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AYACUCHO - PERÚ
2018
DEDICATORIA
INDICE
INTRODUCCIÓN ................................................................................................... 2
Constitucionalismo. ................................................................................................ 4
INTRODUCCIÓN
No hay Estado del que en verdad se pueda decir que ha tenido una sola
Constitución, pero pocos han tenido hasta trece, como nosotros. Por mencionar varios
ejemplos en América Latina, México ha tenido 5, Chile 6, Bolivia 17, Ecuador 20.
Siempre es tema discutible sobre si es bueno o no tener muchas constituciones. Hay
quienes dicen que se debería seguir el ejemplo de los Estados Unidos, que tuvo sólo
una en más de dos siglos de vida republicana, pero se olvidan de las dieciocho
enmiendas que se han hecho sobre ella y que han permitido mantenerla vigente. En
cualquier caso, resultaría interesante escudriñar en nuestras Constituciones, en
particular las del siglo XX, para comprender nuestra actualidad como Estado y poder
intentar descifrar lo que nos espera a nivel constitucional. Esto también serviría para
indicar si en el Perú del siglo XX, existió o no un núcleo de contenidos constitucionales
o una organización del Estado que hayan sido constantes a lo largo del tiempo.
Nuestro trabajo ha sido estructurado en tres capítulos, con un orden cronológico lo
más riguroso posible. De esta forma, en nuestro primer capítulo, repasamos
brevemente los antecedentes constitucionales peruanos en el siglo XIX, para
continuar con las Constituciones que rigieron en la primera mitad del siglo XX: los
textos de 1920 y 1933. El primero, identificado con el Oncenio de Leguía, introdujo el
constitucionalismo social en nuestro país, aunque no fue respetada por el mismo
régimen que la promulgó. El segundo, reacción ante los abusos del leguiísmo, fue el
texto que rigió formalmente más tiempo en el siglo XX, pero que en la práctica fue
desobedecida por las dictaduras, sin llegar siquiera a implementar las ambiciosas
reformas que proponía. Nuestro segundo capítulo está dedicado a repasar nuestra
Constitución histórica para el resto del siglo: la Constitución de 1979, fruto de una
Asamblea Constituyente plural, que se esperó que fuera la primera Constitución del
siglo XXI. Sin embargo, veremos cómo se desperdició la oportunidad de lograr un
orden constitucional, y se volvió a ver irrumpir al caudillaje, ya no militar como otrora,
sino civil, y a las fuerzas armadas, ya no siguiendo a un caudillo, sino como ente
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Constitucionalismo.
SUMARIO:
116. Necesitamos un eficiente control de la constitucionalidad.- 117. Hacer
del Estado una verdadera entidad de servicios para todos los peruanos.- 118.
Avanzar de la democracia formal a la democracia real.- 119. Articulación
constitucional del proyecto de desarrollo integral de la nación.- 120.
Constitución e integración interestatal.- 121. Constitución y globalización.- 122.
Fomento de una cultura constitucional generalizada.
En los 156 años que comprende el referido periodo, se han sucedido diez
constituciones, sin contar otros dispositivos fundamentales, genéricamente
denominados reglamentos, estatutos, decretos leyes, etc. Ninguno de ellos ha sido
aplicado con rigurosidad, razón por la que podemos afirmar, en consecuencia con
estos hechos,, que el nuestro fue un Estado con abundante normatividad
constitucional, pero con un mísero margen de constitucionalidad.
de contenido real y eficacia normativa. Así las vieron también los gobernados, quienes
se resignaron, en su gran mayoría, a postergar indefinidamente sus intereses, a la
espera incierta de una personalidad fuerte que tuviera la virtud despertarles,
momentáneamente, su aletargada esperanza de cambios socio económicos.
Esas personalidades llegaron y pasaron. El orden establecido permaneció. La
gente joven se hizo vieja, desapareció y el orden de cosas continuó casi inalterado.
Lo que sucedía por aquel entonces, era que las constituciones políticas eran
consideradas como simples documentos descriptivos de la realidad nacional, cuya
finalidad era mantener el equilibrio de poderes y nada más. Poco importaba si se
aplicaban o no las normas constitucionales, si al fin y al cabo la propia Constitución
Política, era una mera referencia legislativa.
La Constitución de 1993 es, hoy en día, una Carta realmente normativa. Sus
dispositivos no son simples ornamentos organizacionales del Estado, sino imperativos
categóricos que deben cumplirse a cabalidad. Para eso están las garantías del hábeas
corpus, amparo, hábeas data, cumplimiento, inconstitucionalidad, acción popular y
conflictos de competencia, taxativamente establecidas por el Art. 200 y por el inc. 3
del Art. 202 de su texto.
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En 1956, votaron por primera vez las mujeres alfabetizadas; en 1980, los
analfabetos en general. Hoy se elige también a las autoridades regionales y
municipales. Estos son innegables avances democráticos. Pero aún faltan elementos
para configurar una verdadera democracia formal.
Ésta llegará cuando el pueblo elija también a sus jueces y, al ser consultado
mediante periódicos referéndums, pueda revocar su mandato, y remover de los
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Ese tendría que haber sido el aporte constitucionalista del siglo XX. No lo fue.
Estamos en la segunda mitad de la primera década del siglo XXI y seguimos con una
democracia formal incompleta, precaria, caudillista y carente de institucionalidad.
El desafío del presente siglo es, no solo completar la democracia formal, sino
avanzar a la democracia real. Y eso significa, ejercer un verdadero control de los
gobernantes por parte de los gobernados. El propósito es claro: Terminar con la
inveterada costumbre de la mentira electoral y la subcultura del robo gubernamental.
“Todos mienten”, “todos roban”, “en todas partes se cuecen habas”, son lemas
justificatorios del engaño y la corrupción. El pueblo no debe permitir que malos
elementos perpetúen sus anomalías, aplicando descaradamente el conocido refrán
“mal de muchos, consuelo de tontos”.
Conformamos país que no tiene proyecto nacional. Sabe de donde viene, pero no
conoce con exactitud lo que realmente es en el presente; ni avizora, con claridad, lo
que potencialmente será en el futuro.
Tenemos 186 años vividos como Estado libre. Tenemos doce constituciones, cerca
de veintinueve leyes, más de mil decretos legislativos, varios cientos de miles de
decretos supremos y millones de resoluciones administrativas. A pesar de ellos,
muchas de nuestras instituciones jurídico políticas no corresponden al estatus de un
ordenamiento estatal moderno.
Esas metas adoptadas colectivamente, serán nuestro norte. Todo gobernante que
asuma el poder, deberá esforzarse por materializarlas, cualesquiera sea el partido al
que pertenezca, la religión que profese o el pensamiento filosófico al que esté afiliado.
Los estados son como los seres vivos; más aún, como los propios hombres. No
pueden estar solos, carecen de capacidad para realizar sus destinos en forma aislada.
Por eso tienen la imperiosa necesidad de formar familias, uniéndose con otros de su
mismo nivel y condición.
A esta forma de encarar los problemas que les afecta en forma colectiva,
estructurando una especie de asociaciones de estados, como por ejemplo la
Comunidad Andina, el MERCOSUR, el Pacto Amazónico, etc. se denomina
integración multiestatal o multinacional.
Los países subdesarrollados, como el nuestro, le temen a los procesos de
integración multiestatal. Por eso no la impulsan de manera sincera y decidida. Creen
que sus debilidades internas se manifestarán con mayor claridad en el contexto
internacional, y que los estados más fuertes se aprovecharán de ellas para causarles
perjuicios irreparables.
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Los incas tuvieron que integrar a los pueblos andinos prehispánicos, para constituir
la nación más poderosa de América. Los patriotas de todo el Continente americano
necesitaron integrarse, para hacer causa común contra sus opresores y lograr la
independencia de sus países. Solo en la integración encontrará la generación del
presente siglo, la energía suficiente para salir de la pobreza, el atraso, la marginación
y el subdesarrollo.
Hasta finales de la década de los años ochenta del pasado siglo, persistieron estas
dos parcialidades, empeñadas en demostrar la superioridad de sus respectivas
concepciones y acciones. La lucha fue soterrada, sutil, disimulada, pero hostil, activa
y decidida. Cada contendor trataba de eliminar a su contrario y quedarse como el
único sistema mundial dominante. Ambos hablaban de paz, pero se armaban
afanosamente para la guerra. Ambos anunciaban estar dispuestos a cooperar para
logra una efectiva distensión y coexistencia pacífica, y, cada uno por su lado, hacía
todo lo contrario. El mundo contemplaba una abierta guerra en la economía, en la
ciencia, en el arte, en las comunicaciones, en el deporte, etc. A esto se le llamó guerra
fría.
Como todo, la globalización tiene sus aspectos positivos y también sus lados
negativos.
Entre los primeros, se halla la expansión de la modernidad, la rapidez de las
comunicaciones, la generalización de la tecnología y el acuciante impulso de las
investigaciones científicas, etc. Son aspectos negativos, por su parte, el exterminio de
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Hasta hoy, los cuadros políticos han sido forjados en las canteras partidarias. Ello
explica su comportamiento sectario, parcializado, muchas veces dogmático, clasistas,
unilateral y limitados por sus intereses particulares, familiares o personales. Son
fragmentarios en su forma de ver y encarar la realidad nacional.
Allí radica la raíz del caudillismo político y también del clientelaje electoral, que
tanto dañó ha causado al país a lo largo de la historia republicana. Esa es la base de
nuestra informalidad institucional, de nuestra precariedad democrática y de nuestra
deformada concepción respecto de la forma republicana de gobierno.
Esta dinámica estatal anómala debe cambiar. Es hora que el Estado haga docencia
política y que forme, por si mismo, los cuadros que requiere para desarrollar las
funciones de su naturaleza. Los intereses del país están por sobre los intereses de
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los grupos partidarios. Los cuadros políticos, técnicos y profesionales del futuro deben
responder a las expectativas comunes de la ciudadanía nacional, superando sus
concepciones subalternas de facción, de grupo, de familia o de caudillo.
los municipales, lo cual nos da un total de unos ¡90 minutos! a lo largo de la vida.
Menos que lo que dedicamos diariamente a la televisión. Eso nos debe hace
reflexionar, ya que agotar la bondad y eficacia de un sistema democrático en la
posibilidad de votar supone una burla y un desdoro del propio sistema. La democracia
ha de ser mucho más que representativa. Tiene que ser asimismo participativa. Dos
grandes pensadores como Kelsen y Bobbio abogaban por introducir instrumentos de
participación en los sistemas representativos, advirtiendo, además, el segundo, del
peligro de las oligarquías en las direcciones de los partidos políticos. Dicho sea de
paso, el eterno tema pendiente de las listas abiertas ayudaría mucho a la pureza de
la representación, que queda muy deteriorada con las listas cerradas al uso.
Puede consolarnos que siempre ha sido así, pues ya Platón decía que «nuestros
políticos son las gentes más divertidas del mundo, con sus reglamentos que modifican
sin cesar». Y en esos reglamentos el verbo más conjugado no es permitir, orientar o
facilitar, sino prohibir. ¡Queda prohibido! Es el sueño de todos los mandatarios. Y eso
no ocurre solo en nuestros lares, sino en todo el universo civilizado. Curiosamente,
los países anglosajones, tan liberales ellos, son países obsesivamente regulados.
Desde que uno se levanta hasta que se acuesta. Y todo es ¡para hacernos más felices!
Y como dice Gomá, si nos obligan a ser felices —a pesar de nosotros— podría
sucedernos lo anunciado por Juvenal, «que por amor a la vida perdamos lo que la
hace digna de ser vivida».
Por tanto, hay que ponerse a la tarea urgente de ahondar en el ejercicio de la
democracia, con más participación y espacios de libertad, no sea que por abandonar
el sabio camino de las reformas caigamos en el violento de las revoluciones.
Autoridades peruanas detuvieron a Edwin Luyo, miembro especial del comité para
licitación del tramo 2 del metro de Lima, y funcionario del expresidente Alan García
acusado de recibir sobornos por US$7 millones de dólares, de la empresa
constructora privada brasileña Odebrecht para ganar un contrato de construcción en
el Metro de Lima, el funcionario presidió el comité que licitó el Metro de Lima en el año
2009, el arresto se produjo luego de que Odebrecht entregara información reservada
sobre el caso, como parte de un acuerdo preliminar con la empresa para colaborar
con la justicia peruana y suspendieron un contrato para la construcción de un nuevo
gasoducto en el norte del país.
CONCLUSIONES.
Al despuntar el siglo XX, el Perú se hallaba regido por la Constitución de 1860, fruto
de una transacción entre los liberales y conservadores de mediados del siglo XIX. Sin
embargo, a inicios del siglo XX, los intentos para corregir sus deficiencias dentro del
sistema fueron frenadas, lo que favoreció el ascenso de don Augusto B. Leguía, que
tomó el poder con un golpe de estado en 1919, promulgando al año siguiente, la nueva
Constitución de 1920, preparada por una Asamblea Nacional, en base a 18 puntos
aprobados en un plebiscito usado como medio de legitimación del régimen golpista.
En cuanto a su parte orgánica, el texto de 1920 reforzó la autoridad presidencial sin
menospreciar al Congreso, pero no afirmó la independencia del PJ, ya muy
comprometida por el texto de 1860. Además, ensayó una original solución al problema
de la descentralización con los Congresos Regionales, pero no respetó la libertad
municipal, al iniciar la costumbre de designar Juntas de Notables. En cuanto a su parte
dogmática, la Constitución de 1920 introdujo el constitucionalismo social en el Perú al
reconocer los primeros derechos sociales y al reconocer oficialmente a las
comunidades indígenas. Pero nunca tuvo una vigencia efectiva: el mismo Leguía la
desvirtuó y se aferró al poder en base a sucesivas reformas al texto constitucional
hasta su caída en 1930, y siguiendo nuestra costumbre de considerar a la Constitución
como plan de gobierno, al ser identificado el texto de 1920 con el gobernante caído,
una de las exigencias de la opinión pública fue su sustitución. En medio de una
convulsa situación política, se reunió el Congreso Constituyente de 1931, que sería
mutilado poco después por la dictadura de Sánchez Cerro en medio de la coyuntura
de la guerra civil de 1932. La experiencia de Leguía traumó a los redactores de la
Constitución de 1933, que incluso introdujeron una cláusula pétrea prohibiendo la
reelección. En cuanto a la parte orgánica, la Constitución de 1933 reforzó los controles
parlamentarios ya existentes (censura, interpelación, confianza), sin lograr quebrantar
el gran poder presidencial, creando un sistema híbrido donde los menos favorecidos
fueron los ministros, con lo que el Congreso podía fácilmente obstruir la labor del
Gobierno sin ningún freno, en medio de una continua oscilación entre la democracia
y la dictadura. En cuanto a su parte dogmática, el texto de 1933 continuó con la
tendencia a favor de los derechos sociales iniciada en 1920, pero limitó la protección
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un ente independiente. Además, estableció por primera vez un modelo dual de control
de la constitucionalidad de las leyes: un control difuso a cargo del PJ y un control
concentrado a cargo del nuevo TGC. Por último, el texto de 1979 no se limitó a buscar
la descentralización y defender el municipio libre: planteó la regionalización, que al
final quedó sin implementarse debidamente. El texto de 1979, al igual que su
antecesora de 1933, estableció una cláusula pétrea, pero sobre la totalidad del texto
constitucional, lo que no serviría frente a las tentaciones golpistas.
En cuanto a su parte dogmática, la Constitución de 1979 es pionera en muchos
aspectos. Para empezar, es la única en la historia del Perú que cuenta con un extenso
y bien preparado Preámbulo. Preocupada eminentemente por la defensa de los
derechos humanos, pecó en exceso, mas no en omisión, recogiendo derechos de
primera, segunda y tercera generación, además de reconocer los derechos implícitos
y recapitular los deberes de los peruanos, legislando también el régimen económico
en razón del interés social. Lo mejor hubiera sido reconocer los principales derechos
y dejar en manos de la jurisprudencia su desarrollo más amplio, pero los
constituyentes tuvieron la obsesión de defender los derechos tan vulnerados en
épocas anteriores. Para reforzar dicha protección constitucional, se ratificó los
tratados sobre derechos humanos como el Pacto de San José, limitando la pena de
muerte a la traición a la Patria en guerra externa, además de regular el rango legal de
los tratados internacionales, complementada con el pionero artículo 105°, que
reconoció rango constitucional a los tratados internacionales sobre derechos
humanos. También el texto de 1979 aseguró a los ciudadanos, la posibilidad de
recurrir a instancias internacionales, una vez agotadas las instancias nacionales. La
Constitución de 1979 introdujo el principio de supremacía constitucional y reguló
extensamente las garantías para todo ciudadano en materias judiciales. Por último, lo
que creemos más importante, diferenció adecuadamente a los derechos y garantías,
estableciendo cuatro garantías: hábeas corpus, acción de amparo, acción popular y
acción de inconstitucionalidad.
Pese a que el texto de 1979 establecía el deber de defender la legalidad, ante el
autogolpe de 1992, muy contadas personas alzaron la voz en defensa de la legalidad,
debido a la crisis herencia de los años 80. Fue la presión internacional la que obligó
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En este sentido, a nivel dogmático, lo mejor sería, no tanto recoger más derechos,
porque para ello existe la figura de los derechos derivados y el desarrollo doctrinario
del TC, sino asegurar su estricto cumplimiento sin favoritismos, con equidad y justicia.
Además, implementar una efectiva cultura ciudadana, desde la escuela, a fin que los
ciudadanos tengan conciencia no sólo de sus derechos, sino también de sus deberes
para con el Perú y la sociedad.
A nivel orgánico, el tema es más complejo. La democracia en el Perú no ha podido
desarrollarse eficazmente a causa de nuestra psicología y el mesianismo de nuestros
políticos. Desde hace dos siglos que vivimos en un sistema presidencial con rasgos
parlamentarios, no obstante lo cual, siempre la máxima figura en el Perú será el
Presidente de la República. Lo que el Perú requiere es un gobierno fuerte, impersonal
y descentralizado, superior a los partidos, a las personas y a las tendencias, un
gobierno que conforme a la idea republicana del siglo XIX, sea dirigido por ciudadanos
honestos y preparados (aunque en el Perú dado el ambiente demagógico en que
vivimos suene utópico). Pese a los defectos de su eventual abuso, el régimen
presidencial es mejor que el parlamentario, pues genera una administración eficiente,
un orden jurídico responsable y de respaldo popular, en vez de un Congreso derivado
del sufragio universal y lleno de las imperfecciones del sistema electoral peruano, a la
vez que permite una efectiva consolidación del Estado. Sin embargo, es necesario
simplificar el Poder Ejecutivo, pues existen demasiados ministerios y una abundante
burocracia, mal pagada, que alienta la corrupción. Se debe contar con un Congreso
bicameral a fin de frenar el populismo inevitable en el modelo unicameral y tener una
legislación preparada y cuerda, que no se contradiga en ocasiones. En cuanto al
sistema judicial, debe adaptarse a los tiempos de la tecnología informática, como ya
se ha venido haciendo con el Ministerio Público, pero no se ha completado con el PJ.
Por último, en cuanto al TC, es indudable que ha tenido excesos en su
funcionamiento, por lo que sería prudente que adopte mecanismos de autocontrol
ante decisiones polémicas. Lo importante en nuestro país, es fortalecer la
institucionalidad y no debilitarla, a fin de lograr contar con un texto constitucional
eficiente, que no sea un plan de gobierno, sino que sea la norma máxima, la norma
que contenga los principios y valores más importantes de nuestra sociedad.
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BIBLIOGRAFÍA