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Como muestra la leyenda de Lilith, y como han observado los psicoanalistas a partir de Freud y

Jung, los mitos y los cuentos de hadas suelen expresar e imponer los axiomas de la cultura con
mayor precisión que los textos literarios más complejos. Si el relato de Lilith resume la génesis
del monstruo femenino en una útil parábola única, el cuento de Grimm de «La pequeña
Blancanieves» dramatiza la relación esencial pero equívoca entre la mujer-ángel y la mujer-
monstruo, una relación que también está implícita en las confusas especulaciones de Aurora
Leigh sobre su madre muerta. «La pequeña Blancanieves», que Walt Disney tituló
«Blancanieves y los siete enanitos», en realidad debería llamarse Blancanieves y su malvada
madrastra, porque la acción central del cuento —de hecho, su única acción real— surge de la
relación entre estas dos mujeres: una, bella, joven, pálida, la otra, igual de bella, pero mayor,
más cruel; una, hija, la otra, madre; una, dulce, ignorante, pasiva, la otra, artera y activa; una,
una especie de ángel, la otra, una bruja innegable. Resulta significativo que el conflicto entre
estas dos mujeres se libre en buena medida en los recintos transparentes en los que, como el
resto de las imágenes de mujeres que hemos expuesto aquí, han sido encerradas: un espejo
mágico, un ataúd de cristal encantado y encantador. Aquí, blandiendo como armas las
herramientas que el patriarcado sugiere que han de utilizar las mujeres para matarse y
convertirse en arte, las dos mujeres tratan de matarse literalmente una a otra con sus artes. La
sombra combate a la sombra, la imagen destruye a la imagen en la prisión de cristal, como si el
«demonio» del retrato de la madre de Aurora conspirara para destruir al «ángel» que es otro
de sus yoes.

El relato comienza en pleno invierno, con una reina sentada y cosiendo, enmarcada por una
ventana. Como en tantos cuentos, se pincha el dedo, sangra y, de este modo, se asume que
entra en el ciclo de la sexualidad que William Blake denominó el reino de la «generación»,
dando a luz «poco después» a una hija «tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y
tan negra como la madera del marco de la ventana»79. Todos los motivos presentados en este
primer párrafo introductorio —costura, nieve, sangre, reclusión— se asocian con temas clave
en las vidas femeninas (y, por ello, en la escritura femenina) y, de este modo, son temas que
estudiaremos a lo largo de este libro. Pero para nuestros objetivos presentes, el comienzo del
cuento es meramente introductorio. El relato real empieza cuando la reina, convertida en
madre, también se metamorfosea en bruja, es decir, en una «madrastra» malvada: «[...]
cuando nació la niña, la reina murió» y «cuando hubo pasado un año, el rey tomó otra
esposa». Cuando nos encontramos por primera vez con esta «nueva» esposa, está enmarcada
en un espejo mágico, justo como su predecesora —es decir, su yo anterior— había estado
enmarcada por una ventana. Sin embargo, estar capturada y atrapada en un espejo en lugar
de estarlo en una ventana es ser impulsada hacia dentro, estudiando obsesivamente imágenes
propias como si se buscara un yo viable. La primera reina parece que aún tenía perspectivas; al
no haber caído todavía en la sexualidad, miraba hacia afuera, aunque sólo hubiera nieve.

Que las perspectivas exteriores se han retirado —o perdido o disuelto— se sugiere no sólo por
la obsesión con el espejo que muestra la reina, sino por la ausencia del rey del relato según se
cuenta en la versión de Grimm. El marido de la reina y el padre de Blancanieves nunca aparece
realmente en este relato, hecho que resalta la intensidad casi sofocante con la que el cuento
se concentra en el conflicto en el espejo entre madre e hija, mujer y mujer, yo y yo. Al mismo
tiempo, sin embargo, existe claramente al menos un modo en el que el rey está presente. Sin
duda, suya es la voz del espejo, la voz patriarcal del juicio que rige la valoración propia de la
reina y de toda mujer. Él es quien decide, primero, que su consorte es «la más bella de todas»,
y luego, cuando se vuelve loca, rebelde, como una bruja, que ha de ser reemplazada por su
hija angelical, inocente y obediente, una muchacha que, por lo tanto, es definida como «más
bella aún» que la reina. Luego, en la medida en que el rey, y sólo el rey, constituía las
perspectivas de la primera reina, ya no necesita aparecer más en el cuento porque, una vez
asimilado el significado de su propia sexualidad (y, por lo tanto, habiéndose convertido en la
segunda reina), la mujer ha interiorizado las reglas del rey: su voz reside ahora en su espejo, su
propia mente. Pero si Blancanieves es «realmente» hija de la segunda reina tanto como de la
primera (esto es, si las dos reinas son la misma persona), ¿por qué la odia tanto? La explicación
tradicional —que la madre está tan amenazada por la «sexualidad incipiente» de su hija como
la hija lo está por la «posesión» del padre por parte de la madre— es útil, pero no parece del
todo adecuada, considerando la profundidad y ferocidad de la furia de la reina. Es cierto, por
supuesto, que en el reino patriarcal del texto estas mujeres que habitan la vida de la reina
pueden ser puestas en peligro literal por la belleza de su hija y también que (como veremos a
lo largo de este estudio), dada la vulnerabilidad femenina que tales peligros implica, la
vinculación femenina es extraordinariamente difícil en el patriarcado: de forma casi inevitable,
las mujeres se vuelven contra las mujeres porque la voz del espejo las enemista entre sí. Pero,
más allá de todo esto, parece como si cobrara sentido que la intensa desesperación con que la
reina realiza sus rituales de autoabsorción cause (o sea causada por) su odio hacia
Blancanieves. Inocente, pasiva y desinteresadamente libre de la locura del espejo que
consume a la reina, Blancanieves representa el ideal de renuncia del que la reina ya ha
desistido al comienzo del relato. Así pues, Blancanieves está destinada a reemplazar a la reina
porque la reina la odia, en lugar de al contrario. En otras palabras, el odio de la reina hacia
Blancanieves existe antes de que el espejo haya proporcionado una razón obvia para éste.
Porque la reina, como llegaremos a apreciar con mayor claridad en el curso del relato, es una
conspiradora, una creadora de tramas, una intrigante, una bruja, una artista, una imitadora,
una mujer de una energía creativa casi infinita, ingeniosa, astuta y absorta en sí misma como
todos los artistas suelen estar. Por otra parte, en su castidad absoluta, su inocencia gélida, su
dulce nulidad, Blancanieves representa precisamente el ideal de «pureza contemplativa» que
ya hemos expuesto, un ideal que podía, de forma bastante literal, matar a la reina. Ángel en la
casa del mito, Blanca- nieves no es sólo una niña, sino (como siempre lo son los ángeles
femeninos) infantil, dócil, sumisa, la heroína de una vida que carece de historia. Pero la reina,
adulta y demoniaca, desea llanamente una vida «de acción significativa», por definición una
vida «afemenina» de relatos y narración. Y, por lo tanto, en la medida en que Blancanieves,
como hija suya, es parte de sí misma, desea matarla en sí misma, matar al ángel que
mantendría hechos y dramas fuera de su propia casa. La primera trama de muerte que la reina
inventa es el relato franco e ingenuo de un asesinato: ordena a uno de sus cazadores que mate
a Blancanieves. Pero, como Bruno Bettelheim ha expuesto, el cazador es en realidad un
sustituto del rey, una figura paternal —o, más específicamente— patriarcal «que domina,
controla y somete a las bestias salvajes y feroces»y que, de este modo, «representa el
sometimiento de las tendencias animales, asociales y violentas del hombre». Luego, en cierto
sentido, la reina ha pedido neciamente a su dueño patriarcal que actúe para ella realizando el
acto subversivo que desea hacer en parte para conservar poder sobre él y en parte para
robarle su poder. Es evidente que no lo hará. Como hija angelical del patriarcado, Blancanieves
es, después de todo, su hija y debe salvarla, no matarla. De ahí que mate a un jabalí en su lugar
y lleve su pulmón e hígado a la reina como prueba de que ha asesinado a la niña. Así pues,
pensando que está devorando a su enemiga de hielo puro, la reina consume en su lugar los
órganos del jabalí; es decir, hablando de forma simbólica, devora su propia furia bestial y se
enfurece aún más (por supuesto). Cuando se entera de que su primera trama ha fallado, la
narración de la reina se encoleriza más y se vuelve más inventiva, más sofisticada, más
subversiva. Resulta significativo que cada uno de los tres «cuentos» que nana —es decir, cada
una de las tres tramas que inventa— dependa de un uso venenoso o paródico de un recurso
manifiestamente femenino como arma mortal y en cada caso refuerza el comentario sardónico
sobre la «feminidad» que dicho armamento realiza asumiendo la personalidad de una «sabia»,
una «buena» madre. Como una «suerte» de anciana buhonera, se ofrece a ajustar «como es
debido» el corsé de Blancanieves una vez siquiera y entonces la sofoca con un juego de lazadas
apretadas muy Victoriano. Como otra anciana sabia, experta en belleza femenina, promete
peinar el cabello de Blancanieves «como es debido» y luego la ataca con un peine
envenenado. Por último, como saludable esposa de un granjero, da a Blancanieves una
«manzana muy venenosa» que ha preparado en «una habitación completamente secreta y
aislada, a donde nadie va nunca». La muchacha acaba cayendo muerta, según parece, por las
artes femeninas de la cosmética y la coquetería. Sin embargo, paradójicamente, aunque la
reina ha utilizado de forma subversiva artimañas femeninas tales como el peine de las sirenas
y la manzana de Eva para destruir a la angelical Blancanieves de modo que (la reina) pueda
afirmarse y engrandecerse, estas artes han tenido en su hija un efecto contrario de los
pretendidos. Fortaleciendo a la casta doncella en su pasividad, la han convertido precisamente
en el objeto de arte eternamente bello e inanimado que la estética patriarcal desea que sea
una muchacha. Desde el punto de vista de la reina loca y autoasertiva, las artes femeninas
convencionales matan. Pero desde el punto de vista de la dócil y abnegada princesa, dichas
artes, aun cuando maten, confieren la única medida de poder disponible para la mujer en una
cultura patriarcal. Sin duda, cuando el bondadoso cazador-padre salvó su vida abandonándola
en el bosque en los límites de su reino, Blancanieves descubrió su propia impotencia. Aunque
se le había permitido vivir porque era una «buena» chica, tenía que encontrar su modo
taimado de resistir los ataques de la enloquecida reina, tanto dentro como fuera de su yo. A
este respecto, los siete enanitos puede que representen sus propios poderes diminutos, su
individualidad atrofiada, porque, como señala Bettelheim, poco pueden hacer para salvar a la
muchacha de la reina. Al mismo tiempo, sin embargo, su vida con ellos es una parte
importante de su educación en la feminidad sumisa, porque al servirlos aprende lecciones
esenciales de servicio, de abnegación, de domesticidad. Por último, el hecho de que en este
punto Blancanieves sea un ángel ama de casa en un hogar diminuto conduce la disposición del
relato hacia «el mundo de la mujer y el trabajo de la mujer»: el reino de la domesticidad es un
reino miniaturizado en el que la mejor de las mujeres no es sólo como un enano, sino como la
sirvienta de un enano. ¿La ironía y amargura consiguientes a tal percepción llevan a
Blancanieves a algunos pequeños actos de desobediencia? ¿O Blancanieves habría acabado
rebelándose de todos modos, debido precisamente a que es la hija verdadera de la reina? Por
supuesto, el relato no responde a tales preguntas, pero parece implicarlas, ya que su momento
crucial proviene de la significativa buena gana con la que Blancanieves se deja tentar por los
«regalos» de la reina, pese a las advertencias de los enanos. De hecho, el único indicio de
interés propio que muestra a lo largo de todo el relato aparece en su deseo «narcisista» por el
corsé, el peine y la manzana que la asesina disfrazada le ofrece. Como señala Bettelheim, ello
«sugiere cuánto se aproximan las tentaciones de la madrastra a los deseos interiores de
Blancanieves». En efecto, sugiere que, como ya hemos apuntado, la reina y Blancanieves son
en cierto sentido una: mientras que la reina lucha por liberarse de la pasiva Blancanieves
dentro de sí, Blancanieves debe luchar para reprimir a la reina asertiva dentro de sí. Que
ambas mujeres coman de la misma manzana mortal en el tercer episodio de la tentación
simplemente aclara y dramatiza este punto. El arte solitario de la reina le ha permitido
inventar un fruto de dos caras —una «mejilla» blanca y una roja— que representa su relación
ambigua con esta muchacha angelical que es tanto su hija como su enemiga, su yo y su
opuesto. Su intención es que la muchacha muera por la mitad roja envenenada de la manzana
—roja con su energía sexual, su deseo asertivo de hechos de sangre y triunfo—, mientras ella
misma quedará indemne por la pasividad de la mitad blanca. Pero aunque al principio parece
ocurrir así, el efecto de la manzana acaba siendo del todo diferente. Después que la astucia de
la reina ha matado a Blancanieves para convertirla en arte, la muchacha se vuelve aúnmás
peligrosa para la autonomía de su madrastra que antes, debido a que se le opone más tanto en
mente como en cuerpo. Porque muerta y abnegada en su ataúd de cristal, es un objeto para
ser expuesto y deseado, un «opus» de mármol del patriarcado, la decorativa y decorosa
Galatea con quien todo gobernante quisiera adornar su salón. Así pues, cuando el príncipe ve
por primera vez a Blancanieves en su ataúd, pide a los enanos que se la den como un regalo,
«porque no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y valoraré como mi posesión más
preciosa». Un «objeto», una posesión, Blancanieves se ha convertido en una imagen idealizada
de sí misma, una mujer en un retrato como la madre de Aurora Leigh, y, como tal, se ha
probado a sí misma definitivamente que es la mujer ideal del patriarcado, la candidata
perfecta para reina. En este punto, por lo tanto, regurgita la manzana envenenada (cuya furia
se había atascado en su garganta) y se levanta de su ataúd. La más bella de la tierra se casará
con el más poderoso de la tierra; invitada a su boda, la reina conspiradora, egoísta y asertiva,
se convertirá en una reina pasada, danzando hasta la muerte con zapatos de hierro calentados
al rojo. ¿Qué guarda el futuro para Blancanieves? Cuando su príncipe se convierta en rey y ella
en reina, ¿cómo será su vida? Entrenada en la vida doméstica por sus instructores enanos, ¿se
sentará en la ventana, contemplando el bosque silvestre de su pasado, y suspirará, coserá y se
pinchará el dedo y concebirá una niña blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como
la madera de ébano? Sin duda, la más bella de todas, Blanca- nieves ha cambiado un ataúd de
cristal por otro, rescatada de la prisión donde la reina la puso sólo para ser encarcelada en el
espejo desde el cual la voz del rey le habla a diario. Después de todo, no existe modelo
femenino para ella en este cuento, salvo la «buena» madre (muerta) y su encarnación viviente,
la «mala» madre. Y si Blancanieves escapó de su primer ataúd de cristal por su bondad, su
pasividad y docilidad, su única escapatoria del segundo ataúd de cristal, el espejo aprisionador,
sin duda tendrá que ser a través de la «maldad», a través de tramas y relatos, planes arteros,
sueños desordenados, ficciones furiosas, personificaciones locas. El ciclo de su destino parece
inexorable. Al renunciar a la «pureza contemplativa», debe embarcarse ahora en esa vida «de
acción significativa» que, para una mujer, se define como una vida de bruja debido a que es
tan monstruosa, tan innatural. Grotesca como Error, Duessa, Lucífera, practicará artes falsas
en su habitación secreta y aislada. Suicida como Lilith y Medea, se convertirá en asesina
resuelta a su propia muerte implícita en sus atentados asesinos contra la vida de su propia hija.
Por último, con zapatos ardientes que parodian los trajes de la feminidad del mismo modo que
el peine y el corsé que ella misma ideó, efectuará una danza de la muerte terrible y silenciosa
para salir del relato, el espejo, el ataúd transparente de su propia imagen. Su único hecho,
implicará esta muerte, sólo puede ser un hecho de muerte; su única acción, la acción
perniciosa de su autodestrucción.

( a las mujeres escritoras)mEn los intentos de huida que la pluma femenina les ofrece desde la
prisión del texto masculino, comienzan por definirse a sí mismas de forma alternativa como
mujeres-ángeles o mujeres-monstruos. Al igual que Blancanieves y la malvada reina, sus
primeros impulsos, como también veremos, son ambivalentes. O se inclinan a inmovilizarse
con corsés apretados y sofocantes en los ataúdes de cristal del patriarcado, o están tentadas a
destruirse bailando tarantelas feroces y suicidas para salir del espejo. No obstante, pese a los
obstáculos presentados por las imágenes gemelas de ángel y monstruo, pese a los temores a la
esterilidad y las ansiedades por la autoría que han padecido las mujeres, han sido posibles
generaciones de textos de escritoras

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