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Entre el olvido, la memoria y el desafío: las disputas por los significados de la


violencia en la frontera norte de México.
Kenya Herrera Bórquez
Universität Potsdam

Resumen

Partiendo de la premisa de que la cultura permea toda experiencia humana, y que se sitúa
en el mismo nivel de abstracción que las dimensiones políticas o económicas del mundo
social, este texto es una exploración sobre las dimensiones sociales y culturales de la
violencia.
Concretamente, la discusión se centra sobre la comunidad de Maclovio Rojas, situada en
la zona periférica de la ciudad de Tijuana, un espacio urbano donde las redes
trasnacionales del narcotráfico se han asentado, cambiando la vida y las experiencias
sociales, económicas y culturales de los pobladores. En este escenario, se asoman las
maneras en la que la violencia estructural y la violencia cotidiana se articulan dentro de
las dinámicas de relación entre los diferentes actores que constituyen este espacio social.

Propongo que lo que se observa en Maclovio Rojas, es una disputa por los significados de
la violencia, entre el Estado, las redes del narcotráfico y los pobladores del Maclovio
Rojas, donde la memoria, el olvido y el desafío a la autoridad y a la muerte contienden
por dar sentido a la vida y muerte de los que habitan este lugar.
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Cara a la muerte
Cuando llegaron las balas
No era advertencia
Ni coincidencia
Era la muerte en mi cara

"Cara a la Muerte"
Gerardo Ortiz

¿Es posible explicarnos la violencia mexicana? ¿Es susceptible a interpretación?


Tendríamos que empezar por admitir que, en este momento, desde el campo de acción
que nos compete -la academia-, nos ha rebasado. Las cifras de muertos, de desapariciones
forzadas y secuestros, particularmente después del 2006, han escalado a números
inauditos. Pero no solamente es la cantidad de muertos lo que horroriza, sino las formas
en las que se despliegan estas muertes ante nosotros. El bombardeo mediático inunda
nuestras pantallas, desborda nuestras lecturas con imágenes de cuerpos fragmentados, una
mancha interminable de sangre que no podemos quitarnos de encima, no importa cuántas
veces cambiemos de página.

Quizá lo más desconcertante es la ausencia de consecuencias, el vacío de lógicas


que nos permitan navegar por este territorio. Al parecer, no hay ningún mecanismo ni
organización, gubernamental o civil, lo suficientemente sólido para enfrentar la situación.
No hay instancias a las cuales recurrir que brinden a la ciudadanía alguna seguridad o
protección, y la sensación generalizada es de desamparo frente a una violencia sin
sentido.

En las Jornadas de Vida y Resistencia en la Frontera Norte, que se llevaron a cabo


en Ciudad Juárez en octubre del 2011, Sandra Bercovich apuntaba que, en el caso de la
violencia en esta ciudad, no era posible explicar lo que sucedía, sino más bien, que lo que
acontecía nos explicaba a nosotros. Desde su punto de vista,

"los acontecimientos localizan cierto estado de las cosas, nos cuentan en


dónde estamos. Pretendemos que el sacrosanto saber teórico ofrecería
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eruditas interpretaciones, pero de hecho es la realidad la que nos interpreta.


Ciudad Juárez no es interpretable, lo que ocurre en el norte es en sí mismo
una interpretación, una especie de respuesta feroz a una pregunta que no
alcanza a formularse." (Bercovich, 2013:40)

Este texto es una aportación a la apuesta de esta compilación; un esfuerzo


interdisciplinario por asir hilos conductores que den sentido a las condiciones históricas,
y a los elementos sociales, políticos y culturales que en México han creado un entorno de
violencia y terror extremo. No es una interpretación, sino un ejercicio de cartografía, un
mapa simbólico de la violencia en el norte de México. Siguiendo la pauta de Sandra
Bercovich, no pretendo dar explicaciones, más bien, quiero pintar escenarios que puedan
hacer justicia a las complejidades generadas cuando la violencia se encarna en el mundo
de vida de los mexicanos, cuando se vuelve parte del cotidiano, y cuando no se puede
pensar en un futuro sin ella.

Este capítulo es una contribución a la discusión desde el análisis de la cultura.


Aludo aquí al argumento de Gilberto Giménez (2007), que sostiene que una de las
propiedades de la cultura es su transversalidad, es decir, es una dimensión de todo el
espectro de la vida social. Para este académico mexicano, la cultura atraviesa toda la
experiencia humana, y genera lógicas propias que, para él, sitúan a lo cultural en el
mismo nivel de abstracción que las dimensiones políticas o económicas de mundo social.
Hablando particularmente del tema que nos compete, Nancy Scheper-Hughes y Philippe
Bourgois (2004) dicen que son precisamente las dimensiones sociales y culturales de la
violencia las que le dan su poder y significado.

Al centro de mi discusión, está la disputa por los significados de la violencia en


un espacio social y geográfico concreto. La comunidad de Maclovio Rojas, ubicado en la
zona periférica de la ciudad de Tijuana, es un pequeño poblado en el norte de México
dónde las redes trasnacionales del narcotráfico han anclado, transformando las
condiciones sociales, económicas y culturales de sus pobladores. El propósito del texto es
hacer un recorrido por el entramado de significaciones que constituyen el mundo
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sociocultural concreto de Maclovio Rojas, y atisbar las articulaciones entre lo global y lo


local, entre la violencia estructural y la violencia experimentada en el cotidiano por los
actores que participan de las dinámicas de relación social y las prácticas que forjan este
espacio social. Propongo que lo que se observa en Maclovio Rojas, es una disputa por los
significados de la violencia, entre el Estado, las redes del narcotráfico y los pobladores
del Maclovio Rojas, donde la memoria, el olvido y el desafío a la autoridad y a la muerte
contienden por dar sentido a la vida y muerte de los que habitan este lugar.

La violencia en México es un fenómeno complejo que es imposible abarcar desde


una sola disciplina. La discusión que aquí nos compete, está contextualizada dentro de un
universo moldeado por el neoliberalismo y que responde sus imaginarios dominantes.
También está inscrito en una genealogía de violencia que se traza a lo largo de la historia
mexicana y que sigue influyendo en las dinámicas políticas de la vida social. Estos
ingredientes son marcos explicativos para el desmoronamiento de las instituciones en el
país y la desesperanza, que investigadores como Rossana Reguillo (2000) y José Manuel
Valenzuela Arce (2009) han puntualmente registrado en sus estudios sobre culturas
juveniles en México. Aunque el mundo cultural asociado al narcotráfico mexicano no
podría definirse estrictamente como una cultura juvenil, la población joven es la que está
al frente en las trincheras de estos fenómenos sociales. Recientemente se publicaron los
resultados de un estudio sobre desapariciones forzadas que el Centro de Investigación y
Docencia Económicas (CIDE) y la revista Proceso realizó con el auspicio de la
Fundación Omidyar Network (Campa, 2015). De acuerdo a lo publicado, si entre 2007 y
2012, en el sexenio de Felipe Calderón, desaparecieron seis mexicanos al día; entre 2013
y 2014, en el de Peña Nieto, desaparecieron más del doble: 13 al día. Con Calderón se
extraviaba o desaparecía un mexicano cada cuatro horas con cinco minutos; con Peña
Nieto ello ocurre cada hora con 52 minutos. Las bases de datos analizadas reportan que
se han extraviado o desaparecido más hombres que mujeres –60% en el registro del
gobierno de Calderón; 71% en el de Peña Nieto– y en que la mayoría son jóvenes: 33%
de 15 a 29 años, según el RNPED de Calderón; 39.5%, según el de Peña Nieto.
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Es indispensable tener estos elementos como horizonte para el análisis del


entramado cultural que sostiene al México contemporáneo. Concuerdo con Rossana
Reguillo en que,

“el cansancio y el desencanto juvenil frente a las instituciones, desborda el


problema ‘cuantitativo’ de la carencia de espacios. Pensar la participación de
los jóvenes exclusivamente como un problema de exclusión o marginación de
carácter económico, estructural, al margen del análisis cultural, pospone o
aleja la posibilidad de someter a crítica reflexiva un ‘proyecto’ que no parece
capaz de resistir más tiempo.” (Reguillo, 2008: 9).

Cultura y narcocultura
Me parece importante empezar con algunas acotaciones teóricas para plantear claramente
a qué refiere el estudio de la cultura y, por ende, qué implica hablar de una narcocultura.
Gilberto Giménez define la cultura como "el proceso de continua producción,
actualización y transformación de modelos simbólicos (en su doble acepción de
representación y de orientación para la acción) a través de la práctica individual y
colectiva, en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados"
(Giménez, 2007:39). Para poder analizar de manera adecuada este concepto y determinar
sus alcances, conviene señalar algunas acotaciones que Giménez hace sobre la idea de
"cultura". Para él, una de las características de la cultura es su ubicuidad, esto es, lo
considera una dimensión de la vida social que atraviesa todas las manifestaciones de la
vida individual y colectiva. Si, como dice Giménez (2007), todo quehacer humano
produce significados, la cultura entonces sería la organización social de éstos. Los
significados se vuelven legibles en un sistema de oposiciones y diferencias, donde ciertos
"nodos institucionales" (Estado, iglesia, familia, medios de comunicación) organizan
estos sentidos a través de jerarquizaciones y marginalizaciones de determinadas
manifestaciones culturales. Hasta ahora, el concepto que propone Giménez es abstracto y
en efecto, él mismo plantea la imposibilidad de captar la totalidad de la cultura en estos
términos; no podemos experimentar al mismo tiempo todos los artefactos que componen
la cultura. Para él, la experiencia cultural se vive fragmentada, se aprehende en conjuntos
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limitados de signos relacionados entre sí que denomina "textos culturales". Analizar la


cultura por medio de estos "textos", refiere a mundos culturales concretos, que implica
localizarlos en contextos históricos y espaciales específicos. Estos mundos culturales
concretos se distinguen y se contraponen en la diferencia. Además, estos "textos
culturales" no sólo son depósitos de significados para ser descifrados. Son también
dispositivos a través de los cuales los actores sociales pueden actuar sobre el mundo y
ejercer poder.

Esto es particularmente significativo, cuando Giménez plantea la distinción entre


formas interiorizadas y formas objetivadas de la cultura. Así, identifica "textos culturales"
materializados en prácticas y objetos concretos y, además, señala las estructuras mentales
interiorizadas (haciendo una analogía al habitus de Bourdieu), a través de los cuales los
sujetos interpretan el mundo. Para Giménez,

"la concepción semiótica de la cultura nos obliga a vincular los modelos


simbólicos a los actores que incorporan subjetivamente ("modelos de") y los
expresan en sus prácticas ("modelos para"), bajo el supuesto de que 'no existe
cultura sin actores ni actores sin cultura'. Más aún, nos obliga a considerar la
cultura preferentemente desde la perspectiva de los sujetos, y no de las cosas;
bajo sus formas interiorizadas, y no bajo sus formas objetivadas." (Giménez,
2007:44).

La elaboración, distribución y consumo de drogas ilegales, en México y en el mundo, es


un mercado global sumamente lucrativo. Su expansión global se sostiene en mecanismos
y procesos económicos y políticos. Al mismo tiempo, los flujos globales del narcotráfico
generan espacios socioculturales donde lo global y lo local intersectan, generando
artefactos, símbolos, prácticas y creencias que devienen en lógicas de vida y dinámicas
de relación que informan cómo los actores sociales interpretan la realidad y actúan en el
mundo.
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Si continuamos la línea argumental de que la cultura atraviesa la totalidad del mundo


social, resulta coherente aseverar que el narcotráfico posee una dimensión cultural. El
narcotráfico constituye un sistema semiótico diferenciado y jerarquizado, que se
manifiesta en artefactos culturales (música, moda, literatura, prácticas sociales y
religiosas, etc.) y también, en estructuras mentales interiorizadas que moldean
subjetividades y confieren una identidad colectiva a todo aquel que se adscribe a este
mundo cultural concreto. En este sentido, académicos como Paola Ovalle (2007), Luis
Astorga (1996), Juan Cajas (2004, 2008) y José Manuel Valenzuela Arce (2008), utilizan
el término narcocultura para designar al espacio sociocultural asociado al tráfico ilegal
de drogas.

El antropólogo Howard Campbell llama a la narcocultura “Drug War Zone”, y lo


define como un espacio trasnacional fluido donde las fuerzas contendientes luchan por
los significados, el valor y el control. Es un marco explicativo para las continuidades y
disyunciones culturales y políticas que se generan, material y discursivamente, a través
del tráfico de drogas y las actividades de procuración de justicia. Para Campbell, no
refiere sólo a un lugar construido geográficamente, históricamente acotado, señala un
lugar mental y un dominio simbólico –similar en términos foucaultianos a la dialéctica
entre “sociedad real” y “heterotopia” (Campbell, 2009, p. 98). Por su parte, Miguel
Cabañas (2014) opina que la idea de narcocultura engloba representaciones visuales y
lingüísticas acerca de narcotraficantes y el mundo de la producción, distribución y
consumo de drogas ilegales. Implica los efectos de estas actividades en individuos y en
comunidades, la formación de redes de protección y lavado de dinero y su asociación con
las estructuras de poder y su contribución a la corrupción política. Esto habla no sólo de
la manera en la que los narcos se autorepresentan sino de una red compleja de prácticas
culturales y representaciones, ambiguas y a veces contradictorias, que hemos convertido
en “verdades” acerca de ese mundo.

Un común denominador en estas concepciones sobre el mundo cultural del


narcotráfico es que el espacio social está signado por el conflicto. Considerando la cultura
desde los sujetos, las consideraciones de Campbell y Cabañas sobre la narcocultura,
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implican una contienda por los significados, en tanto que los múltiples actores que se
mueven en este espacio cultural habitan en una multiplicidad de contradicciones que los
enfrentan y que, inevitablemente, abordan violentamente. A continuación, quiero situar lo
que discuto teóricamente, en un ejemplo concreto, y trazar las trayectorias que perfilan la
cultura del narcotráfico desde la experiencia vivida de los que habitan el norte de México.

Maclovio Rojas: escenario de violencia y esperanza


En la primera mitad del 2014, estuve varias veces en el ejido Maclovio Rojas
colaborando en un proyecto llamado Recuerdo y reconstrucción en contextos de violencia
social. Experiencia en un lugar de exterminio. Este lugar es un poblado en los márgenes
de la ciudad de Tijuana, en Baja California, México. Se fundó en 1988, cuando 45
familias invadieron terrenos en periferia de la ciudad. La toma de los terrenos fue
organizada por una organización campesina de izquierda, la Confederación Independiente
de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC). La tierra que tomaron era del gobierno
federal y según la Ley de Reforma Agraria de ese entonces, la gente tenía derecho a
asentarse en tierras de ese tipo y solicitar al gobierno su propiedad formal (Bacon, 2005:
127).

El proceso para hacerse propietarios legítimos de las tierras pasó por los canales
correspondientes y llevó el proceso adecuado. La comunidad empezó a echar raíces ahí.
Sin embargo, cuando en 1989, Hyundai levantó su primera planta en la región, las tierras
adyacentes a Maclovio Rojas se volvieron muy valiosas para los intereses de esta
empresa, y de otras más que han establecido plantas a lo largo de la autopista Tecate-
Tijuana. El valor de estas tierras radica en unas viejas vías de ferrocarril que siguen el
trazo de la frontera. Según David Bacon (2005), se construyeron por la Southern Pacific y
el emporio azucarero Spreckels, y “va desde el puerto de San Diego hasta el interior de
México. Vuelve a cruzar hacia EEUU de nuevo en Tecate, y baja por el barranco de
Carrizo hasta el Valle Imperial, donde se encuentra con la línea en el El Centro y Niland
y parte al este por el suroeste hasta Nueva Orleans” (2005: 124).
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Aunque esta vía está inoperante, el gobierno de Baja California tiene planes de activar y
ampliar esta línea para que llegueé hasta la costa de Ensenada, lo que para muchas
maquiladoras sería de enorme valor. El transporte por carretera de mercancías en esta
zona presenta muchos retrasos por el cruce fronterizo y el tráfico pesado del sur de
California, pero una vía férrea directa con el mar resolvería enormemente esto. Para
Hyundai hay un interés adicional. Según la investigación de Bacon, “las autoridades
estatales llevan años hablando con la empresa sobre encargarle la instalación de la vía, un
proyecto de construcción de unos 300 millones de dólares, así como de llevar a cabo un
fuerte desarrollo industrial de las tierras a su alrededor, incluida la construcción de una
planta de ensamblaje de automóviles y una fábrica de acero” (2005:125).

La comunidad de Maclovio Rojas estorba los proyectos del gobierno estatal y la


empresa. Un asentamiento vecino, el Ejido Francisco Villa, pidió las tierras reclamadas
por Maclovio Rojas y el gobierno aceptó su solicitud, iniciando una disputa legal entre
las dos comunidades. La sospecha de los habitantes de Maclovio Rojas era que, si el ejido
Francisco Villa ganaba la disputa y tomaba posesión de esas tierras, lo venderían todo a
Hyundai y otras maquiladoras. Esto sería posible, ya que, gracias las reformas
económicas del periodo salinista, “los ejidos como el Francisco Villa conservaron su
prioridad en la distribución de la tierra, pero con la diferencia de que anteriormente los
habitantes tenían que trabajar la tierra ellos mismos, mientras que ahora se les permitía
venderla” (Bacon, 2005: 127).

Los miembros de Maclovio Rojas se rehusaron a dejar sus tierras y detonó una
escalada de conflicto y violencia entre la comunidad y el gobierno estatal. En 1995,
Hortensia Hernández, lideresa de la comunidad fue detenida, acusada de apropiarse
ilegalmente de tierras. Cinco meses después, a falta de pruebas, fue liberada. En el
verano de 1996, cuando miembros de la comunidad decidieron apoyar una huelga de
trabajadores de Hyundai y Laymex, volvieron a arrestar a Hortensia Hernández, junto a
Artemio Osuna y Juan Regalado, acusados de “incendiar una casa en Maclovio Rojas y
de cometer otros actos de acoso que ellos aseguran que fueron cometidos por
alborotadores que cooperaban con el gobierno” (Bacon, 2005: 128). Después de meses de
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protestas, apoyada por activistas laborales de ambos lados de la frontera, el 7 de octubre


fueron liberados por órdenes del gobernador de Baja California, Héctor Terán Terán.

En el 2002, la disputa legal por los terrenos llegó a nivel federal, y el gobierno
estatal subió la presión contra los miembros de la comunidad. De acuerdo a David Bacon,

“La policía rodeó la zona y amenazó con volver a detener a los líderes. La
comunidad activista de Tijuana, y activistas del norte de la frontera
movilizados por una red informal transfronteriza llamada Globaliphobicos,
acudieron para apoyar a los residentes. En Los Ángeles, los manifestantes
organizaron un piquete ante el consulado mexicano y le entregaron una carta
de protesta al cónsul general. Al final, la policía se retiró, pero el futuro de la
comunidad sigue siendo incierto” (2005:129).

Maclovio Rojas, después, fue escenario de una de las historias más cruentas de la “Guerra
contra el Narco”. En 2009, arrestaron a Santiago Meza, apodado el Pozolero, que se
dedicaba a desaparecer cadáveres de ejecutados, bajo órdenes de Teodoro García
Simental El Teo. Meza tenía varios predios en los barrios periféricos de la ciudad de
Tijuana, le hacían llegar los cuerpos a esos lugares, y ahí desarrolló una tecnología de
exterminio para desaparecer los cadáveres disolviéndolos en ácido. En México, hay un
platillo tradicional mexicano que se llama pozole, es un tipo de estofado, hecho de chile,
carne y maíz. De ahí vino el apodo.

El Pozolero declaró que había desaparecido alrededor de 300 cuerpos en el


tiempo que trabajó para el Teo. Cuando lo capturaron, sólo dio las referencias de uno de
estos sitios, pero la Asociación Unidos por los Desaparecidos en Baja California hizo su
propia investigación y a través de su trabajo, encontraron otros dos lugares más. Uno de
estos predios se llama La Gallera. La noticia era todo lo que la nota roja pudiera desear,
la historia rebasaba cualquier calificativo. El equipo de trabajo del proyecto lo narra así
(Ovalle, Díaz Tovar, & Ongay, 2014, p. 284):
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“En este predio se ubicó un sistema rústico, artesanal y burdo para el


exterminio humano. Se trataba de una estructura arquitectónica
expresamente pensada y construida para desintegrar cuerpos y ocultar
los desechos: un cuarto de aproximadamente cuarenta metros
cuadrados donde se disponían los tambos y los fogones para la
desintegración, y una estructura donde se podía vaciar el contenido de
los ácidos, con tuberías que comunicaban a una gran fosa subterránea
fabricada con lozas de cemento. Los miembros de la Subprocuraduría
Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO)
afirmaron que, según sus cálculos, en las fosas del predio la gallera se
encuentran 17,000 litros de lo que denominan 'emulsión': 17,000 litros
de restos humanos desintegrados.”

El gobierno donó este predio a la gente de lugar, y ellos en turno, lo pasaron a manos de
la asociación de desaparecidos. Juntos, el equipo de la Universidad Autónoma de Baja
California, los pobladores del ejido y los familiares de los desaparecidos se sentaron a
discutir qué hacer con el lugar. Para los familiares era fundamental convertir este espacio
en un lugar donde pudieran llorar y recordar a sus muertos, y para los pobladores lo
urgente era olvidar que alguna vez fueron vecinos y testigos de esta atrocidad. Querían
recuperar la imagen de una comunidad de lucha y de trabajo.

La presencia de las redes del narcotráfico se percibe, aunque el predio está


transformándose en un centro comunitario y un memorial a los desaparecidos. Los
vecinos de Maclovio Rojas recibieron amenazas cuando empezaron el espacio
comunitario. En las bardas perimetrales del terreno se podía leer mensajes que decían
“ojo por ojo” y “con nosotros no se juega”. El equipo de trabajo de la universidad relató
que, a partir de esos mensajes se habló sobre qué hacer y su decisión fue no ser
secuestrados por el miedo. La comunidad decía: “Nosotros no queremos problemas con
nadie, pero no podemos dejar ese lugar ahí, enterrado, olvidado, como algo oscuro y triste
en nuestra comunidad” y “De lo más malo, algo bueno puede salir, ya perdimos una
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generación de jóvenes que se nos fueron por el camino del narco, ahora que este lugar les
recuerde que eso no es una opción” (Ovalle et al., 2014, p. 290-291)

En el tiempo que estuve en México, conocí varias actividades dirigidas a


cambiarle el rostro y el significado a este sitio. Una de éstas, fue invitar a artistas urbanos
para dar a los jóvenes de la comunidad talleres de muralismo, con la intención de
embellecer y al mismo tiempo resignificar el espacio. Como ya señalé, la comunidad de
Maclovio Rojas se encuentra en las zonas periféricas de Tijuana, está en los márgenes
físicos, económicos y sociales de la urbe. Las redes del narcotráfico encontraron aquí un
lugar donde arraigarse. Algunos de los jóvenes que se integraron a los trabajos del centro
comunitario, aún perciben salario como halcones para las redes del narcotráfico.

En una de las visitas que hice al lugar, uno de mis compañeros universitarios
comentó que el lugar le provocaba escalofríos, que sentía miedo ante la lúgubre historia
del lugar. Un joven que participaba en las actividades escuchó la conversación e
intervino. Nos dijo: “hay gente que está hecha para esto y otra que no, a mí, a mí no me
da miedo la muerte, la muerte es mi amiga”. Cuando dijo estas palabras se irguió y
levantó la cara, con un gesto que podría leerse como orgullo, desafío, y quizá un poquito
de desprecio hacía los que estaban hablando. Más tarde, alguien me comentó que este
chico, no trabajaba como halcón, ya había ascendido a sicario.

Otra señal de la presencia del narco, fueron los cuadernos de los chicos de secundaria.
Muchos de ellos tenían calcomanías de un logo extraño: era una calavera con dos muletas
atravesadas, como si fueran huesos de una bandera de piratas. Me informaron que esa
imagen era el logo del Raydel López Uriarte El Muletas, quien fuera lugarteniente de
Teodoro García Simental. Intrigada, investigué un poco, y descubrí que, en una especie
de combinación de estrategia de mercadeo y homenaje a sí mismo, adoptó un logo que
copió de un programa de televisión estadounidense muy popular, Jackass, e hizo
camisetas y calcomanías. Incluso hizo uniformes para sus subordinados que, según
palabras de él, llegaron a ser 200 hombres. Encontré también que El Muletas mandó
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hacerse un corrido, que hace poco fue grabado por uno de los artistas más populares en la
escena de los narcocorridos, Gerardo Ortiz.

Coordenadas para un paisaje de la narcocultura


¿Cómo explicar lo que está pasando en Maclovio Rojas? Miguel Cabañas (2014) dice que
la narcocultura se compone de representaciones multidireccionales tan complejas y
contradictorias como las conexiones entre los poderes hegemónicos de las fuerzas
legislativas y judiciales, el narco y las culturas locales marginales en la Latinoamérica
globalizada. Entonces, ¿cómo podemos darnos un panorama de cómo se están poniendo
en juego estas representaciones para devenir en lógicas de vida?

Resulta útil recurrir a Arjun Appadurai y su propuesta de scapes (Appadurai,


1996), como un mapa descriptivo para recorrer los paisajes que construye el narcotráfico,
y observar como los flujos culturales se concretizan en un lugar particular. De entrada,
quiero proponer que, en esta matriz compleja de representaciones y prácticas, veo una
contienda entre el olvido y el silencio, la memoria y la resistencia y la ostentación y el
desafío. Explicaré esto con más detalle posteriormente.

Appadurai propone un marco analítico de 5 dimensiones:


1) ethnoscapes, que refiere a las personas que componen los mundos dúctiles en los
que nos movemos
2) technoscapes, que se refiere a la configuración global de la tecnología
3) financescapes, que se refiere a los flujos y movimientos del capital global
4) mediascapes, que son las imágenes y narrativas que circulan en estos flujos, y
5) ideoscapes, que también son una concatenación de imágenes, que transmiten
ideologías de Estado.

En el recuento de mis experiencias en Maclovio Rojas, reconozco varios actores como


receptores y como productores de sentidos. Están los pobladores de lugar, los líderes
comunitarios que rechazan que el ejido se relacione con el narcotráfico y con las historias
del Pozolero, que quieren resignificar el poblado como una comunidad de lucha. Están
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los familiares de los desaparecidos, que quieren hacer visibles las vidas de sus familiares,
darles una presencia a pesar de la abyección absoluta de la desintegración de un cuerpo.
Están los que participan en las redes del narcotráfico, que desean el control del poblado y
dejan sus marcas para hacerse visibles como fuerza en el ejido. También está Hyundai y
sus intereses de mercado, el Estado, representado por el gobierno estatal, que defiende
esos intereses y que quiere invisibilizar lo que sucedió en Maclovio Rojas y en muchas
otras partes del país.

Estos son los actores que identifico en lo inmediato, pero también habría que
considerar cómo otros construimos e imaginamos lo que sucede. Si, tal como plantea
Cabañas, la red de prácticas y representaciones que componen la narcocultura, fabrica
los imaginarios con los cuales juzgamos y evaluamos a la gente que se involucra en este
mundo, entonces ¿cómo participamos de la construcción de las representaciones de ese
mundo cuando escuchamos historias como estas? Las personas alrededor del mundo que
consumen música de narcocorridos ¿Cómo reciben y qué sentidos le dan un corrido que
celebra al Muletas? ¿Qué comparten un joven de Fresno, California y un joven del
Maclovio, cuando escuchan la canción?

La industria que se ha creado en torno a los productos culturales asociados al


narcotráfico tiene un mercado fructífero en los Estados Unidos. De hecho, las más
importantes en la producción musical de este género, están establecidas en California.
Gerardo Ortiz, aunque se enviste de sinaloense y le canta a un sector muy particular del
estado de Sinaloa, nació y creció en Pasadena, California. La diseminación de estas
imágenes y representaciones se ha hecho gracias a la reproducción mecánica, tal como
explica Walter Benjamin, pero también a la viralización de imágenes a través de las redes
virtuales. Las imágenes de canciones, moda, películas e incluso, discursos y mensajes de
narcotraficantes están a disposición de millones en la red global. Aunque algunos
académicos como Nery Cordova (2011) y Arturo Santamaría (2012, 2014), insisten en la
condición local de la narcocultura como expresión cultural sinaloense, me parece que
verlo de esa manera es extremadamente limitado. La narcocultura, aunque produce
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representaciones arraigadas en signos regionales muy particulares, es un fenómeno


trasnacional.

En cuanto a los flujos de capital que señala Appadurai, puedo identificar que, por
un lado, está el flujo de capital global que genera el tráfico de drogas, que es difícil
rastrear y distinguir de otros flujos financieros, pero que resulta concretamente para los
jóvenes del Maclovio, en una fuente de ingresos con la que pueden a mejorar sus
condiciones de vida, y quizá hasta acceder a un tipo de movilidad social. En tensión con
esto, distingo el flujo de capital de empresas trasnacionales como Hyundai y que
concretamente, influye en acciones y decisiones de las autoridades del Estado. Sobre
esto, Miguel Cabañas dice

“La mercantilización de la violencia es un resultado directo de la retirada del


gobierno y la avanzada de una ‘racionalidad de mercado’. Esto pareciera
ilógico y contradictorio, en un ambiente en donde la existencia y los derechos
humanos dependen de la posición que uno tiene dentro de la jerarquía
económica, y donde parte de la población, incluyendo a los desplazados, los
pobres, los migrantes, los adictos, los trabajadores de maquila, las prostitutas,
los sicarios y los campesinos se consideran ‘desechables’”. (Cabañas, 2014:
11).

Se observan entonces las imbricaciones entre el mundo del narcotráfico y los otros
mundos culturales. El negocio ilegal de drogas está conectado con otros flujos de capital
a través del mercado bursátil y el lavado de dinero. Además, la complicidad y
participación de miembros de la clase política con el negocio ilegal de drogas ha sido
documentado desde hace décadas. Esto desdibuja los límites entre la legalidad y la
ilegalidad, y las fronteras entre el mundo de las drogas y la vida cotidiana de los
ciudadanos parecen más bien fabricaciones que nos ayudan a encontrar alguna especie de
"normalidad" en un espacio social caótico y violento. Como en la esfera económica y
política, los límites entre la cultura del narco y otras expresiones culturales están
difuminadas, la narcocultura se apropia y resignifica símbolos de la cultura de consumo
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global, particularmente en la moda y en objetos de ostentación. También, apropia


símbolos de la cultura mexicana tradicional, por ejemplo, con efigies religiosas.

Maclovio Rojas refleja esto, con una constelación de imágenes en disputa. Por un
lado, están los murales que están convirtiendo a La Gallera de un sitio de exterminio a un
espacio comunitario. Sobre estos mismos muros, están las pintas que dejan los
narcotraficantes, recordando a todos que ahí están y que no están contentos. A cierta
distancia de estos muros, a lo lejos, se ve el logo enorme de Hyundai, interrumpiendo el
paisaje. Están los cuadernos de los jóvenes con la imagen del Muletas, que se reproduce
en camisetas, uniformes, videos en YouTube. En estas imágenes, hay narrativas en
conflicto, que hablan sobre diferentes lógicas de vida, y de las contradicciones y las
paradojas sobre las cuales se van construyendo la vida cotidiana de mujeres y hombres.

Para reflexionar sobre la quinta dimensión que propone Appadurai, es decir, los
discursos del aparato de Estado que componen el paisaje ideológico, vuelvo a mi
comentario inicial, la disputa que observo entre el olvido, la memoria y la ostentación.
Una estrategia discursiva del Estado ha sido el “no-discurso”: el silencio, la
invisibilización. En palabras de Ovalle, DíazTovar y Ongay (Ovalle et al., 2014, p. 288):

“El olvido ha sido promovido por el Estado mexicano en diversos


sentidos: al criminalizar a las víctimas, negar su existencia, minimizar o
esconder las estadísticas de muertes violentas y desapariciones.
Sistemáticamente el Estado ha generado mecanismos para generar otras
versiones contrarias a las de la comunidad y que aseguran su
permanencia en el poder. Incluso en los medios de comunicación
masivos, que muchas veces son armas del Estado, los rostros de las
víctimas, las historias de los familiares de desaparecidos, son acalladas,
estando casi ausentes.”

Es importante distinguir el olvido del Estado, de las omisiones y silencios de la


comunidad. El olvido que se dispersa por la sociedad civil quizá tiene una justificación.
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Si para el Estado y los medios masivos de comunicación el silencio es una estrategia para
preservar su poder hegemónico, dentro de la comunidad funciona como una estrategia de
sobrevivencia, una manera de preservar un remedo de cotidianidad que permita una
especie de vida funcional. Para los miembros de la comunidad de Maclovio Rojas, el
silencio implicó seguridad y continuidad frente a la incertidumbre y el miedo.

Sin embargo, la comunidad de Maclovio Rojas se ha comprometido con la


memoria y la resistencia. Se enfrentan al miedo, de la mano de los familiares de
desaparecidos, a través de un lugar que tiene múltiples significados que contrarrestan al
olvido. Para los pobladores del Maclovio Rojas, les recuerda sus orígenes combativos, y
su vocación de lucha. Para los familiares, es la denuncia de una tragedia personal y
nacional, es la afirmación de la vida frente una desaparición tan absoluta, frente a la
disolución de un cuerpo para borrar cualquier huella de su existencia. La memoria y la
resistencia en esta situación trasciende las historias personales para convertirse en las
historias de todos; la memoria y la resistencia se convierten en la promesa de que es
posible reconstruir el tejido social.

Si unos le apuestan al olvido y otros le apuestan a la memoria, otros más viven


bajo lógicas distintas. Cuando El Muletas en una entrevista declara, “yo he estado en
guerra toda mi vida,” cuando el chico del Maclovio dice, “a mí no me da miedo la
muerte, la muerte es mi amiga”, estamos ante otros discursos que necesariamente
tenemos que enfrentar para entender lo que nos está pasando.

Muchas de las reacciones ante los jóvenes que se involucran con las redes del
narcotráfico devienen o en la criminalización o en el desprecio a una expresión cultural
considerada inferior. Mientras no hagamos la conexión entre la descalificación que se
hace de estos jóvenes y el horror que nos provoca la violencia, mientras no lo situemos en
las condiciones de marginación y olvido que hacen del narcotráfico una opción de vida,
los discursos y prácticas que sostienen la cultura del narcotráfico no serán entendidas en
su cabalidad. ¿Qué perspectivas de vida tiene un joven que abraza de esa manera a la
muerte? Si bien la cultura mexicana tiene una relación ancestral con la muerte, me parece
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que aquí no es la representación lúdica de una litografía de Posadas, es una muerte


frontal, directa y roja, implacable e inevitable. Frente al olvido y al silencio, frente a la
memoria y la resistencia, la narcocultura enarbola la ostentación de la violencia y el
poder y el desafío a la muerte.

A través de este texto he intentado proveer de un panorama comprehensivo de la


dimensión cultural del narcotráfico en México, localizándolo en un espacio físico y social
particular. A través de las historias del Maclovio Rojas, podemos asomarnos a la telaraña
de significados que compone la narcocultura. Más aún, estas historias dejan claro que
cuando pensamos en los fenómenos culturales asociados al narcotráfico, éstos no se
reducen a una manera de vestir o a un estilo de música; implican también ideas y
creencias que los sujetos incorporan a su manera de ver el mundo y que convierten en
parte de su identidad. Esto es tan cierto para un líder comunitario como para un joven que
trabaja en los rangos más bajos de las redes de tráfico. Las formas interiorizadas de la
narcocultura informan a ambos su manera de interpretar el mundo y cómo se desplaza y
actúa sobre él. En este sentido, la violencia no se reduce al acto violento en sí mismo. El
acto violento transforma a la víctima directa, a las personas y los grupos próximos a la
víctima y, a través de la mediatización de estos actos, tiene un impacto expansivo que
alimenta nuestros miedos. Así, violencia se incorpora y se encarna; moldea a lo que
designamos como "realidad" y cómo creamos lazos y separaciones entre nosotros;
transforma cómo experimentamos los afectos y cómo entendemos el futuro.

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