olfatearlo.
Pero el error estuvo en que a Rigoberto López Pérez no lo conocían y por eso les
resultó imposible levantarle la huella. Hombres fieles y conocedores del lugar, como
el que capturó a su propio yerno, fueron apartados; militares como el comandante
de la plaza en que ocurrió el atentado, fueron puestos a un lado por los científicos de
los Somoza, que habían aprendido del F.B.I. la técnica de seguridad personal de un
presidente, y la quisieron aplicar a la protección de un hombre que debía un centenar
de vidas y haciendas.
No era la solución. Más que político, el caso de Somoza frente a todo su pueblo era
personal, porque personalmente había perseguido y matado, sembrado la semilla de
un desenlace que tenía irremediablemente que ser también personal… como fue el
atentado que le costó la vida.
Si no se confiaba del Ejército, ¿cómo iba a confiar de su pueblo…?
Contra el designio de la Providencia, que por boca de Dios mismo escribió en las
páginas del tiempo la sentencia: “el que a hierro mata, a hierro muere”, no hay tecni-
cismos que valgan. En los pequeños detalles de la vida diaria que siempre rodean los
acontecimientos trascendentales, está clara esa conclusión.
En el expediente de la Corte, ella se ordena en preguntas numeradas con minuciosi-
dad sajona, y respuestas extraídas con una brutalidad primitiva, hija del temperamen-
to indohispano, tantas veces cruel y despiadado.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXV:
Frente a la muerte
D e la cárcel al Campo de Marte nos llevaban todos los días divididos en dos
grupos. Uno viajaba en un camión del Ejército cubierto con una capota de lona
que se levantaba con el viento, y otro era introducido en el asfixiante “chischil”, que
rodaba por la carretera haciendo rechinar toda su carrocería.
Cuando las audiencias terminaban, se desalojaba la sala en que estaba la “chusma”, un
rato después nos sacaban al patio del cuartel para subir, ya de regreso, a los vehículos.
A veces esperábamos bastante tiempo solos, sentados en las sillas de metal, frente a
nuestras mesitas verdes, mientras los soldados cubrían las puertas de entrada al salón y
el capitán preboste llamaba por teléfono a los choferes que tenían a su cargo el convoy.
Así estábamos una noche, sumidos en nuestras preocupaciones y pensamientos, co-
miendo algún cariñoso “sandwich” enviado por la familia y hablando del curso del
juicio, cuando en una de las puertas de la sala se escucharon varios ruidosos golpes.
El soldado que guardaba la entrada terció perezosamente su fusil cruzándolo sobre
el pecho, y se acercó despacio a la puerta. Pero esta se abrió de pronto con sus dos
hojas agitadas por un frenético impulso, como los marcos de una débil ventana, ce-
diendo ante la fuerza de un viento huracanado. Por la puerta entró un hombre alto,
fuerte, de pelo canoso y con dos brillantes estrellas de mayor del Ejército sobre una
chaqueta limpia y bien planchada; detrás de él, otro, vestido de kaki y camisa blanca.
Caminaron por una de las orillas de la sala mirando a los presos con ojos vidriosos y
ausentes; se deslizaron, por así decirlo, rozando las paredes cadenciosamente, con el
semblante pálido del que busca un encuentro.
Los escoltas se mantuvieron inmóviles, y mientras los murmullos de las pláticas de
los presos se cortaban, sonaron los pasos de los dos hombres acercándose al centro
de la sala. De pronto, el primero de ellos hizo un movimiento brusco de la mano ha-
cia el tahalí reluciente de su pistola, y al mismo tiempo que accionaba el arma para
montarla, produciendo un chasquido metálico y mortal en toda la sala, gritó:
—¡Te mato…! ¡Ahora sí te mato…!
Pero nadie se movió. Las facciones suaves de un muchacho que estaba sentado de-
lante de él y a quien iba dirigida la determinante amenaza, no dejaron entrever un
solo signo de temor. Incorporó la cabeza poco a poco, levantó los ojos con la tranqui-
lidad de quien espera la muerte desde hace tiempo, y miró al militar como abstraído.
El mayor del Ejército se llamaba Luis Ocón. El muchacho que estaba frente a él,
sentado en una sala de justicia que bien pudo servirle de original patíbulo, era Ed-
win Castro Rodríguez. El militar estaba ebrio y el muchacho tenía varios meses de
privaciones y sufrimientos; uno era alto, blanco, entrecano y había servido muchos
años de ayudante personal a Somoza; el otro era bajo, recio, y desde su más remota
infancia había sentido en su familia la persecución de la dictadura.

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El mayor levantó el arma y apuntó recto, el silencio en que estaba la sala se hizo más
profundo y mientras todos decían alguna callada oración, la voz de un hombre senta-
do junto al muchacho, murmuró:
—Pero mayor, ¿qué le pasa…?
Entonces el militar, como volviendo en sí, por un instante, con la mirada extraviada
por el alcohol y la mano en que sostenía la automática tambaleante y sin firmeza, dijo:
—No doctor, si no es con usted, doctor…
Y alejando sus ojos del doctor Enrique Lacayo Farfán, se volvió como un frenético
y loco hacia Castro. Levantó la pistola y comenzó a sacudirla sobre la cabeza del
muchacho con furia y con odio; cayó el arma una y otra vez dejando en su rítmico
martilleo regueros de sangre, y obligando a la víctima a buscar protección entre las
sillas de la sala; no corría, sino esquivaba los golpes.
No había en su cara pánico ni cólera; era la expresión de un hombre acorralado que
trata de hacer su defensa sin exponerse a un peligro mayor, sin provocar al que, ar-
mado frente a él y en presencia de toda una guarnición que conoce las insignias de su
uniforme, golpea impunemente sin decidirse todavía a matar.
Cuando el muchacho cayó al suelo jadeante y con los ojos altos, lleno de una digni-
dad y un valor que se traslucían con expresión natural en las facciones de su rostro,
el militar se volvió a su ayudante y volvió a gritar:
—¡Mi máquina, pásame mi máquina…!
Y forcejeó con su compañero un instante largo, medio minuto, quince segundos tal
vez, queriéndole arrancar el instrumento y explicando que con él nos iba a “barrer”
a todos. Gritaba desaforadamente, como poseído de un espasmo cruel y vengativo,
mencionando nombres propios de los demás que estábamos en la sala:
—Pedro Joaquín… Ausberto … Calderón … Pásame mi máquina, dámela, que voy
a barrerlos…
La ametralladora era reluciente y nueva, en su culata tenía una placa brillante de
metal con una inscripción, y por su vientre asomaba como diente mortal el magazine
repleto de balas. La cogían, uno del calibre y el otro del centro, en el momento en
que entró a la sala de audiencias de la Corte Militar el teniente Gabuardi, capitán
preboste, que respondía por la seguridad de los presos.
Hubo dos o tres palabras entre ellos y el mayor Ocón, ayudante del difunto dictador,
hijo adoptivo de él, según declaraba, y miembro del batallón presidencial, se fue por la
puerta del Campo de Marte rumbo a las cárceles de La Aviación, a reclamar más presos
para su venganza. Allí, en los amplios corredores del establecimiento penal, y antes de
que el comandante del sitio pudiera intervenir y desarmarlo, cogió a garrotazos al preso
político José María Avilés, dejándole exánime y sangrante sobre los ladrillos.
Castro no se quejó, y los demás desalojamos la sala siempre en dos grupos; uno en el
“chischil” y otro en el camión del Ejército, más silenciosos y tristes que nunca.
Al día siguiente, cuando la Corte abrió nuevamente sus sesiones y el abogado de
Castro preguntó al tribunal por qué no lo habían llevado a la sala, el fiscal militar,
teniente Agustín Torres Lazo, se levantó de su asiento para decir con una solemnidad

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

hueca y en tono desafiante:


—El acusado Edwin Castro Rodríguez, no puede comparecer a esta Corte por pres-
cripción médica.

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Somoza vivió en el Campo de
Marte y comenzó a crear en
su seno una casta militar de
oficiales y clases en que logró
asentar el poder de toda la
Dinastía

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXVI:
La cuna del poder
N uestras familias continuaban viéndonos solo de lejos. Día a día los ojerosos y
tristes rostros de esposas y madres se asomaban con timidez a las ventanas de
la sala de justicia del Campo de Marte, repleta de chusma. Un pañuelo blanco o una
mano saltaban de vez en cuando como un recuerdo del hogar, detalle maravilloso de
color y cariño, sobre los marcos que encuadraban los vidrios transparentes y claros
del recinto.
Mientras tanto, algunos oficiales repartían entre ellos propaganda somocista y re-
tratos del dictador fallecido, en un esfuerzo por extremar el escarnio sobre la mujer,
sobre la parte más débil y sentimental de cada familia, ofendida consciente y metódi-
camente por caballeros vestidos con los colores del uniforme nacional.
En los procesos y especialmente en el de 1954, al que me tocó asistir también como
acusado, había cierto maltrato y grosería para nuestras esposas, pero en una forma
esporádica, no sistemática. Al menos esa vez permitieron visitas y durante ellas los
presos éramos llevados a una glorieta del cuartel poblada de árboles y con unas ban-
cas de madera, modesto, pero digno mobiliario. Estaba rodeada, recuerdo, de cuatro
pequeños e inofensivos cañones que prestaron servicio en el Ejército antes de la ocu-
pación norteamericana y de la guerra de Sandino.
El Campo de Marte tenía su historia. Había sido residencia presidencial en una épo-
ca, arsenal principal de la República en otra; tenía cárceles ahora y alojaba los esta-
blecimientos de la Academia Militar y las oficinas del Estado Mayor.
Frente a sus puertas habían apresado a Sandino.
Sandino… muchos oficiales viejos de la Guardia y aun soldados ya pacíficos y con-
descendientes por la edad, lo recordaban sin cariño, pero con gran respeto. Se había
separado de las fuerzas revolucionarias del general José María Moncada cuando este
firmó un tratado con los interventores norteamericanos, para internarse en Las Sego-
vias y desarrollar una guerra de guerrillas que duró siete años.
Luchó contra destacamentos de fuerzas superiores, derribó aeroplanos, hizo embos-
cadas, atacó poblaciones, se escondió en las recónditas selvas nicaragüenses, encon-
tró lavaderos de oro casi vírgenes en los ríos del Norte y llamó a su grupo “Ejército
Defensor de la Soberanía Nacional”.
Cuando los guardias viejos del Campo de Marte y los escoltas que nos acompañaban
en la peregrinación de todas las audiencias se referían a los sandinistas, les decían
siempre despectivamente “los bandoleros” y contaban los encuentros en que habían
participado contra sus fuerzas siempre escasas y casi desarmadas, compuestas a ve-
ces por “chavalas” menores de edad.
–¿Es verdad que Ortez tiraba muy bien…?
–Nunca lo vi —contestaban secamente los sargentos, y agregaban: –A veces, —pero

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vi a Pedrón, a Umanzor, a Colindres. Un día les cogimos una sub—Thompson y unos
papeles viejos.
Fue entonces cuando la sub—Thompson y el rifle ametrallador Browning comenza-
ron a desplazar a los pequeños cañoncitos de montaña, que estos últimos entraron a
formar parte de los adornos del Campo de Marte.
Las armas nuevas fueron traídas por los norteamericanos para equipar con ellas a
la Guardia Nacional, comandada por oficiales de la Infantería de Marina que entre-
naron a los nicaragüenses, algunos de los cuales lograron hacer carrera, desde rasos
hasta coroneles. Gaitán, Davidson Blanco, Delgadillo, Monterrey… todos los que
ahora componían los cuadros superiores del Ejército, habían peleado en sus moceda-
des contra Sandino e integraban de vez en cuando los tribunales militares que usaba
Somoza para sus represiones, o dirigían sus principales comandos.
A Somoza lo sacaron de la vida civil y lo hicieron general porque hablaba inglés y
sabía manejarse con los yanquis… pero nunca peleó contra Sandino, al menos hasta
el día en que lo mató, luego de cogerlo prisionero precisamente frente a los portones
del Campo de Marte.
¡Y qué pelea!
Mandó que le tendieran un cordón, le pusieron varias sub—Thompson contra el au-
tomóvil, y cuando el guerrillero segoviano pidió una explicación, se burlaron de él y
lo enviaron por orden de Somoza a morir en los terrenos del campo aéreo de Mana-
gua. Venía de un banquete en que los dos se habían abrazado.
Con él barrieron a su hermano Sócrates y a otros más, entre los cuales estaba un niño,
pobre curioso, que se asomó sin querer a una de las ventanas trágicas de la historia
de Nicaragua y cuyo cadáver duerme en la misma fosa con César Augusto Sandino.
También desde el Campo de Marte se había planeado la caída del doctor Juan Bau-
tista Sacasa, cuando su sobrino el general Anastasio Somoza era jefe director de la
Guardia Nacional… simplemente porque era sobrino del presidente.
Desde ese cuartel comenzó a intrigar para levantar el Ejército contra el tío presidente,
y cuando llegaron a oídos de este último las noticias de lo que se planeaba, Somoza
le dijo que eran falsas, que eran calumnias.
¿Cómo voy a hacerle eso, tío Juan…?
Y lloró lágrimas abundantes jurando por ellas que su lealtad era completa y blanca,
lealtad de hombre, del soldado y de sobrino, le decía. Pero desde el Campo de Marte,
adornado con cañoncitos inservibles que recordaban glorias pasadas del Ejército de
Nicaragua, planeó el golpe que había de botarlo, al mismo tiempo que le ofrendaba
su fidelidad.
Lo botó y tampoco tuvo que pelear, porque el presidente, pacífico y suave, no pensó
jamás que su renuncia significaba la de todo el pueblo de Nicaragua a la libertad,
sino que tomó el asunto desde un punto de vista más personal y equívoco, diciendo
no estar dispuesto a ver que se derramara la sangre de un solo nicaragüense por la
persona del presidente.
Somoza vivió en el Campo de Marte y comenzó a crear en su seno una casta militar
de oficiales y clases en que logró asentar el poder de toda la Dinastía.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Destruyó las viejas tradiciones militares y aun las modernas ordenanzas implantadas
por los educadores de la Infantería de Marina, deshizo la jerarquía que es base de
la disciplina de todo Ejército y permitió con un control personalísimo de todos los
negocios y asuntos del instituto armado, que ni el más alto oficial se sintiera seguro,
cuando el más descolorido sargento pudiera entrar a la Casa Presidencial llevando la
buena tarjeta de presentación de una intriga o de una denuncia.
En sus años de “Gran Imperio”, que fueron también los últimos de su vida, desfila-
ban por la elegante barbería de su palacio de Tiscapa todas las capas jerárquicas del
Ejército para ser atendidas por igual; no es que fuera demócrata, sino que sabía usar
muy bien de este recurso para quebrantar la disciplina, cambiándola por la exclusiva
obediencia debida a su persona. Así era cómo un cabo podía hacer que el coronel de
su destacamento se sintiera inseguro, y el primer jefe de una plaza importante consi-
derara como enemigo a su segundo oficial.
Los hombres de la Guardia vieja, creados por así decirlo en el Campo de Marte,
fueron cayendo poco a poco, o no subieron nunca. Destituyó al coronel Monterrey
porque tuvo un lance de palabras con su hijo Anastasio Somoza Debayle; deshizo en
la jerarquía de poder del Ejército a todos los que le habían ayudado, pero podían de
algún modo hacerle sombra, y dejó bien organizada la máquina de su Dinastía para
que el día mismo de su muerte pudieran sus herederos deshacerse de los Gaitán, Del-
gadillo y Davidson Blanco.
La maquinaria que ellos habían visto funcionar triturando al pueblo de Nicaragua,
los cogió de un modo o de otro; a uno en un dedo, a otros de un pie, a más de alguno,
total, abrazadoramente.
En el ascenso de poder que siguió vertiginosamente adelante después de la muerte de
Sandino y la caída de Sacasa, abandonó también el Campo de Marte y se situó más
estratégicamente en la Loma de Tiscapa. Allí construyó su fortaleza, articuló en una
nueva modalidad el Ejército que le habían heredado los oficiales de Infantería de Ma-
rina, asentó la cabeza de su trono y murió en el pináculo de su poder, dejando a sus
dos hijos, Luis y Anastasio, la herencia política más grande que ha visto América y
uno de los poderes económicos más fuertes del continente; su modo de gobernar fue
una constante y clarísima ecuación que nadie ha logrado escribir en la vida de un país
americano; Ejército contra pueblo, Ejército contra Ejército y pueblo contra pueblo.
En medio de ella estaba su nepotismo familiar resistiendo todo el embate de la natu-
ral oposición al sistema, pero construyendo al mismo tiempo la base de la Dinastía.
Parte del poder político para un hijo, parte del poder militar para el otro, las relacio-
nes diplomáticas (factor de poder en nuestro continente) para su yerno, los minis-
terios claves para sus sobrinos, los grandes negocios para sus parientes, y todos los
oficiales del Ejército resumidos en la contestación que dio al comandante de León
cuando después de los disparos de López Pérez se acercó a decirle:
—Jefe, está herido…?
—Sí, hijo…
“Hijo”, así los trataba a todos, y como verdaderos hijos de dominio los mantenía siem-
pre al margen de leyes y ordenanzas militares… porque los padres no tienen por qué
usar de la ley con sus hijos. Había impuesto su tiránica paternidad hasta ese grado.

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Sandino, Umanzor, Colindres… habían caído en el Campo de Marte. Sacasa había
sido derrocado desde ese lugar. Abelardo Cuadra, un joven oficial rebelde que estuvo
a punto de levantar un día ese bastión y que perdió su batalla cuando lo supo Somoza,
fue a parar a una cárcel sentenciado a muerte; Gabriel Castillo, otro guardia nacional
que quiso botarlo; Báez Bone, Manrique Umaña, Carlos Ulises Gómez, José María
Tercero, generaciones enteras de hombres a quienes el terrible padre adoptivo no
convenció con sus lágrimas, pasaron por allí primero vistiendo los colores de la Aca-
demia Militar, y luego los trajes de presidiarios.
Somoza desarticuló el Ejército de Nicaragua al punto de que en su organización no
contaban los sueldos ni el rango; hubo durante su gobierno tenientes con escasa paga
de 500 córdobas (70 dólares) al mes, que hacían su agosto en puestos de importancia
volviéndose ricos con la aceptación de prebendas por juegos prohibidos o casas de
prostitución. Los tornaba adinerados o los hacía pobres con una palabra de su boca, y
jamás respetó el natural escalafón militar cuyo decreto fue autorizado por él mismo,
porque para ascender en la mayoría de los casos no se necesitaba capacidad ni tiempo
de servicio, sino ser incondicional y palaciego. Su hijo fue coronel antes de los 25
años, y siguiendo el ejemplo paterno se hizo general unos días después de la muerte
de su padre; su nieto Guillermo Anastasio Sevilla Somoza recibió un pergamino de
capitán de las reservas del Ejército el día de su bautizo; Somoza era caótico y amoral.
La Guardia Nacional se creó como un Ejército de estructura sólida y firme, pero con
la cabeza corrompida. Muchos de sus componentes fueron y siguen siendo personas
honorables y buenas, caballeros que han dado sus servicios a la patria generosamen-
te, y que han perecido como todo el pueblo de Nicaragua aplastados por una tiranía
múltiple, que usa para someterlos desde la necesidad económica hasta la crueldad
física y la presión moral.
Existe en ella un núcleo central de soldados profesionales que no se han corrompido,
hermanos por ideales y honradez de otros soldados también de la misma Guardia,
que dieron su vida combatiendo al tirano; pero los Somoza cuidan su rebaño de es-
birros y seleccionan siempre a quienes les sirven de mejor instrumento para tiranizar
a los demás.
En la Guardia Nacional hay dos clases de hombres: los nicaragüenses que visten sus
galones en nombre de la patria y los pandilleros cómplices de los Somoza, que roban
y asesinan junto con ellos. Desgraciadamente, estos últimos han sido colocados con
habilidad en los puestos principales, y no dejan respirar a los primeros.
En la pequeña glorieta del Campo de Marte, adornada de cañoncitos antiguos, no hubo
visita para los presos, durante el juicio que precedió a la consolidación de la Dinastía.
Entraban turbas de gentes pagadas por los hijos del dictador, y llegaban oficiales del
Ejército a repartir propaganda a las esposas de los enjuiciados, mientras aquéllas
luego de ser registradas en la puerta de entrada, corrían a asomarse por una pequeña
ventana de la sala de justicia, y rezaban llorando por sus deudos.
“Sala de Justicia” le llamaban al sitio que representaba, más que ningún otro, a la
gran ciudadela de la injusticia en que nació el poder de los Somoza, asentado en la
inmoralidad y el terror.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

En la Navidad de 1957, frente


a la injusticia de una represión
causada por el espíritu de
venganza, estábamos alejados
de esas escenas porque vivíamos
en el vientre mismo del poder
somocista.

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Capítulo XXVII:
Batalla por la verdad
H oracio Ruiz Solís se llama el muchacho. Es mayor de edad, casado, del domici-
lio de Managua y jefe de redacción del diario “La Prensa”.
Entre él y yo, más que un vínculo de trabajo existe amistad, ahondada por mi admi-
ración al hombre que se ha cultivado solo, lejos de colegios y universidades, hijo au-
téntico de su propio esfuerzo, luchando siempre contra el aplastante medio somocista
que ha negado la cultura al pobre.
El solo aprendió lenguas extranjeras, y sin ayuda de nadie llegó a perfeccionar su
estilo de periodista limpio y sencillo, sentimental pero sereno. Apoyado en su incan-
sable trabajo, formó un hogar y un porvenir.
No había universidades en Managua, porque Somoza suprimió la única desde el año
1944, cuando se levantó erguida y viril para denunciarlo como tirano y oponerse a
su reelección; no había escuelas nocturnas porque el Gobierno, temeroso de la cul-
tura del pueblo, siempre puso trabas para su fundación; pero el muchacho compraba
libros, preguntaba, indagaba por todas partes, y fue haciendo su propia cultura y lo-
grando una educación bien formada.
¿Por qué tenían los Somoza que meterse con él…?
Lo cogieron de su casa la noche misma del atentado; lo encerraron en la cárcel por
una buena cantidad de días, los torturaron como a tantos otros, lo deshicieron, y por
último lo obligaron a firmar una declaración de la cual se podía deducir perjuicio
para un amigo suyo.
El amigo era yo, el director del diario en que Horacio trabajaba como jefe de re-
dacción, su compañero de tertulias y consultas, el padrino de su hijita. Exprimieron
el cerebro de Horacio en una horrorosa operación de alquimia psicológica y física
dentro del “Cuarto de Costura” de la Casa Presidencial, hasta hacerlo caer como el
de tantos en la inconsciencia y la locura. Pero los crímenes nunca son perfectos y
siempre dejan una huella abierta, una puerta pequeña pero segura por donde salta la
verdad denunciante y firme, como una espada vengadora.
Después de hacer decir a Horacio que yo había recibido la visita de Ausberto Narváez
(quien supo del atentado diez días antes de consumarse) lo pusieron en libertad es-
trujado y triste. Pero entonces él contó lo ocurrido; narró los sufrimientos padecidos
en el “Cuarto de Costura” y encontró con la ayuda de personas amigas la evidencia
documental de que su dicho extraído a la fuerza jamás podía ser cierto.
Esa evidencia constaba en un número de “La Prensa”, en el cual se refería la visita de
Ausberto muchos meses antes del atentado.
¿Qué podían hacer los Somoza ante esa circunstancia…?
La justicia normal rectifica, el hombre decente que busca la verdad acepta el error,

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

el juez que no pierde de vista la sagrada misión que tiene de esclarecer las cosas,
concluye su investigación. Pero los que habían prostituido la justicia hasta el punto
de hacerla instrumento de su propia venganza personal, y que estrujaban la dignidad
del hombre con tal de no aceptar la comisión de un error, no podía dejar las cosas así.
Horacio volvió a la cárcel, donde fue conminado severamente a que mantuviera lo
dicho por la fuerza la primera vez, aun a pesar de que la verdad constaba en un testi-
monio escrito, apoyado en el cual había ahora una valiente rectificación. Volvió a las
celdas de “La Aviación” solitario y triste, y comenzó a padecer nuevamente la fuerza
brutal de los tiranos, encaminada a violentar su conciencia y a empequeñecer su alma
grande de hombre luchador por una existencia digna.
La batalla por la verdad fue larga y dura, pero tuvo su desenlace cuando Horacio,
llamado nuevamente al juicio por mi abogado defensor, fue presentado por quienes
lo encarcelaron para acallar su conciencia.
Llegó una noche a la sala de audiencia de la Corte Militar, de cuerpo pequeño y del-
gado, con el semblante pálido. Se sentó fijando los ojos en la mesa que servía para
declarar a los testigos, y asió con manos trémulas el micrófono que estaba trasladan-
do sus palabras hasta donde se hallaba Anastasio Somoza Debayle.
Habló pausadamente, mientras las ventanas de la sala de justicia dejaban asomar los
rostros de Óscar Morales y Lázaro García, rostros agrios y duros de los torturadores
que llegaban como una extraña cita, a ver también el desenlace de su criminal trabajo:
Horacio dijo:
Es verdad que yo declaré antes eso que consta en el expediente; pero estaba enfermo
y nervioso… los continuos días de angustia y de padecimientos trastornaron mi men-
te, yo dije efectivamente que el doctor Chamorro había recibido la visita de Narváez
en los diez días anteriores al atentado, pero eso no es cierto, y puedo probarlo. Con
los números del diario “La Prensa” se demuestra la verdad de lo ocurrido y se escla-
rece mi equivocación debida a los nervios, a mis condiciones físicas debilitadas…
El muchacho batallaba duramente contra el sudor y contra las agudas miradas de los
acusadores; no podía decir que lo habían torturado, porque allí estaban los torturado-
res; no podía descubrir la intimidad y el horror de los padecimientos que lo llevaron
a su primitiva declaración, porque ellos significaba hundirse él mismo y hundir a los
otros; escogió con un valor digno de toso encomio el único camino que podía esco-
ger. Acusarse él mismo, para salvarse y salvar a los demás; hablar de la natural debi-
lidad de su cuerpo para establecer la inmensa fortaleza de su alma. Fue un discurso
enorme y sereno que casi levantó de sus asientos a todos los presentes y que no fue
obstaculizado una sola vez por la chusma que presenciaba la audiencia.
No pudieron contra él, porque sabía bien lo que se estaba jugando al decir la verdad;
y la dijo de tal modo, que no provocó ira, sino la admiración de quienes lo habían
destruido.
Hace tiempo siguió Horacio que esperaba esta oportunidad, porque la situación a que
me había inducido el estado de nervios en que estuve, me tenía todavía más nervioso
y enfermo.
Sus ojos bajos y tristes permanecieron todo el tiempo clavados en la mesa; sus manos

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siempre asidas al micrófono y su cuerpo inclinado hacia delante; cuando terminó,
triunfante de quienes pretendieron torcer a la fuerza el camino honesto de su vida, un
suspiro de alivio y satisfacción se levantó de su pecho cansado, de muchacho lucha-
dor, de hombre que busca desde niño la vida digna en las fuentes del propio esfuerzo;
y volvió a la cárcel…
Anastasio Somoza Debayle comentó con sus íntimos después de oír la escena, trans-
mitida hasta los salones de su palacio:
Ahora va a podrirse en la cárcel, por perjurio…
¿Qué otra cosa podía decir…? ¿Qué otra interpretación de una acción buena, noble
y valiente podía dar este hombre que pasó una vez 12 horas completas enterrando un
alfiler torturante en las espaldas de Julio García…?
La justicia somocista tenía que funcionar bajo el signo de ese criterio, porque era
una justicia vengadora, avasallante y podrida. ¿No sabía todo el mundo que por obra
de las cortes civiles nicaragüenses bajo el régimen de Somoza salían de la cárcel los
asesinos, a veces sin juicio…?
Cortes al mejor postor, magistrados que fallaban (como los de la ciudad de Masaya),
a favor de quien les pagara más dinero. Jueces como el doctor Manuel Escobar, en
ese mismo tribunal de apelaciones, que pedía a los clientes dinero o ayuda en espe-
cie como whisky para “facilitar” su trabajo. ¿No era acaso ese sistema de constante
prevaricato y de perjurio el que prevalecía en todos los órdenes de la vida judicial
somocista…?
¿Por qué no iba a llamar Anastasio Somoza Debayle “perjuro” a un hombre honrado
que estaba deshaciendo las intrigas, nacidas en la sala de torturas de su palacio…?
Perjuro le llamó, pero el muchacho salvó su dignidad y su espíritu diciendo la verdad
que los esbirros de la familia Somoza querían a todo trance tergiversar para hundir
en su venganza a los inocentes.
Hubo también otro que a mí me tocó de cerca. Se llamaba Clemente Guido: era es-
tudiante de medicina y se le obligó a decir que yo estaba al tanto del atentado contra
el general Somoza.
En el expediente constaba su declaración:
P.—¿Quién le comunicó a usted en la república de El Salvador, que se llevaría a cabo
un atentado contra la persona del señor presidente de la República de Nicaragua…?
R.— Me lo comunicó Augusto Miranda Montes en presencia de un señor propietario
del salón Gamboa.
P.— ¿Con qué objeto le comunicó a usted el señor Miranda Montes que se llevaría a
cabo el atentado…?
R.— Lo que él quería es que yo fuera una especie de correo y que trajera instruccio-
nes para los jefes de oposición; quería que fuera una especie de notificador.
P.— ¿Comunicó usted esta información al doctor Pedro Joaquín Chamorro…?
R.— Sí señor.
P.— Diga qué le contestó el doctor Pedro Joaquín Chamorro.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

R.— Expresó el doctor Chamorro que hicieran lo que quisieran, que él cooperaría, y
que se iba a poner en contacto con ellos.
Durante el tiempo en que Clemente Guido rindió esta declaración, estuvo convivien-
do en una de las jaulas del jardín de los leones con una pantera. Una pantera negra co-
gida en las montañas nicaragüenses que llamó una vez la atención de los fotógrafos
de la revista “Life”, quienes la fotografiaron todavía pequeña, jugando en la puerta
de su jaula con Somoza.
Guido estuvo allí varias semanas en compañía de Julio Velázquez, y al cabo de un
tiempo fue puesto en libertad condicional, bajo requerimiento de ir nuevamente a
tribunal si era llamado, a repetir lo que había dicho a la fuerza.
Pero no lo hizo.
Pudo más su hombría de muchacho joven y con carácter, que la presión ejercida por
quienes lo obligaron a mentir en una declaración que complicaba a muchas personas,
al general Emiliano Chamorro, a Pablo Antonio Cuadra, a Hernán Robleto Zelaya,
cuyo único delito era ser hijo del periodista nicaragüense exilado Hernán Robleto.
Guido fue citado nuevamente al tribunal por nosotros; ocupó la silla de los testigos
y contestó rápidamente sin que los acusadores tuvieran tiempo siquiera para analizar
lo sucedido.
¿Conoce usted le preguntó mi abogado defensor al doctor Pedro Joaquín Chamorro…?
Sí dijo él con voz fuerte lo conozco bien.
Y entonces, mientras los fiscales sonreían dando a entender que habían ganado la
batalla, seguro de que la mentira sería mantenida, el muchacho agregó mirando a
todos los acusados:
Lo conozco porque lo he visto retratado en los periódicos, pero jamás en mi vida he
hablado con él.
Es suficiente cortó secamente mi abogado y la sala quedó sumida por un instante en
ese silencio de expectación que causa lo imprevisto, porque los Somoza habían hil-
vanado su madeja y esta volvía a romperse.
El fiscal militar encendió un cigarrillo. Entre él y sus compañeros hubo una rápida
consulta, revisaron el expediente, hicieron notas, y volvieron a preguntar al mucha-
cho, pero este contestó inflexible:
—Ya dije que nunca en mi vida he hablado con él.
El presidente de la Corte tocó el timbre y notificó al testigo que podía retirarse.
La historia de las declaraciones arrancadas con tortura y de las mentiras con que se
había tejido un juicio entero para colmar una venganza, contaba con un nuevo capí-
tulo demostrativo.
Los crímenes nunca son perfectos y siempre existen hombres que a pesar de sentir su
cuerpo pereciendo en el dolor, levantan el espíritu para dar testimonio de la verdad,
aun sobre las brasas de la tortura.

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166
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXVIII:
Los delincuentes
L a Corte terminó sus labores un día en que los jueces llegaron vestidos de gala y
la “chusma” pagada para insultar a los acusados llenó con más entusiasmo que
nunca la sala de audiencia.
El fiscal militar levantó su voz hueca y llena de falsa solemnidad en nombre de la
verdad, de Cristo y de la justicia; los detenidos hicimos declaraciones públicas en
nuestro favor interrumpidos por resonantes gritos y los abogados concluyeron sus
discursos, valientes, trémulos y desafiantes.
A uno de ellos, el doctor Salvador Buitrago Aja, le dieron una pedrada en la cabeza y
una puñalada en la espalda; a otro, el doctor Enrique Cerda, un golpe en un hombro;
se multiplicaron los gritos, se aumentaron los centinelas y cerca de las doce de la
noche el presidente del tribunal, solemne y fríamente, hizo funcionar su timbre para
declarar cerrada la audiencia y concluida la primera parte del juicio.
Conforme a los reglamentos del Ejército de Nicaragua, el veredicto de la Corte no
debería ser notificado, simplemente después de esos remedos de proceso, pasan días
y hasta meses enteros sin que los acusados sepan nada, sumidos en la incomunicación
más completa. Cuando los verdaderos jueces (que son los Somoza) han dispuesto
qué van a hacer con los acusados, instalan el nuevo escenario, nombran un Consejo
de Guerra y envían al fiscal militar a hacer las notificaciones del caso.
Por eso fue que después de concluidas las labores de la Corte Militar de investiga-
ción, los presos retomamos al silencio de nuestras celdas.
Allí nos llegó la Navidad.
La Navidad amarga, del que recuerda sin ver. Debe de ser la Navidad del preso in-
comunicado como la del hombre que ha perdido la vista. Oscura, callada, esperando
siempre los regalos que no llegan y recordando el pasado. Oyendo villancicos imagi-
narios, sintiendo el olor de las iglesias pobladas de gente, y esperando la ropa nueva
para gozar ese raro deleite del tacto, con lo que se estrena.
Era mi segunda Navidad en la cárcel y advertí a los compañeros más novatos:
—Cualquier día pueden dejar entrar algo que venga de la casa, menos hoy…
—¿Por qué…?
—Porque así son ellos, simplemente.
Y efectivamente sucedió de ese modo. Nuestras familias enviaron regalos, mandaron
canastas humildes o ricas con pavos y dulces, quisieron romper las puertas de la cár-
cel con frutas navideñas, con tarjetas y adornos; pero no llegó nada.
Para ese tiempo los guardianes se habían humanizado hasta el extremo de permitir-
nos algunas horas fuera de la incomunicación normal que el régimen ordenado por

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los Somoza prescribía, y como veían nuestra angustia natural en espera de algo, lle-
gaban a vernos y a darnos esperanzas:
—Tal vez más tarde, muchachos, esperen un ratito más…
Pero no llegó nada porque en las oficinas de la Comandancia General que está situa-
da en el propio palacio de Tiscapa, los altos oficiales detuvieron todo; lo botaron o se
lo comieron… Fue un robo cruel y vergonzoso.
Yo recordaba mi otra Navidad en la cárcel; en otro establecimiento penal más huma-
no y más alejado también del Palacio Presidencial, que se llama “La Aviación”.
Allí sí habíamos comido pavo el año de 1954, y tuvimos también una pequeña fiesta
a la que se asomaron algunos delincuentes comunes.
Maximón, se llamaba uno; el Chompipe, decían a otro; Zoropeta… “chavalos” vagos
que vivían presos y que pasaban frente a nuestras celdas reclamando en nombre de la
amistad que da la desgracia algún sobrón de lo que nos enviaban de nuestras casas.
Zoropeta era ratero, y el 24 de diciembre en la noche de Navidad lo llamó hasta la
puerta de nuestra celda el doctor Emilio Álvarez Montalván para decirle:
—Zoropeta, ¿por qué robas…? ¿No te das cuenta que es mejor trabajar…? Si te hu-
bieras portado bien, estarías en tu casa…
—¡Ah doctor este… —le contestó Zoropeta—. ¿Cuándo voy a ganar lo que puedo
“alzarme” si me llevo un cajón de cigarrillos…?
Esa vez estábamos presos por los acontecimientos de abril, fecha en que pasaron mu-
chas cosas, entre otras el descubrimiento hecho por Somoza de un archivo privado y
secreto que tema en su poder el expresidente de Nicaragua don Adolfo Díaz.
Allí se encontró un expediente en que Somoza era enjuiciado por falsificación de
monedas allá por los años de 1925, cuando gobernaba el país don Diego Manuel
Chamorro. Junto con él, los detectives del dictador hallaron otros documentos que
sirvieron a este para publicar un libro que se llama Recuerdo de un pasado que siem-
pre es de actualidad… pero desde luego, omitieron el expediente levantado por fal-
sificación de monedas.
Él historiaba un juicio corto y rápido. Se le “echó tierra”, como dicen en Nicaragua,
porque el presidente de la República quiso hacer un favor al padre de Somoza, don
Anastasio, un hombre honrado y bueno, y a la familia Debayle, con quien estaba em-
parentado por matrimonio del dictador. Había declaraciones y pruebas, la falsifica-
ción de monedas era evidente; pero en la sociedad de aquella época tenía más valor el
respeto al nombre de los amigos y a la dignidad de una familia entera, que la urgencia
de castigar a uno de sus miembros. Por eso se salvó Somoza… y desde allí arrancó
su historia; su larguísima historia de constructor de capitales a costillas del bienestar
y la propiedad ajenos. Su amistad con los delincuentes, a quienes trató más de una
vez como compañeros, o al menos como eficientes colaboradores de sus empresas.
El mismo Maximón, y también el Chompipe, a quienes nosotros conocimos en la
cárcel durante la temporada de 1954—1955, cayeron en esta línea. Porque esa vez,
y poco después de pasada la Navidad, cuando Somoza decidió invadir Costa Rica,
Maximón y el Chompipe fueron a la guerra como expedicionarios de las fuerzas

168
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

“libertadoras costarricenses”, organizadas por los Somoza en los cuarteles del Coyo-
tepe.
En las cárceles de “La Aviación” se hizo la recluta. Nosotros vimos salir de allí ver-
daderos contingentes de maleantes, mucho de ellos condenados por un jurado y otros
por decisión de la Comandancia General; les daban un pantalón kaki, unos cuantos
pesos y los montaban en los camiones del Ejército de Nicaragua para ir a combatir
en “El Amo” y “Santa Rosa” a las órdenes de Teodoro Picado hijo, compañero de
Anastasio Somoza Debayle en la academia militar de West Point, Estados Unidos.
Allí murió el Chompipe en una escena que nos contó, ya de regreso, otro delincuente
a quien llamaban Pasitos…
Manos arriba le dije yo por broma, te tiro… y se me fue el dedo. La bala dio en el
estómago del Chompipe, y a Pasitos le hicieron un Consejo de Guerra sumario, des-
pués del cual volvió a su medio natural… la cárcel.
El ambiente de Somoza durante su primera juventud, fue agitado y difícil. Jugaba
“taba” en el parque San Marcos, era gallero y bebedor, después del caso de la falsifi-
cación de monedas juró llorando corregirse para obtener el perdón, y lo obtuvo, pero
no se corrigió nunca.
Ya en la Presidencia mantenía, como una manifestación de su múltiple dominio tirá-
nico sobre el país, abierto los casinos de juegos prohibidos. Con una parte del pro-
ducto ilegal que se obtenía de ellos pagaba a los oficiales de su Ejército más fieles; y
con otra engrosaba su propia bolsa; era en el fondo un hombre incansable de alegrías
y placeres, los cuales barajaba en una personalidad graciosa, para hacer una imagen
perfecta de ese viejo y atrofiado caudillaje criollo americano. Jugaba, reía, y bebía,
dejaba jugar, beber y reír, y su personalidad alegre y simuladora se servía de todos los
vicios para gobernar, aplicando las reglas del juego a los negocios y el poder.
Se enteraba de todos los pormenores de esta pequeña banca del azar y sabía cuántas
ruletas o mesas de dados explotaban sus subordinados en los más remotos pueblos
del país.
Las cárceles mismas, cuando no eran las situadas en el propio Palacio Presidencial
(sagrados recintos de su poder manejados con el llavero de su bolsa), eran una fuente
inmisericorde de explotación.
En “La Aviación”, por ejemplo, el comandante Pablo Rivas ordenaba todos los sába-
dos una patrulla que llamaba cínicamente de “los nacatamales” (como diciendo que
le producía la comida) y hacía prender con ella a varias decenas de ciudadanos que
transitaban por los alrededores, para arrancarles el dinero que tenían encima.
Los ponían a todos en una celda que se preparaba con anticipación, calabozo al cual
llamábamos nosotros “La Alcancía”, porque iba recogiendo desde las primeras horas
de la tarde del sábado hasta las últimas del domingo, a los que pagaban en ella, con
dinero o en especie (ropa y zapatos), lo que el comandante exigía para dejarlos en
libertad.
Pablo Rivas era como Zoropeta, el pequeño delincuente que prefería robar un cajón
de cigarrillos a trabajar, y Somoza era un aliado constante y un ejemplo eterno de
esta clase de abusos.

169
¿Es que acaso no abusaba él también…?
¿No compraba propiedades a la fuerza…? ¿No había organizado las grandes compa-
ñías como el monopolio del cemento con la “ayuda” del Estado…?
Cuando a él le gustaba una finca, sus abogados llegaban en solicitud de venta ante el
dueño, y si este se oponía, le advertían claramente que de un modo u otro tenía que
cederla. Al arzobispo de Managua le compró un diamante que una generosa dama
había donado a la Iglesia; y le pagó después una suma menor que la pactada; en 1944
adquirió en una operación fabulosa los bienes de la firma alemana Julio Balhcke,
intervenida por el Estado con motivo de la guerra mundial.
Fue muy simple:
Llegó el coronel Camilo González con una valija llena de billetes y un soldado ar-
mado de ametralladora a “pujar” al juzgado. Nadie dio más de lo que quiso dar el
general… y las fincas, extensos cafetales, grandes porciones de tierras aledañas a
Managua y potreros magníficos para ganado, pasaron a sus manos por una cantidad
irrisoria de dinero.
Somoza corría atrás de las monedas con ese afán febril del jugador empedernido;
pero jugaba siempre con las cartas marcadas y no permitía que alguien se le adelan-
tara.
Al final de sus días no había una sola actividad mercantil de Nicaragua que no es-
tuviera dominada por su capital; periódicos, emisoras, café, ganado, cemento, oro,
plata, petróleo, compañías de aviación, marina mercante, establecimientos comer-
ciales, edificios, casas residenciales, caña de azúcar, importaciones y exportaciones,
bancos, acciones, etc. Su enorme capital obraba siempre como un monstruoso punto
de apoyo para su tiranía, producía alcohol, permitía los juegos prohibidos, recibía
participaciones ilícitas por dejar existir los monopolios, era el único exportador de
ganado, el cual compraba a los productores del país a bordo, y vendía a los importa-
dores extranjeros a bordo también; las empresas del Estado pagaban sus planillas de
fincas y no entraba la renta debida a sus innumerables entradas, a la tesorería de la
nación. Además de eso, tenía sueldos por concepto de presidente, de jefe director del
Ejército, de gerente general del ferrocarril, y de un sinnúmero de puestos más.
Era aficionado también a los caballos de carrera, y para lucir los colores de su cuadra
de pura sangre importados, mandó construir un hipódromo en las costas del lago de
Managua.
El asunto fue fácil: la Junta de Asistencia Social declaró que el hipódromo era un
gran negocio y sufragó su edificación con los dineros de todos los indigentes de Ni-
caragua.
Al cabo de dos años una crecida violenta del lago arrasó las construcciones y terminó
con el hipódromo que siempre dio pérdidas, pero que sirvió de lujo y alegría durante
los últimos años de su vida.
Los delincuentes que fueron a la guerra con Costa Rica salían en manadas de “La
Aviación”, gritando con alegría que iban a “cargarse” allende la frontera, la movili-
zación de la cárcel fue tan completa, que después de ausentarse “el Ejército”, quedó
sumida en el silencio.

170
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Eran los hijos del régimen mismo de Somoza los que iban a defender sus intereses
en una de las operaciones más vergonzosas, pero más lógicas de la historia de Nica-
ragua.
Allí, en las cárceles donde los presos políticos estábamos sometidos a un régimen
mucho más duro que esos mismos delincuentes comunes, vecinos nuestros pero con
más libertad de acción, se escucharon con verdadero entusiasmo los gritos que en las
calles de Managua apenas podía producir la dictadura:
—¡Viva Somoooooozaaaaaa…!
De ese modo gritaba durante los primeros meses del año de 1955 la parte nicara-
güense del “Ejército Libertador de Costa Rica” y no podía gritar de otro, porque iba
efectivamente a la defensa del ideal somocista, que es la delincuencia organizada y
apoyada en la fuerza militar.
Testigos de ello fueron varias decenas de presos políticos, entre los cuales se cuentan
personas de verdadero relieve en Nicaragua, médicos especialistas, abogados, agri-
cultores bien conocidos y hombres humildes y honestos del pueblo.
En la Navidad de 1957, frente a la injusticia de una represión causada por el espíritu
de venganza, estábamos alejados de esas escenas porque vivíamos en el vientre mis-
mo del poder somocista; en la agitación de los instrumentos militares, que aunados
con ese espíritu caótico y arbitrario capaz de reclutar criminales para una empresa,
nos presentaba ante el pueblo por la fuerza bruta de las armas como criminales.
Era la consecuencia natural del sistema, o mejor dicho su paradójica formación, que
había invertido la tabla de valores morales de la vida espiritual del país, para volver
negro lo blanco, y viceversa.
La Navidad y los días que siguieron hasta la nueva notificación del fiscal, en que se
anunció la integración del Consejo de Guerra, fueron iguales a los días de un ciego.
Sin luz y sin horizontes.
Una mañana nos llamaron para enfrentarnos nuevamente al sol del patio. Allí el fis-
cal militar nos leyó un extenso documento en que resultábamos todos los presentes
remitidos a un Consejo de Guerra que nos iba a juzgar por los delitos de asesinato
en la persona del presidente Somoza, rebelión contra el Gobierno de la República y
atentado contra la autoridad.
—¿Y las pruebas, de qué sirvieron las pruebas…? —preguntamos.
El fiscal levantó los hombros despectivamente y dijo: —Ustedes comprenden que
esta no es cosa mía.

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Rigoberto López Pérez sabía
que iba a morir; tejió su drama
solo y fue solo hasta el final.
Sin embargo, no lo hizo por
interés, por lucro, no por
exhibicionismo.

172
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXIX:
“Realito” juez
E ra mayor del Ejército y se llamaba Arnoldo García.
Tenía un lejano, pero nunca desmentido parentesco con los Somoza, y le decían
de apodo “Realito”, diminutivo de “real”, unidad monetaria hispanoamericana. Ma-
nejaba las oficinas de Migración de Nicaragua, y fuera de eso sus oficios principales
eran: la importación de bailarinas de mala reputación, la explotación de cantinas con
juegos prohibidos, la promoción de encuentros de boxeo o béisbol y el financiamien-
to de algún espectáculo público de dudosa calidad moral.
En el extremo izquierdo de la mesa del Consejo de Guerra, en la cual estaban senta-
dos seis oficiales más del Ejército, se sentó “Realito” en calidad de juez.
Bajo, grueso, casi calvo, ostentando en la ·mano un anillo vulgar con piedra roja, que
daba tono a sus oficios, miró con expresión aburrida a los acusados que entraban en
la sala del Consejo.
Junto a él estaba Roberto Martínez Lacayo, hombre de la vida civil que debía sus ga-
lones de coronel a las circunstancias de haber si do durante la juventud amigo íntimo
de Somoza. Grueso y con el cabello totalmente blanco, dedicó su tiempo durante las
audiencias de la Corte Militar a ofender a los familiares de los presos, negándoles la
cortesía debida a su sexo y alentando a la chusma para que las molestara.
Después había cinco más: el presidente del Tribunal que era el coronel Matamoros,
el mayor Román, el coronel Reyes Ruiz, un capitán de apellido Mena, apodado por
sus compañeros “El Tigre”, y un joven teniente, serio y minúsculo.
Era la nueva fachada que habían preparado los Somoza para dar remate a su gran
obra judicial, digno pináculo de la destrucción consumada en todas las instituciones
cívicas del país.
¡“Realito” juez…!
Antes había ocupado el sillón de la Corte Militar Pablo Rivas, el hombre que mató a
garrotazos a una perra parida con todos sus cachorros, que asesinó en las cárceles a
don Ramón, y que dejó morir a un preso sin darle atención médica. Ahora se senta-
ban en el mismo sitio para impartir justicia “Realito” y Roberto Martínez. Nicaragua
estaba desquiciada…
La corrupción general del pueblo, lograda poco a poco por el régimen de Somoza,
tenía este remate espectacular y definitivo en el momento culminante del proceso
sustanciado con motivo de la muerte del dictador.
Él había terminado con la justicia y con todas las instituciones autónomas del país.
De su mano habían salido los decretos anulando los tribunales civiles, que aunque
corrompidos en el noventa por ciento de los casos, no tenían punto de comparación
en cuanto a la personalidad de los jueces con los Consejos de Guerra hechos a base

173
de militares adictos, cuyos galones eran producto del parentesco, la amistad o el ne-
gocio.
Por eso nada tenía de raro que a la hora de integrarse el Tribunal que iba a conocer las
causas de la muerte de Somoza, lo formara hombres como “Realito”. Era una prueba
más de la dura burla que el destino estaba jugando a la memoria del dictador, cuyo
nombre era mencionado en el Consejo de Guerra por los fiscales militares para reci-
bir estruendosas ovaciones que salían únicamente de la boca de una chusma pagada
por sus hijos.
La dignidad del tribunal estaba encarnada en la historia de sus componentes, que era
la misma de Somoza. “Realito” lo había acompañado durante toda su epopeya de
poder, había presenciado junto con él los golpes de Estado por el dictador, había sido
el cómplice perfecto y hasta su socio en algunos negocios, en los fabulosos negocios
de Somoza que se extendían corno un cáncer lleno de innumerables raíces por el
territorio nacional.
Una vez “Realito” tuvo su noche triste.
Sucedió cuando Somoza, cediendo al impulso violento de todo el país, abandonó la
presidencia de la República y declaró electo en unos comicios que burló a la mayoría
opositora al doctor Leonardo Argüello.
Argüello se hizo cargo de la primera magistratura con la complacencia de Somoza,
pero desde el primer momento contradijo todos los pronósticos del dictador e intentó
echarlo de Nicaragua. Fue una conspiración que duró únicamente 27 días, porque al
cabo de estos Somoza sacó al presidente que no se dejaba mandar por él y puso en su
lugar a un verdadero monigote llamado Benjamín Lacayo Sacasa.
Durante la maniobra hubo un momento en que buena parte del Ejército quiso impe-
dir el golpe de Estado de Somoza manteniéndose fiel al presidente derrocado. Fue
entonces cuando “Realito” estuvo prisionero de los rebeldes en una pequeña celda y
lloró, lloró amargamente dando las excusas imaginables y diciendo que él estaba con
los que mantenían al presidente… contra Somoza.
Ahora “Realito” era juez y sus miradas abstraídas y llenas de aburrimiento se es-
parcían por la sala como denotando la inconformidad natural del hombre que no se
siente cómodo en un lugar diseñado para otra clase de gente.
El juicio se inició con una especie de ceremonia en se hacía desfilar a cada uno de los
acusados frente al tribunal, en donde el fiscal leía un documento que los militares de
Nicaragua llaman “cargos y especificaciones”.
Por medio de él se nos conminaba a contestar si éramos o no culpables de los delitos
de asesinato en la persona del presidente de la República, de rebelión contra el Go-
bierno del país y de atentado contra la autoridad.
Cada uno de nosotros contestaba de acuerdo con las ordenanzas militares seca y
simplemente:
—No, no soy culpable…
Cuando me tocó ir al micrófono a repetir lo único que nos permitían decir en nuestra
defensa, grité con toda la fuerza de mis pulmones:

174
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

—¡No soy culpable! ¡Ni aquí ni delante de Dios…!


El timbre del presidente del tribunal se escuchó claramente en la sala, y después la
voz del militar que dijo:
—Se ruega a los señores acusados contestar escuetamente si son culpables o no. Lue-
go tendrán oportunidad de decir lo que quieran en su propia defensa.
Y siguió la audiencia, siguió la procesión de hombres hasta el micrófono y frente a
los jueces, instalado todo en la misma forma en que se había arreglado el escenario
de la recién pasada Corte Militar.
Fue una simple formalidad; un juicio que se hizo a base de las mismas declaraciones
que había recogido con el sistema descrito de torturas la corte investigadora; no hubo
novedad, ni se aportaron pruebas, ni se llamaron testigos.
El militar que ocupaba la presidencia procedía generalmente adornado de una gran
compostura y suavidad, pero rechazaba sistemáticamente todas las peticiones im-
portantes de los abogados defensores. Cuando una de ellas se producía en la sala, el
tribunal acordaba deliberar en pleno, se retiraba de la augusta sombra de un cuartito
contiguo y volvía a sentarse minutos después ante la expectativa de los presentes,
para anunciar:
—El Consejo ha decidido mantener la petición del fiscal y desechar la de los defen-
sores.
Entonces estallaban los aplausos y el presidente, coronel Matamoros, se sonrojaba
dignamente mirando de soslayo a sus compañeros.
Yo conocí a Matamoros desde el año de 1944, fecha en que llegó con numerosos
soldados de su comando de policía a sacar a mi padre del periódico para llevarlo a la
cárcel. Registró la casa, buscó debajo de todas las máquinas del taller de imprenta,
pasó a las habitaciones de la residencia de mi familia, entró a nuestros aposentos,
vació los estantes llenos de ropa y no encontró nada.
Esa vez había sido mandado por Somoza en busca de unas hojas sueltas aparecidas
en Managua; eran unas hojas criminales y violentas en que hacían alusiones calum-
niosas al honor de la madre de Somoza.
Matamoros registró nuestra casa y consignó en su informe que no había encontrado
lo que buscaba, sino otros panfletos de propaganda completamente distintos de las
hojas, pero Somoza nos acusó de ser los autores de la calumnia, clausuró el periódico
de mi padre y echó a este fuera del país.
Usó un ardid sucio para silenciarlo; le achacó un delito que estaba muy lejos de con-
formarse con su personalidad y su buen nombre y oyó referida por su hermano Julio
Somoza una contestación que debe haberle repicado en los oídos constantemente,
por muchos días.
Porque cuando Julio Somoza, que siguió también parte de la investigación sobre las
hojas, lanzó peregrinamente el cargo de ser su autor mi padre y le repitió palabra por
palabra lo que decían, mi padre le contestó:
Cállese, no puedo oír eso, y menos en la boca de usted, que es hijo de esa dama. Le
debería dar vergüenza repetirlo.

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Somoza tuvo una crisis de poder en 1944, y una vez que pudo salvarla, se dedicó
con inteligencia y sagacidad inescrupulosa a desarticular todas las instituciones que
podía provocarle otra. Suprimió la Universidad, acabó con la autonomía municipal,
reforzó el Ejército en su propia guardia personal, corrompió la Corte Suprema de
Justicia y los tribunales de apelaciones y comenzó a practicar en toda su extensión
el principio de gobierno que basa el poder político en una gran riqueza personal y el
capital personal en el poder político.
Matamoros, presidente del tribunal que juzgaba a las personas en que se había ceba-
do la venganza de los hijos del dictador muerto, fue también su compañero y amigo,
y como tal condujo el juicio a su término.
El Consejo de Guerra integrado por los oficiales más incondicionales de la Dinastía,
se reunía todos los días después de las audiencias, en la Casa Presidencial, con Anas-
tasio Somoza Debayle.
Desde los vehículos que nos conducían a la cárcel, podíamos nosotros ver cuando
pasábamos frente al palacio de Tiscapa, las figuras gruesas de los componentes del
Consejo, estiradas en uno de los iluminados salones con amplias ventanas a la carre-
tera, haciendo rueda al nuevo dictador, quien explicaba lo que debía hacerse.
Mientras el viento frío de la noche levantaba la carpa de nuestro camión y por las
aberturas de esta presenciábamos la escena, alguien invariablemente repetía las la-
mentaciones de Cristo frente aquellas ciudades que él señaló como peores que Sodo-
ma y Gomorra:
—Cafarnaum, Cafarnaum…
—Y tú, Corazaim…
Era un diálogo que se repetía noche a noche, frente a las iluminadas ventanas del
palacio brillante, resguardado en todas sus puertas y esquina por silenciosos hombres
armados de ametralladoras.
Después, cuando llegábamos a nuestras celdas del Primer Batallón, sirviendo los bra-
zos de los jóvenes como apoyo a los más viejos, repasábamos la jornada del día con
el presentimiento de que era imposible salir absueltos por el tribunal sin que mediara
para ello la voluntad omnímoda de los nuevos gobernantes.
“Realito” era juez… y el Consejo discutía todos los días sus actuaciones en presencia
del mismo Anastasio Somoza Debayle.
Esa era la justicia en cuyas manos estábamos.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

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Capítulo XXX:
Grandes y pequeños dramas
L as dilatadas pero escasas sesiones dieron lugar para hacer recuerdos y comenta-
rios sobre los grandes y pequeños dramas que el país había vivido a través de los
Consejos de Guerra organizados por Somoza.
Durante su largo Gobierno, muchas veces los civiles fueron llevados a esos tribuna-
les, sustraídos de su fuero común y enjuiciados bajo el ojo alerta del dictador, quien
ni siquiera abría las páginas del Código Penal para buscar una pena adecuada.
A este j… decía le voy a poner dos años…
Y sus expertos en leyes militares corrían a todos los rincones en que yacen los pretex-
tos olvidados, para encontrar el modo de dictar la sentencia, más o menos disfrazada
de legal. Un caso fue el de los sobrevivientes de una rebelión en la mina La India,
que comparecieron a juicio y casi sin pruebas resultaron condenados por el tribunal.
A uno de ellos, Julio Aguilar, lo asesinó un sargento después del proceso y cuando
ya había salido libre mediante una “generosa” amnistía otorgada por Somoza. Era
hermano de un amigo mío que se llama Domingo y a quien naturalmente llevaban a
la cárcel cada vez que ocurría algo en Nicaragua.
—Siempre estás vos metido en estas cosas —le decía Anastasio Somoza Debayle—
no tenés composición…
—Lo que pasa es que ustedes siempre me meten —contestaba Domingo.
Caía, pero siempre se levantaba. Cuando abril, le cerraron un negocio que tenía en el
mercado principal de Managua, y lo soltaron después de dos años de prisión, pobre y
lleno de deudas; en septiembre volvió a caer preso y únicamente sufrió el torbellino
de la venganza somocista por cuatro o cinco meses. Había tenido otro hermano, me-
nor que Julio, muerto después de una dura prisión sin ningún motivo.
—Era un chavalito —decía Domingo—, se lo llevaron a mi mamá después de tenerlo
en la cárcel y al día siguiente de llegar a la casa murió… por eso mi mamá no quiere
que sus nietos se llamen como nosotros: no quiere más Domingos ni más Julios…
¡pobrecita…!

Los que no se lucieron


En el curso del proceso se esclareció la verdad en lo relativo a dos personajes que
durante los primeros días aparecieron ante la opinión somocista como verdaderos
“héroes”, lanzándose sobre Rigoberto López Pérez para arrebatarle el revólver con
que disparaba contra Somoza. Se llaman ellos Camilo González Cervantes, íntimo
amigo del dictador y compañero suyo desde la infancia, y Arnoldo Ramírez Eva,
director de la oficina de “Construcciones Nacionales”.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Los testimonios identificaron al teniente Pedro Gutiérrez como el primero que había
disparado con un revólver sobre Rigoberto López Pérez, y a González como uno de
tantos que tiró sobre el cadáver del hombre ya muerto.
A Ramírez Eva no lo vio nadie, al menos hasta después que hubo pasado todo. El
drama de ambos fue inmenso porque en la escuela del servilismo somocista, haber
hecho algo por salvar la vida del dictador era como vivir eternamente en el corazón
de quienes le sucedieron.
Un drama ridículo y pequeño, pero intenso.

La bolsa y la estrella
Somoza decía que él tenía muy buena estrella, hasta que se le opacó. Cuando sus es-
casos partidarios quisieron saludarlo en el teatro de León que servía de escenario a la
convención política que lo eligió candidato para un período más, el día del atentado,
sus sabuesos impidieron que la gente se acercara, porque vieron a algunos campesi-
nos armados de revólveres, él se opuso diciendo que no los molestaran.
Se sentía seguro el día mismo en que la muerte lo rondaba de cerca, fría y certera.
Más tarde sobre el piso del salón de baile en que vivió su último drama, se hallaron
también multitud de revólveres revueltos con toda clase de utensilios. Carteras de
señoras, zapatos de baile, pañuelos, etc., y los campesinos temerosos que habían lle-
gado a escuchar de sus labios la “enorme plataforma”, dejaron sus pertenencias en la
calle… por denuncia que hizo la familia Saravia dice un testigo se halló en la puerta
de su casa una bolsa vieja de mecate que contenía jocotes, un traje sucio, una botella
vacía y un revólver de quebrar 38 W.S.
Una pequeña tragedia campesina… Todos los avíos usados en el viaje desde la par-
cela de tierra cultivada, hasta la ciudad del atentado, en una esquina… botados.

El otro extremo
Rigoberto López Pérez sabía que iba a morir; tejió su drama solo y fue solo hasta el
final. Sin embargo, no lo hizo por interés, por lucro, no por exhibicionismo. Antes
de tomar una decisión creyó cerciorarse de que con la muerte de Somoza las cosas
iban a cambiar fundamentalmente en su tierra, y esperó una rebelión militar, que solo
existía en su imaginación exaltada y grande.
También tomó una póliza de seguros para que beneficiara a su madre y para cubrir los
estudios de una niñita, sobrina suya, a quien protegía en El Salvador. No se entrevistó
con líderes políticos conocidos, no buscó más que a Somoza. Y antes de hacerlo selló
su vida con el último detalle de sus aficiones: fue a Masaya a presenciar un partido
de béisbol.

Los que no delataron


Los que no delataron se llaman Emilio Borge González, Alonso Castellón, Benjamín
Robelo y Tomás Borge Martínez; los dos primeros son abogados de gran prestigio en
Nicaragua, el segundo comerciante y el último estudiante de leyes.

179
A ellos les contaron que se planeaba un atentado contra Somoza, pero no hicieron
caso, porque les pareció imposible. Eran hombres destacados en la oposición y no
tuvieron la menor participación en los hechos que precedieron a la muerte de Somo-
za, simplemente oyeron decir que un sujeto a quien no conocían atentaría contra la
vida del presidente y no prestaron crédito alguno a las palabras de quien se los dijo.
Para comprender este drama inmenso que tuvo su culminación en una condena de
cinco años de cárcel, hay que hacer la advertencia de que en toda Nicaragua se decía
siempre de Somoza:
—¡Algún día lo van a matar!
Ellos no solamente rechazaron la idea baja de hacer una delación, sino que no pu-
dieron hacerla. ¿Qué iban a delatar? ¿Cómo iban a decir a la autoridad que estaba a
punto de ocurrir un atentado contra Somoza, si apenas lo sabían de oídas y no tenían
de los hechos la más remota certeza?
Sus declaraciones, abultadas por la tortura y enredadas en la confusión de un juicio
que seguía los lineamientos claros de la venganza, nunca tendrían en un tribunal ho-
nesto y competente valor de ninguna clase.
—Desde hace dos mil años —dijo Emilio Borge González— se asomaba a las puer-
tas de la historia la estampa execrable del árbol en que ahorcó el traidor Judas Is-
cariote. ¿Cómo se puede pretender en un juicio sustanciado en nuestra época, el
establecimiento del Instituto de la Delación…? Y en el caso de que se nos exigiera
esa inmoral actitud y que hubiéramos estados dispuestos a adoptarla… ¿qué íbamos
a delatar nosotros…?
Los condenaron por encubridores. Solo en raras legislaciones, como la nicaragüense,
es encubridor el que “teniendo conocimiento de que puede cometerse un delito, no
avisa a la autoridad”.
Drama de la ley y drama del hombre que vive aplastado por una tiranía, en donde
además de experimentar por la fuerza la sustracción del fuero natural de los tribuna-
les comunes, cambiados por un juicio militar, se le exige delatar hasta lo que no le
consta.
Meses después del juicio, el heredero del dictador fallecido, dio una amnistía para
los reos de delitos políticos. Ella no benefició a estos cuatro hombres, quienes al mo-
mento de ser juzgados fueron encasillados en la denominación de rebeldes políticos
y llevados a un tribunal militar para salir condenados por un delito que a la hora de
la amnistía debía clasificarse como común.

Ausberto
Ausberto Narváez se llama.
Lo invitaron a participar en el atentado y oyó la propuesta. Le pidieron que al mo-
mento de verificarse el hecho se colocara cerca, en un automóvil, y diera una señal
con el objeto de que los demás apagaran las luces de la ciudad, causando confusión.
No hizo nada más que huir del lugar, pero lo clasificaron como coautor y lo conde-
naron a 15 años de prisión.

180
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Ausberto decía:
—Al menos estoy satisfecho porque si hubiera aceptado el encargo, hubiera muerto
mucha gente…
Tenía tres años de casado, acababa de ver morir a su hermano en un accidente de
automóvil, su esposa llevaba al Consejo de Guerra los dos niñitos de su matrimonio,
y él comentaba:
¿Por qué habremos nacido en este país…?

Abrió las balas


Anastasio Somoza Debayle lo golpeó personalmente y mandó que le cruzaran las
espaldas a chilillazos, porque confesó, después de estar en el pozo, que había abier-
to con una broca de un 16, finos hoyitos a las balas con que mataron a su padre. Se
llama Juan Calderón, y su familia sufrió un indescriptible asalto de los oficiales de la
Guardia Nacional, en León.
Es mecánico, hombre sencillo y humilde.
Si sabía o no para quién estaban destinadas las balas con los hoyitos abiertos, es un
misterio, pero los oficiales que asaltaron su hogar sí sabían lo que estaban haciendo.
Su drama debe tener el último desenlace en el corazón mismo de la justicia de Dios.

Enoc Aguado
Somoza le había arrebatado el poder burlándole unas elecciones que ganó como
candidato de los partidos Conservador y Liberal en 1948. Era destacado político de
oposición y había ocupado muchos cargos importantes en gobiernos anteriores…
Casi no veía y lo obligaban a sacar ya de 74 años de edad una lata de excrementos
hasta los inodoros de la prisión.
—Yo he sido maestro —decía—; si al menos me dejaran dar clases aquí en la cárcel,
podría pasarme en ella el resto de mis escasos días.
Y cuando comprendía que jamás iban a permitir los dueños del país que tuviera un
poco de descanso en su ancianidad, volvía los ojos a los demás y suspiraba tranquilo:
—No va a ser mucho tiempo. Yo me voy a morir aquí y eso va a ayudarles a ustedes.

Los diplomáticos
La represión somocista no perdonó a nadie; pequeños dramas se tejieron alrededor
de hombres públicos con inmunidad parlamentaria y aun de diplomáticos extranje-
ros, si bien es cierto que vinculados por razones especiales a la vida nicaragüense.
A don Aniceto Esquivel hijo, agregado comercial de la Embajada de Costa Rica y
hermano del canciller de esa República, lo sorprendieron en una lancha que navega-
ba sobre el río San Juan la noche del atentado.
Las ametralladoras de la Guardia Nacional funcionaron en toda la extensión vecina,
donde el dictador tenía una finca, y por tanto un resguardo militar; perseguían con sus

181
miras bien afinadas la estela blanca que dejaba el bote, hasta que perforaron su popa.
El diplomático fue a la cárcel, donde estuvo recluido varios días, al cabo de los cua-
les le dieron 48 horas para salir del territorio nacional.
Cosa curiosa: los demás presos compañeros del señor Esquivel vieron con extrañeza
cómo un oficial del Ejército llegó hasta su celda del Campo de Marte con un voluminoso
escrito, a notificarle que había sido declarado “non grato” por el Gobierno de Nicaragua.
No habían sido suficientes las ráfagas de ametralladora; había que poner al caso un
punto final protocolario y diplomático… y el protocolo de las dictaduras se extiende
hasta las cárceles.

La niña de Tito
Este drama era viejo.
Databa de los días de abril del 54, época en que le coronel Roberto Martínez era,
como en septiembre del 57, uno de los oficiales que comandaba las fuerzas acuarte-
ladas en el Campo de Marte, en virtud de lo cual las esposas de los presos tenían que
recurrir siempre a él para recabar autorización, cuando deseaban llevar comida a sus
deudos, o conseguir una visita.
La niña se llamaba Claudia y era hija de Tito Chamorro, quien sufría condena de 19
años, impuesta por un Consejo de Guerra somocista.
Cuando la niña de seis años y su madre llegaron a ver al preso, el coronel del Ejército
que debía sus galones a la amistad con Somoza, puso toda clase de pretextos para
no conceder la visita; y llevando su actitud insolente y grosera para la madre hasta
el extremo, dio a la niña una pelota de hule con una inscripción que decía: “¡Viva
Somoza!”. Pero la niña supo de qué se trataba y tiró el juguete diciéndole:
—No quiero a Somoza, porque es malo.
Entonces el militar, encendido por el respeto que los serviles del Ejército sentían por
el dictador, contestó a la criatura:
—No. El malo es tu papá—. Y continuó iracundo, en una serie de denuestos que hi-
cieron a la madre salir del sitio llorando.
Tragedias grandes y pequeñas, dramas intensos en todos los órdenes de la vida, des-
filaban en el recuerdo de los nicaragüenses mientras se reunía el Consejo de Guerra
erigido en tribunal vengador de la muerte de Somoza.
Viudas afligidas, familias enteras con el corazón desolado, contemplaban la realidad
de una tiranía de 20 años disfrazada con el manto de la democracia y esparciendo a
los cuatro vientos la gran mentira de que el gobierno de Somoza había llevado la paz
a Nicaragua.
¡“El Pacificador”! le decían…
Pero el pueblo entero sabía por experiencia propia lo cierto que resultaba aquella
frase magistral, puesta por Quevedo en boca de Marco Bruto: “La tiranía no es más
que una guerra civil triunfante”.
¡Eso era precisamente la tiranía de Somoza!

182
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Se complementaban los dos,


Luis y Anastasio Somoza
Debayle, en el sistema y el
apellido del padre. Anastasio
presenciaba los dramas terribles
de la tortura y la muerte y Luis
Anastasio daba las corteses
explicaciones a los familiares de
muertos y torturados.

183
Capítulo XXXI:
El veredicto
M ás que al juicio de Nuremberg, se parecía al proceso de Cristo.
La multitud vociferante que pedía una inmediata crucifixión; los jueces repre-
sentando a la parte más corrompida de la población del país, y los acusados víctimas
de la tortura o de los falsos testimonios. El escenario preparado y la construcción
articulada del pretexto legal daban la tónica farisaica, esencial para hacer un cuadro
clásico de colores fuertes y vivos.
En la última noche se levantó sobre su asiento el fiscal, brillante de pequeñas placas
que indicaban sus servicios en el Ejército, y adornados los hombros con el cordón de
militar de carrera.
Con voz hueca y firme, que transmitía una cadena de radioemisoras hasta los más
lejanos rincones del país, excitó al Consejo de Guerra a dictar un fallo severo y justo,
del cual al pasar por el tamiz de la filosofía de la historia, alejado de toda pasión y
vehemencia, se puede decir que los jueces que lo dictaron supieron envolverse con
dignidad en la toga de la justicia y sostener con pulso firme la balanza de la ley.
Alabó a Somoza y su sistema; gastó varias horas en decir denuestos de los “asesinos”
que estaban sentados frente a él, gritó infinidad de pretextos legales que iba articu-
lando en citas y pidió cobardemente y sin ninguna convicción moral, lo que le habían
ordenado; que se condenara a todos los presentes a las máximas penas estipuladas.
Los acusados estábamos solos. De todos los abogados solo concurrió a la audiencia
mi defensor, doctor Manuel Morales Cruz, en tanto que los otros firmaban una expo-
sición diciendo que por falta de garantías se veían precisados a no asistir al local de
las audiencias; la “chusma” había llegado vestida de gala y nosotros, inclinadas las
frentes, escuchamos silenciosos el discurso basado en declaraciones que aún en ese
momento fueron tergiversadas convenientemente en las conclusiones del fiscal.
Después de tres horas nos llevaron a un comedor que usaban los guardias nacionales
del Campo de Marte, donde nos sirvieron la cena. Tres días antes nuestros defensores
habían agotado el último recurso que la ley permitía en beneficio de nosotros: hacer
uso de la palabra para demostrar la inocencia de sus clientes, combatiendo los argu-
mentos de la fiscalía; pero esta última pidió un receso de 48 horas para preparar un
nuevo discurso, rompiendo de este modo un precepto judicial sentado en la mayor
parte de las legislaciones del mundo, donde siempre la defensa tiene la última opor-
tunidad; aquí tenía que ser al revés: el fiscal debía de lanzar el postrer ataque.
En la mesa de aquel pobre comedor de cuartel rezamos juntos, y los soldados a cuyo
cargo estaba nuestra custodia nos ofrecieron café negro de sus cantimploras; después
nos llevaron en una larga fila de dos en fondo hasta la sala de audiencias, donde ya el
tribunal había emitido su veredicto.
Entramos a la habitación repleta de gente, llena de focos poderosos y cámaras de

184
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

fotografiar, con la fila de jueces al fondo, cada uno metido en su guerrera de gala con
todas las insignias de su rango; callados, abstraídos en su pensamiento, habían estado
deliberando junto a una botella de whisky, de la cual dieron también unos cuantos
tragos a los componentes de la fiscalía militar.
No es que estuvieran ebrios, sino que la deliberación, obligadamente larga e inútil
porque ya el veredicto estaba decidido de antemano, había sido rociada con el licor
necesario para reponer el cansancio y alejar el tedio.
El presidente tocó su timbre y se puso de pie para que un silencio completo se es-
parciera por la sala, antes de dar comienzo a la ceremonia. Luego, el fiscal militar, a
quien hubo que esperar unos minutos porque estaba en el palacio de Tiscapa, bebien-
do también con Anastasio Somoza Debayle en celebración de su último discurso,
ocupó su lugar y llamó en voz fuerte que se oyó aun lejos de la sala:
—¡José María Barrera!
Desde el fondo del lugar que ocupaban los acusados se abrió paso un obrero humilde
que avanzó hasta la mesa del tribunal, desencajado y pálido, caminando junto con el
capitán preboste, quien le indicó el sitio donde debía de pararse.
—Este Consejo de Guerra ha visto su causa y declara que la primera especificación
en su contra no ha sido probada; que la segunda especificación no ha sido probada y
que la tercera, no ha sido probada tampoco. Por lo tanto lo absuelve del cargo.
Absolvieron a José María Barrera, a Herminio Larios Silva, a Abelardo Baldizón
Arauz, a Gabriel Urcuyo Gallegos y a Hernán Argüello Argüello de las tres especifi-
caciones que implicaban: el asesinato del presidente, el atentado contra la autoridad
y el delito político de rebelión contra las autoridades constituidas. Llegaban junto al
tribunal, se acercaban trémulos y nerviosos y escuchaban del fiscal militar las mis-
mas frases que este había dicho a José María Barrera, declarándolo inocente. Cuando
pasaron los dos primeros, el público guardó silencio; cuando el tercero se acercó a la
mesa, la inconformidad de la “chusma” comenzó a agitarse por mano de los directo-
res de la misma, y cuando el cuarto recibió la absolución del tribunal, estallaron los
gritos:
—Bueno… ¿qué pasa…? ¿Este Consejo va a absolver a todo mundo…?
—¡Queremos justicia, que los condenen …!
Y el embravecido mar de pasiones, agitado con el pago recibido de los mismos que
estaban dictando la sentencia, se volvió un tumulto ensordecedor y ciego.
En ese momento pasé yo al tribunal para recibir mi sentencia; se me absolvía de las
dos primeras especificaciones relativas al asesinato del presidente de la República
y el atentado contra la autoridad, pero se me condenaba por el delito de rebelión…
Después pasó Francisco Frixione a escuchar el mismo veredicto, y una vez que hubo
regresado a su sitio, el presidente del tribunal se recostó sobre su asiento y tomó con
calma un legajo de papeles que había sobre la mesa. Eso quería decir que los otros
catorce estaban condenados…
La gente estalló en estruendosos aplausos y comenzó a desalojar la sala. Nosotros
permanecimos en los asientos y esperamos para ser conducidos nuevamente a la
cárcel.

185
Condenados por rebelión…
—¿Cómo iba a ser yo —dijo Frixione— que dormido en mi casa y sin tener noticia
de lo que ocurría a 90 kilómetros de distancia, estaba al mismo tiempo rebelándome
contra el Gobierno…?
¿Y Enrique Lacayo Farfán, a quien el tribunal había probado, según las cuentas del
fiscal “todas las especificaciones”, sin que se adujeran en su contra más que dos de-
claraciones, cuya falsedad conocía todo mundo…?
¿Y Tomás Borge, de quien constaba en todos los testimonios que jamás había creído
lo que le dijeron…? ¿Y los demás, condenados en un juicio llevado a efecto sin el
debido respeto a las normas ordinarias que prescribe la civilización para procesar y
condenar a un ser humano…?
Sin pruebas, con base únicamente en lejanas presunciones, tomando como buenas las
declaraciones de unos contra otros, extraídas por medio de la tortura, sin apego a la
ley común y abiertamente en contra de las normas fundamentales del país.
El colmo fue para instalar el Consejo de Guerra, forma de juicio que no podía llevarse
a efecto sin suspender las garantías constitucionales, los Somoza dictaron un decreto,
el 29 de octubre de 1956, en el cual declaraban sin efecto aquéllas en los departa-
mentos de León y Managua, con objeto de que las investigaciones y el juzgamiento
de los “comprometidos” en el atentado contra su padre, pudiera seguir adelante. Era
como decir que por tratarse de la muerte del César, debía crearse un nuevo sistema y
una legislación diferente para el caso particular de los acusados.
Y así fue. La gran función organizada por ellos y titulada, para el efecto de la pro-
paganda, de juicio legal y justo, tocó a su fin inesperadamente al darse cuenta todo
mundo de que cuando parecía estar apenas comenzando, ya había terminado.
Era la segunda vez que un tribunal militar me condenaba por “haber tenido conoci-
miento de que iba a verificarse una rebelión contra el gobierno de Nicaragua y no dar
aviso a la autoridad”.
¿Pero de qué rebelión había tenido conocimiento yo…?
Mis recuerdos se alejaron hasta los primeros días de la infancia, cuando Anastasio
Somoza Debayle y su hermano Luis ocupaban los mismos bancos del colegio de
los Hermanos Cristianos junto conmigo; el padre de ellos era ya jefe director de la
Guardia Nacional y el mío dueño del periódico “La Prensa”; le hacía una constante
oposición, justificada plenamente poco después, cuando Somoza se levantó en armas
contra el presidente constitucional de la república y lo echó del mando.
Esta vez tuvimos un disgusto, porque un amigo mío que vive actualmente en Nicara-
gua preguntó al hijo del dictador:
—¿Y por qué quiere ser presidente tu papá…?
Teníamos más o menos 12 años los tres, Anastasio, mi amigo y yo.
—¿Y la platita, pues…?
Más tarde, y siempre en las mismas aulas del Instituto Pedagógico de Managua,
cuando su padre comenzaba a enriquecerse a la vista de todo el país, yo expresé mis
dudas acerca de los negocios se hacía el general y el disgusto se tornó violento. Nun-

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

ca se le ha olvidado, y así me lo dijo casi a gritos cuando me torturaba en el “Cuarto


de Costura” de su palacio, porque desde aquel momento arrancó una lucha a veces
sorda y a veces abierta, desde las dos posiciones que ambos manteníamos en Nica-
ragua; él, príncipe nacido en la cuna del poder, dueño de empresas fabulosas, entre
atropellando la dignidad de los demás y tratando de conservar el imperio creado por
sus padres. Yo, luchando desde la llanura un periódico independiente y libre que ja-
más se rindió a las amenazas cual los halagos del poder.
En los tribunales comunes me habían demandado ya tres veces sin resultado alguno;
por mi conocimiento los sucesos de abril estuvieron 13 meses en prisión y luego un
año con la casa por cárcel; me confiscaron un automóvil; había vivido en el extranje-
ro acompañando a mi padre un exilio de dos años; me habían condenado a 38 meses
de destierro y luego de 4 meses escasos de libertad, el día mismo del atentado contra
Somoza, me hicieron ingresar nuevamente a la cárcel.
No había participado en la rebelión, porque esta no existió más que como un pretexto
no somos para organizar los tribunales militares dirigidos a ejercer la venganza y sus
enemigos políticos por la muerte de su padre. Pero era un rebelde a la tiranía y a la
explotación que ejercían ellos sobre el país.
Estaba recibiendo mi pago. ¿Qué otra cosa podría esperar?

187
188
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXXII:
Transición a la Dinastía
L uis Somoza Debayle nombró a tres altos militares como sus delegados para que
revisaran el proceso.
Nos llevaron ante ellos solo para oír el fallo que iba desde 15 años de prisión para
unos, hasta 40 meses de confinamiento mayor para Francisco Frixione y para mí;
pero pasaron varias semanas antes que la sentencia, que implicaba en el último de los
casos la libertad en algún remoto pueblo de Nicaragua, se cumpliera.
Un día, ya cuando la censura de prensa se había levantado y los diarios de oposición
pudieron protestar por nuestras condiciones en la cárcel, nos cambiaron al estableci-
miento del penal de “La Aviación”, recluyéndonos por fin a todos juntos en la misma
celda.
De allí salimos Frixione y yo por caminos diferentes, cada uno al lugar de su confina-
miento: él a Santo Tomás, pueblecito frío del norte de Chontales, y yo a San Carlos,
antigua población nicaragüense ubicada en las márgenes del río Desaguadero del
Gran Lago. Del lago de los tiburones de agua dulce.
San Carlos estaba poblado de retratos de Luis Somoza. El país entero comenzaba en
el mes de marzo de 1957 a despertar a la entronización de la Dinastía de los Somoza,
afirmada con la muerte el gobernante padre y con la pacífica sucesión recaída en el
hijo mayor de la familia.
¿Cómo había sido la transición…?
Días después del entierro Somoza, la convención del Partido Liberal Nacionalista
acordó volver a reunirse para designar un nuevo candidato, en vista del fallecimiento
del escogido; se tomaron las medidas pertinentes del caso, se enviaron contingentes
de la fuerza pública de la misma ciudad de León, que había sido sede del atentado
y de la convención anterior, y los principales elementos del Ejército plegados por
entero a la voluntad de los Somoza, en cuya casa vivían, insinuaron por mandato
de Anastasio Somoza Debayle que no aceptarían otro candidato más que Luis. Lo
dijeron en los corrillos oficiales que reunían a los convencionistas y éstos fueron a la
ciudad de León en un tren que los esperó nada más el tiempo suficiente para decidir
democráticamente que el único candidato aceptable era precisamente… Luis.
Los partidos Conservador y Liberal Independiente se abstuvieron, pero un grupo de
disidentes organizó un nuevo partido político de “oposición” y fue a las elecciones
presentando como candidato a un rico propietario de Matagalpa cuya principal pro-
paganda (mezcla de broma y seriedad), fue que en caso de salir electo a la presiden-
cia no se iba a reelegir.
El estado de sitio se levantó la noche antes de los comicios y nadie concurrió a las
urnas a depositar su voto. Luis Anastasio fue electo presidente y su hermano Anas-
tasio recibió las estrellas de general de brigada; las fotografías del nuevo presidente

189
comenzaron a figurar profusamente en Nicaragua y se anunció al pueblo que había
obtenido una fabulosa suma de votos, en tanto que el candidato contrario llegó nada
más a la tercera parte del cómputo total.
Nicaragua seguía caminando por el surco profundo y duro que había trazado el vie-
jo dictador fallecido; la represión de los primeros momentos hizo imposible la más
pequeña protesta, el más minúsculo estorbo, y todo se consumó en calma. En los dia-
rios que llegaban al lugar del confinamiento, yo iba viendo poco a poco el desenlace
natural del drama monárquico en toda su rusticidad republicana. Primero la memoria
del dictador fallecido ocupaba todos los ángulos de la prensa oficial; coronas deposi-
tadas en su tumba, manifestaciones de duelo que muchos meses después de su entie-
rro seguían vivas y ardientes, artículos diarios recordando sus principales anécdotas,
y panegíricos que trataban a todas luces de hacer pensar al pueblo que su espíritu de
mando no había fallecido.
Después los herederos ocuparon el primer lugar de la publicidad y se comenzó a
aceptar con una delicadeza sutil y bien delineada, que las cosas debían cambiar; que
el nuevo reinado iba a ser diferente y que poco a poco lo errores pasados se enmen-
darían con amplitud.
Era la transición, la traducción natural para la mente occidental y democrática que no
había perdido en su totalidad el pueblo nicaragüense, a pesar de los 20 años últimos
de opresión y tiranía, de la antigua sentencia monárquica: ¡El rey ha muerto… viva
el rey…!
La propaganda hacía hincapié en que el nuevo rey era distinto del “rey muerto”, y
con la ascensión al generalato del hijo menor de Somoza, se comenzó a sustituir una
figura muerta por otra viva en el mismo nombre. “El General”, seguían diciendo fa-
miliarmente los fámulos guardias nacionales que durante tantos años habían estado
dispuestos a obedecer a la consigna de ese nombre. “Somoza” … gritaba simplemen-
te el diario oficial de la familia, sin distinguir al principio en la pura conjunción del
apellido, si se trataba de Luis Anastasio, de Anastasio simplemente, o del dictador
fallecido. Fue una experiencia apasionante y extraña en el campo cambiante siempre
de la concepción americana del poder; el mismo nombre, el mismo mito, el mismo
gobierno… pero con personas distintas que sustituían la naturaleza humana muerta
de un cadáver por los cuerpos vivos de dos hombres, herederos, en todo el sentido de
la palabra, de su poder y de su nombre.
La propaganda de fuera contrastaba abiertamente con la verdad de dentro. Para el
hombre de la calle, amordazado duramente por el sistema somocista, que estaba pro-
palando a los cuatro vientos la posibilidad de una situación distinta, y que desconocía
los primeros pasos de crueldad e injusticia andados por los dos herederos del poder,
las palabras de la prensa oficial eran halagüeñas; pero para el hombre que venía de
“adentro”, de la cima misma del poder, del nido en que se incubaban las persecucio-
nes y se tendían los cálculos, la cosa tenía que ser diferente.
Es curiosa la transición del poder en un sentido absoluto y monárquico, cuando el pue-
blo de un país ha sido educado en la posibilidad democrática durante siglos enteros.
Nicaragua vivió esa experiencia con base en varios factores que bien podían servir
para un estudio analítico del fenómeno dinástico, representado solamente dos veces en
América: durante la época de López en Paraguay y con los Somoza de Nicaragua.

190
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Primero y mientras amordazaban totalmente las fuentes de información pública que


no nacieron del propio centro del poder, hicieron ver que aun después de la muerte,
el hombre fuerte permanecía vivo; luego fueron trasladando poco a poco su nombre
llevado en andas del ritual sagrado de la dictadura a los hijos, que heredaron desde
el inmenso capital personal del padre (que era apenas natural en nuestra concepción
occidental de la testamentería), hasta las costumbres, dichos, uniformes y tratamien-
tos del mismo.
Cuando la herencia apareció consolidada y firme, se echó al “rey muerto” por la bor-
da del olvido y los hijos, bebiendo champaña en recepciones oficiales y rodeados de
un fausto todavía más reluciente que el de la corte anterior, aparecieron ante los ojos
del pueblo como una innovación, como algo distinto que podía ser una promesa para
el pueblo.
No fue un fenómeno buscado adrede por ellos mismos, ni por sus consejeros: fue una
natural consecuencia de las leyes de la herencia humana, llevada adelante por obra de
la necesidad en que estaban de seguir mandando para salvar todo lo que tenían. Fue
un reconocimiento tácito y profundo de que la tiranía paternal era la peor propagan-
da para el nuevo gobierno; los Somoza de hoy pensaron desde el primer momento
que debían desvincularse en su presentación al pueblo del Somoza del pasado, pero
íntimamente no podían dejar de seguir siendo iguales a Somoza. Lo copiaron en
crueldad y en métodos, calcaron sus represiones para hacer con motivo de su muerte
otra que les asegurara el mando, pero se hicieron aparecer ante la opinión pública
como una cosa distinta de su padre, aunque identificada con este en el rito exterior de
su gobierno. De allí la explicación de las dos cabezas sobre el “trono nicaragüense”
y la leyenda bien difundida por cierto en el mundo norteamericano de que don Luis
Anastasio, heredero del otro que llevaba su segundo nombre, merece llamarse con
cierto respeto monárquico y explicativo de su posición, Luis “El Bueno”.
La personalidad del padre era bien definida. Hombre jovial, pero cruel; duro lucha-
dor sin escrúpulos por una existencia que comenzó con las balas y terminó con ellas,
constructor de un imperio que se articulaba en la corrupción y en la modalidad nica-
ragüense del superficialismo; carácter emotivo y dúctil que apretaba y encogía el hilo
con que ataba indefectiblemente a sus enemigos, dando y quitando, dejando vivir o
matando, según las circunstancias. Su estampa venía en la historia del país de “saltos
de mata”, desde un antecesor lejano que poco tiempo después de la independencia
apareció por los campos nicaragüenses asaltando caminos y asolando poblaciones.
Se llamaba Bernabé y le apodaban “Siete Pañuelos”, usaba lanza, era alto y blanco,
cantaba, bailaba bien y era aficionado a las juergas y serenatas corno el mismo Somo-
za; su fuerza se medía en las páginas de la historia patria por una anécdota: una vez
ensartó a una mujer con su lanza y la levantó en el aire con una mano.
Su fin estuvo de acuerdo con su carrera, lejana a la presidencia que consiguió su
descendiente, pero cercana de todas sus marrullerías y maldades: murió ahorcado
por la justicia en una plaza pública, y cuando Somoza llegó al poder, hizo cambiar
su historia reeditando la obra de don José Dolores Gámez, que lo presentaba como
un feroz bandolero, y sustituyendo los episodios que demostraban este carácter, por
otros en que se lo describía como un valiente y discutido guerrillero.
La personalidad de los hijos del dictador se bifurcó decididamente, pero no porque

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fueran guiados en ese destino por impulsos de carácter incontrolable, sino porque la
fuerza mayor de una herencia dinástica lo dispuso así desde el comienzo de su educa-
ción. Uno fue a West Point y el otro comenzó a estudiar ingeniería en Luisiana; uno
fue jefe del Ejército y el otro personaje civil del Gobierno, ocupando la presidencia
del Congreso de la República. Después, a la muerte del padre, ambos se repartieron
el trabajo que había hecho aquél en una sola persona. Enterraron al viejo dictador y
dividieron sus aptitudes para seguir la misma política, pero delineada en dos perso-
nas distintas: uno se dedicó al mando violento y cruel, el otro asumió los apelativos
de generoso, comprensivo, inteligente, bondadoso, franco, etc. Que la prensa oficial
daba a su padre.
Bizarro general, generoso presidente civil. Arrojado militar, prudente magistrado,
progresista ingeniero, aguerrido jefe del Ejército. El binomio resultó de la unidad del
padre, que en vida fue siempre para la propaganda y la prensa del Gobierno, bizarro
y generoso, arrojado y prudente, progresista y aguerrido… todo al mismo tiempo.
En San Carlos del Río, a donde llegué después de haber estado tantos meses en la
oscuridad absoluta de la cárcel, comencé a desentrañar el significado de la Dinastía
como una herencia unitaria que se traslada a un apellido completo y no a una persona
en particular.
–Luis es distinto– decían los más serviles somocistas, cuando alguien criticaba al
fallecido dictador.
Y en el peor de los casos, si la crítica al sistema abarcaba también al nuevo gobier-
no, no tenían empacho en asegurar, como justificación a una tesis que era hija de su
servilismo, o de su miedo:
–Eso es cuestión de Tachito… si dejara gobernar solo a Luis…
El mito de las dos cabezas reinantes, herederas ambas de la unidad que había preva-
lecido en vida del padre y ungidas con el rito del mismo nombre, demostraba sim-
plemente que alguna lógica tuvo el mundo antiguo para gobernarse por medio de la
monarquía. Era una cosa repugnante, algo que únicamente podía deducirse por la de-
gradación de un sector del pueblo, sometido a la corrupción de sus instituciones por
el término de una generación completa, pero que estaba indicando al mismo tiempo
cómo después de una dictadura, la historia tiene lógicamente que experimentar un
cruel retroceso.
¿No eran acaso responsables de lo mismo Luis Anastasio y Anastasio? ¿No vivían en
la misma casa donde se torturaba a los prisioneros? ¿No paseaban su vista todos los
días por el jardín de los leones del palacio de su padre…? ¿No dejaban a sus hijos
correr por las estancias donde los presos, barbones y sucios, esperaban la sentencia
de la familia…? Uno era presidente y el otro jefe del Ejército, pero ambos eran tam-
bién hermanos; y lo habían sido con la misma intimidad de la sangre toda la vida,
viviendo en el mismo palacio bajo las enseñanzas del mismo padre. ¿Acaso no fue
precisamente Luis Anastasio quien justificó en el Congreso Nacional la muerte de
todos los rebeldes de abril, asesinados por las fuerzas que mandaban su padre y su
hermano, en los cafetales de Diriamba, diciendo que habían muerto en combate con
patrullas de la Guardia Nacional…?
Su hermano los mataba y él daba las excusas. Anastasio presenciaba los dramas te-

192
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

rribles de la tortura y la muerte y Luis Anastasio daba las corteses explicaciones a los
familiares de muertos y torturados.
Se complementaban los dos en el sistema y el apellido del padre, y entre ellos no
había más diferencia que la dictada por las circunstancias y necesidades del oficio
respectivo.
Decididamente, Luis Anastasio merecía llamarse Luis “El Cortés” con más propie-
dad que Luis “El Bueno”, y ello resultaba un título suficientemente dinástico para dar
carácter a su posición de heredero principal de la presidencia.
En la transición a la Dinastía, que aparecía refulgente y firme meses después del
entierro de Somoza y su nombre, efectuado por los hermanos, habían jugado papel
importante muchas circunstancias: la prensa de oposición padeció una censura atroz,
sufriendo hasta la ocupación de sus oficinas por parte de oficiales del Ejército, alle-
gados a las esferas principales del poder; los mandos de las fuerzas principales de la
Guardia Nacional fueron celosamente entregados a los íntimos de la casa gobernante;
oficiales destacados por sus años de servicio y por haber permanecido guardando un
equilibrio decente dentro de la dictadura del viejo Somoza, fueron retirados, hechos
a un lado, sacados de sus puestos o enviados a la cárcel.
Para comprender esto hay que recordar algo que ya dije al principio, y es que el
poder combativo del Ejército de Nicaragua está circunscrito a la Loma de Tiscapa,
residencia de la familia, que puede, aun por mano del más pequeño de sus miembros,
desatar un poder de fuego incontrastable sobre el armamento de la mejor organizada
guarnición del país.
Los jefes de la oposición permanecieron en la cárcel hasta la víspera misma de las
elecciones, y el país entero, adormecido y acobardado por las represiones brutales que
tuvieron lugar, despertó únicamente cuando ya el fenómeno había pasado su punto crí-
tico; cuando el rey muerto había sido definitivamente sustituido por el rey vivo.
San Carlos del Río San Juan quedaba a 20 minutos en bote de motor de Los Chiles,
poblado costarricense que había padecido por lo menos en dos ocasiones las inva-
siones somocistas. Los habitantes del puerto recordaban haber escuchado en el año
de 1955 las detonaciones producidas por las bombas de los aviones F—51 que el
Gobierno de Estados Unidos vendió a Costa Rica para defenderse.
El planeamiento de la invasión, fracasada en término de una se mana, a pesar de contar
con cerca de 1 000 hombres entrenados durante seis meses y armados hasta los dientes
por el dictador nicaragüense, había corrido a cargo de Anastasio Somoza Debayle y de
su compañero de West Point, Teodoro Picado hijo. Los dos jóvenes militares estudia-
ron sobre el mapa las posibilidades de una invasión relámpago que entrara por la fron-
tera Sur y llevara sus fuerzas blindadas hasta la propia capital del país vecino, mientras
un destacamento de tropas “anfibias” invadía el poblado de Los Chiles.
Sobre el mapa todo resultó perfecto; pero después, cuando el pueblo costarricense
se levantó como un solo hombre para repeler a los agresores y centenares de mu-
chachos de toda condición social se enfrentaron a los dos grandes técnicos milita-
res centroamericanos, Teodoro huyó y Anastasio Somoza Debayle tuvo una espan-
tosa crisis de nervios.
Por San Carlos, en donde yo descubrí, ya libre de la oscuridad de la cárcel, el implan-

193
tamiento del régimen dinástico que ahora gobierna mi Patria, pasaron de vuelta las
tropas derrotadas dejando una tela de silencio y de sangre.
Sus pequeñas calles empedradas, que datan de los primeros tiempos de la Colonia,
cuando los españoles construyeron en sus vecindades fuertes y establecimientos mi-
litares para contener a los piratas, presenciaron la entrada de estos nuevos filibusteros
derrotados por la decisión inquebrantable de un pueblo cuyo sentido republicano y
democrático de la vida le impide aceptar imposiciones.
La misma noche que llegué allí, un muchacho estudiante de un colegio de la Costa
Atlántica, y que pasaba vacaciones en el pueblo, me pidió que escribiera algo en su
pequeño diario.
Le puse simplemente:
“En San Carlos del Río, puerto de entrada a Nicaragua, y de salida a la libertad”.
Yo estaba dispuesto a irme.

194
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Nicaragua quedaba atrás,


envuelta en su tragedia
dinástica, la herencia
desgraciada de un hombre
que había mantenido su puño
de hierro cerrado contra las
libertades y abierto como garra
para apoderarse de todas las
riquezas del país, subsistía
después de su muerte.

195
Capítulo XXXIII:
De noche y en el río
E ra un Sábado Santo a las seis y media de la tarde.
Mi esposa Violeta había llegado a San Carlos para hacerme compañía. Nos en-
contrábamos sentados en la pequeña acera del hotelito del pueblo, esperando el paso
de un hombre, señal indicativa de que podíamos salir esa noche.
Al otro lado de la calle quedaba la administración de Aduanas, a cuyo cargo se en-
contraba un capitán de la Guardia Nacional con varios soldados que rondaban las 24
horas del día.
Desde cualquier ángulo del edificio se podían vigilar perfectamente bien nuestros
movimientos, y todos nuestros pasos en el pequeño pueblo eran controlados con sen-
cillez y sin aparatos de ninguna especie.
Pasadas las seis y media, llegaron el capitán y un amigo suyo, quienes me invitaron
a tornar whisky de una botella que pidieron a la administración del hotel y colocaron
en una mesita frente a nosotros, siempre sobre la pequeña acera que daba a la calle.
Yo no bebí.
Mi esposa Violeta se había puesto debajo de las faldas unos pantalones gruesos para
el viaje y tenía sobre ellas un libro sobre misa y un rosario.
—Dentro de un momento nos vamos —dijo—. Vamos a los oficios religiosos y a la
procesión.
Los instantes pasaron rápidamente mientras la conversación del capitán y su amigo
sonaba a mis oídos distante y extraña.
Yo estaba intensamente nervioso. Mi esposa no.
Teníamos seis años de casados, en los cuales ella había experimentado en mi per-
sona una vida extraña a toda su educación apacible y ordenada. Prisiones, Consejos
de Guerra, demandas en los tribunales de justicia, polémicas candentes, incidentes
personales, abandonos forzados y engañosos como un día de abril del 54 en que la
dejé en nuestra quinta de Casa Colorada con una niñita de dos meses de nacida. De
allí tuvo que salir hasta Managua en la camioneta de un amigo, dando, en los puestos
militares que resguardaban la carretera un nombre distinto; esa vez estuvo aislada
varios días, al punto que recibió como “damnificada” de la guerra que desataron los
Somoza contra nosotros, la visita de un grupo de esposas de empleados de la emba-
jada norteamericana con una caja de botellas de leche para sus niños.
Había sentido el abandono de muchos de nuestros amigos acobardados y el sufri-
miento de las viudas de varios compañeros que en vida visitaban mi casa y a quienes
ella conocía y quería tanto como yo; había sufrido humillaciones de toda clase cuan-
do llegaba a las cárceles a dejarme los alimentos, o a implorar una visita de escasos
minutos. Se arriesgó a pasar durante meses enteros en su automóvil las entradas de

196
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

la loma de Tiscapa, para llevar hasta las dependencias de la Oficina de Seguridad


una canasta con alimentos que algunas veces me entregaban y otras saqueaban los
soldados de esa dependencias, para decirle al otro día que ‘enviara más comida, o
mejor ropa, muchas veces le dijeron en el lenguaje cuartelario y grosero que usan
los esbirros más adictos a los Somoza, cuando enseñaba un telegrama o una orden
permitiéndole la entrada a las cárceles.
—¡Ah…! Chamorro… viene a ver a ese asesino…
Y ella callaba, tranquila y confiada en una fe cristiana, respaldada por el cariño que
sentía hacia su esposo, confirmado en la seguridad absoluta de que era inocente y de
que luchaba por una causa justa y grande; escribía cartas públicas en los periódicos,
pedía entrevistas con los personajes del régimen, asistía (a pesar de mis instrucciones
en contra) a todas las audiencias de los Consejos de Guerra y permanecía impasible
en el sol, situada detrás de una pequeña ventana, escuchando los insultos que profería
la chusma pagada por los Somoza y mendigando dignamente un poco de caballerosi-
dad de los oficiales del Ejército que se especializaban en humillar a las señoras.
Nuestro último hijo nació, mientras yo pasaba un año preso, en la casa de mi madre,
sujeto a una condena ilegal dictada por los Somoza; fue sola al hospital y cuando
regresó con su criatura enferma y hubo que llevar a ésta nuevamente a la sala de ope-
raciones, quiso también asistir, a pesar de las indicaciones contrarias de los médicos.
Esa vez Somoza, enterado del asunto, permitió que yo saliera de mi encierro, y fui
al hospital a presenciar la salvación de un niño, hijo de mi amor por una excepcio-
nal muchacha nicaragüense que, sin haber sido educada en el camino estoico de a
lucha por la dignidad humana, supo adoptarlo en un ámbito integral de sufrimiento
y de valor.
El Sábado Santo de 1957 en San Carlos, yo estaba intensamente nervioso, pero mi
esposa no.
Eran las siete de la noche aproximadamente, cuando el hombre que debía pasar fren-
te al hotel se vislumbró en la oscuridad, con el sombrero bien calado. Esa era la seña.
El capitán y el amigo bebieron el último trago de la botella de whisky y mientras
nosotros nos levantábamos advirtiendo que tornaríamos a vernos al día siguiente en
la mañana, para estar presentes en una celebración que debía efectuarse en el pueblo,
calculábamos que creyendo las autoridades y todo el mundo que íbamos a la proce-
sión y luego a los oficios religiosos, nuestra ausencia no se notaría hasta la media
mañana del domingo.
En San Carlos apagaban las luces del alumbrado a las 11 de la noche, y después de
esa hora, el pueblo apacible y desconectado de todo el resto del país en los días de
Semana Santa, no ofrecía campo propicio a ninguna investigación. Todo estaba en
llegar hasta el bote que nos esperaba y poder avanzar dentro de él las primeras qui-
nientas varas.
Anastasio Somoza Debayle había dicho a un amigo mío que el objeto de ponerme
en el pueblo de San Carlos era precisamente el de tentarme a que probara una fuga:
—Que se vaya —dijo—, para que le llueva plomo…
La advertencia no era única. También en el “Cuarto de Costura” de su casa de habi-

197
tación hizo hincapié en el odio que le causaba mi persona, al decirme violentamente:
“Si salís de aquí, podés tener la seguridad de que no das tres pasos fuera de la cárcel”.
Pero tampoco podía yo quedarme, y por eso en aquella noche emocionante del Sá-
bado Santo tomé a mi mujer del brazo y bordeando el camino de la iglesia nos diri-
gimos hasta las bodegas del ferrocarril, donde atracaba en los días hábiles de las se-
manas ordinarias el barco “general Somoza”; pasamos las calles del pueblo, repletas
de gente con trajes de domingo, caminamos por un pequeño puente de madera y nos
encontramos frente a una mole de tablas y un extenso muelle lleno de barriles vacíos
de gasolina.
La noche anterior llegamos hasta allí, siempre en busca de la oportunidad para irnos,
pero esa vez no encontramos al botero que debía de hacernos compañía, porque él
equivocó la cita y nos esperó en un lugar distinto.
El Sábado Santo a las siete de la noche no había salido la luna. Las orillas oscuras
y extensas del río San Juan se dibujaban apenas, y cuando llegamos al extremo del
muelle como lejano y perdido, Violeta distinguió la silueta de un bote con un hombre
a bordo.
—Allí está —me dijo— y yo le grité la consigna que tenía para él, porque ni siquiera
lo conocía.
—Callados… —dijo el campesino—. Vamos a un mundo libre. ¡Sin miedo…!
Y el chapoteo del bote se escuchó empujado suavemente por la pala de su canalete.
Habíamos estado a punto de quedarnos, porque en el camino nos encontrarnos con
muchas personas conocidas del pueblo, incluso con un sargento de la Guardia Nacio-
nal, pero ella dijo cuando le expresé mis dudas:
Ahora tenernos que irnos.
Y caímos rato después del incidente en el bote pequeño y celoso, pero desafiante y
firme, cuando las luces encendidas del pueblo nos estaban diciendo todavía de cerca
que este vivía con intensidad el comienzo de la noche.
La noche fue larga.
Primero la diminuta embarcación en donde escasamente cabíamos los tres, se deslizó
suavemente como una sombra larga y afilada por la orilla llena de pastizales y plantas
acuáticas; luego el rítmico golpe del remo, legítimo canalete nicaragüense lo fue im-
pulsando con más brío en el silencio de la noche, roto apenas por el croar de las ranas
y el lejano sonido armónico y cansado de los motores eléctricos del pueblo. Detrás
se veían las luces de este y sus desvencijados pero lindos muelles, bien recortados,
rectos y silenciosos, sobre el río.
San Carlos se fue haciendo pequeño y el río se volvió inmenso y oscuro. Detrás,
cuando volvíamos de vez en cuando la mirada aguzando los ojos para descubrir si
alguien nos perseguía, veíamos únicamente una sombra de luz sobre el cielo; como
una gran bóveda brillante que guardaba el recuerdo de toda la tragedia vivida durante
tantos meses; adelante, sombras; enormes y monstruosas sombras que se acercaban
a nosotros para ir tomando contornos bellos y definidos; árboles gigantescos, exten-
siones de tierra baja o de camalotes, como una línea interminable que daba al río más
anchura y tamaño.

198
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

El río es bello. Lo descubrieron los españoles cuando navegando afanosamente por el


Gran Lago de Nicaragua (Mar Dulce, le llamaron), trataban de encontrar una salida
al Océano Atlántico; fue la primera gran ruta interoceánica y siguió durante toda la
historia de Nicaragua sufriendo el rastrilleo del paso que padecen los caminos fáci-
les, marcados entre mundos diferentes.
La Compañía de Tránsito, inaugurada a mediados del siglo pasado por una concesión
que el Gobierno de Nicaragua cedió al comodoro Vanderbilt, lo habilitó como un pe-
queño Mississippi donde los buques impulsados con ruedas llevaban pasajeros desde
Greytown (ahora San Juan del Norte) en el Atlántico, hasta el puerto lacustre de La
Virgen. Allí tomaban mulas para llegar a San Juan del Sur, en el Pacífico, y dirigirse
a California, en busca de oro.
Esa era la ruta del Tránsito de Nueva York a San Francisco, pasando por las anchu-
rosas aguas dulces del Río San Juan donde tantos tropiezos y eslabones había tenido
la historia de Nicaragua.
Allí radicó su poder William Walker y esa fue su última arteria de comunicación y
abastecimiento. Cuando los soldados costarricenses la cortaron en 1856 apoderán-
dose de los vapores del río, y los nicaragüenses sitiaron la capital del filibustero que
era Granada, este se vio perdido y huyó a Rivas, para ser derrotado sin compasión ni
remedio.
Le faltó la sangre para su empresa esclavizante, representada por innumerables aven-
tureros que pasaban sobre el río, siempre armados de revólveres y rifles de cartucho
contra nuestros fusiles de chispa.
Mi mujer y yo íbamos ahora en una noche oscura de Sábado Santo sobre la senda
recorrida en tantas acciones bélicas y libertadoras por los soldados de nuestra patria
centroamericana.
Yo tomé un canalete del bote y ella comenzó a rezar; bregamos primero corriente
abajo durante cerca de tres horas, angustiados siempre por la idea de que si notaban
nuestra ausencia del pueblo, nos podrían alcanzar en breves minutos con los botes
que disponía en San Carlos la Guardia Nacional, uno de ellos capaz de correr 30 mi-
llas por hora, equipado con un motor marino de 90 caballos.
Nuestro botero, cuya figura borrosa adivinábamos apenas en la oscuridad, llevaba la
embarcación siempre por las orillas, explicando con seguridad de baquiano:
Si oímos el motor, nos “aventamos” a los pastizales. Allí nadie nos encuentra.
Pasaban los minutos y las horas; las sombras de los árboles parecían arrancadas de
un panorama imposible que únicamente cobraba vida real cuando el botecito se acer-
caba a ella, hiriendo lentamente el vidrio verdoso oscuro de las aguas, cuya apacible
tranquilidad daba siempre la sensación de que no pasábamos del mismo sitio. Cam-
biábamos de lugar, el remero a la izquierda y yo a la derecha, yo a la derecha y él a
la izquierda; hacíamos la operación luego de advertirnos mutuamente el momento
oportuno, porque la embarcación era tan pequeña que un movimiento brusco podía
echarnos a los tres al agua.
Al cabo de las primeras tres horas, nuestro guía anunció que estábamos en la entrada
de un afluente del San Juan que se llama “Medio Queso”; casi frente a ella dejamos

199
una propiedad de los Somoza (las tienen en todas partes del país), de la cual salieron
perdidos en la lejanía los ladridos agudos de un perro… Tomamos precauciones, la
embarcación se desvió ostensiblemente hacia la orilla contraria y los remos impul-
sados por el temor y la necesidad de salir adelante con más rapidez, hirieron el agua
con vigor para darle una velocidad más de acuerdo con el peligro.
Pero no pasó nada.
El “Medio Queso” es mucho más pequeño que el San Juan. Su topografía nocturna
distinta y los árboles, grandes en las orillas, habían dejado el campo a interminables
extensiones de bajura plana y húmeda; semejaba un camino brillante y recto, un gran
canal que en la noche parecía abierto por la mano del hombre, sin complicaciones ni
curvas excesivas, obedeciendo el trazo de la inteligencia que suprime los obstáculos,
pero oloroso a monte virgen y exuberante. El tránsito por él era mucho más fatigoso
porque navegábamos ahora contra la corriente y sobre la línea de nuestro esquife
saltaba con una frecuencia alarmante, asustados por el ruido de los remos, multitud
de “gaspares”, despertados de su profundo sueño acuático.
El “gaspar” es un pez raro cuya cabeza semeja la de un lagarto y cuyo cuerpo redon-
do, lustroso como un bolillo y sin escamas, flota suavemente en la superficie de los
ríos deslizándose en una operación que parece el disfrute de una siesta nocturna.
Cuando el bote, urgido con suavidad por los remos chocaba inesperadamente con
uno de estos animales, la sorpresa del encuentro daba motivo a un salto repentino y
violento, que levantaba surtidores de agua encima de nosotros. En la hora y media
que duró la travesía sobre el “Medio Queso”, fueron tantos estos incidentes, que al
final de ella los tres estábamos empapados. Fuera de esto y de la continua preocupa-
ción que íbamos dejando cada vez más lejos, nuestro viaje, realizado en un silencio
casi absoluto, fue adornado únicamente con los ruidos de la montaña, el rumor del
rosario y el susurrar del agua que se escurría en la pala de los canaletes, vibrando
siempre suave y acompasadamente.
Pero tuvimos un momento de intensa angustia.
Fue cuando pasamos por una finca en donde se nos había advertido que de vez en
cuando colocaban números de la Guardia Nacional, con objeto de estorbar el tránsito
de contrabandos, cuyo paso natural había sido muchas veces el río “Medio Queso”.
Al llegar allí, especie de guardarraya que divide las fronteras de Costa Rica y Ni-
caragua, nuestro guía alineó más su bote sobre la orilla contraria y remó con gran
precaución para que ni siquiera el chocar del canalete con el agua pudiera delatar-
nos; pasamos frente a una casa situada en una loma, vimos de lejos varias pequeñas
embarcaciones como la nuestra, corrales de ganado, alambradas de púas, lavaderos
de piedra; todo en silencioso abandono. Remamos cien o doscientos metros más y
cuando ya nos disponíamos a pensar con tranquilidad que estábamos a salvo, un foco
luminoso hirió las entrañas de la noche, buscando en las riberas negras del río.
—¡Reme ligero! —me dijo el botero, y agregó: —¿tiene revólver?
—No.
Su canalete hendió las aguas con pasmosa velocidad; sus brazos y los míos se unieron
en un esfuerzo supremo para alargar la distancia y su pecho de hombre noble que se
estaba arriesgando únicamente por la convicción profunda de sus ideales, gritó en la

200
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

noche cálida donde apenas comenzaba a dibujarse el resplandor de la luna menguante:


—No nos pueden alcanzar, y si nos alcanzan, nos vamos a defender con los remos.
Fueron cinco o diez minutos de angustia, durante los cuales toda la energía del cuer-
po y del alma se desprendió sobre los remos lucios y gastados; minutos en el silencio
mantenido hasta ese momento como una indispensable consigna, estaba roto y a un
lado; instantes en que nosotros solo veíamos adelante, mientras los ojos agudos y sin
expresión del campesino que nos conducía escrutaban la maleza para averiguar en
cualquier momento donde está el mejor puerto de escapada.
Por fin se apagó la luz y tomamos agua del río, en un huacal; nadie nos seguía… En
la oscuridad menos profunda de la noche, comenzó a abrirse una hendidura brillante y
hermosa, al fondo y en la misma dirección de la proa de nuestra pequeña embarcación.
—Allá son Los Chiles, Costa Rica— musitó el hombre con calma.
Y entonces seguimos conversando de otras cosas, ya fuera de toda tensión nerviosa;
nos dijo quién era, nos contó la historia de su familia, que había emigrado de Gra-
nada por “las circunstancias del Gobierno” como decía él; dio su aporte campesino
y honesto a la filosofía del enjuiciamiento de la dictadura, recordó las gabelas que
imponían los pequeños comandantes de la Guardia somocista en los poblados remo-
tos, cómo mataban a los humildes sin que nadie se diera cuenta, los robos de tierra,
los engaños continuos, la explotación del pobre por quienes gobernaban únicamente
para enriquecerse.
El bote entro por un pequeño canal de metro y medio de ancho, lleno de troncos y
maleza, que flotaban en el agua empozada, casi pútrida. Él rió y dijo:
—Aquí ya no nos pueden seguir porque se les quiebra la propela.
Por el canal anduvimos unos minutos, hasta que la embarcación encalló en una rada
de lodo; amarramos el bote mientras fumábamos un cigarrillo, iniciamos el camino a
pie, cortando por la montaña desde el sitio que se llama “Los Robles”, hasta el pue-
blo de Los Chiles. Era un camino bueno y firme, situado en medio de propiedades
alambradas y por el cual, sin riesgo de ninguna especie, llegamos hasta la entrada del
poblado costarricense en donde nos despedimos de él, que emprendía, cinco horas
después de haber salido con nosotros de San Carlos, su regreso a Nicaragua.
Cuando se iba, y Violeta, mi mujer, quiso saber dónde estábamos hubo un corto diá-
logo que marco para nosotros definitivamente la diferencia entre el régimen de terror
de los Somoza y el que gobernaba democráticamente a Costa Rica.
—¿Qué es esto…? —preguntó ella.
—El aeropuerto, señora— contestó él.
—Entonces apague esa lámpara, señor. ¿No ve que pueden tirarnos…?
—Señora—, dijo él riendo—, aquí no tiran a nadie…

201
202
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXXIV:
Al otro lado del río
A l otro lado del río, en Los Chiles, dormimos Violeta y yo en la casa del jefe del
resguardo fiscal costarricense, adonde nos fuimos a presentar. Nos recostamos
en el suelo de tablas y pasamos encerrados en una habitación desde la una de la ma-
ñana del Sábado Santo hasta las tres de la tarde del domingo.
En San Carlos se dieron cuenta de nuestra huida a las nueve de la mañana, y desde
ese momento comenzaron a llegar a Los Chiles en nuestra búsqueda varios miembros
de la Guardia Nacional de Nicaragua vestidos de civiles. Estuvieron frente a la puerta
del escondite y los pudimos identificar por las hendijas que formaban los tablones
mal ensamblados de la casa del jefe de resguardo; los vimos a un metro de distancia,
indagando, buscando una pista… pero en el pueblo nadie sabía de nosotros.
A las tres de la tarde, un avión DC3, contratado por amigos nuestros en San José
de Costa Rica, bajó en el pequeño campo de aviación de Los Chiles, y salimos del
cuarto directamente hasta él seguidos a unas cincuenta varas de distancia por el jefe
del resguardo.
Había un numeroso grupo de gente. Chiquillos, hombres y mujeres del pueblo se
aglomeraron alrededor del aparato, extrañados de que aterrizara allí, en domingo y
en plena Semana Santa. Cuando comenzaron a salir de su asombro, nosotros pasa-
mos en medio del grupo y abordamos la nave; frente a la portezuela estaba, pálido, de
mirada hosca y lejana, un sargento de la Guardia Nacional llegado esa misma maña-
na con objeto de investigar nuestro paradero. No se atrevió, sin embargo, a articular
palabra.
Ya en la nave alguien de tierra se acercó a pedir papeles que nos identificaran, pero
el piloto, consciente de su misión, por toda respuesta entró a la cabina y encendió los
motores del aeroplano.
El que pedía los papeles se bajó, y mientras el poderoso avión temblaba en el pa-
roxismo de su potencia, detenido únicamente por los frenos de tierra, corrieron hasta
su portezuela Ernesto Solórzano Thompson y los demás que habían llegado a reco-
gernos y nos buscaban infructuosamente en el pueblo.
Juntos volamos en pocos minutos hasta San José de Costa Rica. Allí, inmediatamente
después, se nos otorgó el asilo.
Nicaragua quedaba atrás, envuelta en su tragedia dinástica, la herencia desgraciada
de un hombre que había mantenido su puño de hierro cerrado contra las libertades y
abierto como garra para apoderarse de todas las riquezas del país, subsistía después
de su muerte. La oscilante regla política latinoamericana, que va frecuentemente de
la libertad al despotismo y viceversa, no se había cumplido en Nicaragua.
Nuestro país salió de la democracia a fines del siglo pasado, cuando los regímenes
patriarcales derrocados por el general José Santos Zelaya, que se hizo llamar “Refor-

203
mador”, fueron sustituidos por una dictadura castrense que dilató 17 años. Después
hubo una nueva revolución y un período caracterizado por etapas de libertad y de
anarquía, hasta que caímos en el torbellino incontrastable de la política, en ese en-
tonces interventora de los Estados Unidos, y nuestro pueblo fue hollado por una bota
militar férrea que no obedecía a intenciones espirituales de reconstrucción, sino a la
teoría del mando duro, del poder inconvertible para afirmar la paz.
La paz… ¿qué paz había sido esa…?
Había sido la paz de la inconformidad en los hogares humildes, la paz del silencio,
impuesto sin réplicas de ninguna clase, cimentada probablemente en el deseo de
crear una fuerza contra la cual no valieran las protestas ni las revoluciones.
Después cambió la política norteamericana, pero el daño estaba hecho. Ejércitos
fuertes y hombres fuertes educados en la escuela del mandato ilimitado, como Truji-
llo y Somoza (ambos hijos del mismo sistema) ocuparon los sitiales en que impartían
justicia los procónsules de la nueva Roma, y actuaron como ellos. Recibieron el apo-
yo incondicional de sus primitivos tutores, les permitieron desvirtuar la esencia mis-
ma de la democracia y los vitales valores morales del mundo occidental cristiano; les
dieron armas, dinero, simpatía, ayuda material y moral. Los políticos de Washington
fueron creando alrededor de ellos una extraordinaria fama de amistad y comprensión
que les permitió entronizarse definitivamente hasta el punto de llegar al desenlace del
drama con una familia bien crecida y educada en el cauce dinástico.
Los políticos de Estados Unidos se equivocaron… pero eso no tiene nada de particu-
lar. Lo interesante y cruel en el caso de Nicaragua es que todavía no han rectificado,
o que la rectificación pretendida es una nueva equivocación, quizá más grave que la
primera. Porque su política interventora, que prohijó durante la década del 30 hijas-
tros como Somoza y Trujillo, ha seguido una de no intervención llevada al extremo
de prestar el apoyo incondicional a quienes estableció en el poder la política inter-
ventora… y eso es intervenir.
Intervienen haciéndose de la vista gorda en todas las depredaciones que sus herede-
ros llevan a cabo; intervienen aceptando a esos hombres cuya moralidad es amplia-
mente conocida en toda América, como sus mejores amigos, o sus más respetables
socios en los negocios del continente; intervienen menospreciando la lucha de los
ciudadanos que se levantan contra ellos amparados en la creencia que a todos los
pueblos americanos debe ser simpática: una lucha por el verdadero establecimiento
de la democracia en el continente. Dejan en sus manos llenas de sangre, mentiras y
desprestigio la bandera de una democracia que necesita hombres puros y sinceros, en
su legítima y grandiosa lucha contra el comunismo.
Y con eso no ganan amigos, sino que los pierden; no solucionan problemas, sino que
los difieren.
La consolidación de una Dinastía en América, es un fenómeno que hiere profunda-
mente la figura histórica de nuestro continente. Es cierto que los primeros culpables
de haberlo permitido somos los nicaragüenses, pero en abono de nosotros hay que
decir que las páginas de nuestra historia contemporánea rebasan de lucha y de he-
roísmo.
Los Somoza son un fenómeno original y extraño, un caso arrancado de las épocas

204
Estirpe Sangrienta: Los Somoza

pasadas, como su jardín de los leones y los tormentos que se aplican en su propia
casa de habitación, pero frente a ellos ha habido y habrá siempre un grito lejano y
eterno de rebeldía.
Un grito americano que se escucha en todos los lugares que sirven de escenario ac-
tual a los viejos versos de Rubén Darío:
Cristo va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás tiene esclavos y charreteras,
y las tierras del Cuzco, Chibcha y Palenque,
han visto engalanadas a las panteras.

205
La vida se rehace, porque
ella siempre tiene dos polos
que se complementan
inexorablemente: el dolo y la
alegría, la miseria y la felicidad.
Si fuera de otro modo, el
hombre no podría existir.

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

Capítulo XXXV:
La lucha por el futuro
(Breve Apéndice)

A pesar de que del régimen de la Dinastía de Somoza parece haberse consolidado


en Nicaragua, la reestructuración política de ese país, impulsada por fuerzas po-
pulares que siempre han mantenido la oposición a la dictadura está en marcha.
Centenares de jóvenes luchan en la actualidad por hacer que su Patria se encauce en
el sendero de la democracia y asuma los caracteres de una república, perdidos por el
fenómeno dinástico de la sucesión hereditaria en el mando.
Son hombres preparados que han egresado de universidades extranjeras, donde han
podido mantener su mente alejada del clima distorsionante de valores morales que
existe en Nicaragua; ellos, a su regreso, han tratado por todos los medios a su alcance
de emprender una cruzada que determine la caída del régimen nefasto y vergonzoso
que los gobierna. Pero la corrupción es mucha, y su tarea muy difícil.
Los nuevos nicaragüenses hemos basado nuestra idea en ciertos conceptos universa-
les y muy simples, que sirven de base a la oposición, iniciada ya, contra el manteni-
miento de la Dinastía.
Estos conceptos van desde el restablecimiento de los valores morales tradicionales
en el mundo Occidental Cristiano en que vivimos, hasta la expansión amplia y sin-
cera de un sentimiento social que reivindique para los humildes todos los derechos
que les corresponden. El pensamiento de las generaciones a que me refiero, puede
resumirse en la siguiente síntesis:

Vida institucional
Rehacer nuestra vida institucional democrática y republicana, basándola en el respe-
to estricto a una Constitución, articulada en los principios generales de la democra-
cia, que son: la libertad de acción para el ciudadano, la alternabilidad en el poder, la
representación efectiva en el Gobierno y el sufragio efectivo. A ello hay que agregar
la reconstrucción de nuestras municipalidades, fuente y semillero de la democracia,
y la creación de entes autónomos que llenen a cabalidad las necesidades espirituales
y materiales del pueblo, actualmente uncidas por Somoza al carro del Ejecutivo.

Derechos humanos
Lograr el respeto de los derechos humanos del hombre, con la supresión de los encar-
celamientos arbitrarios, los juicios ilegales, las policías represivas, las investigacio-
nes y venganzas a base de torturas, el allanamiento de los domicilios, y los asesinatos.

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Derechos civiles
Luchar porque el Estado se afirme, en un diálogo democrático y efectivo, del cual
pueda deducirse el respeto para los derechos políticos del ciudadano, que actualmen-
te no tiene en el Gobierno ninguna clase de representación, ya que este último se
haya formado por delegaciones de grupos dominantes y tiránicos, que no se apoyan
en la voluntad popular, ni toman en cuenta los dictados de la opinión pública.

Derechos sociales
Lograr que la acción del Estado se encamine directamente al mejoramiento de las
clases desheredadas, apartándolas de los intereses particulares de ciertas familias
conectadas con la Dinastía, y cuyos negocios han llegado a absorber, casi totalmente,
la economía del país. Esta última nunca ha reconocido la necesidad de encauzar sus
sistemas y lineamientos hacia la consecución de un mejor estándar de vida para el
pobre, sino hacia el beneficio del rico. Por eso se ha dicho con certeza que el régimen
de los Somoza ha hecho más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. El sentido
social de la lucha que mantienen actualmente las nuevas generaciones nicaragüenses
está encauzado a romper el círculo de la reacción somocista, que representa a un ca-
pitalismo voraz y sin escrúpulos, para lograr que la potencia económica del país sirva
al pobre, especialmente al obrero y al campesino.
En Nicaragua ha habido épocas de verdadero auge económico pero jamás se ha lo-
grado (al menos en la era de los Somoza) una verdadera bonanza. Quiero decir con
esto que se ha producido a veces mucha riqueza en el país, causada especialmente
por la buena producción agrícola y el alza de precios en ciertos productos básicos de
la exportación nicaragüense, pero esa riqueza ha sido muy mal repartida.
Es cierto que el Gobierno de Somoza dictó leyes de trabajo, y ha tratado de organizar
un Seguro Social, pero también es verdad que estos adelantos correspondieron siempre
a una necesidad política encauzada hacia una propaganda demagógica, y por lo tanto
fueron realizaciones que no salieron del papel, en el 80 por ciento de los casos. Somoza
como todo tirano, siempre caótico y contradictorio, aprobó leyes permitiendo por ejem-
plo la asociación sindical, pero durante su régimen esta fue una fachada que obedecía
a la necesidad de la propaganda. Lo mismo puede decirse de todos los lineamientos de
su política social, cuya existencia en sus discursos y plataformas políticas dejaba en la
práctica huecos inmensos, y la ansiedad natural que trae el incumplimiento.
Es por eso que las nuevas generaciones nicaragüenses han tomado con todo éxito la
bandera de la Justicia Social, Occidental y Cristiana, pero revolucionaria y amplia,
como síntoma de oposición a una dictadura violenta y retrógrada, que usando el
mismo lenguaje de la equidad y la justicia escatima la primera y pervierte la última.

Reforma moral
No puede concebirse la lucha del nicaragüense, sin tocar el punto de vista moral. Y
ello se debe a que el poder de la tiranía de los Somoza se ha asentado principalmente
en la corrupción del hombre. En este capítulo los gobernantes han escrito páginas
verdaderamente increíbles, que van desde los sistemas sanguinarios y amorales que

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Estirpe Sangrienta: Los Somoza

se relatan sucintamente en este libro, hasta las más inescrupulosas concepciones de


lo que significa el negocio con los bienes del Estado y el aprovechamiento de los
puestos públicos como oportunidad para enriquecerse.

Seguridad americana
Alejados del campo intervencionista que padecieron las generaciones anteriores,
causado principalmente por la ocupación del suelo patrio, los nicaragüenses de hoy
aceptamos con entusiasmo la necesidad de una solidaridad americana, que principie
con el reconocimiento de que la extensión en América de una verdadera democracia
política es indispensable para las buenas relaciones y la compactación espiritual de
nuestro Continente. Creemos además que este reconocimiento debe ser el primer
paso hacia una integración social moderna y justa, única base en que puede afirmarse
la lucha contra el comunismo internacional. Que cuando se hable de la cortina de hie-
rro y de los métodos brutales del comunismo se comprenda la necesidad en que está
América de expurgarse de dictaduras tan crueles y bárbaras como las que imponen
los soviets en otras partes del mundo.
Nuestra campaña en el exterior va dirigida contra la falsa posición de quienes todavía
dicen que los gobiernos como el de la Dinastía Somoza son factores importantes en
la defensa continental, únicamente porque esos dictadores lo pregonan así, pagando
en buena moneda los medios de propaganda a que tienen acceso.
Nosotros, por el contrario, estamos convencidos de que los métodos brutales y au-
sentes de moralidad, usados por los dictadores, desprestigian la posición de Occi-
dente, y abren la puerta a las inconformidades populares, de donde nace la protesta
canalizada y aprovechada más de una vez por el comunismo.

Vida intelectual
La concepción de la lucha contra la tiranía de los Somoza abarca también el campo
de la vida intelectual, sofrenada por las continuas trabas de la dictadura, que ha impe-
dido el libre desenvolvimiento de la mente, negando educación escolar, suprimiendo
universidades, cercenando toda clase de expresión en el pensamiento y en la difusión
de la palabra escrita o hablada, e impidiendo en suma la elevación del nivel cultural
del ciudadano, con lo cual hacen posible el mantenimiento de su poder feudal.
Nicaragua está retrasada cincuenta años respecto de los países hermanos de Centro-
américa, pero su lucha, a veces con etapas de reveladora pujanza, continúa viva, y es
ardiente.
Por eso los nicaragüenses hemos resumido tanto la situación de desgracia en que se
encuentra nuestra Patria, como la esperanza que tenemos acerca de su recuperación,
en una sola frase:

“NICARAGUA VOLVERÁ SER REPÚBLICA”

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